estatuas de mármol muertas ii

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ESTATUAS MÁRMOL DE MUERTAS JORGE LÓPEZ MARTÍNEZ

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Lucía y el bosque circular

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ESTATUAS

MÁRMOL

DE

MUERTAS

JORGE LÓPEZ

MARTÍNEZ

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Estatuas de mármol muertas

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Estatuas de mármol muertas

Jorge López Martínez

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Título original: Lucía deslucida Primera edición: junio 2005 Segunda edición: enero 2009 © 2005, Jorge López Martínez Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Impreso en España. Fotografía y diseño de portada: Jorge López Martínez

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CUARTA PARTE

Rubén, 1935-1937

La carretera era color de losas

roídas por los guijarros; hasta el horizonte, nada que no fuese piedra, y los arbustos espinosos que crecían acá y allá parecían armonizar sus ramas puntiagudas con las salientes de las rocas amarillas.

“La esperanza”, André Malraux Pienso en aquella tarde como una

tarde de estruendo cuyo sonido helado se sentía en la piel más que en las caracolas de los oídos; una tarde ácida, dulce, de caña; tarde de Mahler y Billie Holliday por igual.

“Diorama”, Vicente Herrasti

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I: Irene en la noche. 1935-1936.

Rubén Dosaguas caminaba a paso apresurado por las calles del centro

de Madrid con el único propósito de entrar en calor. No soportaba aquel frío recio de invierno. Temblequeaba de forma compulsiva, con la espalda curvada y el cuerpo contraído, escondiendo el estómago y pegando los hombros al pecho para no recordar que había olvidado el abrigo en la Residencia y que aquella noche el invierno le sorprendía, como el amor a un novio primerizo, con una fina chaqueta que apenas le cubría por encima del cinturón. Iba dejando a su paso una estela volátil de vaho, idéntica al humo de los cigarrillos que fumaba Greta Garbo, y no cesaba de frotar sus manos, una contra otra, sin lograr que se calentaran. Bajó la cabeza para esquivar los copos de nieve que cada vez caían con más fuerza y perdió de vista las luces de las farolas que iluminaban sus pasos, dejando a un lado el parque, y los destellos intermitentes de unas decenas de bombillas de colores colgadas en los balcones de las casonas de las familias burguesas que preparaban la Navidad. Trató de correr, sin perder el equilibrio, sobre los deslizantes adoquines de la calle y cruzó de acera.

En sentido contrario al suyo, una joven con el rostro sonrojado por la vergüenza, se acercaba caminando hacia él. Rubén no pudo apartar la vista de su rostro, sorprendido por la forma de la cara pero también conmovido por un extraño encanto que se translucía de sus pasos. Detrás de la joven, un grupo de personas detenidas a la puerta de un teatro se burlaba de ella al pasar por delante. Los dejó atrás, la protegía ya la lejanía y el desprecio demostrado al ignorarles conforme la insultaban, pero aun así la joven no podía evitar temblar de resentimiento, de lástima. De dolor. Rubén vio algo más allá del rostro de la joven que le enterneció. Por primera vez en toda su vida, Rubén, que siempre había sido un joven tardo e indeciso en asuntos de amor, se decidió a actuar. Justo cuando la chica pasaba a su lado, Rubén Dosaguas reaccionó. Se cruzó por delante, giró en otra dirección parte del cuerpo y tiró al suelo los libros que ella sostenía bajo uno de los brazos. Ocultaba las manos en el interior de unos guantes de lana verde y éstos, a su vez, permanecían ocultos en los bolsillos del abrigo. Al tropezar, los libros se escurrieron de su posición debajo del codo y volaron. Un fajo de hojas sueltas se desparramó por el suelo mojado con la nieve que no cuajaba. Las manos

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de la joven zarandearon en el aire y buscaron rápidamente proteger los escritos. El grupo de muchachos se rió desde la puerta del teatro. Ella desvió la mirada de manera nerviosa hacia la parte más oscura de la calle y deseó ser un copo de nieve y descomponerse al contacto con el asfalto. Rubén se acercó fingiendo que se trataba de un accidente y trató de ayudarla a recoger los libros. Ella, con sus manos gruesas y con la indelicadeza a la que le obligaban los guantes de lana que llevaba puestos, arrugó las hojas al atraparlas en un fajo y las alzó para mirarlas. Se han borrado, suspiró en un lamento. Y su rostro se transformó en la más profunda manifestación de pesar que Rubén jamás hubiera conocido antes. De inmediato, se sintió culpable por sus actos. Y trató de pedirle perdón. Tal y como estaban agachados en la calle, cerca del bordillo de la acera, la joven miró a Rubén con desdén y le empujó con la mano enfundada en el guante de lana verde. Él perdió el equilibrio y cayó sobre los pantalones, mojando su trasero. Ella no dijo nada. Se puso en pie y desapareció en la dirección de la que provenía la nieve.

Aquella joven era mayor que Rubén. Tenía casi dieciocho años (a él

le faltaban tres meses para cumplir los dieciséis) y estaba ciega de uno de sus ojos debido a un golpe que recibió en un disturbio callejero. Ocurrió en 1934, durante la Revolución de Asturias. A pesar de su juventud, se marchó de su casa y tomó un autobús en dirección a Oviedo; la acompañaban otros tres amigos. Pasaron la noche en la carretera, durmió apoyando la cabeza en el hombro de uno de sus compañeros y, al día siguiente, se unieron a un centenar de estudiantes que comenzaba su propia marcha reivindicativa. Se reunieron con los mineros del carbón a las puertas del Ayuntamiento y proclamaron la República socialista. Al principio, se limitaron a gritar y corear consignas comunes pero, enseguida, los ánimos se fueron caldeando y alguien comenzó a lanzar piedras contra las ventanas del edificio. Sonaron pitos y silbidos y, de pronto, se escuchó un disparo sordo. Los jóvenes comenzaron a correr de un lado a otro dispersándose mientras grupos de regulares y elementos de la Legión Extranjera se desplegaban alrededor y les perseguían. Un hombre de marcado entrecejo y ojos siniestros la golpeó en el rostro con la culata del fusil y la dejó ciega, al tiempo que su ceja quedó para siempre desfigurada por el serpenteo irregular de una cicatriz.

Tenía la cara alegre, pero aquel defecto en el rostro le infundía un tono triste que empañaba su forma de ser. Irene Martín, que así se llamaba, no era del todo bella. Era bonita pero poco más. Su cuerpo

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acusaba una cruel desproporción de carnes que, junto al defecto en el rostro, agriaba su carácter. En ocasiones, sabía canalizar ese mal genio y se servía de él para ser más agresiva en las reivindicaciones políticas o sindicales, en las manifestaciones estudiantiles y en las huelgas obreras. Pero en otras ocasiones lo único que conseguía era ahuyentar a todo el mundo. Sus amigos se habían cansado de justificar esos arrebatos, como cuando actuaba sin esperar la opinión de la mayoría o cuando arriesgaba una negociación porque su ira verbal irreprimible la vencía. Se lo advirtieron y ella procuraba contener esa rabia, esa energía pero, a veces, le podía.

Conoció a Rubén por casualidad, cerca de la Facultad de Medicina donde él pretendía estudiar al acabar el bachillerato. Había pasado toda la tarde al resguardo de la calefacción de un café de estilo modernista en el que solía reunirse con sus compañeros de estudios para discutir acerca de política y filosofía. Allí, miraban los cuadros que se exponían en sus paredes; observaban los movimientos lentos (de dinosaurio, decía ella) de algunos catedráticos que leían interminablemente los diarios y jugaban con sus puros y con el humo de éstos; y divagaban imaginando cómo debían de ser las vidas de la gente (casi siempre parejas) que se sentaba en la mesa del fondo, la diecisiete, la de la esquina bajo el espejo rectangular en el que se reflejaba todo el que entraba por la puerta después de sonar la campanilla, la única mesa que tenía un florero con claveles de papel. Y, sobre todo, discutían. De cualquier cosa, de hombres, de animales, de oficios, armas, flores y tipos de viento, de sueños, de disputas, rumores y amores. Del mal y de lo que lo originaba. Esa tarde de tertulia, la muerte y la metafísica del suicidio llenaron los minutos y ella, como en pocas ocasiones, salió derrotada en su dialéctica. Se encontraba hastiada, cansada de tanto frío, molesta por tener que cruzar la ciudad hasta su casa a través de la nieve. No concebía la idea del suicidio como salida, nunca lo había defendido. Creía que era una forma de derrota de uno mismo. Otros, sin embargo, defendieron el suicidio como metáfora romántica del escapismo. Toda aquella palabrería sin sentido la asqueaba, porque no eran conscientes de la profundidad de las palabras. La mayoría de las veces hablaban sin sentir realmente la realidad de las cosas que defendían. Lo emborronaban todo en una mezcla imposible del ser y el deber ser, de cómo les gustaría que fueran las cosas en un limbo permisivo (convenido por todos ellos) de fantástica fantasía de lo deseable. Pero no tenían en cuenta el sufrimiento, el dolor o la ira. Hablaban de cosas que nunca habían sentido. O al menos, nunca

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habían intentado ponerse en el lugar de quien sí las había experimentado. El resto tan solo eran palabras vacías. Simulaciones de intenciones poco esforzadas.

Irene Martín se cubrió el cabello con una bufanda y salió a la calle. La nieve difuminaba los pasos conforme cruzaba de una acera a otra atravesando el parque en diagonal. Un poco más adelante, después de que unos muchachos a los que conocía se burlaran de ella a la entrada de un teatro en el que se representaba un vodevil picante, chocó por casualidad con un joven al que nunca antes había visto y se le escurrieron los libros que llevaba bajo uno de los brazos. Irene Martín abrió la boca dispuesta a gritar por la torpeza del chico pero, al ver su rostro plácido, guardó silencio. No pudo evitar, sin embargo, lanzarle una de sus miradas mortales. A pesar de ello, Irene se dio cuenta de que era uno de esos chicos de provincias a los que sus padres, aprovechando el auge del negocio familiar, enviaban a estudiar a la capital pero, a diferencia de la mayoría que seguían la estela paterna convertidos en auténticos señoritos despóticos, éste era de los que aparentaba quedar al margen, de los que aspiraba a otra cosa mejor, desde el punto de vista ideológico. Como estuvo segura de ello, no dudó en sonreírle levemente (aunque él no pudo verlo) y, después de comprobar que todos los apuntes de aquella tarde se habían perdido empapados por el agua de nieve licuada, le empujó para hacerle caer. Sin malicia, más bien para torturarle un poco, pues vio en él los destellos de la inocencia demasiado presentes. Después desapareció, sin más.

Así fue como la magia del azar intercedió para que Rubén Dosaguas e Irene Martín se conocieran una fría tarde en el invierno de 1935. A lo largo de su vida (aunque especialmente durante su infancia) Rubén escuchó muchas veces la historia acerca del día en que su madre conoció a su padre cerca de un café. De entre las diferentes versiones que le contaron, las más jugosas fueron las que escuchó de labios de su madre, aunque nunca supo precisar cuál de todas era la verdadera pues Lucía, con su arte de escritora, las fue modificando con el paso de los años de modo que sus hijos nunca estuvieron del todo seguros de lo que ocurrió en realidad. La versión del padre simplemente la desecharon. Porque por muchas fantasías que quisiera introducir Lucía en un encuentro que fue clave para las generaciones futuras, eran pocas al lado de las que colocó Marcelo para adornar recargadamente un cuadro enorme con demasiados cromatismos. Rubén siempre se preguntó hasta qué punto su madre supo cuál era la versión verdadera y cuándo se mezcló lo imaginado con lo

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deseado y con lo cierto. Incluso pudo llegar a dudar de que alguna vez hubiera ocurrido de no ser por que su padre Marcelo mantenía aquella versión tan irreal de la historia. En esta ocasión, sin embargo, y a pesar de la brevedad del encuentro, Rubén Dosaguas supo, tal vez por la nieve que caía o quizá por el viento que soplaba desde el oeste de la ciudad emitiendo sobre los oídos tapados un precioso canto de silencio murmurado y fino, supo, en definitiva, que ese momento sería decisivo si no para las nuevas generaciones futuras sí para si mismo. Y, por este motivo, aun en la lamentable situación de haberse caído sobre el trasero y empapado los pantalones en la nieve, prestó una atención precisa a cada uno de los detalles. Para no olvidarlos nunca o para no verse obligado a tener que inventarlos cuando quisiera hacer alusión a ellos.

La vio marcharse en dirección a la tormenta de copos de nieve que espesaban al descender. A buen seguro, esa noche cuajaría y despertarían cubiertos por una inmensa capa blanca que les aislaría de su actividad diaria. Pensar en esa posibilidad le hizo respirar aliviado. Deseaba un descanso, ansiaba la llegada de las vacaciones para regresar al pueblo. Pensaba en su madre y la imaginaba con el vestido azul turquesa y un collar de perlas. Y en esa muchacha de cara extraña de la que desconocía todo. Incluso su nombre.

Como quiera que sea que las casualidades tienen una razón de ser y

sin imaginar que aquella misma noche se encontraría de nuevo con ella, Rubén Dosaguas volvió a ver a Irene Martín poco antes de finalizar el año 1935 en una calle muy cerca de donde tropezaron y se abrieron los libros. En esta ocasión, Irene caminaba detrás de un grupo de burgueses que, bien vestidos y pulcramente peinados, se dirigían a la ópera. Les gritaba y hacía muecas porque se habían reído de ella, como la otra vez. Solo que ahora no se quedaba callada. Las mujeres se horrorizaron de vergüenza por las palabras y se cubrieron el rostro con las estolas de piel que acompañaban sus hombros; los hombres, sin inmutarse, las empujaron por la espalda para que caminasen sin hacer caso, al tiempo que chupaban sus puros exhalando un humo intenso que a Irene le aturdía el pensamiento. Desde el otro lado de la calle, Rubén se detuvo escondido detrás de un banco de madera con la intención de observarla. Sonrió al descubrir que, como pensó en un principio, era una muchacha fuerte, con carácter. Después, vio su espalda que se distanciaba a lo lejos.

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Esa misma noche, sin saber nada el uno del otro, coincidieron de nuevo en la fiesta que se celebró en la Residencia de Estudiantes antes de que comenzaran las vacaciones por la llegada del año nuevo. Rubén Dosaguas estaba sentado en un rincón de la sala donde organizaban la fiesta. Su amigo Saturno Bernal le dejó allí con la promesa de que regresaba en un instante con una persona a la que quería presentarle. El sillón sobre el que se sentaba se pegaba a todas las partes del cuerpo, de un desagradable y mal combinable color marrón claro, de modo que Rubén no paraba de moverse sobre sí mismo deseando que volviera su amigo para salir de allí y cruzar la sala hasta uno de los balcones. Estaba rodeado de gente a la que no conocía y, a pesar de que era temprano, comenzaban a subir la música y a bajar la intensidad de las luces. Saturno Bernal apareció por fin entre la gente tironeando de un joven mayor que ambos, que parecía resistirse. Detrás de éste, Rubén pudo distinguir la silueta irregular de una joven a la que nadie le había presentado pero de la que ya había imaginado parte de su vida. Si ella misma, o el propio Saturno Bernal, hubieran preguntado a Rubén acerca de dichas elucubraciones, poco se habría apartado éste de la realidad. Sin embargo, como pensaba, para que se pueda gozar desentrañando una fantasía es necesario constatarla.

Por aquel entonces, Irene Martín compaginaba las clases a las que

asistía en la Universidad con una pequeña colaboración como segunda redactora en un diario universitario de corte comunista, llamado “Ideario”, que era bastante conocido entre los círculos estudiantiles de la capital y que comenzaba a tener cierta repercusión fuera del país gracias a que unos amigos lo distribuían por distintas Universidades del sur de Francia y de Alemania. Para conseguir el puesto de segunda redactora, Irene tuvo que enfrentarse a duras pruebas de gramática y redacción a lo largo de una intensa semana; compitió con cinco varones muy capaces que se presentaron al puesto vacante a la vez que ella; e hizo frente a las críticas de quienes ya trabajaban en el diario y pretendían evitar su entrada. Por eso, la amistad que unía a Irene Martín con Arsenio Bernal, el redactor jefe de “Ideario”, tuvo que quedar al margen. De otro modo no hubiera sido posible. Porque Arsenio Bernal además de un joven de redacción perfecta, con un talento brillante en la toma de decisiones acerca de lo que se debía publicar, lo que aparecería en portada o lo que era aconsejable reservar para lanzar posteriormente una bomba

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informativa, además de apuesto universitario de veintidós años, además de todo eso, Arsenio Bernal se acostaba con ella.

Una vez conseguido el puesto dentro del diario, Irene Martín repelió la oposición del resto de los compañeros con sus mejores armas: con un estilo de redacción pulcro y depurado, sin la moralina comunista que tanto les molestaba; con unas ideas firmes y una decisión irrebatible acerca de cuál era el contenido que fundamentaba un buen artículo; y con su personalidad única y perseverante. Sin embargo, ellos la juzgaban únicamente por su aspecto físico y se burlaban de ella diciendo que espantaba al mismo Trotski. Era inevitable e Irene lo sabía, en el fondo, su cara siempre fue una barrera que levantaron en su contra y que nunca pudo superar. Ante las críticas mordaces, Arsenio prefería no intervenir. Mantenía contentos a todos sus colaboradores y conocía suficientemente bien a Irene como para saber que ella no necesitaba (ni quería) su ayuda, a pesar de la relación íntima que les unía y que ellos preferían obviar delante del resto.

El hermano menor de Arsenio Bernal se llamaba Saturnino pero

obligaba a todo el mundo a llamarle Saturno. Era menudo, nervioso y avispado; y también era el principal responsable de muchas de las situaciones en las que se veía envuelto su hermano mayor. Según decían, o al menos a él le gustaba pensarlo así, gran parte del mérito periodístico y editorial de Arsenio Bernal con “Ideario” se debía a su perspicacia como cazatalentos. Porque Saturno era quien recorría las Facultades, las cafeterías, los jardines, las escaleras, los pasillos, el que se entrometía en las conversaciones de los demás, el que recogía y llevaba rumores de arriba a abajo, el que conseguía información privilegiada y fuentes fiables, quien descubría a los reporteros y se los presentaba a su hermano. Así fue como Arsenio Bernal conoció a Irene Martín, a Gonzalo Rivas, o a Joaquín Gutiérrez, tres de los mejores redactores que tuvo el diario. Y así fue como esa noche de fiesta conocería a Rubén Dosaguas.

Saturno Bernal llegó a la Residencia de Estudiantes de la misma manera que Rubén Dosaguas: como uno de los cachorros protegidos. El hecho de que sus padres fueran importantes y que el trabajo del hermano mayor destacara como alumno entre el resto de sus compañeros, influyeron a la hora de aceptar a Saturno, quien a priori parecía más un perrito escuchimizado y desvalido, insignificante con el minúsculo cuerpo delgado, las piernas desproporcionadamente largas y los brazos huesudos. Con el tiempo cambiaría físicamente pero en ese año parecía

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más un juguete de trapo que un joven con talento. Rubén Dosaguas llegó a la Residencia de Estudiantes algo después que él. Tardaron en conocerse y un buen día, al finalizar las vacaciones de verano y redistribuirse los cuartos, Rubén apareció con su maleta, sus cuadernos y sus libros ante la puerta del dormitorio de Saturno Bernal. Para cuando Rubén llegó, Saturno controlaba cada cosa que se hiciera o se tramara en el cuarto como si se tratara de un capitán de barco en plena tormenta oceánica. Él decidía dónde debían colocarse los libros, cómo se repartían los armarios, qué espacio estaba reservado para cada uno de ellos, si eran o no adecuadas las compañías de unos y otros, o la cama que ocuparía cada uno. Él se reservó una de las dos que estaban junto a la ventana. Y guardaba la otra para el nuevo ocupante si era merecedor de tal privilegio. De no serlo, otro de los muchachos se haría con ella. En total eran cuatro personas pero una vez que Saturno y Rubén se hicieron amigos fue como obviar a los otros dos. Se llevaban bien entre todos pero no podían conectar más allá de lo que establecían las normas de convivencia que Saturno disponía.

La tarde antes de que se celebrara la fiesta, Saturno Bernal se

encontró con su hermano en un café que solían frecuentar cerca de la Universidad. Hacía frío y el cielo permanecía blanco y encharcado por la neblina. Arsenio fumaba sin parar un cigarro tras otro, miraba absorto a través de la ventana, y parecía alejarse del mundo y refugiarse en un caparazón de nácar donde nadie pudiera molestarle. Saturno hizo lo imposible para convencerle de que asistiera a la fiesta. Arsenio se irritó, presentó sus reiteradas excusas de siempre pero, sin comprender cómo, se dejó convencer. Saturno sabía de sobra que la principal excusa de su hermano se relacionaba siempre con una mujer, por eso le sugirió que la invitara también a ella (sin imaginar quién pudiera ser) y así podrían escaparse tan pronto como le presentara a su amigo Rubén, su nuevo prodigio encontrado. Los dos hermanos se veían a diario pero la distancia que siempre existió entre ellos se había agrandado, al menos desde que Arsenio se desligó de la Institución Libre de Enseñanza y se acercó a la Universidad, donde comenzó a implicarse con grupos de ideología izquierdista que, aunque compartida por Saturno, le conducían a un liderazgo poco recomendable además de extremado, fuera de cualquier límite. Arsenio siempre tuvo propensión a quererse más de la cuenta y el hecho de estar rodeado de personas aduladoras que no dejaban de elogiarle sin el menor motivo para ello, le llevaba a creer cosas que no

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ocurrían en realidad. De la noche a la mañana, Arsenio Bernal, por el simple hecho de ser un joven musculoso, atractivo y popular, pasó a ser el líder de todos ellos, a representarles e imponer sus criterios, a engullirse todos en su propia marejada de propósitos. Y, como siempre, Saturno ocupaba ese segundo (o tercer) plano de importancia. Apocado físicamente y minorado por las capacidades de su hermano, Saturno buscaba modos de satisfacerle o de hacerse notar, como el de encontrarle jóvenes para que colaboraran en la redacción del periódico.

De este modo, Arsenio Bernal acudió a aquella fiesta “para niños”, como solía burlarse (dada la diferencia de edad de seis años entre él y su hermano), acompañado de Irene Martín. No se molestaron en disimular que llegaban juntos ya que Arsenio era visto en compañía de las chicas más guapas que había en la Universidad y en el resto de ámbitos académicos, y nadie pensaba que pudiera fijarse en Irene en otro sentido que no fuera como compañera de redacción en “Ideario”. Cuando Arsenio e Irene llegaron a la fiesta, comenzó a sonar la música. Aunque muchos de los residentes se habían marchado ya de la ciudad para adelantar en un fin de semana sus vacaciones de fin de año, la sala estaba a rebosar. Decenas de jóvenes de entre diecisiete y veintitrés años iban y venían saludándose entre sí y presentando a las muchachas que les acompañaban; los más jóvenes, los que pertenecían al reducido grupo de cachorros, corrían por la enorme sala a voz en grito, riendo y sirviéndose bebida de una enorme ponchera. Conforme Arsenio e Irene pasaron al lado de los grupos distinguieron conversaciones políticas acerca del comunismo, de los últimos fracasos del gobierno republicano, de la latente monarquía… todos eran temas válidos aunque demasiado manidos en opinión de Irene. Si aquello era una fiesta, debían celebrarla en vez de escabullirse entre tanta palabrería. Para eso estaban los periódicos y la radio, no las fiestas.

En un primer momento, Irene se sintió aliviada al ver a otras chicas, generalmente amigas o novias de los residentes o de los amigos de éstos, pero con el paso de la velada, cuando más pesadas se hacían las miradas sobre su rostro, deseó estar sola entre los hombres. Al menos ellos no la miraban y seguidamente acercaban los rostros hasta el oído para cuchichear. En el peor de los casos se reían pero no hurgaban en sus defectos disimulando. Entre Arsenio y ella no había nada más que sexo. En realidad, entre Arsenio y el resto de las mujeres no había más que sexo y él no dejaba lugar a que alguna de ellas se hiciera una idea equivocada acerca de sus intenciones. Arsenio saludaba a las chicas con

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la infidelidad y ellas lo sabían y lo aceptaban. Con Irene estaba únicamente por su voluminoso cuerpo, por sus eróticas carnes con las que se inspiraba para pintar óleos al amanecer. Irene estaba con Arsenio por soledad, puesto que quizá él era el único con el que se había relacionado íntimamente después del accidente que le desfiguró el rostro. Incluso él se burlaba de las cicatrices, pero seguía a su lado, junto con tantas otras.

Rubén Dosaguas llegó a la fiesta acompañado por su inseparable

amigo Saturno. Éste fue abriendo camino entre los presentes, esquivando saludos y tratando de conseguir sitio en una de las mesas del fondo. Logró que Rubén se sentara en uno de los sillones y se perdió entre la gente en busca de su hermano Arsenio. Cuando Saturno regresó con su hermano, Rubén vio que no iba solo. Reconoció en la joven que le acompañaba a la chica con la que había tropezado intencionadamente una tarde todavía reciente. Enseguida se dio cuenta de que ella le reconocía pero cuando les presentaron ella no dijo nada. Él tampoco. Prefirió esa secreta complicidad, más aún cuando sentía una cierta e inexplicable atracción hacia ella.

Los minutos que siguieron se convirtieron en un rastreo de miradas

de unos a otros. Una cacería vigilante de señales corporales y alientos, de perfumes y sorbos leves, de risas, silencios y miradas profundas, atrevidamente indagatorias. Rubén siguió el rastro de Irene, quien trataba de pasar inadvertida. Irene acortaba la distancia con Arsenio, trataba de atraparle con miradas pero él las esquivaba con maestría, captando la atención del resto, incluso de los que pasaban al lado del grupo, que se acercaban a saludarle e interrumpían la conversación a cuatro. En esos momentos, las miradas de los tres restantes se intensificaban, contenidas pero hirientes, molestas hasta el extremo de poder sentir su peso sobre el rostro del contrario. Después, Arsenio volvía a la conversación y trataba de interceptar la mirada de su hermano Saturno para averiguar el contenido de su trampa, la sorpresa literaria que le había prometido y que no acababa de ver clara en ese joven desconocido al que le había presentado. La misma sangre fluía en el pensamiento de ambos hermanos, tratando de conectarlos en la distancia, pero esa noche no se entendían, no se mezclaba. Por su parte, Saturno utilizó el soslayo oculto de su mirada para acechar a Rubén, trató de cercarle como a un cervatillo en el bosque profundo y sombrío de sus intenciones. De sus intereses. Era consciente del riesgo que asumía; la amistad entre ambos podía verse

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alterada por un cambio, un cambio al que él, Saturno, le alentaba; un mundo desconocido y nuevo para Rubén que le abriría la puerta a nuevas gentes, nuevos talentos, intelectuales que sobrepasaban la debilidad y la apariencia de Saturno. Era como colocarse ambos en el borde del precipicio, como si Saturno pusiera a prueba la amistad que le unía a Rubén Dosaguas. Trataba de comprobar la veracidad de sus sentimientos, su fidelidad incondicional hacia él. Siempre temía al hacerlo, porque muchas veces había perdido.

Saturno Bernal descubría en la gente destellos de luz, de brillantez intelectual, de calidad humana antes que el resto de las personas, para quienes estos detalles pasaban desapercibidos (o simplemente se difuminaban en una visión general). Era como descubrir en el fondo del océano un tesoro recubierto de coral. Para la mayoría no era más que un pedazo de coral, sólo Saturno era capaz de ver más allá de la superficie y percibir la profundidad del tesoro oculto. Entonces, entusiasmado por el descubrimiento, idealizando por completo a su tesoro, disfrutaba descubriéndolo al resto, mostrando el secreto que nadie más que él había visto. No podía evitar hacerlo, puesto que la adoración que le generaba el tesoro le movía a resaltarlo. Era entonces cuando todo peligraba, se tambaleaba. Porque aquellos a los que se les enseñaba la verdadera cara del tesoro pasaban a codiciarlo de inmediato. Saturno perdió muchísimos amigos de esa forma. Otros tantos los cedió él mismo, pensando que con otro dueño lucirían más sus características. Y soportaba las pérdidas ansiando nuevos descubrimientos.

Hubo un momento en que dejaron de escuchar el sonido de la música

que sonaba en la fiesta. Se perdieron en lo más recóndito de la sala, en una conversación cómplice y privada. Rubén siguió observando a Irene. Pero ella insistió en ocultarse.

Para vencer su miedo, Saturno Bernal habló y habló (como era habitual en él) moviendo compulsivamente todo el cuerpo, como si de este modo enfatizase aún más si cabe sus propias palabras y su reducida estatura. Rubén Dosaguas sonrió al ver los gestos nerviosos de su amigo y éste, desconcertado, se quedó inmóvil y fue bajando los brazos poco a poco sin que Arsenio e Irene se dieran cuenta de que se estaba corrigiendo. Desde entonces, Saturno se fue apagando, quedó voluntariamente al margen de la conversación, mirando fijamente a Rubén para entender el sentido de su sonrisa. Se quedó como sordo, ajeno a todo lo que les rodeaba, y comprobó que Rubén le miraba sonriente

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para aliviarle. Por un instante, Saturno se sintió violentado y descubierto, como si Rubén hubiera entendido todos los secretos que Saturno guardaba.

Rubén Dosaguas se dio cuenta de que su amigo Saturno se ponía

nervioso y le sonrió para calmarle. Presentarle a Arsenio para colaborar en el diario era una responsabilidad para Saturno, ya que adoraba a su hermano. Rubén era consciente de ello y no quería defraudarle. Estaba seguro de que lo conseguiría, era bueno escribiendo y podía convencer a Arsenio para que le sometiera a una prueba. No le gustaba la inseguridad que veía en Saturno así que le sonrió. Le apreciaba, le encontraba peculiar y gracioso, como un chico tímido que trata de hacer frente a su timidez exaltando la extroversión. Los movimientos compulsivos que siempre hacía al hablar, gesticulando y agitando los brazos, despertaban la sonrisa de Rubén porque era como introducirse en el pensamiento de Saturno, algo casi imposible pues, en el fondo, el chico era bastante reservado en lo referente a su vida privada o a sus sentimientos más íntimos. Rubén sabía que Saturno le idolatraba, pero no le importaba. Lo imaginó desde el comienzo del curso académico, cuando le asignaron a su habitación. Saturno conocía a la mayoría de los residentes de cualquiera de los cursos de la Institución Libre de Enseñanza pero no mantenía una verdadera amistad con ninguno de ellos. Prestó, sin embargo, una mayor atención hacia Rubén que hacia el resto de los compañeros. En una ocasión, Rubén recordó haberle escuchado hablar de los otros del cuarto como alimañas carroñeras de ideas, que ponen en su boca palabras de los demás. Era cierto, como Rubén había comprobado en ocasiones tanteando a esos muchachos para descubrir cuánto sabían verdaderamente de lo que hablaban, de la República, del comunismo y la dictadura del proletariado. En muchas ocasiones ellos hablaban sin decir nada y Saturno les miraba con desprecio y así se lo dejaba ver a Rubén. En cierto modo, esta simplicidad determinó que, desde su llegada, Rubén ocupara la cama contigua a la de Saturno, junto a la ventana que daba al exterior, a la bajada de los chopos. Así fue como crearon su propia separación de sus dos compañeros de cuarto y, del mismo modo, Saturno seleccionó los amigos y las compañías de Rubén.

Esa noche, a la sombra de los presentes, Irene Martín dejó de buscar

a Arsenio con la mirada y observó cuidadosamente a Rubén Dosaguas como previamente había hecho Saturno. Pensó que le gustaba demasiado

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y prefirió disimular. La conversación degeneró pronto en un diálogo bilateral entre Rubén y Arsenio, como si éste lo tanteara para descubrir su valía literaria. Así que Irene y Saturno se limitaron a guardar silencio y a explorar en sus sentimientos. Finalmente, como Rubén esperaba, Arsenio le ofreció realizar una prueba para el diario tan pronto como regresasen de las vacaciones. Saturno se enrojeció de satisfacción e Irene suspiró. Paradójicamente, ninguno mencionó que ella colaboraba como redactora en el diario.

Rubén Dosaguas buscó el reconocimiento en la mirada de Saturno y

le sonrió de nuevo. Temblando por completo, Saturno se levantó de la mesa en la que estaban sentados y se marchó al fondo de la sala simulando que iba a saludar a unos amigos. Conforme se alejaba, sintió un sudor frío corriendo por la espalda, debajo de la camisa. Cerró los ojos satisfecho pero dudó si el miedo le dejaría abrirlos.

Poco después, Irene Martín se disculpó y se perdió entre la gente como antes hiciera Saturno. Rubén la vio marchar y hablar con la gente y deseó seguirla, pero Arsenio se lo impedía interrogándole acerca de todo lo que había escrito hasta entonces, de la gente a la que conocía, del talento de su madre Lucía de la que había leído “Mariposas con alas francesas”.

Estaba ya bien avanzada la fiesta cuando Arsenio Bernal se levantó de la mesa para saludar a Alonso Murciano, un monárquico apocado al que ambos hermanos conocían bien. Conversaban cuando Rubén advirtió que Irene se encontraba sola en el fondo de la fiesta. La estuvo observando desde que llegaron pero apenas pudieron hablar en la mesa. Luego, había visto a Irene con unas chicas de ojos grandes y los muchachos que las acompañaban, pero la había perdido de vista. Aprovechando que Arsenio hablaba con Alonso Murciano, Rubén se levantó del incómodo sillón y se mezcló entre la gente para buscarla. La encontró completamente sola en una de las paredes, debajo de un cuadro de paisaje. Ella le vio acercarse y lo observó detenidamente, sin alejar de él su único ojo escrutador. Irene bebía el contenido de una copa como si deseara ahogarse en su interior. Le desagradaban las fiestas y más aún el tener que esperar sola a que Arsenio terminara de hablar con todo el mundo y fuera a su lado a recogerla, a rescatarla. Aunque nunca lo hacía. Ella permanecía al margen y después se marchaba, muchas veces sola. Alargó el trago al ver que Rubén se acercaba para no tener que decirle nada pero cuando éste se plantó junto a ella, mudo y atento, sintió la

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necesidad de decir algo para quebrar la tensión. ¿Me invitas a otra copa?, fue lo único que supo decir.

Rubén procuró agotar todas las conversaciones posibles para averiguar todo acerca de la joven. Le fascinaron sus gestos voluptuosos, la grandiosidad de su espíritu amagada en un rincón de su cuerpo enorme, el desenfado con el que hablaba y se movía. Vestía de negro como salida de cualquier otra fiesta, de una americana de los gloriosos años 20, con un largísimo collar de perlas enroscado al cuello, encajes en el largo de la falda y guantes de crepé. Cuando Irene le invitó a fumar un cigarrillo, Rubén se sintió transportado a otra parte del mundo. Pensó en “El gran Gastby” de F. Scott Fitzgerald y deseó vestir de blanco. Siguieron bebiendo y fumando hasta que se enteró de que ella trabajaba en “Ideario”. Se quedó paralizado sin saber qué decir, pensando en la casualidad de la que tanto hablaba su madre. Eso le hizo pensar en ella y se dio cuenta de que ni siquiera sabía en qué parte de Europa se encontraba y deseó poder verla. Quizá esas vacaciones pudieran coincidir en el pueblo. Cuando su pensamiento volvió a la fiesta, tropezó con los ojos de Irene. Ella seguía fumando sin parar, le arrojó el humo a la cara y jugó con uno de sus guantes. Se lo colocó sobre el rostro a modo de parche y se rió de su propio aspecto. Rubén no supo si era la bebida o ella misma, aunque lo cierto era que Irene deseaba escapar de su realidad de la manera más fácil. Esa noche: la bebida y el muchacho desconocido. Siguió riendo sin motivo y comenzó a toser y a marearse. Rubén la sostuvo por el brazo y la ayudó a sentarse junto a uno de los sillones de tres plazas que quedaban apartados de la fiesta, de camino a los lavabos. Irene colocó la cabeza entre las piernas y levantó levemente su ojo sano para disculparse ante Rubén. Parecía un pirata con el parche de color negro sobre medio rostro. Él le removió el cabello y le retiró el guante de la cara. Me gustas más así. Ella le miró y no supo qué responder.

En el fin de semana que siguió, antes de que todos regresaran a sus

casas para pasar las vacaciones, Rubén Dosaguas no quiso mencionar a Irene delante de Saturno. Temía una reacción adversa, un reproche. No tanto por tratarse de la novia de su hermano Arsenio (como descubrieron en la fiesta) puesto que todos conocían las relaciones múltiples y simultáneas de éste con las mujeres, sino por miedo a que Saturno se sintiera desplazado si le confesaba que se estaba enamorando perdidamente de Irene. Estaba seguro de que si lo confesaba, Saturno le

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soltaría alguna burrada de las suyas en referencia al pequeño defecto físico de ella y temía que pudiera convencerle de que todo aquello no era más que una mala idea. Por eso, Rubén ocultó la atracción que sentía hacia Irene incluso a la propia Irene. Más tarde, en el silencio, reflexionó sobre todo lo que se dijeron en la fiesta. Indagaron en sus vidas sin formular las preguntas concretas, fueron esquivos, sacaron el tema del diario en la conversación más de lo que era preciso, se dio cuenta de que apenas habían intercambiado unas frases, y de que todas ellas conducían a un mismo punto: las funciones de ella en el diario, sus experiencias entrevistando a personajes ilustres, políticos de izquierdas, escritores. Pero mirarla bastaba para traslucir parte de su ser y ver todos sus miedos. Cuando Irene hablaba, su rostro se iluminaba de tal modo que, en ocasiones, conseguía que sus interlocutores olvidasen que estaban viendo sus dolorosas facciones y su voluminosa figura. Captaba la atención de la gente a través de su único ojo sano, como si fuese catalizador de todo su talento. Por eso, aquella noche, conversando con Rubén, quizá ella creyó que éste miraba en el interior de su ojo para atrapar sus intimidades más ocultas. Y Rubén, cómodo al lado de la chica, pudo mostrar el lado más tierno sin preocuparse por mostrar debilidad. Permanecieron aislados de los demás durante unos minutos, pero no fue suficiente como para convencerse de que estaban hechos el uno para el otro.

Después, durante las vacaciones, Rubén se mostró ausente y

meditabundo. No vio a su madre, que se encontraba en el norte de Europa por trabajo, pero pudo leer sus cartas y sentirla cerca. De regreso a Madrid, en el lentísimo tren que atravesaba la península, Rubén Dosaguas se sumergió en la poesía. Escribía, cerraba el cuaderno, daba una cabezada leve, miraba los rostros ajados de sus compañeros de viaje, volvía a escribir, ladeaba el cuaderno para que el que se sentaba a su lado no espiase sus pensamientos hechos escritura. Escribía, creaba, soñaba.

A su llegada, acudió a la redacción de “Ideario” para realizar la

prueba que le prometió Arsenio Bernal. La redacción ocupaba los sótanos de un edificio alargado, situado cerca de la zona universitaria. Anteriormente, habían sido los cuartos trasteros del edificio, de modo que cuando el propietario los cedió, tuvieron que mantener la distribución tal y como se encontraba; el resultado fue una redacción compuesta por decenas de cuartos pequeños, esparcidos e inconexos entre sí, de modo que para ir de un cuarto a otro debían atravesar un único pasillo

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laberíntico y sin ventanas que los conectaba, lo que daba al conjunto una apariencia todavía más minúscula. Los cuartos, ahora denominados salas de redacción y numerados correlativamente (salvo el cuarto más grande de todos, reservado para la dirección), poseían una única ventana central en cada uno de ellos que, al tratarse de un sótano, era como media ventana, quedaba en la parte más alta del techo y apenas dejaba pasar la luz. Utilizaban demasiada luz artificial y escuchaban los pasos de la gente que caminaba por la calle, por fuera de las ventanas. Debido a su pequeño tamaño, la pintaron con colores blancos y amarillos que pretendían agrandarla un poco, sin conseguirlo, pero ayudaba a crear un ambiente cálido, familiar.

Arsenio Bernal esperaba a Rubén fuera del edificio, junto a la puerta. Bajaron dos tramos de escaleras hasta llegar al pasillo, a cuyos lados se encontraban las salas. Caminaron en línea recta sólo tres metros, luego giraron a la izquierda, después recto y giro a la derecha, recto de nuevo. Izquierda, derecha. Mientras recorrían la redacción, Rubén saludaba a los redactores que se asomaban por las puertas abiertas curioseando al visitante. La mayor parte eran jóvenes estudiantes con aspecto de progresistas y revolucionarios. Dentro de las salas, se les veía ir y venir de un lado a otro entre voces y papeles. Rubén buscaba a Irene sin verla. Había pasado las vacaciones con el cuerpo revuelto de tanto rememorar el encuentro, tratando de repetir con exactitud las palabras que pronunció para asegurarse hasta qué punto le había mostrado sentimientos profundos o no. Se sentía algo avergonzado por no haber sido más decidido entonces pero mantenía esperanzas de volver a verla y reaccionar más impulsivamente. De hecho, la tuvo cruzada en el pensamiento durante todos los días sin poder evitarlo. Pero esa mañana, en la redacción no la vio.

Entraron en la sala del redactor jefe y Arsenio le indicó una mesa en la que podía sentarse. Colocó delante de la silla una vieja máquina de escribir y le entregó papel. Le pidió que escribiera un artículo sobre la revuelta estudiantil que acababa de producirse esa mañana en el centro de Madrid. Rubén no protestó. Supo que ponía a prueba su capacidad de improvisación y sus conocimientos previos de la situación política actual. Rubén colocó el papel, ajustó el carril de la máquina y comenzó su tarea. Pero la idea de que Irene no se encontraba allí le amortiguó la cabeza de tal manera que no pudo concentrarse y, como resultado, entregó la peor redacción que había hecho hasta entonces.

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De regreso a su habitación en la Residencia de Estudiantes, Rubén confesó a Saturno que no esperaba conseguir la colaboración en el diario porque su redacción había sido un auténtico desastre. Se justificó mintiendo, dijo que añoraba a su madre a la que hacía tiempo que no veía y que le preocupaba su padre, tan obstinado y anclado en la vida pasada. No mencionó a Irene ni la angustia que le provocó el no encontrarla en la redacción, no podía hacerlo. Sin embargo, trató de lanzar un anzuelo a Saturno para averiguar si sabía algo. Éste le aseguró que el puesto sería suyo porque había insistido mucho ante su hermano y le había apoyado en todo momento. Luego, cuando los otros compañeros de cuarto salieron a las duchas y se quedaron solos, le dijo que no se preocupara por nada, que todo el mundo tenía problemas. Y, sin poder resistirse, le contó el asunto de su hermano. Saturno habló y habló. El problema había sido Irene. Al parecer, ella se había quedado embarazada y Arsenio la había abandonado. Ella no buscaba un padre para su hijo, no lo necesitaba. Lo que la había encolerizado es que la dejara sola y le negara el puesto que se había ganado en el diario, lo que fomentaba la burla general del resto de los redactores. El dolor de Irene provenía de la vergüenza que sentía ante el regocijo de los demás que disfrutaban con su continuada desgracia. Saturno vio cómo Arsenio la humillaba públicamente diciendo que nadie se le acercaba porque era gorda y su cara provocaba náuseas. Después de eso, Irene desapareció sin que nadie volviera a verla.

Se fueron a las duchas y Rubén no pudo alejar a Irene de su pensamiento. Sabía que era demasiado vulnerable aunque aparentaba lo contrario ante los demás. Y deseó no conseguir el puesto en el diario ya que entonces sentiría que la estaba suplantando y usurpándole sus sueños. Esa noche, después de ducharse y aunque era hora de acostarse, Rubén dijo a sus compañeros de cuarto que se había olvidado de comprar una cosa. Saturno no comprendió qué era tan importante como para no poder hacerlo al día siguiente pero Rubén salió del cuarto sin dar más explicaciones. Descendió el camino de los chopos y corrió en dirección a la zona universitaria buscando por sus calles. Se cruzó el abrigo negro para resguardarse del frío de enero y recorrió cada rincón donde sospechó que podía encontrarla. Deseó verla con un grupo de amigos cerca de los teatros, bebiendo en un café o paseando sola por las calles de Madrid. Pero no fue así. Continuó dando vueltas en círculos sin saber dónde dirigirse, pensando qué podría hacer para dar con ella, hasta que se cansó y volvió a la Residencia. En el silencio de la noche ya avanzada, mientras se desnudaba y se introducía en la cama, Rubén sintió que Saturno le

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observaba con mirada inquisitiva tratando de encontrar el motivo de su ausencia. Nadie le preguntó por su tardanza. Y él no dijo nada.

Rubén Dosaguas no volvió a ver a Irene Martín hasta dos meses

después, cuando el 5 de marzo de 1936 éste celebraba su dieciséis cumpleaños. Había decidido invitar a Saturno a comer en un típico restaurante de cocina valenciana ya que éste, alicantino, llevaba varias semanas deseando comer una paella y atormentando la cabeza de Rubén por la comida que les daban en la Residencia de Estudiantes. Dieron aviso de que se ausentarían a la hora de comer y, junto con Alonso Murciano, comenzaron la celebración. Después de comer, fueron a un pequeño café cerca de la Facultad de Filosofía donde solían ir. En sus paredes colgaban los cuadros que pintaban los alumnos de la Universidad. Arsenio había expuesto en varias ocasiones sus cuadros: una serie de lagos y embalses, la de dalias y mimosas, o la de desnudos (en los que Irene Martín, entre otras jóvenes, sirvió de modelo). Conversaron más bien poco acerca de política porque eran mayoría republicana frente a Alonso, que era monárquico, y no deseaban malograr la fiesta de cumpleaños. Rubén rezumaba alegría porque su madre Lucía le había enviado desde Suiza el libro “Eugene Onegin” de Pushkin como regalo de cumpleaños además de una carta ilustrada en la que le contaba la posibilidad de organizar una exposición con algunas de sus fotografías. Palpó con su mano el lugar en el que había guardado la carta, en el bolsillo interior de su chaqueta, para releerla en la intimidad y entonces la vio. Justo frente a ellos, sola en una de las mesas bajo la que había colgado un cuadro con un paisaje impresionista con el naranja y el amarillo como colores predominantes, se encontraba Irene Martín. Tomaba café y fumaba al tiempo que les observaba. Rubén se preguntó durante cuánto tiempo le habría estado espiando tras las sombras. Saturno y Alonso, al darse cuenta de la presencia de la joven, se acercaron para cuchichear en voz baja haciendo alusiones a la barriga que comenzaba a hincharse pero Rubén les impidió que siguieran haciendo aquellas alusiones que le parecían ofensivas e injustificadas. Se levantó de la mesa hasta donde ella estaba sentada y, como si se conocieran de toda la vida, la invitó a que terminara su café con ellos.

Sus amigos parecieron más tensos de lo habitual en las situaciones incómodas pero a Rubén no le importó. Se limitó a conversar con Irene mientras los demás desviaban las miradas a la barriga de la chica. Le confesó que, después de la prueba, Arsenio Bernal le había ofrecido el

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puesto de segundo redactor que ocupaba Irene en “Ideario” y no otro puesto cualquiera. Ella le alivió diciendo que ya lo sabía pero aún así, Rubén quiso justificarse explicando cómo veía él la situación. Le confesó haber aceptado el puesto por ella, por no permitir que cualquier otro de sus compañeros (que tanto disfrutaron con su marcha) ocupara el puesto que había dejado. Rubén reconoció que trataba de cumplir el sueño de Irene por medio de ese puesto. Había recopilado y leído todos los artículos que Irene publicó en el diario y cada vez que él entregaba un artículo nuevo, añadía una alusión a algo que ella había mencionado antes o a una frase que dijo. Arsenio se dio cuenta desde el principio pero se lo permitió, tal vez porque el resultado era bueno o porque la añoraba demasiado aunque no quisiera admitirlo. Irene reconoció haberse dado cuenta de las alusiones y haberse sentido halagada. Los ojos de ambos brillaron.

Saturno se quedó callado, dolido por la sorpresa. Lamentó que Rubén no le hubiera confesado lo que sentía antes de escucharlo con todo detalle en ese momento y dudó de su amistad. Como temía, le había dado alas, le había acercado hasta el diario para que pudiera materializar sus sueños y recibía la puñalada de la desconfianza. Saturno tembló por dentro de pies a cabeza y sintió que la paella que habían comido se le indigestaba en el fondo del estómago. Se sintió mareado y pidió a Alonso que le acompañara hasta el lavabo. Mientras vomitaba, aprovechó el esfuerzo para llorar, así sus lágrimas de dolor se confundían con las lágrimas del malestar sin poder diferenciarlas. Después, mantuvo silencio en la mesa. Quiso averiguar si sus sospechas eran ciertas, si Rubén le había dejado a un lado. Volvieron los tres muchachos cabizbajos y en silencio ascendiendo la cuesta que conducía a la Institución Libre de Enseñanza. A su derecha, los bloques gemelos les daban la bienvenida. En el centro, la entrada les esperaba. El estilo mudéjar, las ventanas de los pisos altos con la parte superior redondeada. Los árboles semidesnudos que comenzaban a recibir a la primavera. Pasaron sin apreciar los detalles que otros días comentaban. Se encerraron en sus cuartos hasta el día siguiente. Saturno no le preguntó nada, no le pidió explicaciones a lo que consideraba un engaño. Sólo le miró detenidamente desde la cama. Y sintió que, de nuevo, habían robado su tesoro.

Aunque Irene Martín se sintió atraída por Rubén Dosaguas desde el

mismo instante en que éste se cruzó delante de ella para tirar sus libros, fue durante el último de sus encuentros antes de que se produjera el

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alzamiento nacional cuando ese joven se le pegó a las entrañas de tal modo que deseó que el bebé que esperaba llegase un día a parecerse mínimamente a él. En ese mismo lugar, entre los pasillos y las estanterías repletas de libros, mientras caminaba despacio y en silencio por la biblioteca en la que se reunían la mayor parte de los estudiantes de la zona universitaria, Irene se prometió a sí misma que, aunque en el futuro no consiguiese el amor de Rubén Dosaguas (al que pensaba haberle conmovido el corazón), ocultaría a su bebé la verdadera identidad del padre e inventaría otro distinto a su antojo que representase las cualidades que había descubierto en Rubén a pesar de no conocerlo. Tomó esa determinación de repente, sin haberlo reflexionado y sin que ni siquiera se le hubiera pasado por el pensamiento previamente. Fue el modo en que lo vio actuar esa tarde en la biblioteca lo que la impulsó a tomar aquella decisión un tanto irracional. Como solía hacer, Irene contempló a Rubén durante mucho tiempo, escondida entre las estanterías, perdida entre los pasillos, mal disimulando que escogía uno u otro libro voluminoso.

Al fondo de la estancia que ocupaba el segundo piso, donde Rubén solía reunirse con amigos ajenos a la Residencia de Estudiantes, varios jóvenes fingían estudiar a la vez que planeaban la preparación de una manifestación sorpresa en la zona universitaria aprovechando las protestas de unos estudiantes a los que se les había prohibido manifestar sus opiniones libremente en la clase de un catedrático partidario de la restauración monárquica. Se había organizado un pequeño alboroto y se quería pedir el cese del catedrático en aquella manifestación. Entre susurros, Rubén y sus amigos intercambiaban opiniones contrarias acerca de si debían o no utilizar la violencia material en la manifestación. No se ponían de acuerdo y lo que podría haberse aplazado al momento de la acción, dependiendo de cómo se fuesen desarrollando los acontecimientos, se zanjó con la violenta oposición de Alonso Murciano. Éste, aunque era buen amigo de todos los presentes, defendía una postura cercana a la del catedrático y, durante mucho tiempo, había preferido mantenerse al margen de sus entramados políticos para no resentir su amistad. Pero, en aquella ocasión y sin que nadie entendiese bien por qué, Alonso amenazó a los presentes con dar aviso de la manifestación al decanato tratando así de defender la postura del catedrático y la suya propia. Pronunciadas las palabras, Rubén lo observó fijamente tratando de encontrar una respuesta en sus ojos. Se dio cuenta de que Alonso se había desprendido de la templanza que lo caracterizaba y se mostraba más adulto, más valiente de lo que era habitual. Rubén se sorprendió por

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ese cambio que lo aproximaba al resto de los presentes, más adultos de lo que eran otros compañeros de su mismo curso. También contempló en los ojos unas muestras extrañas de fidelidad hacia el catedrático. Rubén se preguntó si era algo de más importancia lo que se escondía detrás. Algo que se acercaba y que le daba una gran confianza a su amigo. Pero no le importó. Era estúpido discutir por motivos como ese, además de inútil. Volvió a escrutar en sus ojos y Alonso mantuvo la mirada. Descubrió un leve temblor, como si aquella rebeldía que estaba demostrando fuese más poderosa que él mismo y necesitase un soporte en el que asirse. Rubén lo vio temblar y Alonso se dio cuenta de que sabía lo que pensaba.

En la distancia, escondida entre los libros de una estantería, Irene les observaba atrapando cada uno de sus gestos y movimientos, en especial los de Rubén. Se hizo un largo silencio entre los muchachos, roto por unos insultos en voz baja. Por debajo de la mesa, se lanzaron violentas (aunque secretas) patadas contra las piernas de Alonso Murciano. Rubén se quedó sorprendido con la reacción de sus amigos y trató de pararles haciendo un gesto de silencio con las manos. A la vista de todos, paseó algún que otro brazo suelto, Alonso se levantó de la mesa y se marchó a un rincón, sentándose en una silla vacía cerca de donde Irene había dejado los libros mientras espiaba.

Rubén enrojeció por la vergüenza y mientras pedía una explicación en los ojos de sus amigos, la más mínima que justificase su comportamiento, encontró miradas desdeñosas cargadas de odio. Se dijo a sí mismo que aquella no era la solución y les dijo que se negaba a participar en la manifestación tal y como ellos deseaban organizarla. Mostraron indiferencia y Rubén se levantó de la mesa. Se fue con su amigo, el apartado. Le lanzó una mirada de reconocimiento al sentarse a su lado y guardó silencio. Tanto para Alonso como para Irene, aquello fue suficiente para demostrarles que Rubén era fiel a los principios que defendía. En ese momento, cada uno tomó una decisión distinta que marcaría sus vidas para siempre.

Apenas se vieron cuatro veces en los meses que siguieron desde fin

de año de 1935 hasta julio de 1936: además del encuentro el día del cumpleaños de Rubén y unas miradas la tarde de la biblioteca, se encontraron en dos actos de carácter político y reivindicativo a los que asistían amigos comunes. En cada uno de aquellos encuentros, las miradas de Rubén e Irene se cruzaron de la misma forma. Casi como si repitiesen una especie de ritual bien aprendido. Reflejaban la duda de si

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entre ellos dos podría existir alguna pasión. Se preguntaban en silencio si esas miradas eran significativas de algo más que no acababa de aflorar, tal vez por la peculiaridad propia de los encuentros o por el miedo de ambos a ser rechazado por el otro. En especial Irene. Su rostro había espantado a tantos que había aprendido a soportar sin dolor las manifestaciones y palabras de rechazo. Las despedidas.

II: La despedida. Pese al silencio que lo invadió todo, la madrugada del 13 de julio de

1936 Reinaldo Zagra no pudo conciliar el sueño. Recibió una llamada durante la noche que le comunicó el asesinato de Calvo Sotelo a manos de la guardia de asalto del gobierno Republicano. Reinaldo enmudeció por el pavor de ser descubierto. La conspiración de un golpe de estado estaba demasiado avanzada y eran muchos los que conocían la fecha exacta del alzamiento y muchos los que podían no ser tan leales como pensaban. Si habían detenido a Calvo Sotelo sin tener en cuenta que gozaba de inmunidad parlamentaria y habían acabado con su vida, nadie estaba ya seguro en ninguna parte; menos aún en Madrid.

Reinaldo efectuó tres llamadas aquella noche y, después, ya no pudo dormir. El general Goded se encontraba en Mallorca pero había sido informado de inmediato del asesinato; el yerno de Reinaldo, el general Onésimo Dechent también estaba despierto e igual de nervioso; le pidió que su hija Aurora estuviera lista a la mañana siguiente, era el momento de prepararlo todo. Onésimo no contrarió los deseos de su suegro. La última llamada fue para Gumersindo Hinni; le dijo que había llegado el momento de abandonarlo y dejarlo libre a los acontecimientos. Se despidió por teléfono aunque le hubiera gustado darle un abrazo, pero al día siguiente marcharía temprano y no podía interferir en sus asuntos. Así pues, la noche se hizo eterna y el calor hizo más difícil el descanso.

Al amanecer, Reinaldo Zagra no pudo evitar sentirse entumecido, como un cadáver. Se dio un baño corto, se acicaló, se vistió con su traje impecable, se colocó el sombrero bien ceñido y llamó al chófer para que recogiera las maletas. Las llevaba todas porque una vez marchara de Madrid en dirección a la ciudad no sabía cuánto tiempo tardaría en

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volver. Confiaba en la planificación de la rebelión pero era un viejo, y los viejos guardan dudas y temores que son difíciles de apaciguar. Se sentó en la parte posterior del Rolls Royce, acarició la pistola que llevaba enfundada y dio instrucciones al conductor para que se desviara hasta el cementerio. De camino, echó una mirada discreta a través de la ventanilla medio bajada del coche. Ocupaba la parte central del asiento trasero para pasar desapercibido a quien curioseara desde el exterior y había hecho colocar unas cortinillas de terciopelo negro para disimular su presencia. No obstante, ese día las descorría (con ayuda del asidero del bastón) para observar, quizá por última vez, las fachadas de las casas señoriales, los paseos de Madrid, los bulevares, los parques, el olor a café, los edificios ministeriales.

Hasta que llegaron al cementerio. Fue sólo una visita furtiva antes de marchar; Reinaldo Zagra obligó al chofer a detener el auto en un recodo desde el que se veía el uniforme de su yerno, el general Dechent. Éste asistía al funeral de Sotelo, como tantos otros generales y personalidades de la vida política. Desde el coche, se obtenía una visión escalofriante de gran tensión. Juntos, en el mismo escenario, conspiradores y leales a la República rezaban por el alma del difunto. Unas mujeres bien vestidas atacaban al vicepresidente y al secretario permanente de las Cortes, gritaban y lloraban al tiempo. Terminado el acto, todos se apresuraron para salir de allí cuanto antes. Se escuchó un disparo, seguido de un revuelo de gente. Reinaldo ordenó al chofer que arrancara el vehículo. Avanzó por una avenida de cipreses y perdió de vista a su yerno. A la distancia, la gente corría en grupos desordenados y contradictorios sin saber de dónde procedían los disparos y si éstos provenían de personas leales o de traidores a sus respectivos ideales. Comenzó así un fuego cruzado entre falangistas, republicanos y guardia de asalto. Reinaldo Zagra regresó por el centro de Madrid hasta la casa donde residían su yerno y su hija Aurora; lo hizo en silencio, atento al reloj, al paso de la vida y del tiempo incierto que se avecinaba.

Ulises Dechent, vestido con el uniforme falangista salió a recibir a su

abuelo Reinaldo a la entrada de la casa. Su madre Aurora aún no había terminado de prepararse así que tenían tiempo de tomar un café juntos antes de la despedida. A Reinaldo le pareció increíble cómo había crecido su nieto en sólo unos años. Ya tenía quince pero su cuerpo respondía a las formas de un muchacho de dieciocho. Todos pensaban que era por el ejercicio físico. A Ulises le encantaba salir a correr por las calles de

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Madrid con su uniforme deportivo. Sudaba todos sus pensamientos, se esforzaba por ser el mejor, el más rápido, el de mejores reflejos. Tenía las ansias del abuelo y llegaría lejos. Su musculatura estaba muy desarrollada y, del mismo modo, su cuerpo había adelantado los cambios hormonales hasta rodearlo de vello por todas partes. Era lo único que le desagradaba al abuelo. Aún lo veía como un niño y no le gustaba ver en su nieto una barba recia y unos brazos tan peludos como los de un mono. Era guapo, eso sí, pero demasiado peludo. Sus ojos, completamente azules salvo por la mota que dibujaba la pupila, atraían la mirada de la gente y le hacían parecer más apuesto de lo que realmente era. De tan claros, eran magnéticos, embriagadores. Su mismo abuelo se lo dijo: Tienes que cuidar esos ojos. Son tu mejor arma, y él le hizo caso. Ensayó decenas de gestos ante el espejo y los puso en práctica con personas corrientes de la calle. Por increíble que pudiera parecer, su abuelo tenía razón, y el poder de convicción de aquellos ojos crecía con los años. Seguro de sí mismo, Ulises Dechent buscó otras cualidades que desarrollar para complementar la atracción de su mirada. De este modo, practicaba con la voz. La modulaba a su antojo para persuadir a la gente. Sabía qué tono utilizar para conseguir un aprobado de su tutor, cómo levantar el castigo impuesto por su padre, como convencer a una jovencita de que lo que hacían estaba bien o la manera de aterrorizar a un compañero por el que sentía aversión.

Reinaldo Zagra agarró firmemente a Ulises por el brazo mostrándole su cariño y lanzó un discurso de viejo lamentando lo rápido que pasaba el tiempo y lo lejos que estarían, ahora que se acercaban momentos decisivos para la patria y para ellos mismos. Ulises le animó y terminaron el café. Se acercó sobre su abuelo y, sin que éste lo esperara, le dio un fuerte abrazo que le hizo caer el bastón. Reinaldo rió convencido de que había conseguido formar a un formidable elemento con ese muchacho. Él era su abuelo, sabía que el joven era terriblemente malvado, lo asombroso es que lo podía disimular sin que se le notara. Así me gusta, muchacho. Y se levantó de la mesa para llamar a su hija. Se estaba haciendo tarde y debían partir ya.

Aurora Zagra bajó colocándose unos pendientes y doblando las puntas de un pañuelo de seda para colocarlo sobre sus cabellos rizados. A sus cuarenta y tres años conservaba la escueta belleza de su juventud y mantenía el mismo brillo intenso en los ojos, algo parecido a los de su hijo. No era lo mismo, es cierto. Aurora transmitía su personalidad a través de los ojos mientras que Ulises la manipulaba. La suya y la del

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resto, como si hurgase en la conciencia de la gente al mirarles a los ojos. Aurora lo descubrió un día siendo Ulises pequeño; le dio mucho miedo asimilar de lo que era capaz. Se sentía a salvo porque era su madre pero, de no serlo, le habría temido. En esos años nunca tuvieron problemas con su educación ni con su actitud, en parte por la ayuda que representó la figura del abuelo. Pero de haberlos tenido, en el caso de que Onésimo se hubiera enfrentado con él por un tema de modales o de disciplina, estaba segura de que su hijo se habría impuesto.

Esa mañana, Aurora se abrazó a su hijo con tanta pasión que no le importó haberle estrujado hasta partirlo. Lo quería mucho, era su ser, su vida. Y se quedaba allí, tan lejos de la casa de la ciudad. Intentaba estar tranquila porque le dejaba con Onésimo pero el hecho de saber que el alzamiento llegaría en cuestión de días la intranquilizaba. Ulises llevó las maletas de su madre hasta la parte posterior del coche, ayudó al abuelo a sentarse y se abrazó de nuevo a ella. Sonrieron y se dieron un beso. Ulises vio marchar el coche en el que se alejaban su madre y su abuelo; en lo alto de la calle, el sol despuntaba en el cielo. Los pájaros piaban inquietos. Algo estaba a punto de llegar. Algo que cambiaría su mundo por completo. Entró en la casa, subió al dormitorio en el piso superior y se cambió de ropa. Salió corriendo de la casa en pantalones de deporte y camiseta de tirantes. Ésta dejaba la peluda clavícula al descubierto y le resaltaba los músculos de los brazos. Dejando que el sudor empapara sus ropas, Ulises Dechent recorrió las principales calles de Madrid.

El coche dejó a los Zagra en la estación del ferrocarril. Llegaron justo

cuando anunciaban la salida del tren, de modo que tuvieron que echar a correr para no perderlo. Aurora corrió lo mejor que pudo con los zapatos de tacón, sintiendo la falda demasiado ceñida y notando el balanceo de las perlas del collar sobre sus pechos y los pendientes que saltaban al compás de la prisa. Reinaldo Zagra avanzó lo más rápido que pudo con ayuda del bastón. Una vez dentro del tren, respiraron aliviados y ocuparon sus asientos. En el compartimento de primera clase, una religiosa y un jesuita compartían asiento con un maestro comunista y un empresario de cerámicas. Reinaldo ocupó el lado de la ventanilla. Miró a través de ella hasta que la estación quedó atrás. Y siguió atento al resto del trayecto tratando de memorizarlo por si no volvía a repetirlo de nuevo.

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Onésimo Dechent encontró la casa completamente vacía. Los platos escurrían al lado de la fregadera, con el caer lento de las gotas sobre la loza; y un paño de algodón cubría los fogones de la cocina. En uno de los lados de la encimera, había una jarra de café recién hecho. Puso la mano sobre la superficie y la notó todavía templada. Llenó una taza y mientras se la tomaba, sin azúcar, miró a través de la ventana de la cocina. Afuera, el jardín reverdecía porque su esposa lo acababa de regar. Aurora había recogido todas las rosas del rosal y las había colocado perfectamente dispuestas, intercalando las rojas con las blancas, en un jarrón de porcelana fina con bordes dorados. Se acercó a olerlo. Pero ella ya no estaba. Recorrió el silencio del resto de la casa. La señora que la atendía tenía el día libre, de modo que Onésimo se sentó en uno de los sillones de la sala y preparó una pipa para fumar un poco mientras hacía tiempo a que llegara Hinni. Habían quedado esa misma mañana para comer juntos. Tenían que ultimar unos detalles antes de separarse definitivamente el resto de la semana hasta el alzamiento. Su hijo Ulises tampoco estaba. Era normal. Siempre salía a correr. Y la premura de los acontecimientos no debía entorpecer la vida diaria. Desabotonó la chaqueta de su uniforme de gala y se descalzó. Miró cómo el sol cubría las baldosas de la sala, de lado a lado, logrando que todo pareciera mucho más grande. Y la casa era inmensa, desmesurada para tres personas. Por un instante creyó estar temblando. Sus dedos le engañaron. Se asustó, escondió la mano libre debajo del muslo y se quedó mirando el reloj de cuco de la sala. Cada segundo, el mundo se perdía lentamente.

III: Otra despedida. Igual que en la noche de su primer encuentro, fue la casualidad del

destino la que les reunió de nuevo en las calles de Madrid la tarde del 17 de julio de 1936. Irene había cumplido ya los diecinueve años y su rostro estaba marcado por el paso del tiempo y por la experiencia. Se había vuelto más calmada y menos combativa. Por alguna razón, su espíritu se había amansado, quizá por el deseo de reencontrarse un día con Rubén y que éste descubriera en ella a una mujer consecuente con sus ideas aunque de carácter equilibrado. Irene estaba convencida de que,

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olvidándose de su ceguera y del grosor de sus caderas, era ese equilibrio lo que Rubén buscaba en el fondo de sus ojos. Y estaba en lo cierto. Rubén había crecido aprendiendo las enseñanzas de una madre que, aún desde la distancia, era capaz de transmitirle las mejores virtudes que deben caracterizar a una persona. Y era precisamente de la multitud de errores que cometía de donde más estaba aprendiendo. Tenía casi diecisiete años pero estaba más crecido que el resto de sus compañeros. Se había implicado en todos los movimientos reivindicativos que se produjeron aquel año y colaboraba escribiendo artículos en “Ideario” y en otro periódico de corte sindical, algo que a buen seguro había heredado de su madre. Aquella noche del 17 de julio de 1936, Rubén parecía mucho mayor. Los ojos desvelaban el agotamiento provocado por los esfuerzos de unos estudios que se le resistían y por el deseo de estar presente en cada instante de su tiempo, en cada acto conmemorativo, en cada publicación, en cada fiesta. Todos eran pequeños instantes que merecía la pena experimentar y que le habían desgastado hasta el punto de parecer mayor. En la primera mirada que Rubén lanzó sobre Irene, a pesar de la escasa iluminación de la calle, ya advirtió esa nueva sensación de paz en el rostro de ella. Irene Martín estaba embarazada de siete meses. Ella no hizo ninguna mención a su estado y él tampoco. Se cobijaron a la entrada de un cine, bajo la marquesina rectangular con bombillas y luces de neón que anunciaba “El delator” de John Ford. Irene tenía algo importante que contarle. Rubén notó en sus palabras una inequívoca sinceridad cuando le dijo que le andaba buscando. Y entonces, le contó la historia.

Irene había coincidido con Alonso Murciano en un viaje en tren

desde Valladolid a Madrid. Apenas se conocían pero estuvieron conversando fluidamente sobre temas coincidentes, como la admiración hacia la poesía de Bodelaire o la pintura de Monet y Manet. En el recuerdo de Irene quedaban vivas las imágenes de la tarde en que todos los amigos de Alonso se volvieron contra él por defender sus ideas monárquicas. Después de aquello, Alonso apenas regresó por los cafés ni por la Residencia; desapareció, dejó los estudios y apenas le vieron discretamente en alguna manifestación en favor de la ampliación de los derechos laborales. Por eso, cuando Irene le encontró en el tren, se acercó y le ofreció compañía. Charlaron durante horas y como consecuencia del ensimismamiento que acompañó a las palabras ninguno advirtió que habían llegado a la estación de Madrid de modo que, cuando el tren

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reanudó la marcha, ambos se dirigieron al revisor para que detuviera la máquina y les permitiese descender. Le engañaron diciendo que acababan de casarse por el bien del bebé que estaban esperando. Que ella pertenecía a una buena familia de Madrid que la echó de casa por quedarse embarazada pero que la aceptaban ahora que se habían casado. Si les impedían bajar en la estación, sería fatal para la chica pues sus padres interpretarían que no quería regresar al hogar. Y la estaban esperando. Muy enojado, el revisor les miró dudando de la verdad. Se convenció, por las lágrimas de ella, y dio comunicación de lo ocurrido para que el maquinista detuviera el tren. Lo hizo por tratarse de Madrid, por la influencia que pudiera tener la familia de la joven y por su estado de buena esperanza. Bajaron del tren en medio de las vías y echaron a correr hacia la estación sin parar de reír durante varios minutos.

En los meses que siguieron intercambiaron informaciones de sus diferentes reuniones políticas, comentaron las actuaciones del ejército de la República, del que el padre de Alonso formaba parte, y se escribieron periódicamente firmando tu esposo y tu bella mujercita, respectivamente, en alusión al suceso del tren. Aquella tarde del 17 de julio de 1936, después del mediodía, Irene caminaba por el centro de Madrid del brazo de una vieja señora a la que acompañaba a hacer sus compras y a la que le leía a cambio de unas cuantas pesetas. Alonso Murciano apareció por detrás de las mujeres asaltándolas por sorpresa. Mostraba la excitación en el rostro y jadeaba. Se calmó, casi sin poder respirar, mientras Irene le preguntaba por lo sucedido. Alonso la tomó por el brazo y la separó de la vieja señora. Ésta imaginó que el joven quería llevarse a Irene de modo que comenzó a gritar porque no podía quedarse sola en mitad de Madrid, tan lejos de su casa, ya que apenas veía. Alonso le aseguró que se la devolvería en unos minutos y la anciana se quedó extraviada mirando al vacío de la calle, de la que sólo distinguía borrones. Irene escuchó con atención lo que el padre de Alonso le había contado antes. Según le dijo, una parte del ejército republicano había recibido órdenes de iniciar un levantamiento militar para derrocar a la República y a las izquierdas (invasores extranjeros a los que había que aniquilar, según dijeron).

La andaba buscando, tenía que advertirle y darse prisa. Eran muchos los que debían mantenerse alerta y les quedaba poco tiempo. Le dijo que se cuidara y le besó en la mejilla. Alonso Murciano rodeó la Cibeles y se perdió entre las calles. Irene se quedó desorientada por un instante, volvió a recoger a la anciana por el brazo y la condujo a casa sin decirle nada. La anciana no dejó de interrogarla durante todo el camino pero, debido al

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embarazo de Irene pensó que se trataba de algo relacionado con el padre. Irene no la sacó del entuerto, la sentó en su sillón habitual junto a los geranios del balcón y salió de la casa en busca de Rubén. Mientras corría por las calles se dio cuenta de que, como ella, otros muchos apresuraban los pasos y miraban a todos los lados. La alarma se extendía.

Rubén la miró desconcertado. Se sentaron en las escalinatas de un

edificio cercano para que Irene pudiera descansar y conversaron. Apenas lo hicieron porque comprendieron que las vidas de muchas personas, como las suyas propias, estaban amenazadas y había que dar la voz de alarma. En su desalentador reencuentro no se mencionó el estado de Irene ni al padre. Simplemente unas miradas de complicidad y un deseo de victoria bañaron sus rostros. Rubén la tomó fuertemente de la mano y la acompañó a su mejilla. Le pasó el brazo por encima del hombro y confesó llevar días, meses buscándola. Finalmente, ella le había encontrado. Se citaron al día siguiente a esa misma hora en el Café Madrid. De no poder acudir, se desearon suerte y se besaron en el rostro.

Rubén Dosaguas la ayudó a levantarse, esperó a que ella avanzara calle arriba y corrió a lo largo de esa calle, una de las muchas de Madrid. Volvió la vista atrás tan solo para comprobar que Irene corría en el sentido contrario. Su primer pensamiento voló cientos de kilómetros hasta un pequeño pueblo perdido en las montañas cerca de un bosque misterioso donde estaba su familia. El pensamiento que le dedicó a su madre tuvo que volar bastante más, pero fue tan nítido y real como el amor que sentía por todos ellos.

Desde entonces, los rumores de un inminente alzamiento militar

corrieron por todo Madrid de boca en boca. Mientras Irene avisaba a sus camaradas Rubén buscaba a Saturno Bernal por las calles. Como eslabones en una invisible cadena, unos seguían a otros en su grito desesperado. Esa noche, el mundo cambiaría ante sus ojos, el presente se quebraría como un muro de adobe azotado por la lluvia.

Ninguno de los dos acudiría a la puerta del Café Madrid, aquel 18 de julio de 1936.

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IV: Son días de guerra.

El alzamiento fracasó en la ciudad. Algo debió de salir mal, algo que

Reinaldo Zagra no había previsto ya que sus fuerzas no respondieron como debían. Los generales rebeldes fueron sorprendidos e interceptados en el momento de la rebelión; no se resistieron, simplemente aceptaron el desarme como si el desánimo, previo al amanecer del día pactado, hubiera empapado la derrota. La ciudad quedó bajo el mando de la UGT y todos sus miembros salieron a la calle alzando pancartas y banderas, clamando por la revolución socialista.

Reinaldo se encerró en su casa de toda la vida, asustado como un niño pequeño. Por primera vez en toda su existencia creyó haber hecho algo irreparable, algo cuyas consecuencias quedarían fragmentadas como los mil pedazos de cristal al romperse una araña de techo. Su tela cedía, se destensaba, y todas sus víctimas se despegaban de su magnífica influencia. Su poder, acababa de morir, como su espíritu de viejo, derrotado, cansado. Ya no era nadie, no era más que una sombra sin poder. Lamentó haber abandonado Madrid unos días antes. Quizá en compañía de Hinni y de su yerno Onésimo en las calles de Madrid donde todo era diferente, vería de otro modo la derrota en su ciudad, pero allí, cómplice de tal fracaso, sólo deseaba morir arrepentido por tan mala actuación. Pensó que la vejez le había ablandado el tuétano y le había traicionado; y vio con horror la decisión de abandonar.

Habitación tras habitación, fue cerrando las ventanas de la casa, asegurándolas con los postigos de madera. Descorrió las cortinas en previsión de un posible incendio si lanzaban explosivos contra la fachada de la casa. Se sentó en una butaca y, nervioso, tartamudeó llamando a su esposa. Encendió la radio. Y aguardó respuestas, esperando sueños.

Pasaron así largas y angustiosas horas, mientras la tarde fue cayendo.

Al final del día, Reinaldo Zagra permanecía sentado en la misma butaca de la biblioteca donde se había desplomado al escuchar la noticia de la derrota. Su bastón caído entre los pies, sus piernas entumecidas, los huesos doloridos por la postura, el cabello blanco despeinado y la cabeza meciéndose en un movimiento nervioso, casi compulsivo. Su esposa Margarita Cascante, su hija Aurora, y la sirvienta Pepita, se encontraban de pie a su lado, ante el aparato de radio. Escuchaban, como él, las

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noticias que se iban acumulando en la estancia. Las malas se amortiguaban en los lomos de los cientos de libros que forraban las paredes en inmensas estanterías. Las buenas, las de los triunfos en el resto del país, apenas se notaban en el ánimo de un viejo que se creía morir de pesar.

Al cabo de las horas, Reinaldo pidió a las mujeres de la casa que le

ayudaran a llegar hasta su cuarto. Se encontraba debilitado y necesitaba descansar. Entre las tres le tomaron por los brazos y le ayudaron a caminar. Lo sentaron a los pies de la cama y colocaron el aparato de radio muy cerca, para que pudiera sintonizarlo. Le dejaron solo, salvo su esposa, que permaneció en un rincón del dormitorio por si necesitaba alguna cosa. Reinaldo pensó en su padre difunto, en sus hermanos varones difuntos y en Gumersindo Hinni, que bien podía considerarse un hijo. Reinaldo maldijo su inmovilidad, era el miedo que no le dejaba doblar los miembros. Llamó a Margarita, que le acercó el teléfono. Intentó contactar con Hinnni. Pero fue imposible. Las líneas no respondían. Margarita volvió a su sitio y Reinaldo se quedó callado mientras en el exterior se escuchaban las aclamaciones.

Lo peor vino después, cuando al caer la tarde, Reinaldo reconoció la

voz de su buen amigo el general Manuel Goded a través del aparato de radio quien, detenido en la prisión del Castillo de Montjuïc en Barcelona, hacía un llamamiento para que sus hombres depusieran las armas. Después de escuchar aquellas palabras, Reinaldo Zagra se quebró por dentro. Todavía era pronto para valorar el alcance de la rebelión. Todavía quedaban zonas, puestos de mando, ciudades enteras de las que no se sabía nada. No podía darlo por perdido antes de tiempo. El alzamiento era tan inevitable como necesario y requería un poco de esperanza de ese viejo preocupado. Pese a todo, escuchar la voz de Goded distorsionada por la vibración del aparato de radio, le hizo temblar. Vio la calle vacía al otro lado de la ventana. La gente permanecía escondida en las casas, al menos es ese barrio, pero se escuchaba a lo lejos el grito de una multitud que se aproximaba cantando la Internacional. Reinaldo Zagra perdió el pulso y pidió a su mujer que se acercara a su lado. En realidad, Margarita Cascante tuvo que sostenerle. Su debilidad imperial estaba intrínsecamente unida al fracaso de su proyecto. Ella le acarició el pelo pero él no se dejó. No se apartó de su lado para no caer pero no consintió que le consolara. Era sólo el miedo. Que le paralizaba por completo.

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Aurora llamó a la puerta del dormitorio. Entró porque sus padres no respondieron y los encontró abrazados sobre la colcha de adornos florales de la cama. Su padre lloraba y su madre le hizo un gesto para que se detuviera; no deseaba que Reinaldo tuviera que avergonzarse al verle llorando. Aurora retrocedió un paso, volvió a llamar (esta vez con más fuerza) y Reinaldo reaccionó incorporándose y añadiendo un seco pase con su voz decrépita y ahogada. Aurora se acercó hasta sus padres, se arrodilló ante la cama y les acarició. Les dijo que la criada había preparado algo de comer, que debían salir del dormitorio. Él negó con la cabeza y su madre la hizo levantar y la apartó con la mano obligándola a marcharse. Aurora les dejó solos.

Los acontecimientos que siguieron la semana posterior al alzamiento

militar marcaron el curso de la Guerra Civil. Cuando los militares rebeldes se alzaron por toda la geografía del país para derrocar a quienes eran fieles a la República las reacciones que se produjeron fueron tan dispersas como las historias que vivieron sus protagonistas.

El militar republicano Jacinto Murciano, padre del joven Alonso que alertó de la proximidad del alzamiento a la tuerta y embarazada Irene, resistió junto con otros militares en el cuartel en que estaba destinado, cerca de Córdoba. Los militares rebeldes les gritaron que depusieran las armas y se unieran a ellos, pero se negaron. Jacinto organizó un plan de defensa para que no tomaran el cuartel y repartieron entre sus hombres todas las armas y municiones que guardaban; se colocaron en las ventanas y en las entradas. Comenzó el fuego y continuó así durante buena parte del día. En un descuido de los acuartelados, los militares rebeldes derribaron la puerta estrellando un vehículo de la Guardia Civil. A partir de ese momento, los acontecimientos se precipitaron y todo discurrió de forma tan rápida que apenas fue perceptible. Jacinto Murciano se encontraba en el último piso cerca de una de las ventanas, desde donde presenció el impacto del vehículo sobre la puerta de entrada que les protegía. Consciente de la rapidez con la que llegarían sus antiguos compañeros hasta ese piso, Jacinto se quitó la chaqueta del uniforme y salió por la ventana buscando un saliente en el que sujetarse. Los disparos y los gritos llenaron los pasillos del cuartel, acercándose hasta el piso superior. Su pie izquierdo, resentido tras un accidente a caballo producido en 1932, resbaló del saliente que lo sujetaba y se deslizó, tratando de aferrarse con las manos por las paredes, hasta el primer piso, donde un tejadillo amortiguó la caída. De la ventana por la

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que había escapado asomaron varios militares rebeldes que se apresuraron en avisar a gritos a los de abajo de la presencia de Jacinto, al tiempo que disparaban desde lo alto. Siete tiros le alcanzaron en el pecho y los brazos; su cuerpo, casi sin vida, descansó sobre el suelo de la calle. Uno de sus compañeros, con el que había tomado unos vinos la semana anterior, le disparó a bocajarro para rematarlo. Mientras, su hijo Alonso corría por las calles de Madrid perseguido por unos señores burgueses que iban armados con pistolas.

La situación en el pueblo de Marcelo Dosaguas no fue distinta a la de

tantos otros lugares durante los primeros momentos del alzamiento. El primer día en que los insurgentes tomaron las armas y pretendieron alzarse sobre el resto de agentes de la Guardia Civil, fue decisiva la rápida actuación del alcalde Joaquín García. El alzamiento le sorprendió en plena calle, con el estridente ruido de los disparos al aire. Pensó que su familia estaría segura y se dirigió corriendo hasta la casa de uno de los concejales republicanos con los que más amistad le unía, Carlos Horna. Éste encerraba a su familia en el sótano, de donde había tomado un rifle de caza y varias cajas de munición. El alcalde Joaquín García llamó a Horna a gritos para que éste advirtiera su presencia y no le disparase. Los dos sabían que se trataba de un alzamiento militar y sabían cómo actuar.

Se dirigieron a toda prisa hasta el cuartel de la Guardia Civil para impedir que los rebeldes convencieran con las armas al resto de los leales a la República. No se sorprendieron cuando llegaron hasta allí y comprobaron que la situación estaba dominada. Las fuerzas republicanas detuvieron a los rebeldes que pretendían alzarse y los retuvieron en el cuartelillo atados de pies y manos para que no pudieran escaparse. Cerraron bien la puerta y pidieron consejo al alcalde Joaquín García. Éste cruzó en voz baja algunas palabras con su amigo Horna y sentenciaron que había que distribuir armas entre la gente del pueblo. En ese momento, la gente corría por las calles al sonido de los disparos sin saber muy bien lo que podían hacer. Pero era muy probable que los burgueses y terratenientes que vivían en el pueblo saliesen armados a ayudar a los guardias civiles retenidos y maniatados. Era preciso reaccionar rápido y con contundencia y la mejor manera era armando al pueblo e informándoles de lo sucedido. El alcalde y su amigo Horna, junto con las fuerzas leales de seguridad, se encontraban repartiendo varias escopetas y pistolas cuando la gente se abalanzó en bloque a la calle al grito de libertad y revolución, muerte a los fascistas y opresores. Fue entonces,

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después de repartir las armas, cuando Carlos Horna se dirigió preocupado a su amigo el alcalde y se cuestionó que hubieran obrado correctamente.

Los campesinos armados, pese a que la situación podría haberse controlado con las conciliadoras palabras del alcalde, al menos hasta ver qué sucedía en la ciudad y en el resto de las provincias, se apresuraron a reivindicar una revolución que aguardaban en latencia. Se vieron perfectamente legitimados para acabar con el sistema establecido y con la estructura social que les asfixiaba. Debían acabar con los malditos burgueses y con los explotadores terratenientes. El poder estaba en sus manos. El alcalde Joaquín García se echó las manos a la cabeza al observar cómo una horda de campesinos armados se dirigía a las casas, cerradas y silenciosas, donde se escondían rendidos los simpatizantes de los rebeldes para acabar con sus vidas. En las horas que siguieron, el pueblo presenció persecuciones de fascistas a campesinos, de republicanos a terratenientes, de comunistas a sacerdotes, de hijos a padres. Y ello, a pesar de que el principal peligro que representaban las fuerzas de seguridad estaba controlado.

Dos horas más tarde, Carlos Horna sacó a su familia del sótano de su

casa temiendo un inminente ataque armado. El concejal corría con su mujer y dos de sus hijos pequeños a refugiarse en la espesura de los campos. Sobrepasaron el viejo molino en el que trabajaba Enrique Rialme (de donde éste había salido dos horas antes armado con un palo que encontró en la parte trasera de la casa). Se escondieron entre las hierbas y aguardaron a que la calma regresara al pueblo, un par de días después, cuando la Guardia Civil apresó a los insurrectos y el resto de los rebeldes huyó por el valle siguiendo a Marcos Lisia.

Rosa estaba embarazada de seis meses cuando se produjo el

alzamiento. Por eso, en el mismo momento en que la noticia corrió por el pueblo, Enrique Rialme salió del molino armado tan solo con un palo, viejo y medio quemado, en busca de Rosa. Atravesó los campos en dirección al bosque para tomar la cuesta que conducía a la vaquería Dosaguas, donde debía estar Rosa. El bosque, inmóvil a la derecha, mostraba una serenidad extraña y aguardaba ansioso el desarrollo de los acontecimientos, como si fuera consciente de que, tarde o temprano, la huida por los caminos polvorientos y las calles del pueblo quedaría a peligroso descubierto y sería inevitable penetrar en el interior arbolado del bosque. Las hojas de los árboles apenas se movían, sólo aguardaban.

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Enrique tomó la cuesta y alcanzó la entrada de la vaquería. Las vacas caminaban sueltas por la entrada y comenzaban a descender la meseta hacia el valle. De no haber sido por su inmovilidad, Marcelo nunca habría dejado escapar las vacas. Enrique se asomó al interior de la vaquería y llamó a gritos a Rosa y a Jaime. Tampoco ellos lo habrían permitido, por eso Enrique temió por sus vidas.

Desde el interior de la casa, Rosa escuchó los gritos de las mujeres

corriendo por la calle. Llamaban a sus maridos y alentaban a los vecinos republicanos a unirse a ellas y acabar con los explotadores fascistas. Rosa, alertada por la noticia del alzamiento, entró en el cuarto de su padre para comprobar cómo se encontraba. Él descansaba en la cama. Escuchaba los gritos de las mujeres pero no entendía lo que decían. Rosa no quiso mencionarle lo que pasaba, le besó en la mejilla y salió del cuarto. Al salir a la calle, se alejó del grupo de mujeres armadas con palos, cuchillos y herramientas de labranza y corrió en dirección al molino para encontrar a Enrique. Marcelo no paró de dar gritos hasta que Jaime entró en el cuarto. Marcelo, con la cara enrojecida por la incertidumbre y los gritos, pidió a su hijo que le levantara y le vistiera, entendió que algo importante ocurría. Jaime le confirmó que se trataba de un alzamiento nacional. Marcelo maldijo y le azuzó con los brazos para que se acercara hasta él y se diera prisa. Jaime le puso una bata y tiró para levantarle. Lo arrastró hasta la silla de ruedas, lo sentó y lo apoyó contra el respaldo. Empujó la silla de ruedas hasta el salón y le dijo que tenían que defender la casa del pillaje.

Desde que Lucía pisó aquella casa por primera vez, hacía ya 20 años, Marcelo se esmeró en convertirla en un pequeño palacio, en algo que fuese lo suficientemente digno como para dejar a sus hijos. Pero ahora que la vaquería tenía dificultades para superar los problemas, ahora que aquellos a quienes más quería ya no permanecían a su lado, pensó que esa casa, ese pequeño santuario (como lo fue para Lucía), debía conservarse intacto. Era imperativo mantener los recuerdos puesto que, a sus años, casi nada más le quedaba. Jaime cerró las portezuelas de madera que daban al jardín y subió al piso superior a atrancar los postigos de las ventanas mientras Marcelo se quedó en su encierro, en el más quieto de los silencios, contemplando la oscuridad sagrada del salón. De una de las paredes todavía colgaba uno de los cuadros que pintó Lucía en su época de las mujeres gestantes; mientras que el resto de los cuadros habían sido sustituidos por fotografías ampliadas que Lucía tomó, poco antes de su

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marcha, o que les envió protegidas en largos tubos de cartón. Marcelo no pudo contener el impulso de salir al jardín. Se esforzó en hacer girar las ruedas de la silla con las manos. Apenas tenía fuerza, de modo que se lastimó las muñecas pero pudo avanzar hasta la puerta. No pudo abrir lo que Jaime acababa de cerrar, de modo que cuando éste bajó de nuevo al salón, le pidió que saliera al jardín y resguardara todas las figuras decorativas. Jaime tomó con cuidado las figurillas pequeñas que, inmóviles y con mirada ciega, se desperdigaban por todos los lados. Cuando Marcelo le pidió que arrastrara la estatua de mármol que les regaló Juan Lisia, Jaime se negó a hacerlo. Insultó a Lisia y golpeó la estatua. Ésta cayó de lado y se partió uno de los brazos de mármol. Antes de volver al interior de la casa, Marcelo rogó a Jaime que le acercase a los pies del tronco del roble. Después le ayudó a acuclillarse y hurgó en la tierra que rodeaba la cruz bajo la que yacía el cuerpecillo de su bebé, al que enterraron hacía ya 35 años. De haber vivido quizá se habría parecido a su otro hijo Darío. Pensó en la difunta María, recordó su rostro azorado por la vergüenza y sus manos regordetas. Después tan solo se permitió un suspiro. Puesto que aún tenía mucho por vivir y estaba tan lejos de Lucía que dolía.

Jaime se encargó de recuperar las vacas. Subió la cuesta; algunas ya

habían alcanzado el valle y otras las seguían rutinarias, como si todas juntas debieran salir a pastar. Su desagrado fue en aumento conforme gritaba a las vacas y éstas se negaban a enderezarse y seguirle. Las fue agrupando tirándoles de las orejas y les palmeó el trasero para que arrancaran. Empujó a las que se encontraban más cerca de la entrada, pero se negaron a caminar hasta la vaquería. Estaban inquietas por el sonido seco de los disparos retumbando en el aire y por los alaridos de dolor que rasgaban el silencio. Jaime pensó que el ambiente era enfermizo. Por un lado, el silencio más absoluto resaltaba sobre cualquier otro sonido. Nada se movía, ni el viento, ni los árboles, ni las aves. Todo estaba enmudecido. Y, sin embargo, esos gritos se acoplaban en el silencio como un eco fantasmagórico y cercano. Cuando guardó las vacas, tembloroso, caminó con las piernas enflaquecidas hasta el fondo de la vaquería. Allí, en un rincón oscuro en el que se habían desprendido varios pedazos de cal de la pared, se acurrucó con las piernas y los brazos enredados, llorando de miedo. Se asustó del propio silencio, de los pasos de las vacas y de los mugidos ahogados junto a la paja. Se abrazó a uno de los animales para reconfortarse. Pero no lo consiguió. Sintió un vacío

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tan enorme como la distancia que le separaba de sus familiares. Jaime Dosaguas, avergonzado, se apartó del lado del animal y echó a correr por el camino, perdiéndose en los campos.

El hijo de Manuel Samaño (el hombre que antes de su muerte llevaba

todas las mañanas un jarro de leche hasta el molino en el que trabajaba Enrique Rialme) que, como su padre, se llamaba Manuel, trabajaba en el campo que antes trabajó su padre. Levantaba la azada con la misma fuerza de un toro embravecido y la arrojaba con violencia contra la tierra seca formando anchos surcos. El sudor le cubría todo el cuerpo y los músculos se contraían en la espalda y el pecho a cada movimiento de la azada. Se enteró del alzamiento cuando unos campesinos del vallado cercano corrieron hasta donde él trabajaba. Venían corriendo, con las caras congestionadas por el esfuerzo e iban armados con picos, palas, rastrillos y azadas. También llevaban hachas e incluso sierras de mano. Manuel ignoraba de dónde las habrían sacado. Se apresuraron a contarle lo que estaba sucediendo sin apenas tomar un descanso, pues la excitación que traían tenían que aprovecharla para hacer la revolución. Manuel, aturdido sin saber muy bien qué pasaba, escuchó con detalle el relato que hicieron los campesinos acerca del levantamiento y de que el alcalde y otros más habían cercado a varios guardias civiles en el cuartelillo. Era el momento de ir a por los terratenientes que tanto les habían hecho sufrir. Ahora pagarán gritó uno de los hombres levantando un hacha de filo desgastado por la faena. Los hombres echaron a correr y Manuel dudó si debía seguirles. Pensó que quizá estaban equivocados y que, si se ausentaba del trabajo, serían acusados de intento de huelga lo que podía empeorar las cosas para su familia si el dueño de las tierras se enteraba. Sin embargo, cuando Manuel vio a lo lejos, en medio del camino, que varias mujeres corrían enlutadas levantando el polvo con sus pies y gritando consignas de muerte y revolución, se convenció de que la cosa era más grave de lo que parecía.

Manuel salió corriendo del campo, sorteando las zanjas que había ido haciendo para no torcerse un tobillo; alcanzó a las mujeres por el camino y entró en la calle que conducía hasta su casa, en el interior del pueblo. Se detuvo en seco en mitad de la calle al escuchar disparos un poco más al fondo. Se refugió en la puerta de una casa. Nadie había al otro lado, de modo que se agachó y esperó a que cesaran los disparos. Conservaba la azada entre las manos pero no tenía intención de atacar a nadie, mucho menos de matar. Pero se aferraba a ella por simple defensa. Los disparos

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se intensificaron en aquel lado, de modo que Manuel Samaño se retiró de la puerta y retrocedió calle abajo. Quería llegar a casa pero no podía avanzar por esa calle, tendría que hacerlo entrando por otra de las que quedaban al comienzo del pueblo. Sintió miedo por su madre y su hermana porque él era el único que podía protegerlas. Los ruidos de disparos se acercaban; se escabulló calle abajo mirando nerviosamente a todos los lados, sintiéndose indefenso en cualquier dirección que tomara.

A la salida de la calle se cruzó con varias personas que corrían sin rumbo. Se juntaron todos en la misma esquina como si salieran de un embudo común. Miraban a uno y otro lado de la calle, se agachaban al escuchar los tiros y maldecían por no saber si era mejor seguir recto o continuar corriendo. Desde el oeste, se acercó un grupo de varios campesinos de unos cincuenta años que habían sido amigos del viejo Samaño. Manuel los observó aguardando la decisión que tomaran. Uno se acercó a él y le dijo que les ayudara a matar a esos cerdos Lisia. Caminaron cantando hasta la puerta de hierro que protegía la finca de Juan Lisia. Desde allí, les pareció de una extensión imponente, arrolladora. Entre cinco hombres zarandearon la puerta para sacarla de sus bisagras y jalearon. Los demás hombres golpearon con fuerza hasta tumbarla. Descolgaron la campana y la hicieron sonar para alertar a la familia Lisia de su presencia. Corearon insultos y amenazas de muerte.

El que parecía ser el líder del grupo mandó a unos cuantos que corrieran por las tierras de Lisia por si estaba escondido en los campos. Salieron disparados como si les persiguiera el demonio. Todos deseaban encontrar a Juan Lisia y sabían que quien lo consiguiera, y le diera muerte, ganaría el respeto eterno de sus compañeros. Y la gloria privada. Ninguno de los que echó a correr por los campos fue el afortunado que encontró a Lisia, porque éste se escondía en la casa; pero, en los días que siguieron, todos coincidieron en señalar una cosa que les llamó la atención. En cada rincón, escondidas entre los árboles, a pocos metros de distancia unas de otras, decenas, centenares de estatuas de mármol blanco se desperdigaban por los campos dominándolo todo con su presencia. Les dieron miedo. Porque les miraban; y porque parecían no formar parte de la realidad sino estar completamente muertas.

El resto de los hombres caminó hasta la casa principal, en el lado este

de la finca. Rodeada de árboles, la casa, una mansión decorada en estilo modernista, se mostraba inaccesible ante ellos. Los Lisia habían bloqueado la puerta de entrada desde fuera; clavando maderos de cinco

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centímetros de grosor sobre los marcos y cristales de las ventanas; y colocando carretillas y planchas de hierro por los accesos laterales que daban al sótano. Los hombres rodearon la casa buscando un punto débil por el que entrar y se agolparon en la puerta, preparando las escopetas para no fallar el tiro. Hicieron palanca sobre los tablones con los picos y la punta de los rastrillos. Gimieron, ladraron de excitación, y rieron como enajenados cuando la puerta comenzó a ceder y sintieron que los que estaban dentro, al verse amenazados, corrían hacia el piso de arriba. Debido a los golpes, la puerta se venció arrancando la argamasa que la sujetaba a los marcos. Entraron golpeándolo todo, como una marabunta de hormigas salvajes. A su paso, el hueco rectangular de la puerta aparecía mordido con dos hendiduras de un palmo a la izquierda y una a la derecha, como si emitiera una exclamación de asombro y pánico.

Cuando los primeros campesinos llegaron al que debía ser el cuarto

de los Lisia se hizo el silencio. Todo estaba oscuro pero el olor que percibieron en el ambiente era el del miedo, el de la presa que se siente amenazada. La calma se interrumpió cuando uno de los hombres, de cincuenta y tres años de edad y que tenía cinco hijos de diversas edades, emitió un grito ahogado mientras una mano aparecía por su espalda y le rebanaba el cuello de lado a lado. Sin saber a dónde apuntaban, el resto de los campesinos disparó sus armas y se escucharon nuevos gritos, algunos de sus propios compañeros. Uno de los hombres que huyó asustado por los disparos, temblando por la oscuridad que lo cegaba todo, manifestó después que había presenciado la muerte de Juan Lisia acribillado en el dormitorio y a su esposa ensangrentada arrastrándose bajo la cama, al tiempo que cinco de sus compañeros de trabajo habían caído agonizantes por sus propias balas y por los tajos de un enorme cuchillo que la mujer de Juan Lisia empuñaba.

Manuel Samaño nunca pronunció una palabra de lo que aconteció en aquel cuarto pero, desafortunadamente, lo presenció todo: Candela Orriete apareció por detrás de una cortina sosteniendo con ambas manos el cuchillo más grande que tenían en la casa. Una mano cubría la empuñadura y la otra sobresalía hasta la hoja; y la sujetaba con tal fuerza que se estaba hiriendo los dedos. Se abalanzó sobre el hombre que tenía más cerca sin emitir un solo suspiro, silenciosa como un gato al acecho. Lo sorprendió por la espalda y acabó con él. Después se escucharon los tiros por todas partes y Candela Orriete, inducida por la adrenalina, alivió toda la tensión que el miedo acumulaba en su cuerpo gritando. Los

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sonidos se mezclaron en el dormitorio y nadie supo distinguir si la mujer estaba en un lado o en el contrario. Con la ayuda de tan maravilloso camuflaje sonoro, Candela Orriete sorprendió al siguiente de los hombres, y al siguiente, y al siguiente. Juan Lisia no tuvo la misma suerte. Los primeros disparos le alcanzaron en el pecho, el cuello y el vientre. Cayó desplomado sobre el suelo, boca abajo. Con la cara ladeada y escupiendo sangre, sólo distinguió el suelo de madera abrillantada y las patas de la silla donde cada noche, dejaba su batín doblado. La sangre se extendió bajo su cuerpo.

Paralizado por el desconcierto, Manuel Samaño permaneció en el vano de la puerta sin poder entrar en el dormitorio de los Lisia. Los asaltantes, conforme iban subiendo desde el recibidor hasta el piso superior, se empujaban entre sí para llegar al dormitorio y dar muerte a Juan Lisia; Manuel Samaño no hacía sino interrumpir el paso. Le empujaron y se retiró hacia un lado. Atemorizado, con la azada todavía sin utilizar entre sus manos, Manuel bajó las escaleras y huyó de la casa. Corrió hacia las afueras del pueblo buscando esa otra calle que le conduciría junto a su madre y hermana.

En el camino, tropezó con varias personas de contrarias ideologías que corrían despavoridas y desarmadas. Una mujer le escupió a su paso, pero él no hizo nada. Cuando llegó a su casa, encontró a su madre llorando sobre el cuerpo de su hermana. La habían torturado y ultrajado en mitad de la calle. Después le habían arrancado las orejas como trofeo y habían dejado que la sangre tiñera su rubio cabello. La madre se encontró con el cuerpecito descoyuntado de camino a casa y nunca se explicó cómo tuvo el valor y las fuerzas para arrastrarlo hasta el interior de la casa. Poco después, Manuel Samaño arrojaba su azada sobre la cabeza de un guardia civil que se declaraba rebelde. Tras éste, siguió con un hombre cuyo traje caro estaba manchado de sangre. Sangre que podía ser la de su hermanita. Al final de la noche, Manuel Samaño se tumbó en un camino, herido en su pierna izquierda, tras rebanarle el cuello a un clérigo que transportaba armas en un carro. La monja que le acompañaba, la que le clavó un crucifijo en la pierna, logró escapar por el camino acompañada por el ruido de los disparos. Lo único que lamentó Manuel fue no haber encontrado a ninguno de los hijos de Lisia, que habían huido por los caminos.

A sus treinta y cuatro años, Jaime Dosaguas encontraba la muerte a

manos de Daniel Lisia. Ocurrió a las afueras del pueblo, cerca del viejo

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molino en el que trabajaba Enrique Rialme. Daniel huía del asalto a su casa cuando se encontró de frente con Jaime. Paradójicamente, el hermano menor de los Lisia y el hermano menor del primer matrimonio de los Dosaguas, dos generaciones con un devenir prácticamente paralelo, se enfrentaban por la vida.

Desde el momento en que se desencadenó el alzamiento militar, Daniel Lisia se supo del bando de los perdedores. En el pueblo, los nacionales, las fuerzas armadas y los terratenientes estaban en clara minoría, no tardarían en ser doblegados por los republicanos, de modo que lo importante (ahora que todo se desmoronaba) era huir hacia cualquiera de los pueblos vecinos en los que podían prevalecer. Escapó de su casa poco antes de que los campesinos tumbaran la puerta de entrada. Se escabulló por los sótanos a través de una puerta pequeña que se abría a los campos. Rodeado por estatuas de mármol, esquivó a los hombres que corrían cerca y saltó la tapia camino de los campos y, más allá, en dirección a cualquiera de los pueblos vecinos, leales a la rebelión.

Tropezó con Jaime cerca del molino. Cuando le vio, supuso que buscaba a su familia. Por un instante, Daniel se avergonzó de no haber sido un poco más inteligente y haber jugado con sus deseos. Con Rosa. En el caos al que avocan las guerras, las revueltas, o el crimen, sólo los más perspicaces saben sacar partido a la vida. Y, en esa ocasión Daniel no lo era. Cierto es que el destino le daría una nueva oportunidad de redimirse. Y lo haría. Pero ese día, Daniel se mantenía incorrupto, joven, carecía del veneno en el que se nutre el desánimo, la desesperación o la pobreza. Se avergonzó de no haber pensado antes en Rosa y en la posibilidad de aprovechar el desconcierto general para secuestrarla y hacerla suya. La deseaba, la admiraba, la amaba. Pero la había perdido. Así es el absurdo en que se producen las cosas. Se encontró de frente a Jaime Dosaguas, desarmado y embobado, mientras éste buscaba a su hermana Rosa cerca del molino donde debería estar su cuñado Enrique. Pero ni uno ni otro se encontraban allí. Jaime era trece años mayor que Daniel pero era tan débil y enclenque que se le podía dominar fácilmente. No era como su padre. No era como su hermano o sus hermanastros. No era nadie. Y Jaime lo sabía, por eso, actuando de forma aún más cobarde que el propio Daniel Lisia, que huía, Jaime no opuso resistencia y se dejó capturar. Daniel Lisia se quitó la camisa, retorció un brazo de Jaime y le ató las manos a la espalda utilizando las mangas de la camisa; después, le obligó a caminar hacia delante.

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Como ambos estaban desarmados, Daniel decidió conducirlo hasta la entrada del pueblo donde varios militares rebeldes se defendían en una improvisada trinchera. De camino, Daniel le recordó lo guapa que era su hermanita Rosa y le juró que un día sería suya y se reiría de ellos en sus caras. Jaime se revolvió enrojecido pero continuó caminando, maniatado y con la cabeza gacha. Jaime Dosaguas fue detenido por los rebeldes e introducido en un furgón junto con varios de sus vecinos. En tan pequeño espacio coincidieron tres republicanos, dos anarquistas, dos comunistas, tres socialistas y un sindicalista. Permanecieron durante toda la tarde en el interior del furgón sin permitirles salir. Tuvieron que hacer sus necesidades encima, por lo que pasadas unas horas, el hedor se hizo insoportable allí dentro. Los dejaron bajo el sol con las ventanillas bien subidas, sin agua ni comida. Por su lado pasaron varios de sus camaradas pero éstos, enajenados por las escenas de muerte que estaban presenciando, pasaron de largo corriendo, deseando que adentro estuvieran más seguros que en mitad de la calle. Al caer la noche, con los huesos entumecidos, algunos se desmayaron en el suelo del furgón. Jaime trató de alentarles puesto que en el pueblo eran mayoría republicana y, a buen seguro, tardarían poco en dominar a los rebeldes. Pero pocos confiaron en sus palabras aunque tiempo después se demostró que tenía razón. Alrededor de las cinco de la madrugada, mientras los once aguardaban en silencio tratando de reconocer alguna voz entre las que gritaban y amenazaban, Daniel Lisia se introdujo en la parte delantera del vehículo con dos guardias civiles rebeldes. Insultándoles, arrancaron.

Asiéndose a las paredes de chapa del furgón cada vez que se balanceaban por las irregularidades del camino, Jaime Dosaguas pudo ver que se alejaban del pueblo por la carretera que discurría paralela al bosque circular. Por un instante, sintió un acceso de pánico al pensar que iban a dejarlos abandonados y atados en el interior del bosque, pero pronto vio cómo lo dejaban atrás y se tranquilizó. Supuso que los llevaban detenidos al cuartelillo del otro pueblo, donde los rebeldes tendrían controlada la situación. Tardaron más de una hora en llegar hasta las afueras de cualquier parte donde otro coche les esperaba. Les hicieron salir y los agruparon con otras doce personas que permanecían de pie quejándose del dolor en la espera. Lo último que vio Jaime Dosaguas antes de morir fueron los débiles rayos del sol sobre el rostro de Daniel Lisia. Le pareció ver un rostro arrepentido, congestionado por la culpa. Tal vez era demasiado pronto para que Daniel sintiera lo que sentía su hermano Marcos. Tal vez se sintió mal porque una vez pensó que era

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distinto de su familia y ahora, más que nunca, formaba parte de ella. Daniel Lisia cerró los ojos cuando sonaron los disparos que acabaron con la vida de aquellos hombres. Los enterraron en una zanja sin identificar los cuerpos, de modo que la muerte de Jaime Dosaguas figuró en el Registro de Defunciones de un pueblo vecino como hombre indeterminado, causa de la muerte: en refriega.

Pese a estar tan cerca, su familia nunca recuperó el cuerpo. Unas horas después, Daniel Lisia corría de nuevo por el campo

reiniciando su huida. En el mismo instante en que Daniel Lisia inmovilizaba por los brazos

a Jaime Dosaguas, Marcos Lisia se tapaba la cabeza y los hombros con una manta de lana de oveja. Oculto a las miradas, atravesaba las callejas del pueblo en dirección a la vaquería Dosaguas. Corría sin intención de huir, pretendiendo adelantarse a los pensamientos de sus enemigos. Sin embargo, sus enemigos se le adelantaron. Marcos Lisia corría en busca de Rosa Dosaguas pero cuando éste llegó al cruce de caminos que ascendía a la vaquería, vio que Rosa salía de allí corriendo en dirección contraria, hacia el viejo molino de José Verlado. Cuando quiso alcanzarla, la perdió de vista entre el trigo alto de los campos. Justo en el momento en que Marcos Lisia se detenía a la salida del pueblo y desistía de seguir a la joven, Enrique Rialme se desvió del camino para no ser visto por dos militares rebeldes que se acercaban golpeando a un campesino. Se introdujo entre el trigo, abriéndose paso con las manos y tratando de no respirar demasiado para evitar que el polvo le hiciera estornudar. Rosa se cruzó en mitad de los campos con Enrique y éste apareció al otro lado en el momento en que Marcos Lisia se daba la vuelta para regresar a su casa. Ninguno de los tres llegó a encontrarse a lo largo de aquel día y lo que pudo desencadenar en tragedia quedó aplazado para el futuro. Ya determinaría el destino lo que podía o no conseguir con ellos. O con un posible encuentro tripartito. Pero no era el momento, como no era el lugar. El destino jugó sus cartas, sacrificó sus piezas, sin tenerles en cuenta.

Días después, el pueblo entero aguardó completamente atrincherado

tras los muros o en el interior de las casas, manteniendo una calma temporal y ficticia. Se obligaban a creer en ella porque no podían soportar la incertidumbre en sus vidas, porque se encontraban sumidos en

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un acontecimiento sobrevenido al que nadie se atrevía a poner una fecha clara de finalización. Y aunque los republicanos mantenían el control de la práctica totalidad del pueblo y era cuestión de días que todo se decantase a su favor, surgía lo demás, lo oculto. El miedo. Las ansias de venganza acumuladas durantes generaciones. El mal. El deseo. Pronto, los rumores se hicieron habladurías y por todo el pueblo se extendió la noticia de que, pese a la victoria republicana, los militares rebeldes habían tomado la ciudad y los pueblos vecinos, de modo que el nuevo y feroz ataque no tardaría en llegar.

Del mismo modo en que el viento se expande y se diluye; de igual

modo en que la ola se quiebra con la cresta de espuma; así como la tormenta pierde intensidad y acaba por dispersarse en llovizna; la noticia del alzamiento y sus consecuencias se fueron extendiendo, agrandándose hasta no poder resistir su propio tamaño y se difuminaron hasta desaparecer y dejar paso a la tremenda quietud. Una vez alcanzada la exacerbación de lo demencial, una vez conquistado el castillo sin bandera del poder por medio de la violencia, una vez que todo fue cercenado y vuelto a cercenar, se llegó a la paralización de la razón. Y así, en aquel estado incierto de inacción, aquel lapso provocado por el impacto paralizante de lo inesperado, el mundo entero se detuvo. Solo que era un mundo reducido a los límites de un país en guerra fraticida. Y una vez que ese microcosmos se recuperó del shock inicial (y le bastaron unos instantes), todo siguió rodando cuesta abajo, siguió su curso de hundimiento, su deconstrucción sistemática hasta alcanzar los infiernos.

Y en aquel mundo llevado por el viento, respirando el mismo aire asfixiante de una tarde calurosa de julio, Darío Dosaguas siguió corriendo como llevaba haciendo desde que cinco años atrás llegó al pueblo de pescadores. Aquéllos que le acogieron, que le prestaron la barca para salir a pescar con su hijo Cosme en los días de descanso, aquéllos que le contaban historias de sus familias (a cambio de un pedazo de los pasteles que cocinaba Violeta) para que él pudiera escribirlas, aquellos que confiaron en él para que acudiera corriendo a casa de Jerónimo Lormo para ahuyentar a los jabalíes, aquéllos eran los que ahora le perseguían.

Darío salió corriendo. Tan lejos como pudo. La noticia del alzamiento le sorprendió en los caminos. Cerca de una encrucijada, de vuelta de la ciudad, un grupo de

personas huía de sus casas con unos cuantos bultos de ropa, unas fotos

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enmarcadas y una maleta deshecha por una de las esquinas. Formaban parte de dos familias distintas pero todos huían en la misma dirección. A Darío le pareció que eran parientes entre sí. No tuvo que preguntarles, ellos se encargaron de gritar y ponerle en alerta. La noticia del alzamiento se extendía, como el aire, como la pólvora. Sin dejar de pensar en las caras desencajadas de aquellas personas, Darío Dosaguas corrió de regreso a su pueblo, a su casa.

Violeta se enteró por el repique de las campanas de la iglesia. Se escucharon disparos, se alzaron las voces y los nacionales proclamaron a gritos la victoria. No fue necesaria la violencia. Los no simpatizantes se limitaron a girar la cabeza y mirar al mar. Todo en sus vidas se reducía a esa porción de agua salada. A las playas y los viñedos. Y no podían perderlos. Si para ello era preciso agachar la cabeza o asentir, aceptarían. Si simplemente tenían que dejarse llevar, lo harían. Los que sí apoyaban el alzamiento, la mayoría del pueblo, se limitaron a imponerse en las calles y anunciar a voz en grito de qué forma cambiarían las cosas desde ese momento. Violeta, medio vestida con una bata, salió fuera de la casa y descendió la cuesta camino del centro del pueblo. Se retiró el cabello del rostro con un pañuelo anudado detrás del cuello y colocó las manos en las mejillas para enfriarlas y bajar la excitación que se acumulaba en su rostro enrojecido. Su presencia en la plaza pasó inadvertida como la de muchos otros. Al fin y al cabo, era conocido que entre la familia de Violeta había personas consagradas a la religión. Sin embargo, Violeta se asustó. No por ella sino por Darío. Sus ideas, las historias que le gustaba contar, su familia republicana… todo eran inconvenientes en esa nueva situación a la que conducirían las cosas. Ella lo sabía. Como el resto del pueblo. Violeta esperaba que él se hubiera dado cuenta a tiempo. Permaneció en la plaza el tiempo suficiente para que la reconocieran y la respetaran como uno de los suyos, aun por la fuerza. Pero se marchó inquieta por las miradas. La inquirían con los gestos, preguntaban por Darío y ella se limitaba a decir con voz queda: Ha salido esta mañana. Temía por él.

Mientras, Darío corría. Corría. Corría. El pequeño Cosme dormía. Violeta lo despertó, lo vistió y salieron a

la terraza. Cosme preguntó a su madre pero ella no contestaba. Sólo esperaba. Imploraba que Darío apareciese pronto, antes de que todo fuera inevitable. O que no llegase a aparecer.

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Y, sin embargo, lo hizo. Apareció corriendo por el camino. Violeta se levantó de un salto y corrió a su lado. Se abrazaron. Cogieron a Cosme y entraron en la casa. Se besaron. Violeta le dio unas cuantas cosas (ropa casi todo) envueltas en un hatillo. Se besaron de nuevo. Y salieron afuera. Desde lo lejos se escuchaba a la gente acercándose hacia la casa. Lo entendieron. Violeta abrazó a Darío muy asustada y se quedaron de pie pensando en una forma de escapar. Entonces, el pequeño Cosme, de apenas cinco años, dijo: Papá… el olivo. El olivo… te protegerá. Los tres miraron el tronco y recordaron que estaba hueco. Darío devolvió a Violeta el hatillo con la ropa, trepó entre las ramas del árbol y alcanzó la copa. El hueco de casi cincuenta centímetros de diámetro ofrecía la misma mirada ciega y turbia, la misma oscuridad tenebrosa de la primera vez que asomó su cabeza. Temió que pudiera haber algún pájaro también escondido que, al entrar él y sentirse atrapado, quisiera huir y chocara con el cuerpo de Darío aleteando desde dentro, delatándole con el ruido. Pero no había tiempo. Asumió el riesgo y se deslizó por el hueco del olivo introduciendo primero las piernas, lentamente. Se mantuvo a pulso flexionando los brazos y acabó colgándose con todo su peso sin que pudieran verse las manos desde abajo. Violeta tomó a Cosme de la mano y entraron en la casa para no levantar sospechas. Escondió el hatillo con la ropa debajo de una caja de fruta. Justo entonces, la muchedumbre llegó a la casa. Pasaron horas interrogándola acerca del paradero de Darío. Pero ella dijo no saber nada. Lo mismo hizo Cosme, un niño valiente. Incluso cuando le amenazaron.

Cuando Darío no aguantó más, decidió salir de su escondite. Le costó recuperar las fuerzas para subir a pulso el peso de todo el cuerpo, pero fue sacando sus partes, una tras otra. Miró a la casa sin ver nada. Y bajó. Corrió hacia las rocas tan rápido que perdió sus zapatillas de cáñamo. Pero no retrocedió a recogerlas. No había tiempo. Se agachó con las primeras rocas puntiagudas. Trató de ocultarse en las quebradas formas. Más allá, muy cerca del mar, las grietas eran amplias y podían cobijarle, de modo que siguió dando pequeños saltos hacia abajo y en línea recta. Cuando empezaron a sangrarle los pies lamentó haber perdido las alpargatas. Se rasgó las yemas de los dedos, luego la planta. Sangró. Poco a poco fue dejando un rastro de sangre a su paso que podía delatarle. Supo que no era buen camino para escapar ni esconderse. Si se malograba los pies no solo sería un tullido por su mano… así que deshizo los pasos y suspiró aliviado al sentir la hierba fresca. Se quitó la camisa, la rasgó con fuerza y se vendó los pies.

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Nada más terminar de vendarlos, un par de personas que salían de la casa le vieron. Gritaron avisando al resto. Y Darío corrió.

Corrió, corrió, corrió. Hasta que le alcanzaron. La mañana en que la familia del concejal Carlos Horna escuchó los

vítores de varios campesinos celebrando la primera victoria revolucionaria de su particular guerra, después de haber permanecido escondidos entre las hierbas más altas de los campos; de haber reptado por la tierra como animales, cuando temían la proximidad de alguna persona; y de haber comido cebollas crudas y patatas sucias; salieron a campo abierto dudando de sus propios movimientos. Los disparos cesaron la noche anterior y los únicos gritos que se escuchaban desde allí eran los de las personas que permanecían apresadas en el cuartelillo de la Guardia Civil, por lo que la familia de Carlos Horna regresó a su casa. Caminaron cogidos de las manos y recelosos de cualquier persona que se les acercara pero, conforme avanzaban vieron con mayor confianza que lo peor había terminado, al menos de momento.

La noche del 19 de julio de 1936, la voz de Dolores Ibárruri, la

Pasionaria, llenaba el interior de cientos de pequeños transistores, modernos aparatos de radio, sofisticados equipos de radioaficionado y cualquier otro método artesanal construido para la escucha de ondas de radio. Con su voz, enérgica y rasgada por el dolor que le habían producido los sucesivos acontecimientos, multiplicaba (por medio de esos cientos de aparatos) su violento discurso hasta los oídos de miles de madrileños. Nadie quedaba al margen, nadie podía escapar de la lanza que convulsionaba los cuerpos estremecidos al escucharla. Pidió a los obreros, a los campesinos, a los antifascistas, a todos los patriotas españoles, que no permitieran la victoria de los verdugos de Asturias. ¡No pasarán!, exclamaba. Y repetía y enfatizaba sus consignas. Aquella noche, los cuerpos entumecidos de quienes habían resistido entendían las palabras de la Pasionaria. El mensaje era lo que importaba. Y la unidad. Con aquellas palabras inundando todos los rincones de cada hogar, de cada almacén que servía de punto de reunión, de cada fábrica, de la Casa del Pueblo, de cada parte de las almas despiertas (pues aquella noche nadie dormía), aún quedaba esperanza. Rubén quiso encontrarla.

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La casa de Julia Salinas desprendía un espeso olor a muerte que él trataba de evaporar con su tenacidad. Las persianas completamente bajadas atraían la penumbra y permitían que ésta se confabulase con la muerte más de lo debido. Poco ayudaba el mensaje de la Pasionaria si no era para hacerles saber que continuaban allí. Un grito de dolor interrumpió la monotonía del discurso. Era desgarrador, afilado como una sierra de montañero. La oscuridad casi plena no permitía distinguir el cuerpo tumbado de Irene Martín, pero así se encontraba, lamentablemente postrada y con las entrañas desprendiéndose del cuerpo, arrastrándole la vida. Tras el alarido apenas quedaba un hilo de voz, sin ánimo para demostrar que seguía allí, presente entre la oscuridad, cerca de ellos. A un lado, Rubén Dosaguas le sujetaba la mano fláccida, inerme. Del otro lado, Arsenio Bernal le hacía aire con un abanico para que pudiera respirar. Lo que no decían las palabras de la Pasionaria era qué podían hacer para paliar el sofocante calor que abrasaba Madrid aquellos días. Era como si la guerra desprendiera una temperatura propia. Autónoma. Sudaban como bestias tratando de parecer hombres. Y aguantaban el desenlace de una noche que podía ser fatídica no sólo para ellos que se escondían, o para Irene cuyo vientre se perdía, sino para tantos que permanecían entre dos fuegos o entre dos bandos. Para los que se vieron sorprendidos en zona nacional mientras iban de viaje, los que calcularon mal sus alianzas o mantuvieron largo tiempo sus rencillas de pueblo y familia. Todo se equivocaba esos días. Y ellos trataban de hacerlo lo mejor posible mientras esperaban a un médico que parecía haberse extraviado. Como tantos otros.

Se escuchaba otro discurso en la radio cuando sintieron que alguien golpeaba al otro lado de la puerta. Arsenio Bernal salió a abrir. La puerta dejó entrar un resplandor de luz que se filtraba por las escaleras que bajaban al patio pero desapareció al cerrarse de nuevo tras ellos. Arsenio tomó la mano del doctor y le ayudó a no tropezarse de camino al dormitorio donde Irene Martín se estremecía de muerte. Al lado del doctor, el joven Saturno Bernal encendía una pequeña linterna que acababa de robar. Todos mostraron disgusto al sentir la luz hiriendo sus pupilas. Era preferible no ver de cerca la muerte y ellos trataban de esquivarla. De todas maneras, la linterna extendió su luz por el suelo de la habitación y envió un reflejo a esas cuatro personas que velaban a la enferma. Se muere, dijo el doctor queriendo enmudecer su voz. Eso ya lo sabemos. Pero tiene que evitarlo, añadió Arsenio. Esa noche asfixiante el tiempo pesó sobre ellos como el ancla de un buque. Los minutos se

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hicieron horas y las horas días eternos en tan poco tiempo que se resistía a pasar. Saturno apretaba con fuerza la mano de Irene deseando que pasase de una vez por todas aquella noche de muerte que les aterrorizaba. Los rostros de sus compañeros estaban silenciosos.

Vieron marchar la ambulancia calle arriba y se llevaron la mano a los

labios, los tres de modo instintivo y sin ponerse de acuerdo; lanzaron un beso al aire y observaron cómo Irene Martín se escapaba de sus vidas. Ya era tarde para reflexiones, para rehacer el pasado o para reconstruir el presente. Pues el presente se desmoronaba por un barranco de guerra y muerte. Lo sabían y temían el resto de lo que les esperaba. De pie, perdiendo de vista la ambulancia ya sólo les quedaban los restos del humo espeso que escupió el tubo de escape al arrancar. Un quejido de pena que se mantenía expectante, travieso.

Arsenio Bernal fue el primero en marcharse. Recogió del suelo de la calle la camiseta ensangrentada con la que había taponado la hemorragia de Irene y que se había caído cuando la sacaron de la casa en la camilla. La tomó entre sus manos sintiéndola apelmazada, seca. La acercó hasta su cara sin importarle mancharse un poco más de lo que ya estaba y trató de encontrar en su olor restos del perfume de la chica. Pero no los había. También era tarde para recordar el pasado o alegrarse de él. Era tarde pues nada de lo que hizo con ella fue correcto. Y él lo sabía. El arrepentimiento ya era inútil, lo válido sólo era la lección que le daba la vida. Arsenio Bernal se había roto un poco por dentro. Y aunque no perdía la esperanza de volverla a ver algún día con vida, sí que había perdido por completo la posibilidad de mantener con ella un contacto más íntimo de lo que significaba la amistad. Ya era tarde para Arsenio. Demasiado tarde.

Saturno Bernal siguió a su hermano y fue el segundo en reaccionar, solo que optó por desaparecer en la dirección opuesta. Saturno era un joven sentido. Le afectaban las cosas, más aún si tenían que ver con gente a la que quería. Y aunque nunca quiso conocer del todo a Irene, sí sabía lo bastante de ella porque era capaz de hacer mínimamente feliz a Rubén. Saturno se lamentó de no haber mostrado una actitud diferente con ella. Pero no podía corregir sus impulsos. Quería demasiado a Rubén. Aunque ahora lo veía mucho más afectado de lo que nunca antes estuvo. Quizá sin ella él sería distinto. Quizá ya nunca volviera a ser el chico que fue. Puesto que una vez que la conoció, la vida ya no podía ser igual ni verse con los mismos ojos. Porque una cosa que consiguió Irene y tal vez nadie

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pudiera conseguir de igual modo, fue que ella era verdadera. Se hizo así a fuerza de sufrir y era la única con experiencia suficiente como para poder demostrar al resto que se equivocaban. Rubén siempre se dio cuenta. Desde el mismo día en que la conoció. Por eso la quiso. Muy a su modo. Pero la quiso.

Y ahí quedaba Rubén Dosaguas, abatido por la dolorosa sensación de pérdida, dolido por no saber dónde les colocaría el mundo la próxima vez que se vieran si es que llegaban a reencontrarse. Lamentó mucho no llegar a conocer nunca al niño que ella gestaba. Sin duda habría sido precioso e inteligente. Pero esa alternativa en la línea de la vida se había borrado si alguna vez existió. Ya nada tenía vuelta atrás y el humo de la ambulancia comenzaba a dispersarse en el aire. En unos segundos ya sólo le quedaría el recuerdo y vivir de recuerdos es todavía más doloroso que protagonizar los hechos que les dieron lugar, por mucho que éstos dolieran. Retrocedió vacilante en medio de la calle y no pudo evitar seguir con la vista el rumbo que la sangre de Irene había trazado en el asfalto desde que la sacaron de casa de Julia Salinas hasta que la introdujeron en la ambulancia. Manchas espesas y oscuras. Sintió la suela de su zapato que se pegaba al suelo y se disgustó de estar pisando una parte de la misma Irene. Hasta siempre Irene Martín. Y hasta pronto. Se decía a sí mismo. Pero era consciente de que sería muy complicado encontrarla de nuevo.

El impacto de unos disparos sobre la fachada de la casa le hizo reaccionar y se arrimó a uno de los lados de la calle. Muy cerca, Saturno Bernal le hacía gestos con la mano indicándole el modo de refugiarse en el mismo portal. Las ruedas de un coche chirriaban estridentes al acercarse por la calle. Un grupo de falangistas gritaba y reía en su interior. Pasaron muy cerca de donde se encontraba Rubén agazapado y dispararon en todas las direcciones tratando de alcanzar al mayor número posible de víctimas. Todos estaban condenados. Unos y otros, en aquel día de tragedia. Sintió el brazo de Saturno empujándole la espalda y le hizo caso. Corrieron calle abajo encorvados para pasar desapercibidos con las manos sobre la nuca pensando que así mitigarían un posible impacto. Varias jóvenes corrían en dirección contraria huyendo de los disparos anarquistas. Iban descalzas. Siguieron así durante un buen rato hasta que encontraron la entrada al almacén de una cafetería. Estaba cerrado con un candado pero Saturno lo forzó sin esfuerzo. Obligó a Rubén a entrar en el almacén aunque se negó en un principio y se quedaron tumbados en el suelo, jadeando y sedientos.

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Rubén no pudo articular palabra, estaba conmocionado por la pérdida del bebé de Irene.

V: Rubén y el arrepentimiento de Lucía. 1936.

Richard Keith Springford El día en que se produjo el alzamiento nacional en España, Lucía

Zagra se encontraba en Suiza. Había llegado hasta allí a comienzos del mes de julio acompañando a un galerista inglés amigo suyo, un tal Richard Keith Springford, que pretendía organizar una exposición con varias fotografías de Lucía, incluyendo las instantáneas que tomó en Turquía durante la Gran Guerra tras el fallecimiento de Pierre Dumonde, que nunca anteriormente habían sido publicadas ni expuestas debido a la crudeza que contenían. El resto de las instantáneas hacía un recorrido por todos los acontecimientos que habían marcado la vida de Lucía, quien ya contaba con cincuenta y un años, e incluían varias imágenes de su jardín en la casa del pueblo con sus dos hijos, Rosa y Rubén, siendo todavía pequeños. La fotografía más reciente que se expondría era un autorretrato que Lucía tomó en la isla de Capri, durante el verano de 1935 poco después de su última visita a la casa de Marcelo Dosaguas.

Capri, Capri. Aquel viaje marcó un punto de inflexión en la vida de Lucía Zagra desde todos sus puntos de vista. Ese año, Lucía traspasó la frontera del medio siglo y se adentró en un nuevo período de sombras cubierto de misterios. Porque se encontraba sola. Porque se encontraba lejos de su familia. Porque en muchos momentos observaba el vacío al que se iba acostumbrando lentamente. Su vida se adentraba en un territorio oscuro, como opinaban muchos de sus conocidos. Pero Lucía fue capaz de iluminarlo. Y aquella luz provino de la maravillosa Capri. Bastaron unos días para capturar la energía que desprendía el paisaje y para asimilarla a su ser en un representado alumbramiento a una nueva vida. No se trataba, sin embargo, de un autoengaño ni una pantomima para convencer a los demás de que soportaba el hecho de llevar a su espalda una enorme mochila cargada con cincuenta años de recuerdos,

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sino que Lucía se convenció de lo increíblemente maravillosa que era la existencia si se sabía disfrutar y compensar (cuando surgían momentos difíciles); y vio con total claridad que podía alcanzar instantes de felicidad plena. Se atrevió a disfrutar y se arriesgó a contemplar con detenimiento los mínimos detalles que pasan a diario a nuestro lado para percibirlos. Y entenderlos. Para disfrutar con las sorpresas.

Capri supuso también la pérdida de la infancia de su hijo Rubén. Lo contemplaba ahora mismo en varias fotografías de entonces que no se incluirían en la exposición. Una de ellas, su favorita, mostraba a Rubén en equilibrio sobre la barandilla del barco en el que recorrieron las aguas de Capri. El día estaba tan iluminado que todos los objetos deformaban sus colores propios y adquirían una tonalidad dorada. De gloria. De esplendor. Como Rubén. Delgado, de pie pero no completamente erguido sino ladeado y con los brazos separados del cuerpo para mantener el equilibrio. Enseñaba su sonrisa perfecta, sus ojos vivaces entrecerrados por la expresión de risa y su pelo revuelto por la brisa del mar. Conservaba las tonalidades castañas claras de cuando fue un niño y alguna hebra tan rubia que seguían creyendo genéticamente inexplicable. Después se oscureció pero entonces, tal y como capturaba aquella fotografía, Rubén mantenía la grata inocencia de un niño. Tras el verano, Rubén cambió. Físicamente, pero también maduró de una forma sorprendente. Se estiró y se ensanchó, se endurecieron sus facciones con la aparición de una barba bien distribuida y adquirió la voz persuasiva y rotunda que le acompañó toda su vida y que cautivó a todos aquellos que le conocieron.

Como si Capri hubiera ejercido su influjo de manera mágica en madre e hijo, ambos cambiaron y, entre ellos, se fortaleció un vínculo que se había distendido durante los siete años en que Lucía estuvo ausente de casa de Marcelo.

Capri con sus ensoñadoras playas. Capri con sus desconocidas y

dialogantes gentes. Capri con su luminosidad eterna. Lucía contempló de nuevo su autorretrato. Era una imagen en primer

plano ante la fachada de la casa que alquilaron durante aquellos días. Ella sonreía con un gesto natural y sincero. Rubén se encontraba fuera del campo visual, frente a ella, alentándola a sonreír. Y Lucía sonreía por dentro, que es la mejor de las sonrisas. A su espalda, dominaba el blanco intenso de las paredes y se distinguía un pedazo de la puerta, toda pintada

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de color malva. Malva, pensó. El color de la transición. Y sonrió comprendiendo tantas cosas.

En su rostro se adivinaban los surcos de la edad pero su belleza

permanecía inalterada pese a los innumerables acontecimientos vividos. Su espíritu continuaba indómito e imparable, aunque en los últimos años, la nostalgia asomaba en su interior obligándola a pensar más en sus hijos y culpándose a sí misma de haberlos dejado cuando más la necesitaban. Sabía que todos, incluidos los hijos de Marcelo con los que compartió diez años de su vida, eran felices y no le guardaban ningún rencor por su prolongada ausencia. De hecho, el propio carácter liberal y sin ataduras de Lucía fue el que forjó la personalidad de sus hijos haciendo de ellos la maravilla que ahora eran. Se sentía orgullosa de que su pequeño Rubén hubiera desarrollado su misma pasión por la escritura como había comprobado en los recortes que le enviaba continuamente desde Madrid y en las revistas sindicales que se publicaban en Francia, en Rusia o en Italia, en artículos firmados con su nombre.

Rubén tenía un estilo indómito, arriesgado y muy poético. En el fondo, raspando las palabras para encontrar el sentido que escondía su tinta seca sobre cualquier papel en el que tenía que plasmar sus pensamientos, todos sus escritos (al margen de los artículos periodísticos y sindicalistas en los que se limitaba a ser objetivo -si eso era posible en aquellos tiempos- y directo) destilaban un melancólico aroma de amargura. Era el sentir anaranjado y turbio. Rubén provocaba una sensación de confusión en todas las personas que lo conocían: por un lado, estaban ante el eterno romántico de alma torturada que no puede evitar sentir en sus carnes el sufrimiento ajeno, el dolor de los débiles y la soledad neblinosa de los desamparados; y por otro lado, reflejaba su ser impulsivo y vital, su personalidad hiperactiva que le obligaba a embarcarse en todos los compromisos posibles, ya fueran político sindicales, sociales, amistosos o de alguna forma reivindicativos de una posición en desigualdad. Era una persona sana, curtida en su inexperiencia, siempre sonriente y combatiente, aunque sus ojos siempre rezumasen el líquido móvil del desconsuelo. En el fondo, Rubén Dosaguas era un sencillo idealista, un joven con irreflexiva iniciativa, un escritor inquieto que escribía desde las entrañas. Era el poeta y cronista, el dulce y el crudo. Y una persona tan absolutamente deslumbrante como lo fue en otro tiempo Pierre Dumonde.

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Lucía lo pensaba, de vez en cuando. Al escucharle hablar meciendo las palabras; al verle sonreír sólo con la comisura de los labios; al verle priorizar una amistad incondicional en sacrificio de su propia persona o de sus mismos deseos; al verse ella deslumbrada en su insensata brillantez, teniendo en cuenta que tan solo tenía dieciséis años.

Pero su hijo pertenecía al presente, como las palabras en el momento de pronunciarse, como las estrellas al caer fugaces sobre la tierra, o como el beso. Cosas que aunque pueden retenerse en el recuerdo se han de experimentar en el instante en que se producen, con toda su bella intensidad.

Su niñita, Rosa, no había mostrado ninguna de sus pasiones, ni por la

pintura ni por la fotografía, pero la deseaba más que a su propio ser, la quería como nunca había querido a nadie en ese mundo y sabía que estaba creciendo fuerte, forjando su carácter con el trabajo en la vaquería y desarrollando sus propias ideas, aunque en muchas ocasiones chocaran con las de Marcelo. Lucía creía en Rosa. Profundamente. Sabía que no era como ella, que nunca sería una mujer de ciudad, ni una mujer de mundo, que no buscaba capturar la belleza de las cosas (como Lucía al escribir o fotografiar) sino sólo sentirla. Y sabía que Rosa era el ser más dulce que nunca había existido; era sencilla, sin pretensiones, con el único deseo de mejorar las cosas y de hacer feliz a la gente. Principalmente a su familia. Lucía estaba convencida de que si alguien, algún día, era capaz de mitigar la personalidad de Marcelo Dosaguas esa sería sin duda su hija Rosa. Porque respetaba sus ideas equivocadas sin compartirlas y, al ser carne de su carne, lograba lo que ningún ser ajeno a él había logrado nunca: enseñarle la cara contraria de las cosas, la que para él hasta entonces no podía existir, porque sólo su visión era posible.

Se dio cuenta de que ansiaba verlos, tocarlos, estar más tiempo con

ellos, y fue entonces, contemplando aquella fotografía, cuando Lucía Zagra se dio cuenta de que se estaba haciendo vieja y que la libertad que la impulsaba a recorrer prácticamente todo el mundo en sus continuos viajes se estaba transformando en simple soledad.

El galerista Richard Keith Springford viajaba siempre con su esposa

Riga, una mujerona educada pero brutal en las palabras que no se separaba ni un instante del marido. Ella, al dedicarse a la composición musical no necesitaba un espacio físico en el que trabajar, salvo para sus

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conciertos; pero en esos casos Richard Keith la acompañaba sin excusa. Riga aborrecía la infidelidad y, consciente de que tenía un marido apuesto, elegante y rico (que en el pasado había pertenecido a varias mujeres al mismo tiempo), seguía cada uno de sus pasos para controlarlo y ahuyentar a posibles admiradoras al ritmo de berridos y salidas de tono. Lucía había mantenido un romance con Richard Keith años atrás pero, en ese momento de su vida, anteponía la trayectoria profesional a cualquier otra cosa; pese a ello, debido a la libertad física e intelectual que defendía y a su firme idea de que el ser humano es capaz de obrar consecuentemente con sus actos sin necesidad de ser vigilado por terceros, siempre chocó con Riga, quien la veía como una antigua amenaza para su matrimonio. Lucía no consintió que Riga se entrometiese entre ella y Richard Keith en lo referente a la organización de la exposición fotográfica, pese a que tenían que pasar reunidos bastantes horas del día para concretar las instantáneas, la colocación de los marcos, la galería, la limitación de las visitas, etc. No soportaba la presencia vigilante de la mujer como una sombra detrás de sus pasos; lo dejó bien claro desde el primer día en que los tres se reencontraron, pero Riga sabía que su marido era débil y no consentiría otro engaño. Sin embargo, la noticia del alzamiento les perturbó a todos por igual y les cogió por sorpresa.

Lucía Zagra, el galerista Richard Keith Springford y su esposa Riga se alojaban en un pequeño hotel en Burgdorf, cerca de Berna, con varios amigos, entre ellos dos españoles. Pasaban reunidos la mayor parte del tiempo, conversando en español en el salón que acondicionaron para ellos. Era una sala amplia con grandes cristaleras que daban a la calle y que comunicaba con una de las estancias más grandes del hotel, la sala de reuniones, que había sido remodelada para acoger al prestigioso galerista inglés, íntimo amigo de los dueños. En dicha sala de reuniones, colocaron una mesa ovalada de tres metros de ancho por la parte más larga, así como varios expositores con un ángulo de 45 grados sobre los que colocaban los cientos de fotografías sobre las que iban a montar la exposición. Allí, Lucía y Richard pasaban la mayor parte del día escogiendo instantáneas, ordenándolas, desechándolas y eligiéndolas de nuevo, siempre vigilados muy de cerca a través de la puerta de cristal que separaba las dos estancias por la omnipresente Riga y sus sospechas.

En el salón contiguo, los dos españoles: Lucio Frouxeira y Amancio Sacramenia, y los demás amigos que iban llegando, pasaban el tiempo jugando a las cartas, fumando y bebiendo. Para que no se aburrieran, la

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dirección del hotel contrató, exclusivamente para ellos, a un cuarteto de músicos procedentes de los EEUU de gira por toda Europa que interpretaban piezas de jazz y de swing hasta altas horas de la madrugada, atrayendo a otros huéspedes del hotel ajenos al grupo y que se unían a ellos extasiados ante tanta diversión. En ocasiones, cuando Lucía y Richard Keith terminaban el trabajo con las fotografías y pasaban al salón contiguo, el humo de los cigarrillos era tan denso que hacía lagrimear los ojos.

Las noticias del alzamiento militar llegaron días después de haberse

producido, cuando todos los noticiarios europeos alertaban de la amenaza del fascismo que avanzaba por tierras españolas en una verdadera guerra de exterminio. Como cada mañana, desayunaron bajo las pérgolas del jardín del hotel, compartiendo palabras en las mesas de seis y ocho personas, donde después leían la prensa internacional que se les distribuía a petición previa. Se enteraron a través de un periódico británico que cubría la primera plana con la noticia de la guerra. Amancio Sacramenia pidió a todos que se acercaran a leer lo que tenía ante sus ojos; enmudecieron. El resto de los huéspedes, acostumbrado a ver a ese reducido grupo de amigos en un alboroto excesivo y continuado, en un diálogo interminable y sin apenas pausas, en un griterío excéntrico que acompañaba al baile, se quedaron extrañados ante tal silencio y, levantándose de sus mesas, se acercaron hasta ellos colocándose en círculo a sus espaldas tratando de averiguar el motivo por el que enmudecían. Uno de los huéspedes, que asistía cada noche a las fiestas del salón privado junto con su joven novia francesa, contempló extrañado las caras de espanto de Lucía y de los dos españoles. Mantenían la boca abierta con los ojos temblando, contagiando con su gesto a los presentes. En unos minutos, la noticia del alzamiento y el comienzo de la guerra en España se extendió entre las mesas. Algunos se quedaron de pie entre las sillas, murmurando en corrillos; otros se preguntaban por la localización exacta de España; y Riga Springford continuaba empapando bollitos suizos en su café con leche, despreocupada por un conflicto que en nada le afectaba.

En las horas que siguieron, Lucía, los dos españoles, varias personas que se acercaron definitivamente hasta ellos y Richard Keith, colocaron las sillas en círculo sobre el césped del jardín, alejados de las mesas del desayuno, y debatieron sobre la noticia. El sol caía con fuerza calentando sus rostros pero estaban demasiado conmocionados como para sentirlo.

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Aunque Lucía lo pensó desde el instante en que leyó la noticia, fueron Lucio Frouxeira y Amancio Sacramenia los que plantearon la posibilidad de regresar a su país. Enseguida se armó un revuelo encontrado en torno a las palabras. Ellos eran comunistas y Lucía socialista y firme defensora del gobierno republicano, posturas enfrentadas con los acontecimientos fascistas que se desarrollaban en su país. Si regresaban tendría que ser para luchar, puesto que no podía ser de otro modo y, en ese caso, sus vidas correrían un innecesario peligro. Alguien comentó que era preferible permanecer en el extranjero y apoyar armamentísticamente a sus compatriotas, ya que su presencia en España no serviría más que para entorpecer, puesto que no eran hombres de lucha ni de afrentas. Pero después de varias horas conversando, nadie tuvo demasiado claro lo que debían hacer y, de nuevo, guardaron silencio. Durante toda la mañana, Riga Springford paseó por detrás de Lucía caminando en círculo. Al hacerlo, golpeaba un abanico de puntillas (que siempre llevaba consigo) contra una de sus piernas, consciente de que aquel sonido repetitivo desquiciaba a Lucía. Ante tanta solemnidad en el rostro de los presentes, Riga contuvo su exultada sonrisa, pero vio cada vez más cercana la marcha de Lucía Zagra.

Ninguno de los españoles comió aquel día y, al llegar la tarde, en uno

de los pasillos que conducían a las habitaciones, Lucía le comentó a Richard Keith la necesidad de ponerse en contacto con su familia y reunirse con ellos aunque fuera para luchar. El galerista, recordando los tiempos que pasaron juntos, trató de alejarla de aquella idea absurda y arriesgada con la que no conseguiría nada, excepto la desgracia. Ella le recordó que ya había presenciado varias guerras en su vida y que no podía estar ausente en la que más la implicaba. Además estaba su familia, sus hijos. Tenía que marchar. Cuando Richard Keith la abrazó, su mujer Riga hizo acto de presencia desde uno de los rincones del pasillo, donde había escuchado toda la conversación. Riga, con su mirada malvada de felino salvaje, defendió la postura de Lucía, más con la pretensión de que ella desapareciera de allí que por estar de acuerdo con lo que decía. Los movimientos de ojos de Riga, de izquierda a derecha como si controlara cada movimiento y cada pensamiento, le otorgaban un aspecto sibilino y malévolo, como una bruja observando el interior de su bola de cristal satisfecha pos conocer de antemano cada uno de los pasos que iban a seguir los demás. Lucía se excusó y bajó a la recepción del Hotel. Aguardaba el aviso de la conferencia solicitada con España. La

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comunicación tardaba en establecerse pero, finalmente, le dijeron que era imposible realizar la llamada. Lucía trataba de contactar con el domicilio de Juan Lisia, la única casa en todo el pueblo que había instalado una línea telefónica pero, al aparecer, las líneas habían sido cortadas desde hacía dos días. Intentó una nueva llamada, esta vez a la ciudad, a la casa de sus padres pero, de nuevo, la comunicación fue infructuosa. Lucía soltó el auricular del teléfono como si le hubieran comunicado la peor de las noticias, miró con desánimo al recepcionista sin entender lo que éste le preguntaba, y se escondió en la habitación. Allí, con una copa en la mano, trató de pensar. Los cubitos de hielo tintineaban en el cristal una melodía aterradora.

Esa noche, momentos antes de la cena, Lucía encontró vacía su

privada sala de fiestas. Buscó a sus amigos en el hall del hotel. Richard Keith, apoyado en el mostrador de la recepción, fingía estar preocupado pero se mantenía impasible, afirmando que aquél era un conflicto recién nacido y que debían de esperar el curso de los acontecimientos en los días siguientes antes de precipitarse con una u otra decisión. La calma era lo primordial en ese instante y la rutina diaria una buena forma de aliviar la turbulencia de la mente. Como Lucía pensó, a Richard Keith le importaba más el dinero invertido en la exposición que un conflicto lejano al que nada le unía, excepto la defensa a una ideología izquierdista que se veía lentamente amenazada, aunque esa no fuera razón suficiente para alterar sus planes y negocios. Aunque la malintencionada influencia de Riga sobre su marido justificaba, más que el dinero, su actitud despreocupada. Lucía se limitó a informarles de que saldría de Burgdorf en cuanto pudiera. Los españoles Lucio Frouxeira y Amancio Sacramenia le mostraron su apoyo pero decidieron esperar. Lucía Zagra regresó a la habitación sin probar bocado y se encerró en su cuarto, rodeada por decenas de fotos de la casa de Marcelo. Las colocó en posición vertical para contemplarlas desde cualquier ángulo, tratando de reconstruir el jardín con el roble en el centro, las margaritas y las flores silvestres junto a la tapia, la piscina embaldosada, las escaleras que conducían a la planta superior.

Observando los rincones del pasado, Lucía bebió y bebió sin pensar en nada más. Necesitaba perderse. Nuevamente, tenía que huir.

Varias lágrimas transformaron la nitidez de las fotografías

distorsionando sus contornos. Los rostros de sus hijos, los de Darío y

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Jaime, los de los miembros del grupo literario del jardín, todos se nublaron bajo sus ojos. Como el movimiento del alcohol al deslizarse por los lados del vaso. Por un instante, la luz de la habitación perdió intensidad. Fue el tiempo que duró un pestañeo pero lo suficiente para hacerla recordar y transportarla a otras épocas, a otras dimensiones. Recordó las bombillas del campamento en Gallípoli que, desnudas, colgando de los techos de lona de las tiendas, morían y revivían tras cada bombardeo. Y Londres. Aquella noche en Londres.

Cuando Lucía entró en el salón principal del Hotel Internacional de

Londres, la noche del 21 de diciembre de 1915, creyó desmayarse. Pensó que perdía la consciencia pero no fue más que un engaño visual provocado por una bajada en la línea de tensión que iluminaba el Hotel. Los centenares de bombillas ovaladas que recorrían las amplias paredes del salón, escondidas en el interior de pequeñas tulipas de cristal opaco, como perlas sobre una concha de nácar, emitían un resplandor dulzón color melocotón que confería a la estancia un clima de ensoñación atemporal. Su intensidad arrogante símbolo de la opulencia que exigían los inquilinos del Hotel palideció brevemente durante unos segundos, acompañada por un zumbido similar al que emiten las luciérnagas y aquel centenar de luces se interrumpió en un entrecortado parpadeo que provocó en Lucía una sensación de caída. Como ella, el resto de parejas que bailaban en la pista, justo en el centro del enorme salón, entre las mesas y la orquesta, se detuvieron y buscaron unos en las miradas de los otros una explicación que mitigara la pequeña turbación de su universo de gloria. La banda de música reanudó la canción “Midnight the stars and you” en cuanto la luz recobró su equilibrio y las parejas continuaron girando ajenas al pequeño imprevisto del mismo modo egoísta con el que pretendían ignorar el curso de la guerra. Bajo los arcos de madera, cortinados con sedas sujetas entre sí por una cadena de perlas de cristal y abalorios de ámbar y turquesa, que recorrían de parte a parte toda la puerta de entrada al salón, Lucía se sintió abrumada. Tan solo un día la separaba de la guerra, del barro, de Gallípoli. Tan solo un día separaba la locura de la cordura, la vida de la muerte y la derrota. Y aunque pudiera resultar contradictorio, e incluso brutal, ella añoraba la protección de su reducto de guerra, el ambiente de compañeros unidos separados apenas por la distancia de medio abrazo, atrincherados entre zanjas, amontonados en las tiendas; el resuello compartido con el olor a miedo de sus cuerpos.

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Allí, cerca de las aguas del Támesis londinense, Lucía se ahogaba ante tanto espacio sin compartir, deshabitado de rostros cercanos.

Por eso entró en el salón de forma discreta, eludiendo en sus pasos el contacto con esa realidad que todavía la hería, que la violentaba como si no tuviera derecho a disfrutarlo. Permaneció en el sitio, cerca de las primeras mesas, sujetando el bolso de mano (el que ni siquiera recordaba que tenía y que llevaba vacío salvo por la llave del Hotel) hasta que su editor la rescató del medio del salón. Se retiraron a una mesa, la más apartada de la orquesta, y se sentaron. Su editor, John Highworth, con el paso de los años y la superación de las crisis económicas, dejó de ser un hombre orondo. Sus carnes se volvieron fláccidas y débiles, volubles como su carácter que rozaba lo pusilánime, escudado tras una expresión agria de soberbia mal forzada. No por ello perdió nunca su magistral capacidad para hacer dinero, su rapidez a la hora de descubrir los negocios o su olfato de sabueso para detectar una señal de alerta económica. John Highworth abordó el tema de la manera más rotunda y directa que supo mostrar pero no pudo evitar esconder la vista entre los objetos del mantel, consciente de que la fuerza de aquella mujer podía desarmarlo. Sin exteriorizarlo, John Highworth tembló al comunicar a Lucía su negativa a la publicación de su trabajo en el frente. Discutieron durante horas distanciados del talante despreocupado de quienes bailaban. Lucía defendió cada una de las fotografías conseguidas, las suyas y las de Pierre antes que ella, los retratos desgarradores de la muerte, las voces olvidadas de los olvidados. De sobra sabía John Highworth el esfuerzo sobrehumano que había supuesto aquel trabajo. Más allá de la futilidad que suponía el riesgo de su vida, Lucía luchó por difundir a la humanidad una verdad demasiado cruel que los medios de comunicación moldeaban a su antojo, al dictado de la demanda. Lucía no tuvo más que mirar a su alrededor para entenderlo. La demanda se encontraba bailando en ese mismo salón del Hotel. Sus rostros descansaban sobre los hombros, las cinturas ceñidas, vivían una realidad imposible. La que buscaban y la que les ofrecía el mercado periodístico. Con una sonrisa amable. Que no era más que una cortina de humo tan amplia como la que recorrió el cielo turco y que nublaba los ojos ingenuos de la gente. Una vez comprendió la certeza de que su sueño de rescatar a Pierre de la muerte a través de la fuerza de las imágenes jamás se realizaría, Lucía no opuso más resistencia. Y lo malo es que ya lo esperaba.

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Sintió la misma impotencia que en el frente al ver morir a sus amigos y compañeros, la misma contención reprimida que le negaba las lágrimas y que más que desatar la ira le provocaba un profundo desánimo. Pensó que nada había merecido la pena y le dolió. Más aún le dañó la imagen recurrente de Pierre con el objetivo siempre preparado, con la sonrisa perpetua, porque parecía que de nada había servido su esfuerzo ni su sacrificio. Entre las palabras de su editor, arrastradas de forma empalagosa como si se pronunciaran a la vez que se comía melaza, la música de la banda se desvanecía atrayendo a Lucía a un recuerdo imaginario. Jamás vio a Pierre fuera del campo de batalla y, sin embargo, lo veía tan nítidamente vestido con un impecable traje blanco, con el cabello rubio revuelto, acercándose a ella como un dulce susurro hasta que sus pestañas se unían, casi sin apreciar las distancias. Lucía lo imaginó entrando en ese mismo salón. Todo el mundo se desvanecía excepto la orquesta. Bajo la luz almibarada de las bombillas Lucía y Pierre bailaban. Aunque era mentira.

Aburrida de escuchar las palabras vanas del editor, Lucía dejo caer la servilleta y se levantó de la mesa. Se retiró a la habitación. Esa noche, la imagen imponente de Pierre Dumonde la persiguió en sueños, obligándola a recordar aun a su pesar. Dormida, soñaba que cerraba los ojos. Para no verlo. Pero no lo consiguió.

Hasta que localizaron un coche que la llevase desde Burgdorf hasta

Berna, Lucía pasó los días asintiendo a todas las indicaciones que Richard Keith Springford le hizo acerca de cómo debía organizarse y desarrollar la exposición para, posteriormente, trasladarla a otras ciudades importantes en Inglaterra, Francia, Italia o EEUU; mientras, pasó las noches escondiéndose de los demás para llorar y beber en la soledad del dormitorio. En sus silencios y en los espacios vacíos e impersonales de la habitación, Lucía acumuló tantas imágenes pasadas que creyó poder formar un enorme collage mental mucho más interesante que las fotos que contendría la exposición. El temor había despertado sus neuronas y provocaba que se estrellasen en su pensamiento lejanos recuerdos de su familia. Pensó que se encontrarían unidos y a salvo en el pueblo, protegidos en la casa o en la vaquería. Había leído que, aunque más encarnizados, los acontecimientos eran más esporádicos en los pueblos que en las capitales, pero no podía evitar sentir mil escalofríos teniendo en cuenta la clara ideología izquierdista de todos los Dosaguas. Por el contrario, en las grandes ciudades y en la capital, Madrid, la situación era

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completamente distinta y los altercados se sucedían imparablemente y estaban a punto de rebasar cualquier límite. En Madrid, Rubén se encontraba solo y, quizá, perdido. Tampoco había podido comunicarse con él en la Residencia de Estudiantes ni había localizado a ninguna de sus amigas activistas que pudieran buscarle. Parecía que España entera hubiera desaparecido del planeta. Y ella se encontraba desesperada ante la incertidumbre. Como nadie podía oírla se limitaba a pensar en todos ellos creyendo que así tal vez les llegasen sus vibraciones. Por eso, Lucía pensó en el apartamento vacío de Julia Salinas. Era aquel pequeño apartamento con vistas al parque en el que Lucía se alojó con la propia Julia Salinas y con Laia Sanahuja en sus años de activismo feminista en Madrid. Rubén conocía de sobras la dirección por haberla acompañado a visitar a sus amigas y por las reuniones a las que él asistió, retirado tras los sillones, escuchando las propuestas, la distribución de tareas o el reparto de octavillas. En aquellos días, Rubén se sentía como un colaborador secreto, como un agente que actúa en silencio, que observa y aparece justo en el momento preciso en el que peligra la integridad de uno de los miembros. Lo veía como un divertido juego de política a la que estaba tan acostumbrado.

Julia Salinas y Laia Sanahuja abandonaron el piso poco después de que marchara Lucía. Laia viajó a Moscú a colaborar con el Partido Comunista y Julia se fue a vivir con una hija que acababa de enviudar en Salamanca. En palabras de Julia Salinas, dirigidas por carta a Lucía, era el momento de partir en busca de nuevos horizontes. Lo escribía afligida, consciente de que a partir de entonces su vida no estaría tan vinculada a la causa. Cubrió todos los muebles con telas y viejas sábanas y atrancó las ventanas. Como Lucía supuso, Julia no reparó en recoger la llave de emergencia que escondían bajo una de las piedras del parque, la segunda de mayor tamaño al lado de la fuente. La guardaban allí por si alguna de las tres olvidaba la suya en el interior de la casa cuando tuvieran que entrar para trabajar u organizar una reunión. Rubén conocía el lugar exacto en el que se escondían la llave y, al quedar el piso vacío, Lucía le aconsejó que, en caso de emergencia, utilizara la casa de su amiga.

Medio durmiendo medio llorando, Lucía Zagra imaginó a su hijo corriendo por el centro de Madrid en dirección a la casa de Julia Salinas, donde podría esconderse. Sentía su preocupación pero, pese a ello, distinguía su entereza para calmar a las personas que huían con él. Tan solo era su imaginación. Por eso Lucía no pudo saber que aquello estaba ocurriendo realmente.

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Por más que lo intentó, no pudo sofocar las penas en la bebida y entró

en un profundo pozo de angustia al pensar en las situaciones contradictorias que habían definido su vida. Por un lado, en la ciudad estaban sus padres pertenecientes a la emergente burguesía de principios de siglo que se habían abierto un hueco importante en la vida monárquica de la Corte de Alfonso XIII. Y que ahora permanecían, como el resto de los conservadores, aguardando en la sombra y deseando su resurgimiento con el avance del fascismo. Ella misma se había beneficiado de ese ambiente burgués para llegar hasta donde estaba, pero sus ideas liberales y republicanas la separaban violentamente de sus padres, y ello a pesar de gozar de una posición económica nada proletaria. Marcelo Dosaguas, pese a sus aires de grandeza y sus funestos intentos de alcanzar el reconocimiento y la amistad de los terratenientes que dominaban medio pueblo, no era más que el propietario de una vaquería venida a menos donde trabajaban sus hijos. Y su pequeño Rubén, quién sabía lo que le aguardaba en Madrid después de que su nombre trascendiera en determinados círculos políticos al firmar artículos en periódicos sindicales y liberales de difusión internacional.

Lucía tenía que actuar. Lo tuvo claro desde el primer momento. Pero no podía luchar contra los elementos que la retenían allí. Mucho tiempo después, cuando ya nada tuvo sentido (o simplemente dejó de tener importancia), Lucía recordó aquellos primeros momentos en los días que siguieron al alzamiento y todo lo que sucedió después. Se preguntó qué ocasionó la demora. Qué ralentizó su marcha de Burgdorf una y otra vez. Y, como no encontró respuesta, se le antojó pensar en el inmenso bosque circular. Y la fuerza de sus aguas saladas que giraban ocultas.

Los inconfundibles gritos gallegos de Lucio Frouxeira la despertaron

una mañana. Él golpeó a la puerta con excitación y ella salió a abrirle con el cuerpo revuelto y los ojos inflamados. La besó y la zarandeó, rebuscó algo de ropa limpia en los cajones del armario y la empujó al interior del cuarto de baño. Estaba tan entusiasmado que no se dio cuenta de que le hablaba en gallego y a una velocidad tal que ella no pudo comprender lo que le decía. Aún desconcertada, no se molestó, pues Lucio le sonreía tan sinceramente que no podía ser otra cosa que el coche que había llegado a recogerla. Y así era. Aquella mañana el día salió claro y muchos de quienes se hospedaban en el hotel se acercaron a la habitación de Lucía,

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amontonándose en el pasillo sin dejar paso, para despedirla y desearle suerte en el viaje.

En cierto modo, Lucía sintió que todos aquellos momentos que había sacrificado lejos de su familia para satisfacer sus impulsos de creatividad, podía recuperarlos redimiéndose y volviendo al hogar, sacrificándose para reencontrarse con unos hijos que aún la necesitaban. Por primera vez en toda su vida, Lucía se sentía avergonzada aunque esperanzada con un objetivo. Bajó a la sala de reuniones y buscó varias fotografías de sus hijos entre las que preparaban para la exposición. Las sacó de los marcos de cristal y les arrancó la cartulina negra que servía de fondo, a pesar de los gritos de Richard Keith tratando de impedírselo. Recogió las fotos entre sus cosas y, con todo el equipaje dispuesto, salió al jardín a esperar la salida del coche.

De entre la gente que se agolpaba a la entrada del hotel, vio salir por

la puerta de cristal a Amancio Sacramenia, vestido con un planchado traje de pana marrón y sosteniendo una pequeña maleta de piel debajo del brazo. Lucía cayó en la cuenta de que no se había despedido de él y, al acercarse, comprendió que aquello no era una despedida. Amancio, con su voz de tango le dijo: ¿Dejas que sea tu compañero de viaje?, y ella se aferró a su costado apretándole tan fuerte que le obligó a soltar la maleta.

Riga Springford, como una víbora enroscada al brazo de su marido el galerista, sonrió satisfecha al ver a Lucía partir en un coche negro cargado de maletas en dirección a Berna. La despidió con un movimiento de mano como el que utiliza la clase alta para fingir un aprecio inexistente. Y desapareció de su vida.

André Malraux Lucía Zagra y Amancio Sacramenia llegaron a Berna cantando a vivo

pulmón. No eran más que canciones de moda y algún tango de Gardel, desentonadas y entrecortadas, pero ellos se sintieron felices de alcanzar una meta en su largo recorrido. El automóvil los condujo al aeropuerto y se despidieron amablemente del conductor. Mientras Lucía vigilaba las maletas, Amancio se dirigió a un enorme mostrador coronado por un cartel que indicaba “Salidas internacionales” y pidió información de cualquier vuelo a Madrid. Un señor muy educado, vestido con un

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elegante traje azul, le comunicó que era totalmente imposible volar a Madrid, o a cualquier capital española. Según le explicó, el conflicto armado había provocado el cierre del espacio aéreo para sus aerolíneas y era imposible volar hasta España de no tratarse de un vuelo militar autorizado. Como era una situación que, en ningún modo, habían previsto, Amancio mostró su disgusto y volvió al lado de Lucía sin saber qué hacer. A ella le cambió la expresión por completo, como si acabaran de darle la noticia de un fallecimiento. Se quedó pálida pero, inmediatamente se puso a pensar. Dieron vueltas alrededor de las maletas y, al fin, Lucía dijo habrá vuelos a París, ¿no?; pues iremos a París y después conseguiremos un coche que nos lleve a la frontera. Amancio sonrió aliviado.

Esperaron cuatro horas a que despegara su vuelo y, a media noche, aterrizaron en el aeropuerto de París. Allí les estaba esperando Romina Crosnier una cantante de cincuenta y cinco años a la que Lucía telefoneó desde Berna. Como era bastante tarde, la acompañaba su hijo Etienne. Romina Crosnier era una vieja amiga de Lucía. Cantaba como soprano en las mejores óperas de Francia e Italia, coleccionaba pequeñas mariposas disecadas y manteles de ganchillo, que ella misma intentaba coser. Comenzó colaborando con la liga femenina en defensa del aborto en 1930; fue una pieza fundamental en el famoso juicio del maltratador Bertran Loudéac (en el que intervino como testigo de la defensa), un asunto bastante turbio en el que una joven francesa, integrante de la liga femenina, estuvo a punto de perder la vida por las palizas continuas que le propinaba el marido, propietario de la casa contigua de Romina. Conoció a Lucía en las reuniones de la liga femenina y, con el tiempo, llegaron a intimar hasta el punto de considerarse casi como hermanas. Lucía besó a Etienne con entusiasmo. Lo conocía bien porque había intervenido como abogado en varios procesos judiciales promovidos por la liga femenina y, claro está, por la amistad que la unía a su madre.

Etienne condujo el coche hasta la casa que Lucía tenía en el centro de París y ayudaron a que Amancio se instalara en el cuarto de invitados. A las tres de la mañana, decidieron darse un descanso e interrumpir la conversación hasta el día siguiente. Según le contó Etienne, conocía a unas personas que podrían darles información de la situación en España y de la forma de llegar a Madrid. Convinieron verse temprano y se despidieron.

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Esa noche, Amancio Sacramenia durmió a pierna suelta, agotado por el viaje y esperanzado por encontrar pronto a su familia. Lucía, por el contrario, no consiguió pegar ojo. La excitación del encuentro con Romina y las buenas noticias de Etienne la mantuvieron despierta sin cesar de dar vueltas sobre sí misma. Deshizo y rehizo la cama varias veces. Y pensó mucho en las noticias que publicaban los diarios sobre la difícil situación que se vivía en Madrid. Era el 25 de julio de 1936.

La mañana se introdujo en la habitación de Lucía en forma de débiles

rayos que atravesaban el cuarto. Se vistió con lo primero que sacó de la maleta y se acercó al dormitorio de invitados. Amancio continuaba durmiendo, de modo que le escribió unas líneas para cuando despertara indicándole que marchaba a visitar a Etienne y que podía desayunar en el café que había frente a la casa. El despacho de Etienne se encontraba en silencio. Sus compañeros habían marchado a los tribunales y él ordenaba unos papeles con ayuda de su secretaria. Se saludaron de nuevo y la secretaria les dejó solos. El rostro de Etienne estaba serio. Lucía no lo recordaba tanto pero no trató de averiguar los motivos. Tal y como marchaban las cosas, la situación en España se complicaba cada día. Las fronteras tomadas por el bando nacional estaban estrechamente vigiladas y se investigaba a la gente antes de permitirles la entrada. Lucía era activista desde hacía años. Feminista, socialista, votante del Frente Popular. Escritora, pintora, fotógrafa. Un elemento incómodo. Si pudiera conseguir una acreditación de prensa eso le facilitaría las cosas, en cierto modo. Pero una vez dentro, podría ocurrir cualquier cosa. Mantuvieron silencio. No tendría problema para conseguir una acreditación de prensa, le dijo. Lo difícil era cruzar la frontera y contar con personas que pudieran ponerla en contacto con su hijo. Etienne reflexionó unos momentos. Abrió uno de los cajones de su escritorio y le entregó un papel doblado en tres pliegues. Ella lo abrió. Claude Leaud, Rue des mouchoirs, Châtellerault, Francia.

Romina Crosnier la esperaba a la puerta del restaurante. Entraron y se

sentaron en una de las mesas para dos que había en el lado derecho. Pidieron vino rosado para acompañar la comida. Romina parecía cansada y apenas sí habló. Sabía poco de las viejas amigas y el trabajo en la ópera iba tan bien que apenas le dejaba tiempo libre. Esa misma tarde, después de comer, tenía que ir a los ensayos y parecía apresurarlo todo. Lucía la encontró distinta, como a Etienne, y pensó que quizá atravesaban algún

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problema de tipo familiar. Cuando llegaron los postres, se dio cuenta de que estaban hablando de banalidades como el tiempo o el precio de las localidades de la ópera. Entonces, las dos callaron de repente y se hizo un silencio muy incómodo. Romina quiso esquivarlo y le preguntó si la conversación con su hijo Etienne le había servido de ayuda. Lucía le explicó que le había facilitado una dirección. Por lo poco que le comentó Etienne, se trataba de un anciano que vivía en una ciudad del centro de Francia. Ya estaba retirado pero tenía un puesto de fruta. Y buenos contactos. Poco más le pudo explicar. Lo siguiente que se disponía a hacer antes de marchar en dirección a Orleans era conseguir una acreditación de prensa. Romina le sonrió y, de nuevo, quedó en silencio. Lucía se dio cuenta de que su amiga trataba de demorar algo lo más posible pero se agotaba el tiempo, los cafés ya estaban sobre la mesa y tenía que marchar a los ensayos. Lucía la observó tomar aire y rebuscar en el bolso. La cantante extrajo una carta con manos temblorosas. En el destinatario figuraba la dirección de Lucía pero no aparecía el remitente. Romina se encargaba de retirar la correspondencia del buzón de Lucía cuando ésta se encontraba fuera de París y le enviaba por correo todo lo que fuera importante. Al cogerla entre sus manos, Lucía reconoció la letra de su hijo Rubén. La abrí. Al llegar sin remite pensé que podía ser algo urgente, dijo Romina, y añadió que había llegado unos días antes de que Lucía aterrizase desde Berna. Romina le acarició la mano, le dio un beso en la mejilla y salió del restaurante.

Lucía se quedó sola con su hijo, temblando de miedo por las palabras que iba a leer.

“Madrid, 17 de julio de 1936. Querida mamá, te escribo estas líneas

desde la azotea de la Universidad. He venido hasta aquí porque es el único sitio que se encuentra vacío esta noche en toda la ciudad y he querido evitar que mis compañeros me vieran. A esta hora ya no es un secreto y nada se puede evitar, pero creo que es más seguro si te envío esta carta asegurándome de que nadie sepa que soy yo quien la escribe. Y cuidando que llegue a su destino, a tus manos. La noticia se ha extendido como la pólvora mamá, y, como siempre me has enseñado, hay que ser cautos en los momentos de peligro. Sabes que estoy tranquilo, que puedo cuidarme. Pero tengo miedo. Esta noche tengo miedo. Porque todos corren como locos y planean, y hablan. Se esconden para salir mañana a la calle con fuerzas. Si todo cambia mamá, si ocurre lo que esperamos, será difícil vernos pronto, como planeábamos. Tengo un

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amigo, Florencio Manca, que marcha esta noche de Madrid hacia París. Búscalo, su padre trabaja de camillero en un hospital. Cuando lo encuentres, te dará unas cosas que he de proteger. No estaría seguro si las dejara aquí en Madrid, y no las puedo destruir. Guárdalas bien, mamá, ya sabes lo mucho que me importan. Estos días te echo mucho más de menos. No imaginas cuánto. Deseaba que llegase el verano para estar contigo en Suiza y ahora… ahora todo se desmorona. Mañana me uniré a un grupo de republicanos amigos. Quieren tomar parte. Y yo debo hacerlo mamá. Por eso no quiero que te preocupes, quiero que estés tranquila, me cuidaré tanto como me has enseñado y te seguiré escribiendo. Aunque no sé si las cartas llegarán a su destino. Pero si no llegan, te mandaré pensamientos. Y escucharé los tuyos. No sufras mamá. Puedo cuidarme. Por eso te suplico que no hagas locuras. Si estás leyendo esta carta significa que habrás abandonado Burgdorf. Bueno, pero no vengas a Madrid. Prométemelo. Rosa está ya de seis meses y necesitará mucha más ayuda que yo ahora que papá está mal y no cuentan con Darío. Están bien, pude hablar con ellos hace unos días, pero si decides volver hazlo al pueblo. Te quiero mamá. P.D. No sé cuándo leerás esta carta, ni aun si llegará a su destino, pero la mando a la casa de París porque no tengo la dirección de Burgdorf. Cuídate.”.

Lucía dobló la carta de nuevo y se llevó las manos a la cabeza

tratando de recapacitar. Lo veía todo confuso, fastidioso. ¿Cómo se puede obedecer a la cabeza cuando el corazón te pide otra cosa? Claro que pensaba en Rosa, pero ella estaba con su marido, con su padre y su hermano. No tenían problema. Pero Rubén no; Rubén se encontraba absolutamente solo. Y en peligro. Pero tampoco podía defraudarle. Aquella carta, todavía entre sus manos, suponía un fuerte mazazo a la voluntad de Lucía. Si tenía que encontrar al amigo de su hijo no podría salir al día siguiente hacia Châtellerault… pero tampoco podía poner en peligro los escritos de Rubén. Se levantó a disgusto y marchó sin saber a dónde dirigirse. Caminó durante una manzana, miró hacia atrás y se detuvo. Se dio cuenta de que andaba sin rumbo, sin saber qué hacer. Giró a su derecha y distinguió el letrero de la entrada del Hospital de Nuestra Señora.

Al día siguiente, Amancio Sacramenia partió en dirección a España.

Como era comunista, no le resultó difícil dar con la sede del Profintern (la sección europea de la organización sindical comunista) en París. Allí,

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un grupo de camaradas le alentó por su interés de regresar a España aunque le confesaron las serias dificultades a las que se enfrentaban a la hora de prestar una mínima colaboración con el gobierno todavía legal de la República española. Por aquel entonces, el gobierno francés mantenía pasividad a la hora de manifestar su postura ante el conflicto. Ya eran claros los rumores de un pacto internacional de no intervención entre Francia, Inglaterra, Alemania, Italia y Rusia, ya que sus pesos en la política internacional eran decisivos y colocarlos de uno u otro bando podría haber acelerado un conflicto a nivel mundial. Por ese motivo, las organizaciones políticas y sindicales, como el Profintern, quedaban atadas de pies y manos y limitadas a crear organismos humanitarios e independientes, como el Socorro Rojo Internacional, que apoyaba la causa de los revolucionarios izquierdistas desde la Revolución de Asturias en octubre de 1934. Amancio Sacramenia asintió con la cabeza, atento a las explicaciones que le daban, sin llegar a comprenderlo del todo. Pensó que la humanidad entera se estaba volviendo loca, más aún sus amigos soviéticos. Ahora ya sólo deseaba marchar cuanto antes. Le consiguieron pasaje a Barcelona en un tren donde viajarían varios miembros del Partido Comunista Francés. Le dijeron que se arreglara ya que había rumores de que Dolores Ibárruri, la Pasionaria, se encontraba en París negociando la concesión de un fondo de ayudas económicas para la causa, estaba a punto de regresar a España y podía hacerlo en ese mismo tren. Después, le facilitaron el nombre de unos compañeros de la UGT en Barcelona que podrían ayudarle y se despidieron dándole un amistoso abrazo. Amancio se mostró muy agradecido y salió a la calle con una sonrisa tan grande que le sobresalían los carrillos.

Amancio Sacramenia se despidió de Lucía con un fuerte abrazo y ella no pudo evitar llorar. Se intercambiaron las direcciones de sus familias por si les quedaba de camino y prometieron verse algún día. Amancio se marchó con su voz de tango y Lucía se quedó de nuevo sola. No tuvo suerte en su búsqueda, ni ese día ni los tres siguientes. Recorrió hospital tras hospital preguntando por un camillero que se apellidaba Manca, pero nadie le conocía.

Entre tanta desesperación, el 30 de julio de 1936 Lucía se detuvo en

la Salle Wagram de París. Enormes carteles blancos y negros anunciaban la presencia de André Malraux en un enorme mitin sobre la Guerra Civil española. Lucía no pudo contener la curiosidad y se mezcló entre la gente. Conocía la obra de Malraux como escritor y pensador,

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especialmente “La condición humana” que se había publicado en 1933. Por aquel entonces, Malraux tenía treinta y cinco años y esa misma juventud le daba el aspecto vital y revolucionario que las masas esperaban presenciar. Lucía se sorprendió ante la multitud de personas que apoyaban la causa republicana. Alzaban los brazos cerrados en un puño y vitoreaban a todo el que se aproximaba a la tribuna para lanzar discursos. Cuando Malraux apareció tras unas cortinas, la multitud gritó, agitó los puños y comenzaron a entonar La Internacional. Los que estaban sentados se pusieron en pie y los que ya lo estaban jalearon al resto moviendo los brazos para que no permanecieran impasibles. Todos los asistentes se unieron fraternalmente en un deseo común, brillaron en su ansia de victoria, aunque el brazo ejecutor de ésta quedara tan lejos y tan disperso en cientos de frentes. Desde la tribuna, André Malraux aparecía sonriente, satisfecho, pletórico. Lucía no lo había visto en persona con anterioridad pero le impresionó mucho la fuerza que transmitía y su presencia ante la gente. Se veía la madera de líder y aún no había comenzado a hablar. Lo primero que hizo Malraux fue denunciar la pasividad del gobierno francés, de su gobierno, ante el avance fascista. Seguidamente, expuso la necesidad de reunir entre aquellos pacíficos idealistas voluntarios para luchar en el frente republicano (o para colaborar de la manera que fuera precisa), así como contribuciones económicas para ayudar al pueblo español en su lucha por la libertad. La gente clamó e interrumpió su discurso con La Marsellesa y La Jeune Garde. Aunque no podían enviar ayuda militar, no cesarían en su intento de contribuir con alimentos, medicinas y dinero. Y sobre todo moral. Desearon que sus hermanos españoles se convirtieran en los primeros defensores de una Europa izquierdista que venciera al enemigo monstruoso, al dragón fascista que crecía en todos los hogares, tan cerca de sus propias casas.

Antes de que Malraux desapareciera de la tribuna y fuera sustituido

por otro colaborador ideológico, se lanzaron al aire un centenar de panfletos del Partido Comunista Francés. Lucía tomó uno al vuelo y salió como pudo entre la muchedumbre que se agolpaba de pie. Guardó el panfleto en un bolsillo de los pantalones y se alejó por una calle cercana. Se detuvo a pensar en el camino más recto para llegar al Hospital de la Santa Cruz, el siguiente en su lista para dar con el paradero del camillero Manca, cuando vio escabullirse entre la gente al mismísimo André Malraux; éste disimulaba el rostro con las páginas de un periódico

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extendido a la altura de la cabeza y caminaba apresurado mirando de reojo al suelo. Monsieur Malraux, dijo Lucía y de inmediato se sorprendió a sí misma de estar llamándolo.

André Malraux se detuvo ante ella y, sin soltarlo, dejó caer el diario abierto hasta la altura de las piernas para distinguir a la mujer que le llamaba. El periódico cubrió los pantalones con las letras boca abajo. Tímidamente, Lucía se presentó ante Malraux como una simple española defensora de la República que deseaba volver a su país. Se sorprendió mucho cuando él la llamó por su nombre y le mostró su admiración. Igual que ella, Malraux había leído parte de la obra de Lucía y la había reconocido aun sin saber su nombre puesto que se cruzó con ella en una ocasión en la época en la que Lucía ocupaba la casa que tenía en el centro de París. En 1914, Lucía Zagra escribió “Las palabras tienen vida propia”, un ensayo centrado en el poco valor que la gente otorga a las palabras y su interpretación de que, en muchas ocasiones, las palabras son capaces de crear realidades previamente inexistentes; teoría más tarde acogida por distintos teóricos que desarrollaron doctrinas en torno a los formulismos mágicos de las palabras. Malraux, como novelista y teórico del arte, siempre estuvo atraído por la estética, por la magia de los simbolismos y por las palabras, así como por la acción fonética aplicada a los textos. Le gustó la idea de Lucía de crear realidades con sólo pronunciar una palabra (como te quiero, y las ficciones derivadas del derecho de propiedad, vínculo matrimonial…) y continuó leyendo su obra poética de los años 20. Lucía no salía de su asombro, era ella la que debía mostrar admiración hacia Malraux y no él. En todo caso, los dos convinieron en tomar un café en un local cercano y discreto.

De cerca, Lucía lo encontró apuesto. Conversaron largamente acerca de la República y de las últimas y desoladoras noticias desde Madrid. Malraux le contó que no temían, de momento, un avance nacional sobre la capital, sino que lo peor eran los disturbios continuados en las calles y los enfrentamientos armados con los anarquistas que aparecían montados en sus autos, apuntando con ametralladoras y acabando con el primero que se encontrara por la calle. Lucía se espantó. Como no tenía contacto telefónico con ningún familiar ni conocido en España, seguía los acontecimientos de la guerra por lo poco que publicaban los diarios; como buena periodista, sabía de sobras que no se contaba todo lo que ocurría. Ella le confesó que buscaba a su hijo y que en breve iría a buscarlo. André Malraux extrajo de su chaqueta una libreta y con un barato bolígrafo anotó en ella el nombre de Rubén y su eventual paradero

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en la Residencia de Estudiantes o en la dirección de Julia Salinas. Prometió ayudarla en la medida en que le fuera posible y le confesó que pensaba intervenir en la guerra enviando en secreto bombarderos que él mismo deseaba pilotar. Lucía no pudo evitar su expresión de asombro y le agradeció el gesto. Malraux le sugirió que, cuando terminara el cometido que la retenía en París, se dirigiera a la rue de La Fayette donde podrían facilitarle una forma de llegar a la España republicana. Se despidieron con una sensación de cercanía que ambos creían perdida en esos tiempos. Sin embargo, ni la patria ni la nacionalidad podía distanciar las ideologías, los valores de esos dos escritores que luchaban por una misma causa: la libertad.

El tiempo fue pasando rápidamente y, después de dos semanas, Lucía

creyó rendirse. Ya no sabía ni qué hacer ni qué pensar, ni cómo ordenar las prioridades de su vida. Llegó a pensar que tal vez toda la historia del camillero era una mera invención para que buscara sin éxito a un hombre inexistente. Pero ¿y si dejaba de buscarle y existía en realidad?, jamás recuperaría los documentos de Rubén y lo traicionaría fatalmente. No, tenía que pensar. Y pensar razonadamente. Terminó su lista de hospitales de París con los dos últimos que había visitado y se negó a desistir. Se le ocurrió buscar en las residencias de ancianos o en los centros para enfermos mentales y se prometió a sí misma que en el momento en que encontrara a aquel hombre saldría de París en busca de su hijo, le gustara o no.

Tardó una semana más en dar con él en un centro de reposo para tuberculosos a las afueras de París. Fue una monja la que reconoció el apellido Manca (porque lo asociaba con una religiosa a la que realmente le faltaba un brazo) y la que la puso tras la pista del camillero. Su nombre de pila era Rafael. El centro se instalaba en medio del campo porque que el clima templado favorecía la evolución de los tuberculosos; los camilleros se ocupaban de pasear por los jardines a los enfermos más graves que iban en silla de ruedas. A la distancia, como si pretendieran no encontrarse, los camilleros empujaban las sillas por los puntos más dispersos del jardín. Lucía recorrió una magnífica explanada atravesándola en zigzag dependiendo de dónde se encontrara cada uno y preguntándoles el nombre. Uno tras otro, negaban, indicando con el brazo que tenía que buscar a otro que se encontraba más lejos aún, casi al final. Sin embargo, al conocerlo sintió un enorme desánimo porque él se negó a darle la dirección de su casa y a mencionar a su hijo Florencio. El hombre

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dudaba; ignoraba si ella tenía alguna relación con el bando nacional; y no podía poner en peligro la seguridad de su hijo ya que éste había salido de España con un baúl lleno de joyas, escrituras de propiedad y otros documentos comprometedores.

Lucía esperó a que oscureciera y siguió a Rafael Manca de camino a

casa. Una vez localizada la dirección, fue sencillo esperar al día siguiente a que el joven Florencio apareciera. Lo sorprendió por la calle y se identificó inmediatamente como la madre de Rubén Dosaguas. Florencio Manca miró alrededor y le hizo subir a su piso, donde se encerraron. Mientras tomaban una infusión el joven buscó las cosas que le dio Rubén y se las entregó. Se sentó con ella y hablaron. Florencio Manca era como un intermediario ideológico entre la Federación Universitaria Escolar, que era el sindicato estudiantil de izquierdas más importante en España, y su equivalente francés. Aprovecharon la noticia del alzamiento para poner a salvo toda la documentación comprometedora, nombres, direcciones, familiares fuera y dentro de España, etc. y le encargaron que transmitiera mensajes alentadores a las familias, aunque él añadía por su cuenta el detalle de que las cosas no siempre salen como se prevén en un principio, y decía ser consciente de los peligros que iban a sufrir los compañeros que quedaban en Madrid. Florencio mencionó tres nombres que Lucía se apresuró a memorizar para poder localizar a Rubén en Madrid: Arsenio Bernal, Gabriel Gascón y Beatriz Zamora. El resto de la conversación ratificó el propósito de su hijo de ir a la lucha, de combatir. Y aquello sí que hizo temblar a Lucía. Conocía de sobras lo que supone un enfrentamiento armado y temió afrontar de nuevo el estallido de las bombas y el cielo oscurecido de gris. Cerró los ojos y continuó.

Guardó toda la documentación en la caja fuerte que tenía en su casa. Allí estaban todos los artículos que Rubén había escrito hasta la fecha, varios de sus textos literarios y otra documentación política.

De camino a rue de La Fayette, Lucía imaginó estar de nuevo junto a

su hijo. Recordó los alegres días en Capri con el viento rozando el rostro juvenil de Rubén; ahora se encontraría endurecido por la guerra y con la edad sobrevenida.

Acordado el cierre de la frontera francesa en la primera semana de agosto para las exportaciones de material de guerra, y suscrito el pacto de no intervención por el gobierno francés, el Partido Comunista Francés se limitaba a organizar el envío de voluntarios a España así como colectas

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de alimentos, ropa y medicamentos. Lucía Zagra buscaba un medio de llegar a la Barcelona republicana para, desde allí, dirigirse a Madrid; se enteró de que el Partido Comunista disponía de un tren que cruzaba la frontera, y se dispuso a solicitar su colaboración. Le pidieron la documentación y guardaron silencio. Uno de los hombres, sentado en su mesa de oficinista, se levantó y desapareció en el interior de un despacho contiguo, con la documentación entre las manos. Lucía le vio telefonear y mover los labios ante el auricular. Él la miró desde dentro, colgó el teléfono y regresó, sin mirarla. Por el pasillo de uno de los extremos de la sala, apareció un hombre delgado de piel blanquecina. Carraspeaba continuamente y tenía el aspecto de un gendarme francés degradado y con mal genio. El primer hombre pasó la documentación de Lucía al que acababa de llegar, quien le escrutó el rostro y lo comparó con la fotografía. El hombre mostró una sonrisa malévola y rió entre dientes. Mirad lo que tenemos aquí. Una fascista.

Lucía echó un paso atrás, nerviosa. Arrebató su documentación de las manos del hombre y le pidió explicaciones. Éste volvió a reír y los otros con él. Entonces, al escuchar las palabras del hombre, creyó estar muriendo lentamente, de la manera más agónica que podía imaginar. Ella misma, su propio apellido, su familia, le rendían cuentas. Era el momento de la redención. Y el temor, y la vergüenza, la repudia, el espanto, la ira. No pudo razonar con ellos. No dejaron que lo hiciera. Cuando descubrió que era imposible dar marcha atrás se dio cuenta de que quienes, como ella, esperaban en la fila para regalar ropa o para marchar como voluntarios, al escuchar las palabras del hombre delgado, le rozaron el brazo para intentar retenerla. Uno gritó: ¡Acabemos con el fascismo!, ¡Démosle su merecido! Y Lucía, presa del pánico, huyó.

Mientras corría por la calle, trató de recomponer las palabras del

hombre para no perder ninguna. Era tan horrible lo que había escuchado que le costaba asimilar las enormes repercusiones que sobre su vida, su propósito de regresar a España y su intento de recuperar a su hijo iban a tener en el tiempo que se acercaba. Todo se desmoronaba en ese instante. Su vida entera se partía. Se evaporaba. Lucía Zagra, maldijo su apellido. Y con él a cuestas trató de entender lo que acababa de suceder. Según escuchó, Lucía Zagra había muerto hacía veinte años.

El día en que Lucía marchó de la ciudad del brazo de Marcelo Dosaguas, su familia la dio por muerta. Hartos de la vida frívola que había llevado hasta entonces, ajena al modelo que le habían marcado

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costeándole una educación en el extranjero, decidieron tomar una determinación adecuada. Una contraprestación a tantas humillaciones acumuladas con los años. Condenaron de este modo sus intromisiones en el mundo masculino; los ataques a la forma de vida burguesa, casi aristocrática de los Zagra; los escándalos en sociedad con sus continuados excesos nocturnos; la publicación de libros escandalosos de ideología izquierdista; su marcha como corresponsal durante la Gran Guerra. Eran tantos los excesos para el buen nombre de la familia que su padre, Reinaldo Zagra, la dio por muerta. Inscribieron su fallecimiento en el Registro Civil y agradecieron que ella no diera noticia de su paradero durante años para facilitar las burocracias. Nadie puso en duda la palabra de Zagra, menos aún como Ministro de la Corte de Alfonso XIII. Cuando Lucía reapareció, ya no hubo remedio. Para la opinión pública, la única hija conocida de Reinaldo Zagra siempre fue la otra, Aurora. La esposa del glorioso general Onésimo Dechent.

Aquel día, ante el Partido Comunista Francés, de poco sirvió que

Lucía Zagra hubiera publicado libros de ensayo, poesía y novela desde comienzos de siglo. De nada que hubiera fotografiado los acontecimientos que sumieron al mundo entero en el horror o en la gloria. De nada las pinturas abstractas ni las tertulias con ideólogos, escritores y poetas. Borrados quedaban los mítines progresistas en Madrid, las reivindicaciones a favor del voto femenino, su lucha en el Partido Socialista… En el recelo de la guerra, en la lucha entre fascismo y socialismo, en la incertidumbre del rumbo que llevaban los acontecimientos, todo quedaba borrado. Ahí estaba ella contra cualquier hombre. No importaba quién fuera o dónde se encontrara. En la inestabilidad que soportaba ahora todo lo existente, era la palabra de uno contra la del otro. Ninguna justificación tenía suficiente peso cuando se trataba de ideologías y de guerra. Y estaban en plena guerra, no tan lejana. Ante aquellos hombres, Lucía no era otra que Aurora Zagra, la hija del político Reinaldo Zagra, la esposa de uno de los más temidos generales conspiradores contra la República. Simplemente pensaron que la hija huida de Zagra trataba de volver al país, sin razonar en que de haber sido cierta sería una idea del todo absurda. Obviaron que tenía unos papeles en regla que la identificaban con otro nombre. Pero la voz tras el teléfono aclaró lo que pensaban: los documentos pertenecían a una persona ya fallecida. Lucía Zagra corrió desesperada. Sus pensamientos no pudieron detenerse a la velocidad que se generaban, batallaban por

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hacerle creer que tenía todo perdido. Su vuelta a España peligraba ahora más que nunca si creían que era la hija fascista de un político fascista. Se torció un tobillo mientras corría y a punto estuvo de caer. Se detuvo, agachada sobre sí misma, apoyada a la barandilla del Sena y pensó en arrojarse a sus aguas. Las lágrimas le cubrieron los ojos y notó el agua azul del río aproximarse. La solución era sencilla. Al fin y al cabo, ya estaba muerta.

Pero entonces pensó en Malraux. Y eso le salvó de cometer una tontería.

En el transcurso de los días desde su primer encuentro, Lucía escuchó

en la calle un comentario que afirmaba que André Malraux era presidente del Comité Mundial contra el Fascismo y la Guerra. Al recordarlo a las orillas del Sena, desesperada y dolida, decidió verle de nuevo. Y pedirle ayuda.

Lo encontró en un pequeño local con apariencia de tienda de comestibles. Organizaba unas cajas que se enviarían a la frontera cargadas con materiales de primera necesidad y mantas de lana. Contaba las cajas y apuntaba unos números de referencia que resaltaban en los costados. Se sorprendió de verla de nuevo, más aún por el aspecto que traía. Lucía estaba despeinada, sudorosa, con el rostro más pálido que la cerámica de una taza de té. André le ofreció una silla para sentarse y ella le explicó lo que acababa de ocurrirle. Simplemente sonrió tratando de consolarla. Aquello no era tan terrible, ocurría a cada instante. Esto es una guerra, muchacha le oyó decir, y se rió porque hacía tiempo que nadie la llamaba muchacha y lejos quedaban ya aquellos años de juventud. Pero el cumplido de Malraux surtió efecto y consiguió que Lucía levantara el rostro y dejara de llorar. Ella le preguntó si era cierto lo que le había dicho hacía tiempo, que pretendía enviar bombarderos a España. Malraux volvió a reír y confirmó que hacía varias semanas que salían aparatos desde los aeropuertos de Montaudran, Francazal (ambos en Toulouse) y Ubarière (Perpiñán), con destino al aeropuerto del Prat de Llobregat en Barcelona. Él mismo había pilotado alguno de aquellos bombarderos y cazas hasta España sorteando las fronteras y los controles. El soborno era algo fácil. La libertad, aún más. Entonces, Lucía le pidió que la llevara con él en uno de los aviones. Le bastaba con llegar a Barcelona, después encontraría la manera de llegar a Madrid.

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André Malraux meneó la cabeza en gesto negativo sin perder por ello su encanto. Ella entendió cómo Malraux podía embriagar a las masas con sus discursos, porque era magnético, convincente, seguro y firme.

Pero no podía arriesgarse a llevarla. Era imposible. André Malraux le consiguió un coche que pensaban enviar a España.

Tenían un hombre, un tal Ferdinand Nin, que pertenecía al Partido Comunista y que se había ofrecido a conducirlo. Ella podría viajar con Ferdinand hasta la frontera, tardaría algo más pero estaría segura. Y la causa también. No podía arriesgarse a que algo saliera mal y alguien en el gobierno francés se enterara de que pasaba civiles junto con aviones de guerra. La gente era envidiosa y si alguien llegaba a saber que podía ayudar a una mujer de ese modo, todos querrían el mismo trato. Y era absolutamente imposible. A fin de cuentas, cuando Malraux viajaba a España lo hacia en vuelos legales del Ministerio del Aire Francés y acudía como observador no oficial (aunque oficioso) del gobierno galo. Lucía reflexionó un momento y se convenció de que era una buena idea. Recordó entonces el nombre escrito en un papel que le había entregado Etienne días atrás: Claude Leaud. Sólo preguntó una cosa: si podían desviarse hacia Châtellerault.

Malraux asintió. Cuando Lucía salió de París se acercaban los últimos días de agosto

de 1936. Una demora justificada aunque imperdonable para una madre que iría haciéndose mayor, sin ella imaginarlo, conforme fuera descendiendo por el país. Dio a Ferdinand Nin toda la conversación que éste necesitó para tan largo viaje y, en las largas e interminables carreteras aprovechó a descansar y dormir en la parte trasera del coche. Con el equipaje justo, abultado de esperanza, salieron en dirección a Orleans.

Gérard Dumonde

A tres kilómetros de distancia para llegar a Blois, Lucía Zagra

reconoció la carretera por la que había pasado veinte años atrás. La misma hilera de plataneros a ambos lados recorriendo kilómetros y kilómetros de distancia, impidiendo que el sol penetrara en el asfalto. Por

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aquel entonces, en su visita de 1916, el conductor del automóvil con el que llegó a Blois le contó una historia curiosa acerca del origen de aquellos árboles. Según dijo, los monarcas franceses obligaron a colocar hileras de árboles en todos los caminos que comunicaban las principales ciudades del reino de modo que cuando tuvieran que trasladarse a una u otra ciudad, la sombra de los árboles impediría que el sol les bronceara el rostro, ya que una piel tostada era sinónimo de clase trabajadora y mano de obra agrícola. Lucía sonrió al ver los árboles y recordar la historia. Las hojas seguían moviéndose a pesar de los años.

Poco más adelante se encontraba la entrada de Blois, atravesando el

puente que cruzaba el Loira y en la otra orilla, a ambos lados, las típicas casas de piedra blanca. Era demasiado el tiempo que la separaba de ese mismo trayecto y curioso cómo es el destino que nos coloca de nuevo frente al pasado. Por aquel entonces, veinte años atrás, Lucía buscaba respuestas a un sentimiento, deseaba conocer las raíces que hicieron de Pierre Dumonde la persona que fue. Y las halló. Como ahora encontraba el rumbo en busca de su hijo. De nuevo, los acontecimientos hacían enlazar la vida de uno con el otro, aunque fuera de forma casual, o a través suyo.

Esa tarde, poco antes de entrar en Blois por segunda vez en su vida, Lucía Zagra recordó el momento en que conoció a la madre de Pierre.

Y al verla supo que era piedad. Ese rostro antiguo de dulces rasgos,

de mirada marchita cuando reclinaba la cabeza, y esa solemnidad en sus contractos gestos por el doloroso tiempo. La primera vez que vio a Marie Lecouer, Lucía no entendió el significado de una mujer en su jardín. Sería necesario algo más de tiempo y la distancia que racionaliza los momentos pasados para comprenderlo pero, ese primer día, Lucía encontró a una mujer madura que había paralizado voluntariamente su tiempo. Como tantas otras mujeres, antes y después que ella. Marie Lecouer detuvo su existencia el día de la muerte de su hijo. No era necesario un acontecimiento trágico, bastaba una determinación, una necesidad de búsqueda, un arrebato caprichoso, eso no importaba. El hecho es que aquella mujer decidió escapar de la propia existencia y encontró su reducto de amor tras los vidrios de un invernadero casero de forma rectangular.

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La primera vez que la vio, Lucía Zagra prestó atención al modo en que los cabellos de Marie Lecouer formaban una ondulación natural en sus extremos y se engarzaban hasta provocar la impresión de unos pétalos de rosa de color dorado, casi blanco, debido a las canas del sufrimiento que le provocaron los años y las ausencias. Especialmente estas últimas, las de su hijo Pierre. Y Lucía pensó haber dado con la esencia de la mujer francesa cuando en aquel momento, aun ajena a su propia experiencia, lo que presenciaba era la fragancia eterna de la mujer en evasión.

Desde el exterior del invernadero, Lucía observó el movimiento pausado de las manos de Marie Lecouer entre los tallos de las flores, cómo colocaba los dedos índice y corazón desde la parte más baja de la planta y los deslizaba, como una tímida caricia, sin apenas rozarla, hasta la corola. Arrimaba los labios desvaídos y carentes de color a los pétalos brillantes y aterciopelados y soplaba su aliento fresco de perejil masticado. Al advertir la presencia inmóvil de Lucía, Marie Lecouer, con su misma tranquilidad y languidez, se incorporó y salió del invernadero cerrando con sumo cuidado la portezuela de cristal de la entrada.

Y aquella sonrisa. Piedad y candor. A Lucía se le encogió el corazón emocionada y delante de la anciana no pudo articular palabra. Marie Lecouer simplemente agrandó la sonrisa despertando en el rostro antiguas arrugas. Tenía un aspecto verdaderamente sereno, plácido. Se acercó a Lucía y la tomó cariñosamente de las manos. Las acercó a su pecho en un gesto de afecto y le dijo que la esperaba. Aunque no la conocía. Caminaron sobre una hilera de baldosas de barro granate en dirección a la casa. Y, sin mediar una presentación, porque no era necesaria, ni una explicación porque nadie la había pedido, Marie Lecouer señaló con su mano la copa de unos árboles cercanos y le sugirió que escuchara. En silencio, Lucía escuchó el trino de un centenar de pájaros que anidaban al abrigo de unas enormes hojas perennes y cuya presencia no había advertido antes al acercarse al invernadero en busca de la anciana. Marie dijo sonriendo son la esperanza del conocimiento y Lucía sonrió sin entender lo que quería decirle.

Aun en el interior de la casa, Marie Lecouer permanecía absorta en su

jardín. Del mismo modo en que las flores abrían los pétalos al sol, aquella casa se abría al visitante a través de las fotos de Pierre Dumonde. Apenas sí había espacio libre en las paredes que no estuviera ocupado por una del centenar de instantáneas que sus padres enmarcaron y colocaron con el paso de los años. Un perro color canela de pelo largo mostraba la lengua

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entre la boca abierta junto a una mata de flores; dos niños rubios mordían sus nudillos con sus desdentadas bocas delante de una pared desnuda de ladrillo; Marie Lecouer, con la delgadísima cintura que tuvo veinte años antes, se abrazaba al cuello de su enorme marido; el pelo de él, Mathieu Dumonde se mece rebelde por el viento en todas las fotografías excepto en una de la boda de uno de sus hijos; Marie sosteniendo un ramo de violetas anudadas con el cordel que, rodeando las muñecas, unió en matrimonio a la abuela con el abuelo; también un muchacho a caballo; y unas lindas jovencitas antes del baile de graduación; y el vecino pobre que murió de disentería encaramado a un árbol; el río Loira; y el cielo cuajado de nubes.

Pierre Dumonde estaba presente en cada rincón, como el aroma de las flores. Lucía sintió que había encontrado aquello que fue a buscar. Desde que abandonó la ciudad y los brazos interesados de Gumersindo Hinni, se propuso encontrar el verdadero sentido de Pierre Dumonde, el origen de su existencia y la razón de su comportamiento. Mucha era la gente que debía su forma de ser al fotógrafo y muchos los que habían comprendido la verdadera importancia de las cosas viviendo a su lado. Lucía, ante su ausencia definitiva, fue a Blois para encontrarlo en esencia. Para ver de nuevo dibujada su sonrisa en el rostro de quienes le conocieron. Y para llevarse, de una vez para siempre, esa esencia consigo.

Marie Lecouer tomó a Lucía de la mano y la condujo por el interior

de la casa presentándole su vida y la de su hijo Pierre. El padre, el anciano Mathieu Dumonde, leía un libro de tapas gruesas sentado en el sillón de la sala. Retiró de su cara las gafas para ver de cerca cuando entraron las dos mujeres y, haciendo gala de una educación exquisita, se levantó para conocer a la recién llegada. Mathieu la obligó a sentarse junto a él y le explicó mil anécdotas que había ido memorizando de cada uno de los empleos de Pierre desde que comenzó a colaborar en la revista local de Blois. Era un relato apasionado que rejuvenecía al anciano. Marie, sentada en otro lado de la sala, sonreía y asentía al escuchar las palabras de su marido, perdía la vista en los rincones del techo, seguramente recordando cómo ocurrieron exactamente los hechos en vida de su hijo.

El dormitorio de Pierre sorprendió a Lucía. Era inexplicablemente austero, carente de recuerdos y de objetos preciados. Tan solo unos cuantos libros colocados en un mueble y una ropa pulcra (y sin apenas

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llevar) en el interior del armario. Ni una evidencia de sus viajes por África ni Europa. Ni una fotografía de amigos. Ni un solo espejo. Marie entendió la sorpresa en el rostro de Lucía y añadió: Él lo daba todo, hasta su propia vida.

Después de la comida tomaron café en una amplia terraza de cristal.

Por un segundo, Lucía se arrepintió de tener un pensamiento totalmente censurable. Observó que muchas de las cosas en casa de los Dumonde eran de cristal y pensó que ante la pérdida de Pierre era extraño que la fragilidad de toda aquella vida apoyada en la imagen de Pierre reflejada ante el cristal no se quebrase de golpe en mil fragmentos. Pensó lo dura que tenía que ser la existencia cada mañana en esa casa de recuerdos transparentes. Y en lo útil que era el amor familiar para taponar las grietas que rasgaban todo aquel cristal imaginario. Admiró a aquella gente. Su facilidad para dar y recibir un amor totalmente incondicional.

La terraza, amplia y rectangular, era una prolongación de la casa que la hacía muy diferente del resto de edificios de Blois. Todos los que Lucía vio eran perfectamente rectos, cuadriculados, como si nada pudiera existir al margen de la estructura de su fachada. Sin embargo, la casa de los Dumonde era diferente. Construyeron el jardín aprovechando que la parte posterior de la casa daba a una pequeña zona boscosa donde solían montar a caballo. Su apariencia de cristal mantenía la estética rectangular del edificio pero les regalaba unas espléndidas vistas a la vez que les hacía sentirse parte del paisaje. Los hermanos de Pierre, Guillaume y Gérard, eran muy diferentes a él, tanto en su físico como en su forma de pensar. Guillaume se parecía mucho al padre, con marcada formalidad para hacer las cosas, con un sentimiento de responsabilidad en cada palabra que pronunciaba, como si tuviera pleno control de cada cosa que ocurría a su alrededor y de la que él podía formar parte. Gérard, por el contrario, era más parecido a la madre y, quizá a Pierre. Era más sentimental aunque Lucía lo vio contenido. Sin duda era el más consciente de la pérdida del hermano. Todos, incluso Lucía, sentían presente a Pierre de una forma u otra, pero Gérard había asimilado su muerte. Eso le daba un matiz de tristeza al rostro aunque también de crueldad. Porque no es fácil arrastrar la sombra de una persona que ha muerto, más aún cuando todo el mundo lo adoraba y seguía viéndolo como un ser perfecto, y cuando pensaban que lo único que había hecho mal (y que tanto les había herido a ellos) era morirse en aquella guerra.

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Cuando Lucía se quedó a solas con Gérard tuvo ocasión de conversar con él. Mantuvo cierta distancia, receloso, pero no tuvo inconveniente en contarle cosas de su hermano (como había hecho tantas veces antes para tantas personas ajenas que se interesaron por él desde que marchó de Blois). Era como un acto rutinario que formaba parte de su forma de vida, como el lugar en el que vivía o el trabajo que realizaba. Lo asumía, aunque con cierto disgusto. Cuando Gérard se levantó de la mesa, invitó a Lucía a enseñarle algo al día siguiente por la mañana. Algo que sin duda le interesaría. Ella aceptó complacida.

Se quedó sola en la terraza de cristal. Desde allí observó la figura anciana de Marie Lecouer moverse encerrada en su invernadero. Paseaba entre las plantas, colocando macetas de barro sobre una mesa y mirando atentamente el colorido de las flores, como si fuera lo único que podía apartarla de su vida negra.

Al día siguiente, Lucía esperó a Gérard Dumonde a la salida del

invernadero. Se dedicó a pisar una y otra vez las baldosas de barro granate y a introducir la punta del zapato en la ranura que separaba unas de otras. Apagó el cigarrillo al ver a Gérard salir de la casa y cerrar la puerta. Se acercó a él y éste le indicó la dirección al centro de la ciudad. Blois mostraba toda su belleza de gran ciudad, las orillas del Loira tan amplias y distantes; las callejas estrechas con sus continuas subidas y bajadas; o las casas de marcada geometría, con las fachadas blancas y los tejados negros. Caminaron por el centro saludando a los vecinos que se encontraban a su paso. Gérard Dumonde aparecía entonces como una persona afable y cariñosa, tan apreciado como lo fue su hermano en otro tiempo, y como lo era toda la familia. Su corpulencia le daba un aire violento, pero sus facciones dulces y sus labios gruesos aliviaban la rudeza de su complexión física. Dejaron a un lado el puente que atravesaba el Loira y continuaron por una calle descendente donde los niños corrían. Al final de la calle, se alzaba una casa rectangular de cuatro plantas. Lucía vio cómo Gérard señalaba la fachada con el dedo y añadía: Ahí es.

Empujó con cuidado la puerta de entrada y ascendieron por unas escaleras estrechas que giraban casi en espiral hasta el ático. Al final del todo, Gérard Dumonde se detuvo. Mi hermano no era el santo que todos piensan. Todos le queríamos, sí. Pero también guardaba secretos. Y grietas. Geneviève Beauvois es una de ellas. Golpeó la puerta con los nudillos y aguardaron. Escucharon el ruido de la cadena al descorrerse y

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la puerta se abrió levemente. Gérard entró primero, Lucía le siguió. Descubrió entonces una casa minúscula, prácticamente una habitación, con una puerta para el aseo y un hornillo junto a la ventana. Estaba en penumbra pero desprendía un olor fresco como si la acabaran de ventilar. A Gérard le molestó que hubiera tanta oscuridad y descorrió las cortinas. La luz penetró en el cuarto y desveló todos sus rincones. No había pérdida. Una cama al fondo, a medio hacer; una mesa para dos comensales a la izquierda; unas sillas de madera sin tapizar; un único cuadro con una torpe reproducción de Van Dyck; y varios platos sucios en el fregadero. Lucía vio a una joven, la que les abrió la puerta, que se sentaba rápidamente en una de las sillas, apoyada junto a la pared casi en un rincón. Quería pasar desapercibida pero era imposible en aquel cuarto minúsculo. Lucía sonrió y se acercó a saludar a la joven. Era bonita, de cara sonrosada aunque bastante pálida, ojos tristes y cabellos pajizos. Permaneció sentada mientras Lucía se agachaba para besarle la mejilla. La joven no dijo nada. Al otro lado de la habitación, Gérard Dumonde observaba atento la escena. A Lucía se le antojó que aquello era una especie de pantomima o bien que trataban de ponerla a prueba, pero no entendía para qué. Guardaron silencio. Desde la calle se escuchaban los gritos alegres de los niños jugando. Lucía miró a Gérard buscando una respuesta a aquella visita y él hizo un gesto como de respirar hondo. Levántate, Geneviève. Ella obedeció y se alzó con serenidad. La tela del camisón color rosado, de tan fina como era, se le ciñó al cuerpo y evidenció una curvatura en su vientre que descubría una futura maternidad. Lucía volvió el rostro a Gérard sin comprender. La joven trató de esconder el rostro avergonzada. Ante esto, Gérard se acercó a ella y la rodeó con su inmenso brazo hasta hacerla desaparecer en la amplitud de su cuerpo. Pierre Dumonde siempre fue feliz. Le gustaba amar a la gente, conversar con ellos, aprender de los sitios en los que vivían. Pero no supo asumir ciertas responsabilidades. La necesidad de viajar le venció y no supo hacerle frente. Ella es Geneviève Beauvois, la madre de su futuro hijo.

Lucía Zagra no supo cómo reaccionar. Se sintió una entrometida en aquel lugar, una extraña. Y también se creyó engañada por alguien en quien creyó, en otro tiempo. Se disculpó ante ellos diciendo que no sabía nada y pretendió salir de la casa. Por favor, siéntese a tomar una taza de té –rogó Geneviève –Discúlpenos, no estamos acostumbrados a tener invitados –y añadió en voz baja –Ni a enfrentarnos a problemas… Entonces habló Gérard.

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Pierre conoció a Geneviève en la escalera octogonal de la torre del castillo de Blois poco después de su vuelta de África y antes de marchar a la campaña de Gallípoli. Le prometió enseñarle el mundo entero, regalarle el aroma embotellado de sus viajes y casarse con ella. La dejó embarazada y luego marchó. Aunque los dos reconocieron que Pierre no pudo saberlo antes de marchar, le culpaban de no haberse interesado por ella durante el tiempo que estuvo en el frente. Pierre envió cartas a su familia, pero no a Geneviève, cuyo padre la obligó a marcharse de casa al enterarse del embarazo. Gérard iba a casarse con ella. Aceptaba la responsabilidad del hermano y cuidaba de la joven. Pero aun así no podían salir a la calle libremente. Y cuando el pequeño naciera… sería bastante complicado de explicar. Lucía oyó gemir a la joven entre los brazos de Gérard. Miró tras la ventana y no supo qué decir. Gérard le dijo que la había llevado hasta allí para que conociera otra faceta del hermano muerto. Ellos lucharían para salir de aquella situación. Pero Pierre no debió dejarles. A ninguno de ellos. Lo acusó de cobarde. Y de no ser capaz de quedarse en su hogar.

Cuando Lucía salió de la casa deseó la mejor de las suertes a

Geneviève Beauvois y la besó con sincera dulzura. La joven se lo agradeció y se despidió con un gesto de la mano. Cerró la puerta detrás de Gérard y ambos salieron por donde habían venido. Los niños habían dejado de jugar en la calle y todo estaba en silencio, salvo el ruido del agua cercana del Loira.

Poco antes de abandonar la ciudad de Blois en su primera visita,

Lucía Zagra salió a pasear por los alrededores de la casa de los Dumonde. La mañana se encontraba serena y el día lanzaba destellos sobre las aguas del Loira. Se quedó un rato contemplando la corriente del río desde la orilla. El puente quedaba más lejos, hacia el centro de la ciudad, y desde allí se desplegaba imponente de un lado a otro en dirección a otro mundo. Al mundo del que ella provenía. Era como sentirse ajena a todo aquello. El impacto de conocer a la joven que gestaba un bebé de Pierre la había llevado a pensar que tal vez la magia que ella siempre quiso encontrar no tenía por qué existir. No se reducían las cosas a deseos que de intangibles pasaban a ser ciertos. No era así de simple. Lucía aprendió que el mayor de los pilares también tiene poros que al agrandarse pueden quebrarlos. Pero también aprendió que hay que continuar amando las cosas tal y como son, y que a pesar de descubrir grises en la blancura perfecta hay

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que seguir viendo el conjunto sin que la mancha lo empañe todo. Lucía amó a Pierre, tal y como fue. Con sus maravillas y sus imperfecciones. Y así quería que continuase su recuerdo.

Regresó a la casa y todos salieron a la puerta para despedirla. Dio un

fuerte abrazo a Marie y Mathieu, les agradeció la confianza mostrada aquellos días y prometió escribirles. Mathieu Dumonde volvió al interior de la casa balanceándose como si le faltara espacio para caminar por el pasillo interior. Marie Lecouer se quedó en el vano de la puerta con la misma mirada de piedad que Lucía vio en su rostro al conocerla. Frotaba las dos manos y sonreía hacia el cielo dándose cuenta del día claro. Gérard acompañó a Lucía un rato más. Se estrecharon la mano con firmeza y él le pidió que no le guardara rencor por haberle descubierto a Geneviève Beauvois. Entonces, Lucía sacó de una de las maletas la cámara de Pierre con la que ella estuvo fotografiando los horrores de la guerra en el frente de Gallípoli. Se la ofreció para que la conservara Geneviève, como recuerdo para su futuro bebé. Pero Gérard no la aceptó. Pensó que sería más valiosa en manos de alguien que pudiera extraer de ella su intrínseco significado, el placer que Pierre consiguió al capturar parte de la realidad y aislarla de sus implicaciones. Lucía volvió a guardar la cámara en su sitio y, esta vez, besó la mejilla de Gérard.

Y, de este modo, Lucía marchó de Blois. Sabiendo que Pierre Dumonde, de una manera u otra, seguía vivo.

Veinte años después, cruzando por segunda vez el puente que

atravesaba el río Loira hasta la entrada de Blois, Lucía sintió un escalofrío intenso recorriendo todo su cuerpo porque podía estar a punto de ver al hijo de Pierre. Allí iba ella, atravesando media Francia con la intención de cruzar una frontera que parecía no alcanzar nunca para recuperar a su hijo, al que estaba perdiendo. Y, de pronto, la vida hacía una gran cabriola y la colocaba a pocos metros del hijo de Pierre.

Mirando el agua densa del Loira se preguntó si aquél a quien no conocía se parecería a Rubén como ella pensaba que se parecía, sin motivo alguno, al propio Pierre Dumonde. Era una asociación extraña que la acompañaba desde hacía tiempo y, conforme se acercaba a ese lugar, deseaba, más que otra cosa, conocer esa parte de vida no vivida de aquél a quien amó intensamente. Calculó que el muchacho tendría ahora algo más de veinte años, pocos más que Rubén. Y que podía tener esa

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misma dulzura en los ojos. Sintió curiosidad por saber a qué se dedicaba. Cómo era su forma de caminar, sus ojos, su cuerpo. Era el momento de detenerse en Blois y enfrentarse tanto al pasado como al presente.

Pidió a Ferdinand Nin que estacionara el coche en la plaza principal

de Blois, justo en el centro de la ciudad. Desde allí podía verse la Iglesia y parte del castillo. Ferdinand refunfuñó, de nuevo. Aunque André Malraux dejó bien claro, antes de que partieran, que debía colaborar con Lucía en todo lo que pidiera, aquel hombre no cejaba de poner reparos. Según pensaba, el automóvil era comunista y tenía que servir a todos por igual. Estaba harto y molesto de que la mujer le hiciera detenerse continuamente desviándole del camino más recto hacia Barcelona. Unos días atrás habían recogido a un compatriota anarquista llamado Jacques Gillot que deseaba avanzar a toda prisa hacia la frontera porque requería un enlace en Toulouse. Hablaba entre dientes distorsionando el francés y escupía terribles insultos hacia Lucía cuando se quedaban los dos hombres solos en el coche. Ese día, ella les rogó un poco de tiempo. Ellos, simplemente accedieron.

Lucía descendió del auto y caminó hasta el ala de Francisco I donde

se encontraba la torre octogonal y la escalera abierta en espiral. Se introdujo en la entrada y se mezcló con las sombras. Era una construcción atípica, más próxima a la arquitectura italiana, que asemejaba un octógono de piedra con pequeños espacios a través de los cuales se veía el interior de la escalera. Por ellos entraba la única luz que iluminaba los pasos de los visitantes. Desde lo alto, las vistas eran impresionantes y poca imaginación bastaba para sentirse en la Corte de Francisco I, entre las intrigas palaciegas que hablaban de venenos ocultos tras la decoración de los candelabros o de las tramas criminales. Lucía se sintió arropada por la ciudad. No estaba segura si era el calor del día o el hecho de recorrer unas calles que eran viejas conocidas suyas. Pero lo cierto es que se sintió reconfortada, en la ciudad de Pierre.

Recorrió el ala de Gastón D’Orleans, del siglo XVII, y se alejó del castillo caminando por los alrededores. Calculó que se encontraba más cerca de la casa donde conoció a Geneviève Beauvois que de la de los Dumonde, de modo que cruzó unas calles estrechas y descendió por la pendiente de la calle donde se encontraba la casa. Le pareció más pequeña que entonces y su escalera mucho más estrecha. La pintura aparecía en los escalones desprendida de sus paredes y la barandilla de

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madera se había oscurecido por el paso del tiempo. Se encontró sola ante la puerta del piso superior y la golpeó del mismo modo en que lo hizo Gérard años atrás. Pero nadie respondió. Lucía insistió con el mismo resultado. Deshizo entonces sus pasos y, de nuevo en el centro de Blois, se encaminó por la orilla del Loira hacia el otro extremo de la ciudad donde vivían los Dumonde. El sol trazaba sombras a sus pasos y calentaba sus hombros.

Un poco más lejos distinguió la forma del invernadero. Se encontraba

sucio y estropeado, como si lo hubieran abandonado. En su interior, unas madreselvas sobrevivían con desánimo dando al recinto un aspecto salvaje y descuidado, evidenciando aun más si cabía la presencia de decenas de hojas secas y flores marchitas, naturaleza de formas retorcidas que se desvanecían lentamente. Lucía se llevó la mano al pecho pensando que Marie Lecouer podía haber muerto y siguió caminando hacia la casa. Llamó a la puerta pero nadie le abrió. Observó la fachada de la casa y nada le hacía pensar que estuviera deshabitada, simplemente no debían de encontrarse en la casa. Ella insistió de nuevo y al obtener la misma respuesta se aventuró a entrar. No habían cerrado con cerrojo, de modo que empujó la puerta y recorrió el mismo pasillo con las mismas fotografías tomadas por Pierre Dumonde. El olor era muy distinto. Ajado y dulzón. Nadie respondió a sus palabras. Y una vez en el salón, vio el cuerpo de una mujer muy anciana tendido sobre una de las butacas.

Una octogenaria Marie Lecouer dormía. Respiraba de forma rítmica mostrando las curvas de un cuerpo debilitado. Sus piernas inflamadas, apoyadas sobre un taburete de madera, se adivinaban bajo una manta de lana de rayas marrones y blancas. El sol entraba por la ventana pero no molestaba el sueño de la anciana. Lucía se acercó hasta ella, se sentó en el suelo y le tomó una de las manos con ternura. La notó muy debilitada, demasiado anciana. Marie Lecouer no se enteró de su presencia hasta mucho después, cuando despertó con una sonrisa por cada recuerdo traído por los sueños. No se asustó al encontrar una mujer a su lado pero no la reconoció cuando ella le dijo su nombre. Su memoria se había estropeado en los últimos años y era incapaz de recordar. La anciana le dijo que preguntara a su marido pero Lucía no encontró a nadie más. Esperó a caer la tarde y, sin darse cuenta, se durmió en una de las butacas de la sala.

Se despertó sobresaltada al escuchar el ruido de la puerta de entrada al cerrarse. Se levantó del asiento a la vez que vio entrar a un hombre. Le

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costó reconocerle pero era Guillaume Dumonde. Había engordado y le había crecido una espesa barba ya entrada en canas. Él también tardó en reconocerla. Preparó algo de comer y la invitó a que pasara la noche con ellos en la casa. Durante la cena, Guillaume le contó lo mucho que había cambiado todo. Su padre Mathieu Dumonde había muerto quince años atrás de pulmonía. Dejaron que muriera tranquilamente en la cama, desde la que podía mirar a través de la ventana y ver los árboles del bosquejo donde sus hijos solían montar a caballo. Desde entonces, Marie se fue marchitando como una de las flores del invernadero. Su luz se fue desvaneciendo y se perdió entre confusos recuerdos, entre las imágenes que rodeaban las paredes de la casa y las cartas de Pierre que apilaba en los cajones de la cómoda. Marie Lecouer perdió el color de sus cabellos, perdió el rubor de sus mejillas y la fuerza de sus manos con las que podaba e injertaba sus plantas. Aunque todavía conservaba la salud, había perdido todo lo demás. El otro hermano, Gérard se marchó de Blois con una joven, y Guillaume era lo único que le quedaba a la anciana de la vida pasada en la que todos fueron felices.

Lucía notó la tristeza de la casa y durmió pensando que su emocionado deseo de conocer al hijo de Pierre se desvanecía por completo. A la mañana siguiente, instantes antes de partir y abandonar definitivamente Blois, Lucía le preguntó a Guillaume por el paradero de su hermano Gérard. Según le dijo, se había trasladado a Mussidan, muy cerca de Burdeos, después de casarse con Geneviève Beauvois. Vivían sin problemas gracias a un próspero negocio que no les dejaba demasiado tiempo para volver a Blois de visita. Lucía preguntó directamente por el bebé de Geneviève, a lo que Guillaume respondió: Sí, todavía vive con ellos en Mussidan. Se llama Benoît y es idéntico a su padre. Lucía no dijo nada pero se preguntó si Guillaume sabía cuál era la verdadera paternidad del muchacho a la que hacía referencia.

De este modo, Lucía Zagra abandonó la ciudad de Blois con dos

nombres en el pensamiento. El de su hijo Rubén y el de Benoît.

Hugo Feldkirch

El mes de septiembre de 1936, Lucía se encontraba perdida y sola en

medio de una carretera rumbo a la lejana frontera. Caminaba arrastrando

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por el pavimento una pequeña maleta que temía se fuera a desgastar por el roce hasta hacer un agujero por el que escapase la poca ropa que aún llevaba (y que tendría que abandonar, desperdigada sobre el asfalto). Aquella era la última de las maletas que le quedaban de la docena que sacó de Burgdorf. Fue dejando las otras, junto con su ropa y pertenencias, en los pequeños hostales franceses en los que se alojó buscando a alguien que la ayudara a cruzar la frontera. En cuanto mencionaba España, la gente fruncía el ceño como si un manto negro de muerte y guerra les impidiera reaccionar en forma de desinteresada ayuda. Preferían no hablar del tema y le recordaban que la gente huía de España, donde nadie pretendía volver. Por las noches, contemplaba las fotos de sus hijos que, de tanto manosearlas y besarlas, comenzaban a estropearse por las puntas. Escogía siempre una que tomó de Rubén subido en las ramas del roble, en el interior del jardín. El pequeño se aferraba con una mano a una de las ramas y dejaba su otro brazo colgando en dirección al suelo. Su cabeza se inclinaba mirando a la copa. Lucía amaba aquella fotografía. Era divertida, luminosa, viva. Y le traía tantos recuerdos felices que la melancolía no dejaba de aflorar cada vez que la observaba. La acariciaba a la vez que prometía encontrarlo. Su pequeño Rubén ya era casi un hombre, podía defenderse por sí solo. Pero ella necesitaba comprobarlo con sus propios ojos; necesitaba estar cerca de él, recuperar su cariño y subsanar el pasado.

Se había sumido de nuevo en la autocompasión y en la necesidad compulsiva de encontrar a su hijo (o de tener alguna noticia suya, al menos) desde que partió de Blois y las cosas comenzaron a salir mal. El hombre que conducía el coche comunista, Ferdinand Nin, se puso de acuerdo con su compatriota anarquista Jacques Gillot para abandonar a Lucía en medio de la carretera. Detuvieron el auto, descargaron las maletas de Lucía y las colocaron bien lejos, en el arcén donde comenzaba el campo. Se escondieron tras el tronco de un árbol disimulando orinar y lanzaron varias exclamaciones para despertarla. Lucía salió del coche al ver las maletas descargadas al otro extremo del camino. Ellos corrieron por su espalda, ocuparon los asientos y arrancaron dejándola allí mismo. Desaparecieron antes de llegar a Tours y, desde entonces, sin dinero suficiente para comprar un nuevo auto, Lucía caminaba sola y recorría como podía las poblaciones que la aproximaban a su destino. Fue ese cúmulo de mala suerte el que la arrojó de nuevo a la bebida, esta vez sin ningún tipo de compasión hacia su persona y con el único propósito de olvidar. De ahí que se diluyese en ninguna parte el nuevo deseo de

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conocer al hijo de Pierre Dumonde, cuando su camino la acercase a Mussidan.

Llegó sucia y cansada hasta una enorme casa abuhardillada cerca de

Châtellerault que tenía aspecto de servir de hospedaje. Harta de ser la causa y consecuencia de su mala suerte, Lucía llegó con el firme propósito de enmendarse y dejar de lado la bebida para retomar su rumbo con la ayuda del anciano Claude Leaud, a quien debía encontrar. La propietaria, una mujer sonriente y correcta en el hablar, le dio una de las mejores habitaciones: amplia, soleada y con vistas al jardín y a un recinto hípico. Lucía pasó más de una hora sumergida en un baño de agua caliente, purgando su conciencia. Con ropa limpia, bajó a la recepción y pidió una conferencia con París. Su amigo Etienne se alegró de que estuviera en Châtellerault pero lamentó no tener noticias de Rubén. Consciente de que debía resignarse, se dijo que su suerte estaba a punto de cambiar, y se dirigió al comedor.

A lo largo de su vida, fueron muchos los momentos en los que la casualidad irrumpió de forma inesperada colocándola en situaciones impensables, unas gratas y otras desagradables. Sin embargo, un encuentro casual como el que se produjo en Châtellerault desencadenó, con el tiempo, un cúmulo tan enorme de acontecimientos que es difícil calibrar la influencia que tuvo el destino o cuánto fue lo que determinó la casualidad. En su vejez, aguardando el final de una tormenta sin otra cosa que poder hacer salvo observar cómo la lluvia caía en los cristales de su habitación, Lucía Zagra, con una memoria debilitada por el paso de los años, trataría de deshilvanar el curso de los acontecimientos que principiaron en aquel encuentro y que terminaron una mañana de septiembre de 1937 en el pueblo de Marcelo Dosaguas, y aun mucho después. No pudo hacerlo, puesto que cada uno de los pasos que dio fue producto del anterior. Aquello la asustó y, a pesar de que en el final de sus días ya nada podía hacer, no pudo dejar de pensar cuán diferente habría sido su vida de no haberse tropezado ese día con Hugo Feldkirch.

Ocurrió como en una de aquellas películas norteamericanas de Howard Hawks en las que los protagonistas se chocan de frente cuando pretenden atravesar una puerta, cada uno caminando en un sentido diferente, se retiran a un lado y a otro, adelante y atrás, tropezando continuamente sin dejarse vía libre. De este modo que en las pantallas de cine resultaba tan cómico fue como Lucía Zagra tropezó con su pasado, con Hugo Feldkirch. Estaba imponente, vestía un traje elegante y

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conservaba la sonrisa de chico adorable de antaño a pesar de que su pelo se había vuelto completamente gris. Tropezaron uno frente al otro y, después de tanto tiempo, no supieron qué decirse. Se miraron como tratando de recomponer los años que habían pasado separados y, con los pensamientos demasiado precipitados como para articular una frase coherente, Hugo, tan resuelto como siempre, le dijo que acababa de terminar de comer y que su familia se había adelantado hasta la habitación, adonde él subía en ese momento. Le dijo que a su esposa, Alma le encantaría conocerla y la invitó a que les acompañara durante la cena. Lucía aceptó y ambos, incómodos, se apresuraron a reemprender su paso.

Lucía tomó asiento en una de las mesas del comedor y, abrumada por lo inesperado del encuentro, trató de recordar. Se habían conocido hacia 1903 en la Universidad de Berna, en Suiza, donde ambos estudiaban. Mantuvieron un apasionado romance antes de convivir, durante varios meses, en un pequeño apartamento cerca de Ginebra. Y terminaron como buenos amigos después de comprender que el amor no se construía únicamente sobre la admiración hacia el poeta uruguayo afincado en Francia Jules Laforgue y a sus “Flores de buena voluntad”. Además, el hecho de que Lucía asistiera a clases de interpretación y expresión corporal junto con otros jóvenes, en su mayoría hombres, ponía celoso a Hugo, quien desconfiaba de su belleza. Por aquel entonces, Lucía ya tenía fama de ser una joven liberal que había mantenido relaciones con varios jóvenes pero Hugo se negaba a escuchar las palabras de ella asegurándole que nunca amaba a dos hombres al mismo tiempo sino que se entregaba por completo a una sola persona. Pensándolo bien, así fue durante toda su vida y, aunque fueron escasos los momentos en los que Lucía no compartió su vida con un hombre, siempre los encontró después de terminar una relación, cuando se encontraba completamente sola.

El amor entre Hugo y Lucía acabó un buen día cuando, después de una brutal discusión en la que ambos terminaron heridos a arañazos y golpes (hasta el punto de no asistir a la Universidad durante una semana por vergüenza a que los demás vieran las heridas), decidieron seguir uno por cada lado. No volvieron a verse hasta la boda de un amigo común, años después. Cegados por la magia del reencuentro, llegaron a eclipsar a los propios novios en el baile, entregándose besos y haciendo juegos con el movimiento de las ropas. La noche de la boda, mientras los novios desaparecían en un inmenso carruaje de caballos que los pasearía por un parque, Lucía y Hugo la pasaron juntos. Se arrepintieron de haber

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acabado su relación y se entregaron a un deseo obsesivo y desmedido que duró dos semanas exactas hasta que, de nuevo, los celos y el enfrentamiento, volvieron a sus vidas. Desde entonces, habían pasado unos veinticinco años, tiempo en el que Lucía nunca recibió noticias de Hugo ni supo de él. La distancia, el misterio del rumbo que habría tomado su vida y el encuentro, colocaban a Lucía en una posición inadecuada a los ojos de la esposa, Alma, la de nombre dulce. Esa tarde, encerrada en el cuarto con las fotografías de sus hijos desperdigadas sobre los muebles, Lucía se preguntó si su hijo amaría a alguien como ella amó a Hugo siendo ambos estudiantes. No llegó a ser un amor tan apasionado e ideal como el que compartió con Pierre Dumonde pero sí el primer amor verdadero que le caló hondo. Pero, de nuevo, el pensamiento de su hijo empañaba la escasa alegría que, en esos días de tensión y espera, le ofrecía la vida. España quedaba todavía tan lejana que le daba miedo pensarlo.

Durante la cena, Hugo Feldkirch presentó a Lucía de forma escueta y

desapasionada, como una simple compañera de Universidad. Su mirada esquiva y aviesa escondió un pasado romántico que prefería mantener en la intimidad y el recuerdo. Por un segundo, Lucía pensó que Hugo había olvidado su convivencia en las cercanías de Ginebra o sus lecturas de poemas a la luz de las velas, pero al comprobar en su rostro y en sus palabras cierto tono de falsedad premeditada comprendió que deseaba mantener la felicidad de un matrimonio que parecía no caminar por sus mejores momentos. Las tres hijas de Hugo eran fascinantemente bellas, muy rubias y de cara fina y despejada. Guardaban cierto parecido al padre pero la madre, Alma, una alemana de porte aristocrático, bella y gélida a partes iguales, era la verdadera responsable de la belleza de sus hijas. Le contaron que, en esos parajes de Châtellerault, pasaban sus tardías vacaciones. En la voz de Alma, Lucía pudo descubrir cierto tono de reproche ante lo que debía ser un vuelco de Hugo en el trabajo, por el que había descuidado a la familia. Alma, como buena alemana, protegía a sus hijas de cualquier tambaleo familiar y parecía ser la causa real de las vacaciones. Las niñas parecían muy contentas, como si nunca antes hubieran salido de su Alemania natal. Hugo tenía un próspero negocio a medio camino entre las finanzas y la construcción, un trabajo en el que se sentía cómodo pero que le robaba mucho tiempo. Alma mantenía la casa y a las niñas, de modo que cuando Lucía les contó que sus fotografías se exponían por Europa, Alma no pudo reprimir una mueca de

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desaprobación y se apresuró a cambiar de tema, quizá para no influenciar a sus hijas con ideas poco convenientes para su futuro de buenas gobernantas de su casa. Lucía, consciente del desagrado que le provocaba a Alma, eludió todo tema de conversación acerca de viajes, libros, cuadros y vida disoluta. Pero cuando apareció el fantasma de la guerra y el peligro de sus hijos, Alma torció más claramente la conversación hacia la destreza culinaria de los franceses. Los oídos de las niñas no podían ser dañados con imágenes de guerra, de modo que se sustituyeron por palabras de hongos, vichisois, pato a la naranja y otras verduras varias, aunque la suerte hizo que, pocos años después y debido a ese aislamiento maternal que procuraba, sus hijas sufrieran un colapso nervioso consecuencia del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, ante las imágenes provocadoras de hambre, violencia, judíos forzosamente desplazados y bombardeos. Pero antes de que todo aquello enturbiara sus vidas civilizadas, en esas vacaciones, las pequeñas de Hugo aprendían a montar a caballo, paseaban por el campo recogiendo las primeras hojas secas preludio del otoño, y comían con sus padres en improvisados picnic sobre la hierba. A Lucía se le revolvió el estómago ante tanta felicidad fingida y falseada. Alma no era consciente de la realidad, vivía en un mundo imaginario alejada del peligro del fascismo que se acercaba por toda Europa. Ante tal disparate de conversación, Lucía apuró la copa de vino y continuó con la siguiente. Hugo parecía agobiado por las palabras de su mujer. Las miradas, entre sorbo y sorbo, entre los bocados delicados de cubiertos de plata, deslucían su brillante azul mostrando hastío. Habían pasado muchos años, pero Lucía creyó que conocía a Hugo mejor que su esposa y lo lamentó. Sin darse cuenta, Lucía pasó del vino al champaña y de éste a los cócteles variados. Todo era poco para morderse la lengua y no desatar sus verdaderos pensamientos ante una mujer como Alma.

Después de la cena, Alma subió a la habitación a acostar a sus hijas mientras Hugo y Lucía salieron a tomar un café al jardín de la entrada. Hugo, sin poder evitarlo, puso su mano sobre la de Lucía y le preguntó por su vida. Estaba seriamente preocupado como si por fin fuera consciente de que ella había vivido una vida propia, al margen de lo que vivieron juntos, que le importaba más que él. Lucía le habló de Marcelo y de sus dos hijos, de los días de aislamiento en el pueblo y de su posterior libertad. Hugo la comprendió, pero se dio cuenta del dolor que debía de estar sufriendo por sus hijos, por el temor de que ellos le reprocharan su forma de ser y de comportarse. Le habló de Rubén y lo solo que se debía

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de encontrar en medio de Madrid y no pudo evitar que se le encharcasen los ojos. Para evitar el llanto, Lucía pidió otro café acompañado de licor y nata. Hugo le pasó la mano por el rostro y le dijo que la añoraba. Que su vida era tan falsa y artificial que apenas podía creer que existiera. Y le recordó los días cerca de Ginebra y sus escapadas hasta el lago Léman donde iban a nadar completamente desnudos. Pero Lucía no quiso oírlo. El pasado parecía estar demasiado presente para él, y no era más que una excusa a la que aferrarse para huir de la falsedad en la que vivía con Alma. Lucía se percató de ello y no quiso seguirle el juego. Se excusó alegando un terrible dolor de cabeza y se levantó para volver a la habitación. Entonces fue consciente de lo mucho que había bebido aquella noche y de que había traicionado su recién contraído propósito de enmienda. En el interior del ascensor, Lucía se aferró a la tela del vestido y se sintió igual que las noches que pasó en la ciudad huyendo de la dominación de su padre, Reinaldo Zagra. Por un instante, lamentó que nada hubiera cambiado en su vida ni en su persona ya que seguía desprendiendo ese mismo magnetismo que aturdía a los hombres desde joven. Tenía cincuenta y un años y, a pesar de estar casi borracha, no era capaz de desprenderse de su peor infierno, de lo que siempre quiso huir: su belleza. Se revolvió el cabello, advirtiendo que una pareja la miraba de reojo percibiendo el olor a alcohol, y cerró los ojos para no sentir nada más que el lento empuje del ascensor renqueando en silencio, aunque con algún gemido metálico, mientras subía.

Hugo se quedó sentado en el jardín. La gente alrededor disfrutaba con la vida y con las vacaciones, conversaban unos con otros buscando nuevas amistades. Pero él se encontraba perdido y hastiado de reconocer que su vida no era como deseaba que fuera. Desde allí pudo observar el instante en el que su mujer apagaba las luces de la habitación en la que dormían las niñas. En breves instantes estaría a su lado, estáticos ambos, en silencio, con las miradas fijas en las estrellas como simple excusa para no decir nada. Se levantó de la mesa y buscó a Lucía por el hall. Al no encontrarla, Hugo subió las escaleras a grandes zancadas hasta el piso en el que se encontraba la habitación de ella, deseando ser más rápido que el ascensor.

Lucía, con la llave de la puerta colgando entre los dedos, salió del

ascensor y caminó por el pasillo empapelado que conducía a las habitaciones. Al fondo, apoyado junto a la puerta, Hugo Feldkirch la esperaba con los ojos brillando a la media luz del pasillo. La noche se

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hizo para nosotros, dijo él. Parecía ansiarla como cuando cruzaron a la deriva el lago Léman, en el interior de una barca sin remos. Como cuando él la sorprendía a la salida de las clases de interpretación con un puñado de azúcar, aprisionado en una bola en su mano, y la esparcía sobre ella asegurando que le endulzaría la vida. Lucía se detuvo en el pasillo sin llegar a Hugo, fue él quien avanzó hasta tocarle el rostro con la mano. Le dijo que seguía tan bonita como siempre y le explicó que se encontraba en un momento delicado junto a su esposa. Entre susurros, le confesó lo que ella ya sabía: que mantenían el matrimonio por las niñas y que su presencia disturbaba felizmente la claustrofobia de un futuro infeliz y solitario en compañía de su mujer. Lucía no supo cómo reaccionar. Los años les habían cambiado pero un hombre inestable sigue siéndolo durante toda la vida, y Hugo lo fue, al menos al principio. Apartó la mano de Hugo con delicadeza, como si tratara de cogerle cariñosamente de la muñeca. Hugo se dejó llevar y Lucía trató de alcanzar con rapidez la puerta de su cuarto. Los ojos de Hugo se abrieron, reaccionando. Lo vio todo claro. Forcejearon en silencio hasta que Lucía se dio por vencida.

Él comenzó a besarla y a apretarla contra su cuerpo y ella no pudo zafarse. Recordó el día en el que terminaron su relación. Lucía había defendido una postura feminista, una idea loca de juventud que consistía en no atarse nunca a un hombre, no sacrificar nunca su libertad para crecer. Él lo aceptó aunque no fuese más que una excusa de Lucía para alejarse de él. Pero, esa noche, él lo comprendía todo, el pasado y el presente se fundían como uno solo pero ella no era capaz de articular nuevas palabras de disuasión. La tenía atrapada creyendo que siempre le había pertenecido. Lucía le rogó que la soltara. Después de pensarlo unos segundos, él lo hizo muy sonriente pero se colocó ante ella cercándole la salida, dejando a su espalda únicamente la balconada que daba al jardín. Invítame a tu cama, le dijo. Lucía sintió que estaba más aturdida de lo que creía por el alcohol. Siempre lo había tolerado sin mucho problema, más aún en las fiestas en la ciudad, escabulléndose con Gumersindo Hinni en las alcobas ajenas, pero esa noche comenzaba a tambalearse. Lucía se retiró de Hugo, fue retrocediendo hasta que tropezó con la puerta de cristal de la balconada y, rápidamente, le rogó que la dejase marchar. Pero él se negó, de nuevo. Entonces, Lucía abrió la puerta de la balconada y se arrimó amenazando con lanzarse al vacío. Hugo se echó a reír burlándose de ella. Acaso no has pensado en tus hijos le espetó él, como lanza arrojadiza. Lucía estaba demasiado confundida; sus ojos, demasiado borrosos como para distinguir el borde de la puerta de cristal o

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la misma barandilla de piedra gris sobre la que se refirmaba, lagrimeaban sin saber exactamente por qué. Hugo se acercó hasta ella alargando la mano derecha para sujetarla y, entonces, Lucía cayó al vacío.

Tal y como se deduce de algunos testimonios, fueron varias las

personas que, aquella noche de septiembre, presenciaron cómo el cuerpo de Lucía Zagra caía desde el aire pero nadie pudo precisar si la empujaron o si se lanzó por voluntad propia. Debido a su estado de embriaguez, Lucía nunca recordó con claridad lo que había ocurrido aunque, por amor a sus hijos, siempre afirmó que había resbalado al pisarse el vestido sobre la barandilla de piedra. Lucía Zagra cayó desde lo alto de un tercer piso a una velocidad tal que las estrellas, fijas y brillantes en el cielo, le parecieron fugaces. La gruesa tela de uno de los toldos de la fachada trasera, con los que el hotel conseguía algo de sombra para aliviar el calor de las tardes, amortiguó la caída de Lucía y sus fatales consecuencias. La gente se levantó de las mesas en una reacción coordinada, algunos volcando los vasos y tazas por la premura, y atendieron a la mujer que, inconsciente, había tocado suelo tras rasgar la tela del toldo. La propietaria en persona se interesó por su estado y no le recriminó, en modo alguno, su embriaguez, quizá comprendiendo su sufrimiento como madre después de oír algunos comentarios en conversaciones esquivas. La acompañaron a la habitación y la acostaron, cerciorándose de que se encontraba perfectamente.

Hugo Feldkirch nunca se pronunció sobre lo ocurrido. Al ver que Lucía desaparecía ante sus ojos, se retiró hacia el interior del pasillo y bajó al hall en el ascensor. Cuando apareció en la terraza, la gente se arremolinaba en círculo sobre un cuerpo tirado en mitad de la hierba. Inmóvil, sin atreverse a acercarse hasta Lucía por miedo a que alguien los hubiera visto momentos antes de la caída, Hugo no pudo evitar un respingo al sentirse sorprendido por Alma, que le tomaba la mano. Él la retiró instintivamente, pensando que trataban de detenerle. Alma lo miró con ojos interrogativos y él le dijo que la estaba buscando en la habitación de las niñas y que debían de haberse cruzado en el camino. Luego, Alma añadió: Esa amiga tuya se ha tirado por el balcón. ¿No es monstruoso que hayamos cenado con ella?

Esa misma noche, Lucía despertó de sus sueños y escuchó a través de

la ventana un sonido hueco, como de golpes sobre la hierba, que provenía del exterior, de la zona ajardinada que se extendía en la parte trasera de la

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casa cercando un pequeño campo de hípica. Se levantó de la cama tambaleándose por la embriaguez, miró por la ventana tratando de esconderse detrás de las cortinas y observó a Hugo trotando a lomos de un caballo blanco, mientras su mujer, vestida tan solo con un camisón de seda rosa, le suplicaba a media voz que volviera con ella al dormitorio. Lucía regresó a la cama pero tardó en dormirse porque el sonido de los cascos del caballo en la hierba no cesó.

Permaneció durmiendo un día entero y, a la mañana siguiente, siendo

todavía muy temprano, Lucía Zagra bajó a la recepción buscando a la propietaria. Siempre pensó que aquella mujer la había tratado demasiado bien. No le reclamó el importe de reparación del toldo, no la interrogó buscando respuestas a su curiosidad y, cuando un anciano desconocido fue esa misma tarde a recoger su equipaje y a saldar su cuenta, tampoco hizo preguntas. Lucía preguntó a la propietaria de la casa por el lugar en el que se instalaba un mercado de carnes, frutas y verduras. La mujer le indicó la dirección en un pedazo de papel y, acompañándola a la salida, le señaló el lugar por el que lo encontraría caminando. Lucía agradeció la ayuda a la mujer y se apresuró. Se había levantado temprano para evitar la presencia de Hugo pero, cuando sólo había caminado unos cien metros, sintió que la seguía. Trató de despistarlo equivocando su dirección pero no le fue posible. Al girar por una esquina, Hugo la alcanzó. Estaba enfadado. Con Lucía, con su mujer, con las gritonas de sus hijas, con él mismo y con el mundo entero. Pero también estaba arrepentido y le pedía perdón.

Hugo le dijo que llevaba así bastante tiempo y no sabía cómo salir del oscuro agujero en el que caía sin remedio. Se había vuelto paranoico, se sentía acosado y humillado por sus amigos y no era capaz de mantener una conversación sin pensar que le estaban provocando. Se sentía solo e incomprendido; su mujer no le amaba, al igual que Lucía, y su tiempo se perdía en el cansancio de una rutina. Lucía le dijo que quería ir sola pero él se negó a dejarla. Hugo le suplicó que le dejara compensar todo el daño que le había hecho dos noches atrás, aunque sólo fuera acompañándola. Ella aceptó. Caminaron hasta llegar al mercado y, pese a ser temprano, decenas de personas rodeaban los puestos y negociaban con los tenderos el precio de la carne y de la fruta. Lucía se introdujo entre la multitud buscando un puesto de frutas de alguien llamado Claude Leaud. Fue preguntando y los tenderos le señalaban con el dedo otro puesto al que preguntar, aunque todos coincidían en que el tal Leaud se

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colocaba al final del mercado junto a una Iglesia ya que, pese a ser comunista, creía que sus ventas mejoraban por instalar su puesto allí. Hugo trató de retenerla e insistió en que desayunaran antes y charlaran un poco. Se puso tan insistente que Lucía no pudo negarse. Estaba hambrienta y segura de que el tendero no se movería de su sitio, de modo que aceptó.

Entraron en un café, varias calles antes de llegar a la Iglesia. Desde la mesa en la que se sentaron, Lucía veía el campanario y la portada pero no lograba distinguir la escalinata de entrada a cuyos pies estaría instalado el puesto de Claude Leaud. Lucía apenas pudo abrir la boca. Hugo habló y habló. Le tomó una mano con fuerza y le contó, nuevamente, lo mal que andaba su matrimonio. Lucía trató de recordar el motivo por el que una vez se enamoró de él, pero no lo logró. Se había vuelto aburrido, obcecado, insistente y un tanto perturbado, de modo que Lucía asentía a sus palabras deseando que se calmase. Fue entonces cuando distinguió sobre una de las mesas contiguas la punta de un periódico que sobresalía entre otros. Disimuladamente, para no molestar a Hugo, Lucía volteó varias veces la cabeza hasta asegurarse de que la primera letra mayúscula que aparecía en el periódico mostrando el nombre era una “I”. Por la caligrafía empleada y por el tamaño de sus páginas, inferior al resto, supo que se trataba del diario “Ideario” en el que colaboraba su hijo Rubén. Lucía levantó la mano y colocó su palma a la altura de la boca de Hugo, indicándole que guardara silencio. Él arqueó las cejas y dejó la frase en suspenso mientras Lucía se levantaba de la mesa. Pidió permiso para coger el diario y, de pie, buscó apresurada la hoja en la que publicaban el artículo de Rubén. Lo encontró y, aunque estaba fechado pocas semanas después de comenzar la guerra, sintió que su hijo se encontraba bien y, extasiada en un nervioso estado de regocijo, abrazó a varias parejas que conversaban ausentes, sin reparar éstos en la guerra que se había desencadenado en el país vecino y sin explicarse la extraña reacción de la mujer. Abrazó después a Hugo, que se había acercado hasta donde ella estaba, explicándole el motivo de su alegría y mostrándole el artículo que había escrito su hijo y que le daba esperanzas de que se encontraba bien, a resguardo entre activistas. Mientras ella rasgaba la página para conservar el artículo, Hugo lo leyó y, al terminar, quiso ser franco con ella. Le advirtió que el artículo era demasiado ambiguo y que no hacía referencia a los enfrentamientos armados, de modo que podría haber sido escrito con anterioridad al alzamiento y publicado ante la ausencia de articulistas que los escribieran. Lucía lo miró fijamente y advirtió en los

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ojos de Hugo una extraña mezcla de rencor y grosería, como si le hubiera disgustado que ella se levantara de la mesa dejándole con la palabra en la boca, como si se hubiera reído de él (al igual que hizo en la época en la que vivieron juntos), como si quisiera vengarse de ella por haber vivido su propia vida y lo pagara con aquello que sabía le haría más daño. Lucía lo abofeteó repugnando su actitud y él respondió con otra bofetada. Ella salió del café mientras varios hombres que habían presenciado la escena forcejeaban con Hugo y lo retenían mientras él amenazaba a Lucía entre gritos. Cuando Hugo Feldkirch salió a la calle y buscó a Lucía en el puesto de fruta de Claude Leaud, no la encontró. Se quedó de pie, avergonzado y pensando en su mujer.

Lucía se perdió entre la multitud y aguardó a que Hugo se marchara del mercado para acercarse al puesto de fruta. Después, se presentó ante Claude Leaud.

Claude Leaud Claude Leaud era un anciano gracioso que cubría su calvicie con una

gorra de cuadros y solapa ladeada hacia un lado. Vestía un traje anticuado de color marrón, camisa blanca abotonada hasta el cuello y sin corbata. Tenía las cejas completamente blancas al igual que su bigote y el vello de los brazos. Y una figura que aunque no era oronda sí desproporcionada. Despachaba con rapidez a sus clientes y mostraba una perfecta sonrisa que no desaparecía con ninguno de ellos. Lucía esperó a un lado del puesto a que terminara de atender a dos señoras; luego, se acercó a él, se presentó y pronunció en voz baja el nombre de Etienne como para no comprometerle y para que supiera quién le enviaba. El anciano salió de detrás del puesto hasta el lugar en el que se encontraba Lucía y le dio un largo y aprisionado abrazo, conmovido por su origen español y por lo mal que sabía lo estaban pasando sus compatriotas. El anciano Leaud pidió a la señora del puesto contiguo que se encargara por él de las frutas y verduras y que se disculpase ante sus clientes, pues había surgido una eventualidad esa mañana.

Con un caminar rápido de pasos cortos, el anciano condujo a Lucía hasta su casa, no muy lejos del mercado. Mientras caminaban, Claude le preguntó cosas acerca del estado de salud de Etienne, pues conocía el episodio de tuberculosis ya superada que sufrió unos años atrás; así como

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las últimas noticias que se supieran en París acerca de la fábrica Hergé-Fabrece, en la que él trabajó durante varias décadas y donde fue un destacado sindicalista. Lucía lamentó decirle que la Hergé-Fabrece acababa de cerrar, según se enteró mientras estaba en Suiza. Claude Leaud rió entre dientes y añadió un lacónico: Ahí se pudran, apestosos tiranos. Según le contó, tuvo una relación peculiar de amor y odio con aquella fábrica. Entró a trabajar siendo muy joven (cuando todavía era fácil de explotar, dijo) junto con varios de sus hermanos; dejó la matriz de París y recorrió multitud de filiales por toda Francia, hasta que desapareció durante un tiempo. Regresó por otra década hacia 1906 y volvió a desaparecer durante la Gran Guerra. A su jubilación, agradeció el sentirse lo suficientemente fuerte y joven como para seguir disfrutando de la vida y mantener el puesto de frutas y verduras. Lucía le contó entonces su propósito de atravesar la frontera y llegar a España, a lo que el viejo Claude respondió con un sencillo meneo de cabeza y una expresión de disgusto. Eres una flor demasiado bella para sufrir, y le habló de los pájaros que comenzaban a emigrar a lugares más cálidos. Claude conocía todo acerca de los pájaros: alimentación, rituales amorosos, costumbres, plumaje, trinos. Los había estudiado durante años en las horas libres que le dejaba el puesto de frutas y las reuniones con los viejos amigos, camaradas durante la guerra.

Lucía apenas sí pudo replicarle. Cada vez que mencionaba la

frontera, el anciano ponía una expresión de enojo y cambiaba de tema. Se preguntó si Etienne le había pedido al anciano que la disuadiera de llegar a Madrid, tal y como suplicaba Rubén en su carta. De modo que Lucía se aventuró a combatir con el anciano para descubrir qué sabía y qué pretendía hacer por ella. Claude Leaud mostró mucho interés en conocer la vida de su hijo Rubén. Se le amplió el rostro cuando se enteró de que escribía en publicaciones izquierdistas, algunas con difusión por las Universidades y los cafés de tertulias políticas de la zona (como al que acudían los amigos combatientes de Claude). Pero su rostro se turbó cuando supo que se encontraba en Madrid. Solo y en peligro. Lucía se dio cuenta de que Etienne no le había comentado nada (o al menos no la parte fundamental de la historia). Claude tomó la mano de Lucía entre las suyas propias y le dio unas palmaditas de consuelo, que ella aceptó en silencio. Comieron unas deliciosas codornices guisadas con guarnición que cocinó la señora que cuidaba de la casa de Claude, ahora que él ya era un viejo que vivía solo con sus recuerdos, y descansaron sentados en

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el jardín contemplando el movimiento de las hojas de unas encinas cercanas.

El resto de ese primer día, el anciano Leaud trató de sosegar a Lucía con bellas palabras y con historias de sus antepasados. Pero principalmente estuvo presente el recuerdo de su difunta esposa, Blanca González, que había nacido en España. Claude suspiraba bastante pero no se quejaba por nada. Era feliz pese a las circunstancias amargas que el tiempo le obligó a vivir. Lucía se sintió relajada y tranquila por primera vez desde que se enteró de la noticia del alzamiento en España. Aquel anciano era muy parecido a su abuelo, al que apenas conoció siendo una niña pero que siempre jugaba con ella. Su abuelo fue el único ascendiente de la familia del que no renegó por sus ideas políticas. Claude tenía el mismo carácter reposado y reflexivo, como si nada importase más que otra cosa.

Lucía le habló de sus otros hijos y de Marcelo, y se dio cuenta de que en los últimos días se estaba repitiendo. Sabía que tenía que mirar al presente y así se lo dijo. Quería llegar hasta España, encontrar a su hijo en Madrid y regresar al pueblo con su hija Rosa. Y él era el único que podía ayudarla. Claude Leaud prefería guardar silencio. Lucía había descubierto más cosas del anciano al llegar a Châtellerault y preguntar por él. Mucha gente le conocía puesto que durante años luchó contra la patronal para conseguir mejores condiciones de trabajo y estaba afiliado al Partido Comunista. Su estela recorría buena parte de Francia y se sabía que ayudaba a todo el mundo y que había conocido a exiliados españoles que huían del avance fascista. Pero el abuelo era muy discreto y no le gustaba alardear sobre lo que los demás decían de él. Como dijo, simplemente era un compatriota afincado en un territorio muy amplio, más que un estado, lo que significaba que ayudaba a cualquiera que lo necesitara sin importarle su origen, su religión o su ideología, siempre que estuviera justificado.

Claude Leaud le enseñó la habitación donde se quedaría a dormir esa misma noche y le preguntó la dirección del lugar en el que se alojaba para ir a buscar sus cosas. Lucía no quiso molestarlo con ese trabajo pero pronto se dio cuenta de que sería muy conveniente no volver a ver a Hugo. Claude volvió poco después del atardecer cargado con la única maleta de Lucía y hablando continuamente de lo preciosos que eran sus hijos y de las fotos que había visto al guardarlas en el interior de la maleta.

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Esa noche, Lucía se durmió pronto y soñó con el pueblo. Con las montañas y la vaquería. Bien entrada la noche, soñó que escuchaba las pisadas de un caballo al galope en el exterior de la casa. Temió levantarse pero lo hizo. Se acercó pensando que al asomarse por la ventana vería a Hugo Feldkirch con su cabello plateado, pero el rostro que contempló la obligó a retirarse y esconderse bajo las sábanas. Allí, trotando en el exterior de sus sueños, se encontraba Juan Lisia completamente desnudo. Con la sonrisa maliciosa y los ojos impresionables.

A la mañana siguiente, al levantarse, Lucía encontró una breve nota

en la que Claude le pedía que le esperara en casa hasta la hora de cerrar el puesto de verduras. Aguardó a que volviera y comieron. Fue entonces cuando el anciano Claude Leaud le habló de su nieto. Ángel Tous había nacido en Parthenay, muy cerca de allí, en 1908. Su padre era español y su madre tenía la mitad de la sangre española de Blanca González y la mitad francesa del difunto marido de ésta. Claude Leaud llegó a la vida de Blanca al mismo tiempo que Ángel vino al mundo; por eso, aunque no era parte de su sangre, lo amaba tanto como si lo hubiera sido. Lo vio crecer, le ayudó a estudiar y le admiraba por aquello en lo que se había convertido. Ahora, Ángel Tous además de ser maestro se dedicaba a esconder a milicianos de la República que cruzaban la frontera y ascendían por Francia. Servía de enlace entre muchos españoles dentro y fuera de España, todo desde la discreta clandestinidad necesaria para evitar problemas con el gobierno francés o represalias de partidarios del bando nacional. Lucía se explicaba así el secretismo con el que Etienne le dio el papel con la dirección del anciano Leaud. Aquello no era un favor entre amigos, aquello era el germen de una verdadera infraestructura de colaboración desde el exterior y el origen, aún sin vertebrar, de toda una resistencia al fascismo emergente en Europa. Claude Leaud sonrió, minúsculo en su apariencia de anciano tendero pero enorme en su orgullo de abuelo. Le dijo a Lucía que al día siguiente la llevaría a casa de su nieto. Había hablado con él y podía asegurarle que harían todo lo que estuviera en sus manos por acercarla al paradero de Rubén. Lucía besó la mejilla del anciano y salió con él a la terraza.

Juntos, contemplaron de nuevo el movimiento del viento entre las ramas de los árboles.

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Ángel Tous Una vez atravesaron el centro de Parthenay, tomaron un desvío que

conducía a una zona boscosa. Desapareció de su vista cualquier indicio de vida urbana y una hilera de enormes pinos desplegó las ramas a ambos lados de la carretera, ocultando así la presencia del sol. Unos kilómetros más adelante, al lado de un toconal, abandonaron la carretera y tomaron un pequeño camino de firme desigual que hizo traquetear a la furgoneta blanca de Claude Leaud con tanta fuerza que, de haber ido cargada con las habituales cajas de fruta y lechugas, éstas se habrían desprendido por la parte trasera hasta cubrir el suelo, ahí donde Claude solía guardar su “equipo de conquista”. El anciano llamaba “equipo de conquista” a una pequeña silla y una mesita de madera plegables. A simple vista eran minúsculas y poco resistentes pero, una vez desplegadas y colocadas sobre una superficie regular, soportaban cualquier peso e incluso acomodaban el cuerpo de un anciano como Claude, tan propenso a sentir incomodidades por los huesos desgastados y los músculos fláccidos. Durante sus años de retiro, dedicado exclusivamente a las inofensivas frutas y verduras del puesto callejero, y olvidadas ya sus ajetreadas actividades pro sindicales o el trabajo en una fábrica al norte del país, Claude Leaud gozaba deteniéndose en mitad de un camino (cualquiera era bueno siempre que el aire soplara con fuerza y pudiera verse el horizonte), donde instalaba su equipo de mesa y silla de madera plegables, conquistando así el paisaje. De vez en cuando, abría una pequeña caja metálica que contenía galletas, la colocaba sobre la mesa y se dejaba llevar por la tentación de saborear una tras otra. Aguardaba allí escuchando el sonido del silencio y el ímpetu del aire acunando las hojas de los árboles lejanos. Incluso el aleteo de alguna mariposa resistiéndose a la furia del viento. Era una forma de relajarse, aunque ya existían pocos motivos por los que inquietarse. Su vida era aburrida y reiterada. Simple como el paso de los días.

Pero esa tarde, Claude Leaud no necesitaba su equipo de conquista. La furgoneta ascendió por un camino de grava ligera donde los árboles comenzaban a agruparse y alzarse sin dejar avistar el más allá que se desplegaba tras ellos. Sus cortezas desnudas y rugosas, oscuras como un bosque profundo, mostraban una especie de quejido latente, como si escondieran algo más que la oscuridad de sus senderos. Se adentraron en una sucesión de curvas y la furgoneta comenzó a gemir por el esfuerzo

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del ascenso. Era vieja como su dueño y poco acostumbrada a tamaños recorridos. Pero resistía, valerosa. Lucía Zagra descubrió en el paisaje el mismo quejido que parecía desprenderse de los troncos. Era un espacio inmenso, amplio pero muy estrecho. La altura de los árboles era cada vez mayor y las sombras se filtraban desde un lejano y apenas perceptible pedazo de cielo, en tonalidades castañas y doradas. Un último descenso brusco, que les hizo dar un bote en el interior de la furgoneta, y los árboles se abrieron hacia los lados, igual de altos pero muy separados, descubriendo un enorme valle en cuesta arriba, cubierto de hierba. Desde el interior del auto, Lucía tuvo la sensación de encontrarse con una isla en medio de un océano de árboles.

Sólo en lo alto del montículo verde sin fluctuaciones de terreno, sólo con las curvas que conducían hasta su cenit, se alzaba una casa de dos plantas y buhardilla. Era una casa chata, rectangular, llena de vigilantes ventanas que ocultaban presencias tras los visillos de encaje blanco. Pese a estar en lo alto del montículo no destacaba sino que parecía camuflarse con el mismo paisaje, entre las tonalidades terrosas, casi tristes. Lucía observó que el anciano temblaba moviendo el labio inferior y descuidando las arrugadas manos del volante. Se giró asustada, preguntándole si se encontraba bien, a lo que el anciano respondió: Cuando ya no tienes nada de lo que huir, el recuerdo es la peor de las torturas. Ella le comprendió y no le molestó más. Se limitó a espiar esa expresión de Claude, angustiada y llorosa, tan propia de los ancianos nostálgicos.

El camino que conducía a la casa no era recto y en cuesta como

cabría esperar en un pensamiento racional sino que formaba una larga espiral de curvas ligeramente ascendentes de modo que, conforme ascendían por el camino, podían contemplar cada uno de los costados de la casa mucho antes de alcanzarla. Ese efecto de curvas obligaba a contemplarla como si fuera la protagonista principal de aquel pedazo de naturaleza esquiva. Distinguieron el pequeño cercado en el que se encontraba el huerto; el tendedero de la parte trasera; las ventanas abiertas de la buhardilla, para que se colasen en ella los misterios de la noche; y la puerta principal, cerrada y sin apariencia de vida cerca. Claude Leaud se puso a toser suavemente y Lucía pensó que trataba de disimular un comienzo de llanto o que se le pudieran quebrar las palabras si comenzaba a hablar.

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Terminaron el ascenso cuando la furgoneta se negó a continuar, a pocos metros de su destino final. Claude detuvo el auto y resopló malhumorado profiriendo callados insultos. Sacaron las maletas de la parte trasera y contemplaron la casa, poco más arriba de donde estaban. Aunque era una construcción normal, estaba integrada con el paisaje de tal forma que engañaba a los ojos del visitante hasta engatusarlos y conseguir una apariencia de reducto camuflado. Tomaron una maleta cada uno y continuaron a pie recorriendo el último de los círculos que rodeaba la totalidad de la casa hasta la puerta principal. El aire de la tarde se había vuelto fresco y, en el fondo de su consciencia, los dos pensaron que se acercaba el invierno.

Como era de esperar, la puerta de la casa de Ángel Tous se encontraba abierta. Porque siempre lo estuvo. Claude Leaud observaba aquella misma puerta de entrada, aquellas paredes color tierra, y recordaba tantas y tantas vidas vividas, que no soportaba la nostalgia. Su Blanca, su ya ausente deliciosa mujer, su cisne de corazón negro. Tuvieron que detenerse. Claude dejó caer la maleta al suelo y Lucía le alentó colocando su mano sobre el hombro tembloroso del anciano. Notó el miedo. Verdadero pánico a entrar en esa casa, a combatir con los recuerdos.

La historia de Claude Leaud con aquella casa se remontaba a

muchos años atrás, a finales del siglo pasado, y a su primer encuentro con la abuela de Ángel Tous, la siempre bella Blanca González. Su difunto marido construyó la casa mucho antes, durante la guerra carlista, aunque nunca nadie supo exactamente el motivo por el cual eligió aquel misterioso lugar tan alejado del centro de Parthenay. Algunos creyeron que la levantó allí porque estaba justo en medio del camino que conducía a Santiago de Compostela, pero no se pusieron de acuerdo en si lo hizo por auténtica devoción, por rebeldía pretendiendo obstaculizar el paso o por homenaje al país de origen de su mujer. En las noches cerradas sin luna, Blanca González se asomaba por la ventana del dormitorio iluminado con cirios de color vainilla y esperaba a que el viento recorriese de un soplo todas las montañas. Cuando Claude Leaud conoció a Blanca, ésta ya era viuda y cuidaba de sus hijos, y de un hermano algo retrasado, con el dinero que ganaba alquilando las habitaciones de la enorme casa a los caminantes que cruzaban la región, la mayoría de ellos peregrinos que encontraban la mole en medio de su paso. Sin embargo, Claude nunca fue hospedado, sino ocultado. Llegó huyendo, como tantas

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veces en su larga vida. Un buen amigo suyo, Raïmat González, otro de los hermanos de Blanca, lo escondió allí. Lo instalaron en una zona cerrada de la buhardilla, una que construyó el difunto marido de Blanca para apilar troncos de leña que nunca quemaban. Durante el día, Blanca subía a Claude la comida y le indicaba cuándo podía bajar a asearse al resguardo de las miradas de algún hospedado. Con el paso de las semanas, Blanca se decidió a subir y hacerle compañía. Le proporcionó libros, contemplaron los árboles desde los ventanucos cerrados y conversaron de lo mucho que cambiaba la vida con el cambio de siglo. Los dos rozaron sus cuerpos como las palabras. Y encontraron algo en su relación secreta que nunca antes habían experimentado.

Claude Leaud empujó aquella puerta siempre abierta y, al entrar y

escuchar el murmullo de voces procedentes de la sala, de la escalera, de alguna habitación entreabierta…, se estremeció por sentirse de nuevo transportado al pasado. Desde que Ángel, su nieto no sanguíneo, se ocupaba de la vieja casa, Claude evitaba las visitas. Porque después de tantos años sólo él era capaz de recuperar el aroma de los pasos, el calor de las paredes de madera o el humo que se escapaba entre las brasas de la chimenea del salón de la planta baja. Era como volver a otra vida cada vez que atravesaba la puerta. Y para aquel anciano próximo a la muerte, revivir el pasado era peor que huir, ahora que no huía de nada salvo de la caída de los días.

Lucía entró en la casa detrás de Claude pero no escuchó más que un rumor de voces sin significado. No olió el aroma dulce de la comida, ni sintió el tacto acerado de la madera. Un hombre de aspecto desaliñado situado en la treintena les dijo que Ángel Tous había tenido que salir. Y desconocía cuándo volvería. Claude miró a Lucía con expresión desolada. No sólo era el peso del paso de los años sino que se hacía tarde. Examinó la hora en su diminuto reloj de cadena y pareció ponerse nervioso. La tarde caía y la vista de Claude, tan cansada como sus años, no podía arriesgarse a una conducción nocturna de regreso a Châtellerault. Tomó las maletas de Lucía (una de ellas con las cosas que Claude pensó le serían útiles en su periplo), una a cada mano sin dejar que ella aliviara el peso de una, y ascendió las quejumbrosas escaleras de madera hasta el piso superior. La habitación del fondo, la que se reservaba para las visitas especiales, mostraba el mismo aspecto de siempre. Tan solo cambiaban los colores intensos de la ropa de cama, los visillos y la alfombra. Pero los espejos contenían la misma reflexión de la

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luz, salpicada como un mágico caleidoscopio de entrañas descubiertas. Lucía reconfortó al anciano acariciando levemente su cuello en el nacimiento del cabello blanco, como el interior del pensamiento.

Despidió a Claude Leaud desde un extremo de la ladera donde se

observaba la furgoneta detenida. Continuó allí, de pie, sintiendo el fresco del atardecer sobre los pechos y el rostro, mientras el auto daba vueltas intermitentes, apareciendo y desapareciendo ante sus ojos por el camino circular, como un espejismo, o un bello recuerdo. Cuando la furgoneta del anciano se perdió en el bosque, camino de su hogar en Châtellerault, Lucía regresó paseando por el exterior de la casa. Era un paisaje abrumador, congestionado de vegetación mucho más abajo de la ladera. Desde donde ella se encontraba, era como estar en la cúspide de una seta gigante sobresaliendo de la tierra. Era un paisaje bello pero también aterrador. Pero en nada se parecía al bosque circular que tanto la aterrorizó en casa de Marcelo Dosaguas. Y, por un instante, sonrió por lo perversos que, de vez en cuando, son los pensamientos. Porque ella se encontraba justo en la ausencia circular de un bosque incompleto, mientras que en el pueblo de Marcelo se desplegaba un bosque circular rodeado de vacío. Era una extrapolación irracional. Y peligrosa. Pero sintió que su vida se conectaba a través de los lugares, como si uno y otro fuesen el complemento de una misma cosa, como dos piezas del enorme puzzle de la vida que encajan caprichosamente cuando la mente, o la imaginación, juegan a interrelacionar.

Y, entonces, fuera del camino, desde el profundo comienzo de la ladera descendente, comenzó a ver la figura, tan solo una silueta hermosa y radiante, que se acercaba hacia ella. Pensó en esconderse. En retirarse al resguardo de la casa donde se mezclaría con el resto de desconocidos y ajenos compañeros de camino sin rumbo. Pero no lo hizo. Se quedó allí, en pie, observando el caminar firme de la silueta que se aproximaba. Cuando el hombre llegó hasta Lucía Zagra, la luz de la tarde había desaparecido y sólo un fulgor transparente, azulado y frío, reflejaba los rostros de los desconocidos. Antes de que ninguno de los dos emitiera un sonido, Lucía pudo escudriñar el rostro del hombre. Nada le llamó la atención salvo sus ojos, tan verdes que refulgían sobre el resto imperceptible de la cara. Todo eran sombras morenas que discurrían perfectas formando líneas de perfil en dirección a aquellos ojos vivos, penetrantes, interiores, hermosos, del hombre.

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Tú debes de ser Lucía, dijo él, y caminaron juntos hacia la casa. En el interior, la luz permitió a Lucía reinterpretar el rostro del hombre. Vio que era muy joven, apenas alcanzaba los treinta años, pero sus facciones morenas se escondían en las múltiples sombras de un rostro hermoso, atrevido, misterioso. El cabello negro y brillante, sutilmente despeinado. Las cejas, una arista más de su cráneo, resaltaban la profundidad de sus ojeras, tan apasionantes como los ojos cristalinos. Tan solo su rostro desprendía una personalidad firme, fuerte, rotunda. Y un interior secreto que clamaba ser descubierto. Los labios dibujaban una comisura de sonrisa permanente y su complexión atlética aunque sin muscular, potenciaba la imagen tremendamente sexual del hombre.

Ángel Tous se llamaba. Y cuidaba él solo de aquella enorme casa, mitad hospedería de caminantes, mitad refugio de almas.

Ángel la hospedó como a los demás, sin demasiadas comodidades

pero en un ambiente amistoso y apaciguador que les devolviera la cordura después de todo lo sufrido. Lucía se quedó allí bastante tiempo, sin apenas percatarse de ello. Lejos quedaba ya su salida de Burgdorf y, conforme pasaban los días, más segura estaba de que aquel periplo por Francia para recuperar a su hijo se alargaría mucho más de lo que pensaba. Fue en la casa de Parthenay donde comprendió que las cosas no son tan sencillas como desearía una madre. Y fue allí, con la ayuda de Ángel Tous, cuando comenzó a superar el ansia de una pretensión desmedida. Empezó a valorar los tremendos esfuerzos que estaban haciendo personas para ellas desconocidas por gente anónima como su hijo. Comprendió que cada día era como una pieza más que encajar en un descomunal engranaje, en una telaraña tan inmensa que apenas se podía imaginar. Las cosas no eran sencillas, ni dentro de un país en guerra ni fuera de él. Nada se reducía a ser blanco ni negro, sino que los matices del gris universal surgían a cada segundo que ella respiraba. Lo descubrió en los rostros anónimos de los españoles que llegaban huyendo de la guerra y que eran escondidos en casa de Ángel. Lo descubrió en las manos ajadas de las mujeres francesas que traían comida y ropas desinteresadamente, sabiendo que formaban parte de esa enorme red que se extendía. Aprendió a leer entre líneas, a interpretar la política reaccionaria francesa, a repugnar la ceguera internacional, los silencios de tantos compañeros de prensa que callaban para evitar mezclarse en posturas u opiniones arriesgadas. El color rojo invadía los miedos europeos y eran muchos los que temblaban asustados. Ahora Lucía no se

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sentía morir sino avanzar un paso cada día. Porque aunque no caminara físicamente en dirección a la frontera, sí lo hacía lenta e invisiblemente, buscando el paso certero que la conduciría directamente a Rubén. No era sencillo cruzar la frontera, ahora lo entendía. Y si pretendía hacerlo bien tenía que aguardar a las personas adecuadas con las que cruzar las montañas. Ángel Tous le prometió los contactos y le alivió el peso que cargaba sobre sus hombros. Así, sin esperarlo, encontró en Ángel el cariño y el apoyo que tanto necesitaba ante la incertidumbre que rodeaba el destino de su hijo. En ese momento estaba completamente segura de que Rosa y Marcelo, así como los hijos de éste, se encontraban perfectamente en el pueblo. Era una sensación muy honda que sólo pueden sentir las madres y, como tal, sólo sufría por su hijo perdido, por Rubén. Quizá no hubiera comprendido todo aquello sin la ayuda de una nueva carta de su hijo. Quizá la locura la habría invadido carcomiendo su alma, aniquilando cualquier intento de reposo. Nunca supo qué le hizo cambiar en esos meses. Pudo ser la carta, como pudo ser Ángel. Pero también pudo ser ella misma.

La carta llegó desde París, enviada por Etienne, dos semanas después de llegar a Parthenay. Era muy distinta de la que leyó antes de su marcha y diferente también del artículo publicado en “Ideario” que encontró la mañana en que la acosó Hugo Feldkirch. Porque reflejaba a un hijo endurecido por la guerra.

“Querida mamá. Ya nada es lo que parece. Lo que pintan, lo que maquillan en trazos desdibujados. Nos orientamos como los veleros, sin rumbo alguno, sin timón, sin redes que enganchar a las rocas del fondo. Las palabras vuelan: las dichas en el pasado y las escuchadas estos días. Somos valientes en el frente. Tenemos que serlo. Recuerdo las palabras de la lluvia que nos enseñabas, las llevo conmigo en las noches, guardadas en los bolsillos de la ropa de trabajo que nos prestaron unos campesinos. Los petos azules se desgastan con el sol y las balas. La sangre ajena. No te preocupes por la propia, me encuentro bien. Deseo imaginarte en el pueblo con Rosa. Y pienso en el bebé. No todos alcanzan a escuchar el sonido de la voz. Los silenciamos, les hacemos callar. Por eso Rosa le tiene que hablar. Que no pare. Cuídalos mamá. Y cuídate. Espero veros pronto”.

La dobló en dos pliegues, la acercó al corazón y pensó en Rubén. No acertó a imaginar por qué no había fechado la carta.

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Ángel Tous era mucho más joven que Lucía pero sus ojos transmitían un dolor interior que le hacían diferente de las demás personas. Durante el día, se levantaba temprano. Preparaba el café para todos los que se hospedaban en la casa y salía atravesando a pie el bosque hasta el centro de Parthenay. Allí, daba clases en la pequeña escuela local. Sus alumnos, de entre siete y nueve años, lo adoraban como a un padre. Reían escribiendo y dibujando, aprendían canciones y memorizaban los nombres de los ríos y las montañas. Después del mediodía, atravesaba el pueblo dejando atrás las construcciones típicamente medievales de ladrillo, con aspas en sus fachadas y calles estrechas; regresaba a la casa y preparaba la comida para todos. Hacía los pedidos según las indicaciones de la joven Lorena, una muchacha que llegó hacía cuatro años y que le ayudaba con las tareas de limpieza; conversaba con todos dirigiéndose a cada uno por su nombre e interesándose por sus problemas; cortaba leña y cuidaba del huerto. Durante la noche, Ángel Tous observaba el rostro de Lucía a la luz de unas velas, antes de que se acostaran juntos. Llegó a memorizar cada una de las facciones del rostro, espléndido pese a su edad, así como los finos surcos que se trazaban bajo los ojos almendrados. Lucía mantenía la melena morena y ondulada de tantos años, pero ahora recogía el cabello en un moño alto trenzado que sólo soltaba al acostarse. Ante el espejo, se encontraba rejuvenecida aunque demasiado triste como para celebrarlo. Ángel acariciaba su cuerpo como nunca antes hizo nadie. Ni Marcelo, ni Pierre, ni su amigo francés, ni tantos otros que la cortejaron a lo largo de los años. Él, con sus caricias, traspasaba la piel y hacía que se estremeciera todo el cuerpo.

Reinaldo Zagra El 25 de septiembre de 1936, después de atravesar las calles

medievales de Parthenay, llegó hasta la casa de Ángel Tous un sevillano que había recorrido toda España hasta alcanzar la frontera. Le habían herido en un hombro y tenía el tronco vendado. Les contó que había huido del sur de Aragón, de un pueblecito cerca de Teruel, cuando los militares sublevados obligaron al resto a rendir las armas y se hicieron con el control de las instituciones públicas y políticas. Unas ancianas, que escapaban hacia el norte con varios burros, le dieron comida y bebida con la que pudo soportar el dolor de las heridas. Viajaron juntos por caminos

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secundarios, siempre a oscuras; se ocultaron durante el día al abrigo de las malezas altas y de los cultivos, que servían de protección cuando camiones nacionales recorrían las carreteras en busca de “rojos”; y se ayudaron mutuamente a soportar la soledad por la pérdida de sus familias. El sevillano se encargaba de las tareas que suponían esfuerzos físicos, cargaba con los cubos llenos de agua recogida de la orilla de los ríos, limpiaba a los burros y cazaba algún conejo; mientras que las tres ancianas cocinaban, vigilaban la evolución de su herida, buscaban comida entre las hileras de los huertos y leían pasajes de algún libro de rimas. A su reducido grupo se unieron unos cuantos jóvenes que huían de Zaragoza alentados por las noticias que circulaban de la Barcelona republicana y colectivista. Acamparon a las afueras de un pueblo en medio de un maizal y, en un tono próximo al silencio, hablaron de los grandes logros que sus compatriotas habían conseguido en toda Cataluña, acabando con los fascistas y quemando los registros de la propiedad. Se habían instalado Comités en grandes edificios públicos y en Iglesias, por medio de los cuales se desamortizaba de sus bienes a los grandes propietarios y a la Iglesia. Uno de los jóvenes, sucio y andrajoso pero con los ojos más alegres y vivos de entre todos los que había visto el sevillano desde que comenzó el alzamiento, contó que los camaradas barceloneses habían conseguido el triunfo de la revolución del proletariado y los burgueses caminaban por las céntricas calles de Barcelona con ropas de trabajo y sin posesión alguna. Todos se maravillaron con las historias pero, pronto, el tema de conversación se desvió a otro plagado de muertes, ajusticiamientos y odio, mezclando tanto los que habían presenciado como los que habían sufrido. Las ancianas, hastiadas de tanto horror, les invitaron a clausurar la tertulia y dejar paso al sueño, y todos accedieron.

Dos días después, las ancianas y sus burros siguieron rumbo al norte y el sevillano, con los jóvenes, se dirigió a Barcelona. En la ciudad, buscó a alguien que supiera cómo llegar a la frontera pero pronto le acusaron de rebelde y fascista por querer salir de España. Se detuvo a la entrada de la Iglesia de Santa María del Mar, donde jugaban varios niños, y preguntó a uno de los hombres que trabajaba en los Comités colectivizadores. Este sacó de su bolsillo una pistola y le apuntó con ella al tiempo que le acusaba de traidor a España y desertor. El sevillano trató de apaciguarlo porque notó que el hombre se ponía rojo de ira contenida e iba a dispararle, poniendo en peligro su vida y la de los niños que, ajenos a la guerra, jugaban en la calle. Se libró gracias a que le tiró el arma de un

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manotazo y salió corriendo entre las callejas, perdiéndose entre el gentío. Esa noche, sus heridas se abrieron de nuevo y tuvo que encontrar un sitio donde dormir, cerca de una fábrica de baldosas donde instalaban a los huidos. Desde entonces, tuvo que inventar la excusa de que su mujer y sus dos niñitas habían huido a Francia cuando los nacionales tomaron Navarra, durante las primeras semanas del conflicto. Para ello, se dirigió hasta un antiguo colegio religioso en el que mantenían presos a cientos de nacionales, fascistas y derechistas. En el patio se les golpeaba para que la gente que paseaba por las calles lo viera, a través de las vallas de alambre, y se regocijara con el sufrimiento de esas personas. Las ejecuciones sin juicio eran muy frecuentes, por lo que el sevillano no tuvo más que esperar frente a las vallas del patio a que fusilaran a varios hombres. Después, esperó a que sacaran los cadáveres en un gran carro y los llevaran hasta las afueras, donde habían cavado enormes zanjas en las que depositaban los cuerpos procedentes del frente o de las prisiones. El sevillano aprovechó un descuido para subirse al carro y buscó entre los bolsillos. En el tercero de los carros encontró a un hombre que llevaba lo que andaba buscando. De los pantalones extrajo varias fotografías de lo que pensó fue su familia. En una de ellas, una mujer rubia y delgada, de piel muy fina, sonreía con una niña en brazos. En otra, esa misma niña estaba sentada en el banco de un parque junto a otra niña menor. A partir de ese día, aquella fue la familia del sevillano huida a Francia a la que tenía que recuperar. Fueron las mujeres de ese fascista muerto las que salvaron la vida del sevillano y le condujeron hasta la frontera. En los años que siguieron, e incluso después de la guerra, el sevillano perdería el sueño pensando si esa mujer y sus hijas estarían vivas o si, por capricho del destino, le estarían esperando en algún lugar de Francia.

El sevillano miró a Lucía y, al ver que sus ojos estaban tristes, le dijo que en Barcelona, los camaradas sólo le permitirían avanzar hasta el frente para luchar. Nunca la dejarían ir en busca de su hijo perdido. Si lograba llegar hasta el frente, en la frontera con Aragón, tendría que luchar.

Las noches que siguieron a aquel relato, Lucía buscó la protección de

Ángel como el corderillo que sigue al pastor buscando su comida. Él veía cómo se apagaba su brillo, cómo perdía las fuerzas tan lejos de su destino. Y cuando ella se ahogaba de nuevo en el alcohol no se lo reprochaba puesto que sabía que él no era suficiente para apaciguar tanto dolor que soportaba. Esperaron ansiosos la llegada de noticias que les

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pusieran en la pista de algún grupo político o alguna guerrilla que estuvieran dispuestos a introducir a Lucía en España y acompañarla a través del frente hasta Madrid, pero todos los que llegaban lo hacían solos sin la ayuda de nadie, con los pies descarnados por el esfuerzo y la distancia recorrida, con el rostro partido por las heridas, con la mente nublada por la pérdida de los seres queridos. Nadie aportó un mínimo de esperanza para una Lucía que se derrumbaba diariamente pese a los esfuerzos de Ángel por distraerla. Trató de alegrar sus mañanas subiéndole el desayuno a la cama, intentó apaciguarle el alma con el relato de su vida, con las historias de su abuela Blanca González y Claude Leaud o con las de sus padres a los que hacía tiempo que no veía. Pero nada la confortaba. Las tardes se convirtieron en el peor momento del día porque evidenciaban el paso irremediable del tiempo mientras ella permanecía detenida en aquel lugar. Ángel veía cómo el rostro de Lucía se ajaba por la amargura de pensar que el peligro crecía mientras ella permanecía tranquila, en el lugar paradisíaco y tranquilo al que llegaban los valientes. Ella se sentía cada día más y más cobarde sin poder hacer otra cosa que no fuera sufrir, llorar y beber. Tan solo le quedaba rezar, pero contenía su desesperación para no atravesar la línea de sus convicciones.

Fue entonces cuando Ángel obtuvo los primeros resultados en su lucha particular. Había desplegado todos sus hilos, había rastreado todos los contactos de la zona para hallar información y encontrar a personas dispuestas a cruzar la frontera. Enviaba mensajes a través del cartero cuando éste iba a la escuela, hablaba con el padre de alguno de sus alumnos que pudiera relacionarse con facciones de anarquistas. Aprovechaba los momentos en los que Lucía se refugiaba en el dormitorio para interrogar intensamente a todos los huidos españoles, buscaba las narraciones de su paso por la frontera aunque fueran cruentas y arrebataba los nombres de los montañeros que podían hacer el trabajo. En el fondo, deseaba demorar la partida de Lucía hacia España para conservar cerca su amor, pero pronto descubrió que era una actitud demasiado egoísta que no le dejaría vivir tranquilo con su conciencia. Tardó diecisiete días en conseguir una información mínimamente veraz y útil como para no desilusionar a Lucía y, para entonces, ya había decidido acompañarla.

Antes de que la grata noticia llegara a oídos de Lucía, llegó un

hombre que había cruzado la frontera desde el Pirineo oscense; procedía

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del norte y había pasado por la ciudad que Lucía abandonó al conocer a Marcelo. El hombre hablaba y hablaba aportando todo tipo de detalles, facilitando multitud de nombres, direcciones, fechas. Su memoria parecía contener una buena parte de la guerra; estaba decidido a conservarla y hacerla llegar a Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Al parecer, era historiador y, como afirmaba con expresión seria y dolorida, él formaba parte de la historia. Lucía preparaba un guiso con patatas y carne de ternera cuando, desde la cocina, comenzó a escuchar el murmullo de un relato que pronto se hizo inagotable. Le llamó la atención escuchar el nombre de la ciudad, como si le trajera recuerdos de su niñez que nunca existieron. Se escabulló en silencio hasta el saloncito en el que se encontraba el hombre, sentado en un sillón con el pie izquierdo alzado para descansar las heridas, rodeado de otros cinco huidos y de varios amigos franceses. Lucía pasó desapercibida entre el resto y escuchó el relato detenidamente mientras se secaba las manos en un delantal que cubría casi todo su cuerpo.

Tal y como contó, los militares republicanos sofocaron el intento de alzamiento durante la primera semana. Comenzó entonces el verdadero terror que prosiguió en los dos meses siguientes y que pareció contenerse en el momento en que él abandonaba la ciudad. Los “incontrolados”, grupos de anarquistas e izquierdistas que actuaban al margen de toda orden, sembraron el terror en las calles y en las afueras de la ciudad. Ocurrió lo mismo en el otro bando pero ser testigo de las atrocidades del propio era más doloroso que saber que en todas partes se actuaba del mismo modo. Bastaba un simple señalamiento con el dedo para terminar con las vidas de cientos de personas de modo que, la primera semana, los cadáveres se acumularon en las calles hasta el punto de tener que emplear gente para retirarlos y amontonarlos junto a las paredes de los edificios. Comenzaron con los clérigos y las monjas, apaleados y avergonzados públicamente mientras se saqueaban las Iglesias y se quemaban los símbolos y las imágenes en grandes piras en el exterior; continuaron con los políticos y los industriales; con los propietarios, los farmacéuticos y los abogados. Y así, con todo indicio de derechas que encontraron. Comenzó la aniquilación.

Entre todas las palabras, Lucía prestó atención al apellido Zagra y, por un instante, se retiró hacia la oscuridad de su espalda temerosa de que los ojos del hombre la observaran y reconocieran en ella a la hija rebelde del hombre del que hablaba. El historiador puntualizó en su relato la filiación política de Reinaldo Zagra, su prestigio como político de

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derechas, su participación en la Falange española y su relación directa con el general Mola. Seguidamente, profundizó en el horror de su relato provocando en Lucía un escalofrío progresivo y punzante que estuvo a punto de ahogarla. Como explicó, fueron varios los republicanos que se dirigieron hasta la casa de Zagra, situada en una de las zonas más ricas del centro de la ciudad, a los vítores de acabemos con el fascismo, muerte a los fascistas. Golpearon la puerta de entrada hasta tumbarla y entraron con antorchas en las manos, gritando. Lucía escuchó con los ojos cerrados y sintió un profundo deseo de desplomarse, de abandonarse en esa lucha que parecía no tener sentido. El hombre enfatizó sus palabras en ese punto de la historia: un grupo de mujeres comunistas registró la casa, robando los candelabros de plata, un cuadro de Pablo Picasso y las joyas que encontraron en las habitaciones. Vertieron los perfumes sobre las alfombras y los sillones de piel y, después, acuchillaron los muebles, las sillas y quebraron los cristales de las vitrinas. Lanzaron los libros de derecho y las enciclopedias por el suelo de la biblioteca y les prendieron fuego. Entre gritos, sacaron a la mujer de Zagra de una de las gigantescas habitaciones de la casa, arrastrándola por los pelos. La mujer cayó al suelo y gritó de dolor, pero las mujeres continuaron arrastrándola por el suelo hasta llegar a las escaleras que separaban la primera planta de la planta baja. Los cincuenta y siete escalones, que Lucía había contado en innumerables ocasiones al subirlos en su niñez, golpearon el cuerpo de la mujer de Zagra cuando fue lanzada al vacío y rodó sin freno. Sobre la alfombra persa, que se extendía desde la puerta de entrada hasta las escaleras, quedó tendido el cuerpo ya sin vida de la madre de Lucía, Margarita Cascante.

Sacaron a puntapiés a los seis criados que todavía trabajaban en la casa, insultándoles y confundiéndoles con borregos. Tras ellos, el padre de Lucía, maniatado y ensangrentado por los palos que le habían dado, se retorcía de odio al observar el cuerpo inerme de su esposa sobre la alfombra. Trató de resistirse pero una patada en el vientre nubló su vista durante todo el recorrido que le separó de su casa hasta la prisión provisional instalada en una fábrica de harinas. La última en salir fue la hija de Zagra, Aurora. La sacaron desnuda y la violaron en el patio, le raparon el pelo y la dejaron en medio de la calle, sangrando y gritando de desamparo y miedo. Después, los hombres prendieron fuego a la casa, comenzando por la alfombra persa. En unos minutos, las llamas lo consumieron todo.

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Adiós a los recuerdos se dijo Lucía en silencio. Y, en un instante, perdió todo aquello contra lo que se había rebelado en tantos años. Solo que el método no era el que ella entendía como justo o como posible. El método era el más vergonzoso que podía imaginar, el más indigno y el más indeseable. Se retiró de nuevo a la cocina, buscó una cebolla y se puso a pelarla para poder llorar a gusto sin tener que dar explicaciones a nadie. Su mundo se desmoronaba con ella en medio. Pensó en Rubén, que nunca llegaría a conocer a sus abuelos ni siquiera para aborrecer y combatir sus ideas. Pensó en Marcelo, a quien conoció en una de las fiestas de su padre. Pensó en tantos jóvenes con los que se había acostado y que, a buen seguro, habrían seguido el mismo camino que sus padres. Pensó en Gumersindo Hinni y en su imparable afán de poder. Y se preguntó hasta cuándo iba a durar aquella pesadilla, cuánto tardarían en actuar contra el fascismo las fuerzas aliadas de las grandes potencias mundiales: Francia, Gran Bretaña y EEUU. Pensó que el mundo se estaba volviendo loco. Tenían que acabar con la derecha de forma pacífica y organizada a través de la política y la concienciación social. Pero, al parecer, era demasiado esfuerzo para la sociedad salvaje e incivilizada en la que vivía.

Cuando Ángel Tous se acercó a Lucía por la espalda y en silencio, para sorprenderla con la buena noticia de haber encontrado una forma de llegar a España, no pudo comprender por qué ella reaccionó girándose rápidamente con un cuchillo en la mano alzado a la altura del cuello de él, a punto de segarle la vida. Fue después, en la intimidad de la noche cuando ambos se contaron sus secretos. Ella el de la muerte de su madre y, quizá la de su padre; y él la de su amor eterno, y su compañía hasta encontrar a un grupo de guerrilleros con los que podrían cruzar la frontera.

No durmió bien esa primera noche en la que la guerra le había

provocado heridas pese a encontrarse tan lejos, en la distancia. Ni pudo dormir la noche siguiente. Ni la de después. En cierto modo no concilió el sueño hasta mucho después, tanto que pesaba imaginarlo.

Lucía no supo dónde se encontraba su hogar: si en medio de aquel camino para peregrinos; en la mansión burguesa en la que vivió su infancia; en el apartamento alquilado en Londres; en el que compartió en Berna con Hugo Feldkirch; o en tantos otros rincones en los que durmió. Y también perdió el sueño, en cierta manera, por la presencia de su padre Reinaldo Zagra. Tan solo cerraba los ojos y acogía la negrura tras los

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párpados que aparecía la imagen exagerada del rostro de su padre como una invasión tan inmediata y próxima que incomodaba su presencia. Durante noches, el descanso de Lucía Zagra se vio perturbado por el rostro ceñudo y el carácter hirsuto, molesto, del político. Sus cejas espesas y canas. Su calva prominente surcada por dos matas de pelo blanco y revuelto a cada lado. Sus arrugas de maduro malhumorado, sus labios resecos y blanquecinos. Y esa muestra de reproche, ese gesto de desaprobación continuada.

Algunas veces, en medio de la noche, Lucía saltaba de la cama

sobresaltada con la certeza de que lo encontraría allí, de pie junto a la cabecera de la cama, observándola. No encontraba más que oscuridad y un eterno silencio entre las paredes que no halló nunca en ningún lugar en el que estuvo. Después, el abrazo de Ángel intentaba aliviar inútilmente su sufrimiento; aunque ella, pese a todo, habría preferido encontrar a su padre.

VI: Lucía y Pierre varían el rumbo. Cuando al final pudo dormirse, el viento grisáceo del otoño dejó de

soplar. Lo sustituyó en el cúmulo de sonidos nocturnos el salpicar de una fina llovizna sobre el suelo de tierra apelmazada que rodeaba la casa de Ángel Tous. El deslizar de las gotas por la punta de las hojas de las plantas del jardín; el hueco sonido metálico al caer sobre las latas vacías en las que colocaban las patatas después de recogerlas del huerto; el tintineo en los cristales, que temblaban como todo su cuerpo. Lucía Zagra, en su plena inconsciencia de sueño alcanzado por simple agotamiento, no solo físico sino especialmente mental, escuchó el rumor del agua como una lejana canción que se escondía en su memoria, como si tratara de no despertar para no caer nuevamente en el dolor del recuerdo. Y la lluvia comenzó a arreciar. Y el agua a caer. Y Lucía permaneció protegida bajo los brazos de Ángel, arropada en sus mantas, pensando, soñando y recomponiendo el pasado como se lo contaron y quiso imaginarlo.

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“Écume, roule sur le pont, et pardessus les bois” (Rueda, Espuma, sobre el puente, y por encima de los bosques).

Ese agua atrajo el sonido profundo de aguas muy lejanas, demasiado;

el rumor de palabras de dulce tono, de francés contenido en la garganta y deslizado por el paladar hasta su romántica pronunciación. Y el amor. O el recuerdo del amor. La única sensación tan perdurable como el daño de la muerte ajena. Los recuerdos, como el agua que caía, se amontonaron fuera de su nueva casa. Y, como tantas veces, Lucía los dejó entrar, deslizándose y sin voz. Acompañados por su única música interna que, aquella noche, era un excitado e irregular palpitar.

“Eaux et tristesses, montez et relevez les Déluges” (Aguas y tristeza,

subid y reanimad los Diluvios). Y, como el agua al rodear las esquinas de la casa y agruparse en

rápidos riachuelos sin rumbo ni destino, Lucía se encontró en un pasado tan lejano pero tan próximo que los árboles de aquel paisaje temporal se confundían. Se abrazaban. Como las ramas entrelazadas en gesto contracto que, en una ocasión, la saludaron a la entrada de un bosque circular que se movía. Y, en su vacío de consciencia, el tiempo dejaba de importar. Pasado, presente e incluso futuro se fundían inexplicablemente y se intercalaban de tal manera que todo parecía más fácil de entender. La perspectiva del tiempo mirado desde el instante ya pasado. El transcurso de los acontecimientos encadenados con la vida presente. Causas y efectos. Principios y finales que son principios. Todo ahí, dentro y fuera de su pensamiento. Vivido y por vivir.

El 27 de octubre de 1915, veinte años antes de esa tormenta, Lucía

Zagra arrastró el cuerpo sin vida de Pierre Dumonde varios metros a lo largo de una lejana playa. El cielo, oscurecido y abotargado por el humo, refulgía intermitentemente respondiendo a las explosiones de mortero que caían socavando el terreno. Al comenzar la tarde, el cielo había perdido su tono azulado y triste, de apariencia casi helada, y había dado paso a un resplandor rojizo aunque mortecino, similar al ocaso que describían las leyendas artúricas en el momento de la muerte del Rey. La oscuridad adelantó su momento y Lucía, ignorando la posición en la que se encontraba, avanzó siguiendo el sonido de las olas al alcanzar la orilla. Aunque el mar había sido tan zarandeado por las bombas que las olas ya

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no seguían su sentido correcto sino que se torcían y chocaban entre ellas formando remolinos y nuevas corrientes.

Lucía tiró del cuerpo de Pierre y lo hizo con rabia. Con odio hacia el mundo, dolida por la gran injusticia que se cometía con aquella pérdida. Mientras lo hacía, no miraba el rostro ensangrentado de Pierre, tan solo tiraba y tiraba de sus ropas preocupándose únicamente de que no cedieran. No tuvo que prestar atención a la batalla, pues ésta la esquivó. Supo que el destino quería que fuese ella la que tirase del cuerpo de ese hombre que hizo tanto por el mundo, especialmente por sus habitantes; y por sus corazones. Sorteó de este modo los disparos, las explosiones y la misma presencia de la muerte que la circundaba. Aunque no lo supo, tardó una hora y veintisiete minutos en alcanzar, con el cuerpo de Pierre a rastras, el puesto de mando donde se sospechaba cierta seguridad inexistente. A su paso cayeron 138 personas. Combatiendo.

Durante la noche, todo se calmó, como un amago. Permanecieron en

las tiendas de campaña sin poder conciliar el sueño, amoratados por el frío y con las gargantas mudas del dolor ante la pérdida de sus compañeros. Algo rondaba el aire, una sensación atroz de impotencia, un desánimo que se les cargaba en el pecho y les impedía respirar. Lucía también lo sintió. Paseó de un lado a otro del campamento; buscó con ansia a todo aquél que continuara despierto y les suplicó que conversaran con ella con el simple propósito de entretener su mente. Y cuando todos desaparecieron, como sombras fantasmales que huyen al llegar el día, se dirigió al puesto de mando dispuesta a rogar una excepción. Durante un tiempo, la dureza de la contienda les obligó a extremar el ahorro de materiales y provisiones. En algunos casos, cundió el pánico. En otros simplemente se miró la situación con desánimo y se acataron las órdenes. En la última semana, agotaron los ataúdes con los que repatriaban los cuerpos. Reservaron unos cuantos para las bajas de los altos mandos y procedieron a enterrar los cuerpos de los soldados en el terreno que se extendía fuera del campamento. Lucía pensó que a Pierre no le importaría reposar eternamente en tierras turcas, pero pensó en su familia y en tantos que le conocieron y le admiraron y creyó justo que el cuerpo fuera repatriado a su ciudad de origen. A las tres de la madrugada, harta de pensar en cualquier cosa con tal de distraer su sufrimiento, Lucía se dirigió al puesto de mando a reclamar uno de los ataúdes y se encontró con otras quince personas que habían acudido por el mismo motivo.

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Alguno alegó razones humanitarias, otros justicia, otros simple amistad, y así, tras varias horas de discusión por parte del grupo y de deliberación por parte del puesto de mando, se decidió ceder uno de los ataúdes reservados para repatriar en su interior el cuerpo de Pierre Dumonde hasta la ciudad de Blois, en Francia. La decisión fue tan inesperada que, temerosos de que sus superiores pudieran cambiar de idea y revocar la nueva orden, se apresuraron a colocar el cuerpo de Pierre en el primero de los ataúdes de pino que encontraron, observando tan solo que cupiera en su interior. Cerraron la tapa y lo clavaron sin tiempo a que ni Lucía ni ninguno de sus compañeros limpiaran el rostro ensangrentado de Pierre ni lo vistieran con ropas limpias. Después, colocaron el ataúd en el recinto habilitado como cocina entre varias barras de hielo que se apilaban una sobre otra y que servían para conservar los alimentos perecederos de la tropa.

Durante el día siguiente hasta que despegó el avión que había de transportar el cadáver, todos los amigos de Pierre (y aun aquellos que sólo le conocían por el nombre; o porque les había tomado una fotografía mientras fumaban, aguardando en las trincheras, mientras conversaban o comían; o cuando cargaban las armas), todos pasaron por las cocinas, como en peregrinación, para acariciar el ataúd y despedirse por última vez de él. Lucía aguardó al final de la tarde para despedirse. Dejó de fotografiar con la cámara de Pierre y permaneció sentada a su lado durante tres horas. Siempre agradeció que le permitieran gozar de esos momentos en soledad e intimidad. Aunque su conversación no fue correspondida y quedó en un monólogo triste, ahogado en una voz quebrada, que no obedeció en nada a lo que él hubiera deseado. Prometió que siempre sería justa consigo misma y que lucharía para hacer realidad sus sueños, aunque el rumbo que trazó después la vida no le ofreció más que sorpresas. Y obstáculos. Grandes obstáculos.

Con la espalda apoyada sobre las barras de hielo, sintió cómo se le entumecía el cuerpo y la sensibilidad le abandonaba. Recordó lo mucho que le quiso en tan poco tiempo y deseó sentir de nuevo alguna vez en su vida algo de semejante intensidad. Tan solo lo lograría con uno de sus hijos, Rubén, aunque entonces ella no era consciente de lo mucho que volvería a sufrir, y a amar. Ése al que buscaba y creyó haber perdido, ése por quien se le desgarraría el alma con la misma profundidad ante el temor de su pérdida.

No hubo lágrimas en la despedida a Pierre, ni al ver cómo el avión se perdía en una masa gris y espesa de la que no se podía distinguir lo que

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era humo de lo que eran cúmulos de nubes. Se marchó del mismo modo en que apareció en su vida y eso la hizo sonreír.

El 1 de noviembre de 1915, el cuerpo de Pierre Dumonde llegó a

Blois. Sus padres, Mathieu Dumonde y Marie Lecouer, avejentados por la noticia del fallecimiento, lo esperaban en la funeraria con la tristeza añadida de que nada más verle lo volverían a perder. Desde que fue un niño, Pierre Dumonde soñó con conocer Nueva Orleans. Su tío René, el hermano de su padre, le enviaba cada mes una abultada carta desde el otro lado del Atlántico en la que describía, con todo tipo de detalles, la vida en Nueva Orleans. Las casas afrancesadas, las grandes mansiones, la magia negra y la sangre de los pollos muertos. Pierre Dumonde creció construyendo en su imaginación una ciudad que iba evolucionando conforme las cartas se sucedían y los años transcurrían del mismo modo en que la modernidad se fue adentrando en ella. Cuando comenzó a trabajar como fotógrafo en un diario local de Blois, con sólo dieciséis años, pensó en reunir el dinero suficiente para viajar a los Estados Unidos y visitar a su tío. Pero cuando tuvo el dinero no pudo evitar llegar más lejos que sus fantasías, de modo que recorrió prácticamente toda Europa y África, sin haber cumplido su sueño de pisar Nueva Orleans.

Nada más recibir la comunicación de su muerte, los padres de Pierre se pusieron en contacto con el tío René y prepararon todo el papeleo necesario para hacer realidad el sueño irrealizado de su hijo.

De camino a la funeraria, Marie Lecouer se aferró al brazo de su

esposo para no caer. Su cara estaba muy pálida, reflejaba un profundo cansancio por no haber conciliado el sueño en varias noches y sus labios, delgados y frágiles como el tallo de una flor (carentes del color que refleja la alegría, la primavera o la celebración), temblaban sin cesar. Tanto ella como su amado esposo Mathieu se prometieron no llorar. Lo hicieron con una simple mirada silenciosa pero cómplice, una mirada que había desarrollado su propia perceptibilidad de la comprensión con el paso de los años y de su maravillosa vida juntos. Y lo hicieron desde el mismo instante en que, desde el frente, les notificaron el fallecimiento de su hijo. Los dos amaban a Pierre más que a ninguna otra cosa en todo el universo. Y por ese mismo amor juraron que sus ojos permanecerían secos y vivaces, sonrientes, pues comprendían que su felicidad era un reflejo de la de Pierre y viceversa.

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Su niño querido, su pájaro de libertad, su hombre de corazón honesto. Únicamente por eso, Marie Lecouer forzaba los labios (los apretaba ayudándose con los dientes) para conseguir en el rostro una mínima sonrisa que, aunque falsa, sería observada y bien apreciada por su niño querido, ahí donde se encontrase mirando con su propio objetivo. Como si les fotografiara. Mathieu Dumonde, el que fuera apuesto y corpulento en sus años de juventud, se apeaba ahora de la vida como un hombre alto y extremadamente delgado que se plegaba hacia delante al caminar. Su mujer apenas le llegaba al hombro y, aferrada a él, más parecía completarlo y formar parte de su mismo cuerpo que ir cogida del brazo.

Vacilaron ante la puerta de la funeraria y, de no ser porque el

propietario se dio cuenta de su presencia y salió a recibirles, tal vez no habrían entrado. Bajaron unas escaleras estrechas hasta un cuarto frío y de techo muy bajo, tanto que Mathieu Dumonde temió rozarlo con la cabeza. Permaneció detrás de su mujer, sosteniéndola por la cintura con las recias manos y ella se enfrentó al momento más temido de su vida, aquél en el que tuvo que presenciar a la muerte. Ante ellos, una mesa desnuda de piedra negra soportaba en el centro del cuarto un enorme ataúd. Cuando la tapa de pino se deslizó, con el ruido que produce el roce de una lija gruesa, los ojos de Marie Lecouer se empequeñecieron reaccionando al pánico de lo que se disponía a afrontar. Pero en cuanto descubrió el rostro de su hijo se sorprendió por verlo rejuvenecido. Su expresión cambió, abandonó el dolor tenso y relajó las facciones. Su boca se abrió en señal de asombro y arqueó las delgadas cejas haciendo que se formasen arruguitas en su frente que alcanzaron el comienzo de su cabello, ya canoso y recogido. Mathieu Dumonde también se dio cuenta y avanzó su cuerpo con sus hombros para verlo mejor.

Aunque el rostro de Pierre aparecía cubierto de barro y sangre seca, oscurecido por el humo de la batalla, los dos se dieron cuenta de que quien ahí reposaba, para siempre, era el pequeño inquieto de cabellos claros como la luz del sol. Mantenía las facciones relajadas de cuando tenía doce años. Su madre recordó entonces un día en que lo observó detenidamente tras el cristal de la ventana de la casa. Pierre sacaba a su caballo del establo y lo hacía trotar alrededor de la casa hasta que, al caer la tarde, lo lanzaba al galope en dirección a la propiedad de unos vecinos. Aquella tarde, Marie vio sonreír a su hijo dulcemente, como nunca antes había visto, y lo vio marchar hacia el horizonte con los cabellos rubios mezclándose con el viento. Marie Lecouer creyó ver en el cuerpo de su

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hijo muerto la misma sonrisa especial. Tanteó con la mano en el interior del bolso negro, hasta dar con un pequeño pañuelo bordado. Se lo llevó a la boca y vertió en él un poco de saliva, pues apenas segregaba en esos momentos otra cosa que no fuera dolor. Quebranto de espíritu que arrastraría sus vidas. Pasó el pañuelo humedecido por la ancha frente de Pierre y, frotando con toda la delicadeza de una madre que añora y rememora, descubrió tras la suciedad del rostro la piel fina, aún rosada, de su hijo. El propietario de la funeraria reaccionó ante tal gesto y, avergonzado por no haber actuado antes, detuvo con delicadeza la mano amante de Marie y le retiró suavemente el pañuelo, aferrando fuertemente la mano femenina con su propia mano. Se retiró a un lado del cuarto, oscurecido a la vista de los avejentados padres y permaneció quieto un instante, fundiéndose con las sombras. Escucharon el sonido metálico del agua cayendo en un hilillo sobre un fregadero. Entonces, el funerario volvió al lado de Marie y le devolvió el pañuelo humedecido en agua. Ella miró a ese hombre desconocido mostrándole un verdadero afecto y continuó limpiando el rostro de su niño. Mientras lo hacía, Mathieu Dumonde recorrió con la vista el cuerpo de su hijo. Registró en su pensamiento cada centímetro de él. Sus largos brazos musculosos bajo la chaqueta; su pecho ancho con el que abrazaba; sus delgadas piernas que tan firmemente le sostenían, como su juicio y sus sentimientos.

Mathieu Dumonde se quebró por dentro pero no pudo derramar ni una lágrima. Por él. Y por Marie. Se colocó al lado de su esposa, a la altura de la cintura de su hijo. Puso su mano izquierda sobre el pecho de él y con su mano derecha le tomó una de las manos inermes. Todavía sentía su fuerza. Por eso sonrió. Poco después, se despidieron con unas palabras de amor y se separaron definitivamente de su hijo. Unos empleados de la funeraria lo cubrieron de nuevo con la tapa de pino y el propietario acompañó a los apenados padres hasta la puerta de salida. Esa misma tarde, mientras Marie Lecouer y Mathieu Dumonde se abrazaban ante la ventana, junto al calor de la lumbre de la cocina, al ver que el sol se ponía tras los cerezos de la calle, el cuerpo de Pierre Dumonde, aseado por su madre y vestido con ropas limpias, hizo su particular recorrido hacia Nueva Orleans, la tierra prometida y nunca pisada.

La mañana del 5 de noviembre de 1915, poco antes de que llegara la

avioneta que transportaba el cuerpo de Pierre, su tío René Dumonde, el menor de los hermanos de su padre (además de jugador de cartas y vividor) contemplaba una parcela de tierra vacía entre toda la extensión

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de su propiedad a las afueras de la bulliciosa ciudad de Nueva Orleans. Ante él, observando desde lo alto de su caballo blanco moteado, aguardaba un profundo agujero excavado en la tierra húmeda entre hierbas furtivas sin flor, con una placa ya preparada que rezaba: “Ni la muerte puede capturar la libertad de tus ojos curiosos ni tu alma sincera. Al más querido y eternamente recordado que yace donde deseó”.

Pocos minutos a pie distaban de la entrada a la enorme casona, más propia (por su recargada decoración y por la arquitectura de su fachada) de una verdadera plantación que René nunca pudo mantener económicamente, pero él prefería ir y venir montado a caballo. Contempló por un instante el lugar en el que reposaría eternamente su sobrino y se alegró de haber acertado el emplazamiento. Desde allí, en los días despejados de sol brillante, podía verse la ciudad y el muelle de Nueva Orleans, e incluso se escuchaban los griteríos de los comerciantes de plátanos y café al llegar con el cargamento. René Dumonde sonrió satisfecho, golpeó con el tacón el lomo del caballo para hacerle caminar y avanzó al trote hasta la puerta de la casa. No le esperaba ninguna esposa, ni hijos ni sirvientas, salvo las mulatas que contrataba una vez cada dos semanas para que limpiaran las cristalerías, lavaran la ropa y pulieran los suelos de mármol; muchachas bellas, jóvenes y delgadas, a las que después invitaba a pasar la noche bajo sus sábanas. Y muchas aceptaban. Cuando no lo hacían, René Dumonde frecuentaba el local de Dora, un insigne prostíbulo repleto de mujeres francesas. Para él era como estar de nuevo en su hogar, en el viejo continente. Los mismos tragos, los mismos abrazos convulsos, los mismos sudores agrios. Su principal defecto consistía en que, a la mañana siguiente, era incapaz de recordar lo ocurrido, de ahí que nunca estuviera satisfecho y rondara de nuevo el local, con demasiada asiduidad. Las mujeres y las cartas eran el principal motivo de que no alcanzara el dinero para la casa. Pero, al fin y al cabo, él vivía tanto de las mujeres como de las cartas, más incluso que en su propia mansión.

Fue al desmontar del caballo, en el momento en que el sol tímido de noviembre pretendía ganar algo de espacio al cielo, cuando un acontecimiento imprevisto cambió la vida de René Dumonde e incluso la no vida de su apreciado sobrino Pierre. Un niño de color de unos diez años de edad apareció corriendo por el camino de tierra que conducía desde la carretera hasta la finca. El crío, desgarbado y muy tapado para resguardarse del frío, gritaba el nombre de René; por lo que éste salió a recibirle a la entrada de la finca, allí donde terminaba la valla de madera

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y un enorme arco en forma de portalón marcaba el comienzo de sus terrenos, arrebatados a la fortuna. Conocía al pequeño pero no recordaba su nombre. Lo veía continuamente en la ciudad, sentado en un rincón en el local de Dora, siempre acompañado de quien creía era su padre, un negrazo que respondía al nombre de Washington. René, pese a frecuentar los dominios de Dora con ese hombre, siempre huía de sus ojos profundos. Le torturaban y le hacían sentirse frágil, casi como de papel. En el local coincidían con mucha gente del interior, comerciantes que iban de paso procedentes de Baton Rouge o de Luisiana, o aventureros que descendían el río Mississippi. En las escasas conversaciones que precedían a la elección de las encantadoras mujeres, planeaban mil historias, ofrecían compañía de camino a las montañas en busca de oro, o vendían caballos. Sin embargo, cuando el niño dijo aquella simple palabra, el cuerpo entero de René Dumonde se convulsionó y sus instintos surgieron de su incógnito ser. Y prevalecieron.

Durante meses había escuchado a Washington mencionar aquella

palabra, aquel extraño destino, como una fórmula mágica que crecía en sus cabezas, como el medio de alcanzar la libertad tan lejos de ese lugar que conocían demasiado bien. Los demás hombres les miraban y les tachaban de locos, pero ellos reían cómplices de conseguir algún día el modo de llegar a aquellas tierras blancas que una vez escucharon mencionar a un soldado: Finlandia, el lugar donde el mundo se acababa. Hablaban de ello como quien fabula con una quimera, conscientes de que apenas existían datos del lugar en los libros de texto a los que tenían acceso, en las polvorientas enciclopedias del barbero, incluso en las cartas de navegación. La nieve y Finlandia. Y al escuchar aquella palabra mágica de boca del niño, René Dumonde lo vio todo claro. Renació la rama especial de la familia, la que se dejaba guiar por los impulsos de aventura y que dirigió siempre su destino. Esa nueva tierra supondría el fin para un negro, un francés y, por qué no, para su sobrino Pierre, que siempre deseó viajar y que ahora podría llegar mucho más lejos de donde se dirigía: más allá de su viaje hacia una nueva dimensión.

René Dumonde montó en el caballo y penetró en la ruidosa Nueva Orleans. El negro Washington le esperaba a la puerta del banco, rodeado por unos cuantos curiosos que se habían enterado de la noticia: un joven inglés de nombre Nigel Blethyn (que apenas pasaba de los veintidós años), pilotaba una avioneta hasta un recóndito lugar transportando una sonda de infrarrojos para la investigación y exploración geológica del

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subsuelo que llevaban a cabo unos científicos ingleses. Se enteraron por casualidad compartiendo retrete con el joven Blethyn, quien no paraba de hablar de sus proezas con la avioneta (a la que era capaz de hacer girar hasta cuatro veces seguidas en el aire sin perder el control) cuando, sin dejar de orinar, les contó que volaría hasta un lejano lugar llamado Finlandia.

Cuando René Dumonde puso una primera pega a la partida, mencionado la llegada del cuerpo de su sobrino al que tenía que enterrar, Washington le hizo estremecerse sólo con mirarle. René le ofreció una considerable cantidad de dinero (que conseguiría vendiendo parte de sus propiedades) si esperaba un par de días a que obtuviera los permisos que autorizaban un nuevo traslado del cadáver. Redujo el tiempo de tramitación de una semana a dos días gracias a la venta de otra parcela de terreno y corrió con todos los gastos de manutención de Nigel Blethyn hasta la partida. Entretanto, durante casi tres días, el cuerpo de Pierre Dumonde reposó bajo la tierra húmeda de Nueva Orleans, en un lugar que, al igual que ocurrió con tantas personas que le conocieron en vida, no fue capaz de retenerlo, ni aun en la muerte. Y aquellas tierras gimieron de pena ante la cercana pérdida. Los cielos se abrieron, la lluvia cayó con violencia formando arroyos de barro que se perdían entre las redondeadas piedras de los lados del camino. Su placa fue temporal pero hizo justicia a lo que fue su existencia.

El 8 de noviembre de 1915, con una repentina niebla cubriéndolo todo, René, Washington y el piloto Nigel Blethyn colocaron el ataúd de pino en la parte posterior de la avioneta, bien amarrado y cubierto con varias mantas que, durante los días anteriores permanecieron sumergidas en agua de lavanda para que el olor que desprendiera durante el viaje mitigara el que exhalaba la caja de pino. Después, todos dijeron adiós a su paso por Nueva Orleans, tierra a la que ninguno de ellos pertenecía. Ni regresaría.

Unos días después, el 12 de noviembre de 1915, René Dumonde

enterraba a su sobrino Pierre bajo la nieve, envuelto en una recia ventisca. Él solo excavó la fosa en la superficie de un bloque de hielo que viajaba a la deriva por el mar. Alcanzó el glaciar nada más llegar, se instaló sobre él montado en un extraño automóvil adaptado a la nieve que le vendió un hombre del lugar. Se acurrucó en un rincón del auto y aguardó a que la corriente marina lo alejara de la helada costa. Vio cómo el sol, una bola naranja que se difuminaba en un cielo de hielo, se ocultaba tras el ras

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acuático, salpicado por una nieve polvorienta e intensa que, en minutos, cubrió la vista del horizonte mientas se separaban de aquel pedazo de tierra helada. René Dumonde empujó la caja de pino donde reposaba por siempre su sobrino. Lo acercó hasta el mismo borde de la tumba rectangular de cristal y, sin aventurar ningún imprevisto, la forzó a caer. La caja cayó al interior, a un metro y medio de profundidad, y al golpear con el fondo sólido, la madera que lo soportaba se quebró. Sonó como cuando se parten las ramas secas antes de lanzarlas a una hoguera. René Dumonde se llevó las manos a la cabeza, se asustó un poco al asomarse a la fosa y ver la parte inferior de la caja rajada por todo su largo. Pero inmediatamente su yo interno le alentó y pensó que la ruptura de la caja hacía que Pierre se uniera un poco más al mundo, sin nada que los separase. Y tal vez, cuando pasaran los años y las corrientes marinas lo arrastraran sobre millones de peces; y cuando la salinidad rayera las capas más bajas de esa isla flotante de hielo; entonces, tal vez, lo que estuvo arriba llegara hasta abajo dejando hueco a nuevas nieves congeladas. Y entonces, tal vez, Pierre Dumonde helado por las bajas temperaturas, bello y terso como en vida con su caja abierta, alcanzara él mismo a rozar con sus brazos y piernas aquellas aguas. Y, tal vez algún día, cuando todas las generaciones futuras le hubiesen olvidado, Pierre Dumonde se perdería en el mar, en la única sustancia que fluye como lo hacen los sueños.

René se ocultó de la tormenta de nieve escondiéndose en el pequeño

y extraño auto. Permaneció con las piernas dobladas y la barbilla pegada a un cristal, atento a cómo caían los copos a la vez que ocultaban con su manto la blanca y resplandeciente fosa de muerte de su sobrino. Y aguardó un par de días más a que el bloque de hielo en el que viajaba rozase una nueva costa helada para deslizarse con su nuevo auto y su nueva vida hasta tierra firme. Y partió rumbo de su destino, separado del negrazo llamado Washington y de un piloto inglés de nombre Nigel Blethyn de quien jamás volvió a saber, salvo cuando su aeroplano le sobrevoló en la ciudad de Rovaniemi.

Cuando Lucía Zagra salió de la tienda tan solo faltaban unos minutos

para alcanzar el mediodía del 31 de diciembre de 1915. Se detuvo junto a la puerta de madera chirriante, refirmada al escaparate y dándole la espalda para no tener que soportar la burda colocación de los disfraces.

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Encendió un pitillo con demasiada prisa y, al aspirar (tan profundo que sintió completamente llenos los pulmones), notó que continuaba ansiosa. Sus dedos jugueteaban nerviosos haciendo girar el último paquete de cigarrillos franceses que aún le quedaba y sus ojos se movían inquietos tratando de encontrar un punto de referencia, a un vecino, una imagen amable de la gente que caminaba por la calle. Pero lo único que lograba captar su atención era la intensa brasa del cigarrillo, ardiendo y consumiéndose, como ella misma. Lucía siguió fumando, nerviosa y desviada de la realidad, ante la tienda de disfraces. Se trataba de una de esas tiendas pequeñas, un negocio familiar de modas que en su día fue muy próspero y que la enfermedad del cabeza de familia produjo disgregaciones y variaciones en el objeto de la venta. Su último propietario vio en la banalidad emergente en la ciudad un auténtico filón y la suerte le acompañó durante años, desde que se dedicó en exclusiva al diseño y la importación de trajes de disfraces. Conseguían los más variados y coloridos de París, los más sofisticados de Venecia y los mejor confeccionados de Londres; e incluso aceptaban encargos de prendas curiosas que obtenían en distintas partes del mundo. Pero como quiera que fuese, el éxito en los negocios siempre estuvo reñido en su propietario con el gusto por la estética, de ahí que el enorme escaparate del establecimiento no hubiera sido modernizado (como sí lo hicieron otros comercios) desde hacía al menos diecisiete años. Su escasa iluminación y la manera en que se colocaban los maniquíes, recargadamente vestidos y amontonados unos muy cerca de los otros, proporcionaba al local un aire caótico, rancio y anticuado que Lucía deploraba.

Entró en la tienda a regañadientes cuando su madre le hizo un gesto de súplica desde el interior. Rebuscó el paquete de cigarrillos de forma compulsiva en el bolso ganándose una expresión de reprobación de su madre, así como un gesto ceñudo del tendero advirtiendo que las sedas y otros tejidos delicados de los disfraces eran extremadamente inflamables y sensibles al humo de los cigarrillos, de modo que Lucía, contando hasta diez en voz baja, mantuvo en su mano el cigarro apagado.

Como venía siendo habitual, Margarita Cascante, la madre de Lucía, manifestaba sus quejas y reproches de forma exagerada, cada vez de forma más reiterada e injustificada. No se le podía achacar a la edad puesto que a sus cuarenta y ocho años, y entre aquel ambiente urbano de ciudad, todavía era una mujer atractiva y considerada, sino que eran más bien debidos a su propia degeneración personal y familiar y a su

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pretensión desmedida de escalar socialmente más de lo que lo hacía su marido Reinaldo Zagra. Tanto Margarita como su otra hija Aurora, de veintidós años, se disponían a recoger unos disfraces de encargo que fueron tildados por Lucía de tópicos y pasados de moda, aunque perfectamente ajustados a la personalidad y pretensiones de ambas. Se trataba de unos vestidos exuberantes de dama de la Corte Isabelina, con unas enormes y rizadas pelucas blancas y unas máscaras pálidas, a la vez que misteriosas.

Lucía emitió un bufido cuando su madre le enseñó los vestidos y, sin aguantar más el compromiso de tener que acompañarlas a todas partes desde que regresó a la ciudad, dijo que salía a la calle para fumar otro cigarrillo y que las esperaba afuera. Mirando desde el exterior, Lucía se sintió al margen de todas esas cosas, ajena a su propia familia. A la distancia y pese al tamaño, la pequeña tienda de disfraces destacaba entre el resto de los comercios de esa misma calle porque daba la impresión de permanecer atrapada en un siglo distinto. De nada le ayudaba el encontrarse en el centro de la ciudad, verdadero núcleo ideológico que diariamente removía las inquietudes necesarias de tantos como para abrirse camino en la modernidad, ni el ser observada por las decenas de viandantes, generalmente enamorados de mentes abiertas que tenían que pasar junto a ella antes de girar la esquina y de cruzar la calle para internarse en el parque. Si por algo destacaba no era por su valía como tienda, que la tuvo (más en otro tiempo que en ese), sino por su imagen y por la rancia y anticuada colocación de su escaparate. Alcanzaba a leerse “Disfraces propios y por encargo” en letras grandes pintadas en un desigual color marfil sobre una plancha de madera seca. El resto de la fachada, al margen del escaparate de cristal, también estaba acabado en madera solo que tan vieja que incluso se astillaba en algunas de sus partes, mostrando el negro hierro de sus clavos.

Cuando su madre y su hermana salieron de la tienda, Lucía las siguió con desagrado. Había aguantado en el escaparate horrible de la tienda deseando encontrar a algún conocido que cruzase la calle y con el que pudiera marcharse a cualquier parte, pero todo el mundo parecía demasiado ocupado en preparar la fiesta de esa Noche Vieja. Margarita y Aurora caminaban cogidas la una del brazo de la otra, avanzaban sin dejar de hablar y de sonreír. La madre mostraba ese aire prepotente de creída omnisciencia con el que gesticulaba y hablaba acercándose a un tono antinatural y atiplado, adoptando una voz casi de falsete que le hacía parecer mayor. De este modo, Margarita se creía más elegante, más

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ajustada a la clase social en la que vivía. Por eso nunca se excedía en las risas ni mostraba en público sus emociones más internas y secretas, aunque sí se rendía a una mímica falsa y ensayada con la que pretendía ser el mejor ejemplo para sus hijas. Aurora, aprendía ansiosa de su madre, aunque tan lentamente como le permitían sus años. No era guapa ni voluptuosa pero sí muy linda, y aunque su sangre juvenil todavía le impulsaba a reír y saltar por la casa prefería mostrarse apocada y plana siguiendo la cordura que su madre exigía y había impuesto a sus hijas. Aurora no dejaba de ser un proyecto de su madre misma, el comienzo de una réplica que llegaría a representar con los años. A Lucía le repugnaba la actitud de ambas; y no acababa de entender su origen ni su función en el seno de aquella familia. Probablemente siempre se sintió libre; cuando ellas eran presidiarias de sí mismas.

En plena calle, el universo parecía extraño. El día estaba tranquilo,

sin aparentar la decrepitud de todo un año arrastrado, y el cielo se mostraba abierto y esperanzador. La gente caminaba entusiasmada, como su madre y su hermana, como si aguardaran la ventura que les traería el nuevo año. Lucía tropezó con la silueta de un hombre reconocido. Simplemente caminaba sin rumbo, sin nada que hacer en un día para él festivo, como tantos otros. Lucía se disculpó ante su madre señalando al hombre que aguardaba saludando al otro lado de la calle, cruzó corriendo y dejó que madre y hermana volvieran solas a casa. Gumersindo Hinni la saludó retirándose el sombrero a modo de cortejo. Se lo recolocó cubriendo las incipientes entradas de la frente y la invitó a pasear ofreciéndole el brazo. Lucía sonrió y lanzó el pitillo sin terminar en medio de la calle. Se conocían demasiado bien como para actuar en serio, por eso les encantaba aquel juego de cortejo que hacía tanto tiempo que habían extralimitado. Y que tanto les distanciaba. Desde que Lucía marchó al frente de Gallípoli hasta su reencuentro pocos días atrás, ambos se prometieron el silencio, pues nada buscaban el uno en el otro más allá del aprovechamiento mutuo. Así, fue fácil recuperar ese reducto de evasión en el que siempre gozaron aunque, dada la superficialidad de su juego, Lucía no pudo evitar el recuerdo de Pierre Dumonde. Siempre supo que lo tendría cerca, eternamente, por eso no le importaba abandonarse al disfrute de aquellas cosas que le deparaba el destino. Por eso, al ver de nuevo a Gumersindo Hinni, no le molestó volver a los días de fiesta en la ciudad que compartieron, aun sin ser del provecho de ninguno.

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Giraron la esquina, cruzaron la calle y se internaron en el frondoso parque donde tantas parejas ocultaban su amor y ellos desmedían su juego. Aprovecharon a conversar pues ambos sabían que aquella noche sería parca en palabras si lograban descubrirse tras las máscaras. De lo contrario, los excesos les enmudecerían igualmente y, ante el temor de perder el juicio y de olvidar el significado de posibles palabras, se dijeron esa tarde todo cuanto debían decir. Ni más ni menos. No se trataba, claro está, de compromiso. Ninguno lo buscaba (al menos del modo sentimental que pudiera entenderse en un principio) sino que trataban de encajar sus vidas excesivas en el contexto en el que ocasionalmente se enmarcaban. Con el paso del tiempo, Lucía Zagra se convenció de que fue aquel día, en el interior del parque, cuando más y de forma más sincera, vio reír a Gumersindo Hinni. Posiblemente él no riera de igual forma en toda su vida, al menos no con verdadero disfrute, muy posiblemente porque aquel día se creyó invencible e imbatible y, aunque en muchas ocasiones de su vida logró conseguir el mismo propósito, ninguna fue semejante a la que sintió ese día. Porque Gumersindo Hinni se sintió lleno, henchido; alcanzó un orgullo personal que nada tenía que ver con Lucía ni con el amor (o tal vez sí) sino con su propia constatación de él como alguien importante, como un resorte imprescindible en una compleja maquinaria de juego. Y sintió eso ese día porque era el momento adecuado, no porque le ocurriera nada particular, ni por obtener el respaldo político de un hombre influyente como Reinaldo Zagra, sino porque ese día el sol brillaba cuando no debía hacerlo y se le antojó que el mundo le sonreía.

Bien es verdad que muchos momentos en su vida obedecieron a arrebatos de humor o sensaciones y que, cuando llegó a perder el juicio, nunca entendió bien los motivos (o nunca alcanzó a entender lo que significa el arrepentimiento); pero como impulsivo que era y que seguiría siendo, Gumersindo Hinni tomó de la mano a Lucía Zagra y se internó con ella en el parque de los enamorados. Se regalaron besos que siempre sabían a tiempos pasados, ni mejores ni peores, pero sí perdidos. Escondidos tras el follaje de unos arbustos, fuera del camino de tierra en el que se alineaban unos solitarios bancos, Lucía se entregó a los brazos de Gumersindo, mordiéndose los labios mientras él le preguntaba a ella por el significado de los sueños. Tal y como le contó, se había visto a sí mismo tumbado y desnudo sobre un suelo de mármol blanco, abandonado en una existencia sin muros ni paredes y con la simple compañía de un cielo negro en el que despuntaba una luna menguante,

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mostrando sólo un breve reflejo en forma de delgado anillo partido. Y mientras Lucía opinaba que aquello no significaba otra cosa que su ambición, él no dejaba de sonreír, de sentirse plenamente feliz y de sumergir los dedos entre los cabellos ensortijados de ella. Después de un rato, Lucía reparó en la posibilidad de que el sueño hablara de un futuro matrimonio y, asustada, terminó el juego y ambos se levantaron.

Salieron del camino como si sólo hubieran tomado un sendero equivocado y continuaron su charla, prohibiendo ella toda alusión a su padre y a la política. De modo que pasaron a contar chismes de sociedad y a reír como chiquillos. De este modo, Gumersindo Hinni la acompañó hasta su casa, horas antes de reencontrarla en la última noche de 1915.

Como llevados por un viento furioso, los cincuenta o sesenta

invitados que abarrotaban el salón se deslizaron en masa hasta la balconada que permanecía oculta tras las cortinas de raso, coreando distintas canciones, todas de forma descompasada. Se empujaron en el trayecto, colocando codos y rodillas, con el intenso deseo de arrebatar un hueco en el balcón, convencidos de que al aire libre recibirían al año nuevo con mayores venturas. En el espacio de apenas tres metros de largo por uno de ancho, se agolparon cerca de treinta personas apretujadas, con las manos ocupadas por las copas, las botellas y los cuerpos del resto. Fueron bastantes los que aprovecharon la estrechez de la situación para robar ciertas caricias o deslizar los dedos tramposos bajo la tela de algún vestido, ocultos en la seguridad que les reportaban las máscaras, apresurados y ansiosos puesto que sabían que aquella misma seguridad estaba a punto de quebrarse por la caída de la hora.

En breve comenzarían los gritos de ¡Fuera máscaras! pero, entre tanto, Gumersindo Hinni, que no dudaba de la identidad que ocultaba la máscara de demonio, asió a Lucía por la muñeca y tironeó de ella a la distancia, separados ambos por otros invitados que se amontonaban por el medio y, con gran esfuerzo, la atrajo hasta su lado. Permanecieron muy pegados al hombre que abrió las puertas del balcón, con tanto ímpetu (por la urgencia de la marabunta que llegaba aullando por detrás), que temblaron los vidrios con un sonido metálico semejante a un chasquido. Y mantuvieron las manos apretadas y los dedos entrelazados cuando ellos, junto con los seis o siete adelantados que se encontraban a su lado, fueron empujados con fuerza por el ímpetu de los que venían detrás y que también luchaban por ver un pedazo de cielo. Chocaron hombros con hombros, pechos con torsos, y algunos rostros quedaron tan juntos que,

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de no ser por las máscaras, se habrían incomodado al sentir el resoplido alcoholizado del aliento. Gumersindo y Lucía se detuvieron en la baranda de piedra adornada con relieves de hojas, aprisionados entre tanto cuerpo y con el espacio justo para alzar las copas en el aire evitando que se vertiera su contenido. La noche estaba en calma, apaciguada, pero se estremecía con el griterío incesante y disperso que se lanzaba desde los balcones a lo largo de toda la calle y que resonaban, como un eco de ritmo equívoco, desde las calles adyacentes. En el edificio de enfrente, la gente lanzaba desde los balcones hacia la calle todo tipo de objetos, desde sillones tapizados en cuero y sillas de cerezo hasta cuadros y candelabros dorados. La gente, desde allí, chillaba como enloquecida, arrojaban el licor de sus copas por el aire y se atrevían a desnudar brazos y hombros. Todos cantaron mezclando canciones y, de pronto, se oyó una voz chillona de mujer sobresaliendo entre el resto: ¡¡Fuera máscaras!!

¡Fuera máscaras!, ¡Fuera máscaras!, ¡Muerte a la noche alargada!

Y todo un coro de voces se sumó a aquella primera instantes antes de que sonaran las campanadas. Gumersindo Hinni retiró su máscara y descubrió su rostro resplandeciente por el brillo del sudor que se había acumulado bajo ella. Lanzó la máscara al vacío pero no le interesó perseguir su rumbo hasta la calle sino que se quedó con la vista fija sobre la máscara de diablo que ocultaba a Lucía y, suavemente, la desprotegió. Los dos sostuvieron la mirada y hurgaron por dentro. Un instante le bastó a Gumersindo para creerse afortunado. Pensó que podía cautivarla, que la domaría como su padre nunca había conseguido. Y esa sensación de poder y dominio le hizo relajarse. Distendió la tensión de sus ojos, le guiñó el izquierdo y reclinó la cabeza hacia atrás para reír, mostrando su abultada nuez en mitad del cuello, ascendiendo y descendiendo. Roció con el cava de la copa toda su cara jugando a capturar sorbos a mordiscos y coreó con el resto: ¡Muerte a la noche alargada! Lucía, en cambio, vaciló al explorar en los ojos de Gumersindo. Descubrió en ellos la seguridad que tenía él de poder controlarla y reflexionó, en un instante, comprendiendo lo rápido que corría el tiempo.

Silbatos, giros de carraclas, chillidos agudos, el estremecimiento del suelo tras el salto unánime de un grupo, la sonoridad de la alegría exaltada sobrecogió el momento despertando los sentidos. Lucía, aturdida por la bebida y por la irrefrenable risa de toda la noche, dejó de sonreír. Languideció su rostro, replegó el brazo con el que alzaba la copa y miró a las estrellas, perdidas en la quieta y cerrada noche. Su último y su primer

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pensamiento fueron para Pierre. Surgió de forma inesperada, como un escalofrío incomprensible. Y la llenó de tristeza. Mientras los otros gritaban ilusionados, Lucía se apagó, casi por completo. Desde el borde del balcón, aferrada al vacío, Lucía comprendió que aquél no era su sitio. Y decidió desaparecer. Para encontrar su rumbo y descubrirse a sí misma. Puesto que aún no comprendía a qué obedecían sus impulsos, los que la llevaban de forma errática de un lugar a otro.

También comprendió con cierta lástima el verdadero significado de la nostalgia: pensó que era la búsqueda de aquello irreparable que está roto. Porque no regresamos tratando de encontrar un lugar o una persona sino la felicidad irrepetible que con ellos sentimos y que jamás se recupera del mismo modo. Porque ya nada permanece en el mismo estado. Porque son muchas las lluvias que les han arrastrado y muchos los roces que, corazón con alma, les han traspasado. Así se sintió al reencontrarse en la ciudad, después de tanto tiempo, tanta gente nueva conocida, tantas lunas contempladas con estrellas, al antiguo compañero de juegos nocturnos Gumersindo Hinni. Porque ninguno de los dos era el mismo. Porque la soledad que sintió él con la ausencia de ella y la plenitud que experimentó ella lejos de él, jamás los haría susceptibles de vivir el momento del mismo modo. O con apreciaciones similares.

Aquello le hizo pensar de nuevo en Pierre. Y deseó descubrir qué había en el interior de ese hombre como para ser capaz de recorrer medio mundo con la convicción de saber lo que buscaba, a diferencia de ella cuyos cambios de ciudad y aun de país carecían de toda decisión racional y respondían más a la fuerza caprichosa del azar bajo la que se sentía perdida e insatisfecha.

Fue así como Lucía partió rumbo a Blois en busca de sí misma y del alma de Pierre Dumonde.

Y de nuevo ese nombre resonaba en la mente de Lucía, como el

repiqueteo de la lluvia incesante. Como el humo que se mezcla en la materia de los sueños, el rostro sereno y lejano de Pierre se confundía con el de su hijo Rubén. Aquel mismo arrojo, la sonrisa siempre naciendo de la comisura de los labios y esa forma de cautivar todo lo existente. Fueron tantas las veces que Lucía, cansada ya de la vida y de recorrer las tierras de su propio destierro, molesta de soportar el dolor de un error al distanciarse tanto de sus hijos, soñó con Pierre y lo relacionó con Rubén como si se tratara de su propio hijo que, en alguna ocasión, llegó a creerlo. Aferrada a los brazos morenos de Ángel Tous, sintiendo su calor

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cerca de los pechos, Lucía no llegaba a diferenciar la verdad. Siempre amó a Rubén por encima de todas las cosas materiales y en mayor medida que a cualquier otra persona. Y ahora, escuchando la lluvia que le acercaba tantos recuerdos pasados, se preguntaba a sí misma si ese amor desmedido hacia su hijo no estaba provocado por la admiración que sintió hacia Pierre. Si las semejanzas que los unieron no jugaron con ella y la condujeron a dejarse llevar, a sentir que un ser tan único como Pierre podía repetirse en su pequeño.

Revuelta entre las sábanas, con el cabello enmarañado por las lágrimas y el dolor de la noche, Lucía Zagra pensó que la vida le ofrecía una nueva oportunidad de disfrutar de una magia que encontró en Pierre y que se repetía en su hijo. Si tantas veces vagó por el mundo ansiando que alguien la amase del mismo modo, deseosa de encontrar un alma apaciguadora, una mente brillante, esa persona estaba tan cerca de ella. Y tan lejos, al mismo tiempo. De nuevo, supo que aquello que perdió una vez podía perderse de nuevo. De nada bastaba el consuelo de Ángel. Era el momento de comprender que no había espacio para mayor demora, que las equivocaciones nos enseñan lo que no hemos de olvidar en el futuro. Lucía Zagra perdió al amor de su vida. Y ahora que estaba a tiempo de recuperar a otro amor tan intenso (aunque distinto en su forma) no podía perder tiempo.

Lucía se incorporó en la cama en medio de tanta oscuridad. Las ropas desordenadas descubrieron su desnudez, como la de Ángel. Él se acercó a ella, prolongando el abrazo que compartían antes, para calmarla. Ella lo aferró con demasiada fuerza y lo acercó a su cuerpo. Se abrazaron sin decir nada.

Hasta que Lucía susurró: Es momento de partir. No llevaron consigo demasiado equipaje, lo preciso para un viaje

cuya fecha de llegada (e incluso de retorno) no estaba nada clara. El contacto que había conseguido Ángel Tous les esperaba en Labouheyre; se trataba de un idealista integrante de un grupo de guerrilleros que organizaba continuas entradas y salidas a través de la frontera. Dejaron la casa de Parthenay y partieron en dirección a Angoulême, continuarían hasta Burdeos y, finalmente, alcanzarían Labouheyre.

A la salida de Barbezieux, Ángel Tous tomó un desvío por la carretera que conducía a Mussidan para complacer los deseos de Lucía. Eso les apartaba mínimamente de su ruta pero era el momento de reencontrar el pasado y, tal vez, de abrir una nueva línea de

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acontecimientos. El destino es caprichoso a veces y juega con las múltiples opciones que nos ofrece la vida. Para Lucía era una deuda consigo misma que también contrajo con dos personas a las que apenas conoció pero que tanto le enseñaron. Una deuda que era preciso saldar. Lucía Zagra eligió conocer a Benoît Dumonde. Condujeron por un camino adornado de guirnaldas rojas y naranjas, con grandiosos lazos de tela satinada y brillante. Como si las guirnaldas les invitasen a descubrir la ciudad de Mussidan, y como si misteriosamente enlazaran el camino del que procedían, tan lejano en el pasado, con ese otro nuevo lleno de sorpresas en el que se sumergían, como exploradores marinos sin escafandra.

Una vez en Mussidan, se instalaron en una pensión limpia y agradable. Parecían estar ellos dos solos en todo el edificio pues no se veía a nadie por los pasillos, ni en la recepción, ni caminando en el interior de los cuartos. Dudaron, con una sonrisa maliciosa y cómplice, acerca de la moralidad de la pensión, pero descartaron la idea después de constatar que toda la ciudad estaba igual de vacía y solitaria. Ángel subió el equipaje a la habitación, tiró las maletas en medio del cuarto y fueron a comer. Lucía no pudo contener la ansiedad, comió de forma compulsiva para terminar cuanto antes y emprender su visita. Le intrigaba pensar cómo sería el hijo de Pierre y cómo habría crecido bajo los cuidados de Gérard. Se encontraba allí, tan cerca, y, sin embargo, no sabía cómo afrontar el encuentro pues desconocía hasta qué punto le habrían explicado sus padres cosas de su vida, cosas de su verdadero progenitor. Se preguntó cómo haría para presentarse ante él teniendo en cuenta que estuvo con Pierre después de que Geneviève Beauvois quedase embarazada. Pero no era momento para planificar sino para improvisar. Se enfrentaría a él como se enfrentó a tantas cosas en su vida: sobre la marcha.

Ángel prefería no opinar al respecto; no tenía hijos, ni siquiera sintió la necesidad de imaginar cómo serían los que tuviese; y pensaba que la situación no podía dejar de ser violenta para todos, especialmente para el joven, se afrontara del modo que se afrontase. Ángel prefería jugar con Lucía; tumbado sobre el colchón de lana, se deslizaba hasta los pies de la cama arrastrando las sábanas con el cuerpo y se agarraba a la pierna de Lucía para impedirle marchar. Mordisqueaba sus pantorrillas y la atraía hasta él, mostrándole una sonrisa depredadora. Pero Lucía se resistía, nerviosa. No era momento para juegos. Ángel decidió esperar en la pensión. Lo hizo porque era lo mejor para ella pero también porque sentía

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no formar parte de ese fragmento de su vida. En ocasiones, había sentido esa misma exclusión pero no le importaba, la asumía porque Lucía arrastraba una vida mucho más compleja que la suya. Se sentía pequeño, indefenso. Pero sólo ocurría por dentro. Por fuera mostraba su mejor resistencia, su aspecto de hombre curtido y fuerte.

Lucía sostuvo en sus ojos una mirada triste al dejar a Ángel en la habitación de la pensión. Bajó las escaleras hasta la calle y salió en busca de la dirección que le facilitó Guillaume Dumonde, días atrás. Las calles empedradas aparecían prácticamente vacías. El día otoñal, perjudicado por el viento y el color grisáceo del cielo, mantenía a la gente en el interior cálido de las casas. Lucía acercó los extremos de la chaqueta y los apretó fuertemente con sus manos para que no escapase nada del calor corporal conseguido en la pensión. Al buscar el nombre de la calle en la plaquita metálica de color verde, colocada en la fachada de un edificio, el viento le revolvió los cabellos y la hizo tiritar. No era esa la calle que buscaba. Entró a preguntar a una panadería y la tendera, con mucha amabilidad, salió del establecimiento y le indicó el camino. Siguió por unas cuantas calles que subían y bajaban y, en medio de una muy estrecha, encontró el número que buscaba. Era un edificio alto y muy antiguo, de piedra como el resto. Desprendía un profundo olor a humedad y a espacio cerrado, y casi aparentaba estar deshabitado de no ser por un minúsculo tiesto con un único clavel (prácticamente helado) que sobresalía de una de las ventanas, cubierta en sus tres cuartas partes por una persiana de madera que no encajaba con el estilo arquitectónico de la casa. Lucía llamó a la puerta pero nadie salió a abrirle. Una mujer del edificio de enfrente, al escuchar que alguien buscaba a los vecinos, salió al balcón. Le dijo que trabajaban en el campo, a las afueras de Mussidan, y le indicó la dirección con el brazo extendido y a voz en grito. Continuó, pues, hasta las afueras de Mussidan y se sentó en un banco de piedra junto a un muro bajo que hacía las veces de mirador. Decenas de tractores y máquinas agrícolas se desperdigaban por los campos como pequeñas pinceladas de color metálico sobre un lienzo en blanco. Por todas partes, se desplegaban finos hilos de humo que subían hasta el cielo, como cuerdas de niebla que se tensaban una vez alcanzaban las nubes. No era otra cosa que el efecto del vapor de las máquinas y del aliento de los campesinos sobre aquel aire gélido pero, a la distancia, creaba un efecto mágico, de ensueño. Lucía resopló y se dio por vencida. Aguardó unos instantes observando la amplitud de los terrenos y regresó por las callejas estrechas hasta la casa de los Dumonde, para esperar allí.

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Cansada de esperar y muerta de frío, Lucía Zagra se refugió en un

café cercano, desde cuyas ventanas podía verse parte de la fachada de la casa de los Dumonde. Se tomó un chocolate bien caliente y vigiló a las pocas personas que pasaron por allí. Fue entonces cuando vio a un joven que corría por la calle y entraba en la casa. Fue visto y no visto. En el tiempo que Lucía tardó en pagar el chocolate y salir a la calle, el joven apareció por la puerta sosteniendo unos tubos enrollados en una de las manos, así como una lata metálica que indicaba contener abono líquido, y siguió calle arriba en dirección a la salida de Mussidan. Lucía lo persiguió con paso apresurado y se cruzó con él en el mismo mirador de piedra en el que había descansado un rato antes. El joven se había detenido y la miraba. Su cara mostraba extrañeza al tiempo que un ligero enfado y, sin esperar explicaciones, le dijo: ¿Por qué me está siguiendo?, ¿qué quiere? Lucía abrió la boca y la cerró sin saber qué decir. Entonces el joven, malhumorado, dejó escapar un resoplido por los labios (que trazó en el aire una nubecilla de vaho espeso), giró sobre sus pasos y descendió por una cuesta de tierra que conducía a los campos. A la llamada de espera de ella, el joven contestó que no podía perder tiempo con tonterías y que tenía trabajo. Lucía se quedó quieta en lo alto del mirador observando los pasos rápidos y pesados del joven que desaparecía. Entonces, exclamó: Benoît. El joven se giró, se detuvo desconcertado y siguió la marcha. Era él, no había lugar a dudas.

Benoît Dumonde cumpliría pronto veintiún años. Era todo un hombre

pero las circunstancias le obligaban a vivir como un niño atrapado en una vida y en una ciudad que no le pertenecían. Odiaba sentirse atado, odiaba tener que realizar un trabajo que no le gustaba y tener que vivir supeditado a lo que sus padres esperaban de él. Benoît Dumonde quería crecer, pero no le dejaban. Con su ropa de trabajo, sucia por la tierra húmeda del campo y la grasa de las máquinas, Benoît trabajaba sin descanso día y noche para reunir el dinero suficiente con el que pudiera huir de aquel lugar. O de él mismo. El trabajo en el campo recogiendo fruta le daba lo justo para que en su casa pudieran seguir adelante, el resto, lo que ganaba conduciendo un camión al final de las tardes, lo ahorraba para el día de la partida. Ya tenía bastante escondido. Pero necesitaba algo más para llegar tan lejos como deseaba. Benoît Dumonde se disponía a huir pero era incapaz de lograrlo. En su rostro, las facciones aún no moldeadas de la juventud mostraban el disgusto contenido. Sus

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ojos enrojecidos veían el mundo como una madriguera apestosa que se adentraba en el subsuelo sin dejarle respirar el aire. Deseaba ver el mar, ansiaba correr por una pradera de hierba verde sin nada cultivado que recoger. Soñaba conocer gente que fuera feliz, personas que no vivieran con la angustia de no tener suficiente dinero para ir a comprar al mercado. Benoît Dumonde quería escapar de su propia mentira pero no lo conseguía por un exceso de amor.

Benoît cargaba cajas de fruta en la parte trasera de un camión

desvencijado de color azul pálido. Las apilaba con cuidado y las amarraba entre sí para que no se volcaran al conducir. Se asustó al encontrarse de frente con la mujer que le perseguía y dejó caer al suelo varias piezas de fruta. Se agachó a recogerlas. Y aunque odiaba aquel trabajo, de forma inconsciente tomaba las frutas en sus manos y las limpiaba de tierra con la tela de su ropa de faena. Sin pretenderlo, Benoît Dumonde se esmeraba en un trabajo que quería abandonar. Ella se agachó a ayudarle. Dejaron la caja en el interior del camión y se apartaron a un lado. Benoît sacó unos cigarros y le ofreció uno a Lucía, que lo aceptó de buen grado. Dieron unas caladas en silencio, observándose. Qué es lo que quiere, dijo él. Conocí a tu padre, y aguardó la reacción de Benoît. Como esperaba, el joven frunció el entrecejo y escupió un poco de tabaco. Lucía creyó estar segura de que el joven sabía que su verdadero padre no era Gérard. Se refiere al que se queda el dinero que gano o al que abandonó a mi madre embarazada. Percibió el resentimiento en sus ojos, la ira sumergida tan adentro. Lucía se disculpó y dijo que tal vez no debería haberle molestado. Apagó el cigarrillo y le dijo adiós. El joven la vio marchar mientras ella subía la cuesta de tierra y se aferraba a la chaqueta de lana. Desde lo alto del mirador, Lucía vio cómo el joven montaba en el camión y desaparecía a lo lejos, hacia el norte donde unas fábricas se dibujaban en el horizonte. Entonces, mirando de nuevo los campos con los hilillos de vapor que ascendían, se le antojó que era una imagen triste. Pensó en enormes piras en las que se quemaban los cuerpos de los animales muertos.

Lucía regresó a la pensión con el ánimo perdido. Ángel la recogió

como mejor pudo y la tendió sobre su propio cuerpo desnudo. Se fundieron en un abrazo ardiente y dejaron que la noche asesinara al día, tan insultantemente frío. Pareció que despuntaba el día y, sin embargo ya era media mañana cuando despertaron. El tiempo se acortaba hasta casi

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anularse y su viaje, tan corto que casi parecía abortado, respondía al comienzo de una nueva partida. Ángel guardó la ropa en las maletas, buscó a tientas los zapatos bajo la cama y despertó a Lucía con una carrera de besos. Ella estaba triste, no tenía ganas de continuar. Le pidió que acabara con ella allí mismo, al menos estaba caliente. Él rió. Pero mirándola de reojo temió que volviera a buscar consuelo en la bebida. Se había contenido desde su marcha pero la cercanía del invierno le helaba la razón. Se vistieron con lentitud, bajaron y cargaron las maletas en el coche. Entonces, a punto de irse, ella rogó a Ángel que le diera otra oportunidad, por unos minutos. Él dio media vuelta y entró en la pensión a buscar un sitio en el que sentarse mientras la esperaba.

Llamó a la puerta de la casa de los Dumonde. Y esta vez obtuvo respuesta. Se dio cuenta de que era domingo y que los campos estaban prácticamente vacíos. Geneviève Beauvois apareció ante ella con el rostro cansado. Parecía muy mayor, tenía la espalda ligeramente encorvada hacia delante y arrastraba los pies al caminar. Lucía calculó que Geneviève tendría quince años menos que ella, pero el trabajo la había avejentado. Geneviève se sostuvo las dos mejillas con las palmas de las manos cuando reconoció a Lucía. Y emitió una expresión de desánimo, como si creyera que su visita era lo último que hacía falta para empeorar la relación que mantenían con Benoît. Los ojos le temblaron y a punto estuvo de rogarle que se marchara pero, entonces, apareció Gérard Dumonde a su espalda. Fumaba en una pipa vieja y raída; sus cabellos estaban desordenados, lacios y desiguales en su largura; y hacía varios días que no se afeitaba. Las canas asomaban bajo los labios y la nariz y le cubrían casi por completo el flequillo. Gérard tardó un poco más que Geneviève en reconocer a Lucía. Pero él no mostró desconsuelo, simplemente la invitó a pasar y cerró rápidamente la puerta para conservar el calor. Se sentaron alrededor de una estufa de hierro forjado en lo que debía ser el comedor. Las paredes mostraban grietas y pequeños agujeros y del techo caía el agua que se filtraba por una gotera. Lucía sintió el mismo olor a humedad que había descubierto en la fachada del edificio y contuvo su malestar. Ella mencionó que había visitado a Marie Lecouer y a Guillaume. Pero no le preguntaron cómo los había encontrado. Simplemente asintieron. Se les veía demasiado tristes, empobrecidos de espíritu. Como si su vida se hubiera torcido desde el momento en que Benoît llegó al mundo. Y no parecían avergonzarse de pensarlo. Lucía entendió el desánimo que había descubierto en el muchacho al encontrarlo junto a los campos. Ella también habría sentido

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lo mismo. Y le entendió, sólo un poco. Gérard Dumonde preguntó si quería verle. Se refería a Benoît, e indicó la puerta de un cuarto. No sale nunca, salvo para comer, dijo. Geneviève Beauvois se sentó en una silla cerca de la estufa y acercó las palmas de las manos hasta casi rozarla. Estaba a punto de quemarse pero no notaba nada por la aspereza y la callosidad en la que se habían convertido las dulces manos de su juventud. Respiraba haciendo ruido y dejaba que la mirada se perdiese por los rincones de la casa, por aquellos huecos en los que aún no se adivinaba la suciedad ni el deterioro de las cosas. Afuera, en la calle, el día guardaba silencio.

Lucía llamó a la puerta del cuarto de Benoît. Y no obtuvo respuesta. Gérard le dijo que pasara, que no importaba. Era el único modo, la puerta no tenía pestillo. Empujó y cerró tras de sí. Benoît estaba tumbado bajo las sábanas; la esperaba. La invitó a sentarse en una silla que había bajo la ventana y ella, incómoda, tomó asiento. Se disculpó por haber entrado de ese modo, por entrometerse en su intimidad, pero él dijo que lo prefería así, que no quería que le escucharan sus padres. Ella se presentó como una antigua amiga de Pierre que lo había amado como nunca volvió a amar a nadie. Le contó su visita a Blois veinte años atrás cuando él estaba a punto de nacer y su nuevo recorrido actual por las tierras francesas en busca de su hijo. Benoît la escuchó. Se levantó de la cama arrebujando las sábanas en un lado y buscó ropa limpia en el interior de una cómoda. Entonces, comenzó a desnudarse delante de ella sin ningún rubor. Notó el descenso en el tono de la voz de Lucía cuando él se desprendió por completo del camisón de franela que cubría su sexo. Era muy parecido a su padre, la misma complexión atlética, el vello disperso y fino, sus pezones oscuros como el cacao. Ella guardó silencio mientras él sonreía. Supo de inmediato que la estaba provocando y se regocijó por ello. Si aquella desconocida quería conocerle, tendría que pasar por sus caprichos. Tendría que soportar su desvergüenza. Permaneció desnudo ante Lucía un par de minutos más, el mismo tiempo en que ella guardó silencio sin dejar de recorrer cada centímetro de ese cuerpo con su mirada espía.

Cuando Benoît se cansó, se vistió y se sentó en el mismo borde de la cama. No conocí a mi padre ni tengo necesidad de conocer cómo fue su vida. Esta es la mía y en ella no tiene cabida. ¿No lo ve? Tengo familia de sobras donde elegir. Pero me elijo a mí mismo. Nada hizo su Pierre por mí. Menos aún por mi madre. Por su culpa se ha convertido en una amargada fantasmal que pasea sin darse cuenta del paso de las semanas.

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No nos alcanza el dinero para comer. Somos parias en este lugar y desterrados en Blois. No aceptaron que mi madre fuera soltera cuando nací. Porque Gérard no se casó con ella hasta mucho después. ¿Lo sabía?, desapareció una semana antes de que yo naciera, muerto de miedo. Se escondió en el invernadero de la abuela, oculto tras un rosal de dos metros y, cuando apareció, arrepentido, exigiendo que mi madre se casara con él, ya era demasiado tarde. Todos les dieron la espalda y tuvieron que mudarse. Y esta maldita ciudad helada. Nadie nos quiso. Fue su Pierre, su amado ejemplo de civismo, el comprometido con la causa, el muerto con honores…, y escupió a los pies de Lucía. Pierre Dumonde nos trajo la desgracia. Y a mí la vida. Esta vida horrenda e insoportable que no me deja escapar. Los odio a ellos. Lo odio a él y ahora la odio a usted.

Lucía creyó perder cualquier oportunidad para hablar y explicarse.

Hizo todo cuanto pudo. Le dijo que no pretendía disculpar a su padre por no interesarse por él mientras estuvo en Gallípoli, pues a ella tampoco le explicó nada, pero tenía que saber que su padre había sido una persona admirada por mucha gente, respetado, querido. Eran decenas los que guardarían en lo más profundo de su ser un motivo para respetar a Pierre Dumonde. Y por lo que ella le debía tenía que intentar reconciliar el recuerdo de su hijo. Benoît explotó en una risa pero ella continuó. Le contó en qué consistía la profesión de Pierre, cómo recorrió el mundo entero, cómo fotografiaron el terror de la guerra y cómo sonreía. Eran muchos los motivos para sentirse orgulloso de ser hijo de Pierre Dumonde y, al menos, podía pensar que quizá existió una razón de peso para su comportamiento. Ahí fue donde flaqueó su discurso y no pudo continuar. Lucía hurgó en el interior del bolso y extrajo una pequeña cámara fotográfica. La puso entre las manos de Benoît. Él la miró con cuidado haciéndola girar. Recorrió con su pulgar el lugar en el que sobresalía la marca de la cámara y distinguió en el lateral derecho tres hendiduras que recorrían toda su anchura. Eran tres surcos paralelos de dos milímetros de grosor cada uno. Tres muescas que la diferenciaban de cualquier otra cámara puesto que entre la primera y la segunda de las hendiduras podía leerse “tioneb”. El joven arrojó la cámara sobre la cama y miró a Lucía con los ojos a punto de explotar en lágrimas. Gritó: Os odio a todos y salió del cuarto. Ella no comprendió su reacción y recogió de nuevo la cámara que nunca nadie quiso aceptar. Al guardarla entendió,

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por primera vez en tantos años, el sentido de aquella palabra escrita entre líneas. Tioneb era Benoît al revés.

Benoît Dumonde salió corriendo de su casa tan rápido como años después lo haría huyendo de las bombas en una guerra cruel. Las lágrimas escapaban de su rostro como si el odio que las hacía saltar no desease mostrar si quiera ese dolor que le ardía por dentro. Odió a sus padres; odió al desconocido Pierre Dumonde que tanto daño le hizo trayéndole al mundo; y odió a Lucía Zagra, con tanta intensidad que deseó no volver a verla en toda su vida. Porque su simple presencia le hacía recordar la tragedia que era su vida.

Esa misma tarde, Lucía Zagra partió de Mussidan dejando atrás una

parte de su vida. Cerró así el vínculo que la unía, hasta entonces, a Pierre Dumonde; y dejó tras de sí a una pareja cuyas miradas mantenían la misma tristeza que ella vio veinte años atrás, la vez que se conocieron. Gérard Dumonde y Geneviève Beauvois se abrazaron con el mismo gesto de entonces, como barcas a la deriva en un océano revuelto. Sus vidas sólo habían cambiado en la medida en que existía Benoît Dumonde. Aquel joven que tanto tenía que aprender de la vida, de su propio pasado y de su incierto futuro por descubrir. Poco se imaginó nadie la importancia que en los años venideros tendría Benoît Dumonde. Ni las consecuencias de sus actos. Pero entonces no era más que un joven herido. Que huía como Lucía ya lo hizo antes.

A finales de noviembre de 1936, Lucía Zagra y Ángel Tous llegaron

a Labouheyre. Buscaron a su contacto en las afueras de la ciudad, en una casa baja de piedra con las fachadas cubiertas de enredaderas y musgo. El frío y la humedad de la zona contribuían a que el lugar pareciese todavía más apartado e inaccesible de lo que era. Hicieron gran parte del trayecto a pie hasta la casa, esquivando las ramas viejas y muertas de los árboles, que se apretujaban a los lados del camino como espadas certeras; y evitando las partes encharcadas del sendero para que los zapatos no se inundaran de barro hasta los tobillos; y, al acercarse a la casa, un hombre con aspecto desaliñado, pasamontañas y barba, les cerró el paso. Lucía observó que llevaba un palo grueso en la mano en forma de bate; lo balanceaba para inquietarles y lo estaba consiguiendo. Ángel mencionó el nombre de su contacto. Esperaron mientras el hombre reflexionaba a la vez que miraba primero hacia la casa y después hacia los árboles. Parecía nervioso. Luego, devolviéndoles la mirada, hizo un gesto con la mano y

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les condujo hasta la entrada. Al mismo tiempo, vieron salir por la puerta a un grupo de personas con ropas de camuflaje y mochilas. Se dirigían al bosque y les miraban con atención, mostrando las caras pintadas de negro y los ojos profundos, resaltados por una franja tiznada de carbón bajo las pestañas.

En el interior de la casa, el hombre les cacheó y les obligó a sentarse junto a la chimenea de piedra. El humo salía lentamente por el respiradero mientras las brasas se consumían. Un segundo hombre, que pensaron era aquél a quien buscaban, apareció desde las escaleras que conducían al segundo piso. Saludó a Ángel pero ignoró a Lucía, que permaneció sentada en la silla. En voz baja, Ángel explicó el motivo de su visita y, entonces, el segundo hombre se apartó y se aproximó a Lucía. Es una mujer con agallas, ¿eh?, dijo. Se rió enérgicamente mostrando todos los dientes. Dijo que se olvidaran de cruzar la frontera. Ellos eran un grupo de guerrilleros que luchaban por la causa de la República y que ayudaban a los republicanos a huir de España cruzando la frontera navarro-aragonesa con Francia. Sólo sacaban gente que escapaba de la zona nacional para evitar la muerte, pero jamás introducían a nadie en el país. Volvió a reír de forma escandalosa, burlándose claramente de Lucía. Pero ella se levantó de la silla y le escupió en el rostro. Nos vamos de aquí, dijo mirando a Ángel. Y retrocedió hasta la puerta.

Un momento, dijo el hombre. Y preguntó cuánto estarían dispuestos a pagar por cruzar la frontera. De este modo, llegaron a un acuerdo. Aunque el segundo hombre no lo reconoció, accedió a ayudar a Lucía porque vio en ella una fuerza capaz de impulsarla a cruzar la frontera sin la ayuda de nadie, lo que podía poner en peligro la seguridad de las guerrillas que tenían desplegadas en los límites fronterizos y la de otras muchas personas que se ocultaban en las montañas para facilitar la huida de sus compatriotas. Les dijeron que debían aguardar hasta mitades de diciembre, fecha en la que llegaría uno de los guías de montaña con varios exiliados a los que dejaría en la frontera, para regresar después a Barcelona con un cargamento de armas. El segundo hombre les dejó solos con el primero y desapareció para celebrar una especie de reunión improvisada en la que determinarían qué hacer con Lucía y su compañero hasta el momento de la partida. Decidieron enviarlos a Labenne, junto a la frontera.

A las afueras de Labenne, oculto a las miradas públicas y oficiales,

ajeno a cualquier vinculación política o estatal, se escondía un pequeño

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campamento de refugiados dirigido por un grupo de personas procedentes de Labouheyre y de otros puntos estratégicos del sur de Francia. Ocupaban parte del extenso terreno propiedad de Madame Gruault, donde habían desplegado varias tiendas de campaña colocadas en forma rectangular, en cuyo centro destacaban una tienda comedor y una gran tienda hospital dotada de abundante material médico y quirúrgico. Lucía y Ángel se unieron al grupo poco después del mediodía. El hombre misterioso que les habló en la casa de Labouheyre les presentó al grupo. Conforme repasaban una y otra cara, y estrechaban una y otra mano, pudieron descubrir en sus expresiones gestos incómodos ante la presencia de aquel hombre sin nombre. Era evidente que el grupo de Labenne dependía de alguna manera del grupo de Labouheyre (posiblemente en cuanto a las ayudas económicas y el suministro de medicamentos), pero aunque eran parte del aliento común que dirigía todo aquel complejo entramado resistente, de algún modo, aquellas gentes de Labenne no participaban de los métodos del grupo matriz. Se sentían autónomos y, si bien aceptaban participaciones externas, como en ese caso la de Lucía y Ángel, no se encontraban cómodos siguiendo las instrucciones del grupo de Labouheyre, del que parecían desvincularse. Lucía se percató de que los hombres y mujeres de Labenne iban desarmados. Y carecían de disfraces. Eran personas corrientes. Que sonreían, hablaban y se identificaban.

Nada más llegar e instalarse en una de las tiendas colectivas del fondo del campamento, advirtieron entre las gentes de Labenne una fuerte vinculación moral así como un sentimiento de amistad y lealtad profundas que se manifestaba en cada uno de sus actos. Se comunicaban de una forma propia, delicadamente aprendida, cuya base angular era la cordialidad y fraternidad común, no sólo entre ellos sino con el recién llegado. Se pretendía que todo aquél que llegaba al campamento tras un agotador viaje a pie, tras una huida sangrienta por las montañas, fuese recibido como el tesoro más preciado y se sintiese como en la casa que nunca recuperaría. Fue este grupo homogéneo de personas, unido a tantos otros que fueron surgiendo, el que constituyó el germen de lo que sería, a escasos años de distancia, la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial.

Jules Vitré era un joven médico francés que apenas rebasaba los treinta años. Aparentaba más edad gracias a sus gafas redondas de montura dorada y a su cabeza totalmente rapada por un problema de alopecia. Su tez morena remarcaba su espléndido estado de salud y los

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ojos, completamente negros y brillantes, expresaban tal convicción que Jules era capaz de hacer creer a cualquier interlocutor de que lo que se distinguía al fondo, hacia el oeste, era el mar, aunque los kilómetros que les separaban de la costa hacían imposible verlo, incluso en los días claros. Jules Vitré dirigía al grupo de Labenne desde el comienzo de la Guerra Civil española. Y se había involucrado tanto con aquellas gentes que, en el momento en que tuvieran que abandonar el campamento, al final de la guerra, pensaba montar un hospital con todos ellos. Y con la inestimable ayuda económica de Madame Gruault, su protectora.

Jules Vitré salió de la tienda médica despojándose de su bata blanca salpicada de sangre. La arrojó al interior de un cesto de ropa sucia y se acercó hasta Lucía y Ángel, que le esperaban sentados en un banco de madera, cerca de un tendedero de ropa. Jules sonrió con gesto seductor y les invitó a que le acompañaran hasta la casa principal para conocer a Madame Gruault. Salieron del campamento atravesando una inmensa pradera, al final de la cual se distinguía una enorme casa de piedra blanca de varias plantas. La rodeaban decenas de cipreses y, en uno de sus laterales, había una construcción cuadrangular de setos altos. Hasta que no estuvieron a su lado no se percataron de que aquella construcción era un enorme laberinto a cuya entrada unas estatuas que imitaban a las cariátides griegas invitaban a perderse en el interior vegetal de sus misterios. Jules Vitré comentó a Ángel que el laberinto era la materialización de los pensamientos de Madame Gruault, y sonrió añadiendo: nunca sabes por dónde has de continuar.

Madame Gruault era una viuda de complexión gruesa que jamás

confesó su edad. Se rumoreaba que rondaba los sesenta años pero su comportamiento activo y jovial conducía a la duda. Le gustaba maquillarse en exceso, cuidar su cabello y adornar los peinados con piezas de cristal o de ámbar. Sus pestañas eran gruesas y los párpados, de un intenso color verde, resaltaban sus ojos claros. Madame Gruault les estuvo observando desde la terraza del primer piso y, antes de que llegaran al laberinto de setos, bajó a esperarles a la puerta de entrada. Después de subir unas escaleras de mármol, llegaron a una terraza exterior decorada con sillas y mesas de anea, varias figuras de mármol rosa de un metro de altura y una fuente de cerámica con unos pájaros de baldosa roja y verde. Aunque se acercaba el invierno, ese día hacía sol y pudieron sentarse en la terraza a tomar un café, servido por un camarero vestido de blanco. Madame Gruault se mostró impresionada ante el valor

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de Lucía. La observaba con detenimiento como si quisiera descubrir el secreto de esa valentía del que ella carecía por completo. Siempre fue una cobarde, aunque según pensó, quizá fuera porque no era madre.

Madame Gruault conoció a Jules Vitré como paciente en una operación de cadera, fracturada después de una aparatosa caída cerca de un terraplén donde fue a cortar rosas amarillas. Le apasionaban las flores, las colocaba en su dormitorio rodeando la cama y pegaba los pétalos con zumo de limón a los cristales de las ventanas para que la luz filtrase colores al penetrar en su cuarto. Le encantó la proposición de Jules de ceder parte de sus inmensos terrenos para instalar un hospital en el que se refugiase a exiliados españoles. Amaba las labores humanitarias. La hacían sentir viva, útil. Pero bastaban sus tierras. Su casa, era su casa. Y, en ocasiones, invitaba al adorable Jules Vitré para que revisara su estado de salud.

Pasaron la tarde conversando de París y de lo mucho que le gustaba la torre Eiffel. De vuelta al campamento, Lucía comprendió que aquella visita no significaba nada más que un trámite de aprobación. Su permanencia allí era extraña a cualquiera de las motivaciones del campamento. Lucía y Ángel no eran refugiados. Ni cooperantes. Eran transeúntes con una finalidad extraña, diferente a la que ese grupo esperaba. Por eso, su estancia allí dependía del visto bueno de Madame Gruault. Lucía se alegró de haber sacado el tema de París y de haber conversado sobre boutiques y cafés del agrado de Madame Gruault. Se dio cuenta de que era una anciana recelosa, cauta. Y un tema de conversación inadecuado, como la guerra o el sufrimiento que podía atravesar su hijo eran realidades que no era conveniente descubrir en el mundo mágico en el que vivía. Su colaboración era una forma de autoelogiarse, de crecerse ante el vacío que ocupaba sus días. Era un juego, como el que fomentaba con Jules. Lucía sonrió por haber superado la prueba de Madame Gruault y, al final del día, se hundió en la cama de campaña observando las formas de Ángel bajo las sábanas de la cama contigua. Le recordó al frente de Gallípoli. Y aunque todo era distinto, descubría en aquella gente ese espíritu de concordia que vivió durante la guerra con los jóvenes combatientes y con Pierre. Cubrió el rostro con las mantas y se durmió pensando en su hijo. Cada vez lo sentía más cerca. Aunque en mayor peligro.

En los días que siguieron, Lucía y Ángel se ofrecieron a colaborar

con el grupo de Labenne hasta que fuera posible su salida hacia la

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frontera. Jules Vitré les facilitó los medios y les presentó a las personas de confianza. Lucía y Ángel pusieron todo su empeño en aprender rápidamente algunas de las técnicas psicológicas que el grupo utilizaba para recibir a los huidos y reconfortarles. Les enseñaron a modular la voz y a utilizar una conversación entre susurros por medio de la cual se tranquilizaba al recién llegado hasta el punto de alcanzar su debilidad privada y consolarla. Encontraron fácilmente el dolor de Lucía personificado en su hijo perdido entre la guerra, pero Ángel se mostró rígido como una piedra, sin fisuras aparentes. Nadie percibió la debilidad que le atenazaba, tan en el fondo que se confundía con la oscuridad de sus propias entrañas.

Al caer la noche, como los gatos que aprovechan la duplicidad de las sombras para atrapar silenciosamente a su presa, surgían de entre los árboles y los campos decenas de republicanos, anarquistas, comunistas, izquierdistas, sindicalistas y tantos otros que cruzaban la frontera, solos o acompañados por algún pastor o algún guerrillero colaborador de este mismo grupo. Cruzaban desde el País Vasco, Navarra y el oeste de Aragón buscando un primer contacto con otra realidad distinta de la que huían. Y la encontraban en el grupo de Labenne. Les esperaban con provisiones y asistencia sanitaria, con aliento y esperanza. Algunos de los muchos que llegaban ni siquiera recordaban su nombre como consecuencia del sonido de las balas impactando próximas a sus rostros. En el campamento les curaban las heridas, los lavaban y aseaban, y recogían sus testimonios. Una joven de aspecto sencillo que tenía poco más de quince años, de nombre Yvette, era la encargada de transcribir todos los testimonios de los recién llegados antes de su traslado a otro campo. Algunas veces, ese testimonio no era inmediato. Algunos tardaban varios días, semanas incluso, en poder describir tanto horror y tanta furia que iban acumulando en su interior. Otros, al contrario, rompían el secreto de la noche vociferando entre llantos las penurias, el trazo de sus heridas y la mala sangre de los enemigos. Yvette los acompañaba y los visitaba día tras día, rellenando el vacío espacio reservado para cada uno de ellos en un cuaderno. Y luego en otro, y otro…

Un día, Jules Vitré apareció por las cocinas, en las que ayudaba Lucía, y le pidió que descansara un rato y comiera con él en la tienda comedor. Conversaron de sus vidas, en cierto modo paralelas. Jules se interesó mucho por Lucía, por su empeño en recuperar a su hijo y por el esfuerzo que eso implicaba. Y le fascinó toda la trayectoria, de años, que

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escondía aquella mujer. Tal y como le contó, Jules Vitré buscó durante medio año a uno de sus hermanos. Se perdió en una expedición de montaña por los Pirineos; había partido con unos compañeros de estudios, escaladores profesionales, pero algo salió mal y tres amigos, incluido su hermano, se perdieron en la nieve. Lo dieron por muerto y, a su regreso, Jules convenció a algunos de ellos para que repitieran el trayecto y encontraran el cuerpo de su hermano. Tardaron demasiado pero, finalmente, dieron con él. Su historia era triste, su hermano apenas tenía veinte años al morir congelado. Pero sabía lo que supone una espera desesperada. Con ello no quiso arrojar desesperanza sobre Lucía pero pretendió que ella fuera cauta y estuviera preparada para cualquier cosa, incluso para lo peor. Después hablaron de Lucía, de sus libros, sus fotografías, sus pinturas, su poesía. Aquella mujer era la encarnación de lo etéreo enfrentada a la más cruda realidad de la vida: a la muerte. Entonces, Jules Vitré le presentó a Yvette.

Pese a su juventud, Yvette Deschamps ya apuntaba los rasgos

redondeados y voluptuosos que desarrollaría en su madurez. Su piel sonrosada, su cabello largo y esponjoso, su sinceridad espontánea y despreocupada. Para Jules era como una hermana pequeña, cándida, acogedora. Llegó voluntariamente al campamento abandonando temporalmente su casa y sus comodidades, se instaló con una libreta e insistió en que era necesaria su presencia allí, recabando los testimonios de todo el que pasara por el campamento. Jules encontró en Yvette Deschamps una joven despierta, madura, consecuente y responsable. Jules había conocido a infinidad de personas en su vida pero nunca antes una como Yvette, que tan claro tenía su papel en la vida. Llegó hasta ellos para servir de instrumento al futuro, para conservar vivo el presente. Y aquellas ganas convencieron a Jules de que debía quedarse.

Lucía Zagra dejó su trabajo en las cocinas y se unió a Yvette Deschamps en la recuperación de testimonios, orgullosa de poder realizar aquella tarea con facilidad. Al menos eso pensó en un primer momento ya que la literatura y la escritura habían significado mucho para ella durante todos esos años, pero la inimaginable crudeza de las palabras transmitidas, tan veraces como aterradoras, le hizo dudar de su aguante. Una de las noches, llegaron tres familias desde distintos puntos de España. Todas habían perdido a alguno de sus hijos en la guerra o en la huida. A las más pequeñas las ultrajaron unos desertores del bando nacional que se habían unido a su grupo para salir del país. No

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sospecharon de sus intenciones hasta que fue tarde y, entonces, nada se pudo hacer. Salvo matarlos. Así, los padres de las pequeñas cortaron el cuello de los indeseables y los dejaron en el camino para que se los comieran los lobos. Los rostros de los padres no soportaban más el peso de los acontecimientos. Se plegaban sobre el pecho y se ahogaban, perdían el habla. Las mujeres temblaban y cubrían los rostros para pasar desapercibidas delante de otros hombres. Una de las madres, que viajaba sin compañía masculina, llegó a raparse el pelo y a hacerse heridas en el rostro para que la dejaran en paz. Porque inmersos en la locura de la guerra los bandos parecían difuminarse y los instintos despertaban sin hacer distinciones. Todo valía, pues todo quedaba al margen de la ley y de la moral.

A la mañana siguiente, después de recoger el testimonio de aquellas madres, Lucía rompió a llorar en el interior de una de las tiendas. Buscó a Ángel pero no lo encontró. Le dijeron que había salido a acompañar al grupo de inspección que, diariamente, recorría los alrededores y que se adentraban en los bosques para pintar señales en el tronco de los árboles, que sirvieran para identificar el camino correcto al campamento. También anudaban trozos de tela procedente de camisas viejas o de ropas irreparables que dejaban otros refugiados. Lucía se encontraba muy sola cuando la descubrió Yvette. Corrían rumores de que un grupo de izquierdistas había sido interceptado por una patrulla de militares nacionales cerca de Navarra, de modo que los ánimos de todo el grupo flaqueaban, en especial los de Lucía. Yvette trató de consolarla pero empeoró la situación y Lucía se sinceró con ella revelándole que pensaba que su hijo Rubén había sido capturado por los nacionales. Había empezado a sentirlo desde que ese grupo fue interceptado tan cerca de ellos, tan próximo a la salvación. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la situación era peor de lo que se imaginaba. Y a pesar de todas las historias que iba apuntando, de los relatos que la acercaban a la muerte, del asalto a la casa de su padre en la ciudad, todo quedaba demasiado lejano como para desconfiar en la buena suerte de su hijo. Pero ahora todo cambiaba. Su suerte desviaba el rumbo y comenzaba a ir en su contra. Llevaba varios días notando una actitud distinta en Ángel, como si la espera no fuese con él, como si no encontrase motivos por los que acompañarla. Eso la debilitaba aún más. Y no podía contener las lágrimas. Yvette Deschamps lloró a su lado por simple contagio. Había pocas mujeres dispuestas, como ellas, a sacrificar toda su vida por un

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ideal y a veces era duro reconocer todo lo que se escapaba con el viento. Se abrazaron mutuamente y continuaron llorando, sintiéndose próximas.

A lo largo de los días, aguardando una partida que parecía no llegar

nunca, Lucía perdió la resistencia a transcribir testimonios. Cada día su implicación en los hechos era mayor, vivía aquellas narraciones como si las hubiera sufrido ella misma y recurría, de nuevo, a la ayuda de la bebida. Lucía era consciente de que estaba traspasando el límite de la cordura. Su sufrimiento se intensificaba y sugestionaba su propio dolor con el recuerdo de su hijo. Ya no era necesario mirar las fotos de Rubén. Ahora esas imágenes rodeaban su cerebro sin dejarle un momento de descanso. Ángel Tous desapareció durante varios días con un grupo que fue a la frontera. La despidió besándole la mejilla y acariciando su cabello negro. Y desapareció. Cuando regresó, su cara estaba triste y poco pudo consolar a Lucía. Montó una escuela improvisada en una de las tiendas para los grupos de niños, cada vez más numerosos, que se acumulaban hasta que llegaban los camiones. En ellos, se trasladaba a los huidos hasta campos de refugiados de carácter oficial. Madame Gruault trató de impedir que se llevaran a sus refugiados pero poco pudo hacer contra la política de su país. Mantuvo aquel privilegiado hospital de campaña del mismo modo en que mantuvo silencio ante las autoridades que rondaban la propiedad. Lucía aguantó todo lo que pudo, hasta el día en que el relato de una niña de diez años le hizo estremecer la piel.

La pequeña presenció la muerte de toda su familia. Sus padres, hermanos, hermanas y su pequeño perro. Se quedó sola y asediada por unos rebeldes en medio de un campo, junto a una máquina de siega. La intervención, podría decirse divina, de una religiosa permitió que el grupo de hostigadores se dispersara. La religiosa abrazó a la niña, la escondió en la Iglesia y la sacó por la frontera oculta en el interior de un baúl. Cuando llegó al campamento no quiso hablar con nadie. Desconfiaba de todos excepto de la religiosa. Lucía insistió en conocer su nombre. Le dijo que era obligación de los supervivientes, y de ellos que les ayudaban, trasladar los testimonios al resto de la humanidad para que nunca se olvidaran de lo ocurrido y para que esos actos no se repitieran. Entonces, la niña, sin apenas pestañear, le contó cómo unos hombres habían sujetado a su padre a un pozo de agua y le habían cortado los dos brazos con un hacha. Sin poder defenderse, el padre tuvo que presenciar la muerte de su mujer, abierta en canal con una hoz de labranza. Lucía se puso a llorar, estremecida de que la niña contara aquello sin apenas

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inmutarse, insensibilizada por el exceso insoportable de dolor. La niña le dijo que escribir aquello era inútil, pues un pedazo de papel no iba a ayudar al mundo a devolver los brazos a su padre. Lucía abrazó a la niña, dejó el cuaderno a un lado y, diciéndole que la esperara, salió de la tienda durante un minuto. Lloró hasta casi marearse. Fue a su tienda y regresó al lado de la niña llevando entre las manos la vieja cámara fotográfica que un día perteneció a Pierre Dumonde. Tan solo le dijo que mirara al objetivo. La niña no sonrió.

A partir de ese día, Lucía dejó las tareas de transcripción y recopilación de testimonios para la entereza juvenil de Yvette Deschamps y pasó a desempeñar un cometido igual de valioso y testimonial. Aquella fotografía de la niña fue la primera de más de un millar de instantáneas que se tomaron en aquel campo francés hasta el final de la Guerra Civil española en 1939. Su testimonio se envió al mundo para impresionarlo en mayor medida que un puñado de palabras escritas en un cuaderno, tratando de conseguir el mismo efecto que con las imágenes tomadas en la batalla de Gallípoli.

Pasó el tiempo, lentamente, sin que ninguno de los exiliados que

pasaron por el campamento conociese a su hijo. Lucía mostraba una fotografía de Rubén a cada recién llegado pero, de los cientos que fueron viniendo recibió la misma respuesta: un movimiento negativo de cabeza. Una nueva desilusión. Recordó el día soleado en que tomó la fotografía de Rubén. Fue el verano de 1935, el que pasaron en Capri. Capri, con su luminosidad eterna. Recordaba aquellos días como muy lejanos y alegres. Pero el tiempo había pasado. Ahora su hijo Rubén estaba a punto de cumplir diecisiete años y, como les ocurría a todos, la guerra le habría endurecido. Por un momento temió que, si lo encontraba, Rubén podría guardarle algún tipo de rencor, por la distancia, por el tiempo. Este pensamiento hizo que, en los días que siguieron, Lucía no soltase la botella. Cualquier botella bastaba para minorar sus penas. Y el tiempo tardaba tanto en pasar, se dilataba la espera como una lenta agonía, como la muerte silenciosa que traían los huidos en sus rostros. Y, entonces, dejaron de llegar.

Durante días, la actividad en el campamento se detuvo. Ángel continuaba ausente en otra de sus exploraciones en la frontera, y el cielo se volvía más y más gris. Jules Vitré, Yvette Deschamps y Lucía pasaron gran parte de esos días en la mansión de Madame Gruault. Desayunaban en la terraza bien tapados para no coger frío, se acercaban a un estanque

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artificial a patinar sobre el hielo y corrían por las habitaciones de la casa cantando canciones. Yvette reía sin cesar y perseguía los pasos de Jules. Una mañana, mientras Lucía probaba el contenido de cada una de las botellas de Madame Gruault, Yvette se introdujo en el laberinto de setos altos. El frío causaba dolor en la nariz y las orejas, y la nieve caía en frágiles copos deslizándose en círculos por los alrededores de la casa. Jules siguió a Yvette hasta la entrada del laberinto y vio cómo ella se perdía mostrándole una sonrisa que le desafiaba. Jules se aventuró a encontrarla. Desde fuera, en la terraza, se escuchaban las risas y los pasos torpes intentando correr sobre la nieve. Lucía sonrió y siguió bebiendo. Pero la anciana Gruault se inquietó. Desapareció de la terraza y se asomó, sin apenas retirar las cortinas para no ser descubierta, por una de las ventanas de la azotea, desde la que se veía todo el recorrido del laberinto. Distinguió a Yvette, apoyada junto a un seto llamando a Jules. Este se encontraba perdido pero seguía con acierto las indicaciones de la voz. La sonrisa de Jules delataba algo más que admiración hacia Yvette, y Madame Gruault, desde la ventana, notaba el enamoramiento de la joven. Mordiéndose los labios, Madame Gruault descorrió el carmín rosado y apretó las cortinas con su mano en forma de puño.

Lucía Zagra recorrió las habitaciones de la mansión Gruault. Los soberbios óleos de pintores contemporáneos, las tapicerías floreadas, los jarrones y las lámparas. Pensaba en su casa de la ciudad y recordaba a su madre y a su padre. Jugaba a hacer sonidos en el suelo de madera y se escondía en los armarios para ver sus intimidades. Pero no encontró a Gumersindo Hinni, ni sus pies desnudos buscándole los pechos. Aquella anciana vivía en un gran vacío, recargado sí, pero carente de recuerdos. Nada había de su difunto marido, ni de sus posibles amantes, ni de sus familiares lejanos. Sólo sus flores y ella. Su deseo y ella. Lucía pensó si Madame Gruault no era otra mujer en su jardín. La observó mientras la acompañaba por el desván, por las escaleras de servicio, por la enorme despensa del sótano, donde guardaba sus reservas de vino… La anciana guiaba a Lucía para no tener que ver la ausencia de Jules Vitré.

Cuando Ángel regresó de la frontera, coincidiendo con los días de

mayores heladas, continuaba con una expresión distinta en el rostro. Lucía pensó que se estaba hartando de ella, de ser un lastre para su juventud y un riesgo en su vida. Lo observaba inmóvil en la cama contigua a la suya, tapado hasta no descubrir ni un pelo de su cabello negro, silencioso como un roedor asustado. Apenas hablaban, pasaba el

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día en el interior de su nueva escuela prefabricada, con los niños también silenciosos por los horrores presenciados, con el frío soplando fuera de las tiendas evidenciando que se encontraban tan lejos de sus casas. Todos ellos. Y pasaba las noches ausente, oculto bajo las sábanas, distante de Lucía y del bello cuerpo memorizado.

Lo cierto es que Ángel comenzaba a tener miedo. Miedo al día en que tuvieran que cruzar la frontera para adentrarse en el pavor de la guerra, en el descontrol de los enloquecidos cegados por el poder que se siente al portar un arma. Miedo a no poder afrontarse a sí mismo, a dejar escapar el coraje minúsculo que se escondía en alguna parte de su ser. Y miedo a que Lucía se diera cuenta de que no era como ella pensaba. O quería. Así, mientras Lucía llenaba el inacabable tiempo de sus noches en vela atendiendo y reconfortando a los recién llegados, fotografiando sus vidas, o bebiendo, Ángel se escondía en la tienda para temblar. Y lloraba oculto tras las sábanas.

Por aquel entonces y sin ser todavía conscientes de que ese pesar se

prolongaría durante años, todos los miembros del grupo sufrieron, de una u otra forma, el dolor que acompañaba a los exiliados. La cosa empeoró cuando instalaron en la tienda principal, la de mayor extensión y que servía de sala de reunión, un mural de veinte metros de largo por casi dos de alto en el que fueron colgando las fotos de cada uno de los que por allí pasaron. Hasta ese cruel reflejo de la guerra se acercaron los nuevos grupos de recién llegados tratando de encontrar a un familiar, un amigo o un vecino que había desaparecido o huido antes que él. Se convirtió en el principal punto de reunión y conversación y pronto los relatos que vertían unos se unían a las historias que dejaron los fotografiados. Pero el dolor se iba acumulando de tal forma que los guerrilleros, incluidos Ángel y Lucía, pensaron en el derrumbe moral. Las noticias que llegaban del exterior no eran precisamente buenas. Ningún país acababa por condenar el conflicto que se desarrollaba en España y la ayuda apenas llegaba, salvo la enviada desde Rusia por los camaradas bolcheviques. El gobierno francés continuaba con sus particulares levas a los nuevos campos de refugiados emplazados en la costa. Los rumores acerca de la verdadera naturaleza de los campos se extendían. Y la gente se asustaba. Todos ellos, sin excepción, supieron encontrarse en un punto sin retorno en el que no estaba nada clara la salida, ni aún el papel que todos ellos desempeñaban en el juego.

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Las visitas de Madame Gruault al campamento se intensificaron en aquellos días, alertada por la noticia de que se sometía a los refugiados a trabajos forzados. Se reunió en privado con Jules y llegó a plantearle la posibilidad de disolver el campamento para evitar que “sus huidos” fueran arrebatados por el gobierno francés y trasladados a campos de concentración. Jules Vitré se mostró igualmente preocupado y prometió hablar con los responsables de otros grupos que conocía para decidir, después, si pasaban a la clandestinidad o continuaban colaborando con el gobierno.

A mitades de diciembre de 1936, bajo una espesa niebla traspasada

por finas hebras de luz de luna que parecían trazadas por miles de pequeños alfileres, un montañero de aspecto rudo llegó al campamento. Apareció en la noche, mezclado con tantos otros que huían; solo que él buscaba. Era el hombre que conduciría a Lucía a través de las montañas en busca de su hijo Rubén y que confirmaba que, por fin, el día de la marcha se acercaba. El hombre en cuestión se llamaba Jonás Iguiturdi, pero todos le llamaban Jon el sucio. Era un mote nada alejado de la realidad puesto que ese hombre, alto y de espaldas anchas, era maloliente y desaliñado. Sus cabellos se enmarañaban en un solo rizo oscuro que se unía con el rostro a lo largo de la recia barba. Era cejijunto y con la voz tan recia que durante la noche, a través de las montañas, tenía que mantenerse en silencio para no descubrirse con el sonido reverberante del eco.

Esa noche, Lucía se encontraba descansando en su cama. Jules Vitré avisó primero a Ángel y, después despertó a Lucía con cuidado susurrándole al oído: El hombre que esperabas ha llegado. Ella echó a correr bajo la invisibilidad de la noche hasta la tienda de reunión, donde el montañero empezaba a degustar un plato caliente de sopa; mientras Ángel caminó detrás de ella, muy despacio y con la cabeza gacha, como si temiera conocer al hombre que le conduciría al mundo de pesadilla en el que no quería adentrarse. Las dudas habían aflorado en su cabeza varios días atrás pero, esa noche, el terror paralizaba su capacidad de razonar y le hacía plantearse el sentido de su relación con Lucía y su utilidad en aquella “misión” que iban a emprender a través de las montañas. Por eso, cuando Ángel vio en ese hombre al campesino sucio e inculto del que dependerían sus vidas, no pudo emitir un solo sonido al recibir su saludo. Jon el sucio apenas permaneció unos minutos con ellos. Prefirió conversar con Jules, por el simple hecho de ser uno de los

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dirigentes del campamento al que debía confianza y, después, Jules se dirigió a Lucía para transmitirle las intenciones del montañero. Como dijo, saldrían del campamento en un par de días, cuando se alejasen las patrullas nacionales que merodeaban por los alrededores y cruzarían la frontera con Navarra hacia el sur. Una vez llegados al embalse de Alloz, cerca de Puente la Reina, Jon les presentaría a dos hombres que les conducirían hasta Madrid, ya que él debía recoger allí a un grupo de republicanos y desplazarse luego hasta Sangüesa donde recuperaría un camión cargado de armas que sus compañeros habían escondido para conducirlo, junto con esas personas, a través del territorio nacional hasta Barcelona.

Poco después, esa misma noche, las pesadillas invadieron el cuerpo de Ángel Tous. Se vio encaramado a lo alto de una estaca de unos veinte centímetros de ancho, tratando de mantener el equilibrio con los brazos extendidos. Temía caer y ser alcanzado por los cientos de ratas que rodeaban la estaca y chillaban desde el suelo. Buscaba cualquier cosa a la que aferrarse pero estaba perdido. Condenado. No pudo distinguir a Lucía, ni imaginarla junto a él en la cama de al lado. En los días que siguieron hasta el de la partida, Ángel no dejó de pensar qué pasaría si Jon el sucio les abandonaba a su suerte en medio del embalse de Alloz. Su pensamiento anuló su descanso y fue el desencadenante de la debilidad que le invadió durante el viaje.

La noche del 18 de diciembre de 1936, Lucía y Ángel abandonaron el

campamento conducidos por el rudo montañero Jon Iguiturdi, el sucio. Ese día, Lucía se despidió de Madame Gruault en su mansión. Rechazó la copa que le ofreció la anciana y esta mostró su entendimiento con una sonrisa. Había moderado mucho su aspecto desde que Lucía la conoció, tal vez por el duelo que le provocaba el temor de que aquellos a quienes trataban de ayudar fuesen a parar a terribles campos de trabajo, o tal vez por sentirse desatendida por su buen médico, encandilado recientemente por la sonrisa jugosa de una joven. La imagen que Lucía conservó de Madame Gruault fue la de una mujer de aspecto avejentado y traumático.

Jules Vitré la abrazó con admiración y le deseó la mayor de las suertes imaginables. Aprendieron mutuamente, entendieron muchas cosas de sus vidas paralelas, y se ofrecieron apoyo incondicional para los años atroces que aguardaban. Los dos eran conscientes de que se acercaba un cambio importante, algo que la guerra de Lucía quizá hubiera desencadenado. Pero sabían que el terror tardaría en alejarse de sus vidas.

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Ese día, Lucía se separó por primera vez de la vieja cámara de fotos (que tomó de las manos moribundas de Pierre Dumonde), procedente de otra de tantas guerras inútiles y desdichadas. Se abrazó a Yvette con tanta fuerza que ambas creyeron dejar de respirar por un instante y le regaló la cámara bajo la promesa de que continuase la labor que ella había comenzado en el campamento, fotografiando el dolor de tantos testigos que, un día, hablarían al mundo entero y recordarían los principios por los que vivió y murió su primer propietario. Yvette Deschamps lloró como una niña, secó sus mejillas heladas con el puño de su jersey de lana y volvió a aferrarse a Lucía, queriéndola como una madre y deseando volver a verla después de la guerra. Pero aquel abrazo jamás volvería a repetirse.

VII: A través de las montañas.

Pocos minutos antes de despuntar el alba, el montañero Jon Iguiturdi

azuzó a sus guiados para que se dieran más prisa. Tenían que alcanzar aún el camino que conducía hasta una vieja torre en lo alto de un cerro en la que se esconderían durante ese primer día. La torre quedaba todavía lejos y el sol, que podía delatar su presencia, estaba a punto de traspasar la línea del horizonte. Lucía miró a Ángel y no pudo disimular el miedo a no superar esa primera jornada y no ver a Rubén nunca más. Sin embargo, lo que encontró en la mirada de Ángel la inquietó aún más, ya que sus ojos indicaban que se encontraba al borde del desvarío; meneaba la cabeza como si temblase de miedo y un sudor, que ella imaginó helado, le empapaba toda la frente. Lucía lo tomó de la mano y tiró de él apretando la marcha, a la vez que buscaba con la mirada el camino seguido por el sucio, al que había perdido la pista entre tantos matojos altos que arañaban sus piernas, a pesar de vestir unos gruesos pantalones de lana con los que amortiguaban el frío del invierno.

Nada más abandonar el campamento, Iguiturdi les amenazó con matarlos si cometían la más mínima imprudencia y hacían peligrar su vida en aquel largo trayecto, puesto que el futuro de otros muchos dependía de que él mantuviera su integridad física y cumpliera con los envíos, los encargos y las fugas a través de la frontera que tenía previstos.

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Ellos sólo representaban un lastre en sus ocupaciones ya que tenía que extremar la vigilancia al hacer el recorrido habitual, acompañado en lugar de solo, y del revés. Les confesó que, muy a su pesar, se había visto obligado a aceptar la misión porque se rumoreaba que la persona a la que ella buscaba tenía cierta importancia e influencias en la capital del país, por lo que podrían ser recompensados en el futuro con mayor ayuda y apoyo logístico que enlazase las ciudades con las rutas de montaña. Eso sin contar con el armamento que podrían suministrar desde el sur, que buena falta hacía a la mayoría de los montañeros que cooperaban con la República. Cuando Jon el sucio les dijo eso, se le embruteció el rostro como a un animal; como un jabalí furioso chillando ante su presa. Por eso, Lucía se asustó. Veía en ese hombre un resquemor primitivo que le recordaba el día en que los vecinos del pueblo de Marcelo la atacaron y la persiguieron hasta el bosque circular. La misma maldad estaba presente en el interior de esos ojos. Con la única diferencia de que ese hombre le protegía la vida y la acercaría hasta su hijo perdido. En verdad, aquello no era más que una contradicción impuesta al subconsciente difícil de lidiar para mantener una mínima serenidad. Además, Lucía comenzaba a preocuparse por Ángel, cuya salud mental empezaba a trastornarse. Ese día, Ángel apenas había abierto la boca y ella supo que temía al montañero, le asustaba aún más que a ella.

Cruzaron unos matojos entrelazados con zarzales, agachados como animales. Jon el sucio les esperaba un poco más arriba, acuclillado y con el rostro enjuto en una mueca de desagrado, y parecía murmurar en su contra. Lucía estiró con fuerza del brazo de Ángel y ambos alcanzaron al montañero arrastrándose sobre la tierra. Jon Iguiturdi hizo una señal con la mano para que se mantuvieran tendidos en el suelo. Lucía aguzó la vista para distinguir entre la oscuridad, que comenzaba a escaparse con la inmediata salida del sol, el lugar al que se dirigían y la distancia que les separaba. Ángel temblaba detrás como si se sintiera perseguido y encontrado. Le pareció que estaba demasiado inquieto, pero no podía pensar en él ahora. Jon el sucio y Lucía calcularon, cada uno en su propio silencio, que no les quedaban más de cincuenta metros para alcanzar la entrada a la torre. A su alrededor, posiblemente acechando, se intuía la presencia de una patrulla de nacionales que se dirigía a la frontera con Francia, la que ellos habían atravesado unas horas antes. Se escuchaban unos ruidos de fondo: de hombres marchando en grupo, de culatas metálicas de escopetas chocando con las piernas al caminar. También escuchaban el arrastre de las botas entre la maleza. Y se acercaban cada

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vez más. Jon se volvió hacia Lucía y Ángel e indicó a ésta que era el momento, que agarrase bien fuerte a ese inútil y que lo arrastrase, si era necesario, hasta la entrada de la torre. Después, recorrieron la distancia en el más sepulcral de los silencios hasta adentrarse en la torre, en lo alto del cerro.

La torre estaba abandonada. Nadie se acercaba debido a que en su

interior algún pastor había depositado a tres ovejas muertas que se habían descompuesto y exhalaban un hedor prácticamente insoportable para el olfato humano. Nada más entrar en la torre, Lucía tuvo que tapar la boca de Ángel con sus las manos para que éste no emitiese un grito delator al contemplar la putrefacción de los animales. Se puso muy nervioso, impresionado ante una visión desagradable que, en sus años como pacífico maestro de escuela, jamás había llegado a imaginar. Las ovejas estaban apiladas en cruz junto a la entrada. A su alrededor se desperdigaban varios pedazos sucios de lana desprendidos de las carnes y, sobre éstas, podía adivinarse el recorrido alimenticio de los gusanos. Ángel traspasó la entrada de la torre tambaleándose y rozando con el cuerpo las paredes de ladrillo hasta alcanzar las escaleras que conducían a la primera planta, donde se esconderían durante el día que comenzaba. Los tres subieron muy despacio evitando cualquier sonido que pudiera atraer la atención de sus enemigos. En la primera planta, sobre el suelo de madera y en completa oscuridad, había colocada una sola silla, un sucio colchón de paja y unas cuantas latas oxidadas que habían servido a otros como tazas. Al fondo, apoyado en la pared, había un pequeño tonel con algo de agua que olía a estancada y, a su espalda, un boquete en el ladrillo que permitía ver el exterior. Con el olor infesto de los animales pegado a las narices, los tres sacaron sus mantas de los hatillos que portaban y las desplegaron sobre el suelo. Dormirían cada dos en turnos de cuatro horas mientras el tercero vigilaba por el hueco de la pared, sin dejarse ver, hasta que comenzara a anochecer y reemprendieran la marcha. El primero en vigilar sería Iguiturdi, después Ángel y, finalmente, Lucía. Dos de ellos temieron que el tercero no pudiera cumplir su vigilancia, pero mantuvieron silencio y aguardaron a que volviera la oscuridad. Ese primer día de vigilancia, Lucía Zagra dejó de pensar en Rubén y no pudo desviar su vista del rostro congestionado de Ángel que temblaba bajo la manta.

Faltaban dos horas para que terminara el turno de vigilancia de Lucía cuando comenzó a oscurecer. En poco menos de una hora la noche

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cubriría por completo su presencia al raso y les permitiría continuar pero, mientras tanto, debían reponer fuerzas comiendo. Despertaron a Ángel. Tenía el pelo enmarañado de dar vueltas bajo la manta y sus ojos aparecieron vidriosos, como los de las ovejas muertas, delatando el principio de una fiebre que él negaba tener. Ángel temía que Iguiturdi descubriese su debilidad, ese malestar físico que le atenazaba los músculos desde el mismo momento en que les presentaron y que le impedía caminar con soltura, ya que, en ese caso, el montañero podía convencer a Lucía de que lo mejor para la misión, si verdaderamente quería encontrar a su hijo Rubén, era abandonar a Ángel en ese mismo lugar para que su lentitud no entorpeciese su marcha. Y Ángel sabía que ella sería capaz de dejarlo allí. Sabía que su hijo se anteponía a todo, incluso a sus propias vidas. Y lo peor era que en las últimas semanas su relación como pareja se había debilitado hasta el punto de que él no se explicaba por qué la acompañaba. Quizá era que había descubierto su soledad, la necesidad de amar y ser amado por una mujer. Quizá eso era lo que lo unía a Lucía. Quizá era la sensación de sentirse náufrago en un país que no era el suyo. Quizá todo junto era lo que le lanzaba a esa locura. No lo sabía. Pero poco le importaba. El miedo sí que le asustaba. Y no quería que ellos lo descubrieran. Esa noche había comenzado a sentir calambres en el estómago que le obligaban a retorcerse bajo la manta para no gritar de dolor. Había delirado, y sus sueños retrocedieron a un tiempo que él no había vivido pero que conocía al detalle gracias a las historias que le relataba su abuela Blanca. Había viajado hasta el momento en que su abuelo Claude Leaud cruzó, en una de sus innumerables huidas, los parajes montañosos que conducían a la casa oculta de Parthenay. Y en aquella partida, al igual que le ocurría ahora a él, estaban presentes los bosques, las espinas y los espíritus malignos que protegían a la noche. Era ridículo sentir miedo de aquellas historias para niños con las que su abuela le asustaba antes de acostarse. Pero, en su mente eran tan reales que ahora que recorría esos boscajes, esos campos rodeados de piedras que le hacían tropezar, esas matas que se pinchaban en los dedos, ese silencio que dejaba suspirar a los espíritus… no podía evitar recordarlos tal y como los había compuesto en su imaginación de niño pequeño.

Hizo verdaderos esfuerzos para no gritar, puesto que de hacerlo terminarían muertos. Y para conseguirlo observó a Lucía. Allí, bajo las sombras de la oscuridad ella aparecía tan bella, tan pura, que incluso dolía ante sus ojos. Se preguntó qué le hacía a ella permanecer a su lado

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si él no tenía nada que darle, salvo sus miedos y sus fobias. Lucía estaba sentada sobre el suelo, con las piernas entrecruzadas cerca del agujero en la pared que daba al exterior, con la manta retirada a un lado y las manos sobre el regazo. Había deshecho el moño que le sujetaba el cabello de modo que le caía sobre los hombros, acariciándolos. Sus ojos claros brillaban con una mezcla de energía e ingenuidad que él nunca antes le había visto. Parecía más joven de lo que era, tal vez porque se sentía más cerca de su hijo y eso la hacía feliz. El montañero Iguiturdi sacó una lata de conserva del fondo de su hatillo, la abrió, echó un poco del contenido en un plato metálico y le pasó el resto a Lucía. Ella repitió sus movimientos y acercó la lata a Ángel, quien la sostuvo entre los dedos tratando de descubrir el alimento de que se trataba. Cuando Lucía le miró a los ojos, ansiosa de encontrarlos lúcidos y limpios del rastro de la fiebre, Ángel se acercó a ella y la besó.

El tercer día de marcha dejaron atrás los bosquejos y los matojos, las

casas abandonadas que les servían de guarida, los pozos en los que se ocultaban cuando se acercaban pasos extraños… para adentrarse en las montañas y comenzar el ascenso. Para ello, tuvieron que alternar en su ruta los días, con las noches y los atardeceres, aprovechando la luz que mejor convenía en cada momento y que permitía avanzar sin riesgos. Aquél, a juicio de un montañero tan experimentado como Jon Iguiturdi, era el tramo más peligroso de todo el recorrido puesto que debían enfrentarse con la peor de las trampas: la nieve y las huellas que trazaban sus pasos. Iguiturdi tenía sus trucos y sus secretos para atravesar las montañas sin dejar rastro, aunque esos trucos supusieran un riesgo mayor que el ser descubiertos. Su principal secreto consistía en atravesar tramos escarpados, casi inaccesibles, donde la pendiente era tal que la nieve no cuajaba y caía resbalando, de modo que al pasar ellos no dejaban huellas. Este procedimiento les obligaba a desplazarse muy lentamente, con los cuerpos absolutamente aferrados a las paredes de las rocas, donde apenas podían sujetarse salvo a las pequeñas ramas y tallos que nacían entre las piedras. Jon les enseñó qué ramas eran débiles y cuáles lo suficientemente fuertes como para evitar que cayeran. Tenían que observar las ramitas con cuidado antes de lanzar el siguiente paso y asegurarlo sobre la roca. Si no abrigaban dudas, impulsaban el cuerpo deslizándolo sobre la pared en clara pendiente y se aferraban a la rama rezando para no caer. Lucía, como no rezaba, trataba de sacar fuerzas recordando a su familia, a Rosa con la carita pálida y a Rubén, con su

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sonrisa. A veces, la nieve cuajaba sobre sus cabezas o sus ropas y, al no poder retirarla con las manos (ocupadas en no perder de vista la pendiente), se les formaba una capa de hielo y nieve que penetraba por la espalda y les calaba los huesos.

En muchas ocasiones, Lucía y Ángel se miraron el uno al otro dudando de la destreza del guía por esas pendientes resbaladizas por la húmeda presencia de la nieve sin cuajar. Ellos estaban delgados y, aunque inexpertos, eran capaces de mantener el equilibrio cuando resbalaban puesto que su constitución permitía mejores maniobras si mantenían serenos los reflejos. Pero no se podía decir lo mismo de Jon Iguiturdi. Sus reflejos estaban perfectos pero su constitución era desmesurada. Eso, junto con las ropas que vestía, todas amplias y de paño o lana gruesos le daban un aspecto aún más enorme. Y pesado.

Otro de los trucos de Jon Iguiturdi, cuando se adentraban en tramos arbolados muy transitados por patrullas nacionales (que contaban con la colaboración de otros montañeros de la zona para capturar a los republicanos que huían), consistía en trepar a lo alto de las copas de los árboles y desplazarse por las ramas, muy despacio y como ardillas, tratando de evitar que se partieran (y ellos cayeran) o que provocaran ruidos fatales que delataran su presencia. Posiblemente, ese truco era peor que el de deslizarse por las pendientes ya que tenían dificultades para trepar y mantener el equilibrio sobre las ramas, sobre todo cuando éstas eran flexibles y pendulaban a su paso. En una ocasión, permanecieron en tensión, manteniendo la respiración y casi el pulso, de pie sobre unas ramas a una altura de unos seis metros, durante dos largas horas mientras un grupo de militares alzados acampaba bajo ellos para comer. Ángel levantaba la barbilla hacia el cielo tratando de no mirar al grupo que se desplegaba debajo, buscando una distracción en lo alto que mitigase sus temblores, tan peligrosos. Bastaba un paso en falso para que la nieve cayera abajo. Si una de las manos se deslizaba de golpe estaban perdidos. Y los tres lo sabían y aguantaban sudorosos y fríos. Lucía, tiesa sobre la misma rama que Ángel, temía que los temblores de éste, que llegaban hasta sus piernas por la vibración de la rama, hicieran caer la nieve en pedazos del tamaño de un puño. Ella, con todo el peso del hatillo bien colocado sobre la espalda, alentaba a Ángel con la mirada. Pero él prefería mirar al cielo, como si rezara. Como en tantas otras ocasiones, Lucía se preguntó de qué les servía ese Dios si nada iba a hacer por ellos. Su vida dependía de sus manos y de sus pies, de sus fuerzas, de mantener la mente en equilibrio, de no perder el control. Y esos eran sus dominios,

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no los de Dios. Se preguntó entonces si Jon creería en algo. Parecía tan primitivo, tan salvaje. Tan ajeno a ellos a pesar de estar a su lado. Apenas hablaba, ni siquiera cuando estaban seguros y tranquilos, al resguardo de un pequeño fuego o en la seguridad de una tapia antigua que les cubría. Simplemente se movía, actuaba. Lucía también observó que Ángel apenas dormía y se preguntó si algo lo atormentaba. Se dijo a sí misma que quizá la ayudaba a entrar en España, a dirigirse de lleno a una guerra inútil, cruel y cercana, porque él había perdido a su familia o a alguno de sus hijos y se sentía identificado con ella en su propósito de encontrar a Rubén. Pronto desechó la idea. Ángel Tous parecía no sentir.

El cuarto día Ángel empeoró y comenzó a delirar. Tuvieron que

detenerse en medio del bosque y buscar una depresión del terreno donde hubiera mucha nieve para poder excavar y hacer un refugio en el que introducirse. Jon Iguiturdi sacó del hatillo uno de los platos metálicos en los que comía y cavó con rapidez una especie de cueva en la nieve, mientras Lucía calmaba a Ángel con palabras. Tuvieron dificultades para introducirle en el agujero que daba paso a la cueva. Se resistía con fuerza y suplicaba que no lo dejaran allí, que no soportaba morir entre tanta blancura. Y gritaba en medio de la noche. Jon el sucio actuó con la misma rapidez con la que cavaba. Se abalanzó sobre Ángel, le colocó una de sus manazas en la parte posterior del cuello y le golpeó en la cara con la otra mano. Lo dejó inconsciente y se desplomó sobre la nieve. Lucía miró al montañero con desprecio pero no replicó. Sabía que era lo correcto puesto que sus vidas dependían del silencio, pero le dolió. Fue ella la que arrastró el cuerpo de Ángel hasta la boca de la cueva y, de espaldas, se introdujo en el orificio tirando del cuerpo. Cuando Jon Iguiturdi la siguió por el interior del hueco de nieve contempló en su rostro una sonrisa cínica de reconocimiento, como si hubiera deseado golpear a Ángel desde hacía tiempo y, por fin, hubiera descargado toda su rabia. Después, colocaron unas ramas delante de la entrada para que les ocultasen. Nevaba con fuerza y, en menos de una hora, las ramas se cubrirían dejándolos enterrados bajo la nieve. Era lo que el montañero pretendía y, con seguridad, lo que les salvaría las vidas.

En el interior de la cueva, con la única ocupación de esperar y

escuchar cómo la nieve cubría la entrada, Lucía recordó la cara de pánico que Ángel había mostrado hacia la nieve y sus palabras rechazando una muerte blanca. En una ocasión, cuando todavía estaban en Francia, en la

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casa en la que Ángel acogía a republicanos que huían desde España, éste le dijo a Lucía que deseaba morir en la más tétrica de las oscuridades. A ella le extrañó pero tenía su lógica. Al parecer, en una ocasión, siendo Ángel todavía un niño, su padre se cayó desde un caballo y, como se encontraba sobre un puente, fue a parar a las aguas de un río. Estuvo a punto de ahogarse y lo rescataron del agua medio muerto. Durante varios días estuvo agonizando sobre la cama mientras toda su familia, a su alrededor, esperaba el fatal desenlace. La madre de Ángel quiso evitar que los niños (él y sus hermanos) presenciaran la agonía del padre pero el abuelo Claude Leaud se empeñó en que estuvieran presentes pensando que era el momento de que aprendieran que la muerte era un paso más de la vida al que no debían temer. Sin embargo, los delirios del padre hicieron que su contemplación se convirtiera en la peor pesadilla que tuvieron los niños estando despiertos. Entre gritos, el padre de Ángel suplicaba que lo alejaran de la luz, que un resplandor blanco le cegaba y su piel ardía sin estar en el infierno. Pasaron así días y noches, con los alaridos recorriendo la casa, penetrando en los oídos de los niños que, con imágenes, reproducían en sueños las palabras que escapaban de labios de su padre. Poco después murió. Pero aquellos gritos de pánico y dolor quedaron fijos en los sentidos de Ángel, en su subconsciente. Por eso deseaba una muerte dulce, tranquila, como la que merecía su padre. Y esa tenía que ser en plena oscuridad.

Ángel continuó delirando y lanzando exclamaciones en el interior de la cueva, solo que allí nadie podía oírles. Jon lanzó varias carcajadas anunciando que pronto les darían muerte a todos si continuaban con él. Pero Lucía se negó en rotundo a abandonarle. Le pasó las manos por la frente y le colocó en la nuca un pañuelo con nieve en su interior para que le bajara la fiebre. Se quitó la chaqueta y se la colocó a él para mitigar sus temblores. Jon volvió a reírse anunciando que si ella moría de frío él abandonaría al delirante en esa misma tumba, así estarían juntos. Y seguía riendo. Lucía guardó silencio y pensó en sus hijos. Primero pensó en Rubén, y lo imaginó en medio de las calles de Madrid, atrincherado, luchando contra los nacionales con ayuda de amigos, más fieles a él que a la patria. Sin duda estaba protegido. Y era valiente. Después pensó en su niñita Rosa. Hacía años que no la veía. Pensó que estaría a salvo con su joven marido, Enrique Rialme. El muchacho era fuerte e inteligente y, en el caso de que el peligro hubiera llegado al pueblo, la habría protegido. Sin embargo, estaba segura de que el pueblo seguía siendo republicano y nada temía por Rosa, ni por Darío y Jaime. Tampoco temía por Marcelo.

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Siempre había sabido cuidarse. Un escalofrío de nostalgia le recorrió el cuerpo. Recordó las tardes de otoño en las que esperaban a que la luz del atardecer cubriera todo el jardín para ver caer las hojas secas, acompañadas por la brisa de las montañas. Aún percibía el olor de las flores del jardín, fresco a la vez que dulce, cuajado de recuerdos. Y el tronco del viejo roble, alzándose tan noble como todos los que lo tocaron y lo rodearon con los brazos, como los que reposarían entre sus raíces. Cómo echaba de menos todo aquello. Entonces miró a Ángel, tan débil. Y aunque deseaba llorar no lo hizo para evitar una nueva carcajada de Iguiturdi.

Lucía no supo calcular el tiempo que permanecieron en el agujero,

bajo la nieve, pero le pareció que había sido toda la noche. Ángel se había dormido y, al despertar, los ojos dejaron de tener ese brillo febril con el que comenzaron la marcha. Lucía se alivió. En el fondo temía que nada podría hacer frente a Iguiturdi si se empeñaba en dejar a Ángel enfermo en el agujero. Habría protestado, tal vez se habría quedado junto a él, sin su guía. O quizá su hijo habría tirado más. Nunca lo sabría, puesto que Ángel parecía estar mejor. Reemprendieron la marcha a la luz del día buscando caminos que no eran habitualmente transitados. Caminaron en fila india. Primero Iguiturdi, después Ángel y finalmente Lucía. Y, desde su posición, ella podía oler perfectamente ese hedor ocre y dulzón que desprendía Iguiturdi al caminar. Se sonrojó al imaginar si él habría pensado alguna vez que su olor lo delataba aún más que sus huellas. A veces, era espantoso. Cuando se detenían, Iguiturdi se descalzaba para descansar los pies y estos, humedecidos, despedían un vapor insoportable que les impedía comer. Aunque la mayoría de las veces lo peor era su gesto, cruel y despreciativo, como si se sintiera enorme y omnipotente ante el mundo. Durante los días que siguieron, Jon el sucio adquirió un molesto hábito después de comer que consistía en levantarse, colocarse al lado de Ángel, justamente a la altura del rostro, y demasiado cerca uno del otro, tanto como para poder oler la suciedad, le lanzaba un estruendoso eructo sobre la nariz. Luego, se dispersaba entre la maleza riendo y burlándose de él. Nadie le replicó, pues en el fondo le temían y eran conscientes de que sus vidas dependían de aquella grosera mala bestia.

La noche de fin de año de 1936, Lucía Zagra, Ángel Tous y el

montañero Jon Iguiturdi se refugiaron entre las rocas de una ladera a los

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pies de la Sierra de Andía, a menos de un día de distancia del embalse de Alloz, al noroeste de Navarra. Mantenían la esperanza de que las tropas nacionales estuvieran distraídas preparando la celebración de la Noche Vieja ya que, de ese modo, la vigilancia en los alrededores se habría aliviado respecto a lo que era habitual en ese punto. Los nacionales sabían que la zona del embalse de Alloz era un punto estratégico en el que los republicanos se intercambiaban comunicados, armas y personas. Cada día, eran apresadas entre tres y cinco personas, muchas de las cuales eran enviadas al sur para su enjuiciamiento mientras que otras tantas, las más importantes para la República, eran ejecutadas en las mismas cercanías del embalse; por ese motivo, los montañeros republicanos tenían que extremar la atención y agudizar los sentidos para mantener la vida, la información y las armas que portaban. Desde la noche en que partieron del campamento de Labenne, Jon Iguiturdi, mientras sus dos guiados dudaban de su valía y desconfiaban de él por su aspecto y su forma de ser, calculó (en secreto y al detalle) las distancias que debían recorrer cada jornada y el lugar que utilizarían para esconderse, con el fin de proteger sus vidas y de minimizar cualquier riesgo que pudiera aparecer por esos caminos que él había transitado en centenares de ocasiones. Conocía cada movimiento de las hojas de los árboles, el cúmulo normal que la nieve tiene cuando nadie la ha pisado, los rincones ruinosos abandonados por temor a su desplome. Conocía aquellas montañas como a sí mismo y era consciente de que esos guiados le podían dar problemas, porque le temían. Aunque pudo mostrarse más cordial con ellos y ceder en algunos aspectos para que confiaran en él, no lo hizo porque la misión era inversa y, por tanto, diferente. Era extremadamente peligrosa, de modo que ciertas confianzas les habrían llevado a descuidos irreparables. Lo sabía porque ya le había ocurrido con anterioridad, aunque no se culpaba de ello. Tal y como tenía previsto, llegaron al embalse de Alloz la víspera de la Noche Vieja. De ese modo, el alcohol y la pitanza con la que la celebrarían las patrullas nacionales disminuiría el peligro que suponía llegar a ese lugar con otras dos personas. Todo ello sin contar con que aún había otro grupo por la zona que podía desatar la alerta de los nacionales.

Muy cerca de allí, escondidos entre unas rocas distintas a las que

cobijaban al grupo de Jon Iguiturdi, se resguardaban del frío dos montañeros, amigos de Jon, y tres republicanos (un hombre y dos mujeres) que se dirigían a Barcelona. Habían llegado al embalse de Alloz

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esa misma tarde y esperaban con ansiedad a que dieran las doce de la noche para contactar con el grupo de Iguiturdi. Todo estaba planeado de antemano. A las doce menos cuarto se aproximarían los respectivos guías de cada grupo a la orilla del embalse, en un punto previamente señalado que utilizaban con asiduidad, y harían intercambio de mercancías. Iguiturdi, con uno de los montañeros, continuaría su ruta acompañado por los republicanos que iban a Barcelona, mientras que Lucía y Ángel continuarían hacia Madrid con el otro montañero, un tal Herminio Morales.

Los dos montañeros y sus tres guiados republicanos caminaron agachados desde las rocas hasta una casita de madera que aparecía solitaria en medio de las riberas del embalse, a unos diez metros de distancia a la izquierda de la arboleda en la que uno de ellos se encontraría con Jon Iguiturdi y a unos trescientos metros en línea recta de las casas en las que se habían acuartelado las tropas nacionales. Herminio Morales, en voz extremadamente baja, indicó a los tres republicanos el lugar en el que se refugiarían antes del intercambio: en la leñera que imitaba con su forma a una casita baja. Mientras se arrastraban, las dos mujeres republicanas no pudieron reprimir el impulso casi místico de alzar la cabeza para contemplar el brillo de las estrellas, todo ello sin el más mínimo temor a tropezar ya que iban tan pegados uno del otro, con las manos tocando el hombro del que caminaba delante, que difícilmente podrían caer. Era curioso comprobar cómo a pesar de los difíciles momentos que atraviesa una persona es capaz de enajenarse ante la contemplación de la muestra más bella de la naturaleza, como si con ello uno escapase de la situación en la que se encuentra, como si se enajenase a un mundo tranquilo y en paz donde nada malo puede ocurrir. Así sucedió con esas dos mujeres republicanas que durante una distancia de casi cien metros, caminaron a gatas, arrastrándose, a la vez que contemplaban maravilladas un puñado de estrellas titilando en lo alto del cielo. A su lado, la luna en cuarto menguante irradiaba un frío manto de luminosidad que salpicaba los rostros dándoles un tono amarfilado que, en otro momento, habría sido interpretado como enfermizo. El otro guía que cerraba el grupo por detrás, al contemplar el rostro pálido de las mujeres encarado hacia el cielo, prefirió creer que no sonreían, aunque sí lo hacían. Le resultaba irracional que en el centro del infierno, paseando entre las llamas quietas de un maligno y largo recibidor, alguien pudiera abstraerse de la realidad hasta el punto de sonreír. No lo concebía, y prefirió pensar que era un reflejo de la luz en los rostros. Herminio

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Morales abrió la puerta de la leñera y dejó que los tres republicanos entraran antes que él. Luego se despidió de su compañero acariciándole la espalda y, entrando, cerró la puerta tras de sí. El otro esperó. Y al no ver nada cruzó los diez metros descubiertos que le separaban de la arboleda y desapareció en su interior.

A la hora señalada, Jon Iguiturdi se separó de sus guiados por

primera vez desde que partieron del campamento de Labenne. Lucía y Ángel aguardaron entre las rocas, en lo alto de la ladera, siguiendo las indicaciones de Jon. Desde la posición en la que se encontraban apenas se distinguía el campamento de los nacionales pero sí la arboleda que se extendía a lo largo de las riberas del embalse. Los árboles no eran muy altos ni su follaje espeso pero sí lo suficiente como para ocultar el agua del embalse desde la posición en la que se encontraban Lucía y Ángel. Los nacionales se habían instalado cerca de unas casas bajas que tomaron por la fuerza durante las primeras semanas del alzamiento. Desalojaron a sus propietarios, tomaron su comida, sus animales y sus huertas y permanecieron allí, a unos ciento cincuenta metros de distancia del embalse y en la parte más baja de la ladera, vigilando. Mientras Jon se alejaba, descendiendo con cuidado por un camino de piedras y tierra, Lucía asomó la cabeza por entre las rocas tratando de seguirlo con la vista sin poder evitar que el cuerpo se le tensase en un mismo nervio ante el peligro de que un mal paso, seguido de un desprendimiento de rocas, les descubriera ante todos. Cuando lo vio desaparecer entre los primeros árboles que lo ocultaban y que se extendían hasta la orilla del embalse, suspiró satisfecha de que hubiera superado el peor tramo. Aún así, mantuvo la respiración y se acurrucó en el hueco arenoso que formaban las rocas. Ángel permanecía a su lado, sentado y cubierto por completo con una de las mantas que habían desplegado para resguardarse. A esa hora, el frío de la noche comenzaba a arreciar y un viento gélido golpeaba cada uno de los recodos del embalse. Lucía se acercó más a él y, levantando una de las puntas de la manta que le cubría el rostro, introdujo todo su cuerpo en el interior. De inmediato, se encontró a gusto, caliente y protegida, a pesar de que estaban en la misma boca del lobo. Se abrazó al costado de Ángel y deslizó el brazo derecho por encima del hombro de él. Al principio, debido a las ropas recias que ambos vestían, no notó nada extraño, pero, al cabo de unos minutos, sintió que la temperatura, en aquella balsa oscura de aire robada al cielo, bajo la manta, era anormalmente elevada. Buscó los ojos de Ángel al tiempo que tomaba

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sus manos con fuerza. Ardían. Lucía retiró violentamente la manta para observarlo a la luz de las estrellas y comprobó que el peor de sus temores se hacía realidad. La fiebre había vuelto y dominaba su cuerpo. Sorprendido por el cambio de temperatura, Ángel comenzó a tiritar y a buscar con los brazos el lugar al que Lucía había arrojado la manta. Ella se quedó boquiabierta, congelada por un brote de pánico al comprobar los brillos febriles de sus ojos.

Unos instantes antes de que se desencadenase la tragedia, Lucía Zagra creyó escuchar de labios de Ángel unas palabras que, al pronunciarlas, quedaron en inconexos balbuceos. Con el paso de los años, al recordar los trágicos momentos con los que dieron la bienvenida al nuevo año 1937, Lucía se preguntó qué pudo querer decirle Ángel Tous antes de morir. Nunca pudo saberlo, pero deseó que sus últimas palabras hubieran sido de amor.

Ángel Tous se levantó como impulsado por un resorte invisible. Su cuerpo, sobresaliendo por la superficie de las rocas en las que se ocultaban, quedó al descubierto. Los brazos de Lucía trataron de aferrarle pero no consiguió sentarlo. Él se retorció, apartando del cuerpo aquellas manos, sin siquiera mirarla. Ella no consiguió verle el rostro de frente pero de refilón, con el reflejo de la luna, notó que sus ojos estaban completamente desorbitados. Entonces, Ángel Tous saltó al camino de tierra por el que antes había descendido el montañero Jon Iguiturdi y, braceando en el aire, corrió sin rumbo exclamando fuego y me quemo.

Jon Iguiturdi escuchó los alaridos de Ángel Tous cerca de la orilla del

embalse. A su lado, se encontraba el montañero del otro grupo quien, instintivamente, le enganchó de la manga de la recia chaqueta de lana y tiró de él hacia el suelo. Cayeron de mala postura uno sobre el otro, con las caras pegadas y muy cerca del tronco del árbol que tenían más próximo. Desde el suelo, no se distinguía la presencia de las casas ni el camino del que procedían los gritos. El montañero miró a Jon y, por su expresión, supo que se trataba de uno de los guiados. Los dos maldijeron y reptaron por el suelo hacia la orilla del embalse, desde donde podrían presenciar los acontecimientos. Observaron cómo un hombre joven bajaba la meseta, gritando y dando tumbos. Jon siguió el descenso con la mirada mientras el otro montañero se acuclillaba y le indicaba que volvía con su grupo. Solo junto a la orilla, Jon Iguiturdi frunció el ceño pensando en cómo escaparían del entuerto sin ser consciente de que sus ojos se fijaban en el reflejo de la luna sobre el agua.

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Escondidos entre los gruesos troncos de una leñera, lejos de las casas

que servían de campamento a los nacionales, el montañero Herminio Morales y los tres republicanos que se dirigían a Barcelona escucharon los alaridos de un hombre. Las caras de los republicanos se encogieron en una mueca de espanto y buscaron una respuesta en el rostro del guía. Herminio Morales parecía desconcertado. Se levantó sigilosamente por encima de los troncos de madera tratando de observar algo entre la oscuridad de la noche. Aquella leñera se había construido con maderos largos tratando de imitar la forma rectangular de las casas en las que ahora acampaban los nacionales. El techo de la leñera era más grueso que las paredes con el objeto de que no entrara el agua de la lluvia y se pudiera secar la madera, y tenía una altura de apenas un metro sesenta, por lo que todos ellos tenían que permanecer agachados. En su interior, siguiendo esa misma forma rectangular, se apilaba toda la madera que se dejaba a secar para el invierno y que, en esas fechas, había disminuido considerablemente, aunque lo justo como para que ellos cuatro se ocultaran entre los troncos sin ser vistos si alguien se acercaba. En uno de los laterales, había una sola ventana que miraba en dirección a las casas. Herminio se encaró al sucio cristal tratando de localizar a su compañero. Una de las dos mujeres murmuraba en voz baja. Decía que era peor escuchar sin ver que ver sin escuchar. Porque los gritos le ponían los pelos de punta. Al sonido del primer disparo, las dos mujeres republicanas lanzaron un grito agudo. El hombre que viajaba con ellas trató de calmarlas pero empezaron a llorar y a intentar levantarse para salir de la leñera. Escucharon el ruido de varias decenas de botas corriendo sobre la hierba de las orillas del embalse y a los nacionales lanzando la voz de alarma. Herminio Morales, apartándose de la ventana, les exigió que mantuvieran silencio. Una de las mujeres, la que parecía de más edad y que llevaba un pañuelo negro anudado a la cabeza para resguardarse del frío, comenzó a arañarse la cara y a apretar los dientes. Lanzaba un chillido agudo y continuo de histeria. El hombre la balanceaba entre los brazos sin conseguir que se callara y, al sonido del segundo disparo, la mujer se abalanzó hacia la puerta de la leñera y la abrió.

En los primeros instantes, Lucía Zagra no se movió. Contempló

estupefacta cómo Ángel Tous corría delirando y gritando en dirección al campamento de los nacionales. Ella sabía que su suerte se había

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esfumado y que nada se podía hacer para evitar la tragedia. Antes de poder reaccionar, Lucía lanzó una miraba hacia los árboles tratando de distinguir la silueta de Jon Iguiturdi, pero no la encontró. Pensó en lo furioso que se estaría poniendo y que quizá nunca le perdonaría no haberlo abandonado en la cueva de nieve a los primeros síntomas de delirio. Luego, sin pensar en nada más, Lucía retrocedió monte arriba, entre las rocas escarpadas. Corrió sin detenerse y casi sin respirar hasta que alcanzó el primero de los árboles. Ahora todo quedaba mucho más lejos. La orilla del embalse apenas se distinguía en esa oscuridad, al igual que las casas y la leñera. Al sonido del primer disparo, Lucía dio un respingo. No fue necesario verlo para saber que Ángel Tous había sido abatido por esa primera bala, bastó el silencio de su voz para anunciar su muerte.

Desde la posición en la que se encontraba escondido entre los

árboles, junto a la orilla del embalse y frente a las casas que servían de campamento a los nacionales, Jon Iguiturdi presenció la muerte de Ángel Tous. Ocurrió instantes después de que su compañero el montañero regresara a la leñera con el resto del grupo. Varios nacionales, con las copas en los labios y un pedazo de tarta sobre un plato, salieron de las casas al escuchar los alaridos de fuego y me quemo. Extrañados de la situación, dudaron unos segundos hasta comprender que se trataba de un grupo de republicanos. El que se encontraba más lúcido y más cerca de la entrada de la casa, un militar nacional que había sido destinado a ese punto a comienzos del otoño, entró de nuevo en la casa para buscar el arma. Regresó al lado de sus compañeros empuñando el arma en lugar de una copa y corrió al encuentro del hombre que bajaba el camino que descendía desde la ladera, rodando sobre la tierra. Bastó un disparo para alcanzarle en el pecho. El hombre desencajó los ojos y cayó sobre el primer cúmulo de hierba que separaba la ribera del embalse de la pendiente. Mientras el resto de los militares nacionales, armados, se organizaban y daban la voz de alarma, el que había efectuado el disparo se acercó hasta el cuerpo del republicano. El hombre expulsaba su último hálito de vida expectorando por la boca un puñado de sangre oscura. A la escasa luz de la luna, los ojos aparecían vidriosos. De uno de ellos escapaba una lágrima, seguramente causada por el dolor del impacto.

Y de la boca, una sola frase: Lucía, todo está oscuro…

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El montañero que se había alejado de Jon Iguiturdi para reunirse con el resto de su grupo, tuvo que esconderse junto a unos árboles sin poder acercarse a la leñera. Ya no gateaba, no era necesario puesto que los nacionales les habían descubierto. Pero tenía que mantener la calma si no quería descubrir su posición. Desde allí, distinguió el rostro de su compañero Herminio Morales espiando a través de la minúscula ventana. Le hizo indicaciones de que los nacionales se acercaban pero no le vio. Era imposible desde donde se encontraba. Pero no podía avanzar porque entonces se delataría. Notaba que a su espalda, por la zona en la que se encontraba Iguiturdi, se esparcían los pasos. Seguramente, los nacionales se habían separado para cubrir el mayor terreno posible y se acercaban. Instantes antes de que la mujer republicana saliera al exterior por la puerta de la leñera, los nacionales la rodearon. El montañero no supo cómo reaccionar.

Jon Iguiturdi, el sucio, se vio rodeado por tres nacionales que levantaban sus escopetas a la altura del pecho, apuntándole. Él se había levantado al escuchar los pasos apresurados que se acercaban y, en ese instante, su cuerpo inmóvil dibujaba una silueta ridícula y desproporcionada, con los brazos mal colocados y las piernas semiflexionadas. Le gritaron indicándole que alzara las manos y se mantuviera quieto. Luego, uno de los hombres se acercó hasta él y le preguntó dónde se escondía el resto de los indeseables, pero no respondió. Al acercarse, el nacional percibió un olor penetrante a suciedad que escapaba del cuerpo del montañero. Apesta, dijo. Y le disparó en el vientre. Jon Iguiturdi cayó al agua del embalse. Aún con vida, trató de alcanzar la orilla nadando como un perro. El dolor se le hundía en el cuerpo como el fuego pero siguió braceando y chapoteando sin perder el aliento. El agua del embalse apenas cubría en esa zona pero Jon Iguiturdi se ahogó minutos después de caer cuando dos de los nacionales le golpearon en las manos para que no se pudiera aferrar a la tierra de la orilla.

La mujer republicana chilló con todas sus fuerzas al verse

sorprendida por varios nacionales que rodeaban la leñera. De haber salvado la vida, no habría podido hablar en varios días por la aspereza de su grito que, sin duda, le rasgó las cuerdas vocales. Varios disparos acabaron con su vida y, mientras caía al suelo, alzó las manos hacia esas mismas estrellas que había observado unos minutos antes. En el interior de la leñera, el republicano contuvo a la otra mujer para que no saliera al

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exterior. Ella gritó sin control y ambos se impulsaron hacia un rincón, en el que se acumulaba la leña, para tratar de ocultarse. Herminio Morales supo, desde el segundo sonido de disparo, que sus vidas estaban perdidas. Contempló cómo la mujer salía por la puerta y escuchó el silbido de varios disparos entrando en el interior de la leñera, algunos después de atravesar el cuerpo de la mujer. En las décimas de segundo que tardó en caer ante la puerta el cuerpo acribillado de la mujer, Herminio Morales trepó sobre los troncos resbaladizos que se deslizaban bajo sus pies y golpeó el cristal de la ventana con los puños cerrados. Al romperlo, se cortó en el dorso y en la palma de ambas manos, se traspasó con un cristal el dedo anular de la mano izquierda y, sangrando, se encaramó a la ventana para salir por ella. Una pareja de nacionales retiró a patadas el cuerpo de la mujer muerta para despejar la entrada a la leñera. Escucharon los movimientos del hombre y de la mujer que retiraban unos leños para ocultarse bajo otros y les dispararon. Ni siquiera gritaron, no tuvieron tiempo. Una de las piernas del hombre se dobló de forma no natural y dirigió la punta de su pie hacia la entrada, justo al lugar en el que se encontraba muerta la mujer de la puerta.

El otro montañero presenció cómo acribillaban a la mujer del pañuelo sobre la cabeza pero no vio cómo Herminio Morales escapaba por la ventana de la leñera. Sacó un largo y grueso cuchillo de su funda y se abalanzó sobre uno de los nacionales rebanándole el cuello sin que éste se diera cuenta. Con la rapidez del viento, arrebató la escopeta de las manos del muerto y disparó hacia otro que se giraba y le apuntaba. Se escucharon dos disparos y tanto el nacional como el montañero cayeron muertos sobre la hierba. El resto de los nacionales allí presentes entró en la leñera para comprobar si había alguien más escondido. Al no dar con nadie, supusieron que el montañero era el único guía del grupo y volvieron a rastrear la zona de los árboles, junto a la ribera del embalse.

La acometida del montañero salvó la vida de Herminio Morales.

Nadie vio cómo salía por la ventana y nadie escuchó el ruido de sus pasos al abrirse camino hacia lo alto de la ladera, donde comenzaban los árboles y se encontraba agazapada y perdida Lucía Zagra. Y aunque caminaron cruzándose el uno con el otro, pensando cada uno de los dos que era perseguido por los nacionales sin serlo, tanto Lucía como Herminio escaparon por entre los árboles de las montañas próximas, muy cerca el uno del otro. Jamás llegaron a conocerse a pesar de haber huido de la misma muerte cercana. Unos años después, finalizada la Guerra

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Civil, Herminio Morales se exilió a Francia con su familia abandonando para siempre los caminos montañosos en los que pasó la totalidad de la guerra ayudando a otras personas. Nunca más pudo escribir con la mano derecha pues los tendones quedaron inutilizados en el sucio cristal de una maldita leñera que jamás olvidaría.

VIII: Humo de sombras sobre Madrid.

Desde el interior de un camión robado por las milicias, Saturno

Bernal asomó la cabeza a través de las lonas que cubrían la parte trasera y se aseguró de que se estaban acercando al cementerio. Se despidió de sus camaradas dándoles la mano y algún abrazo y aprovechó una curva del camino para saltar en marcha. Aunque el camión no circulaba a demasiada velocidad, Saturno perdió el equilibrio al arrojarse fuera y tuvo que correr unos metros hasta frenar en la tapia del cementerio. Saludó a sus amigos con la mano y les deseó suerte mientras veía cómo se alejaban hacia las afueras de la ciudad. Entró en el cementerio y recorrió una hilera de tumbas, comprobando los nombres. Siguió entre los panteones, los mármoles sucios por el polvo, las hierbas que crecían salvajes sobre las tumbas abiertas en la tierra. La joven Elisa Montaña le esperaba junto a la tumba de su hermano Rogelio Montaña. Saturno había luchado con él meses antes, lo conoció aunque no demasiado, pero le había salvado la vida (antes de que otro se la quitara después). Se acercó a la joven; se saludaron. Ella guardó un momento de silencio ante la tumba; había colocado un puñado de flores amarillas en el interior de un vaso de hojalata. Lo enderezó con la mano y acarició la parte superior de la lápida pensando en el cabello de su hermano. Se limpió la cara con el puño de la camisa blanca, manchándola de polvo. Miró a Saturno y le indicó con un gesto que la siguiera. De camino entre la hilera de tumbas, hablaron. Unos metros más adelante se encontraba la tumba de su padre. Las mismas flores amarillas adornaban su nombre. “Siempre amado”, añadía la lápida en letras cinceladas. La de su madre no quedaba de paso, de modo que siguieron recto hasta otra de las puertas y salieron del cementerio en dirección a unas casas cercanas.

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Elisa Montaña llamó a la puerta. Un joven salió a abrirle, se besaron y entró en la casa pidiendo a Saturno que la esperara. Los pájaros piaban estruendosamente sobre los árboles, como en una concentración de centenares de ellos que aguardaran el pistoletazo de salida para invadir los cielos. Saturno encendió un cigarrillo, dio unas cuantas caladas y lo apagó con la punta de la bota. Tosió. El sol se mantenía en lo alto. Cuando la joven apareció, retomaron el camino hacia el centro de Madrid. Ella se había recogido el cabello y lavado la cara, pero no se había cambiado la camisa sucia. No importaba para el lugar al que iban. Apenas hablaron. Elisa Montaña se limitó a preguntar por el estado de salud de los camaradas a los que conocía y guardó silencio. Unas arrugas aparecidas antes de tiempo surcaban sus ojos tristes.

El sol apenas se movió de su sitio cuando llegaron al edificio alto de

ventanas. Decenas de ellas, todas cubiertas por rejas, recorrían la fachada alargada. Había sido un manicomio asistido por religiosas pero al comenzar la guerra las echaron a todas y lo ocupó la CNT. Después lo utilizaron como hospital para aprovechar las instalaciones. Republicanos, civiles, milicianos, ministros, eruditos… habían pasado por sus habitaciones pero ahora un puñado de enfermeras y dos médicos se limitaban a atender a los desahuciados y a los locos, posiblemente para recuperar el espíritu de los muros. Poca esperanza quedaba tras esas paredes, poca cordura tras los barrotes. Les dejaron pasar. Elisa Montaña conocía a uno de los anarquistas que dirigía el centro; no puso ningún reparo a su visita pues en aquellos días pocos eran los que se acercaban a ver a los enfermos, quizá porque ya los habían olvidado o quizá porque pretendían hacerlo para mitigar el duro golpe que suponía verlos sufrir. Preguntaron a Saturno si era fácilmente impresionable. Éste mintió asegurando que no lo era. Después, cuando entró, no pudo echarse atrás. Se lo debía a sí mismo. Y a otros a quienes quería. El sonido de las botas militares resonaba en las baldosas del suelo, amplificaba el sonido a muerte y no impedía escuchar los gritos doloridos de los enfermos. Entonces, comenzó a verlos. Las camas se disponían en una interminable hilera paralela a ambos lados de la sala. Hombres y mujeres, jóvenes y mayores, se retorcían en las camas suplicando ayuda. Todos, incluso los que no se movían ni se resistían, estaban atados con camisas de fuerza. Lloraban y gritaban, pedían la muerte y la liberación. Sus heridas no sanaban, como su alma en muchos casos perdida.

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Atravesaron la sala grande y entraron en otra más pequeña. Allí se encontraban los heridos leves, los que sufrían trastornos psicosomáticos y los enfermos mentales. El silencio allí era permanente. Frío, atroz, desgastaba la paciencia de las enfermeras. Elisa Montaña se quedó junto a la puerta y Saturno Bernal continuó por el pasillo. Se detuvieron frente a la cama número 27. La enfermera consultó un gráfico que colgaba de los barrotes de la cama: La 27: Irene Martín Jiménez, diecinueve años. Pobrecilla. Saturno la reconoció por su mirada extraviada de un solo ojo. Le costó; sus facciones se habían inflamado por la medicación de modo que los carrillos aparecían gordos, hermosos, como nunca antes los había tenido. El cabello apelmazado, no se lo lavaban desde hacía una semana. No era necesario porque en esa sala no se quejaban, dijo la enfermera; después se arrepintió de decirlo porque denotaba la completa desatención de las necesidades más básicas. Saturno vio a Irene tumbada, lo suficiente para adivinar bajo las sábanas que su cuerpo había cambiado de forma desmesurada. Se llevó la mano a la frente y lloró en silencio, para mantener el respeto por la sala.

Aquel primer día regresó solo a la casa. Le dejaron una habitación en

la casa contigua a aquélla en la que Elisa Montaña se había aseado. Pertenecía a otro de los hermanos Montaña, Héctor el pequeño, quien se enorgulleció de acoger a Saturno en su casa en agradecimiento por haber salvado la vida del difunto Rogelio. Saturno Bernal se desvistió frente a la ventana abierta y se escondió en el interior de la cama, plegado como un pequeño.

A la mañana siguiente despertó gritando por un mal sueño que le perseguía desde hacía dos meses. Cada vez que le golpeaban en sueños sentía el mismo dolor físico que si la paliza hubiera sido real, de ahí que cada día despertara con desasosiego, envuelto en un baño de sudor. Trató de serenarse y enseguida pensó en Irene. Pobre Irene, repitió. Caminó hasta el hospital y cruzó las temibles salas hasta la cama número 27. Ella mantenía la misma postura del día anterior, con la boca semiabierta y la vista perdida en la pared de enfrente. La habían bañado y su cabello aparecía esponjoso y negro, larguísimo por delante de su frente. Saturno le habló pero ella parecía no escucharle. La incorporó sobre la cama y le acarició el rostro. Su piel era suave, finísima. Le observó el vientre recordando el incidente en la casa de Julia Salinas. Se aseguró de que la enfermera no miraba y levantó el camisón de Irene por encima de sus piernas, hasta casi descubrirle los pechos. Por encima del pubis desnudo

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una cicatriz enorme y mal curada le atravesaba todo el cuerpo. Saturno no se atrevió a tocarla. La tapó con la sábana y miró a través de la ventana buscando alivio en la contemplación del sol. No supo qué decirle, porque Irene no escuchaba.

Pasó el resto de la semana visitando a la enferma en la sala hasta que

se le ocurrió preguntar a uno de los doctores si le permitirían sacar a Irene a pasear por el jardín. El doctor dijo que se lo pidiera a la enfermera que él lo autorizaría, y ésta le facilitó una silla de ruedas. Bajaron a la planta calle por un elevador estrecho que emitía un quejido tenebroso, peor que los gritos de los enfermos conscientes. Saturno explicó a Irene cada uno de los pasos que iban dando hasta salir al jardín y ella pareció mostrar atención. El exterior estaba descuidado. Un muro de piedra recubierto de zarzas espinosas y hiedra delimitaba el perímetro del edificio. Las sombras invadían la mayor parte del terreno de modo que, a pesar de la humedad, apenas quedaban flores y las que había se arracimaban en lugares de acceso imposible. Saturno desistió en su propósito de conseguir un ramo para Irene. Por eso una mañana lo compró en un puesto de la ciudad. Ella no se lo agradeció, no podía hablar. Tampoco sentir. Se limitaba a mirar más allá de las ruedas de la silla de inválida que él empujaba. Cuando su cabeza no se ladeaba por el peso o cuando Saturno se la sostenía, Irene podía ver todo el jardín. Aunque las sombras no le gustaban porque la hacían tiritar. Dos semanas más tarde, sintió el piar de los pájaros y respondió, ella sola, a su canto, girando la cabeza hasta la parte del muro sobre la que se posaban. Saturno le besó la mejilla y ella hizo un gesto que pudo ser una sonrisa.

Cuando no se encontraba en el hospital, Saturno Bernal ayudaba en la

casa de Héctor Montaña. Cultivaba la huerta de la parte posterior, sacaba a pasear a los perros y vendía verduras en el pueblo. Se había dejado crecer la barba, como casi todos los jóvenes aquellos días, y parecía mayor. Por las noches se escondía bajo las sábanas y miraba la lámpara del techo durante horas interminables para evitar dormir. Ya no le gustaba, no podía descansar. Una pesadilla tras otra.

Elisa Montaña les visitaba de vez en cuando, con su cabello fino y castaño suelto sobre los hombros, y les traía la correspondencia. Él nunca se atrevió a escribir. Lo que tenía que contar dolía demasiado para hacerlo. Tal vez un día, pero no entonces. El sol palidecía por momentos sobre la casa.

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El 9 de mayo de 1937, Irene Martín recuperó el habla y,

momentáneamente la consciencia. Avisaron a Saturno en la casa de Héctor Montaña. Ambos dormían. Golpearon la puerta de manera insistente y Saturno corrió hasta el hospital vestido únicamente con los pantalones del pijama. Una enfermera trajo un camisón de enfermo para que se cubriera el pecho y él lo hizo. Irene se sorprendió mucho de verle y le reconoció. Apenas balbució su nombre y él se echó a llorar. Tuvieron que recogerle del suelo, le llevaron a una salita semivacía y le tumbaron en una camilla para inyectarle un tranquilizante. Gritó de pánico, no quería dormir. Salió de la salita unos minutos después, aparentemente repuesto aunque no lo estaba, y se plantó delante de Irene Martín, sobrecogido, esperanzado y muerto de miedo. Ella repitió su nombre: Saturno, y sonrió. Las mejillas se le hincharon y él imaginó a una joven rolliza alemana. Después se entristeció y lloró sin cesar. Las enfermeras aseguraron que no lloraba porque estuviera recordando sino porque era un efecto secundario de la medicación. Saturno se retiró atrás hasta las camas del otro lado y se quedó allí, sentado en el suelo frío de baldosas, siguiendo las lágrimas de Irene.

Tardó cerca de dos semanas en elaborar frases coherentes y un mes en recordar todo lo que había sucedido. Aún así, mantuvo prudentes lagunas. Saturno le ayudó en los paseos. Se aventuraron hasta las zarzas de los muros y arrimando la silla de ruedas Irene pudo enderezarse y ver lo que había al otro lado. Desde la ventana miraban Madrid, a lo lejos. El humo de los incendios, los boquetes en algunas fachadas y en los tejados. Luego la sacaron de la sala para silenciosos y la llevaron a una habitación para ella sola. Era la única con tal privilegio, porque era la única que tenía compañía. Guardaban mucho silencio cuando estaban los dos juntos pero a Irene le gustaba gritar de vez en cuando. Las enfermeras corrían asustadas y Saturno e Irene reían.

Le recordó cómo Arsenio Bernal la había encontrado en la calle,

cerca del Paseo de Recoletos, sobre el suelo. Ella apenas podía abrir los ojos por la paliza que le dieron pero supo que era él por su voz, por sus palabras. Arsenio le rogó al oído que fuera fuerte, que ya la había encontrado y que la llevaría a un lugar seguro. Saturno le explicó entonces que se trataba de la casa de Julia Salinas donde Rubén Dosaguas vivió con las amigas de su madre Lucía. Irene preguntó por él. Saturno le mintió diciendo que no sabía nada.

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Rubén le escribía a menudo desde uno de los frentes más allá de la ciudad universitaria. Se encontraban inactivos, bloqueados, a la espera. Debían mantener la posición pero no podían avanzar. Él le preguntaba por Irene y si la había encontrado. Las cartas llegaban desde el frente hasta la dirección de otro amigo y éste a su vez se las enviaba a Saturno. Él no podía escribir. No pudo contestarle cuando la encontró en aquel estado y no podía hacerlo todavía. No quería preocuparle ni desconcentrarle. Era mejor la ignorancia.

Irene Martín fue abatida por un disparo en la tarde del 19 de julio de 1936. La bala perdida de un falangista le alcanzó el hombro izquierdo y ella se desmayó de dolor. Caminaba con otra joven, ambas pretendían llegar a un extremo de la Gran Vía. Trató de reanimar a Irene pero al ver que un grupo de falangistas se acercaba cantando y levantando el puño, echó a correr. Dejó a Irene Martín en el suelo, boca arriba. Vestía unos pantalones y un jersey burdeos. Se despertó al sentir que la golpeaban. Un falangista la incorporó y la apoyó sobre el vidrio del escaparate de una zapatería. Con su mano ancha y peluda recorrió el vientre de embarazada de Irene. Estaba de siete meses. La insultó y le preguntó por el paradero del padre rojo. Irene suplicó que la dejaran. Él introdujo los dedos en la herida del hombro e Irene se desmayó de nuevo. Se deslizó por el cristal del escaparate hasta quedar tumbada sobre la acera. Los otros falangistas arrinconaron a unos hombres en un callejón cercano y les dispararon en el pecho y en la cabeza. Sangraron sin parar. No gritaron. Irene Martín fue violada por tres de los falangistas. Sin sentido, la levantaron y la arrojaron contra el escaparate. Se quebró. Estiraron de ella por un brazo y la arrastraron hasta el asfalto para que la atropellara el primer coche que pasara por allí. Dejaron su cuerpo tumefacto y echaron a correr. Un anciano se acercó a Irene. Creyó que no respiraba pero apartó el cuerpo hasta la acera. Irene Martín comenzó a desangrarse. Perdió el conocimiento, el sentido, la existencia racional. Sin embargo, escuchó y reconoció la voz de Arsenio Bernal cuando éste le habló. Ella creyó estar soñando. Él pensó que todo aquello no era más que una pesadilla.

Arsenio Bernal encontró a Irene Martín por casualidad. Se había desviado por el centro desde el Palacio de Cristal del Parque del Retiro y fue a parar al Paseo de Recoletos. Desde el lado opuesto de la calle vio el cuerpo de una joven que sangraba. Cruzó a comprobar si seguía con vida, ya se habían acostumbrado a los charcos de sangre. Creyó morir al reconocer a Irene. Gritó hasta perder la voz y le acarició el vientre. Lo

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notó hundido, como varias costillas que cedían donde no debieron hacerlo. La tomó en brazos y retrocedió. Llamó a la puerta de un restaurante. No quisieron abrirle. Siguió deshaciendo sus pasos y se arriesgó a parar un coche. Se negaron a llevarles porque la sangre lo mancharía todo, de modo que Arsenio se la echó sobre un hombro y siguió caminando hasta encontrar a Saturno. Poco después, llegaron a la casa de Julia Salinas donde se escondía Rubén.

El resto de la historia se empañaba para Irene en el recinto estanco de su memoria pero no dejaba de ser un tiempo robado a sus años, un tiempo que le hubiera gustado reclamar. Irene deseaba vivir, deseaba conocer mundo, ansiaba luchar con sus amigos republicanos hasta recuperar la normalidad. El resto de los días de aquel mes, conforme la luz del verano se adentraba en su habitación, Irene Martín tuvo que conformarse con las palabras y la compañía de Saturno Bernal. Hasta que llegaron los días de las bombas.

El mes de junio de 1937, Gabriel Gascón salió recuperado del

hospital militar que habían instalado en el Hotel Ritz de Madrid después de curar las heridas de metralla que le causó una explosión. Se quedó maravillado con los cuadros del Ritz, de modo que se encaramó a una escalera, se acercó a la pared y descolgó un inmenso cuadro de 1,50 por 2 metros. Como pudo, se lo colocó debajo del brazo y se dirigió caminando a la Gran Vía donde las juventudes socialistas-comunistas tenían establecida su central, en el club conservador Gran Peña, con intención de venderlo. Allí, se encontró por casualidad con Rubén Dosaguas. Se conocían de los tiempos de la Institución Libre de Enseñanza y de “Ideario”, donde Gabriel Gascón diseñaba las cubiertas. Se dieron un buen apretón de manos y seguidamente un abrazo. Salieron a la calle a rememorar viejos tiempos y a ponerse al día de sus vidas. Rubén planteó con humor su situación, todavía se encontraba en la Universidad, puesto que el frente que defendía se desplegaba por toda la zona universitaria, era como si nunca hubiera dejado de estudiar. Andaban carentes de todo tipo de material, suministros, municiones, uniformes… y había acudido a la Gran Peña para solicitar ayuda. Gabriel Gascón, colocando de costado el cuadro para que no se cayera, preguntó a Rubén si había encontrado a su madre. Rubén Dosaguas se sorprendió por el comentario y le pidió que se explicara.

Hacia el mes de febrero pasado, Gabriel trabajaba en un almacén doblando cartones hasta darles forma de cajas, de todos los tamaños. Las

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distribuían para empaquetar municiones, medicamentos, calzado, etc. Uno de sus compañeros le habló de una mujer que preguntaba por Rubén Dosaguas. Aparentaba más de cuarenta años e iba sola. A Gabriel le llamó la atención porque había oído a Rubén hablar de su madre en numerosas ocasiones, y pensó que su familia le podía estar buscando. Por medio de varios contactos, Gabriel se dirigió a la Puerta de Alcalá donde la encontró acompañada de un francés, un tal Malraux que se desenvolvía con gran soltura como si pudiera organizarlo todo. Gabriel dijo que podía llevarles al lugar en el que Rubén se escondió los primeros días del alzamiento, aunque dudaba si seguía yendo por allí. Ellos aceptaron. Gabriel no recordaba el nombre exacto de la calle pero sabía ir caminando, de modo que anduvieron un rato. Poco antes de llegar, Lucía supo a dónde se dirigían. Reconoció que era el primer sitio donde tenían previsto buscar. Gabriel señaló el edificio alargando la mano frente a sus cabezas y Lucía se acercó hasta un lugar en el que dijo se escondía la llave. La casa de Julia Salinas les esperaba con las puertas cerradas. Entraron al patio y no vieron nada. Todo estaba sucio, vacío y revuelto. Papeles por el suelo. En el rellano de Julia Salinas vieron restos de sangre seca que salían de debajo de la puerta y que continuaban por todo el suelo. El hombre se adelantó tomando la llave de la puerta de las manos temblorosas de Lucía. El francés hizo girar la llave y empujó la puerta hasta que cedió. La madera hinchada rechinó en el suelo. El rastro de sangre seguía por dentro hasta el salón. Lo encontraron deshecho, los muebles desplazados de su sitio, sangre seca por todas partes, la tapicería de los sofás acartonada por los restos. Los cristales estaban rotos y penetraba el aire de febrero, todavía frío. Lucía se llevó las manos a la cara y se indispuso. El francés la ayudó a tumbarse sobre una de las alfombras y le alzó las piernas sobre un taburete para que pudiera recuperarse. Gabriel recorrió las habitaciones y no encontró nada ni a nadie. Debieron abandonar el lugar.

Rubén Dosaguas le preguntó si sabía dónde estaba ahora su madre. Gabriel negó con la cabeza. Los dos se quedaron en medio de la calle, tristes y en silencio, mientras decenas de hombres vestidos con ropas de trabajo pasaban por su lado.

El 1 de septiembre de 1937, las tropas nacionales avanzaron en sus

posiciones hasta colocarse a dos kilómetros de distancia del hospital en el que permanecía internada Irene Martín. Los milicianos se replegaron en

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un intento vano de recuperar terrenos y alertaron a la población de los barrios cercanos para que comenzaran a desalojar sus casas. Si no enviaban refuerzos, en tan solo un día deberían dar por perdida la posición. Elisa Montaña se unió a los milicianos resistentes armada con un revólver y una escopeta que pertenecieron a su padre. Antes de encaramarse a las ramas de un árbol desde el que dispararía, tanteó el fondo de su morral hasta reconocer al tacto la navaja que su padre siempre llevaba en el bolsillo de los pantalones. En vida, siempre dijo a sus hijos que en último término, cuando las armas se hacían insuficientes, uno siempre debía guardar un último recurso. En ese caso, siempre les mostraba su enorme navaja, afilada, peligrosa. Elisa Montaña la acarició y comenzó a disparar.

Su hermano Héctor Montaña se unió a los doctores del viejo manicomio para ayudar en la evacuación de los enfermos. Comenzaron por los más jóvenes, sin tener en cuenta el estado en el que se encontraban. Entre los tres hombres los fueron sacando del edificio a hombros o en sillas de ruedas hasta la calle; cargaban con los que no podían valerse por sí solos y los llevaban a alguna de las casas cercanas donde los voluntarios se encargaban de localizar un coche o un camión para trasladarlos hasta el centro de Madrid. El resto de los enfermos, en ese primer momento niños y jóvenes, aguardaban en el patio de la entrada a que un coche llegara a recogerles, de dos en dos, de tres en tres… A los más inestables los ataron por las muñecas en grupos utilizando jirones de sábanas para que no pudieran echar a correr y escaparse. El resto, permanecieron en las grandes salas, enfundados en sus camisas de fuerza o ensimismados contemplando el cielo a través de las ventanas.

Cuando se dio la voz de alarma, Saturno Bernal se encontraba

ausente. Unos días antes del avance nacional, llegaron al hospital unos muchachos que fueron compañeros suyos en la Residencia de Estudiantes, traían noticias de amigos comunes y un rumor que se extendía por todo Madrid. Al parecer, la madre de Rubén Dosaguas se encontraba en la ciudad buscando a su hijo sin éxito y nadie podía ayudarla porque le perdieron la pista y no sabían su paradero. Saturno Bernal, angustiado, se vio en la necesidad de localizarla. Él recibía noticias de Rubén con regularidad, sabía en qué lugar estaba luchando y podría ponerles en contacto. Además, era el momento de hablar con Rubén, o escribirle, y contarle la verdad acerca del paradero y el estado en el que se encontraba Irene Martín. Debía hacer frente a sus miedos. De

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modo que Saturno, sin explicarle a Irene el verdadero motivo de su ausencia, dejó el hospital.

Las enfermeras corrían de un lado a otro, cruzaban los pasillos del hospital acompañando de la mano a los enfermos que podían andar. La mayoría no atendía, simplemente las seguían y se detenían allá donde les dejaban. En poco menos de media hora, la mayor parte de los enfermos se agruparon en la sala de espera de la planta baja del edificio, el resto, los que habían de ser evacuados en coche, permanecían de pie en las escaleras de entrada junto a la carretera de acceso. Irene Martín ayudó a caminar a los más ancianos y después tuvo que descansar. Todavía estaba muy débil, soportaba fuertes dolores en el costado y acusaba algo de sobrepeso por la inactividad de los últimos meses. Se sentó en una de las sillas de madera que había en la salita de espera y observó el ir y venir angustiado del personal sanitario y de los milicianos que acudieron a evacuarles. Fue entonces cuando escucharon un zumbido que se acercaba. Todavía lejano. Una de las enfermeras se acercó a la más grande de las ventanas de la sala de espera; Irene Martín se levantó de la silla y la acompañó para ver si se trataba de un avión que se acercaba. Era el ruido de las hélices de los motores de los bombarderos nacionales, los famosos Junker 52 que cedió el ejército alemán. Irene vio desaparecer a la enfermera por el pasillo; trató de seguirla pero tuvo que sentarse de nuevo, estaba muy cansada. Escuchó gritos y pasos de personas que corrían a lo largo del pasillo hasta el exterior, a la puerta de salida. Las voces recias e inconfundibles de los milicianos alertaron de la presencia de los bombarderos a todo aquél que no fue capaz de identificar el sonido vibrante de las hélices.

Cayó la primera de las bombas. Se desprendió del fuselaje del bombardero alemán con la gracia de una bailarina de ballet; y con su delicadeza y su peso nada grácil, emitió un silbido agudo e impactó sobre parte del muro que rodeaba el edificio principal. Lo partió en dos formando un gran boquete redondo. El suelo entero retumbó, los cristales de las ventanas temblaron (algunos se rajaron y unos pocos explotaron hacia dentro), los enfermos comenzaron a chillar y a llorar protegiéndose la cabeza y el rostro con las manos. El miedo les dispersó dentro de una misma sala y se movieron sin saber a dónde, de modo que unos corrieron hacia la izquierda otros a la derecha, los enajenados en círculo, y acabaron chocando unos con otros y acrecentando su nerviosismo. El segundo impacto cayó mucho más lejos, pero la vibración se notó más. Irene cayó de la silla dando con las rodillas sobre el suelo. Se cortó en las

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palmas de las manos con los cristales que saltaron de las ventanas. Y se quedó a cuatro patas, con miedo a moverse del sitio. Alguien le pisó los dedos de la mano, ella gritó. En pocos momentos, mientras los bombarderos seguían sobrevolándoles y dando vueltas a lo largo del hospital, como los cuervos que rodean a los moribundos en presagio de muerte, las tropas nacionales avanzaron por los campos que conducían al hospital, atravesándolos con las manos levantadas, mostrando sus armas (disparando incluso), gritando de forma amenazante y aterradora. Los camiones de los milicianos republicanos se pusieron en marcha con todos los enfermos a los que dio tiempo a subir y aceleraron al máximo para no ser alcanzados. El resto, quedó perdido a su suerte.

Saturno Bernal se encontraba camino de regreso cuando escuchó el

ruido de las explosiones y adivinó que estaban asaltando el hospital, como dedujo del recorrido de las nubes de humo que se alzaban en el cielo, oscuras y espesas. Pisó el pedal del acelerador y aferró las manos al volante. Derrapó en las curvas y forzó los ejes de las ruedas hasta casi perder el control. Dando tumbos, llegó al comienzo de la calle que conducía a casa de Elisa Montaña y más allá a los muros del viejo manicomio reconvertido en hospital de lisiados y dementes. Deseó llegar a tiempo. Aunque sólo fuera por una vez.

Saturno Bernal se encontraba con Lucía Zagra cuando vinieron a avisarle del inminente asalto al hospital en el que se encontraba Irene Martín, por parte de los nacionales. Encontró a Lucía en casa de un abogado, un tal Santiago de la Boquería que la conocía de los tiempos en que ella reivindicó los derechos de las mujeres a comienzos de la Segunda República. Seguían la pista de un destacamento que se había establecido cerca del río Manzanares, aunque desconocían a qué altura. Ya habían conseguido un coche para recorrer las orillas del río aunque todas las pistas apuntaban a que se trataba del grupo de milicianos que defendía el frente cerca de la ciudad universitaria. Lucía sintió que ése era el sitio de su hijo y allí pretendían ir cuando les encontró Saturno. Se asustaron al abrir la puerta y verle. La barba descuidada, la complexión mínima de su cuerpo, su rostro delgado y pálido de no recibir el sol en varios años. Dudaron si debían dejarle pasar hasta que mencionó el nombre de Rubén. Lucía se iluminó y quiso saberlo todo acerca de su hijo. Sentó a Saturno en uno de los butacones dieciochescos del despacho del abogado sin importarle lo más mínimo lo que éste pensara o si Saturno los ensuciaba con sus botas y sus ropas de trabajo (Santiago de la

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Boquería prefirió no permanecer en la misma habitación por el olor que desprendía Saturno y porque no podía soportar la idea de que le estropeara el mobiliario).

Saturno confirmó que Rubén se encontraba luchando cerca de la Facultad de Filosofía y Letras. Recibía una carta suya cada semana desde el mismo emplazamiento, palabras que no eran de derrota pero que no mantenían ninguna esperanza. Saturno sí las tenía, aunque pensara que no era el momento de que las cosas cambiaran. Lucía abrazó a Saturno Bernal y le ofreció algo de comer. Después pudo darse un baño y acostarse en uno de los cuatro dormitorios para invitados de que disponía la casa de Santiago de la Boquería. Se durmió sin desearlo, de puro agotamiento. Y soñó que ataban una cuerda a cada uno de los dedos de sus pies, el otro extremo lo amarraban a una carreta tirada por un toro negro de puntiagudas astas. Un arlequín saltaba delante del morro del toro y movía compulsivamente los cascabeles de sus vestimentas de rombos verdes hasta que la bestia se enfurecía y salía corriendo. La cuerda se tensaba y Saturno perdía los dedos, amputados de un tirón, colmado con un espantoso dolor. Despertó sudoroso y gritando. Igual que en casa de Elisa Montaña, nadie abrió la puerta para descubrir lo que le ocurría. Pues era común sufrir el mal de la guerra.

Alguien que supo dónde se encontraba Saturno, le hizo llegar a casa del abogado la noticia de que los nacionales estaban a punto de asaltar el hospital. Lucía, vestida con unos pantalones y un jersey, increpaba a Santiago de la Boquería para que se diera prisa y cogiera unas bolsas con ropa y comida para marchar cuanto antes. Saturno leyó la notita (un papel mal doblado) que le entregaron y lamentó tener que marcharse. Lucía dijo que no podía hacerlo, que debían ir a buscar a su hijo. Saturno trató de dibujarle un plano del lugar en el que encontrarían a Rubén, pero ella le pidió que la acompañara. Saturno deseaba hacerlo; había perdido la confianza que tuvo con él en los tiempos de la Residencia de Estudiantes pero le apreciaba demasiado como para abandonarlo durante tanto tiempo o como para no contestar sus cartas y evitarle. Le dejó de lado porque sintió celos de que apreciara a otra gente del mismo modo en que le apreció a él una vez y ahora que se daba cuenta de su error temía que, regresando, la vergüenza le pudiera. Pensó no merecer su compañía, creyó haberse comportado como un estúpido con Rubén.

Finalmente, Lucía le convenció pero Saturno suplicó que le esperaran tan solo unas horas, que le dieran tiempo para rescatar a una amiga común que corría peligro. Lucía cedió por él y por esa joven, pensando

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que quizá su hijo se lo agradecería algún día, aunque por dentro le angustiaban las ganas de salir corriendo en busca de Rubén.

Saturno condujo el coche de Santiago de la Boquería mientras éste y Lucía ocupaban los asientos de la parte trasera. El abogado se tapó la cara con un sombrero de ala ancha aterrado por la manera en que Saturno conducía su coche, soltando quejidos y lamentos a cada tumbo que daban. Lucía bajó la ventanilla y dejó que el aire le removiera el cabello. Como locos, recorrieron medio Madrid, esquivaron las zonas afectadas por las explosiones y llegaron hasta el lugar en el que se encontraba el hospital. Saturno saltó del coche mientras Lucía y Santiago esperaban dentro. Escucharon el ruido de los disparos y se agacharon. La chapa de las puertas evitó los impactos de las balas. Lucía trató de salir del auto para protegerse tras el tronco de unos árboles cercanos, pero Santiago se negó a salir. Juró que no lo haría nunca. Se tumbó boca abajo a lo largo del asiento trasero y se cubrió la nuca con las manos. Lucía, que dejó la puerta del coche abierta tras salir corriendo hasta el árbol, miró a Santiago desde allí y le vio llorar, cobarde como era. Después buscó con la mirada a Saturno entre la gente que corría en todas las direcciones y creyó ver la estampa más dantesca de su vida. Los nacionales habían llegado a la entrada del edificio, lo tenían rodeado, y disparaban en el interior. Decenas de personas enfermas corrían cogidas de las manos, gritando con voces de dementes y aullidos de animal. Los disparos les alcanzaban sucesivamente e iban cayendo, unos heridos de muerte, otros cedían y eran arrastrados por el que corría hasta que también era alcanzado, alguno se golpeaba el pecho llorando; los cuerpos de las enfermeras permanecían boca arriba sobre las escaleras, muertas a balazos, con los delantales blancos violentados por la sangre. Saturno se detuvo cuando los nacionales vieron que se acercaba. Se lanzó a un lado y esquivó los disparos. Desde uno de los laterales del edificio huyeron a la carrera un grupo de milicianos que ayudaban a subir a los enfermos a los camiones. Al ver a Saturno en el suelo le ayudaron a levantarse y corrió con ellos a refugiarse tras un pozo de piedra. Entre los milicianos se encontraba Héctor Montaña.

Temiendo por la vida de su amigo, Lucía regresó al interior del coche

para ponerlo en marcha y escapar del tiroteo. Santiago lloraba sin cesar y suplicaba ayuda. El coche arrancó y dio marcha atrás. Lucía se protegió tumbándose sobre la palanca de cambio de marchas y el sillón del acompañante; los disparos partieron el parabrisas y los cristales cayeron

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sobre ella. Condujo marcha atrás varios metros, perdió el control (como la visibilidad) y fue dando tumbos hasta que el coche se empotró contra la pared de una casa. Salió humo por todas partes, dentro y fuera del auto. Lucía se asustó y gritó a Santiago que saliera del coche. Se encontraban lejos de los nacionales y podían escapar siguiendo la dirección de la casa contra la que habían chocado. Sin respuesta, Lucía gritó de nuevo. Se arrastró hacia fuera reptando por el suelo y al llegar a la altura de la puerta trasera la abrió. Un reguero de sangre empapaba los asientos y el suelo del auto. Santiago se retorcía sobre un costado, la boca abierta, los ojos inexpresivos y ausentes. Lucía acarició el rostro de él y lo notó templado. Sentada sobre el suelo arrastró el cuerpo de Santiago tirando de los hombros hasta que lo extrajo del coche. Primero salió la espalda, cayó con la cabeza doblada y luego salieron las piernas.

Los nacionales alcanzaron los árboles desde los que disparaba Elisa

Montaña. Se defendió de los que llegaban primero pero, mientras les disparaba, otros treparon por el tronco y la agarraron por la pierna. Se tambaleó y dejó caer el arma. Maldijo. Se escurrió hacia un lado y se fue golpeando con las ramas del árbol mientras caía. Sin dejarle tiempo a incorporarse se abalanzaron sobre ella y le inmovilizaron los brazos y las piernas. Elisa les golpeó moviendo cada músculo de su cuerpo. Ellos utilizaron los puños. En un descuido, Elisa recuperó la libertad de su mano derecha, la deslizó hasta el bolsillo de los pantalones y hurgó en el fondo hasta encontrar la empuñadura de la navaja de su padre. La abrió con un movimiento brusco de muñeca y atacó a uno de los hombres. Forcejearon. Elisa se resistió pero el nacional le apretó la muñeca y la retorció hasta apoyar la punta de la navaja en el cuello de Elisa. Otro hombre dijo déjanos disfrutar un poco más, no lo hagas, pero él hundió el filo de la navaja y le atravesó el cuello de parte a parte. Elisa Montaña sintió el frío de la navaja y pensó en su padre. Y en cómo brillaba su lápida bajo el sol de agosto.

Saturno Bernal, Héctor Montaña y los otros milicianos llegaron hasta

donde se encontraba el coche estrellado. Lucía, sentada en el suelo y apoyada en el neumático trasero del vehículo, abrazaba a Santiago para darle calor. Éste tosía expectorando sangre. Su rostro extraviado estaba blanco como la cal. Entre todos, cogieron a Santiago en brazos y se alejaron del hospital en dirección a las casas. Mientras, Saturno miró hacia atrás. Los nacionales disparaban a los enfermos, que caían

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fulminados sobre las escaleras de entrada, junto a la puerta; obligaban a los que estaban sanos a salir fuera y les empujaban para formar un círculo. Vio a Irene Martín a lo lejos, dentro del grupo. Les obligaron a subir a un camión enorme y, cabizbajos, obedecieron. Fue la última vez en que Saturno Bernal vio a Irene Martín. Aunque ella tenía todavía mucho que contar y recordar.

Sin que apenas se dieran cuenta, comenzó a oscurecer. Consiguieron

otro coche y tumbaron a Santiago de la Boquería en el interior. No dejaba de sangrar por el pecho y una de las piernas. Había perdido el conocimiento y temían por su vida. Se alejaron de allí. Condujeron hasta el hotel Ritz y los médicos salieron a atenderle. Lucía y Saturno se quedaron en la recepción del hotel, se acercaron a la puerta y miraron a la gente que pasaba. Para algunos de ellos, la guerra quedaba muy lejana aunque la tuvieran a las puertas de la ciudad. La división de la ciudad en dos les obligaba a ello, a soportarlo y seguir viviendo. Muchos no lo notaron hasta que no tuvieron más remedio que hacerlo. Otros lo sufrieron con espantosas consecuencias.

Lucía, al lado de la cama en la que intervenían a Santiago, le tomó de la mano pensando que así no se le escaparía la vida. Uno de los médicos le dijo que no podía seguir allí dentro y Saturno fue a recogerla, la acercó hasta su hombro y la abrazó con fuerza. Un día más, Lucía se sintió lejos de su hijo a pesar de encontrarse tan cerca el uno del otro.

Los bombardeos del día anterior dejaron al barrio sumido en una

calma sobrehumana. Cesaron de repente, tal y como comenzaron sorprendiendo a la gente en la calle y a los críos yendo a comprar leche con los vales de los sindicatos. La última de las explosiones hizo ceder de arriba abajo el muro de un edificio de cuatro plantas, acabando con una farmacia, una tienda de ultramarinos y otra de utensilios de mimbre. Las ventanas estallaron hacia fuera en millares de pedazos y la estructura se desplomó sobre la calle, dejándola inaccesible al tráfico. Los curiosos que se atrevieron a mirar por las ventanas vieron escombros rodeando toda la manzana, cestos de paja desfondados, piezas de bacalao desalado, marcos de madera y bloques de escayola de metro y medio. Quedaron aislados en dirección al norte. Y en silencio, en el más rotundo de los silencios.

Una vez pasado el miedo, Arsenio Bernal salió a la calle. Los niños, ajenos al horror, se separaron de la mano de sus madres y aprovecharon lo poco que quedaba del barrio o de las casas para jugar. Saltaron

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tratando de atrapar las partículas de polvo, papeles y yeso que volaban suspendidas en el aire y que caían sobre la acera. Arsenio, con un cubo de pintura en la mano, se encaramó a cada una de las farolas que todavía quedaban en pie y pintó los vidrios hexagonales de un intenso color azul para evitar que las luces que emitían desde la tarde descubrieran la posición de todos ellos ante los Junkers que les sobrevolaban. Debían oscurecer la ciudad entera, anularse, desaparecer. Cerraron los postigos de las ventanas a pesar del calor que se concentraba en el interior de las casas y se alejaron de las habitaciones que daban a la calle. Se agotaron las velas y la gente se hacinó en el interior de las casas. Arsenio descendió de la última farola y se sacudió con las manos el polvo del mono azul, manchado de pintura. Dejó el cubo en uno de los portales y caminó cuesta arriba. Era temprano todavía, sabía que los aviones alemanes esperarían a la noche para atacarles de nuevo. Miró al cielo y deseó que hubiera nubes y que lloviera. Deseó encontrarse en otro lugar cuando todo hubiera pasado. Pero no pudo hacerlo. Unos pasos más adelante, descendió las escaleras que conducían a la boca del metro sorteando los cuerpos de las personas que dormían a la entrada. Brazos gruesos extendidos sobre los peldaños de las escaleras, las manos engarradas sobre las rodillas, las espaldas apoyadas al muro, cabezas perdidas de pelo graso. De nuevo, Arsenio Bernal descendía, más y más abajo. Creía sentir el infierno cerca, abrasándole la piel. Toda aquella gente que se amontonaba a la entrada del metro y en el interior de los túneles, habían pasado la noche escondidos bajo tierra, escuchando los impactos terroríficos de las bombas y sintiendo que el techo vibraba sobre ellos. Ahora, unos lloraban desconsolados, otros cerraban los ojos para apartarse de la realidad. Los niños se escabullían por las vías vacías sin atender a sus madres y se perdían, en grupos, por los interminables pasadizos. El ruido de las explosiones y los impactos les impidieron escuchar las sirenas de la calle. Allí, como en todas partes, la oscuridad lo invadía todo.

La luz intensa del mediodía se desparramaba por la tierra de las

trincheras. Los hombres siguieron disparando aunque, deslumbrados, lanzaran balas perdidas en dirección al frente. Si levantaban el rostro para localizar la posición del enemigo topaban con una muralla de luz, una tapia blanca como el resplandor de los cielos o el fulgor de las alas de los ángeles.

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Rubén Dosaguas dejó de disparar cuando alguien, a su espalda, tocó uno de sus hombros. Se agachó, protegido por los sacos de la trinchera, y se deslizó por la arena hasta el fondo de la zanja. Alzó el fusil para no lastimar al joven que le hacía señas. Agacharon las cabezas para esquivar los impactos de los proyectiles y se hicieron a un lado para intentar escucharse el uno al otro. Rubén Dosaguas preguntó qué pasaba mientras se secaba el sudor de la frente con el gorro de lana que le cubría la cabeza. Le escocían los ojos, lastimados por la luz. El joven le dijo que un hombre le andaba buscando. Rubén le entregó el fusil para que ocupara su puesto y salió de la zanja hasta una posición más segura donde los hombres descansaban de vez en cuando. El doctor pasó delante de él llamando a gritos a un camillero, alguien había resultado herido. Rubén no miró atrás.

Unas piedras gruesas del tamaño de un melón se utilizaban como sillas y mesas donde reunirse a comer. Rubén encontró sentado en una de ellas a un hombre de unos treinta y cinco años que se presentó como amigo de su madre. Rubén conocía a André Malraux. Había leído “La época del desprecio” y, como no, “La condición humana” y no le extrañó que conociera a su madre. Se puso muy contento, le invitó a un cigarrillo del paquete que guardaba en un bolsillo de la camisa y miró al cielo. Le preguntó el mes en el que se encontraban. Agosto, dijo Malraux. Rubén cabeceó asombrado de que llevara tantos meses en el mismo lugar. ¿Puede darle un recado a mi madre?, ¿sabe dónde se encuentra?, ¿cómo encontrarla?, Malraux negó con la cabeza. Rubén aspiró el cigarrillo con fuerza, lo consumió, lo lanzó a un rincón y extrajo otro del bolsillo de la camisa. Malraux saboreaba todavía el primero. Rubén mantuvo un silencio alienado, se perdió en sus pensamientos y no miró a Malraux sino al cielo, que parecía hervir.

André Malraux le explicó cómo conoció a su madre en París. Recordaba perfectamente el modo en que ella le abordó a la salida de un mitin. Buscaba ayuda porque necesitaba encontrar a su hijo. Rubén asintió con la cabeza, lo imaginaba. Malraux le dijo que su madre insistió mucho para que él la llevara a España en uno de sus aviones. Pero reconoció no haber podido hacerlo porque el Gobierno le seguía la pista y debían aparentar neutralidad ante el mundo. Sí que le facilitó un coche, pero perdió su pista cerca de Tours, cuando el comunista y el anarquista que acompañaban a Lucía la abandonaron. Después ella le llamó desde alguna parte en Châtellerault, reconoció haberse desviado del camino, sus

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planes de alcanzar la frontera se demoraban. Rubén aseguró no conocer a nadie en Francia.

Según explicó, Malraux tardó en volver a tener noticias de Lucía. Se reencontró con ella hacia enero o febrero de ese año. Él descargaba unas cajas de suministros, cerca de un puesto de mando de la CNT, cuando la vio cruzar entre la gente. Corrió hacia ella. Lucía se alegró muchísimo de verle. Ella acababa de llegar a Madrid, todavía no sabía dónde pasaría esa noche pero ya estaba recorriendo los puestos de mando para averiguar si sabían algo de Rubén. Sus ropas estaban sucias, aparentaba cinco años más, el cansancio la podía. André Malraux se unió a su búsqueda porque sintió que estaba en deuda con ella. Le debía un favor de los tiempos en que se conocieron en Francia. Malraux le pidió que le acompañara hasta el hotel Palace en el que se alojaba y le pagó una habitación contigua a la suya, aunque ella todavía tenía suficiente dinero. Preguntaron a los sindicatos, a los estudiantes, a las milicias, a viejos conocidos, como Gabriel Gascón (que les acompañó hasta la casa de Julia Salinas).

Una noche que volvían en taxi al hotel Palace, Lucía, asqueada por la infructuosa búsqueda, pidió al taxista que se detuviera en medio de la Puerta del Sol y continuaron caminando hasta el hotel. Antes de entrar, Lucía cruzó la calle corriendo entre los coches y se abalanzó sobre la fuente de la Plaza de Neptuno, apoyando las palmas de sus manos en el borde. Se buscó en el reflejo del agua que caía por los canalillos y dijo sentirse vieja. André se acercó a ella y le pasó un brazo por la espalda. Pero Lucía lo rechazó de inmediato y sumergió la cabeza en el agua de la fuente. Movió la cabeza de izquierda a derecha para que la larga melena se empapara de agua y, de un impulso, se incorporó arrastrando la cabeza y salpicando toda el agua hacia atrás, como un torrente. Empapada como estaba, con el vestido pegándose a su piel, se alejó de Malraux y entró en el hotel. Fue directa a la cafetería, que permanecía abierta, y pidió un coñac. Alzó la cabeza, se lo bebió de un trago y observó la magnífica vidriera de colores que coronaba el techo. El agua le escurría desde el cuerpo hasta el suelo. A su alrededor, todos la miraban. La deseaban.

Poco después volvió a perderla. Alguien dijo a Lucía que podría encontrar a su hijo a las afueras de Madrid, en un monasterio que tomaron los anarquistas y que utilizaban para editar una revista revolucionaria y para esconder documentos que llegaban desde las provincias tomadas por los nacionales, tales como partidas de nacimiento, listados de pertenencia a partidos, sindicatos, contratos con relevancia política, cesiones de derechos, etc. Lucía creyó que podría encontrarlo

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allí y marchó. Dos días después, Malraux tuvo que ausentarse de Madrid en un aeroplano del gobierno republicano con dirección a Barcelona. A su vuelta, Malraux no pudo localizarla en el hotel Palace, nadie la había visto. De eso hacía ya seis meses. Rubén no pudo responderle. No pudo añadir nada. Sintió un ahogo al final de la lengua y tosió escupiendo el humo del tercer cigarrillo. Malraux le vio temblar y trató de reanimarle. Rubén lamentó que ella anduviera por aquel infierno. Le había rogado que fuera al pueblo con el resto de su familia. Malraux dijo que ningún pueblo era lo suficientemente importante como para alterar los deseos de una madre.

André Malraux estrechó la mano de Rubén y le dijo que se sentía contento de conocer al hijo de Lucía Zagra. No sólo por ser hijo suyo sino por todo lo que había escrito y que Malraux tuvo la oportunidad de leer antes de la guerra. Rubén se sorprendió de que sus artículos hubieran llegado tan lejos y le dio las gracias. Malraux le animó a que continuara escribiendo, pero Rubén dijo que no le quedaba tiempo. Búscalo, respondió. Yo lo encuentro. Nosotros somos la voz de la historia, no lo olvides. Y se marchó.

Rubén tardó en recuperar su puesto de tiro en un lado de la trinchera. Se quedó pensativo tumbado en el suelo. Apoyó la cabeza sobre una de las rocas que utilizaban de asiento y, con la luz insistiendo en quemarles el cuerpo, miró al cielo como quien va de excursión y se tumba a descansar cerca de un río. En realidad, el cauce del Manzanares discurría cercano y podían oír la corriente bajando con fuerza. La luz le deslumbró y tuvo que cerrar los ojos. Las palabras bullían en su mente como las balas de los nacionales rozando su uniforme de las milicias. Necesitaba escribir, necesitaba evadirse, necesitaba sentir los recuerdos. Así, antes de volver a la lucha, hilvanó varias palabras en el libro de su pensamiento y pensó en su madre y en las reuniones que se celebraron en el jardín, tantos años antes.

El sonido de los disparos le aturdió de tal manera que Rubén

Dosaguas, sin dejar de disparar aun sin saber exactamente contra qué, se perdió en el interior de su mente. Y vio un bosque. Un bosque circular tan enorme y lóbrego como las grietas de la calle.

“Soplan fríos vientos del oeste cuando escucho gritar al silencio. Las

ramas se escudan en la oscuridad de tu espalda y como a mi diestra, tu pálida mano, el bosque se contrae. Luego se expande, laxo, aliento de tus

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labios granados. Hiela la brisa, me hiela el alma. Ya no nos miran los pájaros, ha volado la naturaleza”.

Más tarde, la lluvia caía sobre las zanjas, sin cesar, empapando a los

hombres, aumentando el peso de sus cuerpos con el agua que se acumulaba en las ropas, y deslizándose furiosa hacia el fondo, en V abierta, donde corría como un canalillo hasta que encontraba un pedazo del terreno plano donde poder estancarse y formar una balsa. Cada vez que llovía de esa forma tenían que dejar de disparar; los unos y los otros. Se mantenían en sus puestos cubriendo sus posiciones pero no disparaban. Apenas sí veían sus manos sobre la tierra encharcada. Rubén cerró los ojos, el agua salpicaba y no le dejaba ver. Pestañeaba y formaba con la mano un escudo sobre su frente pero era imposible distinguir nada. A lo lejos, escuchó que uno de sus compañeros se deslizaba por la tierra que empezaba a desprenderse. Se quejó. Detrás de él otros hicieron lo mismo. Rubén permaneció en posición vertical, apoyado su cuerpo por el costado sobre la tierra de la zanja, sin apenas poder respirar.

“Túnicas púrpuras nos marcaron el camino. Al cielo, sin lágrimas

pero con ríos de pétalos sobre la frente, miramos el fruto del Paraíso. Ladrillos de sangre construyen el aliento de los desesperados. Volamos, somos niebla, flotando como el vapor del hielo. Mágico atardecer en el ártico de nuestro amor. Cuando me pidas que te diga que sí, aunque los rostros cedan. Al ruego, al ruego, seguimos el rastro púrpura”.

Era de noche cuando una bala perdida alcanzó al doctor. La disparó

uno de los suyos, un joven republicano que erró en el tiro e hizo que la bala rebotara en un canto de una placa de latón colocada cerca de él a modo de escudo de los disparos nacionales. Justo en el canto se produjo el rebote y, dando un giro de 47 grados alcanzó al doctor en el cuello. Apenas le escucharon gritar, pues se quedó sin voz. Cayó y escucharon su peso, firme, desfallecido, al dar contra el suelo. Rubén Dosaguas lo vio caer. Como se encontraba en lo alto de la zanja, se deslizó por la tierra hasta el fondo y corrió hacia el doctor. Los muchachos empezaron a gritar porque le apreciaban. Uno le golpeó en el pecho intentando reanimarle sin advertir que la sangre se derramaba como de su surtidor desde el cuello. Lo dejaron en el suelo, fláccido como un muñeco de trapo y le lloraron. Entre las sombras, alguien pronunció unas palabras

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que quienes le escucharon supieron se trataba de una desagradable verdad. Se encontraban solos. Terriblemente solos.

Durante el último día de agosto, el impacto de la artillería les obligó a

replegarse. Por todas partes saltaron pedazos de tierra compactos arrancados al terreno, porciones de unos treinta centímetros de diámetro con hierba. Los chopos y los pinos saltaron por los aires arrancados por completo de su sitio y cayeron sobre los milicianos atravesando sus cuerpos con las ramas abiertas o golpeándoles en la cabeza y las extremidades superiores. Unos gritaban, otros corrían tratando de escapar (aunque en todas las direcciones caían las bombas y los restos del terreno), los más guardaban silencio y miraban con los ojos vertiginosos en busca de una solución extraviada. La suerte que les mantuvo durante meses en la misma posición se evaporaba ahora como las gotas de agua del río que se condensan hasta transformarse en lluvia. Corrieron agrupados hacia la ciudad universitaria, buscando el refugio de sus muros. Los ruidos de las explosiones se acompañaron de sirenas y gritos. Más y más gritos.

Tomaron la biblioteca y se refugiaron en el interior. Otros, dispararon desde fuera.

El sonido de la batalla se detuvo. Una última explosión destrozó los

tímpanos de Rubén Dosaguas. El impacto le impulsó a varios metros de distancia y su cuerpo cayó en medio de un promontorio irregular, en los huecos huérfanos donde momentos antes había plantados varios pinos. Sintió el ruido penetrando en los oídos, recorriendo su garganta hasta colocarse en los intestinos, como si los hubieran inflado con una bomba de aire, y sintió cómo le rebotaba por cada centímetro de piel, como si quisiera salir desde sus entrañas hasta el exterior rasgándole el cuerpo. Sus oídos vibraron y, acompañados del dolor más agudo que había experimentado en su vida, comenzaron a sangrar. Un hilillo de sangre espesa y oscura le recorrió la mejilla, como un beso. En su interior, le pareció sentir el ruido hueco del agua de un río cruzando la cabeza, chocando con cada uno de los recodos de su cerebro. El agua despedía un olor pesado a sal. Y el olor de un bosque. Un bosque que conocía.

El cuerpo de Rubén Dosaguas cayó sobre la tierra en una posición

extrema e irregular. Una de sus piernas se quebró al ser aplastada por el peso de su cuerpo. Quedó alzada en dirección a los hombros. La clavícula

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se salió de su sitio y las costillas del costado izquierdo se hundieron en sus pulmones. Notó líquido en el interior del cuerpo. Líquido que flotaba sobre ese otro líquido salado que le recorría la existencia. Sus brazos quedaron separados del tronco señalando direcciones opuestas. Las palmas sangraron cuando, al caer, se rasgaron con la tierra. En su inmovilidad absoluta, sintió que su vientre se plegaba hacia dentro, retorciéndose, estrangulándole.

Después que lo hiciera su cuerpo, una espesa ráfaga de tierra y piedras surcó el cielo, con la misma inercia que se llevó a Rubén, hasta caer sobre él. Cubrió su rostro, los orificios por los que apenas respiraba y las muñecas. Trató de girarse sin éxito. Tampoco pudo llorar.

En su silencio, Rubén Dosaguas pensó en sus padres y en sus

hermanos. En su casa del pueblo, en el cuerpo de Irene Martín, a la que imaginaba con vida en cualquier otra parte. En su silencio, Rubén Dosaguas se escuchó a sí mismo. Sus palabras no escritas cruzaron sus párpados buscando los trazos que les dieran forma. Dúctiles como la vida, eternas como la memoria, o los recuerdos. Rubén Dosaguas pensó en su madre. Supo que estaba cerca, la sintió como si toda la sangre de sus entrañas se reactivase y latiese a un ritmo diferente al propio. Abrió los ojos empañados por el polvo, encharcados por el agua salada del interior de un lejano bosque circular, y la vio acercarse. Tan bella como la recordaba. Magnífica como en las vacaciones que pasaron juntos en Capri. El amor. Le invadió el amor. Le aprisionó tan adentro que se ahogó en él. Plácidamente.

Rubén Dosaguas vivió feliz. Y desapareció con el dolor. Lo último que vio tras el amor de su madre, fueron las ramas inquietas de unos árboles entrelazados. Parecían respirar y absorber el escaso aire que a él le quedaba. Las mecía un viento inexistente y de sus cortezas manaba un fluido salado.

“Madre, te fuiste al alba de nuestros días. Reses desnudas lloran,

las oquedades muestran curvas lindas y las mandolinas cantan con lágrimas negras. Tierra ríe, que las esmeraldas apoyan tus pasos desnudos. Sopla el viento alzando tempestas durante largos días. Madre, me llevas entre los diluvios. Nademos, nademos, que la barca se acerca”.

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Instantes antes de verle morir, Lucía Zagra encontró el cuerpo de su hijo sobre la tierra. Éste sonreía como de pequeño, las facciones de su rostro estaban relajadas y aparentaba tener treinta años cuando sólo tenía diecisiete. Lucía llegó corriendo asida a la mano de Saturno Bernal. Al descubrir el cuerpo en la distancia, Lucía soltó la mano de Saturno y mientras éste se detenía atormentado y suplicando que su amigo no hubiera muerto, Lucía echó a correr hasta el promontorio en el que se encontraba su hijo tendido y semienterrado. Cualquiera que la hubiera visto acercarse (incluso su hijo Rubén de haber conservado la vista que perdió al desprenderse sus retinas con la explosión), hubiera jurado que llegaba una reina, pues sus pasos se movían majestuosos y llevaban su figura como si volara en el aire, sin piernas. Lucía lució bella, la más hermosa entre las hermosas. Las arrugas surcaban el contorno de los ojos; unas cuantas canas despuntaban al comienzo de la hermosísima, espesa y morena cabellera; las manos habían adelgazado, como el cuerpo, por los nervios y el cansancio; y a pesar de todo ello, Lucía parecía la mujer más bella sobre la tierra. Sus ojos se inflamaron en un llanto ahogado, sin lágrimas. No llegaron, se quedaron al borde de las pestañas, en la salida de la garganta amarradas por el estómago. Lucía se abrazó a su hijo, lo incorporó con un tremendo esfuerzo y apenas pudo soportar su peso. Después de tanto tiempo, después de aquella búsqueda, Lucía al fin lo había encontrado. Supo que un momento bastaba para cambiar el universo entero y estuvo segura de que su hijo la había reconocido antes de morir. Por su sonrisa, por el amor que le transmitía. Una vez más, pensó en lo mucho que su hijo se parecía a Pierre Dumonde. Aquella dulzura en sus rostros, esa paz que invadía el alma de las personas que les conocieron y amaron. Era como si no pudiera haber espacio para el dolor. Como si ellos no lo permitieran porque sólo andaban haciendo un viaje. Su viaje más particular y privado. Su paso por los diluvios del alma.

Un poco más al fondo, detrás del humo y el polvo, los nacionales

avanzaban ganando posiciones. Saturno gritó que debían alejarse. Pero a Lucía no le importó, porque había cumplido su objetivo, estaba con su hijo.

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IX: A manos de Gumersindo Hinni.

Uno de los principales misterios de la naturaleza reside en las cosas

de por sí indescifrables. Generalmente, pensamos y hacemos cosas que entran dentro de nuestros límites del pensamiento, pero en ocasiones la vida maneja sus propios hilos de tejer y crea un manto ramificado comprendido por millares de pedazos inconexos pero que coinciden exactamente o, por así decirlo, el azar les hace encajar, coincidir. Como quiera que sea, la vida trazó un camino para Gumersindo Hinni, un camino nada fácil a tenor de los acontecimientos pero, al final, un camino instructivo para formarle como persona, aunque no como ser humano (la humanidad la perdió de manera intencionada a la primera ocasión que tuvo). Hubo unos cuantos momentos en su vida en los que fue la propia naturaleza quien determinó el desenlace de los acontecimientos ya que de no haber estado Gumersindo allí, de no haber intervenido, las cosas hubieran sido totalmente distintas. Pero el azar, como el destino, como las parcas que cortan los hilos desde el mundo de los dioses, planificó el discurrir de los años de Gumersindo Hinni con posterioridad al día del alzamiento militar del 18 de julio de 1936, del que fue un participante activo.

Una semana después del alzamiento, el cielo se oscureció sobre los

hombros de Gumersindo Hinni y de sus hombres. No pudieron hacerse con la ciudad de Madrid, de modo que Gumersindo, el general Onésimo Dechent y el hijo de éste, Ulises, se instalaron en una finca que Hinni tenía a las afueras de Madrid, en dirección al Guadarrama. Desde allí coordinaron las ofensivas a la ciudad basándose en las órdenes directas que llegaban desde el sur del país. Ulises era el que más tiempo pasaba encerrado en aquella finca mientras su padre y Hinni orquestaban la guerra. Salía a pasear por los alrededores, escarbaba en el huerto y perfeccionaba la puntería disparando a las casetas de los pájaros.

Una de las primeras noches, Gumersindo Hinni decidió abrir la correspondencia que se acumulaba sobre una mesa y que no tenía tiempo para atender. La mayor parte de las cartas eran privadas, las apilaba porque otras eran prioritarias de modo que, hasta esa noche, no distinguió un sobre cuyo remite cifrado se correspondía con la dirección que su protector Reinaldo Zagra tenía en la ciudad. La enviaba alguien que

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conocía los procedimientos de ambos ya que Reinaldo hubiera optado por el conducto militar, más rápido y seguro. La carta no estaba firmada y la escritura, que no pertenecía al anciano, se había agrandado con el propósito de distorsionarla. En ella, se alertaba a Hinni de que Aurora Zagra, la hija menor de Reinaldo, se encontraba en una situación delicada. Y añadía una referencia al Infierno de Dante y unas señas, también cifradas.

Sin dar demasiadas explicaciones para no alarmar a Onésimo ni a Ulises, Gumersindo Hinni salió en coche desde la finca con dirección al norte, a la ciudad donde vivía Reinaldo Zagra. Volver a la ciudad en la que él mismo nació y vivió durante años le provocaba un sabor amargo, un dolor profundo para el ego. Aunque habían pasado años desde que dejó la ciudad para politizarse en Madrid, eran frecuentes sus visitas a la casa de Zagra y a diferentes actos conmemorativos. Le reconocían fácilmente por la calle a pesar de haber encanecido y rebasar la barrera de los cincuenta años, porque nunca los había aparentado. Utilizó documentación falsa por si le paraban las fuerzas republicanas al llegar a la ciudad. No obstante, escondió el coche bajo las ramas de unos árboles a dos kilómetros de la entrada e hizo el recorrido a pie. Luego, robó una vieja bicicleta y recorrió las calles de la ciudad hasta llegar a las mansiones que se desplegaban frente a la costa. Los ánimos estaban caldeados pero no sintió peligro. El ejército republicano había logrado el control de la ciudad y el orden se había reestablecido. La mayor parte de los falangistas y monárquicos salió de la ciudad en las horas siguientes al alzamiento, que allí se saldó con tan estrepitosa derrota, así que apenas sí había disturbios.

Con cuidado de no ser reconocido, Gumersindo Hinni se dirigió en primer lugar a la casa de Reinaldo Zagra. Frenó la bicicleta en la curva que había en la carretera de acceso antes de llegar. A su derecha, conforme ascendía, la marea crecía y se comía un pedazo de playa. La sombra de los árboles apenas les resguardaba del calor de aquel sofocante mes de julio. A la izquierda, la casa aparecía incendiada por completo. De las ventanas salían enormes manchas negras que constataban el recorrido que hizo el humo al ascender. Los muros aguantaron el incendio pero el interior estaba prácticamente consumido. Habían colocado unos travesaños de madera para taponar la puerta de entrada, Gumersindo tironeó de ellos hasta que cedieron los calvos que los sujetaban y entró en la casa por uno de los huecos. Apenas pudo ver nada. Las entrañas del hogar que recordaba se habían ennegrecido. Sorteó

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cascotes de ladrillo, madera, cemento y cristales, adentrándose en una cueva sin formas. Imaginó la situación de lo que fue la escalera principal pues conocía de sobra la casa. Subió por uno de los lados que se mantenía en pie y pudo llegar hasta la biblioteca del piso superior. Las cenizas ensuciaron sus zapatos y los bajos de los pantalones, las mangas de la camisa y el rostro, que se tiznó por completo como el de un deshollinador. La magnífica biblioteca fue arrasada, sin embargo, una de las estanterías del fondo, en el rincón entre dos paredes, se mantenía en pie.

Gumersindo se acercó. En el sitio, quedaban carcomidos por el fuego unos cuantos libros. En las tapas se podía leer sus títulos y el nombre de sus autores. Buscó La divina comedia de Dante y encontró el tomo que pertenecía al infierno. Las hojas del interior, permanecían intactas, como una mofa del destino salvado de su propio medio natural, del fuego. Agitó el libro por si escondía algo entre sus hojas y cayó un pliego de papel. Lo desplegó con cuidado, lo leyó e interpretó el nombre de una persona a la que conocía. Y sabía dónde encontrarle. Conservó el libro entre las manos y salió con él de aquel incendio. Respiró hondo al salir a la calle y ver de nuevo el intenso sol.

Totalmente oscurecido por las cenizas, se subió en la bicicleta y descendió la carretera de curvas en dirección a la playa. Muy cerca de la costa, en un tramo de rocas, un hombre pescaba ajeno a los tiempos en que vivía. Cuando vio acercarse a Gumersindo empezó a reír y le dijo que esperaba verle con ese aspecto a negro muerte. Gumersindo se sentó al lado del hombre, quien le cedió una caña de pescar ya preparada. Gumersindo puso cebo en los anzuelos. Pescaba con gusanos.

El hombre le contó lo ocurrido en casa de los Zagra. El asalto, el incendio, cómo acabaron con la vida de Reinaldo y de su esposa Margarita. Aurora tuvo mala suerte de encontrarse en la casa. De la otra hija, de Lucía, no sabían nada. Le contó que después de que la casa ardiera dejaron a Aurora de rodillas en la calle, obligándola a contemplar las llamas. Ella lloraba y lloraba angustiada por la muerte de sus padres. Y suplicaba que la mataran allí mismo. No soportaba el sufrimiento. Pero los agresores no lo hicieron. Le apuntaron en la nuca para que no se moviera y cuando ella se movió pensando que así la matarían, ellos la golpearon en el rostro y en la espalda, con fuerza, sin concesiones al cuerpo de una dama de sociedad. La dejaron allí hasta que el fuego se apagó al día siguiente. Entonces, la desvistieron y le hicieron correr cuesta arriba en dirección al Palacio Real. A su paso, el resto de las

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mansiones señoriales de la zona mostraba el mismo aspecto, el mismo atentado contra sus moradores. Presenció los cuerpos de sus vecinos muertos tendidos sobre la hierba de los jardines, colgados de las ventanas o engastados en los extremos puntiagudos de las verjas de madera. Muerte a cada paso, muerte y horror como nunca antes hubiera podido imaginar. La azuzaron para que se diera más prisa y, agotada, se rindió cerca del palacio residencial. La fachada de ladrillo gris con el sol reflejándose sobre ella le dio algo de aliento, se sintió reconfortada. Entonces le golpearon en la nuca y se la llevaron arrastras tirando de las muñecas. Su cuerpo desnudo se rasgó sobre el asfalto y el hombre que tiraba de ella tuvo que pedir ayuda a otro que le acompañaba para levantar a Aurora del suelo y llevarla entre los dos. La portearon como se lleva una alfombra enrollada, y la sentaron desnuda como estaba en un butacón tapizado de color verde en medio de la calle. Uno a uno se orinaron sobre las piernas de Aurora hasta que ésta perdió definitivamente el conocimiento. La abandonaron junto a unos setos, todavía con vida.

Gumersindo Hinni era fuerte. Quería al viejo pero no todos podían escapar del riesgo asumido. Reinaldo Zagra lo dio todo por sus ideales y había perdido. Él, Gumersindo, seguía luchando, venciendo. Una vez controlados los disturbios iniciales, los republicanos apresaron a los nacionales y monárquicos que no habían huido, rescataron a Aurora de la calle y la internaron en un centro. El hombre le indicó el lugar en el que se encontraba ella. Cuando terminaron de pescar, Gumersindo le abrazó y salió de la playa mojándose los pies. En la orilla, se lavó las manos y la cara, recuperó la bicicleta y pedaleó atravesando media ciudad hasta el sanatorio psiquiátrico en el que se encontraba Aurora Zagra, cerca de las montañas.

Durante dos meses, perdieron el rastro de Gumersindo Hinni y, en

ocasiones, él mismo no tuvo demasiado claro dónde estuvo. Regresó a la finca en las afueras de Madrid en el mes de septiembre de 1936, justo cuando los recursos para encontrarle se habían agotado y Onésimo Dechent temía por el futuro de su hijo. Lo recibieron con los brazos abiertos y le interrogaron sin éxito acerca de su ausencia. Gumersindo se limitó a callar y a escuchar los problemas de Onésimo Dechent. En aquellos dos meses, Onésimo no había podido contactar con su suegro ni con su esposa en la ciudad; alguien le dijo que habían huido al sur del país en tren; también le enviaron una fotografía borrosa conseguida en el

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norte de África de alguien que se suponía era su esposa, pero él no pudo asegurarlo; de todas partes surgieron teorías acerca del paradero de los Zagra y de su estado de salud pero nadie pudo corroborar ni desmentir unas y otras. Ulises permaneció aislado a todas aquellas noticias, por deseo expreso de su padre. Se le relegó al campo y a los estudios, sólo se le permitió salir a pasear alrededor de la casa, de la granja y del jardín, no pudo montar a caballo ni hablar con los empleados de la finca. Él lo aceptó, hasta le hizo gracia, pero el tiempo pasaba, lento e inexorable, y su madre seguía ausente.

Ulises presentía la realidad, imaginaba que algo había salido mal y caminaba en su soledad por la finca sintiéndose huérfano. Fue curioso cómo en el resto de los meses siguieron apareciendo noticias diferentes acerca de los Zagra, más aún cuando a principios de 1937 apareció Lucía Zagra en Madrid y muchos la confundieron con su hermana Aurora, la hija de Reinaldo que estaba casada con un general fascista. Las distintas versiones, las veces que la habían visto por la Madrid republicana, todo aquello les confundió aún más, incluso al propio Gumersindo Hinni que conocía toda la verdad y la manipulaba para proteger a quienes quería, al menos hasta que todo hubiera acabado. A Onésimo Dechent también le preocupaba su hijo. Había recibido nuevas órdenes y tenía que partir de inmediato hacia el norte del país, a defender posiciones. Mientras Hinni estuvo ausente, Onésimo temió tener que marchar y dejar solo a su hijo en la finca. Ulises ya no era un niño, podía valerse muy bien por sí solo, pero Onésimo se resistía a abandonarle. Durante días pensó en la posibilidad de oponerse a las órdenes pero enseguida comprendió la autoridad de la que procedían y la imposibilidad de negarse a ellas.

Al regresar Gumersindo, Onésimo se relajó. Podía dejar a Ulises a su cuidado. Y así lo hizo. Marchó a finales de septiembre con la cara triste y el alma desamparada por tanta noticia contradictoria.

Gumersindo Hinni permaneció mucho tiempo solo con Ulises

Dechent en la finca. Escuchó sus necesidades, sus ruegos, sus deseos, y se rindió a ellos. El muchacho sabía hablar y convencer, aquellos ojos transparentes de tenues azules turbaban a Hinni. Ulises le prometió lealtad, como ya hizo con su abuelo Reinaldo, a cambio de que le mostrara los ojos del demonio. Gumersindo no lo comprendió. Era un capricho que le resultaba ajeno. Pero cedió a él. En medio de la finca, lejos de la casa, lejos de los animales y lejos del lago privado donde cazaban ocas, escucharon el movimiento de las hojas de los árboles que

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se agitaban a su alrededor. El cielo plateado y gris apenas dejaba espacio para nada más. Ulises Dechent le suplicó que le sacara de allí, que le llevara al mismo origen de la guerra y Gumersindo aceptó.

Hacia el mediodía del 3 de septiembre de 1937, bajo un sol mortecino

y decaído que caldeaba las espaldas de los allí presentes, Gumersindo Hinni repitió el indeseable trabajo que le cargaron tras perder una partida de cartas. Le encantaba matar republicanos, le fascinaba torturarlos hasta la muerte, pero no soportaba tener que despejar las calles y los caminos de sus cadáveres y deshacerse de ellos. Le repugnaba la forma en que las caras se desencajaban con esa falsa mirada de desprecio que le lanzaban a uno. A su juicio, eran tan indeseables como en vida, solo que más molestos puesto que su peso y su volumen se multiplicaban al tener que transportarlos inertes, blandos como marionetas, antes de que la rigidez dificultase aún más el trabajo. En varias ocasiones se había rezagado en la tarea haciéndose el remolón con sus compañeros y lo había pagado bien caro puesto que los cuerpos rígidos eran muy difíciles de manejar y, para introducirlos en el interior del camión, algunas veces había tenido que romperles los brazos y las piernas. Y odiaba el crujido de los huesos cuando no estaban acompañados de un grito de dolor.

Se levantó de la silla, y abandonó el recinto al aire libre que utilizaban como comedor, al menos hasta que el tiempo empeorase y tuvieran que refugiarse en otra parte. Habían tomado una antigua biblioteca de la ciudad universitaria en la que antes acamparon los republicanos. Una inmensidad de libros se apilaban por todas partes, formando trincheras dentro y fuera del edificio tras las que se defendieron los republicanos antes de que los nacionales ganaran esa zona. Pronto tendrían todo Madrid y expulsarían de España a esos mal nacidos rojos que infestaban el aire con su presencia. Pero ahora tenía que apilar ese montón de cadáveres, antes de que se paralizaran. Tomó un volumen de tapas verdes que contenía “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha” y arrancó sus páginas violentamente con las manos. Odiaba aquel libro tedioso. Caminó a lo largo de la calle, desde la entrada de la biblioteca hasta las zanjas donde habían luchado y muerto los republicanos, y lanzó por el aire las hojas del libro en pequeños pedazos hasta dejar sólo las tapas de piel. Las zarandeó y las arrojó más allá de las zanjas. Nadie le ayudaba en la tarea y, ese día, calculó que tardaría varias

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horas por el centenar de cuerpos ensangrentados que aparecían desperdigados entre polvo, barro y casquillos de bala.

Gumersindo Hinni siempre fue un hombre de suerte. Incluso en la guerra donde había presenciado la caída de muchos de sus compatriotas, amigos y compañeros de escuela. Antes del alzamiento militar, ocupaba un importante cargo político bajo el regazo de Reinaldo Zagra. Después, se sirvió de él y de los contactos que le fue facilitando a lo largo de los años para salir de la finca con el joven Ulises Dechent y unirse al combate. Siempre agradeció al viejo que lo tratara como a su propio hijo, que mostrara confianza absoluta en él cuando le pidió la mano de su hija Lucía. No pudo convencerlo de que se quedara en Madrid. Él quiso regresar a su ciudad, permanecer en su casa y defenderse con las armas. Él era importante. Era grande. Sus contactos sirvieron para que Gumersindo Hinni lograra un puesto importante dentro de la Falange Española y, en pocos meses, consiguió lo que ansiaba en su más recóndito interior: luchar en el frente para acabar con los rojos. En tan poco tiempo, Gumersindo Hinni se había acostumbrado a aquella vida hasta el punto de no poder imaginar otra cosa distinta. Nunca antes, en sus años de experiencia política, había alcanzado el grado de placer que conseguía matando. La cara agónica de sus enemigos no se podía comparar con ninguna de sus pugnas dialécticas. La oratoria ya no le satisfacía como antes. Ahora prefería el cuchillo y la pistola. Rebanar cuellos, abrir las entrañas, desangrar por las sienes, mutilar. Un día incluso se sintió rejuvenecido. Sin duda, aquello de matar era lo suyo.

Comenzó a arrastrar los cuerpos desde el lugar en el que habían caído

hasta uno de los carros anchos que utilizaban para transportarlos hasta la fosa común, a las afueras de Madrid. Los arrastraba por el suelo buscando en su camino todas las piedras posibles para observar cómo rebotaban los fláccidos miembros a su paso. Luego, buscaba entre las ropas algún indicio o documentación que identificase a los cuerpos para que otro elaborase el parte de defunción que se inscribía en el Registro. No todos llevaban identificación y no a todos se les identificaba. Dependía de la persona y de si Gumersindo iba bien o mal de tiempo. Como regla general, mientras apuntaba los nombres de los muertos en su libreta, se tomaba un descanso pero si el trabajo desbordaba, como ocurría ese día, no se molestaba en rebuscar entre las ropas de todos. A los que tenían peor aspecto los dejaba a parte, sin registrar, por si le pegaban alguna infección o los piojos. Miró al cielo buscando el sol, único responsable de

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aquel bochornoso ambiente, y al bajar la mirada le sorprendió el rastro que la sangre había hecho en la pared de fusilamiento. Las salpicaduras alcanzaban la parte superior de la tapia y se acumulaban en uno de los bordes cayendo gota a gota. Eran marcas oscuras y espesas, como la sangre de los cerdos que había visto matar en los pueblos. Ulises Dechent, que estaba a su lado, se puso pálido y prefirió no acompañarle. Los ojos se le volvieron turbios, se le revolvió el estómago y se apartó a una de las zanjas para vomitar. Gumersindo se acercó a él y le echó la mano sobre el hombro. Ulises se la retiró avergonzado y salió corriendo entre los muros acribillados de la biblioteca universitaria. Gumersindo se quedó solo y continuó con su trabajo.

Uno de aquellos rojos indeseables le pareció un gusano. Tenía el rostro replegado, como si le sobrara piel en su cuero cabelludo. Otro había perdido un brazo por una explosión. Gumersindo trató de buscar el brazo, ya que algunas veces aparecían a varios metros de distancia, pero no lo encontró. Le llamó la atención encontrar bajo una trinchera un grupo de jóvenes. Había unos veinte, un cuerpo sobre otro, con los brazos y las piernas desperdigadas, como si hubieran tratado de saltar la trinchera para atacar y hubieran sido alcanzados sucesivamente por los disparos. Fue la única imagen que le desagradó entre la masacre de cuerpos. Apenas llegaban a los dieciséis años; como Ulises, que tenía esa edad. De no ser rojos inmundos, se habrían parecido a él. Con ese grupo, pudo ahorrarse tiempo arrastrando a dos en cada viaje. Eran tan ligeros que pudo utilizar una sola mano.

Poco después de las tres de la tarde, terminó de cargarlos en la carreta. Había tantos que temió que con el traqueteo de las ruedas pudieran salirse del carro y caer a la carretera pero era tarde y no quiso molestarse en asegurarlos con cuerdas, como hacía en otras ocasiones. Lo primero era lo primero, y aún tenía que comer. Gumersindo Hinni no pudo evitar las burlas de sus compañeros cuando después de la comida, mientras tomaban el café y jugaban una partida de cartas, perdió todas las manos y tuvo que cargar con la faena de la noche. Perder suponía tener que “pasear” a los prisioneros y, aunque disfrutaba con ello, ese día estaba agotado y necesitaba dormir.

Salió enojado al exterior. El sol había recuperado parte de su intensidad al rebasar las tres de la tarde, lo que indicaba que era el momento de transportar los cadáveres hasta la fosa común para evitar su descomposición a las puertas del nuevo campamento y el olor que ello implicaba. Fue entonces cuando la sorpresa invadió su vida, aunque fue

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durante unos breves instantes. Muy cerca del lugar por el que él caminaba, un grupo de cuatro compañeros obligaba a caminar a los siete republicanos capturados con vida en el ataque. Iban atados o encadenados unos a otros por las muñecas, con las cabezas mirando al suelo y demasiado cansados como para rebelarse. Su aspecto era polvoriento y sucio, y sus caras apenas se distinguían unas de otras por las manchas de barro que cubrían sus facciones, como un regalo de la lucha detrás de las trincheras. Entonces la vio, y su corazón tembló, al menos por unos instantes. Gumersindo Hinni detuvo el paso del grupo y preguntó a uno de sus compañeros si esas personas eran las que debían ser “paseadas” esa misma noche. El hombre contestó afirmativamente y, sin que fuera necesario añadir más palabras o explicaciones continuó su camino obligando a andar a los detenidos. Gumersindo detuvo al grupo con un alto. Se dirigió de nuevo al hombre y, acercándose a él para que los demás no escucharan lo que decía, le pidió que soltara a la mujer durante un rato, para que pudiera alegrarle la tarde antes de salir a enterrar los cadáveres. El hombre dejó escapar una sonrisa de complicidad, se acercó al grupo de detenidos y soltó a la única mujer que iba entre ellos. Ella todavía no había levantado la cabeza de modo que mantenía la mirada fija en el suelo, sin importarle que la estuvieran desatando y apartando del grupo. Nadie dijo nada. Nadie se opuso. Gumersindo aferró a la mujer por un brazo mientras el resto del grupo reanudaba el paso. Vio cómo los encerraban en un sótano del edificio, para que no pudieran escapar antes de la noche, y aseguraron la puerta con un enorme candado.

Permaneció en pie con la mujer a su lado y le pidieron que cuando acabase con ella la encerrara en el sótano con los demás. Gumersindo asintió con la cabeza al tiempo que mostraba una sonrisa viciosa. Se retiró del sol hasta una de las paredes del edificio en las que caía la sombra, tirando de la mujer por el brazo mientras las cuerdas que le anudaban las muñecas se balanceaban a cada paso. Ella estaba completamente ausente, sin dejar de mirar al suelo. Por un instante, mientras la vista se le acostumbraba a la sombra, Gumersindo se preguntó si era realmente quien creía. Por su aspecto le extrañó pero eso era normal entre los rojos, más aún después de haber combatido. Le habían rapado el pelo de forma violenta de modo que su cabeza parecía una pelota abultada que mostraba sin pudor los restos de sangre seca que le recorrían el cráneo en forma de hilillos. En algunas zonas tenía más pelo que en otras debido a los trasquilones, pero no se diferenciaba en nada del resto de las mujeres que habían sido capturadas en Madrid. Con todas se

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procedió sin ningún reparo. Pese a las circunstancias, el rostro de Lucía Zagra mantenía la belleza de antaño.

Ya no era la joven de la que Gumersindo Hinni se enamoró y con la que quiso casarse, las arrugas bajo los ojos y en las comisuras de los labios la delataban, pero sus ojos mantenían el brillo antiguo que él recordaba, aunque en ese momento estuvieran secos y sin lágrimas. Gumersindo acercó su mano a la barbilla de Lucía y trató de erguirle el rostro para que ella se diera cuenta de quién era. Pero aquellos ojos no le miraban, estaban perdidos en alguna idea lejana. La tomó por las manos como si la maniatara y tiró de ella en dirección a otro de los sótanos, donde se guarecieron. Era una habitación pequeña y oscura rodeada de estanterías y de frascos de cristal que contenían líquidos de diversos colores. Le pareció que eran perfumes pero ese pensamiento no encajaba en lo que antes había sido una biblioteca. Soltó las ataduras que rodeaban las muñecas de Lucía y se acercó hasta una de las estanterías para abrir uno de los frascos. Se lo llevó a la nariz y, efectivamente, era perfume. Olfateó el contenido de varios frascos buscando uno que le agradara. Mientras tanto, Lucía se mantuvo en pie, absorta y sin reaccionar. Él se acercó a su lado con uno de los frascos en la mano. Sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo de tela y vertió un poco del perfume hasta empaparlo. Después, lo pasó por el rostro de ella, limpiando el barro que llevaba pegado. Comenzó de arriba a bajo, suave y lentamente, de modo que la piel que besó tantas noches iba emergiendo desde el recuerdo y afloraba ante él, tersa y sonrosada. Al percibir el olor, Lucía reaccionó y, al ver el rostro de Gumersindo Hinni y reconocerlo, se retiró hacia atrás mostrando temor.

Él la tranquilizó con un leve siseo de sus labios y avanzó el paso que ella había retrocedido. Le acarició el rostro con lentitud, como cuando se acaricia el lomo de un caballo salvaje al que se quiere montar. El rostro de Lucía recuperaba su antiguo gesto de irritación, el mismo que utilizaba cuando alguien pensaba de forma diferente a como ella lo hacía. Esa mueca le encantaba a Gumersindo, adoraba cuando ella se enfadaba y le llamaba fascista, cuando le clavaba las uñas en los brazos o en las mejillas, hundiéndolas bien adentro.

Terminó de limpiar el rostro de Lucía con el pañuelo perfumado y descendió por el cuello y la clavícula. Retiró el cuello grueso de la sucia chaqueta de lana que vestía y notó un olor dulzón a sudor acumulado y a miedo. A las lágrimas que perdió la noche en que se quedó sola, en el embalse de Alloz. Y a las que no había dejado escapar ese mismo día.

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Gumersindo deslizó el cuello de la oscura chaqueta de Lucía más allá de los hombros y ésta cayó sobre el suelo, sin que a ninguno de los dos le importara y sin que ninguno reaccionara instintivamente para cogerla. Lucía se mantuvo en silencio, sintiendo cómo las manos de él se deslizaban y cómo el alcohol se evaporaba de su cuerpo dejando una sensación de frescor en su piel. Sus ojos mantenían la expresión de temor y la sequedad que él había visto antes de entrar en el sótano, pero ahora reflejaban una profunda interrogación, una duda. Al fin y al cabo, él era un nacional y ella una republicana, la guerra los enfrentaba aunque el pasado los reunió en un mismo dormitorio. El tiempo era caprichoso, los dos lo sabían muy bien, como también sabían que la memoria es el más preciado de los sentidos con el que se puede fundir una vivencia muy lejana pero tan presente que es como si el tiempo no hubiera pasado por sus vidas. Habían compartido demasiadas cosas y, aunque la mayor parte fueron desagradables, incoherentes e inmaduras, el hecho de compartir recuerdos los unía en la tragedia incomprensible de la guerra, aunque fuera en bandos opuestos (como ocurrió entonces).

El recorrido del pañuelo continuó por los senos de Lucía y allí detuvo su descenso, insistiendo. Gumersindo recordó entonces la noche de la fiesta en la ciudad, los tiempos en los que él se descalzaba para alcanzar el placer. Habían pasado veinte largos años desde entonces y sus respectivos mundos habían cambiado. Tu padre ha muerto, Lo sé, Pudimos ser tan felices juntos. Y entonces acarició la cabeza pelada de ella como si quisiera protegerla de un daño que irremediablemente ya había sido hecho. Acarició los senos de Lucía con sus manos recomponiendo cada una de las sensaciones pasadas. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido sin pasar por su lado. Seguía joven y bella como entonces, solo que su tristeza empañaba su rostro y la mostraba decaída, ojerosa. Permanecieron en silencio en la oscuridad, respirando nerviosamente y de manera entrecortada. Él disfrutando de un tiempo no vivido, ella temblaba aguardando el desenlace sin importarle su vida. En cierto modo, era una situación parecida a la que vivieron la noche de la fiesta de fin de año. No era más que un juego permitido de degradación donde las máscaras habían descubierto sus verdaderos rostros.

Cuando Lucía le preguntó si iba a matarla, Gumersindo tardó en

responder. La contemplaba como quien recupera una joya que creía perdida y la revisa una y otra vez cerciorándose de que es la misma y que se encuentra en perfecto estado. Cuando respondió dijo simplemente: Voy

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a salvarte la vida. Esta noche te dejaré marchar en honor a los viejos tiempos. En los minutos que siguieron, Lucía trató de pensar y de enlazar todos los cabos que había ido esparciendo en los meses precedentes. Tenía que recuperar a Rubén, de lo contrario no podría mirar a los ojos a su hija Rosa, ni a los suyos propios. Había sacrificado demasiadas cosas por él, había dejado a los Dosaguas (de quienes no tenía noticias), había perdido a Ángel, había preferido a Rubén antes que a Rosa. De modo que, si había sufrido tanto para volver con las manos vacías, si nada iba a compensar el dolor que podría encontrar al regresar al pueblo y no encontrar a su familia, en ese caso no merecía la pena vivir. Lo necesitaba a él y así se lo pidió a Gumersindo. Sus ojos apartaron la expresión de miedo que los inundaba como una lágrima gigante y pasaron a la súplica, a la debilidad. Le dijo el nombre de su hijo y el lugar en el que había caído, y le imploró que si iba a salvarle la vida debía ayudarla a recuperar el cadáver y llevarlo con ella. De lo contrario, podía matarla allí mismo, no le importaba. Gumersindo suspiró desconcertado y dejó de acariciarle los pechos. En todos los años que compartieron de placer y disputas, de rebeldía paterna ella y aspiraciones políticas él, en ningún instante Gumersindo apreció en Lucía debilidad ni flaqueza. Aborrecía a las mujeres plañideras y ella nunca lo había sido. Por un instante, a Gumersindo Hinni le repugnó la nueva actitud que adoptaba Lucía y pensó que quizá los años la habían ablandado. Tienes razón, debería matarte. La abofeteó, ató sus muñecas con la misma cuerda con la que momentos antes la trajo, y la arrastró al exterior del sótano.

Lucía se mantuvo callada. Gumersindo Hinni tiró de ella a lo largo de la calle y la arrojó de un empujón al interior del sótano en el que se encontraba el resto de sus compañeros republicanos. Seguidamente, cerró la puerta con el candado, dejándolos en la oscuridad y el silencio.

Gumersindo observó la posición del sol y calculó que era tarde. Se

dirigió hasta la carreta donde había apilado los cadáveres y revisó en su interior. No tuvo que rebuscar demasiado. El cuerpo que buscaba estaba entre los de la parte superior, junto a los jóvenes que le habían recordado a Ulises. Tiró con fuerza de una de las piernas de Rubén obligando a que su cuerpo saliese de debajo de otros dos que lo aprisionaban. Se deslizó como un muñeco de goma y cayó al suelo levantando una pequeña nubecilla de polvo. Lo observó con más detenimiento del que empleó al registrarlos para encontrar sus nombres entre sus pertenencias. Lo recordaba a él igual que a los cinco últimos. Tenía buena memoria.

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Deslizó el cuerpo por la tierra hasta la pared del edificio cercano y lo dejó largo sobre el suelo. No lo cubrió, simplemente lo dejó ahí convencido de que nadie lo tocaría puesto que ese era su trabajo. El joven tenía mucha sangre esparcida por la cabeza, el cuello y el torso. Y varios orificios por impactos de bala. Un pensamiento irracional le cruzó la mente y, durante los días siguientes, sintió repulsa por haberlo pensado: podía ser su propio hijo.

Durante el tiempo que permaneció encerrada en el sótano con sus

compañeros, en una oscuridad tal que parecía la misma entrada al infierno, Lucía no mencionó nada de lo ocurrido y no pensó en lo que les esperaba esa noche. Tan solo puso a prueba sus recuerdos y la estimación que un día tuvo hacia Gumersindo Hinni. En su mente una única pregunta bombardeaba sus sentidos como las explosiones sufridas en el ataque: ¿sería él capaz de superar el deseo hacia el horror y devolverle el cuerpo de su hijo muerto? Lo demás ya no importaba. No esa noche. Ni las siguientes.

Mientras Gumersindo Hinni conducía un carro cargado de cadáveres

de hombres y mujeres republicanas hasta su lugar de eterno reposo, Lucía Zagra tranquilizaba a sus compañeros de oscuridad. Estuvo sentada junto a dos de ellos conversando. Trataban de no pensar en la muerte segura que les esperaba poco después del atardecer; rememoraban algún momento de la lucha, hablaban de sus familias, de sus madres y sus mujeres, de sus hermanos que se encontraban combatiendo a las afueras de Madrid. Lucía estuvo haciendo preguntas acerca de Rubén. Ellos lo conocían bien y lo admiraban, habían luchado juntos varios meses, soportando las bajas de amigos y hermanos. Después, en las cuatro horas que siguieron hasta que el sol perdió su intensidad y dejó paso a la noche, Lucía y Saturno se cobijaron en un rincón templado de aquel sótano tenebroso para conversar. Él estaba muy debilitado y apenas se distinguía su respiración; su cara desdibujaba los rasgos bajo una capa de sangre seca (algo que todos compartían como regalo final de la lucha) y, a la luz de las velas, se acentuaba la prominencia de sus huesos. Lucía lo encontró tan delgado y pequeño que lo rodeó con los brazos para reconfortarlo. Era como sostener el cuerpo de un niñito o de un muñeco, frágil, insignificante. Saturno había perdido prácticamente todo en los últimos meses. Y si hasta entonces conservaba a su mejor amigo, a

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Rubén, en la distancia y en las cartas no respuestas, ya ni eso tenía. Poco le importaba morir aquella noche. O en ese mismo momento.

Lucía le preguntó por Rubén. Saturno sonrió, apoyando la cabeza rapada y negra sobre la pared humeada por el fuego del asedio. Él sabía que lo andabas buscando, te sentía cerca. Y realmente lo estabas. Le explicó que quienes luchaban en las trincheras tenían un enlace, un hombre del sur que les conseguía tabaco, revistas, comida, y que utilizaban como correo. Se encargaba de transmitir mensajes entre ellos, que luchaban en las trincheras a las afueras, y sus familias, que todavía vivían al otro lado de Madrid. A veces les alentaban con la noticia de un nacimiento, de un hermano que había huido hacia el norte o de un cargamento de municiones enviado desde Rusia. Poco bastaba para levantar los ánimos y mantener la cordura decaída de todos ellos. Se trataba del mismo hombre que le hizo llegar las cartas de Rubén y que no se atrevió a responder. Por miedo o para no tener que explicar el estado en que encontró a Irene Martín. Rubén sabía por ese hombre de los rumores que corrieron por todo Madrid acerca de una mujer que le andaba buscando. Rubén estaba plenamente convencido de que era su madre quien le buscaba, así se lo dijo a todos. Y tenía razón. Saturno continuó: Él era feliz. Supo que le buscabas y le querías, y la abrazó tan fuerte como pudo con sus brazos que no eran otra cosa que dos huesos largos.

De este modo, Lucía Zagra llenó su corazón. Se sintió feliz de que Rubén supiera que lo buscaba y lo quería. Al menos tenía eso al encontrar la muerte. Buscó en uno de los bolsillos de los pantalones y extrajo un papel plegado. Lo desplegó con mucho cuidado, con cariño. Era el recorte de un periódico, un artículo que escribió Rubén poco antes de desaparecer entre la contienda y que ella encontró en Châtellerault, poco antes de localizar al anciano Claude Leaud. Lucía lo conservaba como la última cosa que había pertenecido a su hijo. Desde que lo recortó lo había releído cientos de veces. Su hijo hablaba de la amistad, de la fraternidad entre los bandos, de la inmoralidad de la guerra y el sufrimiento de los más débiles. Al leerlo por primera vez, Lucía no pudo evitar pensar en Pierre Dumonde. Parecían igual de idealistas, tratando de cambiar el mundo, alentando con sus palabras antes que con la lucha pero siempre dispuestos a resistir en el frente, en primera línea del conflicto. Eran tan parecidos que a Lucía le sorprendía. Quizá por eso le amaba tanto. Había perdido a uno y no quería perder al otro y, ahora que los había perdido a ambos tan solo le quedaba ese pedazo de papel en el que se resumía su

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hijo. Lo leyó en voz alta para todos sus nuevos amigos republicanos y ellos asintieron a las palabras reconociendo haberlo leído en su momento. Después, Lucía dobló el pedazo de papel por los mismos pliegues y lo guardó bajo el sujetador, cerca del corazón. Aquello les tranquilizó, por unos instantes. La negrura impedía cualquier vestigio de otra esperanza.

Un chirrido metálico interrumpió las conversaciones y, a lo alto de

las escaleras que bajaban a ese sótano, la silueta de un hombre alto y delgado les gritó que salieran de forma ordenada. Un muchacho se encontraba a su lado como una sombra de su propio cuerpo. Las llamas de las velas que les iluminaban en ese reducido infierno frío y negro, temblaron hasta casi apagarse debido a la entrada del viento, gélido como anticipo de la noche que les llegaba. Conforme fueron saliendo, el joven Ulises Dechent ató con cadenas las muñecas de unos con las de los otros. Les empujaron y golpearon con las culatas de los fusiles hasta que se colocaron ante las puertas de la parte trasera de una camioneta ancha. El hombre, Gumersindo Hinni, les gritó y entraron en el orden en que habían sido atados. La camioneta era lo suficientemente amplia como para albergar a los siete sin demasiado aprieto. En su interior, a cada costado, había colocadas unas cajas alargadas de madera en forma de asiento, sobre las que se sentaron. Inmediatamente después, Gumersindo añadió al grupo de los siete prisioneros del día a un octavo al que no conocían. También era republicano y su pierna, parcialmente vendada, expedía un fuerte olor a gangrena. El hombre lloraba suplicando que le dejaran allí, que no quería morir. Gumersindo le atizó con la culata de la escopeta en la barbilla y le hizo perder el sentido. Como era el único que iba desatado, lo recostaron al fondo de la camioneta, tratando de apartar de ellos el olor a gangrena. Pero no lo evitaron y, pronto, se espesó el ambiente con un olor dulzón y desagradable.

Ulises Dechent cerró tras ellos las puertas de la camioneta y el nauseabundo olor les cercó sin escapatoria, como lo hacía la muerte. Todos permanecieron callados sabiendo el destino que les aguardaba, cada uno pensando en sus cosas. Pero a Lucía le extrañó haber percibido un olor distinto antes de que introdujeran al hombre de la gangrena en la camioneta. También era un olor a muerte, pero más suave, reciente. Pasó la mano derecha sobre la madera de la caja en la que se sentaba y se fijó en su forma. Parecía un ataúd. El tiempo comenzó a hacerse eterno y, a cada segundo, los nervios de los presentes se derrumbaban y comenzaban a llorar. Lucía les dijo que debían morir erguidos, sin miedo. Sus

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torturadores y ejecutores no debían presenciar muestras de miedo o debilidad. Ellos irían hasta la muerte con valentía, serían fuertes. Consiguió que dejaran de llorar y sintió la huesuda mano de Saturno Bernal, que estaba a su lado, posándose sobre sus hombros en señal de reconocimiento. La camioneta arrancó y Ulises la vio marchar al fondo de la noche negra. Se quedó en medio del camino sintiendo el cielo frío.

Después de media hora de trayecto, traqueteando sobre las piedras del camino, Gumersindo Hinni detuvo la camioneta junto a la depresión de terreno que terminaba en un riachuelo. A esos no tenía que enterrarlos como a los cadáveres de la tarde. Bastaba con dejarlos allí, entre el agua y el barro. Ya se encargarían otros de hacer el resto. O serían las alimañas, los peces y las aves. Salió de la camioneta y, antes de sacar a sus “paseantes” se encendió un cigarrillo. Las estrellas habían cubierto el cielo pero no había luna. Era una noche extraña, calurosa pese a estar en septiembre. Y mirando al cielo se le antojó pensar en la tormenta. La notó próxima. Terminó el cigarrillo y golpeó la puerta trasera para alertar a los republicanos. A Gumersindo le emocionaba escuchar el modo en que soltaban un grito o un gruñido al asustarse por el golpe inesperado después de permanecer detenidos. Era el momento de hacerlos salir.

Abrió la puerta trasera y arrastró hacia el exterior, en primer lugar, al hombre de la pierna gangrenada, que era el único que iba sin atar. Le golpeó con los puños violentamente hasta que lo tumbó sin consciencia. Será mejor para él, le escucharon decir. Los demás salieron en el orden en que estaban atados, como si estuvieran simbólicamente unidos en una cadena de amor y resistencia, de esperanza en lo venidero. Pero la cadena se rompió cuando Gumersindo soltó las muñecas de Lucía y la separó del resto. Tú me esperas ahí adentro. Lucía se resistió lanzándole las manos al rostro. Pero no le sirvió de nada. Le propinó un drástico puñetazo y la tumbó contra la puerta de la camioneta. Todos, con las bocas abiertas pensando que la había matado, vieron cómo el cuerpo de Lucía caía al suelo deslizándose por la puerta, como las gotas de agua que recorren los cristales en los días de lluvia. Saturno, y el hombre que estaba unido a él por la cadena de fraternidad, se abalanzaron sobre Gumersindo tratando de golpearle. El resto siguió sus movimientos de forma mimética, sin pensarlo, hasta que su ejecutor disparó su arma al aire. Todos se detuvieron al escuchar el impacto pero, como un ejército de hormigas conectadas por el mismo pensamiento, se abalanzaron de nuevo sin nada que perder. Gumersindo, a pesar de estar solo, les hizo frente y, uno tras otro, cayeron sin vida tras los disparos. Como el resto de sus compañeros,

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Saturno Bernal murió luchando. Luego, Gumersindo disparó sobre el hombre de la pierna gangrenada que estaba inconsciente y le dio muerte. Cogió a uno de los hombres de los pies y lo lanzó a la depresión de terreno que terminaba en el arroyo. Su propio peso arrastró a los demás cuerpos, que quedaron desperdigados en cuesta, cerca del agua.

Prácticamente inconsciente, Lucía Zagra escuchó el ruido de los

disparos que mataron a sus compañeros. Una mirada fugaz a través de la sangre que recorría su frente y empañaba sus ojos le bastó para reconocer la expresión de muerte de Saturno Bernal. Cayó sobre las piernas de uno de sus compañeros y quedó torcido, con los brazos extendidos y las manos abiertas, con las palmas sosteniendo las gotas de lluvia que empezaban a caer y ya no podía retener. El agua arrastraba la suciedad del rostro de Saturno y Lucía descubrió en él las facciones de la extrema juventud. Gumersindo Hinni le cerró la vista, se colocó ante ella y cogiéndola por los hombros la alzó hasta el interior de la camioneta. La tumbó en el suelo, entre las dos cajas de madera que parecían ataúdes. Entonces, Lucía pensó que tal vez uno era para ella.

Gumersindo se puso al volante y condujo en línea recta. En pocos minutos, la lluvia creció en intensidad y se transformó en la tormenta que él esperaba. Se hizo difícil controlar la dirección por la escasa visibilidad y empezó a dar tumbos de un lado a otro del camino. Lucía fue despedida de un lateral a otro de la camioneta y prorrumpió en insultos contra Gumersindo sabiendo que éste la escuchaba desde detrás de la pared de metal, donde conducía. Enseguida se calló porque sabía que los insultos excitaban a Hinni y prefería no darle ese gusto. Después, de tanto escuchar el sonido rotundo de la lluvia chocando por todos los lados y debido a los nervios contenidos, Lucía perdió el control y se orinó encima. Lloró y tembló recordando a los hombres que acababan de morir ante ella, y a su hijo. Maldijo a Gumersindo y a todos los salvajes como él. Quería ser fuerte pero no pudo. Lloró sin cesar, acompañada por el repiqueteo de las gotas de lluvia, invadida por imágenes de muerte y desolación que acudían a su mente.

“Sourds, étang, Écume, roule sur le pont, et pardessus les bois;

draps noirs et orgues, éclairs et tonnerre, montez et roulez; Eaux et tristesses, montez et relevez les Déluges” (Mana, estanque, rueda, Espuma, sobre el puente, y por encima de los bosques; paños negros y

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órganos, relámpagos y trueno, subid y rodad; Aguas y tristeza, subid y reanimad los Diluvios).

Larga en el suelo, Lucía miraba sin ver en dirección a la caja que

hacía las veces de asiento. Entonces recordó el olor a muerte que la había sorprendido con anterioridad por ser distinto al de la gangrena. Deslizó la mano por el suelo hasta tocar la madera de la caja y trató de empujarla. Pesaba demasiado. Se incorporó y se sentó de costado buscando alguna apertura en la caja. Tanteó con los dedos, buscó por cada esquina hasta que dio con ella. Quedaba apalancada a la pared de la camioneta para que no pudiera abrirse. Desplazó la pesada caja hasta el medio, ocupando la mitad del suelo de la camioneta. Notó ese olor dulce y suave. Abrió la tapa de la caja y descubrió un cuerpo en el interior. No le hizo falta pensar pues supo de inmediato quién era.

La camioneta se detuvo al cabo de varias horas. Afuera seguía lloviendo. Cuando la puerta se abrió Lucía apenas distinguió la silueta de Gumersindo entre tanta oscuridad. Debido a la ausencia de luna esa noche, los relámpagos eran el único indicio de realidad que les quedaba. Él la buscó a tientas y ella le golpeó. Se quedaron quietos y en silencio, uno muy cerca del otro. Hasta que él salió afuera y le pidió que bajara de la camioneta. Al salir al exterior sintió la violencia de la lluvia golpeándola en oleadas de aire. Se empapó en apenas unos segundos. El calor de la tarde había desaparecido al caer la lluvia y era el frío el que lo invadía todo. Como había perdido la chaqueta de lana en el sótano en el que estuvo con Gumersindo, Lucía se abrazó los brazos desnudos para mantener el calor corporal, pero empezó a temblar.

Gumersindo entró de nuevo en la camioneta y empujó la caja de madera hasta el exterior. Enseguida se dio cuenta de que estaba bien colocada, y no de lado como él la puso, y supo que Lucía la había abierto. Lo esperaba. Sabía que era lista. No la dejó caer de golpe sino que la extrajo con cuidado. La arrastró por el barro y la subió, con gran esfuerzo, a un carro cubierto que estaba estacionado al lado de la camioneta. Luego, esperó a los rayos para ver el rostro de Lucía y hablarle. Le indicó la dirección que debía seguir si quería ir a la ciudad. Le dijo que certificaría su muerte para que la olvidaran, así estaría segura por el momento. Lucía le escupió en la cara por dar muerte a sus compañeros. Gumersindo sonrió. La sujetó por la nuca y la besó a la fuerza en los labios, continuó por la boca hasta las mejillas y terminó en los lóbulos de las orejas. Ella no se resistió. Como tantas otras veces.

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Pensó en las paradojas que esconde la vida y recordó una de aquellas noches de fiesta en la ciudad en la que ella le prometió complacerle siempre. Por eso se dejó, por los buenos o diferentes tiempos vividos. Por mantener algo de aquella mujer que fue en otro tiempo, cuando todo era distinto y la cordura sólo se perdía por propia voluntad. La vida los había marcado antes y ahora. Y condicionaría todos sus actos futuros. Las vidas de Gumersindo Hinni y Lucía Zagra se encontraban y se alejaban. Y la distancia que llenaba ese espacio tendría que rendir cuentas en otro momento. Pero era algo que desconocían. Finalmente, Gumersindo le acarició la mejilla y volvió a la camioneta. Lucía se quedó bajo la lluvia observando las luces distorsionadas de los faros mientras él se marchaba. Miró en todas las direcciones tratando de reconocer algo que le indicara el lugar en el que se encontraba pero la lluvia y la oscuridad se lo impidieron. Se refugió bajo la cubierta del carro junto a la caja en la que reposaba el cadáver de su hijo Rubén. Tomaría la dirección que Gumersindo le había indicado pero luego se desviaría para ir hasta el pueblo. Esperaba encontrar a su hija Rosa, a Enrique Rialme, a Marcelo y a sus dos hijos. Nada le aguardaba en la ciudad y tenía que enterrar a su hijo en su jardín.

Cuando se hizo de día, el cielo apareció despejado y Lucía pudo ver

el camino que conducía hasta el pueblo del que había huido. Aún estaba lejos, a un par de días de marcha. Lo único que deseó fue que los nacionales no anduvieran cerca y la apresaran. Su hijo merecía permanecer en el lugar más bello del mundo, bajo el roble anciano que crecía en la casa del pueblo de Marcelo Dosaguas, en su paraíso perdido.

X: Lucía deslucida.

Durante la lluvia torrencial de barro que invadió la noche del 6 de

septiembre de 1937, el carro en el que viajaba Lucía Zagra llegó dando tumbos hasta los campos de cultivo que delimitaban el comienzo del pueblo; impermeabilizó su vista colocando las palmas de las manos abiertas sobre la cara (en el ángulo que trazaban sus cejas) para buscar un lugar en el que esconderse de las miradas de los vecinos, puesto que

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ignoraba cuál de los dos bandos en conflicto se habría hecho con el poder del pueblo. El agua caía sobre sus antebrazos con violencia hasta formar un ligero charco de barro entre los pliegues de la ropa que, al moverse, se desplomó en el aire dejando sobre la tela un reguero de manchas húmedas y pardas. Era consciente de que un paso en falso podría acabar con su vida y con la principal motivación que la conducía hasta allí: encontrar a Rosa y enterrar a Rubén; por eso, tenía que ser cautelosa y aproximarse con sumo cuidado, sin hacer ruido. Aprovechó que una de las primeras casas entre los campos, una que había servido de granero para almacenar las cosechas de maíz y trigo, se encontraba deshabitada y desmoronada por dos de sus cuatro costados para acercar hasta allí el carro y ocultarse en el interior. El tejado había cedido y los restos del desplome, que se mezclaban con el grano y el agua de la lluvia, formaban un manto fangoso y fétido en el que se cobijaban y multiplicaban los insectos. Lucía descendió del carro y, hundiendo los pasos en ese fango, tiró de las riendas del caballo dirigiéndole para que encontrara el camino hasta el interior de la casa. El carro se introdujo sin dificultad por el hueco dejado por una de las paredes y quedó oculto aunque no resguardado de la lluvia, que seguía cayendo copiosamente aunque de forma dispersa, como el polvo. Desenvolvió una manta que había en la parte trasera del carro, se tapó con ella el cuerpo y las piernas y se tumbó al lado de la caja de madera que servía de ataúd para su pequeño Rubén, al que no vería crecer. Una vez acomodada bajo la manta, colocó junto a su mano derecha un cuchillo de unos 25 centímetros de filo que encontró perdido y ensangrentado en mitad de un camino. Había sido utilizado y eso le daba seguridad de que la protegería. Sus pies comenzaban a congelarse por el frío y por el agua que traspasaba las ya desgastadas botas de montañera. La noche anterior trató de secarlos y calentarlos en un pequeño e improvisado fuego, pero la humedad regresó al calzarse de nuevo las botas. Necesitaba encontrar otro calzado o perdería los pies. Apenas podía caminar porque a cada paso sentía como si cientos de pequeños cuchillos le atravesasen las plantas, provocándole unos pinchazos insoportables que empezaban a repercutirle en otras partes del cuerpo en forma de tic nervioso, como en el rostro o bajo los ojos. Necesitaba descansar, dormir y olvidar aquella pesadilla que se alargaba como una sombra maligna a la entrada del infierno.

Se dejó llevar por el ruido del agua fina cayendo sobre el carro y, muy pronto, ésta acompañó al cansancio y atrajo los sueños. En ellos, pudo verse a sí misma en un lugar vacío y amplio, luminoso pero sin

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cielo ni nubes. Ella era más joven, estaba muy bella como en los días de ciudad en los que, en compañía de Gumersindo Hinni, transgredía todas las normas de comportamiento impuestas por su padre. Pero estaba sola y perdida. Llamaba a alguien y caminaba entre la luminosidad buscándolo. Sonreía porque lo creía cerca. Llegaba a un lugar que ya conocía aunque a sus ojos todo era un claro vacío. Escuchó los gritos de un hombre y corrió hacia ellos, en su busca. Eran gritos de dolor que se unían a ruidos metálicos de edificios demoliéndose, como los que escuchó en Madrid con las explosiones. Sonidos de cristales rompiéndose y su rostro asustado. Lucía perdida. Y eso la despertó. Desde el interior del carro, permaneció en vela observando unas espesas sombras que se extendían por el interior de la casa hasta la pared opuesta que permanecía en pie. Tan solo se distinguían bultos grotescos que, con la lluvia, parecían moverse. Trató de pensar en maderos, ladrillos y tejas, en baldosas y puertas, procuró que el miedo no la invadiera pero no desvió la vista de una sombra alargada y espeluznante que parecía acechar al fondo de las ruinas, como si dos ojos la observaran, al igual que hacía ella, tratando de averiguar quién era. Se aseguró de que el cuchillo estuviera muy cerca de la palma de su mano por si era preciso utilizarlo. Al cabo del rato, el sueño trató de apoderarse de ella pero le daba miedo cerrar los ojos. Le había parecido ver que la sombra alargada cambiaba de ángulo, como si estuviera inclinada hacia delante, como si tratara de dar un paso sobre los escombros poco firmes y no lo hiciera para no hacer ruido y descubrirse. Si Lucía se dormía, aquello se acercaría hasta ella, estaba completamente segura. Porque aquello la observaba fijamente. Pero el cansancio la venció y se durmió. Cuando abrió los ojos de nuevo, a las primeras luces del día y sin moverse, escudriñó el fondo de la casa en el lugar en el que creyó ver la sombra alargada que se inclinaba. No había más que unos sacos hechos trizas colgados de unos clavos y un palo de escoba apoyado sobre la pared. Nadie la observaba.

Fue en el momento de incorporarse cuando descubrió que el cuchillo de 25 centímetros de filo que había depositado en el suelo del carro, junto a su mano, había desaparecido.

A la luz de la mañana, todavía protegida por la ocultación de la casa,

Lucía Zagra se arrimó a una de las paredes que permanecían en pie y, sacando la mitad del rostro al exterior, pudo distinguir el perfil serpenteado de las montañas, a cuyos pies se encontraba el pueblo. Nunca pensó en ese pueblo como “su” pueblo, y ello a pesar de que allí había

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permanecido largos años y habían nacido sus dos hijos. Tantas cosas compartió con Marcelo Dosaguas y con los hijos de éste, tantas experiencias vividas durante las reuniones literarias, tanta pasión concentrada en los grupos artísticos que organizó en el interior del jardín. Pero, sin duda, fue el hecho de haberse recluido en el interior de la casa, en el jardín de las maravillas, lo que le impedía sentir el pueblo como suyo, como algo propio, puesto que repudiaba a la mayoría de las gentes que allí residían, su barbárica forma de vida y el bosque circular que servía como punto de referencia para toda la zona. Era más el pueblo de Marcelo, el de sus hijos Darío y Jaime, incluso el del joven Enrique Rialme. Pero no el suyo. Tampoco identificaba al pueblo con sus dos hijos. Por un lado, Rubén era demasiado libre, incapaz de sentirse enraizado a un lugar de una forma exclusiva. Rubén era un simple ciudadano del mundo como lo fue Pierre Dumonde, al que tanto se parecía y nada le ligaba, excepto el hecho de haberla conocido a ella y haberla querido tanto. Y, por otro lado, Rosa, que siempre sería su pequeña Rosa por su fragilidad y delicadeza, tampoco encajaba con esas tierras, con esos campos de trabajo y esos bosques. Y ello a pesar de los esfuerzos que la ligaban a un trabajo imposible de evitar, al deseo de salvar una vaquería inestable y económicamente débil.

Para Lucía, lo único que era verdaderamente suyo era el jardín. Ese era el verdadero eje familiar. Y aunque los antepasados no le pertenecían, se los había apropiado y formaban parte de ella, de su propia piel y de su sangre. Porque era como las raíces del viejo roble que se erguía en el centro del jardín. Ella se sentía generadora y aglutinadora de su familia y de todo lo que les rodeaba. En cierto modo, había sido el motor a partir del cual todo había arrancado. Solo que ahora un temor corría por su mente y le hacía pensar que quizá ya no era motor de nada. Faltaba ya poco para ver lo que había ocurrido en el pueblo de Marcelo. Su interior de madre le decía que algo no marchaba bien. Temía acercarse y llegar hasta allí porque intuía lo que iba a encontrar. De nuevo, el olor a muerte colapsaba sus narices. Y, entonces, ya no sería motor de nada. Dejaría de verse como el origen de un hermoso y poblado árbol familiar, como el antepasado que siempre es recordado con cariño por sus lejanos descendientes. Si encontraba lo que temía, no sería más que una rama seca que nunca podrá alcanzar el sueño de ser árbol.

Era el momento de descubrir el destino que le aguardaba. Lucía se

retiró de la pared desde la que observaba el comienzo del pueblo y volvió

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hasta el carro. El caballo era bueno y listo, permanecía callado y no le daba problemas. Le acarició el cuello y le palmeó el lomo. Seguidamente, buscó la manta con la que se tapaba por las noches y la extendió sobre el suelo del carro, junto al ataúd de su hijo. Empujó uno de los laterales del ataúd hasta conseguir tumbarlo por el costado en el que estaba la tapa, de modo que le facilitara la extracción del cadáver. Una vez tumbado el ataúd, tiró de las ropas de su hijo y lo colocó, rígido como estaba, sobre la manta. Lo envolvió con cuidado y lo dejó allí, de momento. Lo primordial era descubrir qué había ocurrido en el pueblo y, lo que era aún más importante, quién lo dominaba. Había pensado esconder el carro allí hasta tener todo claro y, como se encontraba cerca del viejo molino en el que trabajaba su yerno Enrique Rialme, podía acercarse y comprobarlo. Si encontraba a Enrique trabajando, se abrazaría a él y lloraría de alegría. Si no lo encontraba, ya sabía a lo que atenerse.

Salió agachada, escondida entre la maleza alta que crecía alrededor del viejo granero en el que había pasado la noche. Sus movimientos eran deliberadamente lentos para no agitar la maleza y ser descubierta como los patos en una cacería. Se detuvo constantemente para reorientar los pasos y, cuando localizó la posición exacta del molino, apretó el ritmo ansiosa por encontrar una respuesta. Se dio cuenta del silencio que rodeaba todo. Era un silencio extraño que, en el pasado, nunca escuchó. En los primeros tiempos en que llegó al pueblo antes de ser perseguida por los vecinos, e incluso después cuando contemplaba el cielo descubierto desde el centro de su jardín, Lucía siempre percibió un murmullo de actividad, de trasiego, de conversaciones secretas. Pero nunca un silencio como el de ese momento. La hora temprana no justificaba esa completa ausencia de actividad y, conforme sus pasos se acercaban al viejo molino en el que vivía su hija Rosa con Enrique Rialme, se convencía más de la imaginada realidad que le esperaba, y que no era otra que un pueblo devastado por una guerra de hermanos, por la huida y por la muerte.

Solo que, en ese momento, lo difícil de asimilar era quién faltaba por motivos de huida y quien por la fatalidad de la muerte.

Le bastó situarse frente al camino estrecho de tierra que conducía al

molino para contemplar el destino de su familia. El mismo molino, que se encontraba en la pequeña elevación de terreno, apenas conservaba su estructura redondeada puesto que una buena parte de las paredes, aproximadamente los dos tercios de su forma circular, se habían

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desplomado sobre el techo de la casa en la que vivían Rosa y Enrique. Ésta se había hundido por completo por el peso de las ruinas del molino, de modo que los pedazos de vigas de madera, de marcos de ventanas y de puerta, aparecían de manera esporádica y totalmente aplastados bajo los escombros, como las plumas de un ave que acaba de ser capturada por un felino y que sobresalen de su sonriente boca. Lucía miró hacia todos los lados antes de salir de entre los matojos secos. Sin erguirse, cruzó el camino principal que conducía a los campos de cultivo, ahora abandonados, y llegó hasta el camino polvoriento y secundario que llevaba al molino, cruzando antes las barandas de madera combadas por el viento. Ante esas imágenes, pensó en el paso de un huracán arrastrando la vida.

Sus manos acariciaron los restos de la madera que antes servía de porche y que ahora quedaba aprisionada por restos abundantes de ladrillo y adobe, dejando por debajo pequeños huecos de aire, en los lugares en los que, en otro tiempo, ella misma estuvo. Lucía dio una vuelta alrededor de las ruinas tratando de recomponer con la memoria cada espacio de lugar en correspondencia con el tiempo. La entrada (ahora plegada entre los maderos) donde le esperó Enrique, vestido con un planchado traje azul marino, el día que Rosa se lo presentó; las minúsculas ventanas en las que Rosa colocó unos visillos hechos con la tela que Lucía les mandó desde Lisboa (que ahora no eran más que huecos de espacio que se juntaban con el aire del cielo, sin estructura que los soportase); el antiguo gallinero situado en la parte trasera (donde ahora se observaban restos putrefactos de sus antiguas moradoras, sorprendidas en su cautiverio por el hambre y el posterior olvido) que era tan visitado por los niños del pueblo. Ya no quedaba apenas nada y lo peor era que Lucía tenía la impresión de que, cuando ocurrió, no lo esperaban.

Cabizbaja y agachada, Lucía Zagra regresó a las ruinas del viejo

granero sin dejar de pensar en el cuchillo que alguien le había robado mientras dormía. Dado que daba por hecho que el pueblo estaba en manos de los nacionales, se preguntó quién lo habría robado. De haber sido un nacional, lo más sensato es que la hubiera reconocido como la extravagante mujer de la ciudad que un día se recluyó en el jardín de la casa de Marcelo Dosaguas y podría haberla capturado o, peor aún, haberle dado muerte allí mismo. Se dijo que, tal vez, la intención del desconocido era dejarla indefensa y, en ese instante, estaba buscando

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ayuda en el pueblo y dando la voz de que esa tal Lucía había regresado. Después de atravesar unos surcos en los que antes habían crecido coles y pimientos, puesto que adivinaba los restos entre los grumos de tierra, contempló horrorizada desde la distancia la imagen más monstruosa que creía haber olvidado en los años que la separaron de aquel lugar. Ante sus ojos, altivo como un héroe bélico, se extendía el extraño bosque al que no podía mirar. No le sorprendió que estuviera más cerca, de hecho, se dio cuenta de que no era necesaria su presencia en el pueblo para que ese bosque avanzase tratando de sisarle espacio. Trató de contener las arcadas que le llegaban a la garganta y, desviando la vista a otro lado, vio la casa de Marcelo (así como la vaquería que se mantenía indemne en lo alto de la ladera) mucho más cerca del bosque. Desde siempre quiso devorarlos, pero ya era tarde. En apariencia, ya sólo quedaba ella con vida y jamás se acercaría de nuevo al bosque. Tendría que ser él quien la alcanzara. Si es que se atrevía.

De nuevo en el viejo granero, Lucía descargó hasta el suelo el cuerpo de Rubén, tirando de la manta. Sin más protección que su propio valor o el aguante físico y psíquico que había desarrollado, casi como un nuevo sentido, en los meses anteriores en Madrid y en las montañas, avanzó en línea recta hacia el pueblo. Ya nada importaba tanto como su hijo Rubén y, muy pronto, cuando lo hubiera enterrado, tan solo el recuerdo la uniría a él. Desvió deliberadamente la vista del bosque circular y fijó su rumbo en la casa de Marcelo que aparecía, a la entrada del pueblo, triste y tumbada, casi rozando el suelo. Tiró de la manta arrastrando el cuerpo envuelto de Rubén a través de los matojos y de la tierra seca de los campos, convencida de que nadie le impediría llegar, puesto que la suerte se inclinaba de su lado ahora que estaba convencida de que se acercaba el final. Había aprendido a ser más fuerte, más valiente, aunque para ello hubiera tenido que conocer el dolor. No uno cualquiera sino el más sangrante y desolador de todos los dolores como era la pérdida de los hijos.

Conforme se acercaba, una vez traspasadas las barricadas, distinguía con mayor claridad los desperfectos en la fachada de la casa. Había perdido el color blanco encalado que caracterizaba a todas las casas de la periferia y las huellas negras del humo cubrían la mayor parte de su superficie. El resto, de un color marfil, mostraba los orificios de balas incrustadas en las paredes, que quizá se habían disparado con la intención de atravesarlas y alcanzar a los Dosaguas. La puerta de la entrada había desaparecido. Ni siquiera estaban los restos de la madera. Al entrar por el

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vano de la puerta, Lucía no se dio cuenta de que estaba repitiendo el recorrido que hizo nueve años antes al abandonar la casa para siempre, solo que en el sentido opuesto. Ahora regresaba y volvía a su jardín, el que siempre la esperaba con las ramas abiertas y las flores en flor aunque no fuera época de floración.

Dejó el cuerpo de su hijo en el suelo, poco después de entrar, y continuó hacia delante hasta contemplar el jardín. Las puertas acristaladas que daban a él también habían desaparecido, mas no los cristales que ahora estaban esparcidos por el suelo en cientos de minúsculos pedazos. Escuchó el sonido crujiente al pisarlos con las botas. Y allí estaba su jardín. No quedaban flores ni apenas algo de hierba. Estaba prácticamente seco, como una mujer estéril. Las ramas del roble centenario que, como brazos, se extendían en dirección al cielo tratando de abarcarlo todo, estaban ahora partidas o arrancadas. En la base del tronco, a la altura de la cintura, alguien había intentado talarlo con un hacha y sólo había podido dejar los resquicios de tal intento de mutilación. Un ángulo profundo se hincaba en el tronco dejando al aire la madera dorada y tierna de sus entrañas, totalmente deshilachadas. No habían podido con él al igual que no podrían con ella. El tiempo los había hecho fuertes, los había cambiado.

Se arrodilló, conmovida y aliviada, al descubrir que el mal nacido que había tratado de talarlo había dejado intacta la señal que indicaba el lugar en el que estaba enterrado el pequeñín sin nombre de Marcelo Dosaguas. Acarició la tierra que lo cubría con sus manos y le dijo que pronto tendría compañía. Alrededor, el jardín mostraba sus heridas de guerra. La tapia había cedido por uno de los lados, al parecer por la fuerza de decenas de patadas que quisieron borrar el pasado llevados por la envidia y el rencor. Los bloques y la cal habían caído sobre el lugar en el que crecían los rosales de colores. Algunos frutales habían sido arrancados por simple placer y los habían dejado tirados en ese mismo lugar, dejándolos secar. Otros habían sido incendiados, como dedujo por los restos carbonizados de pequeñas fogatas esparcidas en lugares estratégicos a lo largo del jardín. La piscina, en otro tiempo principal punto de atracción de la casa, aparecía completamente vacía, con el fondo cubierto de barro, suciedad y hojas secas. Los baldosines azulados estaban descascarillados por numerosos golpes que le hacían imaginar la forma de la culata de una escopeta. Era como una gran tumba vacía y ultrajada, como la grotesca exhumación del pasado. Lucía dejó caer los brazos a los costados, como si de repente hubiera perdido todas las

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fuerzas que le quedaban, abatida por la sorpresa de encontrarse tal panorama que sabía se agravaría en segundos cuando entrara de nuevo en la casa en busca de su familia.

Tomó aire en un profundo suspiro, aunque no le sirvió más que para

marearse, y entró en la casa. A zancadas fue sorteando restos de muebles desarticulados, cristales, pedazos de porcelana. Sus propios cuadros rasgados de parte a parte por navajas, como el autorretrato estando embarazada de Rosa o la vaca azul de manchas verdes. Incluso sus recuerdos parecían dañados entre tanto destrozo inhumano, entre tanto rencor. Llegó a las escaleras que conducían al primer piso y comenzó a subir; emitían un quejumbroso crujido amenazando con hundirse pero Lucía continuó aun dudando si aguantarían. En el piso superior, los pasillos pintados de un blanco intenso se estrechaban como en las casas antiguas y trazaban curiosos surcos parecidos a un laberinto en miniatura, como las callejas del pueblo. Lucía podía oler el hedor a muerte y no dudaba de lo que le esperaba, solo que su miedo provenía del desconocimiento de a quién encontraría allí tumbado y podrido.

Su cuerpo se puso a temblar y el frío la invadió por completo. La muerte estaba más presente que nunca pero no llegaba a acostumbrarse a ella, pese a todo lo que había sufrido por su causa. Pensó que las muertes de Pierre Dumonde, de Ángel Tous y de su hijo Rubén habían sido, en cierto modo, dulces ya que los perdió tal y como habían vivido, ensangrentados pero reconocibles y bellos. Lo que estaba a punto de encontrar cambiaría su concepto de la vida y de la muerte, la espantaría hasta el espasmo, más incluso que ver a su hijo Rubén descomponerse, día a día, envuelto en una manta sobre un carro.

Deslizó hacia adentro la puerta de uno de los cuartos hasta que tropezó con una pierna. Lucía se detuvo en el vano con la mirada fija en los pantalones de pijama que asomaban, sin dejar de temblar. Sus dientes castañeteaban y sus ojos se empañaban con el flujo sanguíneo acelerado que le fluía hasta la cabeza. Su cara empalideció aunque estaba caliente y febril como el fuego. El cuerpo que asomaba por la puerta estaba descalzo y, lo que fue pie, era sólo hueso raído con pedazos de carne roja, que conservaba todavía el aspecto húmedo de la sangre. Trató de identificar la prenda pero la desconocía, por lo que empujó la puerta un poco más a la vez que al cuerpo tendido que la atrancaba. La forma oronda del cuerpo no la llevó a confusión. Aquél era Marcelo Dosaguas, el que fue pareja, padre de sus hijos, amigo y enemigo, libertador y

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cautivador, tirano adorable, pasión idólatra. El que ahora no era más que hueso y carne, pasto de los gusanos, la aguardaba tumbado como la noche en que lo dejó tumbado en la cama. Lucía reconoció la forma de sus huesos, sus facciones. Era grotesco pero hermoso. Trató de adivinar lo que le había ocurrido observando el cuarto pero lo único que le llamó la atención fue que todo estaba revuelto, como si un grupo de bestias se hubieran propuesto sacar al exterior todo lo que contenía el cuarto. Había manchas de sangre salpicando las paredes, ropas desordenadas cubriendo el suelo. Lucía tomó una sábana y la echó sobre el cuerpo. Después, sin tocar su carne, lo envolvió como había hecho con su hijo y tiró de él hasta el pasillo. Lo dejó allí y continuó recorriendo la casa. Apenas podía seguir con tanto dolor. Se tuvo que apoyar en una pared para sobreponerse pero un mareo le llegó de improviso hasta la cabeza y la tumbó.

Cuando despertó de nuevo, comenzaba a atardecer. Se dijo que debía

darse prisa si quería enterrar a su familia ya que sin la luz del día sería mucho más complicado. Caminó angustiada entre esos pasillos serpenteados del mismo modo en que su hija Rosa recorrió, en una ocasión, las callejas estrechas y altas del pueblo en las que fue asediada por Marcos Lisia. Y aunque sus pasos no iban por el mismo sitio, pronto se encontrarían. Llegó al final de la planta superior, donde encontró un segundo cuerpo. Todo su alrededor estaba cubierto de sangre, un charco espeso bajo el cuerpo y varios restregones secos por el suelo de haber arrastrado heridas o cuerpos mutilados. No tuvo duda en identificarlo, quizá por su altura, su delgadez, su aspecto de intelectual frustrado. Allí reposaba el espíritu indómito de Darío Dosaguas. Lo primero que Lucía pensó fue que, finalmente, Darío había regresado a su hogar. Y no se sorprendió, porque ella misma se encontraba allí.

A diferencia de su padre, el cuerpo de Darío no se había descompuesto de la misma forma. Conservaba todos los rasgos, la fina piel embrutecida por el sudor del trabajo, el cabello rubio y rebelde. A sus treinta y siete años, paralizados por la muerte, todavía parecía el jovencito que se ofreció a enseñarle el pueblo al llegar ella a su nuevo hogar. El adolescente subyugado por la carga familiar, por el trabajo, por los deseos inconfesables de pertenecer a un mundo que le era ajeno pero que le fascinaba. Tantas cosas los unieron durante aquellos buenos años, más aún que las que compartió con Marcelo o con Gumersindo Hinni,

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pero que nunca más compartirían a no ser las horas de la muerte, que creía cercanas. Acarició su rostro y le besó la frente.

Volvió al lugar en el que había dejado a Marcelo. Descendió las

escaleras tirando de la sábana. Procuró hacerlo despacio más que para evitar dañar un cuerpo que ya no podía ser dañado para evitar el sonido hueco y sordo de los huesos chocando contra la madera. Era un sonido que le ponía los pelos de punta. Cuando colocó el cuerpo de Marcelo junto al de Rubén no pudo hacer otra cosa que llorar. Después, subió de nuevo al piso superior, buscó otra sábana con la que cubrir el cuerpo de Darío y lo bajó por las escaleras con el mismo cuidado hasta colocarlo junto a su padre y su hermanastro. El resto de la casa estaba vacío, sin indicios de vida. Cuando Lucía quiso darse cuenta, la tarde había caído y las sombras de la noche invadían el jardín. Como no había luz eléctrica, buscó las antiguas lamparillas de aceite que utilizaban a principios de siglo. Encontró una en el armario en que siempre estuvo guardada, solo que éste estaba tumbado por un costado, con las tripas abiertas y expuestas por el suelo. Encontró, pues, la lamparilla pero no aceite para quemar. De modo que buscó por toda la casa tratando de encontrar velas. Encontró decenas de ellas. Aún las conservaban en la casa, como todo lo que servía para recordarla. Lucía pensó que tal vez su necesidad de libertad, su huida de la casa, no estaban suficientemente justificadas. Había luchado por ellas desde que tenía uso de razón, eso era cierto, pero tantos habían sufrido en silencio su ausencia por unos ideales que bien podría haber cumplido en aquella casa. Tal vez, de no haber tenido que recluirse en el jardín por aquel horrible bosque todo habría sido distinto. Pero fue así y, ahora, le dolía reconocer su deseo de haber compartido con ellos tantas alegrías, tantos deseos. Incluso aquella desgracia que la estaba dejando sola en el mundo. Paradójicamente, ahora sí que iba a ser libre, sin nada ni nadie que la atara. Pero odiaba ese tipo de libertad. Ella amaba a sus hijos, incluso a los hijos de Marcelo. Y a Marcelo.

Muy pronto, si no encontraba a quien amar, se hundiría, porque ella era vida y pasión, y necesitaba dar amor más que recibir. Colocó las velas alrededor del roble centenario iluminando toda la base. Separó con una hilera de velas el lugar en el que reposaba el pequeñín de Marcelo para no remover la tierra que le pertenecía. Y, luego, comenzó a cavar tres grandes fosas. Mientras lo hacía, prefirió no pensar en nada, Lucía se aisló del mundo y se cobijó en el misterio del silencio y la concentración. Se quedó con la mente en blanco tratando de iluminar la oscuridad en la

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que la sumía la noche, salvo por la leve luz de las velas parpadeando. Al poco tiempo de comenzar, Lucía tropezó con una pequeña cajita plateada. La tomó entre las manos manchadas de tierra y la abrió. En su interior, como protegida de las crueldades de la vida, encontró la medallita de la que le habló Darío en una ocasión, la que perteneció a su madre María Alameda. Lucía sonrió. Al fin y al cabo, la familia Dosaguas permanecería unida, aunque ella fuera excluida de su propio santuario.

Lucía terminó de enterrar los cuerpos al amanecer. Las velas se

habían turnado en su relucir para no dejarla en la oscuridad y, en ese momento, sucumbían evaporadas en forma de humo por el aire. Colocó un palito para cada uno de los cuerpos, indicando las fechas de nacimiento y de enterramiento, puesto que desconocía el momento en que se habían ido, salvo en el caso de su hijo Rubén al que colocó las tres fechas. Allí, bajo las ramas secas pero vivas del roble centenario, sobre los cuerpos a los que había amado, Lucía Zagra pensó, por primera vez, en el futuro. Como es lógico, tenía que huir del pueblo, al menos por el momento, y tenía que buscar al resto de los Dosaguas: a Jaime y a su pequeña Rosa, y a Enrique Rialme. Se sorprendió de no haber pensado antes en la vaquería y en que su familia podía encontrarse resguardada allí debido al estado en que se encontraba la casa. Pero inmediatamente se dijo que eso no era posible. De seguir en el pueblo, incluso de seguir con vida, habrían vuelto para enterrar los cuerpos a los que ella acababa de dar sepultura. De nuevo, la presencia de la muerte se hacía evidente para Lucía. Lo peor era enfrentarse a ella y mirar a sus ojos.

A punto de levantarse y abandonar para siempre su jardín, Lucía distinguió un brazo de mármol saliendo de entre las zarzas de un rosal de rosas amarillas. Se acercó hasta el muro donde crecían, atraída por el engaño del pasado, y, al llegar al lado de la mano fría, retiró las enrevesadas zarzas clavándose varias espinas en los dedos. Mientras chupaba su propia sangre, Lucía descubrió la vieja estatua de mármol que un día le ofreció Juan Lisia. Recorrió con su mano áspera el rostro partido de la estatua preguntándose quién la habría erguido de nuevo. Sin pretenderlo, dejó sobre la superficie un reguero de sangre a modo de mejillas de mármol sonrosadas y se alegró de que quien la hubiera alzado la hubiera escondido tras el rosal. De nuevo el sonido de un caballo al galope se le antojó cercano, taponándole los oídos; apartó de su mente, por depravada e irracional, la sospecha que una vez le sobrevino tras dar

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a luz a su pequeña, y sonrió al constatar que fueran rosas amarillas las que atrapaban con sus pinchos al regalo de Lisia.

Miró al suelo embarrado del jardín y se dijo a sí misma que durante esos años todos ellos no habían sido sino estatuas de mármol muertas aguardando a que la vida dispusiera lo que de ellas se esperaba. El destino, el bosque circular que se aproximaba y la alcanzaba, la vida misma con sus patrañas, con sus engaños, con su violenta guerra, habían colaborado a posicionarlas en una mueca rígida. Probablemente el futuro, como lo hizo el pasado y lo hacía ahora el presente, se comportara del mismo modo con los Lisia, con los Zagra o los Hinni; y les obligara como a los Dosaguas, o ella misma, a cosificarse como estatuas muertas, inertes y erguidas, alzando el rostro en espera de ser vistas desde lo alto. Aguardaban, mas su sufrimiento era quedo y parco. Consumido por el esfuerzo de la propia vida.

Lucía retiró la mano y permitió que las zarzas escondieran de nuevo a esa burla del pasado. Le esperaba un futuro sombrío, como a ella misma.

Salió de la casa por la entrada principal y, agachada para no ser vista,

recorrió las paredes hasta encontrar el camino que conducía a la vaquería. No ascendía esa cuesta desde el día en que la visitó por primera vez, puesto que la presencia del bosque, cada vez más próxima, se lo impedía. Anduvo con los ojos fijos en la hierba, casi toda reseca y fría, sin reparar en el bosque circular. Sin embargo, en esa ocasión no necesitó contemplarlo puesto que se había acercado. Lucía comenzó a ahogarse al aspirar el olor del bosque. Estaba demasiado cerca, demasiado presente, centrado únicamente en ella, en capturarla como aquel fatídico día que cambió tantas cosas. Lucía se arrastró por el suelo inclinado de la ladera tratando de sujetarse a la hierba seca pero no pudo reprimir la náusea. Mientras vomitaba, débil hasta la extenuación, Lucía corrió hasta la entrada de la vaquería tratando de resguardarse del bosque. Apenas pudo mantenerse en pie y, mientras se reponía, se quedó sentada sobre el suelo frío y sucio de la entrada, contemplando el interior. Las vacas habían desaparecido. Como no percibió rastros de sangre supuso que se las habían llevado.

Cuando la calma volvió a su cuerpo, Lucía Zagra sintió el contacto de

una mano que se posaba en su hombro con suavidad, tratando de no asustarla. Su hija Rosa llenó su pensamiento pero, al volverse, vio unos ojos tan salvajes y fríos como los de la muerte.

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XI: Marcos Lisia y su rabia eterna.

Durante la tarde del 7 de septiembre de 1937, un niño llegó corriendo

hasta la casa en la que vivía Marcos Lisia. Lo había buscado durante todo el día y le habían dicho que se encontraba en una reunión política en la que no podía ser molestado. El niño prefirió mantener su secreto y revelarlo sólo a su buen amigo Marcos Lisia. Se portaba muy bien con él, le regalaba hermosas maderas con las que fabricar espadas y le enseñaba las armas de fuego con las que había matado a cientos de rojos y republicanos. Al niño le fascinaban las historias que Marcos Lisia le contaba, por eso aguantaría sus deseos irrefrenables de contarle a todo el mundo lo que había visto y esperaría a Marcos para regalarle ese gran placer. Cuando el chiquillo llegó corriendo hasta la casa de Marcos Lisia no pudo disimular el secreto que guardaba. Los ojos le brillaron emocionados y la boca dejó escapar una sonrisa maliciosa. Cuando el niño le contó lo que había visto y sacó un enorme cuchillo de entre los pantalones sucios y raídos por la miseria en la que vivían, Marcos Lisia pensó en la única mujer capaz de atravesar todo un campo de batalla para regresar a su santuario escondido. Y deseó no equivocarse.

Marcos Lisia aguardó con impaciencia el momento de salir de su casa y, entre tanto, aceleró el ritmo de sus ocupaciones. Terminó de calentar la sopa de arroz que había preparado para su madre y se la llevó al dormitorio. Candela Orriete estaba impedida y recluida de por vida en el interior de ese dormitorio triste. En él perdió la vida Juan Lisia, acribillado a tiros cuando los republicanos asaltaron la casa para mantener el poder el día del alzamiento. A ella le dispararon en ráfagas y le alcanzaron las piernas y la espalda. Candela se arrastró como pudo bajo la cama y se escondió. Recordaba la sangre bañando el cuarto y a su esposo tendido inerme muy cerca, con la boca abierta. Después, los republicanos se marcharon sin comprobar si había muerto. Debieron pensar que así era, o tal vez quisieron dejarla desangrarse para aumentar su sufrimiento. Aunque en el fondo, Candela siempre pensó que se habían marchado asustados al no esperar su reacción de defensa con el cuchillo de cocina. La Candela Orriete que quedaba estaba impedida de por vida, sin movilidad en las piernas, gorda como una ballena atrapada en un charco. Marcos se ocupaba de ella y de la casa desde que su otro hijo Daniel se marchara del pueblo el mes de julio anterior, un día

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después de que los nacionales salieran armados desde las montañas, recuperaran el pueblo y exterminaran a los republicanos resistentes, como debió ocurrir desde un principio.

Sin embargo, Candela no estaba feliz por regresar a su hogar porque la tristeza y la soledad la invadían durante todas las horas. Marcos le ayudó a tomarse la sopa acercando las cucharadas hasta los labios de su madre. Ella sorbía y suspiraba en un continuo lamento. Marcos odiaba que hiciera eso. Le sacaba de quicio y no podía resistirlo. A veces, pensaba que estaba anclado a ese pueblo y a atender a su madre de por vida. Pero él no era como su hermano Daniel, que podía dejar el pueblo (después del esfuerzo que les había supuesto recuperar la casa) y marcharse a vivir a otro lugar. Marcos no. Necesitaba sentir esas tierras, ese bosque, esas callejas secretas que hacían surcos a la vista, engañándola. Lo necesitaba hasta el punto de soportar los quejidos de su madre impedida. Porque esa tierra suya le llenaba como ninguna otra cosa. Pensó entonces en Lucía Zagra. Era irónico pero ella necesitaba ese lugar tanto como él, necesitaba sumergirse en su jardín secreto, en su santuario de la felicidad eterna. Se preguntó hasta qué punto sería ella fuerte y si podría soportar su supervivencia sobre la del resto de su familia. Calculó que tendría unos cincuenta y dos años y se preguntó si habría perdido aquella belleza serena que, de vez en cuando, él escudriñaba con otros jóvenes del pueblo desde lo alto de las tapias del jardín. Ella había marcado un acontecimiento en el pueblo y, aunque él tan solo tenía dos años cuando ella llegó conduciendo un coche reluciente, había crecido escuchando las excentricidades de Lucía y de la gente de la ciudad que peregrinaba hasta su jardín. De no haber sido por ella, la infancia de Marcos Lisia habría sido muy aburrida. Y, de no haber sido por ella, no habría deseado con todo su ser a la delicada hija de Lucía, Rosa Dosaguas. Pero aquello no era más que agua pasada.

Dejó a su madre acostada en la cama, corrió las cortinas del cuarto dejándolo en penumbra y salió de la casa. Había anochecido cuando tomó las calles empinadas que llevaban hasta el extremo del pueblo en el que se encontraba la casa de Marcelo Dosaguas. Aquella parte estaba prácticamente deshabitada. Desde que aprovecharon la niebla espesa para salir de los bosques y asaltar el pueblo, los que ahora vivían en él, todos nacionales, habían vuelto a sus casas en la parte alta o se habían adueñado de las grandes casonas de difuntos republicanos. La casa de los Dosaguas, y la zona circundante, se había abandonado por estar demasiado alejada del centro y porque habían decidido, de común

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acuerdo, no retirar los cadáveres de sus propietarios para que se pudrieran al aire, lo que provocaba un hedor flotante por toda la zona que los mantenía alejados. Sin embargo, Marcos Lisia confiaba en que el invierno se llevara el olor y sería el momento adecuado para trasladar los cuerpos de los Dosaguas y apropiarse de la casa. Aunque lo que ansiaba verdaderamente era la vaquería situada en lo alto de la ladera, ahora vacía desde que sacó todas las vacas y las guardó en una vieja algodonera abandonada. Intuía que era capaz de hacer prosperar el negocio de las vacas y, ahora que su hermano Daniel se había marchado, estaba solo para reflotar a la familia Lisia. A lo poco que quedaba de ella.

Cuando llegó a las proximidades de la casa de Marcelo Dosaguas pudo distinguir desde lo alto de la calle adoquinada un resplandor tenue que perfilaba las tapias del jardín. Se deslizó con cuidado hasta la tapia y buscó el lugar en el que recordaba haber empujado, junto con varios hombres más, para tumbar el muro. Encontró ese espacio desmoronado y escudriñó por el hueco. Tal y como pensaba, Lucía Zagra había vuelto a su jardín. Le sorprendió que ella atizara la tierra sin suponerle demasiado esfuerzo, como si hubiera transformado en física su resistencia emocional. Marcos Lisia observó cómo Lucía cavaba las tumbas de parte de su familia. Supuso que no sabría nada del resto, puesto que allí no pudo encontrarlos. Sonrió de satisfacción.

Al amanecer, Marcos Lisia espió los pasos tambaleantes de Lucía en

dirección a la vaquería vacía. Desconocía los motivos la que indujeron a recluirse en el interior de su casa, en el jardín. Y achacó sus pasos zozobrosos por la ladera al dolor por la pérdida de su familia y al repugnante encuentro con los cuerpos. El hecho es que Marcos Lisia, como ocurriría en generaciones posteriores (aunque de forma muy distinta), vigiló los pasos de Lucía Zagra admirando su fuerza y su valentía. Desde allí, aunque sin buscar una explicación razonable a su pensamiento, se le antojó que el bosque que se extendía en forma circular al pie de las montañas parecía mucho más cercano, como si hubiera crecido. Tal vez, todo lo ocurrido en su interior durante el fatídico mes de julio lo había alimentado. Sonrió regocijado aunque no pudo evitar un sentimiento de tristeza por lo que había perdido en su interior, aquello que deseaba tanto. Cuando la figura de Lucía se perdió en la vaquería, Marcos Lisia ascendió la ladera siguiendo sus pasos. Al situarse ante la puerta, el cuerpo, en contraposición con la luz de la mañana, trazó una sombra alargada y ancha que se extendió por el interior de la vaquería,

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justo hasta el lugar en el que Lucía se encontraba sentada en el suelo, dándole la espalda. Ella no se dio cuenta, parecía demasiado aturdida y afectada por la pérdida de los Dosaguas. Marcos avanzó con una sonrisa en los labios. Era el momento de desatar toda la rabia contenida durante años, todo el odio que, antes que ella, habían sentido sus familiares perdidos. Tendió la mano hacia el hombro de Lucía sin pretender asustarla, puesto que aquél tenía que ser un grato recibimiento, el justo y merecido para un regreso tan esperado. Por fin, la libertina concubina de Marcelo Dosaguas iba a sentir las yemas de sus dedos. Posó su mano y esperó a que ella se girara. Cuando lo hizo, sus ojos mostraban una luminosidad extraña, como si pensase que la estaba tocando el ser al que más amaba en la vida, y no el que le quitaría su tan ansiada libertad por la que había sacrificado hasta a su propia familia.

Marcos Lisia forcejeó con Lucía Zagra. Se sorprendió de su fuerza y

su resistencia, se resistía como Rosa cuando él intentaba acariciarla y besarla. Se dio cuenta de que la hija había salido a la madre, solo que ésta había perdido la belleza con los años y los dolores de la guerra. Ese rostro ajado y ojeroso, las mejillas fláccidas, las arrugas en las comisuras de los labios… lo único que mantenía en buena forma eran los pechos que tantas manos habrían sobado. Marcos le apretó los pechos mientras Lucía se retorcía gritando furiosa, insultándole. Trató de dominarla agarrándola del pelo y, al arrancarle el pañuelo anudado que le cubría la cabeza, se sorprendió de verle casi el cráneo gracias a ese rapado que le habían hecho con tantas imperfecciones. Afortunado el bestia que la había rapado, cómo debía de haber disfrutado, pensó Marcos y le envidió. Como no encontró donde agarrar, Marcos le retorció uno de los brazos por la altura del codo y, cuando Lucía se retorció con los dientes apretados para no darle la satisfacción de verla sufrir a punto que estaba de romperle el brazo, le preguntó cómo había encontrado al viejo y gordo Marcelo Dosaguas. Luego añadió: Supongo que con él habrás encontrado al fantoche de su hijo, ese Darío del que me río, ese cobarde que murió sin luchar. Todos eran iguales, unos malditos cobardes. No has perdido demasiado. Si buscabas al otro, a Jaime, nunca lo encontraron pero fue enterrado en una zanja, en un camino polvoriento con otros condenados al fuego del infierno. Mi propio hermano lo entregó el día del alzamiento. No lo sabías verdad, pobre vieja libertina que no sabía nada de su familia. ¿Acaso no los querías? A lo mejor resulta que eres como yo, como los Lisia que odian el humo que respiran

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los Dosaguas. Por cierto que, muy a mi pesar, mi hermanito acabó con la vida de tu querida pero abandonada hijita. Me dijo que no había sufrido, pero sólo lo dijo porque me quiere. Quiso evitarme el placer y la obligación de matarla con mis propias manos y, aunque no se lo perdono, disfruté más matando al pusilánime de su marido, al intruso Enrique Rialme, ese cerdo. Cómo chillaba. Así que dime, bonita, ahora que sabes que toda tu familia ha muerto quieres que alivie tu sufrimiento o prefieres vivir. Vamos, dime. Soy tu esclavo del placer.

Lucía Zagra se mantuvo sin habla, con la boca entreabierta y la cara

congestionada por el dolor. Sabía que no le mentía. No, Marcos Lisia no era de los que disfrutaba mintiendo sino matando, y sus palabras, al confesar la envidia de que el hermano hubiera sido el brazo ejecutor de sus deseos, sonaban sinceras al tiempo que despreciables.

Lucía no pudo articular palabra. Ni en ese instante ni después, cuando fue obligada a arrodillarse en el centro de la plaza del pueblo, maniatada, rodeada de todos los amables vecinos del bando nacional. Las mujeres, que la recordaban como si no hubiera faltado del pueblo ni un solo día, pedían a gritos sus ropas y sus orejas, para dar de comer a los perros. Otras mujeres, que tuvieron que ser contenidas por los presentes, se abalanzaron sobre Lucía para arrancarle los ojos. Le arañaron el rostro con las garras afiladas y comenzó a sangrar. Pero mantuvo firme la cabeza rapada, sin mostrar el menor síntoma de decaimiento. Resistiría a ellos como había resistido a tanto anteriormente. Los hombres la insultaban y la sobaban, la llamaban guarra republicana y le preguntaban por sus intimidades con Marcelo. Esperaban a un mando de la Guardia Civil que determinaría si la mataban allí mismo o la apresaban y, mientras tanto, disfrutaban con el espectáculo de humillar públicamente a una de las mujeres más envidiadas e incomprendidas que acogió aquel pueblo perdido entre las montañas, cercano a un bosque que, cada día, ganaba terreno a esas bestias.

Aquel mediodía del 7 de septiembre de 1937, asediada en medio de la

plaza de un pueblo que apenas conocía pese haber vivido en él durante doce años, Lucía Zagra pensó en la muerte como algo próximo e inevitable. Paradójicamente, rodeada de gente pero envuelta por un vacío del alma en mitad de la calle, Lucía no echó en falta tantas y tantas cosas que la unieron con el mundo. En el olvido quedaban ya las fotografías a las que un día le aficionó Pierre Dumonde y a tomarlas desde abajo, los

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cuadros pintados con pigmentos naturales y arena, la literatura propia y ajena recitada en las fiestas, la ciudad de la que huyó o sus padres. Con todo ello, acabaron la nieve, la guerra, las montañas, el bosque y el silencio, el sufrimiento del desamor y el abandono. Pero no le importaba. Estaba materialmente vacía pero muy llena. Porque conservaba nítidos todos sus recuerdos así como las marcas profundas que le dejó cada uno de sus amores. Y a sus hijos, sobre todo a ellos. Y eso le bastaba. Bajo la ropa, cerca del corazón, conservaba el pliego de papel de periódico con el último artículo que escribió su hijo Rubén. Maniatada como estaba, no podía tocarlo para sentirse segura pero allí estaba. Toda su vida se resumía en ese pedazo de papel, porque todos sus esfuerzos la condujeron a él. Lamentó no haber encontrado a Rosa y no poder enterrarla a los pies del viejo roble, donde reposaban su padre y sus hermanos. Pero tampoco a ella la enterrarían allí. Después de todo, de qué había servido tanto esfuerzo y sufrimiento a lo largo del país. Tan solo para saber. Para descubrir el destino de todos a los que había conocido y amado.

Al menos tenía que bastarle esa explicación. Porque no había otra. Quizá si no hubiera ido directamente a buscar a su hijo Rubén a

Madrid y hubiera pasado antes por el pueblo las cosas fueran diferentes. Pero la vida y el destino la habían conducido hasta su jardín, a través de las montañas y de la guerra, y se sentía satisfecha. Al menos, hizo lo que sintió en cada momento de su vida, y eso tenía que bastarle.

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QUINTA PARTE

Rosa, 1936-1937

Seguramente te acuerdas del

momento, porque ha sido desde entonces como el sentido y el contenido de tu vida. Yo también me acuerdo. Nos encontrábamos de pie, inmóviles, detenidos en medio del bosque, entre los pinos. En el punto en que empieza el sendero, se aleja del camino y conduce a lo más profundo, donde el bosque vive su vida propia, intacta y oscura.

“El último encuentro”, Sándor Márai

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I: Rosa bordeando el tiempo y el espacio. Agosto 1936.

En ocasiones, y siempre que los acontecimientos exceden de lo que la

mente humana concibe como comprensible o soportable, las personas se evaden de la realidad en la que viven y, engañando a su mente (y, aun sin ser conscientes, a ellos mismos), se transportan a lugares ficticios en los que crean una realidad paralela inexistente que les coloca en una posición de locura generalmente irreversible. Otras personas, por el contrario, al ser obligadas a soportar una realidad cruel y atroz, son arrancadas bruscamente de los parámetros de vida tradicionales en los que siempre se han sentido seguros, extraen de lo cotidiano algunos elementos básicos e imprescindibles y, creciéndose ante las adversidades, se transportan a un mundo, también irreal solo que cabalmente consistente, llevándose consigo facultades de su ser previamente no exploradas que les aportan una fuerza desconocida sin la cual no podrían sobrevivir. Este último fue el caso de Rosa Dosaguas quien, superando su propia concepción de persona apocada y disminuida, logró sustraerse al tiempo y al espacio para superar toda la tragedia que siguió desde los días del alzamiento militar de julio de 1936 hasta un año después cuando, el 28 de julio de 1937, los nacionales recuperaron el pueblo.

De este modo, mucho antes de que Lucía Zagra regresara al pueblo de Marcelo Dosaguas para no encontrar nada (excepto su propio destino), su hija Rosa, mediante su peculiar forma de bordear el tiempo y el espacio, soportó muchas más cosas de las que cabría esperar de ella. Poco encontró Lucía de ese fantástico bucle, circular como el bosque, en el que Rosa se escondió para afrontar la vida durante la guerra. Poco sabrían nunca la una de la otra, si es que llegaron a saber algo después de aquellos días. Pero lo que sí es cierto es que ambas, compartiendo sangre y esencia, reaccionaron del mismo modo en lugares muy distantes para superar los acontecimientos que les desbordaron.

Encerrada en el interior de un armario en el dormitorio de la casa del

molino, Rosa Dosaguas lloraba para poder asumir la muerte de su hermano Jaime, después de no tener noticias suyas durante dos semanas. Completamente a oscuras, después de suplicar una respuesta y no obtenerla, Rosa agarraba con los brazos sus piernas encogidas y, con la cabeza hundida en el hueco, lloraba por el principio de su tragedia. Se

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encontraba en la primera semana de agosto de 1936, después de que el pueblo sofocara el alzamiento como si de un pequeño fuego se tratase. Habían sobrevivido, su mente le decía que debían estar alegres, pero su corazón se plegaba al sentirse tocado por la muerte. Escucharon infinidad de rumores, supieron de los paseos durante las noches, oyeron los disparos antes del alba, encontraron los cuerpos de sus amigos y vecinos. Pero no supieron nada de Jaime. Nadie le vio, nadie le escuchó gritar, nadie le escondió. Y Rosa comprendía cómo la certeza de la muerte puede llegar a ser más dolorosa que su propia contemplación. Les faltaba un cuerpo que llorar, una constatación imposible de la pérdida. Por eso lloraba, escondida y aislada en el borde del fin del mundo.

A su memoria llegaban imágenes sueltas de momentos pasados. Su infancia correteando entre las flores del jardín mientras Jaime la perseguía y la levantaba en el aire haciendo cabriolas con su pequeño cuerpo. La sonrisa de Jaime incrustada en el rostro como si nunca hubiera podido desprenderse de ella. En ocasiones, él intentaba ponerse serio para parecer mayor pero no lo lograba, por su dulce sonrisa que le hacía parecer un niño. Rosa recordó las tardes en las que las estrellas salían antes que la oscuridad y todos juntos, con su madre Lucía y su hermano Rubén, se tumbaban en el suelo del jardín y contemplaban el cielo hasta que la oscuridad les impedía continuar. Pero aquellos días lejanos nunca regresarían, salvo en el pensamiento. Eran momentos privados para echar en falta a muchos más. Como por ejemplo, a su madre. Poco supieron de ella por no decir nada. Recibieron una carta suya poco antes del alzamiento militar. Se encontraba en Europa preparando una exposición fotográfica y estaba feliz. Los añoraba y los invitaba a pasar unos días en Berna aunque sabía que no podían abandonar la vaquería durante mucho tiempo. Era tanta la distancia física existente entre ellas y tan cercana la conexión espiritual que apenas notaban la ausencia. De manera inexplicable, Lucía siempre mantuvo con sus hijos Rosa y Rubén una cercanía inmaterial promovida por la educación que recibieron desde la gestación. Les dio tanto amor que, cuando se fue, no notaron su falta. Y siguió mandándoles su amor a través de cartas, libros, vivencias narradas o fotografías.

Rosa, al recordar a su madre, repitió las palabras con las que Lucía solía alejar a sus fantasmas. Susurró la misma combinación ensoñadora de sílabas que un día desafortunado pronunció Pierre Dumonde, del que su madre tanto les había hablado. “Mana, estanque, rueda, Espuma, sobre el puente, y por encima de los bosques; paños negros y órganos,

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relámpagos y trueno, subid y rodad; Aguas y tristeza, subid y reanimad los Diluvios”. Lentamente, las palabras se fueron estrellando contra las paredes del armario y regresaron a ella, suaves sobre su rostro, reconfortantes en la marea de los miedos. Y, ante la ausencia de lluvia, dejó escapar más lágrimas y esperó a que se colaran por las comisuras de los labios para estar segura de que eran reales y cumplían su cometido.

Después de media hora, Rosa Dosaguas salió del armario de su

dormitorio apretando los dientes del dolor que le producía la rodilla después de tal retorcimiento. Salió gateando, casi arrastrándose, y le costó erguirse y recuperar la misma altura en una y otra pierna. Lamentó ser así, aunque nunca responsabilizó a nadie por su desgracia. La asumió con normalidad como tantas otras cosas. Como la ausencia de sus hermanos, que vivían lejos de ella. La luz del sol entrando por la ventana le recordó que, esos días, el calor era sofocante e insoportable. Salió a la parte trasera de la casa a poner agua a las gallinas del corralillo. De nuevo, encontró a dos de ellas asfixiadas por el calor y debilitadas por la falta de alimento. Y aunque vivían en un molino, el grano comenzaba a escasear. Retiró los cuerpos de las gallinas procurando que el resto no se salieran del corral y las arrojó cerca del huerto. Las tapó con un puñado de tierra para que las de su especie no las vieran y sintieran aflicción pero no las enterró para que, al descomponerse, abonaran la parte más superficial del huerto.

Rosa se recogió el pelo, observó el molino escondiéndose del sol y, comprobando por el ruido que Enrique seguía trabajando, salió al camino en dirección a la casa de su padre. Apretó el paso puesto que la distancia entre el molino, a las afueras del pueblo, y las primeras casas era lo suficientemente amplia como para correr peligro si los nacionales atacaban. Pese a ese respeto meramente psicológico (ese miedo a lo probable aunque incierto), Rosa, del mismo modo que el resto del pueblo, sabía que los nacionales no atacarían todavía. Eran conscientes de que, al echarlos del pueblo en las primeras semanas del alzamiento nacional, los nacionales regresarían armados para tomar lo que consideraban que les pertenecía. Pero sabían que esperarían al momento preciso, tal vez en invierno, cuando el tiempo mostrara sus inclemencias propicias a la ocultación y al refugio.

Muy cerca de la casa de su padre, los hombres del pueblo habían comenzado a levantar barricadas con carros y muebles viejos, con sacos de tierra y piedras. Aún eran insuficientes pero tenían tiempo. Por el lado

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que les afectaba, se levantaba una barricada que protegía al mismo tiempo la casa de Marcelo y el pequeño camino en cuesta que conducía a la vaquería para no correr peligro al ir al trabajo. Eso les obligó a ensanchar y reforzar la barricada pero era imprescindible para conservar el negocio y, en caso de ataque, para defenderlo. Así se hizo y, esos días, Rosa tenía que salir del camino procedente de los campos y, sobre la hierba, bordear la barricada hasta alcanzar un hueco abierto, del tamaño de una persona, por el que introducirse. Sólo de este modo podían acceder al molino, donde vivían y continuaba trabajando Enrique Rialme. Era muy peligroso, lo sabían de sobras, pero había que hacerlo para poder subsistir.

A lo largo del camino, Rosa estuvo pensando en su hermano Darío. No sabían nada de él desde hacía años. Cuando se marchó del pueblo con Violeta Gandieta, hacia 1929, Rosa tan solo tenía once años. Y ahora, a sus dieciocho, era toda una mujer. Era el único pilar que soportaba lo poco que quedaba de la familia Dosaguas en el pueblo. Pese a su debilidad, se había endurecido. Les llegaron noticias de que Darío y Violeta se habían instalado en un pueblo a no más de 50 kilómetros de distancia de allí, donde los vecinos no se lo pusieron nada fácil. Jaime fue el único que se desplazó, desafiando entonces los deseos de su padre Marcelo, para invitarles a la boda con Gertrudis Valiente. Y aunque finalmente no asistieron, de este modo se enteraron de que esperaban un bebé. No tuvieron más noticias directas de ellos, pero quienes les vieron les dijeron que se encontraban bien y que el bebé había sido un niño al que llamaron Cosme.

Rosa calculó que su sobrinito Cosme ya habría cumplido los cinco años y ni siquiera lo conocía. Esa ausencia pesaba más que las otras. Para ella, Darío siempre fue algo más que un hermanastro. Cierto que era bastante mayor que ella, que vivió experiencias muy distintas a las de todos. Pero estuvo cercano a Lucía y ella ejercía de vínculo de unión. Inconscientemente, para los Dosaguas, Lucía siempre fue el faro encendido que les orientaba para encontrar refugio. Y esa sensación tan especial les hizo crecer unidos y estar presentes en las ausencias y en los vacíos. Era parecido a lo que Rosa sentía por Rubén, aunque con él fuera más intenso y sensitivo debido a la sangre. Por eso, Rosa echaba de menos a su hermano Darío y creía notarlo próximo hasta casi verlo. Pero no era suficiente. Aquello no la llenaba en esos días de guerra. Necesitaba tocarlo y saber que se encontraba bien. Era tanta la soledad que rodeaba el pueblo que la hacía muy infeliz. Enrique no podía colmarle esa parte

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de su ser, ese ámbito familiar que le faltaba. Y su padre Marcelo había sufrido tanto desde la apoplejía que Rosa ya no distinguía cuándo era el mismo de antes, cuándo otro distinto o cuándo se confundía con el delirio de los sueños. Así, atravesando el círculo de la barricada, rozando con el pelo los sacos de tierra con los que se formaba el agujero que le permitía regresar a la falsa salvación del pueblo, Rosa Dosaguas deseó que su hermano Darío volviera y la rescatara.

El interior de la casa de su padre había cambiado mucho desde los

días felices en los que vivió Lucía. Ya nada desprendía luz ni irradiaba esa antigua sensación de tranquilidad. Ni siquiera los cuadros que permanecían colgados de las paredes mostrando imágenes imposibles de vacas, de praderas alzadas sobre el aire esparciéndose como impulsadas por un viento cósmico. La soledad era lo único que perduraba en la casa. Desde la muerte de Trudi Valiente, algo se fragmentó entre esas paredes. Se resquebrajó como cuando aparecen grietas en una pared. Ocurrió con Jaime quien, a partir de ese día nunca se repuso a la cercanía de la muerte hasta el punto de que, con la excusa de la guerra, se escapó del mundo en busca de su amada. Rubén se marchó un buen día con la esperanza de que alguien en la familia pudiera prosperar, mientras Marcelo luchaba resistente a su parálisis contorneando el cuerpo de formas imposibles que para lo único que servían era para hacerle caer. Esa mañana, como tantas otras, Rosa encontró a su padre tendido en el suelo del dormitorio con la cabeza entornada hacia el armario. Su rebeldía le había arrojado al suelo y, tras rebelarse, se había dejado vencer. No le gustaba perder. Nunca le gustó. Por lo que estaba malhumorado. Rosa se acostumbró a ser el blanco de sus furias porque no había nadie más que pudiera serlo. Ahora ella dirigía la casa de su padre, la vaquería de un heredero varón inexistente, el reparto diario de la leche y su propia casa en el molino. Rosa siempre fue feliz porque no distinguió lo que era la adversidad. Hasta ese momento. Ahora la resignación estaba presente en cada uno de sus movimientos y era una sensación que no podía controlar y que le asustaba. Por eso deseaba que apareciera Darío y la rescatara de aquel infierno. Al menos podría sentirse protegida.

Rosa levantó del suelo a su padre y, acercándolo hasta la cama de la

que había caído para que él pudiera sentarse, sintió un profundo pinchazo en la barriga que la obligó a detenerse y a doblarse sobre sí misma. Marcelo se asustó tanto que se olvidó del enfado y dejó de dar gritos

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llamándose a sí mismo inútil. Por aquel entonces, Rosa Dosaguas andaba por el séptimo mes de gestación del primero de sus hijos. Su barriga era de dimensiones tremendas en comparación con la de otras mujeres del pueblo. Quizá por su apariencia enclenque y debilitada, quizá por su menudencia corporal, cuando caminaba tambaleándose por la cojera parecía una peonza soportando los últimos giros antes de derrumbarse.

Le supuso una gran incomodidad el hecho de no poder abarcar las cosas como antes debido a que sus brazos eran cortos y su barriga creaba enormes distancias con las cosas más cotidianas, como las ventanas, las puertas, sus propios pies o el cuerpo de Enrique al abrazarlo sobre la cama. Se sentía distante de su propio mundo, separada por su futuro hijo. En cierto modo, nunca imaginó que ese pensamiento pudiera llegar a ser una cruel metáfora de lo que le aguardaba con su primer hijo, al que llamarían Pablo. Él representaría la distancia que separó a Rosa del mundo, el que la apartó a ese lugar etéreo y difuso en el que se pierden las personas cuando sobrepasan todos sus límites. Pero mucho antes de que la locura hiciera su aparición en la historia de los Dosaguas, Rosa pudo sentirse especialmente vulnerable con su primer embarazo y disfrutar con el cosquilleo de la sangre fluyendo por sus venas. No era sólo un problema físico, no se limitaba a la incomodidad en todos los movimientos, sino que el hecho de apreciarse como una futura madre la colocaba en una posición extraña y desconocida que la hacía sentir especialmente sensible, puesto que sabía que ella nunca lograría ser como su madre Lucía.

Una vez repuesta de la punzada de la barriga, Rosa sacó una sonrisa de donde no existía y atendió a su padre postrado, lavándole, peinándole, hablándole. Ventiló el cuarto y dispuso alrededor de la cama todos los pequeños objetos que él pudiera utilizar mientras ella trabajaba en la vaquería. Escuchó, como cada mañana, los adoctrinamientos acerca de qué vacas requerían mayores cuidados, cuáles debían comer más que el resto o pasear por la ladera, sin advertir que su propia hija, sin ser una de sus vacas, requería muchos más cuidados y atenciones que nadie en ese mundo. Pero él no lo vio. Como no vio tantas cosas que, al pasar junto a él, había dejado escapar. Marcelo Dosaguas permaneció, pues, postrado en la cama móvil mientras su hija Rosa salía de la abandonada casa y ascendía la cuesta que conducía a la entrada de la vaquería. Al entrar y desplegarse sobre ella un manto de sombras con olor a animal, Rosa deseó de nuevo que Darío apareciera. Cerró los ojos y, al abrirlos y

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acostumbrarlos a la nueva luz, supo que siempre estaría sola. Aunque a sus dieciocho años “siempre” fuese demasiado tiempo.

Los últimos días del mes de agosto contribuyeron a que, entre los

pocos vecinos que todavía quedaban en el pueblo, se utilizara el calificativo de infernal para referirse al calor sofocante que hacía sudar las paredes de las casas. Al principio, les resultó curioso observar cómo verdaderas manchas de caliente humedad se formaban en las paredes y en los techos que, al avanzar los días, comenzaron a verter un líquido terroso en finos hilos descendentes como cataratas dibujadas con arcilla. De los marcos de las puertas y las ventanas exudaba otro líquido, en este caso transparente, que surgía de la condensación de la rosada de la mañana al soportar la solada inclemente del día. Algunos ancianos llegaron a comentar que el pueblo lloraba por su suerte, quizá vaticinando el destino que unos meses después les aguardaba, asumido con el paso de los días al llegar noticias que informaban del avance de los nacionales y de la toma y expolio de las principales ciudades. Los vecinos se reunieron en grupos para discutir la situación en la que se encontraban y, aunque todos coincidían en vanagloriarse por la expulsión que, en un primer momento, hicieron en las carnes de los nacionales que convivían con ellos, pronto llegaron a la conclusión de que la revancha estaba más cercana de lo imaginable y que, con toda seguridad, al llegar el invierno, serían asaltados. Esto ocurrió antes de que levantaran las barricadas alrededor del pueblo, dejando en el perímetro interior la demacrada vaquería Dosaguas, pero ese mes de agosto, cuando el calor apretaba en las mentes de los escasos vecinos, se hizo forzosa una nueva reunión para buscar soluciones que combatieran el calor. No las encontraron pero esa reunión sirvió para crear un símbolo de unidad que necesitaban en un momento de pesimismo generalizado. Rosa, al menos, así lo sintió. Pesada con la barriga, torpe con los movimientos pendulares, soportaba en soledad los días en que la guerra avanzaba. Apenas tenía tiempo para disfrutarlo en compañía de Enrique puesto que su padre y las vacas absorbían prácticamente todo su tiempo.

Cuando Rosa entró a la vaquería empujando la pesada puerta de madera, sintió alivio al sentirse fresca y reconfortada. Fueron muchas las tardes en las que se refugió en el interior de aquellas paredes tan familiares, aspirando el olor de los animales y acariciándoles los cuerpos entre la paja apelmazada. Rosa, gateando por el suelo, se escabullía entre las estancias de las vacas y se tumbaba junto a ellas para sentir el

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contacto de sus pieles tersas y frescas. Les contaba noticias de la ciudad, los movimientos del ejército republicano y las torturas a conocidos y vecinos que abandonaron el pueblo tras el alzamiento. Entre las vacas, sintiendo la ansiada intimidad que ya no alcanzaba en su desmembrada familia, Rosa buscó la libertad en su imaginación. Tendida en posición horizontal, observaba los travesaños de madera del techo siguiendo las vetas oscuras de sus cortes, calculando su edad, abarcando generaciones en la memoria. Le producía una enorme nostalgia pensar en personas de su misma sangre que vivieron en ese mismo lugar pero que no llegó a conocer. Fantaseaba acerca de lo que hicieron en el establo, en los almacenes de heno, en los depósitos de agua de lluvia. Recreó en su mente los rostros de aquellos antepasados, sus andares, sus gestos, sus voces. Pero todas sus pretensiones desembocaban en un único pensamiento, en su madre Lucía. La echaba tanto de menos, añoraba tanto sus consejos, sus historias fantásticas para sobrellevar el aburrimiento, la lectura de sus cuentos. Pensó en lo mucho que había transcurrido desde que Lucía los visitó por última vez, en el verano de 1935.

Sin duda, se sorprendería al descubrir que todo era distinto. Que era demasiado malo como para soportarlo. Fue uno de esos días, estando Rosa tumbada sobre la paja en los cubículos de las vacas mirando los travesaños del techo, cuando un ternero negro con motas blancas se desplomó sobre un costado. Se sorprendió por la violencia de la caída, ya que por poco no había alcanzado de lleno su pronunciada barriga, pero pensó que el ternero se tumbaba a su lado para dormir, aguardando a que Rosa, como solía hacer, le acariciase el lomo. Ella lo hizo. Comenzó a pasar la mano suavemente por el lomo, el cuello y el hocico del animal. Hasta que se dio cuenta de que había muerto. Rosa se incorporó y tomó entre su regazo al ternero. Lo apretó sin poder contener las lágrimas y lo acunó como si fuera su pequeño aún no nacido. Permaneció así largo rato temblando por la suerte del animalito y por el miedo a que ése fuese el destino que la vida les reservaba. Y para el futuro bebé. Sintió profundamente no poder devolverle la vida. Lamentó que la comida ya no fuera suficiente para todos y que los pastos se encontraran prácticamente muertos puesto que el sol los había arañado con fuerza hasta secarlos por completo.

Y allí, en la soledad de la vaquería Dosaguas, Rosa acunó al ternero muerto y cantó para el bebé que gestaba la canción que su madre aprendió de Pierre Dumonde, un simple ciudadano del mundo: “Mana,

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estanque, rueda, Espuma, sobre el puente, y por encima de los bosques; paños negros y órganos, relámpagos y trueno, subid y rodad; Aguas y tristeza, subid y reanimad los Diluvios”. Escuchó entonces un rayo que, desde el exterior, anunciaba una tormenta eléctrica procedente de las montañas. Y añadió: Ahí viene nuestra tormenta, pequeñito, y continuó acunando al ternero.

Nunca supo explicar con precisión lo que le había ocurrido pero, ese

día, mientras acunaba al ternero de color negro, Rosa asimiló unas palabras escuchadas de labios de Enrique y, como en una interconexión, relacionó conceptos que rondaban por su cabeza desde tiempo atrás y se turbó. De inmediato, la sangre se le fue del rostro y, con la boca abierta, emitió un gemido de sorpresa. Después de hacerlo, retiró del regazo el cuerpo inerte del ternero y lo fue apartando con el pie hasta ocultarlo tras una columna de madera. Con las manos temblorosas, se sujetó el vientre temiendo sentir una patada del bebé que gestaba. Y, al notarlo pataleando en ese preciso instante, se estremeció de pavor. Rosa supo que el bebé le había leído el pensamiento y había tenido motivos para sentirse amenazado. Retiró las manos de su propio cuerpo y, sin poder huir del vientre, se apretó a una de las paredes rompiendo a llorar. Alzó los brazos, alejándolos de sí misma, y sus dedos tropezaron con unas cuerdas ásperas y fibrosas (con las que ataban a las vacas jóvenes que salían al exterior) que colgaban de un clavo. Se asió a ellas con fuerza y se imaginó a sí misma sujeta a su propio lastre, como el ancla oxidada de un viejo buque. Tal y como se las escuchó a Enrique, las palabras pronunciadas fueron Cuida bien a los terneros negros. Pues ellos marcarán el comienzo del abismo. Aléjate de los secuaces del demonio que se metamorfosean en tu cueva, pues ellos segarán tu vida.

Con lágrimas en los ojos, Rosa Dosaguas vio clara su verdad. Una verdad que antes que ella creyó entender Enrique Rialme. Una verdad que cambiaría su vida para siempre. Con la mirada nublada, Rosa se remontó a la primera noche en que los gritos de Enrique la despertaron. Ocurrió a comienzos de marzo de 1936, el mismo día en que Rosa descubrió que había quedado en estado. No tuvo ninguna duda. Ella conocía bien su cuerpo y sus engranajes y esa primera falta no era más que la constatación de una sospecha previa. Rosa, radiante por la alegría, pasó toda la mañana tirando del carro y vendiendo leche por el pueblo, conversando con los vecinos y preguntándose si ellos notarían algún cambio en su rostro, si apreciarían que caminaba más erguida sin tanta

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cojera, o si parecía más dulce que el día anterior. Buscó en todos ellos una respuesta pero sólo encontró los rostros afables y cansados de todos los días. Por eso, mientras regresaba a la casa del molino para hacer la comida, Rosa tuvo un pensamiento malicioso. Planeó divertirse a costa de Enrique ya que a éste le gustaba alardear de que poseía un sentido especial con el que descubría cosas y le molestaba que la gente del pueblo no le creyera y le tomara por loco. Muchos se burlaban de él, la mayoría, como Marcelo o Jaime, pero Rosa le creía porque había comprobado que decía la verdad.

Ese día, Rosa se dispuso a descubrir hasta qué punto servía ese don que tenía Enrique. Guardó silencio y preparó la comida como un día cualquiera, como si no pasara nada. Así, cuando pasaran un par de días sin que él hubiera descubierto el embarazo, le desvelaría el secreto entre burlas y le provocaría para que, en el futuro, no alardeara tanto delante de los vecinos. Se dio prisa en dejar el cocido preparado y, antes de que Enrique bajara del molino para comer, Rosa escribió una carta a su madre para que fuese la primera en conocer la llegada del que sería el primero de sus nietos. Después, todo siguió con normalidad. Enrique observó a Rosa mientras ella retiraba los platos y los sacaba al fregadero, fuera de la casa. Ni siquiera apreció los destellos de los ojos de Rosa lanzándole mensajes de amor. Se limitó a levantarse de la mesa, se tumbó en la cama para echar una siesta antes de volver al molino y se durmió. Mientras Rosa fregaba, resguardándose del frío con una chaqueta y escuchando el aleteo ruidoso de las gallinas a la espalda, no pudo evitar una sonrisa maliciosa sintiéndose vencedora de un juego en el que su contrincante ni siquiera era consciente de que participaba. La tarde siguió como el día y, después de la cena, se acostaron. Para entonces, Enrique estaba demasiado cansado como para complacer físicamente a Rosa pero, aun así, le hizo unas cuantas caricias, le besó el rostro y se tumbó enlazado a su costado sumido en el sueño. Pasada la medianoche, Rosa se despertó sobresaltada por los gritos de Enrique. A su lado, él se enroscaba entre las sábanas dándoles vueltas y tratando de cubrirse la cabeza. Gemía y gritaba con todas sus fuerzas sin llegar a despertar. Rosa se incorporó sobre el colchón hasta quedarse sentada y no supo qué hacer. Recordó haber leído acerca del sonambulismo en unos libros que tenía su madre; explicaban que en ningún caso había que sobresaltar al durmiente ya que, en ese caso, se le podía provocar la muerte por una reacción de miedo paranoide. Rosa miró a Enrique atentamente y, aunque sabía que no sufría de sonambulismo, desconocía si podía ocurrir lo mismo si se

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despertaba a quien estaba sumido en un sueño premonitorio. Permaneció a su lado sin moverse. Contempló cómo él se escurría bajo las sábanas, giraba el cuerpo y buscaba los pies de la cama como quien se introduce en la oquedad de unas rocas. Llegado al fondo, dejó de gritar y despertó. Como pudo, tirando de las sábanas y las mantas, Enrique deshizo la cama hasta que escapó del foso en el que había entrado. Al apartar la sábana, descubrió que Rosa le miraba con expresión asustada y expectante. Se sentó a su lado y, abrazándola, le dijo he visto a nuestro bebé. Es un niño enorme de ojos oscuros. Rosa se quedó boquiabierta y, estrechándole entre su pecho, no supo qué decir. Pero tuvo miedo. Miedo a descubrir lo que él era capaz de ver.

Desde entonces, Enrique descendió casi cada noche a esa ciénaga

oscura que escondía sus visiones y, entre tinieblas, debió contemplar las imágenes más atroces que Rosa pudiera imaginar porque, cada mañana, le veía despertar angustiado y en desasosiego, negando recordar siquiera un detalle. Ella siempre le creyó pero ahora entendía la verdad encubierta en las palabras de Enrique. Rosa nunca llegó a imaginar lo que ahora descubría con inesperado desaliento, con solo pensarlo. Comprendió que, durante todos esos meses de embarazo, Enrique había visto en sueños al futuro bebé. Fue eso lo que le turbó. Comprendió la mentira de Enrique, entendió que él negara recordar lo que veía ya que, si ella lo hubiera descubierto (siquiera imaginado) habría deseado saber el contenido de esas visiones y quizá entonces, sabiendo lo irremediable, lo que les aguardaba con el nacimiento del niño, no habría podido soportar el peso de su gestación. Pensar eso le dolió mucho. Allí, en el suelo de la vaquería, Rosa lloró despreciándose por lo que estaba pensando. Se sintió sucia por temer al bebé y lo que pudiera representar; se avergonzó al pensar que pudiera traerles la desgracia. Entonces, Rosa quiso justificar su reacción y culpó al bosque circular por todos los malos pensamientos que estaba teniendo. Al fin y al cabo, ese bosque, ese maldito bosque en el que engendraron a su primogénito tenía la culpa; siempre sometió a todos bajo una embelesadora influencia, siempre estuvo persiguiendo a su madre y, como no pudo conseguirla, pretendía ahora dominarla a ella, sabiendo que además de coja era más débil.

Rosa se desplomó en el suelo y, llorando, sintió la necesidad de aferrarse el vientre y demostrarle al bebé que le quería por encima de todas las cosas y que le perdonaba todo cuanto pudiera traer consigo puesto que no era su culpa, sino del bosque. Quiso abrazarse el vientre

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pero no pudo. Sus brazos se quedaron suspendidos a un palmo de distancia, vibrando, como si la tripa desprendiese energía eléctrica. Totalmente perdida, Rosa distinguió la pata trasera del ternero negro que sobresalía tras la columna de madera. Pensó en lo que significaba y no dejó de temblar. Ella misma representaba el principio del fin.

Rosa perdió la percepción del tiempo y permaneció tendida sobre el

suelo mientras unas lágrimas le sesgaban la cara. Avanzada la tarde, cuando en el cielo los rayos dejaron paso a las estrellas, Enrique Rialme ascendió la cuesta de tierra que conducía hasta la vaquería. Empujó la puerta de entrada y pronunció el nombre de Rosa. Ella, tan sobrecogida por la verdad que había descubierto con la dolorosa e inesperada muerte del animal, no contestó. Y cuando Enrique dio con ella, introduciendo la cabeza entre los postes de madera que separaban los cubículos, se sentó a su lado. Apoyó las palmas de las manos en el dorso de las de ella y, conduciéndolas, las colocó sobre el vientre abultado. Tras esa caricia común, la abrazó acercándola hasta su pecho y la besó en la frente como si aún fuera una chiquilla.

II: Rosa atrae sus deseos. Septiembre de 1936.

A principios de septiembre de 1936, Rosa experimentó una grata isla

de placer al ver cómo uno de sus mayores deseos se hacía realidad. Ocurrió sin esperarlo porque de tan imposible se habituó a la idea de no conseguirlo. Y fue una isla porque a su alrededor, antes y después, la marea del desaliento inundó todas las riberas del entendimiento.

Por aquel entonces, en el octavo mes de gestación, la barriga había

alcanzado un abultamiento tal que Rosa apenas salía de casa de los Dosaguas. Enrique se empeñó en que permaneciera allí, en la casa donde nació y creció, puesto que conforme se acercaba el invierno (y por ende el mal tiempo) las posibilidades de que los nacionales atacaran el pueblo eran más palpables y peligrosas como para permanecer en el molino, fuera de las barricadas defensivas que levantaron alrededor del pueblo. En un principio, Rosa se negó a dejar a Enrique solo temiendo que la

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distancia que había hecho mella entre ellos, como quien cava un pozo en el fango, se acrecentara con el paso de los días. Él la miró con recelo aunque, al hacerlo, encontró en esos ojillos brillantes de embarazada la respuesta que buscaba: los sueños, de sobras lo sabían; los sueños se estaban convirtiendo en un escollo difícil de allanar porque sobresaltaban las noches de Enrique y él, para no turbarla, se negaba a confiarle su contenido, la dejaba al margen sin darse cuenta de que, de este modo, Rosa no podía soportar más la soledad y el aislamiento. Pero Enrique no podía hacer otra cosa que callar y Rosa que seguir adelante. Y así se hizo.

De este modo, Rosa buscó consuelo cerca de su padre. Sólo quedaba ella para cuidarle y ocuparse de él; a nadie más tenía para peinarle y cantarle mientras miraban la calle tras la ventana. Pero Marcelo apenas sentía. Permanecía postrado y evadido en su nuevo mundo la mayor parte del día, dormía la otra parte y apenas mostraba el menor esfuerzo por alimentarse. Rosa tenía que forzarle e introducirle la cuchara en la boca para que Marcelo tragara las sopas y las farinetas. Después lo acostaba y, mientras él tenía pesadillas al enfrentarse con el pasado, Rosa se relajaba olvidándose del mundo. En esos días ya nada más importaba. La vaquería se venía abajo. No física sino moralmente. Sin nadie más que ella para atender a las vacas, ahora que debía reposar mientras llegaba su primera criatura, todo lo que siempre representó la vaquería Dosaguas se desmoronaba. Poco importaban los antepasados ilustres, los grandes negocios o la riqueza pasada de Marcelo. Ahora incluso tenía que partir las sillas con un hacha y utilizar la madera para calentar el horno. Ya nada les quedaba de valor, salvo el sentimental. Rosa fue partidaria de despedazar los armarios e incluso las puertas pero no tocó ni uno solo de los cuadros y los libros de su madre. Y también estaban las pobres vacas. Muchas habían muerto con el calor del verano pero ese septiembre trajo de golpe el viento frío de las montañas y los animales comenzaron a sufrir por la falta de alimento. Estaban tan desnutridas que ni siquiera ya daban leche y mugían quejándose, sabiendo que Rosa las comprendería.

Cierto día, Enrique planteó la posibilidad de matar a las vacas, puesto que ella sola no podía atenderlas ni sacarlas al valle a pasear. Las despedazarían y las salarían para conservar la mayor cantidad posible de carne para superar el invierno. Rosa se negó. Amaba a esas vacas. Habían crecido con ella y sus hermanos, les había puesto nombre, las habían acostado sobre las camas mientras las patas cogían fuerza para caminar solas. De ninguna manera podían matarlas. Enrique trató de hacerlo por su cuenta pero Rosa se lo impidió agarrándole por los hombros hasta

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hacerle entender que en un par de meses el problema del embarazo se habría resuelto y podría dedicarles más tiempo. Y quizá salvarlas.

Fue precisamente en el interior de la vaquería donde el deseo de Rosa

se cumplió. Era temprano y el sol se filtraba por las ranuras de la madera como en una Iglesia. Una imagen etérea y dulce que Rosa no presenciaba desde los días en los que ella y su hermano Rubén asistían a las clases del padre Domingo Cárdenas. Y aunque Rosa siempre dudó acerca de la existencia de Dios, pensó que éste, con sus inconmensurables manos, acariciaba el destino de los Dosaguas y jugaba con él. La vieja puerta chirrió al abrirse, hasta casi salirse de sus bisagras, permitiendo que una lengua de luz inundara el centro de la vaquería y alcanzara los tobillos desnudos de Rosa. Sobresaltada, dejó en el suelo el cubo que inclinaba para verter agua en los abrevaderos; se acercó a la entrada atisbando con la mirada y esquivó el halo de luz. Entonces le vio, firme, alto y delgado como siempre le había conocido.

De este modo, una mañana de finales de septiembre, Darío Dosaguas regresaba al hogar, al pueblo que le vio nacer y que abandonó tras herir a la persona a la que más amaba, junto a Violeta y a Lucía. Rosa corrió huyendo de las sombras, se lanzó al cuello de su hermano a quien no veía en siete años, giraron abrazados bajo la intensa luz que caldeaba el aire y, como un guiño del inconsciente (y sin que Darío se diera cuenta), Rosa se palpó la rodilla sintiendo un profundo escozor.

Como una terrible mofa del destino, Darío Dosaguas acabó sentado

en una silla colocada junto a la ventana que cerraba el pasillo superior de su antigua casa. Desde allí, a través de los cristales, podía ver una maraña de calles empedradas que confluían en la plaza principal del pueblo. Golpeadas por el débil sol de la tarde, esperaban inmóviles el paso del tiempo soportando las pisadas cansadas, las suelas gastadas, en ocasiones los pies descalzos y embarrados de los vecinos. Pero lo que más le llamaba la atención era la absoluta soledad que invadía las calles. Ningún niño las cruzaba, ninguna anciana se apoyaba en las paredes de las casas para superar las cuestas ascendentes. Ni siquiera los animales se atrevían a pasear a la luz del día. Darío retiró la vista de la imagen desoladora que le ofrecía el exterior y, dejándola caída como quien pierde la consciencia en el momento que antecede a un desmayo, miró sin ver el fondo del pasillo y las puertas que, cerradas, conducían a las habitaciones de sus hermanos y de su padre. El silencio, presente en cada rincón de la casa, le

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atrajo a esa zona sesgada del cerebro en la que residen los recuerdos mezclados con la nostalgia, el arrepentimiento, la impotencia y la irracionalidad. Ni siquiera se dio cuenta de que su mente ya no reaccionaba a los estímulos. Tras los ojos, nada que tuviera importancia aparecía para entretener su vacío. Y su interior se recubría de andamios para facilitar el derrumbe. Andamios que le impedían ver los hechos tal y como ocurrieron y que magnificaban las situaciones impresionando sus sentidos. De ese modo, Darío Dosaguas, envejecido prematuramente a sus mal aprovechados treinta y seis años, recorrió las mismas pisadas que, en retroceso, conducían al único mundo que existía en su mente. Entre las finas y cansadas paredes de su conciencia ya sólo existía un cúmulo escaso de días arraigados en el sufrimiento. Lo demás, a excepción del sentido básico para reconocer y discernir a las personas, se había borrado. Por completo.

Como en los sueños, Darío se vio a sí mismo abandonando un

pueblo. Los colores, verdes y ocres falsamente saturados, indican la existencia de un precioso valle plano en cuyo extremo derecho existe una casita baja, de una sola planta, pintada de un blanco inmaculado. En la puerta, despidiéndose con un movimiento de manos, una mujer y un niño de unos cinco años, parecen tristes pero sonríen. Se ve a sí mismo sonriendo, alzando la mano derecha en respuesta sin apreciar ninguna imperfección que evidencie rigidez en las articulaciones. Sobre la cara, un rayo luminoso le calienta la piel hasta el punto de distinguir una nubecilla de humo que, borracha, asciende como su amor. Camina por un desnivel hasta que la casa deja de ser perceptible.

Ve ese rostro apacible y hermoso. La sonrisa perlada de ella, robada a la muerte. Sabe que la ama con todas sus fuerzas. Siente el gusto del beso sobre los párpados cerrados. Nota el calor de las mejillas y su propio pelo cubierto por el oscuro de ella que se abraza a él. La serenidad le invade. Está a salvo. A su alrededor no existe nada, salvo un resplandor magenta con salpicaduras lilas que invade la estancia. El amor es tan magnífico que se siente flotar.

Distingue un río que conduce al mar en corriente ascendente. El agua, cristalina y azul, salpica sus pies descalzos. Descubre que está dentro del río y busca a alguien. Lo llama a gritos. Se asusta. No lo encuentra. Introduce los brazos desnudos en el agua y, tomando aire, cierra la boca y se sumerge. Pero el agua se vuelve verde, como las algas que cruzan delante de su cara, llevadas por la corriente. Se deja llevar, río arriba, y se

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balancea entre el plancton como un vegetal más. Bajo el agua sigue llamándolo, sin tragar agua. Cierra los ojos y aparece desnudo sobre una roca negra de superficie punzante que le atraviesa las plantas de los pies. Un metro por debajo, el mar se extiende hasta perderse en el horizonte. Tiene que saltar pues no soporta el dolor clavándose en los pies. Y, al arrojarse, lo ve. Mientras se hunde sigue viendo los piecillos de él pateando el agua para mantenerse a flote. Bracea hasta alcanzar la superficie y, respirando de nuevo, encuentra el rostro de su hijo que nada. Pero cuando mira en el interior de los ojos del niño ya no están en el mar. Él está inclinado al lado de su hijo. Éste le mira con atención como si hubiera hecho algo malo. Se está despidiendo y el niño llora. Le duele que le abandone pero lamenta no poder hacer otra cosa. Las pupilas del niño se diluyen. Y a él le duele. Profundamente.

Ahora corre. El verde del valle ha dejado de ser cromático y da paso a un lodazal seco y quebradizo. Todo es pardo, sucio, ajado. Pero es su propio rostro. Sobre su frente, un surco continuo recorre las ideas como un arado. Bajo los ojos, las arrugas afloran como una telaraña. Bajo la nariz las facciones se pierden escondidas tras una barba larga y desaliñada de campesino. Es un rostro idéntico al de cualquiera de sus vecinos. Un hombre joven aparentando mayor edad que los padres. Es el sol de los campos el que seca la tierra como los rostros. Y su mano, quebrada por el tiempo, la que ya nada más pudo escribir, destaca frente a la otra por sus falanges imposiblemente retorcidas. Trata de abarcar con ella el mundo pero se le escurre entre los dedos sin fuerza como si fuera arena. Alguien le golpea en el rostro y cae. Sangre salpicando en el aire.

De nuevo la casa blanca en el valle. Tan pura que desprende la felicidad en ella contenida. La mujer deja al niño en la puerta, despidiéndose con la mano, y corre hasta él para abrazarlo antes de la partida. La toma en el aire y giran. El mundo a su alrededor se dispersa, se distorsiona en un haz de luz y color. Se besan y giran y giran y giran y giran. La felicidad fluye centrífuga en un círculo mágico. Pero no le protege. Fuera de los lindes, sabe que no es nadie. Y, entre risas, llora. Como hace ella.

Reconoce a la vaca. Es una de las que ha criado. Pero no ve más allá de su forma redondeada. Le falta el aire tras ascender la cuesta. Le duele la cabeza de golpearla al cruzar la barricada que bloquea el acceso. Pero no recuerda dónde va. Qué busca. Quizá comida, esa vaca que se esconde tras la puerta. La sigue. La confunde con otra que se llamaba Pinta. Pero no pronuncia su nombre. Entra pero la luz le impide ver. Parece el cielo,

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si existe. Y todo se nubla. Se pierde, es por su fe. Nunca la tuvo y ahora le abandona. Es justo, lo sabe. Pero el negro es demasiado frío para llamarlo color.

Su alforja pesa. Sigue el sendero. Es el camino polvoriento de antes. Mira nervioso alrededor. Sabe que allí alguien le golpea en el rostro. Lo sabe de antes, ya se ha visto cayendo. Aunque duda si entonces fue el vacío de su espíritu. Vuelve el rostro y siente el impacto como si le golpearan con un tronco de madera con la corteza deshilachada. Es un leño viejo y enmohecido que ha permanecido mucho tiempo sobre la tierra. Siente la aspereza y la humedad de la tierra que tiene pegada, y cae al suelo. Siente las gotas de su propia sangre recorriendo su cara. Saben entre dulces y a cerradura. A llaves de las puertas que ya no puede abrir, porque no le funciona la mano. Él ha caído antes. Se cree fuerte aunque ya no lo es. Le rodean varios hombres. Tiran de sus piernas, lo arrastran. Sabe que ha llegado hasta allí corriendo y jadea aunque no es el momento de hacerlo. Ahora tiene que apretar los dientes para mantenerlos juntos y que no le caigan cuando le golpean el rostro con el tronco. Duele cuando se hunde la carne de su mejilla. Quema como los besos que le daba su madre poco antes de acostarse. Lejanos, suaves, cargados de pasión. Los hombres le agarran y le golpean sin pausa. Mueve los pies como si corriera pero le tienen alzado por el cuello y no alcanza a tocar el suelo. Es tarde para huir. Le han atrapado como atrapa el sueño en un día de agotamiento.

Corre y corre. Pero sigue cayendo. Rosa Dosaguas abrió la puerta del cuarto en el que dormía su padre y

apareció en mitad del pasillo. Cerró con cuidado y vio cómo su hermano Darío, sentado al fondo junto a la ventana, giraba el rostro hacia ella atraído por el ruido que emitió la puerta. Rosa le sonrió. Se sintió tan triste, tan impotente por no poder hacer nada por su familia que apenas pudo disimular su disgusto en la sonrisa. Lo mejor de todo, para Rosa, es que Darío no se daba cuenta.

Lo dejó allí un rato más. Absorto en los pensamientos, silencioso y tranquilo.

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III: Y Pablo borró los sueños. Octubre 1936.

Conforme se acercaba el mes de octubre y la inminencia del parto,

los sueños de Enrique Rialme se hicieron más continuos y dolorosos, más duraderos. Tomó la determinación de no dormir por las noches, pasaba gran parte del día girando sobre sí mismo en la rueda del molino, después cruzaba los campos hasta las barricadas junto a la casa de los Dosaguas y asistía a sus familiares por tiempos. Rosa pasaba en su cuarto la mayor parte del día. Descansaba, apenas sin moverse; su enorme vientre la obligaba a permanecer tumbada de costado y la postura le impedía sostener el peso de los libros; se aburría, miraba por la ventana pero desde la cama no alcanzaba a ver la hierba del valle. Enrique lavaba el cuerpo de Rosa empapando unos paños en agua perfumada en jazmín y lavanda; le apretaba la mano con cariño y le besaba los dedos. Ella los recogía, por las cosquillas. Cuando Enrique se acercaba a los labios de Rosa, ella mencionaba el surco oscuro que le rodeaba los ojos. Enrique cambiaba de tema, y echaba la culpa al trabajo. Pero Rosa sabía que eran los sueños.

Cuando terminaba de arreglar a Rosa, Enrique aseaba el cuerpo del viejo Marcelo. Casi siempre lo encontraba dormido y aunque le daba la vuelta éste no se daba cuenta. Apenas hablaba, comía con gana y prefería no escuchar nada acerca de la guerra. Temía acabar de aquella forma: derrotado, sin futuro y con la vaquería a punto de desaparecer. Veía a su padre en sueños, y a María. Éstos siempre le reprochaban su debilidad, tanto física como moral y le acusaban de ser un hombre construido por errores. Cuando despertaba, a Marcelo le quedaba el mal sabor de boca de los malos sueños y lamentaba no haber podido pasar más tiempo con su padre antes de que se lo llevara la muerte. A veces soñaba con zonas oscuras detrás de las cortinas desde donde se emitían unos brillos relucientes y pensaba en guadañas cayendo. La muerte siempre le engañaba apareciéndose al lado de María. Y él las encontraba tan guapas a las dos que no se molestaba en apartarse, ni en tener miedo.

Darío nunca permanecía demasiado tiempo en el mismo sitio.

Enrique lo encontraba sentado en las escaleras del primer piso, en un rincón entre las flores del jardín, en una de las sillas de anea que sobrevivían a la lluvia y al viento, bajo la cama del cuarto en el que murió

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su hermano la noche del incendio en las montañas, o en el interior de uno de los baúles de su madre en el desván. Enrique tenía que buscarle por la casa. Se agotaba. Los párpados apenas se tenían, le cambiaba el humor y lanzaba gritos de cólera que al momento se transformaban en palabras de aprecio. Ni Marcelo ni Rosa ni Darío se dieron cuenta. Enrique seguía ajeno al mundo para escapar del bosque que le asediaba durante las noches.

Enrique Rialme aguantó seis días sin dormir antes de desfallecer. Resistir de aquella manera fue un error, sin duda de los peores que cometió en su vida. Porque lo que vino después fue tan horrible que a punto estuvo de no soportarlo. Cayó redondo en el espacio entre la encimera de la cocina y los armarios en los que guardaban las ollas, el peso del cuerpo le aprisionó los brazos y sus piernas sobresalieron cruzadas hasta rozar la puerta de la entrada con la punta de los zapatos. Y soñó. Soñó como nunca antes había soñado. La oscuridad del mundo le invadió como un espeso líquido amniótico que aspiraba sin llegar a tragar. Obturaba sus orificios manteniendo intactas las oquedades interiores. Cuando su mente le hablaba lo hacía con un eco profundo, reverberante. El silencio chillaba, primero agudo, lentamente más sobrio y denso. Voces de mujer, de niño, cerdos asustados de muerte, clamor. Y la oscuridad moviéndose como las hojas de los árboles mecidas por el viento. La nada oscura y negra tomando forma, la naturaleza naciendo del cosmos, haciéndose sustancia en la liquidez del tiempo. Enrique vio la magia. El relieve de las voces. Y tuvo miedo. Todo se movió a su lado como una serpiente que cerca a su víctima. Y silbó como un único grito, el de tantas voces que se acumulaban en su mente y le advertían del único peligro que siempre estuvo presente: el bosque. Y los ojos negros del niño, brillantes y enormes como los de un cordero. Sin cuerpo, se acercaba a él; sin manos le apretaba el alma; sin voz gritaba, advirtiéndole.

Enrique despertaba sobresaltado y se retorcía sobre sí mismo. Salía de su inmovilidad entre los muebles que le aprisionaban, daba unos pasos y caía de nuevo, desmayado por el agotamiento. Ocurría en medio de la sala, en las escaleras, en el pasillo del piso de arriba o en el jardín de Lucía. Enrique caía redondo y permanecía sin reaccionar durante horas. Sus monstruos se encargaban de acudir a recogerle, le conducían al paraíso invisible de lo que está por venir. Y Enrique temblaba de pavor. Despertaba con los ojos abiertos como ruedas de molino y suplicaba no dormirse de nuevo. Así, día tras día, sin trabajar, sin ocuparse de los

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suyos, sin reaccionar al mundo real. La primera vez que le ocurrió, Darío Dosaguas encontró a Enrique aprisionado entre los muebles de la cocina. Lo miró, sorteó las piernas para no tropezar y salió a la calle. El sol apenas brillaba, el cielo se mantenía cubierto y anunciaba tormenta. Darío pensó en las montañas y regresó al interior. Sorteó de nuevo las piernas de Enrique y se sentó en una de las sillas del jardín. Sus pensamientos le entretenían bastante, más de la cuenta.

Rosa intentó ponerse en pie al acabar el primero de los días en los que Enrique permaneció ausente en sus propias pesadillas. Ella, desde la cama del dormitorio, podía escuchar los gritos de Enrique en el piso de abajo. Le estuvo llamando sin éxito y al no obtener respuesta comenzó a preocuparse. Tenía el vientre tan inmenso que apenas podía incorporarse y una vez que desplazaba su cuerpo por la cama necesitaba ayuda para bajar las piernas al suelo. Tuvo que hacerlo sola y el dolor que sintió al descargar su peso sobre las puntas de los pies hizo que se le arqueara la espalda y se mordiera los labios. Debido a su volumen cojeaba más de lo normal y apenas podía mantener la estabilidad. Caminó descalza arrastrando los pies, se acercó a la puerta y llamó a Enrique. Ante el silencio, continuó arrastrando los pies. Lentamente, como una inválida, llegó hasta las escaleras que conducían al piso de abajo. Llamó de nuevo pero no se atrevió a bajarlas. Era demasiado peligroso. Se llevó la mano al vientre, pensó en su pequeño bebé que estaba a punto de llegar y regresó hasta la cama, llorando porque sabía que a Enrique le pasaba algo malo. Entonces, no tuvo fuerzas para subir al colchón. Se tumbó en una de las butacas y esperó sentada sin saber quién la sacaría de aquel entuerto.

Dos días después, en uno de sus lapsos de lucidez, Enrique despertó

envuelto en sudor y gritos. Desorientado, supo que había estado a punto de caer cerca de la piscina (entonces vacía aunque cubierta de hojas secas) pero finalmente cayó a los pies de una de las casetas vestuario donde ahora guardaban los utensilios de pintura de Lucía, pinceles, barnices, marcos y telas. Enrique se dirigió al fregadero de la cocina, colocó la cabeza bajo el grifo y dejó que el agua helada le recorriera la nuca. Despejado, reparó en su mujer. Cuando llegó al dormitorio, la encontró muerta de hambre, orinada y defecada, con los ojos saltones de la angustia y una mueca desdibujando su boca. Ella se relajó al ver que Enrique había vuelto en sí. Él la arregló, se disculpó y le dio de comer. Encontró a Marcelo Dosaguas en el mismo estado precario en el que

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encontró a Rosa. A diferencia de lo que hizo ella (permaneció en silencio para no preocuparle), Marcelo explotó en gritos e insultos, amenazándole con echarle de su casa para toda la vida. Los excrementos le llegaban a la cintura y el hedor hizo el dormitorio irrespirable.

Sin embargo, pocas horas después, el sueño atrapó de nuevo a Enrique Rialme, durante otro largo día y medio. Entretanto, Darío Dosaguas aparecía y desaparecía de las habitaciones, llegaba cargado de libros y se perdía toda la mañana en el desván de la casa. Pretendía recoger todas las flores que hubiera en el jardín para hacer un ramo pero acababa olvidándose y metiendo los zapatos en la despensa, al lado de las patatas. Apenas comía y si lo hacía era un pedazo de pan con algo de leche agria que quedaba en una cisterna metálica. Su realidad era tan tremenda como la de Enrique y sus sueños tan variopintos de visitantes como los de Marcelo.

Pasaron seis días y Enrique se sintió mejor. Sus músculos

descansaron; su mente se alivió de la pesada carga de imágenes de bosques, nieblas y gritos infantiles; y pudo preparar comida para toda una semana por si recaía. Al entrar al cuarto de Marcelo, éste le lanzó a la cabeza todos los objetos que encontró encima de la mesilla de noche. No acertó con ninguno, pero Enrique tuvo que recogerlos. Se disculpó echándole la culpa de todo al bosque circular a lo que Marcelo respondió con sorna: He tenido suficiente con una ilusionista en la familia. En las noches, Marcelo veía a Lucía en sueños caminando descalza sobre la hierba húmeda del valle. Ella señalaba al cielo con la mano extendida y anunciaba lluvia. Poco después, les sorprendía una leve llovizna golpeando los cristales.

La segunda semana de octubre, Rosa Dosaguas salió de cuentas. Ella

colocaba la mano en la parte baja del vientre y trataba de adivinar si el bebé venía en la posición correcta después de que el último día de septiembre notara cómo todo le daba vueltas en su interior. Rosa suplicó al bebé que saliera pronto pero éste se resistía a hacerlo. Llamaron al doctor y les recomendó una buena matrona, la señora Dorotea Baños. Casi una anciana de cien años, la buena Dorotea Baños podía presumir de ser la persona de más edad no sólo en ese pueblo sino en los cinco que lo rodeaban. Gozaba de una excelente memoria y podía presumir también de haber conocido a los vecinos fundadores y a sus descendientes. Estuvo presente incluso en los acontecimientos que acabaron con la vida de la

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joven Petronila Binase y en la construcción de la carretera que desvió el paso original a través del bosque para acceder a uno de los pueblos vecinos. Dorotea Baños tenía el rostro arrugado como una pasa, verdaderos surcos de pasión y dolor que acumulaban sus años. Las manos, meros huesos nudosos como pedazos de madera, se desenvolvían con facilidad sobre el cuerpo de las parturientas y entre sus secretos más íntimos, en los misteriosos flujos de las embarazadas que Dorotea se afanaba en proteger. El doctor se desentendió del parto, afirmó que el bebé estaba en camino y sano (aunque no podía saberlo porque ni siquiera se acercó a la madre), y les pidió que confiaran en la República. La anciana se acomodó en la casa de los Dosaguas porque allí podía comer caliente dos veces al día y se desvivió por la inminente madre para evitarle sufrimientos. Enrique pudo dedicarse de nuevo al molino y al cuidado de Marcelo. Se llevaba con él a Darío para obligarle a pasear y le contaba todo lo acontecido en sus años de ausencia, aunque éste no prestara la suficiente atención.

Una semana más tarde, el bebé seguía sin nacer. Rosa Dosaguas lloraba, se tocaba el vientre sin sentir nada y afirmaba que había dejado morir al pequeño ahí dentro. La anciana Dorotea Baños la regañaba diciendo que eran preocupaciones de madre primeriza y, con una mano afectada por la artrosis, le tanteaba discretamente por el sexo. Ella sabía perfectamente que el bebé se encontraba vivo y pataleando en la placenta. Rosa quería creerla pero no podía dejar de preocuparse. Por su parte, Enrique Rialme creyó alcanzar el colapso. No respiraba bien, apenas lo hacía se hiperventilaba, se mareaba y vomitaba bilis de color verde oscuro. Era tal el terror que acompañaba a sus sueños y había tantos detalles que los relacionaban con el bebé nonato, que Enrique temió que el bosque utilizara sus raíces para sujetar las piernitas del bebé en el interior del vientre de la madre.

La mañana del 19 de octubre de 1936, varias semanas después de lo

esperado, Rosa Dosaguas dio a luz un niño enorme, que debió pesar más de cinco kilos. Dorotea Baños apenas pudo levantarlo para azotarle el trasero y obligarle a llorar, y nada más verlo exclamó: ¡Hoy es San Pablo de la Cruz!¡Le tendréis que llamar Pablo! y nadie se atrevió a contradecirla. El pequeño se meneó como una tortuga, aletargado con sus ojillos acuosos y su cabello mojado. Hizo gestos en el aire y sonrió a todos los que se acercaron para mirarle. Darío Dosaguas lo acunó en su pecho, Marcelo Dosaguas acarició su cabecita, Rosa Dosaguas besó cada

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centímetro de su cuerpo y Enrique Rialme susurró: Pablo de la Cruz, el hijo de mis sueños. Contrariamente a lo esperado, los sueños que interrumpían los días y las noches de Enrique Rialme se esfumaron con el nacimiento de su primer hijo.

Esa primera noche nevó copiosamente y, al amanecer, apareció todo blanco.

IV: La vida después del invierno. Primavera 1937. Durante meses, lo único que Rosa temía era que el tiempo se

paralizase en la estación de las nieves y que todas las penurias aguardasen congeladas. Contempló con estupefacción cómo los jóvenes abandonaban el pueblo para luchar en el frente. Salió a la plaza para convencer a algunos con los que había crecido y jugado pero éstos defendieron su propósito de alcanzar la muerte en la lucha antes que en la defensa de un pueblo que agonizaba, consumiéndose poco a poco. Rosa nunca comprendió tanto deseo de venganza, tanta ira contenida que sólo les llevaba a dejar a sus familias en las casas (solas como ella). Lloró por la marcha de muchos de ellos y se escondió en el interior del armario de su dormitorio (del mismo modo que hacía en la casa del molino) sin que Enrique llegara a tiempo para salvarla. La única diferencia era que ahora tenía un bebé al que proteger y cuidar, al que cantar la vieja canción con la que aplacaba las tormentas.

Con la llegada de la primavera y el despuntar de las flores en el valle,

los vecinos salieron de sus casas y se sintieron protegidos. Descartaron un ataque de los nacionales, al menos hasta el invierno siguiente, puesto que las condiciones climáticas no lo hacían propicio y, lentamente, retomaron sus escasos quehaceres diarios con la mente nublada únicamente por el recuerdo de los suyos que luchaban en el frente.

En aquellos tiempos de guerra, el deseo de Rosa por engendrar una

nueva vida a la que inculcar y transmitir sus propias ideas, las que la definían frente al resto de los seres humanos, tomaba mayor fuerza cuando recibía noticias del centro del país, de las crueles batallas que

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cercenaban la vida de sus familiares y amigos. Se prometió a sí misma vivir en un mundo distinto aunque para ello fuera necesario inventarlo. Soportaba fácilmente el velado rencor de los vecinos que veían con asombro que ella, la pequeña y lisiada Rosa, sacara fuerzas de flaqueza para remontar en las caídas y consiguiera salvar la vaquería, aunque apenas le quedasen una docena de vacas con vida. Al final, todo se reducía a disputas callejeras, negativas de compra de la escasa leche y, en definitiva, penuria y hambre. Pero no conseguirían cambiar su forma de pensar, su libertad ideológica, su agnosticismo. Rosa, al igual que su madre Lucía, siempre fue un espíritu libre (a pesar de permanecer encubierto a los demás bajo la debilidad física que la caracterizaba) y, del mismo modo, deseaba que naciesen sus futuros hijos. Pero la situación en la que vivía se precipitaba a un precipicio de horror sin fondo y en desmesura. La gente que la rodeaba se había vuelto irracional. Rechazaban aquello por lo que habían luchado, no sólo ellos sino, en cierto modo, el resto del mundo. Ahora cada uno ajustaba sus caretas para comenzar el baile de máscaras. La sorpresa de quién aguardaba bajo ellas era un mínimo detalle, aunque quizá decisivo, que no se desvelaría hasta el último instante, aquél en el que la vida o la muerte están demasiado próximas como para discernirlas. Ya nadie sabía con exactitud si, después de resistir durante el duro invierno, esos vecinos que ahora salían al exterior y lograban mercadear con unas cuantas judías o lechugas habían vendido su alma al enemigo por sobrevivir un día más o, por el contrario, se mantenían firmes en sus ideales republicanos. Nada estaba ya claro después de ocho meses de guerra, muertes y torturas, malas noticias, amenazas y miedo. Y la gente era débil. Como lo fue Rosa. Aunque ahora pretendía resistir por ella misma y por el pequeño Pablo, que merecía conocer aquello por lo que Lucía luchaba, muy lejos de allí. Por ese motivo, la falsedad se convirtió en la principal moneda de cambio, de modo que todos se desenvolvían con la máxima ambigüedad para no tener nunca que dar explicaciones de sus actos. Eran mercenarios ideológicos que tanteaban continuamente al mejor postor. Unos días ayudaban a un vecino y otros lo arrinconaban viéndole gemir y suplicar un perdón que nunca quedó muy claro quién debía recibir.

Durante todo ese tiempo, Enrique Rialme fue un referente lejano en

la vida de Rosa Dosaguas. La distancia entre ambos se estrechó por fin con la llegada de Pablo. De repente, los sueños cesaron y el ánimo de Enrique se templó. Debido a la escasez de grano que moler, el trabajo en

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el molino se hizo menor y, Enrique, extasiado como padre primerizo que era, robó tiempo al día y permaneció contadas horas con Rosa y Pablo, mientras Marcelo dormitaba en su cuarto y Darío vagabundeaba en el jardín.

Eran tiempos de necesidad de trabajo, más que de la propia vida, pero

éste escaseaba tanto que cuando Enrique se levantaba al alba, movido por la costumbre de los años, no sabía en qué emplear el tiempo. Muchas mañanas, con el pijama todavía puesto, se encontraba a Darío levantado dando vueltas por el jardín de Lucía; éste hablaba en voz alta e indescifrable recordando para sí mismo lecturas de libros junto al roble o bajo las acacias del muro. Enrique se unía a Darío en sus paseos y ambos rondaban por el jardín como dos enfermos mentales a los que les dan permiso para rodear el patio sin salirse de los muros. De vez en cuando, Darío preguntaba cosas inconexas como la edad de un vecino o lo que comieron en la celebración del cumpleaños de su hermano Jaime. Enrique le contestaba siempre, con tristeza.

Después, Enrique cruzaba las barricadas y recorría el camino de los campos abandonados silbando canciones. Recogía tomates o lechugas que crecían solos después de que sus dueños los hubieran abandonado para ir a luchar o para exiliarse al norte. Empujaba la portezuela del cercado de madera que rodeaba el molino y echaba un vistazo a las gallinas, temiendo que las hubieran robado. Pero pocos se atrevían ya a cruzar las barricadas y a salir del pueblo. Molía el poco trigo disponible y volvía a casa de los Dosaguas para comer lo que Rosa preparaba la noche anterior, antes de acostar a Pablo. A ella le gustaba dejarlo todo preparado para poder atender a su padre, a su hijo y a su hermano durante el día. El resto del tiempo, Enrique lo empleaba en dormir y trenzar paja con la que hacía pequeños canastos que Rosa vendía entre los pocos vecinos amables que ya quedaban o en las ferias de comercio que se celebraban una vez al mes.

No tenían más dinero que el que conseguían con su propio esfuerzo. Enrique, en la privacidad de sus pensamientos, pensaba que era mayor el esfuerzo de Rosa que el suyo propio. Amaba a esa joven como nunca había amado a nadie, ni siquiera a sí mismo. Y amaba a su bebé más que a su propia vida. Enrique nunca se valoró a sí mismo y, el hecho de que el padre de Rosa no lo valorase en ningún momento de su vida contribuía a que la desazón que llevaba en su interior se agrandase como el océano que inunda la orilla de la playa con los influjos de la luna.

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En las noches, Rosa se sentía más vulnerable que de costumbre.

Antes de acostarse, tomaba a su recién nacido entre los brazos y lo acunaba despacio tarareándole canciones, sintiendo una profunda pena en su interior por el futuro que le aguardaba. Al mismo tiempo, desahogaba su aflicción ante la pérdida de sus vacas y terneros dejando escapar mudas lágrimas. Rosa había crecido con sus animales, los había cuidado y mimado como a su propio bebé y sentía que todos, incluido su propio marido Enrique, se estaban alejando. La situación empeoró cuando los vecinos se negaron a comprarles la poca leche que producían. Esto les obligó, en muchas ocasiones, a tirar la leche que había quedado agria de la espera y a tener que desplazarse a los pueblos vecinos para probar suerte. Pero enseguida tuvieron que dejar de hacerlo. Las carreteras no eran nada seguras, los nacionales amenazaban con asaltar toda la zona y ellos, en su mundo, estaban perdidos en medio de las montañas y tan cerca de aquel maldito bosque circular que los miraba. En los meses que siguieron al alzamiento y al avance de las tropas nacionales, la leyenda sobre el bosque se hizo mayor que la propia espesura de sus hojas. Se hablaba de tráfico de armas, reuniones secretas de ambos bandos, ajusticiamientos, venganzas, todo ello amparado en el anonimato del silencio de un bosque que había presenciado las peores maldades de la población cercana desde que el mundo era mundo.

Con disgusto, Rosa supo que daría a luz de nuevo. Se encerró en el armario del cuarto de su hermano Darío y lloró con la puerta cerrada. Amargamente, suplicó ver a su madre y abrazarla. El tiempo se hacía cada vez más alargado y la distancia pesaba más que la subsistencia a la que estaban avocados. Lloró. Las lágrimas rasgaron su rostro como océanos febriles que suben y bajan en oleaje inmenso, atrapando a los navíos y a las ballenas. Rosa tarareó su canción y pensó que no era el momento para traer una vida nueva a ese mundo de disfraces malignos. Y lloró por pensarlo. Acababa de saber que estaba embarazada y ya amaba a ese bebé más que a su propia vida. Porque ellos, sus hijos, les sucederían. Porque debían enseñarles la forma de no cometer los mismos errores y porque ansiaba presentarles a la familia ausente. Rubén, su amado hermano con el que le unía la sangre y el pensamiento se encontraba tan lejos como su madre.

Esa misma noche, Rosa confesó el secreto a su marido. Él no supo qué decirle y luego la abrazó. Al rozarse, Rosa sintió los pies helados de Enrique sobre sus piernas. Él tuvo miedo de cerrar los ojos y dormirse.

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En mayo de 1937, mientras todos comían al calor del jardín, Darío

Dosaguas se puso a gritar. Se levantó de la mesa dejando caer la silla y miró hacia el fondo del jardín al lugar en el que se distinguía uno de los laterales de la vaquería. En su mente, Darío rememoraba tormentas pasadas. Saltó la tapia del jardín y se alejó de la casa. Enrique salió en su busca, se encaramó a la tapia y corrió por los campos pelados, llenos de piedras, en dirección al bosque circular. El cielo quemaba y les deslumbraba. En silencio, Enrique suplicó que Darío se detuviera antes de llegar al bosque y deseó que los nacionales no se hubieran escondido por los alrededores como apuntaban los rumores.

Darío Dosaguas alcanzó la entrada del bosque y se detuvo entre dos troncos a hablar con las ramas. Se sentó sobre la hierba y agachó la cabeza. Cuando Enrique le alcanzó, y se sentó a su lado, vio que el rostro de su cuñado estaba triste. Le preguntó cómo se encontraba y Darío respondió: Las barcas han salido de los puertos. Enrique le acarició la cabeza y le acunó contra su pecho pero, cuando quiso darse cuenta, Darío ya se había levantado y adentrado en el bosque. No pudo sujetarle, se le escapó de las manos la tela de la camisa.

Enrique le siguió. Sólo dos pasos les separaban de la salida pero era suficiente para sentir el aliento frío y profundo del bosque. Temblequeó y agarró fuerte a Darío. Le empujó hacia la salida y volvieron a ver la luz del sol. Le aferró con fuerza por los brazos y tironeó de él de vuelta hacia la casa. De camino, el viento les sorprendió en remolinos que desperdigaron sus cabellos.

A la noche siguiente, Enrique Rialme se vio envuelto en una

pesadilla cuyo significado enmudecería a los demás. Rosa notó en su comportamiento un aire de intranquilidad y miedo, una especie de ánimo viciado por haberse enterado de algo demasiado terrible como para contarlo, como el visionario incapaz de hacer creer el desenlace de sus sueños a aquellos a quienes afectan, como Cassandra y sus adivinaciones. Enrique sabía algo y vagaba por la casa enmudecido, con los ojos perdidos y fijos en las blancas paredes de cal. Paredes ajenas que, a cada mirada, le reprochaban que permaneciera en pie. Rosa temió que los sueños hubieran vuelto.

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V: El hueco que todos llevamos en nuestro interior. Mayo 1937. A finales del mes de mayo de 1937, poco antes de caer la tarde,

Daniel Lisia tomaba el camino de regreso que conducía hasta su nueva casa en la ciudad. Se cruzó por la calle con docenas de personas que, como él, regresaban a sus hogares después del trabajo pero ninguna de ellas le dirigió la palabra. A su paso, Daniel les miraba fijamente a los ojos esperando encontrar un rostro conocido, un viejo amigo refugiado en la ciudad con quien pudiera intercambiar algunas palabras. Pero lo único que encontró fueron expresiones de desagrado de personas que, al ser observadas con tanta fijeza, se sentían violentadas. Algunos, incluso le empujaron acusándole de obsceno. Por eso, Daniel tardó en adaptarse a la forma de vida de la ciudad, a un medio tan ajeno y deshumanizado que no reparaba en la gente ni en las relaciones entre personas. En cierto modo, tenía su gracia que Daniel Lisia que siempre se comportó de manera prepotente y despótica hacia los demás deseara ahora recibir algo de aprecio de simples desconocidos con los que se cruzaba. Añoraba tantas cosas entre las vividas en el pueblo y echaba tanto de menos a su padre que, a menudo, se veía a sí mismo ascendiendo una pendiente muy pronunciada sin poder evitar el tambalearse cuando se aproximaba al final. Porque más allá no había otra cosa que su pobre madre lisiada y atormentada por la vida.

Daniel se detuvo en medio de la calle y, mirándose el dorso de las manos, dio gracias por conservar todos sus dedos. Esa misma tarde, Santos Ortega, uno de los operarios que trabajaba con él en la fábrica y con el que había entablado una mínima amistad (que se reducía a un intercambio de palabras banales en los quince minutos del descanso), en un simple descuido mientras encendía un pitillo, perdió media mano al capturársela la máquina prensadora. Daniel Lisia cerró las manos con fuerza marcando en su cara una expresión de repugnancia al recordar la secuencia de los hechos tal y como se había desencadenado. Pensó que era un trabajo miserable en comparación con el que tenía en el pueblo, dando órdenes junto a su padre y su hermano. Pero aquello se había perdido. Todo había cambiado. Se besó los dedos de las dos manos sintiéndose importunado cuando unos viandantes que pasaban por su lado le miraron y se burlaron de su gesto. Daniel siguió caminando. Había ocurrido tan deprisa que ni siquiera les dio tiempo a apagar el pitillo para

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que su jefe no les descubriera fumando y les amonestara. Sin duda la amonestación que ahora sufría Santos Ortega era mayor que todas las que pudiera recibir a lo largo de su vida. Fue Daniel el que ofreció el pitillo. Se encontraban en la zona del “planchado” llamada así porque introducían en la máquina unas placas de acero cuadradas, abultadas e irregulares que, al caer una de las piezas de la máquina eran planchadas y recortadas de forma que se llevaban a otra máquina que les daba la forma debida para convertirse en ollas y pucheros. Se arremolinaron en el rincón, muy cerca de la máquina, para encender los cigarrillos sin ser sorprendidos y, mientras lo hacían, su compañero Santos Ortega debió introducir la mano en la superficie de la máquina. Y ya nada pudieron hacer. Daniel lo había sentido mucho y, ahora, se creía el único responsable, aunque no lo era en su totalidad. Pero no podía evitarlo. Desde que huyeron del pueblo (él, su hermano Marcos y su moribunda madre), no podía evitar un sentimiento de culpa por todo lo que hacía. Le rondaba a diario, en la casa, en el trabajo, en las charlas en el café de debajo de su casa. En todo momento. Y desde que Marcos se unió al ejército nacional para luchar contra los republicanos, la soledad aumentó ese sentimiento de culpabilidad del que no podía alejarse. En ocasiones, lo sentía justo bajo la piel, latiendo como un corazón que bombea sangre.

Después de girar en unas cuantas calles, Daniel Lisia llegó a la puerta de la casa en la que vivía con su anciana madre. Antes de entrar, asomó la cabeza hacia los balcones para ver si las vecinas le observaban. Solían acechar sus movimientos tras las macetas o los visillos, aguardaban a que saliera de la casa para seguir sus pasos y averiguar si iba más allá del café o del kiosco de prensa de la esquina de la calle. Pero a Daniel no le importaba que le espiasen. De paso, mientras descubría las miradas ocultas de las vecinas, buscaba indicios de la presencia de una joven en el balcón del último piso. Se trataba de una joven bonita con la que se había cruzado en varias ocasiones por la escalera. Era simpática y bastante habladora, tendía la ropa interior en el balcón que daba a la calle en lugar de hacerlo en el que daba al patio de manzana y le había dicho que trabajaba de camarera en un café, aunque Daniel pensaba que en realidad era prostituta. Esa tarde, el goteo que escurría del fondo de las macetas recién regadas indicaba que la joven se encontraba en la casa. Daniel sonrió, entró en el portal y subió los peldaños de la escalera mientas una vecina que fregaba el rellano renegaba a unos niños que corrían escaleras abajo organizando un gran bullicio. Daniel sorteó la carrera de los pequeños y llegó hasta su puerta. Antes de abrirla, asomó el

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cuello por el hueco de la escalera adivinando si los ruidos que provenían del piso superior, el último en el que vivía la joven, eran producidos por el golpeteo de una sartén contra el fregadero. Eso le hizo pensar que la chica estaba sola.

La casa estaba en penumbra y sumida en el silencio, como era

habitual. Daniel recorrió el pasillo sorteando esquinas y golpeó suavemente con los nudillos en una de las puertas. Una voz débil, tan leve que apenas la oyó, le dijo que entrara. Daniel abrió la puerta y encendió la luz. Inmediatamente, su madre le reprochó que la hubiera encendido y le pidió que no la mortificara de aquella manera. Desde que salieron del pueblo, su madre se había obsesionado con la luz. A todas horas, se empeñaba en decir que la luz de esa ciudad era excesiva, que le mataba las retinas de los ojos y, a pesar de haber vivido siempre en un pueblo con grandes extensiones de terreno bañadas por una luz tan intensa que se podía alcanzar el cielo, Candela Orriete se obcecaba en asegurar que la luz eléctrica era la única responsable de que ella estuviera tan débil. Pero, de sobras, todos sabían que si Candela Orriete estaba débil era porque se había salvado de la muerte por pura casualidad y que su existencia no dejaba de ser una letanía en espera de que llegara su hora.

Daniel ayudó a su madre a incorporarse sobre la cama colocándole un almohadón tras la espalda. La vio tan anciana, tan pequeña, que sufrió pensando en lo poco que le quedaba de vida. Pero ella resistía como un animal, vencía todos sus achaques y las adversidades que acompañaban a la guerra como la escasez de alimentos o las condiciones higiénicas en las que vivían. Daniel mintió a su madre acerca de lo que había ocurrido esa tarde en el trabajo y se limitó a ponerla al corriente de lo que se comentaba en las calles o en el café sobre los avances de los nacionales por el norte del país. Candela disfrutaba con esas noticias, la llenaban de aliento y podría decirse que eran la única razón que la mantenía aún con vida. Desde que su otro hijo Marcos se unió al ejército nacional y marchó a la guerra, Candela Orriete bulló por dentro como si fuera ella misma la que luchaba contra los republicanos. Desde el día del alzamiento nacional, cuando los republicanos mataron a su marido Juan Lisia en el pueblo, y a punto estuvieron de matarla a ella, Candela deseaba acabar con toda aquella carroña invasora como ella los llamaba y se enorgulleció de que su hijo mayor luchara para expulsarlos de la patria. No ocurría lo mismo con Daniel, él era el hermano menor, el miedoso, el

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distinto. Pero para su madre Daniel no contaba porque tenía que ocuparse de ella. Su hermano lo libró de intervenir en la guerra y aunque Candela sabía que Daniel se había alegrado, no se lo reprochaba porque necesitaba que él la cuidase.

Después de preparar la cena para su madre y acostarla, Daniel Lisia se recostó en uno de los sillones grandes de la sala con un libro entre las manos. Apenas estaba concentrado para avanzar unas líneas pensando en la joven del piso de arriba, en su cuerpo, en sus delgadas redondeces. Se durmió con el libro en el regazo y, al despertar, se acostó en la cama. Entonces, con la mirada fija en el techo del dormitorio, Daniel Lisia pensó en lo aburrida que era su vida en esa ciudad a la que odiaba con todas sus entrañas. Y deseó huir al campo, del que provenía.

Al día siguiente, Daniel Lisia se dirigió al trabajo con una sensación

de angustia en la garganta. Deseaba averiguar el estado de su compañero Santos Ortega pero no conocía su número de teléfono ni a nadie que pudiera haberlo visitado en el hospital. Al colocarse en su puesto, uno de sus compañeros le dijo que el encargado quería verle. Daniel se asustó y temió una posible sanción por haber fumado antes del accidente. Caminó con torpeza hasta el despacho y, con la cabeza bien erguida, saludó al encargado. Éste se limitó a ojear unos informes sin decir nada y, al cabo de cierto tiempo, como si hubiera estado meditando, le dijo que tenía una mala noticia que darle. Daniel temió lo peor, decidió encararse con él antes de que se atreviera a despedirle pero, antes de que pudiera abrir la boca, el encargado le dijo que su compañero Santos Ortega no había soportado la amputación de la mano y se había lanzado desde la ventana del hospital. Daniel agachó la cabeza sin poder decir nada. Entonces, el encargado le anunció que iba a trasladarlo a un puesto de mayor responsabilidad en las oficinas ya que uno de sus compañeros afirmó haberle visto a él intentando quitarle el pitillo a Santos Ortega antes de que se produjera el accidente, algo que había que honrar en su justa medida. Y esa medida era un ascenso. El encargado le felicitó y Daniel regresó a su casa con el asombro pegado a la cara y sin llegar a descubrir quién había podido mentir en su favor de aquella manera; sin duda alguien que también fumaba.

De camino y aprovechando su suerte, Daniel Lisia se atrevió a dar el paso que llevaba planeando desde hacía mucho tiempo. En vez de ir directamente a su casa, torció la esquina y se dirigió hasta el portal en el que vivía una buena señora que limpiaba en su casa una vez por semana

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mientras él estaba en el trabajo. Su madre Candela le había hablado de esa mujer. Según ella, había tenido muy mala suerte en la vida, peor que ellos que tuvieron que abandonar el pueblo cuando les atacaron los “salvajes”; le comentó que tomaban café juntas cuando la señora terminaba de limpiar y le había sorprendido lo rápido que pasaba el tiempo cuando conversaba con ella y lo fluida y distraída que era su charla. Las palabras de su madre rondaron en la cabeza de Daniel Lisia durante días. Buscaba una solución para la situación en la que vivían y pensó haberla encontrado en aquella mujer. Golpeó la puerta y la señora, tan apacible como la recordaba del día en que llamó a esa misma puerta para contratarla, le recibió con alegría y le invitó a sentarse junto a la ventana, donde había más luz. Hablaron un rato y cuando Daniel le comentó lo que había pensado, ella se mostró de acuerdo aunque dudó cómo le podría pagar por ello. Daniel dudó, en realidad nunca pensó en ese extremo y le avergonzó sentirse sorprendido en la negociación. Pero Daniel no dudó en ofrecerle la casa como pago. Al huir del pueblo perseguidos por los republicanos, perdieron casi todo lo que tenían: la casa, las tierras, el dinero en metálico, las bodegas y las despensas, pero su padre Juan Lisia había sido inteligente y precavido (y así educó a sus dos hijos) y conservaba propiedades en la ciudad y bonos en el banco que, aunque no les enriquecían, sí eran suficientes para mantenerles hasta que la situación se restableciera. Daniel pensó que merecía la pena prescindir de esa casa a cambio de que esa mujer cuidara de su madre en su ausencia. Gracias a ello podría escapar de la ciudad. Porque deseaba más que nada respirar el aire de las montañas y embriagarse con su pureza. Todo lo demás, lo odiaba. Pero aún debía esperar, al menos hasta tener noticias de su hermano Marcos. Aunque no esperaba contar con su aprobación.

Esa noche, después de que su madre se durmió, Daniel Lisia salió de

la casa y cerró la puerta con cuidado. Con la mano aún en el pomo, asomó la cabeza por el hueco de la escalera mirando al piso superior. Escuchó ruido y decidió subir. En la penumbra del rellano, golpeó la puerta con la mano. Esperó durante un buen rato y, cuando ya iba a marcharse, se abrió. Apareció la joven y, debido a la oscuridad, tuvo que preguntar quién se encontraba allí de pie. Cuando escuchó su nombre, la joven se secó rápidamente las manos mojadas en el delantal que le colgaba del cuello y, cogiéndolo de un brazo, le invitó a pasar. Le pidió que no hablara muy alto para que no les escucharan los vecinos de al lado

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y lo condujo hasta la cocina. Era una estancia muy reducida, con muchos armarios y frascos medio vacíos colocados por todos los lados. Le ofreció un paño y le invitó a que le ayudara a secar los platos.

Adela Fuentes apenas tenía veintiún años, uno menos que Daniel. A pesar de que no estaba bien visto, vivía sola en aquella casa sin la compañía de una mujer que cubriera su reputación, alguna viuda de pocos recursos como hacían otras jóvenes que, al quedarse huérfanas y sin familia directa, hospedaban a mujeres mayores que no tenían donde ir a cambio de un pequeño alquiler. Como Adela nunca había salido de la ciudad, su forma de ser era desenvuelta y despierta, más adulta que el resto de las chicas que él conoció en el pueblo, aunque en el fondo era bastante parecida a Rosa Dosaguas por su aparente delicadeza. Era delgada aunque voluptuosa, tenía la piel oscura como la de una campesina, aunque nunca conoció el campo. Sujetaba su melena negra con varias horquillas y dejaba un hombro al descubierto gracias a un tirante que se empeñaba en caer. Se mantuvieron en silencio cruzando miradas y, sin darse cuenta, terminaron en la misma cama. Después, Adela lloró y le aseguró que no era una de esas prostitutas que rondaban los cafés. Ella sólo servía las copas y limpiaba las mesas. Pero Daniel continuó pensando que ella le mentía. Se vistió y regresó a su casa, en el piso inferior.

Al despertar a la mañana siguiente, Daniel Lisia se acercó a la

ventana y miró a la calle. Unas cuantas personas caminaban esquivas rumbo al trabajo, parecía no importarles nada ni nadie, reaccionaban al resorte mecánico propio de una ciudad moderna e industrializada como esa en la que vivían. Por la calzada, los automóviles iban y venían; en las aceras, los hombres conversaban en corro con el periódico entre las manos sin que nada, salvo el hambre que ahondaba en los estómagos, evidenciase que se encontraban en guerra. Daniel, en un arranque de tristeza, golpeó con la palma de la mano en el cristal de la ventana y, sin querer, lo partió en tres pedazos. El de la parte inferior se salió de su sitio y, aunque Daniel trató de sujetarlo, fue a caer a la calle esparciéndose en pequeños pedazos. Un hombre que pasaba cerca de donde había caído miró arriba sujetándose el sombrero y, sin detenerse, siguió su camino. Daniel, sintiendo un profundo escozor, se miró el dorso de la mano y vio que se había hecho un feo corte con uno de los cristales que quedaba en la ventana. Introdujo la mano bajo el chorro de agua del lavabo y contempló la desagradable visión de la sangre. Recordó entonces a los

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hombres que trabajaban en los campos de su padre. Desde que salía el sol, aquellos hombres recorrían las bastas extensiones de terreno braceando y recogiendo, cargando en los carros. Su hermano Marcos se encargaba de dirigir una zona mientras él dirigía otra, la más reducida. Entretanto, su padre se encargaba de contratar los repartos, se relacionaba con los comerciantes de la ciudad y supervisaba todo el trabajo que se hacía bajo sus dominios. Daniel había presenciado cómo esos hombres terminaban su faena y regresaban a sus casas con los rostros ajados, las camisas ennegrecidas y apelmazadas por el sudor, y los pies torturados por el cansancio. A Daniel le gustaba tratarlos como escoria, al menos así le enseñaron a comportarse. Pero no soportaba ver a los hombres que cruzaban el camino desde la zona que controlaba Marcos. Esos hombres regresaban con la espalda descubierta y ensangrentada por los latigazos, con los labios partidos y los ojos amoratados. Nunca rechistaban. A Daniel le desagradaba la presencia inmunda de esos hombres porque le recordaban a las alimañas del bosque. No soportaba la imagen de la sangre seca sobre los cuerpos doloridos. Le repugnaba. Envolvió su mano con una toalla y entró en el dormitorio de su madre con la bandeja del desayuno. Apenas un poco de leche en polvo y un pedazo de pan que mojar, pero a ella le bastaba. Candela Orriete hablaba poco por las mañanas. Se limitaba a comerse lo que Daniel le traía y a lamentarse de sus piernas inmovilizadas en la cama. Entonces, como cada mañana, Daniel Lisia peinaba los blancos y largos cabellos de su madre, decrépitos como ella misma, y pensaba en lo cerca que se encontraba ya de su huida al campo. Era consciente de que necesitaría algo de apoyo por parte de su hermano Marcos para que su madre no sufriera por la marcha, pero esa mañana confiaba en sí mismo y tomaba la determinación de marcharse aunque Marcos no le defendiera.

Poco después, Daniel salió de la casa y se dirigió al trabajo. A la

altura de la tienda de flores de la esquina de la calle, donde comenzaba el cruce con una de las avenidas principales, decidió alterar su camino y acercarse al café en el que Adela Fuentes le dijo que trabajaba. Se detuvo frente a la entrada del café, oculto detrás de una farola para que nadie pudiera verle. Distinguió a un hombre que limpiaba los cristales de la fachada y, en el interior, dos muchachas jóvenes detrás de una barra preparando desayunos. Ninguna de ellas era Adela. Daniel salió de detrás de la farola y se acercó al café para distinguir el rostro de la joven que, con una bandeja sobre la mano, limpiaba las mesas del interior. A unos

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cinco metros de distancia, pudo comprobar que Adela Fuentes le había mentido. En el trabajo, a pesar de la novedad de verse rodeado de papeles y máquinas de escribir, Daniel no dejó de pensar en la chica y en cómo le había mentido. Se apiadó de ella por lo difícil que le estaría siendo sobrevivir sola en la ciudad, complaciendo los requerimientos de tantos hombres como había holgazaneando y sin trabajo. Pero no entendió los motivos por los que le mentía. Quizá Adela comenzaba a sentir algo por él y se avergonzaba de que conociera su verdadera vida. O quizá era otra cosa.

Daniel terminó de ordenar unos informes y los colocó verticalmente en los ficheros rectangulares como le habían enseñado. Terminó su trabajo más temprano que cuando era un simple operario y, al salir y mirar el reloj, no supo en qué emplear tanto tiempo que le sobraba hasta que volviera a casa para prepararle la cena a su anciana madre. Paseó por un parque cercano y, en el lago que había en su centro, contempló a unos patos escuchimizados y hambrientos aleteando sobre el agua. Apenas había niños que rondasen por allí. Apenas había jóvenes puesto que la mayoría se encontraban luchando en el norte o en el centro del país. Daniel se sentó en uno de los bancos, introdujo una mano en el bolsillo interior de la chaqueta y extrajo su cartera de piel. En su interior, bajo una de las solapas, guardaba una fotografía doblada. La sacó, la desdobló y la observó con detenimiento. Entre sus manos, el rostro sepia de Rosa Dosaguas sonreía con un gesto infantil. Recordó haber robado esa fotografía del interior de la casa de los Dosaguas hacia el año 1934, poco antes de que Enrique Rialme regresara al pueblo y conquistara el corazón de Rosa. Aquel día, Daniel saltó el muro del jardín de los Dosaguas, se introdujo con facilidad en el salón, puesto que solían dejar abierta la puerta acristalada, y mientras Jaime trabajaba en la vaquería y el viejo Marcelo dormitaba sobre la camilla ambulante aparcada al fondo del salón, junto a la cocina, Daniel registró en los cajones y en los armarios en busca de una fotografía de Rosa que pudiera conservar. Encontró muchas, decenas de ellas, ya que Lucía practicó mucho con la vieja cámara de Pierre Dumonde antes de marcharse del pueblo. Pero Daniel tomó una bien distinta. No era de las que hizo Lucía sino una que Rosa se hizo en un estudio fotográfico de la ciudad poco antes de la boda de su hermano Jaime con la infortunada Gertrudis Valiente. Encargó varias copias ya que quería enviar una de ellas a su madre Lucía para que viera cómo crecía en su ausencia. El resto las regaló y, la última la colocó en un pequeño portarretratos junto a la chimenea. Daniel la sacó de su

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marco, la escondió bajo la ropa y salió de la casa por donde había entrado con cuidado de no despertar a Marcelo Dosaguas. Desde entonces, Daniel llevaba junto a su corazón la imagen de Rosa Dosaguas a los trece años, mostrando el rostro delicado y frugal que mantuvo toda su vida.

Esa noche, después de que su madre se durmiera, Daniel golpeó de

nuevo a la puerta de la joven Adela Fuentes. Ella abrió y él entró. Bajo la luz tenue de la cocina, Daniel Lisia observó con pudor el rostro de Adela. Las finas y delicadas mejillas que él acarició la noche anterior, y que tanto le recordaban a las de Rosa Dosaguas, aparecían ahora inflamadas y amoratadas como si alguien le hubiera dado una paliza. Daniel se asustó, la acercó a él en un abrazo y le pidió que le contara lo que había sucedido. Pero Adela sólo le dijo que era preferible no saberlo. Después de eso, durmieron juntos y, aunque Adela no pudo alejar de su mente la imagen de su agresor golpeándola con un pisapapeles de escritorio, a Daniel poco le importó. Llegada la madrugada, Daniel se vistió para regresar a su casa. Adela se quedó tumbada en la cama tapándose el rostro con la punta de la sábana, avergonzada de que Daniel pudiera verla así. Le confesó que necesitaba dinero para saldar una deuda y que no sabía a quién acudir pero que entendería que él se negase porque no podía darle una respuesta. Daniel terminó de abrocharse el botón del cuello de la camisa y le lanzó sobre la cama unos billetes. Adela los recogió en el cajón de la mesilla de noche y le dio las gracias pero no pudo contener las lágrimas. Daniel, percatándose de ello, se sentó sobre el colchón y la acercó a su lado, le acarició el pelo y le dijo que no se preocupase.

Al día siguiente, Daniel no encontró a Adela en la casa. La buscó por

la calle, por el parque y en los cafés de peor reputación de la ciudad pero nadie la conocía. Preguntó a las vecinas del edificio, con el suficiente disimulo como para que ellas no sospecharan nada acerca de su relación y corrieran a contárselo a su madre. Caminó desorientado y tuvo tiempo para recapacitar. Fue entonces cuando Daniel comenzó a pensar que quizá ella no le había mentido.

Días después, Daniel seguía sin noticias de Adela. Revisó los diarios atrasados buscando alguna noticia que pudiera tener relación con la chica (algún accidente, una hospitalización, una detención…) pero no descubrió nada; encontró a una muchacha que la había conocido pero se limitó a negar que supiera algo de ella y echó a correr por la calle; e incluso preguntó en una parroquia cercana por si había acudido buscando

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ayuda. Pero había desaparecido por completo. Desorientado en la búsqueda y ansiando las secretas caricias nocturnas de Adela, Daniel se vio sorprendido por otro acontecimiento inesperado: la llegada de su hermano Marcos Lisia.

Ocurrió un miércoles a mediodía. Mientras comía solo en la cocina, soportó los quejidos de su madre quien, desde la habitación, gritaba desconsolada pidiendo que la matara para no tener que sufrir tanto dolor en las piernas. Daniel sabía que exageraba pues el doctor les dijo que nunca volvería a tener sensibilidad en las extremidades inferiores y que ni siquiera le dolerían, pero aguantó estoico sus lamentos y, cuando terminó de comer, entró en el cuarto para ver si necesitaba algo. Candela le pidió que fuera a comprarle sus medicinas porque, de lo contrario, no podría dormir y pasaría la noche en vela. Daniel le prometió hacerlo y le dijo que aprovecharía a pasear un rato antes de volver al trabajo en las oficinas. Candela se quedó aliviada por la atención de su hijo Daniel aunque el verdadero propósito de éste era continuar con la búsqueda que le obsesionaba. Recorrió varias calles hasta la botica donde compraba las medicinas de su madre y tuvo que hacer cola. Delante de él, un hombre de aspecto adinerado, tocado con un enorme sombrero de copa, conversaba en voz extremadamente baja con el boticario disimulando cada ver que aparecía la joven farmacéutica que le ayudaba. De soslayo, Daniel Lisia captó parte de la conversación de los hombres y se vio cautivado por la curiosidad. Después de comprar las medicinas, salió a la calle y tomó un tranvía que le condujo a las afueras de la ciudad. Descendió al final de una calle sucia sin casas. Las pocas que quedaban en pie parecían haber sido tocadas por la guerra aunque ésta no había llegado hasta allí. Las basuras se acumulaban en los flancos junto a escombreras de las que salían gatos hambrientos que bufaban al paso de Daniel. Cerca de allí, habían instalado unos barracones de feria que pertenecían a un circo ambulante de gitanos. Aunque esa era una de las zonas más pobres de la ciudad, los hombres más adinerados llevaban a sus hijos para que se divirtieran en las atracciones mientras ellos participaban en apuestas ilegales y peleas de gallos. Daniel se introdujo entre los puestos de feria y de tiro al blanco. A pesar de que la guerra mantenía a la mayoría de la población en la absoluta hambruna y pobreza, todavía había gente dispuesta a gastar unas monedas en las atracciones como demostraba el hecho de que, a mediodía, la feria se encontrase llena de gente. Muchos paseaban dejándose llevar por las luces y las sirenas de los tiovivos, otros se perdían en las zonas de más

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humo entre el bullicio y el manejo de billetes, o en los barracones oscuros del placer. Daniel Lisia persiguió los rostros de aquellas gentes desconocidas tratando de encontrar un gesto, un arqueo de ceja que le descubriese a un mal nacido que supiera algo de Adela. Pero antes de conseguirlo, escuchó a un grupo de personas que, desde la lejanía, cantaba marchas militares. Tanto le intrigó que Daniel salió a un costado de la feria desde donde se veía el descampado que terminaba en nada y esperó a que el grupo se acercase. Cuál fue su sorpresa al descubrir que, encabezando al grupo, se encontraba su hermano con un fusil y varios macutos entre las manos. Se quedó en pie aguardando a que Marcos se acercara y cuando éste vio a su hermano pidió al grupo que se detuviera y, separándose de ellos, corrió a abrazarlo.

Marcos Lisia había cambiado mucho desde que ambos, con su madre

malherida, abandonaron el pueblo perseguidos por sus vecinos republicanos. Su rostro se había alargado evidenciando su delgadez y sus facciones se habían endurecido al afeitarse la cabeza. Tenía un cráneo redondeado y perfecto, tan bello como el resto de la cara y Marcos lo sabía y alardeaba de ello. La vida militar le había curtido y su atractivo rezumaba ahora a través de los músculos. Ya no era el cuerpo de un capataz fuerte azuzando a los campesinos sino el de un militar cruento orgulloso de sus hazañas. Daniel lo admiraba, más ahora que nunca. Se abrazaron durante largo rato hasta que Marcos preguntó por el estado de su madre. Daniel le explicó el numerito que le había montado a la hora de comer y ambos rieron, pero no quiso mencionarle aún su propósito de abandonar la ciudad. Era demasiado pronto para hacerlo. Marcos le presentó a los compañeros de patrulla a los que dirigía y le explicó que, de acuerdo con las órdenes recibidas, debían agruparse en el cuartel militar hasta que llegasen los refuerzos con los que irían al norte para recuperar posiciones. Caminaron calle arriba y, pese a sentir la seguridad de la ciudad, encontraron un paisaje parecido al que habían dejado atrás en el frente.

Fue al pasar junto a una de las barracas de la feria cuando Daniel descubrió a Adela Fuentes. En lo alto de la barraca, en un cartel de madera con letras escarlata de dos palmos se leía “Esmeralda la cíngara, lectura de manos”. En la parte trasera, junto a la puerta entreabierta de la barraca, Adela Fuentes, vestida como una gitana, fumaba un cigarrillo. Alrededor de su cuello pendían varios collares multicolores y sus facciones se habían endurecido por el maquillaje en los pómulos y las

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pestañas. Pero Daniel no tuvo duda, era ella. Pasaron muy cerca de su lado pero Daniel ni siquiera miró en la dirección en que ella se encontraba para que su hermano Marcos no se diera cuenta de que observaba a la muchacha. Ella, ensimismada y con la cabeza gacha, chupaba del pitillo en lo que parecía ser un descanso antes de entrar de nuevo en la caseta. Avanzaron por la calle y desaparecieron en una algarada de vivas sabiendo que esa noche dormirían en camas blandas.

El encuentro de Marcos Lisia con su madre Candela no se hizo

esperar. Daniel hizo caso a su hermano y mantuvo en secreto que lo había visto llegar cerca de la feria para, de este modo, sorprender a la anciana, lo que finalmente benefició a Daniel ya que no quería que su madre se enterara de que la había mentido y andaba por esa parte de la ciudad. Y aunque la casa cambió cuando Marcos entró por la puerta, la felicidad no alcanzó a Daniel quien no dejó de pensar en Adela y en lo que podría estar haciendo en una barraca de feria disfrazada de gitana.

En los días que siguieron, aprovechando que Marcos consiguió un permiso antes de marchar al frente del norte, Daniel permaneció junto a su hermano durante todo el tiempo. Pasearon por la ciudad, se reunieron en los cafés con otros militares del cuartel, conocieron chicas y hablaron del pasado en el pueblo, cuando todavía vivía su padre, el poderoso Juan Lisia. Marcos demostró haber canalizado su rencor, conservaba la ira de su juventud pero la dirigía de forma mordaz contra sus enemigos, que eran muchos. Estaba dispuesto a vengar la muerte de su padre y a desacatar las órdenes de sus superiores si era necesario. Una de esas tardes, estando ellos dos solos en un café, Marcos le contó a Daniel su propósito de regresar al pueblo. Llevaba tiempo planeando su venganza y soñaba con recuperar su casa, sus tierras, las montañas del pueblo. Tan solo tenían que expulsar a los escasos republicanos que quedaban allí ahora, tal y como le había explicado uno de los vecinos que cambió de bando y se unió a las tropas de Franco. También le dijo que los Dosaguas no habían superado la crisis del comienzo de la guerra y que Marcelo apenas respiraba tras la segunda apoplejía. Daniel bajó la cabeza y le preguntó si era posible atacar el pueblo. Pero Marcos no podía asegurarlo. Según se había filtrado en el cuartel, cuando llegaran los refuerzos avanzarían por el norte hasta el País Vasco, alejándose del pueblo. Ese era el único problema. Pero le dijo que conocía gente dispuesta a unirse a él si desertaba y atacaba el pueblo. En los días que siguieron no volvió a discutirse el tema pero Daniel le estuvo dando

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vueltas en su cabeza. Quizá era la oportunidad que esperaba y quizá si su hermano aceptaba a llevarle con él su madre no se disgustaría de que hubiera encontrado a una señora para que la cuidara en su ausencia.

Por las noches, mientras creía oler el perfume de Adela descendiendo del piso vacío de arriba, Daniel pensó en esa pequeña posibilidad que le facilitaba la huida y se llenó de aliento.

Empezado el mes de junio de 1937, Daniel Lisia se excusó en el

trabajo alegando un fuerte dolor de estómago y tomó el tranvía que conducía a las barracas de feria. Tuvo que hacerlo de ese modo para que su hermano no se enterara. En el fondo, Daniel temía que le tomase por un idiota que se había enamorado de una prostituta y, aunque aún dudaba si Adela le dijo o no la verdad, no soportaba que su hermano le robara las chicas que le interesaban. Como ocurrió con Rosa Dosaguas.

Descendió del tranvía con un sombrero claro entre las manos y caminó entre la basura que se amontonaba en los bordillos hasta encontrar la barraca en cuyo cartel se leía “Esmeralda la cíngara, lectura de manos”. Pensó en llevar un sombrero ya que con él podía pasar desapercibido y sorprender a Adela cuando extendiese las palmas de sus manos ante ella. Ese día, había menos gente que la vez anterior rondando la feria por lo que Daniel no se colocó el sombrero hasta estar en la misma entrada de la barraca. Parecía sacada de un libro de ilustraciones con toda la fachada recargada de colores y de vestidos gitanos colocados a modo de toldo. Daniel dudó antes de entrar pero, aprovechando que no tenía a nadie esperando delante de él, se introdujo en la barraca. Automáticamente, un olor profundo a almizcle y canela se le atragantó en la nariz hasta casi impedirle respirar. Avanzó por un pasillo aterciopelado, decorado con cuadros que representaban a grupos de gitanos acampados en bosques, y encontró una cortina de abalorios al fondo. La apartó provocando un tintineo y se sentó en una silla de mimbre que había ante una mesa, calándose el sombrero para no ser reconocido en una primera mirada. De la oscuridad salió un cuerpo de mujer que se sentó ante él. Daniel había extendido las manos sobre la mesa con las palmas apoyadas sobre el mantel rojo que la cubría de modo que la mujer, sin decir palabra, se limitó a voltear las manos de Daniel para poder leer las líneas de sus palmas. Bajo el ala del sombrero, Daniel Lisia descubrió el rostro de Adela Fuentes sobrecargado de maquillaje. Levantó la cabeza y la sorprendió. Ella soltó las manos de Daniel y las retiró a su regazo como si tratara de protegerse pero, sin llegar a

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levantarse, clavó la barbilla en su pecho y rompió a llorar. En su rostro se desdibujaban las huellas de nuevas palizas. Daniel rodeó la mesa, hincó la rodilla en el suelo y la abrazó. La levantó, la sacó por la puerta trasera de la barraca donde ella solía fumar y cruzaron la calle por donde pasaba el tranvía. De camino, Daniel sacó un pañuelo del bolsillo y le limpió el maquillaje de la cara. Aun así, no evitaron las miradas desdeñosas e inquisitivas de los pasajeros del tranvía, ni las de las vecinas del edificio donde ambos vivían, en pisos separados aunque en un mismo lecho. La desnudó, hizo un ovillo con las ropas de gitana y lo tiró al cubo de la basura. Le lavó todo el cuerpo y permaneció junto a ella sin preguntarle nada. Y ella tampoco aplacó su enorme curiosidad.

Con disimulo, aunque sin poder evitar una amplia sonrisa cruzándole

el rostro, Daniel Lisia entró en su casa y encontró a su hermano Marcos jugando a las cartas con su madre Candela. Los dos le miraron y se sorprendieron de que se uniera al juego, ya que nunca lo hacía.

En mitad de la noche, Adela se levantó inquieta para fumar un

cigarrillo en el balcón. La ciudad se mantenía detenida como si la guerra no existiera. Entre todos habían creado una mentira cotidiana tan oportuna que a veces llegaban a creérsela. Adela lanzó la colilla a la calle y miró cómo caía pasando por la ventana de Daniel. Luego deambuló por la minúscula sala de estar. En un tarro de cerámica guardaba las llaves de la casa. Las sostuvo entre los dedos y sonrió. Todavía las conservaba pero ya no le pertenecían. Eran el pago de su deuda. Su casa se había esfumado por completo pero era el precio que la liberaba en gran parte de su maltratador. Sólo tenía que esperar o huir.

Unos días después, Marcos Lisia recibió órdenes de dirigir un grupo

de hombres hasta el País Vasco donde se unirían a los milicianos para tomar el norte y expulsar a los republicanos más allá del mar. En la penumbra del cuarto, se despidió de su madre con un fuerte beso y ella protestó por su aspecto tosco, casi salvaje. Marcos sonrió y afirmó que era exactamente lo que pretendía. Después, en la calle, abrazado a su hermano pequeño, Marcos comenzó su despedida asegurándole que había decidido cumplir su propósito. Daniel no encontró palabras para explicarle lo que él mismo había planeado acerca de su madre y de su huida al campo. Ya no soportaba la ciudad por más tiempo y lo único que le retenía eran las noches secretas con Adela Fuentes. Pero temía

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confesárselo y que se disgustara. De jóvenes fueron muy parecidos pero ahora estaban distantes. La guerra había hinchado a Marcos Lisia hasta el punto de creerse invulnerable y Daniel lo veía como un matiz en su contra. Por eso, no le dijo nada. Regresó a la casa y entró en el cuarto de su madre. Ella lloraba y se quejaba del dolor en las piernas como antes de llegar Marcos. Y entonces, Daniel pensó que su vida se repetía. Y no pudo soportarlo. Salió de la casa y, a zancadas, subió las escaleras que llevaban al piso de arriba. Adela le abrió la puerta y ambos se sentaron en el balcón que daba a la calle. Adela miraba por encima de los tejados de las casas cercanas, más allá de las nubes, mientras que Daniel no podía despegar los ojos de los vehículos que atronaban la calle y que le desquiciaban lentamente. Apoyó su cabeza en el hombro de ella y permanecieron en silencio. Hasta que Adela le pidió que se marcharan, que la liberara de ese mundo. Daniel le miró a los ojos y vio en ella la oportunidad buscada. Pensó que con su apoyo sería más fácil escapar de todo y de todos. Por un instante no le importó la reacción que pudiera tener su hermano o su madre. Daniel se levantó de un salto y le dijo a Adela que preparara una bolsa con lo imprescindible y que le esperara. Después, corrió escaleras abajo y atravesó las calles que llevaban hasta la casa de la mujer que, una vez por semana, limpiaba en su casa. No tuvo que convencerla, no fue necesario, su recompensa (la casa) bien valía el precio de sus servicios. Daniel Lisia regresó corriendo y entró en el cuarto de su madre. Cuando le contó que se marchaba a la guerra con su hermano ella no pareció disgustarse. Lloró pero no montó el escándalo que él esperaba. Así que, después de todo, Daniel lamentó no haberse decidido antes.

Adela Fuentes siguió los pasos frenéticos de Daniel Lisia a través de

la ciudad en busca de la libertad, tan alegre que ni siquiera le preguntó cuál era el plan. Caminaron hasta las afueras, muy cerca de la estación del tren. Adela se ilusionó con la idea de montar en tren ya que nunca lo había hecho pero, al llegar allí, se dio cuenta de que Daniel tiraba en otra dirección. Adela se detuvo y Daniel con ella. Él pudo entender que Adela se disgustara cuando le preguntó por qué se alejaban de la estación si allí estaba su salida. Y cuando él dijo: Vamos a unirnos a mi hermano, ella no pudo sino guardar silencio, sintiéndose traicionada.

Hasta que alcanzaron al destacamento militar, detenido a unos dos kilómetros de distancia para descansar, Adela Fuentes pensó haberse equivocado. Creyó ver en Daniel Lisia a un enamorado pero no encontró

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más que a un déspota que deseaba experimentar el rencor de la guerra. Ella no conocía al hermano del que Daniel tanto hablaba pero había coincidido con demasiados militares como para desear estar junto a alguno de ellos. Los detestaba pero quería a Daniel. Al menos pensaba que le quería porque él la había ayudado sin pedirle explicaciones y eso hablaba en su favor. Pero Adela sabía que ya no existía posibilidad de vuelta atrás. Prefería no pensar lo que le esperaba en la feria si volvía y, de no hacerlo, de pocas maneras podría salir adelante. Por eso, ese día, vio ante ella una única opción y la tomó, con todas sus consecuencias. Eligió escapar con Daniel Lisia.

Fueron los militares los que avisaron a Marcos Lisia al ver que dos

personas se aproximaban corriendo a los camiones. Levantaron los fusiles y les advirtieron que no se acercaran. Marcos Lisia, que orinaba en el linde del camino, se aproximó al camión desde el que apuntaban sus hombres, reconoció de inmediato a su hermano pero no a la preciosa joven que le acompañaba, y ordenó a los militares que bajaran las armas. Daniel y Adela se unieron al grupo y los militares les hicieron un hueco en la parte posterior del camión sin poder evitar la sorpresa y los rumores cuando Marcos Lisia, contraviniendo las órdenes, aceptó que la mujer les acompañase. Cuando se pusieron en marcha, Marcos se recostó en el asiento de la parte delantera del camión con los pies sobre el salpicadero y trató de dormir. En la privacidad de sus párpados Marcos Lisia trató de descubrir con quién guardaba parecido la joven que había traído su hermano. Y no pudo evitar un respingo cuando reconoció en ella la palidez del rostro de Rosa Dosaguas, a la que deseaba y sobre la que ansiaba venganza.

Días después, los camiones se detuvieron en una depresión del

camino al resguardo de unos montículos de tierra que, en forma de diminutas laderas, formaban un manto vertical que les protegía del viento raso que azotaba la zona. No pudieron evitar, sin embargo, una nube polvorienta que, cada cinco minutos, se abalanzaba sobre ellos en forma de remolino paralizando sus movimientos por la violencia de su azote y cegando sus ojos con partículas de polvo. Pese a todo, fueron conscientes de que aquél era el lugar más adecuado para acampar y así lo hicieron. Muy cerca de allí, detrás de los montículos de tierra, existía un delgado riachuelo que les suministraba agua fresca con la que beber y asearse; y, un poco más allá, se encontraba el cruce de caminos de dos carreteras

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comarcales por el que debía pasar el resto de los camiones militares que, bajo el mando de Marcos Lisia, se unirían a la ofensiva del norte. A la espera de que llegara el resto de los camiones, que tardarían unos tres días, los hombres de Marcos Lisia se dispersaron por la zona para investigar si había algún núcleo de población cercano en el que pasar las veladas, mientras un reducido grupo, entre los que se encontraba el encargado del radiotransmisor y el propio Marcos, vigilaban el campamento y los camiones.

Entretanto, Daniel Lisia y Adela Fuentes permanecían protegidos del viento en el interior del camión en el que llegaron, levantando castillos en el aire. Se colocaron en el fondo del camión lo más lejos posible de la entrada, donde caía desplegada una lona ajada de color verde que impedía la entrada del polvo, y se tumbaron sobre unas mantas, muy juntos uno frente al otro. Daniel estuvo observando las líneas de las palmas de Adela como si fuera a leerle las manos. Le aseguró una larga vida colmada de felicidad y de hijos, un buen marido (al decir esto él arqueó la ceja y le lanzó un beso para que quedara claro que se refería a él mismo), una casa de dos plantas con huerto propio y un coche moderno en el que pasearla. Adela se quedó triste, como si la broma no le hubiera hecho gracia, por lo que Daniel se limitó a guardar silencio y a observarla, tratando de desentramar los misterios que ella le ocultaba.

Apartados de los camiones, recostados en la pendiente de arena que formaban las laderas, Marcos Lisia y el encargado del radiotransmisor se quitaron las camisas y, con el pecho descubierto y los antebrazos bajo el cuello para apoyar la cabeza, aprovecharon a tomar el sol. De cuando en cuando, una volada de aire les provocaba un escalofrío en todo el cuerpo que trataban de mitigar bebiendo vino y riendo. Estuvieron contando chistes y hablando de mujeres hasta que Marcos Lisia consiguió su propósito. Lo había planeado minuciosamente durante todo el trayecto y ahora que veía sus buenos resultados se regocijaba interiormente y luchaba mentalmente para no exteriorizar una satisfacción que pudiera delatarle. Como esperaba, de tanto exceso, el encargado del radiotransmisor comenzó a sentir un fuerte dolor de vientre al tiempo que el rostro se le volvía blanco y sudoroso. Comentó que se sentía mal y, entre retorcijones, se alejó por detrás de la ladera para aliviar sus necesidades mayores. Cuando Marcos Lisia lo perdió de vista, por un buen rato, miró a todos los lados para asegurarse de que nadie le observaba. Después, se escabulló hasta el lugar en el que, en el interior de uno de los camiones, protegían el radiotransmisor, auténtico tesoro de la

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ofensiva ya que gracias a él se comunicaban con la ciudad, recibían instrucciones precisas de a dónde debían dirigir sus pasos en la ofensiva conjunta del norte y coordinaban el ataque con los bombardeos aéreos de la Legión Cóndor. Bastaba con inutilizar el radiotransmisor para que Marcos Lisia, afirmando conocer las líneas generales del ataque y las pautas que solían ordenarse desde el puesto de mando, condujera a sus hombres a un lugar distinto del debido que, en su opinión personal, era imprescindible recuperar. Conseguiría así su propósito ansiado, su mayor reto personal… los dominios de los Dosaguas.

Marcos Lisia destrozó el radiotransmisor golpeándolo con una barra de hierro. Se ensañó para no fallar. Salió de espaldas del interior del camión con la prueba de su delito en la mano. Se encaminó a la ladera donde se encontraba el hombre del radiotransmisor y le buscó. Éste se quejó de que le estuviera observando mientras hacía sus necesidades, de modo que Marcos, bromeando con él, esperó a que acabara, escondido en una de las elevaciones. El hombre se puso los pantalones y salió mareado. Vio la barra de hierro y le preguntó para qué la quería. Marcos puso la barra en la mano del hombre y le obligó a sostenerla. Después gritó tan alto como pudo lanzando acusaciones contra él. El hombre no entendía su juego pero obedeció. Entonces, Marcos desenfundó el arma y le disparó a bocajarro. El radiotransmisor abrió la boca ensangrentada y cayó al suelo. Desde un lado, Daniel Lisia había presenciado toda la escena.

Marcos se acercó a su hermano y le amenazó con el arma. Le pidió que se callara si no quería probar el sabor del acero caliente. Daniel le maldijo y volvió al camión con Adela. El resto de los hombres no tardaron en acudir al lugar alertados por el disparo. Marcos Lisia les explicó que el radiotransmisor se había vuelto loco y había destruido el aparato de radio. Él no había tenido más remedio que matarle, porque ahora se quedaban indefensos e incomunicados con el puesto de mando. Pero por dentro, estaba riendo.

Llegaron a un lodazal cerca de un lago y detuvieron los camiones.

Hicieron fuego para calentar unas latas de comida y pasar la noche. Cada hombre tenía sus tareas de modo que se organizaron. Daniel salió con unos cubos en busca de agua potable, por lo que tardaría un rato en volver. En un descuido, Marcos Lisia buscó a Adela Fuentes. La encontró en el interior del camión, sola. Adela le vio venir y, temiendo sus intenciones, salió del camión. Marcos la acorraló junto a la puerta de la cabina del conductor y la obligó a subir al techo del camión. Adela quiso

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gritar pero él le tapó la boca con la mano y la amenazó con dañar a Daniel. Introdujo en la boca de Adela el pañuelo con el que él a veces cubría su cabeza afeitada y ella calló. La tumbó sobre el techo del camión y la desnudó de cintura para abajo. La cabeza pelada de Marcos Lisia brillaba al reflejo de las hogueras mientras sudaba y penetraba a Adela. Ella, con los ojos llorosos, se mordía la lengua. Unos minutos después, Marcos Lisia acabó y la lanzó desde lo alto. El cuerpo de la joven chocó contra el suelo blando, cerca de los lodazales. Se vistió, se arregló el pelo y volvió al camión. Cuando regresó Daniel ella no quiso salir a cenar. Los hombres se burlaron aduciendo que tendría dolor de cabeza. Daniel miró a su hermano y vio en sus ojos un brillo malsano que conocía y que no le gustaba en absoluto.

Dos días después, Marcos volvió a buscar a Adela en ausencia de su hermano Daniel. Ella siguió callando. Y sufriendo por dentro. En el vacío al que miraba podía distinguir la forma de las llaves de su casa y se dijo a sí misma que uno nunca escapa de aquello de lo que huye. Se resignó. Porque no quería enfrentarse a Marcos.

Poco a poco, Daniel Lisia fue perdiendo interés en Adela. La

encontraba ausente, menos pasional, nada cariñosa. Se preguntaba si en realidad era porque ella no le quería. Nunca debió quererle. Tan solo era la coartada que ella precisaba para escapar de la ciudad. Y ahora que lo había conseguido poco podía él ofrecerle. Ya no se mostraba satisfecha. Crecieron los silencios, el espacio entre sus cuerpos, se distanciaron las caricias y se agotaron los besos.

VI: El fuego y las oquedades del alma. Junio 1937. Todos sus hombres pusieron reparos, de modo que Onésimo Dechent

avanzó hacia el cordero empuñando un cuchillo con hoja de sierra de quince centímetros y rebanó el cuello del animal con sus propias manos. Un tajo certero y rápido, sin tiempo a que el animal oliera sus intenciones. Apenas se movió de su sitio. Se le plegaron las patas delanteras y cayó sobre el hocico. Los ojos vidriosos del animal observaron a todo el grupo y los hombres se sintieron incómodos hasta el

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punto de creer ver sus rostros reflejados en aquellos ojos espejados que les acusaban no de ese sino de tantos otros crímenes espantosos que acumulaban en menos de un año. Tres de ellos experimentaron el mismo acto reflejo: un hormigueo por los brazos (como si caminara sobre ellos una araña de patas enormes) les obligó a sacudirse medio cuerpo con las manos, sintiendo el asco metido en la piel.

Dispersos en un círculo errático que rodeaba al cordero y a su asesino, la tropa de Onésimo Dechent guardó silencio. En apenas dos minutos les alcanzó la tarde y todo se oscureció dejándoles aún más solos de lo que ya estaban; en medio del camino entre dos carreteras secundarias a cientos de kilómetros de la capital y a decenas de cualquier pueblo conocido. Al cordero lo encontraron dando vueltas sobre sí mismo, con una cuerda anudada alrededor del cuello; tan solo era fruto de la suerte. Buena para ellos que cenarían calientes, mala para el anterior dueño del animal, que yacía unos metros más atrás apoyado en las ruinas de un muro de ladrillo de lo que debió ser en otro tiempo un granero. Onésimo Dechent tuvo claro que no lo era, por la distancia que lo separaba de cualquier otra cosa, de un mínimo signo de vida civilizada. Pero fuera lo que fuese, ya sólo servía para apoyar la nuca torcida de un hombre que debió perderse en algún momento, que fue asaltado por desconocidos (o conocidos) y que ahora yacía muerto boca arriba, con la cara desencajada por el calor de los días y por haber servido de alimento a cuervos y alimañas del campo. La camisa, rasgada a mordiscos de rata, mostraba el pecho abierto. La carne. Los huesos. Pero el cuerpo del hombre quedaba más atrás del círculo meditabundo que trazaban y la tarde les evitaba el resto, tener que ver las formas horrendas de la muerte.

Rodeando al cordero, Onésimo Dechent se volvió mirando a sus hombres con desprecio, mientras el cuchillo chorreaba todavía sangre. Les tachó de cobardes. No eran capaces de aniquilar ni a un animal; actitud que les hacía un flaco favor. Escupió sobre la arena manchada de sangre y tironeó de una de las patas del cordero para despiezarlo. Escuchó, tras él, los aspavientos de sus hombres mientras lo hacía. No pudo hacer otra cosa que empuñar el cuchillo hacia ellos y mostrarles con desprecio cómo iba despedazando al animal, del mismo modo en que sería capaz de hacerlo con ellos si no lucharan en su mismo bando. Después se retiró del grupo hasta el muro de ladrillos y fue recogiendo pedazos de madera desperdigada de lo que habían sido los marcos y puertas de aquella construcción indefinible. Los apiló en medio, partiéndolos cuando fue necesario. Uno de los hombres, Eduardo

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Ventosa, le ayudó. Lanzó los palos con furia e introdujo entre la madera grandes bolas de papel para prender el fuego. A la luz de las llamas, los ojos de Onésimo parecían más negros y vitriólicos. Los de Eduardo Ventosa, de un verde comprensivo, le daban la razón. Mándelos a paseo, mi general. Onésimo asintió con la cabeza.

Horas más tarde, cuando la mayoría de los hombres cedió a sus

recelos y se acercaron al fuego para calentar sus piernas entumecidas, Eduardo Ventosa buscó el rostro y el oído de Onésimo para encontrar algo de privacidad. Los rostros de sus compañeros parecían dormidos, relajados y ausentes, pero Eduardo Ventosa tuvo la certeza de que les espiaban. Continuamente. Todos ellos seguían al general Dechent pero la mayor parte desconfiaba. Conocían la amistad que le unía a los generales Gumersindo Hinni y Manuel Goded; las directrices estudiadas y calculadas para mantener el equilibrio de poder entre los mandos; las instrucciones precisas de atravesar los valles del norte antes de alcanzar el frente. Y le temían. Porque no contaba con sus hombres sino consigo mismo para conseguir todo aquello que se le encomendara. Ellos eran cuidadosamente prescindibles. Si fallaban, o faltaban, serían sustituidos por otros que enviarían desde los alrededores de Madrid para relevarles. Algo se había fraguado ya, algo que protegía los pasos de Dechent hacia el norte. Siguió así, poco pendiente de los quejidos que ellos daban, de sus reproches de caminar con el interior de las botas lleno de barro. Perdieron los camiones en los que viajaban por la explosión de una granada republicana, pocos días después de atravesar Burgos. Murieron cuatro hombres y tuvieron que dejar a dos más en una iglesia de Briviesca mientras los vehículos ardían. Y luego continuaron a pie. Día tras día, noche tras noche. Mermando los ánimos y creciendo la desazón.

Hace tres días que cumplió dieciséis años, dijo Onésimo Dechent a Eduardo Ventosa. Su voz sonaba queda, fúnebre, como si pesara la distancia. ¿A quién se refiere, mi general?, ¿A su hijo?, Dechent asintió; ¿Cómo se llama?; Ulises, su madre quiso que llevara el nombre de un héroe, alguien grande como su abuelo, el nombre de un militar de millares de hombres; Ulises. Bonito nombre. ¿Cuánto hace que no le ve, señor?; En septiembre hará un año. Un largo año de camino. Pero hacia dónde… Hacia dónde. Dechent bajó el rostro de modo que las llamas de la hoguera iluminaron el mentón y la nuez, resaltando sus trazos perfectos. Acercó su mano derecha y la sostuvo sobre las llamas, acercándola más y más al fuego. Apenas sintió el dolor. Sabía cómo

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superarlo. Le enseñaron bien en todos esos años. Luego se tumbó y rogó a Eduardo Ventosa que descansara un poco para el día siguiente. Y éste le obedeció.

Tres días más tarde, mientras los Junkers alemanes sobrevolaban sus

cabezas, los hombres de Onésimo Dechent suplicaron detenerse. Mostraron los pies llagados, las botas agujereadas y el peso que soportaban en las espaldas (ya que cargaban en enormes petates todo el material de guerra y las municiones que pudieron rescatar de los camiones incendiados). El general Dechent insistió en continuar, pero ellos se plantaron. Eduardo Ventosa le miró suplicante y le recordó, con sólo un gesto, todas las advertencias pasadas que le hizo acerca del ánimo de sus compañeros. Esperaba que Dechent cediera a las súplicas de los hombres, por una sola vez. Pero no lo hizo. Siguió adelante y a los pocos pasos se giró y amenazó con matarles, manteniendo el fusil en alto, si no se daban prisa. Lentamente, como niños que no quieren ir a la escuela, fueron arrancando y le siguieron. Pero a cada paso hundieron los ojos en la espalda de Dechent deseando que fueran puñales con los que acabar con él y liberarles de tan amargo periplo sin guerra. La mayoría querían luchar, deseaban batirse con los republicanos. Pero no hacían otra cosa que caminar y seguir subiendo, más y más hacia el norte. El frente, cada vez se encontraba más lejos, como indicaba la dirección de los aviones alemanes que rasaban sobre ellos tratando de determinar el bando al que pertenecían. Muchas veces, tuvieron que salirse del grupo y lanzarse a tierra porque los aviones se excedían en su descenso. Otras veces alzaron las manos en forma de saludo, con desgana y esperanza, creyendo que tal vez alguien diera parte e informara de que había un grupo perdido, sin comunicación directa con ningún puesto de mando, con instrucciones vagas, que caminaba y caminaba sin descanso dejando a un lado el fuego de los incendios.

Por suerte para todos, el destino les condujo hasta un pueblo de

pescadores. Lo imaginaron por el olor a salitre y el viento encarado, por el sonido lejano y murmurante de las olas, mucho antes de ver el relieve de las casitas de pescadores surgiendo en el horizonte o la costa escarpada de rocas. Lo supieron con certeza un día después, al encontrar un gigantesco campo de vides. Para atravesarlo, eligieron al azar una línea estéril, un sendero de unos tres metros de ancho entre las largas hileras de viñas plantadas; y caminaron por él como piezas perdidas en un

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enorme tablero de ajedrez, desde cuyos lados, cualquiera de ellos, podían mirar a lo lejos y sufrir un efecto óptico de lo que debía de ser el infinito, que se perdía por una línea de viñedos perfectamente equidistante de la otra. Mareados, no supieron a dónde mirar, hasta que aparecieron las casas.

Los vecinos del pueblo de pescadores les recibieron, en su mayoría,

con los brazos abiertos; sedientos de noticias acerca del avance nacional, interrogaron a los recién llegados sobre de las posiciones ganadas a la República. Sin embargo, éstos, tan cansados como estaban y tan perdidos como pensaban encontrarse, poco pudieron contar. Mostraron sus rostros afectados y macilentos, cabizbajos y con los hombros hundidos por el desánimo; se limitaron a mirar con temor a su general Onésimo Dechent, quien tomó la determinación de hablar por todos ellos. Su rango le legitimaba a hacerlo. Después de una explicación somera, les alojaron en un edificio bajo y rectangular que antes de la guerra había sido la lonja de pescadores, cerca de la orilla de la playa donde atracaban las barcas. Hacía ya un año que no lo utilizaban para vender pescado. Su economía era de subsistencia, apenas comerciaban ya con los pueblos vecinos y la mayoría de los pescadores jóvenes luchaban en el frente. Los de más edad, teniendo en cuenta que el excedente de pesca se echaba a perder, optaron por dedicarse a otra cosa: cultivar la tierra, ayudar en los viñedos o aguardar a que todo pasara.

En los días que siguieron, los hombres de Dechent se limitaron a escuchar el ruido lejano de las bombas cayendo. Desapareció el olor de las vides y de la tierra, incluso a salitre de mar, y un espeso humo negro, procedente de tres laterales diferentes lo sustituyó todo extendiéndose por todas partes conforme aumentaban las llamas de los incendios que se vislumbraban en el horizonte. Por este motivo, el general Dechent supo que estaban más cerca del frente de lo que imaginaba, lo que le reconfortó. En pocos días llegarían los refuerzos, más hombres, armas y camiones para transportarles. Se salvarían de tanta inacción.

Avisaron a su puesto de mando por medio del telegrama que él mismo redactó y que un muchacho de trece años se encargó de transmitir desde la oficina de correos del pueblo vecino. Para ello, el chico corrió como un galgo aunque, según muchos que le conocían, no tan rápido como en otros tiempos conseguía correr un tal Dosaguas, al que lamentaban haber echado del pueblo. Onésimo pensó que se equivocaban si valoraban más la utilidad puntual de aquel hombre antes que su

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ideología. Ya que, como aquel muchacho demostraba con sus propias piernas, cualquiera es prescindible (o sacrificable) en un momento dado.

Dos noches después, el sonido lejano de los bombardeos despertó de

su sueño a Violeta Gandieta. Apretujó las sábanas entre los dedos nerviosos y las arrojó a un lado. Se levantó de la cama, se cubrió con la bata que siempre dejaba a los pies y se asomó a los cristales de la ventana para distinguir algo. Los destellos en el fondo de la noche indicaban que las bombas caían más al norte. Se llevó los puños a la boca y mordisqueó el gordo de sus manos temblorosas para tranquilizarse. No lo consiguió. Retrocedió hasta la cama, caminando de espaldas y sin apartar la vista del resplandor todavía lejano. Miró a su alrededor y pensó en su hijo Cosme que dormía en el cuarto de al lado.

Llevaban días escuchando las noticias acerca del avance de las tropas franquistas hacia el norte. Generalmente, las patrullas pasaban muy cerca del pueblo, bordeándolo, y eran pocos los que se detenían a aprovisionarse o a llenar garrafas de agua. Excepción hecha del grupo que había llegado esa semana y que se había instalado cerca de donde ella vivía, junto al mar. Los vio entrando y saliendo del edificio rectangular. Los notó inquietos, disgustados por tener que esperar, deseosos de lanzarse a la lucha. Y le repugnaron. Porque la obligaron a pensar en Darío, de quien no tenía noticias. Y aquello le dolió. No tenía miedo por las bombas (aunque sí la sospecha de que los aviones alemanes extraviarían alguno de sus proyectiles, que caería de pleno sobre casas equivocadas); tampoco temía al fuego (aunque se acercaba ganando terreno al horizonte); sólo temía a la soledad y al vacío, a tener que dar una mala noticia a su pequeño Cosme, o a tener que vestir siempre de negro. Por primera vez en mucho tiempo, Violeta Gandieta se llevó la mano al pecho y sintió el corazón acelerado y una profunda opresión. Se sentó sobre la cama fatigada y respirando con resuello. Tal vez todos los temores que vivió siendo una niña estaban a punto de materializarse. Tal vez la muerte se estuviera acordando de ella en ese instante en que visitaba y sorprendía a tantos hombres y mujeres que, quizá como ella, esperaban turno en la lista de la vida consumida; era como si se les obligara a rendir cuentas de manera conjunta y apresurada. Se tumbó en la cama y se cubrió con la sábana sin dejar de mirar el techo. Pensó en su madre y en el pueblo del que huyó una noche nevada con Darío

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Dosaguas. Pensó en la joven muerta por un coche de caballos. Y miró el resplandor maléfico que desplegaban las bombas.

Esa noche, tardó demasiado en dormirse. En las noches que siguieron, el ruido de los bombardeos se

intensificó. Distinguieron también el sonido de las hélices girando como locas y zumbando con las vibraciones de la cabina cuando perdían altura. Los Junkers alemanes rasaban el cielo y se precipitaban sobre los pueblos, cada vez más cercanos. Escucharon las explosiones seguidas del murmullo de lamentos. Y el silencio de la muerte acompañó al miedo de los supervivientes. Poco a poco, los nacionales se abrieron paso y acabaron con los últimos reductos republicanos que quedaban en la zona.

Preocupada por la salud de Violeta, la viuda Mercedes Sinde accedió a acompañarla en su creciente vacío. Preparó las ropas de sus dos hijas Magdalena y Rocío Termes, todavía demasiado niñas como para quedarse solas en su propia casa, y se instalaron las tres en uno de los dormitorios. Las pequeñas no supieron cómo ubicarse en la casa; la madre las alentó con un discurso que resaltaba ante todo la caridad y bondad que debían al prójimo; Cosme se alegró de tener a Rocío como compañera de juegos; y Violeta relajó la expresión contenida de su rostro. Se había congestionado cuando volvieron los dolores en el pecho pensando que el pasado podía volver a ella demasiado pronto. Pero no podían asegurarlo. Ninguna de ellas. De modo que las cuatro, y el pequeño Cosme, permanecieron encerrados en la casa vigilando cómo temblaban los vidrios de las ventanas, pensando que así sabrían la distancia que les separaba del terror.

Fue a mediados del mes de junio de 1937, coincidiendo cada día con

la llegada del atardecer, que el viento se levantó enfurecido y sopló incesante desde el interior hacia el mar, despejando el olor a humo. Cada vez que el viento llegaba al puerto, zarandeaba las barcas de los pescadores haciéndolas saltar sobre sí mismas, consiguiendo que se encharcaran de agua; y, cuando atravesaba el bosquejo de castaños, lograba que las ramas se agitasen histéricamente de forma tan violenta que emitían silbidos, como de dolor. Muchas veces, los vecinos no acertaban a distinguir si los silbidos eran de los árboles o los provocaba la caída de alguna bomba extraviada. Por eso, en el momento de oscurecer, se encerraban en las casas sin atreverse a salir, rutinarios, temerosos.

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Aunque creyesen que la guerra estaba ganada. Fue una de esas noches cuando llegó al pueblo una patrulla de soldados que avanzaba sin órdenes directas del ejército rebelde. Un grupo de hombres sin ley ni orden al mando de Marcos Lisia y su maldad eterna.

Entraron en el pueblo montados en unos camiones del ejército, tan sucios por el polvo y el barro acumulado de los caminos que no se distinguían las enseñas militares de sus flancos. No se molestaron en limpiarlos, como no se molestaron en asearse ellos mismos en todos los días que llevaban atravesando la mitad del país de pueblo en pueblo. Cantaban de manera desafinada, entre gritos alcohólicos, y se acompañaban del sonido de las bocinas. Despertaron a todos los vecinos que dormían y los que ya estaban despiertos se asomaron a las ventanas asustados. Alguien se apresuró en avisar al general Onésimo Dechent, pensando que aquellos hombres eran el refuerzo que esperaban. Pero las paradojas de la vida hicieron que no fueran refuerzo de nada, sino más bien lo contrario.

En apenas unos minutos, los vecinos del pueblo salieron de sus casas

y corrieron por las calles de un lado a otro para ver lo que ocurría. Se concentraron más allá de la plaza, cerca de los campos de vides. De un lado, los grotescos y sucios hombres de Marcos Lisia se agrupaban en torno a la luz que desprendían los faros de sus camiones. Del otro lado, los militares de la patrulla perdida de Onésimo Dechent aguardaban armados a que llegara su jefe. Éste, que apenas sí dormía, se vistió su chaqueta y salió de la casa. No se entretuvo en cerrar la puerta y avanzó por las calles con paso apresurado mientras unos y otros le observaban expectantes; su compañero Eduardo Ventosa le esperaba en una de las esquinas con expresión crispada, la boca entreabierta y los ojos desorbitados. Onésimo entendió en la expresión de Eduardo que algo importante se estaba preparando. Eduardo, asqueado ante la idea de tener que actuar, reparó en el brillo adormilado que desprendían los botones de la chaqueta de Onésimo. Pensó en la luna y se dijo que era triste.

La gente miró al resguardo de los rincones y, presintiendo algo malo, se dispersaron y se escondieron tan rápido como habían aparecido. Los camiones quedaron aislados delante de las vides; los hombres de Lisia, colocados en línea delante de los camiones, rompían con sus siluetas los haces de luz como si ésta hubiera sido mordida por las fauces de la misma maldad. Marcos Lisia apretó el brazo de su hermano con tal fuerza que le hizo gemir; le obligó a retirarse hacia donde se agrupaba el resto

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de los hombres y avanzó, para predominar. Marcos, delante de todos ellos, colocó los brazos en jarra y sonrió al ver que se acercaba aquél que debía ser el jefe en ese lugar.

Onésimo Dechent se colocó delante del hombre que lideraba al otro

grupo y le preguntó su nombre y rango. Marcos Lisia negó con la cabeza y permaneció velado en el anonimato.

El general Onésimo Dechent explicó que las órdenes eran muy precisas y no dejaban lugar a las interpretaciones. Debían esperar a los camiones, dirigirse hacia el norte y unirse al general Torres. El sureste debía quedar atrás, como el pueblo en el que pernoctaban. Dechent no alcanzaba a entender la razón por la que el hombre que tenía delante, sucio en descrédito de la milicia, quería desviarse de su objetivo hacia un punto prohibido, o al menos ignorado. Eran sus órdenes. Él estaba al mando. Qué pretendía con su actitud rebelde, con esa sonrisa mordaz. Dechent dejó de mirarle a los ojos y dirigió sus palabras al resto del grupo, consciente de que si transmitía su autoridad a los otros hombres encontraría menos resistencia del que parecía liderarlos. Sin embargo, los hombres se retiraron lentamente hasta tocar la chapa de los camiones con sus espaldas, buscando cobijo detrás de Marcos Lisia. Dechent vio cómo los perdía y entendió que empezaban a replegarse para atacar. Lo vio en los ojos enajenados por el vino, en las frentes sudadas, en las camisas remangadas. Siguió el movimiento de las manos de los hombres y se dio cuenta de que buscaban las armas.

Dechent retrocedió lentamente buscando un lugar en el que resguardarse mientras todos guardaban silencio y entendían lo que estaba a punto de ocurrir. El único sonido que les perturbaba y rompía la quietud de la noche era un grito ahogado que surgía de la parte trasera de uno de los camiones, el gemido amordazado de una mujer que se resistía. Eduardo miró a Onésimo. Ambos asintieron, entendiendo la desesperación de la mujer, y repercutieron la mirada a sus hombres, quienes aguardaban una simple orden para actuar. Pero Onésimo mantuvo la calma. Y el silencio.

Unos y otros espiaron sus movimientos hasta que un muchacho del grupo de Marcos Lisia salió corriendo a ocultarse en la oscuridad y detonó su arma.

Todos corrieron y se dispersaron entre las sombras.

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Sin aliento, Onésimo Dechent corrió cuesta abajo hacia la playa. El empujón de uno de los rebeldes le hizo perder el arma y lejos de la ayuda de su compañero Eduardo Ventosa, que huía en dirección contraria, no tuvo otra escapatoria que salir corriendo. Sus hombres respondieron del mismo modo, pero los otros hombres también corrieron, de modo que unos y otros quedaron dispersos, frágiles, desprotegidos.

Las ventanas cerradas de las casas persiguieron la carrera de Onésimo a lo largo de las callejas, espiaron la flexión de sus rodillas, el estiramiento forzado de sus músculos al correr cuesta abajo y sin freno, empujado por el pánico del descontrol. Junto a la orilla de la playa, Onésimo Dechent se vio rodeado. Poco más allá de las barcas, vio con el rabillo de los ojos cómo sus propios hombres rodeaban a su vez a algunos de los hombres de Lisia.

Un disparo fugitivo alcanzó la cabeza de uno de los hombres, que

cayó fulminado sobre la arena. Onésimo Dechent se agachó para protegerse y buscó al tirador, que se ocultaba por el flanco de la derecha. Desde la proa inclinada de una barca vacía, apareció la silueta de Marcos Lisia.

Daniel aprovechó el despiste de los hombres que le acorralaban para echar a correr y huir hacia la plaza y, después, calle arriba. Su hermano Marcos también aprovechó el despiste y se refugió en la casa cercana de los pescadores sin dar tiempo a Onésimo a buscar un arma. Éste escuchó las risas de la sombra escondida. Burlándose de su lentitud.

Onésimo había visto el uniforme. Era uno de los suyos, pero no le conocía. Ni había oído hablar de él. Sin duda, pensó, se trataba de un desertor. Y no se equivocaba demasiado. Marcos Lisia era actor de su propia causa. Y dueño de su destino.

Marcos avanzó unos pasos y sorprendió a Dechent al resguardo de

una de las paredes de la casa de pescadores. Agachado, Onésimo se cubría la cabeza con los brazos. Las perneras de los pantalones, envueltas en arena, aparecían empapadas hasta las rodillas después de atravesar a zancadas la orilla. Marcos sonrió de satisfacción al imaginar que su enemigo se había orinado encima y disparó al pecho de Dechent. Éste cayó, se llevó la mano a la camisa bajo la chaqueta desabrochada mientras Marcos se acariciaba la cabeza afeitada con la mano izquierda y con la derecha amenazaba de nuevo a Dechent, con su pistola apuntándole desde más cerca.

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Onésimo se protegió el rostro con las manos. Escuchó dos nuevos disparos.

Venciendo la resistencia del viento, Daniel Lisia recorrió el centro

del pueblo de pescadores y corrió hasta los campos de vides donde habían aparcado los camiones. Se acercó con cuidado, escondiéndose entre las sombras de las casas cercanas. Un hombre y dos mujeres se encontraban en la parte posterior del camión donde Adela permanecía retenida y atada. Se movían nerviosos entrando y saliendo para no ser descubiertos. Los grupos se habían dispersado y ya no quedaba nadie cerca de las vides. La luna bañaba con su luz triste los relieves de las cepas y los rostros asombrados de las mujeres y el hombre, que susurraban. Desde donde estaba, Daniel pudo ver cómo sacaban a Adela Fuentes del interior del camión y la abanicaban con un pañuelo plegado. Adela gritaba, lloraba suplicando auxilio.

Violeta Gandieta, Mercedes Sinde y Pedro Alonso calmaron a la joven y la llevaron en brazos hasta la casa de Violeta. La luna les siguió los pasos, marcando señales de duelo que delataban sus actos. Espiando, Daniel Lisia hostigó su rumbo.

Con la noche negra a sus espaldas, Marcos Lisia atravesó el pueblo

por el mismo camino que siguió su hermano minutos antes. Caminaba sin correr, no era necesario. A su alrededor todo el mundo se había escondido. Le encantaba que le temieran. Era único, inigualable. Soberbio. Fue recorriendo las calles vacías, reconociendo las ventanas que se cerraban y las voces que se hacían murmullo para pasar desapercibidas mientras él pasaba a su lado.

Marcos encontró a su hermano Daniel muy cerca de un enorme olivo centenario cuyo tronco se retorcía a la puerta de una casa cerca de las rocas, tratando de arrebatar a Adela Fuentes de los brazos de dos mujeres y un hombre que amenazaban a Daniel con palos y un cuchillo. Marcos, guardando la pistola en su funda y caminando resuelto, se dirigió hasta ellos y apartó a su hermano de un empujón. Gritó a las mujeres, golpeó al hombre con el puño cerrado y aferró a Adela por la muñeca izquierda.

Daniel miró a su hermano Marcos desde el suelo y le suplicó:

“Déjala, por favor. Marchémonos de aquí”. Vio en los ojos de Marcos un signo de vacilación y temió no convencerle. Pero éste soltó la mano de Adela y la empujó con fuerza hasta tumbarla sobre los pies de Violeta

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Gandieta. La joven se agachó a ayudarla y la rodeó con sus brazos cubriéndole el rostro y la cabeza por si se había lastimado con la caída. Adela, tendida en el suelo, se llevó las manos a la nuca y se encontró el abrazo de Violeta. Se aferró a ella para aplacar el miedo que doblaba sus piernas y comenzó a sollozar sin control. Violeta le susurró palabras al oído para calmarla pero sólo consiguió que respirase más rápidamente y se hiperventilara. Adela, al ver que Marcos se movía, se orinó encima. Pensó que volvía a por ella, que iba a golpearla de nuevo, pero éste se limitó a retroceder al lugar desde el que había gritado su hermano Daniel. Le tendió una mano, le ayudó a levantarse del suelo y afirmando que la mujer no merecía la pena, los dos hermanos caminaron cada vez más rápido y desaparecieron. Quedó en el aire una horrible carcajada de estridencia, teñida de futilidad.

Recuperada la calma, cuando Violeta Gandieta reparó en la ausencia

de su hijo Cosme, rodeó toda la extensión de terreno que circundaba la casa esperando ver sus ropas detrás de algún escondite improvisado. No lo encontró en la depresión de terreno que conducía a las rocas, ni tras la empalizada que había bajo una ventana de la parte posterior, ni en el interior de las cubas vacías donde exprimían las uvas de la vendimia. Cuando deshizo sus pasos hasta la entrada de la casa y vio a lo lejos la silueta del grueso olivo que se erguía en la noche, supo dónde se encontraba su hijo. Pero ya fue demasiado tarde.

En el momento en que Marcos Lisia golpeaba con furia el cuerpo de

Adela Fuentes, bastante antes de que Daniel Lisia intercediera convincentemente en favor de la joven, el pequeño Cosme Dosaguas de seis años de edad, viendo que su madre Violeta Gandieta se encaraba con el agresor amenazándole con un cuchillo de deshuesar pollos, se escabulló de la vigilancia de Magdalena Termes (más ocupada tranquilizando a su hermana Rocío), atravesó la sala y se encerró en uno de los cuartos. Se encaramó a una silla para alcanzar el alféizar de la ventana y se deslizó por allí hasta uno de los laterales de la casa. Resguardado por la oscuridad de la noche, Cosme Dosaguas cruzó la planicie que separaba la casa del enorme olivo sin que nadie le viera. Se encaramó por el tronco agarrándose con fuerza a las ramas. Lentamente, fue perdiendo de vista el suelo, no así al grupo de adultos que se peleaba enérgicamente a la entrada de su casa. Su madre seguía empuñando el cuchillo y el hombre violento zarandeaba a la otra joven como si fuera un

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muñeco de trapo con los que jugaba su amiga Rocío. Cosme llegó a lo más alto del olivo, miró por el hueco ancho en el que un día se escondió su padre y se sentó en el borde mismo con las piernas cayendo hacia dentro. Con su mente de niño de seis años, pensó que el mejor lugar para esconderse eran las misteriosas entrañas del árbol que salvaron a su padre. Calculó el lugar en el que debía apoyar el pie, en un saliente del tronco, para luego trasladar todo el peso de su cuerpo; deslizó sus manos menudas por el rugoso tronco, buscando un asidero; y se inclinó hacia adentro. Tanto, tanto… que cayó dentro.

Ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Cosme Dosaguas perdió el equilibrio. Se golpeó la frente en la cara

interna del olivo. Su cuerpecillo grácil se venció. Rebotó mientras caía hacia adentro. Quedó atrapado y asfixiado en el fondo estrecho del tronco. Murió casi al instante, sin apenas sufrimiento.

Cuando lo sacaron del interior del tronco, todos lloraban. Violeta se

desmayó enseguida, en el momento en que le confirmaron que su hijo se encontraba allá adentro y que ya no podía respirar. Magdalena Termes gritó enloquecida culpabilizándose por extraviar al pequeño y quiso lanzarse al mar desde el arrecife; su madre Mercedes tuvo que aferrarla y abofetearla pero no reaccionó, se quedó ausente y ensimismada sin dejar de llorar. La pequeña Rocío se encerró en el cuarto de Cosme y se escondió bajo la cama rodeando con los brazos a sus seis muñecas. Curiosamente, fue Adela Fuentes la que estuvo más serena. Todavía dolorida por los golpes de Marcos Lisia y sin dejar de llorar, mantenía en su regazo la cabeza de la madre desmayada y le atusaba el cabello dulcemente.

Los hermanos Marcos y Daniel Lisia huyeron con sus hombres en el

interior de los camiones del ejército en los que llegaron. El viento, como cada noche, soplaba levantando la hierba; y los castaños silbaban confundiendo a los vecinos con el ruido de las bombas. Conforme se alejaban, Daniel miró por la ventanilla en dirección al pueblo, viendo cómo éste se empequeñecía a sus ojos. No supo si sentía lástima por dejar a Adela. Porque ya hacía tiempo que la había perdido.

Entretanto, Marcos pensó en el camino que le quedaba por recorrer.

Y en un nombre que daba sentido a todas las cosas. Rosa.

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Rosa. Rosa.

VII: Rosa en el interior del bosque. Julio de 1937.

Enrique Rialme no tuvo que adivinarlo. En el momento en que vio aparecer la niebla descendiendo

lentamente, supo que el final había llegado. La noche anterior la pasaron encerrados en la casa, todos juntos y

despiertos, compartiendo la misma respiración densa en el interior de uno de los cuartos. Ni siquiera se molestaron en bajar al salón para no tener que mover a Marcelo. Enrique y Rosa, Marcelo, Darío y el pequeño Pablo, escucharon los gritos interminables de los nacionales que les acechaban a las afueras del pueblo, como comadrejas salvajes, profiriendo exclamaciones vejatorias e insultos intimidatorios. Sabían que pretendían agotarles psíquicamente antes de atacar. Ésa era su táctica. Permanecer en la distancia rayendo su espacio y sus esperanzas. Pero aún no era el momento. Aún les quedaba algo de tiempo. Lo sabían por las noticias que iban llegando de otros pueblos, de otros asaltos que, como al suyo, se iban sucediendo. Calcularon que aguardarían aún un par de días antes de que les atacaran, de modo que Enrique decidió regresar al molino para recuperar lo último que les quedaba para comer, muy a pesar del riesgo que suponía salir fuera de las barricadas. Cometió un error, sí. Quizá el peor de toda su vida. Y es que el mismo día en que abandonó definitivamente el molino alertado por los primeros disparos de los nacionales que se acercaban, olvidó recoger el único saco de harina que les quedaba. Después, cuando se refugió en casa de los Dosaguas, se ocupó sólo de los dos enfermos, de distraer al pequeño y de alentar a Rosa; así que cuando se percató de que se estaban quedando sin alimentos ya era demasiado tarde.

O quizá no. Por eso, Enrique, armado con un escudo de valentía, salió de la casa antes de que las sombras de la noche se alzaran y le dejasen al descubierto, y atravesó la línea de las barricadas de sacos y trastos viejos. Los gritos de los nacionales todavía estaban frescos en el

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aire, de modo que anduvo con cuidado tirando de un burro flaco. Le había vendado la boca con unos trapos para que hiciera el menor ruido posible y caminaban despacio para no remover las piedras con las patas.

Viendo el estado en que se encontraba el camino, abandonado y sombrío, con enormes surcos húmedos que acumulaban el agua de lluvia estancada, Enrique sintió una profunda tristeza y una soledad fantasmal. Nunca antes había presenciado los campos como los veía ahora, destrozados y ajenos, más propios de una Rusia en plena sangría revolucionaria. Las distancias a ambos lados del camino se habían exagerado hasta parecer gigantes, y ya nada quedaba a la vista, salvo el temible bosque circular y la meseta de árboles tras la que esperaban los nacionales.

Vigilando el horizonte, Enrique llegó hasta la entrada del molino.

Deslizó la puerta de madera con cuidado de que no chirriara y ató al burro a uno de los travesaños de la verja. El burro se quedó quieto, obediente, como si le hubieran transmitido el miedo en la sangre y fuera consciente del peligro que suponía estar lejos de casa. Enrique subió a lo alto del molino mirando siempre a su espalda (para no dejarla desprotegida) y recuperó el saco de trigo. Lo hizo girar sobre sí mismo siguiendo el sentido de las agujas del reloj de modo que a cada giro el saco avanzaba un palmo y podía mitigar el peso. Lo acercó hasta el borde de las escaleras y lo dejó caer, peldaño tras peldaño, sujetándolo a pulso para que no se le escapara de las manos y se desprendiera su contenido escaleras abajo. Una vez fuera del mollino, pensó que si hacía rodar el saco por el camino hasta el lugar en el que esperaba el burro tardaría más de la cuenta, de modo que dejó el saco de pie junto a la puerta de entrada y fue a buscar al burro. Al desatarlo, éste se asustó. Cabeceó como si quisiera escapar a su destino, como si el horror pudiera olerse mientras se aproximaba el peligro. Enrique lo sujetó por el cuello y lo obligó a caminar. Lo llevó junto al saco y le costó un gran esfuerzo retenerle, sin poder atarlo a ningún sitio, mientras cargaba el saco a sus espaldas y, después, a las del animal.

Miró hacia la espalda, más allá del linde de los campos, y sintió el peso de unos ojos que le observaban con detenimiento. Enrique Rialme se agachó asustado ocultándose detrás del cuerpo del burro, temiendo que los nacionales pudieran dispararle y alcanzarle desde su escondite. Se percató de que era absurdo pretender no ser visto en aquella planicie y empujó el burro hacia fuera, obligándole a que se diera prisa. Quería

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regresar cuanto antes, ponerse a salvo al otro lado de la barricada. Entonces, recordó los gritos de la noche anterior y se puso a temblar, como un niño. Quizá todo fue un aviso del subconsciente, quizá la constatación de que sus enemigos se encontraban más cerca de lo que pensaba. Pero el presagio de los malos augurios comenzaba a tomar forma y le saludaba, como el sol que comenzaba a despuntar poco más lejos de los árboles tras los que se ocultaban los nacionales. Aquel grito continuo en la noche; aquella voz de hombre, desgarradora, repitiendo insistentemente el nombre de Rosa, les puso sobre aviso de que “ellos” se encontraban allá afuera y de quién era el promotor del asedio. En la mente de Enrique (y muy especialmente en la de Rosa) aparecía el rostro de Marcos Lisia sonriente, con el cabello rubio repeinado y los dientes perfectos. Los dos pudieron sentir, aun sin verla, la mirada salvaje de odio contenido del mayor de los hermanos Lisia. El resentimiento durante tantos años contenido y la persecución de un amor (el de Rosa) no correspondido o de un deseo, el de poder tener a su lado el sucedáneo del placer original que un buen día decidió escapar de aquel pueblo, eran el principal motor de un enajenado por los impulsos. Poco le separaría el destino a Marcos Lisia de poseer ese magnífico tesoro pues pocos meses más tarde conseguiría someter a Lucía Zagra cuando ésta perdió su última luz de referencia. Poco les quedaba ya a todos ellos en aquel capítulo macabro de su existencia. Como poco podrían hacer los unos por los otros si no era luchar, sufrir y resistir.

Pasaron pues la noche agazapados en el interior de la casa, escuchando los gritos de llamada de Marcos Lisia a su deseado trofeo, a su Rosa Dosaguas, y ella, pálida por el recuerdo del olvido, afligida por detenerse en la estancia de lo imposible, lloraba por dentro. Su purgatorio contenía a aquellos que quería: su hijo Pablo, el otro pequeño que crecía en su vientre, su madre, su padre, sus hermanos, Enrique. Nada más le quedaba. La distancia entre una barricada y los campos, entre la vida y la muerte. Entre el destino y el deseo. ¿Son los sueños pequeños pedazos de vida o sólo deseos deformados de las sombras de la memoria y de la mente? Rosa se mecía en su miedo, nadaba en la sustancia maternal de su cuerpo. Y lloraba. Temía. Miraba al cielo a través de las ventanas y en lugar de estrellas deseaba ver la lluvia. La tormenta la aliviaría. Porque sólo las palabras de su madre, las de un poeta y un difunto de otra guerra le reconfortaban el alma.

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Enrique Rialme, a la salida del molino, tuvo claro que su final había llegado.

Comenzó de repente, como si alguien encendiera una hoguera próxima. Una suave nubecilla atravesando el aire y, sin más, todos los relieves desaparecieron, se esfumaron. Fue todo muy rápido, cuestión de segundos, pero desde lo alto del molino, Enrique tuvo tiempo de distinguir que la niebla llegaba empujada por el bosque. La espesa blancura lo envolvió todo y Enrique no pudo regresar al molino pues no encontró la puerta de entrada, aunque sólo estaba a tres pasos de distancia. Fue más fácil descender, seguir el sentido de la pendiente mientras todavía quedaba algo de claridad allá abajo, a los pies, antes de que la niebla descendiera como una manta ligera.

Enrique tuvo miedo. Mucho miedo. No se trataba de afrontar el posible y esperado ataque de los nacionales, ni una emboscada sorpresa planeada en el silencio de la distancia. Aquello era peor, pues sus sueños de sobras le habían advertido sobre el final. Y no estaba preparado. Ni tranquilo. Soltó la cuerda con la que tiraba del burro y descendió la pendiente. Atravesó la cerca con ayuda de las manos. Nada más podía ver que no fueran sus brazos o sus piernas. Y éstas comenzaban a diluirse en la nada espesa. Sintió un ahogo en la garganta y no supo hacia dónde correr. La vaquería estaba allí, no demasiado lejos; tenía que alcanzar las barricadas pero temió no ser capaz de hacerlo. Se sintió desorientado, perdido, atrapado por el aliento neutro del bosque que venía a por él. ¡Cuántos años lo llevaba aguardando! Ambos, el bosque y él. Pensó en Lucía e, inmediatamente después, en Rosa. Su Rosa. Y echó a correr. Los minutos parecieron horas y después de un buen rato, Enrique Rialme se detuvo convencido de que no hacía otra cosa que correr en círculos. Dio manotazos al aire tratando de ampliar el hueco por el que respiraba pero toda aquella humedad siguió metiéndose muy adentro, invadiendo sus pulmones. Respiró de forma entrecortada hasta notar un ataque de ansiedad y, entonces, se dejó caer sobre el suelo para recuperar la calma.

En medio de tanto silencio y tanto vacío, envuelto en aquel inmenso desierto de arena blanca que empapaba, Enrique Rialme pronunció el nombre de Rosa y, temblando de miedo, canturreó para no sentirse tan solo. Ni tan atrapado. Dos minutos después, su mente le engañó haciéndole creer que habían transcurrido tres horas. Enrique gritó rasgando el aire, dejando escapar tantas lágrimas por sus ojos como hilos de saliva por su boca desencajada. Se levantó de nuevo y echó a correr entre la niebla. Sin ver nada y sin saber hacia dónde iba. Pero no pudo

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resistir el impulso de escapar. Aunque sólo fuera de la certeza de sí mismo y de lo que su mente ya le había mostrado.

Huyó, huyó y huyó. Sin poderlo evitar. Como si salieran de la tela de un lienzo sin pintar, los rostros

difuminados de varios hombres aparecieron alrededor de Enrique, rodeándole. Distinguió las partes más definibles de esos rostros: las cejas pobladas, los labios, el cabello cayendo sobre la frente y los ojos oscuros, profundos como la ira maldita. Les oía respirar como olía su maldad y la pestilencia de sus intenciones indisimuladas. Atravesando la mancha blanca que lo cubría todo surgieron unas manos y unos brazos. Vio con claridad las muñecas, el vello espeso, los codos. Se acercaban a él rasgando el espacio espeso que les contenía, como embotados en una conserva neutra. Aunque su neutralidad era inexistente. Los hombres avanzaron como fantasmas. Surgieron como las palabras que aterraban a Enrique en sus sueños. Y le atacaron. Sin piedad.

Instantes antes de morir, Enrique Rialme tuvo la certeza de conocer

la verdad. Y, pese al terror, se sintió aliviado. Sus pensamientos destilaron las imágenes que le mostraron sus sueños pasados: el bosque circular giraba sobre sí mismo y se desplazaba de su lugar para encontrarle. Las hojas, las raíces y semillas, las ramas… se encarnaban en personas nubladas, en espectros de sí mismos. Era como la alegoría de su vida, como si toda su existencia le pasara factura tal y como un día se le avisó. Enrique Rialme tuvo una extraña percepción de la niebla, la misma que le advirtió de su final, la misma que acabó con él. Poco pudo hacer sino respirar y aun eso lo hizo con dificultad. Sus últimos pensamientos conscientes fueron para Rosa, los últimos inconscientes para Lucía, a la que sonrió. Ante ellos, el bosque circular les envolvía dándoles su beso de amor. El mayor que pudo acumular.

Como si todo el universo se hubiera conjurado para contentar a

Marcos Lisia, la mañana en el pueblo despertó entre brumas y llovizna, empañando la realidad con un falso manto de misterio. Las nubes se extendían hasta las montañas y se confundían con ellas en un abrazo extraño, expandiendo una neblina espesa y húmeda hasta la misma entrada del bosque circular que, sonriendo, mostraba sus fauces a la vez que escondía sus recodos a la vista silenciosa. Ninguno de los que vivieron en el pueblo recordaba un día lluvioso y gris como aquél, que

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hubiera acontecido durante un mes de julio. Pero todos mantuvieron la cabeza bien agachada y se preocuparon de hacer lo que debían y aguardaban, sin pensar en la maldición que podía cernirse sobre ellos.

Los hombres de Marcos Lisia, permanecieron en vela durante toda la noche mientras éste gritaba a la oscuridad el nombre de Rosa, con el único propósito de que ella asomara el rostro tras la barricada. No lo consiguió pero continuó gritando porque le excitaba sentirse escuchado y temido. Al amanecer, descubrió que las sombras se clareaban y formaban una espesa niebla que les regalaba la mejor de las oportunidades para tomar el pueblo. Sus hombres se embriagaron aún más que con los tragos que tomaron esa noche junto al fuego. Se mofaron de las personas a las que mataron en el transcurso de su viaje, de las mujeres desvalidas, de los saqueos, y se alegraron de poder avanzar finalmente hacia su objetivo. Agazapados, sin apenas verse los unos a los otros, los hombres de Marcos Lisia se distribuyeron a lo largo de las barricadas que les separaban de los campos y del pueblo, y esperaron la señal para avanzar y luchar. Marcos Lisia les retenía en sus puestos con un gesto de la mano; atento, cabal, pero desmesuradamente enloquecido por el gozo de lo esperado. De un momento a otro, su mano caería rasgando el aire indicándoles el comienzo de su carrera.

En el pueblo, pasaron los días anteriores atrincherándose. Llevaban

meses escuchando noticias del avance de los nacionales, de pequeñas patrullas que actuaban al margen de las órdenes (como la que capitaneaba Marcos Lisia) y de desmesuradas matanzas. A la distancia, escuchaban los bombardeos de los aviones alemanes sobre los pueblos vecinos y veían las cortinas del humo de los incendios desplegándose por el cielo. Los resistentes que permanecían en el pueblo se habían agrupado. Optaron por amplios lugares en los que cupiera más gente y pudieran hacer frente al ataque: como el Ayuntamiento o el interior de la vieja Iglesia, que fortificaron con ayuda de muebles, ladrillos, troncos y planchas metálicas. También recurrieron a las casas más grandes, las de tres plantas, y a cualquier vivienda que bordeara el pueblo debido a su posición estratégica. En cuanto descubrieron la niebla de la mañana, los vecinos se armaron y se amotinaron para defenderse de un ataque seguro y esperado. Era el día. Y no lo contarían. De eso estaban convencidos.

En casa de los Dosaguas, pasaron la noche escuchando los gritos de rabia de Marcos Lisia. Rosa se puso muy nerviosa y tuvo que encerrarse en uno de los cuartos para no escuchar los gritos. Su hermano Darío la

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acompañó. La estuvo animando y abrazando pero el temor de ambos a un desenlace les impidió pensar en otra cosa. Se escondieron juntos en el interior del armario y repitieron las palabras de la lluvia tan lentamente como pudieron, para saborearlas antes de que escaparan de sus labios. Unas horas después, Rosa se calmó. Dejó a su hermano Darío dormido en el interior del armario y bajó a la sala. Encontró a Enrique sentado en una butaca con las piernas estiradas sobre el canto de una mesa. A su lado, el viejo Marcelo dormitaba con los brazos sueltos hasta el suelo y la cabeza ladeada. Ella le hizo un gesto a Enrique y, con su ayuda, subieron al viejo hasta el dormitorio. Lo tumbaron en la cama sin que apenas se diera cuenta de que lo hacían, pues estaba derrotado por el cansancio. Ante la inminencia de un ataque, Rosa era consciente de que nada podría hacer con su padre. En los últimos días, Marcelo había dejado de moverse y de hablar. Dormía y gruñía para que Rosa le diera de comer pero nada más. Cuando ella le miraba trataba de encontrar al viejo fuerte y recio de su niñez que, con aire autoritario, dominaba a toda la familia con órdenes y caprichos de orgulloso rico. Pero ahora se moría en silencio. Abandonado por Lucía, por la riqueza, por el cariño de sus hijos, por la suerte y por los recuerdos. Ya nada quedaba del gran Marcelo Dosaguas, ni siquiera su vaquería, la que debía sobrevivirle.

Después, Rosa se enfadó mucho porque Enrique decidió ir hasta el molino en busca del saco de trigo; llevaba semanas pidiéndole que fuera a buscarlo y él lo iba aplazando, como si hubiera cosas más importantes que hacer. Y, precisamente esa mañana, Enrique Rialme tenía que ir a buscarlo. Ella no lo entendió pero él supo que si no lo hacía entonces y el asedio duraba varios días no tendrían nada que llevarse a la boca. Rosa se puso histérica y le golpeó en el pecho con los puños cerrados, pero después le abrazó. Jamás le volvió a ver, ni vivo ni en el estado en que le dejaron.

Rosa se quedó sola en el salón y recostó la cabeza sobre la mesa. Las

ventanas cerradas le ofrecían seguridad, oscuridad y silencio. Pablo se había dormido y ya no lloraba. Todo quedó en calma, como los momentos previos a una desgracia. Los hombres atrincherados en los alrededores de la plaza callaron con las armas preparadas y aguardaron.

Amaneció. Alguien golpeó a la puerta en casa de los Dosaguas. Rosa pensó en Enrique, se llevó la mano a la garganta y salió a abrir. El vecino que hacía la guardia al final de la calle le avisó de que los nacionales se preparaban para atacar. Le aconsejó que abandonaran la casa puesto que

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era la primera que encontrarían a su paso. Rosa, agradeció el aviso. Con el pequeño Pablo en brazos, Rosa subió al cuarto de su padre. Entreabrió la puerta para verle respirar bajo las sábanas y, sin hacer ruido para que no despertara, lanzó un beso en el aire. Movió el bracito de Pablo para que éste saludara a su abuelo pero el pequeño se resistió gruñendo, como si conociera los defectos que su abuelo tuvo en vida y no supo rectificar. Pablo se abrazó a su madre y dio la espalda al cuarto de Marcelo. Rosa, acariciándose el vientre, cerró la puerta y avanzó por el pasillo hasta el cuarto en el que dormía Darío. Abrió la puerta del armario donde lo había dejado y se sorprendió de encontrarlo en aquel estado. Rosa dejó a Pablo en el suelo y se acercó a Darío quien, en un ovillo, se apretaba el cuerpo con los brazos temblando sin cesar. Rosa trató de separarlo, de desplegar sus formas pero no pudo. Le golpeó en la cara para que reaccionara pero no obtuvo respuesta. Desilusionada y derrotada por la vida, Rosa colocó los brazos en jarras y, mirando la niebla que tras la ventana cubría el horizonte, se preguntó qué podía hacer. Intentó levantar a Darío, le habló con dulzura para que sus palabras llegaran a su consciencia, pero no consiguió nada. Darío se estaba dejando morir como su propio padre. Y curiosamente, ellos dos que sufrieron tanto desde la noche en que dispararon fortuitamente a la rodilla de Rosa, acababan del mismo modo trágico. Olvidados por el tiempo y alejados de la realidad.

Rosa tomó a Pablo en brazos y salió al pasillo. A través de la ventana que había al fondo vio la niebla espesa resaltada en su intensidad por la luz del nuevo día. Escuchó ruido de disparos cerca de las barricadas y movimiento de pasos. Un joven gritó auxilio, se oyeron forcejeos y cristales rotos. Rosa descendió las escaleras y se dirigió a la puerta de la casa. Fue entonces cuando escuchó la voz recia e inconfundible de Marcos Lisia detrás de la puerta.

A lo largo de su vida, Rosa Dosaguas supo ponderar la alegría con la

tristeza. No fue infeliz pero tampoco disfrutó de las cosas en toda su intensidad. Tal vez fue por su propia naturaleza, tal vez nació entre tanta luz que su incipiente resplandor quedó opacado en espera de prosperar. Pero tampoco le molestó. Vivió lejos de su madre, lejos de la belleza, ajena a los caprichos de las niñas de su edad o de los amores inexpertos, y se vio relegada por su destino a una vida austera en medio del campo. No obstante, gozó de pequeños privilegios que la hicieron sentir especial. Las caricias de su madre, las cartas que ésta le escribía desde el extranjero contándole hasta los mínimos detalles de sus experiencias para que ella se

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sintiera en ese mismo lugar y, lo que es más importante, para que se sintiera partícipe de esos viajes y de su vida. Su madre la alentaba, le hablaba de arte, de literatura, de poetas y poesía, de los nombres de los vientos, los lagos y las montañas, le describía a la gente que conocía como si estuviera delante de una pintura. Y la amaba, la hacía sentir especial y maravillosa, le llenaba el corazón cada vez que recibía una carta, una postal o noticias de alguien que la había visto en la ciudad. No se sintió desplazada cuando su padre decidió enviar a Rubén a estudiar a Madrid en un período de tiempo en el que estuvo su madre, en realidad a ella no le interesaba porque podía disfrutar de todo allí mismo, en medio de la naturaleza y de los animales que tanto amaba. Rosa Dosaguas creció en cuerpo y propósitos. Encontró el amor y ya nada hubo más importante que su dedicación al hogar, a su familia y a Enrique Rialme. Encontró su lugar en el mundo pese a su cojera, su simplicidad y su ausencia de pretensiones. Pero también encontró el desastre. Y el horror en la persona de Marcos Lisia.

Del mismo modo en que el destino de su madre estuvo ligado a Juan Lisia (como lo estuvo a Marcos), el destino de Rosa estuvo entrelazado con el de los hermanos Lisia. Fue como crecer marcada por las espinas que circundaban su tallo, unas espinas que se clavaban hasta el fondo de su existencia haciéndola sangrar profundamente. Rosa Dosaguas vivió asediada por Marcos Lisia. Lo odió y lo admiró físicamente a partes iguales pero cuando ya nada tuvo remedio deseó que no hubiera nacido. En ocasiones, las cosas que se ansían tardan en llegar, como las cosas malas aparecen agrupadas o como el tiempo tarda en poner las cosas en su sitio; pero aquella mañana del mes de julio de 1937 todo comenzó a responder a la predeterminación con la que Rosa había nacido. Trató de huir y se encontró de frente con su perseguidor. Quiso gritar pero tuvo que enmudecer.

Frente a la puerta de la cocina que daba a la calle, Rosa se vio

obligada a retroceder y esconderse. Miró a su alrededor buscando una escapatoria. Era demasiado tarde para desbloquear la salida al jardín y huir saltando el muro, entre otras cosas porque los nacionales ya habrían rodeado el perímetro de la casa. Si ascendía al piso de arriba se encontraría rodeada de puertas. Cada una de ellas conducía a una parte de su familia y abrirlas (para sufrir con ellos el dolor) le supondría un padecimiento aún mayor. Pensó en coger un cuchillo de filo ancho y enfrentarse a Marcos pero desistió pensando en los otros hombres que

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venían corriendo por detrás. Así que vio la puerta que conducía al sótano, la que en otro tiempo descubrió para todos ellos el inigualable Benicio del Valle, y no pensó más. Con su bebé en brazos y el vientre gestante, se abalanzó sobre la puerta del sótano y la abrió. Bajó las escaleras, dejó a Pablo en el suelo, volvió a subirlas (antes de que Marcos Lisia tumbara la puerta de entrada a la casa) y colocó una barra de hierro cruzada para bloquear el paso. El pasillo al que conducían las escaleras medía apenas un metro, de modo que pudo apalancar la barra contra la pared del otro lado y hacer fuerza para que no pudieran entrar. Bajó de nuevo las escaleras mientras la rodilla le palpitaba de dolor y comenzaba a hincharse.

Trató de calmar al pequeño Pablo en la oscuridad. No quería que llorase, porque si le oían desde fuera peligraría la seguridad de ambos. La puerta de entrada a la casa cedió y se desplomó sobre el suelo de la cocina con un fuerte estruendo. Tembló el techo del sótano, y retumbó después al paso de una docena de hombres. Escuchó la voz de Marcos llamándola y dando órdenes. El ruido de los pasos se desplazó por otras habitaciones de la casa. Rosa podía sentir las pisadas nerviosas, ansiosas, delirantes. Sintió frío y pensó en su pequeño. Tapó a Pablo con los brazos y lo comprimió contra su pecho para mantenerlo caliente. Una de las vigas de madera que sostenían el techo del sótano cedió por el peso de los hombres corriendo de un lado a otro y un fino montoncito de polvo se fue desprendiendo como los granos de un reloj de arena. Sintió que le caía en uno de los brazos. Se quedó muy quieta temblando de miedo y no pudo cubrirse los hombros porque la bata blanca que vestía carecía de mangas. Sintió sus extremidades y su esperanza ausentes.

La invadió el miedo en la medida en que aquellos hombres invadían su casa para darles muerte. Le asustó la oscuridad del sótano y se retiró a un rincón aferrándose al pequeño Pablo. Se apoyó en la esquina entre dos paredes y sintió en la espalda el frío profundo del yeso. Se le entumeció todo el cuerpo. Abrazó con más fuerza al pequeño y se mordió el labio inferior, hasta hacerlo sangrar, temiendo que el bebé rompiera a llorar en cualquier momento al oír los ruidos o los disparos asesinos que les aguardaban.

Trató de adivinar los movimientos de los intrusos. Dos pasos, cuatro

más, otros dos más lentos… ruido de cristales rotos, sartenes y ollas golpeando contra el suelo. El ruido de la madera al forzarse, al quebrarse y aplastarse. Lo estaban destrozando todo. Escuchó el golpe sordo del

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marco de una de las pinturas de Lucía al caer y varias telas rasgadas. Rosa tenía que permanecer allí, oculta, sin poder avisar a los miembros de su familia que dormían en el piso de arriba, despreocupados, sumidos en el letargo de la enfermedad sobrevenida. Ajenos al crimen de la guerra.

Varios pasos más por la escalera antes de escuchar un golpe de patada sobre una puerta seguido de un alarido amenazador de muerte. Sonaron disparos en el aire. Gritos histéricos de la gente que disparaba. Voces con palabras que no comprendía desde la oscuridad del sótano. Sintió que su bebé se sobresaltaba con el ruido de los disparos y le tapó la boca con una de las manos, con fuerza. Siguió aferrándolo al cuerpo pero ya no para calentarlo sino para enmudecer sus sollozos y su miedo. Rosa se fue deslizando por las paredes del sótano hasta llegar al fondo, junto al pozo. Escuchó el ruido pesado de varias botas recorriendo las escaleras de la casa de arriba abajo. Pronto la encontrarían y le darían muerte. Le pegarían dos tiros en la frente, por republicana, la dejarían caer sobre su hijo y rematarían a éste con el arma. Sintió la humedad helada del pozo y tocó el agua que se desbordaba por uno de los laterales, formando una pequeña corriente acompañada por un rumor hueco. Siguió apretando el cuerpo del bebé contra el suyo propio mientras el pequeño lloriqueaba sordamente, sin remedio.

Escuchó la voz de su hermano Darío en lo alto del piso. Forcejeaba

con uno de los nacionales a la vez que gritaba de sufrimiento. Debía de estar sangrando. Rosa imaginó la escena que nunca pudo ver: dos hombres tendidos en medio del estrecho pasillo de paredes encaladas. El techo bajo salpicado por un chorro irregular de sangre espesa y restos de carne desmembrada por la violencia de los disparos. En el suelo, los hombres ruedan entre golpes, cubiertos ambos de sangre que mana anónima de uno y de otro. No hablan, sólo gruñen de dolor. Mientras uno clava el filo de un cuchillo en el pecho del otro, ese otro desliza el filo de una navaja sobre el cuello de ese uno. La sangre mana en todas las direcciones y se escapa, en un río espeso de dos aguas contrarias escaleras abajo, donde varios hombres de botas ensangrentadas tiran las puertas con la violencia de sus piernas buscando a la que falta. Se escuchan gritos repitiendo el nombre de la joven. La buscan a ella. En la oscuridad, con el cuerpo tiritando por el pánico, desliza la mano con la que no aferra la boca de su bebé por el borde del pozo. Un nuevo chorro

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de agua rebosa y cae sobre el suelo sucio de cemento. Escucha el ruido hueco del agua cayendo por un agujero, como la sangre de más arriba.

Pablo se calló de pronto, comprendiendo el riesgo que corrían, y Rosa escuchó en el silencio el recorrido lento que iba trazando el agua al escurrirse por el suelo inclinado hacia una de las esquinas del sótano. Se acercó al rincón donde escapaba el hilillo de agua, en la parte posterior del pozo, y descubrió un orificio que antes no había visto. Se arrodilló sin soltar a su bebé y empujó con fuerza por donde escapaba el reguero de agua. Se abrió un boquete en la pared del tamaño de su puño y, con la boca abierta de asombro, acercó la cara al agujero para acertar con la vista el destino del orificio. No había nada. Sólo tierra. Introdujo un brazo por el agujero y sintió que la tierra se deslizaba como si fuera barro húmedo. El sótano estaba construido bajo tierra de modo que si esa tierra era lo suficientemente blanda como parecía quizá ella podría salir a la calle y huir de los asesinos que la buscaban. Eso si toda la tierra estaba húmeda porque, de lo contrario, una vez dentro del agujero, erguida con su bebé, difícilmente podría retroceder y encontrar el orificio por el que se había introducido.

Las voces que perturbaban su nombre se acercaban. Habían localizado la puerta que conducía al sótano y comenzaban a forzar la cerradura por lo que no tardarían en llegar hasta ella. Se desató el nudo de la bata blanca dejando el camisón al descubierto. Colocó a su bebé entre sus pechos, con las piernitas rodeándole la cintura, lo agarró muy fuerte y se puso la bata al revés, metiendo los brazos por las mangas y haciendo que la parte abierta quedara por detrás de la espalda. El pequeño Pablo quedaba protegido bajo la bata. Como una mamá canguro, Rosa deslizó el cinturón de la bata y lo ató rodeando el cuerpo de los dos con la intención de que, al introducirse en el agujero, la tierra no ahogara al pequeño Pablo.

Se arrodilló; con una mano arañó la pared haciendo más grande el agujero mientras con la otra mano sujetaba el cuerpo de su niño. La tierra cedió lo suficiente. Con suerte, llegarían a la superficie, a la calle. Los nacionales golpearon la pared mientras cedían las bisagras de la puerta y la argamasa acabó desprendiéndose. Rosa escuchó cómo introducían las manos por los agujeros de la madera resquebrajada y las zarandeaban para arrancar los obstáculos. Estaban llegando. Rosa respiró muy hondo, cerró los ojos e introdujo la cabeza en la tierra fangosa. Lentamente, sintiendo la sucia humedad del barro, deslizó todo su cuerpo por el agujero y trató de erguirse. Fue ese el único instante en el que sintió

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verdadero pánico: el momento en el que se preguntó si estaría enderezándose lo suficiente para alcanzar el suelo de la calle o, por el contrario si estaría avanzando en horizontal, como si nadase por el espeso mar de la muerte. Sintió al bebé aferrarse a su cuerpo como reacción natural a esa inmersión terrosa. Para él fue como volver al líquido amniótico del que, en su día, no quiso salir. Rosa se tranquilizó al sentir la violencia con la que las manitas de Pablo se agarraban a sus pechos ya que eso le indicaba que seguía con vida, aunque se preguntó cuánto aguantaría sin respirar y sin haber sido consciente de la inmersión. Tras ese pensamiento, la cabeza de la joven, cubierta de lodo, emergió por la parte trasera de la casa, en la calle que conducía a la parte baja del pueblo. Mientras hacía fuerza con los brazos para extraer su cuerpo de la tierra, escuchó disparos al aire y gritos que procedían de distintos puntos del pueblo. La gente corría de un lado a otro, de manera atropellada y espantada por el sobresalto de lo inesperado y por el miedo a aquella guerra entre hermanos bastardos. Con las piernas todavía aprisionadas en la tierra, sentada sobre la calle, Rosa buscó a su bebé entre las ropas temiendo haberlo perdido en el viaje. No reparó en lo sucia que estaba hasta que vio el cuerpo del pequeño, totalmente cubierto de tierra, marrón como una figurita de arcilla recién moldeada. Se apresuró a quitar con los dedos toda la tierra que cubría la boca, la nariz y los ojos de su pequeño y, esta vez, se alegró de que Pablo llorara. Lo agarró con fuerza, extrajo las piernas del lodo y se deslizó, acuclillada, a lo largo de la calle, dejando una estela de pisadas que la delataban. Corrió y corrió sin detenerse y sin mirar atrás, puesto que nada ni nadie la aguardaba ya en aquel lugar.

Casualidad, providencia, determinismo, fatalidad, lo cierto es que

Rosa y su hijo aparecieron del otro lado de la casa, en la parte más extrema, justo en la esquina en la que la calle giraba y dejaba paso al camino que conducía a la cuesta de la vaquería. No podía huir hacia arriba, habría sido un error sin escapatoria. De modo que el azar, el destino o la vida. Quizá la influencia de sus antepasados, el temor de su madre y de su marido, la colocaban de frente en la dirección que conducía al bosque circular. Rosa Dosaguas pensó en la historia de Petronila Binase. Y en la anciana Dorotea Baños (que la asistió en el parto) coetánea de la infortunada fallecida y amiga de la madre de María Alameda, una de las Almansa de nombre también Dorotea. Fueron mujeres que vivieron cerca del bosque (aunque entonces éste quedara un

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poco más lejos), que lo sufrieron en distinta medida. Pero ninguna de ellas, en realidad nadie, sufrió como llegaría a sufrir la totalidad de la familia Dosaguas y todas sus generaciones por culpa de aquel maldito bosque.

Sin reflexionar, o atraída por el magnetismo de la naturaleza abrupta y exacerbada, Rosa salió corriendo hacia el bosque. Aunque no lo veía por culpa de la niebla, todavía baja. Mientras corría, sus pies se cortaron con el rocío convertido en hielo por la furia de la noche. Era como un gran manto blanco en el que apenas se distinguía el verde de la hierba. Aunque los ojos de Rosa no veían más que el rojo de la sangre brotando por el mismo aire. Dejó atrás el rumor homogéneo de gritos, disparos y quiebros y escuchó una única voz que la perseguía buscándola entre la niebla. Marcos Lisia, guiado por su olfato y por los vacíos de espacio que se producían en el aire cuando Rosa atravesaba la espesura de la niebla, como las figuras que forma el humo de los cigarros, se acercaba para poseerla.

Cuando Rosa llegó al primero de los árboles tras los cuales se

desplegaba el bosque, se detuvo y miró atrás por última vez. No pudo ver nada pero supo que varios hombres corrían hacia ella siguiendo a Marcos Lisia. Los imaginó a todos con el semblante contraído en muecas de espanto y con las manos ocupadas en sostener cuchillos y escopetas. Mucho más atrás, en lo que parecía la lejanía de otro mundo, los gritos del pueblo rasgaban el cielo extendiéndose hasta casi tocar las nubes. Rosa no tenía elección. Lo sabía de sobra. Ya se lo advirtió su madre. Y Enrique. Miró la carita de su pequeño y lo abrazó con fuerza. Se adentró en el bosque por el camino estrecho. Y todo fue diferente.

Lo primero que le llamó la atención fue que allí dentro todavía no

había penetrado la niebla. Apenas se veía el frente pero era por la espesura de los árboles, por la saturación de ramas y troncos interpuestos unos delante de otros. El bosque, intransitado y salvaje, crecía en anárquicos círculos concéntricos sin dejar espacio para un caminante aventurero. El que entraba allí era un desesperado. Un loco. Rosa creyó perderse en todas las direcciones. Conforme avanzaba contempló la altura de los árboles hasta cerca de los veinte metros y se extrañó de que desde fuera no pareciera tan inmenso. Las ramas tejían en lo alto una especie de manto que impedía que la lluvia y la humedad de la niebla llegaran hasta ella. Lentamente, el círculo se volvía un poco más ancho y todo se abría a

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lo alto. Una bandada de pájaros surgió de repente de uno de los lados y, esquivando los troncos de los árboles, planearon sobre Rosa y ascendieron hasta las copas. Piaron desesperados, tan bajos que cualquiera un poco supersticioso lo hubiera interpretado como un mal augurio. Distinguió ejemplares de todas las especies de la zona y otros muchos que desconocía. Eran tan bellos y a la vez tan atormentados en sus trinos que le dieron miedo. Pablo gimió.

La vida entera y la sensación de temporalidad parecieron desaparecer y Rosa se creyó perdida en un nuevo plano de la existencia, donde los volúmenes, los sonidos y las realidades se relativizan hasta llegar a desaparecer o a reinterpretarse a gusto del que lo experimenta. El bosque emitía un rumor profundo, físico, la respiración de la madre tierra, el deseo carnal confundido con el dominio de la carne. Lo que momentos antes le pareció enorme comenzó a estrecharse y la hojarasca, la maleza, las raíces y las flores silvestres se amontonaron hasta turbarla con su atmósfera agónica, claustrofóbica, violeta. De nuevo fue Rosa bordeando el tiempo y el espacio. Sintió que las cortezas de los árboles se hacían flexibles y se combaban hacia ella. Se alargaban para rodearla, para tenerla. Se acercaban y la olían. Como las fieras huelen a sus presas y las madres a sus crías. El bosque circular la reclamaba porque era suya. Como lo fue su madre antes que ella. Satisfacción, fascinación. Odio, amor. Ella hablaba y el bosque respondía. Ella daba un paso y el bosque la engullía.

Avanzar significó perderse y Rosa Dosaguas se supo sumida en un

veneno de sueño edulcorado y amargo. Las hojas de las plantas (la mayoría salvajes e inidentificables) desprendían un color imposible, brillante entre plata y oro, colores reservados para el triunfo. Escuchó el ruido de los grillos que se escondían bajo las cortezas de los árboles o sobre los tallos bajos. El ambiente en sí era como un hormigueo de sensaciones y ruidos, de experimentos sensoriales que transportaban a Rosa a la irrealidad que imaginó debería existir en las entrañas del bosque. Poco a poco, se perdió, y cuando creyó estar en el mismo centro del bosque circular, vio descender la niebla sobre ella. Los troncos desaparecieron a su vista, progresivamente desde las copas más altas hasta la altura de su rostro. El espacio entre árbol y árbol quedó aprisionado y disminuido por el manto de niebla. Rosa abrazó a Pablo, le escondió la cabecita bajo el vestido para que no se asustara y le acarició la espalda. Después, escuchó un sonido sobrepuesto que se acercaba.

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Pasos, ramas apartadas con las manos. Gritos diluidos por la oquedad de los senderos circulares. Rosa siguió avanzando hacia el centro de aquel laberinto fantasmagórico sin estar segura de poder escapar. Pensó en Marcos Lisia que se acercaba. En su rostro sonriente, sus dedos largos y sus ojos extraños. Tan irreales como él mismo. Y como ese bosque.

Rosa permaneció callada para no delatarse. Sujetó la carita de Pablo y la apretó muy fuerte a su pecho para que mantuviera silencio. Un mínimo desliz, una señal de su posición y aquella bestia daría con ellos. Los devoraría y los compartiría con las fauces del bosque. Pasaron así largos minutos de angustia; Rosa pensó en su madre y en las palabras de Pierre Dumonde, pero no se atrevió a pronunciarlas. Imaginó al hombre del que les habló su madre y creyó estar viendo a su hermano Rubén. Deseó abrazarle y sentir que se encontraba a salvo. Pero el pánico, al escuchar el rumor de los pasos, le paralizó el pensamiento. Se irguió esquivando las ramas y huyó tan rápido como le permitió el silencio, buscando una salida entre los recovecos de ese centro concéntrico, de ese corazón neurálgico del bosque. Tropezó con los árboles, más ramas, hojas con espinas, rumores de hierba pisoteada. Un ruido a la izquierda, alguien que vigila y se mueve. Rosa jadea.

A diez pasos de distancia. Rosa tropieza con un tronco y cae al suelo. Tantea con las manos y se

descubre rodeada y bloqueada por el bosque. No puede avanzar. Ni hacia delante ni a los lados porque los troncos le impiden el paso. Tantea con las manos temblorosas y comprueba que sólo hay árboles ante ella. Rodea los troncos deslizando sus manos por ellos y abarca casi cinco metros con los brazos desplegados. Entre los huecos apenas hay espacio y ni su cuerpo gestante ni el del pequeño Pablo pueden acceder al otro lado. Nada ve. Nada siente. Excepto el pánico de la sangre hirviente golpeando su cuello.

A ocho pasos de distancia. Rosa comprende que ha llegado al final. No puede huir. Su

perseguidor está muy cerca. Es Marcos Lisia. Recuerda haberle visto con un cuchillo entre las manos. Él quiere matarla. Vengarse de ella y de su madre. Hubo un tiempo para el perdón, para los juegos de adolescentes en los que él trataba de conseguirla. Pero con la aparición en escena de

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Enrique todo se torció en las intenciones de Marcos. Rosa se da la vuelta y escucha el crujir de la hierba húmeda bajo los pies del hombre que se acerca. Él no ha podido oírla. Intuye que ella está allí pero no la ha visto ni oído. Sigue sus impulsos y de no ser por los troncos que le impiden el paso quizá no la encontraría. ¿Dónde queda la verdad? ¿Dónde la esperanza? Rosa llora de pánico. No lo soporta. Desliza la espalda por el tronco y se deja caer. Nota el relieve de la madera rasgando su bata, su cuerpo. El bosque la hiere, la lame.

A siete pasos de distancia. Madre, te quiero. Asísteme, dame calma. Las nubes se cargan de

lluvia y se desprenden del cielo. Pero la lluvia aún está seca. Te quiero, asumo tus pensamientos. Pero no escucho tu voz ni tus palabras de la lluvia. Me faltas. Madre no me dejes en la soledad de este bosque. Guía los ojos ciegos de mis manos, guía las yemas de mis dedos y ayúdame en mis lecturas. Madre tengo miedo. Madre se acerca. Madre es Marcos Lisia. Madre. Madre.

A cinco pasos de distancia. Rosa Dosaguas se sienta a los pies de los árboles que le impiden el

paso. Se aferra a su bebé como si lo escondiese del mundo, como la madre estéril que asalta un hospital y roba un recién nacido. Palpa el suelo mojado. La hierba se mueve, se desliza como la tierra mojada de las orillas de los ríos. Como el barro del sótano de su casa. A su alrededor la blancura de la niebla absoluta la protege de ser descubierta. Pero se angustia por el miedo, la ataca más que cualquier golpe. Su brazo izquierdo se hunde, le sigue su muñeca y llega hasta el codo. Algo cede. El mundo entero cede a sus pies. La libertad.

A cuatro pasos de distancia. Rosa Dosaguas se agacha. Tantea el espacio y descubre una

hendidura en el terreno, entre los troncos de los árboles. Con ambas manos rastrea el espacio que queda entre los árboles y el suelo hundido. El suficiente. El justo para escapar. Se alegra pero teme que al moverse los ruidos la delaten. Desata el cinturón de la bata y suelta a Pablo. Lo separa de su cuerpo y lo acerca al agujero. Él la mira perplejo y no

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protesta. Pero alarga sus bracitos a ella para que no le abandone. No quiere separarse del calor en el que se sentía seguro, protegido. Rosa lo desliza por el hueco y Pablo se pierde por la abertura del suelo. Se desliza y desaparece. Rosa se arrastra por el suelo. Estira el cuerpo y se introduce por el agujero.

A tres pasos de distancia. Rosa llega a su reducto de salvación. La niebla es menos espesa ahí

dentro y comprueba que está metida en un pozo de un metro de diámetro que se estrecha y se redondea a la altura de los pies; a su izquierda hay una rampa de hierba que conduce a la salida. Lo sabe porque ve luz. Pero está tan cerca del hombre que la persigue que si hace un solo movimiento se descubrirá y dará con ella. Será su muerte, la de Pablo y la de su pequeño en camino. Si consigue permanecer escondida el hombre pasará de largo y ella podrá escapar del bosque. El hombre se ha detenido porque no la encuentra. Está dudando si seguir hacia un lado donde el camino continúa o si retroceder. Rosa tiembla. Sus ojos lloran lágrimas espontáneas, inevitables de dolor. Su corazón se escapa. Respira con dificultad porque trata de retener el aire que, al espirarlo sale más sonoro y no quiere hacer ningún ruido. Cualquier mal gesto sería su muerte. Desea vivir. Aguanta la respiración. Quiere vivir. Cierra los ojos para no sentir tanto dolor. El miedo corroe sus sentidos. Ansía vivir. Pero apenas tiene oportunidades. Es joven pero un error la hará vieja en el acto y le arrebatará la vida. Suplica vivir. Por los suyos, por Enrique, por su madre, por su padre y sus hermanos. Por sus hijos, por ella misma, por todo lo que quiere aprender y descubrir. Vivir. Vivir.

A dos pasos de distancia. Pablo se revuelve entre los brazos de su madre, incómodo. Siente

frío. Sus ojitos se inflaman por la humedad. Sus huesos duelen por dentro. Su madre le aprieta demasiado fuerte. Pablo es un bebé. Abre la boca para llorar, porque todo le duele, porque es muy fatigoso esperar tanto rato, porque la tierra se le ha metido en la nariz y respira con dificultad. Tiene sueño y no para de moverse. Quiere dormir. Y tiene hambre. Todo le molesta. Farfulla unas palabras adelantadas a su edad, aunque no es el momento de hablar. Quiere llorar. Eso le aliviaría. Llorar. Llorar.

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Rosa mira a su bebé. Su cara se amorata, su boca comienza a abrirse,

crispa los ojillos en ese gesto característico de los bebés que se contraen antes de estallar en el llanto. Rosa se da cuenta de que Pablo está a punto de llorar. Si lo hace, si emite un solo berrido, cualquier ruido, el hombre los matará a los tres. Ella no quiere. Porque necesita vivir. Tiene mucho miedo. Odia los cuchillos y el dolor que producen los filos. Rosa tapa la boca de Pablo con la mano. El pequeño se agita molesto. Le impiden llorar y él quiere llorar, lo necesita. Se mueve, patalea. Se estira y se pone rígido como un leño de ese mismo bosque. Pablo se enfada y chilla por dentro. Rosa aguanta el sonido bajo su mano. Aprieta fuerte la boquita de su hijo. Llora. Tiene mucho miedo. Su madre está muy lejos. El hombre a solo un paso.

A un paso de distancia. En un segundo, la vida de Rosa Dosaguas pasó por delante de sus

ojos como en una película rápida. Sintió el dolor que estremeció su cuerpo al venir al mundo y sintió el dolor que, con el de ella, acompañó a Pablo al nacer. Unidos por la sangre y por el cordón umbilical, madre e hijo, sufrieron los mismos dolores. Y los mismos miedos. En un instante, Rosa Dosaguas se sintió conectada al útero de su madre, a su bebé nacido, al nuevo bebé que gestaba en su interior y al escalofrío de la muerte. Era el miedo el que unía aquellos elementos como un único fluido espeso de sangre. La vida y la muerte se daban la mano, se unían en un círculo, un nuevo círculo concéntrico dentro de tantos círculos concéntricos que la rodeaban dentro de ese bosque. Ese maldito bosque circular que buscó a su madre y la dominó durante años, que buscó a su marido y perturbó sus sueños, que la buscó a ella y la sedujo con ansias lúbricas. Ese bosque que reclamaba una víctima, que ansiaba saborear, por fin, la sangre de uno de los suyos. En ese segundo, toda su vida, pero también la de muchos otros que vendrían después, se condicionó a sus actos y formó parte de un destino, fatídico quizá, fértil según otros, aunque no fructífero, pero lo cierto en que se trazó un círculo sobre otro círculo y se creó una deuda, con el presente, el pasado y el futuro, en la vida de Pablo Rialme.

Rosa Dosaguas, enajenada por el pánico, llevada por el miedo,

movida por el bosque, mecida por el olor de la niebla, ausente del mundo

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de los sentidos, equidistante del punto en que la irrealidad se aleja de la realidad, quiso huir de Marcos Lisia y su rabia eterna, quiso escapar de la muerte aun a costa de otra muerte. Mantuvo la mano sobre la boquita de Pablo y la dejó allí, firme, aplastante, mortífera. El pequeño se convulsionó entre los brazos de Rosa, se resistió con fuerza queriendo apartarse de ella. Pero nada pudo hacer. Como nada pudo hacer Rosa. Con la boca abierta por el espanto, por el horror, por la vergüenza, por el cariño, con los ojos rebosando lágrimas, con la garganta ahogada en un seco hálito de voz muda, con las manos paralizadas y los miembros fláccidos, sin fuerzas para soportar lo que acababa de hacer, sin deseos de aguantarlo, aunque con rabia por vivir, con el vientre inflado de vida, acabó con la existencia de su pequeño Pablo. Rosa cayó de rodillas en el pozo de hierba con la saliva saliendo de la boca en una mueca inmóvil de espanto, en un rictus en forma de O, en un colapso de lo moral y lo divino. Rosa Dosaguas creyó morir por dentro como moría su hijo. Rosa se venció y mirando a lo alto no pudo soportar el dolor. Un grito rasgó el silencio y resonó en el bosque entero. Aterrorizada por lo que acababa de hacer, se desplomó doblándose sobre sí misma y acunó a su pequeño Pablo ya sin vida. Lo besó sin remedio, lo amó tanto como lo lamentó siempre. Por la condenada eternidad de sus días venideros. Rosa Dosaguas se deshizo por dentro. Y, detrás de los troncos, escuchó la respiración del hombre que la seguía.

Como mentiroso es el bosque, paradójicas son las cosas y tramposos

los misterios que nos reserva la vida. La de Rosa Dosaguas se partió de un extremo a otro sin recuperación posible. Los ojos, sin expresión en su cara, descubrían el lamento de una madre que se vio obligada a elegir. Y qué cierto es que el peor daño que sufre una madre es cuando tiene que elegir entre los suyos. Rosa tuvo que hacerlo. Eligió la vida que estaba por venir y la suya propia como matriz creadora de futuras vidas. Seguramente se equivocó. Podría haberse justificado si con ello el bosque hubiera saciado su apetito, pero nunca lo hizo. Desmoronado el mundo, surgió el imprevisto. Y la muerte interior a la que lleva el saber que todo podría haberse evitado. Apareció así, de repente: los pasos del hombre que la seguía bordearon los troncos. Un rodeo largo, de pasos pesados. Dio la vuelta y se apareció delante de Rosa, en lo alto del pozo donde la niebla parecía disiparse. Rosa alzó los ojos, cubiertos de lágrimas, y vio el cuerpo de Lisia. Pero no del que pensaba. Ante ella, Daniel Lisia, el

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hermano que siempre la había ayudado, le tendía la mano. Su rostro mostraba piedad, lástima al descubrir lo que ella acababa de hacer.

Dame la mano. Sígueme. Marcos se acerca, pero a mi lado estarás

segura. Rosa se levantó del suelo. Le dolían todos los huesos como si una

casa entera le hubiera caído encima. Subió la cuesta ayudándose con una mano y aferrando con la otra el cuerpo del pequeño. Daniel Lisia la esperaba en lo alto con la mano alzada que le tendía. Ella la asió. Él no dijo nada. Acarició el cabello de Rosa y miró en sus profundos y doloridos ojos. La vio perdida, sumergida en el fondo de un abismo de amor y muerte. Rosa dejó el cuerpo del pequeño Pablo boca arriba sobre la hierba. Arrancó unas flores blancas y las puso sobre el pecho. Le dio un beso y se despidió en silencio.

Page 326: Estatuas de mármol muertas II