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Evolución territorial del conflicto armado y formación del Estado en Colombia Por Fernán E. González e Ingrid J. Bolívar Abstract: La reflexión sobre los patrones regionales de violencia tienden a mostrarnos que el conflicto armado en Colo mbia es un fenómeno diferenciado tanto temporal como geográficamente. Un fenómeno que expresa, por un lado, las tensiones estructurales de las regiones y por el otro, el tipo de inserción en ellas de los actores que optan por la violencia. Esto hace que las modalidades de la violencia varíen tanto regional como temporalmente y que los actores armados adecuen sus repertorios según la estructura de oportunidades qu encuentren en las regiones. En este nivel, la estructura de oportunidades se ha configurado a partir de los procesos de poblamiento, cohesión social interna y articulación con el estado y la economía nacionales. Así, la violencia reviste modalidades diferentes según se trate de una región de colonización periférica, débilmente articulada al estado y a la economía nacionales, una región articulada por la vía de una rápida expansión económica en condiciones de desigualdad y por una estructura de poder local o regional de tipo clientelista o gamonalicio. O, por último, cuando se trata de centros urbanos o zonas rurales donde predominan ya una economía monetaria y unas relaciones políticas más directas con la administración central del Estado. Esas modalidades diferenciadas de violencia corresponderían a un proceso gradual de construcción del Estado que va integrando paulatina y selectivamente diferentes territorios y grupos sociales en diferentes momentos.

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Evolución territorial del conflicto armado y formación del Estado en Colombia Por Fernán E. González e Ingrid J. Bolívar Abstract: La reflexión sobre los patrones regionales de violencia tienden a mostrarnos que el

conflicto armado en Colombia es un fenómeno diferenciado tanto temporal como

geográficamente. Un fenómeno que expresa, por un lado, las tensiones estructurales de las

regiones y por el otro, el tipo de inserción en ellas de los actores que optan por la violencia.

Esto hace que las modalidades de la violencia varíen tanto regional como temporalmente y

que los actores armados adecuen sus repertorios según la estructura de oportunidades qu

encuentren en las regiones. En este nivel, la estructura de oportunidades se ha configurado a

partir de los procesos de poblamiento, cohesión social interna y articulación con el estado y

la economía nacionales.

Así, la violencia reviste modalidades diferentes según se trate de una región de

colonización periférica, débilmente articulada al estado y a la economía nacionales, una

región articulada por la vía de una rápida expansión económica en condiciones de

desigualdad y por una estructura de poder local o regional de tipo clientelista o

gamonalicio. O, por último, cuando se trata de centros urbanos o zonas rurales donde

predominan ya una economía monetaria y unas relaciones políticas más directas con la

administración central del Estado. Esas modalidades diferenciadas de violencia

corresponderían a un proceso gradual de construcción del Estado que va integrando

paulatina y selectivamente diferentes territorios y grupos sociales en diferentes momentos.

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Introducción

La presente ponencia recoge los resultados de las investigaciones realizadas en el CINEP

sobre la evolución reciente del conflicto armado colombiano, analizado en relación con una

mirada de mediano y largo plazo de los procesos de formación del Estado en Colombia 1.

Esos resultados han sido publicados, en una versión más amplia, en el libro Violencia

política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción del Estado, de reciente

aparición. Para esa mirada comparada, la ponencia parte del análisis de los escenarios

actuales del conflicto, que confronta con una mirada de mediano plazo sobre la lógica de la

expansión territorial de los actores armados. Esta contraposición nos lleva a proponer una

mirada diferenciada de la presencia de los aparatos del Estado y del accionar de los actores

según el grado y momento de articulación social y política de las regiones y sus pobladores

con relación al conjunto de la vida nacional. Y, finalmente, esta mirada diferenciada es

enmarcada en una mirada de larga, mediana y corta duración del desarrollo político de

Colombia.

Los escenarios de la violencia

En primer lugar, conviene precisar que la geografía de la violencia no cubre

homogéneamente ni con igual intensidad el territorio de Colombia en su conjunto, sino que

la presencia de la confrontación armada es altamente diferenciada de acuerdo con la

dinámica interna de las regiones, tanto en su poblamiento y formas de cohesión social como

en su organización económica, con su vinculación a la economía nacional y global y su

relación con el Estado y el régimen político y, consiguientemente con esa dinámica

regional, con la presencia diferenciada y desigual de las instituciones y aparatos del Estado

1 Esta investigación fue realizada, en su mayor parte, por Ingrid J. Bolívar, Teófilo Vásquez y Fernán E. González, que tuvo a su cargo la coordinación del equipo. En las etapas iniciales del proyecto participaron también Mauricio Romero, José Jairo González y Helena Useche. Como asistentes de investigación participaron Franz Hensel y Raquel Victorino. La investigación fue apoyada parcialmente por Colciencias y MSD, de US Aid.

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en ellas2. Esta diferenciación de la presencia del conflicto es parcialmente producto de

condiciones geográficas y demográficas previamente dadas: la cercanía de selvas y

montañas, el territorio dividido por tres ramales de la cordillera de los Andes, cuyas

vertientes y valles interandinos están cubiertos por bosques de niebla casi permanentes, la

cercanía de zonas de economía campesina de subsistencia, son parte del escenario natural

para el funcionamiento de la guerrilla.

Pero esas condiciones no determinan necesariamente una opción de los actores y grupos

sociales por la violencia, sino que ésta es el producto de la elección voluntaria de grupos de

carácter mesiánico y jacobino que deciden, en una circunstancia histórica determinada, que

la acción armada es la única salida posible para los problemas de la sociedad. Esa

diferenciación espacial y temporal de las violencias y la presencia diferenciada del Estado

en las regiones y circunstancias, obedecen a que las violencias colombianas no giran en

torno a una sola polarización entre amigos y enemigos, claramente definidos, en torno a un

eje específico de conflictos (económico, étnico, religioso, nacional, etc.) sino que sus

contradicciones se producen en torno a varias dinámicas de distinto orden y a procesos

históricos diferentes, que se reflejan en identidades más cambiantes y en cambios en el

control de los territorios.

En ese sentido, es posible diferenciar varias dinámicas geográficas del conflicto armado,

como señala en su informe Teófilo Vásquez ( Vásquez, 2001), aunque a menudo ellas

puedan entremezclarse y reforzarse mutuamente: a. En primer lugar, una dinámica

macrorregional, que se expresa en la lucha por corredores geográficos3, que permiten el

acceso a recursos económicos o armamento, lo mismo que el fácil desplazamiento desde las

zonas de refugio a las zonas en conflicto. En ese sentido, se puede detectar un eje del

2 Esta información es producida por el Sistema de Información Georreferenciado, SIG, del CINEP, de Bogotá, a partir de los Bancos de Datos del Centro sobre conflicto armado, violaciones a los Derechos Humanos y al Derecho Internacional Humanitario Cfr Mapa # 1, Síntesis año 2001y Mapa 2, Síntesis 2002 : las zonas particularmente conflictivas están definidas por la coexistencia en algunos municipios de enfrentamientos bélicos, violaciones a los Derechos Humanos, infracciones al Derecho Internacional Humanitario y violencia políticosocial.. A partir de esa coexistencia, el SIG agrupa esos municipios más violentos en regiones que no coinciden necesariamente con la división administrativa oficial pero que reflejan más adecuadamente la lógica geográfica de la guerra. 3 Cfr. Mapa # 3, SIG, CINEP, Bogotá, 2001. Mapa de dinámicas macro y mesorregional del conflicto, Corredores y regiones conflictivas..

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conflicto que parte del norte del país (Córdoba, Urabá antioque ño y chocoano) más o

menos controlado por las Autodefensas de derecha, y se proyecta hacia Antioquia

(Nordeste y Bajo Cauca) hasta el Magdalena Medio (sur de Bolívar, del Cesar y

Barrancabermeja), donde persisten algunos reductos del Ejército de Liberación Nacional,

ELN y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc, tratan de recuperar el

territorio perdido. En cambio, el Sur Oriente, ( piedemonte de la cordillera oriental, y

parte de la Orinoquia y Amazonia) han sido tradicionalmente zonas más o menos

controladas por las Farc. Por eso, la zona desmilitarizada (“zona de despeje”) creada para

facilitar los diálogos entre esta guerrilla y el gobierno anterior se localizó en esta zona de

influencia. Sin embargo esta hegemonía no excluye totalmente la presencia paramilitar en

esta región, pues desde los años ochenta, los paramilitares han venido consolidando un

bastión militar en el Meta y, desde 1996 (especialmente en 1998 y 1999) se ha venido

fortaleciendo la presencia paramilitar en el Putumayo, sur del Caquetá y la zona contigua al

área del “Despeje”. Y, a partir de 1999 y el 2000, el ejército colombiano ha recuperado

cierta capacidad ofensiva en áreas estratégicas como la zona del Sumapaz, bastión

tradicional de las Farc, que podían desplazarse, a través de ella entre el Meta,

Cundinamarca, Tolima, Huila y el Sur (Caquetá, Putumayo, Guaviare)

.

Más recientemente, en el Sur Occidente se está consolidando un nuevo corredor geográfico,

que corresponde a un eje que parte de la antigua zona del despeje, donde no se presentaba

actividad militar durante estos tres años, y se proyecta hacia el sur del Huila, norte del

Tolima, los límites entre Tolima y Valle (páramo de Las Hermosas) los límites entre el sur

del Valle del Cauca y el norte del Cauca, buscando la salida al Pacífico y aprovechando la

colonización campesina de las regiones del cañón del río Naya y la Costa Pacífica. Y la

dinámica nacional y la presión de los EE. UU por la erradicación de cultivos ilícitos

introduce algunas variaciones en los conflictos regionales. Así, hacia el Sur, en la frontera

con Ecuador, se presenta una lucha entre guerrilleros de las FARC y grupos paramilitares

por el control del departamento del Putumayo, donde se concentra buena parte de los

cultivos de coca en el bajo Putumayo. Esto hizo que en él se concentrara la estrategia

militar del Plan Colombia para recuperar el control de la región con fines de erradicación.

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Pero, además de esta lucha por los corredores, la confrontación armada obedece a veces a

una dinámica mesorregional, centrada en la lucha por el control dentro de regiones que

refleja la confrontación entre áreas más ricas e integradas, o en rápida expansión económica

y zonas campesinas de colonización campesina periférica al margen de los beneficios de las

zonas en expansión. Así, los enfrentamientos en el Catatumbo, Arauca y Casanare, en la

frontera con Venezuela, pueden leerse en esta perspectiva: la lucha por el control de los

recursos provenientes de las regalías petroleras o de los sembradíos de coca, la “tutela”

armada sobre las respectivas administraciones locales y el manejo “clientelista” de sus

dineros enmarca bastante los conflictos en esas áreas (Peñate, 1991 y 1997). Y, por último,

buena parte de los conflictos se mueve en una dinámica más micro, que refleja la lucha

dentro de las subrregiones, localidades y sublocalidades (“veredas campesinas”).

Generalmente, se producen pugnas entre la cabecera urbana (más fácilmente controlable

por los paramilitares o el ejército) y la periferia rural de las veredas campesinas, donde la

guerrilla puede actuar con mayor libertad. También se desarrollan enfrentamientos entre

veredas de distinto signo ideológico, diferente origen poblacional, diversa dinámica

económica, intereses económicos contrapuestos. El caso de las masacres ejecutadas, a

mediados del 2001, por las FARC en Tierralta, Córdoba, refleja esta dinámica.

Las lógicas territoriales del conflicto

Esta triple dinámica territorial del conflicto obedece a lógicas contrapuestas de expansión

territorial, que indicarían desarrollos históricos diversos e implicarían una cierta cercanía a

modelos diferentes de desarrollo rural. Así, guerrillas y paramilitares operan en una

especie de contravía, como señalan Fernando Cubides, (Cubides, 1998 A, pp.66-91 y 1998

B, p. 202) y Teófilo Vásquez (Vásquez, 2001), pues las guerrillas nacen en zonas

periféricas, de colonización campesina marginal, en áreas de frontera (abierta o interna), de

donde se expanden hacia zonas más ricas y económicamente más integradas al mercado

nacional o mundial, que coexisten con bolsones de colonos campesinos marginales y que

están regulados por poderes locales y regionales, semiautónomos frente a las instituciones y

aparatos del Estado central. O, hacia zonas en rápida expansión económica y poca

presencia institucional del Estado, que igualmente coexisten con grupos de colonos

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campesinos, que no tienen acceso a la nueva riqueza rápidamente creada en el área, ni a la

regulación estatal de los conflictos sociales, que es suplida por las jerarquías sociales que se

están construyendo en esas áreas. Y también hacia zonas campesinas anteriormente

prósperas e integradas, con cierta presencia institucional y bastante regulación social por

parte de poderes locales y regionales, pero que empiezan a descubrir que su situación

económica está decayendo, su cohesión y regulación social se está resquebrajando y la

presencia institucional del Estado está disminuyendo. El caso del eje cafetero, caracterizado

antes por un campesinado próspero, de pequeña y mediana propiedad, con buena cobertura

de servicios públicos, gracias a la presencia de la antes poderosa Federación de Cafeteros,

puede ejemplificar este caso. La crisis internacional de precios ha golpeado severamente a

la Federación y al pequeño y mediano campesino, lo que crea un escenario favorable para

la expansión guerrillera. Algo parecido ocurre en el minifundio andino deprimido en zonas

cercanas a las grandes ciudades.

En cambio, los paramilitares nacen en zonas relativamente más prósperas e integradas al

conjunto de la economía nacional o mundial, donde existen poderes locales y regionales de

carácter semiautónomo ya consolidados o en proceso avanzado de consolidación, cuyas

elites se encuentran extorsionadas o amenazadas por el avance guerrillero y se sienten más

o menos abandonados por los aparatos e instituciones del Estado central, cuyas políticas

modernizantes y reformistas amenazan socavar las bases de su poder tradicional y cuyas

negociaciones de paz son interpretadas como traición frente al enemigo común que

deberían confrontar conjuntamente con ellas. De esas zonas se proyectan hacia las zonas

más periféricas, con el apoyo de los poderes locales que se están consolidando en ellas,

tanto en lo económico como en lo político, pero los límites de ese proceso de consolidación

de esos poderes son un obstáculo para la expansión de los grupos paramilitares.

Esta diferente lógica de expansión territorial indicaría, en última instancia, cierta tendencia

a la confrontación entre dos modelos contradictorios de desarrollo de la economía rural, que

buscan imponerse en las zonas de frontera, interna o abierta (Vásquez, 2001). En el Sur y

Oriente del país, zona de frontera abierta, la coincidencia entre las zonas controladas por las

FARC y las zonas de cultivos ilícitos desarrollados por campesinos cocaleros llevó a una

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alianza funcional entre éstos y esa guerrilla. Esta coincidencia llevó a los paramilitares a

considerar al Sur del país como escenario central de su lucha contrainsurgente y a la

estrategia militar del Plan Colombia a concentrar en el Sur (particularmente en el

Putumayo) sus esfuerzos de recuperar el control militar con fines de erradicación de los

cultivos ilícitos. En las zonas de frontera interna, en el norte y centro del país, el modelo de

desarrollo basado en el latifundio ganadero (por ejemplo, en la Costa Caribe) y la

agricultura comercial compite con la economía campesina de los colonos.

Pero este modelo de expansión en contravía obedece también a una diferente relación de las

regiones en conflicto con los aparatos del Estado central, regional y local. En general, las

zonas donde surgen los grupos paramilitares se caracterizan, en términos políticos, por el

predominio de poderes políticos de corte tradicional, la poca presencia directa de las

instituciones y la burocracia del Estado central, que deja bastante autonomía a los poderes

locales o regionales, consolidados o en proceso de consolidarse, que sirven de base al

denominado dominio indirecto del Estado4, en una situación semejante a los desarrollos

históricos de países donde los aparatos del Estado central deben negociar el monopolio de

la fuerza con los poderes de hecho existentes en las regiones y localidades..

Este predominio político de estas redes locales y regionales de poder y su control

económico de las zonas en expansión se sienten amenazados, por una parte, por el avance

militar de la guerrilla, que encuentra bases sociales de apoyo en las tensiones internas del

mundo campesino periférico y recurre a la lógica extorsiva sobre particulares y

administraciones locales “tuteladas”por ella. Y, por otra, por las políticas modernizantes y

reformistas del Estado central, que significan una tendencia hacia la expansión del dominio

directo del Estado, que socava las bases tradicionales de su poder. En ese sentido, las

negociaciones de paz adelantadas por el gobierno central son normalmente miradas con

cierta suspicacia por los grupos regionales y locales de poder, como ilustra Mauricio

4 Los conceptos de “dominio directo” e “indirecto” del Estado están tomados de la obra de Charles Tilly (1992 y 1993) para ilustrar la contraposición del control directo del Estado sobre la población por medio de una burocracia moderna, una justicia impersonal con criterios objetivos y un ejército con el pleno monopolio de la fuerza frente al control que ciertos Estados pueden ejercer por medio de los poderes locales y regionales existentes de hecho, con los cuales comparte y hasta negocia el monopolio de la fuerza y de la administración de la justicia.

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Romero (Romero, 1998) para el caso de Córdoba. En cambio, las guerrillas nacen en

regiones periféricas, de colonización campesina, no articuladas todavía por el bipartidismo,

aunque se proyectan luego hacia zonas más ricas e integradas, con una lógica extorsiva y

militar. En esas zonas. donde no existen poderes locales consolidados y la presencia de los

aparatos del estado es precaria, la guerrilla ejerce funciones de control policivo y de

cohesión social, que le dan cierta soberanía de facto, que es ahora desafiada por el avance

paramilitar y contrarrestada de alguna manera por los esfuerzos del ejército por recuperar la

iniciativa militar en esas áreas.

La presencia diferenciada de los aparatos del Estado y de los actores armados

Esta diferenciación regional del accionar de los actores armados muestra, a nuestro modo

de ver (González y Bolívar, 2002, pp.12-13), que las dinámicas de violencia se entienden

mejor si se abandona la imagen monolítica de nuestro modelo de estado y se enfatizan las

diferentes formas como sus aparatos hacen presencia en las regiones y localidades, lo

mismo que en los diferentes tiempos en que esta presencia se articula con los poderes que

surgen en ellas. La diferenciación regional y temporal de la violencia hace evidente que la

construcción del Estado es el resultado de un proceso diferenciado y gradual de integración

territorial y social (Elías, 1998, pp.108-109) que pasa por la articulación creciente pero

desigual de los poderes locales y regionales entre sí y con la burocracia del Estado central.

Esta diferenciación regional de la presencia del Estado se expresa en distintos tipos de

relación con las sociedades locales y regionales, cuyo grado de poder determina hasta qué

punto el dominio del Estado colombiano se aproximan a la dominación de tipo “directo” o

“indirecto”, según la terminología de Charles Tilly. Y esa articulación del Estado

colombiano con los poderes de hecho existentes en regiones y localidades explica por qué

el Estado colombiano no logra imponer claramente su control en todo el territorio nacional:

su dependencia de los partidos tradicionales como subculturas que fragmentan la

simbología de la unidad nacional y como federaciones de poderes locales y regionales es

parte de la explicación de su precariedad, entendida como cierta “falta de distancia” frente a

las fuerzas sociales realmente existentes. Y también explica la dificultad de los aparatos del

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Estado para hacer presencia en las zonas donde no se han consolidado todavía esos poderes

locales o donde estos micropoderes se construyen al margen o en contra del bipartidismo.

Esta evolución diferenciada nos llevaría a concluir que las guerrillas, particularmente las

Farc, han venido diversificando su tipo de presencia según las características de cada

región: las zonas de colonización periférica donde surgieron se han convertido en zonas de

refugio, mientras que las zonas donde se consolidaron significativamente antes de 1985 se

consideran zonas para la captación de recursos, quedando los municipios donde

actualmente buscan expandirse como áreas de confrontación armada, (Echandía, 1998 y

1999) por lo cual la mayoría de los actuales conflictos no se localizan ahora en las zonas de

mayor pobreza rural. Como señala Jesús A. Bejarano (J. A. Bejarano y otros, 1997), la

mayor parte de los hechos violentos no se localiza actualmente en las zonas rurales más

pobres sino en las zonas de rápida expansión económica, donde existen bolsones de

población campesina sin acceso a la nueva riqueza y donde las instituciones del Estado se

ven sobrepasadas por las tensiones producidas por ese contraste. Esta nueva geografía de la

presencia guerrillera respondería a un propósito estratégico, que significaría pasar de su

ubicación original en la periferia del sistema económico para afectar la actividad

agropecuaria central en las zonas más dinámicas.

Estos cambios de lógica de los actores armados y la diversificación de su presencia regional

no significan, como algunos afirman, que habría que descartar las llamadas “causas

objetivas” de la violencia para insistir solamente en las decisiones racionales de los actores

en un contexto histórico dado, sino que sería necesario combinar el énfasis en las acciones

planificadas de grupos armados de carácter jacobino y mesiánico con análisis diferenciados

de la situación campesina de las áreas donde la guerrilla se expande, que señalarían las

condiciones de posibilidad para su inserción y posterior consolidación (F. González, 1999,

p.13). Se podría concluir que la expansión guerrillera sería entonces el producto de una

hábil combinación de la acción militar y la estrategia de terror como presión sobre la

población civil con la inserción en zonas con profundas desigualdades sociales, donde se da

una rápida expansión económica al lado de zonas de colonización campesina tradicional, o

en zonas como la cafetera, que han experimentado un notable deterioro de sus condiciones

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de vida, antes más favorables, o en poblaciones rurales de minifundio andino cercanas a las

ciudades.

Esto indicaría la necesidad de considerar, al lado de condiciones objetivas como la pobreza

y desigualdad, la exclusión social y la precariedad de la regulación estatal, aspectos

subjetivos como la percepción relativa de la situación con respecto al entorno y los

sentimientos de frustración de campesinos jóvenes frente a sus posibilidades económicas,

sociales y políticas, que sirven de base al reclutamiento e adoctrinamiento por parte de

actores que han optado por la vía armada. (Vásquez, 2001) lo mismo que los planes

estratégicos de largo y mediano plazo que van elaborando las directivas de las

organizaciones insurgentes. Se combina así una ideología marxista- leninista y una

concepción jacobina de la política (en la versión estalinista y agrarista de las FARC y

guevarista de pequeña burguesía universitaria en el ELN) con las tradiciones clientelistas

propias de la cultura campesina y las percepciones de exclusión social de jóvenes rurales y

campesinos, reforzadas recientemente por su capacidad de inserción en las economías de la

coca y amapola, como muestran tanto los análisis de Marco Palacios (Palacios, 2001) como

los resultados de las investigaciones del CINEP (Vásquez, 2001).

Esta mirada diferenciada del conflicto armado no se aplica solo a la violencia reciente, ya

que también la Violencia de los años cincuenta mostraba desarrollos diferentes según se

tratara de municipios y regiones plenamente integrados a la vida nacional por la relación

directa con los aparatos e instituciones del Estado central o por medio de las redes de los

poderes locales y regionales de los partidos tradicionales. O, según se trate de regiones de

frontera, cerrada o abierta, donde ningún actor social o armado ha consolidado todavía su

hegemonía plenamente. Las precisiones de Paul Oquist sobre el “colapso parcial del

Estado”, junto con las diferenciaciones que introduce Mary Roldán en torno a los distintos

tipos de violencia que tienen lugar en municipios integrados y municipios de frontera, y la

manera como Daniel Pécaut caracteriza la precariedad de la presencia de las instituciones

estatales en zonas periféricas o de frontera, implican el reconocimiento de cierta presencia

diferenciada del Estado en regiones y localidades. Pécaut insiste en la existencia de

territorios amplios sin control del Estado, mientras que Oquist y Roldán señalan que el

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colapso de las instituciones estatales en algunas áreas no significa necesariamente la

pérdida de la regulación política y social, ya que ésta puede ser suplida por mecanismos

internos de regulación social, de carácter no estatal. Además, la diferencia que introduce

Roldán en la manera diferenciada como el Estado confronta la violencia según las

modalidades de mayor o menor presencia de los partidos tradicionales en la integración de

regiones y localidades, sugiere pistas importantes sobre la manera indirecta como el Estado

hace presencia en ellas. Roldán recuerda que el Estado confronta directamente la violencia

de las zonas de frontera adonde envía tropas, mientras que delega en los mecanismos de los

partidos tradicionales el manejo de la violencia en los municipios más integrados, donde el

conflicto se produce en torno al reparto de la burocracia y no tiene otros componentes

adicionales, como la disputa por la tierra.

En correspondencia con este carácter diferenciado de la presencia de las instituciones

estatales según las características de las diversas regiones, habría que señalar, igualmente,

el hecho de que la violencia política también reviste características diversas en las regiones

según sea su relación con esas mismas instituciones, como es corroborada por el análisis de

Malcolm Deas. Deas subraya que buena parte del conflicto armado se desarrolla en

regiones donde el estado no puede reclamar el monopolio de la fuerza y donde, por

consiguiente, la lucha de la insurgencia no enfrenta propiamente al Estado sino a grupos

rivales que buscan el control del territorio 5. Tanto este autor como otros investigadores han

insistido en que parte importante de la historia de la violencia en Colombia tiene que ver no

tanto con las desigualdades y la injusticia social, sino sobre todo con el hecho de que la

sociedad colombiana “ofrecía más movilidad, estaba menos estratificada en castas que sus

vecinas”, como se evidencia en la pronta vinculación de los mestizos a la política local y en

el dinamismo social asociado a ello. 6 En efecto, una menor jerarquización social implica la

inexistencia de un dominio estratificado y de la sedimentación de una clase hegemónica en

algunas regiones, que implica que la sociedad permanece abierta al conflicto local por la

definición de preeminencias y hegemonías.

5 Malcolm Deas, 1995, “Canjes violentos: Reflexiones sobre la Violencia política en Colombia”, en Malcolm Deas y Fernando Gaitán Daza, 1995, Dos ensayos especulativos sobre la Violencia en Colombia , FONADE y Departamento Nacional de Planeación, Bogotá. 6 Malcolm Deas, 2001, Ibidem, pp 25-26.

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En esa misma línea, distintos estudios han encontrado que los municipios más violentos,

son aquellos cuyos procesos de colonización se hallan en marcha o que son contiguos a

una subregión también de colonización. En estos casos, señalan algunos autores,“los

actores armados tiene a su favor la gran fragmentación de las sociedades locales”, la

desregulación política local, la disolución de algunos de los vínculos de cohesión existentes

en las sociedades de origen. Ante esa situación, se busca fundamentar el control en el

desarraigo y el miedo7. Por eso, es necesario repensar qué tipo de jerarquías sociales se

inventan en las sociedades locales de reciente configuración, cómo se sedimentan unas

relaciones de dominación y no otras en las distintas zonas de colonización. Esta

construcción de lazos de cohesión y jerarquización social obligar a pensar en una dinámica

social y política específica que, en ausencia de un mejor nombre, se ha titulado

“dominación política no sedimentada”, que cubriría los procesos de construcción de un

poder político local y de una comunidad política en zonas de frontera. Lo que equivale a la

configuración de un dominio local directo en regiones abiertas a la colonización, donde la

guerrilla juega un papel fundamental al constituirse como red de dominio local, pero sin

articularse con el Estado pues pretende “acabarlo” y reemplazarlo. Pero esta configuración

no es pacífica porque enfrenta los esfuerzos paramilitares por impedir el dominio directo de

la guerrilla en lo local, para así fortalecer su posición frente a las amenazas de la guerrilla y

los intentos de centralización política por parte del Estado central, cuyas instituciones tratan

de establecer una presencia de tipo burocrático en esas áreas.

Distintos analistas, entre ellos, Clara Inés García, han llamado la atención sobre el tipo de

dominación política y, más exactamente, sobre el tipo de Estado que se puede construir en

las zonas donde no se ha definido todavía el estatuto de la tierra ni el marco legal que

ampara las distintas relaciones sociales. A partir del estudio de Urabá, esta autora sostiene

que los conflictos regionales y las tensiones entre distintos grupos sociales no deben

pensarse siempre y necesariamente “como producidos por un papel fallido del Estado”, sino

que a veces evidencian maneras de ser y de construir el Estado mismo a partir de esos

7 Fernando Cubides, Ana Cecilia Olaya, y Carlos Miguel Ortiz, 1998, La Violencia y el municipio colombiano, 1980-1997, CES, , o. c., p 239.

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conflictos e ilustran cómo se configura en algunas regiones un Estado que no existía

previamente y cuyos aparatos tampoco pueden llegar simplemente a imponerse en ellas8.

Este problema no es debido simplemente a la falta de voluntad política o de interés por

parte de los funcionarios estatales sino que expresa una situación social, donde no existen

todavía los lazos de interacción e interdependencia sociales que sirvan de base a la

consolidación de un dominio hegemónico de un actor social, político o militar en una

región determinada. Ya que la constitución del monopolio de la violencia y el

afianzamiento de la soberanía están esencialmente ligados a la existencia de situaciones de

creciente interdependencia, que tienen que ver con la consolidación y definición de los

límites territoriales, la extensión de medios de transporte y comunicación, la división social

del trabajo y el consiguiente tránsito entre economía natural y economía monetaria y con el

crecimiento de la comercialización. Además, con la vinculación de los distintos integrantes

del entramado social a largas cadenas de dependencia funcional, donde cada vez más la

fuerza social de un sector depende de su articulación con los otros. Todo esto delimitado y

encerrado en un territorio determinado, ya que la consolidación de una dominación

sedimentada supone “el enjaulamiento” de una sociedad en un territorio que se conoce, que

se mapea, y donde se puede controlar a la población. Esta condición, como se verá más

adelante, es difícil de cumplir en el caso colombiano, por la existencia de fronteras

“abiertas” y territorios hacia los cuales puede huir la población, lo que evita la

sedimentación del orden y del control mediante lo que algunos llaman una “adaptación en

resistencia”9. Esto hace que el orden continúe siendo “volátil”, para seguir los términos

usados por María Teresa Uribe.

Esta lucha entre actores que pretenden imponer su hegemonía en una localidad o región

donde no existe todavía la “dominación sedimentada” de las elites, contrasta con el estilo

de la confrontación armada que se presenta en zonas donde ya existe un grupo dominante

más o menos consolidado, más o menos articulado al Estado por medio de las redes de los

partidos tradicionales. Como se mostraba atrás, la guerrilla se consolida como red de poder

8 Clara I García, 1996, Urabá. Región, actores y conflicto.1960-1990, INER-CEREC, Bogotá.

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local que articula una comunidad política y representa un nivel incipiente de centralización

política en las zonas de colonización abierta o interna. La multiplicación de los frentes de

las Farc y el ELN significó, desde comienzos de los ochenta, una expansión de los grupos

guerrilleros hacia territorios distintos de sus nichos originales en áreas de colonización

campesina, lo mismo que la ruptura de su estilo original de territorialidad. Y también

expresó su decisión de priorizar su implantación en los principales polos de producción de

bienes primarios para conseguir abundantes recursos financieros mediante la extorsión10.

Esta decisión trajo cambios radicales en su acción y mostró una tendencia creciente a

privilegiar la dimensión militar sobre la societal.

Esta expansión militar de la guerrilla se facilita en las zonas donde se está debilitando el

dominio partid ista como articulador de la relación con el Estado central, pero este avance

no la convierte tampoco en una forma alternativa de comunidad política subordinada a los

aparatos estatales. Este debilitamiento puede deberse a problemas políticos o económicos,

como se evidencia en el eje cafetero, severamente golpeado por la caída de los precios del

café en el mercado mundial, que afecta la intermediación de la anteriormente poderosa

Federación de Cafeteros y facilita el avance insurgente en una zona antes considerada

inmune a su penetración. Allí la expansión de las guerrillas es un correlato de la crisis del

modelo de integración de esas regiones con el país y de las transformaciones tanto del

cultivo como del estilo de presencia de la Federación y otras entidades estatales..

En esas áreas, donde se percibe el debilitamiento de los poderes locales, los actores

armados buscan penetrar las administraciones locales y “tutelar” de alguna manera su

funcionamiento para acceder a sus recursos fiscales. Algunos analistas han interpretado esta

transformación de la insurgencia como una renuncia a su interés por transformar el Estado

para contentarse con una serie de acuerdos con los políticos locales. Para otros, como

Alfredo Rangel, la estrategia guerrillera encaminada a copar los poderes locales buscaba

resolver la contradicción de su “gran solidez económica y una indiscutible y creciente

capacidad militar” con “una inmensa debilidad en su capacidad de convocatoria política

nacional”. Para ello, las guerrillas aprovecharon los espacios abiertos por la

10 Daniel Pécaut, 1999, o. c., pp. 232.234.

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descentralización que empezó a desarrollarse desde mediados de la década de los años

ochenta. En esto fue pionero el ELN, que resolvió que “si las alcaldías y concejos

municipales iban a administrar recursos del petróleo, pues había que meterse en las

administraciones locales”11.

En ese sentido, Rangel muestra cómo se inserta la guerrilla en el proceso político local

mediante la protección de los candidatos que han hecho acuerdos con ella, la amedrentación

de los que se han negado a ello, la “tutela” y vigilancia sobre las administración de los

funcionarios elegidos, la orientación del gasto público local y del reparto burocrático. Es

diciente su conclusión de que, en esencia, “las funciones clientelistas y gamonalicias” que

por la vía del terror ha llegado a desempeñar la guerrilla en algunas regiones no difieren “de

las que siempre han ejercido las elites políticas tradicionales en las localidades”12. Incluso,

estas formas “tradicionales y premodernas de hacer política” se realizan a veces “en

conjunción de los viejos caciques políticos de las localidades”. En el mismo sentido,

Camilo Echandía señala que las guerrillas“han logrado acceso a los recursos públicos de las

administraciones locales y departamentales mediante acuerdos con funcionarios

corruptos”13

La referencia más articulada a este fenómeno la provee Andrés Peñate, que se muestra

sorprendido por la asimilación insurgente de prácticas tradicionales de acción política que

son señaladas como “corruptas”, propias de un “clientelismo armado”. Como descripción,

esos señalamientos son exactos, pero pasan por alto el contexto- la “estructura de

oportunidades”- donde se mueven estos actores y las dinámicas sociales y políticas a las

que responden. En ese sentido, Marco Palacios llama la atención sobre el hecho de que la

guerrilla se apoya “en redes clientelares adecuadas a la jerarquización empírica de la

sociedad rural...”, basadas en la familia como “la unidad política básica y no el individuo”14

Al mismo tiempo, su insistencia en la necesidad de estudiar los vínculos “entre la 11 Alfredo Rangel, 1999 “Las Farc-EP: una mirada actual” en Malcolm Deas y María Victoria Llorente, 1999 o. c. , p. 36 12 Alfredo Rangel,1999, o. c., pp.35-37. 13 Camilo Echandía, 1999, “Expansión territorial de las guerrillas colombianas: geografía, economía y violencia”, en Malcolm Deas y María Victoria Llorente, 1999, o. c., p. 136 14 Marco Palacios, 1999, “La solución política al conflicto armado:1982-1997” en Alvaro Camacho y Francisco Leal (editores), 1999, Armar la paz es desarmar la guerra, Iepri, Fescol, Cerec, Bogotá, p. 381.

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expansión guerrillera y las dinámicas cotidianas de compadrazgos, amistades y odios entre

familias y veredas”15, nos lleva a recordar el peso de tales amistades y odios como formas

de filiación y los tipos de relación política constitutivos del bipartidismo.16 Así pues, la

creciente participación de los actores armados en el poder local y su uso de la coerción para

producir filiaciones política revela el tipo de lucha política que es posible mantener en un

Estado cuyas instituciones deben estar negociando continuamente con los poderes locales y

regionales previamente existentes o en proceso de consolidación en las regiones y

localidades.

Por ello, el recurso de los actores armados a formas de “clientelismo armado” no significa

falta de interés en el poder político del orden nacional, ni tampoco la pérdida de sus valores

y el desdibujamiento de su ideología, sino que las modalidades del comportamiento de los

actores armados se diferencian según el tipo concreto de relación que tienen las poblaciones

de las regiones con las instituciones estatales realmente existentes que encuentran en ellas,

que distan mucho del modelo de Estado que aparece en sus discursos oficiales. Según la

lectura desde la imagen modélica del Estado, la antigua dinámica de la insurgencia

izquierdista que se dirigía contra el Estado ha dado paso cada vez con más frecuencia a un

choque de múltiples actores que rivalizan por el control estratégico de territorios locales”17.

Pero si se abandona esa mirada y se mira la manera concreta como los aparatos estatales se

insertan en las regiones, se puede concluir que los actores armados no enfrentan siempre un

Estado centralizado que cuenta con dominio directo en las regiones, lo que significa que su

intento de controlar ciertos territorios no implica desentenderse del enfrentamiento con el

Estado, sino pelear con él desde nuevos lugares, de acuerdo al estilo de presencia que

tienen sus instituciones en las regiones en disputa. En cierto sentido, la guerrilla presiona la

desarticulación de los intermediarios y el Estado central, pero resulta paradójico que su

discurso sobre el abandono del Estado se haga desde una imagen modélica de lo que él 15 Marco Palacios, Ibídem. En una dirección similar se orientan los planteamientos de Deas para quien “la filiación política afecta el sentido de la familia, la identidad local, la identidad personal y el compromiso ideológico”. Cfr, 1995, “Canjes violentos. Reflexiones sobre la violencia política en Colombia”..., en Dos ensayos especulativos sobre la violencia colombiana, antes citado, p.28. 16 Fernán González, 1997, “Aproximación a la configuración política de Colombia”, en 1997, Para leer la Política, CINEP, Bogotá. 17 Marc Chernick, 1999, “La negociación de una paz entre múltiples formas de violencia” en Francisco Leal Buitrago (editor), 1999, Los laberintos de la guerra. Utopías e incertidumbres sobre la paz, Tercer Mundo editores, UNIANDES, Bogotá, p. 7.

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17

debería ser. Los grupos guerrilleros afirman estar luchando contra el Estado centralizado,

que quieren sustituir, pero su acción cotidiana los enfrenta, la mayoría de las veces, con el

Estado mediatizado por las redes de poder local. En otras palabras, gran parte del discurso

guerrillero y de su forma de pensar el Estado se basan en el modelo del Estado Moderno,

que es claramente diferenciable de la sociedad., pero lo que las guerrillas enfrentan es una

forma bastante difusa de poder político, un Estado que no acaba de diferenciarse de la

sociedad. Al tiempo que esa sociedad aparece colonizada y organizada a través de distintas

redes políticas.18

En un sentido similar, puede interpretarse la resistencia de los grupos paramilitares que el

avance insurgente encuentra en esas zonas articuladas al Estado por la vía de los gamonales

ligados a las redes del bipartidismo. Allí los paramilitares representan, en términos muy

amplios, un esfuerzo por reestablecer el dominio político tradicional, esto es un dominio

directo de la población local por parte de los sectores establecidos y que sirve de base para

una articulación con el Estado central. En ese interés por reestablecer la dominación de las

redes bipartidistas de poder bipartidistas y de reconstruir las jerarquías políticas

tradicionales, los grupos paramilitares combinan distintas estrategias, similares a las de la

guerrilla: el control de las autoridades locales, la orientación del gasto público municipal, el

patrocinio de organizaciones sociales tuteladas por ellos, entre otros19. Pero, además, como

se ha visto, los paramilitares también expresan la resistencia contra los esfuerzos de

centralización política impulsados por el Estado central, que pueden debilitar las redes

locales y departamentales de poder, lo que termina abriendo el camino a la vinculación

política de distintos grupos poblacionales a la guerrilla o las autodefensas

En resumen, la dinámica del conflicto armado y el desarrollo de la descentralización han

cambiado las relaciones de los grupos armados con las localidades y regiones : Algunos

grupos guerrilleros se han convertido en redes de poder local, en formas de dominio directo

sobre la población local porque es la única forma de penetrar al Estado, de ganar un lugar

18 Daniel Pecaut, 1999, “Estrategias de paz en un contexto de diversidad de actores y factores de violencia” en Alvaro Camacho y Francisco Leal (eds) 1999, Armar la paz es desarmar la guerra , IEPRI, FESCOL, CEREC, p 225 19 Manuel Alberto Alonso, 1997, Conflicto armado y configuración regional: el caso del Magdalena medio, Universidad de Antioquia, Medellín, p.49.

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político y de tramitar ciertas pautas de identidad colectiva rural. Por el otro lado, pero en el

mismo esquema, los grupos paramilitares intentan reestablecer la dominación tradicional de

la que habían sido desplazados por la acción insurgente y por los programas de

desregulación económica puestos en marcha por parte del Estado cent ral. O sea, que tanto

guerrilla como paramilitares juegan en un escenario definido por la dominación de las redes

de intermediarios porque esquemas políticos como el de Estado- Oposición no funciona en

un contexto en que Estado y sociedad aparecen perfectamente mezclados. Ahora bien,

mientras los paramilitares tienden a reestablecer la dominación tradicional, la guerrilla, aún

cuando participa de este estilo de dominación indirecta, expresa un proyecto de

centralización política, de integración territorial.

Pero, de otro lado, es preciso establecer también dónde el conflicto armado no se inserta en

la construcción de la nación sino que expresa la definición de los límites territoriales y

hegemonías, el acomodamiento y la lucha entre identidades locales y vínculos comunitarios

que buscan el establecimiento de un dominio local directo en los ámbitos regional y local..

Este es el caso específico de las zonas de colonización apenas son abiertas y-o cuando están

en auge. Todas estos interrogantes señalan las tensiones que se producen cuando las

instituciones del Estado tratan de establecer relaciones directas con los pobladores e

intentan superar la intermediación de los poderes locales y regionales. La clave sería

entonces es situar el conflicto armado interno en el contexto de las luchas de integración

que se reflejan en la constitución del monopolio estatal de la violencia legítima que es

desafiado tanto por los actores armados como por los poderes de hecho existentes en

localidades y regiones.

Sólo si se tiene en cuenta ese mapa diferenciado de las luchas de integración que dan

sentido al conflicto, puede entenderse que así como los partidos políticos cubren y disfrazan

políticas las afiliaciones adscriptivas, heredadas, las rencillas personales y comunitarias

bajo las identidades políticas, el conflicto armado puede hacer aparecer como una disputa

por el poder nacional las tensiones asociadas a la integración territorial y socioeconómica,

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lo mismo que las tradicionales rivalidades regionales y locales”20 En ese sentido, tanto las

Autodefensas como las guerrillas pueden estar recogiendo y expresando, en sus

enfrentamientos, guerras internas entre familias, enfrentamientos entre veredas y

municipios, luchas entre diversos grupos sociales, junto con prácticas reguladoras de la

convivencia mediante la aplicación de castigos bastante drásticos. Pero estos

procedimientos no se diferencian tanto de la manera como se fueron consolidando los

instrumentos de cohesión y jerarquización de los gamonales tradicionales ligados al

bipartidismo. Esto es recordado constantemente por Daniel Pécaut, que muestra que estas

dinámicas de “territorialización bajo coacción” no son algo específico del conflicto armado

actual, sino que había sido puesta en marcha ya por los partidos políticos. Con las

diferencias obvias: los niveles de coacción armada eran talvez un poco menores y esa

forma de territorialización funcionaba entonces como una modalidad de integración a la

nación. 21.En ese sentido, conviene recordar que gran parte de los territorios que fueron

escenarios de la violencia de los años cincuenta hoy están integrados a la nación Y lo

mismo puede proyectarse hacia el pasado, desde los tiempos coloniales, cuando los

funcionarios españoles se quejaban de la. violencia de los “pueblos revueltos”, que hoy son

bastante pacíficos, hasta los territorios que fueron escenarios de las guerras civiles del siglo

XIX y las conflictivas regiones de la colonización antioqueña del mismo siglo.

Obviamente, el señalamiento de estos procesos de integración e incorporación a la vida

nacional no implica el ocultamiento de las desigualdades y las jerarquías que ellos

implican, sino su articulación con la sociedad nacional, así sea de carácter asimétrico y

subordinado. Lógicamente, el desarrollo desigual de las regiones y la configuración de

jerarquías sociales como base de los poderes consolidados en los espacios regionales se

traduce en una incorporación también subordinada de diferentes grupos poblacionales en el

concierto de la nación.

20 Ingrid Bolívar, 1999, “Sociedad y Estado: la construcción del monopolio de la violencia”, en Controversia # 175, Cinep, Bogotá, diciembre de 1999. 21 Daniel Pécaut, 1999, “Configuraciones del espacio, el tiempo y la subjetividad en un contexto del terror: el caso colombiano”, en Revista colombiana de Antropología, # 35, enero-diciembre de 1999, reproducido en 2001, Guerra contra la Sociedad, ya citado.

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Esta dinamización de la integración territorial impulsada por el desarrollo del conflicto

armado puede ser ilustrada por el trabajo de Clara Inés García sobre el bajo Cauca

antioqueño, que subraya el papel que jugaron allí los actores armados para delimitar el

territorio y llamar la atención de la administración departamental sobre él: quienes

“cumplen con la función histórica de sentar las bases espaciales y socio-políticas de la

primera delimitación de un territorio con sabor a región son los actores armados”22. La

autora muestra que el desarrollo del conflicto armado movilizó distintos grupos sociales

para la construcción de una identidad regional y presionó, al mismo tiempo, la constitución

de una dirigencia local y el crecimiento de la acción colectiva en la subregión. Ahora bien,

la guerra no sólo transformó las relaciones dentro de la región, sino que incluso proyectó su

presencia en el resto del país: “El territorio llamado Bajo Cauca adquirió identidad para el

resto de los colombianos a través de la guerra”23. Resultan interesantes los planteamientos

de la autora en torno al Estado, que muestran que el papel de éste “se activa en el momento

en que los conflictos regionales sobrepasan los significados de esas fronteras.”24

Una situación similar encuentra García en el caso de Urabá, donde analiza la manera como

los enfrentamientos entre el ejército y las guerrillas sirvieron, tal como sucedía en las

guerras civiles del siglo XIX con el bipartidismo, como eje articulador de los distintos

conflictos que cruzan aquella región. Insiste en que las luchas laborales y por la propiedad

de la tierra no son, por sí mismos, suficientes para propiciar la constitución de una

identidad regional y el reforzamiento del vínculo con el Estado. Como en el caso anterior,

es la guerra la que vincula a los distintos actores sociales regionales, configura y proyecta la

región e incita la participación de las instituciones del Estado en ella25. Por esa vía, dejan de

ser tensiones locales, propios de un grupo particular, problemas como el tipo de

poblamiento, la indefinición del estatuto jurídico de las tierras y la inexistencia de una

política laboral, para recibir la atención del Estado. Incluso García insiste en que el

desarrollo del conflicto armado termina por reforzar el papel del Estado, que es requerido,

por primera vez, como mediador. Así pues, en los dos casos el conflicto armado no sólo

22 Clara Inés García, 1994, “Territorios, regiones y acción colectiva” en Territorios, Regiones y Sociedades, Renán Silva, editor, Universidad del Valle, Cerec, p. 127. 23 Clara Inés García, 1994, Ibídem, p.129 24 Clara Inés García, 1996, Urabá, región, actores armados y conflicto CEREC, Bogotá p. 135. 25 Clara Inés García, 1996, Ibídem.

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incide en la configuración de una región y en su creciente proyección sobre el resto de la

sociedad nacional, sino que incluso convierte a esa región en escenario de disputas que

trascienden el carácter regional. Por la vía del conflicto armado se hacen visibles y se

nacionalizan distintos conflictos regionales, al tiempo que las regiones se convierten en

escenarios para el ejercicio y la definición de intereses del orden nacional.26

Ahora bien, la idea de que el desarrollo del conflicto armado expresa y produce, al tiempo,

un proceso de integración territorial queda clara con el seguimiento a los procesos de

colonización. Legrand y otros autores han insistido en que es clara la vinculación de los

problemas de las fronteras internas con el desarrollo de la guerra, así no haya acuerdo sobre

el estatuto político de la frontera, o sea, sobre si es fuente o alternativa del conflicto27. No

tanto o no solo por el hecho de que los actores armados se sitúen de manera privilegiada en

esas regiones, sino porque desde allí perfilan una nueva identidad. En esa dirección se

orienta Jaime Eduardo Jaramillo, para quien la acción guerrillera, aunque sus actores no se

lo planteen así, puede estar expresando esfuerzos “de integración y asimilación de estas

regiones (de frontera) y sus pobladores a nuestros mercados nacionales e internacionales,

así como a las instituciones, la juridicidad y los servicios públicos”28. Por esa misma línea

se encamina Legrand, quien establece que la guerrilla representa entre otras cosas, “un

factor de integración de regiones distantes con el gobierno central”29

Una mirada de larga y mediana duración

Por ello, tanto este recorrido sobre los problemas de la colonización como los

planteamientos anteriores sobre la presencia diferenciada del Estado como de la

diversificación de la acción de los actores armados desembocan necesariamente en la

consideración del proceso de construcción del Estado colombiano, tanto en su dimensión

horizontal de integración gradual de territorios como en su dimensión vertical de

integración de diferentes estratos sociales. Por eso es necesario analizar y diferenciar tres

26 Clara Inés García, 1996, Ibídem. 27 Catherine Legrand, 1994,“Colonización y violencia en Colombia: perspectivas y debates”, en E l agro y la cuestión social, Ministerio de Agricultura, Bogotá. 28 Catherine Legrand., 1994, Ibídem., p.19 29 Catherine Legrand, 1994,. Ibídem , p. 20.

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procesos: a) El poblamiento gradual del territorio colombiano; b) la manera paulatina

como se consolidan los mecanismos internos de regulación social por medio de la

construcción de las correspondientes formas de estratificación, jerarquización y cohesión de

los nuevos pobladores. Tales mecanismos son la base de nuevos poderes locales y

regionales de hecho, cuya regulación permite suplir la eventual carencia o el posible

colapso del Estado central; c) el proceso de articulación de estos poderes de hecho por la

mediación de los partidos tradicionales como subculturas y federaciones de grupos de

poder. Estos tres procesos van a marcar definitivamente el estilo de relación que los

territorios y las sociedades regionales que en ellos se construyen van a establecer con el

Estado Nación y la manera diferenciada como las instituciones del Estado van a hacer

presencia en ellos. Esta relación explica el papel que los partidos políticos tradicionales han

venido desempeñando en la historia nacional como articuladores de la relación entre las

regiones y el centro político y como instrumentos de la presencia estatal. Lo mismo que la

manera como la crisis reciente de esos partidos termina reflejándose en la vida de la nación.

Estos desarrollos de larga y mediana duración proporcionan los marcos de la “estructura de

oportunidades” que delimita y enmarca el accionar voluntario de los actores armados. En la

interrelación de estos tres procesos, hay que considerar especialmente la manera paulatina

como se consolidan los mecanismos internos de regulación social pues ellos suelen

compensar en Colombia la falta de regulación estatal en los territorios menos integrados y

constituyen la base social de la clase política que va surgiendo en la región: estos

mecanismos se construyen a partir de los procesos de estratificación, jerarquización y

cohesión sociales, que son la base de los poderes locales y regionales de hecho.

Estos poderes se articulan entre sí mediante las federaciones laxas de poder de los partidos

tradicionales y sus correspondientes adscripciones clientelares, que permiten su

funcionamiento como subculturas. Estas interdependencias entre elites regionales y locales,

con sus respectivas clientelas, vehiculadas por los partidos liberal y conservador,

permitieron al país compensar de alguna manera la fragmentación regional que ha mostrado

Marco Palacios (Palacios, 2002, pp.21-58). Esto explica el papel fundamental que juegan

los partidos políticos tradicionales en la construcción del Estado. No es extraño entonces

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que los movimientos guerrilleros y la producción de cultivos de uso ilícito surjan en zonas

de colonización campesina marginal, donde es escasa la presencia de los aparatos del

Estado y donde no se han consolidado todavía los mecanismos internos de regulación social

que permiten a los partidos tradicionales establecer sus bases regionales de poder. Ni que

los movimientos guerrilleros de las guerras civiles del siglo XIX hayan surgido en

situaciones semejantes y que la geografía de la violencia de los años cincuenta tienda a

coincidir con las zonas de colonización aluvional y anárquica.

Todos estos procesos tienen que ver con la no resolución del problema agrario, que hizo

posible la conexión entre grupos armados de corte jacobino y base social campesina, y

produjo el movimiento de colonización permanente de regiones marginales que se van

incorporando paulatinamente al conjunto de la sociedad y economía nacionales. Esa

colonización permanente se inicia desde los tiempos coloniales y se profundiza en los

siglos XIX y XX, porque la estructura de propiedad de la tierra y los desarrollos

demográficos se traducen en una continua expulsión de la población campesina, primero a

la periferia rural y, más recientemente, a la periferia de las grandes ciudades (J. J González,

1989 y 1998). En esas zonas la organización de la convivencia social queda abandonada al

libre juego de las personas y grupos sociales, por la ausencia de la regulación por parte del

estado y la poca relación con la sociedad nacional. Por esta ausencia, las tensiones

producidas en las zonas de colonización, abierta o cerrada, y en las zonas donde se acumula

riqueza de manera rápida y desigual, favorecen la inserción en ellas de actores armados de

distinto signo ideológico.

Y estos problemas sociales tienen su correspondencia en el ámbito político, en relación con

la manera como estos grupos campesinos migrantes y sus territorios se fueron gradualmente

articulando o no con la sociedad mayor, la economía nacional y el estado: desde los

tiempos coloniales, estos territorios aislados y de difícil acceso se fueron poblando con

grupos marginales (mestizos reacios al dominio estatal y al control de los curas católicos,

blancos pobres sin acceso a la tierra, negros y mulatos, libres o cimarrones, fugados de

minas o haciendas), lo que implicó la existencia de territorios donde el Estado carecía del

pleno monopolio de la justicia y coerción legítima y donde no se habían configurado

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todavía mecanismos internos de regulación social. La articulación de esos territorios y sus

poblaciones a la vida económica, social y política del conjunto de la nación tuvo su

expresión en los innumerables conflictos sociales y políticos que caracterizaron la historia

política del país durante los siglos XIX y XX.

Además, incluso en los territorios más integrados al dominio del Estado, la presencia de las

instituciones estatales era diferenciada, de carácter dual: al lado de las autoridades formales

del Estado español, coexistían fuertes estructuras locales y regionales de poder, con las

cuales debían negociar las primeras. Esta situación hacía que el Estado español ejerciera su

control del territorio, sobre todo en las poblaciones lejanas al centro, principalmente por

medio de las oligarquías o elites locales, concentradas en los cabildos de notables, que

ejercían el poder local y administraban justicia en primera instancia, en nombre del rey pero

con base en el poder de hecho que poseían de antemano. Solo en segunda instancia, la Real

Audiencia con su presidente primero y luego el Virrey y Capitán general, funcionarios

nombrados por la Corona, representaban directamente al monarca español, pero en muchos

casos sus decisiones debían ser negociadas con los poderes locales y regionales.

Esta dualidad de poderes, heredada por la república colombiana, se expresa en la

coexistencia de un Estado moderno, con instituciones formalmente democráticas y una

burocracia central más o menos consolidada, y una estructura informal de poder, a medio

camino entre la política moderna y la tradicional, representada por el sistema de los dos

partidos tradicionales. Estos partidos operan de hecho como dos federaciones contrapuestas

pero complementarias de redes locales y regionales de poder, de carácter clientelista. (F.

González, 1993, pp.84-86). Con el tiempo, esas dos federaciones fueron adquiriendo el

carácter de dos subculturas políticas, al decir de Daniel Pecaut (Pecaut, 1987, 1988, 1991 y

2001, p.35), que articulaban las solidaridades, identidades, contradicciones y rupturas de la

sociedad y servían de puente entre las autoridades estatales del centro y las realidades

locales y regionales, lo que permitía la legitimación electoral del poder estatal.

Este poder dual ha hecho que la vida política colombiana se caracterice por la tensión entre

modernidad y tradición, cuya relación se ha modificado con los diferentes intentos de

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modernización política y los cambios de la sociedad en ese mismo sentido, pues la

urbanización, la ampliación de la cobertura educativa y la secularización del país han

venido erosionado las bases sociales y culturales del sistema político tradicional, cuya

legitimidad es más cuestionada cada día. Pero la resistencia de los poderes tradicionales y

la timidez de las reformas políticas y sociales han logrado obstaculizar exitosamente los

esfuerzos del Estado por expandir su dominio directo sobre la sociedad, lo que significa que

las instituciones modernas del Estado, de carácter impersonal y burocrático, deben negociar

continuamente con las estructuras de poder previamente existentes en localidades y

regiones. Esto reduce las exigencias modernizantes del Estado central pero modera también

sus tendencias excesivamente centralizantes y homogenizantes30.

A diferencia de otros países latinoamericanos, la ausencia de grandes presiones de las

masas populares y capas medias urbanas que obligaran a ampliar la ciudadanía ni a

incrementar el gasto público, permitió un manejo bastante ortodoxo de la economía, sin

grandes presiones inflacionarias. Por otra parte, la pobreza fiscal no permitió la aparición

de una amplia burocracia estatal ni consolidar un verdadero “Estado del bienestar”. Esto

hizo innecesarias las intervenciones militares en la vida política, que reaccionaron en otros

países frente al avance de movimientos inclusionarios de corte populista. Por estas razones,

el Estado colombiano sigue conservando algunos rasgos propios de los estados

decimonónicos, de corte oligárquico y excluyente, como muestra Pecaut reiteradamente

(Pecaut, 1987, pp.80-90, 124-195, 227-230) aunque se ha modernizado selectivamente,

según sectores y regiones. Y esta modernización selectiva ( Bejarano y Segura, 1996) deja a

la vida política a medio camino entre la modernidad y la tradición.

Lógicamente, este enfoque más diferenciado permite entender mejor las limitaciones que

experimenta el Estado para consolidarse como detentador del monopolio de la fuerza

legítima y de la administración de la justicia, y como garante último del espacio público de

resolución de los conflictos de la sociedad, lo que explica en parte la proclividad de la

sociedad colombiana a la solución privada, personal o grupal, de los problemas,

30 En ese sentido, convendría recordar los hallazgos de Julián Pitt-Rivers que muestra cómo la estructura local o caciquil de poder sirvió para moderar las reformas centralizantes y autoritarias del régimen de Franco en España. (Pitt- Rivers, 1989)

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frecuentemente por la vía armada. Además, el hecho de que el Estado haga presencia en

muchas regiones de manera indirecta, por medio de las estructuras informales de poder

previamente existentes en regiones y localidades, dificulta la construcción de estructuras

políticas que expresen los cambios recientes de la sociedad colombiana y solucionen los

problemas sempiternos del mundo campesino, sobre el de las zonas de colonización

periférica y marginal, lo mismo que del mundo marginal de las grandes ciudades

acrecentado por la migración del campo a la ciudad.

Las transformaciones sociales y políticas del mediano plazo

Los problemas resultantes de esta situación se hacen evidentes en una mirada de mediano

plazo, a partir de los años cincuenta, con las tensiones resultantes de la violencia de esos

años y la manera como el régimen de responsabilidad compartida de los partidos

tradicionales (“Frente Nacional”) trató de responder a ellos. Así, el monopolio que este

sistema otorgaba al bipartidismo hacía difícil la expresión política de nuevos poderes

locales, grupos y problemas sociales que se formaban al margen de él y no permitía ampliar

la ciudadanía más allá de las fronteras de los partidos tradicionales. Pero, además, como

señalan Daniel Pecaut (Pecaut, 1990 y Melo, 1990), los rápidos cambios de la sociedad de

los años sesenta y setenta pronto hicieron obsoletos los marcos institucionales y las

referencias culturales que el país poseía para canalizar y dar sentido a los procesos sociales:

la urbanización y metropolización rápidas de la población, producidas por la migración

aluvional de los campesinos hacia las ciudades, sobrepasaron la capacidad del Estado para

proporcionar servicios públicos adecuados a la población urbana creciente, mientras que la

industria nacional se mostraba igualmente incapaz para absorber esta mano de obra en

aumento.

Por otra parte, a partir de los años sesenta, se producen importantes cambios culturales

como la rápida apertura del país a las corrientes en boga en el pensamiento mundial, un

acelerado proceso de secularización de las clases altas y medias, un aumento importante de

la cobertura educativa en la secundaria y universidad, el surgimiento de nuevas capas

medias y una transformación del papel social de la mujer, que produce cambios importantes

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en la estructura familiar. En ese contexto, surgen movimientos guerrilleros de tipo

revolucionario, producto de la creciente radicalización de la juventud universitaria y de

capas medias urbanas, junto con los problemas campesinos de larga duración antes

mencionados. Pero la superación de los marcos institucionales con lo que la sociedad

colombiana canalizaba los conflictos no estuvo acompañada por la construcción de nuevas

mediaciones políticas y sociales que reemplazaran a las tradicionales y permitieran crear

nuevos mecanismos de convivencia.

Además, los problemas sociales, tanto en las ciudades como en el campo, seguían

configurando un caldo de cultivo favorable para las acciones violentas: en ese sentido, las

limitaciones de la reforma agraria oficial y la criminalización de la protesta campesina

acentuaron el divorcio entre movimientos sociales y partidos políticos tradicionales. Este

divorcio se agravó por la presencia de movimientos de izquierda, interesados en la

radicalización del movimiento campesino y por la instrumentalización de algunos sectores

de los movimientos sociales (grupos sindicales, líderes estudiantiles, movimientos

barriales, cívicos y populares) por parte de partidarios de la opción armada. Esto influyó en

el aumento de la criminalización de la protesta social por la lectura complotista de la

movilización social, lo que produjo el cierre de espacios sociales para una alternativa de

izquierda democrática, que hubiera podido canalizar el descontento social tanto de las

masas populares del campo y ciudad como de las crecientes capas medias urbanas. No

surge entonces un movimiento político moderno capaz de articular a los grupos

descontentos con el sistema bipartidista, que empezaron a proliferar, en los años sesenta,

entre intelectuales, sectores medios urbanos y capas populares. Todo lo cual hace que

muchos perciban el sistema político como cerrado y como agotadas las vías democráticas

de reforma del Estado, lo que condujo a algunos grupos radicalizados a la opción armada.

Las transformaciones de corto plazo: Crisis de representación y penetración del

narcotráfico

Pero, en el conjunto de la población colombiana, el resultado de todas estas

transformaciones fue la crisis de representación política que termina afectando

profundamente la legitimidad de las instituciones estatales y las formas de mediación

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política de la sociedad (F. Leal, 1988 y 1990). La dificultad de los partidos tradicionales

para modernizarse y la no aparición de nuevas organizaciones políticas más modernas y

acordes al momento histórico del país fue produciendo una creciente separación entre

política y sociedad, que dificulta todavía más la solución de los países que el país afronta.

Incluso, el señalamiento continuo de los vicios y prácticas corruptas de la vida política,

bastante justificadas por la realidad del país, tuvieron como consecuencia indeseada el

descrédito generalizado de lo político como instrumento colectivo de construcción del

orden social y como expresión articuladora de los diversos intereses e identidades de

personas y grupos sociales. Lo político terminó por identificarse con las prácticas de la

clase política tradicional, cada vez más distante de los intereses colectivos que dice

representar.

Se percibe así “una creciente separación entre la sociedad y la clase política”, que tiende a

ser percibida casi exclusivamente como “una realidad aparte, “autorreferenciada” y

“dedicada a su autorreproducción”, al marginar a los órganos representativos de la

discusión de la problemática económica y social. Esta separación, ya señalada

anteriormente por Pecaut como uno de los rasgos característicos de la evolución política

reciente (Pecaut, 1987, p.126), hará cada vez más ilegítima a la clase política a los ojos de

la sociedad, lo que no hace sino aumentar la crisis de representación política de la sociedad

colombiana..

La conciencia de la crisis de legitimidad del régimen e instituciones políticas condujo a la

reforma constitucional de 1991, que reconoció la pluralidad del país en lo étnico, religioso,

cultural y regional y trató de corregir los vicios que consideraba más evidentes de la vida

política colombiana. Pero muchas de sus reformas fueron frustradas o limitadas por la

legislación posterior y sus intentos de moralizar la vida política se vieron pronto

neutralizados por la realidad de la actividad política. Además, muchas de las medidas

pensadas para hacer transparente la actividad política estaban pensadas para obstaculizar la

actividad tradicional de los partidos pero no para fomentar su modernización y

reorganización democrática. Para Ana María Bejarano (A.M. Bejarano, 2001), el

diagnóstico que reducía la causa de todos los problemas políticos al predominio de los

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partidos tradicionales no era del todo falso sino un tanto simplista e incompleto, al dejar de

lado la debilidad institucional del Estado y la fragmentación del poder a la que respondía,

que lo hacían incapaz de desarrollar adecuadamente el nuevo texto constitucional y hacer

respetar los derechos que consagraba. Además, Bejarano señala una importante omisión de

la Constituyente: dejó sin tocar el problema de la administración pública y no habló de

implementar una verdadera carrera administrativa, que sería el remedio ideal contra el

clientelismo y la corrupción y el perfecto instrumento para la modernización del Estado.

Esta situación se complica más con la descentralización política y administrativa,

profundizada por la Constitución de 1991, que se expresa en la elección popular de alcaldes

y gobernadores y desarticula el sistema tradicional de las “maquinarias” políticas por medio

de las cuales los partidos tradicionales mediaban entre las localidades, las regiones y el

Estado central. Pero estos cambios no han sido compensados con reformas políticas que

neutralicen la tendencia a la fragmentación a las fuerzas políticas y que obliguen a los

partidos a democratizar su función mediadora entre regiones, localidades y Estado central.

La inexistencia de estas reformas termina por fortalecer el sistema clientelista y anarquizar

aún más la actividad política.

Estos problemas estructurales de larga y mediana duración se expresan y profundizan en el

corto plazo con fenómenos más recientes como la penetración del narcotráfico en el

conjunto de la sociedad y economía colombianas que produjo efectos como la corrupción

generalizada y la mayor deslegitimación de la clase política, incluido el régimen

presidencial, junto con la financiación de los actores armados al margen de la ley,

paramilitares y guerrilleros, que les permite ser relativamente autónomos de la dinámica

internacional y nacional. Los cultivos ilícitos encuentran un escenario ideal para su

desarrollo en las zonas de colonización campesina periférica, donde es escasa la presencia

de las instituciones reguladoras del Estado, y una base social en los colonos campesinos,

que logran así insertarse en la vida económica y sirven también de base para la expansión

de la guerrilla, cuyo período inicial se da en esas mismas áreas geográficas. Para algunos

autores, (como Francisco Thoumi, 1994) la ventaja comparativa de Colombia para la

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expansión el narcocultivo y el narcotráfico reside precisamente en el estilo de desarrollo del

Estado colombiano y su crisis de legitimidad.

En ese sentido, Daniel Pecaut insiste reiterativamente en que las violencias posteriores a

1980 van mucho más allá de una simple continuación ampliada de las anteriores, aunque

existan algunos rasgos de continuidad con ellas (Pecaut, 1988, pp.29-33). El cambio no se

debe a los resultados de los rasgos excluyentes del Frente Nacional ni a las tensiones

sociales de los años setenta, sino a la expansión de la economía de la droga, que es capaz de

producir una crisis institucional mucho mayor que la de los protagonistas “normales” de las

luchas armadas y de los movimientos sociales. Sin un proyecto político explícito, la

necesidad de seguridad para sus negocios condujo a las mafias del narcotráfico a producir

un profundo impacto en las instituciones del Estado, ya bastante precarias de por sí y a

profundizar aún más la fragmentación y privatización del poder, lo mismo que la crisis de

legitimidad del régimen político. Y también produjo cambios importantes en el

comportamiento de la insurgencia, pues, como muestra Pecaut ( Pecaut, 2001, pp.43-52), la

coca favorece, a partir de 1987, “la repentina multiplicación de los frentes guerrilleros”.

Y esta consolidación con recursos de la droga tendría consecuencias políticas, ya que las

FARC pueden ahora contar con recursos para financiar a “combatientes permanentes

dotados de armas modernas que reciben un salario y que no conservan gran cosa en común

con los grupos de “autodefensa” campesina”. Y también para transformarse en “una

administración que garantiza el orden social y la protección económica a vastas poblaciones

heteróclitas de colonos” (Pecaut, 2001, pp.45-46). Estos recursos del narcotráfico, aunados

a la expansión de la guerrilla hacia zonas más ricas donde recurre al secuestro y la

extorsión, hacen a la insurgencia más autónoma y autosuficiente en el aspecto financiero,

lo que tiene consecuencias políticas y sociales: al no depender de su inserción en las

comunidades rurales, la guerrilla se mueve más en una lógica guerrerista, donde la

dimensión militar prima sobre la necesidad de legitimación política y social. Por otra parte,

la extensión de la extorsión y el secuestro, que golpea más indiscriminadamente a la

población civil, produce un escenario más favorable a la expansión paramilitar y al recurso

a salidas autoritarias.

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Además, estas apelaciones a la violencia se difundieron por todo el tejido de la sociedad

colombiana de modo que la violencia termina así convertida en el mecanismo de resolución

de muchos conflictos privados y grupales ( F. González, 1996, p.39). Problemas de notas

escolares, enfrentamientos en el tráfico vehicular, problemas entre vecinos, peleas entre

borrachos, tienden a veces a resolverse por la vía armada porque no existe la referencia

común al Estado como tercero en discordia, como espacio público de resolución de

conflictos. El resultado de esta combinación de conflictos de diversa índole y procesos de

distinta duración, donde se combinan viejos y nuevos actores, es, según Daniel Pecaut,

(Pecaut, 1988, pp.32-33) la creciente autonomía de las formas violentas, donde la guerra

deja de tener la racionalidad de un medio exclusivamente político para convertirse en una

mezcla inextricable de protagonistas declarados y oficiosos, que combinan objetivos

políticos y militares con fines económicos y sociales, así como iniciativas individuales con

acciones colectivas, lo mismo que luchas en el ámbito nacional como enfrentamientos de

carácter regional y local.

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