espejismo

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ESPEJISMO LOUISE COOPER 1 Para mi madre, Pat, que me explicaba historias fantásticas, y que abrió mis ojos a la curiosidad. Por ella empezó todo. Edición digital de Laura Revisión de urijenny

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Page 1: Espejismo

ESPEJISMO LOUISE COOPER

1

Para mi madre, Pat,

que me explicaba historias fantásticas,

y que abrió mis ojos a la curiosidad.

Por ella empezó todo.

Edición digital de Laura

Revisión de urijenny

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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INDICE

1…………...………………………………..003

2…………...………………………………..017

3…………...………………………………..034

4…………...………………………………..049

5…………...………………………………..065

6…………...………………………………..079

7…………...………………………………..094

8…………...………………………………..108

9…………...………………………………..119

10…………...………………………………131

11…………...………………………………144

12…………...………………………………155

13…………...………………………………168

14…………...………………………………189

15…………...………………………………207

16…………...………………………………226

17…………...………………………………244

18…………...………………………………260

19…………...………………………………277

20…………...………………………………296

Epilogo.…………...………………………..280

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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Capítulo 1

¿Estás despierto? ¿En la obscuridad y el silencio?

¿Tienes ojos para ver y orejas para oír? ¿Tienes manos que se extienden y se

agarran al vacío?

¿Eres capaz de sentir? ¿Y de saber lo que son el odio, la soledad, el amor, la

desesperación?

¿ESTÁS VIVO?

Sí; estás vivo. Sientes cómo circula la sangre por tus venas y puedes contar los

sordos latidos de tu corazón. Y sabes que, después de lo que pudieron ser

siglos de espera, de un letargo sin sueños, sin memoria ni identidad, existes. Y

aunque nada hay aún que tus sentidos puedan asir, algo se aproxima. Cada vez

está más cerca, como una pesadilla recordada a medias, que tira de ti y te

llama, exigiendo ser escuchada.

Tú no quieres contestar. No puedes dar nombre a ese instinto que te impulsa a

dar media vuelta y echar a correr, temeroso. Pero está ahí y es fuerte. Sin

embargo, no tienes manera de resistirte al apremio o escapar de él y eso que

te llama, te toca ya, te ata, te arrastra inexorablemente hacia delante...

...para darte entrada, en cegadora agonía, en un mundo donde existes con

súbita violencia..., y donde tu primera aceptación de la vida es un prolongado

grito de auténtico terror.

–¡Despierta!

La voz era clara, vigorosa, y exigía obediencia. Habló tan cerca de su oído que

él se estremeció y sus músculos se contrajeron bruscamente a causa del

desacostumbrado movimiento.

Necesitó unos segundos para darse cuenta de que aquella voz era femenina.

– ¡Despierta!

La voz se hacía más impaciente.

–Respiras... Vives... Sé que puedes oírme, y no conseguirás nada fingiendo no

entenderme. ¡Abre los ojos!

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Él parpadeó, pero tuvo que volver a cerrar los ojos de inmediato, porque un

resplandor insoportable le paralizaba la mente. Emitió un sonido mitad grito y

mitad quejido de protesta, y su invisible acompañante suspiró.

–Bien, muy bien... ¡Espera!

Un débil siseo.

– ¡Vaya! El brasero se ha apagado, y si la luz de la Luna te ciega, de poco has de

servirle al hombre o a la bestia, y puede que la Hechicera nos condene a todos

a la locura. ¡Mírame!

Él no hizo caso, Distraído por el sonido de su propia voz y sorprendido ante su

desconocido timbre, tenía la mente muy alejada.

– ¡Abre los ojos, siervo!

Asombrado a causa del frío enojo con que le hablaban, obedeció

instintivamente. Ella se hallaba a menos de dos pasos de donde él yacía,

iluminada por un glacial y denso rayo de luz. Una espesa melena rubia

enmarcaba un rostro angular que, aunque todavía joven, presentaba severos

surcos. Los ojos, que le miraban sagaces y con firmeza, tenían el color grisáceo

de un mar hostil, y la negra e informe túnica que llevaba la mujer era tan fina,

que a través de la tela destacaban las formas de sus senos.

La mujer le miró con dureza, y sus ojos se entrecerraron.

–No eres todavía lo que debieras ser... Pero no importa. Es igual. Y ahora...

¡escucha! Soy Simorh, y la primera lección te enseñará a obedecerme.

¡Siéntate!

Notó que había fuerza en sus brazos... Poco a poco se incorporó y,

desconcertado, movió la cabeza para ver lo que le rodeaba. Parecía

encontrarse en una cámara construida a base de toscos y pesados bloques de

piedra húmeda, de los que goteaba el agua. La gélida luz, que penetraba por

arriba, apenas le permitía hacerse una idea de las dimensiones de la cueva,

pero tuvo la impresión de que era vasta: un triste lugar de sombras y ecos.

Cierto olor que identificó como agua de mar y algas putrefactas llenaba el

ambiente, y en el umbral de su capacidad auditiva percibió un sordo y rítmico

jadeo, como si un monstruo durmiera y respirara inquieto al otro lado de la

obscura pared.

Se estremeció y miró su cuerpo. Se hallaba echado en un saliente de roca

recubierta de lapas, y estaba desnudo. Le extrañó su propio aspecto. Poseía un

cuerpo robusto y bien proporcionado, pero extraño. Volvió a mirar a la mujer,

inquieto, e intentó que su garganta formara unas palabras.

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– ¿Qué sitio es éste?

Parecía absurdo, pero no fue capaz de formular la pregunta que en realidad

deseaba hacer.

–El antiguo templo.

Eso no significaba nada, y él frunció el entrecejo, tratando de asimilar lo poco

que sabía. La mujer era Simorh. Era lo que le había dicho. Conocía su nombre,

pero...

De pronto cristalizó en él la pregunta buscada, y con ella le invadió un miedo

angustioso.

–Mi nombre –murmuró, y el temor tiñó su voz al producir ésta un súbito y más

profundo eco en la cueva–. ¿Cuál es mi nombre?

La mujer esbozó ahora una débil sonrisa, no exenta de desprecio.

–Tú no tienes nombre. No lo necesitas, porque no eres nada, aparte de lo que

yo he querido crear.

De momento, él no entendió el sentido de la frase. Luego...

– ¿Tú...?

Simorh rió con aspereza.

–Eres lento de comprensión, amigo. Te lo diré claramente: ¡yo te he creado! Tú

me debes toda tu existencia, y sólo por eso ya me debes gratitud.

–Pero necesito un nombre.

Fijó la vista en el frío rostro de la mujer, y a sus ojos asomó la súplica.

– ¿Lo necesitas? –repitió Simorh, impasible–. ¿Para qué?

–Porque existo. ¡Sé que existo! Por favor: ¡dime quién soy!

–No tienes identidad. Si te he llamado a la vida, es porque me hace falta una

criatura como tú. Debes llevar a cabo una función, y ésa es tu única utilidad.

Aparte de eso, no vales absolutamente nada.

El temor se acrecentó en él, mezclado con dolor, pero, aunque deseaba

protestar, no encontraba argumentos con que hacerlo. En su mente no había

recuerdos; para él no existían pasado ni identidad. Era como si fuese un recién

nacido y, sin embargo, no se sentía del todo extraño en el mundo. Conceptos

como el Sol, la Luna, la Tierra, el mar y el cielo le resultaban familiares.

Conversaba con aquella mujer de mirada gélida en su misma lengua, y reconocía

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incontables puntos de referencia en lo que le rodeaba. Vivía, y nada le faltaba.

Sin embargo, le era negado hasta el mínimo indicio acerca de quién o qué era.

Se llevó una mano a la cara y notó la forma de los huesos debajo de la piel y la

carne.

– ¿De qué color son mis ojos?

Los labios de Simorh se curvaron ligeramente.

– ¡No seas ridículo! Eso no tiene importancia.

– ¡Para mí, sí! Quiero saber cuál es mi aspecto... ¡Necesito conocerme!

–No tienes nada que conocer –dijo ella con dureza–. No eres más que una

sombra, una creación de la magia. De mi magia. Y podría destruirte tan

fácilmente como te creé –añadió con una desagradable sonrisa–. En

consecuencia, si valoras la vida que ahora posees, harás lo que yo te mande y no

formularás más preguntas tontas. Tenlo siempre en cuenta, y nos llevaremos

bien.

De manera curiosamente disociada se le ocurrió que podría haberse levantado

del saliente de roca y, con un solo paso, acercarse a Simorh para desnucarla

con sus manos. Pero tal pensamiento fue fugaz, y quedó reprimido por el mismo

impulso que le aconsejó no discutir más con aquella mujer. Si lo que Simorh

había dicho era cierto –y él no tenía modo de averiguarlo–, sería un disparate

ponerla a prueba. Por poco que valiera su vida, sin duda era preferible al

olvido... Se mordió distraídamente el labio y, sorprendido ante el pequeño

dolor, repitió el experimento. Simorh le observaba con una expresión que podía

interpretarse como inquietud o como desprecio. De repente dio media vuelta y

se internó en las sombras.

– ¡Toma! –Le dijo entonces con una voz que, desde la distancia, sonaba hueca–.

¡Ponte esto! Llevamos aquí demasiado rato, y también un fruto de la magia se

puede ahogar. Hemos de emprender el camino.

Y, mientras hablaba, le arrojó un objeto obscuro e informe. Era una capa lo

suficientemente larga para cubrirle desde los hombros hasta los pies, y él la

manoseó indeciso.

– ¿Adónde vamos?

–A Haven. ¡Pero no empieces de nuevo con tus preguntas, maldito!

¡Simplemente, date prisa!

Él se echó la capa alrededor de los hombros, con gesto torpe, y ante la prisa

que la mujer demostraba, bajó del saliente de roca y se dispuso a seguirla.

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El agua, tremendamente fría, le lamió los tobillos. Dirigió la vista hacia abajo y

vio cómo se movía, obscura y nauseabunda, en perezosos remolinos orlados de

una desagradable espuma.

–Ha subido la marea.

Simorh avanzaba ya hacia una abertura en la pared de roca, y el joven se dio

cuenta de que era una puerta. Unos peldaños relucían detrás, a la enfermiza

luz.

–En la pleamar, esta cámara se inunda hasta el techo –explicó Simorh–, de

manera que nos queda poco tiempo. No me he arriesgado a destruirme a mí

misma para presenciar cómo te engulle el mar antes de que puedas llevar a

cabo tu tarea. ¡Espabílate –agregó con una de sus severas miradas–, o te haré

seguirme a la fuerza!

El olor salobre del mar se hacía más intenso..., y al no saber de qué fuerza se

valdría la hechicera, y no teniendo él ni el menor deseo de averiguarlo, la siguió

hacia la abertura. Las embravecidas aguas chapaleaban alrededor de sus pies

con un leve y furtivo sonido... Por fin hubieron atravesado el vano y dejaron

atrás la caverna que lentamente se inundaba.

La escalera era estrecha, y los peldaños estaban gastados y resbaladizos, pero

la seguridad con que se movía Simorh le inspiró confianza a medida que subían

en dirección a la fuente de luz. El tramo de escalera era corto. Llegaron arriba

y, arrimando el cuerpo a la pared de roca, la hechicera hizo una señal para que

él la siguiera, antes de desaparecer en una angosta grieta por la que se

filtraba la escasa claridad. Durante unos momentos, mientras la fría negrura

de la piedra parecía oprimirle, tuvo una alarmante sensación de claustrofobia,

como si estuviera siendo engullido y digerido por una bestia de piedra viviente.

Aspiró profundamente, obligándose a mantener las manos pegadas a sus

costados y a no empujar de manera frenética e inútil las asfixiantes paredes, y

cuando salió de la fisura dando traspiés en pos de Simorh, emergió a un paisaje

nocturno que por poco le hizo morderse la lengua a causa de la impresión.

Se encontraba en medio de un lecho de cascotes y escombros, rodeado de las

elevadas y esqueléticas ruinas de lo que en otro tiempo debió de ser una

maciza construcción. Astillados pilares de piedra penetraban cual cuchillos en

el cielo verdinegro, podridos ventanales se abrían ciegos a la obscuridad, y las

lapas y las algas cubrían los viejos arbotantes, dándoles extrañas y retorcidas

formas. Y en el centro de las ruinas destacaba una gibosa e informe plancha de

roca, surcada de venas de increíble color, que incontables siglos atrás debió de

ser posiblemente un altar votivo.

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Un viento frío y sinuoso murmuraba entre las quebradas piedras, y bajo su

sonido se percibía un quejumbroso susurro que crecía y menguaba a un ritmo

mesmérico. El mar... Había sal en el aire, sal hiriente en las ventanas de la

nariz del joven, que se estremeció al verse asaltado por una inquietante

sensación de recuerdo.

– ¡Date prisa! –Resonó la imponente voz de Simorh entre los destrozados

muros–. ¡Nos queda poco tiempo!

A la gélida media luz, aquella mujer habría podido parecer insubstancial de no

ser por el broncíneo resplandor de sus cabellos. Le llamó con gestos rápidos y

extrañamente faltos de gracia, y él echó a andar tras ella, como pudo, entre

los escombros.

Pero se detuvo, de pronto, al verse envuelto en un chorro de luz helada.

El enorme y agujereado satélite que giraba alrededor del mundo se había

escondido detrás de uno de los escasos muros todavía en pie, pero al moverse

él, quedó en su campo visual: un solitario ojo gris plateado y triste que le

miraba a través del mellado marco de una ventana arqueada. El hombre

permaneció atónito, devolviéndole la mirada al satélite a la vez que le invadía

una sensación de terror. Al instante, Simorh apareció a su lado y le tiró de la

manga con furia.

– ¡Date prisa! ¡Muévete de una vez, maldito! ¡Tenemos que irnos!

El esplendor de la Luna se rompió. Meneó él la cabeza, miró a la mujer y vio

reflejado en sus ojos el enfermizo color del satélite. Por un motivo que no

acababa de comprender, la mirada de Simorh le hacía retroceder, pero él

respondió a sus prisas y, atropelladamente, dejaron atrás los escombros para

salir por fin a una estrecha playa de guijarros, cuya orilla era besada por un

liso mar de color de hierro.

Simorh se detuvo a tomar aliento y, luego, miró por encima del hombro la

monstruosa Luna que, ahora que habían abandonado las ruinas, pendía solitaria

en el cielo nocturno.

– ¡Aprisa! –Dijo con más dulzura–. Pronto estará inundada la playa. Hemos de

llegar a tierra firme antes que la marea.

La estrecha franja representaba una escasa protección contra la arrolladora

marea. Pequeñas olas orladas de blanco la lamían ya, empapando la inestable

masa de pizarra y guijarros. Simorh avanzó a lo largo de la orilla mientras el

viento parecía querer arrebatarle la túnica y ésta la envolvía de manera casi

etérea. Nuevamente, él creyó no tener elección, y la siguió. El suelo era

resbaladizo, cambiante y traidor, aunque las lisas piedras resultaban menos

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dolorosas para los pies que los escombros de las ruinas. A su izquierda, el mar

se extendía sin límite hasta un hostil y lejano horizonte. Después de una

primera mirada, prefirió mantener la vista apartada de él. A la derecha, unos

farallones de poca altura, casi desmoronados, se escondían tras una tenue

neblina, y la marea fluía entre ellos y la tierra firme cual lento río. Delante, la

niebla parecía más densa y escondía la desconocida meta a la que Simorh le

conducía, si bien el joven había vislumbrado una elevación entre los

desmigajados riscos, así como el engañoso parpadeo de una luz muy distante.

De repente, un violento temor volvió a apoderarse de él. Sentía que avanzaba

hacia algo que no entendía ni deseaba, pero con lo que debía enfrentarse.

Intentó llamar a la maga, que de momento era su único punto de referencia en

tan misterioso mundo, pero las palabras quedaron atrapadas en su garganta.

Susurraba el viento y el mar se había apaciguado. Si no quería ahogarse, sólo le

restaba seguir a la mujer.

Simorh se detuvo y miró hacia atrás, pálida como un cadáver bajo el

resplandor de aquella triste Luna.

– ¡Date prisa! –repitió con una voz que casi se perdió en la inmensidad de la

noche. Él se ciñó la capa al cuerpo y echó a andar detrás de ella con toda la

rapidez posible.

La franja de guijarros terminaba en un suave descenso hacia la arena de una

amplia bahía desierta. Al otro extremo, los riscos se convertían en poderosos

farallones, y la playa –allí todavía libre de la creciente marea– se alargaba

hasta una lejanía difícil de calcular. Simorh se detuvo otra vez para esperar a

que la alcanzara, y luego levantó un brazo señalando tierra adentro.

– ¡Por ahí!

Y emprendió el camino sin aguardar respuesta, como si no estuviera dispuesta

a permanecer más tiempo del estrictamente necesario sobre la fina y blanca

arena. Él la siguió, ahora ya fatigado, y a través de la reptante niebla divisó de

nuevo el inestable resplandor de unas luces semejantes a fuegos fatuos, allí

donde la arena volvía a ceder el paso a las rocas. Súbitamente, el joven se dio

cuenta de que no se acercaban a una desnuda pared de roca, sino a una absurda

confusión de muros y edificios labrados en la misma piedra, que se extendía

hacia la cumbre de los farallones. Los extraños fuegos fatuos no eran nada

sobrenatural. Se trataba, sencillamente, de las luces de la puerta de la ciudad.

Pero aquella comprobación no le tranquilizó.

– ¡Aprisa! –Le gritó Simorh nuevamente, con una voz transformada por la

niebla, que reducía su figura hasta convertirla en poco más de una obscura

sombra–. ¡La Hechicera se está ocultando!

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La Luna se había deslizado cielo abajo y ahora asomaba amenazadora por

encima de los riscos, envuelta en la bruma y rodeada de un enfermizo halo. Su

luz confería al conjunto un tono frío y acerado, y el joven volvió a apartar la

vista, angustiado.

Simorh aguardó a que él le diera alcance y, de pronto, le agarró el brazo con

una fuerza que le dejó asombrado. Sus uñas se hundieron en el bíceps del

joven mientras decía sibilante:

– ¡Cuando yo te dé una orden, espero que la obedezcas! No lo olvides... ¡No te

atrevas a olvidarlo!

Él la miró sin hablar, y Simorh dio media vuelta con un gesto de exasperación,

pero no sin que, antes, el hombre hubiese descubierto el temor que se

escondía detrás de la aparente cólera de aquellos ojos. Continuaron en

dirección a la ciudad, y la suave arena dio paso a unas desperdigadas rocas.

Esas rocas eran diferentes, sin embargo: de bordes lisos, como si hubieran

sido labradas por mano humana... y de repente comprendió que formaban el

inconfundible perfil de un muro roto.

Una súbita sensación de náusea le obligó a detenerse y alargar el brazo para

tocar las corroídas piedras. Habían sido labradas, aunque siglos atrás, y entre

los sillares aparecían restos de pizarra. Tragó saliva cuando el fragmento de

un recuerdo pasó fugaz por su mente para perderse en el acto.

–Las piedras...

Habló casi antes de darse cuenta, y Simorh se volvió como si alguien la hubiese

azotado.

–No son... naturales –agregó él.

El rostro de la mujer no resultó lo suficientemente visible como para leer su

expresión, pero todo su cuerpo se tensó.

–No –dijo con sequedad–. No son naturales.

–Entonces...

Simorh le interrumpió bruscamente.

– ¡Al diablo, tú y tus continuas preguntas!

Una chispa de rebelión se encendió en él, que insistió tenaz:

– ¡Quiero saberlo!

La mujer guardó silencio durante unos momentos, y luego dijo con rudeza:

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– ¡Está bien! Si es preciso... Hace nueve años, la marea subió dos veces en una

noche, sin que hubiese bajamar. Quizá se redujera algo, pero no se llevó la

arena que había traído... Estás caminando sobre la tumba de más de media

Haven y sus habitantes.

Él palideció, y rápidamente retiró la mano de la fría piedra. La boca de Simorh

esbozó una sonrisa burlona, y la niebla formó detrás de ella lo que, en la noche,

parecía un ejército de fantasmas.

–Tal vez comprendas, ahora, por qué no me gusta permanecer aquí.

Asintió, sin saber qué contestar. Pero de pronto la arena empezó a quemarle

los desnudos pies, y aceleró el paso.

Haven –o lo que quedaba de la ciudad– se hallaba protegida por una elevada

muralla de arenisca en la que se abría un amplio arco. Dos faroles ardían con

luz verde al amparo de unas pequeñas hornacinas, y al pasar ellos dos por el

arco, el hombre pudo dar el primer vistazo a la población que, quisiera o no, iba

a ser su hogar.

Haven constituía un confuso desparramo de edificios bajos, retorcidas calles y

diminutas plazas que antes se dirían crecidos allí que abiertos en la roca que

les servía de base. Por ambos lados le miraban, ciegas, las casas de

resquebrajadas ventanas que bordeaban los sinuosos y empinados callejones.

La bruma serpenteaba a su alrededor como si fueran manos de fantasmas,

disfrazando las sombras para crear misteriosas formas que fluctuaban y

desaparecían antes de que pudieran ser vistas con claridad. No se oía más

ruido que el que producían sus quedas pisadas, ni había otra señal de vida,

humana ni de otro tipo. La quietud y la desolación eran intensas y espectrales.

A medida que ascendían por la ciudad, la sensación de inexplicable miedo que

pesaba sobre el hombre desde el momento en que Simorh le arrastrara a este

mundo entre gritos, se hacía más fuerte pese a que no encontraba motivo para

ello.

Las preguntas se agolpaban en su mente, pero no osaba formularlas.

El hombre trató de verse reflejado en todas las ventanas ante las que pasaba,

pero no había ni una sola que no estuviera firmemente cerrada, como si los

ocupantes hubiesen abandonado sus moradas largo tiempo atrás, dejándolas a

merced del viento y la lluvia.

O como si temieran a la noche... Contemplaba inquieto una de las semi-

desmoronadas casas cuando descubrió que, delante de ellos, la calle terminaba

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12

en una escarpada muralla varias veces más alta que él. Levantó la vista y sólo

pudo distinguir la silueta de tres altas torres situadas al otro lado del muro,

antes de que una profunda sombra impelida a través del cielo borrara la escena

para sumirla en la obscuridad.

–La Hechicera se ha ocultado. Sígueme enseguida por aquí.

Simorh torció hacia una estrecha puerta abierta en la pared y alzó la aldaba.

La puerta se abrió y entraron por ella. Varios peldaños conducían a una negrura

envuelta en la niebla como en un sudario, y siguieron adelante. Parecían

hallarse en un jardín, pero la pobreza del suelo y el incesante azote del aire

cargado de sal inutilizaban los esfuerzos del jardinero. Las flores y los

arbustos eran escasos y enclenques. De cuando en cuando, un florido macizo

destacaba pálido en medio de la obscura maraña, e incontables plantas muertas

o moribundas cruzaban su sendero. Al término de los peldaños se vieron

delante de un edificio alto, con ventanas y apenas iluminado, que por cada lado

se adentraba en las sombras. Ahora se distinguían perfectamente las tres

torres que antes divisara el hombre desde la calle, y a éste ya no le cupo duda

de que, en cualquier caso, aquel lugar era la sede del poder en Haven.

Simorh empujó con la mano el arqueado portón, que se abrió silencioso para

descubrir detrás un amplio vestíbulo solado y techado con piedra veteada de

azul, verde, ámbar y plata. De las paredes pendían grandes tapices que un día

habrían sido rojos y anaranjados y amarillos, pero que ahora, por efecto de los

años y del deterioro, estaban descoloridos y raídos.

La mujer avanzó hacia un tramo de escaleras de piedra que, a la derecha del

vestíbulo, ascendía en espiral hasta perderse en la obscuridad. Le faltaba poco

para llegar allí, cuando en los peldaños sonaron unas pisadas y, momentos

después, apareció un hombre.

Se detuvo al verles, y su expresión fue la de asombro al mirar primero a

Simorh y luego al joven que la seguía.

–Princesa... Yo... nosotros no esperábamos...

Contempló de nuevo al desconocido y se lamió los labios con gesto de confusión.

Era un hombre recio, de barba y cabellos rubios, quizás unos quince años mayor

que Simorh. Y se veía que era un guerrero: su macizo cuerpo era puro músculo,

y aunque su vestimenta –camisa suelta y calzón, con un largo manto de lana por

encima– podía sugerir una vida indolente y confortable, la daga colgada de la

cadera indicaba lo contrario.

–Vaoran... –dijo Simorh con mirada fría–. Estabas equivocado. Todos lo

estabais. ¡Lo conseguí!

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–Sí... –los azules ojos de Vaoran se llenaron de inquietud, y su lengua recorrió

nuevamente los labios–. Parece ser, señora, que quienes dudamos os debemos

ahora una disculpa. Yo, desde luego, deseo ofrecérosla de todo corazón.

Simorh asintió con cansada dignidad.

–Tu disculpa es aceptada. Gracias. Haz el favor de informar de mi regreso al

príncipe DiMag y...

El rostro del guerrero se ensombreció inmediatamente.

–El príncipe DiMag se ha retirado a sus habitaciones, señora, dando órdenes

estrictas de que no se le moleste.

– ¡No seas ridículo, Vaoran!

La boca de Simorh formó una severa línea.

–Con todos mis respetos, princesa, pero no soy quién para discutir o

desobedecer las órdenes del príncipe. ¡Creed que lo siento, señora!

Simorh se envaró al oír la respuesta de Vaoran. Extrañado, el ser por ella

creado esperaba una reacción violenta, pero no se produjo. Por el contrario, los

hombros de la mujer se hundieron con un gesto de derrota, si bien en la

manera en que echó la cabeza hacia atrás hubo cierto orgullo.

–Muy bien. Si ésas son vuestras instrucciones, no vamos a discutirlas. Espero

que puedas hacerme el favor, en cambio, de mandar conducir a nuestro nuevo

huésped a la Torre del Amanecer, y de avisarme tan pronto como el príncipe

despierte por la mañana.

– ¡Desde luego, señora! –respondió Vaoran con una reverencia.

Luego lanzó otra mirada breve e insegura al desconocido.

–Llamaré aun criado –agregó.

–Y una advertencia, Vaoran. Este hombre hace preguntas. No se te ocurra

responder a ellas, o... yo, personalmente, seré responsable de las

consecuencias.

Con un último vistazo al ser creado por ella –que parecía constituir más una

amenaza que una bendición–, se encaminó rápidamente a la escalera de caracol

antes de que ninguno de los dos hombres pudiese pronunciar palabra.

Simorh subió aprisa, consciente de su derrota e intentando apartar de su

memoria, en la medida de lo posible, los postreros minutos. Comprobar que,

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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precisamente hoy, DiMag le impedía acudir a su presencia, resultaba muy

amargo e incluso doloroso.

Estaba enterado de lo que ella intentaba hacer y del riesgo que eso

representaba. Sin embargo, rehuía su presencia.

Una vez en lo alto de la escalera, enfiló un corredor en dirección a la más

lejana de las tres torres del castillo, donde se encontraban sus aposentos

particulares.

Aún le quedaban otros estrechos peldaños que vencer, para llegar hasta allí. A

intervalos habían colocado lámparas sujetas a unas cadenas colgantes, en

esfera de su retorno. Al menos había alguien que todavía tenía fe en ella.

Simorh continuó la subida sin detenerse a contemplar, desde las angostas

ventanas de la torre, el vertiginoso panorama de la ciudad y la línea de la

costa. Finalmente alcanzó la blanca puerta, en la que había un ojo pintado.

Apenas hubo tocado su mano la aldaba, cuando la puerta fue abierta por

dentro y, en medio de la obscuridad reinante en la estancia, apareció el

delgado rostro de una muchacha, con rasgos de duende, y aparentemente muy

nerviosa.

– ¡Princesa!

Alivio y ansia animaron la voz de la jovencita y, cuando Simorh entró en el

umbrío aposento, cayó sobre una rodilla y besó el dobladillo de la fina túnica de

su señora.

La soberana le dedicó una triste sonrisa.

– ¡Levántate, Falla! No necesito tantas formalidades. ¿Está Thean?

–Sí, señora.

Falla se apresuró a encender una lámpara, y un cálido resplandor surcado de

suaves sombras dio vida a la estancia.

–Las dos velamos por turnos, como vos ordenasteis.

La joven hizo una pausa y miró atrás, con los enormes y negros ojos

enmarcados por su pálido rostro y un corto y obscuro cabello.

– ¡Me siento tan feliz de veros a salvo! –añadió.

«Quizá no lo seas tanto, cuando esto haya pasado», pensó Simorh, pero se

limitó a hacer un gesto afirmativo y dijo:

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–Gracias, Falla. Ve en busca de Thean y explícale que vuestra guardia ha

terminado. Estoy muy fatigada...

La muchacha desapareció en un arco cubierto por una cortina y regresó a los

pocos momentos, seguida de Thean.

La segunda protegida de Simorh era rubia y más alta que su compañera, y sus

azules ojos, normalmente vivaces, se veían ahora opacos y con las pupilas

dilatadas por efecto del incienso narcótico que había ayudado a las dos

jóvenes a mantener su vigilia.

– ¡Princesa!

Como Falla, Thean se arrodilló y besó el borde del ropaje de Simorh. Pero, al

contrario que su compañera, tuvo el valor suficiente para formular la pregunta

que bullía en sus mentes.

– ¿Ha salido todo bien?

A Simorh, los miembros le pesaban como el plomo y, en parte por la lógica

reacción y, en parte, por el frío pasado a causa de las poco adecuadas prendas,

la princesa temblaba de modo espasmódico.

Con un esfuerzo, contestó:

–Sí, Thean. Lo he logrado... Está aquí, en el castillo.

Los ojos de las muchachas se abrieron desmesuradamente, y de nuevo fue

Thean la que habló:

– ¡Oh, señora!... ¿Lo sabe ya el príncipe?

«El príncipe no lo sabe, ni demuestra el menor interés», pensó Simorh con

amargura. Había discutido furiosamente con DiMag sobre la conveniencia de

llevar a cabo el plan, y sólo el hecho de que no existía otra solución para vencer

la amenaza que pendía sobre Haven le había proporcionado la reluctante

autorización de DiMag para lo que consideraba imprescindible hacer. Al

príncipe, empero, le costaba ceder, y sin duda se disgustaría todavía más

cuando, a la mañana siguiente, tuviera que enfrentarse cara a cara con su

creación.

Si aceptaba verla...

Era evidente que la angustia de Simorh se notaba, porque las jóvenes

desplegaron a su alrededor unos cuidados comparables a los de dos gatas para

con sus crías. La hicieron pasar por la más baja de las dos puertas que

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

16

comunicaban con las demás habitaciones, subieron con ella otro breve tramo de

escaleras y la condujeron a su alcoba.

– ¿Estáis segura de no necesitarnos, señora? –preguntó Falla estudiando el

rostro de Simorh con preocupados ojos.

–Estoy segura, Falla. Idos. Tenéis bien merecido el descanso.

Esperó a que la puerta estuviese cerrada y los suaves pasos se alejaran

escaleras abajo. Entonces se dirigió a la amplia cama de dosel. Las sábanas

olían ligeramente a sal –todo, en aquel descuidado lugar, olía a la sal del mar,

aunque ella ya estaba tan acostumbrada que apenas lo notaba– y, una vez

acostada, comprobó que casi no tenía fuerzas para taparse con la manta. Del

fuego no quedaban ya más que los rescoldos; la marmita emitía un tenue silbido

y, cuando Simorh apagó la luz, las sombras de rojos bordes aparecieron junto a

su lecho, elevándose sobre ella cual centinelas.

La princesa reflexionó sobre lo conseguido aquella noche y sobre la asustada

criatura que había extraído de la nada para darle vida... También pensó en

DiMag...

Simorh dio media vuelta en la cama y se apretó un puño contra la boca, con el

fin de que sus dos novicias siempre vigilantes, que dormían en la habitación de

encima, no la oyeran sollozar.

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Capítulo 2

El ser creado por Simorh despertó entre gritos una hora antes del amanecer,

atormentado por una pesadilla que sólo se diluyó en las sombras cuando abrió

los ojos. Un involuntario reflejo hizo mover sus músculos, y el hombre saltó del

desordenado lecho, empapado de sudor, y se lanzó tambaleante a través de

aquella habitación circular hasta que sus temblorosas manos encontraron una

puerta. Agarró la aldaba y tiró de ella hasta tener las uñas ensangrentadas,

pero la puerta no cedía.

Al fin, retrocedió. No sabía dónde estaba, pero comprendía, aunque fuese a un

nivel animal, que le habían encerrado. Aún medio atontado por el sueño y por la

pesadilla, se halló de pronto ante una ventana tan estrecha que más bien era

sólo una aspillera, y la impresión producida por el contacto de su piel contra la

fría piedra reavivó su decaído ánimo. Logró hacer memoria y, al mismo tiempo

que se frotaba los ojos, contempló la vista desde el castillo.

La bruma ascendida del mar después de ponerse la Luna, era ahora más espesa

y se extendía cual lechosa capa, resplandeciendo a través de ella la débil

claridad del alba. Muy cerca, una torre asomaba de la niebla, incorpórea y

flotante, y a poca distancia del tejado había una ventana, abierta como la boca

de un idiota, mientras que abajo, muy abajo, el joven creyó distinguir las

fantasmales luces verdosas de la ciudad.

Se retiró al fin del ventanuco, excitado al comprobar que los fragmentos de

sus recuerdos se fundían para formar un cuadro más completo. Estaba

prisionero en lo que quedaba de una ciudad costera llamada Haven. Eso le

constaba. Y había sido traído, mediante las brujerías de una mujer cuyo

nombre era Simorh, y que parecía ser princesa de alguna dinastía allí reinante.

Pero, aparte de estos meros hechos, no sabía nada de sí mismo, ni de sus

orígenes, ni tampoco del mundo en que le tocaba vivir... Si debía creer en las

palabras de la extraña mujer, no había existido en absoluto hasta la noche

anterior.

Afirmaba ella ser su creadora, y él no tenía con qué contradecirla.

Sin embargo, en su interior vibró una cuerda... Quizá no tuviese nombre ni

memoria, pero no se consideraba algo nulo. Muy escondida dentro de sí,

aleteaba una propia identidad que Simorh no había creado, y con la que no

habría de poder. Estaba seguro de ello, y esa seguridad le enfurecía y

asustaba a la vez. Necesitaba descubrir la verdad, pero... por lo poco que había

conocido a la gente de Haven, nada averiguaría a través de ella.

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Eran demasiadas las facetas, en su mayoría desagradables, para que él pudiese

hacerles frente. Además se sentía terriblemente cansado y ansiaba dormir

más, libre de los angustiosos sueños que le habían martirizado durante la

noche. Al menos tenía un cobijo caliente; vivía y, aunque de manera un tanto

rara, prosperaba. Lo más conveniente para él sería, a no dudarlo, resistir de un

modo u otro hasta que pudiera averiguar algo referente a sus circunstancias.

Volvió a tenderse en la cama y se tapó con la vasta pero práctica manta. Un

ligero olor a mar penetró en su nariz, como si el peso y el calor de su cuerpo

hubiesen contagiado al ambiente un cierto aire marino. Aquel efluvio ya le

resultaba familiar y confortante, aunque frío, y cerró los ojos con una pequeña

sensación de alivio. Le invadió pronto el sueño, y esta vez ya no tuvo pesadillas.

Cuando despertó de nuevo, la pálida madrugada había dado paso al pleno día, y

una apagada luz, carente de color, bañaba la estancia. El hombre se incorporó,

tuvo perfecta conciencia de dónde estaba y recordó el despertar previo, que

le había hecho decidir no volver a caer en la misma desorientación y en el

pánico. Respiró profundamente varias veces y las contó. Luego, ya más

calmado, bajó de la cama.

La ventana era un simple rectángulo blanco. La niebla se había espesado, a

medida que avanzaba la mañana, y la luz que se filtraba era tan débil, que

transformaba todas las formas de la habitación en algo irreal. Durante unos

segundos permaneció de pie sobre las heladas losas, sin saber qué hacer. Pero

entonces vio que, mientras él dormía, alguien había entrado en el cuarto,

porque en una silla próxima a la ventana había una camisa de hilo y un par de

pantalones. Tomó las prendas, las tocó y espontáneamente se le ocurrió que...

podrían haberle proporcionado algo mejor.

Tal pensamiento le abandonó tan deprisa como le había llegado, y le dejó

confundido. ¿Qué sabía él de aquella gente..., de sus captores, dicho más

exactamente? En consecuencia, ¿era lógico que se sintiera decepcionado y

hasta cierto punto insultado por la ropa que le daban?

Se encogió de hombros. Si eso formaba parte del rompecabezas, poco podía

importar. El aire era húmedo y cortante, y agradeció tener qué ponerse, ya

fuesen ropas de campesino o de príncipe.

Las prendas le caían sorprendentemente bien, aunque el género de la camisa,

sobre todo, le resultara extraño, ya que le producía una ligera irritación en la

musculatura de la espalda. Encima de la silla encontró asimismo un ancho

cinturón de cuero cuya hebilla tenía la forma de un astro con muchos rayos y

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cara de gárgola, como una imagen solar grotescamente estilizada. Se lo puso e,

instintivamente, buscó un espejo en que mirarse.

Pero no había ningún espejo en la habitación. Había olvidado la orden dada por

Simorh al musculoso guerrero llamado Vaoran, y ahora la recordó de súbito.

¿Por qué tenía aquella mujer tanto interés en que él no se viera? ¿Tan horrible

era? ¿O acaso temía que su propia efigie le trajera recuerdos que ella prefería

dejar dormidos?

El hombre se llevó unos dedos tentativos a las mejillas, a la nariz, a las cejas...

Por lo que pudo juzgar, en sus rasgos no había nada raro. No halló cicatrices ni

deformidades. Se pasó luego un mechón de pelo por encima del hombro para

verlo: era de un rojo asombrosamente vivo, pero el infrecuente color no

despertó en él ningún recuerdo. Aparte de ese detalle, no sabía en absoluto

cómo era, y si bien dentro de su gran problema no tenía eso la menor

importancia, ahora le interesaba más que cualquier otra cosa.

Se volvió hacia la ventana, preguntándose si el empañado vidrio reflejaría su

imagen, pero antes de que pudiera acercarse más, alguien llamó a la puerta.

Miró bruscamente en aquella dirección, pero la puerta no se abrió. Después de

una pausa, hubo otra llamada. El sirviente, mayordomo o quien fuese, respetaba

más su retiro que el anónimo visitante de la madrugada, y eso le permitió

relajarse un poco.

–Adelante –dijo, con una voz que a él mismo le resultaba todavía extraña, pero

el momentáneo estremecimiento cesó cuando la llave rechinó en la cerradura y

la puerta se abrió al fin.

La niña que cruzó el umbral llevaba un sencillo vestido de hilo y, para

protegerse del frío, se cubría con un grueso mantón tejido. Tenía la cara

pequeña y en forma de corazón. Los ojos, grandes y grises, quedaban

enmarcados por un revoltijo de obscuros bucles. Sostenían sus manos, con

mucho cuidado, una bandeja cubierta, y en sus bracitos brillaban sendas

pulseras. No contaría la chiquilla más de nueve o diez años.

–Buenos días –saludó, con extraordinario aplomo para su edad–. Tú debes de

ser Kyre.

Él contestó perplejo, aunque dominándose cuanto le fue posible:

–Te equivocas, mi pequeña dama. Aquí no hay nadie de ese nombre.

La niña frunció el entrecejo, vaciló, entró en la habitación y, ya muy segura,

depositó la bandeja sobre la mesa que había junto al lecho.

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–No puedo equivocarme. El mayordomo me dijo que te encontraría en la Torre

del Amanecer, que es ésta... –afirmó, a la vez que miraba al hombre con franca

curiosidad–. ¿No eres tú el que fue traído del templo la noche pasada?

Un singular frío pareció apoderarse de las venas del hombre, que asintió sin

darse apenas cuenta de lo que hacía.

–Entonces eres Kyre –dijo la pequeña, retrocediendo un paso o dos para

examinarle mejor, y después sonrió–. Debieras de estar orgulloso de tener ese

nombre. ¿Te gusta?

–No... no lo sé... Se esforzaba él en recordar algo, pero no había nada. El

nombre no le resultaba familiar en absoluto.

–Nunca lo había oído –agregó–. Significa «Lobo del Sol» en la lengua antigua –

explicó la niña–. ¿Conoces la lengua antigua, Kyre?

¿La lengua antigua? El hombre meneó la cabeza.

–No.

–Pues yo sí. Un poco, por lo menos... Mi preceptor dice que se ha perdido tanto,

que nadie volverá a hablarla como es debido. Sin embargo, yo intento

aprenderla. Ky quiere decir lobo, y Re es sol. Kyre...

La chiquilla parecía repetir el nombre porque, simplemente, su sonido le

agradaba, pero ni siquiera aquello sirvió para avivar la memoria del hombre, que

se limitó a devolverle la mirada hasta que ella se echó a reír, muy segura de sí

misma, y sus pálidas mejillas se arrebolaron un poco.

–Mi preceptor también dice que charlo demasiado, como la lluvia cuando cae

por las gárgolas. Lo siento... –parloteó, a la vez que se alisaba el vestido, y

luego, con gran formalidad, le tendió una mano–. Me llamo Gamora –añadió.

–Gamora.

Los dedos de ambos se asieron, y él sintió el deseo de sonreír. Se preguntaba

si aquella niña, con su sorprendente mezcla de ingenuidad e intento de

sofisticación, respondería a lo que él tanto ansiaba averiguar.

– ¿Vives en este castillo, Gamora?

La expresión de la criatura se obscureció.

– ¡Claro que sí!

Era evidente que había esperado que él supiera más acerca de su persona. Por

eso dijo algo picada:

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–Soy la princesa Gamora. Mi padre es el príncipe DiMag de Haven, y mi madre

es la princesa Simorh.

–Tu... ¿Vos?

Durante unos segundos, el hombre creyó no haber oído bien.

– ¿La bru... la encantadora es vuestra madre?

–Naturalmente. Ella y mi padre son primos... Estos matrimonios son

tradicionales. No estás muy enterado de nuestras costumbres, ¿verdad?

El hombre movió la cabeza, incapaz de explicar el efecto que la revelación de

la niña había producido sobre su imagen mental de Simorh. Sencillamente, no

podía ver en aquella bruja de gélida mirada, que le arrebatara de la nada, a la

madre de una chiquilla tan dulce y espabilada. De modo que el príncipe, para el

que Simorh había tenido tan amargas palabras, era su marido... Tal

conocimiento arrojó una cierta luz sobre los motivos que la mujer tenía para

mostrarse tan dura.

–Cuando muera mi padre, el príncipe, yo gobernaré Haven –prosiguió la

pequeña, dándolo por hecho–. Salvo que, entre tanto, me naciera un hermano.

Pero como todo el mundo dice que eso no pasará, seré yo quien gobierne –

añadió con gran candidez en la mirada.

El hombre consiguió vencer la confusión de sus propios pensamientos y advirtió

algo del disgusto que, sólo disimulado en parte, asomaba detrás de las palabras

de la niña.

– ¿No tenéis ganas de gobernar? –preguntó.

Los ojos de Gamora se nublaron cuando ésta respondió:

– ¡No!

– ¿Por qué?

–Porque, entonces, ya no quedará nada que gobernar.

La madurez de semejante declaración hizo vibrar una cuerda en el corazón del

hombre, y le recordó algo que Simorh le había dicho la noche anterior,

mientras caminaban sobre la arena bajo la fría y terrible mirada de la Luna.

Media ciudad se había hundido y ahogado en una sola noche, al producirse dos mareas seguidas sin descender el nivel de las aguas... El espantoso desastre

debía de haber ocurrido casi al mismo tiempo de nacer Gamora.

Temeroso de poner nerviosa a la chiquilla, pero a la vez ávido de averiguar

cosas, el hombre dijo:

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–No entiendo lo que decís, princesa. ¿Por qué no ha de continuar prosperando

Haven?

Durante unos momentos, creyó que Gamora le iba a contestar con franqueza,

mas no fue así. Por el contrario, su cara adquirió una marcada expresión de

disgusto, y los obscuros bucles se agitaron al mover ella la cabeza con energía.

– ¡Tómate el desayuno, Kyre, o se enfriará!

–No habéis contestado a mi pregunta, Gamora.

–No... no puedo.

Los grises ojos de la niña reflejaron brevemente una angustia, pero luego se

calmaron en parte, y volvió a ellos la honestidad infantil.

–No me atrevo... Soborné al sirviente para que me dejara traerte la bandeja...

Si supiesen que he estado hablando contigo, me castigarían. Oí decir –explicó,

después de tragar saliva–, oí decir que no había que contarte nada... Todavía

no, por lo menos. ¡Y ahora come, Kyre, por favor...! ¡Come!

Inmediatamente, él se arrepintió de haber intentado sacar de la niña más de lo

que ésta estaba dispuesta a revelar. Sin más comentarios, destapó la bandeja

y, aunque no tenía apetito, se llevó una agradable sorpresa al ver su contenido:

un plato de pescado al vapor, bien aderezado con algunas hierbas desconocidas

para él y, además, una copa de líquido obscuro, que olía a ricas especias.

Gamora le observó muy seria mientras él, para satisfacerla, vaciaba la copa y

después probaba el pescado. Algo en aquel sabor le pareció familiar, aunque no

pudo localizarlo. Había comido más de la mitad cuando se dio cuenta de que el

apremio de su estómago era superior a la oposición de su mente.

Todavía comía, con la niña sentada muy atenta a su lado, cuando, sin previo

aviso, se abrió la puerta de su habitación circular. Gamora miró por encima del

hombro y, de súbito, se puso de pie con la cara pálida y sólo dos llameantes

manchas rojas en sus mejillas.

Simorh estaba en el umbral. Lucía un vestido de color amarillo obscuro, más

formal que la prenda de la noche anterior, y llevaba el cabello peinado en

complicadas trenzas. Dirigió una mirada indiferente a Kyre y, en cambio, posó

en la hija unos ojos vibrantes de enojo.

–Tendría que haber sabido que te encontraría aquí.

El sarcasmo de su voz hizo enrojecer aún más a Gamora, que sintió tensarse

todos los músculos del cuerpo y miraba hacia delante sin ver, porque no quería

encontrarse con los ojos de la madre.

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Simorh entró en la pieza y dejó la puerta abierta de par en par.

– ¡Fuera de aquí! ¡Vuelve a tus lecciones! ¡Y diles a tu preceptor y a tu aya que

no tienes permiso para salir de tu cuarto¡, aunque hayas terminado la clase.

Gamora adquirió nueva vida, y sus ojos se agrandaron.

– ¡No, madre, os lo pido...!

– ¡Fuera! –repitió Simorh con furia.

La niña huyó. Kyre observó en sus ojos el resplandor de las lágrimas, cuando

salía asustada y, antes de que la encantadora pudiese fijarse en él, le dominó la

rabia y dijo en tono de reproche:

– ¿Se castiga en Haven a los niños por mostrar simple curiosidad?

Simorh se volvió en el acto hacia su persona. Los labios de la mujer formaban

una delgada línea amarga.

– ¡Tú...! –Gritó con severidad–. ¿Qué sabes tú de niños, ni de nada? Además, no

obtendrás de Gamora ninguna respuesta a tus preguntas... Si no contienes tu

dichosa curiosidad, haré mucho más que imponerle silencio a tu lengua...

Parte de la confianza que había llegado a sentir Kyre se evaporó ante la

amenaza de Simorh. Conocía de sobra la fuerza de aquella mujer y, en cambio,

carecía de la suficiente seguridad en mismo para ponerla a prueba. Al menos,

por ahora. Hizo un gesto de conformidad apenas perceptible, y ella le dio la

espalda, alzando los hombros con orgullo.

– ¡Ponte presentable! –ordenó con voz terminante–. Vas a ser conducido ante el

príncipe DiMag, y a él no le gusta que le hagan esperar.

Si la mención del nombre del esposo le causaba algún fastidio, disimuló bien. Y

Kyre contestó, tranquilo:

–Estoy todo lo presentable que puedo resultar con estas ropas.

–Muy bien –dijo Simorh con un sonido de impaciencia en la garganta–. Ven

conmigo, pues. Y... cuando te halles ante el príncipe, debes escuchar sin decir

nada, ¿entendido? ¡No te atrevas a formular ni una sola pregunta, ni a dar una

sola opinión! A nadie le interesa tu parecer, de cualquier forma.

Con estas palabras abandonó la estancia, y Kyre la siguió. Por lo visto, estaba

alojado en lo alto de una de las torres del castillo, ya que la puerta daba

directamente a una escalera de caracol. Simorh descendía a una rapidez difícil

de mantener, y Kyre sólo la alcanzó al pie del tramo. Continuaron por un corto

rellano, antes de bajar nuevas escaleras, hasta que éstas desembocaron, ya

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más amplias, en un vestíbulo decorado con tapices, el mismo que él viera la

víspera. Simorh no aminoró el paso, pero torció hacia un lado y condujo a Kyre

hacia una doble puerta que se abrió al tocarla ella. Un laberinto de pasadizos le

produjo una profunda confusión hasta que, por fin, un último juego de puertas

–con centinelas esta vez– puso término a su camino allí donde los interminables

corredores se ramificaban y perdían en la obscuridad. Simorh avanzó hacia los

centinelas y ya se disponía a dar perentoria orden de que abriesen las puertas,

cuando sonaron unos apresurados pasos a su derecha. La soberana y Kyre se

volvieron. Era Vaoran.

–Princesa –dijo éste, con una reverencia–. No os propondréis introducir a esta

criatura en el Salón del Trono...

En los ojos de Simorh hubo un relampagueo peligroso.

– ¿Desde cuándo son asunto tuyo mis decisiones?

El rostro del maestro de armas adquirió una expresión violenta.

–Os pido perdón, señora... Pero el príncipe DiMag se halla en una urgente

reunión del Consejo.

La dama suspiró como si tratara con un niño recalcitrante y no demasiado

inteligente.

–Hace una hora, Vaoran, que a través del sirviente personal del príncipe DiMag

recibí el encargo de traerle esta criatura a mi esposo –y añadió en tono

cortante–: Al contrario de lo que algunos creen, la memoria del príncipe nada

tiene de deficiente. En consecuencia, debo deducir que eres tú quien tiene

unas insondables razones para intentar obstaculizarme el encuentro... Espero

estar equivocada –añadió después de una pausa.

Diríase que los hombros de Vaoran se pusieron rígidos, y Kyre dedujo, por la

expresión de su cara, que, pese a su máscara de arrogancia, el hombre tenía

miedo de Simorh.

–No quise ofenderos, señora. Desconocía vuestro acuerdo... Sin embargo –

agregó, con un evidente esfuerzo para enfrentarse con la venenosa mirada de

la princesa–, concluyo que no conocéis las noticias referentes a las patrullas

costeras...

– ¡Como bien sabes, a mí no se me comunica nada de lo que ocurre en este

solitario lugar! –Replicó Simorh con fiereza–. ¡Además, no veo qué relación

pueden tener los informes de las patrullas costeras con mi cita con el príncipe!

–Hace media hora, señora, trajeron un prisionero.

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– ¿Un prisionero?

La ira de Simorh se aplacó de manera perceptible. La tempestad de sus ojos

quedó súbitamente mitigada por una desagradable mezcla de recelo y ansia.

El maestro de armas dirigió una vacilante mirada a Kyre, pero la princesa hizo

un gesto con la mano.

–No importa su presencia. ¡Habla!

Vaoran miró de nuevo al hombre pelirrojo. La actitud de Simorh no había

reducido sus dudas. Sin embargo, no se esforzó en seguir disimulando.

–Fue encontrado cuando la marea era más alta. Estaba herido. El comandante

de la patrulla supone que fue atrapado por una corriente que le estrelló contra

las rocas del cabo situado al norte. Los de su propia especie le abandonaron,

como era de esperar, de modo que la patrulla le trajo a la ciudad.

Simorh asintió.

–Ya comprendo. ¿Dónde está ahora?

–Sometido a interrogatorio. Sólo aguardamos las órdenes del príncipe para

conducirle al salón.

Durante unos momentos, Simorh miró reflexiva hacia las puertas, y luego, para

desconcierto de Kyre, clavó en él unos ojos de indescifrable expresión.

Con voz reposada dijo:

–Condúcenos por la puerta de la guardia de corps, Vaoran. Deseo ver a la

criatura, cuando la lleven ante el príncipe, cosa que, además, puede servir de

saludable lección a nuestro amigo aquí presente.

Al maestro de armas le hizo poca gracia la orden, pero no encontró motivo

para negarse a cumplirla. Con una breve reverencia, respondió:

– ¡Sí, mi señora!

Más pasillos, más confusión... Kyre caminaba detrás de Simorh y de Vaoran,

que daba grandes zancadas. Se dio cuenta de que la escasa iluminación de los

pasadizos se reducía aún más, y de que la atmósfera se hacía tremendamente

húmeda y densa. Al extremo de un obscuro corredor en forma de túnel,

carente de adornos, llegaron a una pesada cortina que Vaoran corrió hacia un

lado para descubrir una puerta baja que se abrió mediante unas bisagras

silenciosas. Al moverse la hoja, Kyre retrocedió instintivamente. Cayó sobre él

la luz procedente del otro lado, mucha luz, y el susurro de unas voces le

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recordó un mar sombrío y hostil. Todo junto provocó en él, de nuevo, el

asfixiante y molesto olor del miedo.

La primera en entrar en el recinto fue Simorh, que se agachó y desapareció en

la relativa brillantez. Kyre vaciló y estuvo a punto de rebelarse, impulsado por

una intuitiva sensación del peligro que allí le aguardaba, pero Vaoran posó una

firme mano en su hombro y, prefiriendo lo desconocido al contacto con el

maestro de armas, se sacudió la mano de encima y siguió a la princesa, que

permanecía parpadeante en el gran salón de Haven.

El aposento era vasto o, al menos, así lo parecía. Todos los estrechos y altos

ventanales estaban cubiertos por gruesas cortinas, y las lámparas que a

intervalos ardían colgadas de las paredes arrojaban enormes pirámides de

sombras que se fundían a incalculable altura entre pilares de piedra. Las

paredes estaban decoradas con tapices que, como los del vestíbulo inmediato a

la entrada del castillo, no eran más que una triste sombra de lo que en sus

gloriosos días debieron ser. Los años y la humedad les habían robado todo el

esplendor. La construcción del aposento los empequeñecía, del mismo modo que

empequeñecía a las aproximadamente dos docenas de personas reunidas

alrededor de un estrado que se alzaba junto a la puerta tapada por una

cortina.

– ¿Qué es esto?

Una voz de hombre, enojada y con un toque de amargura, cortó los murmullos,

y Kyre miró a su izquierda. Sobre el estrado había un sillón tallado; el sillón

estaba ocupado, y Kyre se encontró por primera vez cara a cara con el príncipe

de Haven.

El sillón presentaba muchos adornos y era un mueble pesado, hecho de una

madera tan vieja que estaba casi petrificada. En el alto respaldo aparecía el

mismo emblema solar que en la hebilla del cinturón de Kyre, y amuletos

semejantes estaban asimismo representados en los brazos. El príncipe DiMag

se hallaba descuidadamente sentado, con una rodilla levantada y ambas manos

agarradas a los brazos del sillón. Era más joven de lo que Kyre había supuesto,

de constitución ligera, y sus despeinados cabellos tenían el mismo color de

trigo dorado que los de Simorh. Vestía calzón carmesí y camisa de anchas

mangas, muy ceñida a la cintura y profusamente bordada con hilo de oro. Las

prendas eran viejas, y se diría que el príncipe había dormido con ellas.

De pronto, DiMag fijó sus inteligentes pero coléricos ojos castaños en Kyre,

mirándole con una mezcla de curiosidad y resentimiento. Detrás del trono,

otros doce o quince hombres observaban igualmente al recién llegado con

gesto hostil.

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– ¿Qué es esto? –repitió el príncipe.

Una de sus manos se movió en dirección a la empuñadura de la maciza espada

que colgaba envainada de su costado, en un gesto típico de guerrero, y entre

esto y su tono de voz, Kyre se excitó y sintió una furiosa necesidad de

desafiar al soberano por su arrogancia. Pero Simorh dio un paso adelante y le

apartó sin demasiados miramientos.

–Le he puesto el nombre de Kyre –dijo, añadiendo en voz más baja pero

cortante–: Afirmé que lo conseguiría, ¡y así fue!

DiMag frunció el entrecejo.

–Ya lo veo. ¿Cómo se os ha ocurrido traerle aquí en este momento?

La boca de Simorh se redujo a una estrecha y severa línea.

–Vos me ordenasteis venir, DiMag, y dijisteis que le trajera. Si después disteis

contraorden, ésta ya no me llegó.

Los hombres situados detrás del trono menearon la cabeza ante la dura

respuesta de la princesa, y uno o dos emitieron, entre dientes, siseos de

desaprobación. DiMag clavó la vista en su mujer, por unos instantes, y la súbita

tensión producida hizo comprender a los presentes que ninguno podría

anticipar su reacción. Simorh mantuvo su desafiante actitud y,

repentinamente, el príncipe aflojó el puño que tan apretado tuviera y esbozó

una desafortunada sonrisa en la que había poco humor.

–Bien, bien... Debió de fallarme la memoria –se excusó, a la vez que lanzaba una

inquisitiva y desafiante mirada a su alrededor, que Kyre no logró descifrar del

todo–. Quizá sea mejor así. La visita puede resultar instructiva. Adelántate,

Kyre –añadió, con un movimiento de la mano–. Deja que te vea de cerca.

Kyre se apartó de Simorh para colocarse delante de DiMag. Tenía conciencia

de que docenas de ojos perforaban su espalda, sintió una extraña picazón en el

espinazo y miró valiente al príncipe, sin disimular su interés.

–Lobo del Sol –dijo DiMag, pensativo, con una insegura sonrisa que se amplió

para desaparecer segundos después–. Sin duda alguna, la princesa tiene buen

motivo para ponerte el nombre de nuestro más destacado guerrero... ¿Está

justificado? Las palabras del soberano cogieron de improviso a Kyre.

–No lo sé –confesó.

Uno de los hombres que rodeaban el trono intervino con aspereza:

– ¡Cuida tu lenguaje, criatura! ¡Has de llamar «mi señor» al príncipe, y no...!

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–No me importan los protocolos, consejero –le cortó DiMag con un enérgico

movimiento de la mano–. Ya habrá tiempo para esos refinamientos. Ahora me

interesa más averiguar si nuestro nuevo amigo es tan buen guerrero como su

tocayo.

Por segunda vez se llevó la mano a la empuñadura de la espada, y su mirada se

hizo intensa y casi posesiva.

–Vaoran... ¡Dale tu espada a Kyre!

El robusto soldado dio un paso adelante.

– ¿Es prudente lo que hacéis, señor? Al fin y al cabo, vos...

Pero calló cuando DiMag clavó en él unos ojos indignados, y trató de remediar

atropelladamente lo que había estado a punto de decir.

–Hay... hay otras cosas más urgentes que atender...

–Tu concepto de la urgencia no está de acuerdo con el mío –replicó DiMag–.

¡Dale tu espada a Kyre!

Vaoran obedeció, aunque de mala gana, tomando el arma para ofrecérsela a

Kyre por la empuñadura. Éste tomó la espada con la misma desconfianza,

incapaz de comprender el intenso aborrecimiento que había en la mirada de

Vaoran al entregarle el arma. Sus dedos agarraron la empuñadura, y de pronto

experimentó una rara familiaridad. En algún momento había sostenido ya una

hoja semejante. Conocía su peso y su equilibrio, así como el debido manejo. Sin

embargo, el instinto le decía que le faltaba destreza. Aunque el arma le

resultaba familiar, era distinta...

El príncipe DiMag se puso de pie, al mismo tiempo que desenvainaba su propia

espada.

–Vamos aprobar tu habilidad –dijo, de nuevo con torcida sonrisa–. ¡A ver si

consigues desarmarme!

Algunos de sus consejeros quisieron protestar, pero el soberano les ignoró, y

las voces de los hombres se ahogaron en inquietos rezongos. DiMag empezó a

descender las gradas del trono. Sus movimientos eran extrañamente torpes.

Bajaba con dificultad, y Kyre se dio cuenta, entonces, de que cojeaba

terriblemente de la pierna izquierda. Retrocedió impresionado. En tales

condiciones, cualquier chiquillo podría vencerle. Aquello era una farsa...

DiMag llegó al suelo y se situó delante de Kyre, que le llevaba una cabeza

entera. Pero sus ojos reflejaban peligro.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

29

– ¡Desenvaina la espada, Lobo del Sol! –ordenó.

Ahora, la atención de todos los presentes se centraba en ellos dos, y Kyre se

sintió alarmantemente vulnerable. ¿Qué esperaban los espectadores de él? Si

desarmaba al príncipe, como sin duda ocurriría, ¿se servirían de ello los demás,

como excusa, para castigarle? Más aún sería peor que él humillara a DiMag

dejándole ganar... Kyre tuvo la sensación de haber caído en una elaborada

trampa, cuya naturaleza no acertaba a entender.

La voz del príncipe le obligó a reaccionar.

– ¡He dicho que saques tu espada! ¡Demuéstranos a todos lo que sabes hacer!

El tono de voz de DiMag le sirvió de aguijonazo. Desenvainó Kyre el arma y

arrojó la funda al suelo de piedra, contra el que cayó con frío ruido metálico.

La espada era buena, como resultaba lógico. Pesada, pero bien equilibrada y

manejable. Y, de súbito, ya no le preocupó lo que aquel caprichoso príncipe o su

corte pensaran de él. No había pedido tomar parte en tal pantomima. Si DiMag

quería ponerse en ridículo, ¡allá él!

Alzó la espada en un breve saludo, que el príncipe devolvió. Y luego arremetió.

DiMag no intentó hurtar el cuerpo. Por el contrario, levantó su arma para

detener la del adversario, y saltaron las chispas cuando el metal chocó,

discordante, contra el metal. Una sacudida recorrió el brazo de Kyre desde la

mano hasta el hombro. La reacción de DiMag había sido mucho más rápida de lo

que imaginara, y el joven retrocedió sobre sus talones, reprimiendo su

sorpresa.

– ¡Bien! –Dijo DiMag–. Pero con pocos bríos... ¡Puedes hacerlo mejor!

Hablaba en tono despreocupado, pero sus ojos seguían encerrando peligro,

porque había en ellos un brillo fanático. Kyre empuñó la espada con renovada

fuerza y avanzó de nuevo, más despacio esta vez, atento a cualquier

movimiento inesperado. Había cometido el error inicial de menospreciar al

príncipe, y no pensaba repetirlo. Las limitaciones de DiMag eran evidentes, y

un golpe bien calculado pondría fin a la comedia.

Kyre eligió su momento. Hizo una finta como si quisiera atacar a su oponente

en el cuello, y de repente desvió el golpe para darle de plano a DiMag. El

príncipe soltó un reniego cuando se dio cuenta de la táctica empleada por él y,

con una agilidad que aturdió a Kyre, cambió de postura y apoyó todo su peso en

la pierna herida, introduciendo su espada debajo de la de Kyre para

interceptar el golpe. La gran fuerza física contenida en el choque hizo salir

despedido hacia atrás al joven. DiMag dio otro golpe con la muñeca, cuando los

aceros se encontraron, y la espada de Vaoran salió disparada de la mano de

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

30

Kyre y fue a rodar con tremendo ímpetu hasta el extremo del salón. Se

estrelló contra el estrado del trono y dispersó a los consejeros que allí

estaban, y Kyre cayó de rodillas, agarrándose el hombro, que parecía dislocado.

DiMag miró a su adversario. El rostro del príncipe estaba gris de dolor, pero

se esforzó por sonreír, y Kyre pensó, al devolver la mirada, que aquel gesto era

mucho más significativo de la que DiMag podía imaginar.

–Bien... Has hecho todo la posible. En la voz del príncipe había risa, aunque

detrás de ella se escondía un cierto enojo.

–No obstante, no has sido lo suficientemente bueno... –añadió, jadeante, y

dirigió una vitriólica mirada de triunfo a sus consejeros, antes de regresar a

su trono.

Vaoran avanzó como si quisiera ayudarle, pero DiMag le apartó con un gesto de

la mano.

–Gracias, pero quizás hayas podido comprobar que todavía no soy un inválido –

dijo.

Dolorido y con torpeza, subió las gradas del estrado. No lejos de allí había ido

a caer la espada que utilizara Kyre. Nadie intentó ya ayudarle cuando, con

tremendo esfuerzo, se inclinó para recoger el arma. Dio luego media vuelta y

se la entregó a Vaoran, que la tomó en mortificado silencio. A continuación, el

príncipe volvió a sentarse y miró a Kyre, que entre tanto se había levantado.

–Ven –dijo, con una seña–. Ponte a mi lado. La corte se ha divertido, aunque a

Vaoran y sus amigos les decepcione el resultado... –y con una tenue sonrisa

añadió–: Ahora que sé que puedo vencerte, ya no me inspiras temor.

Simorh había apartado la cara, cuya expresión era indescifrable, mientras que

Vaoran se había sonrojado y los restantes consejeros parecían

desconcertados. Abandonada toda tentativa de entender lo que allí se llevaban

entre manos, Kyre subió al estrado y se colocó al lado del trono, como DiMag le

había indicado. El príncipe examinó su rostro durante unos segundos, y al fin

dijo:

–No me entiendes, ¿verdad, Lobo del Sol? Todavía no has empezado a

comprender lo que aquí sucede.

Kyre no respondió, y DiMag se encogió de hombros.

–Pronto lo sabrás. Ahora mismo puedes empezar tu primera lección. Hemos

hecho esperar mucho a nuestro inesperado huésped –agregó, con un chasquido

de los dedos, de cara a un servidor cercano–. Di a Paravad que le haga entrar.

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La orden fue transmitida rápidamente al otro extremo del salón, donde unos

centinelas uniformados se apresuraron a abrir la doble puerta y uno echó a

correr pasillo abajo. La gente se movía, inquieta, y murmuraba entre sí. Aquella

creciente tensión hizo que a Kyre se le pusiera carne de gallina. Al cabo de un

minuto o dos, sonaron unos pies en el corredor y cinco hombres hicieron su

aparición en el aposento, conduciendo a una figura encadenada.

A la cabeza del pequeño grupo iba un hombre de aspecto taciturno y

manchadas ropas grises. Todo el mundo le siguió con la mirada, cuando se

acercó al estrado, donde se detuvo e hizo una reverencia ante DiMag, para

apartarse luego y permitir que sus compañeros se aproximaran.

Kyre fijó la vista en el ser que los cuatro soldados traían medio a rastras, y

sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Había esperado que se tratara

de algún extraño animal, pero... aquella criatura era humana, delgada y tan

joven, que su sexo resultaba difícil de determinar. El prisionero tenía una mata

de desordenados cabellos de un blanco plateado, bastante corta, y la piel que

asomaba de la delgada vestimenta negra, que apenas le cubría el cuerpo, era de

un translúcido verde-azul. Unos ojos enormes, que no guardaban proporción

con el estrecho y casi felino rostro miraron a DiMag sin la menor emoción. O

bien la criatura no se hacía cargo de su situación, o desconocía el miedo.

DiMag estudió al cautivo, y Kyre quedó impresionado al ver el insensato odio

que centelleaba en los ojos castaños del soberano. Este se pasó lentamente la

lengua por los labios e hizo una señal al hombre de aspecto atormentado para

que se adelantara. Cuando la figura vestida de gris ascendió los peldaños del

trono, Kyre percibió un malsano olor y se retorció interiormente al reconocer

el inconfundible y acre efluvio del temor.

–Bien, Paravad... –comenzó DiMag inclinándose con dificultad hacia éste–. ¿Le

has persuadido de que le conviene hablar?

El hombre de gesto triste hizo una breve pero respetuosa reverencia y

sacudió la cabeza.

–No, mi señor. Se niega a contestar. He empleado todas las técnicas de

costumbre, pero no quiere colaborar.

DiMag se enroscó alrededor de dos dedos un mechón de sus largos y lacios

cabellos.

– ¿Y cuál es tu pronóstico?

–Si he de ser franco, señor, y dada mi experiencia, no creo que ganemos nada

prosiguiendo nuestros esfuerzos.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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El príncipe asintió.

–Estoy de acuerdo contigo. La inmundicia siempre es inmundicia, y hay que

eliminar a ese ser antes de que contamine todo lo que toca. ¿Estaba armado,

cuando le atrapasteis? –preguntó finalmente, y en su voz hubo una mezcla de

desprecio y asco.

–Sí, señor. Lo estaba.

–Traedme el arma que llevaba, pues.

La criatura de pelo plateado seguía contemplando la escena con absoluta

indiferencia, y la desazón de Kyre fue en aumento. Las respuestas de Paravad

a las preguntas de DiMag, si bien cuidadosamente formuladas, no dejaban

lugar a dudas con respecto a que el prisionero había sido torturado. No

presentaba éste señales visibles, pero algo en la mirada y en la suavidad de la

voz, a la que asomaba una tremenda frialdad de fondo, le dijo a Kyre que los

métodos de Paravad eran demasiado sutiles para limitarse a una mera

brutalidad, y que el torturador disfrutaba bastante con su trabajo. Kyre sintió

un sudor frío en los brazos y en el tronco.

Otro centinela, de vistoso uniforme rojo y dorado y que, evidentemente, se

daba mucha importancia, avanzó por el salón a grandes zancadas hasta

detenerse ante el estrado y saludar con precisión militar. Llevaba una extraña

arma que ofreció al príncipe y, al estirar el cuello, Kyre vio que era una lanza

de larga asta, pulida esta última hasta quedar lisa como el cristal y surcada de

opalescentes tintes verdes y azules. La hoja, que a la mortecina luz relucía

perversamente, formaba una alargada y horrible punta que, a su vez,

desembocaba a medio camino en otra, más corta, rematada con un

escalofriante gancho. Constituía, sin duda, una soberbia pieza de artesanía, y

muy versátil. Podía apuñalar, cortar, segar, pinchar y arrancar trozos de carne

a su paso. Kyre lo supo cuando una desagradable y acuosa sensación le invadió la boca del estómago. Si el arma cayera en sus manos, sabría manejarla como un maestro.

DiMag se levantó del trono y tomó la lanza que el hombre le ofrecía. y tan

pronto como la pieza entró del todo en su área visual, una chispa de inteligente

interés iluminó los ojos del cautivo. Sólo cuando las manos del príncipe se

cerraron alrededor del asta, el desdichado volvió a su anterior indiferencia.

Poco a poco, DiMag se acercó al borde del estrado. Los consejeros le miraban

con intensidad, y cualquier ruido, por débil que fuese –el crujido de una

prenda, o una respiración incontrolada– parecía estruendoso contra el pesado

silencio de fondo. Kyre tuvo la sensación de que su cuerpo estaba hechizado.

Tenía los miembros rígidos y fríos, y los pulmones habían dejado de

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funcionarle. Sólo fue capaz de mirar con atención cuando, con sumo cuidado y

midiendo cada paso, DiMag descendió del estrado y se acercó al prisionero.

Éste alzó la vista hacia el príncipe, que empuñó la lanza, y durante unas

fracciones de segundo cambió de expresión, revelando juventud y

vulnerabilidad y –por fin– miedo. Los ojos de DiMag se encendieron con el

sabor del triunfo; agarró el soberano con más fuerza el arma, hizo una pausa,

y... la hoja se dobló en arco y, de un solo golpe, separó del tronco la cabeza del

prisionero. El estómago de Kyre se rebeló con violencia, al ver que la sangre se

desparramaba como agua sobre las manos y el cuerpo de DiMag. La cabeza

cortada saltó y rodó al suelo, el cuerpo decapitado se desplomó con un horrible

movimiento de brazos que parecía una torpe parodia de la vida, y una sangre ya

más obscura y espesa salió a borbotones del cadáver, cubriendo las losas de

mármol.

DiMag arrojó lejos de sí el arma y contempló impasible los restos del

prisionero. Lentamente se frotó las manos como si se las lavara, esparciendo

las rojas manchas sobre la propia piel. y luego sonrió.

–Sólo un poco de miedo, al final –dijo, como si hablase consigo mismo–. Casi ha

valido la pena la molestia.

Kyre sintió que las piernas se le debilitaban. Era incapaz de expresar, incluso

de empezar a asimilarlo, el horror y el disgusto que le producía aquel inhumano

placer del príncipe.

Súbitamente cayó de rodillas y, cuando los allí reunidos se volvieron hacia él

con sorpresa, vomitó con violencia sobre el suelo del estrado.

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Capítulo 3

Kyre fue devuelto a la Torre del Amanecer por dos guardias armados. El último

vistazo al salón le había permitido ver un grupo de sirvientes que entraban a

retirar los restos de la infortunada criatura, y esa imagen quedó indeleble en

su mente hasta mucho después que los guardias hubiesen corrido los cerrojos

de la puerta de su cuarto, dejándole encerrado.

Permaneció sentado en la cama, la mirada fija en el suelo, mientras luchaba por

vencer la sensación de entumecimiento que le dominaba. Acababa de

presenciar el brutal asesinato de un cautivo indefenso, y aquel desenfrenado

salvajismo le asqueaba. Pero también estaba disgustado consigo mismo, por no

haber hecho intento alguno de intervenir, resignándose a ver qué ocurría. Se

consideraba un cobarde, y una ola de vergüenza inundó todo su ser. Quizá

tuviera razón la princesa, a pesar de todo. Quizás él no fuese más que un cero

a la izquierda, una sombra humana, cuyas pretensiones de una identidad no

eran más que eso: pretensiones.

Miró a través de la sucia ventana y comprobó que la niebla que pendía sobre

Haven empezaba a dispersarse. Las obscuras formas de torres, muros y

tejados asomaban débiles y fantasmales entre la blanca mortaja. La vista era

profundamente deprimente, y Kyre se retiró al interior de la habitación

conteniendo un escalofrío.

Detestaba aquel lugar. Detestaba la desierta costa de gemebundas mareas y

cambiantes playas. Detestaba asimismo la claustrofóbica ciudad y sus

habitantes de mirada gélida. Kyre no quería saber nada del problema que

tuvieran en Haven, ni de los motivos que podían haber llevado a Simorh a

sacarle de la obscuridad.

El lecho protestó con un crujido cuando volvió a tomar asiento en él. La

habitación parecía cerrarse sobre su persona, y el joven apoyó la cara en las

manos, porque no deseaba ver aquellas paredes desnudas. Luego se tendió, y

dio media vuelta de modo que su rostro quedara frente a la pared de piedra. El

sueño no solucionaría nada, pero siempre sería mejor que permanecer

despierto.

Kyre cerró los ojos con un suspiro que el cuarto le devolvió con un eco burlón.

-0-0-0-0-

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En el sombrío salón, DiMag observó, hundido en su sillón, cómo unos hombres

limpiaban el suelo. Cuatro sirvientes se habían llevado el cuerpo y la cabeza del

prisionero en una bolsa de arpillera, y el áspero sonido de las escobas que

fregaban las ensangrentadas losas resonaba lúgubremente entre las vigas del

techo.

Algunos de los consejeros habían abandonado el salón. Otros seguían muy

serios al pie del estrado, y el príncipe observó, no sin cierta ironía, que Vaoran

figuraba entre ellos. Deliberadamente les ignoró, sabedor de que él era el

tema de su conversación, y consciente, también, de que con una sola mirada

hubiese podido cortar todos sus murmullos. Pero DiMag no estaba dispuesto a

proporcionarles la satisfacción de verle actuar de acuerdo con sus

predicciones. Cambió de postura y levantó la pierna herida, de forma que el

talón descansara en el borde del sillón.

–DiMag...

Simorh se hallaba a pocos pasos de distancia. Su actitud era tensa y formal.

Tenía las manos cruzadas delante, y el príncipe se dijo, sin querer, que

resultaba hermosa. Esto despertó en él viejos recuerdos que, para su

sorpresa, le dolieron. Entonces descubrió en los ojos de la mujer el ya familiar

desasosiego, y a su memoria acudió con dureza el hecho de que entre ellos

había dejado de existir –porque no podía ser de otra manera– el afecto que les

uniera en otros tiempos.

Cuando DiMag contestó, lo hizo con cansada severidad.

– ¿Qué sucede?

Simorh palideció un poco ante su tono, pero se había propuesto no dejarse

intimidar.

– ¿Disponéis de unos momentos para mí?

Su voz reveló cuánto la ofendía tener que solicitar la atención de su esposo, y

DiMag percibió su tensa inflexión, por lo que esbozó una fría sonrisa.

–Dispongo de unos momentos, sí. Sobre todo, dado que mis consejeros parecen

querer llevar los asuntos de la corte prescindiendo de mí...

Había alzado expresamente la voz, y tuvo la satisfacción de ver, por el rabillo

del ojo, que Vaoran le miraba de súbito. El maestro de armas fijó luego la vista

en Simorh, y su rostro enrojeció antes de volver nuevamente la cabeza.

La princesa se acercó más al trono.

–Deseaba hablar con vos sobre Kyre.

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– ¿Kyre? ¡Ah, ya! El Lobo del Sol cuyo estómago no soporta la sangre... –dijo

DiMag con una mueca–. Admiro vuestro acierto al elegir un nombre para la

criatura, Simorh... Ignoraba que tuvieseis tal sentido del absurdo.

Ella se giró bruscamente para esconder su enojo y se cruzó de brazos.

–Tiene aún mucho que aprender.

–Es lógico.

–Pero aprenderá. Yo me encargaré de ello –replicó Simorh con voz cortante–.

Le falta práctica, está... poco hecho. Por ahora, no es más que un ignorante

animal. Sin embargo, es lo que yo afirmé que sería –agregó, enfrentándose

nuevamente con su esposo–. No podéis negarlo, DiMag, del mismo modo que

jamás pudisteis negar que le necesitamos.

El marido no contestó. En cambio, se levantó dificultosamente del sillón y

avanzó despacio hacia el borde del estrado. Simorh quiso acudir en su ayuda,

movida por el instinto, pero él retrocedió, mirándola indignado, y Simorh dejó

caer los brazos.

–Le necesitamos –repitió DiMag con furioso desprecio–. Un hombre solo..., ¡ni

siquiera un hombre de verdad, sino una cosa creada por arte de magia! Puede

que eso baste para satisfaceros a vos, pero... ¡por la Hechicera, no me

satisface a mí!

Con la máxima precaución bajó los peldaños del estrado, seguido por Simorh,

que tenía las mejillas encendidas a causa de la humillación sufrida.

–Conocéis la situación tan bien como yo –dijo ella en un tono sibilante,

plenamente consciente de que varios de los consejeros los observaban–. Vos

mismo leísteis los escritos traducidos por Brigrandon... Sabéis qué es Kyre, y

sabéis, tenéis que saber, a qué me expuse para que el conjuro diera resultado.

No añadió que había corrido el riesgo de enloquecer o, incluso, de perder la

vida en su intento de arrebatar a Kyre de la nada. De sobra le constaba que

eso no impresionaría a DiMag.

–Sabéis muy bien qué motivos tengo –agregó por fin.

Había mantenido el paso con él, cuando el príncipe se dirigía a la puerta situada

detrás del estrado, tratando de interponerse en su camino para lograr que se

detuviera, pero no tuvo éxito. DiMag le dirigió una mirada llena de cinismo.

–Sí; lo hicisteis por mí o, al menos, eso es lo que intentasteis hacerme creer.

¡Toda la gente de este maldito lugar pretende hacerme creer que siempre

actúa pensando en mí! Haven necesita más que nunca un ejército –dijo, y se

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pasó la lengua por los labios, que sabían a sal–. Y vos sois lo suficientemente

ingeniosa para defender los resultados de vuestras obscuras artes en contra

de mi desaprobación... ¡Creadme de la nada un ejército diez veces más

poderoso que el que tenemos ahora, y entonces estaré en deuda con vos!

La expresión de Simorh se nubló al comprender que nada de lo que ella dijese

le haría cambiar.

–No puedo hacer milagros –declaró.

–En tal caso, deberíais haber reservado vuestras energías, porque sólo un

milagro puede salvarnos.

DiMag estaba ya junto a la puerta y apartó con brusquedad el tapiz que la

cubría, antes de pararse a mirar a Simorh. Tenía la cara pálida, con evidentes

muestras de fatiga.

–Me da pena esa criatura que extrajisteis de otro mundo. Nosotros no

significamos nada para él, y no nos debe nada. Sin embargo, quiera o no, está

destinado a ser nuestro paladín y, quizás, a morir en el intento. Nadie se ha

molestado en decirle qué exigimos de él. Simplemente se ve forzado a hacer lo

que le mandamos, incluso sin derecho a preguntar nada.

–Habláis como si en realidad fuera tan humano como vos o yo –replicó Simorh–,

Pero no lo es. Yo le di vida y, aparte de eso, no posee una existencia propia. No

surgen, en consecuencia, problemas de deseos o sentimientos por su parte.

–Me pregunto si Kyre estaría conforme con todo eso.

La mujer le devolvió la mirada y, por primera vez, no trató de esconder la

amargura que la invadía.

– ¿Acaso creéis que me importa? Sólo puede haber una cosa para nosotros,

DiMag, ¡una sola cosa! y por ella estoy dispuesta a cualquier sacrificio.

El príncipe hizo una pausa, y luego preguntó:

–Os referís a Haven, ¿no?

Sus palabras eran un desafío. Sabía muy bien lo que ella quería decir, y

deseaba que se expresara sin ambigüedades. Le falló el valor a Simorh, y a sus

ojos asomaron unas lágrimas que ella ya no se molestó en disimular cuando

respondió:

–Lo hago por Haven, sí.

No pudo decirle nada más y tuvo que contentarse con seguir a su esposo con la

mirada, en silencio, cuando él se introdujo por la pequeña puerta. Volvió a caer

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en su sitio el tapiz y una fría corriente de aire le azotó el rostro. Al cabo de un

minuto, aproximadamente cuando los desiguales pasos de DiMag se perdieron

en el corredor, también Simorh cruzó la puerta e inició el camino de regreso a

través del laberinto de pasadizos, en dirección al gran vestíbulo del castillo y

los pisos superiores situados más allá. Cuando llegó al vestíbulo, DiMag ya no

estaba. Simorh se encaminó a la escalera de caracol que, desde el otro

extremo del suelo de mármol, la conduciría a su propia torre, y casi había

alcanzado ya el primer peldaño cuando unas pisadas le hicieron volver la

cabeza.

Vaoran venía del salón y –deliberadamente, como ella supuso– se proponía

interceptarle el paso. Demasiado desanimada para rehuirle, Simorh fue más

despacio y permitió que el hombre le diese alcance.

–Princesa... La voz de Vaoran sonó amable cuando éste apoyó una mano en su

brazo. Simorh se estremeció ante el contacto y vio el ladino brillo en los ojos

del maestro de armas cuando se dio cuenta de que ella había cometido un error

táctico.

Enseguida retiró la mano.

– ¿Algo va mal, señora? Me preguntaba si...

–Nada va mal –contestó Simorh, cortante–. Gracias, Vaoran, pero el príncipe y

yo discutíamos, simplemente, un asunto privado.

–Me pareció que la actitud del príncipe era... quizás un poco inoportuna. Resulta

evidente que la criatura, el... el guerrero, no estaba preparado para tanta

vehemencia.

–Tuvimos pocas horas para prepararle... y es mucho con lo que puede tener que

enfrentarse en Haven, Vaoran... Pero el tiempo lo solucionará.

–Desde luego, señora. Y si yo puedo seros de utilidad en algo, espero que me

consideréis a vuestra disposición –agregó el corpulento individuo con una

inclinación de cabeza.

« ¡Por supuesto! –Pensó Simorh–. De sobras sé lo que significan tus palabras,

Vaoran... Pero, mientras yo viva, tú no tendrás la menor influencia sobre Kyre.»

Escondió sus verdaderos sentimientos tras una máscara de impasibilidad y dijo

fríamente:

–Aprecio tu preocupación, pero considero más conveniente que Kyre continúe

bajo mi potestad. Si deseas servirme bien, no lo olvides.

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La mirada de la soberana era dura y, antes de que él pudiese adoptar una

actitud hipócrita o protestar, Simorh dio media vuelta y se encaminó a la

escalera.

Desapareció Simorh y, a los pocos instantes, Vaoran giró rápidamente sobre

sus talones y abandonó el vestíbulo en la dirección opuesta. Al creerse solo, el

hombre no se esforzó en disimular su profundo disgusto, pero tan pronto como

sus pisadas se alejaron por uno de los corredores llenos de eco, una pequeña

persona asomó entre las sombras y cruzó el aposento.

Gamora escudriñó el pasadizo enfilado por Vaoran, y sólo cuando tuvo la

certeza de que el hombre no la podía ver, se atrevió a salir a la luz y escapar

hacia la escalera. Allí se detuvo de nuevo, arrimándose a la pared, y miró con

cautela a su alrededor, consciente de que, si su madre volvía atrás por

casualidad, no se contentaría con reñirla severamente por su desobediencia.

Había recibido órdenes muy estrictas de permanecer junto al preceptor, pero

ella no era capaz de concentrarse en las lecciones, con semejante problema a

cuestas, por lo que había escapado cuando el ya viejo profesor, que necesitaba

reforzarse con una copa de vino, la dejó sola escribiendo.

Era preciso que viera de nuevo a Kyre. Quería hacerle muchas preguntas, y no

podía contener su impaciencia. El primer encuentro con el extraño recién

llegado había despertado en Gamora una ilusión como nunca la sintiera antes y

aunque no acababa de entenderla, deseaba aferrarse a ella para que no se le

escapara.

La escalera estaba vacía y silenciosa. Gamora esperó contando los latidos de su

corazón, hasta que consideró que la madre se habría desviado ya hacia la

propia torre, y entonces se arremangó las faldas y subió un peldaño tras otro,

en dirección a su meta.

-0-0-0-0-

De momento, Kyre pensó que aquellos tenues arañazos en la puerta formaban

parte de un sueño. Estaba casi dormido, y el pequeño sobresalto le había vuelto

a despertar tan de súbito, que le parecía que el ruido procedía de la propia

cabeza. Se incorporó, se pasó una mano por la cara e... interrumpió el gesto al

observar que la puerta se movía levemente.

De pronto, un clic. El sonido fue débil, pero claro, y los músculos de Kyre se

tensaron de inmediato. Después chirrió y se alzó la aldaba, y poco a poco se

abrió la puerta.

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–Kyre... –murmuró Gamora, con unos ojos que, en la borrosa blancura de su

rostro, semejaban dos grandes manchas, dado que, al haberse detenido en el

umbral, la tenue luz le llegaba por la espalda–. ¿Estás despierto, Kyre?

– ¡Princesa!... –exclamó él, poniéndose de pie a causa de un reflejo involuntario,

y la niña se introdujo en la pieza, no sin cerrar la puerta por dentro.

– ¿Qué hacéis aquí?

Gamora atravesó la habitación de puntillas –sin ninguna necesidad, ya que nadie

podía oírla– y sonrió con ingenuidad.

–Abrí la cerradura con una ganzúa. Una vez, mi preceptor me contó la historia

de un prisionero escapado de un calabozo, y recordé cómo se hacía –llena de

orgullo, mostró a Kyre una horquilla de alambre y agregó–: A veces me la hacen

llevar en el pelo, pero yo encuentro que tiene otros usos más interesantes.

La niña tenía los dedos manchados de tinta. Sin duda se había escapado de

clase, y Kyre hubiese querido estar más presentable para recibirla. Tal como

se hallaba, no podía responder a su infantil entusiasmo.

Pero Gamora poseía una sensibilidad impropia para sus pocos años, y enseguida

se dio cuenta de que su nuevo amigo tenía problemas.

– ¿Qué te ocurre, Kyre? –preguntó, con voz solícita y ojos muy abiertos–. Algo

te preocupa. ¿Te... te condujo mi madre al Salón del Trono? –inquirió,

pasándose la lengua por los labios con un gesto que recordaba a su padre.

Aquella chiquilla debía de tener los ojos y los oídos de una zorra... Kyre hizo un

movimiento afirmativo, y Gamora suspiró.

–Me figuraba que lo haría. Creo que mi padre tenía interés en verte, pero...

¿verdad que había alguien más? Oí comentar que, esta madrugada, habían

traído de la costa a un prisionero.

–A vos no se os escapa nada, ¿verdad, mi pequeña princesa?

–No puedo permitírmelo –contestó Gamora con toda su candidez–. ¿No es

cierto que hay un prisionero en el castillo?

Kyre se preguntó qué sospecharía la niña y qué podía explicarle sin disgustarla.

Era fácil olvidar su tierna edad. Después de unos momentos de vacilación,

respondió al fin:

–Sí. Había un prisionero.

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– ¿Había? –repitió en el acto Gamora que, evidentemente, había pescado lo que

Kyre hubiera querido evitarle–. Creo que ya entiendo... ¿Fue mi padre quien le

mató?

La expresión de Kyre le dio la respuesta. Adquirió entonces el rostro de la niña

un aire casi salvaje, y también su voz sonó así cuando exclamó:

– ¡Bien!

– ¿Vos lo aprobáis?

Gamora le miró sorprendida, hasta que la comprensión empezó a asomar a sus

ojos y la sorpresa fue substituida por una triste sonrisa.

–Todavía no lo entiendes, ¿eh? ¡Pobre Kyre!

¡Pobre Kyre, en efecto! El hombre se apartó.

Detrás de él, Gamora dijo:

– ¿Hablaste con mi padre?

Kyre respiró profundamente.

–No –respondió–. Sólo intercambiamos un par de palabras.

–Entonces ¿no te explicó por qué odiamos tanto a los habitantes del mar?

La fiereza de sus últimas palabras le demostró que el odio de la chiquilla no

era más que una doctrina, algo que había aprendido desde la infancia sin

preguntarse nada y, probablemente, sin entenderlo tampoco. El enojo de Kyre

se disipó. El hecho de que Gamora fuese una niña explicaba y excusaba su

actitud y, al mismo tiempo, era el catalizador de la clara y fría razón que, de

alguna forma, él había estado esperando.

Una ciudad podrida por el odio. Un gobernante cuya salud mental era

discutible, y la amargura de cuya esposa contagiaba todo cuanto tocaba... Y una

chiquilla para la que la muerte y los asesinatos eran algo tan corriente, que no

merecían que uno perdiera ni un pensamiento en ellos. Fuera lo que fuese que

Haven y sus gentes esperaban de él, fuera el que fuese el papel que Simorh le

tenía destinado, Kyre decidió que no quería tomar parte en nada.

Había temido a la maga porque, según ella, poseía la clave de su vida o de su

muerte, pero... ¿valía la pena esa vida que le ofrecía Haven, con toda su

corrupción? Mejor estaría muerto o de nuevo en el limbo, y el súbito

pensamiento disipó hasta el último de sus temores. Tenía que abandonar la

ciudad. Ignoraba adónde iría, pero era preciso que se fuera.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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Gamora esperaba una respuesta a su pregunta, y Kyre se puso en cuclillas para

que sus ojos quedaran a un mismo nivel. Tomó las manos de la niña entre las

suyas y trató de sonreír.

–Hay muchas cosas que no entiendo, pequeña princesa, y que quizá no entienda

jamás. Lo único que sé, es que debo abandonar esta ciudad.

El rostro de la chiquilla se nubló.

– ¿Por qué?

–No puedo explicároslo. Al menos, no todavía. ¿Podéis ayudarme, Gamora?

Ésta frunció el entrecejo.

– ¿Volverás?

– ¡Claro que sí!

Le dolía mentir, pero ahora era necesario.

– ¿Cuándo? –Quiso saber Gamora–. Quiero que vuelvas pronto, Kyre, o...

¡déjame ir contigo!

–No, mi pequeña. Eso es imposible. Pero regresaré pronto. Lo prometo –añadió,

aunque algo se retorcía en su interior y, en silencio, maldijo la serpiente que

tenía por lengua.

Ella no acababa de creerle, pero comprendió que no debía influir en su ánimo.

Apartó suavemente sus manos de las del hombre, dio media vuelta y retrocedió

despacio hacia la puerta.

–Esta cerradura es vieja –dijo, con voz extrañamente plana–. Yo no puedo

dejar la puerta abierta, pero cuando vengan a traerte la comida, tú te vales

luego del tenedor para hacerla saltar... No se imaginarán que ha sido cosa mía,

y te prometo que yo no te delataré.

Kyre estaba seguro de que la criatura mantendría la promesa. Sin duda sería

más fiel que él a su palabra.

–Entiendo –dijo, con un movimiento de afirmación.

–Si quieres escapar del castillo... –continuó la niña, luchando por contener las

lágrimas–. Lo descubrí yo misma, y de vez en cuando bajo a la ciudad para

explorarla. Mira... –y, alzando los estrechos hombros como si, aunque con

cierta reluctancia, hubiese tomado una determinación, explicó–: Si me

humedezco el dedo y te dibujo un plano en el suelo, quedará marcado hasta que

la sepas de memoria.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

43

Se lamió el dedo varias veces y, rápidamente, hizo una serie de líneas en las

losas. Kyre las entendió sin dificultad.

–Has de esperar a que sea de noche –indicó Gamora–. Hasta que todo el castillo

duerma. La niebla te protegerá.

Kyre miró hacia la ventana.

–Pues ahora no hay niebla –dijo.

–Pero volverá –afirmó la niña con una sonrisa oblicua–. Siempre sucede así.

Pensaré en ti, Kyre. Aunque no pueda verte, vigilaré desde mi ventana y me

figuraré que me dices adiós con la mano. ¿Lo harás?

–Lo haré, princesa –al menos podría cumplir esa promesa–. Y no olvidaré lo que

habéis hecho por mí. ¡Gracias!

Impulsado por el agradecimiento, se inclinó y besó a la niña en la frente.

Se sonrojó Gamora mientras retrocedía en dirección a la puerta, tratando de

disimular su felicidad.

–Tengo que irme. Que el Ojo te proteja, Kyre. Y... yo quiero a mi padre,

¿sabes? Quizá te extrañe, pero así es...

Aquella observación, repentina y sin motivo aparente, resultaba un poco

singular, como si la niña hubiera leído los pensamientos de Kyre y ahora

intentase defender a DiMag. Pero antes de que pudiera responder, Gamora

había salido ya, y él sólo pudo escuchar el débil chasquido de la cerradura.

Lo peor de todo fue la espera. Kyre pasó la mayor parte del día junto a la

angosta ventana. Primero trató de abrirla, pero después, al comprobar que

estaba aherrumbrada e inmovilizada por la sal del mar y la humedad, se

contentó con sentarse a mirar a través del vidrio, rayado por los vendavales.

Escaso era el panorama que desde allí se le ofrecía. Ocasionales ruidos

llegaban al castillo desde la distante ciudad, apagados por la niebla, que en

ningún momento cedió del todo. Kyre procuraba mantener alejados otros

pensamientos, mientras intentaba adivinar el origen de los incoherentes

sonidos, pero nada logró apartar el constante temor de que se abriera la

puerta que había a sus espaldas y alguna orden de Simorh le estropeara los

planes.

Pero tal orden no llegó y, por fin, la luz del día empezó a palidecer al hacerse

todavía más densa la capa de niebla. Los lejanos ruidos se disolvieron en un

profundo silencio, y Kyre tuvo la sensación de que la sangre de sus venas era

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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reemplazada por un abrasador y llameante río de tremenda tensión. Se levantó

y dio unos pasos, pero volvió a tomar asiento, temeroso de que alguien pudiera

oír desde abajo sus incesantes movimientos y subiese a ver qué ocurría. Y

finalmente comprendió que, durmiesen o no los ocupantes del castillo, no podía

esperar más.

La cerradura cedió con notable facilidad. Los goznes chirriaron de manera

espantosa, pero sólo durante unos instantes y no con la suficiente intensidad

para llamar la atención. Con la máxima cautela, Kyre se abrió paso por la puerta

entreabierta y salió al estrecho rellano.

Una mortecina lámpara iluminaba a medias el primer tramo de escalera, y el

rancio olor a aceite de pescado le inundó la nariz al pasar por allí. Más abajo

reinaba la obscuridad. Kyre tuvo que descender por los desiguales peldaños

apoyándose en la pared hasta que, por fin, se halló al pie de la torre. Allí eran

más numerosas las lámparas, aunque también habían sido puestas a media luz

para la noche, y sus pequeñas llamas no eran más que unos puntos que daban al

pasadizo más sombras que claridad. Kyre aguardó sin moverse ni respirar,

hasta que el silencio y el suave e ininterrumpido bisbiseo le aseguró de que no

había nadie por allí. Por último avanzó, una muda sombra entre sombras, camino

de las gradas que le conducirían a los muros del castillo.

-0-0-0-0-

Pese a lo rendida que estaba, Thean no podía conciliar el sueño. Los efectos del

fuerte incienso que inhalara tan profundamente la noche anterior y que le

habían permitido mantenerse despierta mientras su señora estaba en el

templo en ruinas, no acababan de desvanecerse. Apenas cerraba los ojos para

intentar dormir, en algún rincón de su mente empezaban a revolotear extrañas

visiones, y el sueño parecía burlarse de ella, siempre a su alcance pero sin

dejarse atrapar.

Al otro lado de una cortina, su compañera Falla dormía tranquilamente en su

lecho. En el piso inferior, sin embargo, sonaban unos incesantes pasos que

indicaban que también Simorh estaba desvelada. Thean había visto poco a su

señora, durante el día –corrían rumores de que los asuntos de Estado la habían

obligado a permanecer alejada de la torre–, pero de sobras había notado el

nerviosismo en sus ojos, cuando al fin regresó y, sin intercambiar más de un

breve saludo con sus aprendizas, se dirigió a sus aposentos particulares. Desde

entonces, no hacía más que dar pasos y más pasos, y Thean no necesitó

recurrir a su aguda sensibilidad psíquica para saber que algo iba muy mal.

Los movimientos en el piso inferior cesaron de repente. Thean se alzó de su

cama junto al agonizante fuego, y tembló de frío al salir del estrecho círculo

de calor. Ya se disponía a encender la luz cuando la puerta se abrió.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

45

En el umbral apareció Simorh. Vestía túnica de lino y se había echado un

pañolón sobre los hombros. En la obscuridad, sus ojos semejaban vastos y

obscuros agujeros en el rostro.

–Thean... Es tarde para estar levantada. La joven hizo una reverencia.

–Sí, señora, pero no podía dormir.

–Tampoco yo puedo –dijo Simorh, cruzando la estancia en dirección a la

ventana en forma de aspillera, pero la noche y la espesa niebla habían

empañado el vidrio hasta darle un obscuro tono gris–. Algo se prepara... Lo

presiento.

Respiró entre dientes, excitada, emitiendo casi un silbido, y Thean dijo:

–Tal vez sufráis todavía las consecuencias del conjuro, princesa. Debió de ser

muy duro.

–No –respondió la encantadora, moviendo la cabeza con energía–. Es otra cosa,

y sospecho que... –hizo una pausa, se mordió el labio y miró a la muchacha–.

Consulta la bola de cristal, Thean. Hazlo por mí... Necesito llegar hasta la raíz

del asunto, y no descansaré hasta haberlo conseguido.

La joven ignoraba si sería capaz de utilizar sus talentos, pero no discutió.

Cruzó la habitación hacia un arca situada en un extremo, y sacó de ella una

diminuta esfera de cristal verde, envuelta en tela negra. Simorh miraba

mientras ella extendía el paño en el suelo y colocaba encima la esfera. A

continuación, cuando Thean se inclinó sobre la bola mágica, la princesa

hechicera se colocó en silencio detrás de ella y apoyó ligeramente ambas

manos en sus hombros. Thean vio que la esfera empezaba a nublarse,

adquiriendo un aspecto lechoso, y que en ella se iba formando una imagen. No

sabía la muchacha lo que aquello significaba. No era más que una médium para

Simorh, quien a través de su mente extrajo el mensaje contenido en el cristal.

Fue todo cosa de un instante. Simorh creyó haber averiguado la dirección en

que debía buscar la causa de su inquietud, y estaba en lo cierto. La esfera, que

había enfocado casi inmediatamente sus pensamientos y sospechas, le

proporcionó una rápida sucesión de claras imágenes, y a la princesa le dio un

vuelco el corazón. Un hombre pelirrojo, una niña de ojos grises, un cuarto vacío, una playa batida por la marea...

Thean se echó hacia atrás, estremecida, cuando su señora rompió de súbito el

contacto psíquico entre ambas. Reaccionó pronto, pero Simorh ya se

encaminaba a la puerta exterior.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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– ¡Aguarda aquí! –Ordenó la princesa con fiereza–. Y despierta a Falla. ¡Os

necesitaré a las dos!

Con estas palabras desapareció, y la puerta se cerró tras ella con un fuerte

golpe.

Simorh no perdió el tiempo llamando a unos criados que, a esas horas, estarían

atontados y no le servirían prácticamente de nada. En cambio subió a toda

prisa la escalera de la Torre del Amanecer y, una vez arriba, la puerta abierta

de par en par le explicó todo cuanto precisaba saber.

La princesa permaneció unos segundos en el umbral, apoyada la espalda en la

fría piedra y cerrados los ojos para dominar la desesperación que la había

invadido. No había ahorrado esfuerzos para educar a la chiquilla e inculcarle el

espíritu de Haven, y aun así se permitía tan imperdonables desobediencia y

temeridad. Pero quizá no se le pudiera echar la culpa a Gamora, al fin y al cabo.

Ella misma, Simorh, debería haber sabido que una criatura procedente de la

obscuridad tendría siempre la perfidia de la obscuridad.

Simorh dio media vuelta e inició el descenso. Al final del tramo se introdujo

por un corredor lateral que la condujo más allá de su propia torre, hacia las

profundidades del castillo. En el cuarto de la aya no había luz, pero por debajo

de la puerta siguiente asomaba una cierta claridad, delatora de una lámpara

encendida, aunque disimulada con algo.

Cuando abrió esa puerta, Simorh halló a su hija arrodillada junto a la ventana.

Tenía las manos entre la cara y el cristal y miraba fijamente al exterior,

moviendo la cabeza en un esfuerzo por atravesar con la vista la niebla y la

obscuridad. Una ola de furia se adueñó de Simorh, que cerró la puerta con

gran fuerza.

La niña se puso en pie de un salto, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Cuando

alzó los ojos, su madre estaba a su lado.

– ¡Levántate!

La cólera exhibida antes por Simorh no era nada en comparación con la de

ahora. Gamora obedeció temblorosa, retrocediendo hacia su lecho a medida

que su madre avanzaba hacia ella. De repente, Simorh alargó la mano y agarró

un mechón de pelo de su hija. La pequeña tuvo que detenerse con un grito de

dolor.

– ¿Qué has hecho? –la acusó Simorh, con voz sibilante–. ¿Qué has hecho, criatura desobediente y estúpida? ¡Vamos, dímelo!

A cada sílaba sacudía a Gamora, y ésta rompió a llorar de miedo.

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– ¡Has quitado el cerrojo de la puerta y le has dejado escapar...! ¿No es eso?

¡Contéstame! –chilló, con otra sacudida.

–Madre...

– ¡Contéstame, he dicho! ¡Y no te atrevas a mentir! El rostro de la niña se

contrajo.

–Dijo... dijo que quería irse, madre... No creí hacer ningún daño. Sólo procuré

ser amable con él, porque...

Al ver la expresión de Simorh, Gamora se tragó lo que había estado a punto de

decir, y musitó con indefensión:

–Kyre prometió que no me delataría...

– ¡Por la Hechicera! –exclamó la soberana, y su ira quedó amortiguada por el

disgusto que sentía consigo misma.

¿Qué había esperado de Gamora? La chiquilla era impulsiva y soñadora, pero no

era justo castigarla. Había actuado convencida de que hacía un favor, y nadie

podía esperar de ella que comprendiese las consecuencias de su acto.

Soltó a su hija y dijo con brusquedad:

– ¡Chiquilla alocada! Claro que él no iba a explicarme nada... Pero debes darte

cuenta, de una vez, de que para mí no hay secretos...

Gamora subió a su cama y se acurrucó entre sollozos.

–No quise hacer ningún daño...

« ¡Por todo lo que sea sagrado...! ¿Acaso cree que no lo sé?», pensó Simorh,

desesperada.

Miraba a su hija, sacudida entre el enojo y un remordimiento que la hacía

desear tenderle los brazos a Gamora y vencer así el tremendo abismo que en

ese momento las separaba, cuando se abrió la puerta situada a sus espaldas. Se

volvió la soberana y vio a la aya en el umbral, con una luz en la mano.

– ¡Oh...! –Se excusó la sirvienta, con una torpe y rápida inclinación–. Os pido

perdón, señora... Ignoraba que estuvieseis aquí... Creí haber oído llorar a la

pequeña princesa y...

A Simorh le tembló la voz.

–La princesa Gamora ha tenido una pesadilla. ¡Deberías cuidar mejor de ella!

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Los sollozos de Gamora se habían calmado un poco, y el aya miró vacilante a la

madre y a la hija.

– ¿Una pesadilla...? –preguntó.

–Es lo que he dicho, ¿no?

El daño ya estaba hecho. Simorh salió de la estancia a la vez que decía:

–Quédate con mi hija hasta que amanezca. Creo que se alegrará de tener

compañía.

El corazón le latía furiosamente mientras corría pasillo abajo y en su mente se

repetía toda la escena. No había querido mostrarse cruel con Gamora, y su

enojo se debía más a la preocupación que a una malquerencia, pero ¿cómo podía

entenderlo una niña? No tenía conciencia de lo que había hecho, ni de lo que su

madre se veía forzada a hacer para solucionar el problema... Simorh se

estremeció. No le atraía nada la tarea que tenía ante sí, pero era necesario

enfrentarse con ella, y lo haría.

Si no era ya demasiado tarde.

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Capítulo 4

Quienes vieron a Calthar moverse por los interminables tramos de escaleras o

atravesando los túneles de la ciudadela, sabían qué la había hecho salir de su

refugio, aunque nadie se atrevería a expresar sus pensamientos en voz alta. Y

si alguien tuvo la mala suerte de hallarse cerca cuando ella pasaba, la miró una

sola vez antes de esconderse entre las obscuras y húmedas sombras, sin

atreverse casi a respirar, aplicados los fríos labios al amuleto colgado del

cuello, y los ojos. Cerrados hasta que Calthar se hubo alejado.

Los tortuosos pasadizos de la ciudadela eran lóbregos y traidores. Ella, sin

embargo, no llevaba lámpara. Sus cabellos plateados, en asombroso contraste

con la tez, de un profundo color verde, rodeaban en caótico desorden, cual loco

nimbo, su cabeza y sus hombros. La túnica que vestía, llevada antes por cien

predecesoras, caía en absurdos colgajos demasiado viejos y raídos para

esconder su flexible y poderoso cuerpo.

Encontró ella su presa con certero instinto, y abrió de golpe la baja puerta, sin

molestarse en llamar a voces o con los nudillos. Cuando la volvió a cerrar

bruscamente y el gélido viento que recorrió los pasillos hubo sacudido y hecho

bailar todas las luces de aceite de pescado, el viejo saltó enseguida del jergón.

Uno de sus pies quedó enredado en la manta que le había cubierto, por la que

tropezó y cayó arrastrando consigo la manta, de manera que quedó al aire el

cuerpo desnudo de una muchacha –escasamente más que una niña– que

permanecía acurrucada en el lecho.

Calthar miró a la chiquilla con el entrecejo fruncido, pero indiferente, y luego

señaló la puerta sin hablar. La muchacha agarró sus ropas, apartándose todo lo

posible de la amenazante intrusa, y sus rápidas y desiguales pisadas se

perdieron en el pasadizo.

El viejo se puso de pie, envolvió su cuerpo con la manta y adoptó una postura

humilde y suplicante, como un perro que no supiera si demostrarle su afecto al

amo o dar media vuelta y huir.

Cuando Calthar caminó a su alrededor en amplio círculo, los pálidos ojos del

hombre siguieron su figura con hambrienta avidez. Luego la miró a la cara y,

entonces, su apetencia se apagó para ser reemplazada por el miedo.

–Se ha ido.

La ronca voz de Calthar sonó fiera, y su acusación resultó peligrosamente

cortante.

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El hombre respiró con angustia.

– ¿Otra vez?

– ¡Otra vez, Hodek, otra vez! ¿Dónde está Akrivir?

El viejo tragó saliva.

–Duerme. El día ha sido duro para él, y...

La mujer lanzó un silbido propio de una serpiente, que le hizo callar en el acto.

Durante unos segundos no se oyó en la estancia más que la estertorosa

respiración de Calthar. Luego dijo en tono suavemente venenoso:

–Ya lo veo... De modo que, mientras tu inútil hijo duerme y tú fornicas con

niñas, ¿quién vigila a Talliann?

–No... no puede haber salido de la ciudadela. Ella... –balbució el viejo, cuyo

temor era ya terrible.

– ¡Nadie la vigilaba! –gritó Calthar, y en su voz vibraba un furor cargado de

desprecio.

El hombre retrocedió agachándose, como si hubiera recibido un golpe.

– ¡Sabes de sobra adónde ha ido! –Agregó Calthar–, y sabes también ¡qué

sucederá si no me la devolvéis sana y salva!

Dio un paso adelante, quiso tocar la cara del hombre con sus largos dedos, y él

notó el olor de corrupción de su piel.

–Has descuidado tu deber, Hodek... ¡Y ya sabes lo que haré si no reparas tu

falta!

Del fondo de la garganta de Hodek brotó un sonido feo e incoherente, y la

mano de ella se retiró despacio. Los ojos de .la mujer centelleaban como el

cuarzo.

– ¡Devuélvemela! Ya puedes espabilarte, si no quieres que la Hechicera alargue

sus rayos y toque esta noche tus huesos... ¡Devuélvemela!

Lloriqueando, el viejo se apresuró a recoger sus ropas mientras ella lo vigilaba.

El duro staccato de la respiración de Calthar daba a la habitación un ambiente

asfixiante. Cuando el hombre salió a toda prisa de allí y llamó a gritos a los

soldados, ella lo siguió. Estuvo también detrás de él en la vasta caverna que

daba al mar, y permaneció en la orilla con una mirada que infundía miedo

cuando el destacamento encargado de la búsqueda partió con la sombría marea.

De momento no se podía hacer nada más. Pero…y volvió ligeramente la cabeza

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para ver cómo el ahora tan servil Hodek se retorcía las manos junto al agua si

algo salía mal aquella noche, habría un castigo riguroso. Y ella experimentaría

un frío y cruel placer al ejecutarlo.

-0-0-0-0-

Aunque comprendía que su sorpresa no era lógica, Kyre se sintió

desconcertado al tropezar con una próspera población al otro lado de las

murallas del castillo. Había descendido por los jardines terraplenados, dejando

atrás las achaparradas plantas de flores de color blanco enfermizo, hasta

llegar a la portezuela que, por fin, le diera paso al mundo exterior. Allí, en las

sombrías y brumosas calles de escasa y fantasmal iluminación, la gente se

movía y algunas caras se asomaban a las ventanas. Kyre oyó un portazo, vio que

alguien corría una cortina y descubrió entre la niebla, como almas en pena, a

dos mujeres que, fuertemente agarradas, ansiaban llegar a la protección de su

hogar. Una pequeña plaza, pavimentada con losas de piedra arenisca, estaba

llena de los restos de un día de mercado. En alguna parte ladró un perro, y una

brusca voz le riñó.

Kyre se estremeció, pero siguió adelante. En aquella escena había una

incongruencia que le desconcertaba. La normalidad de los ruidos, la gente, los

desperdicios... nada encajaba con su indeleble idea original de Haven, la ciudad

misteriosamente vacía. Era como si sus habitantes no fuesen personas de

verdad, sino espíritus de un lejano pasado. Recordó las playas de arena

situadas al otro lado de la población, y lo que había debajo de ellas, y el

estremecimiento inicial se transformó en un tremendo escalofrío que recorrió

toda su espina dorsal.

Un postigo se cerró cerca. El golpe fue transportado por el denso y quieto

aire, y le asustó. Aceleró el paso, consciente de que la calle se hacía más

empinada, y también de que tenía frío. La niebla era pegajosa, y la ropa que

llevaba no era la más adecuada para enfrentarse con el frío de la noche. Esto

le hizo preguntarse, por vez primera, adónde se dirigía en realidad.

Era tan intenso el deseo de huir del castillo y de sus extraños ocupantes, que

ni siquiera había pensado qué haría una vez en libertad. El instinto le empujaba

hacia el mar, pero sólo por ser el camino que le trajera, y porque no conocía

ningún otro. Sin embargo, la desierta orilla no tenía nada que ofrecer, como no

fuese el ruinoso y esquelético templo junto al mar, y nada habría que le hiciera

volver a tan horrible lugar..., salvo que su única otra opción fuese la de

regresar al castillo.

Involuntariamente miró por encima del hombro en dirección a la ciudad, cuyo

revoltijo de callejuelas y tejados se perdía en la niebla. No se le había ocurrido

que su persecución podía haber comenzado ya. Sin embargo, era muy probable

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que su ausencia hubiese sido descubierta. Comprendía que, en cierto aspecto,

era muy valioso para Haven o, por lo menos, para Simorh. Ignoraba hasta

dónde alcanzaban los poderes de esa mujer, y no experimentaba el menor

deseo de saberlo. La sola idea le perturbaba. Era seguro, de cualquier forma,

que Simorh no vacilaría en ponerlos en práctica y servirse de ellos, por muy

poco humanos que fueran, para seguirle la pista.

Kyre echó a correr, y el choque de sus desnudos pies contra el duro suelo

produjo un sordo eco. A medida que avanzaba la noche, los últimos transeúntes

habían abandonado las calles, y la parte más alejada de la ciudad se hallaba

sumida en una quietud absoluta. Las escasas luces que aún ardían en las

ventanas se apagaban, una detrás de otra. Casi sin darse cuenta, Kyre alcanzó

el arco donde las dos lámparas verdes brillaban como unos ojos que no

pestañearan jamás, y se detuvo vacilante.

Nada indicaba, por ahora, que le persiguieran. Sin embargo, el silencio estaba

invadido por un nuevo sonido que le puso los nervios de punta, incluso antes de

reconocerlo. Débil y suave, impregnado de malignidad, llegaba hasta él el

lúgubre ritmo del mar. Había en aquel murmullo tanta fuerza, que atrajo a Kyre

contra su voluntad. Antes de que supiera lo que hacía, el hombre cruzó el arco

y vio la interminable playa que se abría ante él. La blanca arena parecía

alcanzar el infinito, resplandeciente allí donde aún no la había engullido la

bruma. Un olor a sal y a podredumbre era arrastrado por la ligera brisa, y a

Kyre se le agitaron las ventanas de la nariz. Era difícil orientarse a causa de la

espesa niebla. Muy a lo lejos, allí donde tenía que quedar el borde del agua,

creyó distinguir una obscuridad más compacta, pero no había modo de

cerciorarse. Únicamente una borrosa mancha de luz le indicaba que el satélite

lleno de cicatrices al que la gente llamaba Hechicera había salido ya, y que le

observaba a través de la bruma.

De repente se levantó una ventolera que hizo danzar las verdes luces. La

sombra del arco se distorsionó e hizo apartarse a Kyre, asustado. Una breve

pendiente de roca desembocaba en la suave y húmeda arena, y el joven, con los

pies en ella, volvió la cabeza para contemplar la ciudad a través del arco.

No podía retroceder. Había llegado demasiado lejos… y la playa no conduciría

sólo al templo en ruinas. Tenía que existir un camino, por difícil que fuese, que

ascendiera a los acantilados por un lado u otro y llevara al interior del país. Por

peligrosa que resultase la libertad, no cabía duda de que era el preferible de

los dos males.

Kyre dio la espalda a Haven, procurando no temblar pese al viento saturado de

humedad, y se internó en la cambiante capa de espesa bruma, siempre a lo

largo de la desierta playa.

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-0-0-0-0-

No había luz en la torre de Simorh. Su tarea requería obscuridad. Arrodillada

en el suelo de su sanctasanctórum, la soberana percibía las inquietas miradas

de Thean y Falla, que la acompañaban, y sus manos temblaron al sujetar los dos

extremos de una nudosa cuerda. Tenía los dedos como plomo, torpes y

desobedientes a causa del frío que se había adueñado de la habitación. Pero

ella desafiaba la baja temperatura alimentándose con la ira que aún ardía en su

corazón como un fuego refrenado. Primero había sentido gran enojo hacia

Gamora, y luego contra sí misma. Ahora se dijo que debía canalizar sus

sentimientos hacia otra persona, y en su mente se dibujó la imagen de Kyre.

Sintió la necesidad de arrojarse contra ella cual perro hambriento, y respiró

profundamente, almacenando en sus pulmones tanto aire como pudo, como si

temiera quedarse sin él.

Le dolían los huesos, y hubiese querido olvidar esa nueva prueba de fuerza,

abandonarla y dormir. Pero no podía ser. Había iniciado la empresa y era

preciso llevarla a cabo. Rechazar la responsabilidad habría significado admitir

la derrota, y para eso no tendría consuelo.

« ¡Experimenta el odio! –Se dijo a sí misma, con furia–. ¡Aliméntalo, y extrae

fuerza y solaz de él! Puedes hacerlo, ¡tienes que hacerlo! Siente la rabia... Y,

aunque no te quede nada más, ¡siéntela!...»

Los puños de Simorh se cerraron todavía más alrededor de la cuerda llena de

nudos. Y después, con lenta e implacable deliberación, empezó a enrollarla una

y otra vez alrededor de sus manos, formando complicados diseños, mientras

sus labios pronunciaban las silenciosas y horribles palabras de un

encantamiento.

-0-0-0-0-

Kyre creía que avanzaba hacia el sur, lejos de las severas ruinas situadas junto

al agua y en dirección a los acantilados más altos, que en su opinión ofrecerían

una mayor protección. El murmullo del mar sonaba más cerca, aunque él era

incapaz de calcular a qué distancia se hallaba de la orilla. Y de pronto tropezó,

porque sus pies habían pisado los guijarros.

¿Acaso no había caminado él en la dirección opuesta? ¡Lo habría jurado! Kyre

se detuvo, abatido, y escudriñó lo que tenía delante, rezando en silencio por

que estuviera equivocado y no tropezara con lo que tanto temía.

Pero allí estaba, asomando entre la niebla como si flotara en ella como un

monstruoso espejismo. El austero esqueleto del vetusto templo, de ruinosas y

melladas paredes, descollaba sobre la pedregosa franja. y mientras Kyre lo

contemplaba pareció que la niebla se disipaba, retirándose de las ruinas para

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que él las viese mejor, iluminadas por la mellada Luna que desde un solitario

cielo enviaba sus rayos a los corroídos restos.

Algo agrio se mezcló con la saliva de Kyre cuando contempló sobrecogido el

templo. No había querido llegar hasta allí; deseaba emprender el camino

contrario y sin embargo, engañado por la bruma y el ruido del mar, se veía

arrastrado a tan terrible sitio, como si le atase a él la misma brujería que le

había traído a este mundo.

Su pecho subía y bajaba agitado mientras trataba de contener el aliento.

Ansiaba vencer la fascinación que le tenía sujeto y encaminarse a las rocas del

otro lado de la bahía. No obstante, su instinto le dijo que cualquier esfuerzo

sería inútil. No había errado en su senda, al salir de Haven, sino que algo

invadía su mente, obligándole a apartarse de la meta deseada para devolverle

al punto de su extraño nacimiento... Al mirar de nuevo a la borrosa Luna, tuvo

la certeza de que el satélite, o algún arcano poder relacionado con ella, eran

responsables de su desviación.

Kyre apretó las mandíbulas. Estaba ya a punto de dar la espalda a las

espantosas ruinas y al ojo muerto y frío de la Luna, cuando descubrió algo que

le hizo contener la respiración.

La bruma se había retirado de la franja de guijarros, dejando a la vista la

gigantesca e inmóvil serpiente pedregosa... y allí, en medio, había un ser vivo.

Tenía que proceder del mar, y ahora, fuera del agua, trepaba por las rocas...

Se movía despacio y con torpeza, como si se hallara fuera de su elemento, y su

encorvado cuerpo relucía con una extraña fosforescencia. Kyre lo miró con

repulsión y, a la vez, deslumbrado. Entonces, el ser se enderezó lentamente

hasta ponerse de pie, y se volvió hacia él.

Era humano. Incluso a tal distancia, no podía caber la menor duda. Y una

mirada al frágil, delgado y mortalmente pálido rostro le permitió descubrir que

la persona era joven y del sexo femenino. Alrededor de su cabeza revoloteaba

una desordenada melena del color del azabache, y sus ojos parecían inmensos

agujeros informes, dada la obscuridad y la distancia que les separaba. La

gélida luz de Luna confería a su blanca piel el aspecto de un cadáver. Diríase

que era un ser casi bidimensional, perteneciente –quizás– a un sueño. Se cubría

con una larga túnica y cuando se puso en movimiento –obstaculizado, como Kyre

pudo comprobar, por los empapados pliegues de su ropa–, la prenda

resplandeció como si toda su superficie estuviera cubierta de una miríada de

puntos plateados.

Un doloroso e involuntario espasmo muscular sacudió a Kyre cuando devolvió la

mirada a la extraña joven. Lo que experimentó fue, sin embargo, más que un

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sufrimiento físico. Por vez primera adquiría vida en él lo que vagamente

reconoció como un recuerdo... Algo retorcido hasta más allá de una

rememoración, pero más poderoso, también, que todo la demás que había

experimentado desde que Simorh le obligara a despertar en este mundo. La conocía. La muchacha era... Kyre luchó por descubrir su identidad, por

acordarse de su nombre, pero no la consiguió. El recuerdo, si recuerdo podía

llamarse, escapaba a su alcance. Sólo era capaz de contemplarla atónito. Pero la conocía.

Ella volvió la cabeza de súbito, para mirar al mar, y aquel movimiento rompió el

trance en que se hallaba Kyre. Deseó llamarla y decirle que no temiera, pero

antes de que lograra emitir un sonido, la joven había posado nuevamente la

mirada en él, y ahora retrocedía poco a poco sobre los guijarros, con paso

desigual.

– ¡Espera! –pudo al fin gritar Kyre, aunque su voz sonó sorda y torpe en medio

de la noche.

La muchacha no respondió sino que continuó retirándose con su rara manera de

andar. La caprichosa bruma se extendía de nuevo, y Kyre temió que ella se

desvaneciera, abrazada por la niebla, y que él se quedara solo y privado de su

presencia. Era preciso que la siguiese y, si le entendía, que hablase con ella.

Dio dos vacilantes pasos hacia delante, y la joven se detuvo. Pese a que la

obscuridad le engañaba y el rostro de la chica no era más que una pálida

mancha, Kyre creyó ver que sonreía de forma peculiar, como si no tuviera por

costumbre hacerlo. Luego retrocedió rápidamente cinco pasos, casi

tambaleándose, para aumentar la distancia entre ambos.

– ¡Espera! –Repitió Kyre–. ¡Espera, por favor!

Le contestó un sonido semejante a una fina y débil risa. Luego, la muchacha le

dio la espalda y echó a correr. Sus pies apenas hacían ruido sobre los

guijarros, y la brillante luz lunar hizo resplandecer y danzar las laminillas de su

vestido, como un banco de pececillos, mientras volaba en dirección a las

impresionantes ruinas que se elevaban al final de la franja pedregosa.

Impulsado por el temor a perderla de vista, Kyre emprendió su persecución.

Los guijarros estaban peligrosamente sueltos. Resbalaban bajo sus pies y

amenazaban con hacerle perder el equilibrio, pero aun así era más veloz que la

joven y supo que la alcanzaría antes de que llegase al templo. Ignoraba lo que

entonces haría y diría, y si ella tendría miedo de él... Lo único que importaba

ahora, era atraparla.

No estaba a más de doce pasos de la centelleante y fugitiva aparición cuando a

sus pies sonaron unos feroces silbidos y, de pronto, cinco refulgentes columnas

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de plata surgieron del suelo delante de él, con la fuerza de agresivas

serpientes. Kyre lanzó un grito de horror, intentando escabullirse a grandes

zancadas, al ver que aquellos monstruos reptaban hacia él, y cayó entre

alaridos cuando una de las espeluznantes cuerdas plateadas se abalanzó sobre

su espalda como un látigo y le quemó la piel. Instintivamente, Kyre se echó

hacia un lado, hundiendo pies y manos entre los guijarros para poder dar un

salto y retroceder, pero otras cinco cuerdas plateadas salieron detrás de él,

cortándole el paso. Se balanceaban amenazantes encima de su cuerpo, y frías

chispas plateadas salían disparadas de todo su largor, yendo a caer algunas de

ellas contra las piedras con el sibilante sonido de gatos enfurecidos. Kyre

quedó sin saliva cuando comprendió que aquellos horripilantes seres estaban

vivos o, por lo menos, estaban dirigidos por una mente capaz de verle, que

anticipaba sus próximos movimientos y sólo esperaba la ocasión de atacarle de

nuevo.

Inmovilizado y sudoroso a causa del terror, Kyre se volvió hacia donde viera

por última vez a la muchacha procedente del mar. Ésta se había detenido y le

miraba aturdida, y su primera convicción de que aquellos monstruosos látigos

sobrenaturales le atacaban por orden de ella se desvaneció al comprobar que

se había llevado las manos a la boca, aterrada. Sin pensar en lo que hacía, Kyre

suplicó, con un gesto, que le ayudara, y las espantosas serpientes plateadas se

enroscaron y chasquearon, arrojando sobre su cara una nueva lluvia de

ardientes chispas que le obligaron a caer otra vez de rodillas, con un grito de

dolor. Se desplomó al fin, y los guijarros que tenía debajo empezaron a emitir

de nuevo sonidos sibilantes, y empezaron a moverse y levantarse como si una

bestia gigantesca y enfurecida se estuviese agitando bajo la superficie. Kyre

trató desesperadamente de ponerse de pie, pero volvió a perder el equilibrio, y

resultó inútil que tratara de hacerse a un lado para evitar el siguiente

chaparrón de chispas, que atravesaban sus ropas hasta quemarle la piel. Las

plateadas serpientes se arrojaron una vez más sobre él, retorciéndose como si

la agonía del joven las enloqueciera, y en medio de sus triunfantes silbidos y

escupiduras, Kyre oyó otro grito lleno de angustia y de incoherente protesta.

Forzó su mente y, delirantes los ojos, divisó la figura de la muchacha con los

brazos alargados en un gesto de súplica, mientras delante de él seguían

contorsionándose las misteriosas cuerdas vivas. Y detrás de la joven, algo

más... Una cosa vaga, demasiado borrosa para que su maltratado cerebro la

registrara con detalle... Pero tuvo la impresión de que unas obscuras formas

flotaban en dirección a las ruinas, avanzando hacia la muchacha para

apoderarse de ella...

La joven lanzó un agudo y fuerte chillido que encerraba rabia, terror y

protesta. Al mismo tiempo, los diez látigos plateados volvieron a ensortijarse y

cayeron a la vez sobre Kyre. El primer azote fue como el hierro candente, y el

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dolor explotó en todo su cuerpo con tan cruel fuerza, que el grito que quiso

dar no pasó de ser un triste fracaso. Le pareció vislumbrar las horribles

serpientes, que se alzaban para atacarle de nuevo y, cuando le golpearon una

vez más, una ola de dolor todavía más intenso le hizo perder el conocimiento.

-0-0-0-0-

Falla y Thean agarraron a Simorh por los brazos cuando ésta cayó hacia

delante. Levantándola con todo el cuidado que la estrechez del aposento

permitía, recostaron a su soberana contra unos almohadones, y Thean comenzó

a frotarle angustiada las heladas manos, con objeto de restablecer la

circulación. El rostro de Simorh estaba lívido como la muerte, y unas

profundas arrugas revelaban la gran tensión vivida. Sin embargo, la princesa

sólo tardó unos momentos en abrir los cansados ojos, aunque no sin un

tremendo esfuerzo.

–Id en busca de... soldados –musitó con voz ronca–. Decidles que... que le

traigan aquí otra vez...

Una tos convulsiva sacudió todo su cuerpo, y la saliva resbaló por su barbilla.

–Señora... ¿Estáis...? –empezó a decir Falla.

– ¡Llamad a los soldados! ¡Obedecedme!

Simorh apenas podía hablar, pero en sus palabras había veneno.

–Sí, señora.

Falla se puso de pie como pudo y corrió hacia la puerta. Apenas hubo

desaparecido, Simorh logró incorporarse, rechazando los intentos de ayuda de

Thean.

–Pronto estaré bien... ¡Déjame sola, Thean! Quiero dormir...

Echó una mirada a la cuerda arrojada al suelo, y su rostro expresó

repugnancia.

–Déjame sola –repitió en un murmullo.

Cuatro guardias armados hasta los dientes, que habían emprendido nerviosos el

camino a las órdenes de Vaoran, encontraron a Kyre inconsciente sobre los

guijarros. Parte de sus ropas estaba hecha jirones, y en la cara y en el torso

tenía quemaduras. Vaoran le miró con frialdad, mientras los soldados le daban

la vuelta. Conocía, por encima, los detalles de la huida de Kyre, y se imaginaba

los métodos de que Simorh se habría valido para apresarle. Si bien las artes de

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brujería le resultaban repelentes, no dejó de producirle satisfacción ver al

prisionero en aquellas condiciones.

Uno de los soldados, que a la luz de la Luna menguante parecía terriblemente

pálido, miró inquieto por encima del hombro en dirección al mar, y luego señaló

a Kyre.

–La marea sube, señor. ¿Le llevamos nuevamente a la ciudad?

«Mejor sería dejarle aquí para que los peces y los cangrejos le devoraran»,

pensó Vaoran con maldad pero enseguida apartó de su mente tal idea. No

ganaría nada, a los ojos de Simorh, si abandonaba su criatura al mar. Tendría

que contener un poco más su propia rabia. Sin embargo, no pudo resistir la

tentación de dar un paso adelante, empujar el cuerpo exánime con la bota y,

después, propinarle un puntapié bien calculado en la parte más estrecha de la

espalda, antes de que sus hombres lo levantaran. Total, sería un golpe más

entre los muchos ya recibidos... Era una pena que aquella criatura no conociera

nunca su origen...

–Muy bien –dijo entonces, con una voz más dura que el ladrido de una foca

contra el murmurante mar–. ¡Levantadlo!

Todos creían que Kyre estaba totalmente inconsciente, pero él, aunque se

hallaba demasiado atontado para hacer cualquier movimiento o emitir un

sonido, volvía poco a poco en sí. A través de sus ojos, hinchados y medio

cerrados, empezaba a distinguir la figura de Vaoran y, pese a su incapacidad

para reaccionar, había sentido perfectamente la patada recibida en la columna

vertebral. Mientras los soldados pisaban con fuerza los guijarros en su camino

de retorno, con el cuerpo de Kyre colgado descuidadamente entre ellos, el

prisionero se preguntó por qué le odiaría tanto Vaoran. No obstante, seguía

demasiado mareado para pensar con coherencia y perdió otra vez el sentido

cuando se acercaban ya a Haven. No volvió a darse cuenta de nada hasta que,

con toda brutalidad, le dejaron caer al suelo en la entrada del castillo.

Kyre gimió y quiso dar media vuelta, pero entonces oyó una risa desagradable.

–Conque al Lobo del Sol le han arrancado los dientes, ¿eh? De cualquier forma,

vivirá. Informad a la princesa de que ya está aquí.

Era la voz de Vaoran, y sus hombres se unieron a sus risotadas.

Unos pasos se alejaron, el ruido resonó en la cabeza de Kyre y, excitado su

orgullo por el cruel sarcasmo del maestro de armas, hizo un gran esfuerzo para

apoyarse en los codos. Parecía que le hubiesen asado la piel y sentía un terrible

mareo en el estómago, pero dominó las náuseas y el dolor, y sus ojos se

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enfrentaron con la fría y azul mirada de Vaoran. El robusto hombre le dedicó

una sonrisa de desprecio.

–Será mejor que te pongas presentable, Lobo del Sol. Sería descortés, por tu

parte, saludar a tu señora como un perro apaleado.

En Kyre despertó la ira, pero antes de que pudiese demostrarla de manera

física o verbal, se vio interrumpido por unos pasos muy agitados y por la voz de

una mujer que daba órdenes sin resultado. Las débiles luces del arco que daba

a la escalera fluctuaron al producirse una corriente de aire, y una figura

menuda apareció en los últimos peldaños y atravesó la estancia a toda prisa.

– ¡Kyre! –Exclamó Gamora con angustia–. ¡Kyre!

Vaoran se adelantó para detener a la pequeña, sujetándola por los brazos para

atraerla hacia sí.

– ¡Mi princesa! ¡No tendríais que haber bajado! ¿Dónde está vuestra aya?

– ¡No te atrevas a tocarme! –protestó Gamora, e hizo un esfuerzo tan grande

para liberarse, que él no tuvo más remedio que soltarla y, tan pronto como la

niña se vio libre, corrió hacia Kyre.

–Pero... ¡tienes quemaduras! Tanto en la cara como en la ropa... ¿Qué te han

hecho, Kyre?

– ¡Gamora!

La voz que la llamó, aunque exhausta, todavía poseía autoridad suficiente para

hacer callar a la niña. Kyre alzó los ojos y, en la obscuridad de la escalera, vio a

Simorh seguida de una mujer de mediana edad, que les miraba con cara de

aturdimiento. El herido tuvo tiempo de registrar en su mente las cansadas

facciones y el lacio cabello de la soberana, húmedo de sudor, antes de que

Gamora se precipitara hacia su madre, para agarrarse a su falda.

– ¡Le han hecho daño, madre, y es mi amigo! ¿Por qué? Kyre no escapaba. ¡Me

prometió que volvería!

–Gamora... –Simorh hablaba ahora con más dulzura, como si no le restaran

fuerzas para un enfrentamiento–. Tú no lo entiendes, Gamora. Vete a la cama

de nuevo. Tu aya te acompañará.

– ¡No! –Replicó la niña–. ¡No me iré hasta que sepa por qué han maltratado a

Kyre! Vi desde la ventana que le llevaban como si estuviese muerto. ¡Madre...!

Aumentó la palidez de Simorh, que cerró los ojos. Gamora sollozaba y la

simpatía que hacia ella experimentaba Kyre, asociada a la culpa en que él había

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incurrido al aprovecharse de la fe que le demostrara la chiquilla, le obligó a

vencer el dolor que aún sentía y a ponerse de pie, pese a que sus piernas

apenas le sostenían.

–Mi pequeña princesa...

El sonido de su voz cortó en el acto las protestas de Gamora, que le miró con

ojos muy abiertos.

–No estoy herido –agregó, a la vez que abría los brazos, confiando en que su

aspecto no delatara la mentira de sus palabras–. ¿Lo ves? Estoy de pie y hablo

con vos... Incluso puedo sonreíros...

Detrás de Gamora vio a Simorh, que le observaba con expresión de sospechosa

incertidumbre. Luego miró de nuevo a la niña.

–Lo digo de veras. No estoy herido.

Gamora se pasó la lengua por los labios.

–Entonces... ¿por qué te llevaban de aquella manera? ¡Parecías un animal recién

cazado!

Sus ojos volvieron a encontrarse brevemente con los de Simorh.

–Era un juego, pequeña princesa...

– ¿Un juego?

–Sí.

Gamora no estaba convencida del todo, pero Kyre comprobó que daba gran

importancia a sus palabras y, finalmente, la niña miró a su madre.

– ¿De verdad?

Era la última confirmación que necesitaba.

–Sí –dijo Simorh en tono débil–. Un juego.

La mirada que la soberana lanzó a Vaoran estaba impregnada de veneno, y

probablemente le hubiese dirigido un comentario bien acre, de no haber

llamado la atención de todos unos pasos en la escalera. Las pisadas eran

desparejas... y apareció el príncipe DiMag, vestido con una ligera túnica de

lana, bajo la cual distinguió Kyre las arrugadas prendas que ya llevara aquella

misma mañana en el Salón del Trono.

– ¡Conque ésta es la causa de todo el alboroto! –Dijo, recorriendo con sus ojos

castaños a todos los presentes–. Había llegado a creer que, por lo menos, se

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trataba de una invasión... Supongo que debo estar contento de que el castillo

siga intacto.

– ¡Pensaba que habían herido a Kyre, padre! –intervino la niña, apartándose de

Simorh para correr hacia él.

El príncipe le dedicó una mirada y, luego, acarició con gesto ausente sus

obscuros cabellos.

–Ah, ¿sí? –preguntó.

Seguidamente miró a su esposa y, por último, al corpulento maestro de armas,

y en sus ojos parecía haber vitriolo.

– ¿Y por qué lo pensaste, hija?

Vaoran se apresuró a hablar antes de que pudiese hacerlo Gamora.

–Hubo un pequeño... imprevisto, mi señor –dijo con voz untuosa–, y la princesa

Simorh tuvo la gentileza de solicitar mis servicios.

–Ah, ya... –respondió DiMag, apenas sonriente.

–Era un juego –insistió Gamora–. ¡Lo ha dicho Kyre!

–Entonces era eso –señaló el padre con expresión reservada–. Pero la

medianoche no es una hora propia para juegos, Gamora. ¡No si quieres llegar a

ser digna de tu posición el día de mañana y no si deseas que nosotros podamos

descansar todavía un poco, esta noche!

La niña se sonrojó.

–Lo siento –dijo en un susurro.

DiMag rió con una cordialidad que sorprendió a Kyre.

–Entonces demuéstralo yéndote ahora con tu aya, mi pequeña. ¡Ya es hora de

que estés en la cama!

El príncipe acarició una vez más los cabellos de su hija, y ella le miró con

infinito cariño.

–Sí, padre.

La mujer de aspecto tan preocupado, que no se había atrevido a abrir la boca

en presencia de sus amos, se hizo cargo de la princesita con evidente alivio, y

Gamora se dejó conducir escaleras arriba, aunque sin dejar de contemplar la

escena con sus enormes ojos grises, hasta que desapareció en lo alto.

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Nadie se movió hasta que fue imposible que la niña y su aya les oyeran. DiMag

descendió entonces los dos peldaños que le separaban del vestíbulo. Sus

movimientos eran más torpes que durante el día, y Vaoran se le acercó,

solícito.

– ¿Puedo ayudaros señor? DiMag le miró.

–No, gracias. Estoy seguro de que te agradará saber, Vaoran, que si bien el

húmedo aire de la noche no es lo mejor para mi pierna enferma, aún estoy en

condiciones de valerme por mí mismo.

Había llegado entre tanto al centro del reducido grupo formado por Vaoran,

Simorh y Kyre (los hombres de Vaoran se habían cuadrado al llegar al

soberano, pero nadie les prestaba la menor atención), y lentamente giró sobre

su pierna sana para mirar a los tres, uno tras otro.

Y de pronto les dejó sorprendidos a todos al decir:

–Veamos... ¿Quién va a explicarme la verdad sobre el alboroto de esta noche?

Dos vivas manchas rojas se encendieron en las mejillas de Simorh, y Vaoran

movió la mandíbula, aunque no llegó a emitir sonido alguno. Sólo la expresión de

Kyre no cambió, y DiMag, en vista de su aparente impasibilidad, clavó en él una

oblicua mirada.

–Tienes la piel y las ropas quemadas, Lobo del Sol –indicó–. ¿Acaso intentaste

inmolarte?

Simorh habló antes de que pudiese hacerlo Kyre.

–Esas señales habrán desaparecido pronto –dijo.

– ¡Ah, ya entiendo! –Contestó DiMag con una mirada de desafío–. ¿Y por qué?

–Escapó del castillo –explicó Simorh, señalando a Kyre–. ¡Sabéis muy bien por

qué era preciso traerle de nuevo!

–Yo lo sé, en efecto, pero... ¿lo sabe él?

La expresión de la princesa se hizo defensiva y, a la vez, cansada, como si le

molestara tener que exponer de nuevo un argumento ya de sobras conocido.

–Eso no tiene importancia, DiMag.

Su esposo estudió con la mirada el dibujo del suelo enlosado, y con un pie siguió

una resquebrajadura que había en el mármol.

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–Estoy convencido de que no tiene importancia para vos ni para mí y, desde

luego, tampoco para nuestro valeroso maestro armas aquí presente. Pero... ¿se

ha molestado alguien en preguntar al Lobo del Sol lo que él opina?

Levantó DiMag la vista, y Kyre quedó asombrado al encontrar en sus ojos

pardos un destello de simpatía.

–Aquí se toman decisiones en las que él no interviene, y se ponen en marcha

unos acontecimientos en los que él tiene un papel, sin que se le haya

comunicado siquiera, por educación, qué papel va a ser –continuó con una débil

sonrisa–. Si yo estuviera en su lugar, creo que me rebelaría.

–Señor... ¡No podéis compararos con...! –empezó a decir Vaoran, pero el príncipe

le interrumpió con profunda ironía.

–Naturalmente. No puede haber comparación entre el hombre que gobierna

Haven y un simple cero... Pero ni siquiera a un cero le negaría yo los derechos

que, sin dudar un solo instante, concedería a un perro.

Vaoran no percibió el ligero énfasis en las palabras del príncipe, ni tampoco

tuvo ocasión de replicar, porque DiMag se había vuelto de nuevo hacia su

mujer, ignorando al maestro de armas como si no tuviera la más mínima

importancia.

– ¡Curadle las quemaduras, ponedlo presentable y enviádmelo!

– ¿Ahora? –inquirió ella con los labios pálidos.

– ¡Ahora, sí! –Repitió DiMag–. Creo que el Lobo del Sol yo tenemos muchas

cosas que decirnos, y me imagino que tendrá tan poco sueño como yo.

Y sin aguardar respuesta de nadie, dio media vuelta y se encaminó, cojeando, a

las escaleras.

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Capítulo 5

Kyre se hallaba en una habitación desordenada al máximo. Los libros y papeles

de DiMag cubrían todo el espacio existente, y una revuelta colección de armas

ocupaba la única y pequeña parte de pared no vestida con tapices. Una sola

lámpara, que ardía a media llama y despedía la misma fría luz verde que las de

la entrada, constituía la única iluminación de la estancia, y una raída cortina,

que otrora fuera de color carmesí y que había adquirido, con los años, un tono

semejante al de la sangre seca, cubría a medias la ventana.

El aspecto del aposento y otro par de detalles habían obligado a Kyre a

modificar de nuevo sus primeras impresiones acerca del príncipe. Ni le

gustaba, ni confiaba en él. Había algo en su persona que le ponía nervioso.

Además, DiMag era evidentemente variable, dado a las extravagancias, y Kyre

sólo necesitaba pensar en el modo en que había dado muerte al prisionero en el

Salón del Trono para que el estómago se le revolviera. No obstante, resultaba

indudable el afecto que DiMag sentía hacia su hija, aunque tuviese dificultad

para expresarlo. Y había sido el primero en demostrar un poco de

consideración hacia el aturdido fruto de las brujerías de Simorh.

¿O se engañaba?

– ¡Lobo del Sol!

La voz le asustó, ya que procedía de un sombrío rincón del aposento; DiMag se

alzó del largo diván que, por lo visto, le servía de cama.

Kyre se volvió hacia él. Inseguro acerca de cómo debía actuar, hizo una breve

reverencia que no reflejaba precisamente mucho respeto.

–Príncipe DiMag...

El soberano sonrió.

–Siéntate, Kyre, si encuentras sitio. Las entrevistas formales son muy pesadas

–dijo, acercándose a la ventana de la cortina medio corrida–. Haven languidece

nuevamente envuelta en niebla... A veces cuesta recordar los días en que no

era así...

Se manoseó la gastada túnica y, de repente, miró cara a cara al forastero:

– ¿Ha reinn trachan, ni brachnaea pol arcath?

Algo se agitó en un oculto recodo del cerebro de Kyre: aquellas palabras

sonaban extrañas y no parecían tener sentido... Sin embargo, descubrió en

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ellas una vibración remotamente familiar... Después de tratar inútilmente de

hacer memoria, Kyre meneó la cabeza.

–No lo entiendo –confesó.

–No importa –respondió DiMag, encogiéndose de hombros–. La lengua antigua.

Mi tutor me la enseñó cuando yo era niño, y el preceptor de mi hija procura

meterle algo de ella en la cabeza. Pero es una lengua prácticamente muerta.

Además, creo que mi acento acaba de hacerla incomprensible. Me preguntaba

si te resultaría familiar –agregó el príncipe con una expresión calculadora en

los ojos.

Lo era, pero...

–No –contestó Kyre.

–Es igual. De cualquier forma, los manuscritos que han sobrevivido a la remota

época en que esa lengua se hablaba están ya tan descoloridos que tanto da...

Casi sin darse cuenta de lo que hacía, y con cierta pena, Kyre echó una mirada

a los montones de papeles que había encima de una mesa, cerca de la cama, y

preguntó:

–Sois hombre docto, ¿no, señor?

–Hombre docto... –repitió DiMag, considerando durante unos momentos aquella

expresión, como si tal idea no se le hubiera ocurrido antes, pero luego rió con

ironía–. Supongo que tengo esa desgracia, en los tiempos que corren... Porque

es indudable que ya no puedo calificarme de guerrero.

–Me vencisteis con suficiente facilidad, en el Salón del Trono, señor.

–Hum... Quizá demostré, simplemente, tu ineptitud. No lo sé. Desde luego, no

eres un espadachín. Aunque lo que tú eres, es otra cuestión... ¿verdad? –añadió

con aquella mirada astuta y calculadora que Kyre ya había observado en DiMag.

El prisionero suspiró. El príncipe se mostraba solapado y jugaba con él. Pese al

ungüento, la piel le dolía y estaba todavía lacerada. Tenía todo el cuerpo molido

y además, experimentaba un gran cansancio. En ningún caso estaba dispuesto a

ser el títere de DiMag ni de otra persona.

–Príncipe –dijo con decisión en la voz–. Ignoro por qué me habéis ordenado

venir, y no sé qué queréis de mí. Pero no puedo responder a vuestra pregunta, y

creo que vos ya lo entendéis. La princesa Simorh –continuó– dice que soy un

cero, y desde luego no tengo conocimientos ni recuerdos que me permitan

discutir tal cosa. Lo cierto es que no comprendo para qué he de serviros.

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El silencio duró el minuto que, aproximadamente, necesitó DiMag para ir

cojeando a su lecho. Se dejó caer en él y repuso en tono de fatiga:

–Siéntate.

Aunque algo vacilante y con cierta reluctancia, Kyre apartó varios papeles de

una silla y tomó asiento. DiMag hizo un gesto de satisfacción.

–Muy bien. Ahora pasaremos a tu asunto, si es lo que te preocupa. Te hice

venir para llegar a un trato contigo, Lobo del Sol.

– ¿Un trato?

–Sí. ¿Por qué te sorprende tanto? –Exclamó DiMag, riendo de nuevo–. Te

aseguro que he pasado media vida haciendo tratos y estableciendo

compromisos, y en comparación con mis súbditos, eres un aprendiz en

semejantes negociaciones. Si tú...

Pero se interrumpió al llamar alguien tímidamente a la puerta.

– ¡Adelante!

El cambio de tono hizo levantar una ceja a Kyre, y el sirviente, que cumplía con

su cometido, recibió una mirada de abierto desprecio.

–Vuestra cena, señor.

El hombre depositó sobre la mesa una bandeja cubierta y, rápidamente,

retrocedió hacia la puerta. DiMag alzó el lienzo que cubría los platos y dijo:

– ¡Espera!

El sirviente se estremeció. DiMag estudió los manjares durante unos segundos,

llamó al hombre con un gesto de la mano y señaló una fuente de pescado

desmenuzado, con nueces y hierbas.

– ¡Esto! –dijo, y a continuación indicó otro plato que contenía frutas cocidas y

escarchadas–. Y esto, y también un trozo de pan.

El sirviente se inclinó y, para asombro de Kyre, tomó una pequeña porción de

cada uno de los platos. El príncipe contemplaba la pared en un silencio pétreo

mientras el hombre masticaba, tragaba y, finalmente, hacía un movimiento

afirmativo.

–Todo es bueno, señor.

–Bien. No necesitaré nada más, esta noche –declaró DiMag y señaló la puerta

con un leve ademán.

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La puerta se cerró detrás del sirviente. El príncipe esbozó una sonrisa agria.

–En los últimos dos años han intentado envenenarme seis veces, y no dudo de

que volverán a pretenderlo.

– Pero... ¿quién...?

– ¿Quién? ¡Por la Hechicera! ¿Quieres permanecer aquí hasta la madrugada,

escuchando la lista de posibilidades? –Exclamó el príncipe, que se agarró la

pierna enferma y la subió al diván, de forma que quedara recta delante de él–.

Tengo mis sospechas, pero no voy a darles satisfacción acusando a uno u otro

sin pruebas. Además no es problema tuyo, ni tiene por qué serlo –concluyó con

amargura–. ¡Come tú también!

Kyre tenía hambre, en realidad... Alargó la mano y probó el pescado. Le pareció

sabroso y comió más, sirviéndose con los dedos.

–Antes de que nos interrumpieran –dijo DiMag–, hablábamos de un trato.

Sus ojos se encontraron brevemente, y Kyre replicó:

–Todavía no sé qué puedo ofreceros yo, señor.

–Puede que tú no lo sepas, pero yo sí. Y estoy dispuesto a ayudarte, Kyre.

Hasta ahora, mi esposa se ha negado a contestar a todas tus preguntas acerca

de ti mismo y de por qué estás aquí. Yo, sin embargo, estoy preparado para

responder a ellas, si bien quiero algo a cambio.

Era la ocasión que Kyre había esperado, pero le invadía la desconfianza. El

ofrecimiento de DiMag parecía sincero, pero... el príncipe podía resultar más

sinuoso de lo que quería dar a entender.

– ¿Cuál es vuestro precio? –preguntó.

–Que, a la vez que cooperas con todos los de esta extraña ciudad nuestra,

cooperes conmigo. No con Simorh, ni con Vaoran, sino conmigo. Quiero tu

lealtad –dijo con tenue sonrisa.

DiMag parecía sincero. No obstante, podía existir un motivo oculto detrás de

sus palabras. A juzgar por lo poco que había dicho el príncipe, a Haven y a su

gobernante no les iban nada bien las cosas, y Kyre no puso en duda que su

excéntrico anfitrión tenía sus razones particulares e insondables para cerrar

un trato aparentemente tan lógico. No tenía el menor interés en hacer

promesa de fidelidad a ninguno de los vecinos de Haven, pero DiMag, y sólo él –

exceptuando a la pequeña Gamora– parecía dispuesto a tratarle como una

persona, y no como una sombra; como a un invitado, más que como a un

prisionero. Y Kyre apreciaba cada vez más ese gesto.

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Por eso asintió y dijo:

–Está bien. Acepto.

DiMag se colocó la mano abierta bajo la barbilla y estudió a Kyre por encima

de ella.

–Voy a decirte, Lobo del Sol, que considero reconfortante tu actitud. No

quieres ser untuoso, y tampoco buscas rebajarte delante de mí. Detecto en ti

una honestidad que, hoy día, es virtud rara en Haven. No pretenderé que te he

tomado afecto –agregó, entornando sus ojos castaños–. No soy tan tonto como

para cometer semejante error, cuando apenas nos conocemos, y, teniendo en

cuenta el propósito con que fuiste traído hasta aquí, debería odiarte y

despreciarte. Quizá llegue a sentir odio hacia ti. No lo sé. Es un riesgo con el

que tendrás que vivir. Y ese riesgo existe –continuó, inclinándose hacia Kyre–.

Aunque oigas comentar lo contrario, quien manda aquí soy yo... De cualquier

forma, por ahora me concedo el capricho de tratarte como a un amigo, más o

menos. Cuando lleves algún tiempo en Haven, te darás cuenta de que eso es una

rara concesión...

Había sido un discurso extraordinario, y Kyre no supo qué contestar. Al ver

que la amenaza contenida en sus palabras no provocaba reacción, DiMag se

relajó un poco.

–No perdamos más tiempo –dijo, al mismo tiempo que tomaba de la bandeja un

trozo de grisáceo pan ázimo y lo mordía– .Mira... Para demostrarte mi buena

voluntad, te pido que me formules una pregunta. La que quieras. Si puedo,

responderé a ella.

Kyre no había esperado tal cambio de táctica, y quedó indeciso. ¡Tenía tantas

preguntas que hacer, y ansiaba escuchar tantas respuestas! Inesperadamente

oyó decir a su propia voz:

– ¿De qué color son mis ojos?

DiMag le miró, estupefacto.

–Es una pregunta fácil de contestar –dijo con voz tranquila, al cabo de unos

momentos–. Sin embargo, no acierto a comprender por qué la has formulado.

¿Cómo sabes tan poco acerca de ti mismo?

Kyre se ruborizó.

–Vuestra esposa, la princesa Simorh, dio órdenes de que no viese reflejada mi

imagen. Fue inflexible.

– ¿Sí, verdad? Tal vez empiece yo a entender más de lo que ella quisiera...

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DiMag movió la cabeza lentamente, en sentido afirmativo, con expresión

meditabunda, y cruzó la estancia hasta llegar a un rincón donde había un

montón de los más variados objetos, que parecían dejados allí al azar. El

príncipe rebuscó entre ellos y sacó, por fin, una cosa ovalada y sin duda,

pesada. Kyre se dio cuenta, entonces, de que era un escudo recubierto de

bronce. La superficie, muy deslustrada, demostraba que el escudo había

estado largos años sin usar, pero aun así el metal ligeramente batido

conservaba el lustre suficiente para que Kyre viera su rostro en él.

– ¡Toma! –Dijo el príncipe, a la par que sostenía el escudo y daba un paso atrás–.

No es el espejo ideal, pero te bastará. ¡Satisface tu curiosidad, Lobo del Sol!

Kyre se acercó despacio. Ahora que por fin iba a verse, sintió que el corazón le

palpitaba con fuerza, y tuvo que vencer el impulso de cerrar los ojos.

Llegó hasta el escudo, se detuvo, miró... Desde la casi opaca superficie de

bronce le contemplaba una cara enérgica y huesuda, de ojos separados y algo

oblicuos, anchos pómulos, boca grande y potentes mandíbulas. El pelo le caía

generoso y pesado sobre los hombros, y estaba muy despeinado. Las cicatrices

producidas por los plateados látigos de Simorh surcaban todavía su tez, pero

ya desaparecerían. No resultaba tan horrible como había temido. En realidad

encontró en sus facciones una lejana semejanza con las de DiMag, y también

con las de otras personas que había visto en Haven, como si en un remoto

pasado hubiese existido un parentesco.

Se volvió rápidamente para mirar al príncipe, que le observaba con limitado

interés. DiMag esbozó una pequeña sonrisa.

–El bronce desfigura los colores, ¿sabes? Para responder a tu pregunta, te

diré que tienes los ojos verdes, cosa muy poco frecuente en Haven. Me figuro

que la princesa no quiso que los tuvieras así, del mismo modo que hubiera

preferido que no fueses pelirrojo. ¿Te parece eso significativo?

Kyre empezaba a sentirse incómodo.

– ¿Por qué habría de parecérmelo?

–Y ahora llegamos al meollo del asunto. Me pregunto si... –pero entonces meneó

la cabeza–. No. Lo dejaremos para otra ocasión. De cualquier modo, Simorh no

suele cometer equivocaciones. A mí puede molestarme su poder y la forma en

que lo utiliza, pero no sería justo negar su eficacia... en ciertos terrenos.

DiMag se levantó con esfuerzo y se encaminó de nuevo hacia la ventana. Estaba

inquieto, y su talante contagiaba la tensión al ambiente.

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– ¿Sabes dónde descubrió el encantamiento con que te creó? ¿Te gustaría

averiguarlo?

Kyre no contestó, porque la sola idea le daba náuseas, y el príncipe continuó

con cierto acento malicioso:

–Lo encontró en un manuscrito medio podrido, que nadie debía de haber leído

durante siglos. Eso es lo que tú eres, Lobo del Sol –añadió, mirando al joven–.

Pergamino enmohecido y tinta descolorida... Un embrollo de palabras, medio en

una lengua y medio en otra. Al menos, eso es lo que Simorh supone.

– ¿Y vos, príncipe DiMag? ¿Qué opináis vos?

El soberano había regresado junto al lecho, pero se detuvo y miró con fijeza al

otro hombre.

–No lo sé –admitió–. Sospecho que hay más en ti de lo que se nota a primera

vista, aunque ignoro por qué sospecho tal cosa. Si supusiera que estabas

informado, podría decidir que te torturaran hasta que soltases lo que sabes...

Pero eres todavía más ignorante que yo, y desde luego mucho más ignorante

que Simorh.

Tal vez viera entonces un peligroso resplandor en los ojos de Kyre, porque dio

un rápido –pero al mismo tiempo calculado– paso hacia atrás.

–Un cero no tiene voluntad ni mente propia, y no desafía a su creadora

pretendiendo ser lo que ésta no ha previsto. Dime, Lobo del Sol: ¿tienes alguna

creencia religiosa?

De nuevo el súbito y astuto cambio de tema, como si la estrategia favorita de

DiMag fuesen los ataques oblicuos y obscuros. Kyre frunció el entrecejo.

– ¿Una creencia religiosa...?

–Sí. Antes teníamos unos dioses. Por lo menos, así lo explica la historia, pero

los perdimos. Si existían de verdad, probablemente nos abandonaron al iniciar

nosotros el largo descenso que nos condujo hasta donde estamos hoy, y ahora

ni siquiera somos capaces de recordar sus nombres.

Vio la sorprendida expresión de Kyre y añadió:

–Sí... Nuestro territorio florecía, largo tiempo atrás. En la actualidad, en

cambio, si te alejas de la ciudad en dirección al interior, sólo encontrarás unas

cuantas granjas solitarias y alguna que otra aldea minera, todo ello muy pobre.

Aún han de entregamos un diezmo de su producción y de sus minerales, a

cambio de nuestra protección... porque es lo que importa hoy..., y aún hay quien

viene a Haven para comerciar. El acuerdo sirve, simplemente, para

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mantenemos, pero no fue siempre así –dijo el príncipe con cínica sonrisa–. Hace

siglos, Haven era una gran potencia. Teníamos una enorme influencia sobre

todo el país, y todo era prosperidad. Creábamos, comerciábamos, cultivábamos

el arte y la música, la poesía, la arquitectura y la filosofía. Al menos, eso es lo

que dicen las crónicas, aunque no sé si pasan de ser las fantasías de unos

cuantos soñadores borrachos. El único hecho que no admite duda es que ahora

sólo existe Haven, o lo que queda de ella. Y los días de Haven están contados,

Kyre...

–La arena... –dijo éste, descubriendo la venenosa amargura que había en la voz

de DiMag–. Vuestra esposa comentó que la marea había subido dos veces, en

una noche sin reflujo, y que la arena arrastrada por las olas enterró media

ciudad.

– ¿Te contó eso? –Preguntó el príncipe, interesado–. ¿Y te dijo también a qué

se debió el desastre?

–No.

–No, claro. No debió querer que conocieses esa realidad.

DiMag reanudó sus pasos, y Kyre observó con desconcertada fascinación su

tenaz forma de avanzar.

–Sucedió a causa de la brujería, Lobo del Sol. No de la de Simorh, sino por

culpa de unos poderes infames, corruptos y diabólicos, y el único fin de quienes

los manejan es la destrucción de Haven y de todo lo que hay en ella.

De repente, DiMag se interrumpió, quizá por darse cuenta de que perdía el

control de sus palabras. Respiró profundamente y, luego, exhaló el aire con

brusquedad.

–No negaré que la destreza de Simorh es formidable, pero en comparación con

esos torvos y perversos demonios del mar, resulta tan indefensa como una

niña. Los seres de las aguas extraen su fuerza de la Hechicera, esa engreída

monstruosidad que flota en el cielo cuando el Sol se ha puesto, y que reina

sobre los vientos y las mareas. De vez en cuando se produce una conjunción,

que nosotros llamamos Noche de Muerte... Eso significa que la Hechicera se

levanta directamente sobre el mar y arroja un rayo de luz a través de la bahía,

hasta las mismas puertas de Haven. Cuando esto sucede, el poder de nuestros

enemigos llega a su punto máximo, y nosotros no podemos contra ellos.

»La última Noche de Muerte se produjo hace nueve años, cuando la marea

subió dos veces seguidas, sin que hubiera reflujo. Los demonios del mar

llegaron con la marea y, aunque luchamos por rechazarles, fracasamos.

Nuestro ejército cabalgó a través de la arena y se enfrentó con ellos a su

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salida de las aguas... Mi esposa estaba en su torre –añadió, apretando las

manos contra el antepecho de la ventana, de modo que los nudillos se le

pusieron blancos mientras miraba al nebuloso exterior–, y desde allí pudo

presenciar la batalla. Nuestra hija dormía en su cuna, en la habitación de

abajo, y la princesa empleó todos sus poderes para mantener a salvo la ciudad

y nuestro ejército, pero no fue suficiente. Lo que hizo, por poco convierte en

polvo la sangre de sus venas. Tardó un año en poder hablar de nuevo, pero aun

así no había hecho bastante. Quizá le hubiese valido más morir.

– ¿Y vos? –Dijo Kyre, suponiendo que conocía la respuesta–. ¿Caísteis herido?

–Si prefieres llamarlo así... Una lanza en la pierna es una cosa, y otra muy

distinta es una lanza embrujada, blandida por una mano que debería haber

llevado muerta cincuenta años. Lógicamente, la herida tendría que haber

sanado. Eso me dijeron todos los médicos. Pero no fue así. Ni siquiera los

hechizos de Simorh lograrán volver a poner en condiciones mi pierna herida.

Unas criaturas del mar..., enemigos que extraían su fuerza de la lúgubre

Luna..., el prisionero muerto en el Salón del Trono..., el odio feroz de Gamora

hacia los seres de las aguas...

De súbito, a la mente de Kyre acudió la imagen de la muchacha de la playa.

DiMag descubrió su cambio de expresión: el desánimo y la confusión que el

joven no había sido capaz de disimular a tiempo. Los ojos del soberano se

entrecerraron.

– ¿Qué te ocurre?

–Yo... –contestó Kyre, y tragó saliva–. Habéis hablado de demonios del mar.

¿Tienen... tienen aspecto humano?

–Viste con tus propios ojos a la criatura que teníamos en el Salón del Trono.

Son lo suficiente humanos para morir como cualquiera de nosotros. ¿Por qué lo

preguntas?

–Esta noche, en la orilla, he visto a una chica...

– ¿Dónde? –inquirió enseguida DiMag, crispando los puños.

–A poca distancia de las ruinas.

En la habitación sólo se percibía la respiración del príncipe.

– ¿Qué aspecto tenía?

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–Creo que era joven... Tenía los cabellos negros y muy relucientes, casi... –Kyre

luchó por hallar la palabra justa, pero no dio con ella–. La cara me pareció

blanca, mortalmente blanca. Los ojos resultaban extraños. Y...

– ¿Era morena, dices? ¿Estás seguro? ¿No tenía el pelo plateado?

Una luz febril iluminó los ojos de DiMag.

–No –respondió Kyre, con un movimiento de cabeza–. El pelo de la muchacha era

negro.

–Entonces no era Calthar...

– ¿Calthar?

El rostro del príncipe resultaba ahora agresivo.

–Calthar es la fuente de poder de los seres del mar. Es un vampiro, una

devoradora de almas. No existe nada más corrupto. La raza de demonios

extrae su inspiración de ella, como un niño chupa la leche de la madre. Pero no

era Calthar la que tú has visto...

–Sin embargo, procedía del mar –señaló Kyre, intranquilo.

– ¡Sí, claro! No pongo en duda que esa criatura era uno los emisarios de

Calthar, la que significa que ese monstruo se mueve de nuevo. Ya tenemos

encima otra Noche de Muerte –dijo DiMag con un estremecimiento–. Nuestros

astrónomos la habían previsto, y la que tú has visto en la orilla sólo viene a

confirmar sus predicciones.

Kyre tuvo la sensación de que una mano helada le estrujaba la boca del

estómago, y llevado por una terrible sospecha preguntó:

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

–Mucho –repuso DiMag suavemente–. Es el motivo por el que Simorh te trajo a

nuestro mundo... Cuando se repita la Noche de Muerte, tú deberás ser el

paladín de Haven –añadió el soberano, mirando a Kyre con una mezcla de fatiga

y compasión.

Kyre tenía la garganta seca, y la voz le tembló.

–Pero ella no puede...

–Sí que puede. Y es tu tarea, amigo. La destrucción amenaza a Haven. Se

aproxima una conjunción, y sólo un milagro nos permitirá sobrevivir al ataque

que sin duda se acerca. Tu destino es el de realizar ese milagro.

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Kyre sintió mareo, y lo único que pudo preguntarse con claridad fue si DiMag o

Simorh, o ambos, estaban locos. La idea de que él, un hombre solo, tuviera que

enfrentarse, a un ejército de enemigos, resultaba algo absurdo y demencial. El

no debía ninguna lealtad a Haven, ni tenía, tampoco, pasado que invocar. Y, por

lo poco que sabía de sí mismo, ni siquiera era un guerrero.

DiMag continuaba observándole, y de pronto dijo:

–Sé lo que piensas, y tal vez se trate de una locura, en efecto. Pero hay

muchas cosas que tú no entiendes todavía.

–Explicádmelo, pues –replicó Kyre sin demora.

El príncipe meneó la cabeza.

–No –dijo–. Pese a mis pretensiones, no soy un hombre ilustrado. Pides una

respuesta a quien no debes. ¿Por qué no vas en busca del preceptor de Gamora,

el viejo Brigrandon, y le formulas tus preguntas? –Propuso DiMag, al mismo

tiempo que volvía súbitamente a su lecho–. Creo, Lobo del Sol, que de momento

no tenemos nada más que decirnos. He sido honesto contigo, como te prometí,

pero ahora no puedo extenderme más. Recuerda la promesa que me hiciste a

cambio –agregó, después de una pausa–, y comprobarás que yo, por mi parte, no

falto a mi palabra. Te garantizo absoluta libertad dentro del castillo, y sólo

necesitas contestarme a mí. Eso sí: ¡no olvides tu promesa!

Se dejó caer sobre el diván que le servía de cama y alargó el brazo para tirar

de una campanilla colgada junto a la pared. Kyre se sentía incapaz de hablar.

No encontraba palabras que tuvieran sentido, y DiMag, dándose cuenta de que

no pretendía discutir, añadió:

–Mi propio guardia te mostrará el camino de la Torre del Amanecer. Buenas

noches, Kyre. ¡Qué descanses bien, si puedes!

-0-0-0-0-

Calthar esperaba en su habitación cuando le devolvieron a la muchacha. La

bañaba un misterioso resplandor azul que se difundía por toda la caverna, y no

se movió cuando el destacamento se detuvo en el umbral. Los hombres no

pasarían adelante. El sanctasanctórum les estaba vedado por las prohibiciones

de la tradición y de su propio miedo, y Calthar les dirigió una mirada de

asqueado desprecio al ver lo a disgusto que se separaban de la joven, aunque al

mismo tiempo temieran tocarla.

Los guardias se retiraron al fin, y la muchacha entró sola en la caverna.

Después de una lucha inicial, había aceptado su suerte con mansedumbre y, al

enfrentarse a Calthar, sus grandes ojos obscuros no revelaban la menor

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emoción. Una tranquila y soñadora sonrisa dulcificaba la delgada línea de sus

labios, y Calthar sintió que en su interior bullía, cual un potaje en un caldero,

una ya familiar mezcla de rabia, resentimiento, celos y aversión. La muchacha

estaba en una de sus fases lúcidas –de otro modo, ya no hubiese tenido la

suficiente sangre fría para escapar–, y era perfectamente capaz de hablar, si

decidía hacerlo. Pero no lo haría, y ninguna fuerza del mundo lograba forzar a

Talliann a pronunciar palabra, si a Talliann no le daba la gana.

Calthar avanzó despacio hacia la jovencita, moviéndose entre las estalactitas

que pendían del techo de la caverna como gigantescas garras osificadas. Los

pasos de Calthar eran deliberadamente lentos, y su esbelta figura, envuelta en

una revoloteante y vieja túnica, producía una extraña danza en las paredes de

la caverna, cubiertas de un resplandeciente nácar de oreja marina. Talliann no

reaccionó en absoluto, y Calthar se dio cuenta de que su paciencia llegaba a un

límite peligroso. La muchacha necesitaba una dura y amarga lección que la

hiciera despertar y someterse, por fin, a la responsabilidad que pesaba sobre

sus hombros. Pero, aunque la conciencia que de ello tenía la carcomía como un

cáncer, Calthar sabía de sobra que nunca sería su mano la que pudiera

administrar tal castigo. Como sacerdotisa de la Hechicera y heredera de las

Madres que habían reinado antes que ella, era más temida que nadie por los

habitantes del mar. Con una excepción. y le dolía cruelmente que Talliann, esa

chiquilla, una boba cuya cordura había sido dudosa desde el primer día de su

existencia, impusiera más respeto a su pueblo del que ella, Calthar, consiguiera

jamás: un respeto fortalecido por el amor y la reverencia que lo acompañaban.

Sólo por ese motivo, Calthar ya no se atrevió a tocar a Talliann.

La sacerdotisa se detuvo y miró a la impasible joven. Talliann seguía sin

moverse, y Calthar emitió un largo y sibilante soplo que sólo expresaba una

pequeña parte de la frustración que sentía.

– ¿Por qué? –Preguntó con brusquedad–. ¿Por qué te fuiste?

Talliann alzó la cabeza, pero eso fue todo. Rápida como una serpiente, Calthar

acabó de cruzar la estancia hasta situarse frente a la muchacha. Tenía e!

rostro desfigurado por e! enojo, pero a! mirar a los negros ojos de Talliann vio

algo en ellos que la hizo vacilar. La profundidad de la vacía mirada de la joven

resultaba intimidadora. Parecía que bebiera de lo que la rodeaba, extrayendo

la fuerza de todo cuanto veía. Un frío gusano de incomodidad se agitó dentro

de Calthar, que desvió los ojos.

– ¡Me provocas, chiquilla! –exclamó con voz cortante–. Continuamente se te dice

lo que has de hacer, y continuamente intentas contrariarme. ¿Es que no vas a

aprender nunca?

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Los inmensos ojos obscuros de la muchacha se clavaron en su rostro, y Calthar

contuvo un escalofrío.

–Eres de gran valor para nosotros –agregó, obligándose a pronunciar tales

palabras–. De un valor incomparable, como bien sabes. No podemos

arriesgarnos a perderte, Talliann, y si tú sigues desobedeciendo las reglas

establecidas para tu bien, será preciso negarte la libertad de que hasta ahora

gozabas. ¿Es eso lo que buscas?

En la mirada de la joven flameó por un instante la inseguridad, seguida por una

breve expresión de miedo, antes de que volviera a adoptar su aspecto

impasible.

–Creo que no te interesa –dijo Calthar con leve sonrisa–. Así pues, si deseas

evitar unas medidas más severas, contesta a mi pregunta.

Unos afilados y pequeños dientes asomaron por encima del labio inferior de la

muchacha. Cuando por fin habló, pareció que las palabras fuesen para ella un

medio poco familiar.

–Pregunta...

«La cosa va mejor», pensó Calthar, y dijo en voz alta:

– ¿Qué viste en la orilla?

La pálida frente de Talliann se arrugó y por unos instantes, dio un aspecto feo

a todo el rostro.

–Vi...

Calthar esperó.

–Vi... –comenzó la joven, ya sin fruncir el entrecejo, sino radiante, y de pronto

se volvió hacia la sacerdotisa, como si acabara de experimentar una

revelación–. ¡Ha vuelto!

Aquellas palabras no tenían sentido, y el ya conocido enojo producido por la

frustración se apoderó, de Calthar.

– ¿Quién? –Inquirió, con una voz que fue casi un furioso chillido–. ¿De qué

hablas?

Talliann se echó a reír, y el sonido de sus carcajadas recordaba el de unas

límpidas aguas cayendo de una piedra a otra, lo que hirió los oídos de Calthar

hasta el punto de que estuvo a punto de gritar, desesperada... De repente, las

risas cesaron tan súbitamente como habían empezado, y Talliann repitió con

voz de niña:

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– ¡Ha vuelto!

En los ojos de Calthar había un frío de muerte cuando miró a la muchacha. No

entendía el nuevo plan de acción, y dudó de que la propia Talliann lo entendiese.

Pero, sin duda, aquella complicada criatura había encontrado a alguien en las

costas de la odiada ciudad: alguien que parecía haberla obsesionado. Debía

tener insondables pero inmutables motivos para no querer revelar la verdad, y

Calthar extrajo sólo una conclusión de su tozudez: que el misterioso intruso

tenía alguna relación directa con Haven.

Habló, pero esta vez lo hizo con temible dulzura:

–Debes dormir, mi niña. Estás cansada, cariño... Duerme hasta que vuelva a ser

de noche... –y tomó a Talliann por un brazo–. Reposa, hija. Yo me encargaré de

todo.

Talliann obedeció con docilidad, permitiendo que Calthar la condujera hacia el

interior de la caverna. Un corto tramo de desiguales peldaños llevaba a un

lugar donde las estalactitas formaban un bosque de retorcidas e incrustadas

columnas. En el centro había una enorme y solitaria concha cuyo profundo

interior estaba forrado de revueltas algas negras y verdes. Era el lecho de

Talliann, el seno de donde años atrás, al producirse la gran conjunción de la

Hechicera, la arrancaran los poderes mágicos de Calthar. Cuando se

aproximaban a la concha, Talliann se detuvo.

–Quiero verle de nuevo –dijo en tono neutro y firme, y ladeó la cabeza al

mismo tiempo que dirigía a Calthar una mirada astuta–. Y le veré. Porque, de lo

contrario..., quizá no se produjese la gran conjunción. Quizá no llegue a

producirse. Quizá... quizá yo me ocupe de que no se produzca.

La respiración de Calthar sonaba sibilante entre sus dientes. Sin embargo, su

voz no delató la cólera que las palabras de Talliann habían despertado en ella.

–Le verás, preciosa... Le verás...

Y en su interior se preguntaba:

« ¿Quién es? ¿Quién es...?»

–Pronto –murmuró Talliann soñolienta y en tono de sonsonete, y Calthar sintió

cierto alivio. La energía de la chiquilla se desvanecía rápidamente, como cada

vez que había dado rienda suelta a sus emociones. Por ahora no habría

confrontación.

–Pronto –repitió como un eco.

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Si Talliann descubrió el veneno contenido en su voz, no dio muestra de ello, y

Calthar estuvo presente mientras la joven se introducía en la concha para

hundirse en el lecho de obscuras algas. Se cerraron los ojos de la muchacha, y

la sacerdotisa expelió el aire con furia. El sueño de Talliann sería largo y

profundo, por lo que habría tiempo suficiente de planear lo que convenía hacer.

Algo estaba en marcha, y tenía que resonar en los augurios que las Madres

habían pronunciado junto a sus oídos desde la última plenitud de la Hechicera.

Su mensaje se había hecho más intenso cada noche, y quizá tuviese ahora la

primera pista de lo que habían intentado decirle.

Talliann no tardó ni un minuto en quedar dormida. Calthar la observó durante

un breve espacio de tiempo, satisfecha al comprobar el tranquilo ritmo de su

respiración, y luego abandonó la estancia y recorrió los pobremente iluminados

pasadizos que cual laberinto atravesaban la roca. No se cruzó con nadie en su

camino y, por fin, desembocó en la resonante soledad de la gruta que daba al

mar abierto. Allí permaneció un rato en un saliente de roca, contemplando las

negras aguas que golpeaban lenta pero inexorablemente la piedra que ella tenía

bajo los pies.

Tiempo y fatalidad... El mar corroía permanentemente la roca, lamiéndola con

inhumana paciencia, contento de dejar transcurrir evos enteros en la certeza

de que, al fin, triunfaría. Calthar no sentía esa satisfacción. Su alma estaba

llena de pensamientos de caos y destrucción, por lo que aborrecía el estoicismo

del mar. ¡Maldito tiempo, y maldita paciencia! La noche de la Hechicera estaba

cerca.

La bruja respiró profundamente, y con sinuosa gracia se deslizó en las aguas.

La fluctuación de las olas la sostuvo, y ella absorbió su energía, fundiéndose

con la marejada y escapando hábilmente de la resaca cuando una ola quiso

arrastrarla en dirección a la boca de la cueva y a la negra y vacía noche que se

abría detrás. Sus ropas flotaban alrededor de ella cual mustias algas,

enroscándose en sus miembros, que debajo de la superficie adquirían una

fosforescencia verdosa. Calthar volvió a respirar, y la sal del agua le penetró

por la boca y la nariz hasta los pulmones, cuando se sumergió más y más en la

negrura y el agua reemplazó al aire como medio de vida, y Calthar, con los ojos

muy abiertos y llenos de intenso odio, respiraba con fuerza y bebía al mismo

tiempo que nadaba con la agilidad y la gracia de una serpiente de mar hacia las

inmensidades del océano; ella, la maga y sacerdotisa, la Madre nacida de las

Madres.

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Capítulo 6

La puñalada verbal que DiMag había dado a lo que quedaba de su presencia de

ánimo no tenía comparación con el agotamiento que se apoderó de Kyre cuando

llegó a su cuarto de la Torre del Amanecer, y durmió demasiado

profundamente para que le martirizara sueño alguno. Al despertar por la

mañana, la niebla se había disipado, y un débil Sol iluminaba el cielo, arrojando

un rayo de luz a través de su ventana.

Cuando abrió los ojos, volvieron a su mente retazos de la extraña conversación

mantenida con el príncipe de Haven, y su primera reacción fue la de sentir un

enojo furioso. Por fin había descubierto lo que Haven quería de él, y la

revelación era lo que avivaba y enardecía su cólera. Un paladín... O, más

exactamente, un peón de ajedrez, un imbécil que debía enfrentarse a un

enemigo mortal y pelear en una batalla que no tenía posibilidad de ganar. Kyre

era incapaz de imaginarse cómo esperaban ellos, que luchara, qué esperaban de

él... Toda la idea parecía una locura. Sin embargo, era el propósito con que

Simorh le había traído a este mundo.

En cuanto a DiMag... Su personalidad le resultaba totalmente ambigua. Si bien

no podía afirmar que el príncipe le agradara, había aprendido lo suficiente,

durante la última noche, para hacerse cargo de su profunda amargura y

simpatizar con ella. Por otro lado, y pese a su sinceridad y a haber manifestado

que, en su opinión, Kyre poseía una identidad que nada le debía a las artes de

magia, DiMag había dejado bien claro que estaba tan dispuesto como Simorh a

utilizarle sin escrúpulos. Su intento de fuga había demostrado de manera bien

dolorosa, y sin dejar lugar a dudas, que Simorh podía controlarle, y que, si él no

se avenía a colaborar, DiMag no impediría que su esposa empleara sus poderes

para obligarle a obedecer. Por muy hombre que fuese, y aunque tuviera un alma

y una mente propias, para DiMag y Simorh no era más que un esclavo sometido

a su voluntad.

¿O lo era en realidad? Kyre había logrado dominar su rabia, que ahora ardía

como un fuego sin llama, y se dio cuenta de que tenía dos opciones. Podía

permitir que su confusión, su miedo a las brujerías de Simorh le vencieran, con

lo que sería un cobarde y no merecería nada más que la cárcel y las cadenas

con que el pueblo de Haven pensaba sujetarle. O podía plantarles cara, no

tolerar que le intimidaran y evidenciar que no se doblegaría, ni se dejaría

subyugar.

Era posible que DiMag hubiese percibido la rebelión que bullía dentro de su

persona, al ofrecerle el acuerdo. Él estaba dispuesto a cumplir su parte del

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pacto, pero que la cumpliera DiMag... ya era otra cuestión. En el mejor de los

casos, el príncipe era voluble, y Kyre no confiaba demasiado en su promesa. Sin

embargo, DiMag le había concedido libertad dentro de los límites del castillo,

y eso era algo que él podía comprobar. Además, aprovecharía la oportunidad

para visitar al preceptor de Gamora y formularle algunas de las preguntas que

DiMag no había podido o no había querido contestar.

Bajó de la cama, cruzó la habitación e intentó abrir la puerta. No estaba

cerrada con llave, y Kyre esbozó una sonrisa. Bien, bien... Pero ¿hasta dónde se

extendería su nueva libertad? Todo dependía de lo decidido que DiMag

estuviera a mantener su palabra. Probar su buena disposición sería un

interesante experimento.

Kyre se asomó al rellano. No vio a nadie. La escalera, pobremente iluminada,

estaba vacía. Aun así, aguzó el oído para cerciorarse, y por fin abandonó su

aposento y empezó a descender los viejos y gastados peldaños que, en forma

de caracol, conducían al corazón del castillo. Nadie le impidió seguir adelante

cuando atravesó los largos y complicados pasillos. Vio a un mayordomo, que le

ignoró con gesto pétreo, a dos sirvientas que cuchichearon tapándose la boca

con la mano, y a un paje de cabellos descoloridos y mirada desapacible, que se

arrimó a la pared y se escabulló a la par que procuraba evitar la mirada de

Kyre. Una vez en el desierto vestíbulo, se detuvo unos momentos para

contemplar de nuevo los tapices colgados de las paredes. Lo poco que quedaba

de su perdida riqueza era borrado por la fría luz diurna que se filtraba desde

fuera. Rodeados de desnuda piedra y sin una iluminación artificial que

suavizara sus contornos, tenían un aspecto fantasmal y paliducho. La puerta

principal estaba entreabierta, y un rayo de Sol pintaba una estrecha franja a

través del suelo, trayendo consigo un olor de fresco aire marino que atrajo a

Kyre. Se encaminó hacia la puerta, tiró de una de las hojas y salió al exterior.

La mañana era gélida y aunque el frío penetraba cortante a través de sus ropas

y le hizo estremecer, el frescor le ayudó a disipar la molesta sensación de

suciedad que había ido en aumento desde que le recluyeran. La terraza se

extendía a lo largo de los muros del castillo y daba la vuelta al edificio,

limitada por una baja balaustrada de complicado dibujo. En lo alto, el cielo era

de un azul desvaído, salpicado de nubes que corrían empujadas por el viento y a

sus pies Kyre vio el extenso jardín de follaje ya marchito, entre el que

asomaban luchadoras las flores, a las que la luz del Sol daba un toque de vida.

A lo lejos se percibía el sosegado murmullo del mar, y el instinto –ya que era lo

único que poseía– le dijo que, para Haven, era un perfecto día de otoño.

Permaneció inmóvil durante unos minutos, respirando la mezcla de olor a agua

salada, tierra húmeda y piedras calientes. Luego, cuando la fuerza del Sol

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empezó a contrarrestar la mordedura del viento, Kyre dio media vuelta y

caminó lentamente por la terraza hacia el lado del castillo que tocaba al mar.

El muro circundante era demasiado alto para permitirle disfrutar de un

panorama de la ciudad, pero la ausencia de ruidos le pareció un poco extraña.

Habiendo desaparecido la niebla, y ya que el día era tan hermoso, tenía que

haber actividad y bullicio en las calles de Haven. Sin embargo, nada llegaba al

castillo. La quietud era profunda y misteriosa.

Pero no había de durar. Kyre había llegado casi a la esquina del castillo, allí

donde la terraza describía una elegante curva, cuando cerca de allí chirrió una

puerta y unos ligeros pasos sonaron sobre la piedra. Una sombra apareció en su

camino y al levantar la vista, Kyre vio a Gamora, que corría a su encuentro.

– ¡Kyre! La niña se detuvo en el momento justo para no chocar contra él. Tenía

las mejillas coloradas, jadeaba, y los obscuros bucles revoloteaban en

desorden alrededor de su cara. Ver a la chiquilla le animó.

– ¡Princesa!

La agarró por debajo de los brazos y la alzó en el aire, cosa que no hubiese

tenido la temeridad de hacer la noche anterior.

– ¿A qué vienen estas prisas? –agregó.

–Te vi desde la ventana –explicó Gamora de manera atropellada–, y le dije a mi

preceptor que era preciso que vinieses con nosotros. Insistí, y... ¿Te

encuentras bien, Kyre?

Aquel desordenado parloteo estuvo a punto de hacerle soltar una carcajada al

joven, pero contuvo el impulso, ya que no quería ofender en su dignidad a la

pequeña. La pasada noche había acudido inmediatamente en su defensa, su

única amiga en un mar de hostilidad. En consecuencia, estaba en deuda con ella.

–Estoy perfectamente, Gamora.

La niña entrecerró los ojos, no del todo convencida.

– ¿De veras no te hicieron daño? ¿Me das tu palabra?

–No sufrí. ¡Que el Ojo me eche una mala mirada, si miento!

Apenas dicho esto, quedó aterrado por la frase pronunciada. ¿De dónde la había sacado? ¡Si nunca antes la había oído! Sin embargo, acababa de brotar de sus labios con toda espontaneidad... Una irreflexiva blasfemia...

Sus palabras parecían satisfacer a Gamora, que sonrió.

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– ¡Bien! –Exclamó la niña–. Así no estarás demasiado cansado para

acompañarnos.

Esta vez sí que rió Kyre, ante su insistencia.

–Lo haré con mucho gusto, princesa, si me decís a dónde vamos.

–Sospecho que vamos a donde nos lleven los caprichos de la pequeña princesa.

La voz, que sonó de pronto con un cierto tono de fatigado humor, les asustó a

ambos. Kyre alzó la vista. El hombre que había seguido –aunque a un paso

mucho más moderado– el impulsivo y súbito descenso de Gamora, parecía tan

alto como él mismo, si bien el hecho de encorvar algo los hombros redujo la

impresión. Era una persona ya entrada en años, y su vestimenta, de una

increíble mezcla de colores opacos, indicaba falta de buen gusto o una total

indiferencia en cuanto al aspecto personal. En su juventud habría tenido el

cabello de un rubio mate, pero con el tiempo se le había vuelto gris y lo llevaba

peinado hacia los lados en dos desordenados bucles. Los capilares rotos que

aparecían debajo de su tosca piel, a ambos lados de la nariz, revelaban que la

bebida constituía algo más que un pasatiempo para él. Pero la sonrisa de aquel

hombre, cuando sus grises ojos se encontraron con los de Kyre, fue franca y

amistosa, aunque un poco burlona.

– ¡A que sois el Lobo del Sol, si puedo permitirme esta suposición! –dijo–.

¡Buenos días! Tenía sincera curiosidad por conoceros.

–Y vos sois el preceptor Brigrandon, sin duda...

– ¡Ah! –Exclamó el preceptor–. ¡Y yo que esperaba teneros en la incertidumbre

durante un buen rato...! Pero es bien evidente que no soy el único confidente de

la pequeña princesa.

–Anoche, el príncipe DiMag me habló de vos.

– ¿De veras?

Kyre observó de pronto que, pese a la forma de presentarse, Brigrandon era

casi tan astuto como DiMag.

Gamora daba saltitos, tirando de la manga a su preceptor, y dijo:

– ¡Maestro Brigrandon! ¡Me lo prometisteis! y si no nos damos prisa, cambiará

la marea...

Brigrandon miró a la niña y contestó con severidad:

–Cuando tengáis mi edad, princesa Gamora, comprenderéis que no siempre

puede uno correr tanto. Gamora no hizo caso.

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– ¡Lo prometisteis! ¡Y dijisteis también que Kyre vendría con nosotros!

–Está bien, está bien –se rindió el preceptor con un suspiro, a la vez que volvía

a mirar a Kyre–. Me pongo a merced de vos, Lobo del Sol. La princesa insiste en

que nos acompañéis en nuestro paseo y, si no accedéis, no callará. Mi futuro

está en vuestras manos.

La ocasión se presentaba ideal para Kyre, ya que podría formular una serie de

preguntas a Brigrandon sin que su interés resultara demasiado evidente.

Además, aquel preceptor empezaba a gustarle, y Kyre sonrió.

–Mi conciencia no me dejaría vivir tranquilo, si ahora os desairase –dijo–. Estoy

a vuestra disposición.

En la ciudad había actividad, pero era tan callada, descolorida y misteriosa

como parecía serlo todo lo relativo a Haven. Kyre quedó asombrado al

comprobar que Brigrandon les conducía por la misma portezuela que utilizara

Simorh para entrar con él en el castillo, la primera vez, y le extrañó ver a

otros tres niños –dos muchachitas y un varón– que les aguardaban allí. Las

niñas hicieron sendas genuflexiones ante la princesa, y el chico inclinó la

cabeza, pero nadie hizo el menor intento de presentar a Kyre, y éste tuvo que

sufrir la incomodidad de su muda y mal disimulada curiosidad mientras la

puerta era abierta y salían todos del recinto del castillo.

Parecía extraño que la heredera del trono de Haven paseara por las calles sin

ninguna forma de ceremonial ni de seguridad.

Kyre había esperado que la gente se amontonara para ver pasar a su princesa,

pero los habitantes de la ciudad le hacían tan poco caso como si se tratase de

la hija de un pescador. Una o dos mujeres que se dirigían al mercado se

detuvieron para mirar con triste orgullo a la niña, y Brigrandon saludó con un

gesto de la cabeza a unas cuantas personas, pero aparte de esas pequeñas

muestras de cortesía, el pueblo les ignoraba. Ni siquiera la presencia del

extranjero pelirrojo –pese a que, sin duda, los rumores de la mágica creación

de Simorh habrían llegado ya a las calles– despertó el interés de los

habitantes de Haven.

Caminaron ciudad abajo hasta llegar a las murallas de la ciudad. Kyre no había

esperado que Brigrandon le llevase a aquel lugar, pero no dijo nada, aunque

reprimió un pequeño escalofrío cuando el reducido grupo pasó por debajo del

arco y salió a las vastas playas de la bahía.

La marea se había retirado hasta formar una brillante línea en el horizonte,

reflejando el cielo en un intenso azul zafiro. Sus incesantes murmullos

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producían una profunda y constante vibración que Kyre sintió en sus huesos

más que oyó. La rompiente añadía un resplandeciente borde blanco al azul

zafiro y contribuía a la sensación de distante amenaza que él era incapaz de

apartar de su mente. La línea de la costa se perdía por ambos lados; las rocas

mostraban engañosos colores a la luz del sol: Kyre se forzó a contemplar los

imponentes acantilados que daban a la parte derecha de la bahía, pues no

deseaba mirar en la dirección contraria, donde la desnuda y horrible silueta

del templo en ruinas estropeaba la escena.

Los cuatro niños, libres por fin de la represión del castillo de la ciudad,

echaron a correr enseguida por la blanca arena, hacia un montón de pedruscos

caídos que formaban pequeñas y escondidas rebalsas. Su alegría hizo pensar a

Kyre en jóvenes animales soltados de sus jaulas, pero cuando él y el tutor les

siguieron a un paso más lento, no pudo alejar del pensamiento lo que en

realidad había debajo de la arena. Su rostro debió de reflejar algo, porque

Brigrandon dijo de repente, después de estudiarle con mirada oblicua durante

unos minutos:

–La princesa Gamora tenía menos de un año cuando sucedió, Kyre. Los demás ni

siquiera habían nacido. Ninguna persona con uso de razón puede esperar que, a

su edad, respeten lo que no forma parte directa de sus vidas.

Los largos dedos de Brigrandon, que llamaron la atención de Kyre por sus

nudillos planos, manosearon su propio costado, palpando un bolsillo muy hondo

que llevaba en su raída prenda, como si no supiera si meter la mano en él o no.

En el bolsillo había algo que hacía bulto, y Brigrandon suspiró al fin.

–Uno no debe lamentarse siempre. Es malo para la salud, y la vida sigue con

absoluta indiferencia frente a nuestras penas. Sin embargo, es cruel relegar al

olvido las desgracias.

Kyre miró la arena que había debajo de sus pies. Por unos instantes sintió que,

con sólo un pequeño esfuerzo, podría ver el horrible cuadro de los cuerpos allí

conservados, y la idea le estremeció hasta el fondo de su ser.

– ¿Perdisteis a alguien en aquella tragedia? –se oyó preguntar a sí mismo,

comedido.

Los ojos de Brigrandon brillaron con dureza mientras miraba a los niños, que

ahora eran ya sólo unas figuras borrosas en la distancia.

–Mis dos hijos luchaban en nuestro ejército, aquella noche, y también el marido

de mi hija –contestó el preceptor, y en su voz hubo una entonación firme, pero

que no logró engañar a Kyre–. El cumplimiento de mi deber me mantenía en el

castillo, mientras que mi mujer había ido a casa de nuestra hija para hacerle

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compañía. El edificio fue sólo uno de los muchos engullidos por la arena, y los

muchachos fueron sólo tres, entre los centenares que perdieron la vida en la

batalla...

El hombre se estremeció, parpadeó nervioso, y su inquieta mano buscó en el

bolsillo hasta encontrar un pequeño frasco de cuero, reforzado con filigrana

de plata. Sacó el corcho con un ligero ruido de succión, y Brigrandon alzó el

frasco de cara al mar, en un gesto burlón y de escondido desafío:

– ¡A la salud de todos! ¡Que el Ojo vigile siempre a sus enemigos!

Y Brigrandon bebió un gran trago, pasándole luego el frasco a Kyre sin más

palabras.

Este no deseaba probar el licor .Sentía mareo y su estómago se rebelaba ante

la idea de tener que probarlo. Sin embargo, rechazar el ofrecimiento hubiese

significado un insulto para el viejo preceptor y para los recuerdos que tanto le

atormentaban. Por consiguiente, tomó el frasco y antes de beber, exclamó:

– ¡Que el Ojo les proteja a todos!

Brigrandon volvió a guardarse la botella, y los dos caminaron en silencio

durante un rato. Gamora y los demás niños se entretenían trepando por las

rocas, ajenos a la sombría expresión de los hombres. Fue Brigrandon el

primero en hablar de nuevo.

–De modo que también vos maldecís y bendecís valiéndoos del Ojo –dijo,

mirando a Kyre–. Me sorprende que hayáis desarrollado tan pronto esa

costumbre. ¿O es una simple cortesía?

Kyre se detuvo, consciente de que ambos habían esperado ese momento en que

se rompían las primeras barreras.

–No lo sé –admitió–. Todo cuanto puedo decir es que no es la primera vez que

invoco al Ojo, pese a que en realidad ni siquiera sé a qué me dirijo.

– ¡Ah! –Exclamó Brigrandon, contemplando nuevamente el lejano mar–. Ahora

empieza a tener sentido –añadió en el tono de quien ha considerado varias

opciones y por fin llega a una decisión–. Paseemos un poco. Los niños no nos

encontrarán a faltar, y me gustaría conversar con vos... Me figuro que tenemos

muchas cosas que decirnos... El viejo templo parece un lugar tan adecuado

como cualquier otro, porque...

Pero antes de que pudiera terminar la frase, Kyre dijo:

–Preferiría...

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Y se mordió la lengua.

– ¿Preferís esquivar ese lugar? –preguntó Brigrandon con expresión astuta–.

Hay mucha gente que lo rehúye. No obstante, creo que, en vuestro caso, sería

mejor combatir tal sentimiento.

Sin extenderse más sobre el sentido de sus palabras, echó a andar hacia la

zona pedregosa, y Kyre no tuvo más remedio que seguirle. A medida que

avanzaban, el joven se forzó a sí mismo a mirar las horribles ruinas, que a la

luz del Sol resultaban menos sobrecogedoras que cuando estaban bañadas por

la fría Luna. Aun así, no pudo evitar que le dominaran los recuerdos de la noche

y la obscuridad, y del horror en que envolvían aquel escenario relativamente

pacífico.

Eso, y la imagen de la muchacha de rostro blanco y ojos extrañamente vacíos, que vestía la centelleante túnica...

.La voz de Brigrandon rompió sus preocupantes pensamientos.

– ¿Sabéis algo acerca del origen de ese templo?

–No; nada.

Los guijarros crujieron bajo sus pies cuando la arena dio paso a la franja

pedregosa. Una vez se hubo enfrentado con las ruinas, Kyre se dio cuenta de

que no podía dejar de mirarlas.

–Para conocer toda la historia, tendríais que aprender la antigua lengua de

Haven –señaló Brigrandon–. Pero eso resulta imposible, en la actualidad. Han

transcurrido tantos siglos desde la época en que se hablaba, que nuestro

conocimiento de esa lengua es, como mínimo, poco digno de confianza.

Conservamos vivos algunos fragmentos, gracias a ciertas tradiciones, pero no

son suficientes para el uso práctico del idioma. ¡Si vos vieseis la cantidad de

manuscritos medio deshechos que guardamos para la posteridad, y que ni

siquiera somos capaces de traducir con exactitud...! –Dijo con una sonrisa–. Lo

siento, Kyre. Estoy a punto de dejarme arrastrar por mi tópico favorito. A

nosotros, los estudiosos, nos duele la escasez de nuestros conocimientos

históricos... Pero volvamos al tema: este templo dejó de ser utilizado en

tiempos ya muy remotos, pero, según sabemos, su nombre original era el de

Tabernáculo del Ojo.

Kyre miró de soslayo al preceptor, que ya se había puesto en marcha hacia la

parte que deseaba explorar.

– ¿Un tabernáculo? –preguntó–. Creía que los tabernáculos eran los hogares de

los dioses. Y, según el príncipe DiMag, Haven no tiene dioses.

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–Eso es cierto. Por lo menos, perdimos a los dioses que antaño teníamos. Pero

todavía nos queda el Sol que ilumina los cielos y aunque lo vemos bastante poco,

sale a diario y nos garantiza la vida. En Haven, al sol se le llama Ojo del Día...

De ahí el nombre del templo.

– ¿Culto al sol? –inquirió Kyre, obligándose a mirar de nuevo las ruinas.

–No creo que nuestros antepasados vieran en el Sol a un dios –dijo Brigrandon

–.Su idea de los poderes que influyen sobre este mundo era un poco más...

«Parroquial». De todos modos, el Ojo siempre fue venerado, y en tiempos

pasados tenía un paladín humano, cuyo deber consistía en defender todo

aquello que la imagen del Sol significaba. Bien podríamos llamarle el Lobo del

Sol.

Había hablado en un tono tan natural, que Kyre necesitó unos momentos para

darse cuenta de la importancia de lo que Brigrandon acababa de decir. Cuando

lo hubo comprendido, se detuvo y tuvo la sensación de que una fría y fantasmal

mano le agarraba las vísceras.

– ¿Cómo? –dijo con voz serena pero peligrosa.

–Ah, ¿de modo que no os han explicado nada del Kyre original? –inquirió el

preceptor, que también se había detenido, frotándose la barbilla y, sin duda,

un poco desconcertado–. ¿No tenéis noticia del otro Kyre cuyo nombre os

pusieron, y a semejanza del cual os crearon?

La pregunta dejó anonadado al joven, que consiguió adoptar una expresión

tranquila pese a que los ojos le ardían.

–Nadie me explicó nada.

–Ya... Lo que yo me suponía –murmuró Brigrandon, dispuesto a sacar de nuevo el

frasco, aunque desistió de ello y dejó caer la mano–. La princesa Simorh

ordenó, sin duda, que fueseis mantenido en la ignorancia, y observo, también, el

interés que despertáis en el príncipe DiMag, aunque nuestro soberano –añadió

con torcida sonrisa– razona a veces de manera un tanto enigmática. Me figuro,

de cualquier forma, que DiMag dio por seguro que encontraríais el modo de

formularme ciertas preguntas...

A pesar de la angustiosa incertidumbre despertada en él por la revelación de

Brigrandon, Kyre logró esbozar una sonrisa.

–Él mismo lo propuso.

–Entonces espera que yo responda a tales preguntas. El príncipe sabe bien que,

pese a mis defectos, nunca me prestaría a un engaño ni a colaborar en una

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evasión. Debo entender que quiere que conozcáis los hechos. Esto resulta

claro, aunque no me atrevería a afirmar cuáles son sus razones –dijo con un

suspiro, a la vez que meneaba la cabeza–. Puede ser, o no, que su único motivo

sea el de fastidiar a Simorh. Un triste estado de cosas... Pero, por muy

retorcidas que sean sus razones, lo cierto es que os habéis ganado el favor de

DiMag. Es una ventaja mayor de lo que os imagináis.

Kyre recordó el comentario hecho por el príncipe la noche anterior, y de nuevo

halló una implicación que no entendía.

– ¿Y por qué no habría de considerarlo una ventaja?

–Hay quien no lo vería de ese modo... Pensad: un soberano inválido, hombre

virtualmente recluso, sin un hijo que pueda sucederle en el trono y con un

diezmado ejército, que él tampoco se encuentra en situación de conducir... En

semejantes circunstancias, no faltan los hombres ambiciosos que pudieran

sentir la tentación de ver en el príncipe DiMag una causa perdida.

«Quiero tu lealtad», había dicho DiMag la noche anterior. Y Kyre empezaba a

entenderle.

Se volvió y contempló la ciudad de Haven, extendida al otro lado de la bahía

hasta apoyarse en los acantilados. A la luz del Sol, la antigua población

resultaba hermosa... la piedra suave y salpicada de diminutas chispas

diamantinas, allí donde los rayos iluminaban las partículas de cuarzo

incrustadas en la roca. Las tres torres del castillo, de centelleantes ventanas,

dominaban orgullosas la escena. Era, en efecto, una ciudad hermosa, aunque de

una belleza surcada de intrigas, corrupción y decadencia...

Brigrandon dijo con voz reposada:

–Estoy dispuesto a contestar vuestras preguntas, Kyre. Al menos, lo intentaré,

aunque no sé si os gustará lo que vais a oír.

El joven sonrió con frialdad.

–Quiero saber la verdad, maestro Brigrandon.

Estridentes voces les llegaron desde la lejanía, y el anciano erudito miró hacia

el mar.

–Éste no es el momento ni el lugar para hablar con tranquilidad –dijo–. Ya se

acercan los niños. Hemos de regresar a la ciudad, y esta tarde aún tenemos

clase. Nos veremos después, amigo. Venid a mis aposentos esta noche. Cenaréis

y beberéis conmigo. Y entonces veremos qué se puede hacer.

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Dieron la espalda al templo en ruinas y se encaminaron de nuevo hacia la franja

arenosa, interceptando el paso a Gamora y los demás niños, que procedían de

una cresta de rocas. Gamora llevaba la falda mojada, y los empapados zapatos

colgados de una mano. Con la otra sostenía una concha que deseaba mostrar a

Kyre.

– ¡Mira! –Exclamó la chiquilla con cara radiante, enseñándole su tesoro–. ¡Mira

qué lisa la ha dejado el mar, y qué colores tan bonitos tiene!

La concha ocupaba toda la mano de Gamora, y era casi translúcida. La

superficie interior estaba cubierta de nácar y, al contacto con la luz,

resplandecía como un fulgurante arco iris.

Kyre sonrió:

–Es preciosa, mi princesa.

–La pondré en mi habitación, para mirarla cada día –declaró ella.

Los demás niños se mantenían unos pasos atrás, mientras Gamora parloteaba

feliz, pero Kyre se dio cuenta de que sus ojos, aunque con cierto disimulo, no

se apartaban de él. El pequeño grupo arrancó finalmente hacia las puertas de

la ciudad. Poco les faltaba para alcanzar el arco de arenisca, cuando por él

salió en rápida formación una patrulla de unos seis hombres armados, que

lucían fajas de color carmesí sobre los hombros de sus jubones de cuero. El

jefe saludó a Gamora, que estaba demasiado entusiasmada con su concha para

verlo, y la patrulla se alejó con firme paso a través de la arena, en dirección a

la orilla.

Kyre se detuvo a observar a los hombres.

– ¿Recorren la playa cada día? –preguntó.

–Cada vez que cambia la marea –explicó Brigrandon.

Era, simplemente, otro rito; otra vacía tradición. A veces, sin embargo, las

patrullas descubrían algo más que objetos flotantes o arrojados a la playa. Le

resultaría difícil olvidar a la criatura muerta a manos de DiMag en el gran

salón del castillo... Kyre apenas contuvo un estremecimiento.

– ¿Tenéis frío? –inquirió Brigrandon.

–No –respondió Kyre, con un movimiento de cabeza–. Sólo... pensaba.

Con los niños siguiéndoles, cruzaron el arco que les conducía a la claustrofóbica

ciudad.

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-0-0-0-0-

El palpable miedo que Hodek tenía de ella fue un acicate para el temperamento

de Calthar, alimentando el odio que ya sentía hacia él y el corro de pusilánimes

aduladores que necesitaba a su alrededor para dar cuerpo a la escasa

confianza que tenía en sí mismo. Expresamente, Calthar les había convocado en

la antecámara de sus aposentos, en vez de reunirles en uno de los grandes

salones de la ciudadela, como era costumbre. Quería que respiraran el

ambiente de poder que imperaba en aquel lugar, y que se acobardasen. Les

demostraría que, pese a los altisonantes títulos con que el propio Hodek y sus

secuaces se significaban, quienes mandaban en realidad eran las Madres, y ella

sola podía hablar en su nombre y con su voz.

Se hallaba sentada con las piernas cruzadas en un estrado tallado de una sola

losa de obsidiana. La cámara era de dimensiones reducidas, y no había en ella

más que el estrado y un par de lámparas de aceite de pescado, colocadas sobre

elevados anaqueles, de forma que su luz arrojara grotescas y amedrentadoras

sombras. Calthar conocía la importancia de las impresiones externas, y sintió

satisfacción al ver la desazón en los rostros de los miembros del Consejo, a

medida que entraban en la estancia y se situaban en ella lo mejor que podían.

Esperó a que estuvieran todos colocados y, entonces, dijo sin más preámbulos:

–Habéis recibido mi mensaje, y supongo que os dais cuenta de su urgencia y su

importancia. Os he mandado venir para informaros de cómo pienso afrontar el

asunto.

Los allí reunidos percibieron de sobra la furia que escondían sus palabras, e

intercambiaron significativas miradas.

Hodek carraspeó y contestó con voz hueca:

–Antes de seguir adelante, Calthar, creo... creemos todos... que convendría

poner en claro ciertos aspectos...

Junto a Hodek había un joven de sorprendentes cabellos plateados veteados

de negro y con una fea señal de nacimiento en la mejilla derecha. Asintió éste,

y sus ojos miraron directamente a los de la hechicera cuando dijo:

–En mi opinión debiéramos hablar con Talliann y escuchar lo que tenga que

decirnos...

Calthar clavó en él unos ojos llenos de maldad, y el joven bajó enseguida la

vista. Akrivir, hijo de Hodek, era siempre el segundo, después de su padre en

recibir el desprecio de Calthar. Resultaba raro verles juntos, ya que Akrivir

odiaba a su progenitor y, aunque nunca había podido averiguar toda la verdad,

le hacía responsable de la prematura muerte de su madre, acaecida largo

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tiempo atrás. El odio que le inspiraba su padre sólo era superado por el que

sentía hacia Calthar, con la única diferencia de que, así como despreciaba a

Hodek, a ella la temía. Akrivir no constituía una amenaza para Calthar: por el

contrario, le encontraba divertido y si le había elevado tan pronto a la

categoría de consejero, era para saborear las amargas discusiones que, de

manera invariable, se producían entre padre e hijo, para mayor enojo del

primero.

Cuando Akrivir se encogió bajo la fiera mirada, Calthar supo de sobra qué le

impulsaba en su deseo de hablar con Talliann. Adoraba a la muchacha, y tal

idea le parecía a Calthar aún más despreciable que la imperecedera obsesión

que por ella misma experimentaba el viejo. Akrivir abrigaba la absurda ilusión

de llegar a ser el amante o incluso el esposo de Talliann, al igual que Hodek

deseaba a Calthar y había soñado con domarla. En opinión de Calthar, el hijo

era tan tonto como su padre. Talliann no era para él, y resultaba tan absurdo

que pretendiera cortejar a la muchacha como enamorarse de la propia Luna.

–Poner en claro ciertos aspectos... –Calthar repitió las palabras de Hodek con

un suave desprecio, en un tono que las convertía en una obscenidad–. Hablar

con Talliann...

Dejó que esas palabras flotaran en la viciada atmósfera hasta que el último

eco se hubo desvanecido, mientras sus ojos, enormes y destructivos,

arrancaban chispas de luz de las vetas de pirita y cuarzo que surcaban las

paredes de roca. Su lengua lamió rápida el labio inferior, y con una violencia

que hizo estremecer a todos los hombres allí presentes, bramó:

– ¡Sois unos imbéciles!

Luego se levantó, sinuosa, y la luz de las lámparas fluctuó, con lo que

serpentinas de aceitoso humo ondearon por la estancia. Calthar bajó del

estrado y se encaró con sus súbditos, que retrocedieron asustados. Era una

cabeza más alta que cualquiera de los hombres, y la mirada que dirigió a sus

pálidos semblantes encerraba un terrible escarnio.

–Mi mensaje no necesita ninguna aclaración –dijo, furibunda–. No os he

convocado para escuchar estúpidos balidos referentes a lo sucedido, ni para

prestar atención –añadió, con una hiriente mirada a Akrivir– a los halagos de un

gusano enfermo de amor.

Ignorando la contenida rabia que asomó a los ojos del joven al verse insultado

de semejante manera, Calthar se volvió, y la extraña vestimenta danzó

alrededor de su cuerpo.

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–Los hechos son éstos: nuestros enemigos tienen un nuevo paladín al que

piensan emplear contra nosotros en la noche de la Gran Conjunción. Talliann,

que pudo abandonar la ciudadela por culpa de la laxitud de quienes tenían que

haber estado más al tanto, encontró en la orilla al que ahora es su nuevo

favorito, y se le ha metido en la cabeza traerle a nuestra ciudadela.

Calthar se puso a andar.

–Ya sabemos que Talliann siempre tuvo caprichos y antojos muy raros, aunque

hasta ahora pudimos enfocar sus ideas de modo bastante aprovechable. Esta

vez, sin embargo, persiste en su empeño. He tratado de engatusarla, he

intentado hacerla razonar, pero ni las amenazas sirven. Talliann sigue terca –

continuó, después de mirar hacia el fondo de la cámara, donde una puerta

pesada y baja, ahora cerrada, comunicaba con otra estancia, y observar de

paso, por el rabillo del ojo, cómo palidecía Hodek–, y si no le concedemos su

deseo, se negará a desempeñar el papel que le tenemos asignado en la Gran

Conjunción, cuando efectuemos el ataque final contra el enemigo.

Algunos pronunciaron maldiciones a media voz; otros empezaron a murmurar,

preocupados. Calthar les habló de nuevo.

–Ya veo que os hacéis cargo de nuestro problema. Sin Talliann, la oportunidad

que nos brinda la Gran Conjunción se perderá. Al mismo tiempo, nada

conseguiremos de ella si no accedemos antes a su deseo.

Akrivir dijo en tono cortante:

–El problema no es fácil de resolver. Difícilmente podemos enviar guerreros a

la plaza fuerte de Haven, simplemente para...

Calthar le hizo callar con una mirada, y replicó con acento peligroso:

–Cuando necesite tu consejo, ya te lo haré saber. ¡Hasta entonces, sujeta tu

inoportuna lengua! La solución de nuestro problema es algo que yo sola, yo sola, puedo buscar. No me hace ninguna falta la ayuda del Consejo. Todo lo que

necesito, por tradición, es informaros de mis intenciones para obtener vuestra

aprobación. y supongo que esa aprobación no me será negada.

Era más una amenaza que una pregunta. Akrivir, que había estado a punto de

hacer otra objeción, cambió de idea, y Hodek asintió vivamente con la cabeza.

– ¡Habla, Calthar! ¡Aceptaremos lo que tú propongas! –dijo Hodek

enérgicamente.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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El sanctasanctórum de Calthar estaba a obscuras. Ella no necesitaba

iluminación. Conocía cada pulgada de sus dominios, y le constaba que nadie que

no hubiera sido invitado se atrevería a interrumpir su soledad. Acurrucada en

un estrecho saliente que dominaba un pequeño lago sin fondo, permanecía

totalmente quieta desde hacía horas, esperando y escudriñando las aguas con

la terrible paciencia de un hambriento depredador. Y, por fin, su paciencia fue

recompensada: sabía cómo debía actuar.

Una estratagema tan insignificante, y sin embargo iba a bastarle. El dominio de

la brujería que podían tener los habitantes de la ciudad la tenía sin cuidado.

Ignorarían por completo la presencia entre ellos de los seres enemigos hasta

que fuera tarde. y la mente de una niña tan inocente y manejable sería

deliciosa de manipular.

Dentro de sí, Calthar sintió el deseo de soltar una carcajada. Pero de su

garganta sólo brotó la rítmica y constante respiración de todas las horas

anteriores. Posó la mirada en la negra e inmóvil superficie de las aguas, en

busca de algo que se movía en otro lugar y otra dimensión. De vez en cuando,

sus labios pronunciaban una invocación a las Madres cuya inspiración vivía en

ella y alrededor de ella, pero tal invocación era siempre del todo silenciosa.

Calthar vigiló, y sonrió.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

94

Capítulo 7

Thean había sido enviada a un recado y al faltarle su apoyo moral, Falla no tuvo

valor para interceptar el paso al primero de los dos visitantes que quisieron

ver a Simorh aquella mañana.

El maestro de armas Vaoran había oído decir que la princesa no se encontraba

bien y no podía abandonar su torre, y consideró que eso le ofrecía la tan

esperada ocasión de hablar con ella a solas. En consecuencia, mostró sólo un

glacial –aunque educado– desinterés ante la insistencia, por parte de Falla, de

que su señora no estaba en condiciones de atender a nadie, y el corpulento

guerrero necesitó menos de un minuto para imponer su voluntad a la joven y

verse conducido a sus aposentos privados.

Simorh había intentado levantarse a la hora de costumbre, pero no lo logró.

Las fuerzas que había tenido que emplear para someter a Kyre la noche

anterior, tan poco tiempo después del ritual de que se sirviera para arrancarle

de la nada, la habían dejado exhausta, y tardaría aún en reponerse. Finalmente,

había abandonado el lecho con ayuda de Falla y Thean, pero se sentía

demasiado débil para hacer otra cosa que no fuera permanecer tendida en un

diván al lado de la ventana.

Al percibir los pesados pasos de Vaoran levantó la cabeza, y el maestro de

armas quedó impresionado por su aspecto. Tenía Simorh los cabellos lacios y

mustios, y le caían en quebradizos mechones alrededor de su macilento rostro.

Su tez había adquirido el color amarillento del pergamino, y obscuras sombras

rodeaban sus ojos, mientras que sus manos, dobladas sobre la bordada manta

de lana que las jóvenes le habían echado por encima para que no sintiera frío,

temblaban de manera convulsiva e intermitente.

Desaparecidas de ella la juventud y la vitalidad, Simorh parecía gravemente

enferma. No obstante, su estado no fue óbice para que en sus ojos brillara una

chispa de enojo al ver a su visitante.

Ansioso por evitar que ella diera rienda suelta a sus sentimientos de antipatía,

Vaoran se acercó al diván e hizo una genuflexión. Era un gesto en desuso desde

hacía tiempo, pero surtió el efecto deseado, ya que Simorh no pudo ignorar el

cumplido sin ofenderle de manera injustificada.

–Maestro de armas...

Con un esfuerzo, la princesa se incorporó algo más. Falla quiso acudir en su

ayuda, pero Simorh le indicó, con la mano, que se alejara. Empezaba a

comprender cómo debía de sentirse DiMag...

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–He venido al tener noticia de vuestra enfermedad, señora... –dijo Vaoran,

solícito, al ponerse nuevamente de pie.

Simorh le miró. Ojos astutos, tan azules como el cielo, calculadores... Pero había algo en ellos que él no podía esconder, y que ella era incapaz de percibir. Al fin le devolvió una fría sonrisa.

–Gracias por tu preocupación, Vaoran, pero te aseguro que no era necesaria.

No estoy enferma, sino simplemente agotada. Dentro de un día o dos me

encontraré de nuevo perfectamente.

Vaoran volvió a sonreír.

–Eso es lo que he oído, señora, pero confieso que tenía mis dudas. No me

hubiese atrevido a molestaros de no ser por la ansiedad, que no me dejaba

tranquilo.

–Como ves, no estoy en peligro.

–Lo veo, en efecto, y me satisface. Siento una profunda responsabilidad por lo

ocurrido.

– ¿Tú? –Exclamó Simorh, con sorpresa–. ¿Qué culpa tienes tú?

Vaoran hizo un breve gesto con la mano.

–Como consejero y jefe militar, el hecho de que esa criatura, el Lobo del Sol...

–y pronunció el nombre como si le repugnara– pudiera escapar del castillo, me

hace sentir responsable. Vos habíais dado órdenes de que permaneciese

confinado y vigilado, y esas órdenes no se cumplieron. Si yo descubro al

hombre que le permitió...

Simorh le interrumpió con un suspiro.

–Ni tú ni tus soldados, ni ningún sirviente del castillo tuvo la culpa, Vaoran.

Quien le dejó escapar fue mi hija.

– ¿La princesa Gamora? –exclamó el maestro de armas, boquiabierto.

–Gamora es soñadora e impresionable –continuó Simorh, cansada–. Cualquier

cosa misteriosa o desconocida la deslumbra. Sin duda, le pareció emocionante

ayudar a un nuevo amigo.

Vaoran frunció el entrecejo y se aproximó a la ventana. Después de unos

momentos de silencio, dijo:

–Ya entiendo. Me preguntaba...

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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Vaciló y sacudió la cabeza. Se produjo una larga pausa, durante la cual pusieron

nervioso a Vaoran los movimientos de Falla en el otro extremo de la habitación.

Simorh inquirió entonces, Cortante:

– ¿Qué te preguntabas, Vaoran?

El hombre la miró de nuevo, y sus gestos fueron lentos y deliberados.

–No viene al caso, ahora –contestó, pero enseguida agregó con sus azules ojos

fijos en la princesa–: Me preguntaba, sencillamente, si el príncipe había

revocado vuestra orden sin informarme a mí de ello.

En medio del silencio que se produjo, el maestro de armas oyó la respiración de

la soberana, agitada, fuerte y anormal. Aunque no tuviera la energía física

necesaria para exteriorizar su furia, era evidente que la experimentaba en su

interior.

–Haven exige mucho de vos, princesa. Habéis hecho ya grandes sacrificios por

esta ciudad, y yo no quisiera que esos sacrificios fuesen inútiles.

Simorh se miró las manos, deseando que cesara su temblor. Sus dedos

agarraron la manta, aunque con debilidad.

– ¿Y qué tiene que ver eso con la fuga de Kyre? –preguntó en tono

aparentemente tranquilo.

Vaoran vaciló antes de decir:

–Simplemente, temo que el control que tenéis sobre él sea socavado... El Lobo

del Sol es vuestra creación y vuestro esclavo, pero en el castillo pudiera haber

facciones con propósitos distintos... Yo... –continuó indeciso, y luego esbozó

una sonrisa triste–. Yo sólo deseo que sepáis que, si puedo seros de ayuda en la

oposición a tales facciones, estoy a vuestro servicio.

De nuevo se hizo el silencio. Simorh se daba cuenta de que Vaoran la

observaba constantemente, atento a cualquier reacción. Era difícil leer en él.

Creía conocerle lo suficiente, pero no tenía la absoluta certeza, y su aparente

solicitud la hacía doblemente cauta. Al fin dijo en tono neutral:

–Gracias, Vaoran. Aprecio tu gentileza y también tú... honestidad.

–Tened la certeza, señora, de que sólo me mueve la fidelidad a Haven.

–Lo sé. Y tendré en cuenta lo que me has dicho. ¡Gracias! –añadió con una

sonrisa que él no había esperado.

Fue la señal para que se retirara, y Vaoran lo comprendió enseguida. Había

conseguido lo que quería. La simiente estaba echada y por ahora, no podía

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esperar nada más. El tiempo y las circunstancias dictarían lo que hubiera de

suceder en adelante. Lo único que confiaba haber logrado, era un poco más de

aprecio y fe por parte de Simorh.

La princesa vio caer la pesada cortina detrás del maestro de armas, y escuchó

cómo se alejaban sus pasos cuando Falla le acompañó, escaleras abajo, hasta la

antesala. También creyó percibir un murmullo de voces, en el piso inferior,

aunque era demasiado débil para entender nada. Sonaron luego nuevos pasos en

los peldaños, y los ojos de Simorh se abrieron desmesuradamente cuando se

abrió la cortina y apareció DiMag ante ella.

–DiMag... –dijo, incorporándose, al verle entrar.

Él la miraba con una intensa mirada que ella no acertó a interpretar. Por fin

tomó una silla y se sentó junto al diván.

–Bien... –dijo el príncipe, sin apartar la vista de Simorh–. Siento hallaros en

estas condiciones.

–Me habré repuesto dentro de un par de días –respondió ella con insegura

sonrisa, preguntándose si sólo había imaginado el leve destello de simpatía y

preocupación en sus ojos, o si era cierto.

–No debisteis hacer eso... No era necesario. Kyre pudo haber sido recuperado

de otra manera, sin exponeros tanto. ¿Y pensáis seguir adelante –agregó

después de una pausa–, pese a los riesgos corridos hasta ahora?

–Sí.

– ¿Sabiendo que vuestro plan puede mataros?

– ¿Qué importa eso? –Replicó ella con dureza–. Sólo tengo dos posibilidades:

continuar con mi propósito, o sentarme a esperar que Haven sea destruida

definitivamente. Puede que la muerte me aguarde al final de ambos caminos,

pero al menos el elegido por mí no me avergonzará.

DiMag tomó aliento con un vehemente e irritado siseo.

–Fallasteis nueve años atrás. Los dos fallamos, en realidad –añadió,

quebrándosele la voz.

–Sí, pero esta vez he vencido. He traído a Kyre.

– ¿De veras?

–No entiendo el sentido de vuestras palabras.

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–Trajisteis una criatura a este mundo, sí. No puedo negarlo. Pero... ¿qué clase

de criatura? Porque debo deciros que no es un cero a la izquierda, y que vos no

lo creasteis.

Simorh le miró sin hablar.

–Primero... –comenzó DiMag, sirviéndose de los dedos de una mano para contar–

. Su aspecto no es el esperado. ¡No vayáis a creer que no estoy familiarizado

con el ritual empleado por vos! Puede que yo no sea un hechicero, pero sé leer

esos carcomidos manuscritos y conozco la antigua lengua. Recuerdo esta frase:

«Sus cabellos y ojos serán del color de la tierra que nos da vida; castaños

como la corteza y la dulce nuez que crece en el árbol...". Y ahí tenéis a vuestro

Lobo del Sol, pelirrojo y de ojos verdes. No se parece nada a lo previsto.

Segundo: tiene una voluntad propia, cosa tampoco prevista. Tercero: parecen

no existir los instintos de lucha que debían ser la base de su motivación... y si

sabe luchar, no es con un arma a la que nosotros estemos acostumbrados. Sí,

Simorh... Vos lo trajisteis a nuestro mundo, pero... ¿qué es él?

En su interior, Simorh trataba de ahogar la débil voz que le decía –o, más

exactamente, que había intentado decirle desde la noche del ritual que DiMag

tenía razón. Pero no podía permitir que esa idea se adueñara de ella, porque, si

lo hacía, sus esperanzas se derrumbarían. ¡Necesitaba creer en ella misma!

–No importa lo que Kyre sea –dijo–. Lo utilizaré, DiMag, tal como tenía

previsto. Y no creo que vos me lo impidáis.

El príncipe se puso de pie y dio media vuelta, de forma que Simorh no le veía la

cara.

–Muy bien. Nos entendemos, y no voy a perder más tiempo del vuestro ni del

mío –se giró de nuevo hacia ella, y en sus ojos castaños centelleaba la ira

contenida–. Valdrá más que reunáis fuerzas para tratar con vuestra criatura,

Simorh, ¡porque sin duda os harán falta!

Los dos se miraron fijamente durante unos momentos, y las barreras

existentes entre ellos se hicieron palpables y sofocantes. Luego, DiMag hizo

una breve y formal inclinación y, sin más palabras, se alejó cojeando de la

estancia. Cuando la puerta exterior se cerró –sin un golpe violento, como ella

había temido–, Simorh se dio cuenta de que se mordía la lengua con tanta

fuerza, que tenía sangre en la boca. Se recostó, cerró los ojos y se forzó a

relajar las mandíbulas. Hubiese querido poder llorar.

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El descenso de las escaleras de la torre era empresa difícil y lenta para él,

pero DiMag agradeció la distracción que significaba el esfuerzo, dado que

atenuaba su agitación interior.

Había subido a los aposentos de Simorh con la intención de salvar en lo posible

el abismo existente entre ellos o, al menos, de hacerle comprender a su esposa

sus propias dudas y temores. El encuentro con Vaoran en el umbral de las

habitaciones había constituido una sorpresa para él, y aún le irritó más la

expresión de triunfo que viera en los ojos del corpulento maestro de armas.

En tiempos pasados, a DiMag nunca se le hubiese ocurrido dudar de la lealtad

de su esposa, pero era tanto lo que había cambiado en su matrimonio, que

hasta esa certeza le faltaba. No existía ya el amor que antaño les uniera,

porque lo habían borrado los acontecimientos de una sola noche, que le

convirtió en un inválido y a ella casi le costó la razón. Llevaban nueve años de

un matrimonio que ya sólo tenía de ello el nombre, y el abismo entre ellos se

abría más y más. ¿Y qué podía significar para una mujer como Simorh un

hombre tullido, un guerrero incapaz ya de luchar, y un príncipe que no estaba

en perfectas condiciones de reinar? Hacía tiempo que DiMag se había

planteado esa cuestión, decidiendo apartarse de su consorte, antes que vivir

en la hipocresía de mantener una falsa imagen. Él no tenía nada que ofrecerle,

y ella no deseaba nada de él. Quizás era natural, pues, que hubiese empezado a

buscar consuelo en otra persona.

Pero... ¿precisamente en Vaoran? Eso convertía en muy precaria su propia

posición. Vaoran era astuto, inteligente y ambicioso, y no le gustaba estar a las

órdenes de un señor inválido. Simorh, por su parte, también miraba al futuro,

pese a su lealtad del pasado... Si Vaoran lograba convencerla de que su esposo

no era ya útil a los intereses de Haven, su fidelidad podría cambiar.

DiMag alcanzó el pie de la escalera, desde donde un amplio corredor conducía a

sus aposentos particulares, y se detuvo a recobrar el aliento, disgustado por la

renquera que le impedía moverse con soltura. ¡Si pudiera saberlo con certeza...!

Lo peor era esa sospecha medio fundada, ya que, entonces, la imaginación se

disparaba. Necesitaba profundizar en el asunto y descubrir qué había de

verdad en las dudas que asaltaban su mente, pero... ¿en quién podía confiar?

Ésa era la ironía más amarga de todas.

Avanzó despacio por el corredor, camino de sus aposentos. Cuando le vieron

acercarse, los guardias que estaban allí de servicio permanente se apresuraron

a abrirle las puertas. DiMag ignoró su presencia, entró en sus dominios

particulares y en una súbita demostración de energía, dio un portazo detrás de

él.

-0-0-0-0-

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Era infrecuente que el maestro de armas Vaoran recibiera visitas en su

modesta vivienda en los cuarteles del castillo. Sus costumbres eran más bien

ascéticas. Sólo bebía con moderación y según los comentarios de sus hombres,

no le interesaban las mujeres que gustosamente habrían estado a disposición

de un militar de tan alta graduación. Pero esta vez, al regresar de la torre de

Simorh, halló –como había previsto a un visitante.

Éste se alzó al llegar Vaoran. Era un hombre gordinflón, de edad ya algo

avanzada, que vestía la roja túnica con faja dorada de los consejeros reales. Al

cerrar la puerta a sus espaldas el maestro de armas, saludó con una grave

inclinación de cabeza.

–¡Buenos días, consejero Vaoran! Me temo que he venido demasiado temprano a

nuestra cita. ¿Podréis disculpar que haya invadido vuestros dominios?

–No tiene importancia, consejero Grai. Soy yo quien se ha retrasado, y ahora

os pido disculpas.

Indicó a Grai que tomara asiento de nuevo y se dirigió a un mueble tallado que

ocupaba la mayor parte de la estancia escasamente equipada.

– ¿Os apetece un refresco?

– ¡Oh, gracias! Me sentaría bien un poco de vino.

El hombre rechoncho siguió con la vista a Vaoran, mientras éste llenaba dos

copas, y aceptó gustoso la que fue depositada en sus manos.

–Gracias. ¿Habéis logrado ver a la princesa?

–Sí –contestó Vaoran, tomando asiento frente a Grai–. Debo admitir, no

obstante, que la entrevista ha resultado más breve de lo que esperaba. O

digamos que no he llegado adonde confiaba llegar –añadió con una sonrisa

enigmática.

Grai arrugó los labios.

–Así pues, no ha cambiado su actitud...

–No; en absoluto.

–Ya entiendo –suspiró Grai–. Me entristece verla tan inflexible. Creía que,

ahora, ya se daría cuenta de que hay pocas esperanzas de futuro para el

príncipe, inválido como está, y amargado además... Haven necesita un hombre

mucho más fuerte.

Vaoran acarició su copa.

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–Sabéis que estoy de acuerdo con vos, Grai. Pero, sin el apoyo de la princesa,

nuestra posición es demasiado insegura para hacer más públicos nuestros

puntos de vista. Buena parte del pueblo los comparte, pero la gente comparte

asimismo nuestra simpatía hacia lo que ella defiende, y cualquier cosa que

pudiera ser interpretada como una amenaza para Simorh constituiría una

tremenda equivocación.

–Eso es cierto, por ahora. Sin embargo, la princesa no tiene categoría política.

Al menos, no comparable con la de...

Vaoran le interrumpió con voz impaciente.

–No importa la categoría política. Ella tiene otros poderes, como ambos

sabemos. Pero ni siquiera eso es importante, Grai. Lo vital, vital para mí, es que

la princesa llegue a ver la situación desde nuestro punto de vista y no sea

sometida a presión desde ningún lado.

– ¡Ah, ya! –dijo Grai, cuyos ojos revelaron comprensión: había olvidado los

motivos personales de Vaoran–. Desde luego... Pero si insiste en su lealtad al

príncipe, que al fin y al cabo es su marido...

–Sólo oficialmente –replicó Vaoran con una de sus gélidas sonrisas–, y eso tiene

que constituir una carga muy pesada para ella. Le consta que, mientras mande

DiMag, Haven puede esperar poco, y Simorh debe tener en consideración el

futuro de la pequeña Gamora... Simorh es fiel al hombre que tomó como

marido, pero todavía es mayor su lealtad a Haven y a su hija. Llegará el día en

que tenga que decidir entre una cosa y la otra. Y cuando ese día haya llegado,

yo estaré a su lado para ayudarla en todo lo que pueda.

Al decir esto, miró a Grai con una cálida y hambrienta mirada. Después de una

prolongada pausa, asintió éste:

–Necesitamos tiempo... Lo necesitamos, si...

–Sólo un poco más. Por amor a Haven.

-0-0-0-0-

–Si alguien me hubiese dicho que, a mi edad, iba a aceptar un nuevo discípulo, le

habría tachado de mentiroso o de loco, o de ambas cosas a la vez –Brigrandon

esbozó una sonrisa seca y alzó la copa mirando a Kyre–. ¡Mala suerte a vuestros

enemigos! –exclamó.

Kyre le devolvió la sonrisa con cierta reserva y tomó un sorbo de cerveza.

Estaban sentados en el desordenado estudio del viejo erudito, y encima de la

mesa que les separaba quedaban esparcidos los restos de una abundante cena.

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Al otro lado de las altas y estrechas ventanas había descendido ya la

obscuridad, que traía consigo la creciente niebla.

Brigrandon bebía sin descanso desde hacía dos horas, si no más. Desde la

llegada de Kyre, exactamente. Pero, si bien su manera de hablar era un poco

pastosa y sus movimientos empezaban a delatar falta de coordinación, el

cerebro que había detrás de su máscara física seguía tremendamente activo.

Cuando los dos dejaron al fin sus vasos, Brigrandon dio un manotazo a la pila de

pergaminos que tenía junto a su plato vacío.

– ¡Pues bien, amigo, aquí la tenéis! La historia entera de Haven, mitos, leyendas

y hechos, recogido todo con el máximo esmero, traducido y redactado de

forma comprensible por mi humilde persona... –el preceptor hizo una pausa, dio

unos golpecitos más suaves al montón de papeles y finalmente, dejó que su

mano descansara sobre ellos–. La obra cumbre de mi vida. Un bonito relato

para instruir a los niños pequeños... –agregó con amarga ironía en la voz y en los

ojos, cuando los alzó por un momento, para volver luego a su seca sonrisa–. No

os preocupéis: no espero que leáis la historia. Simplemente, es mi credencial.

Una prueba, para vos, de que estoy en condiciones de responder a vuestras

preguntas.

Kyre le devolvió de nuevo la sonrisa.

–No necesito pruebas, maestro Brigrandon. Os estoy muy agradecido.

– ¡Bah! –dijo el preceptor con un gesto de la mano, y por poco volcó la botella

casi vacía que se hallaba peligrosamente cerca de su codo.

Pese a su estudiado descuido, Kyre notó que el viejo estaba enternecido.

– ¡Pero si aún no tenéis las respuestas! –Añadió Brigrandon–. Esperad a ver si,

mañana, todavía deseáis darme las gracias... Bien, amigo mío, el hombre

sediento de conocimientos... –continuó después de otra larga pausa–. Estoy a

vuestra disposición. ¿Por dónde queréis empezar?

A punto de escuchar alguna revelación, Kyre sintió una súbita desgana y se

descubrió a sí mismo balbuciendo:

– ¿De veras no os molesto, maestro Brigrandon? ¡Es ya muy tarde!

El estudioso meneó la cabeza.

–Últimamente dedico las noches más a beber que a dormir, de manera que

también puedo hablar –contestó, a la par que agarraba la botella y se servía

buena cantidad de cerveza, vertiendo bastante sobre la mesa–. Ya sé qué

pensáis, sí, y tenéis razón. La embriaguez y yo nos llevamos muy bien. Pero no

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me nubla la mente, por desgracia. En consecuencia, no necesito daros una

excusa para retrasar el momento... Si ahora os echáis atrás, tendréis que

formularme las preguntas en otra ocasión, y esa clase de tormento no se

resiste mucho. Así pues, ¡decid qué queréis saber! –concluyó la frase, y tomó

otro gran sorbo.

Kyre sintió la tentación de seguir el ejemplo de Brigrandon. La bebida le daría

más valor, y bien que lo precisaba para contrarrestar el extraño miedo que

acechaba en su interior. Pero al mismo tiempo necesitaba conservar la cabeza

clara, y eso era lo más importante. Resistió, pues, la tentación, y se limitó a

acariciar el pie de su copa mientras se forzaba a formular la pregunta que era

el meollo de todo.

Habló así:

–El príncipe DiMag dice que a Haven le hace falta un paladín, y que tanto él

como la princesa Simorh quieren que lo sea yo –el enojo de la noche anterior

surgió de nuevo, y eso le ayudó a explicarse mejor–. Vos me decís que hubo

otro Kyre, otro Lobo del Sol, largo tiempo atrás, y que yo fui creado según su

imagen... Sólo puedo conjeturar, por consiguiente, que yo debo hacer lo que él

hubiese hecho, de estar vivo hoy.

–No es del todo así, pero en conjunto se ajusta a la realidad –señaló

Brigrandon con una mueca.

–Entonces necesito conocer esa realidad. ¿Quién fue el primer Kyre? ¿Qué

hizo? ¿Y por qué quiere Haven que yo le emule?

El preceptor permaneció callado durante un rato. La lámpara de aceite de

pescado que iluminaba el cuarto chisporroteaba a intervalos, y Kyre creyó

escuchar, a lo lejos, el inquieto gemido del mar, aunque quizá sólo lo imaginara.

Por fin habló Brigrandon:

–Tres preguntas, pero creo que requieren una sola respuesta –dijo, a la vez que

se inclinaba hacia delante y llenaba nuevamente su copa, ahora con mayor

deliberación–. He de admitir que nuestra crónica es incompleta. La antigua

lengua no ha sido utilizada desde tantas generaciones atrás, que está casi

olvidada, y la versión fragmentada que conservamos es, con toda probabilidad,

inexacta. Pero digamos que, en esencia, ese Kyre, el Kyre original, gobernó

Haven hace muchos siglos. Era tan guerrero como príncipe y bajo su poder, el

ejército de la ciudad fue muy eficaz. ¡Qué diferencia con los tristes restos

que podéis ver hoy día!... Los demonios marinos debían temer a Kyre y sus

soldados, y...

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– ¿Los habitantes del mar? –Le interrumpió Kyre de súbito–. ¿Queréis decir

que ya entonces estaban en guerra con Haven?

Brigrandon sonrió con tristeza.

–Precisamente es el más antiguo de los conflictos. Sólo tenemos retazos de

conocimientos de aquella época, pero todo indica que la enemistad es tan

antigua como la Luna, a la que llamamos Hechicera. Y fueron los habitantes del

mar quienes, al final, causaron la ruina de Kyre. ¿Habéis oído hablar de lo que

llamamos Noche de Muerte?

–Sí. DiMag me lo explicó.

–Pues una conjunción semejante se produjo durante el reinado de Kyre, y los

demonios marinos proyectaron servirse del poder que eso les confería para

atacar Haven de forma masiva. Vivía entonces una bruja con ellos, de la que no

conocemos el nombre. Se sabe, sin embargo, que era un vampiro, una

devoradora de almas...

«Un vampiro, una devoradora de almas...» Kyre recordó la descripción que

DiMag hiciera de la diabólica Calthar, que, según él, reinaba en la actualidad

sobre los habitantes de las aguas... ¿No podía ser la misma de antes?

–Extraía su poder de la Hechicera, y lo utilizó para provocar la caída de Kyre

durante la batalla de la Noche de Muerte –continuó Brigrandon. Se

encontraron cara a cara en la playa y, pese a ser él el más bravo guerrero que

Haven había tenido, no pudo contra la demoníaca brujería de que ella se valió, y

perdió la vida.

El preceptor hizo una pausa para beber más cerveza, lentamente, luego se

limpió los labios con el dorso de la mano.

–Se dice que, cuando Kyre murió..., en el mismo instante en que la lanza de la

devoradora de almas se clavó en su cuerpo..., el mundo se detuvo en su órbita y

un escalofriante grito de protesta surgió de las entrañas de la tierra... Eso lo

cuentan para embellecer la historia, claro... No dudo de que, entonces, había

historiadores tan amantes de las licencias poéticas como confieso que a veces

lo he sido yo. Pero lo cierto es que, por mucho que protestara el mundo, el Lobo

del Sol murió.

Kyre tenía la boca seca, y en su lengua había un sabor amargo. También él

bebió más cerveza.

– ¿Y? –preguntó seguidamente, con ansia.

– ¿Y? –repitió Brigrandon.

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–Tiene que haber más.

– ¡Claro que hay más, sí...! El Lobo del Sol tenía esposa. No se recuerda su

nombre, ni sabemos nada de ella, salvo una cosa –el anciano preceptor cogió su

copa–. Era una bruja, una hechicera. No un ser monstruoso como la que atrapó

y mató a Kyre, pero tenía poder. Ella no luchó al lado de Kyre, sino que estuvo

en la misma torre que ahora ocupa Simorh, y desde allí intentó emplear su

magia para salvarle. Cuando comprendió que había fracasado, prefirió quitarse

la vida a tener que vivir sin él. Antes de morir, sin embargo, creó un

encantamiento, un talismán que protegiera a Haven de los demonios

procedentes del mar. Y ese encantamiento formó parte de su profecía final.

Brigrandon alzó la vista, y en sus ojos había inquietud.

–Seguid –suplicó Kyre–. Decidme, Brigrandon, ¿en qué consistió esa profecía?

El anciano se encogió de hombros.

– ¿Es preciso que os lo diga? Bien... Dispuso que si Haven se viera amenazada:

algún día por una aniquilación final a manos de sus enemigos, pudiera ser traído

al mundo un hombre creado según la imagen de su difunto esposo. Y dejó un

rito mediante el cual ese ser, ese cero, digamos..., recibiese el espíritu del

primer Lobo del Sol, de modo que estuviera en situación de plantarle cara a la

bruja-vampiro surgida del mar y derrotarla.

Durante largo rato reinó el silencio. Brigrandon miraba su copa con gesto

severo e inquieto a la vez. Kyre tenía la vista perdida en la lejanía. Dominaba su

mente la imagen de DiMag, en su obscuro refugio, pero luego se impuso la de

Simorh, con su rostro tenso y amargo.

Finalmente dijo:

–Quieren que yo cumpla la profecía y sea un segundo Lobo del Sol. Pretenden

que me enfrente a la misma criatura, esa... devoradora de almas que mató al

Kyre original...

–No es la misma criatura –objetó Brigrandon–. La primera desapareció de este

mundo hace largo tiempo. Sin embargo, viven sus descendientes.

–La misma criatura, u otra... ¿Cuál es la diferencia? ¡Quieren incitarme a pelear

con ella, con la esperanza de que yo triunfe allí donde el guerrero más glorioso

de vuestra historia fracasó...! –Exhaló un violento suspiro–. ¡Están locos!

El preceptor miró hacia otra parte, alzó la copa y la vació.

–Deseabais que os dijera la verdad, ¿no? ¡Pues ya la conocéis! Os advertí que

quizá no os gustara lo que ibais a oír.

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Kyre se esforzó por dominar su creciente indignación. No tenía derecho a

desahogar su ira contra Brigrandon: al fin y al cabo, el viejo no había hecho

más que responder a las preguntas formuladas por él.

–Esa profecía... –dijo–. ¿Se halla en uno de vuestros manuscritos?

–Hasta donde pudo ser traducida, sí. Existe. No lo dudéis siquiera.

Otro largo silencio, durante el cual la mirada de Kyre volvió a extraviarse. Al

final, murmuró:

–Acostaos, Brigrandon. Tengo una deuda con vos, que no puedo pagar. Necesito

estar solo y pensar... –frunció el entrecejo, como si se arrancara a sí mismo de

otro inimaginable plano de pensamiento y de la existencia–. Quisiera

permanecer aquí, si me lo permitís. Por lo menos, hasta que salga el sol.

–Podéis quedaros; claro.

Brigrandon se puso en pie, se tambaleó, y un fajo de papeles cayó al suelo con

sordo ruido. La lámpara que había en el centro de la mesa se balanceó de

manera alarmante, arrojando grotescas sombras sobre la pared, y el preceptor

empezó a avanzar despacio en dirección a una alcoba separada por cortinajes,

agarrándose a los muebles para no caerse. Estaba borracho, y Kyre lo envidió.

Brigrandon alcanzó la cortina y la apartó al segundo intento, descubriendo una

cama estrecha y sin adornos al fondo de la alcoba. Vaciló, tambaleándose un

poco sobre sus pies, sacudió la cabeza con gesto triste.

–Quedaos aquí tanto tiempo como os apetezca, si mis ronquidos no os molestan.

y si queréis contar mañana con un oído comprensivo, aquí estaré... Tengo una

última cosa que deciros –añadió, y sus dedos se agarraron a la tela de la

cortina mientras se introducía en la pequeña cámara–. Es algo que podéis tener

en cuenta o ignorar, según os parezca. El primer Kyre fue príncipe y

gobernador de Haven, y era amado por una hechicera. Además estaba libre de

todas las desventajas que coartan al hombre que gobierna hoy Haven.

Recordadlo, amigo, en todos vuestros tratos con DiMag. ¡Buenas noches!

Kyre aguardó a que hubiesen cesado todos los débiles ruidos producidos por el

preceptor mientras se preparaba para dormir. Entonces tomó la lámpara y

dobló la mecha hacia arriba, de forma que las sombras se retiraron de la mesa.

El olor a aceite de pescado invadió la estancia, pero él apenas se enteró. Poco a

poco se adueñaba de su persona una extraña y profunda sensación de paz. Lo

sabía, ¡por fin lo sabía! y en él despertó algo nuevo: un creciente valor y una

creciente certeza de que no aceptaría el destino que Haven había elegido para

el nuevo Kyre. Que le llamaran como les diese la gana sus carceleros: ¡él no era

Kyre!, y ésa era una lección que pronto tendrían que aprender.

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-0-0-0-0-

La marea había subido al máximo para descender luego de nuevo, y ahora

crecía otra vez, siguiendo el avance de la grisácea bruma. Cubrió la franja de

guijarros y la fina arena de la bahía, así como las calles y casas petrificadas

debajo de ella. Y cuando, siempre callada y lenta, engulló el paisaje, salió la

Hechicera y se envolvió en ella, primero un espectro ceniciento en el

horizonte; después, un brillante ojo que desde lo alto contemplaba el mar y

bañaba de plata las crestas de las olas. Las corrientes y la resaca se movían

con fuerza entre las negras rocas, y azotaban con el descuidado ritmo de

siglos y siglos la corroída superficie de los acantilados. En el extremo de la

ahora sumergida franja de guijarros asomaban impasibles las ruinas del

templo; un esqueleto que destacaba contra un obscuro fondo verde-gris.

Dormía Haven mientras dos luces verdes, sujetas a un arco de arenisca,

desafiaban a la noche. En una ventana del castillo ardía una lámpara que

arrojaba su débil claridad sobre las blancas flores que luchaban por sobrevivir

en el yermo jardín. Un príncipe tiraba sin saberlo de la manta tejida a mano

que le cubría, atenazado por una pesadilla demasiado familiar. También Simorh

soñaba, en su torre, e incluso dormida trataba de interpretar lo que en ese

estado veía. Y la princesa Gamora, contenta de saber que su aya dormía como

un tronco en la pieza contigua y de ningún modo se imaginaría que ella seguía

despierta, jugaba a obscuras con la concha encontrada en la playa. Le divertía

contemplar el resplandor de su superficie nacarada y hacer reflejar en ella la

luz de la Luna que penetraba a través de la bruma y de la entreabierta cortina

que cubría la ventana. La concha parecía hablarle, susurrarle historias de

remotos y bellos lugares, creando vívidos cuadros en su mente, y Gamora

ansiaba contestar a la llamada de la concha y conocer los mundos de ensueño

prometidos, escapar y no confiar a nadie su secreto, ni siquiera a Kyre. Sería

una aventura maravillosa.

Y Calthar, depredadora inmóvil e infinitamente paciente en la absoluta

obscuridad de su sanctasantórum, observaba el negro pozo sin fondo, que no

tenía secretos para ella, y sonrió mientras sus labios formaban silenciosas y

misteriosas palabras. Entre tanto, no lejos de allí, Talliann se movía en un

sueño que nada tenía de natural, en el laberinto gobernado por Calthar.

Inconscientemente luchaba contra las restricciones impuestas a su mente, y

murmuró un nombre que, despierta, no conocía. Un nombre muy lejano, de otro

tiempo, de otra historia. Algo que ya estaba muerto cuando comenzó la

historia que ella estaba viviendo ahora.

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Capítulo 8

Amaneció. El Sol no era más que una débil y pálida luz fantasmal en medio de la

niebla que envolvía la ciudad, y apagaba todo ruido y todo movimiento. Kyre se

había quedado dormido con la cabeza apoyada en la mesa de Brigrandon, y sólo

despertó cuando los primeros y difusos rayos rozaron su cara. El viejo erudito

descansaba aún en su alcoba en medio de un completo silencio.

Cuando la luz diurna se hizo más intensa y atenuó poco a poco el resplandor

esparcido por la lámpara que Kyre tenía a su lado, el joven se levantó, aunque

no sin esfuerzo, porque tenía los miembros entumecidos. Miró brevemente

hacia la cortina que separaba la alcoba de Brigrandon, vaciló unos instantes y,

por fin, se encaminó a la puerta. No tenía nada contra el preceptor. Sí, en

cambio, estaba decidido a enfrentarse a los responsables de su situación. Y,

cuando lo hiciera, su furia no conocería límites.

El aire de las primeras horas de la mañana era gélido, y la humedad tan intensa

que penetraba hasta los huesos. Cuando Kyre hubo llegado al cuerpo central

del castillo, en dirección a la terraza –el único camino que por ahora conocía–,

la humedad se pegaba, viscosa, a su rostro y a sus manos, para mezclarse

además con el helado sudor que le producía la ira. El vestíbulo estaba frío y

desierto, sin luces que lo iluminaran ni sirvientes a la vista. Kyre sólo dudó unos

segundos, antes de avanzar hacia las escaleras. A esa hora, DiMag debía de

hallarse en sus aposentos. Era lo que le convenía. Necesitaba hablar a solas con

el príncipe, sin estorbo de sus vasallos.

Mientras subía los peldaños de dos en dos, las manos de Kyre empezaron a

temblar. Cerró una y otra vez los puños para vencer los espasmos, pero

continuaron asaltándole, e incluso se extendieron a sus brazos hasta hacerle

sentir como un resorte a punto de dispararse a la menor provocación.

En el rellano tampoco vio a nadie. Pero al doblar la esquina se encontró con un

obstáculo olvidado: la guardia permanente, situada ante las puertas de DiMag.

Dos hombres, anónimos en sus uniformes, miraban fijamente a la pared de

enfrente, inmóviles.

Kyre redujo el paso. Los centinelas no le prestaron la menor atención. De

pronto, obedeciendo a alguna señal ignorada, uno de ellos se volvió para abrir la

puerta que había a su lado. Kyre percibió un murmullo de voces: la de DiMag,

rápida y cortante, y otra que le pareció conocida, pero que no pudo identificar.

Poco después apareció la corpulenta figura del maestro de armas, Vaoran, que

agachó la cabeza para no chocar con el dintel. La puerta volvió a cerrarse –de

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golpe– a sus espaldas, y Vaoran giró en dirección a la escalera, pero se detuvo

de repente.

– ¿Tú? ¿Qué haces tú aquí?

Ni siquiera se dignó dar un nombre a Kyre, y su irritada voz contenía

desprecio.

Kyre apretó de nuevo los puños, esta vez sin querer, porque su rabia había

dado paso, ahora, a la antipatía que le inspiraba el guerrero.

–Mis asuntos no os importan nada.

Los ojos de Vaoran se entrecerraron y, cuando el joven hizo ademán de abrirse

paso, el maestro de armas le agarró por un brazo.

–No pretenderás ver al príncipe, ¿verdad, amigo mío?

Sus palabras eran un abierto desafío. Kyre se estremeció y clavó en él la

mirada, satisfecho de comprobar que era un palmo más alto que Vaoran. Podía

ser un hábil espadachín, pero de pronto eso le importaba muy poco. Kyre

observó que, detrás de ellos, los guardias les contemplaban subrepticiamente,

pero con gran curiosidad.

– ¿Y si lo pretendo? –replicó Kyre sin levantar el tono.

Vaoran sonrió.

–El príncipe DiMag no tiene tiempo para ti, criatura. Tú no le interesas. Y, en

bien de tu propia salud, voy a hacerte una advertencia...

No pudo seguir, porque estalló la cólera de Kyre. Había perdido ya el control.

Su puño derecho golpeó con toda la fuerza posible la cara de Vaoran, a la vez

que su brazo izquierdo tomó terrible empuje y chocó con un crujido de huesos

contra el maestro de armas, que perdió el equilibrio y cayó como una piedra.

Rodó por el suelo, y los dos centinelas se precipitaron hacia él para ayudarle o

sujetar al atacante, o ambas cosas. Entonces, Kyre dio media vuelta. Los

guardias no fueron lo suficientemente rápidos para impedir que pasara entre

ellos y, antes de que pudieran darse verdadera cuenta, Kyre ya había abierto

las puertas de las habitaciones de DiMag.

El príncipe quedó paralizado, sobrecogido, al verle irrumpir de aquella manera

en sus aposentos privados. Precisamente estaba ocupado en ponerse la casaca

de color carmesí que lucía en los actos oficiales, y tenía un aspecto ridículo con

una manga a medio poner. Cuando DiMag se fijó en la expresión de su

inesperado visitante, los músculos de su cara se atirantaron de forma visible.

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–Necesito hablar con vos –dijo Kyre, fieramente–. ¡Ahora!

–Señor... –intervino uno de los centinelas, con la espada desenvainada–. No

hemos podido detenerle, ha sido...

– ¡Fuera de aquí!

DiMag le interrumpió con tal energía, que el hombre retrocedió, y Kyre

aprovechó la ocasión para empujarle hacia fuera y cerrar la puerta con

violencia.

El príncipe dejó caer la casaca al suelo y renqueó en dirección a la cama. Tomó

entre sus dedos la borla que pendía de un cordón y dijo, sin alzar la voz:

–Si ahora tirase de esto, mis sirvientes acudirían en el acto. No obstante, es

posible que no llegaran antes de que tú me hubieses asesinado... ¿Qué quieres?

–preguntó, mirándole.

Golpear a Vaoran había calmado la cólera de Kyre, pero quedaba en su cuerpo

la suficiente para mantener vivo el fuego que abrasaba su interior. Dio un paso

adelante, notando con satisfacción que DiMag también lo daba, pero hacia

atrás, y dijo jadeante:

–Anoche hablé con Brigrandon. Me explicó la leyenda del primer Kyre.

– ¡Ah, ya! –contestó DiMag.

–Y me enteré de la índole de su legado, y del de su esposa, a esta extraña

ciudad.

– ¡Ah! –dijo nuevamente DiMag, y tuvo la prudencia de mirar en otra dirección.

–Haven necesita un héroe... –prosiguió Kyre, con rencor–. Es lo que vos me

dijisteis, ¿no? ¡Un héroe que salve sus podridos huesos del desastre final! –

Gritó Kyre, y apretó los dientes para controlar mejor su respiración, antes de

agregar–: ¡Sois un mentiroso!

Cegado por su furia, fue incapaz de estudiar la expresión de los castaños ojos

de DiMag, pero un buen observador hubiese descubierto en ellos un breve

destello de pesadumbre e, incluso, cierta simpatía.

–No te mentí, Kyre –respondió el príncipe–. Quizá tergiversara un poco los

hechos, o los interpretara a mi modo... Pero no te mentí.

– ¡Sois un maestro de la retórica, mi señor! –Voceó Kyre–. ¡Sabíais la verdad!

¡Sabíais de sobra lo que la palabra héroe significaba en vuestros términos! No

un guerrero ni un salvador: ¡simplemente, un sacrificio humano envuelto en las

galas del mito! Una víctima que arrojar a una lucha imposible, sólo para

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satisfacer la dudosa premisa de una profecía que nadie entiende y que,

probablemente, ni siquiera existe...

El silencio se hizo pesado, después de esta acusación, y los dos hombres se

miraron hasta que, bruscamente, DiMag dirigió la vista hacia otro lado.

–Te vuelves elocuente, Kyre. Creo que no esperaba eso de ti. No... –Y alzó una

mano cuando vio que Kyre iba a explotar de nuevo–. No te ofendas. Digo sólo

que esto añade más peso a mi convicción de que en ti hay más de lo que

cualquiera de nosotros sabe. Claro que tú puedes acusarme de interpretarlo a

mi manera; De interpretarlo todo a mi manera... –añadió con una frágil sonrisa.

– ¡Malditas sean vuestras interpretaciones! –Chilló Kyre–. ¡Demasiadas

hipocresías he oído ya de vos! Ahora quiero la verdad, y no me daré por

satisfecho hasta que la sepa.

–No; ya sé que no... Bien; en estos momentos debería estar abajo, pero creo

que los asuntos de Estado tendrán que esperar un poco. Siéntate, Lobo del Sol,

y no te mantengas tan envarado –dijo, cojeando hacia su diván–. Vas a conocer

la verdad.

– ¡Toda!

–Como quieras.

DiMag se acomodó cuidadosamente en el diván. Kyre no hizo gesto alguno para

sentarse, sino que se acercó a la ventana. El príncipe se frotó los dedos, y se

los miró.

–Por lo visto –continuó–, has interpretado correctamente los planes que la

princesa Simorh tiene para ti. No negaré que también son mis planes, aunque

no por mi gusto. Pero de eso hablaremos más tarde. Existe una profecía, sí;

está fragmentada y no podemos estar seguros de que nuestra interpretación

sea la acertada. Perdimos todo conocimiento sobre nuestra antigua lengua más

o menos al mismo tiempo que perdimos a nuestros dioses, y no sabemos bien

quiénes eran ni cómo eran. Sin embargo, la profecía existe, amigo mío. Tú eres

una prueba viva de ello, ya que el encantamiento que te trajo a nuestro mundo

forma parte integral de ella. Y dice también que, cuando Haven haga frente a

la catástrofe final, el poder de nuestros enemigos sólo podrá ser desbaratado

si alguien creado a imagen del Lobo del Sol planta cara y derrota a la bruja de

los mares.

– ¡Pero yo no soy el Lobo del Sol!

–Fuiste creado a su imagen –insistió DiMag con énfasis–. Cabe la posibilidad de

que mi esposa fallara en algún pequeño detalle físico, pero en conjunto cumplió

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lo requerido. Tú no eres el auténtico Kyre, desde luego, pero lo serás, y te

enfrentarás a Calthar. Es la única esperanza que le queda a Haven –añadió,

mirando a la pared–. Y lamento muy, muy de veras, que tenga que ser así.

Las agresivas palabras que había estado a punto de pronunciar Kyre se

ahogaron en su boca. No había esperado de DiMag tal confesión, aunque el tono

empleado por el príncipe y su expresión le decían con toda claridad que era

sincero. Y eso destruyó en un instante todas sus opiniones preconcebidas.

– ¿Por qué? –inquirió.

– ¿Que por qué lo lamento? –preguntó a su vez el príncipe, fijando la vista en

él.

–Sí. No tiene sentido.

– ¡Ya lo creo que lo tiene! –Insistió DiMag–. A mí no me gusta la idea del

sacrificio humano. Una vez me encontré con Calthar: de su mano procede la

herida que nunca se cura, y el hecho de que yo siga vivo, sin verme entregado a

cualquiera de los tormentos que ella inflige a sus víctimas, es su burla personal

contra mí. No desearía mi suerte a ninguna criatura viva: no soy tan monstruo

como para eso, aunque tú no lo creas –dijo, y su rostro se endureció–. Pero

tampoco soy tan tonto como para abogar por los más elevados principios

cuando nos vemos amenazados por un enemigo al que no podemos combatir con

medios honorables. Si hay que luchar contra la brujería con brujería, no voy a

rechazar un arma valiosa, sobre todo siendo la única que nos queda.

DiMag se levantó despacio y se reunió con Kyre junto a la ventana.

–No creo que Brigrandon te explicara todo esto, tan pronto. Yo esperaba

acostumbrarte a la idea de modo más... delicado, por así decirlo. Y no me

importa confesar que abrigaba ciertas esperanzas de que, a su debido tiempo,

tú llegaras a simpatizar con nuestra causa y pudieras ser persuadido de la

necesidad de cargar con el manto del Lobo del Sol por tu propia y libre

elección... Veo que estaba equivocado.

De nuevo esbozó una débil sonrisa y seguidamente, miró a Kyre de manera

seria y franca.

–Ahora me doy cuenta –agregó– de que, de haber existido la improbable

posibilidad de que tal esperanza se cumpliera, nosotros la hemos destruido al

esconderte toda la verdad.

Kyre le devolvió la mirada.

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–Nunca hubiese existido semejante posibilidad. Haven no representa nada para

mí. No le debo ninguna lealtad. ¿Cómo pudisteis pensar que yo me avendría a

vuestro plan?

–Ya sé que no podía esperar eso de ningún hombre mortal. De un cero, tal vez,

pero no de un hombre mortal. Tú, sin embargo, no eres una persona totalmente

vacía de compasión ni de afecto. Quizá podrías haber sido convencido en bien

de la niña que un día gobernará en mi lugar.

– ¿Gamora?

–Sí –contestó DiMag, contemplando la niebla–. Ella te enternece. Hasta yo me

doy cuenta. Y no me sorprende, porque en mi hija hay algo que los demás

hemos perdido. Inocencia, dulzura, bondad... Llámalo como quieras. Yo no

encuentro la palabra exacta. Pero estoy encariñado con Gamora, y había

empezado a confiar en que...

– ¡No! –Le cortó Kyre con aspereza–. ¡No podréis engatusarme de ese modo!

¡Nunca utilizando a Gamora! Me habéis dicho lo que queréis de mí, pero yo no

estoy dispuesto a hacer semejante sacrificio. ¡Ni por Gamora, ni por vos, ni por

nadie! No tenéis derecho a exigir eso de mí...

– ¿Derecho? –Replicó DiMag, los ojos llenos de ira–. ¡Todo el derecho del

mundo! Incluso tengo el deber de utilizar todos los medios a mi alcance, para

salvar a mí ciudad y a quienes en ella habitan... Se nos viene encima la Noche

de Muerte, y no podemos esperarla en nuestras actuales condiciones. ¿Qué te

induce a pensar que yo te debo más de lo que tú me debes a mí?

Kyre apretó las mandíbulas.

–No voy a hacerlo, DiMag. Y si vos creéis que lo haré, ¡maldito seáis mil veces!

– ¡Tu voluntad no significa nada! –Gritó el príncipe–. Si hemos de obligarte, te

obligaremos. Ya has experimentado lo que Simorh es capaz de conseguir. Dudo

de que resistieses mucho el tormento que ella podría aplicarte para asegurar

tu cooperación... –DiMag dio media vuelta y se puso a renquear por la

habitación como un animal enjaulado–. ¿Crees que me gusta eso? Si tú fueses

un cero, la nada que Simorh esperaba conjurar con sus hechizos, no surgiría

ningún problema. El hecho de que no lo seas complica las cosas, aunque el

desenlace no puede ser distinto.

Se detuvo, miró a Kyre con el rostro en tensión, y prosiguió:

–Si existiese otro camino, lo elegiría. La idea de enviar a un hombre que no me

ha hecho ningún daño a una muerte casi cierta martiriza mi conciencia. Pero si

existe una posibilidad, cualquier posibilidad, de que tú seas el único medio de

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vencer a un enemigo mortal y de que mi hija tenga un futuro..., ¡viviré contento

con mis problemas de conciencia!

Kyre dijo con voz temblorosa:

–Podría mataros, príncipe DiMag. También eso resolvería vuestro dilema.

– ¡Inténtalo! –Rugió con desprecio el soberano–. Pero dudo de que lo

consiguieras. Incluso con mi invalidez, soy mucho mejor espadachín de lo que tú

jamás llegarás a ser. Además, no te serviría de nada. Destrúyeme, y aún

tendrás que enfrentarte a Simorh. ¿Acaso crees poder derribar sus látigos de

plata con una espada?

Kyre tragó saliva. Recordaba la horrible experiencia y no deseaba repetirla.

–Mátame, y no te quedará ni un solo amigo en el mundo –agregó DiMag–.

Abandona Haven, y Simorh te traerá otra vez. Si saltas de la Torre del

Amanecer o te arrojas al mar, lo mejor que puedes esperar es la muerte. De

este otro modo, al menos tienes una posibilidad. ¿Por qué no la aprovechas,

pues?

Kyre sintió que la ira volvía a apoderarse de él, todavía con mayor intensidad al

comprender que DiMag tenía razón. Dio media vuelta, bruscamente, y su voz

sonó seca cuando respondió:

–No tenemos nada más que decirnos.

–Por lo visto, no. Pero recuerda lo que te he advertido, Kyre. Merece la pena

pensarlo.

Hubo un silencio de varios segundos, violento y angustioso. Por fin, Kyre se

encaminó a la puerta y, dado que DiMag contemplaba taciturno la ciudad

envuelta en niebla, abandonó la estancia sin más palabras.

–Kyre, Kyre, espérame.

El joven se detuvo al oír la ansiosa vocecilla infantil, y sintió que todos los

músculos de su cuerpo se tensaban, a medida que la cólera renovada

amenazaba con invadirle de nuevo. Los pequeños pasos de Gamora resonaron en

el corredor, y pronto estuvo la niña a su lado, tomándole de la mano mientras le

sonreía feliz. Venía de la Torre del Amanecer, y Kyre supuso que le habría

estado buscando.

– ¡Ven, Kyre, adivina qué he encontrado esta mañana en el jardín! Es una flor

que...

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Kyre la interrumpió.

– ¿No deberías estar en clase?

Su tono la asustó, aunque sólo logró apagar su entusiasmo durante unos

momentos.

–El maestro Brigrandon se emborrachó anoche, y todavía está durmiendo, de

manera que no puede darme clase. ¡Ven conmigo!, tienes que venir...

– ¿Tengo?

Esa palabra era para él como sal en una llaga, y dirigió tal mirada a la chiquilla,

que ésta dio un paso atrás, con los grandes ojos grises muy abiertos del susto.

DiMag había intentado utilizar a la niña para coaccionarle emocionalmente, y

ahora, en ese momento, Kyre casi odiaba a Gamora. Sólo con un gran esfuerzo

se dijo que la niña no tenía la culpa, y que la pobre no entendería su súbita

hostilidad. Procuró que los músculos de la cara se le relajasen, y meneó la

cabeza mientras decía:

–Lo siento, princesa... Estoy un poco... confuso.

– ¡Entonces deja que yo te alegre! Podemos dar un paseo por la playa, o te

enseñaré, si lo prefieres, algunos de los viejos pasadizos del castillo, que nadie

usa ahora.

Gamora no sabía qué hacer para complacerle, y él no aguantaba su compañía.

Por mucho afecto que le hubiera tomado, no era suficiente para hacerle

cambiar de idea. De nada le serviría a DiMag su maniobra. Al fin y al cabo,

tampoco a Gamora le debía nada.

–Lo siento –volvió a decir, más ásperamente–. Estoy ocupado, Gamora. Tengo

cosas que hacer.

– ¿No pueden esperar? –insistió la niña.

Kyre creyó sentirse atrapado entre fuego y hielo, y lo único que ansiaba era

escapar de la presión que la pequeña ejercía sobre él. Sus ojos se

endurecieron, y soltó su mano de la de Gamora con un movimiento brusco.

–No. No pueden esperar.

A la niña se le saltaron las lágrimas, pero no hizo ningún otro intento de

retenerle ni calmarle, y se limitó a mirar, desconcertada y triste, cómo se

alejaba en dirección a la escalera.

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Kyre sólo se detuvo cuando alcanzó la terraza que rodeaba el castillo frente al

mar. La niebla todavía era más espesa que antes, si cabe, y ello impedía ver

tres pasos más allá, pero el completo silencio en que esa bruma envolvía el

mundo, y la soledad reinante en la terraza, le proporcionaron el aislamiento que

tan desesperadamente necesitaba.

Se sentó en la balaustrada con la vista fija en la blanca pared de niebla,

tratando de ignorar el olor a decadencia que le llegaba desde el jardín situado

más abajo. No había querido herir a Gamora, pero se sentía incapaz de

soportar su carita inocente y su alegre parloteo. Era preciso que estuviera solo

mientras se consumía la cólera que de momento aún le dominaba.

Había ido a desafiar a DiMag, viendo allí confirmadas sus peores sospechas y

por último, no había encontrado nada con qué combatir al príncipe. Éste tenía

razón: buscara Kyre una escapatoria u otra, todos los caminos conducían al

mismo inevitable final. Y si en algún momento había esperado llegar a hacer

flaquear a DiMag con sus razonamientos, ahora comprendía que estaba

totalmente equivocado. Además, carecía de poder para impedir que el soberano

de Haven le utilizara como le pareciese.

¿Qué había dicho DiMag? «Si existiese otro camino, lo elegiría...» Kyre no

podía creer que esa antigua, obscura y apenas entendida profecía fuese la

única esperanza de Haven. La historia de la ciudad se había perdido en gran

parte, o estaba mal traducida de una lengua ya muerta. Brigrandon, cuyos

conocimientos no podían ser puestos en duda pese a sus debilidades, lo había

reconocido abiertamente. y si la profecía era errónea, o la interpretaban mal,

en los deteriorados archivos tenía que haber otra respuesta. Los soberanos de

Haven pretendían que él luchara contra un enemigo al que no tenía posibilidad

de derrotar, y depositaban todas sus esperanzas en algo tan débil y absurdo.

Tan grande era su desesperación, que estaban dispuestos a sacrificarle por

una causa absolutamente inútil. Él, en cambio, estaba decidido a no permitir

que le obligaran a morir por Haven sin antes haber luchado hasta el último

aliento. Y confiaba en que, si se encontraba otra alternativa, DiMag sería fiel a

su palabra. Quizá fuese una tontería por su parte, pero era lo único a lo que

podía agarrarse.

Pero... ¿cómo y dónde buscar? Kyre levantó la cabeza, respirando

profundamente el húmedo aire, y se confesó que no sabía por dónde empezar.

Sin embargo, una idea se adueñaba de los más obscuros rincones de su

cerebro. Algo que aún no tenía lógica, pero que se negaba a desaparecer.

Instinto, intuición. No tenía motivo para creer en ello, pero barruntaba que la

respuesta no se hallaba dentro de los muros de Haven, sino en el enigma de su

propia identidad perdida.

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No; aquello no tenía sentido... Kyre meneó la cabeza y bajó de la balaustrada.

Tenía la ropa y los cabellos húmedos a causa de la pegajosa niebla, y sentía

frío. Pero el frío no era meramente físico... No sabía cuándo pensaba celebrar

Simorh la misteriosa ceremonia que, prácticamente, arrojaría sobre sus

hombros la capa del Lobo del Sol, pero no la demoraría más de lo necesario y

entonces, nada de lo que él pudiera hacer o decir le salvaría. Probablemente le

quedaba menos tiempo del que suponía.

Era preciso que reflexionara. No era probable que Gamora le buscase durante

el resto del día. Apenas tuviese ocasión, se prometió Kyre a sí mismo,

procuraría reparar la torpeza cometida al tratar a la niña de manera tan poco

afectuosa. Mientras tanto, la Torre del Amanecer era un refugio tan bueno

como cualquier otro, y más agradable que aquella triste y abandonada terraza.

Ignoraba de qué le servirían sus esfuerzos, pero al menos debía intentarlo.

Dio media vuelta y se encaminó despacio al interior del castillo.

-0-0-0-0-

DiMag estaba fatigado. Esos días no parecía poseer las energías de antes, y el

choque con Kyre le había conmovido más de lo que en un principio creyera. Al

comprender, además, que los asuntos de Estado se alargarían hasta bastante

entrada la noche, sintió que la depresión se posaba sobre su persona como un

pesado manto. No había comido en todo el día, y notaba el estómago vacío. No

obstante, la idea de tomar algún alimento le producía náuseas. Lo único que

deseaba era dormir sin sueños.

Aquel mismo día, un siervo fiel había descubierto en las cocinas del castillo una

hierba tremendamente venenosa llamada «lengua de sierpe>. Era obvio que las

mortales hojas iban destinadas a la mesa de DiMag y, cuando fueron

descubiertas, la corte había tenido que poner en marcha las investigaciones

correspondientes. Para cumplir con el protocolo, los consejeros del príncipe se

habían visto obligados a expresar formalmente su consternación ante el hecho

de que alguien del propio castillo hubiese podido fraguar semejante crimen, así

como a buscar a los conspiradores. Nadie había dado con el culpable o los

culpables, de momento, pero DiMag no se hacía ilusiones: le constaba que sus

consejeros hubiesen preferido que el asunto no saliese a la luz. Si la hierba

hubiese sido hallada y eliminada sin tanto alboroto, el incidente habría sido

arrinconado y convenientemente ignorado. Y, desde luego, algunos hubiesen

preferido que la hierba no fuera descubierta.

DiMag se incorporó en su sillón. Los consejeros discutían sobre la reparación

que necesitaba uno de los techos del ala occidental del castillo, y el príncipe

tuvo que sofocar un terrible deseo de ponerse de pie y mandarles a todos a

paseo, si no tenían nada más importante en que ocupar sus mentes, y

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

118

abandonar el salón. Le dolía la cabeza, y la pierna le molestaba mucho más que

en los últimos tiempos, pero si tenía que seguir gobernando Haven de manera

indiscutida, era preciso. Que se le viera gobernar, aunque se tratara de

asuntos nimios.

Dos de los consejeros empezaron a discutir. El volumen de sus voces sacó al

príncipe de su letargo, y ya estaba a punto de llamarles la atención cuando un

nuevo alboroto, esta vez detrás de la puerta que tenía a sus espaldas, le hizo

volverse. Se oían voces, o sollozos. No era fácil adivinarlo desde el salón...

También los consejeros se dieron cuenta y callaron, con expresión de sorpresa.

–Señor... –empezó a decir uno.

Pero DiMag le mandó callar con un enérgico gesto, y luego ordenó a uno de los

guardias que tenía detrás:

– ¡Ve a ver qué ocurre!

El hombre se dispuso a obedecer, pero antes de que pudiese alcanzar la puerta

tapada por una cortina, ésta se abrió con violencia y Simorh entró

precipitadamente en el salón.

– ¿Qué es lo que sucede? –Preguntó DiMag, alarmado, al ver a su esposa

descalza y en camisón, demudada y con el rostro bañado en lágrimas–. ¿Qué

hacéis aquí? ¡Deberíais estar acostada!

Entre angustiosos suspiros, Simorh exclamó:

– ¡Gamora ha desaparecido, DiMag...!

– ¿Desaparecido? ¿Qué queréis decir?

No entendía las palabras de su esposa. Tenía la mente demasiado confusa y

fatigada para pensar con claridad.

– ¡No está en el castillo! Ha escapado, y... y yo no logro establecer contacto con

ella... He intentado valerme de todos mis poderes, pero no la encuentro... ¡No

llego hasta ella! ¡Ha desaparecido, DiMag; no hay el menor rastro de la niña en

todo Haven!...

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

119

Capítulo 9

–Ella creía que estaba conmigo... –jadeó Simorh, con una terrible mirada de

reproche al aya, que se retorcía las manos con muda desesperación–. Sólo al

hacerse tarde se le ha ocurrido mirar, preguntar...

Las manos de DiMag apretaron los hombros de la princesa cuando la voz de ella

empezó a adquirir un tono histérico, y Simorh se dejó caer contra su esposo,

aunque su cuerpo seguía temblando con desconsuelo. Pese a los propios

temores y a la creciente angustia, DiMag sintió emoción ante la ya extraña,

aunque familiar y casi olvidada, sensación de tener a Simorh entre sus brazos.

La mujer, tanto tiempo alejada de él, volvía en un momento de gran congoja..., y

eso despertaba en todo su ser una compleja confusión de sentimientos que era

incapaz de interpretar.

Con un esfuerzo para apartar los pensamientos que le asaltaban, y orando en su

interior para que su voz diera una mayor impresión de seguridad de la que

sentía, dijo:

–La encontraremos. No puede hacer mucho que se ha ido, ni estar muy lejos.

–Pero... ¿por qué se ha ido? –Exclamó Simorh–. ¡No tenía ningún motivo!

DiMag sabía lo que ella pensaba, y compartía su espanto no exteriorizado. En el

castillo había personas a quienes interesaba la desaparición de Gamora. Como

rehén, la niña proporcionaría, a quienes fueran, la certeza de que él se

avendría a todo lo que los secuestradores exigieran... La abdicación, su vida a

cambio de la de su hija... No había nada que no estuviera dispuesto a conceder

para salvar a Gamora, y eso era de sobra sabido.

Sin embargo, no quería entregarse a tales pensamientos ni permitir que

Simorh lo hiciera. La búsqueda había comenzado ya, dirigida por Vaoran, pues a

pesar de que DiMag tuviera sus diferencias con él, era de fiar en un momento

de crisis. Si Gamora continuaba en el castillo, pronto darían con ella. Si no...

Pronto hubo escuchado a grandes rasgos la historia de lo ocurrido hasta el

momento: la aya de Gamora había echado de menos a la pequeña princesa poco

antes del anochecer. Enterada de que Brigrandon no había visto a la niña en

todo el día, envió un sirviente al cuarto de Kyre, para saber si estaba con él y,

al comprobar que no era así, creyó que Gamora habría subido a los aposentos

de su madre. La aya no se atrevía a molestar a la soberana así como así, porque

le inspiraba más respeto del que quería admitir y, en consecuencia, no empezó

a preocuparse en serio hasta bastante más tarde de la hora en que Gamora

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

120

solía acostarse. Cuando, por fin, la mujer hizo acopio del valor necesario para

hablar con Simorh, ésta fue asaltada por una horrible sospecha.

La soberana era incapaz de expresar la sensación de horror que la había

invadido al comprobar que Gamora no se hallaba en ninguna parte. En su

angustia no había lógica, porque cabía la posibilidad de que la chiquilla hubiese

emprendido alguna aventura secreta, y de que regresara a tiempo de recibir la

reprimenda. Sin embargo, el presentimiento persistía y, una vez registrados

sin resultado los rincones favoritos de Gamora, Simorh supo, con infalible

instinto, que había sucedido algo espantoso.

Thean y Falla intentaron, inútilmente, que de momento no se desorbitara su

inquietud, pero ella no les hizo caso. Utilizó su bola de cristal y, haciendo caso

omiso de su fatiga, trató desesperadamente de establecer contacto con la

mente de la niña, sin lograrlo. Entonces, conocedora de su propia habilidad,

tuvo que llegar a dos conclusiones. O bien Gamora se había alejado mucho de

Haven, donde la magia de su madre no la pudiera alcanzar, o... estaba muerta.

Así fue cómo Simorh, arrojando a un lado la bola de cristal, empujada por el

miedo y la congoja, abandonó su torre para correr al salón donde DiMag estaba

reunido con sus consejeros.

DiMag se dijo una y otra vez que Simorh tenía que estar equivocada al afirmar

que Gamora no se encontraba en el castillo ni en la ciudad. Su esposa estaba

enferma y baja de facultades; sin duda era su debilidad lo que le impedía

establecer contacto con la niña... No sabía qué decir para convencerla ni

consolarla, aunque lo cierto era que ni él mismo estaba seguro de ello.

El príncipe alzó la vista de súbito, cuando las puertas del fondo del salón se

abrieron de par en par y entró Kyre. Una punzante sospecha despertó en él, al

recordar la violencia con que se habían separado, pero cuando el otro hombre

se acercó y DiMag pudo ver su expresión, la sospecha desapareció enseguida.

Kyre se detuvo delante del estrado y, rápidamente, su mirada fue de DiMag a

Simorh y de nuevo a DiMag.

– ¿No la encuentran? –preguntó.

–No. Pero no puede estar muy lejos.

– ¿Puedo ayudar en algo?

–Sí; tanto como cualquier otro –sonrió DiMag sin humor–. Pero, desde luego, no

estás obligado a ello.

Kyre se sonrojó.

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–Sí que lo estoy.

Recordaba el desdichado encuentro con Gamora, aquella misma mañana, y la

tristeza reflejada en la cara de la niña cuando se marchó sin hacerle caso.

¿Podía influir en su escapada la decepción sufrida entonces? No parecía

probable que su disgusto llegara a tal extremo, pero tampoco podía

descartarse esa posibilidad. Gamora era muy impulsiva y tenía una gran

sensibilidad: si se había sentido profundamente herida, ¿quién podía predecir

sus reacciones?

– ¿Dónde habéis mandado buscar? –inquirió.

–De momento, en el castillo –contestó DiMag, ceñudo–. Pero si se te ocurre

algún lugar donde pueda estar escondida, o tienes alguna pista, ¡dínoslo, por lo

que más quieras!

Simorh intervino cortante:

– ¿Por qué había de saber nada, él? ¿Qué tiene que ver Kyre con todo esto?

– ¡Calma! –Dijo el esposo, a la vez que posaba una mano sobre sus cabellos, en

un torpe intento de tranquilizarla–. Gamora considera su amigo a Kyre. Quizá le

confiara algo que pueda servirnos de guía... ¿Lo hizo, acaso? –Preguntó DiMag

por encima del hombro, cuando Simorh bajó la cabeza–. ¿Te contó algo

Gamora?

Kyre meneó la cabeza, preocupado. Lo único que recordaba en esos momentos

era, absurdamente, la imagen de la niña en la playa, mostrándole la concha que

había encontrado y moviéndola de un lado a otro para que la luz del sol se

reflejara en su irisada superficie.

–No –contestó–. Nada.

Simorh volvió a levantar la cabeza. En su delgado y cansado rostro, los ojos

parecían dos informes y negros huecos que, de pronto, hicieron pensar a Kyre

en la muchacha que había visto junto al templo.

– ¡Encuéntrala! –Dijo Simorh, con voz tan vacía como sus ojos–. No me importa

lo que tengas que hacer; lo que cualquiera de nosotros tenga que hacer...

¡Encuéntrala, simplemente!

-0-0-0-0-

El talento de Gamora para evitar a las personas que no deseaba ver estaba tan

desarrollado como el que poseía para encontrar a quien le resultaba simpático.

Dolorida aún por el inesperado desaire de Kyre, aquella mañana había

regresado a los jardines por un tortuoso camino que la escondía de las miradas

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de los demás, salvo de un par de sirvientes que no tenían importancia.

Finalmente se escondió entre una maraña de mustios y pobres arbustos, sin

prestar atención a la humedad del suelo ni a la desagradable caricia de sus

pegajosas hojas, y mientras avanzaba el corto día, procuró pasar el tiempo de

la mejor manera posible: formó pequeños montones con la floja tierra,

desgarró hojas y más hojas con los dedos y de cuando en cuando, se entonaba

a sí misma alguna cancioncilla para olvidar los propios desengaños, en espera de

que transcurriesen las horas. Pero era imposible no recordar. Su padre estaba

ocupado; la madre, enferma –aunque no le dijeran qué le ocurría, Gamora lo

sabía de sobra–, y el preceptor no le daba clase. La aya no hacía más que

ponerse nerviosa por cualquier cosa y reñirla, y su nuevo amigo, el único amigo

verdadero que tenía, había estado antipático con ella, sin explicarle por qué. En

más de un momento, la sensación de injusticia hizo brotar las lágrimas a los

ojos de la niña, aunque ella las contenía valientemente, diciéndose en voz alta

que era una princesa y la futura soberana de Haven, y que una futura soberana

no llora.

Meció a la luz su bonita concha, que llevaba a todas partes consigo. Cuando

fuera mayor, todo sería distinto. Las personas no se limitarían a sonreír y

revolverle los cabellos cuando diera una orden, sino que obedecerían como

ahora obedecían a su padre. No la seducía nada la idea de gobernar, pero si era

su deber, procuraría hacerlo lo mejor posible. Y cuando tuviera algunos años

más, se casaría con Kyre. Entonces él no le hablaría con dureza ni la dejaría

plantada, porque, si estaba disgustado por algo, ella ya sabría cómo ponerle

contento de nuevo.

Gamora alzó la vista y comprobó que la luz se debilitaba. La niebla en todo el

día no se había levantado, y ahora que el casi invisible Sol se hundía en

dirección al mar, parecía cerrarse como el manto obscuro e informe que, a

veces, la envolvía en sus pesadillas, surgiendo del suelo alrededor de la cama

para envolverla lentamente y asfixiarla. Gamora se estremeció. Notaba cómo la

humedad se filtraba en el suelo, debajo de ella, y tuvo la sensación de que la

niebla respiraba como un animal al acecho... Se puso de pie rápidamente. Le

producían escalofríos los zarcillos de las plantas, que parecían querer

agarrarse a sus tobillos, y echó a correr hacia la relativa seguridad del

sendero también casi cubierto de maleza. Siguió a toda prisa hasta la terraza

que asomaba de la sombría niebla, y sólo se detuvo a respirar cuando, por fin,

se vio en los peldaños.

Sin embargo, Gamora no deseaba volver al castillo. La creciente obscuridad la

acobardaba, sí, pero de momento la prefería a la regañina de la enojada aya,

que sin duda la estaría esperando cuando regresara a su habitación. La niña se

sentía sola, poco amada, rechazada. Pues bien: ¡se iría! y si su desaparición

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asustaba a todos, ¡tanto mejor! Quizás aprendieran a prestarle más atención

en el futuro.

Dio vueltas y más vueltas a la concha, maravillada de la forma en que la luz de

la luna, que ahora asomaba por el horizonte, reflejaba en la superficie de nácar

todos los colores imaginables. Después se aplicó la concha a la oreja,

esperando oír los murmullos del mar. Pero, en vez de eso, la concha parecía

susurrar su propio nombre.

–Gamora... Gamora...

La chiquilla sonrió, vacilante primero, y luego con creciente entusiasmo, al

comprobar que no eran imaginaciones suyas.

–Gamora... Ven y verás, Gamora... Ven y verás...

En la mente de la pequeña se agolparon las imágenes de la noche y del mar, y el

mundo se transformó en algo mágico y maravilloso, bajo el pálido resplandor

del astro de la noche. ¡Qué lugares! ¡Qué países tan bellos y desconocidos...!

–Ven y verás, Gamora... Ven a mí, y te mostraré prodigios sin fin. Ven a mí, y todos esos prodigios serán tuyos...

La concha pareció incendiarse con una luz propia, y de ella partieron chispas

como perlas y diamantes y esmeraldas y zafiros a la vez.

–Ven a mí... No está muy lejos... Ven a mí...

Gamora ansiaba ver con sus propios ojos todas aquellas maravillas que la voz de

la concha le prometía. No le bastaba ya su imaginación. Y las tenía a su alcance,

en la noche, esperándola a ella.

Abandonó el jardín por un camino que casi nunca se usaba, y que la condujo

alrededor de los muros exteriores del castillo hasta dejarla en Haven. La

bruma apagaba el sonido de sus pisadas y deformaba las formas y las sombras

en las desiertas calles, creando la extraña ilusión de que todo aquello se

hallaba en el fondo del mar. Gamora se detuvo más de una vez, entre violentos

latidos de su corazón, imaginando que desde la obscuridad la vigilaban

horribles monstruos. En otras circunstancias, hubiese dado media vuelta y

corrido hacia el castillo. Ahora, en cambio, la concha que sostenía en sus manos

le daba confianza, y en su mente todavía resonaban los misteriosos susurros

que la habían animado a salir del jardín del castillo.

Finalmente alcanzó el arco y se detuvo entre las dos hornacinas iluminadas con

débiles luces verdes. Delante se extendía la bahía, vasta y desierta; ya no el

alegre lugar de juegos de los días soleados, sino algo desconocido y lleno de

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peligro. Pero en el momento en que el valor de Gamora empezaba a decaer, la

concha pareció hablar de nuevo, susurrando su nombre, llamándola, alentándola

a dejar atrás la triste iluminación de la ciudad y adentrarse en la negrura.

Gamora cruzó el arco y sintió que sus pies ya no pisaban el duro empedrado,

sino la dúctil y movediza arena. Los granos penetraron en sus zapatos; ella se

los quitó con energía y echó a andar a través de la extensa playa.

La bruma la envolvía en suaves sudarios. Sabía Gamora que, en algún punto de

las alturas, la Hechicera surcaba el cielo y la observaba, pero no podía ver el

agrietado rostro de la vieja Luna, escondido en la densa blancura. Incluso el

mar era sólo un distante y sordo susurro sin forma ni rumbo. Pese a todo, y a

no tener más que unos pocos palmos de visibilidad, Gamora caminaba ligera y

segura por la arena. Ahora que la concha había disipado sus temores, se sentía

contenta. El desafío que representaba verse sola en plena noche le hacía sentir

una viva emoción, estaba firmemente convencida de que por ese algo prometido

por la concha valdría la pena correr cualquier riesgo o peligro.

El rumor del mar se hizo más intenso y cercano. Una caprichosa ráfaga de

viento sopló desde el oeste, removió la niebla y durante unos instantes apartó

sus velos, de modo que Gamora pudo distinguir brevemente las obscuras y

tétricas olas, coronadas por amarillenta espuma, a menos de veinte metros de

distancia. La marea era baja y poco le faltaría para crecer... Gamora ignoró el

súbito escalofrío de inquietud que recorrió su cuerpo, y siguió adelante.

Poco después, la arena daba paso a duros guijarros. Gamora se detuvo, dándose

cuenta de que había llegado a la extensa franja que se prolongaba hasta la

punta nordeste de la bahía, y de que, ahora, ya nada la separaba del viejo

templo en ruinas.

Seguro que la concha no pretendía que llegara hasta allí... El miedo a aquel

lugar era innato en ella, como lo era en todos los habitantes de Haven, y ni

siquiera su insaciable curiosidad había logrado vencerlo. Pero mientras

vacilaba, dudando entre esperar o dar media vuelta y huir despavorida hacia la

ciudad, percibió la llamada de una voz cantarina y amable, y tan dulce que casi

le hizo daño oírla.

–Gamora...

Esta vez no era la concha. La voz era distinta... y llegaba de lejos, de alguna

parte de la playa de guijarros. La niña se mordió el labio...

–Gamora...

Ella hubiese querido contestar... Lo deseaba en verdad con desespero. La

dulzura de aquella voz sugería amor, bondad y hermosura; calmaba su soledad y

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penetraba hasta las profundidades de su alma. Sin embargo, Gamora no se

atrevió a responder. La franja de guijarros constituía una barrera demasiado

dura.

–Gamora, ven a mí... No temas, Gamora...

Se levantó de nuevo la brisa; esta vez procedente del norte, empujando la

bruma hacia un lado... y Gamora vio la maravillosa figura que la aguardaba en la

playa.

Unos ojos enormes, negros como el mar en una noche sin luna, miraban a la

chiquilla desde un rostro increíblemente blanco, alrededor del cual el viento

arremolinaba mechones de cabellos también negrísimos. Cubierta con una

obscura túnica sin mangas, la mujer parecía tan frágil que sus huesos diríanse

hilados con hebras de cristal, y su carne, tan insubstancial como la espuma del

mar. Un débil y plateado nimbo la rodeaba; toda ella estaba envuelta en

diminutas y danzantes chispas, como si procediera de la Luna y hubiese traído

consigo unos jirones de su luz. Gamora sintió que la inundaban un intenso

cariño, un incontenible anhelo y, a la vez, una inexplicable lástima cuando,

paralizada, le devolvió una resuelta mirada.

La mujer inclinó la cabeza con un gesto lento y casi infantil, como si quisiera

contemplar a Gamora desde otro ángulo. Luego sonrió también –aunque Gamora

sólo vio obscuridad donde debía estar la boca– y, alzando un largo y delicado

brazo, la llamó con ágiles movimientos.

Gamora sintió que sus pies avanzaban solos. Hubo un momento en que trató de

combatir ese impulso, pero la fugaz duda fue eclipsada por una nueva oleada de

emoción. Era lo que quería la voz de la concha, y aquella extraña criatura de

otro mundo, fuera quien fuese, era la que la conduciría a las maravillas

prometidas. y la niña creyó en la voz. Era su amiga.

Cuando la pequeña echó a correr, la mujer emitió una risa clara y

resplandeciente que la bruma no logró sofocar, y que hizo sentir a Gamora el

deseo de reír con ella. Luego, de súbito, se volvió, y su túnica

predominantemente negra adquirió tonalidades verdes y azules al seguir

alejándose por la franja de guijarros. Gamora dejó caer la preciosa concha,

que ahora, sin que supiera por qué, ya no era importante para ella, se sujetó la

falda y emprendió una loca carrera hacia la desconocida, a la vez que su

vocecilla surcaba la obscura noche como la de un pájaro asustado y perdido.

– ¡Espérame! ¡Oye, espérame!

La figura se detuvo y con un movimiento semejante al de una marioneta, miró

nuevamente a la niña. Rió otra vez y extendió los brazos para recibirla, al

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mismo tiempo que sus pies, incapaces de permanecer quietos, danzaban

incesantes sobre los guijarros.

– ¡Ya voy! –Gritó Gamora–. ¡Espérame...!

Su carrera por la playa resultó un singular juego. Tan pronto como Gamora

creía alcanzar a la misteriosa mujer y tocarla, ésta se escabullía saltando

entre las resbaladizas piedras con tanta ligereza, que a la niña no le hubiese

extrañado nada verla echar a volar y perderse entre la niebla.

No hubiese podido decir cuánto duró el juego. El tiempo había perdido su

valor; sólo la ilusoria caza importaba. De pronto, sin embargo, unos muros

asomaron a través de la bruma; enormes paredes perforadas por los

desgajados ojos que antaño fueran ventanas; columnas medio desmoronadas

que aún se alzaban imponentes, y cuyas piedras caídas obstruían el camino...

Gamora se detuvo, tambaleante, y contuvo la respiración, boquiabierta y

horrorizada, al comprobar que la franja de guijarros había terminado y que

ella se encontraba entre las ruinas del temido templo.

A menos de quince pasos se había detenido también la extraña y

resplandeciente mujer, que la aguardaba entre dos monstruosos montones de

escombros, mirándola con fijeza. Esta vez, Gamora supo que su esquiva amiga

ya no escaparía, porque no le quedaba donde ir.

–Gamora.

La mujer sonrió, y los obscuros huecos de sus ojos se vieron iluminados, de

repente, por un fuego interior que produjo una sonrisa de respuesta en la niña.

Gamora no vaciló más, y cruzó a toda prisa, con los brazos abiertos el

quebrado espacio que las separaba. Se unieron sus manos, y la niña notó que

unos dedos finos y delicados, aunque fuertes y calientes, rodeaban los suyos.

Una sensación raras veces experimentada en su corta vida la invadió: la

certeza de ser deseada y bienvenida, y de que sólo ella importaba.

La desconocida volvió a reír. Ahora que estaban una junto a otra, Gamora

quedó sorprendida al comprobar lo joven que era. Había algo de otro mundo en

su aspecto: tenía la cara pequeña, puntiaguda y estrecha; los labios bien

dibujados, aunque finos, y los ojos tan negros como el cabello. Sin el

encantamiento de la concha, que había nublado su mente, Gamora hubiese

tenido miedo. Pero el hechizo la tenía dominada, y la chiquilla sólo sentía la

incontenible ansia que la llevaba a vivir aquel momento.

– ¡Bonita, muy bonita! –dijo la mujer con voz dulce y soñadora, y la fascinación

experimentada por Gamora se hizo todavía más profunda.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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Vacilante, temerosa de quebrantar alguna regla no escrita, la niña preguntó al

fin:

– ¡Tú sí que eres bonita! ¿Cómo te llamas? ¡Dímelo, por favor!

–Soy Talliann.

Las danzantes motas plateadas de su nimbo se movieron más aprisa y

aumentaron su brillo.

Los dedos de Gamora se agarraron a las delgadas manos que los ceñían.

– ¿Serás mi amiga, Talliann? No sabes cuánto deseo hablar contigo y, según la

concha, me enseñarás muchas cosas...

Talliann inclinó la cabeza como si considerara la súplica de la niña, y sus ojos se

perdieron en la lejanía.

–Hay muchas cosas que puedo enseñarte, sí... –dijo al fin, como en sueños–.

Muchas... Pero también ansío saber cosas del lugar de donde tú vienes...

– ¡Te contaré todo lo que quieras! –Exclamó Gamora con afán–. Podemos ser

amigas, ¿verdad? ¡Di que sí!

–Sí.

Talliann alzó despacio la cabeza. Parecía mirar algo situado en lo alto del

templo en ruinas, pero cuando Gamora quiso ver qué era, sólo distinguió las

viejas piedras y las grotescas siluetas de figuras talladas, gárgolas mutiladas

por los años y los elementos. Tal vez Talliann intentara ver a través de la

niebla que cubría la Luna, pero entonces... una de las gárgolas se movió, y la

niña sintió que se le formaba un nudo en la garganta.

Por fin, el miedo pudo más que el hechizo, y Gamora emitió un sonido feo e

inarticulado, al mismo tiempo que se tambaleaba hacia atrás, con los ojos

abiertos y fijos en un gesto de horrorizada incredulidad.

La niña intentó desasirse de las manos de Talliann, pero ésta la sujetó aún con

más fuerza...

Arriba, encima del muro y envuelta en la bruma, una forma confusa destacaba

contra la piedra, moviéndose en forma desigual pero con cierta gracia reptil...,

como algo flexible y rápido que despertara de un largo sueño. Y cuando inició el

descenso hacia el alféizar de una ventana, Talliann siguió sus movimientos con

la mirada vacía.

– ¡No! –Chilló Gamora cuando pudo recuperar la voz, y con todas sus fuerzas

trató de separarse de la joven–. ¡Déjame escapar, Talliann, suéltame...!

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Pero la sujeción de sus dedos se hizo todavía más firme, desmintiendo el frágil

aspecto de Talliann y, pese al temor que estalló en su interior, Gamora no pudo

resistir la tentación de volver a mirar la pared y el extraño ser que se movía

en ella. Había llegado ya a la ventana y permanecía acurrucado, una pesadilla

disponiéndose a dar un zarpazo. Una cascada de revueltos cabellos caía sobre

sus encogidos hombros y aunque sus facciones no se podían distinguir, sí se

veía el brillo de sus ojos entre la maraña de pelo. De pronto, una ronca voz,

triunfante y malévola, flotó a través de la bruma hasta donde Talliann y

Gamora se hallaban inmóviles.

–Bien, Talliann, ¡muy bien!

Gamora chilló y se agitó violentamente, en un desesperado intento de

desasirse, pero Talliann la agarró entonces por las muñecas, dando un fuerte

tirón, con lo que Gamora perdió el equilibrio y se tambaleó sobre el pedregoso

suelo, yendo a chocar contra la joven. Con los brazos tan firmemente

aferrados, la niña tuvo que limitarse a ver, medio muerta de miedo, cómo la

criatura de la pared –humana, animal o demonio– retorcía sus miembros de una

manera imposible y empezaba a descender como una monstruosa araña entre la

desmoronada obra de sillería. Cuando ya estaba cerca del suelo, las sombras la

engulleron, pero Gamora siguió percibiendo sus movimientos en medio de su

propia respiración, tremendamente agitada. La misteriosa criatura debió de

llegar abajo, porque unas pisadas resonaron sobre los guijarros, como si se

arrastraran, y algo se destacó del mar de sombras que dominaba la base de las

ruinas. El ser reptó y se deslizó por el áspero suelo hasta que, de pronto,

cambió de forma y se enderezó, solidificándose para adquirir aspecto humano.

Su corona de desordenados cabellos flameaba como las crines de un animal, y

alrededor de sus largas y poderosas piernas revoloteaban y se enroscaban los

harapientos jirones de una vieja vestimenta. Gamora trató de retroceder, al

ver que aquello se aproximaba, pero Talliann le cortó el paso. Ardientes

lágrimas asomaron a los ojos de la chiquilla cuando, en su desconcertada

mente, comenzaron a luchar el terror y una angustiosa sensación de deslealtad.

La figura se acercó y, de repente, una mano de huesudos dedos rematados por

largas y rotas uñas se disparó hacia ella y atenazó su barbilla. Gamora cerró

con fuerza los ojos, pero no pudo abrir la boca para gritar, ni implorar

compasión, ni vomitar, aunque hubiese querido hacer las tres cosas a la vez. Un

intenso olor a sal marina penetró en su nariz, mezclado con la fetidez de las

algas podridas, y lo único que logró fue emitir un débil e indefenso sonido.

–Mírame, Gamora –graznó muy cerca una voz que ocultaba una tremenda

crueldad–. ¡Abre los ojos y mírame!

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Gamora trató de dominar la extraña necesidad de obedecer, pero no fue

capaz. Sus párpados se abrían contra su voluntad. La niebla y los ruinosos

muros del templo parecían nadar delante de ella, hasta que, súbitamente, se le

aclaró la visión y se encontró con el rostro de Calthar.

Sus verdes y gélidos ojos, inhumanos y llenos de maldad, acabaron de

derrumbar la voluntad de la niña, que quedó rígida e impotente cuando la bruja

ladeó su cabeza hasta causarle dolor, con objeto de observarla mejor, a la vez

que sus horribles dedos acariciaban despacio la barbilla de Gamora, en una

repelente parodia de sentimientos afectuosos. Luego Calthar sonrió, y en la

obscuridad reinante el efecto fue terrorífico.

–Bien... –dijo de nuevo–. Tenemos lo que necesitábamos. Puedes soltarla,

Talliann –agregó mirando a la joven con resentida malicia–. Ya has cumplido con

tu deber.

La mano de Talliann se aflojó un poco, aunque sin dejar a la niña. Y cuando

habló, lo hizo de manera incoherente, como si la presencia de Calthar le

hubiese hecho perder serenidad y enturbiara su mente.

–No quiero... –murmuró–. No quiero que... que le hagáis daño a mi amiga.

– ¿Por qué habría de hacerle daño? –Contestó Calthar con la aspereza que el

desprecio confería a su voz–. Es muy valiosa para mí, y tú sabes perfectamente

por qué, del mismo modo que sabes que todo esto sucede por exigencia tuya...

¡No discutas ahora conmigo –añadió, dando de paso una pequeña pero rabiosa

sacudida a Gamora–. ¡Suelta a la criatura!

El desafío palideció poco a poco en los ojos de Talliann, dejando su cara sin

expresión, y las manos de la muchacha cayeron fláccidas. Se apartó con un

movimiento torpe, como el de un cangrejo, y Calthar volvió la cabeza para

mirar la niebla. La marea había cambiado, y la primera y tímida incursión de las

aguas bañaba la franja de guijarros. En alguna parte, debajo de sus pies,

Calthar oyó cómo penetraba el agua en las cámaras subterráneas del templo. El

amanecer aún quedaba lejos, pero la Hechicera se pondría pronto. Su luz

disminuía y con ella se reduciría también el poder de Calthar. No podía

demorar más el retorno a las profundidades.

La bruja se volvió de nuevo hacia Gamora. La chiquilla seguía aterida, inmóvil

por completo. Sólo en sus ojos había vida, y el terror que reflejaban enojó

terriblemente a Calthar. Sin soltar la barbilla de la niña, levantó la mano

izquierda y dibujó un signo en el aire. Gamora cerró los ojos al instante y,

cuando se desplomó, la mujer la tomó en brazos. Luego miró a Talliann.

– ¡Adelante! –ordenó.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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Talliann frunció el entrecejo, aunque sin energía. Sus labios se entreabrieron,

y uno de sus brazos se alzó para caer de nuevo.

–No... no quiero... –murmuró.

Los labios de Calthar se transformaron en una severa línea.

–Empieza a caminar –dijo, ahora con suavidad, en un tono que Talliann conocía

de sobra.

Toda inteligencia abandonó entonces la mirada de la amedrentada muchacha.

Inclinó la cabeza, y los negros cabellos azotaron su rostro cuando una súbita

ráfaga de viento los desordenó. A continuación, Talliann dio media vuelta y, con

sus pasos extrañamente vacilantes, avanzó hacia donde el mar aguardaba.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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Capítulo 10

A las primeras luces del alba se reunieron en el amurallado patio situado

detrás del castillo. El grupo estaba formado por unos doscientos soldados de

mirada dura, por cortesanos, consejeros y todos los criados de los que se

había podido prescindir. Desde hacía unos momentos, caía una fina y triste

lluvia que obscurecía las paredes, empapaba las ropas y goteaba de los cabellos

y de los bordes de las capas de los hombres.

DiMag esperó a que todo el grupo se hubiera congregado y, entonces, apareció

en las gradas de la puerta para dirigirle unas palabras. Se le veía ojeroso y

enfermo. Kyre, que se hallaba en un punto conveniente de la entrada, observó

que vacilaba un par de veces en sus movimientos, y temió que no pudiese llevar

a cabo las formalidades necesarias. Pero nada induciría a DiMag a detenerse

ahora, por agotado que estuviera. Una exhaustiva y organizada búsqueda había

demostrado que Gamora no se hallaba en el recinto del castillo, y DiMag se

decía que, fuera lo que fuese lo que le hubiera sucedido a la niña, había llegado

el momento de averiguarlo.

La muchedumbre enmudeció al ver al príncipe, que recorrió con la vista el mar

de inquietos rostros vueltos hacia él, antes de carraspear.

–Amigos míos de Haven –empezó con una voz que reflejaba su debilidad–. Como

todos sabéis, mi hija, la princesa Gamora, ha desaparecido. Falta desde anoche

y pese a la intensa búsqueda, no hallamos ni rastro de ella. Hemos llegado a la

conclusión de que, sin duda alguna, no se encuentra en el castillo. Por

consiguiente, debemos reanudar la búsqueda y extenderla a la ciudad y a todas

las áreas circundantes. No necesito deciros –agregó, en tono vacilante– que su

seguridad es vital para mi esposa y para mí. Nada tiene importancia en

comparación con el regreso de Gamora sana y salva, y os pido que... ¡Os exhorto a no dejar ni un rincón por examinar! Hay que dar con el paradero de

la princesa, ¡cueste lo que cueste!

Se produjo otra pausa, en la que DiMag pareció sostener una nueva lucha para

controlarse, y después, prosiguió:

–Si mi hija es hallada... Cuando la hayamos recuperado y esté de nuevo aquí...,

quien haya conseguido encontrarla obtendrá la recompensa más elevada que yo

pueda dar... Ahora no estoy en condiciones de deciros nada más. Cada uno de

vosotros ha sido asignado a un grupo, y vuestros jefes deberán mantener

informado a Vaoran, el maestro de armas, que ha designado un área de la

ciudad y de sus alrededores a los distintos grupos. Y si cualquiera de vosotros

puede proporcionarme una pista respecto de dónde puede estar mi hija, ya se

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

132

trate de un rumor o de algo que recuerde, le suplico que venga inmediatamente

a informarme de ello. Me encontrará en el salón... Eso es todo. Buscad sin

descanso, a fondo. Y gracias, ¡muchas gracias!

DiMag dio media vuelta y se internó nuevamente en el castillo. A sus espaldas

se alzó un murmullo de voces, y los jefes de grupo se abrieron paso entre la

multitud, camino de las gradas, para hablar con Vaoran.

El príncipe se retiró a una antecámara, acompañado por varios de sus

consejeros más ancianos, y Kyre vaciló, no sabiendo qué hacer. Al otro lado del

aposento, alejados de la ventana, unos hombres se habían congregado

alrededor de la corpulenta figura del maestro de armas y, por un momento,

cuando Vaoran alzó la vista, Kyre vio la expresión de sus ojos. En la mirada que

recibió había una mezcla de hostilidad y desprecio, así como cierto aire de

triunfo. Kyre sintió una súbita indignación y desvió rápidamente la vista. Sin

embargo, se dio cuenta de que aquellos fríos ojos azules continuaban fijos en

él y, al cabo de unos segundos, se volvió de espaldas deliberadamente y, con

paso rápido, se dirigió a la antecámara.

DiMag vio entrar a Kyre y se apartó del grupo de agitados consejeros para

salirle al encuentro. El joven observó la tremenda angustia reflejada en el

rostro del soberano y preguntó con una breve y formal inclinación:

– ¿Puedo seros de alguna utilidad?

Con la sombra de su último encuentro todavía flotando en el aire, DiMag no

había esperado de Kyre una respuesta tan generosa. Durante unos instantes el

príncipe dejó caer la máscara, y su cara evidenció una confusión de

sentimientos. Luego volvió a controlarse.

–Deseo que vayas con Vaoran –dijo, a la vez que tomaba a Kyre por el brazo y le

conducía allí donde no pudiesen oírles los demás–. Sé que no es lo que tú

preferirías, pero tengo mis buenas razones. Acata sus órdenes, Kyre –añadió

con una astuta mirada al alto joven–, y haz lo que él te mande. Pero si vieras

que sus órdenes entorpecen en lo más mínimo las operaciones de busca de

Gamora, quiero que me lo comuniques enseguida. ¿Me expreso con suficiente

claridad?

– ¿No estaréis sugiriendo que Vaoran...?

–No sugiero nada. Ni por un momento he sospechado que Vaoran sea capaz de

perjudicar a mi hija. Pero tampoco creo que fuese incapaz de servirse de ella,

si pudiera, para asegurarse mi cooperación en sus propios planes... Me guío por

mi instinto al hablar tan francamente contigo, Lobo del Sol –prosiguió después

de una pausa, en la que estudió con suspicacia la cara de Kyre–, y tengo la

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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impresión de que, pese a nuestras diferencias, ese instinto es certero. Pero si

me fallas, o si traicionas mi confianza, te arrepentirás de ello.

Los ojos de Kyre se estrecharon.

–No soportaría ver sufrir a la princesa Gamora, ni utilizada... contra nadie.

DiMag hizo un gesto afirmativo.

–Eso es lo que supuse, y por tal motivo me arriesgo a confiar en ti. ¡Ve ahora!

Dile a Vaoran que te he asignado a su destacamento.

Kyre ya se disponía a obedecer, cuando se detuvo y miró atrás.

– ¿Cómo se encuentra la princesa Simorh? –preguntó.

DiMag se encogió de hombros.

–Todo lo bien que se puede esperar. Ha tenido una recaída muy seria, pero está

debidamente atendida en su torre... Dadas las actuales circunstancias, no

podemos pedir nada más –agregó con los ojos súbitamente velados, que

contradecían el alejamiento entre él y la esposa.

Kyre no supo qué responder a eso. Se encaminó hacia la puerta, y el príncipe

regresó junto a sus consejeros.

Montar a caballo fue una nueva experiencia para Kyre, si bien le resultó

vagamente familiar. Cuando el grupo de Vaoran salió por las puertas del castillo

y se internó por las retorcidas calles de la población, él no tuvo problema para

mantenerse a lomos de su alto caballo, guiándole con un tranquilo y experto

manejo de las riendas. El maestro de armas no se molestó en disimular que la

presencia de Kyre en su grupo le resultaba enojosa y, con excepción de una

breve orden inicial para montar y ponerse en marcha, le ignoró de un modo bien

explícito.

Cabalgaron a través de Haven, no hacia el arco de arenisca, sino por unos

callejones ascendentes y cada vez más estrechos y empinados que, finalmente,

les llevaron a lo alto de los acantilados. La sensación de vacío en aquella zona

alta constituyó una sacudida, después de la cerrada y claustrofóbica

atmósfera que envolvía Haven. Un gris y seco brezal se extendía hasta

perderse en la húmeda niebla, sólo interrumpida por ocasionales matas de

aulaga azotadas por el viento y sin huellas de sendero alguno. A lo lejos, Kyre

vislumbró lo que parecía un conjunto de achaparrados edificios y, detrás, una

indefinida extensión de campos sembrados, pero la llovizna impedía distinguir

detalles. De cualquier forma, el paisaje no era seductor.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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Por disposición de Vaoran, los jinetes siguieron un endurecido camino que

serpenteaba junto al escabroso borde del acantilado. El maestro de armas

aguardó a que sus hombres se hallaran extendidos a lo largo de la senda para

detener a su montura de un tirón de riendas y mirar hacia atrás.

–Seguiremos hasta el otro lado de la bahía, donde termina el camino. Los cinco

primeros de la fila recorrerán el interior. El resto examinará la playa. ¡Utilizad

vuestros ojos como no lo habíais hecho nunca! Y si alguien descubre algo

sospechoso, lo que sea, debe informarme inmediatamente de ello.

Su cortante voz fue transportada en el acto por el húmedo y quieto aire, y era

evidente que la emoción se había apoderado de todos. No obstante su antipatía

hacia Vaoran, Kyre tuvo que reconocer el ahínco del soldado. Cuando el grupo

avanzó de nuevo, espoleó a su caballo y no apartó la vista de la inmensa media

luna que formaba la bahía. La marea iba en descenso, y la franja de guijarros

semejaba un reluciente ofidio, ahora que se hallaba al descubierto bajo el

plomizo cielo, mientras que las ruinas del templo quedaban reducidas a las

dimensiones de un juguete. La preocupación atenazó la garganta de Kyre

cuando pensó en Gamora y en lo que podría haberle sucedido. En todo Haven

era la única inocente, la que no merecía sufrir ningún mal, y el recuerdo de

cómo la había rechazado con tanto desdén en su último encuentro añadió un

duro remordimiento a su ansiedad. De tener Haven dioses, pensó, hubiese

elevado a ellos sus plegarias más fervientes, pidiendo que la niña apareciera

sana y salva.

Dos horas necesitaron para recorrer el tortuoso sendero que seguía el borde

del acantilado, y cuando finalmente desapareció entre islotes de pizarra y

escasa hierba, nada se había averiguado sobre el paradero de la niña. El tiempo

empeoraba; la capa de nubes se había hecho más espesa y descendía,

pareciendo tocar el suelo aquí y allá. La llovizna anterior se había convertido en

una intensa lluvia que llegaba aguijoneante desde el mar y empapó pronto a los

hombres y a sus monturas. La marea había alcanzado su punto más bajo, y

Vaoran señaló una profunda pero practicable fisura en la roca, que conducía a

la playa.

–Descenderemos a la bahía y una vez diseminados, registraremos toda la playa

mientras haya bajamar –gritó hacia atrás.

Encaminó su caballo hacia la quebrada y los hombres le siguieron de uno en uno.

Kyre, que iba en último lugar, experimentó un breve pero molesto instante de

vértigo cuando su montura empezó a resbalar quebrada abajo y el acantilado

se escindió más y más a uno y otro lado. Hizo un esfuerzo para conservar la

presencia de ánimo y procuró concentrarse en el pomo del arzón mientras los

jinetes se abrían paso, con cautela, hacia la playa.

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Alcanzada la zona arenosa, los hombres se desplegaron en un amplio abanico

que se extendía desde el borde del acantilado hasta el agua. Kyre se situó a

sotavento de las rocas. No estaría protegido de la lluvia, pero prefería

mantener la máxima distancia entre su persona y las inquietas aguas. Poco a

poco, la fila de jinetes empezó a moverse hacia delante, fijos todos los ojos en

el suelo que les rodeaba, atentos a la más insignificante pista. Kyre procuró

quedar algo retrasado, ansioso por examinar todos los detalles de las rocas y

de los charcos que bordeaban el pie de los acantilados, morbosamente

consciente de que, en cualquier momento, podría distinguir una maraña de

obscuros cabellos o un menudo y blanco miembro entre las algas y las piedras.

Frente al grupo de hombres, quizás a unos cuatrocientos metros de distancia,

aunque entenebrecidas por la niebla y la lluvia, se alzaban, interponiéndose

entre los buscadores y Haven, las ruinas del antiguo templo, y Kyre no pudo

evitar la sensación –tal vez intuitiva, pero no por eso menos poderosa de que la

desaparición de Gamora estaba relacionada de alguna forma con aquellos

restos. Apenas podía verlos, pero le atraían de manera misteriosa, y su

presencia era un constante y extraño aguijón.

Alguien gritó de pronto, con un sonido sorprendentemente mortecino debido a

la pesadez de la atmósfera, y uno de los jinetes abandonó la fila para

acercarse a Vaoran. Kyre tiró de las riendas de su caballo, interesado, aunque

no pudo escuchar nada de lo dicho entre los dos hombres. Vio que Vaoran

meneaba la cabeza y daba una palmada en el hombro al otro, como si le

compadeciera. Luego, el maestro de armas levantó el brazo y ordenó a todos

que siguieran adelante.

El templo quedaba ya cerca, y sus mellados pilares se asomaban al gris día

como si estuvieran colgados en el aire, sin cimientos que los sostuvieran. El

caballo de Kyre respingó nervioso ante aquella aparición, y el joven tuvo

dificultades para calmarle y evitar que piafara y se saliera de la fila.

Finalmente, decidió detenerse unos momentos, antes de proseguir. Fue

entonces, al inclinar el cuerpo para acariciar el cuello del animal, cuando creyó

distinguir, junto al acantilado, un fugaz movimiento.

De modo involuntario, sujetó las riendas con tanta fuerza, que el caballo soltó

un resoplido y por poco no se alzó sobre sus patas traseras.

El acantilado estaba lleno de cuevas, algunas de ellas estrechos resquicios en

la pared de roca. Otras, en cambio, parecían obscuras bocas de idiota, y entre

las sombras de una de las cuevas más amplias había visto moverse algo.

– ¿Quién está ahí?

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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Kyre hizo dar a su caballo uno o dos cautos pasos en dirección al acantilado, al

mismo tiempo que se inclinaba hacia delante y para sus adentros maldecía las

gotas que le caían del cabello a los ojos.

– ¡Sal y déjate ver! –agregó.

La respuesta consistió en un ruido ligero, como si alguien o algo trepara a

través de los montones de espesas algas que cubrían desordenadamente el

lugar. Luego vio unos ojos que le miraban luminosos desde la obscuridad, así

como un pálido brazo que se alzaba y le hacía enérgicas señales.

Kyre miró rápidamente por encima de su hombro. El resto de la patrulla seguía

despacio su camino, y nadie parecía haberse dado cuenta de que él estaba

bastante retrasado. Recordó la orden de Vaoran, y también las últimas

palabras de DiMag, por lo que acalló el grito que tenía ya en la punta de la

lengua. No necesitaba ni quería que nadie le apoyara, y menos todavía Vaoran...

Su montura se puso nerviosa al dirigirla él hacia la cueva. Agitó la cabeza y

empezó a levantar nubes de arena hasta que Kyre tuvo que apearse y llevarla

de las riendas. La mano seguía llamándole, si bien ahora ya no era visible el

brillo de los ojos... Quien fuera que se escondía en la cueva, se había retirado a

la obscuridad al aproximarse él. Kyre dijo con voz queda:

– ¡No me acercaré más! ¿Quién eres, y qué quieres?

De nuevo se produjo un pequeño ruido, y por fin emergió lentamente del fondo

de la cueva una figura que permaneció en la penumbra de la entrada. Era un ser

menudo y delgado, de piel pálida tirando a un extraño tono verde-azul que Kyre

ya había visto antes, y blancos cabellos que se arremolinaron alrededor de sus

hombros cada vez que eran azotados por una ráfaga de húmedo viento. Vestía

sólo un taparrabo, y tenía el cuerpo tan flaco que casi no se le distinguía el

sexo. En una mano llevaba un arma semejante a una lanza, igual a aquella con

que DiMag había dado muerte a su prisionero. Parecía sostenerla con cierta

negligencia, pero Kyre prefirió no exponerse. Levantó una mano con la palma

hacia arriba, confiando en que el desconocido lo interpretara como un gesto de

paz.

– ¿Sabes hablar? –Preguntó al mismo tiempo–. ¿Me entiendes?

El habitante del mar sonrió y, al hacerlo, mostró una hilera de dientes

pequeños pero terriblemente afilados. A continuación contestó con una voz de

rara modulación, como si por sus pulmones corriese agua en lugar de aire.

– ¿Lobo del Sol?

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A Kyre se le hizo un nudo en la garganta. ¿Cómo podía conocer aquel ser el nombre que le habían puesto? Tragó saliva y respondió con esfuerzo:

–Sí. Soy el llamado Kyre.

El extraño ser hizo un gesto afirmativo.

–Buscas a la pequeña princesa.

– ¡Gamora! ¿Sabes dónde está? –inquirió Kyre, con el pulso acelerado.

La criatura se echó a reír y enseñó su mano libre, que hasta entonces había

mantenido escondida. Algo parecido a un arco iris cautivo relució en su puño y

con un súbito movimiento del brazo, se lo arrojó a Kyre.

Éste se tambaleó hacia atrás y atrapó el objeto, más por instinto que por

habilidad. Era una concha, nacarada por dentro, que reflejaba todos los

colores imaginables. ¡La preciosa concha que Gamora había encontrado en la

playa, durante el paseo con Brigrandon!...

El martilleo de su sangre aumentó hasta un grado asfixiante, y Kyre alzó la

vista, llenos de ansiedad sus ojos.

– ¿Dónde está?

–Con nosotros. Sana y salva. Puedo llevarte junto a ella.

Kyre se sintió mareado y horrorizado. ¡Gamora, en manos de los peores

enemigos de su pueblo! Luchó por vencer la peligrosa combinación de furia y

miedo que amenazaba con abrumarle. Si Gamora estaba prisionera, ¿por qué

tenía esa criatura tanto interés en conducirle a su lado? La niña era un rehén

mucho más valioso de lo que podría serio él. ¿Qué querrían de su persona,

pues?

La extraña criatura interrumpió sus desordenados pensamientos.

–Puedo llevarte –repitió–. Pero sólo a ti. A nadie más.

– ¿Por qué? –Exclamó Kyre con voz ronca–. ¿Por qué a mí?

El ser se encogió de hombros.

–Ésas son las órdenes –contestó con salvaje sonrisa–. Si quieres que Gamora

viva, tienes que acompañarme.

Era un ultimátum que no podía discutir, y no dudó ni un instante de que, si no

accedía, Gamora saldría perjudicada. Deseaba formular mil preguntas, pero no

había tiempo. Tenía que decidirse en el acto.

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– ¿Y bien?

El habitante del mar irguió la cabeza con un gesto de desafío ligeramente

burlón.

Kyre miró rápidamente atrás, hacia la orilla. Los miembros de la patrulla

estaban ya muy lejos, y aún no habían notado su ausencia. Pensó en Gamora...

–De acuerdo –dijo al fin, con tono seco.

La sonrisa de la extraña criatura se ensanchó.

–Ven, entonces –contestó–. Por aquí... ¡Deprisa!

Salió de la cueva y echó acorrer en la dirección contraria a la que seguían los

hombres de Vaoran.

Desconcertado, Kyre soltó las riendas de su caballo y le siguió.

El habitante de las aguas avanzaba a un paso peculiar y saltarín, que parecía

torpe. Sin embargo, corría bastante, y resultaba difícil darle alcance en la

húmeda y fina arena. Se hallaban todavía al amparo de los acantilados y, de

momento, Kyre no oyó el ruido de cascos que se le acercaba por detrás, ya que

el martilleo de su propio pulso en los oídos apagaba cualquier otro sonido. Sólo

cuando una voz gritó algo a sus espaldas se dio cuenta, con un súbito

sobresalto, de que su desaparición había sido descubierta.

– ¡Eh, vosotros! ¿Qué creéis que estáis haciendo, en el nombre del Ojo?

La criatura marina tropezó, asustada, y emitió un silbido de alarma. Miró

rápidamente por encima del hombro, agarró a Kyre por un brazo, tiró de él y

graznó:

– ¡Corre!

Kyre casi perdió el equilibrio al verse arrastrado por su compañero en

dirección al mar, y ni siquiera tuvo ocasión de pensar en lo que hacía.

Únicamente lanzó una brevísima mirada a los jinetes que ahora galopaban hacia

ellos. Alguno debía de haberle visto con la extraña criatura... Cada vez les

tenían más cerca, con Vaoran a la cabeza, y éste les ordenaba a gritos que se

detuvieran. Kyre miró el mar con desespero, y se dijo que, antes de que

pudieran llegar a él, les habrían dado caza.

– ¡Corre! –volvió a chillar la criatura de las aguas, y Kyre no supo adivinar si

estaba más furiosa que asustada.

El joven intentó dar aún más agilidad a sus piernas, pero los músculos de las

pantorrillas le dolían terriblemente y no logró correr más aprisa.

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Los caballos que iban a la cabeza del grupo cambiaron de dirección,

describiendo una curva para cortar el paso a los fugitivos antes de que

alcanzaran la línea de la marea. Los animales eran mucho más veloces que ellos

y de repente, la borrosa y obscura figura del caballo de Vaoran les cortó el

camino del mar. Kyre y la criatura se desviaron de manera instintiva, aunque

sólo para retroceder de nuevo cuando otro caballo les salió al encuentro por la

izquierda. Los dos animales convergieron, cortándoles el paso, y cuando

acudieron nuevos jinetes a reforzar a su jefe, Kyre y su compañero se

detuvieron tambaleantes, rodeados y atrapados.

Vaoran clavó la vista en Kyre y pese a que la pesada figura del maestro de

armas era poco más que una silueta que destacaba contra el cielo, el joven

pudo sentir el abierto odio que irradiaba.

– ¡Caramba! ¿Qué tenemos aquí? –Exclamó Vaoran con suave perversidad–. Un

desertor y traidor, una sabandija que se une a otras sabandijas y conspira con

ellas...

El habitante del mar enseñó los dientes y gruñó. La montura de Vaoran

respingó con violencia, alarmada por el agresivo movimiento y por el

desagradable olor salobre que despedía la criatura. Vaoran tiró con fuerza de

las riendas para hacer obedecer al caballo, y sus azules ojos enfocaron al ser

de cabellos blancos. Su pecho se agitaba, como si le costara contener una

extraña emoción. Luego, de pronto, hizo un gesto a uno de sus hombres.

– ¡Mata a eso! –Dijo con indiferencia–. Al favorito de nuestro príncipe le

daremos una lección más... prolongada; pero mata a esa cosa ahora, y que las

gaviotas devoren sus entrañas.

Kyre quiso protestar, recordando a Gamora, pero la criatura marina fue más

rápida. Antes de que nadie pudiese moverse, levantó inesperadamente la lanza,

que describió una enérgica y mortal curva a través de la lluvia para ir a

hundirse en el descubierto pecho del caballo de Vaoran. El animal soltó un

relincho y se encabritó, arrojando de la silla al maestro de armas. Otros

caballos recularon espantados, y sus jinetes trataron frenéticamente de

impedir que pisotearan a su jefe caído al suelo... La criatura marina aprovechó

la confusión para recuperar y depositar en manos de Kyre la ensangrentada

lanza.

– ¡Sígueme! –susurró, y en sus enormes ojos brillaba una luz fanática. Si no

vienes, la niña morirá antes de que termine el día.

Con estas palabras se lanzó como una centella a través de la confusión de

hombres y caballos, y se precipitó en las aguas.

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Kyre soltó una fuerte maldición que ignoraba conocer, mientras trataba de

abrirse camino entre los piafantes caballos. Vaoran, ronco de sorpresa y de

rabia, bramó:

– ¡Detenedle!

Uno de los animales se le atravesó mientras su jinete desenvainaba la espada y

arremetía contra él. Kyre sintió que, cual poderosa ola, lo invadían el miedo, la

furia y la desesperación a la vez, todo ello hizo surgir en él un instinto

procedente de perdidos recuerdos. De pronto, la lanza que sujetaba pareció

cobrar vida; sus puños asieron el arma con una fuerza desconocida, y la temible

hoja se agitó como una serpiente de acero para frenar la espada que se le

venía encima. Los metales chocaron con una horrible y discordante nota que le

hizo rechinar los dientes a Kyre, y las chispas saltaron en medio de la lluvia. El

guerrero blasfemó, incapaz de desenredar su espada. Kyre la mantuvo presa

con su propia lanza hasta que llegó el momento justo, y entonces, con otro

experto golpe, dobló la tremenda hoja y, de un solo movimiento, desjarretó a

su asaltante.

Los gritos del hombre constituyeron un horrible contrapunto a los renovados

relinchos de los caballos, atemorizados ante el olor de la sangre, y ni las

rabiosas voces del frustrado Vaoran lograban hacerse oír en medio de la

barahúnda. Sin soltar la lanza, Kyre cargó contra el cuarto delantero del

caballo de éste; el animal saltó hacia un lado, con las patas tiesas a causa del

miedo, y el joven pudo abrirse paso entre el lío de hombres y echar acorrer

siguiendo las ligeras pisadas del ser de las profundidades. Impulsado por la

desesperación, no pensó en lo que podía esperarle en aquel mundo y sólo se

detuvo unos instantes cuando el agua de la marea creciente le envolvió los pies.

A sus espaldas oyó gritos. Miró hacia atrás y comprobó que alguien le seguía a

trompicones por la arena. Era Vaoran.

– ¡Vuelve!

El maestro de armas tenía un brillo demente en los ojos; era la suya una cólera

sin control, y Kyre sintió un azote casi físico al darse cuenta de lo que había

hecho... Había empuñado la lanza del habitante de los mares como si hubiera

nacido para eso. Quizás estuviese muerto el hombre al que desjarretara poco

antes... Había tenido que hacerlo, en bien de Gamora, pero... ¿de dónde

procedía aquella súbita y mortal habilidad?

De nuevo miró angustiado por encima del hombro. Vaoran quería matarle, y él

no podía confiar en derrotar a un guerrero tan experto. Pero tampoco estaba

dispuesto a morir, y... ¡no podía fallarle a Gamora!

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Se adentró en el mar hasta que el agua se arremolinó alrededor de sus

pantorrillas. No tendría ocasión de explicar nada. El maestro de armas no le

escucharía, y tal vez él hubiese hecho lo mismo, en su lugar. El mar era su única

posibilidad.

Dio un paso más y notó que el fondo empezaba a hundirse bajo sus pies. Ni

siquiera sabía si sería capaz de nadar, pero era tarde para tales

consideraciones. O aprendía, o moriría ahogado.

Vaoran se acercaba. No podía perder más tiempo. Respirando con fuerza, Kyre

gritó:

– ¡Se han apoderado de Gamora! ¡Tengo que penetrar en las aguas, o la

matarán! Decídselo a DiMag... ¡Está en poder de ellos!

No pudo saber si Vaoran le había oído o entendido. Dio media vuelta y con una

silenciosa plegaria a cualquier benevolente poder celestial que le escuchara, se

arrojó contra la primera ola que rompió delante de él.

Las verdes aguas cubrieron su cabeza, arrastrándole hacia abajo. El frío allí

reinante era terrible, y Kyre estuvo a punto de encharcarse los pulmones antes

de lograr asomar de nuevo a la superficie, pero por fortuna se halló más allá de

la traidora ola, empujado por una fuerte corriente.. El instinto le hizo agitar

las piernas, y el vaivén del mar le ayudó a liberarse de aquella corriente e

internarse en aguas más profundas. La sal le irritó los ojos, la nariz y la boca

antes de que consiguiese aprender a respirar entre una ola y otra. Agitó aún

más los brazos, tratando de acompasar su movimiento con el empuje de las

piernas y, de pronto, consiguió coordinarlos. Le había resultado fácil, y nadaba

con enérgicas brazadas.

Como si hubiese nacido para ello...

Consciente de que debía concentrarse en una supervivencia meramente física,

se forzó a apartar de sí la sensación de frío. Nadaría hasta dejar atrás la

bahía y buscaría refugio en algún lugar donde Vaoran y sus hombres no

pudiesen darle alcance. Mientras no estuviera a salvo, le era imposible pensar

en nada más.

Kyre dio un grito y tragó agua de mar cuando alguien le agarró un tobillo.

Perdió el ritmo y quiso liberarse de quien fuere, pero sucedió al revés, y el que

le apresaba tiró de él con violencia, haciéndole sumergirse entre remolinos de

burbujas y espuma. Kyre no logró desasirse pese a sus patadas, pero entonces

distinguió inesperadamente, a través de la turbia obscuridad, unos ojos

luminiscentes y una mano que agarraba su pie mientras la otra le llamaba con

lentos gestos. Le llamaba hacia la profundidad... El joven movió la cabeza de un

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lado a otro, con desesperación, intentando hacerle comprender a aquella

criatura de los mares que necesitaba respirar aire, y no agua, pero el extraño

ser se limitó a enseñar los dientes en una salvaje sonrisa, sin dejar de llamarle

con la mano y con la cabeza, de forma que sus pálidos cabellos danzaban como

algas a su alrededor.

Tenía que saber que él no resistiría más de un minuto o dos bajo el agua... ¡Sin

duda quería ahogarle! Kyre pataleó de nuevo con todas sus fuerzas. El miedo a

verse arrastrado hacia abajo le había hecho soltar casi todo el aire

almacenado en sus pulmones. Sentía en sus oídos un terrible zumbido, y tenía

la sensación de que la cabeza y el pecho le iban a estallar. Todo lo más

dispondría de unos segundos, antes de que los reflejos musculares le obligaran

a abrir la boca en un inútil y angustioso esfuerzo por respirar.

La criatura hizo gestos más enérgicos con la cabeza, como si leyera sus

pensamientos, animándole a iniciar el terrible proceso de inmersión. El sombrío

mundo submarino pareció volverse rojo. El agua era como la sangre, su captor

se había convertido en una espantosa aparición de color escarlata, y los

tambores de sus orejas sonaban cada vez con más fuerza, más intensidad... De

repente, no pudo más. Un espasmo recorrió su garganta y su diafragma... Kyre

abrió la boca y jadeó con desespero.

Una fuente de burbujas brotó junto a su rostro, cegándole, y él notó el

punzante y abrasador ataque de la sal. Cerró los ojos, agitó los miembros,

indefenso... Y, de pronto, se debilitó el martilleo de su cabeza, y la presión que

atenazaba su pecho cedió al expandirse los pulmones con alivio. Se expandían,

se contraían, volvían a expandirse... ¡Respiraba! Alarmado y aturdido a la vez,

Kyre abrió los ojos para ver al habitante de las aguas, que todavía le sujetaba

el pie y sonreía a través de la penumbra acuática. Hizo el extraño ser un gesto

afirmativo con la cabeza y abrió una mano con la palma hacia arriba, como si

quisiera decir: « ¿Te das cuenta?».

Kyre le miró, consciente de que ambos eran transportados por la fuerte

resaca. No podía distinguir el fondo, ni le llegaba el menor resplandor desde la

superficie. Sin embargo, no le preocupó. Respiraba tan fácilmente como si lo

hiciera en tierra, a pesar de que lo que fluía por sus pulmones era agua...

Al ver que, por fin, Kyre había comprendido su nueva condición, la criatura

marina le soltó. Dio media vuelta con cierta gracia perezosa y puso las manos

en forma de aletas para nadar mejor contra la corriente. Luego señaló hacia

delante, donde no parecía haber más que una agitada obscuridad.

Desconcertado e incapaz de salir de su asombro, Kyre movió su cuerpo y dio

vueltas hasta que quedó en una postura entre horizontal y vertical. La caricia

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143

del mar, que le sostenía y a la vez, daba fuerza y flexibilidad a sus miembros,

era relajante y confortante. Tuvo la sensación de que su vigor podría ser

infinito en aquel apacible mundo de agua.

Intentó hacer un gesto para indicar a la criatura de los mares que estaba

dispuesto a seguirla. Se lanzó suavemente hacia adelante, flexionó sus

músculos y tomó impulso para nadar detrás de ella en dirección a las

profundidades.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

144

Capítulo 11

DiMag dijo con voz firme, sin levantar la vista de las notas que tomaba:

–Ya entiendo.

Vaoran clavó los ojos en él. En las mejillas del maestro de armas ardían dos

manchas rojas, y la cólera asomó a su voz cuando preguntó cortante:

– ¿Qué pensáis hacer al respecto, señor?

– ¿Hacer? –repitió el príncipe, volviéndose en su silla tan rápidamente que

Vaoran dio un involuntario paso atrás.

Se hallaban solos en los aposentos privados de DiMag. Los ojos del soberano

relampagueaban de aversión y disgusto, y su boca formó una línea delgada y

tensa cuando agregó con tono enérgico:

– ¿Qué sugieres tú qué debo hacer, mi buen maestro de armas?

– ¡Ese Kyre es un traidor! ¡Ha vendido a Haven! Yo, señor, creí desde el primer

momento que no se podía confiar en él, y si bien no quiero parecer mojigato,

yo...

– ¡Entonces calla! –Le cortó DiMag en tono rencoroso, al mismo tiempo que se

ponía de pie; al retirar la silla, ésta arañó el suelo con desagradable ruido–.

Según tu propio informe, perdiste de vista a Kyre cuando él se sumergió en el

mar para escapar de tu ira. Y, dado que no me parece probable que supiera

nadar, a estas horas debe de estar muerto. En tal caso, tú habrás obtenido

toda la satisfacción que puedes conseguir de tu hazaña, salvo que pretendas

que ordene rastrear todo el mar hasta que aparezca su cadáver, para que te

diviertas desmembrándolo.

Vaoran no respondió, pero DiMag percibió una contenida furia en su agitada

respiración, y esbozó una agria sonrisa. Era posible que su maestro de armas y

consejero abrigara profundos resentimientos, pero no osaría actuar... Al

menos, no de momento. Su sonrisa se borró al continuar:

–Me has prestado un mal servicio, Vaoran –dijo, mientras daba media vuelta y

se encaminaba a la ventana–. Gracias a tus prejuicios y a tu estupidez, el

agotador encantamiento que mi esposa –y remarcó esta palabra de manera

sutil pero inequívoca– realizó con gran riesgo para su persona... ha sido

destruido y ya no nos servirá de nada.

Vaoran se sonrojó.

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– ¡Esa criatura os traicionaba, príncipe DiMag!

– ¿De veras? ¿Cómo puedes estar tan seguro? –replicó el soberano entre

cerrando los ojos.

– ¡Asesinó a uno de mis hombres, por la Hechicera! A uno de mis mejores

soldados, que se desangró ante mis ojos sobre la arena.

– ¿Y no le mataría Kyre para salvar su propia vida? Quizá tú no le diste la

oportunidad de explicarse...

Vaoran le devolvió una mirada dura.

– ¿Qué tenía que explicar ese ser? ¡Estaba de acuerdo con los demonios del

mar, asociado con ellos! No voy a empezar a dudar de lo que vieron mis ojos.

–No, claro que no. En consecuencia, estabas dispuesto a matarle sin cruzar con

él ni una sola palabra.

Vaoran aspiró el aire con violencia.

– ¡Sí, lo estaba! ¡Porque mi fidelidad es para Haven, y no para las no probadas

fanfarronerías de una criatura arrancada a los infiernos!

DiMag se volvió lentamente hacia él, y sintió no tener una espada en la mano.

– ¡Aléjate de mi vista! –dijo, sin alzar la voz.

Vaoran aguantó su mirada durante unos momentos. Luego dio media vuelta con

una exclamación de disgusto y abandonó la estancia con un portazo.

Grai le aguardaba allí donde el corredor desembocaba en la escalera principal,

seguro de que en aquel lugar no podían verle ni oírle los centinelas apostados a

la entrada de los aposentos de DiMag. Salió de las sombras cuando Vaoran se

aproximaba y a juzgar por el gesto ceñudo del maestro de armas, prefirió no

pronunciar palabra mientras descendían el tramo juntos. Únicamente habló

cuando hubieron llegado al zaguán.

– ¿Qué? ¿Ha resultado como vos esperabais?

–No. Mucho peor –contestó Vaoran, con una mirada oblicua al rechoncho

consejero–. Mi demostración no ha sido suficiente para él. ¡Ha empezado a

defender a esa monstruosidad como si se tratara de su hermano!

–Hum –gruñó Grai, y se puso a chupar un mechón de su barba, vicio que irritaba

sobremanera a Vaoran, al mismo tiempo que miraba hacia un punto indefinido

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mientras meditaba–. Bien, bien... –añadió, arrastrando las palabras–. Nuestro

príncipe parece mantenerse tan poco razonable como de costumbre.

–Desde luego. Casi me atrevería a decir que está a punto de perder la razón.

No es un buen augurio para el futuro de nuestra ciudad.

Grai hizo un sensato gesto de asentimiento.

–No lo es, en efecto. Sin embargo... ¿ha llegado el momento de expresar más

públicamente semejante temor?

Dejó la pregunta en el aire, y Vaoran se encogió de hombros.

–Creo que todavía no, consejero Grai. En mi opinión, ha de pasar algún tiempo

más –respondió con malhumorada sonrisa–. Si al condenado se le da una cuerda

suficientemente larga, a lo mejor evita una molesta tarea al verdugo.

El consejero soltó una risa breve y sibilante.

–Muy bien expresado. Os entiendo y estoy de acuerdo con vos. Hemos

aprendido a tener paciencia, de modo que podemos esperar un poco más. y

ahora voy a dejaros para que podáis refrescaros y tomar algo, después de tan

ardua mañana. Ah, una cosa... –agregó con aire ausente, dando una palmada en

el brazo de Vaoran cuando ya se marchaba–. Esas últimas palabras que la

criatura os gritó con respecto a la princesa Gamora... ¿Se las habéis

mencionado a DiMag?

–No. He considerado más prudente no revelárselas, de momento...

–Más prudente, sí –repitió Grai, con una sonrisa–. Más prudente. Sí. No puede

preocupar al príncipe lo que no sabe. ¡Muy inteligente por vuestra parte,

Vaoran!

Y se alejó con su maliciosa sonrisa.

-0-0-0-0-

– ¡DiMag!

El grito de Simorh hizo acudir en el acto a Thean y Falla, que encontraron a la

princesa en el suelo, entre un enredo de mantas. Agitaba las manos y el sudor

resplandecía en su rostro, mientras luchaba por apartar de sí la pesadilla.

– ¡Señora, señora...! Estáis a salvo en vuestra torre. ¡Calmaos!

Thean, que era la más fuerte de las dos, sujetó los brazos de Simorh y trató

de serenarla mientras Falla apartaba las mantas que la envolvían. Gimió y

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rompió a llorar cuando sus dos iniciadas la acostaban de nuevo en el lecho del

que se había caído.

– ¡Llama al médico, Falla! –dijo Thean con urgencia.

– ¡No! –protestó Simorh, irguiendo el cuerpo a la vez que daba débiles

manotazos a quienes la atendían–. No quiero ver al médico... ¡Que venga el

príncipe! Necesito hablar con él...

–No estáis en condiciones, señora...

– ¡Oooh! –Jadeó Simorh con exasperación, y se secó la cara con la manga de su

túnica–. ¡No discutáis conmigo! ¡Tengo que ver a DiMag! ¡Haced lo que os

ordeno!

Al decir estas palabras agarró por la muñeca a Thean y le hundió las uñas en la

carne con tal fuerza, que la muchacha retrocedió asustada.

Thean y Falla intercambiaron una mirada de desasosiego. Luego, la segunda se

levantó y corrió hacia la puerta.

DiMag aún era presa del nerviosismo provocado por la entrevista con Vaoran,

cuando un criado le transmitió el mensaje de Simorh. El príncipe estuvo a

punto de despedir al hombre con una maldición, pero un extraño instinto se lo

impidió. Tenía hoy los sentidos extrañamente despiertos, y en la voz del

sirviente hubo algo que le llamó la atención. En el pasillo encontró a una Falla

muy excitada, y procuró tranquilizarla con una sonrisa.

–Bien, Falla... ¿Qué le sucede a tu señora?

La morena muchacha sacudió la cabeza.

–Lo ignoro, señor. Despertó de una pesadilla y estaba fuera de sí. Os suplica

que subáis.

–Ahora mismo. Ve tú delante.

Fueron todo lo aprisa que DiMag podía y al cabo de unos minutos, se hallaban

en la escalera que conducía a la torre de Simorh.

– ¡DiMag!

Cuando entraron en la alcoba, la princesa intentó incorporarse y empujó hacia

un lado a la ansiosa Thean.

DiMag vio la urgencia y la angustia en su rostro, y dijo a las dos jóvenes:

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–Dejadnos solos.

Aguardó a que la puerta estuviera cerrada, y entonces se arrodilló junto al

diván.

– ¿Qué ocurre? ¿Habéis tenido alguna visión?

En otras circunstancias, Simorh se hubiese sentido satisfecha de ver su

preocupación, pero ahora estaba demasiado perturbada para percibirla. Asió la

muñeca de su esposo, y las palabras brotaron caóticas de su boca.

–He visto a Gamora... En un sueño... ¡La he visto, DiMag! Yo...

El príncipe sintió que se le encogía el corazón. Conocía suficientemente a

Simorh como para dar importancia a los sueños que a veces tenía, y para creer

en su interpretación de ellos. Sus dedos estrujaron los de la mujer, y preguntó

alarmado:

– ¿Dónde está? ¿Vive?

Simorh hizo un movimiento afirmativo.

–Vive y no ha sufrido daño, pero... el lugar donde se halla... es... –jadeó

indefensa–. ¡No lo sé, DiMag! No puedo distinguirlo con claridad. Es como si

estuviera en otro mundo, en otra dimensión... –agregó con lágrimas en los ojos–.

No conozco el lugar, y no puedo establecer contacto.

El miedo puso un terrible peso en el estómago de DiMag.

–Intentad recordar, Simorh –musitó él, y con un tremendo esfuerzo preguntó

al fin–: ¿No era un lugar de muerte...?

– ¡No! –Exclamó Simorh con vehemencia–. Gamora vive. Sé que es así. Además...

¡Kyre está con ella!

– ¿Kyre?

El rostro de DiMag palideció, y sus ojos se agrandaron.

–Kyre, sí. ¿Es eso tan importante?

DiMag soltó la mano de Simorh y se puso de pie. Sin atreverse a afrontar su

frenética mirada, dijo:

–Vaoran ha venido a verme hace media hora. Traía noticias...

– ¿De Gamora? –le interrumpió Simorh con voz estridente.

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–No. Escuchadme. Kyre fue con la patrulla de Vaoran. Yo lo envié. Por lo visto,

encontró a una de esas criaturas del mar –explicó vacilante, después de tragar

saliva– y, según Vaoran, él y el ser de las aguas estaban a punto de escapar

cuando fueron apresados.

El rostro de Simorh había quedado inmóvil.

– ¿Qué ocurrió?

DiMag se encogió de hombros.

–Depende de lo que prefiráis creer. Según Vaoran se produjo Una pelea, en la

que murió uno de los soldados. La criatura huyó al mar, y Kyre fue detrás de

ella. Le vieron por última vez cuando nadaba en aguas profundas.

La princesa permaneció muda durante un rato. Luego, su rostro se puso tenso,

en sus ojos apareció una expresión introvertida y enajenada. Al fin dijo:

– ¿Creéis lo que Vaoran os contó?

El príncipe emitió un suspiro.

–No sé qué debo creer. Lo único que yo sé es que Kyre no ha regresado. Sin

embargo, vos lo habéis visto... –indicó, alzando la vista.

–Con Gamora, sí.

DiMag se mordió el labio.

– ¿Significa eso que los dos están muertos?

– ¡No! –Exclamó de nuevo Simorh, aunque con menos vehemencia que antes–.

Los dos viven –afirmó, convencida–. Sé, y mis sentidos no me engañan, que

están juntos. Pero no podemos alcanzarlos, se hallen donde se hallen, ni nadie

será capaz de descubrir su paradero.

DiMag respiró profundamente.

–No sé qué hacer, ni qué pensar. Si estáis en lo cierto... ¡Hay tantas

posibilidades! –Declaró con un violento movimiento de la cabeza–. ¿Por qué se

metió Kyre en el mar? ¿Cómo encontró a Gamora?

– ¡Yo lo averiguaré! –afirmó Simorh con fiereza.

DiMag la miró con pena.

–No tenéis suficiente energía.

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–Es igual. No me importa lo que tenga que hacer. ¡Descubriré lo sucedido! No

queda otra solución... –agregó con ojos febriles.

El príncipe dio varios pasos por la habitación. El cansancio hacía más evidente

que de costumbre su cojera, y Simorh tuvo que apartar la vista, porque la

torpeza de sus andares la afectaba.

– ¿Es nuestro Lobo del Sol un traidor? –Dijo despacio, hablando casi más

consigo mismo que con su esposa–. Vaoran lo cree. Yo no. Vos, que le trajisteis

a este mundo, debéis saberlo...

Simorh bajó los ojos.

–Lo sabré cuando lo tenga de nuevo en el castillo –contestó con rencor.

–Si lo recuperáis.

–Cuando lo recupere.

–Como prefiráis.

Simorh se agarró los brazos.

–Tiene que ser cuando. ¿Es que no lo entendéis? ¡Kyre es nuestra única

conexión con Gamora! –Gritó, fija la vista por unos instantes en el tenso rostro

de DiMag, y luego le volvió súbitamente la espalda–. Ahora dejadme sola y

enviad más hombres en su busca. No puedo hablar con vos... –levantó los

hombros e inspiró con dificultad, antes de continuar–: Sé lo que pensáis... Que

Kyre nos ha causado desgracia, y que yo lo traje a Haven. Es verdad: la culpa

es mía, y lo admito. Pero buscaré una solución y aunque muera en el intento, ¡la

encontraré!

La mujer lloraba, pero DiMag no se atrevió a tocarla. Ni tan sólo a acercarse a

ella. El abismo existente entre ambos era demasiado grande. En consecuencia,

dio media vuelta y se encaminó cojeando hacia la puerta. Sólo se detuvo unos

segundos al apoyar la mano en la aldaba.

–No creo que Kyre nos arrebatase a Gamora. Hay en este asunto muchas cosas

que nosotros no entendemos, y no soy tan tonto como para creerme sin más ni

más las historias de Vaoran. Vos no me conocéis muy a fondo, ¿verdad,

Simorh?

La princesa se llevó un puño a la boca, con la intención de sofocar los

silenciosos sollozos que la sacudían y que parecían recorrer todo su cuerpo,

desde el comienzo de la columna vertebral hasta los talones. Ni siquiera

percibió el leve ruido de la puerta cuando DiMag la cerró.

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-0-0-0-0-

El tiempo se había convertido en un concepto extraño y sin sentido. Podían

llevar una hora, un día o un año deslizándose por las aguas, a través del

sombrío y arremolinado mundo de las profundidades, un mundo de verdes y

azules y grises, siempre cambiante, siempre revelador de alguna nueva

maravilla, a medida que avanzaban nadando. Aquí había una formación de roca

cristalina, semejante a una escultura fantástica; un castillo propio de un sueño

de niños... Allí, un vasto campo de algas que movían la cabeza con lenta y

obediente gracia, como si las dirigiera una lejana mente... Más allá, bancos de

peces de centelleantes ojos, que al aproximarse ellos salían disparados hacia

un lado cual una lluvia de fragmentos de cristal. Pasaban a dos dedos de sus

cuerpos, pero jamás hubiera sido posible atraparles.

A Kyre le parecía que en él habían despertado, de manera explosiva, unos

sentidos que hasta entonces ignoraba poseer. La libertad que experimentaba al

moverse con tal rapidez y facilidad por el agua era como una droga. Había

descubierto una nueva dimensión de poder, y deseaba reír, gritar y llorar a la

vez, emocionado ante tanta exuberancia. Olvidada quedaba la lucha en la playa.

Tampoco recordaba a Gamora, ni a Haven. Sólo experimentaba ese nuevo

mundo, profundo y precioso, y ansiaba sentirlo con todas las fibras de su ser.

Pero la criatura marina que le guiaba conocía la urgencia de su misión y, aunque

le permitía con gusto alguna ávida exploración, seguía directamente hacia su

destino. Para Kyre, aquella criatura era una especie de reluciente fuego fatuo

detrás del cual iba, sin detenerse a pensar si lo que hacía era sensato o no. El

milagro le tenía demasiado subyugado para que pudiera preocuparse por nada

más. Pero al fin hubo algo que sacudió su mente. La suave marea que les

arrastraba estaba cambiando. Fuertes corrientes les azotaron, removiendo la

arena del fondo y enturbiando las aguas. y encima de su cabeza, Kyre

distinguió de pronto una débil y trémula luminosidad, y un sordo ruido lejano

pareció hallar eco en sus huesos.

Su compañero se dobló graciosamente para ayudarle cuando, repentinamente

confundido e inseguro, Kyre se retorcía en el agua. Le tomó por una muñeca y

señaló la superficie antes de emprender el ascenso con enérgicos movimientos

de las piernas. Los miembros del joven imitaron por reflejo a los del ser

marino... Enseguida, Kyre volvió a experimentar una energía, una vigorizante

capacidad para surcar las aguas y de súbito, sus cabezas asomaron al aire

cargado de sal.

El habitante del mar arrojó un chorro de agua por la nariz y, a continuación,

aspiró rápidamente varias veces seguidas, con suavidad, para introducir

oxígeno en sus pulmones. Kyre, desprevenido, se encontró atragantándose y

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escupiendo en un medio que, de repente, le resultaba extraño. Sólo cuando la

criatura marina le agarró la barbilla con una mano y le golpeó el pecho con la

palma de la otra, empezó a echar agua –y notó que la garganta funcionaba de

nuevo. El cambio fue penoso: un punzante choque de sal húmeda y frío viento.

Kyre tosió de manera convulsiva y no opuso resistencia a su guía, que le llevaba

a remolque hacia lo que, para sus lacrimosos ojos, era una especie de arrecife.

Una ola les ayudó en su camino. El cuerpo de Kyre se arañó dolorosamente con

algún saliente de roca y, entonces, unas manos le asieron, tirando de él hacia

fuera. El joven luchó por desasirse, porque no deseaba salir del mar, pero sus

esfuerzos eran débiles y se vio abandonado de cualquier modo, como un pez

fuera del agua, sobre la áspera superficie del arrecife, cubierta de lapas.

Tres hombres les esperaban allí. Dos eran ya mayores. Al tercero, en cambio,

se le veía bastante más joven: una llamativa figura de cabellos negros,

veteados de plata, con una fea marca de nacimiento en la mejilla. Miró éste con

notable interés a Kyre cuando el guía trepó sin problemas a la roca y se situó

delante de quienes habían acudido a recibirles.

–He hecho lo que me ordenaron –dijo, con una breve reverencia a los allí

reunidos–. ¡Éste es el hombre!

Hodek miró a Kyre, que, todavía magullado, intentaba incorporarse, aunque sin

mucho éxito. Ignoró al guía, que esperaba un reconocimiento, y fue Akrivir

quien por fin habló.

–Has cumplido bien tu tarea –dijo con cierta frialdad– .Serás recompensado.

A continuación le despidió con un gesto de la cabeza, y el guía se encaminó

hacia una obscura celda abierta en la pared de la cueva. Cuando pasaba por

delante de él, Akrivir le detuvo. Intercambiaron unas palabras en voz baja y

luego, el guía desapareció.

El compañero mayor de Hodek se acarició pensativo la barbilla.

–Es una pena que tengamos que hacer toda esta comedia. Yo sería partidario

de eliminar en el acto a esta criatura.

Akrivir sonrió con cinismo, y Hodek se puso ceñudo.

–Toma una espada, si te place, y atraviésala –replicó ásperamente–. Pero serás

tú quien rinda cuentas a Calthar, ¡no yo!

El otro hombre se estremeció, apartándose hacia un lado, y Kyre, cuya

confusión había cedido poco a poco, pudo levantar al fin la cabeza.

– ¿Quién sois vos? –preguntó.

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Tenía la voz ronca a causa de la sal, y se le quebró en la última palabra. Se

frotó los ojos en un intento de despejárselos, y al enfocar al grupo que tenía

delante, recordó finalmente por qué había sido conducido allí.

Hodek le miró con gesto hosco.

– ¿Eres tú el llamado Lobo del Sol?

La debilidad de los miembros de Kyre fue reemplazada por... una creciente

tensión.

–Gamora... –musitó, para repetir con más fuerza–: ¿Dónde está Gamora?

Hodek suspiró con un teatral gesto de paciencia.

–Yo te he formulado una pregunta correcta. ¡Haz el favor de contestar del

mismo modo!

Kyre notó que empezaba a tiritar. Una cueva, situada encima del nivel del mar...

¡Aquello era la plaza fuerte de los enemigos de Haven!

–Sí –se oyó decir a sí mismo–. Soy el llamado Kyre... –y sacudió la cabeza,

tratando de vencer los últimos restos del desconcierto y del sobresalto, para

repetir luego–: ¿Dónde está Gamora?

–La niña está bien –respondió Hodek.

– ¡Quiero verla!

Hodek carraspeó de manera expresamente cortés.

–Creo –comenzó– que, antes de proseguir, deberíamos aclarar uno o dos

detalles. Como acabo de decir, la niña está bien... de momento. Mientras tú

cooperes con nosotros y hagas la que te ordenemos, en vez de perder el

tiempo con fatigosas preguntas, Gamora continuará bien. Si, por el contrario,

tú te pones pendenciero, su salud podría empeorar de repente. Así que...

¿empezamos de nuevo? –dijo con una untuosa sonrisa.

Kyre no tuvo más remedio que asentir.

–Bien –declaró Hodek, al mismo tiempo que daba unas fuertes palmadas y Kyre

oía el crujido de sus nudillos–. Akrivir te acompañará a tu lugar de destino. No

formules preguntas, ni digas nada. Simplemente, síguele.

Dio un paso atrás e hizo señal a Akrivir, quien, sin hablar, indicó con el pulgar

la boca de un negro túnel que se abría al fondo de la cueva.

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Receloso pero dispuesto a no discutir, dada la clara amenaza referente a

Gamora, Kyre le siguió. A la entrada del túnel miró hacia atrás y comprobó que

Hodek le vigilaba. Su actitud distaba mucho de ser tranquilizadora, y Kyre

volvió enseguida la cabeza.

Cuando Akrivir y su rehén hubieron desaparecido de su vista, Hodek emitió un

resuello largo y sibilante. Al igual que el otro consejero, hubiese preferido no

participar en aquella ridícula comedia, pero Calthar había insistido en ello,

disponiendo hasta el más mínimo detalle y, como de costumbre, sin dignarse a

explicar sus razones.

La ya conocida mezcla de deseo, temor y aversión ardió en sus venas al pensar

en la sacerdotisa, despertando su viejo sueño de derrotar un día a Calthar en

su propio juego. Quizá fuera sólo una ilusión, pero una muy acariciada: nada

podría producir mayor satisfacción a Hodek que una inversión de sus

respectivos papeles, para ver a Calthar arrastrándose a sus pies.

Su colega tenía aún la vista fija en la boca del túnel, y su voz interrumpió los

agradables sueños de Hodek.

–No acabo de comprender por qué quiere Talliann tener aquí a semejante

criatura –comentó–. ¿Qué puede desear de ella?

– ¿Y cómo puedo yo saber qué mueve a Talliann? –Contestó Hodek–. Esa chica

está todavía más loca que Calthar. A lo mejor empieza a despertar por fin a la

llamada de la carne... –añadió con una sonrisa maliciosa y desagradable, y luego

cacareó–: Dejemos que se divierta, mientras pueda... Una vez haya hecho lo que

se espera de ella, ya no harán falta más chiquillos problemáticos ni

recalcitrantes Lobos del Sol, y Calthar sabrá exactamente qué hacer con ellos.

Ya lo veréis, amigo, ¡ya lo veréis! –dijo, dando una palmada en el brazo al

compañero.

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Capítulo 12

Kyre estaba tremendamente desconcertado. Su nuevo guía le había conducido

kilómetro tras kilómetro –al menos, eso parecía– a través del obscuro túnel. No

veía nada, y sólo el sonido de las pisadas de Akrivir, que caminaba unos pasos

delante de él, le indicaba la dirección. En aquella absoluta negrura, cualquier

ruido provocaba un eco desconcertante, y Kyre había perdido todo sentido de

la orientación, por lo que le parecía que las tinieblas que tenía delante de sus

cansados ojos formaban una sólida pared contra la que, de un momento a otro,

podía chocar. Pero el temido golpe no se produjo y, al fin, logró distinguir a lo

lejos un tenue resplandor.

Emergieron tan de repente de la obscuridad, que a Kyre le dio un doloroso

vuelco el corazón. Durante mucho tiempo no había tenido a su alrededor más

que aquel túnel sin forma, con sólo una débil y nacarina mancha clara que

parecía acercarse. Después, sin otro aviso, el pasadizo trazaba un agudo ángulo

y daba paso a una sorprendente visión.

Kyre lanzó una maldición y buscó apoyo, desesperadamente, cuando el vértigo

le azotó como si hubiera chocado con una pared. Akrivir le agarró con maliciosa

sonrisa, al verle vacilar, pero Kyre únicamente era capaz de mirar,

boquiabierto, la inesperada escena.

Se hallaban en un reborde que asomaba de la elevada e imponente pared de una

enorme cueva. Ante ellos, y a cada lado, la roca caía empinada hacia un

insondable precipicio engullido por una negrura tan intensa, que Kyre tuvo la

horrible sensación de poder asir aquella tiniebla con sólo agacharse y alargar la

mano. Al otro lado del mareante abismo, una inmensa pared se alzaba hacia un

techo invisible, y el aturdido Kyre tuvo la sensación de que el lejano acantilado

que tenía delante estaba tan animado como una escena extraída de un infierno

imaginario. Lo surcaban escaleras que parecían grandes golpes de guadaña

excavados en la roca por una mano gigantesca y malhumorada, a la vez que, en

grotescos ángulos, surgían de la piedra torcidas y delgadas torres y extraños

arbotantes, y cada una de las torres parecía agujereada por relucientes

ventanas que flameaban con una luz mortecina. Y, aunque Kyre no podía fiarse

de sus maltratados y agotados sentidos, hubiese asegurado que, contra ese

monstruoso telón de fondo, se destacaban diminutas figuras, apenas

fosforescentes, como si la luz las atrajera como una llama a las polillas,

confiriendo a toda la escena un aspecto demencial y espantoso. Y en alguna

parte, tan lejos que ni se atrevía a pensarlo, Kyre percibió el sordo y airado

lamento del mar.

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Akrivir le tomó del brazo, señalando con su mano libre, y habló por primera

vez.

–Por ahí –dijo brevemente.

Kyre miró de mala gana en la dirección indicada. A la derecha del saliente, un

tramo de angostas escaleras descendía en una audaz curva, ceñida a la pared

de la cueva. Los peldaños parecían terminar justamente allí donde la

obscuridad lo devoraba todo, ¿o no? El estómago de Kyre se rebeló al ver que a

la escalera se unía un frágil vano de un puente de roca que salvaba el abismo.

Desde allí parecía tan endeble e inconsistente como un hilo de telaraña, y

todos sus sentidos se resistían ante la idea de lo que Akrivir podía esperar de

él. Pero su acompañante no pensaba en darle ninguna explicación, y las

emociones habían privado a Kyre de la energía para resistirse. Como en sueños

puso el pie en el primer peldaño y luego en el segundo, iniciando el vertiginoso

descenso hacia el puente.

Akrivir iba delante. Kyre se forzó a concentrarse en el irregular colorido de

sus cabellos, para apartar de sí el temor de lo que podía haber debajo del

cortante borde exterior de la escalera y, medio hipnotizado y entumecido,

llegó al fin al punto donde el esbelto puente se lanzaba hacia el vacío.

Apenas se dio cuenta de que lo cruzaba. Ni él mismo supo de qué escondidas

reservas mentales se servía para caminar sobre el abismo. De una forma u

otra, sus pies se colocaban uno delante del otro y, poco a poco, el lejano

acantilado de absurda arquitectura se fue aproximando hasta que, mareado de

miedo y por la tensión vivida, Kyre bajó a trompicones del vibrante vano del

puente y se halló en el mismo corazón de la ciudadela de los habitantes del

mar. Sus piernas amenazaban con fallarle, en respuesta al esfuerzo realizado,

y Akrivir le miró con paciencia. Cuando, finalmente, consiguió enderezarse,

creyó descubrir en los azules ojos del hombre un destello de divertida

simpatía.

–El paso del puente requiere cierta práctica –comentó Akrivir.

–Sin duda...

Kyre reprimió el impulso de reírse, consciente de que la risa podía degenerar

en histeria, pero animado por el hecho de que su acompañante parecía

dispuesto a hablar por fin, se aventuró a preguntar:

– ¿Adónde me conducís?

Akrivir meneó la cabeza, esbozando una nueva sonrisa.

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–No me preguntes, porque no te daré ninguna respuesta. Al menos, no por

ahora –agregó, después de vacilar unos momentos–. ¡Sigamos!

Tomando otra vez del brazo a Kyre, le apartó del puente para introducirle en

un túnel que podía ser gemelo del anterior. Pero ese corredor fue corto: en

menos de un minuto llegaron a un amplio pasillo iluminado por lámparas colgadas

de cadenas y con desviaciones laterales a intervalos. y en ese laberinto había

sonido de voces, de pasos y... gente. ¿Gente? Kyre se lo preguntó a sí mismo,

confundido... Oía voces, sí, risas, gritos, y todo ello formaba un coro sin orden

ni concierto, procedente de las más diversas direcciones. Akrivir condujo a

Kyre a través de unas cavernas que podrían haber sido una deliberada parodia

de los mercados de Haven. Allí había calles y plazas, carreteras y avenidas... El

acantilado entero era una especie de conejera; una ciudad dentro de una roca

situada dentro del mar. ¡Un auténtico microcosmos viviente! A medida que

penetraban más en la ciudadela, las distantes voces se hicieron más

perceptibles, y Kyre empezó a ver más y más elementos de aquel pueblo que

habitaba tan demente lugar. Salía la gente de sus casas o interrumpía sus

quehaceres para ver pasar a los dos hombres, y las impresiones grabadas en la

perpleja mente de Kyre eran tan variadas como lo hubiesen sido en cualquier

congregación de personas en Haven. Aquí había un hombre de mirada torva y

recelosa; allí, una pareja de ancianos sin dientes le señalaba, a la vez que

murmuraban algo entre sí y meneaban la cabeza... Más allá, un chiquillo

desnudo, de cabellos plateados, y tan bello que podría haber sido la

personificación de la inocencia. La madre tiró de él antes de que se acercara

demasiado al desconocido... Kyre comprendió que, allí, realmente era un

intruso. Se trataba de un mundo diferente de Haven; de un mundo poblado de

seres para los que él era un monstruo, un ser extraño. Tenía la piel de un color

distinto; el cabello, también de otro color; su rostro y sus miembros tenían que

parecerles deformes; los ojos y la boca resultaban desproporcionados para los

habitantes del mar... Si la humanidad se regía por unas normas, en aquella

ciudadela él había de ser horrible, nada humano...

Sin embargo, era capaz de respirar agua, como ellos, y sabía blandir la lanza de doble hoja como a aquellos guerreros les enseñaban.

Pese a lo azorado que estaba, lo que veía y oía, y el olor a sal de la ciudadela le

fascinaban como si estuviera bajo un hechizo, de modo que, cuando Akrivir se

detuvo sin avisarle, chocó con él.

Akrivir, que había caído de nuevo en un taciturno silencio, señaló un túnel

lateral que se apartaba de la vía pública. Los ojos de Kyre se sintieron atraídos

hacia ese túnel, y transcurrieron unos minutos antes de que su visión se

adaptara al fulgor que daba luz a sus paredes cinceladas y curvas. El pasadizo

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entero debía de estar abierto a través de una veta de cuarzo puro: brillaba y

centelleaba en un arco iris de colores que cobraban sorprendente vida gracias

a una miríada de lámparas que pendían del techo, y a la vívida luz pudo

distinguir Kyre preciosas figuras de peces y conchas, y extrañas formas para

las que no tenía nombre, y que decoraban la entrada. Se internaron en el túnel

y, a medida que caminaban por él, Kyre sólo era capaz de admirar boquiabierto

la maravillosa belleza del lugar .Quien hubiera realizado aquel trabajo en la

roca viva, era un auténtico maestro.

El pasadizo era breve y terminaba en una puerta que, cosa increíble, parecía

hecha de una sola concha gigantesca, en la que las estrías verdes y de color de

coral creaban una perfecta simetría. Se abrió fácilmente, con sólo tocarla, y

Kyre pasó a través de ella para encontrarse en una sala de elevadísimo techo.

Por un instante creyó estar de nuevo en el abovedado Salón del Trono del

castillo de DiMag. La estancia era enorme, tenía una hilera de altos y

arqueados ventanales y estaba dominada por un gran estrado donde

descansaba un pesado sillón de talla. Entre los ventanales colgaban tapices

tejidos en diversos tonos azules, verdes y grises, surcados aquí y allá por hilos

de un intenso color carmesí que llamaban poderosamente la atención. Al pie del

estrado había una larga mesa y varias sillas vacías. Kyre fijó la vista en todo

ello, tratando de asimilar la conmoción que le producía aquella escena

vagamente familiar. Y entonces se dio cuenta de que las ventanas no eran

verdaderas, sino formas de puro cuarzo blanco y opaco, que daban a la nada. Y

vio, asimismo, que los cortinajes no eran de lino, ni de algodón, o lana, sino de

productos del mar: algas y sartas de coral y pieles de los más diversos e

innombrables seres marinos. La mesa y las sillas estaban hechas con piezas de

concha, exquisitamente labradas y ensambladas a cola de milano con armónicas

curvas. Y el gran sillón no era de madera, sino de una sola pieza de jade

extraída del fondo del mar.

Akrivir indicó la mesa. Cuando se acercaron, Kyre descubrió que, en ella y

delante de una de las sillas, había un servicio aguardando, como invitación a un

solo comensal. Alrededor vio fuentes llenas de algo que debía de ser comida,

pero que a Kyre le pareció extraño y dudoso. Akrivir dijo, al mismo tiempo que

le ofrecía la silla:

–Puedes sentarte y comer. Tendrás que esperar un rato.

Kyre obedeció, aún desconcertado. Tomó un cuchillo de plata artísticamente

trabajado, pero de momento no hizo más que tocarlo distraído. Al ver que no

acababa de servirse, Akrivir suspiró y, al azar, empezó a poner en su plato

diversas exquisiteces de las que había en las fuentes. Kyre apenas le hizo caso.

Estaba demasiado sorprendido por el trato que recibía de quienes, en teoría,

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eran sus enemigos mortales. No cesaba de contemplar el suntuoso salón, y sus

ojos se embebían del centelleo del cuarzo, del frío resplandor del mármol, del

fugaz chisporroteo de unas pequeñas fuentes... ¿Eran fuentes? Sí, no eran una

ilusión de la vista. Comprobó Kyre, que caían cual pequeñas cascadas a lo largo

de las paredes, para verter sus aguas en pequeñas pilas cercanas al suelo. Eso

le hizo recordar que, en el mundo donde se hallaba, el agua reinaba de manera

indiscutida.

Fue la voz de Akrivir lo que le sacó de su trance.

–Come –insistió éste–. No hay nada envenenado. Para demostrar la veracidad

de sus palabras, tomó un puñado de comida y se lo llevó a la boca sin

miramientos. Kyre bajó de las nubes y, sin importarle lo que elegía y sin

preocuparle la posibilidad que estuviese emponzoñado, pinchó algo que parecía

una pequeña fruta con espinas y la probó. La piel cedió al morderla, y un tenue

y delicioso sabor inundó su boca, hormigueándole en la lengua. Kyre alzó la

vista, sorprendido, y Akrivir contuvo una carcajada antes de verter un líquido

de pálido color dorado en la copa que Kyre tenía junto a su codo derecho.

–Prueba esto –dijo–. Verás que las dos cosas combinan bien.

También la bebida era excelente. Kyre no sabía si era fuerte o inofensiva, pero

su gusto le hizo desear más.

Fue necesario que oyera pasos para darse cuenta de que su acompañante se

había alejado de la mesa y se disponía a abandonar la estancia sin despedirse

ni pronunciar palabra alguna. Kyre se levantó rápidamente, con idea de

llamarle. Pero antes de que pudiera hablar, Akrivir se detuvo, miró hacia atrás

y meneó la cabeza, anticipándose a lo que pudiese decir Kyre. Por un breve

instante hubo algo semejante a simpatía en sus ojos. Luego, volvieron a

endurecerse y Akrivir se fue definitivamente, dejando solo en el salón a Kyre.

Éste permaneció inmóvil durante unos segundos, en una desgarbada postura,

medio de pie y medio sentado aún, sin apartar la mirada de la puerta de

concha, mientras poco a poco se hacía consciente de su soledad. Verse

abandonado en un lugar tan vasto y frío producía una sensación

desconcertante, y Kyre se dejó caer despacio en su silla. Sus anfitriones –si es

que así se les podía llamar– querían que aguardase allí, y que comiera. Muy bien:

les complacería. Consideró que tenía poco que perder. Por muy bien que le

trataran, no dejaba de ser un prisionero, un rehén del que dependía la vida de

su amiga Gamora. Esperaría, pues, a que en su momento se dignaran decirle qué

deseaban de él.

Contempló los manjares que tenía en el plato y, en un intento –aunque no del

todo afortunado– de dominar los violentos latidos de su corazón, se puso a

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comer con prudencia y decisión a la vez, como el hombre que sabe que aquello

puede ser lo último que coma en su vida.

Gamora miró con ojos muy abiertos a la mujer que tenía a su lado y dijo con

voz atemorizada:

–No creí que viniera...

Calthar la estudió con tranquilidad, divertida ante la admirativa inocencia que

revelaba la dulce cara de la niña. Luego contestó en voz alta:

–Debes aprender a confiar en mí, hija, y a entender mis palabras.

La pequeña parpadeó y miró de nuevo a través de la ventana de cuarzo que le

permitía dominar el salón donde se encontraba el solitario huésped. La ventana

era un invento de Calthar. Desde el salón tenía sólo una superficie opaca, pero

quien mirara desde el exterior veía todo el amplio aposento, aunque un poco

desdibujado, y el hecho de que algo tan simple fuese divulgado como una obra

genial por el Consejo de la ciudadela enfurecía a la bruja hasta el frenesí.

Gamora apoyaba las palmas de las manos en el cuarzo, como si quisiera fundirlo

para poder entrar en el salón. Parecía reflexionar muy en serio cuando, de

pronto, se volvió hacia Calthar e inquirió:

– ¿Por qué ha venido?

–Por ti, cariño.

Y era la pura verdad. Primero, Calthar había dudado de que el nuevo favorito

de Haven pudiera ser movido a satisfacer el deseo de Talliann mediante el

señuelo de la niña. Aunque sin decir nada de ello a Hodek y sus seguidores,

había tenido serios recelos respecto de la posibilidad de traer la criatura a la

ciudadela, y la facilidad con que todo había sucedido no dejaba de

sorprenderla.

Sin embargo, no había contado con las cualidades de Gamora...

Calthar carecía de instinto maternal y desdeñó la idea. Pero en la chiquilla que

tenía a su lado, aquella jovencísima princesa de Haven designada para regir un

día los destinos de sus enemigos jurados, Calthar había descubierto algunas de

las cualidades que, con frecuencia, motivaban la caída de otros seres menos

pragmáticos. El desafío inicial de Gamora, al despertar y encontrarse en la

ciudadela, había despertado cierto envidioso respeto en ella. La niña tenía más

valor que Hodek y todos los que la rodeaban. No había llorado ni chillado, ni se

había rebajado. Simplemente había exigido, con una imperiosa indignación,

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sorprendente para su edad, que la soltaran. A Calthar le divertía semejante

determinación. Luego, al comprender que era un rehén y que no la pondrían en

libertad, Gamora había aceptado su reclusión con una dignidad que denotaba

una asombrosa madurez. En efecto, era una niña digna de su posición. Lástima

que hubiera nacido en la escoria de Haven. En otras circunstancias, podría

haber constituido un material ideal para los planes de Calthar.

Pero los deseos de nada servían. Gamora tendría otra utilidad, y en segundo

lugar después de su importancia como cebo para Kyre figuraba su posibilidad

de proporcionar a Calthar nuevos conocimientos sobre los asuntos de Haven. La

maquinación empezaba a tener sentido.

A Calthar le divertía la ilusión que los gobernantes de Haven se hacían de

poder cambiar el curso de los acontecimientos invocando tan inútil profecía.

Estaba suficientemente enterada de la verdadera historia del Lobo del Sol

como para despreciar la idea de que cualquier ser creado según su imagen

podría resucitar la leyenda, y se dijo que, si sus enemigos estaban dispuestos a

confiar en una posibilidad tan vana, eran todavía más tontos de lo que había

imaginado. En realidad, el nuevo paladín resultaba mucho más valioso para la

ciudadela de lo que jamás llegaría a serio para sus creadores. Y ahora, con las

inocentes revelaciones de Gamora, sus planes comenzaban a salir tal como ella

había previsto.

La voz de Gamora interrumpió sus pensamientos.

–Mi madre no pudo dominar a Kyre –dijo la niña con aire sombrío–. Lo intentó,

pero...

Cuando vio la atención con que escuchaba Calthar, calló. La bruja descubrió la

duda en los ojos de Gamora y dijo con dulzura:

– ¿Pero qué, mi pequeña?

–Nada.

Gamora se encogió de hombros y dio media vuelta. Calthar, por su parte,

experimentó una singular satisfacción.

Apoyó suavemente una mano en el hombro de la chiquilla, y prosiguió:

–Nadie controla a tu Lobo del Sol, cariño. Ha venido por ti... –y se acuclilló para

que sus rostros quedaran aun mismo nivel, antes de agregar–: ¿No te he dicho

lo mucho que te quiere? ¿Me crees ahora?

–Yo... –contestó Gamora, a la vez que se mordía el labio–. Así me parecía a mí...

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–Mira –dijo la sacerdotisa, tirando de Gamora al acercarse más a la ventana de

cuarzo–. Kyre come y bebe. Te prometí que sería tratado como un huésped de

honor, y lo cumplo. ¿En Haven no cumplen las promesas que te hacen?

La expresión de Gamora se hizo inescrutable. La niña había enmudecido y no

contestaría. No importaba: su silencio era suficiente confirmación y contribuía

a debilitar cualquier hostilidad.

Calthar señaló la ventana para atraer la ansiosa mirada de la pequeña.

–Y bien... ¿No quieres entrar a saludar a tu Lobo del Sol?

Gamora la miró dudosa, y Calthar emitió una suave risa.

–Ya te he dicho que yo mantengo mis promesas. Ven, entraremos juntas.

Primero le saludas tú. Después, yo me uniré a vosotros y me presentaré

también. Me has hablado tanto de él, que ansío conocerle.

Tendió una mano a Gamora y después de una breve duda, la niña introdujo sus

dedos entre los de la sacerdotisa. Calthar sonrió mientras la conducía hacia la

puerta.

– ¡Kyre!

La familiar voz llegó de modo tan inesperado, que Kyre hizo un brusco

movimiento, volcó la copa y derramó el vino por encima de la mesa. Al mirar

hacia el otro extremo del vasto aposento vio una pequeña figura morena que

corría hacia él con los brazos extendidos y, lleno de asombro, se levantó y le

salió al encuentro a toda prisa.

– ¡Kyre!

La impulsiva carrera de la niña terminó en una colisión y, cuando él la levantó

en el aire, Gamora le rodeó el cuello con los brazos, besándole sonoramente en

ambas mejillas.

– ¡Oh, Kyre! ¡Has venido por mí! ¡Y estás aquí de veras!

– ¡Princesa!

El joven la abrazó con fuerza, mucho más emocionado de lo que hubiera podido

imaginar. Luego recordó las circunstancias que les rodeaban, depositó a la

pequeña en el suelo, la apartó un poco con el brazo y la examinó con el máximo

interés.

– ¿Estáis bien, Gamora? ¿No os han hecho ningún daño?

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– ¡No, Kyre, claro que no! –respondió Gamora, riendo ante una idea que le

parecía tan absurda–. ¡Este sitio es una preciosidad, una maravilla, y la señora

es muy buena conmigo!

– ¿La señora? –Exclamó Kyre, preocupado por algo que descubrió en la mirada

de su pequeña amiga–. ¿Qué señora?

–Me regaló esto –dijo Gamora, y se llevó una mano a los cabellos para enseñarle

un aro de piezas de nácar bellamente trabajadas que sujetaba su revoltijo de

obscuros bucles–. Y también esto –agregó, señalando un collar que hacía juego

con el adorno de la cabeza–. Y una pulsera y un anillo, y un vestido nuevo, ¿ves?

Dice que soy una princesa –continuó, después de moverse con infantil

coquetería–, y que una princesa debe tener una corona y muchas joyas y ropas

bonitas... ¿Te parezco guapa, Kyre?

– ¡Desde luego que sí! –afirmó Kyre, sabedor de que la niña necesitaba su

aprobación, aunque a él no acabara de gustarle todo aquello–. Sois una princesa

de la cabeza a los pies, Gamora. No obstante...

La chiquilla le interrumpió con un nuevo río de palabras.

–Y ella dijo que tú vendrías, si yo lo deseaba. Me lo prometió y has venido...

¡Dijo la verdad!

De tanto hablar de ella... Kyre preguntó al fin:

– ¿Quién es ella, princesita? ¿Quién es esa señora?

Finalmente, Gamora dejó de parlotear y dar vueltas.

–Se llama Calthar –explico–. Manda aquí, y todos le tienen miedo. Yo también lo

tenía, al principio, pero creo que ya no me asusta. Al menos, no mucho... ¡Es tan

amable, Kyre, y me enseña tantas cosas bonitas!

Cesó el nuevo torrente de palabras, y la niña miró fascinada a su alrededor.

–Aquí no había estado todavía. ¡Es realmente precioso!... –añadió.

De nuevo la extraña expresión... Debajo de aquella ruidosa alegría había algo, y

la sospecha de Kyre fue en aumento. Antes de que la chiquilla pudiera

proseguir, la tomó por debajo de los brazos y la sentó en la silla vacía que

había junto a la suya, atento a descubrir lo que se escondía detrás de la

aparente felicidad. Ella le miró con una radiante sonrisa, y él hizo un esfuerzo

por sonreír también.

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–Debéis disculparme, Gamora... –dijo–. Pero llevo aquí sólo un rato, y no acabo

de entender todo lo que me habéis contado. ¿Cómo llegasteis hasta aquí,

princesa? ¿Y por qué vinisteis? ¡Todo Haven os busca!

La mirada de Gamora se apartó de la suya, y ella hizo un mohín con los labios.

–Me escapé –confesó llanamente.

Una de sus manos vaciló encima de los platos que había en la mesa, hasta que

tomó un trozo de un manjar y se lo llevó a la boca.

– ¡Hum, qué bueno! –comentó.

Kyre insistió:

– ¿Por qué escapasteis?

Gamora se encogió de hombros, aún sin mirarle a los ojos.

–Nadie me hacía caso. Mi padre estaba muy ocupado. Mi madre se encontraba

mal. El maestro Brigrandon había vuelto a emborracharse. Y tú no tenías

tiempo para mí... –sus ojos coincidieron al fin, aunque la mirada de Gamora fue

esquiva y en ella había reproche–. Además, la concha me prometió que vería

cosas preciosas, y me fui. ¿Por qué no había de hacerlo? –dijo con otro

movimiento de hombros.

Si bien él no tenía recuerdos de su infancia, Kyre empezó a comprender lo que

había impulsado a la pobre criatura, así como la soledad y el desconsuelo que

debía de haber sentido. También él era culpable, en buena parte. Por eso

inquirió con delicadeza:

–Pero... ¿cómo llegasteis hasta aquí? ¿Quién os trajo, Gamora?

La niña, que había cogido otro bocado, detuvo la mano a medio camino.

–Fue la otra señora –explicó, y ahora hubo cierta inseguridad en su voz–. La de

los cabellos negros... Es muy extraña, Kyre –dijo, posando en él unos ojos llenos

de candidez–. Fui al templo de la playa, y la vi allí. Echó a correr y yo traté de

alcanzarla, pero, cuando la atrapé... se portó de una manera rara. Es muy

bonita, pero me parece que... está enferma. Calthar me dijo que a veces se

encuentra mal, y que no he de hacerle caso... Creo que fue ella la que me trajo,

aunque la verdad es que no lo recuerdo muy bien.

La explicación de Gamora era insólita e incongruente, pero una imagen quedó

grabada en la mente de Kyre. ¡La señora de los cabellos negros! Recordó

enseguida el irreal aspecto de la muchacha que había visto en la franja de

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guijarros... La joven de los cabellos negros había huido de él. En cuanto a

Calthar... DiMag la había llamado «vampiro»...

–Gamora –dijo, y tomó entre las suyas las manos de la niña, consciente de que

debía romper su inocente entusiasmo, aunque eso significara destruir también

su felicidad–. Gamora... ¿No os dais cuenta de dónde estáis? ¡Estos seres son

los enemigos de Haven!

El rostro de la niña se nubló, poco convencido.

–Es lo que siempre decía todo el mundo, sí, pero...

– ¡Y es verdad! Vuestros padres están medios locos de dolor, temerosos de que

os haya sucedido algo... ¿Cómo os imagináis que se sentirían, si supieran que

precisamente os halláis en la fortaleza de sus enemigos?

– ¡No lo entiendes, Kyre! –Protestó la niña, con súbita tristeza en los ojos–.

Calthar dice...

Él la interrumpió severamente.

– ¡Calthar dice! ¿Por qué habéis de hacer caso de Calthar?

– ¡Porque es muy simpática conmigo! Hizo unas promesas, y las cumplió todas.

Cuando la conozcas, Kyre, cambiarás de parecer.

Repentinamente, Kyre supo qué había cambiado en Gamora. Su voz, su acento y

sus gestos eran los de siempre. Pero detrás del brillo de sus ojos había un

vacío, una desorientación, como si todo lo que antes había sabido, creído o

experimentado hubiese sido borrado de su mente.

Gamora estaba embrujada.

–Le he hablado mucho de ti a Calthar –continuó la niña con afán–, y espera

conocerte –de pronto torció la cabeza de un modo casi imposible y exclamó

entusiasmada–: ¡Ahí la tienes!

Kyre alzó la vista y vio una figura muy alta que había entrado en el salón y

avanzaba hacia ellos. Valiéndose de algún medio que él ignoraba, Calthar había

acertado perfectamente el momento. La precisión de su llegada hizo que

sintiera un helado estremecimiento en su interior.

Gamora se volvió hacia él con cara resplandeciente de triunfo.

– ¡Ahora verás, Kyre, ahora verás... !

Kyre se levantó mientras Calthar se acercaba. Sus movimientos fueron

inconscientes: una involuntaria combinación de cortesía con un instinto de no

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querer estar en desventaja cuando se enfrentara a ella. Le impresionaba su

estatura, porque era como él; la débil fosforescencia de su piel, el nimbo de

relucientes cabellos plateados... Su gracia, casi propia de un reptil; el delgado

pero voluptuoso cuerpo que asomaba debajo de los jirones de su vieja túnica...

Y, sobre todo, le impresionaron sus ojos. Eran fuego derretido en un rostro

que –absurda paradoja– resultaba repulsivamente hermoso. Aquellos ojos

atraían a Kyre con tanta fuerza como si, con un chasquido de los dedos,

Calthar le hubiese apresado con un encantamiento.

El hipnótico momento se rompió cuando Calthar se detuvo a dos pasos de Kyre

y extendió una mano.

– ¡Bienvenido a nuestra ciudadela, Lobo del Sol! Su voz era gutural, de

contralto, e inesperadamente cálida. Kyre unió sus dedos a los de ella y, al

establecer ese contacto, sintió algo semejante a una fría cascada de afiladas

agujas que recorriera todos los nervios de su columna vertebral. No cabía duda

de que aquella mujer tenía poder. El modo en que le miró le hizo comprender

que sus ojos penetraban mucho más que la simple superficie de su rostro.

Gamora había bajado de la silla, y dando saltitos se colocó junto a la bruja.

– ¿Verdad que es muy guapo, Calthar? ¿No es como yo te decía?

La niña miraba rápidamente de uno a otro, y al fin añadió orgullosa:

–Cuando sea mayor, me casaré con él.

Calthar miró a Kyre por encima de la cabeza de la pequeña, y en su seca

sonrisa hubo cierta diversión.

–Estoy segura de que será un digno consorte, cariño –dijo, y su empleo de tan

afectuosa expresión heló la sangre a Kyre.

Calthar retiró una silla y tomó asiento con sinuosa gracia. Sometió a estudio al

joven durante unos instantes más, y después habló así:

–Gamora me ha hablado mucho de ti, Lobo del Sol. Por lo visto, en Haven tienes

al menos una amiga fiel y verdadera...

Kyre miró de soslayo a la niña, preguntándose qué le habría contado a aquella

mujer.

–Lo sé –dijo.

–Y, de hecho –prosiguió Calthar–, sólo por ella estuviste dispuesto a venir a

nuestra ciudadela. ¿No es así?

–En efecto, sí.

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No ganaría nada escondiendo la verdad. Calthar sonrió.

–Y al demostrar tu gran lealtad a la pequeña princesa, inconscientemente me

has prestado un gran servicio a mí. Cariño –repitió, a la vez que acariciaba los

cabellos de Gamora–, necesito hablar con tu Lobo del Sol, y nuestra

conversación te aburriría. En tu habitación te espera un regalo. Un nuevo

juguete. ¿Por qué no vas a ver qué es? Luego te llevaré a Kyre.

Gamora vaciló. No sabía qué prefería. Deseaba permanecer al lado de su amigo,

pero...

– ¿Un regalo? –preguntó, dudosa–. ¿Para mí?

–Te aguarda en tu cuarto. Vea verlo.

La curiosidad pudo más que cualquier otra consideración.

–Voy, sí –dijo.

Gamora dirigió una tímida sonrisa a Kyre y corrió en dirección a la puerta. A

medio camino recordó su categoría y adoptó un paso más moderado, parándose

un instante para observarles por encima del hombro y saludar. Bastó ese abrir

y cerrar de ojos para que Kyre viera de nuevo aquel vacío en su mirada. Luego,

la puerta se cerró detrás de ella y Kyre quedó a solas con Calthar.

Y muy lejos de allí, en Haven, un sexto sentido trajo a su mente el sonido de los gritos de Simorh...

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Capítulo 13

Calthar sonrió a la vez que estiraba sus largas piernas, al apoyarse en la silla

situada junto a Kyre.

–Como he dicho hace unos momentos, me has prestado un gran servicio, Lobo

del Sol.

Kyre la observaba, fascinado por su especial gracia pero demasiado cauteloso

para demostrarlo.

–Lo he hecho por Gamora –replicó brevemente.

Calthar se avino a hacer una concesión.

–Desde tu punto de vista, sí. No voy a discutirlo. Pero hay otra persona por la

que tu presencia aquí es igualmente importante. Y lo que tiene un valor para

ella, también lo tiene para mí. Has de saber, Kyre –continuó, empezando a

caminar por el salón–, que, a todos los fines y efectos, soy sólo yo quien

gobierna esta ciudadela. Pero todo cuanto hago, todo cuanto decreto y

dispongo, lo hago únicamente por Talliann.

Cabellos negros y un rostro mortalmente blanco... La .franja de guijarros y la gélida mirada de la Hechicera... Una muchacha que le resultaba familiar y a la que, sin embargo, no reconocía...

La imagen pasó fugaz por la mente de Kyre, y la impresión tuvo que asomar a su

cara, porque Calthar rió quedamente.

–Sí. Era Talliann, la que viste cerca de las ruinas del templo.

Calthar comprendió enseguida que el juego iniciado valía la pena. Le constaban

los poderes que Talliann poseía, por mucha que fuera la inocencia o la

desorientación con que los manejara. Una duda había sido la de si la influencia

de la joven sería suficiente para atrapar al paladín de Haven con tanta

facilidad como había atrapado ella a su propio pueblo. Ahora, esa duda quedaba

mitigada.

La sacerdotisa buscó, ondulante, una nueva postura en su asiento. Era evidente

que saboreaba la incapacidad de Kyre para dejar de mirarla.

–Talliann quiere volver a verte –dijo–, y mi máximo deseo es el de satisfacerla.

Por eso eres tratado como un invitado...

– ¿Un invitado? –Exclamó Kyre, arrancado de su embeleso por la evidente

contradicción, y el encanto que pudiera haber en Calthar se desvaneció al

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interrumpirla él con enojo–. ¿Un invitado? No opino lo mismo. Vuestro emisario

dejó bien claro que la seguridad de Gamora dependía de mi sumisión... y ese

mensaje fue subrayado de manera bien grosera por otro de vuestros esbirros

cuando me sacaron del mar. ¿Es esa vuestra idea de cómo un anfitrión

complaciente debe comportarse?

– ¿Qué otro ardid podría haberte persuadido de la conveniencia de venir? La

pequeña princesa no corre peligro, Kyre. Nunca lo ha corrido. Me serví de ella

para atraerte hacia aquí, pero puedes creer que éste ha sido mi único delito.

Calthar mentía. El vacío que se abría detrás de la brillante mirada de Gamora

le revelaba la verdad. Aun así, y a pesar de lo que sabía, el interés de Kyre

aumentó de manera incontenible. El joven preguntó, sin delatar la inquietud que

le devoraba:

– ¿Por qué había de ser yo importante para Talliann?

Calthar hizo un gesto de vacilación antes de replicar:

–Porque creo que puedes ayudarla.

– ¿Ayudarla, yo? Señora –objetó con cautela–, vengo de Haven, la ciudad de

vuestros enemigos. No soy amigo vuestro, ni de Talliann. No os debo nada, ni

poseo absolutamente nada que pueda ser de interés para vos. ¿Por qué, pues,

habría de poder ayudaros en algo, aunque estuviera dispuesto a ello?

Era la reacción que esperaba Calthar, que disimuló su gozo y se inclinó hacia él.

Kyre no retrocedió, cosa que satisfizo a la sacerdotisa, pero al sentir en su

brazo la mano de largas uñas de la extraña mujer, sus músculos se encogieron.

– ¿De veras somos tus enemigos? –Preguntó con suavidad–. Desde que estás

aquí, no has sido tratado con violencia, ni con poca amabilidad. Nadie te ha

amenazado... Nada habrás podido ver que sugiera odio... –y continuó al ver una

reluctante confirmación en el rostro del hombre–. Tú puedes venir de Haven,

Kyre, pero no eres de Haven. Eso sé a través de Gamora. En consecuencia, sólo

debes lealtad a quienes han demostrado ser tus amigos, y creo que

reconocerás cómo te hemos ayudado al traerte a nuestra ciudadela.

Kyre no pudo negar que su argumento era válido. Hasta el momento sólo

conocía el punto de vista de Haven respecto del conflicto entre las dos

ciudades. Ignoraba por completo las razones o las injusticias que habían dado

pie a tan interminable guerra. Haven no le había tratado demasiado bien, hasta

entonces, y además estaba Talliann. Saboreó el nombre, que le resultaba

familiar, extrañamente familiar. Talliann...

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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Calthar adivinó la semilla de incertidumbre que había en su mente, y

experimentó el placer interior de la venganza. Por eso dijo, con cierta dulzura

y no sin una insinuación de aparente disgusto:

–Me aventuro a confiar en el instinto que me indica que... el primer encuentro

que tuviste con Talliann no te dejó del todo indiferente, y que su bienestar

tiene alguna importancia para ti...

A la extraña luz de la estancia, sus ojos parecían haberse encendido, y Kyre

sintió que algo se encogía y contraía en su interior. Calthar había dado de lleno

en su punto más débil. Aquel primer encuentro junto al templo, por fugaz que

fuera, le tenía embrujado. Aún recordaba todos los detalles de la impresión

sufrida al darse cuenta de que conocía a la muchacha. De algún modo, Talliann

poseía la clave de su perdida identidad, y ahora, ahora tendría ocasión de verla

de nuevo. Pese al temor de lo que pudiese ocurrirle a Gamora y el peligro que

ambos corrían, no quería dejar escapar aquella oportunidad.

Su pulso se había acelerado, y en la garganta tenía una rara sensación de ahogo

cuando dijo:

–Decís que yo puedo ayudar a Talliann. ¿Por qué habría de necesitar ella mi

ayuda?

Calthar suspiró y se contempló los desnudos pies.

–Porque, Kyre, Talliann está angustiada.

– ¿Angustiada?

–No es una palabra que me guste emplear, pero no se me ocurre ninguna mejor

–prosiguió Calthar–. Es muy... infantil. Se ve sujeta a cambios de humor y

caprichos que nadie puede comprender. Tan pronto se apodera de ella la

alegría, como la pena o la furia, llevada por unas emociones que ni yo misma

acierto a adivinar. Hay momentos en que está perfectamente lúcida, pero es

más frecuente que su cabeza sea una vorágine incontrolable para ella. Por su

propio bien, ha de ser atendida y vigilada constantemente, para que no se haga

daño de manera inconsciente. Talliann no tiene mundo, ni el menor sentido del

riesgo personal.

– ¿Intentáis decirme que ha enloquecido?

La bruja meneó la cabeza con energía.

–No. Quizás esté algo descentrada, pero no loca. Talliann es como una hija para

mí –agregó, mirando ahora a Kyre con aparente candor–. Para todos nosotros,

su bienestar y su felicidad están por encima de cualquier otra cosa. («Y eso –

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

171

pensó con interna satisfacción es la pura verdad.») Confieso, Kyre, que no

entiendo sus motivos para querer tenerte aquí. Pero le produjiste una gran

impresión y, cuando habla de ti, lo hace con más coherencia que en otros

momentos. Eso me da esperanzas. ¿Supones, acaso –dijo con una mayor acritud

en la voz– que, de no tener una poderosa razón, dejaría correr libremente por

mi ciudadela a un estimado paladín de Haven?

Ese desafío constituyó una nueva sacudida para Kyre. No podía fiarse de

Calthar; no se atrevía a fiarse de ella. Sin embargo, sus palabras tenían una

persuasiva lógica. y la fascinación, el estremecedor atractivo que Talliann

ejercía sobre él, debilitaba aún mucho más su capacidad de resolución.

Su rostro fue un libro abierto para Calthar, mientras él luchaba por reconciliar

sus pensamientos en conflicto. La sacerdotisa se acercó más a él, hasta que

sólo les separaron escasos centímetros.

–No quiero influir en ti, Kyre –dijo con dulzura–. Puedes abandonar la ciudadela

ahora mismo y regresar a Haven, si así lo deseas. Nadie te lo impedirá. Sin

embargo, ¿qué puedes perder por tener un encuentro con Talliann?

Calthar sabía que corría un riesgo, pero si él discrepaba lo suficiente para

echar por tierra su baladronada, tendría que cambiar sus planes de inmediato.

Pero casi siempre acertaba en sus juicios, y también esta vez fue así. Kyre no

halló motivos para discutir con ella. Y ansiaba ver a la muchacha.

–De acuerdo. Si eso ha de satisfacer a Talliann, la veré con gusto. y como vos

decís –añadió con una débil y torcida sonrisa–, ¿qué puedo perder?

Para indecible alivio de Kyre, el camino del sanctasanctórum de Talliann no

obligaba a pasar de nuevo el escalofriante puente sobre el abismo. Era un

recorrido corto y sencillo, cuya única anomalía consistía en la completa

ausencia de otras personas que les viesen pasar. No había curiosos rostros

asomados a las puertas, ni transeúntes que se detuviesen a cuchichear entre

sí, ni boquiabiertos niños que fueran retirados a toda prisa por sus ansiosos

padres. La noticia de la presencia del extranjero en la ciudadela tenía que

haberse esparcido ya de sobras, pero nadie se les aproximó.

Subieron escaleras, y Calthar avanzaba con tal agilidad que Kyre tenía que

esforzarse para mantener su paso. Finalmente, los peldaños terminaron ante

otra puerta en forma de concha. Cuando se abrió, Kyre tuvo la sensación de

que el estómago se le había vuelto del revés. Era la angustia de la duda y del

miedo, pero, sobre todo, de una ávida expectación. Una luz azul y fría les

recibió al otro lado de la puerta, donde unas formas se movían cual fantasmas,

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saliéndoles al encuentro. Kyre vio el resplandor de grandes ojos verdes, las

siluetas de unos cuerpos jóvenes, túnicas membranosas, pálidos y flotantes

cabellos... Luego, las cuatro muchachas que custodiaban los aposentos de

Talliann se apartaron como la marea que se retira, a la vez que se inclinaban

ante Calthar. Kyre no supo con certeza si sólo había imaginado, o era

verdadero, el flamear de un intenso terror en sus ojos, antes de que las

doncellas bajaran la mirada y desaparecieran.

La cueva que había detrás de la puerta parecía pertenecer a un raro sueño. En

las curvas paredes, las conchas reflejaban increíbles combinaciones de

imágenes, de misteriosos colores y retorcidas perspectivas. Del techo pendían

estalactitas, multiplicadas cien veces por las espejeantes superficies.

Totalmente desconcertado, Kyre permitió que Calthar le tomara de la mano

para internarle aún más en el increíble laberinto. Cuando por fin llegaron al

fondo de la cueva, algo se movió independientemente de todos los reflejos.

Se hallaba a medio camino de unos peldaños muy desiguales, allí donde el suelo

se levantaba escarpado... Cabellos negros, ojos al parecer vacíos, y un tenue

sonido semejante al tembloroso primer gemido de un niño recién nacido...

Ella les vio y bajó los peldaños tan aprisa, que poco faltó para que perdiera pie

y cayera. Su cuerpo era joven y flexible, y lo cubría una recatada prenda que le

llegaba hasta los tobillos. Por primera vez, Kyre pudo mirar largamente a la

muchacha, y de nuevo sintió que algo se encogía dentro de él, al presentir que

la conocía de antes... El pequeño y delicado rostro; los largos cabellos negros,

que caían en sedosos mechones sobre los hombros...; los enormes y profundos

ojos, tan obscuros como el pelo... No era exactamente hermosa (una Simorh

libre de amargura y enfermedad habría resultado bastante más bella), pero

Kyre la encontraba mucho más familiar que cualquiera de las demás personas o

cosas que conociera desde que fue arrancado de la nada.

Pero Talliann le ignoró. En cambio, se detuvo a cinco pasos de Calthar, toda su

frágil persona temblorosa de enojo.

– ¿Dónde habéis estado? –sonó estridente la voz de Talliann, y se retorció las

manos como si estuviera lavándoselas–. Dijisteis, prometisteis que...

Pero calló cuando Calthar señaló con silencioso gesto al hombre que tenía a su

lado.

Talliann se volvió y miró abiertamente por vez primera a Kyre. Sus ojos eran

como eclipses lunares gemelos: enormes pupilas negras, rodeadas de

relucientes coronas de plata. Durante un terrible momento, Kyre tuvo la

sensación de que esos ojos le sorbían el alma. Luego, la muchacha entreabrió

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los labios para mostrar unos dientes afilados e iguales, cuando el aliento quedó

atrapado en su garganta.

–Has vuelto...

Murmuró estas palabras como si fuesen un temible y secreto talismán y sin

dejar de mirar fijamente a Kyre, empezó a temblar de manera febril. Se llevó

luego una mano a la boca, para morderse los nudillos, y Kyre quedó aterrado al

ver la que sangre resbalaba por su muñeca...

– ¡Talliann!

Calthar habló con dureza, como si riñera a una chiquilla desobediente, pero

ante el poco caso que le hacía la muchacha lanzó una maldición y una de sus

manos de larguísimas uñas salió disparada como una serpiente y apartó

bruscamente el brazo de la boca de Talliann.

– ¡Basta! –Jadeó, pero al mirar rápidamente a Kyre, su voz cambió de tono–.

Aquí tienes a tu invitado, querida. Deseabas verle, ¿no?

Talliann frunció los labios, y sus inquietos ojos fueron de Calthar a Kyre, de

Kyre a Calthar, antes de murmurar:

–Gracias...

Hubo un incómodo silencio hasta que, al cabo de unos momentos, Calthar dijo:

– ¿No estás contenta?

Talliann la miró con expresión ausente.

–Tú deseabas ver a Kyre, hija... ¡Pues aquí está! ¿No tienes nada que decirle?

Los ojos de Talliann se posaron de lleno en Kyre, pero éste tuvo que apartar la

vista de ellos, sobrecogido, mientras la muchacha se secaba tranquilamente la

ensangrentada mano con el vestido.

–No –musitó por último.

Calthar emitió un profundo suspiro cuando la joven volvió la cabeza.

–Temía que sucediera algo así –comentó luego en voz baja–. Será mejor que nos

vayamos.

– ¡No!

La protesta fue involuntaria y no tenía nada que ver con la advertencia de la

sacerdotisa. En un solo instante, Talliann se había apoderado del alma de Kyre

para luego rechazarle, y aquella sensación de pérdida era insoportable para él.

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–Sí, Kyre –insistió Calthar, tirando del hombre hacia la puerta–. No puedes

hacer nada por ella, ahora. Déjala, y dentro de un rato se habrá repuesto –le

aconsejó con una mirada a la muchacha, que permanecía rígida, sin mover ni un

solo músculo, toda ella la personificación de la terquedad–. Estaba enterada de

tu llegada, pero la impresión de verte...

Calthar se encogió de hombros y dejó la frase sin terminar. Kyre no tuvo más

remedio que hacerle caso. La mujer le condujo a la puerta y, una vez allí, Kyre

vaciló y miró atrás. Talliann se había vuelto de espaldas y le observaba por

encima del hombro. Ya no había en su rostro aquella expresión vaga, sino que

ahora había sido reemplazada por una angustiosa e inteligente premura, y sus

labios pronunciaron algo que Calthar no pudo ver. Kyre frunció el entrecejo,

porque no la comprendía, y estuvo a punto de hablar. Pero ella movió la cabeza

con violencia, en una muda súplica de secreto silencio, y enseguida adoptó de

nuevo la postura anterior.

Calthar no se había percatado del súbito cambio. Cuando dio un paso atrás para

empujar a Kyre a través de la puerta, miró brevemente hacia atrás. Talliann

continuaba de espaldas con la cabeza baja, inmóvil. La bruja esbozó una sonrisa

y dejó la estancia.

Como siempre que Calthar pasaba por los corredores de la ciudadela, nadie le

salía al encuentro. Viejos y jóvenes procuraban rehuirla y se escondían en

entradas o calles laterales, y no volvían a las zonas públicas hasta que ella se

había alejado. Las voces se reducían a murmullos cuando Calthar estaba cerca,

y la gente volvía la cara... Nadie quería exponerse a ser visto, por temor a

despertar su genio voluble y brusco.

Por una vez, sin embargo, no tendrían por qué haberse preocupado, ya que

Calthar iba sumida en sus pensamientos. Había dispuesto que Kyre fuese

acompañado desde los aposentos de Talliann hasta una habitación que había

ordenado acondicionar para él. Era el antiguo alojamiento de un asesor militar

ya retirado, pero que gozaba de gran consideración, y que había muerto de

viejo poco tiempo antes. Esa pieza constituía un alojamiento ideal para un

huésped de aparente categoría.

Calthar intentaba mantener de momento su comedia, pese a las protestas de

Hodek y de algunos otros consejeros ya entrados en años. El nuevo favorito de

Haven había despertado su curiosidad, ya que el retrato que de él hiciera

Gamora no se ajustaba en nada a la realidad. Fuera lo que fuese, no era sólo un

ser creado mediante artes de brujería. De haberlo sido, Calthar se hubiese

dado cuenta enseguida. Aquel hombre poseía una voluntad y una personalidad

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que un simple cero nunca podría tener. Eso la llevaba a extraer dos posibles

conclusiones: o bien la información facilitada por Gamora era falsa, cosa que

ella no creía probable, o Kyre no se parecía en absoluto a lo que sus expertos

creadores habían esperado.

Entonces, si ese nuevo Lobo del Sol no era una copia del original, ¿qué era?

Varias posibilidades se le ocurrieron a Calthar, pero ninguna la satisfizo.

Deseaba, necesitaba, saber más. Y sospechaba que la clave estaba en Talliann.

A Calthar no la había decepcionado la actitud de la muchacha en el momento

del encuentro, pero sí, en cambio, la preocupaba el motivo que pudiera haber

tenido para portarse de aquel modo. La fascinación que sobre ella ejercía el

favorito de Haven rayaba en la obsesión. Calthar nunca la había visto

reaccionar de tal manera ante nada, y las posibles implicaciones la intrigaban.

Desde el momento de su llegada a la ciudadela, Talliann se había mostrado

rara, y ni los poderes de las Madres habían logrado aclarar el misterio de su

actitud. El alma de Talliann era la única de la ciudadela en la que Calthar no

podía leer con facilidad. Con todo, en Talliann había una fuerza de la que la

bruja había llegado a depender. Como médium, la muchacha resultaba

insuperable, y aunque Calthar pudiera influir en ella –mediante el terror, ya

que no de otra forma– y canalizar el poder a través de su persona para sus

propios fines, necesitaba la cooperación de Talliann si quería que sus artes de

magia alcanzaran todas sus dimensiones. En general, su cooperación era

bastante sencilla de conseguir, pero a veces se producía en Talliann una

rebeldía, y exigía entonces algo irracional, incomprensible, que debía ser

cumplido sin demora, si querían que volviera a mostrarse dócil. Era ese

particular rasgo lo que alimentaba los contradictorios sentimientos de Calthar

hacia la muchacha: por un lado, Talliann era un tesoro, una joya que había que

proteger y cuidar; por otro, la sacerdotisa estaba muy resentida con ella,

porque envidiaba la fundamental influencia que ejercía de forma inconsciente

sobre todos los que la rodeaban. Sin el estorbo de Talliann, Calthar podría ver

realizada su ambición de gobernar sin que nadie le disputara sus derechos.

Pero esa misma ambición se apoyaba en los poderes innatos de la joven.

Existían otros medios y otros métodos, pero eran más peligrosos, y destruir a

Talliann, cosa que en ciertos momentos anhelaba Calthar, hubiese equivalido a

destruir una de las raíces de su propia energía.

Y ahora, el nuevo paladín de Haven había aparecido en escena y hecho vibrar

una cuerda muy profunda en Talliann: tanto, que la salud y la cordura de la

muchacha parecían depender de su presencia en la ciudadela. Eso era lo que

más intrigaba a Calthar. Ni siquiera teniendo en cuenta la extraña personalidad

de Talliann era lógica su preocupación, y lo único que pudo imaginar la

hechicera, fue que en Kyre hubiese descubierto algo que hasta ahora había

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escapado a su propia observación. Sería inútil tratar de extraer tal

información de Talliann, ya que difícilmente podría explicar lo que ni ella misma

sabía... Calthar pensó que era preferible dejar que Kyre fuera su blanco. La

mente del hombre tampoco sería fácil de manejar, pero en Talliann y Gamora

tenía dos armas valiosísimas. Con mucho cuidado, y con la medida justa de

manipulación en el momento justo, podría obtener una ventaja que le asegurara

la caída final de sus enemigos. Y era mucho el tiempo que había esperado para

conseguirlo.

Talliann llevaba un buen rato aguardando, impaciente y nerviosa, cuando

Akrivir abrió cautelosamente la puerta de su estancia. El joven apenas había

sido capaz de creer la índole del mensaje que le había llegado a través de una

de sus siervas, y sospechaba que Calthar o Hodek, su padre, le gastaban alguna

broma. Sin embargo, a Calthar no le hacían gracia esos estúpidos juegos, y

tampoco Hodek solía perder el tiempo en pequeñas malevolencias. No; Akrivir

se dijo que la llamada tenía que ser real, y una sola mirada a la pálida cara de

Talliann se lo confirmó cuando entró en la cueva.

Pero cuando supo lo que quería de él, Akrivir sintió que se diluían las débiles

esperanzas que había abrigado. El ruego de Talliann era muy simple, pero el

hombre no deseaba acceder a ello.

Tenía a la muchacha delante mismo, tan cerca, que sólo con alargar las manos

hubiese podido tomar las suyas, pero no lo hizo. Akrivir miraba al suelo, porque

no quería que Talliann viera lo que había en sus ojos, y tuvo la sensación de que

unos dedos invisibles le agarraban los músculos del pecho y se los comprimían.

Hacer lo que le pedía Talliann significaba admitir definitivamente lo que

siempre había sabido en el fondo: que ella nunca sería, ni podía ser, para él.

Talliann esperaba una respuesta, y Akrivir comprendió, por mucho que ello le

doliera, que no debía desoír su súplica. Fuera cual fuese la consecuencia, y por

muy duro que resultara el golpe para sus sueños, Talliann le importaba

demasiado para no ayudarla en todo lo necesario.

– ¡Tengo que verle! –Dijo ella en tono desesperado–. ¡Es urgente que hable a

solas con él, sin que Calthar se entere! Y tú eres el único en quien puedo

confiar... Lo siento –agregó, dando media vuelta después de una pausa.

De modo que ella conocía sus sentimientos. Akrivir no se había dado cuenta, y

la comprobación fue un consuelo a la vez que una amarga ironía. No podía

abandonarla. Talliann estaba dispuesta a depositar en él su confianza,

sabedora del riesgo que corría, y si él no podía hacer nada más, al menos quería

que esa confianza que ella le demostraba quedara justificada.

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Dio un paso adelante y, convencido de que Talliann perdonaría su atrevimiento,

apoyó ligeramente las manos en sus hombros.

–Os lo traeré, Talliann –dijo con delicadeza–. Y me encargaré de que nadie se

entere.

Ella se volvió de repente para mirarle nuevamente, y en sus obscuros ojos

había gratitud y, según Akrivir creyó ver, simpatía.

–No sé qué decir... ¡Muchas, muchas gracias! Eres un verdadero amigo –agregó,

al mismo tiempo que posaba las manos en sus brazos.

–Espero serlo siempre –contestó él con una pequeña sonrisa.

Kyre tuvo que admitir que el aposento que le había sido asignado era digno de

un huésped de categoría. No faltaba allí ninguna comodidad. El lecho estaba

generosamente cubierto de colchas tejidas a mano; la mesa y la silla parecían

ser de coral, con incrustaciones de nácar; gruesas alfombras calentaban sus

desnudos pies; las paredes aparecían revestidas de tapices; e incluso disponía

la estancia de una pequeña fuente de agua dulce que caía juguetona a una

irisada pila, aunque Kyre no se explicaba cómo obtenían agua potable en la

fortaleza submarina. Sin embargo, lo único que él deseaba era la respuesta a

varias preguntas muy preocupantes.

La última mirada que le dirigiera Talliann, así como el fallido intento de

transmitirle un mensaje, le herían la mente. Al verla por primera vez en la

playa, un hilo de su memoria en blanco había emergido de pronto a la

superficie, y la segunda confrontación confirmaba esa impresión de manera

dolorosa y enervante. Kyre sabía que Talliann también le había reconocido, y se

daba perfecta cuenta de que la muchacha no quería que Calthar se enterara.

Eso no encajaba con la imagen de protectora, amiga y mentora que la

sacerdotisa bruja reclamaba, pero sí encajaba del todo con la instintiva

desconfianza de Kyre hacia Calthar y sus obscuros motivos.

Ansiaba ver de nuevo a Talliann. Era ya más que un deseo; era una punzante

necesidad. Pero asimismo comprendía la importancia de la cautela, y una de las

barreras era, precisamente, la presencia de Gamora.

Kyre miró de soslayo a la niña, sentada a su lado mientras devoraba con

entusiasmo los restos de una bandeja de comida. Parecía que, en efecto, la

chiquilla sólo necesitaba pedir algo para que se lo concedieran. Por ejemplo,

había visto cumplido de inmediato su deseo de ver el alojamiento de Kyre y

compartir con él la cena. Y al expresar ella su disconformidad con las ropas del

amigo, que, si bien secas, estaban sucias y tiesas a causa del agua de mar,

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enseguida le habían traído prendas nuevas, confeccionadas con una fresca y

delgada tela de color azul plateado, y Gamora le había colocado en la cabeza,

con gesto triunfante, una de las delgadas coronas de retorcidos caracoles de

mar lucidas por numerosos habitantes masculinos de la ciudadela, declarando

que por fin estaba tan elegante como ella misma. Eso era una exageración, ya

que Calthar había cumplido en todos los detalles su promesa de tratarla como a

una princesa correspondía. Llevaba Gamora un vestido de color verdemar y

plata, al estilo de las damas nobles de aquel lugar, y una filigrana de hilos de

plata le había sido aplicada artísticamente entre los cabellos, de forma que los

bucles centelleaban cuando se movía. Ni siquiera sus padres, los señores de

Haven, hubiesen podido permitirle semejantes lujos, que no habrían pasado de

ser bonitos sueños infantiles.

No obstante, Kyre conocía lo suficiente a Gamora para saber que la tentación

de tales aderezos, por muy atractivos que fueran, nunca podría anular los

principios que la habían inducido a odiar a los habitantes del mar con tanta

violencia como cualquier otra persona de Haven. Su propio padre, al que

adoraba, había sido lisiado por ellos, y aunque entonces era un bebé que estaba

en la cuna, desde la más tierna infancia había oído contar la historia de la

Noche de Muerte, en la que media ciudad resultó enterrada bajo la arena de la

bahía, con todos sus habitantes. El propio Kyre había quedado horrorizado

ante el brillo de los ojos de la chiquilla cuando se enteró de la muerte del

prisionero marino a manos de DiMag... No; haría falta mucho más que un

vestido verde y plateado y que los centelleos del nácar para que Gamora

olvidase su origen.

Ahora, sin embargo, Gamora estaba convencida de que Calthar no podía hacer

nada malo, y eso hizo comprender a Kyre, con un escalofrío, la fuerza del

encantamiento que la bruja había arrojado sobre la niña.

Se imaginaba el blanco tan fácil que una criatura como Gamora representaba

para las artes hechiceras de Calthar. Él mismo había estado a punto de

sucumbir al singular encanto del lugar y de sus extraños habitantes, mientras

conversaba con la sacerdotisa en el hermoso salón, y se hacía cargo del efecto

que le habría producido a una niña tan imaginativa y que, además, se sentía

sola. Haven era, en comparación, una triste e irónica parodia; al menos, en

apariencia. El no había visto nada bello entre aquellas ruinosas paredes, ni

tampoco en la mente de sus gentes. Simorh, siempre rencorosa y amargada;

DiMag, complicado e imprevisible; Vaoran, ambicioso y poco digno de confianza;

y el viejo Brigrandon, que prefería el alivio del estupor alcohólico a la dura

realidad... El contraste con lo que veía en la ciudadela marina era enorme.

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Y engañoso. Un hombre en peligro de morir de sed en un desierto podía vender

el alma a cambio de la posibilidad de encontrar un oasis. Pero, con harta

frecuencia, el oasis resultaba no ser más que un espejismo.

– ¿No te parece, Kyre?

La voz de Gamora rompió la telaraña de sus pensamientos. Kyre bajó la vista y

comprobó que la niña había terminado la comida y le miraba muy interesada.

–Lo siento, princesa. ¿Qué decíais?

Gamora hizo un mohín de disgusto.

– ¿Lo ves? ¡Nadie me escucha! Calthar, en cambio, sí... Decía que el salón de

aquí es mucho más bonito que el de casa, ¿no lo crees así?

–Es muy hermoso, desde luego –asintió, esforzándose por sonreír.

– ¡Tantas fuentes, y esos ventanales que no lo son de verdad, sino de cuarzo! y

los tapices no están tan gastados como los nuestros. Cuando sea mayor, quiero

tener unos juegos de agua parecidos –dijo, a la vez que tragaba el último

bocado que había estado masticando, e hizo girar las pupilas para demostrar lo

sabroso que le parecía el manjar.

Kyre no tuvo valor para mirarla otra vez a los ojos y comprobar el vacío que

había detrás de ellos. Era preciso remediar esa ausencia, pero él no era brujo,

y nada podía hacer contra los poderes de Calthar. Tenía que haber otro

camino...

Iba a contestar a las palabras de Gamora con algún comentario banal cuando

oyó un ruido y se volvió en el acto para ver que la puerta se abría. Había

esperado que se tratara de un sirviente y se estremeció al comprobar que era

Akrivir quien aparecía en el umbral.

–Lobo del Sol –dijo éste, y dedicó una rápida sonrisa a Gamora, que le

observaba con curiosidad.

Kyre descubrió que en sus ojos había cierta cautela.

–Entrad –le saludó, preguntándose qué traería a su aposento al joven guerrero–

. Acomodaos.

–Gracias, pero no tengo tiempo –repuso Akrivir con una nueva mirada a Gamora,

y Kyre cayó entonces en la cuenta de que intentaba darle un mensaje.

Dio un paso adelante y preguntó:

– ¿Deseabais hablar conmigo?

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–Sí. No os entretendré más de unos momentos.

Gamora había empezado a perder interés en aquella conversación, y Kyre se

encaminó a la puerta. Akrivir le tomó del brazo, conduciéndole fuera, y volvió a

cerrar la puerta para que la niña no les viese. Lanzó una precavida mirada hacia

ambos lados y dijo sin más preámbulos:

–Traigo un mensaje de Talliann. Desea veros, y es vital que Calthar no lo sepa.

A Kyre se le aceleró el pulso.

– ¿Cuándo?

–Lo antes posible.

Akrivir vacilaba, y Kyre vio una extraña mezcla de resentimiento y

compañerismo en sus azules ojos.

–Yo mismo os acompañaré, pero hay un problema –añadió, señalando la

habitación con un gesto–. ¡La niña!

–Ella no... –comenzó Kyre, pero Akrivir le interrumpió, al tiempo que le

agarraba con fuerza por una manga.

–Sabéis tan bien como yo lo que Calthar ha hecho con ella –susurró, y en su voz

hubo un destello de odio, antes de que el hombre lograra controlarse de nuevo–

. No podemos fiarnos de Gamora. Sólo la Hechicera sabe que ella no tiene la

culpa, pero, si se entera de algo, podría traicionaros. Yo haría cualquier cosa

por Talliann –continuó–, pero no tengo ningún deseo de que me cueste la vida.

Kyre comprendió de pronto lo que había detrás de la mezcla de amistad y

hostilidad que veía en Akrivir, y sintió una súbita vergüenza. Akrivir

demostraba ser un fiel amigo, si estaba dispuesto a sacrificar sus propias

ilusiones en bien de Talliann, y eso significaba que era el único habitante de la

ciudadela en quien podía confiar sin reservas.

Entreabrió la puerta y atisbó hacia el interior. Gamora tenía la cabeza

inclinada sobre la mesa y bostezaba tan tranquila, al parecer sin darse cuenta

de nada. La vencía el sueño.

–Se duerme –dijo en voz baja–. Si la acuesto, no despertará en varias horas, y

yo podré ir con vos.

Akrivir no le miró durante unos segundos, pero cuando lo hizo, su mirada fue

intensa.

–Bien. Pero con una condición.

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–Decidla.

–Quiero vuestra promesa de que no haréis nada que pueda dañar o poner en

peligro a Talliann... Porque tened muy presente, Lobo del Sol, que si le causáis

algún daño, os mataré. Ésta es mi promesa –agregó con una sonrisa sin humor.

–Yo nunca le haría daño a Talliann, Akrivir. Y creo que lo sabéis, porque de otro

modo no estaríais aquí.

Akrivir continuó observándole durante unos segundos. Por fin hizo un

movimiento afirmativo, reconociendo el tácito entendimiento entre ellos.

–Debería odiaros, Kyre –dijo–. Pero si vos podéis ayudar a Talliann, no habrá

enemistad entre nosotros. Os aguardaré en el extremo del pasillo –murmuró

antes de alejarse.

Kyre regresó a su habitación tremendamente excitado. Gamora se había

dormido, en efecto. Su sueño era el de una niña felizmente exhausta, y ni

siquiera se movió cuando él la levantó de la silla para transportarla a su propia

cama. Una vez acostada, la cubrió con una manta y permaneció unos instantes

mirándola con triste afecto. De pronto, impulsado por una insospechada

emoción, no pudo contenerse y besó tiernamente a la pequeña en la frente.

–Dormid bien, princesita –murmuró–. Abriré vuestros ojos y os devolveré todo

lo que os han robado. ¡Lo juro!

Akrivir llevó a Kyre, por un complicado camino, evidentemente poco usado,

hacia el sanctasanctórum de Talliann, y a lo lejos creyó percibir el continuo

rumor de la gran conejera que era la ciudadela. Desde su llegada había perdido

todo sentido del tiempo. Sin el orden del día y la noche, le parecía que aquella

gente nunca descansaba. Todo transcurría sin detenerse, fuese mediodía o

profunda noche en el mundo exterior.

Al principio, avanzaron rápidamente y en silencio. Akrivir estaba siempre

atento a cualquier movimiento que se produjera delante o detrás de ellos, y

Kyre consideró más prudente no hablar. Sin embargo, había una cuestión que

no le dejaba tranquilo, y al fin tuvo que formularla.

–Akrivir... ¿Por qué hacéis esto?

El joven le miró por encima del hombro, sorprendido, y redujo el paso.

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–Lo hago por Talliann –contestó brevemente–. Porque es su deseo, y porque

tengo la esperanza de que vos podáis ayudarla donde yo he fallado.

Kyre se detuvo, con una súbita sospecha: ya había oído esas mismas palabras...

–Eso es lo que me dijo Calthar –susurró–, y ella...

Akrivir le interrumpió con una áspera risa, más bien un ladrido, que encerraba

una cínica repugnancia.

– ¡Oh, sí, claro! Estoy seguro de que lo dijo. Si vos tomáis en serio cualquier

cosa de las que Calthar diga –añadió, acercándose más a Kyre para agarrarle

por el brazo–, no tardaréis en meter la cabeza en un nudo corredizo.

Vibraba el aborrecimiento en sus ojos, y Kyre inquirió:

– ¿Tanto la odiáis?

– ¿Odiarla? –Repitió Akrivir y alzó los hombros mirando a Kyre, como si

sopesara el riesgo de revelar lo que quería decir–: ¡Si pudiese matarla, Kyre, si

pudiese erradicar su asquerosa corrupción de esta ciudadela, no dudaría ni un

instante! No es el único cáncer que yo quisiera eliminar de nuestra ciudad –

jadeó, echando a andar, pero más despacio que antes–, pero sí el más maligno

de todos. No me importa lo que me hizo a mí –añadió con furiosa emoción–.

Puedo vivir con ello, si no hay más remedio. Pero Talliann...

– ¿Qué sucede con Talliann?

– ¡No seáis tonto! –Exclamó Akrivir–. ¿Acaso no lo veis? Talliann está

prisionera. Calthar la mantiene a su lado porque le sirve para sus

maquinaciones, y miente de mala manera cuando simula que para ella Talliann es

como una hija. Calthar la utiliza, del mismo modo que utiliza a vuestra pequeña

princesa y busca utilizaros a vos. Es mucho más peligrosa de lo que podéis

imaginar, Lobo del Sol. Y en toda esta ciudadela no existe ni una sola alma que

se atreva a hablar mal de ella.

Poco a poco, las piezas del rompecabezas empezaban a encajar... Algo más

sereno, Kyre preguntó:

– ¿Y qué hay de vos, Akrivir? ¿Qué os hizo Calthar?

Éste hizo un gesto de rechazo.

–Es una historia ya vieja, que no vale la pena repetir. Además, ya no tiene

interés. Ahora sólo importa Talliann.

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183

Akrivir se detuvo de repente y miró nuevamente a Kyre. Sus azules ojos

despedían chispas, y Kyre vio temor, esperanza y una amarga e imponente

cólera en ellos.

–Sacadla de la ciudadela, Kyre –continuó en un murmullo–. Apartadla de la

influencia de Calthar antes de que la destruya. Es su única posibilidad. ¡Es la

única esperanza para todos nosotros!

Dicho esto, reemprendió el camino.

Kyre se dio prisa en seguirle, pero las palabras que tenía en la lengua quedaron

sin pronunciar. Se daba cuenta de lo que le había costado a Akrivir hacer

semejante súplica, pero el arranque de! joven guerrero confirmaba totalmente

sus sospechas. Talliann, Gamora, él mismo..., todos eran víctimas de los planes

de Calthar.

«Pero... ¿por qué? –se preguntó–. ¿Qué piensa obtener de nosotros esa bruja?»

Subieron un tramo de escaleras, y Kyre comprobó que la puerta de los

aposentos de Talliann se hallaba delante de ellos. Pero antes de llegar,

necesitaba saber más...

–Akrivir –dijo en un urgente susurro, a la vez que agarraba al compañero por el

brazo–. ¿Cuáles son los planes de Calthar?

Akrivir miró atrás.

–Preguntad a Talliann acerca de la Gran Conjunción. Y, si podéis, creedme

cuando os digo que si pudiera mataría a Calthar para impedir que lleve a cabo

sus proyectos.

Subió los últimos peldaños de dos en dos, y por fin apoyó una mano en la puerta

de concha.

–Entrad a verla, Kyre. Hablad con ella. ¡Ayudadla!

Sus ojos se encontraron brevemente. Luego, Akrivir apartó la vista.

–Os aguardo –agregó.

Una luz azul y fría bañó a Kyre cuando cruzó la puerta. Las paredes de la

caverna, semejantes a espejos, le engañaban... Al moverse él, extraños

reflejos saltaron entre las estalactitas, y Kyre se puso en tensión, esperando

un ataque. Pero nada ocurrió y, entonces, el joven se dio cuenta de que uno de

los reflejos no era lo que le había parecido.

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Avanzó Talliann rápidamente hacia él, muy abiertos los ojos y llenos de

agradecimiento. Pero de pronto se paró, como un asustado animalillo

sorprendido lejos de la seguridad del nido. y su voz sonó temerosa cuando dijo:

– ¿Te ha traído Akrivir?

–Sí.

Kyre la miró, presa de insólitas emociones. Ella hizo un gesto afirmativo.

– ¿Os ha visto alguien? ¿Estás seguro de que no os han seguido?

–Todo lo seguro que uno puede estar.

Cerró la puerta a sus espaldas y sintió que el pulso se le aceleraba de nuevo.

Por un momento, Talliann pareció luchar para encontrar palabras, y luego dijo

de repente:

–Es el único de quien puedo fiarme, pero temía que Calthar lo descubriera...

Necesito hablar contigo, Kyre...

Él tomó sus manos para tranquilizarla. Talliann se mostraba cauta y plenamente

consciente del riesgo que corría al fiarse de Kyre, quien no sabía cómo hacerle

comprender que compartía su angustia.

–Es posible que dispongamos de muy poco tiempo –musitó–. Calthar nunca

duerme. Puede aparecer en cualquier momento –explicó, echando una mirada a

la puerta–. A veces presiento que se acerca, pero no siempre...

–Es mucho lo que quiero preguntarte –dijo Kyre–. Desde que te vi junto a las

ruinas del templo, yo...

–Lo sé. Yo siento lo mismo –confesó, y su hambrienta mirada examinó el rostro

del hombre–. Te conozco, Kyre. Ignoro quién eres, pero te conozco... y mis

sueños...

– ¿Tus sueños?

Algo parecía sacudir sus terminaciones nerviosas.

Talliann asintió.

–Tengo los mismos sueños desde... donde alcanza mi memoria. Son como un... –

Talliann vaciló–... como un presagio... Es algo que debo explicarte, y algo que

debo hacer... Lo olvido todo enseguida, Kyre –dijo, con dolorosa candidez en los

ojos–, y tengo la mente muy confusa, pero siempre recuerdo esos sueños,

¡siempre!

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Los dedos de la muchacha apretaron los del hombre. Él no dijo nada, sintiendo

que Talliann ansiaba comunicarle más cosas, pero que necesitaba tiempo. Sin

embargo, ardía de excitación.

–En más de una ocasión me escapé de la ciudadela para acercarme a las ruinas

de la bahía... –susurró Talliann por fin, y las palabras parecían brotar de su

boca con más facilidad– .Vi brillar las luces de la ciudad a través de la niebla

y... ¡me hubiese gustado tanto poder llegar hasta allí! Pero nunca me atreví,

aunque sabía que era en Haven donde te encontraría, Kyre... ¡Y era tanto lo que

deseaba decirte!...

La muchacha meneó la cabeza, incapaz de continuar, y Kyre la ayudó.

– ¿Decirme qué?

–Lo que, según los sueños, debo advertirte. Es referente a Calthar. Referente

a lo que piensa hacer, a lo que hará, si no...

Talliann se interrumpió de nuevo, respiró como si sufriera y, después, pareció

calmarse, aunque no sin esfuerzo.

–Has de escapar de aquí, Kyre –dijo con un jadeo–. Has de regresar a Haven y

advertirles del peligro que corren, ayudarles... Dentro de cinco noches, a

partir de ahora –prosiguió, y se mordió el labio–, se producirá la Gran

Conjunción... ¿Sabes lo que eso significa?

Repitió lo que Akrivir había dicho; lo que éste recomendó a Kyre que le

preguntara, y Kyre recordó la Noche de Muerte de que DiMag hablara con

tanto horror.

–Es la noche en que la luna arroja un rayo de luz directamente contra las

puertas de Haven... Habrá una batalla...

– ¡No! –Replicó Talliann–. No una batalla, sino la batalla, la confrontación final.

Eso es lo que quiere Calthar. Dice que Haven es hoy tan débil, y que está tan

agobiada por los problemas internos, que nada podrá hacer contra el poder de

la Hechicera. Calthar... –continuó la muchacha, después de apretar los dientes

como si las siguientes palabras le produjesen dolor–. Calthar se propone lanzar

sus fuerzas contra Haven en la noche de la Gran Conjunción... Y yo tengo que

ser el medio del que se valdrá...

– ¿Tú? –exclamó Kyre.

–Sí –contestó ella con la mirada vacía–. ¿No lo entiendes? Calthar te dijo que

yo estoy... angustiada, ¿no? Es la expresión que suele emplear. Pero eso, esa

fuerza que de vez en cuando me domina, no es locura... Es la Hechicera, Kyre. Y

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son los manejos de Calthar... Soy un títere para ella. Lo soy desde que llegué a

la ciudadela. Me mantiene prisionera mediante el poder de la Hechicera, y me

utiliza para manifestar esa fuerza. Soy la clave de su energía, Kyre...

Kyre la miró como si de pronto cobraran sentido las secretas palabras de

Akrivir. Una prisionera, una víctima involuntaria de las maquinaciones de

Calthar... Ahora comprendía la amargura de Akrivir y su insistencia en que

sacara a Talliann de la ciudadela. Rodeó a la muchacha con sus brazos,

deseando consolarla y mitigar la angustia que sus propias palabras le habían

producido. Ella se apretó contra él, rígido el cuerpo a causa de la tensión,

luchando contra las lágrimas.

– ¡No quiero que eso suceda! –sollozó desesperada, con voz entre cortada por

la emoción, y Kyre notó cómo apretaba los puños contra su pecho–. Quiero

detener esa catástrofe, pero no puedo... ¡Mi voluntad no es bastante fuerte!

Tú, en cambio... –murmuró, mirándole–, tú sí que puedes hacer frente a Calthar.

Es lo que me dicen mis sueños. ¡Tienes que regresar a Haven, Kyre, y ayudarles!

De nuevo recordó Kyre lo que Akrivir había dicho, y en aquel momento supo que

ninguna fuerza del mundo sería capaz de inducirle a abandonar la ciudadela sin

llevar consigo a Talliann. Quiso contestar, pero antes de que pudiera expresar

lo que tenía en la mente, Talliann dijo:

–Hay algo que debo hacer. Los sueños me la indicaban, y durante todo este

tiempo esperé tu llegada...

Se desasió de él, dio un paso atrás y manoseó algo que llevaba colgado del

cuello. Kyre creyó distinguir un tenue brillo plateado entre sus dedos, y luego

percibió el leve ruido de algo metálico, muy pequeño, que se partía. La

muchacha exhaló un profundo suspiro, como si se acabara de librar de un peso,

y le tendió la pieza que se había quitado.

– ¡Tómalo! –Dijo, con un cierto temblor en la voz–. Te corresponde por derecho.

Así me lo hicieron saber los sueños.

Kyre clavó la vista en la rota cadena de plata, de la que pendía un trozo de

cuarzo azul en forma de gota de agua. Un destello de memoria surcó su mente,

desconcertándole. Observó la piedra más de cerca. Incrustada en la

estructura de cristal, pudo ver la inconfundible imagen de un ojo abierto y

reluciente. El Ojo del Día, en el que tanto creía el pueblo de Haven... ¡El

símbolo del Lobo del Sol!

Miró a Talliann con ojos muy abiertos y dijo con voz insegura:

– ¿De dónde lo has sacado?

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–Calthar me lo dio cuando llegué a la ciudadela. El desconcierto de Kyre se

transformó en una terrible sospecha.

– ¿Cuándo llegaste aquí? –preguntó con la garganta seca–. Creía que habías

nacido en este lugar.

Talliann rió con una mezcla de amargura e ironía.

–No. ¿Te dijo eso Calthar? Yo no nací aquí, Kyre. Fui traída por medio de un

conjuro. Ella me trajo de no sé dónde. Ignoro todo lo relativo a mí hasta el

momento en que abrí los ojos para encontrarme en una gran concha... Calthar

me miraba... –explicó, y se estremeció, volviendo a apretar los dientes–. No sé

cuánto tiempo llevo aquí, ni dónde estaba antes, ni quién soy en realidad, si es

que poseo una identidad... No sé nada de nada, salvo lo que me dicen mis

sueños. ¿Significa eso que estoy loca, Kyre?

Pero ¡si parecía su propia historia! Algo se agitó muy dentro de él, despertando

extraños recuerdos.

– ¡No! –Declaró Kyre con énfasis–. No estás loca.

«Nada más lejos de eso», pensó. Sin embargo, los vagos recuerdos no se

definían. Parecían encerrados tras una puerta invisible.

La joven tocó otra vez el colgante.

–Hasta donde alcanza mi memoria, lo he llevado siempre. Pero, a pesar de lo

que afirme Calthar, sé que no me pertenece. Es tuyo, Kyre, ¡tuyo! y debes

aceptarlo. Es lo que mis sueños intentaban decirme cada vez.

Temblaba ella de confusión y angustia, y cuando sus dedos perdieron fuerza, el

colgante empezó a resbalar de su mano. Kyre cogió a tiempo la cadena y dejó

que la gota de cuarzo descansara en la palma de la suya.

Sin embargo, la impresión del contacto le hizo gritar, y la joya cayó al suelo.

Los dos la miraron fijamente. Después, Talliann se llevó un puño a la boca y

murmuró:

– ¡Por favor...!

Kyre no deseaba recogerla. Durante una fracción de segundo, al tocar el

cuarzo, había tenido una revelación que le había sacudido como un rayo en

tiempo sereno. Pero esa súbita luz voló en el acto a refugiarse de nuevo en los

rincones más obscuros de su mente. Estaba perdida, sí, pero el recuerdo de su

instantánea presencia seguía reverberando en él. Sabía que, si volvía a tocar el

cuarzo, la revelación surgiría otra vez.

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Y esa idea le aterrorizaba.

Entonces una voz dijo en su interior: « ¡Cobarde! Esto es lo que estabas esperando con tanta ansia desde el momento en que despertaste en el templo en ruinas y supiste que no eras el ser cero que Simorh pretendía. Por fin tienes la posibilidad de conocer la anhelada verdad y... ¿vas a echarte atrás ahora?».

Talliann le miraba con ojos extraordinariamente brillantes, y Kyre pudo

percibir su esperanza y su deseo. No podía traicionar la confianza depositada

en él.

Se detuvo con la mano encima del colgante. Durante unos segundos el espanto

le dominó cual tremendo vértigo, pero lo apartó de sí, consciente de lo que

tenía que hacer, y de que no existía para él otro camino.

Su mano se cerró alrededor del cuarzo. Y el mundo estalló en su cabeza.

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Capítulo 14

¡Talliann!

Su nombre era una letanía en la mente de Kyre, y despertaba en él siglos

enteros de pena de amor y añoranza, de agonía, de anhelo. Largos días bajo el

sol de Haven; frescas noches, cuando el intenso perfume de los jardines del

castillo ascendía cual fuerte vino a sus abiertas ventanas... En aquella época

Haven estaba entera, con calles y plazas que se extendían alegres a lo largo de

toda la bahía. Los mercados se hallaban repletos, y el puerto palpitaba de

actividad, cuando la flota pesquera que constituía su corazón y su vida

regresaba tranquila y cargada de los mares... De día era un dorado refugio

bañado por el Ojo del Sol. De noche resultaba velada y misteriosa; una miríada

de centelleantes puntos luminosos, mientras la vieja luna contemplaba

satisfecha la ciudad desde su obscuro trono...

De pronto, el pasado chocó con el presente. La vieja luna..., la benevolente luna,

no un maléfico objeto de aversión y temor, sino una amiga, una guía, una luz en

la negrura... Él y Talliann habían gobernado juntos Haven bajo el amparo del sol

y de la luna..., hasta que la codicia y la traición de un enemigo escondido en la

propia ciudad destrozó su idilio.

Kyre logró recordar un nombre, y con él despertó en su corazón un amargo

odio. Malhareq... Hubo miedo y sufrimiento y, finalmente, el largo y tenebroso

camino a través de la agonía, hasta llegar a la muerte. Después, siglos enteros

de una interminable nada, antes de que un viejo rito, en manos de una

desesperada hechicera que sólo quería conjurar una criatura a imagen de Kyre,

lo arrancaran del vacío...

Él era Kyre. No un cero, ni un substituto. Era el Lobo del Sol que gobernara

Haven mucho tiempo atrás. El colgante de cuarzo que ahora agarraba con tanta

fuerza había sido su propio talismán y un objeto de gran poder. Perdido

durante la noche en que la traidora le arrebatara la vida entre las arenas de la

bahía, había esperado durante siglos a que él lo reconociese, esperado el

momento en que la clave encerrada en sus cristalinas facetas descerrojase al

fin su memoria y le libertase del limbo.

¡Era tanto lo que había olvidado Haven! La comprobación fue para Kyre como

una cuchillada, y hubiese querido llorar por su ciudad y por todos los

habitantes muertos. Sabía, ahora, lo que había sabido en aquellos días tan

remotos: que no tendría que haber conflictos entre los veneradores del sol y

los veneradores de la luna; que antaño habían estado todos unidos, y que el

círculo era entonces completo. Tierra y mar en igual medida habían formado

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sus dominios, antes de que la avaricia de una mujer, de una bruja, causara el

hundimiento de todos.

Kyre alzó la cabeza, poco a poco, y miró a su alrededor. No recordaba haber

caído, pero estaba de rodillas en el suelo del aposento de Talliann. Ella

permanecía como una estatua delante de él, llenos de temor e inseguridad los

inmensos y negros ojos, y Kyre sintió que el corazón se le hacía pedazos al

comprender que, si bien Talliann le conocía en sueños y tenía conciencia de que

algo les unía, nada acudía a su memoria.

«Talliann, mi amor, ¿no te acuerdas de cómo fuimos traicionados? ¿No te acuerdas de Malhareq, cuya alma sólo codiciaba el poder..., de aquella sacerdotisa que hizo bajar a la luna y convirtió en maldad su benevolencia? ¡Trata de recordar su rostro, Talliann! ¿No ves en él a la mujer que ahora utiliza contra ti el poder de la Hechicera, a la mujer que tiene engañada a Gamora, a la mujer que está dispuesta a destruir a quienes un día fueron nuestro pueblo? ¿No te das cuenta de que aquella bruja, muerta tantos años ha, se ha encarnado ahora en Calthar?

– ¡Talliann!

Kyre pronunció el nombre en voz alta, y se levantó sobre unas piernas todavía

vacilantes. Cuando se acercó a ella, la expresión de los ojos de la muchacha

cambió, y la esperanza empezó a reemplazar a la confusión. En su deteriorado

subconsciente, sabía que él había sido objeto de una revelación... Veía el

cambio en Kyre, pero no lo podía compartir. Aún quedaba lejos de su alcance la

rememoración de su propio Yo, de su pasada vida en común...

Calthar tenía que haberse valido del colgante, del talismán del Lobo del Sol,

para traer a Talliann a la ciudadela. Kyre no acertaba a imaginar cómo había

caído en sus manos el talismán, pero suponía que la bruja ignoraba su origen. Su

motivo para arrancar a Talliann de otro mundo habría sido el mismo de Simorh

para hacer lo propio con él. Y, al igual que Simorh, Calthar tampoco conocía la

verdadera identidad de su creación. Si llegaba a descubrirla –cosa que, sin

duda, tardaría poco en suceder–, Talliann correría un peligro mortal.

Kyre creyó saber, además, qué impulsaba a Calthar a destruir Haven. Era tanto

lo que se había perdido con la desaparición de la antigua lengua, que la historia

de Haven, tal como hoy la interpretaban DiMag y sus eruditos, resultaba

totalmente desfigurada. Habían convertido en leyenda las circunstancias de su

muerte, y tal leyenda era falsa. Hablaban en Haven de una remota batalla y de

la sacerdotisa vampiro, procedente del mar, que había atraído al Lobo del Sol a

su perdición. Pero mientras él vivía y reinaba en Haven, no hubo guerras. Ni

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existía, tampoco, esa ciudadela de las aguas, y la enemiga causante de su caída

había surgido de su propio territorio.

Kyre recordaba el rostro de Malhareq como si lo tuviese delante: había visto el

eco de su retorcida alma en los ojos de la bruja que ahora gobernaba la

ciudadela. Y si Calthar triunfaba y Haven caía, la malvada sacerdotisa

traicionaría a los habitantes del mar de la misma manera que su paradigma de

antaño lo había hecho con Kyre.

Era preciso que regresara a Haven. Su mente trabajaba de modo incesante,

impulsada por la sacudida de su renovada memoria. Aún había en él mucha

confusión, muchas cosas que necesitaba aclarar, pero lo primero y más urgente

era sacar a Talliann y a Gamora de la ciudadela y apartarlas de la maligna

influencia de Calthar. Debía informar de la realidad a DiMag y Simorh, además,

y advertirles de la inminencia de la Noche de Muerte.

Y Talliann... La miró de nuevo, y el vacío que vio en sus ojos estuvo a punto de

partirle el corazón. Tenía que curarla, abrir su memoria como se había abierto

la suya, y sólo existía una esperanza para conseguirlo. En otro tiempo, Talliann

había llevado un talismán idéntico al suyo. Las dos piedras eran los símbolos de

la prosperidad y la gloria de Haven. Tanto separadas como juntas tenían gran

poder. y si la piedra que ahora sostenía en la mano le había devuelto la

personalidad perdida, el cuarzo gemelo seguramente curaría a Talliann.

¡Si había forma de hallarlo...!

–Talliann... –dijo Kyre estrechando sus manos, y vio la sorpresa de la muchacha

ante tal urgencia–. Este colgante... ¿te lo dio Calthar?

–Sí.

– ¿Sabes si tiene otro? ¡Trata de recordar, Talliann, por favor! ¿Hay otra

piedra como ésta?

Arrugó ella el entrecejo, confusa, y luego meneó la cabeza.

–No... Nunca la he visto. Calthar tiene esta piedra en mucha estima –agregó

mientras acariciaba distraída el cuarzo y la cadena de plata seguía enredada

entre los dedos de ambos–. Me dijo que debía llevarla siempre encima... Pero no

tiene otra...

Kyre cerró los ojos con alivio. En tal caso, la pieza gemela del talismán tenía que estar en alguna parte de Haven...

Recordó entonces la advertencia de Akrivir y volvió a abrir los ojos.

–Talliann... –preguntó–. ¿Confías en mí?

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– ¿Confiar...? –Murmuró ella, a la vez que escudriñaba su cara y su mirada se

nubló, aunque sólo por un instante, antes de responder–: ¡Sí, Kyre, confío en ti!

–Entonces ¡abandona la ciudadela conmigo! No hay tiempo que perder. Tenemos

que regresar a Haven. Tú, yo y Gamora. Ahora no puedo darte más

explicaciones... «Además no las entenderías, mi amor. No de momento...» En

Haven estarás libre de la influencia de Calthar, y podremos impedir lo que ella

pretende llevar a cabo. ¡Sé que podremos!

Los ojos de Talliann se llenaron de temor.

– ¡No! –dijo–. No me atrevo a huir. Si nos encuentra juntos y adivina nuestros

planes, nos... nos...

Un estremecimiento recorrió su cuerpo, y Kyre se apresuró a preguntar:

– ¿Qué nos hará? ¿Qué?

Talliann sacudió la cabeza con violencia y emitió un sonido inarticulado y feo.

–Nos... nos conducirá ante las Madres.

– ¿Las Madres?

Una extraña sensación se apoderó de Kyre. Aquel nombre no significaba nada

para él y, sin embargo, encerraba una amenaza.

–No me preguntes lo que eso representa... –suplicó Talliann–. No puedo

explicártelo... Hay cosas en sus aposentos secretos que no debieran existir...

Cosas que ella es capaz de extraer de... ¡No quiero hablar de ello, Kyre! Me

horroriza...

–Calthar no se enterará de nuestra huida hasta que sea demasiado tarde,

Talliann. Akrivir ha prometido ayudarnos y, una vez en Haven, esa bruja ya no

tendrá poder sobre ti. Has dicho que confiabas en mí –insistió estrechando aún

más sus manos–. ¡Demuéstralo, pues!

El cuarzo que se hallaba entre las palmas de sus manos pareció latir de pronto.

Talliann dio un pequeño grito de sorpresa, como si también ella lo hubiese

notado, y cuando de nuevo miró a Kyre, en su rostro hubo un cierto resplandor

de entendimiento. Y dijo despacio, como si la asustara descubrir los propios

sentimientos:

– ¡Quiero ir contigo, sí! Tengo miedo, pero quiero ir...

–¡Ven, entonces! No tienes nada que temer.

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Talliann era incapaz de apartar totalmente de sí la duda, pero la urgencia del

hombre y su propio deseo le dieron ánimos.

– ¡Sí! –Volvió a decir, mirándole con trémula determinación–. ¡Voy!

Kyre ansiaba besarla, pero tal gesto hubiera sido incongruente. Talliann no

habría comprendido sus razones, y ahora resultaba demasiado peligroso perder

tiempo. La urgencia era tremenda.

Por eso sólo dijo:

–Akrivir nos aguarda fuera. Creo que podemos fiamos de él.

La muchacha asintió.

–Él... me ama –murmuró con una pequeña y triste sonrisa–. Supongo que más de

lo que se ha atrevido a demostrar hasta ahora. Es un amigo fiel, que no nos

fallará. Llámale, Kyre –añadió, tocando ligeramente el brazo del hombre.

Akrivir se había mantenido a una discreta distancia de la puerta, pero acudió

enseguida cuando Kyre le llamó en voz baja. Cuando los dos hombres se

miraron, Akrivir entrecerró los ojos. Adivinaba el cambio producido en Kyre, si

bien no sabía de qué se trataba, y a la cautela que había en su expresión se

unió un mayor entendimiento, un mayor respeto.

Kyre le expuso en breves palabras lo que pensaba hacer.

–Sí –contestó Akrivir, y miró unos segundos a Talliann con cara de pena–. Es lo

mejor. Ella estará a salvo con vos; a salvo de Calthar.

Frunció el entrecejo como si le hiriera algo que prefería no recordar, pero

luego se le despejó el rostro y agregó con brusquedad:

–La cueva que da al mar es vuestra única posibilidad de escapar, pero existen

varios caminos para llegar a ella. Toda la ciudadela está surcada de viejos

pasadizos olvidados. Os acompañaré hasta el puente. Una vez allí, Talliann ya

os sabrá guiar.

–Hemos de llevar a Gamora con nosotros –anunció Kyre.

Akrivir delató preocupación.

–No irá por su gusto. No lo esperéis, mientras se encuentre bajo el hechizo de

Calthar.

–Lo sé. Pero tiene el sueño profundo. Si logramos sacarla de la ciudadela antes

de que despierte, no se resistirá.

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Entonces, Kyre tuvo un pensamiento alarmante... ¿Cómo transportar a la niña a

través del mar? El había conseguido respirar agua tan fácilmente como si

fuese aire, y ahora entendía por qué. Pero el caso de Gamora era distinto.

–Talliann –dijo nervioso–. ¿Cómo llegó Gamora hasta la ciudadela?

–En una concha. Aquí hay varias –explicó, al comprender lo que Kyre pensaba–.

Son como grandes almejas, en las que una persona puede ser transportada a

través del mar sin que entre agua... –y entonces Talliann vaciló un poco, antes

de continuar–. Calthar las usa con frecuencia, para... para traer víctimas de

tierra...

La expresión de Akrivir demostró con claridad que la entendía, y Kyre apartó

de sí los pensamientos acerca de la suerte que tales víctimas podían haber

sufrido.

– ¿Podremos devolverla a Haven de la misma manera? –preguntó.

– ¡Sí! –Exclamó Talliann con entusiasmo–. ¡Yo sé cómo sellar las conchas!

Además sé dónde están guardadas.

–En tal caso, no debemos perder más tiempo. ¿Es prudente escapar ahora? –

preguntó, mirando a Akrivir.

–Voy a comprobarlo.

–Akrivir... –dijo Kyre y, cuando el joven volvió la cabeza, agregó–: Y vos, ¿qué?

Si Calthar descubre que nos habéis ayudado, os matará.

Akrivir sonrió amargamente.

–No lo descubrirá. Ya he aprendido a desviar las sospechas que Calthar pueda

abrigar respecto a mí. ¡Ocupaos sólo de cuidar bien de Talliann! –recomendó

con viva determinación en los ojos.

Y se encaminó hacia la puerta.

Llevarse a Gamora resultó asombrosamente fácil. Akrivir condujo a Kyre y a

Talliann a través de un laberinto de obscuros túneles y aguardó entre las

sombras mientras ellos se introducían por la puerta de concha para apoderarse

de la niña.

La estancia estaba escasamente iluminada. Gamora dormía profundamente en

la amplia cama. Ni siquiera se movió cuando Kyre la envolvió en una ligera

manta. Al levantarla él en sus brazos, no hizo más que suspirar y meterse un

pulgar en la boca, antes de volver a hundirse en su profundo sueño.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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Talliann contempló a la pequeña.

–Si despierta... –murmuró.

–Reza para que no suceda.

Kyre trató de calmarla con una sonrisa, aunque sabía que su actitud no era

convincente. El peligro todavía les amenazaba.

Una vez fuera de la estancia, Akrivir señaló un túnel lateral que estaba a

obscuras. También él era presa de los nervios, aunque procuraba disimularlo.

–Es el camino más seguro –dijo–. Pero tened cuidado, porque el suelo es muy

desigual.

Los tres avanzaron lo más deprisa que la lobreguez y el peso que soportaba

Kyre lo permitían. Akrivir conocía a fondo aquella tortuosa conejera, y les guió

por tantos recovecos y sinuosidades, que Kyre quedó pronto totalmente

desorientado. Pero al fin, después de un rato que parecía interminable,

distinguieron a lo lejos una nebulosa mancha de luz.

–El puente está ahí enfrente –susurró Akrivir–. Yo no sigo. Os seré más útil

permaneciendo aquí para distraer a cualquiera que pudiera aparecer por estos

rincones en los próximos minutos.

Pese a las tinieblas que les envolvían, Kyre vio en su rostro la tensión que le

embargaba.

–Ahora empieza la parte más expuesta de vuestro camino. Si alguien os viese

cruzar el puente podría alertar a Calthar –continuó, y finalmente, después de

posar con delicadeza una mano en el hombro de Talliann, musitó–: ¡Tened

cuidado!

La joven apoyó una mano en la de él.

–Nunca olvidaré lo que habéis hecho, Akrivir. ¡Que la suerte os acompañe!

El guerrero se volvió para que sus compañeros no vieran la expresión de su

rostro, y se dirigió a Kyre con cierta aspereza:

–No sé qué resultará de todo esto, Lobo del Sol, pero si conseguimos

desbaratar los planes de Calthar, me consideraré satisfecho. Dentro de cinco

noches a partir de ahora sabremos la verdad –añadió, parpadeando nervioso–.

Cuando llegue el momento, es posible que tenga que enfrentarme a vosotros

como enemigo... Creedme si os aseguro que confío en que eso no suceda.

Kyre acogió sus palabras con una seria inclinación de cabeza.

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–Yo también lo espero –dijo–. ¡Adiós, Akrivir! Daros las gracias es insuficiente,

pero conocéis nuestros sentimientos. Akrivir esbozó una sonrisa fugaz.

Estrechó una sola vez los dedos de Talliann, y desapareció.

La muchacha esperó a que sus pasos se perdieran en el silencio, y después

murmuró:

–Bien... Ahora nos toca arrostrar lo peor.

Kyre respiró profundamente, en un esfuerzo por controlar la angustia que le

producía lo que les aguardaba. Llegaron a la boca del túnel y Talliann salió con

cuidado a la plataforma que se extendía más allá. Él la vio vacilar unos

instantes ante la misteriosa fosforescencia que se filtraba a través del

inmenso abismo, pero luego ella miró hacia atrás por encima del hombro, se

llevó un dedo a los labios y le hizo una señal para que se diera prisa.

Kyre puso un pie en un saliente que no era más que un estribo colgado sobre la

nada. A su alrededor, las vastas dimensiones de la cueva se fundían en la

obscuridad, y abajo, muy abajo, en las insondables profundidades, el mar rugía

su sorda y amenazadora canción. Delante de él se hallaba el puente, que partía

de la pared de roca para perderse en la negrura. En marcado contraste con la

absurda mezcla de torres, alminares y escaleras de la imponente fachada que

tenía encima, la lejana pared de la otra caverna se veía vacía. Una sola

luminaria, cuyo resplandor parecía el de una luciérnaga perdida, señalaba el

punto donde el puente empalmaba con el distante acantilado.

Talliann dirigió una temerosa mirada a la demencial vista que asomaba a sus

espaldas desde la escalofriante obscuridad, en busca de alguien que se moviera

por la red de subidas y bajadas. Kyre, en cambio, se sentía incapaz de recorrer

con los ojos tan vertiginoso horror. Algo calmada al comprobar que, de

momento, no había peligro por ese lado, la muchacha le hizo otra señal y subió

al puente.

Sabía Kyre que el vano era más ancho de lo que parecía. Le constaba haber

pasado ya el puente una vez, y que podría repetir la hazaña aunque llevara a

Gamora en brazos. Sin embargo, ninguna razón ni lógica fue suficiente para

desterrar el terrible miedo que se adueñó de él al apoyar el pie en el

impresionante arco de piedra. El colosal vacío de la tiniebla que les envolvía le

estrujaba las vísceras y destruía su sentido de la orientación hasta hacerle

verse como una reptante mota en medio de la infinidad de una indiferente

nada, como una minúscula araña que se balanceara pendiente de un hilo de su

tela. Luchó por olvidar el precipicio que se abría a sus pies, procurando mirar

sólo la figura de Talliann, que caminaba segura y sin detenerse por la nocturna

negrura, pero le era muy difícil, tremendamente difícil. El puente que tenía

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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debajo parecía temblar a intervalos y enviar espantosos mensajes a su

cerebro, a través de todos los nervios de su cuerpo: si hablaba o, simplemente,

si se atrevía a respirar con fuerza, el eco de los sonidos caería y caería hasta

ser engullido por la misteriosa profundidad, y eso sería interminable,

angustioso...

Kyre empezaba a temer que la pesadilla del puente no terminara jamás, cuando

vio que la luz que marcaba su final, y que había parecido tan diminuta y lejana

cuando iniciaran el cruce, brillaba a pocos pasos de él. Oyó el golpe de los

desnudos pies de Talliann cuando saltó sobre la plataforma de piedra, y siguió

con más valor, olvidando al amenazador vacío hasta que dejó el puente atrás.

Una vez superada la dura prueba intercambiaron una mirada de alivio, mucho

más expresiva que cualquier palabra, y Talliann echó una tierna mirada a la

envuelta forma que descansaba en los brazos de Kyre.

–Sigue dormida –murmuró él, e interiormente dio gracias por ello a los hados.

Si Gamora hubiese despertado mientras atravesaban el puente, probablemente

se hubiera asustado, y a esas horas estarían muertos los tres.

Talliann hizo un gesto, y continuaron su camino. Del saliente partían dos

estrechas escaleras hacia la altura, pero en vez de subir por ellas, como Kyre

supuso en un principio, Talliann eligió un tramo que descendía hacia la

obscuridad. Unos doce peldaños –que, aunque no eran nada en comparación con

el puente, resultaron también bastante exasperantes– les condujeron a un

túnel lateral que se abría en la pared de la caverna. Corrieron tanto como les

fue posible a través de la obscuridad hasta que, por fin, divisaron algo más de

luz y salieron a la cueva que daba al mar.

Una fría brisa les azotó el rostro. Kyre respiró y notó un sabor salino en la

lengua. La cueva estaba desierta, iluminada sólo por una tenue fosforescencia

procedente de las aguas que chapaleaban contra la roca, pocos palmos más

abajo. Kyre apenas podía creer en la suerte que habían tenido hasta ese

momento, pero, impulsado por la superstición, apartó de sí tal pensamiento,

forzándose a no mirar atrás, y depositó en el suelo con todo cuidado a Gamora,

cuando Talliann corrió hacia una pequeña oquedad en el otro extremo de la

cueva.

– ¡Aquí...! –jadeó, tirando de algo que las sombras impedían ver–. Las conchas...

Kyre acudió a ayudarla. En la oquedad había dos almejas gigantes, vacías desde

hacía tiempo, y cuyas superficies, ahora alisadas, resplandecían delicadamente

a la luz. El propio Kyre hubiese cabido en su interior, pues eran

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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suficientemente grandes. En consecuencia, para Gamora constituirían un

refugio confortable y perfecto.

Entre los dos arrastraron al exterior una de las enormes conchas bivalvas, y

Talliann pasó las manos alrededor del borde para comprobar dónde se unían las

dos partes. Se produjo de pronto un leve sonido, como de aire que escapara, y

las dos valvas se abrieron con fuerza.

– ¡Rápido! –Dijo Talliann, cuyo rostro carecía de todo color en aquella extraña

luz–. ¡Trae a la princesita!

Kyre volvió hacia el lugar donde había dejado a Gamora, y el corazón le dio un

vuelco. La niña se había incorporado, con los ojos muy abiertos, y los

desordenados bucles le caían sobre el rostro. Recorrió la cueva con la mirada,

sorprendida, y preguntó con voz temerosa:

–Kyre... ¿Dónde estamos, Kyre? ¿Qué haces?

Talliann lanzó una pequeña exclamación y se cubrió la boca con una mano. Kyre

se apresuró a estrechar la de la chiquilla entre las suyas mientras se

arrodillaba junto a ella.

–No temáis, princesa... –murmuró, procurando dominar el temblor de su voz–.

Estáis a salvo. No ocurre nada...

– ¿A salvo? –Repitió la niña, con desconfianza–. Pero si...

Tenía que decirle la verdad. Si mentía la niña lo adivinaría en el acto. Con una

rápida mirada a Talliann, explicó:

–Regresamos a Haven, Gamora.

Durante unos segundos, la pequeña princesa quedó pasmada. Luego frunció el

entrecejo, y las comisuras de sus labios se torcieron hacia abajo en un feo

gesto.

– ¡No! –declaró.

–Gamora...

– ¡No! –Y una extraña luz empezó a centellear en los ojos de Gamora–. ¡No

quiero!

–Escuchad, princesa, ¡os lo suplico! Es peligroso seguir aquí –añadió y, sin darse

verdadera cuenta de lo que hacía, sacudió a Gamora por los hombros–. Si

Calthar...

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– ¡Calthar es buena conmigo! –gritó Gamora, agresiva–. ¡Es mi amiga y la quiero!

¡No pienso volver a Haven! ¡Ahora, mi hogar es éste!

No había manera de discutir con ella, ni tampoco tiempo. Además, el hechizo

de Calthar constituía una barrera imposible de vencer. Desesperado, Kyre miró

a Talliann por encima del hombro.

–Prepara la concha –dijo, y mirando a Gamora agregó–: ¡Nos vamos, princesa, y

vos venís con nosotros!

Mientras hablaba, la levantó del suelo, y a los ojos de la chiquilla asomó un alma

adulta, terrible; una mirada de astucia y odio, y Kyre no tuvo tiempo de

preguntarse por qué no se defendía la pequeña ya que, de repente, Gamora

abrió la boca y gritó como poseída por todos los demonios:

– ¡Calthar! ¡Calthar!...

– ¡Gamora!

La voz de Kyre expresó miedo y furia por igual. Agarró con fuerza a la niña y

corrió hacia donde Talliann aguardaba, junto a la concha. Gamora seguía

gritando, sin que él pudiera hacerla callar y de pronto, los ojos de Talliann

quedaron fijos y horrorizados en un punto que quedaba a espaldas de Kyre.

Una falange de hombres armados brotó de uno de los túneles, y las puntas de

sus lanzas centellearon cruelmente reflejando la luminosidad del mar.

Imposible contarlos. Podían ser diez, doce, quince, pero se movían con

entrenada precisión, tratando de formar un abanico para rodear a las tres

personas situadas en el saliente, de modo que sólo quedase un angosto e

imposible espacio entre ellos y el agua.

Por el rabillo del ojo, Kyre vio cómo los labios de Talliann formaban palabras,

como si rezara por su salvación, pero no pudo percibir ni un solo sonido. El

círculo de guerreros se cerraba. A escasos centímetros del cuerpo de Kyre

amenazaban las afiladas hojas..., hasta que un hombre, sin duda el jefe, se

adelantó y, con los pies separados y el arma en arrogante y a la vez negligente

postura, sonrió al mismo tiempo que decía:

– ¡Deja a la niña en el suelo!

El corazón le latía violentamente a Kyre cuando, despacio, puso de pie a

Gamora. Ésta se apartó en el acto de su alcance, mirándole con triunfante

desafío.

–Bien.

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El guerrero dio otro paso adelante y sintió satisfacción al ver que Kyre

retrocedía ante la peligrosa punta de su lanza.

– ¡Veamos, veamos de qué está hecho este perro terrestre! –dijo luego, y

blandió la hoja de manera que rozó la clavícula de Kyre, y por un pelo no le

hirió.

– ¡No! –gritó Talliann, fuera de sí.

El hombre se pasó la lengua por los labios.

– ¡Sí, señora! –contestó en un tono entre reverente y protector, aunque sin

dejar de mostrar ante ella su autoridad– .Vos habéis sido la inocente víctima

de una conspiración y mientras vuestros ojos no se abran a la realidad, debo

exigiros obediencia. ¡Haced el favor de apartaros!

– ¿Cómo te atreves? –replicó Talliann con voz tan estridente que resonó en la

cueva contra el sordo rumor del mar; sus negros ojos relampaguearon al

chillar–: ¡Deja en paz a Kyre! ¿Me oyes? ¡Déjale! ¡Obedéceme, o...!

El espanto le quebró la voz, y Kyre se dio cuenta de que sus desesperados

esfuerzos por dominar al guerrero no darían resultado. La muchacha perdía el

control de sí misma. Carecía de experiencia para hacerse obedecer. Sin

embargo, le proporcionó la ocasión que necesitaba.

El guerrero volvió la cabeza en dirección a Talliann, con la vista fija en ella... Y

Kyre le atacó.

El enemigo lanzó un grito de sorpresa cuando dos manos sujetaron el asta de

su lanza. Instintivamente giró sobre sus pies, tratando de liberar el arma, pero

Kyre hizo un movimiento brusco y le dio un puntapié. Su talón golpeó las

costillas del soldado, y su grito se estranguló en un intenso alarido de dolor.

Cayó derribando consigo a cuatro de sus soldados hasta formar una maraña de

pies y brazos, y Kyre le gritó a Talliann:

– ¡Llévate a Gamora! No esperes... ¡Llévatela! No tuvo tiempo de ver si le

obedecía, porque los guerreros se lanzaron encima de él y, de repente, se halló

en medio de un caos de entrechocantes hojas de lanza. Oyó gritar a Gamora, y

le pareció que protestaba; vio que su oponente se levantaba con el rostro

contraído por la rabia, y entonces tuvo que luchar por su vida.

Debería haber sabido que la desigualdad era demasiado grande, y que el

resultado de la pelea estaba decidido de antemano. Alguno de los soldados

había sido rápido de pensamiento, y todo camino de huida hacia el mar quedó

obstruido antes de que pudiera ocurrírsele utilizarlo. Estaba rodeado y si bien

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en unos instantes mató a dos guerreros e hirió a otros tres, era imposible

vencer a tantos. Había ya en su cuerpo más heridas de las que podía contar,

aunque ninguna de ellas bastaba para dejarle fuera de combate. Pero al fin,

una punta de lanza agitada delante mismo de su cara le hizo agacharse, con lo

que perdió el equilibrio y, en sus intentos de esquivar los ataques del arma,

cayó al suelo. Algo chocó con terrible fuerza contra su sien, dejándole

atontado. Kyre quedó boca abajo sobre la roca, con la propia lanza prisionera

debajo del cuerpo. Dos guerreros le sujetaron los brazos y se arrodillaron

encima de su espalda y de sus piernas antes de que pudiera ponerse de pie.

Le pareció oír unos desesperados sollozos que llegaban desde muy lejos y

quedaban casi ahogados por el constante rumor del mar. Kyre tuvo la sensación

de que tenía el agua dentro de su cabeza, rugiéndole en los oídos. Una de sus

mejillas estaba apretada contra la húmeda y fría roca, y su confusa visión sólo

alcanzaba a un palmo del suelo. Sólo podía distinguir unos pies y el malévolo

brillo de una punta de lanza que se movía a escasos centímetros de su rostro.

Alguien le apretaba dolorosamente un riñón con el pie. Se esforzó en no

reaccionar, mientras vigilaba atentamente la lanza, que se levantó y quedó

suspendida en el aire... Pese a lo absurdo de toda esperanza, Kyre todavía

confiaba en poder adivinar el momento del inminente golpe y rodar a tiempo

hacia un lado. De pronto, una voz sorprendentemente familiar cortó la

confusión de voces y murmullos y ordenó silencio inmediato.

– ¡Basta!

La punta de la lanza rascó la roca cuando el soldado se tambaleó hacia atrás, y

una oleada de náuseas atravesó el cuerpo de Kyre al oír la infantil voz de

Gamora que, entre sollozos, gritaba con alivio:

– ¡Calthar...!

Sintió Kyre que el estrecho círculo de soldados que le rodeaba se iba

ensanchando, y en el silencio que se produjo percibió el sonido de las pisadas

de Calthar en la roca, así como el crujido de su túnica, que le crispó los nervios.

Cuando la mujer estuvo junto a él, su nariz venteó algo impuro.

– ¡Levántate, Lobo del Sol! –dijo. Kyre contuvo la respiración y no se movió.

Ella lanzó un suspiro.

–Sé que estás consciente –prosiguió ella–, y que me oyes. ¡Levántate!

Él irguió la cabeza, no sin dolor. Calthar, a dos pasos de distancia, le miraba, y

Gamora se mantenía a su lado. También la niña tenía la vista clavada en Kyre,

pero en sus ojos persistía la expresión vacía, y su sonrisa no decía nada. Poco

más allá, Talliann permanecía junto a la concha abierta. No apartaba la mirada

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del suelo de roca y, aunque Kyre no pudo verle bien la cara, sintió el halo de

asustado fracaso que emanaba de su persona.

Durante unos momentos, Calthar no dijo nada, pero atravesaba a Kyre con los

ojos, como si pudiera eliminar piel, carne y huesos para leer sus más

escondidos pensamientos. Alzó luego una mano e hizo chasquear los dedos para

llamar la atención de los soldados reunidos a sus espaldas.

– ¡Marchaos!

Su tono exigía inmediata obediencia, y los hombres empezaron a retirarse.

Kyre vio cómo se alejaban y, de pronto, notó un nuevo mareo en su estómago.

Calthar descubrió en sus ojos el renovado relampagueo del temor, y sonrió.

Seguidamente, alargó la mano y dijo:

– ¡Ven aquí, Talliann, hija mía!

–N…no...

Talliann sacudió la cabeza. Todo su cuerpo se estremeció como si una garra

invisible la hubiese zarandeado. Kyre se dio cuenta de que tenía los puños

cerrados y pegados a los costados.

–No discutas conmigo, Talliann. ¡Ven aquí!

La voz de Calthar era suave, aduladora, letal.

Impulsada por una fuerza que no podía controlar, Talliann cruzó la cueva. A

Kyre le recordó la desmañada y vacilante criatura que viera en la playa de

guijarros; la extraña criatura que había llegado a ser bajo la influencia de la

Hechicera. Sin embargo, su cara no reflejaba sumisión. Cada músculo estaba

tenso a más no poder, y en sus mejillas brillaron lágrimas de amarga

impotencia. Se detuvo a unos seis pasos de Calthar, y de repente cayó de

rodillas, como si fuese incapaz de soportar por más tiempo el peso de su

cuerpo.

Calthar hizo un gesto afirmativo, evidentemente satisfecha, y volvió a mirar a

Kyre. Mientras éste observaba los movimientos de Talliann, se había dado

cuenta de que la lanza aún permanecía debajo de él, y una de sus manos avanzó

lentamente para agarrar el asta...

– ¡No, Lobo del Sol! –dijo Calthar.

Su mano no avanzó más. La sacerdotisa bruja le sonreía de nuevo, pero en su

sonrisa aleteaba la muerte. A continuación levantó una mano e hizo un gesto

descuidado, como si apartara un pequeño y molesto insecto zumbador. Kyre

perdió el equilibrio y cayó al suelo de repente, golpeándose el codo de manera

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muy dolorosa contra la roca. Y antes de que pudiese hacerse a un lado, Calthar

adelantó un pie y, casi con despreocupación, arrojó la lanza lejos del alcance

del joven. Luego dio un paso hacia él.

Talliann emitió un débil sonido, algo que no llegaba a ser sollozo, y la bruja

clavó en ella unos ojos furibundos. La muchacha miró hacia atrás sin titubear,

pero en su rostro había franca desesperación.

– ¿Qué... qué vais a... hacer?

–Chiquilla... –contestó Calthar con aquella peligrosa amabilidad, aterradora

parodia de afecto–. Me has decepcionado. Los dos me habéis decepcionado. Y

ahora tendréis que pagar el precio. Tú ya sabes cuál es, Talliann...

– ¡No!

–Sí.

Calthar miró a Kyre una vez más y, con toda brusquedad, dejó caer el resto de

la máscara para revelar la verdadera naturaleza de su alma. Kyre la miró

anonadado y, en un solo instante, revivió su primer encuentro, tan lejano ya en

el tiempo, con aquella personificación del mal que le había conducido a la

destrucción.

Calthar dijo:

– ¡Vas a verte ante las Madres, Lobo del Sol!

Kyre comprendió en el acto lo que eso significaba, y el horror que experimentó

casi le hizo estallar la mente.

Fue como si una vasta y putrefacta garganta se hubiese abierto para arrojar el

hedor de la tumba a la gruta que se abría al mar. Kyre oyó el estridente

gemido de miedo de Talliann, y vio cómo se llevaba una mano a la boca, quizás

en un intento de contener el vómito. No podía ayudarla, ni pudo moverse

cuando la espantosa pestilencia le envolvió, penetrando en su nariz y en sus

pulmones. La boca se le llenó de bilis y la tragó, con los ojos

desmesuradamente abiertos al ver, sin que lograra apartar la vista, a Calthar...

O, mejor dicho, aquello en que Calthar se transformaba.

Una parte de su mente luchaba por no perder la razón e intentaba hacerle

comprender que la luz que había en la cueva no sería engullida por una

obscuridad tan negra que podía hacerle enloquecer. Pero las paredes de roca

parecían alejarse, el rugido de las aguas disminuía y Calthar, la sacerdotisa

bruja, la Madre nacida de las Madres, se metamorfoseaba. Una fría y mortal

luz nacarada manaba de su interior: la horrible fosforescencia de algo muerto

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largo tiempo atrás. Su salvaje corona de cabellos se transformó hasta formar

una aureola de espeluznantes algas marinas. Los jirones de su túnica eran

ahora una extraña espuma de telaraña que cubría su reluciente cuerpo, y la

carne de su rostro se fundió hasta que el cráneo fue una flaca y hundida

escultura de piel estirada sobre los deteriorados contornos del hueso desnudo.

Sonrió Calthar y no tenía labios, encerrados los dientes en un repugnante

rictus. Echó atrás la cabeza, y el aire que aspiró produjo un estertor agónico.

Kyre entendió entonces la verdadera naturaleza de las Madres, que hasta

aquel preciso instante había permanecido oculta para él.

Habían gobernado la ciudadela del mar desde que Malhareq, su primera Madre,

huyó de Haven con sus seguidores después de que él muriera. Eran sus

fundadoras, sus creadoras, sus controladoras: cada Madre nacida, formada y

preparada para suceder a su predecesora y tomar las riendas del poder. Y

aunque no existiera brujería capaz de mantener alejada la muerte final de sus

cuerpos, se agarraban a este mundo con terrible tenacidad, resistiéndose a

privarse de las fuerzas que mantenían vivo su primer principio de profundo

odio a los habitantes de la ciudad, que habían sido sus parientes hasta la

traición que provocó la muerte al Lobo del Sol. Ya que no podían gobernar

Haven como Malhareq había proyectado, ansiaban destruir lo que no les era

dado poseer.

Pese al transcurso de los siglos, y aunque los cuerpos de las diversas Madres

habían ido muriendo, sus mentes, su voluntad y su poder seguían con vida y

volvían a la ciudadela a través de sus cadáveres en descomposición. Calthar era

cada una de ellas, y cada una de ellas era Calthar. Había formado su cubil

entre los huesos de las Madres, extraía la fuerza del polvo de sus restos

mortales y se inspiraba en su podredumbre. y cada una de esas Madres

habitaba en su cuerpo y en su alma. Al despojarse de su máscara, Calthar se

convertía en su inmediata predecesora; en un cadáver comido por los gusanos,

de cabellos desmedrados y carne que se iba pudriendo hacia la desintegración

final... Luego, hasta ese disfraz desapareció, y Calthar fue sólo un esqueleto

viviente cuyos únicos adornos eran unos colgajos de arrugada y ennegrecida

piel. Y más aún, tras los parduscos y quebradizos huesos, tras la desintegrada

médula, tras una aparición en la que las motas de polvo en descomposición

hacían burla de la forma humana, Kyre descubrió unos ojos que conocía

sobradamente..., los ojos de Malhareq, la primera de las Madres, que le había

odiado por envidiar todo lo que él era y poseía..., y que ahora le miraban cual

dos soles gemelos desde la vacía memoria de la calavera.

De pronto, como un cuchillo que atravesara el hipnotizante horror del que Kyre

era testigo, sonó el estridente grito de una criatura.

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¡Gamora! El nombre actuó como un talismán, arrancándole de los monstruosos

pasadizos de la memoria para situarle de nuevo en la realidad de la cueva. La

mente de Kyre se despejó, y la escena que tenía delante se disolvió en un

horripilante cuadro viviente que golpeó su cerebro. Talliann seguía de rodillas y

se cubría la cara con los brazos para protegerse de la pesadilla en que Calthar

se había transformado. La bruja, irreconocible al surgir a través de ella la

fuerza original de las Madres, que le había arrancado las galas de la vida,

aparecía reducida a huesos y piel, ya una tremolante podredumbre que la

rodeaba como una horrenda aura... extendidos los brazos para dar la

bienvenida a las muertas y saborear su monstruosa intrusión...

Y Gamora.

El embrujo se rompió. En su furia, Calthar había olvidado que apenas tenía

apresada a la niña, y el encantamiento que la mantenía encadenada se rompió.

Cayó la pequeña al suelo, y con los brazos doblados encima de la cabeza se puso

a chillar como una loca cuando vio al espantoso ser en que Calthar se había

convertido. Y sus gritos, con la compasión y cólera que despertaban,

desbarataron el hechizo que se había adueñado del cerebro de Kyre. Aquella monstruosidad que le había engañado una vez... ¡no volvería a engañarle ahora!

Se lanzó a través de la plataforma de roca y, a tientas, sus manos buscaron el

arma que Calthar había apartado de un puntapié. Cuando por fin sus dedos se

cerraron alrededor del asta, experimentó una oleada de energía..., del antiguo

poder que antaño tuviera. Levantó la lanza, sus pies encontraron apoyo cuando

la musculatura de las piernas le permitió alzarse... y, sin detenerse a pensar ni

un instante, arremetió contra la horripilante y fosforescente visión que tenía

delante.

La lanza penetró debajo mismo del corazón del espectro. Los consumidos ojos

asomaron unos momentos para esconderse luego en una deteriorada calavera

que abrió súbitamente la mandíbula y le arrojó a la cara un fétido soplo de

putrefacción. Kyre hizo girar la hoja de su lanza, mientras sus gritos se

mezclaban con los de Gamora, y la calavera crió piel, dando unos alaridos

demenciales. Después apareció carne, retorcidas guedejas de pelo querían

atraparle y de repente, la monstruosidad volvió a ser Calthar y sólo Calthar, y

la nacarina fosforescencia fue devorada por la claridad natural de la cueva.

Detrás de Kyre, el mar bramaba mientras la bruja se doblaba hacia delante,

sangrando profusamente por la herida que la lanza le había abierto entre las

costillas. Una mezcla de odio y asombro brilló en sus ojos, y toda ella se

tambaleó como si estuviese bebida, antes de caer de rodillas... Sus manos

arañaron la roca, y de su garganta brotó un estertor ahogado cuando tosió

sangre...

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– ¡Corre!

La voz de Kyre rugió en sus propios oídos, y creyó ver la asustada cara de

Talliann flotando borrosa. Se precipitó hacia ella y tropezó con algo tendido en

el suelo. Su atontada mente recordó entonces a Gamora... Recogió a la niña y

sin miramientos, la introdujo en la concha abierta. Talliann se lanzó también

hacia delante y al momento, las dos valvas se cerraron con fuerza. Casi antes

de que Kyre pudiera tener plena conciencia de lo que sucedía, la concha se

deslizaba hacia el borde del saliente de roca. Golpeó el agua con un fuerte

chasquido, y Talliann, dispuesta a seguirla, pareció quedar en suspenso durante

una fracción de segundo con los brazos extendidos, como una estatua al borde

del agua...

La diabólica criatura que había detrás de Kyre soltó un rugido. Era un sonido

desesperado, de derrota, pero todavía había en él una horrible y malévola

fuerza. Miró Kyre por encima del hombro y vio a Calthar acurrucada en el

suelo, doblada sobre la herida, de la que seguía brotando la roja sangre. Sólo

sus ojos tenían vida, y su expresión quemaba, quemaba...

Kyre oyó cómo se interrumpía el ritmo del mar cuando Talliann se zambulló.

Con un tremendo esfuerzo apartó su hipnotizada vista de la bruja, y dando un

vigoroso salto se arrojó al océano salvador.

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Capítulo 15

Una potente ola llevó a Kyre hasta la orilla y se retiró para dejarle tendido

sobre la franja de guijarros. Su mano sujetaba aún fuertemente la lanza. Un

violento acceso de tos sacudió todo su cuerpo al pasar de respirar agua a

respirar aire, pero al fin pudo alzar la cabeza y mirar a su alrededor.

– ¡Talliann! –jadeó con voz ronca, y el esfuerzo le provocó otro ataque de tos.

Penosamente trató de ponerse de pie.

– ¡Talliann...!

A cierta distancia creyó ver movimiento. Kyre se obligó a mantenerse sobre

unas piernas demasiado débiles, y entonces la vio. Talliann estaba a gatas, más

allá, y el agua le caía a chorros de los negros cabellos mientras luchaba con la

enorme concha cerrada, arrojada por las aguas cerca de ella, para colocarla en

un lugar más seguro. Kyre avanzó tambaleándose sobre los sueltos guijarros,

para ayudarla, y juntos apartaron la concha del peligro de la resaca. Luego se

incorporaron para recobrar el aliento, y Talliann buscó refugio en los brazos

de él, porque se sentía pequeña y terriblemente vulnerable. Tardaron un rato

en separarse y cuando por fin lo hicieron, ninguno de los dos habló.

Talliann volvió a caer de rodillas e introdujo los dedos entre las dos valvas de

la concha, que se abrió en el acto sin ofrecer ninguna resistencia. En el interior

apareció la encogida figura de Gamora.

–Princesa... –susurró Kyre con delicadeza, mientras sus dedos jugaban con los

obscuros bucles de la niña–. Estamos en casa, princesa.

Gamora no se movió. Tenía los ojos cerrados y parecía dormida. Kyre le tocó el

hombro, pero tampoco obtuvo respuesta.

– ¡Gamora!

Tendría que haber despertado ya... Kyre la tomó en brazos y la sacó de la

concha. Era un peso muerto, y la cabeza le caía hacia atrás en un extraño

ángulo.

– ¡No consigo despertarla! –exclamó, mirando preocupado a Talliann.

La joven se agachó a su lado, fue a tocar a Gamora y, entonces, retiró la mano

bruscamente y emitió un agudo y angustioso grito.

A Kyre le dio un vuelco el corazón.

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– ¿Qué pasa?

– ¡Calthar!

En la voz de Talliann había verdadero horror, sus ojos miraron instintivamente

al cielo. La niebla de la noche no permitía distinguir nada, excepto la borrosa y

semi-desmoronada silueta del templo que se alzaba a sus espaldas. Sin

embargo, Kyre sintió la presencia de la hinchada luna detrás de los grises

sudarios de bruma.

Talliann murmuró:

–Está bajo los efectos de un encantamiento, Kyre... ¿No lo ves? Calthar no ha

muerto –continuó, con los ojos desmesuradamente abiertos–. Debió de

recuperar sus fuerzas y pronunciar uno de sus hechizos... A ti y a mí no nos

pudo alcanzar, pero sí a la niña...

El desesperado deseo de que estuviera equivocada hizo protestar a Kyre:

– ¡Calthar no puede haberse recuperado! ¡No en tan poco tiempo!

–Sí que puede. Tú mismo has visto de dónde extrae sus fuerzas... –musitó

Talliann con un estremecimiento–. No podemos perder el tiempo aquí, Kyre.

¡Tenemos que transportar enseguida a la niña a Haven, antes de que Calthar

ataque de nuevo!

Al oír sus palabras, Kyre tuvo un terrible presentimiento. Involuntariamente

miró hacia el mar, y la sangre se le heló en las venas. Como una aterradora

confirmación de la prisa de Talliann, la niebla empezaba a rasgarse poco a

poco, como una fina tela que se abriera para dejar paso a un rayo que partía

del cielo convirtiendo toda la escena en un violento grabado al aguafuerte, en

negro y plata. Talliann era un espectro totalmente pálido, y el cuerpecillo de

Gamora parecía un cadáver en sus brazos, a la mortal luz de la luna.

– ¡Date prisa! –suplicó Talliann con voz entrecortada.

Kyre no necesitó que le dijera nada más. Estrechó todavía más contra su pecho

a la niña, Talliann recogió la lanza que él había soltado, y los dos echaron a

correr a través de la inestable franja de guijarros en dirección a la opaca

silueta de la media luna formada por la bahía. Al llegar a la playa de arena

pudieron acelerar el paso, y Kyre experimentó un inmenso alivio cuando, por

fin, distinguió las parpadeantes luces de las puertas de Haven, que a través de

la bruma parecían unos lejanos y salvajes ojos. No tenía ni idea de la hora que

podía ser, pero desde luego era noche cerrada. No habría nadie en las calles, y

no resultaba probable que les diesen el alto antes de llegar al castillo.

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Alcanzaron el arco y, una vez allí, Talliann vaciló, aún horrorizada por lo que

habían dejado atrás, pero temerosa de lo que pudiera aguardarles dentro de

las hostiles murallas de la ciudad. Pese a la carga que llevaba, Kyre alargó un

brazo y tocó su hombro para tranquilizarla. Ella respiró profundamente,

agradecida, y luego indicó, con un gesto, que estaba dispuesta a seguir

adelante. Al pasar debajo del arco, Kyre dominó el súbito deseo de mirar

atrás, por miedo a ver la agrietada superficie de la Hechicera contemplándoles

sombríamente. Por fin dejaron atrás las dos luces verdes, y Haven les acogió.

La niebla formaba pálidas e inmóviles rebalsas en las tortuosas calles, y

ahogaba incluso las quedas pisadas de sus desnudos pies contra el empedrado.

Las casas, todas cerradas, les miraban con ojos vacíos. Kyre notó el miedo de

Talliann como un aura casi palpable, mientras que él veía la ciudad con unos

sentidos de nuevo despiertos. Tan familiar y, a la vez, tan arruinada... perdidos

su esplendor y su belleza tanto tiempo atrás... A medida que avanzaban por un

complicado laberinto de callejones, en un intento de rehuir las plazas y los

lugares más públicos, los viejos recuerdos acudieron con renovada intensidad a

su memoria, hasta el punto de que Kyre casi hubiese podido sobreponer a la

actual Haven una imagen fantasmal de la Haven que él conociera en otras

épocas. La sensación era inquietante, angustiosa, y el colgante de cuarzo

pareció arder en aquel momento contra su piel, como si alguna fuerza

consciente, en él contenida, compartiese sus emociones.

Por fin asomó delante de ellos el elevado muro del castillo, en cuya pálida

arenisca destacaba como una mancha obscura la pequeña puerta. A la sombra

de la pared, Kyre dejó cuidadosamente en el suelo a Gamora, pero cuando

apoyó una mano en la aldaba, Talliann dijo en voz baja:

–Tengo miedo de entrar, Kyre...

En la negrura de !a noche, su rostro era un óvalo blanco. y sus ojos, dos huecos.

El tomó sus manos.

–No temas. Estás conmigo... Nada puede hacerte daño, Talliann, ¡nada!

–Pero... –insistió ella, después de tragar saliva–, ¿me aceptarán? Procedo de la

ciudadela, y eso, para ellos, significa que soy... mala. Y si Calthar...

–Calthar no puede alcanzarte –contestó Kyre, estrechando sus dedos con

fuerza, y la determinación que sentía dio un acento especial a sus palabras–.

¡Aquí nadie te hará daño! Estás a salvo. Los dos lo estamos. ¡Confía en mí,

Talliann!

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La muchacha bajó la cabeza, de modo que él no pudo ver su expresión. Pero

entonces, con un gesto rápido e impulsivo, se llevó las manos del hombre a la

cara y las besó.

–¡Sí! –murmuró–. ¡Sí, Kyre, confío en ti! ¡Ya lo sabes! –agregó al fin con voz más

firme, mientras sus miradas se encontraban.

Observó luego cómo Kyre levantaba la aldaba de la portezuela y, con suma

cautela, la abría unos cuantos centímetros. Nada se movió en la obscuridad

reinante detrás, ni se oyó voz alguna. Empujó más la hoja de la puerta, y

tampoco sucedió nada. Kyre volvió a cargar con el inerte cuerpo de Gamora y,

con Talliann pisándole los talones, se introdujeron en el húmedo y lóbrego

parque.

La sorprendente visión de aquellos jardines hizo lanzar una queda exclamación

a Talliann. La niebla se deslizaba en delgadas y lechosas espirales entre los

espesos matorrales, confiriendo a los achaparrados arbustos una extraña

apariencia de vida independiente. Las grandes flores blancas que poblaban el

jardín empezaban ya a marchitarse y llenaban el aire del olor dulzón de la

descomposición. La joven iba pegada a él y le tocaba el brazo como si

necesitara la seguridad del contacto físico, apartándose de las moribundas

flores mientras seguían los caminos cubiertos de hierba que conducían a la

terraza.

Sólo la trabajada balaustrada de piedra asomaba por encima de la capa de

niebla. La terraza parecía flotar sobre ella como un buque fantasma en un

espeso y blanco mar. Pero en una ventana situada junto al extremo superior de

la escalera brillaba una mortecina luz, y Kyre recordó que allí se hallaban los

aposentos de Brigrandon. El anciano preceptor estaba todavía despierto: él,

precisamente, era la persona indicada para ayudarles a llegar hasta DiMag.

Se volvió hacia Talliann y señaló la confusa mancha de claridad.

–Ésas son las habitaciones de Brigrandon, el preceptor de Gamora –susurró–.

Es un buen amigo, digno de toda confianza. Él nos protegerá.

La incierta mirada de Talliann le demostró que no acababa de vencer sus

temores, pero ella no dijo nada, se limitó a asentir y le siguió escaleras arriba.

Cuando estuvieron ante la puerta de Brigrandon, la muchacha se echó a

temblar y cuando Kyre golpeó la madera con un rápido pero discreto staccato, retrocedió hasta esconderse entre las sombras.

Por unos instantes, Kyre creyó que su llamada no había sido oída, y ya se

disponía a repetir, cuando la puerta giró bruscamente sobre sus goznes y se

entreabrió, de manera que un dedo de cálida luz amarilla se derramó sobre la

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terraza. La figura que apareció en el umbral no era más que una silueta, pero

Kyre reconoció enseguida la forma de los hombros del preceptor y sus

desordenados cabellos.

–Maestro Brigrandon... –dijo en un murmullo.

– ¿Quién es?

La puerta se abrió un poco más, pero Brigrandon era cauto. Kyre se humedeció

los secos labios.

–Soy Kyre, maestro.

Hubo una pausa y, luego, la puerta se abrió más. Los dos se miraron fijamente

durante lo que pareció una eternidad. Al fin contestó Brigrandon en tono

prudente:

–Yo... yo siempre creí que la sobriedad era una cura infalible contra las

alucinaciones. Pero, por lo visto, estaba equivocado.

Aquel acento seco y familiar, así como la calmosa resignación del anciano,

proporcionaron a Kyre una sensación de alivio que necesitaba con

desesperación.

–No soy un fantasma, maestro Brigrandon –dijo–. ¡Y preciso vuestra ayuda con

tremenda urgencia!

El preceptor dio un paso atrás y abrió la puerta del todo.

– ¡Entrad!, ¡entrad de prisa! –susurró–. ¿Dónde diablos habéis...?

Pero la voz se le cortó, y los ojos parecieron saltársele de las órbitas cuando la

luz de la habitación iluminó el cuerpecillo acurrucado en los brazos de Kyre.

– ¡Que el Ojo nos proteja! –Exclamó, y el espontáneo juramento brotó después

de una fuerte aspiración–. ¡La habéis devuelto a Haven!

Brigrandon parecía a punto de llorar.

– ¡Debo ver inmediatamente a DiMag y a Simorh! –Dijo Kyre, después de pasar

el umbral y apartar al viejo con el hombro, ya que Brigrandon parecía atontado

por la contemplación de la niña–. Gamora está embrujada... –añadió–; está en

trance, y no logro despertarla. Pero hay más, mucho más... ¡Talliann! –llamó a su

compañera en voz baja.

Emergió ella de la obscuridad y se colocó bajo el dintel, con todos los músculos

de su cuerpo en una gran tensión, como un animal salvaje dispuesto a huir a la

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menor señal de peligro. Brigrandon la miró desconcertado, y Kyre se apresuró

a advertir:

–No hay tiempo para grandes explicaciones, Brigrandon. Venimos de la

ciudadela de los habitantes del mar, y traemos noticias... ¡Es terriblemente

urgente!

–Embrujada... –repitió Brigrandon, en tono aturdido, y de repente meneó la

cabeza, como si quisiera despejársela–. Perdonadme, Kyre. Vuestra inesperada

presencia ha sido una sacudida para mí... Ni en sueños me había imaginado que

pudiera suceder algo semejante. Me coge desprevenido...

Enderezó la espalda, y la acostumbrada y astuta inteligencia volvió a sus ojos

cuando cruzó la estancia en dirección a una yacija próxima a un fuego cubierto

de cenizas, pero que aún despedía un agradable calor.

–Acostad aquí a la princesa, y vuestra amiga... –dijo mirando a Talliann, que no

se había movido–. ¡Entra, hija! Entra y reponte un poco. ¡Estáis los dos

empapados! ¿Decís que Gamora está embrujada? –agregó mirando a Kyre, que

había depositado a la princesa en el lecho.

Kyre dio gracias a la providencia por el pragmatismo de Brigrandon: nada de

teatralidades ni de objeciones. Hasta sus preguntas eran breves y sin rodeos.

–Es la obra de una bruja llamada Calthar –indicó.

– ¿Qué? –exclamó Brigrandon entrecerrando los ojos.

– ¿La conocéis?

–Lo suficiente. Y si en efecto es cosa de ella, sólo nos resta orar para que la

princesa Simorh pueda contrarrestar sus poderes. Hemos de hablar con ella

sin demora –dijo, echando otra mirada al inmóvil cuerpo de la pequeña–. En

cuanto al príncipe... ¿habéis intentado entrar en la residencia?

Kyre notó que Talliann se apretaba contra él. Había entrado en la habitación

porque Brigrandon se lo había pedido, pero todavía estaba nerviosa.

–No –contestó.

La boca de Brigrandon se convirtió en una línea delgada y dura.

–No importa. Tal como están las cosas, pocas probabilidades hubieseis tenido

de llegar ileso hasta él. Hay órdenes de mataros apenas os vean.

Kyre quedó aterrado. Había esperado hostilidad por parte de DiMag, pero

nada tan extremo.

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–Creo, sin embargo, que el príncipe no... –empezó a decir.

–No fue el príncipe quien dio esas órdenes –le interrumpió Brigrandon, ceñudo–

, sino Vaoran, el maestro de armas. Y cuenta con suficientes hombres

dispuestos a obedecerle más a él que al príncipe, y a hundiros un cuchillo en la

espalda antes de que podáis explicar vuestra historia.

De modo que ésa era la situación... DiMag ya había insinuado la inestabilidad de

las circunstancias en más de una ocasión, pero Kyre no podía imaginar que todo

empeorase tan rápidamente. Así pues, su misión se hacía todavía más urgente.

Brigrandon dijo, dominando su inquietud:

–Pocos son los sirvientes en los que uno puede confiar hoy día, amigo, por no

hablar ya de los soldados. Ni yo mismo estoy seguro de mis hombres. Os

conduciré personalmente ante el príncipe –añadió, después de una breve

vacilación– .Será el único medio seguro para llegar hasta él.

Miró abiertamente a Kyre, y en sus ojos había una penosa candidez.

Talliann empezó a temblar violentamente cuando el calor reinante en la

habitación chocó con el terrible frío de sus huesos. Apenas la sostenían los

pies, le costaba mantener los ojos abiertos, y Kyre dijo:

–Talliann está agotada, Brigrandon. Necesita descansar.

–Pues que se quede aquí –respondió el viejo y al mirar a la muchacha, su

expresión reveló simpatía–. En cualquier caso, será más prudente. En cambio,

tenemos que llevar con nosotros a la princesa. Si vos la lleváis, Kyre, los

seguidores de Vaoran se lo pensarán dos veces antes de atentar contra

vuestra vida. No me gusta tener que decir algo semejante –agregó con un

suspiro–, pero es la verdad.

Kyre no discutió sus palabras. Conocía lo suficiente a Brigrandon para saber

que no era amigo de exageraciones ni de engaños. Sin duda estaba al tanto de

la situación. Por eso hizo un gesto afirmativo y dijo:

–Haré lo que creáis mejor.

–Hemos de irnos, entonces. y tú, hija –agregó mirando a Talliann con una

amable sonrisa–, sécate y procura entrar en calor. En esa alcoba encontrarás

mantas. Toma tantas como te hagan falta. Dejaremos la puerta cerrada, de

manera que estarás a salvo hasta nuestro regreso.

Talliann se volvió hacia Kyre con gesto indeciso, y él le apartó de la cara los

mojados cabellos.

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–Brigrandon tiene razón. Puedes confiar en él. Trata de dormir un poco,

Talliann –dijo, besándola delicadamente en la frente, y le pareció que eso la

sosegaba– .Ya no tienes nada que temer.

Partieron al cabo de dos minutos. Brigrandon iba delante, con una linterna.

Kyre le seguía con Gamora en brazos. El joven sintió de nuevo el encontronazo

del pasado con el presente, al entrar en el vestíbulo del castillo: los

descoloridos tapices, el gastado mármol, la fría sensación de abandono, en

comparación con los recién recuperados recuerdos de la vieja prosperidad y

gloria de otros tiempos. Aquello estaba prácticamente a obscuras. Sólo la

linterna de Brigrandon mantenía alejadas las profundas sombras mientras

avanzaban hacia el arco y las escaleras que había detrás. Ni una pisada, ni una

voz les salió al encuentro mientras subían, y en escasos minutos alcanzaron el

corredor que conducía a los aposentos de DiMag.

–Probablemente, el príncipe estará despierto –murmuró Brigrandon cuando

caminaban en silencio por el pasillo–. Apenas duerme, estos días. Desde que la

princesita desapareció...

El preceptor calló bruscamente al oír ambos unos pasos a poca distancia.

El grupo que dobló un rincón del corredor estaba formado por cinco hombres,

y Vaoran iba a la cabeza. Kyre tuvo tiempo de reconocer a dos consejeros ya

mayores y a un alto oficial del ejército, antes de que el corpulento maestro de

armas se fijara en él. Durante unos segundos, Vaoran no dio crédito a sus ojos.

Luego exclamó con voz asombrada:

– ¡Tú!

– ¡No, maestro de armas! –Intervino Brigrandon, situándose delante de Kyre

cuando Vaoran sacó la espada de su vaina–. ¡Kyre viene a ver al príncipe!

Vaoran miró con desprecio al viejo preceptor.

–Apartaos de mi camino –dijo con suavidad–. Conocéis la orden que yo di

respecto de esa criatura.

Detrás de él, el oficial también empuñaba la espada. Pero Brigrandon no se

dejó intimidar.

–Yo sólo acepto órdenes del príncipe DiMag –replicó ásperamente–. Y Kyre y yo

tenemos que verle con urgencia. Os agradeceré, Vaoran, que no nos

interceptéis el paso.

Quiso dar un paso adelante, pero se detuvo al encontrarse con la punta de la

espada de Vaoran casi en su cara.

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– ¡Manteneos aparte! –ordenó Vaoran.

– ¡No hagáis locuras! –Protestó Brigrandon–. ¿Es que no os dais cuenta? ¡Kyre

nos ha devuelto a la princesa Gamora! –anunció, señalando con el brazo el bulto

que Kyre sostenía.

Se produjo un silencio absoluto. Pero entonces, y con tanta rapidez que el viejo

preceptor no tuvo tiempo de reaccionar, Vaoran golpeó a Brigrandon con la

parte plana de su espada, y éste se tambaleó, golpeándose la cabeza con el

soporte de una lámpara. Perdió el equilibrio y cayó, y Kyre y Vaoran se hallaron

frente afrente.

Vaoran clavó brevemente la vista en Kyre. No podía creer lo que había dicho

Brigrandon. Luego se adelantó y, con un rápido movimiento, levantó una punta

de la manta que cubría el cuerpo transportado por el joven.

Uno de los hombres que se mantenía detrás lanzó un quedo juramento al ver el

inmóvil y pálido rostro de Gamora. Los músculos de la mandíbula de Kyre se

tensaron convulsivamente. De no haber sido por la preciosa carga que tenía en

sus brazos, nada le habría costado matar a Vaoran. Ya había conocido a otros

hombres como él, tipos ambiciosos que buscaban arrancarle poder a su legítimo

señor para utilizarlo luego ellos. Y una vez había sido la víctima, al despertar

Malhareq la codicia de personas semejantes. Ahora, por lo visto, le tocaba el

turno a DiMag.

En los ojos de Vaoran descubrió la confiada satisfacción de quien está a punto

de conseguir su objetivo. El rostro del maestro de armas se había puesto rojo

de ira, y la punta de su espada oscilaba a pocos centímetros de la mejilla de

Kyre.

– ¡Deja a la niña! –exigió, pronunciando cada palabra con mortal precisión.

–Se la llevo a DiMag.

Vaoran se acercó aún más. La punta de la espada estaba ya sólo a un dedo de la

boca de Kyre.

–Contaré hasta cinco, criatura, y entonces...

– ¡Basta, Vaoran!

Brigrandon, todavía medio mareado a causa del golpe en la cabeza, avanzó con

paso inseguro., Al ver que se había recuperado, el oficial quiso detenerle. Él y

el maestro de armas intentaron agarrarle, pero su gesto acrecentó las fuerzas

del furioso Brigrandon, y Vaoran gritó:

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– ¡Quitad de en medio a este viejo loco! ¡Hacedlo callar aunque para ello tengáis

que atravesarle el corazón!

– ¡Vaoran, maestro de armas! –sonó una voz distinta, que cortó fieramente el

alboroto.

El oficial se apartó de Brigrandon, asustado y dolido, y Vaoran quedó

petrificado. Los demás consejeros se retiraron para dejar paso a DiMag, que

al oír el griterío había salido de sus habitaciones.

El príncipe estaba mucho más delgado, llevaba los cabellos en desorden y tenía

la cara grisácea. Sólo se veía una energía febril en sus castaños ojos. Iba

totalmente vestido (por lo visto, si descansaba algún rato, lo hacía con la ropa

puesta), y con la mano agarraba la empuñadura de su pesada espada ya fuera

de la vaina. Ignorando a Brigrandon y a los consejeros, miró a Vaoran con un

odio que no se molestó en disimular.

– ¡Baja esa espada!

–Señor, es que... –replicó Vaoran, de manera explosiva.

– ¡Digo que la bajes! –repitió DiMag con gesto pétreo–. Si no lo haces, cortaré

la mano que la sostiene.

El tono empleado no dejaba lugar a dudas: si no era obedecido, llevaría a cabo

su amenaza. Vaoran vaciló unos instantes, y sus ojos reflejaron la cólera que le

producía verse humillado delante de sus compañeros. Luego bajó la espada

poco a poco, hasta que la punta tocó el suelo.

DiMag miró entonces a Kyre. En los ojos del príncipe había duda, sospecha y,

sobre todo, un inmenso cansancio. Abrió la boca para hablar, pero antes de que

pudiera pronunciar palabra, Brigrandon se adelantó y tocó ligeramente su

brazo derecho.

–Mi señor y príncipe –dijo respetuosamente–. Kyre nos ha devuelto a la

princesa Gamora.

– ¿A Gamora?

Todo resto de color desapareció del semblante de DiMag, cuando por vez

primera se fijó en la envuelta figura que Kyre sostenía en brazos. Se llevó el

dorso de una mano a la boca y, durante una fracción de segundo, Kyre vio

auténtico horror en su mirada... Horror a despertar en cualquier momento para

encontrarse con que todo había sido un sueño. Por eso dijo:

–Es cierto, príncipe DiMag.

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–Señor, yo... –se atrevió a intervenir de nuevo Vaoran, incapaz de contener la

rabia, pero el príncipe se volvió en el acto hacia él.

– ¡Silencio! –rugió.

Dio un paso más, cojeando, y apartó uno de los pliegues de la manta. Contempló

largo rato la cara de su hija, luego cerró los ojos y se tambaleó. Brigrandon se

apresuró a sostenerle, ya que parecía a punto de desplomarse, pero DiMag hizo

un esfuerzo y se dominó. Dio una palmada de agradecimiento en el brazo al

viejo preceptor, y musito:

–Busca un criado, Brigrandon, y mándalo en busca de la princesa Simorh... Debe

venir enseguida a mis aposentos...

–Yo mismo iré, señor.

–No, no. Cuida tus piernas, amigo. Que vaya un criado. A ti te necesito en mis

habitaciones... ¡Que suba también la aya de Gamora! Habrá que despertarla.

–Hay algo más que debéis saber, señor –señaló Brigrandon, a la vez que miraba

indefenso a Kyre.

Este decidió que nada se ganaría escondiendo la realidad.

Por eso dijo con voz serena:

–Príncipe DiMag, vuestra hija ha sido embrujada. No logramos hacerla

reaccionar.

– ¿Embrujada? –Inquirió el príncipe con el entrecejo fruncido, y luego se

endureció su mirada–. Ya... –dijo–. Claro... Debería haber imaginado algo por el

estilo... Es lo que soñó Simorh.

– ¿Y quién la ha podido embrujar? –preguntó Vaoran.

El maestro de armas había recuperado la confianza en sí mismo, y su expresión

era peligrosa. Kyre estaba a punto de darle una respuesta mordaz, cuando

DiMag alzó una mano, impidiéndolo.

–Maestro de armas Vaoran –dijo el príncipe con voz gélida–. Por esta noche ya

te he oído bastante. ¡No quiero más acusaciones, ni odios, ni venganzas

personales! ¡Retírate a tus aposentos! –terminó, mirando duramente al soldado,

que palideció.

– ¡Esto es una injuria! ¡Esa criatura vuelve a rastras a Haven, después de

habernos traicionado a todos, y vos...!

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– ¡Me ha devuelto a mi hija! –Bramó DiMag–. ¡Y eso es mucho más de lo que tú y

tus hombres habéis conseguido!

Vaoran se contuvo, pero al fin exclamó con desprecio:

–Sí, ha devuelto a la princesa, pero... ¡a qué precio!

DiMag le dirigió una breve y fulminante mirada, y luego dijo con increíble

veneno en la voz.

–Te he ordenado marcharte. ¡Espero ser obedecido!

–Exijo, señor, que...

– ¡No estás en situación de exigir nada!

La mano del príncipe sujetó con más fuerza la empuñadura de su espada, y

Vaoran, desconcertado, dio un paso atrás.

–Retiraos todos ahora –dijo DiMag, de modo menos violento–. Mi hija me ha

sido devuelta y, por el momento, es lo único que me importa. Podéis convocar al

Consejo para mañana. Entonces tendréis un informe completo de mis propios

labios. Hasta ese momento, mataré a cualquiera que se atreva a molestarme.

Repasó una vez más el grupo con sus fatigados ojos, y por fin detuvo la vista

en Kyre.

– ¡Llévala a mis aposentos! –dijo tranquilamente.

Mientras seguía al príncipe a través del pasillo, Kyre sentía de manera casi

física el ardor del odio de Vaoran. DiMag aún poseía suficiente autoridad para

hacer callar al maestro de armas en una confrontación directa, pero resultaba

evidente que su posición se deterioraba rápidamente. Vaoran tenía amigos

influyentes entre los consejeros y en el ejército. En sólo cuestión de días,

podía sentirse lo suficientemente fuerte para intentar derrocar al príncipe. Y

DiMag lo sabía. Kyre había visto en sus ojos la inquietud, la conciencia de que

su futuro se balanceaba sobre el filo de un cuchillo. Cuando el Consejo se

reuniese a la mañana siguiente y conociera todo lo sucedido en la ciudadela del

mar, la desunión sería todavía mayor.

Los guardias apostados ante las puertas de las habitaciones de DiMag

saludaron y se apartaron para dejarles pasar. Entraron en el primer aposento –

doblemente familiar para Kyre, que ahora lo reconoció como el suyo de antaño–

y Gamora fue cariñosamente depositada sobre el diván del príncipe. DiMag se

sentó a su lado y empezó a frotar con ternura una de las manos de la niña, sin

dejar de contemplarla. Kyre permanecía cerca, procurando no estorbar, y no

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habló hasta que Brigrandon volvió. DiMag alzó la vista cuando el anciano

preceptor cerró la puerta tras de sí.

–No sé qué decirte, Lobo del Sol... –dijo entonces el príncipe–. Me has devuelto

a mi hija, y eso es algo que jamás podré pagarte. Sin embargo, esto... –y señaló

el inmóvil cuerpecillo de la niña–. No sé qué hacer, Kyre, ni qué pensar...

– ¡Vive, príncipe DiMag! –Intervino Brigrandon–. Al menos podemos dar gracias

por eso. Y si la princesa Simorh puede...

–Si puede –le cortó DiMag bruscamente, y volvió a mirar a Kyre–. ¿Quién ha

hecho esto, muchacho? ¿Quién es el responsable?

–Se trata de Calthar, la bruja de los mares –contestó Kyre.

La expresión de DiMag se convirtió en una máscara de la que había

desaparecido en un instante toda reacción, toda emoción.

–Calthar... –repitió el nombre, aunque Kyre se dio cuenta de que le costaba un

gran esfuerzo pronunciarlo–. ¿De manera que aún gobierna?

Kyre asintió.

–Y ahora ha embrujado a mi hija...

El soberano se puso de pie y cruzó cojeando la estancia, en dirección a una

pequeña mesa en la que había una botella y varias copas. Cuando se sirvió vino,

la mano le temblaba.

–Debería estar muerta desde hace cincuenta años –murmuró, y su voz sonó más

grave–. Su cuerpo, comido por los gusanos, tendría que haberse podrido cuando

mi abuelo era todavía joven, y no seguir con vida hasta... hasta...

El angustiado DiMag sacudió la cabeza, incapaz de expresar lo que sentía.

–Lo sé –dijo Kyre, y algo en su voz hizo callar al príncipe.

Se encontraron sus ojos, y DiMag descubrió en el otro hombre el eco de los

horrores presenciados en la ciudadela.

–Señor... –continuó Kyre–, en Calthar hay todavía mucha más maldad de la que

os podáis imaginar. Lo que le ha hecho a Gamora es sólo el principio. Mucho

peor es lo que piensa hacer... lo que hará, si no logramos impedirlo.

DiMag estudió su rostro durante unos segundos. Luego dijo:

–Explícame lo que sepas. Cuanto antes yo...

Pero se interrumpió al abrirse la puerta.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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En el umbral estaba Simorh. Se cubría únicamente con una camisa de dormir, y

tenía los asustados ojos muy abiertos. Enfocó con su aturdida mirada a un

hombre y al otro, y después musitó con voz intranquila:

– ¿DiMag...?

El príncipe señaló el lecho sin más palabras. Simorh se volvió, descubrió a

Gamora y rompió a llorar.

Kyre y Brigrandon prefirieron apartar la vista cuando la princesa cayó de

rodillas con la cabeza inclinada sobre el cuerpo de la chiquilla, sacudida toda

ella por unos sollozos que impresionaban todavía más por ser silenciosos y

desesperadamente controlados. Kyre no conocía el aspecto maternal de

Simorh, y su pena le conmovió. Intercambió una mirada con Brigrandon, pero

ninguno pronunció palabra. El propio DiMag se hallaba de cara a la ventana,

como si contemplara un mundo sólo suyo. Cuando Simorh alzó la cabeza, tenía

el rostro lleno de lágrimas, y su voz tembló al gritar:

– ¿Quién le ha hecho eso a mi hija?

No necesitaba que le dijeran lo del encantamiento. Al igual que Talliann, lo

había visto enseguida. Kyre hubiese podido responderle, pero DiMag hizo un

gesto y le comunicó de modo casi áspero:

–Calthar.

– ¿Qué?

Los ojos de la princesa se estrecharon, y las piernas parecían no poder

sostenerla cuando se puso en pie.

–Kyre nos ha devuelto a Gamora –explicó DiMag–, y trae noticias de que...

– ¡Al diablo sus noticias! –Chilló Simorh con una voz como el filo de una navaja–.

Esa maldita bruja ha encantado a mi hija, y no estoy dispuesta a perder el

tiempo escuchando cuentos... ¡Quiero que Gamora sea trasladada de inmediato

a mi torre! –Agregó, dando media vuelta–. Si algo puede hacerse, yo...

– ¡Un momento, señora! –intervino Kyre.

Ella quedó paralizada y clavó en él unos ojos asombrados y enfurecidos.

– ¿Cómo te atreves a...?

– ¡Me atrevo porque es preciso! –La interrumpió Kyre–. Calthar ha hecho algo

peor que embrujar a Gamora. Si no me escucháis ahora, todos vuestros

esfuerzos por despertarla serán inútiles, porque... ¡dentro de cinco noches se

propone destruir Haven con todas sus almas!

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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Simorh le miró anonadada, y DiMag añadió quedamente:

–La Noche de Muerte, ¿no?

–La Noche de Muerte, en efecto. Ellos lo llaman la Gran Conjunción. Y se

producirá dentro de cinco noches...

–Catorce –replicó Simorh con dureza, y los dos hombres se volvieron hacia

ella–. No son cinco noches, sino catorce. Nuestros astrónomos lo han calculado.

Sin embargo, en su voz no había convicción.

–Pero vuestros astrónomos están equivocados –insistió Kyre–. Los habitantes

del mar conocen exactamente el momento en que la Conjunción se producirá. Y

esta vez, Calthar se propone aniquilar Haven.

– ¿Cómo puedes saberlo? –inquirió DiMag.

–Porque he estado en la ciudadela de las aguas con Gamora. Simorh estaba a

punto de contestar furiosa, pero DiMag posó una mano en su brazo.

– ¿La seguiste hasta allí? –preguntó.

–Sí, señor.

Simorh miró encolerizada a su esposo.

– ¡No vas a creer en sus palabras, supongo! Si es cierto, si de veras estuvo

entre esos demonios... ¿cómo pudo llegar hasta su plaza fuerte? ¿Y cómo logró

rescatar a Gamora? Kyre pretende haber salvado a nuestra hija –señaló con

increíble enojo–, pero lo más probable es que esté de acuerdo con nuestros

peores enemigos... ¿Cómo podemos saber que su historia no forma parte de una

trampa?

Se produjo un penoso silencio que se prolongó durante unos momentos. Luego

dijo Kyre:

–Princesa Simorh..., yo no espero que vos confiéis en el hombre al que

arrebatasteis del limbo. ¿Estaríais dispuesta, en cambio, a creer en la palabra

de aquel cuyo nombre le pusisteis? ¿Confiaríais en el auténtico Lobo del Sol?

Brigrandon fue el primero en comprender las palabras de Kyre, y fue tal su

impresión que se dejó caer en una silla. DiMag le miró lleno sorpresa.

– ¿Qué te pasa, Brigrandon? –exclamó.

El preceptor no apartaba los ojos de Kyre y, al cabo de un instante, contestó:

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–Sospecho, mi señor, que ha ocurrido algo que ninguno de nosotros podía

imaginar. ¿Estoy en lo cierto, Kyre?

–Sí, mi amigo, ¡lo estáis!

Kyre extendió el brazo para mostrar el colgante de cuarzo sujeto a su muñeca

con la cadena de plata.

–Cómo llegó a la ciudadela, es cosa que ignoro. Pero cuando Talliann lo depositó

en mi mano, algo se despejó en mi mente y pude recordar quién soy en realidad.

DiMag preguntó en tono beligerante:

– ¿Talliann?

Pero Brigrandon no le hizo caso. Contemplaba el colgante con un miedo casi

infantil y después de mirar brevemente a Kyre para pedirle permiso, alargó un

dedo para tocarlo con mucho respeto.

–Es éste –susurró al fin–. Tal como lo describen nuestros más antiguos

documentos... ¡El amuleto del verdadero Lobo del Sol!

– ¿Cómo? –Gritó Simorh, acercándose con los ojos desmesuradamente abiertos

y la emoción reflejada en su rostro–. ¡No..., no es posible!

DiMag se colocó a su lado y rodeó los hombros de su esposa con un brazo

mientras estudiaba el colgante. Kyre se preguntó si se daba cuenta de su

gesto. Cuando, finalmente, el príncipe alzó la vista, en sus ojos empezaba a

relucir la comprensión.

Kyre esbozó una torcida sonrisa.

–Príncipe DiMag... En uno de nuestros primeros encuentros, me formulasteis

una pregunta a la que no supe responder. Vuestras palabras fueron éstas: «¿Ha reinn trachan, ni brachnaea poI arcath?»

Comprobó que el rostro del príncipe palidecía ante su perfecto acento, y

repitió la pregunta en la lengua de DiMag:

–« ¿Puede volver un príncipe, si su país se ha perdido?» Ahora puedo

contestaros, señor, con esta frase: «Kena halst reinn crechen ha brachnaea voed creich».

DiMag murmuró la traducción.

–«Sólo con la muerte del último príncipe puede morir realmente un país...»

Su voz era apenas perceptible, y Kyre sonrió más abiertamente.

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–Incluso en mis tiempos, la antigua lengua era utilizada sólo por magos y

escribas –dijo–. No es de extrañar, pues, que hoy día haya desaparecido casi

del todo.

– ¡DiMag! –Exclamó Simorh, mirando al esposo con súbito horror–. ¡Eso no

puede ser cierto! ¡Sé lo que yo hice, y me consta qué clase de criatura traje a

este mundo! Lo que vos pensáis y decís... ¡no es posible!

–Señora –se interpuso Brigrandon, no sin todo el respeto–, vos creíais haber

creado un hombre a imagen de Kyre, pero os equivocabais.

La mirada que Simorh le dirigió era furibunda, pero aunque luchaba por

contradecirle, en sus ojos había aceptación.

Brigrandon sonrió a su soberana con infinita compasión e infinito respeto.

–Vuestros poderes llegaron más allá de lo que ninguno de nosotros hubiera

podido soñar, princesa. ¡Habéis hecho volver del reino de los muertos a

nuestro Lobo del Sol!

-0-0-0-0-

Entre varios sirvientes habían vuelto a transportar a Calthar a sus aposentos,

pero ninguno de ellos se atrevió a penetrar en su sanctasanctórum. Y así,

pulgada tras pulgada, ella tuvo que arrastrarse a través de la puerta que tanto

espanto causaba a los demás, para desaparecer en la profunda obscuridad que

reinaba al otro lado. Dejaba Calthar un rastro de sangre en el suelo, y su cara

estaba contraída por el dolor, pero también por una incontenible y loca cólera.

Lo primero pasaría. Lo segundo duraría más.

¡Tendría que haber sabido quién era él! Apretándose el pecho con una

temblorosa mano, y consciente de que la vida se le escapaba entre los abiertos

dedos, Calthar experimentó un odio como nunca lo sintiera antes. Ningún

mortal común era capaz de derramar su sangre, la de Calthar... Muchos lo

habían intentado durante su larga vida, pero el poder de las Madres la hacía

invulnerable a cualquier arma blandida por sus enemigos. Esa criatura, en

cambio, ese falso paladín de Haven, había conseguido lo que nadie lograra

antes, y eso sólo podía significar una cosa: que no era un falso paladín. Siglos

después de que Malhareq, primera y máxima Madre de todas, le enviara a la

muerte, el Lobo del Sol había vuelto.

Y ella le había dejado escapar entre los dedos, y llevarse además a Talliann...

Unos peldaños descendían en la obscuridad. Calthar encogió los pies y reptó

por encima del borde del pozo. A medio camino tuvo que hacer una pausa para

que el aire que se le escapaba volviera a sus pulmones. Su aliento le quemaba

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en la garganta y en el pecho, y en la boca notó sabor a sangre. Calthar escupió,

tosió, escupió otra vez y siguió arrastrándose. Finalmente, sus manos pudieron

palpar algo blando que cedía entre sus dedos, y la bruja supo que había

alcanzado su antro.

Se detuvo jadeando como un animal exhausto, y la saliva y la sangre se

mezclaron en su barbilla mientras ponía en orden sus pensamientos. Tenía que

haber un ajuste de cuentas. Lobo de Sol o no, Kyre pagaría por lo que le había

robado, y el precio sería la destrucción de Haven. Las Madres estaban airadas

y exigían una compensación. Ella, como su avatar, sería el instrumento de su

venganza.

Calthar quería recuperar a Talliann, pero si era necesario, saldría del paso sin

ella. Pese a haber creado a la muchacha para sus fines, los defectos de

Talliann habían hecho de ella, como mucho, un canal incierto para las fuerzas

que Calthar se proponía emplear. Valía la pena pagar el precio, pero... si la

recuperación de la chica resultaba imposible, existía otro vehículo para sus

poderes: uno más obscuro, uno que había permanecido dormido y a la espera,

durante los años de su mandato. Podía ser invocado una sola vez, y únicamente

cabía desterrarlo mediante la destrucción. Pero a Calthar ya no le importaban

los riesgos. Había llegado la hora de las Madres, que resucitarían triunfales de

sus tumbas, del putrefacto polvo, y Haven moriría con todo lo que viviera

dentro de sus murallas.

La respiración de Calthar produjo un sonido sibilante en su garganta, una

demente mezcla de dolor, placer y expectación. Se acurrucó aún más entre los

despojos que cubrían el fondo del pozo, cerró los ojos y su mente se esforzó...

« ¡Curadme! –Dijo en silencio–. ¡Curadme, y sabré conseguir una venganza que supere nuestros más audaces sueños!»

No hubiese podido decir, luego, cuánto tiempo permaneció en aquel lugar antes

de experimentar en sus venas el primer cosquilleo de la fuerza que volvía a

ella. Al llegar la sensación, Calthar sonrió, y sus piernas se movieron,

torpemente primero, pero después con más seguridad cada vez, entre los

huesos y el polvo que cubrían el suelo a su alrededor.

Notó Calthar que la herida que le infligiera Kyre se iba cerrando. Apenas era

ya más que una desigual y blanca cicatriz. La sangre perdida se regeneraba en

su interior, fluyendo fresca y sana por sus arterias. Y sintió Calthar la energía,

la fuerza vital que brotaba de los restos mortales de sus predecesoras,

esparcidos por el fondo del pozo, de aquellos cuerpos descompuestos de los

que extraía sabiduría y un tremendo poder rejuvenecedor. Respiró la bruja

sacerdotisa, permitiendo que la fuerza se extendiera por todo su ser para

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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convertirla de nuevo en lo que era poco antes. Cuando por fin tuvo toda la

vitalidad necesaria, cerró los ojos y extendió al máximo sus miembros, atenta

a los vengativos pensamientos de las Madres entre las que yacía, y continuó allí

hasta que los incoherentes sonidos y las palabras se fundieron en su cabeza

para formar una sola idea, y ella supo ya claramente qué hacer.

Calthar se puso de pie. Tenía los cabellos y los jirones de su túnica llenos de

polvo y telarañas. Durante unos momentos permaneció inmóvil, disfrutando de

la sensación de unión con sus predecesoras muertas tantos años atrás, y de la

regeneración que ellas le habían proporcionado. Luego avanzó hacia las gradas

que conducían al exterior del pozo, y su boca se abrió en una terrible y

maliciosa sonrisa.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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Capítulo 16

Simorh esperó a que se hubiesen alejado los sirvientes que habían

transportado a Gamora hasta su torre, y entonces dijo:

– ¡Que no me moleste nadie! ¡Para nada!

–He apostado unos guardias delante de la puerta exterior, y también al pie de

la escalera –señaló DiMag con una triste sonrisa–. Aún me quedan algunos

hombres dignos de confianza.

–Muy bien –asintió Simorh–. Entonces, ya podemos empezar.

Kyre notó que los dedos de Talliann buscaban nerviosamente los suyos, pero

sus pensamientos, demasiado caóticos, sólo le permitieron estrechar la mano

de la muchacha para tranquilizarla. Desde la súbita revelación habían sucedido

muchas cosas, y era mucho lo que había cambiado. Había temido que DiMag y

Simorh no admitieran la verdad, pero estaba equivocado: los dos le creían, y el

colgante había añadido suficiente combustible al fuego de su convencimiento.

Habían escuchado en silencio su relato completo: el encuentro con el

mensajero de los habitantes del mar y la lucha de la playa; las sinuosas

maquinaciones de Calthar; su secreta entrevista con Talliann y las revelaciones

del colgante y, por último, el espantoso enfrentamiento con las Madres y su

huida de la ciudadela. Y Kyre les había hecho comprender la verdad respecto

de los habitantes del mar y de su guerra con Haven: que la historia a la que

ellos se habían apegado durante tanto tiempo era un poco inexacta. La antigua

lengua, alterada por siglos enteros de cambios y abandono, les había llevado a

la falsa convicción de que el conflicto era algo interminable y sin solución; una

eterna hostilidad entre dos razas distintas, que nunca podrían llegar a un

acuerdo. Pero Kyre sabía que no tenía por qué ser así, ya que, cuando él vivía y

gobernaba en Haven, las dos razas eran una sola. Y creía que podían volver a

unirse si se liberaban de la terrible herencia de la primera bruja hambrienta

de poder, encarnada en Calthar a través de las Madres.

La verdad, según Kyre les hizo ver con prudencia, estaba en sus manuscritos.

Pero incluso en sus tiempos, la antigua lengua ya se había deteriorado y, desde

entonces, la decadencia había alcanzado tal grado, que la verdad quedaba

oculta y las leyendas resultaban tergiversadas por generaciones enteras de

mala interpretación. No podía esperar que DiMag y Simorh abandonaran las

enseñanzas de tantos antepasados y aceptasen sin reservas lo que él les decía.

Sin embargo, podía ofrecerles algo quizá más valioso que cualquier otra cosa:

la presencia del primer Kyre, del auténtico Lobo del Sol, con sus conocimientos

y sus recuerdos de un pasado perdido y ahora recuperado.

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Kyre hubiese querido tener ocasión de hablar a solas con DiMag, pues le

constaba que ahora, una vez revelada su identidad, el príncipe le temía. La

actitud de DiMag era una incómoda mezcla de deferencia y desconfianza, y

Kyre deseaba asegurarle que no tenía la menor intención de volver a gobernar

Haven, como lo hiciera siglos atrás. La ciudad pertenecía a DiMag por derecho

propio, y él no era un usurpador. Había regresado, sí, pero su sitio estaba al

lado de DiMag; no en el trono. No obstante, a causa del acoso de la oposición, y

puesto que era dolorosamente consciente de la inestabilidad de su gobierno,

DiMag dudaba. Hasta el momento había podido imponerse a sus contrarios,

pero aun así, Kyre ansiaba tranquilizarle en ese aspecto.

Y luego estaba Talliann...

Brigrandon la había conducido a los aposentos del príncipe, a petición de Kyre,

y el primer encuentro de DiMag con la joven que durante casi diez años fuera

la personificación de todo lo malo y corrupto, había sido duro. Talliann

ignoraba quién era en realidad, pero Simorh, por fortuna, había sabido percibir

la verdad que se escondía detrás del mito, y fue ella quien explicó a Kyre la

existencia de un segundo amuleto –el de Talliann– que, según la leyenda, se

había perdido al suicidarse la esposa del Lobo del Sol, después de la muerte de

éste. El relato hirió a Kyre como una estocada; sin embargo, le permitía

vislumbrar una esperanza. Talliann había muerto en Haven, y la clave del

paradero de su talismán tenía que hallarse en los más antiguos manuscritos.

Perdida la pieza gemela y desaparecida su legítima portadora, sin posibilidad

de que volviera, nadie se había tomado la molestia de buscarla. Ahora, en

cambio, Brigrandon, que en su calidad de tutor principesco era también el

conservador de los archivos históricos de Haven, se disponía a iniciar la

búsqueda. A Kyre sólo le restaba tener fe y rezar para que el viejo preceptor

encontrara a tiempo el segundo colgante.

Talliann tenía poco que decir, de momento. Aún la aturdía el cansancio, y la

mayor parte de lo revelado quedaba fuera de su capacidad de comprensión.

Kyre había esperado que, con su retorno a Haven, volviera a su memoria algo

de los tiempos pasados, pero no sucedía así.

Nada le resultaba familiar. Se mostraba todavía más cautelosa: notaba la

hostilidad de DiMag y en consecuencia, le temía. También con Brigrandon era

precavida, pese a la amabilidad con que éste la trataba. Para gran sorpresa de

Kyre, la única persona en la que Talliann parecía dispuesta a confiar era

Simorh y, aunque tal vez de manera un poco reacia por ambas partes,

empezaba a desarrollarse una relación especial entre ellas dos. El sexto

sentido de la maga había forzado a Simorh a superar sus prejuicios: veía y

percibía la naturaleza del poder latente en Talliann y comprendía que, si

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estaba preparada para reconocer al auténtico Lobo del Sol, no tenía más

remedio que reconocer también a su cónyuge.

Un repentino obscurecimiento de la habitación rompió la cadena de sus

pensamientos, y Kyre alzó la vista entre parpadeos para comprobar que Simorh

había apagado las luces. La única claridad procedía ahora de un pequeño

brasero colocado junto a la cabecera del lecho en que descansaba Gamora, y su

desigual resplandor confería un aspecto extraño y grotesco a todo cuanto

había en el misterioso aposento sumido en las sombras.

Simorh había cambiado su camisón por la misma túnica delgada y negra que

llevaba la noche en que había arrancado a Kyre de la nada, bajo las ruinas del

templo. Sus cabellos, sueltos, relucían débilmente en la penumbra, y sus ojos

brillaron como brasas cuando, en silencio, indicó a todos que ocuparan los sitios

asignados.

Así lo hicieron. Simorh se situó delante del brasero, a la cabeza de Gamora;

DiMag, a los pies de la niña, y Kyre y Talliann a un lado y a otro de la cama,

respectivamente. Lo único que se oía en la estancia era la respiración lenta y

regular de Simorh, que se había concentrado en el encantamiento y, poco a

poco, caía en trance. Cerró los ojos y extendió los brazos con los puños

cerrados. La luz del brasero se reflejaba vivamente en su piel, y sus manos se

abrieron con un movimiento casi etéreo para dejar que dos chorros de un

obscuro polvo cayeran sobre la lumbre.

Produjo el brasero un silbido, y unas impetuosas llamas azules y verdes

envolvieron rápidamente las manos de Simorh. Esta no se acobardó, pese a que,

con la súbita intensidad de la luz, Kyre la vio apretar la mandíbula con un gesto

de dolor. A continuación, la princesa entonó un canto mientras las llamas

seguían danzando alrededor de sus dedos.

Las palabras eran una deformación de la antigua lengua, y las pocas que Kyre

logró entender le hicieron el efecto de frías garras clavadas en la espina

dorsal. La voz de Simorh no se movía de las notas más bajas que su garganta

podía producir; su tono era gutural, y las palabras parecían enroscarse y

retorcerse en su lengua. El canto se hizo más rítmico, más insistente. Las

sombras empezaron a danzar por el aposento, formando breves y extrañas

figuras que hicieron estremecer a Kyre. El ambiente se espesó hasta resultar

viscoso, y reinaba en la alcoba una asfixiante sensación de expectativa, como si

se acercara despacio algo que había acechado y aguardado más allá del límite

de los sentidos... La fuerza que emanaba de la temblorosa forma de Simorh

crecía, crecía... y ella seguía cantando para aprovechar toda la reserva de

poder que hubiera en su persona...

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Los ojos de Gamora se abrieron de golpe.

El ahogado grito de DiMag cesó instantáneamente cuando se apagó el brasero

y todo quedó a obscuras. Durante un momento que pareció durar una

eternidad, el silencio produjo una tensión casi inaguantable. Kyre,

desconcertado aún, se preguntó si sólo había imaginado lo que creyera ver

antes de que el brasero se extinguiera. De pronto, una nueva luz comenzó a

resplandecer en el lecho de Gamora: un frío resplandor verde y blanco,

fosforescente y enfermizo, que adquirió intensidad hasta que el cuerpo de la

niña quedó envuelto en él. Cuando Kyre miró a Gamora, sintió que el estómago

se le revolvía.

Los ojos de la pequeña princesa estaban abiertos, en efecto. Miraban

fijamente hacia delante, y en el rostro de la chiquilla había una sonrisa nunca

vista en una criatura. Detrás de ella, la expresión de Simorh era de un horror

paralizado, y cuando DiMag quiso avanzar hacia ella, la mujer levantó las

manos, con las palmas hacia delante, para advertirle que se quedara donde

estaba.

La niña empezó a incorporarse. Se movía como si unas manos invisibles la

controlaran, con la espalda rígida y los brazos colgando a los lados, y en la

aparente falta de esfuerzo con que se enderezaba había algo de repulsivo. Se

puso recta como una flecha, y su cabeza se volvió espasmódicamente hacia un

lado y, después, hacia el otro. Su mirada recorrió toda la habitación y se

detuvo en los cuatro aterrados testigos. Por fin abrió la boca, y de su garganta

salió una voz que hizo tragar negra bilis a Kyre.

Era la voz de Calthar.

– ¡Creo que me das pena, Simorh, tú que te llamas bruja!

La atrevida burla dio a las palabras un tono todavía más repugnante. DiMag

miró a su hija, desconcertado, y Simorh sólo fue capaz de emitir un débil y

angustioso sonido, que provocó la risa de Calthar.

–Tú no podrás anular el encantamiento, loca criatura. La niña duerme, y sólo yo tengo poder suficiente para hacerla despertar... si quiero. Pero tú me has encolerizado. Y has encolerizado a mis Madres. ¡Creo que mereces que alargue la mano y corte el frágil hilo de la vida de tu hija!

– ¡No!

El grito de Simorh fue de impotente furia, y Kyre sintió que el pulso le latía

con tanta rabia como, sin duda, a la angustiada princesa. Sin pensarlo se puso a

hablar, incapaz de contener las palabras:

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– ¡Tendría que haber esperado a verte muerta y devuelta a la asquerosa

putrefacción de la que procedes! ¡Por el Ojo que nos protege, debería haber

desmembrado tu cuerpo en descomposición y esparcido los restos en el mar,

para que los devoraran los gusanos de las aguas!

– ¡Ah...! –replicó la horrible voz que surgía de los labios de Gamora, en un tono

de miel emponzoñada–. ¡De manera que el cachorro de Haven está entre vosotros!, ¿eh? ¡Mis saludos, Perro del Sol! Has hecho bien en huir de mí, pero tendrías que haber sabido que las Madres cuidan perfectamente de las de su sangre...

– ¡Maldita seas! –Chilló Simorh–. ¡Libera a mi hija!

La cabeza de Gamora se volvió, y después todo el cuerpecillo se giró hasta que

la niña estuvo frente a su madre. Simorh se echó a temblar con tremenda

violencia, pero se obligó a no apartar la vista.

–Me parece que hemos llegado al meollo del asunto –dijo Calthar con súbita

dulzura–. Quieres recuperar a tu hija, y yo, por mi parte, quiero algo de ti.

Se produjo un cortante silencio. Finalmente, Simorh suspiró y dijo en un

susurro:

– ¿Qué es?

Calthar rió de nuevo. El cloqueo que brotó de la garganta de la pobre niña fue

horripilante.

–Vas a enterarte ahora mismo, Simorh, tú que te llamas a ti misma bruja... Si pretendes que tu hija viva, la muchacha llamada Talliann tiene que ser conducida a las ruinas de la franja de guijarros en la noche de la Gran Conjunción. Allí me la entregaréis, y sólo entonces retiraré el encantamiento que pesa sobre la niña...

Kyre soltó una involuntaria protesta y, olvidando en su indignación que Calthar

no se hallaba físicamente presente en la habitación, avanzó hacia el lecho con

ansias asesinas en sus ojos. DiMag le agarró a tiempo por un brazo y le

murmuró con urgencia al oído:

– ¡No! ¡Déjala hablar!

– ¿Príncipe DiMag? –La cabeza de Gamora giró otra vez, y sus ojos sin vista

miraron al soberano de Haven–. Me parece que estoy entre personas muy exaltadas... Qué interesante, volver a encontrarte después de... ¿cuánto tiempo? ¿De nueve años, si no me equivoco?

La expresión de DiMag se endureció, aunque su voz sonó tranquila al contestar:

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–No malgastes tu aliento burlándote de mí. Dices que romperás el

encantamiento que arrojaste sobre mi hija si te devolvemos a Talliann en la

Noche de Muerte... ¿Esperas en serio que creamos que, de cumplir nuestra

parte del acuerdo, tú ibas a mantener tu palabra?

Gamora emitió un largo y ruidoso suspiro, y la voz de Calthar respondió:

–Te haces muchas ilusiones, príncipe. No me interesáis tú, ni tu esposa bruja, ni tampoco la chiquilla, y mucho menos esa especie de perro mestizo que lleváis de una correa... Vuestra opción es simple. Haced lo que os digo, y la niña se recuperará. Si no me hacéis caso, en cambio, vuestra hija morirá cuando la Hechicera roce las puertas de Haven, y mis Madres destruirán toda la ciudad.

»Ya conoces mis condiciones, príncipe DiMag. No tengo nada más que decirte. Te quedan cinco noches para tomar una decisión. Pasado ese plazo, esperaré...

Cuando Calthar hubo pronunciado la última palabra, el frío halo que rodeaba la

frágil figura de Gamora fluctuó y se redujo. La niña puso los ojos en blanco y

sólo por unos momentos, algo semejante al terror pareció vibrar detrás de su

ceguera. Luego se desvaneció el halo y la criatura volvió a caer en silencio

sobre la yacija.

– ¡Gamora! –Chilló la madre, dando casi un traspiés en su desesperado afán por

sostener a la pequeña–. ¡Gamora! –gritó de nuevo, mientras la sacudía por los

hombros y la abrazaba.

DiMag la hizo retirarse, tierna pero implacablemente.

– ¡Es inútil, Simorh! –Murmuró, estrechándola contra sí hasta hundir el rostro

entre los cabellos de la esposa–. No lograrás despertarla..., ¡no puedes!

La princesa permaneció quieta unos instantes, y sus estremecimientos cesaron

poco a poco. Luego dijo de pronto, sometiendo su voz a un férreo pero

penosamente débil autocontrol:

–Luz... Necesito luz. Las lámparas, las cortinas..., ¡daos prisa!

Kyre se precipitó hacia donde creyó distinguir el débil contorno de una ventana

cubierta por pesados cortinajes. Apartó la tela con energía, pero poca cosa

consiguió. A través de la niebla del exterior, sólo se vislumbraba un lejano

resplandor matutino. Sin embargo, fue suficiente para que viera una lámpara y,

encima de una mesa cercana, pedernal y yesca. Encendió como pudo la luz, y

una escasa claridad amarillenta ahuyentó la peor de las sombras. Talliann se

apresuró a encender otra lámpara, al cobrar vida la llama, el denso y asfixiante

ambiente cedió un poco. Todos se miraron sin saber qué decir.

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Al fin fue Talliann quien interrumpió el silencio.

–Intentó... intentó tocarme... –musitó con voz casi imperceptible–. Era como...

si... si tuviera la mano de un muerto dentro de mi cabeza... Pero no ha

conseguido la que quería...

–No... –Dijo Simorh, y miró rápidamente a Kyre con el entrecejo fruncido–.

Aquí estás a salvo de ella. Ya te lo prometió Kyre. Gamora, sin embargo...

La princesa se mordió el labio.

DiMag se volvió hacia la ventana.

–Cinco noches... –el tono de su voz fue amargo cuando, después de menear la

cabeza y apretarse el puente de la nariz con el pulgar y el dedo índice, agregó–

: Debo convocar el Consejo. No hay ni un momento que perder. Tengo que

exponer la situación a mis consejeros.

Echó a andar en dirección a la puerta sin esperar la respuesta de nadie, pero

Kyre le tomó por el brazo.

–Príncipe..., supongo que no creeréis que Calthar habla en serio..., ni que piensa

cumplir su parte en cualquier trato...

– ¡Claro que no la creo! –contestó DiMag, enojado.

–Es posible que el Consejo no comparta vuestra opinión.

–Correré el riesgo. No puedo enfrentarme solo a semejante monstruosidad,

Kyre. Ninguno de nosotros puede hacerlo.

La furiosa luz que brillaba en sus ojos se debilitó, y el cansado soberano dejó

caer los hombros. Se soltó luego de la mano de Kyre y le dio una palmada en la

espalda.

–Venid conmigo al Salón del Trono. Querréis escuchar lo que dicen mis

consejeros –añadió.

–Príncipe DiMag...

Éste y Kyre miraron sorprendidos a Talliann. En los grandes ojos de la

muchacha de cabellos negros había miedo, pero su apretada mandíbula

revelaba determinación. Sin apartar la vista del príncipe, dijo:

–Regresaré.

– ¡No, Talliann! –exclamó Kyre, horrorizado.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

233

–Sí –replicó ella con terquedad, al mismo tiempo que sus ojos recorrían con

tristeza la estancia–. No debo seguir aquí. No es justo. Os pongo a todos en

peligro, y la pobre niña...

– ¡No puedes hacer eso, Talliann! –Protestó Kyre–. Si yo...

Pero DiMag levantó una mano y le interrumpió. Mirando a Talliann dijo con voz

bondadosa:

–Nada ganaríamos devolviéndoos a la ciudadela, señora. Podéis creerme si os

aseguro que si creyese que vuestro sacrificio iba a ser útil a mi hija, yo mismo

os arrastraría hasta el templo en la Noche de Muerte. Es posible que para

Kyre sea más importante vuestra salvación que la de Gamora. Para mí, no –

confesó con una tenue sonrisa–. Pero Kyre tiene razón. Calthar no cumpliría su

palabra. Y mientras os tengamos a vos, ella no se atreverá a hacerle más daño

a Gamora, por temor a perder la posibilidad de llegar a un acuerdo. En

consecuencia, debéis seguir con nosotros. Quizás encontremos la manera de

desbaratar sus planes.

DiMag miró a Simorh en busca de una confirmación, y la princesa hizo un breve

gesto afirmativo.

–Sí, Talliann, tenéis que quedaros. Sois nuestro rehén en bien de Gamora.

–Es un terrible empate –dijo DiMag, sin dirigirse a nadie en concreto–. ¡Y

disponemos de tan poco tiempo!

Simorh cruzó la habitación para colocarse a su lado. Cuando la tuvo junto así,

DiMag creyó que iba a tocarle y, quizás, a enlazar el brazo con el suyo, un

contacto que ya no recordaba pero que le hubiese confortado profundamente.

Pero ella retiró la mano que ya había empezado a extender, sólo le obsequió

con una rápida y triste sonrisa a través de la leonada cortina de su melena.

–Será mejor que aviséis a vuestros consejeros –dijo tranquilamente–. Llevaos a

Kyre. Talliann puede permanecer conmigo, por ahora. Necesito asegurarme de

que Gamora está bien protegida. Nos reuniremos con vosotros tan pronto como

sea posible.

DiMag asintió.

–Hay un par de mis consejeros que no recibirán con agrado la llamada antes del

amanecer. Pero será mejor que se acostumbren... Dudo que ninguno de

nosotros vuelva a dormir profundamente antes de que todo haya pasado.

Miró unos instantes a su esposa y después, la besó ligeramente en la frente.

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Simorh permaneció muy quieta mientras DiMag y Kyre abandonaban la

habitación. No había esperado aquel beso, que por una parte la alegraba y, por

otra, le dolía. Un gesto pequeño, sin importancia aparente, y que le había

costado poco a DiMag. Pero representaba un comienzo.

Avanzaba la mañana, pero el sol seguía invisible detrás de una densa capa de

nubes cuando la reunión celebrada en el Salón del Trono llegó a un final caótico

y desagradable. Mientras los consejeros salían, con las palabras de despedida

de su soberano resonando aún en sus oídos, DiMag continuó rígido en su gran

sillón, atento a los ruidos procedentes del patio principal del castillo. Voces

distantes y estentóreas, entrechocar de metales, el seco taconeo de

incontables botas pisando las losas... El ejército de Haven se entrenaba

intensamente a las órdenes de los oficiales y sargentos, y DiMag se preguntó,

fatigado, qué sentido tenía ya todo aquello. Fuera lo que fuese lo que les

reservaba la Noche de Muerte, no sería la buena preparación de los soldados

lo que decidiera el resultado de la batalla.

Ni tampoco, pensó con tristeza, sería la sabiduría del Consejo lo que ayudara a

Haven. Había esperado cierto escepticismo ante sus argumentos; había

esperado asimismo una oposición a las determinaciones tomadas por él. Lo que

no hubiese imaginado nunca era la intensidad de tal oposición. Y comprendió

que, tal vez, había cometido un grave error.

Desde luego era Vaoran quien había llevado la voz cantante contra él. A pesar

de que el maestro de armas había procurado dar la impresión de que,

simplemente, se dejaba arrastrar por la opinión prevaleciente, DiMag

recordaba su mirada triunfante al comienzo de las discusiones. El príncipe

había expuesto al Consejo toda la verdad, revelando la identidad de Kyre y de

Talliann, sin esconder el intento hecho por Simorh para romper el

encantamiento de que era víctima su hija, y las horribles consecuencias... Y sin

callar, tampoco, el ultimátum de Calthar. Le habían escuchado en silencio,

parlamentando entre ellos mientras él, DiMag, les observaba incómodo y Kyre

permanecía sentado sobre el estrado con las piernas cruzadas, cerca del trono.

Luego habían empezado las protestas y desaprobaciones.

Los miembros del Consejo no estaban dispuestos a creer que el Lobo del Sol

hubiese regresado del mundo de los muertos. El consejero Grai, en quien

DiMag nunca había confiado, inició sus objeciones ceremoniosamente y «con

todo el respeto» diciendo que si era posible semejante milagro, se hallaría

registrado en los antiguos manuscritos de la ciudad. Pero ni siquiera los más

eruditos historiadores de tantas generaciones habían descubierto nunca ni

rastro de tal idea.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

235

DiMag recordó la discusión.

–Consejero –había replicado secamente–. Vos sabéis tan bien como yo que

nuestros archivos dejan mucho que desear. La antigua lengua se ha perdido en

gran parte, y no podemos estar seguros de la exactitud de nuestras

traducciones. Además, tenemos el amuleto del Lobo del Sol. ¡No creo que

podáis negar también ese hecho!

–Desde luego que no, señor –admitió Grai con una ligera reverencia–. Nadie os

discute que el cuarzo es lo que pretende ser. De eso, al menos, tenemos

prueba. Pero... si ha estado en poder de esos demonios del mar, ¿quién nos

garantiza que no pueden utilizarlo todavía para sus propios fines? –el

consejero miró a sus compañeros por encima del hombro, y más de uno hizo un

gesto de asentimiento; Grai continuó–: ¡Nadie nos confirma que ese Lobo del

Sol es un simple cero manipulado por ellos!

–O que no estuvo de acuerdo con esos seres desde el principio... –agregó

alguien, deseoso de desviar la discusión.

DiMag clavó una pétrea mirada en este segundo hombre, situado sólo a dos

pasos de Vaoran.

– ¿Osáis poner en duda la integridad de mi esposa? –protestó furioso.

El hombre se sonrojó:

–No, mi señor. Simplemente...

Vaoran intervino en tono pacificador. Era la primera vez que le hablaba

directamente al príncipe, y DiMag se dijo que era una mala señal.

–Mi compañero no ha querido restar mérito a los esfuerzos de la princesa

Simorh para ayudar a nuestra ciudad, cuando creó de la nada un paladín, señor

–fueron las palabras del maestro de armas–, pero él teme, como muchos de

nosotros, que la propia princesa sea una inconsciente víctima de la astucia de

los diablos del mar.

La insinuación era clara. DiMag se recostó en el trono.

–Entonces ¿creéis que he sido engañado? –preguntó en tono desafiante.

Vaoran inclinó la cabeza.

–No estoy en situación de juzgarlo, señor. Pero si este hombre es Kyre, el

verdadero Kyre..., ¡era lógico esperar una prueba más contundente que apoyase

sus pretensiones!

Los ojos de Kyre centellearon.

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–Yo nunca tuve el poder de realizar milagros, maestro de armas. Deberíais

saberlo, si alguna vez habéis leído la historia de Haven.

–En cualquier caso, príncipe, opino que tenéis que apreciar la resistencia de

este Consejo a aceptar semejante leyenda sin unas pruebas incuestionables.

Nosotros sólo queremos el bien de Haven y, si puedo decirlo sin ambages,

hemos comprobado ya con creces lo que los demonios del mar son capaces de

hacer, como para caer ahora en una trampa.

Grai volvió a dar un paso adelante, antes de que DiMag pudiese contestar.

–Mi señor... Como decano de los consejeros, permitidme daros mi opinión:

admitimos y reconocemos que nuestros astrónomos estaban equivocados en sus

cálculos, y que la Noche de Muerte puede ocurrir dentro de cinco días. A tal

efecto, el maestro de armas Vaoran ya ha dado las órdenes pertinentes, y

nuestro ejército intensificará sus esfuerzos al máximo durante el poco tiempo

que nos queda.

Vaoran bajó la vista con modestia y esbozó una pequeña sonrisa. Aunque le

disgustase, DiMag tendría que admitir que había puesto manos a la obra muy

deprisa.

–Con respecto a los demás asuntos que nos habéis expuesto, no puedo aceptar

la afirmación, y ni siquiera la posibilidad, de que el auténtico Lobo del Sol haya

vuelto a nosotros. Es más –añadió, pasándose la lengua por los labios–; en

circunstancias menos apremiantes, yo recomendaría a los miembros del

Consejo que tomaran tal afirmación como una blasfemia.

DiMag suspiró, pero no dijo nada.

–En cuanto al ultimátum de la bruja Calthar –prosiguió Grai con un movimiento

de cabeza–, la elección es clara, señor. Cierto es que no podemos fiarnos de

esos seres del mar, pero sería peor exponernos a perder esa mínima

probabilidad de ayudar a nuestra pequeña princesa. Cuando llegue la Noche de

Muerte, la muchacha tendrá que ser devuelta al lugar de donde procede. Su

retorno ha de formar parte de nuestra estrategia para derrotar a la bruja.

Kyre movió el cuerpo hacia delante, como si intentara ponerse de pie, pero

DiMag le agarró por el brazo hasta que sus dedos se clavaron dolorosamente

en el bíceps del joven.

– ¿Estrategia? –inquirió el príncipe con una entonación peligrosa–. ¿Qué

estrategia?

Grai miró a Vaoran, que carraspeó.

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–De momento no puedo ser más específico, señor... No ha habido tiempo para

hacer propuestas concretas, pero eso se arreglará pronto. Si nuestros sabios

e historiadores unen sus fuerzas a las de nuestros tácticos militares,

podremos hallar el medio de vencer a Calthar, y...

Kyre fue incapaz de guardar silencio por más tiempo.

– ¿Vencer a Calthar? –Intervino de manera explosiva, y esta vez, ni la mano de

DiMag pudo evitar que se levantara de un salto–. ¿Estáis locos? ¡Si alguno de

vosotros se hubiese enfrentado una sola vez a Calthar, maestro de armas,

comprenderíais que lo que sugerís equivale a un suicidio!

Tuvo que dominarse para no saltar entre los consejeros y arrancar de un

puñetazo toda la arrogancia de la cara de Vaoran. Sólo con un tremendo

esfuerzo consiguió controlar su furia.

Vaoran se limitó a esbozar una de sus sonrisas.

–Hablamos aquí de un perfecto despliegue militar, amigo... Quizá de una

emboscada, o de algo todavía más sutil... Esa perra del mar es sólo mortal, al

fin y al cabo...

– ¡No es mortal! –Gritó Kyre, preguntándose si los consejeros habrían prestado

atención a una sola de las palabras de DiMag–. ¡No en el sentido en que vos o yo

entendemos el mundo! Según todas las leyes de la naturaleza, tendría que

estar muerta desde hace medio siglo... Sin embargo, vive, ¡y su aspecto es el

de una mujer joven! ¿Cuánto creéis que resistirían vuestras estrategias

militares frente a unos poderes que le permiten hacer eso?

Vaoran inclinó la cabeza e hizo un gesto que indicaba la impotencia de un

hombre que se enfrentaba a una sinrazón tan ciega. Cuando habló, lo hizo

mirando a DiMag.

–Señor... Yo aprecio en lo que vale el... el interés del... Lobo del Sol. No

obstante, estoy convencido de que sus argumentos están desafortunadamente

influidos por sus propias preocupaciones... Y creo que mi punto de vista

concuerda con el de la mayoría de los consejeros, ¿o no?

La pregunta produjo murmullos de asentimiento. Demasiados, en opinión de

DiMag, para derrotar la propuesta de Vaoran. Por eso invitó a Kyre a que se

sentara de nuevo, y meneó la cabeza en un gesto de repentina advertencia

cuando el aliado se disponía a hablar otra vez, y carraspeó brevemente.

–Maestro de armas Vaoran, consejero Grai, caballeros... Habéis oído cuanto yo

os he expuesto, y yo por mi parte, he prestado atención a vuestros argumentos

–comenzó, con unos ojos fríos y duros como el bronce sin pulir–. Antes de que

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el consejero Grai nos obsequiara con su respetable opinión, yo ignoraba que la

cuestión de la identidad de Kyre fuese motivo de disputa. Yo tengo todas las

pruebas que necesitaba para convencerme, y lo mismo puedo afirmar de la

princesa Simorh. Asimismo, he decidido que no se establecerá ningún trato con

Calthar, ya sea con doble intención o no. Y Talliann no será utilizada en ningún

plan para engañar a esa bruja.

– ¡Señor! –Protestó Grai–. Si ignoramos el ultimátum...

–No por ignorar el ultimátum será peor nuestra situación. No, Grai. Eso queda

fuera de discusión. Talliann se halla bajo mi protección, y así continuará.

Vaoran le echó una mirada.

–Príncipe DiMag... Debo agregar mi protesta a la de Grai... Y os recuerdo que...

– ¡Basta! –le cortó el soberano, que estaba a punto de perder los estribos–.

¡Soy yo quien te recuerda, Vaoran, que el Consejo está a mi servicio, y no yo al

suyo! Talliann permanecerá en Haven, y... si ella es, en efecto, quien supongo

que es, ¡por el Ojo que me darás las gracias antes de que todo esto haya

terminado!

El rostro de Vaoran parecía de granito, pero el príncipe vio la rebelión en sus

ojos. El dominio de la situación que hasta ahora había mantenido DiMag, se

tambaleaba al borde de un abismo mortal: su decisión había añadido una buena

cantidad de combustible al fuego de quienes de manera ladina buscaban

demostrar que él ya no era la persona adecuada para gobernar. Si Vaoran

elegía ese momento para disputarle el liderazgo, sin duda sabría inclinar a su

favor a una gran mayoría de consejeros.

Vaoran dijo entonces con cautela:

–El deber me obliga a recomendaros que lo penséis de nuevo, señor.

Y sus palabras tenían, desde luego, un doble sentido.

–Tu deber –replicó DiMag enseguida– consiste en cerciorarte de que nuestras

tropas estén debidamente adiestradas e instruidas, y en mantenerme

informado de cuanto suceda. Sugiero, Vaoran, que te ocupes de eso, en vez de

meterte en asuntos que sólo conciernen a tu príncipe. ¿Me explico con

suficiente claridad?

Dicho esto sonrió, pero su expresión era fría y hostil. Hubo una larga pausa, al

cabo de la cual Vaoran contestó, con la cara roja de rabia:

– ¡Con perfecta claridad, señor!

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–Bien. Entonces, ¡buenos días! –Dijo DiMag, recorriendo con la vista a todos los

presentes–. ¡Buenos días a todos!

Finalmente, las grandes puertas se cerraron detrás del último de los

consejeros, dejando a DiMag y Kyre en compañía de unos cuantos criados

silenciosos.

Kyre se levantó despacio y miró al príncipe, que le ignoraba.

–Mi señor...

DiMag volvió la cabeza. Tenía el rostro rígido a causa de la enorme tensión.

–No me llaméis así –contestó–. Viniendo de vos, como poco resulta irónico.

–Sois vos quien gobierna –señaló Kyre.

– ¿De veras? –preguntó DiMag a su vez, en un tono amargo–. Empiezo a

preguntarme si realmente es así.

Y cuando vio que Kyre iba a hacer algún comentario al respecto, hizo un gesto

con la mano y prosiguió:

–No tengo ganas de discutir eso, ni tampoco otra cosa, de momento. Dejadlo

estar, Kyre. Guardad para otra ocasión lo que pensabais decir.

Se puso de pie con torpeza y, entonces, observó que se abría la pequeña puerta

situada detrás del estrado.

Entró Simorh. Tenía un aspecto fatigado, pero en su rostro había resolución.

No obstante, se detuvo sorprendida al comprobar que el salón estaba

prácticamente vacío, y dirigió una mirada interrogante a su esposo.

– ¿Ha terminado el Consejo?

–Sí –respondió DiMag, mientras bajaba con dificultad del estrado–. Os habéis

perdido algo muy divertido, Simorh.

– ¿Y cuál es el resultado?

DiMag la miró con resentimiento, aunque ese resentimiento iba dirigido contra

el mundo entero.

–El resultado que yo debiera haber supuesto –dijo, al mismo tiempo que se

encaminaba hacia la puerta.

Simorh hizo gesto de seguirle, pero el enojo que había en la cara del príncipe,

y el rechazo que leyó en sus ojos, la hicieron desistir. Aguardó a que DiMag

hubiese salido y la cortina cayese de nuevo en su sitio para mirar a Kyre.

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–La cosa ha ido mal –dijo, y no fue una pregunta, sino una constatación.

Kyre asintió.

–Muy mal.

En pocas palabras expuso a la princesa la opinión de los consejeros y el casi

desafío que había precedido al violento despido de Vaoran y sus hombres. Ella

le escuchaba en silencio y, cuando hubo terminado, soltó un suspiro.

–Esperaba algo semejante –comentó con un estremecimiento, a la vez que se

ceñía el cuerpo con los brazos; y luego añadió con cierto despecho en la voz–:

Nadie persuadirá a DiMag para que cambie de idea.

–No hay motivo para que lo haga.

Simorh le miró.

–Puede que sólo vos y yo pensemos así.

Aún había un ligero resentimiento en cada una de las palabras que la princesa

dirigía al joven. Desconfiaba de él... Ahora que sabía quién era, también ella se

preguntaba si no tendría ambiciones de gobernar en lugar de su esposo.

De repente dijo:

–He considerado que era mejor no traer conmigo a Talliann. Ahora duerme en

mi torre. La pobre muchacha está agotada.

– ¿Y...Gamora?

–Bien protegida, y tan a salvo como todos mis poderes puedan conseguir –

respondió Simorh, alzando nuevamente los ojos hacia Kyre, aunque no parecía

capaz de sostener su mirada abiertamente–. Todavía no os he dado las gracias

por lo que habéis hecho. De no ser por vos, habríamos perdido a Gamora para

siempre... No penséis que no me doy cuenta de lo que os debo.

–No me debéis nada, princesa –se apresuró a contestar Kyre, que sintió

compasión por Simorh–. Soy yo quien os debe la vida. ¿Lo habíais olvidado ya?

Ella hizo una mueca.

–Quizá.

– ¿Lo preferiríais, tal vez?

Simorh frunció el entrecejo.

–No os entiendo –dijo, pero su expresión era de cautela.

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Movido por un impulso, Kyre avanzó hacia ella y apoyó las manos en sus

hombros. Simorh quiso retroceder, pero permaneció inmóvil, estudiándole con

cara de extrañeza.

–Princesa... Hace sólo unos momentos intenté explicárselo a DiMag, pero él no

ha querido escucharme. Pero yo necesito decirlo; es preciso que me entendáis.

–Entender ¿qué? –replicó, sin atreverse aún a mirarle.

–Que yo no represento ninguna amenaza para vuestro esposo, ni para vos. Pude

haber gobernado aquí un día, pero de eso hace ya mucho, mucho tiempo. No

tengo la menor ambición de volver a gobernar –agregó con una sonrisa–. Y

aunque la tuviese, es tanto lo que ha cambiado desde entonces en Haven, que

no sabría por dónde empezar.

Simorh se sonrojó de pronto.

–Nunca pensé que...

–Sí que lo pensabais. Y no os lo reprocho. ¡Pero debéis creer que nunca se me

ocurriría despojar a DiMag de los derechos que por ley le corresponden!

La princesa emitió una risa breve y amarga, retiró las manos y se volvió de

espaldas.

– ¡Si eso es cierto, sois uno de los pocos hombres de este castillo que no ha

abrigado tales intenciones!

–Es posible. En ese caso, deseo ayudaros a tener la certeza de que ninguna de

esas personas verá realizadas sus secretas ambiciones.

–Quisiera que pudierais.

–Espero poder. Con la ayuda de Talliann. Pero tendríamos que encontrar el

amuleto perdido.

Simorh volvió a mirarle, y era tal la desesperación que había en sus ojos, que le

oprimió el corazón y exclamó:

– ¡Princesa...! Sólo puedo pediros que confiéis en mí. Me doy cuenta de que,

incluso en medio de esta crisis, hay cuchillos dispuestos a hundirse en las

espaldas de DiMag. ¿Querréis intentar creer que mi mano no empuña ninguno

de esos cuchillos?

Simorh quedó pensativa durante un rato, y al fin hizo un gesto de afirmación.

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–Os entiendo, Kyre –habló–, y creo que confío en vos. ¡Quiero creer en vos! –

agregó, mirándole francamente con ojos cándidos, ahora que la barrera había

caído.

– ¿No es esto un comienzo?

–Un comienzo... ¡sí! –Respondió la princesa con una singular sonrisa en los

labios–. ¡Es un comienzo!

-0-0-0-0-

Vaoran se sintió satisfecho al comprobar que quince de los diecisiete hombres

a los que enviara su secreto mensaje estaban dispuestos a responder a su

llamada. Aunque no se podía hablar de desorden en sus habitaciones, toda esa

gente las llenaba por completo, y la mayoría tuvo que elegir entre sentarse en

el reducido antepecho de la ventana o permanecer de pie.

El maestro de armas pasó por alto los buenos modales. No ofreció vino, ni hubo

comentarios sin importancia que precedieran al asunto importante. Vaoran fue

al grano y habló claro, y los quince hombres fueron igualmente pragmáticos en

sus respuestas. Su opinión –como él había esperado aunque no se atrevía a

darlo por seguro– fue unánime.

–Así pues, está decidido –asintió satisfecho Grai, que se había nombrado a sí

mismo portavoz de los visitantes–. Actuaremos el mismo día de la Noche de

Muerte. Mi única reserva consiste en la idea de dejarlo para tan tarde –señaló,

mirando de reojo a Vaoran.

–Os comprendo –admitió el maestro de armas–, pero actuar antes significaría

correr un riesgo todavía mayor. Necesitamos asegurarnos de que todas las

personas que podrían oponerse a nuestro plan están demasiado preocupadas

con el inminente conflicto para causarnos problemas. Nuestra estrategia,

nuestra propia estrategia para enfrentarnos a los demonios del mar, no tiene

por qué alterarse, entre tanto. Puede que no controlemos abiertamente al

ejército, pero tenemos toda la influencia que en la práctica necesitamos. La

gran mayoría de nuestros soldados no tiene acceso a los asuntos internos,

desde luego. Simplemente, obedecen órdenes, y ni siquiera se les ocurre

preguntar de dónde proceden tales órdenes. Sólo es preciso tener la certeza

de que todas las personas comprometidas están bien preparadas para lo que

han de hacer en el momento determinado.

Grai sonrió satisfecho.

–En ese caso, no abrigo más temores. Y os felicito, Vaoran, por tan astuto y

completo plan.

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Se produjeron unos murmullos de asentimiento, a los que Vaoran correspondió

con una inclinación de cabeza.

– ¡Gracias, amigos! Pero antes de que nos separemos, quiero recordaros una vez

más que, para nosotros, lo primero debe ser siempre la seguridad de la

princesa Simorh y de su hija, la princesa Gamora. Si DiMag se empeña en

seguir su propio camino, la pobre niña nunca volverá a abrir los ojos a este

mundo.

Un capitán de baja estatura, pero corpulento, carraspeó de manera

perceptible.

–La chica llegada del mar no representará ningún problema, en ese sentido –

dijo–. Quien me preocupa un poco es... –y el hombre vaciló, indeciso ante la

necesidad de referirse a Kyre delante de Vaoran, pero al fin continuó–: Ese

que se hace llamar Lobo del Sol.

–Hum... –hizo Vaoran, acariciándose la barbilla– .Tenéis razón al preocuparos,

capitán. He estado pensando en ello, y creo que sería mejor modificar nuestro

plan inicial... Más prudente que hacerle prisionero, como teníamos previsto,

resultaría... suprimirle.

Miró a su alrededor para observar el efecto general de sus palabras. Como

nadie habló durante un minuto, más o menos, Grai tosió quedamente.

–Si se me permite unir mi voto al de Vaoran, yo estoy conforme. Esa criatura

podría causamos problemas. Más vale acabar con ella de una vez, que correr

riesgos innecesarios.

Si alguno de los hombres tuvo dudas, quedaron ahogadas por la opinión de la

mayoría. Vaoran hizo un gesto afirmativo y se puso de pie.

–Muy bien, señores. Así pues, sólo nos resta esperar que llegue el momento.

Gracias por haber venido, y os deseo toda la suerte posible. ¡Confiemos en que

esto marque un nuevo comienzo para la ciudad que tanto amamos!

Los asistentes a la reunión se fueron como habían acudido: en grupos de dos o

tres para no llamar la atención. Grai fue uno de los últimos en salir, y cuando

Vaoran le acompañó hasta la puerta, el rollizo consejero se volvió con una

sonrisa.

–Príncipe Vaoran –dijo, y miró al otro de arriba abajo–. Os sienta bien el título,

amigo. ¡Creo que vuestra dinastía será la mejor que Haven haya tenido en

muchos años!

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Capítulo 17

Haven se preparaba para la Noche de Muerte, y los presentimientos de Kyre

aumentaban cada día.

Reconocía que los hombres de DiMag hacían todo cuanto estaba en sus manos

para preparar el enfrentamiento con las fuerzas del mar, pero le constaba que

no era suficiente. En las raras ocasiones en que el total agotamiento le

obligaba a concederse una o dos horas de sueño, la imagen de Calthar –tal

como la viera la última vez– le estropeaba el descanso: Calthar con sus

monstruosas y putrefactas predecesoras, la ininterrumpida cadena de Madres

a lo largo de los siglos, desde aquella primera traidora que fundara la ciudadela

del mar...

Malhareq, quintaesencia de la corrupción espiritual y ruin vástago de su raza, a

la par de sus poderes mágicos había poseído un carisma, un tremendo carisma

suficiente para proporcionarle los seguidores necesarios para desafiar el

poder al Lobo del Sol y colocarla en su lugar... Con ayuda de Brigrandon, Kyre

consiguió recomponer buena parte de lo sucedido después que el intento de

levantamiento condujera a su caída. Malhareq había fracasado en su última

tentativa de adueñarse de Haven: lejos de facilitarle la victoria, la muerte de

su señor había despertado tal furia en los soldados que la combatían, que la

bruja no tuvo más remedio que huir con sus partidarios, refugiándose en las

profundidades del océano. Como bien recordaba Kyre, en su tiempo el pueblo

de Haven se había sentido a gusto en ambos elementos, y Malhareq fundó en

sus nuevos dominios una dinastía que, ahora, disponía de la fuerza necesaria

para destruir al pueblo del que se separara tantos siglos atrás...

Las dos razas podrían volver a formar una sola unidad, si se lograba extirpar el

canceroso legado de las Madres y romper su yugo. Pero ni todo el ejército de

Haven, ni toda la hechicería de Simorh tendrían ninguna posibilidad de ganar la

partida contra las inmensas fuerzas que, sin duda, Calthar desplegaría en la

Noche de Muerte. Si alguna esperanza le quedaba a la ciudad residía en el

rápido descubrimiento del amuleto perdido, idéntico al recuperado por Kyre.

A veces, cuando estaba en las habitaciones de Brigrandon, entre mareantes

montones de manuscritos, rollos de pergamino y documentos que el preceptor

había desenterrado de los archivos del castillo, Kyre se sentía próximo a la

desesperación. Aunque Brigrandon había logrado que le ayudaran todas

aquellas personas que entendían la antigua lengua, las probabilidades de

encontrar el manuscrito que les condujera al talismán eran –si es que tal

manuscrito existía– sumamente remotas, y disminuían con cada hora que

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245

pasaba. Además, sus esfuerzos se veían obstaculizados por el hecho de que su

habilidad para traducir con exactitud la difícil lengua era, como mucho,

relativa. Kyre era el único hombre vivo capaz de leer con alguna fluidez los más

viejos documentos. Y pese a haber estudiado gran parte de la historia de

Haven posterior a su muerte, no hallaba la menor referencia a lo que con tanto

nerviosismo buscaba.

¡Si Talliann lograra recordar...!

Simorh había intentado reavivar los recuerdos dormidos en la mente de

Talliann, pero sin resultado. Y la incapacidad de la morena muchacha para

reconstruir su vida pasada significaba para Kyre otro motivo –y más personal–

de sufrimiento. Talliann había sido su amada, su consorte, su esposa: la luna

alrededor de la cual giraba su sol. Pero aunque esos recuerdos seguían vivos e

intensos en su mente, para ella no representaban nada. Había perdido el

pasado, y no había modo de que él la conmoviera ni llegara hasta ella, ni de que

le explicara lo que en otro tiempo habían sido el uno para el otro. Si hubiese

intentado conectar de nuevo el hilo de su anterior vida, Talliann no hubiera

comprendido sus motivos, y corría el riesgo de hacerla enloquecer. y cuando la

miraba y veía el vacío que se abría detrás de sus obscuros ojos, la emoción que

le embargaba era peor que la otra pérdida.

Ya por ese solo motivo, Kyre se obligaba a permanecer alejado de Talliann. Y si

a ella le extrañaba su desgana por pasar algún rato a su lado, nunca lo decía.

Simorh había ordenado prepararle una habitación en su misma torre, y la

muchacha pasaba la mayor parte del día en ella, o bien encerrada con la

princesa hechicera. Había encontrado una inesperada protectora en Simorh,

las dos se hallaban unidas por lazos muy especiales, y Kyre se preguntaba, en

ocasiones, si Simorh veía en el alejamiento entre Talliann y él un eco de su

propio alejamiento de DiMag.

En cuanto al príncipe, parecía poseído de una inagotable energía, que le

mantenía activo día y noche. No dormía nunca. Durante el día se le veía errar

por todo el castillo, discutir con sus consejeros, controlar los ejercicios de los

soldados o conferenciar con las pocas personas que aún merecían su confianza,

mientras que de noche velaba a Gamora o se reunía con los eruditos de

cansados ojos en las habitaciones de Brigrandon, para rebuscar hora tras

hora, inútilmente, en los viejos documentos. La desesperación que sentía le

devoraba en vida, y su salud se deterioraba a ojos vistas, pero nadie podía

convencerle de la necesidad de descansar.

Y con cada hora transcurrida, en la que todo manuscrito que no contuviera

nada era arrinconado, la Noche de Muerte se acercaba más y más, hasta que,

por fin, el sol se puso en medio de un rojo resplandor que arrojó siniestras y

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angustiosas sombras a través del creciente banco de niebla en la última noche

antes del conflicto.

Kyre tuvo la sensación de que las piernas se le doblaban cuando subió los

peldaños de su propio aposento en la Torre del Amanecer. Brigrandon le había

ordenado retirarse cuando se quedó dormido por tercera vez encima de la pila

de pergaminos que tenía delante. También el preceptor tenía los ojos

enrojecidos de cansancio, pero había ordenado al joven que reposara hasta la

mañana siguiente. Su lugar sería ocupado por otra persona, con lo que la

búsqueda no tendría que ser interrumpida. Kyre estaba demasiado atontado

para protestar. Se limitó a asentir y, poco a poco, con los miembros

entumecidos, salió de la estancia.

No había vuelto a entrar en su alcoba desde el regreso de la ciudadela del mar,

de modo que estaba húmeda y tremendamente fría, pero eso no le importó.

Cerró la puerta, se dejó caer en la cama y apenas tuvo tiempo de cubrirse de

cualquier modo con una manta, antes de quedar dormido.

Cuando abrió los ojos en la obscuridad, se dio cuenta de que no había

despertado de manera natural. Algo había interrumpido su sueño, y tan pronto

como sus ojos se acostumbraron un poco a la escasa y extraña claridad

refractada a través de la ventana por la niebla reinante en el exterior,

comprendió que en la habitación había alguien más.

Un temeroso reflejo le hizo incorporarse y alargar el brazo en busca de un

arma que no estaba allí, pero antes de que pudiera enfrentarse de forma

coherente con la forma humana que le acechaba desde la puerta, la figura se

movió y avanzó a tientas hacia su cama.

– ¡Kyre...!

La voz, dulce y temerosa, le sobrecogió. Kyre tuvo tiempo de pronunciar el

nombre de la muchacha, con asombro, antes de que Talliann llegara junto a él y

le abrazara trémula. Incapaz de hablar, Kyre la estrechó contra sí, al mismo

tiempo que besaba la coronilla de sus negros cabellos. Talliann lloraba –cosa

que él descubrió por las lágrimas que humedecían su hombro– y finalmente

susurró:

–No puedo dormir. No esta noche, sabiendo la que el día de mañana traerá...

¡Estoy tan asustada, Kyre!

Toda ella temblaba. Kyre alzó el rostro de la muchacha y la besó de nuevo.

Primero, en la frente. Luego, en la mejilla, y después, con la máxima delicadeza,

en los labios. A los ojos de Talliann asomaron grandes lágrimas.

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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–No me ordenes salir de aquí, Kyre... ¡Te la suplico! No podría soportar la

soledad...

Kyre apartó la manta, y ella se acostó a su lado. Apenas había sitio para los

dos, pero ni a uno ni a otro les importaba. Talliann se acurrucó tan cerca de

Kyre como pudo, y él la rodeó con sus brazos, protector, dejando que la cabeza

de la muchacha descansara en el hueco de su hombro. El cuerpo de Talliann le

resultaba tan familiar como el suyo propio, y el contacto con ella despertó

recuerdos, insignificantes en el sentido de que sólo revivían momentos fugaces

de su anterior existencia, pero igualmente preciosos para él.

No hablaron más. Simplemente, permanecieron en aquella obscuridad sólo

atenuada por la luz de la luna. La angustia quedaba reducida al compartirla en

silencio y quietud, contentos ambos con la mutua compañía. Al cabo de un rato

dormían los dos.

En la gélida penumbra del amanecer, la ciudad aparecía silenciosa hasta un

grado desalentador. Desde su ventana, Simorh había visto colorearse

brevemente el cielo cuando salió el sol, antes de que una capa de nubes la

dejara todo gris. Había renunciado a buscar un augurio en el tiempo, ya fuese

bueno o malo, porque ya no podía fiarse de sus instintos. En lugar de corazón,

creía tener bajo las costillas una maciza pelota de plomo.

Entró Thean sin hacer ruido, con una bandeja cubierta que dejó sobre una

mesa, cerca del lecho de la princesa.

–Pan y una infusión de hierbas, como vos habéis solicitado.

Simorh volvió la cabeza y consiguió esbozar una descolorida sonrisa.

–Gracias, Thean. De momento no voy a necesitarte. ¿Por qué no intentas

dormir un poco más?

La joven movió la cabeza en sentido afirmativo y salió de la estancia tan

silenciosamente como había entrado. Simorh contempló la bandeja durante

unos segundos. Aquel día no se permitiría comer nada más que pan, pero ni

siquiera eso le apetecía. Se apartó de la ventana, descendió los peldaños y

cruzó la antesala de su sanctasanctórum, donde estuvo largo rato mirando el

cuerpecillo inmóvil de su hija, tendida en el lecho.

Las cortinas estaban corridas, y la única iluminación procedía de cuatro

pequeñas lámparas colocadas en los puntos cardinales alrededor de la cama.

Gamora yacía bajo una ligera manta, con los pies juntos y los brazos cruzados

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sobre el pecho. Su rostro reflejaba paz, y cualquiera hubiese dicho que dormía

tranquila.

O que estaba muerta. Aunque todo lo que adornaba la habitación había sido

colocado en ella para mayor protección de la niña, el cuadro trajo a la memoria

de Simorh el día en que, doce años atrás, el padre de DiMag yacía de cuerpo

presente para recibir el adiós de su afligida familia antes de ser conducido a la

pira. «Presagios», pensó otra vez, y para tranquilizarse fue hasta el lecho y

tocó con delicadeza la frente de Gamora. La temperatura normal de la pequeña

alejó el más angustioso temor de la princesa, pero no acabó de calmarla.

Simorh dio media vuelta y salió de la estancia para tropezar con DiMag, que la

esperaba.

–Thean me ha dicho que estabais despierta –se excusó en tono atormentado,

antes de mirar hacia la puerta de la alcoba interior–. ¿No hay ningún cambio?

–No –contestó Simorh con un movimiento de cabeza, mientras luchaba por

contener las lágrimas, pues no quería demostrar su debilidad en momentos tan

críticos–. Deberíais intentar dormir un poco, DiMag.

Su esposo se encogió de hombros.

–Lo haría, si pudiera. Pero ahora poco importa, ¿no creéis? Mañana, cuando

amanezca, descansaré tranquilo en mi cama, o dormiré para siempre...

Trató de sonreír, pero el intento de hablar despreocupadamente no les había

servido a ninguno de los dos. Con un suspiro se volvió hacia la ventana.

–Kyre, al menos, descansa. Brigrandon le ordenó acostarse anoche, cuando ya

no hacía más que cabecear encima de los manuscritos –comentó, para añadir un

poco más animado–: Hace poco he enviado a un sirviente a su habitación, para

ver cómo estaba, y sigue dormido... pero con Talliann a su lado.

– ¿Talliann ha subido a su cuarto?

–Eso parece. Quizás empiece a recobrar la memoria sin necesidad del amuleto.

Simorh sintió que la golpeaba una envidia muy amarga, pero se dominó.

–Ojalá fuera cierto –dijo, y preguntó a continuación–: ¿Aún no habéis

descubierto nada en los manuscritos?

–Nada –respondió DiMag, y con la punta de una bota rascó un remiendo ya muy

gastado de la alfombra–. Temo que tengamos que hacernos a la idea de

enfrentarnos al enemigo sin la ayuda que habíamos esperado... Pensando en ello

–agregó con expresión más dura y voz brusca–, he dispuesto que el pleno del

Consejo se reúna tres horas antes de la puesta del sol en el Salón del Trono.

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Habrá que decidir los últimos detalles. He pensado que era preferible que lo

supierais, por si deseáis asistir –explicó con mirada franca.

– ¡Claro que asistiré!

Aunque sólo pudiera apoyarle con su voz, lo haría. Siempre sería mejor que no

hacer nada.

El príncipe asintió.

–Ahora será mejor que baje a! patio. Nuestros soldados de infantería están a

punto de repetir la instrucción por última vez. Aunque no es mucho, a! menos,

procuraré darles mi apoyo moral.

DiMag vaciló, avanzó hacia ella y, para sorpresa de Simorh, le tomó una mano.

–Lo lamento –dijo, y en su voz hubo una fatiga y una pena terribles–. Hubiese

querido que todo fuera diferente...

Luego se llevó la mano de Simorh a los labios y besó sus dedos.

– ¡No, DiMag! –exclamó ella, violenta, y el príncipe la soltó.

–Lo sé –murmuró–. Es demasiado tarde. Lo siento de veras...

Dio media vuelta y salió cojeando de la habitación...

La ciudad de Haven estaba todo lo preparada que, dadas las circunstancias,

podía estar. Los soldados se habían entrenado por última vez. En la ciudad,

todos los hombres aptos y no pocas mujeres preparaban armas, que iban desde

bien afiladas espadas y dagas hasta cuchillos de pescador, estacas y látigos.

DiMag no había ordenado que se movilizara a los ciudadanos, pero ellos,

conscientes de lo que estaba en juego, lucharían sin necesidad de apremio,

uniéndose a las filas de los soldados ya adiestrados.

El sol pasó el meridiano, y los primeros jirones de niebla empezaron a formarse

en las calles más bajas de Haven. Cuando los consejeros fueron entrando en el

salón para su reunión final, Kyre y Brigrandon se hallaban en los aposentos del

preceptor, y los montones de documentos que tenían delante constituían ya una

pesadilla. Brigrandon había dormido un poco, en las horas precedentes al alba,

mientras su equipo seguía con el trabajo, y al regresar Kyre envió a los demás

a descansar, quedando ellos dos solos con los manuscritos y sus esperanzas

cada vez más reducidas.

Tampoco Talliann dormía. Cuando Kyre despertó, ella ya no estaba con él. Falla

le comentó, más tarde, que se hallaba de nuevo en la torre de Simorh, para

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ayudarla en los preparativos. Kyre se dijo que cuando el sol se pusiera iría a su

encuentro...

En el Salón del Trono, el Consejo estaba casi completo. Criados de librea

abrieron las grandes puertas a DiMag y a Simorh cuando llegaron juntos,

apoyada solemnemente la mano de Simorh en el brazo del príncipe. Vestía ella

su túnica negra, en vez de unas galas más propias del momento, con toda la

intención de recordar al Consejo que ella era hechicera además de princesa. Al

verla, DiMag había aceptado el gesto con una leve sonrisa, y un súbito calor

animó sus ojos. Caminaron uno aliado del otro hacia el trono, observados por

las silenciosas filas de consejeros. Juntos subieron al estrado, y DiMag tomó

asiento.

–Caballeros –dijo–. Como todos sabéis, ésta es nuestra última reunión antes de

la Noche de Muerte... Y poco objeto tendría esconder que, quizá, sea también

la última asamblea que se celebra en la corte de Haven. Os agradezco a todos

el tiempo que os habéis tomado, abandonando vuestras urgentes tareas, y os

aseguro que no os entretendré más de lo estrictamente necesario. Sólo quiero

informaros de cómo están las cosas y repetir la estrategia que pondremos en

marcha a la puesta del sol. Yo...

Pero se interrumpió, ceñudo, cuando un grupo de consejeros abrió filas de

repente y Vaoran salió de ellas para colocarse delante del estrado.

El maestro de armas alzó la vista hacia el trono Con una sonrisa en los labios.

Apoyó una mano en la empuñadura de su espada envainada y dijo con una fría

voz que recorrió enseguida todo el salón:

–Creo que no será así, señor.

Thean y Falla lucharon por detener a los seis hombres que se abrían paso hacia

la torre, diez minutos después que Simorh saliera, pero nada pudieron hacer

contra ellos. Dos de los intrusos –uno de los cuales ostentaba en la cara los

amoratados arañazos causados por Thean, que luchó para impedir que

entraran– sujetaron los brazos de las muchachas detrás de sus espaldas y las

mantuvieron bien agarradas mientras otro entraba en los aposentos privados

de Simorh y los tres restantes subían las escaleras que conducían a las

habitaciones superiores. Momentos después, las jóvenes oyeron gritos,

forcejeos, las protestas de una voz femenina... y los tres reaparecieron con

Talliann, que se resistía como un gato salvaje. Mordía, daba puntapiés, se

revolvía. Sólo se rindió cuando uno de los hombres le dio un puñetazo en la

mandíbula.

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La arrastraron hacia la puerta, y el sexto individuo salió del sanctasanctórum

con Gamora en los brazos.

Un achaparrado capitán del ejército entró en el cuartel, acompañado por dos

de sus más fieles sargentos. Los soldados, reunidos en el comedor, estaban

desconcertados ante la orden que les dio, pero el capitán supo calmar pronto

su extrañeza. Se trataba sólo de un pequeño cambio de estrategia; era

cuestión de minutos. Los hombres se tranquilizaron.

El pequeño destacamento apostado en el vestíbulo del castillo había recibido

instrucciones muy precisas. El hombre al que debían apresar se hallaba con el

preceptor Brigrandon, y sus órdenes eran bien claras. El anciano no tenía que

sufrir daño –al menos, no más de lo absolutamente necesario para reducirle–,

pero su compañero... Eso ya era otra cuestión. El sargento les había dicho que

hicieran lo imprescindible de manera bien rápida y limpia, trasladando luego el

cuerpo al cuartel. Los hombres aguardaron a estar congregados en su

totalidad, formaron filas y avanzaron en dirección a la terraza.

DiMag miró a Vaoran, muy pálido, y dijo con voz sacudida por la ira:

– ¡No puedo creer lo que estoy oyendo! ¿Cómo te atreves a presentarte

delante de mí y pronunciar tan traidoras palabras?

– ¡Me atrevo porque es necesario, príncipe DiMag! –Replicó Vaoran en voz

todavía más alta, para atajar las protestas del soberano–. No queda otra

solución para Haven, ya que vos habéis demostrado ser inepto para el gobierno

de la ciudad. ¡En consecuencia, vuestro gobierno debe terminar!

DiMag se puso de pie.

– ¡Guardias! –Gritó con un gesto a los hombres uniformados que estaban en fila

detrás del estrado–. ¡Arrestad al maestro de armas Vaoran! ¡Está acusado de

traición!

Pero los guardias no se movieron, permaneciendo con la mirada fija hacia

delante. Vaoran sonrió.

–Estos hombres tienen conciencia de su deber para con Haven, príncipe DiMag.

Su lealtad está por encima de todo.

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Al darse cuenta del alcance de la rebelión, DiMag se llevó la mano a la

empuñadura de su espada. La tenía ya medio sacada de la vaina cuando Vaoran

habló de nuevo.

–Los guardias tienen orden, también, de matar a cualquiera que atente contra

la vida de determinados consejeros –dijo, y su sonrisa se ensanchó hasta ser

sardónica–. Esta medida de legítima defensa queda sobradamente justificada.

Hizo una señal a los guardianes y, todos a una, alzaron sus espadas con gesto

amenazador contra el trono.

DiMag notó que la mano de Simorh se agarraba con fuerza a la suya, pero no

pudo responder. La sorpresa le hacía latir el pulso como si todo su cuerpo

fuese golpeado por martillos, y su único pensamiento coherente fue éste: «

¡Tendría que haberlo adivinado!... ¡Que el Ojo me ayude! ¡Tendría que haberlo

adivinado!...

–Traidor... –se le cortó la voz, y apenas pudo acabar de repetir la palabra–.

¡Traidor!...

Grai carraspeó y dio un paso adelante para situarse al lado de Vaoran. El

príncipe le dirigió una hiriente mirada de acusación, pero Grai la ignoró.

–Esto no es traición, príncipe DiMag, sino una decisión justa y necesaria de los

miembros del Consejo de Haven, debidamente elegidos –dijo–. Y como portavoz

de ese Consejo es mi obligación informaros de que la decisión de destituiros ha

sido ratificada por una mayoría suficiente para considerar absurda la palabra

«traición».

Junto a él, Vaoran recorrió con la vista a sus compañeros, deteniéndose

especulativamente en ciertos individuos de cuyo apoyo aún no estaba seguro.

Pero eso cambiaría, sin duda, en su momento.

DiMag continuó mirando a Grai durante unos segundos y después, tomó asiento

despacio, porque los últimos restos de sus fuerzas se desvanecían de manera

alarmante.

– ¡Grai! –Exclamó con desesperación–. ¿Te das cuenta de lo que semejante

locura significa? Dentro de tres horas se pondrá el sol, y nos enfrentaremos a

la peor amenaza de toda nuestra historia. Elegir este momento para satisfacer

vuestras ambiciones particulares, cuando Haven se encuentra al borde del

desastre, es... –DiMag meneó la cabeza, indefenso–. ¡Estáis todos locos!

–Los planes para atacar a los demonios del mar no serán postergados –intervino

Vaoran–. Pero no vuestros planes, príncipe, sino los nuestros.

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DiMag aspiró el aire con un sonido sibilante.

– ¡Habéis estado preparando este golpe desde...!

–Lo preparamos con el tiempo necesario para que nuestra ciudad tenga una

máxima posibilidad..., ¡la única posibilidad!... de sobrevivir –gritó Vaoran–.

Hemos padecido demasiado tiempo la carga de vuestras extravagancias y

obsesiones, príncipe. Podéis desvariar o enfureceros cuanto os parezca, pero

¡ya no conseguiréis detener nuestro levantamiento!

Sacudió de su brazo la mano moderadora de Grai, y prosiguió:

– ¡Estamos hartos, mi señor! ¡Tú, desarma al príncipe y arréstale! –agregó

dirigiéndose a uno de los guardias apostados detrás del trono de DiMag.

El príncipe sólo tuvo tiempo de levantarse y dar media vuelta, antes de que

unas robustas manos le agarraran los brazos y le forzaran a bajar del estrado.

Le arrancaron la espada de la vaina y se halló rodeado de hombres

fuertemente armados. No pudo reaccionar de ningún modo. El sobresalto le

tenía paralizado, y creía estar soñando.

Vaoran miró a Simorh, que aún seguía en el estrado. Parecía tan anonadada

como DiMag, y el maestro de armas le dedicó una sonrisa que pretendía ser

alentadora.

– ¿Puedo ayudaros a bajar, señora? Ella apartó bruscamente su mano, cuando

Vaoran se atrevió a ofrecerle la suya.

–Maestro de armas Vaoran –dijo con voz punzante, pero baja–. Lo que hoy os

habéis permitido, es de una perfidia que... ¡Sois una basura! –exclamó con una

mueca, luchando por no perder el control de sí misma.

El rostro de Vaoran se ensombreció.

–Me apena oír tal reprobación de vos, señora, y espero poder convenceros de

mi sinceridad cuando la actual crisis haya sido superada. No tenemos nada

contra vos: al contrario, vuestro bienestar es de suma importancia para todos

los ciudadanos leales, como lo es el de la princesa Gamora.

Simorh le dirigió una mirada de triste desprecio.

– ¡Sois un mentiroso, Vaoran!

–No lo soy, señora.

Apoyó un pie en el estrado, molesto por la forma en que ella retrocedió de

inmediato, y desenvainó rápidamente la espada para alzarla ante ella a guisa de

solemne saludo.

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–Princesa Simorh... A partir de ahora tendré el privilegio de ocupar el trono de

Haven como nuevo gobernador. En calidad de ello, me comprometo a honraros

como os corresponde. Y aunque no quiero parecer pretencioso, señora, es mi

más ferviente deseo que vos consintáis un día en desempeñar de nuevo vuestro

papel de consorte –añadió después de completar el saludo y, aunque su sonrisa

era sólo para ella, no pudo resistir la tentación de echar también una

subrepticia mirada a DiMag.

La princesa clavó en Vaoran unos ojos totalmente estupefactos, y DiMag hizo

un violento movimiento para soltarse de los guardias, pero fue dominado en el

acto. No habló, y Simorh luchó por encontrar palabras que expresaran con

exactitud el asco que le inspiraba aquel hombre corpulento que había tenido la

osadía de hablar de aquel modo delante de ella. Hubiera querido levantar una

mano y desintegrar allí mismo a Vaoran, pero no tenía tanto poder. Sus

encantamientos no podían compararse con los de Calthar. Sin embargo, el

maestro de armas debió adivinar el deseo en su mirada, porque dio un paso

atrás e hizo una señal al resto de los guardias.

–Acompañad a la princesa Simorh a su torre –dijo, con una reverencia a la

hechicera–. Con vuestro permiso, señora, os visitaré tan pronto como haya

concluido lo que aquí me tiene ocupado. He preparado un plan que, con suerte,

nos devolverá a la Gamora de antes, y es justo que vos conozcáis todos los

detalles.

Simorh contestó brevemente, con los labios blancos:

–Muy bien. Tenéis mi permiso.

Observó perfectamente la furiosa mirada que DiMag le lanzaba, y no se

atrevió a levantar la vista por temor a revelar sus intenciones. El instinto le

decía que de momento lo mejor era no entrar en discusiones con Vaoran, sino

hacerle creer que estaba más o menos dispuesta a satisfacer sus deseos. Si

lograba conservar parte de su libertad, quizá pudiese hallar el modo de luchar

contra el usurpador. Sólo hacía votos por que DiMag no creyera que ella iba a

traicionarle.

El príncipe la siguió con los ojos cuando la condujeron hacia su torre. Su rostro

era una máscara, y si Vaoran había esperado ver disgusto o miedo en su

mirada, estaba equivocado. En el momento que Simorh y su escolta hubieron

salido, subió al estrado y contempló primero el trono y luego, al hombre al que

acababa de derrocar.

–Llevad al ex príncipe a sus aposentos, y comprobad que esté bien vigilado –

dijo.

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DiMag se marchó sin poner dificultades, y Vaoran se volvió de cara al Consejo.

–Caballeros... –comenzó, al mismo tiempo que se dejaba caer lentamente sobre

el gran sillón, que nada tenía de cómodo–. ¡Pasemos a nuestros asuntos!

Brigrandon dijo con voz cauta:

–Kyre...

El joven levantó la vista, parpadeando cuando sus ojos se apartaron del

confuso escrito que había intentado descifrar, y cuando advirtió la expresión

de su amigo, el corazón le dio un vuelco. En el acto se puso de pie.

– ¿No habréis...?

–No lo sé. Gran parte de esas letras apenas son legibles, y hay algunas palabras

que no acierto a traducir. Prefiero que lo examinéis vos.

El preceptor acercó más la lámpara, cuando Kyre se inclinó sobre su hombro

para examinar el documento. Era, como Kyre vio por las primeras palabras de

la página, una descripción de la construcción de un templo en honor al héroe

muerto de Haven, y la idea de que pudiera ser el mismo edificio que ahora

estaba en ruinas, allí donde se extendía la franja de guijarros, le hizo sentir un

escalofrío muy especial.

–Aquí –señaló Brigrandon, señalando un punto con el polvoriento dedo–. Esta

frase... Dice algo referente a guardar en un relicario... ¿Qué es, exactamente?

Kyre se fijó en la línea indicada. Por unos instantes no pudo creerlo... Pero era

aquello, ¡aquello!

–Brigrandon –murmuró temeroso–. ¡Aquí lo tenemos! ¡Es lo que tanto habíamos

buscado! ¡El amuleto de Talliann está en el templo en ruinas!

«Y en la consagración de la cripta, debajo de la losa central, fue depositado el talismán de la amada consorte de nuestro Lobo del Sol... –un símbolo que, como

recordó Kyre, siempre había sido utilizado para describir el nombre de

Talliann–, que, transida de dolor por la pérdida de su esposo, se entregó en los brazos de la muerte. Este amuleto servirá de centinela entre Haven y sus enemigos hasta el día en que pueda ser unido a su pieza gemela y nos devuelva todo lo perdido...»

– ¡Kyre...! –dijo Brigrandon con su voz tremendamente fatigada–. ¡Y pensar que

casi habíamos abandonado ya toda esperanza...!

–Hay que avisar enseguida a DiMag... y a Simorh. Kyre se precipitó hacia la

puerta, pero antes de que la alcanzara fue abierta desde fuera. En el umbral

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apareció Nirn, el joven sirviente de Brigrandon. Tenía la cara enrojecida y

jadeaba. Entró en la estancia dando traspiés y cerró la puerta de golpe a sus

espaldas.

–Maestro... Se acerca un destacamento de soldados...

– ¿De soldados? –exclamó Brigrandon, perplejo, y Nirn hizo un gesto de

afirmación mientras respiraba fatigosamente.

–Vienen en busca del Lobo del Sol... Para arrestarle... Ha habido un

levantamiento, maestro... El príncipe ha sido depuesto, y...

– ¿Qué? ¿DiMag, depuesto? –Repitió Brigrandon–. ¿Sabes lo que dices, Nirn?

–Un momento, Brigrandon –intervino Kyre, pidiendo con la mano al preceptor

que callara, y dirigiéndose al criado–: ¿Estás seguro, Nirn?

–Sí, señor. Ha ocurrido hace apenas veinte minutos. Ha habido una asamblea en

el Salón del Trono. La guardia personal había sido comprada, y Vaoran, el

maestro de armas...

–Vaoran... –el asombro dio paso a la comprensión en los ojos del preceptor–.

¡Vaoran, claro! Pero no creí que fuese tan estúpido como para elegir un

momento como éste.

–Al contrario. No lo pudo escoger mejor –dijo Kyre con amargura–. ¿Qué más

sabes, Nirn?

–Poca cosa, señor. Sólo que todo parece haber sucedido sin contratiempos. Se

habla de prisioneros, pero creo que no son muchos.

«¿Prisioneros? iTalliann!», pensó Kyre, alarmado.

– ¡Tengo que averiguar qué ha sucedido, Brigrandon! –exclamó en voz alta,

echando a correr hacia la puerta.

– ¡No, señor! –Chilló Nirn–. Los soldados vienen a deteneros. ¡Si salís a la

terraza, no podréis escapar!

–El muchacho tiene razón –señaló Brigrandon, nervioso–. Y con Vaoran en el

poder, podéis estar seguro de que no piensan poneros una corona de laurel en

la cabeza... ¿Os veis capaz de escapar por esa ventana? –preguntó después de

recorrer la habitación con la mirada.

–Supongo que sí –contestó Kyre.

–Escapad, pues. En el exterior hay un pequeño huerto donde plantaban hierbas,

y que ahora no se usa. No se ve desde ninguna parte, y crece en él mucha

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maleza. Yo despistaré lo mejor que pueda a los soldados y, luego, trataré de

averiguar qué ocurre. Esperadme en el huerto hasta que yo mismo vaya a

buscaros.

–Brigrandon..., no hay tiempo para escondrijos. Si pudiera llegar hasta el

templo en ruinas...

–Nunca saldríais vivo del castillo, y menos aún de la ciudad. No discutamos,

Kyre. ¡Si os encuentran aquí, entre los tres no podremos con ellos!

No le quedaba otro camino... Kyre subió a una mesa y, cuando Brigrandon abrió

la ventana de un puñetazo, saltó afuera como pudo. El preceptor cerró y, en el

mismo instante, en la terraza resonaron las fuertes pisadas de los hombres.

– ¡Siéntate! –Acució el preceptor a Nirn–. Siéntate donde estaba Kyre,

extiende estos documentos a tu alrededor y simula que duermes. ¿Alguien te

ha visto venir?

–No, maestro.

–Bien.

Brigrandon vaciló. Luego agarró una jarra medio llena de cerveza, vertió una

buena cantidad en la copa que tenía junto a su propia silla y procuró derramar

bastante.

–Nos encontrarán dormidos a los dos y, a mí, además, más que un poco

borracho. Cuando nos despierten, diremos que estamos repasando manuscritos

desde la mañana. y que Kyre estuvo aquí, sí, pero que se fue después del

mediodía. Tú no sabes dónde puede estar, y yo, por mi parte, intentaré darles

unas explicaciones bien confusas –agregó– ¿Has comprendido?

–Sí, maestro.

Nirn ocupó el lugar de Kyre y, cuando los soldados golpearon la puerta, ambos

hombres tenían la cabeza apoyada en los brazos, los ojos cerrados, y

Brigrandon roncaba pacíficamente.

-0-0-0-0-

– ¿De modo que vos estáis convencido de que podéis hacer caer en una trampa

a esa bruja del mar? –preguntó Simorh con cautela.

Vaoran así lo afirmó.

–Es la mejor posibilidad que podemos ofrecerle a la pequeña princesa. Y tened

la certeza de que cada uno de mis hombres luchará con ella.

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–Os creo, sí. Simorh se levantó para acercarse a la ventana. Al verla cambiar

de sitio, el guardia apostado en la puerta se puso tenso, pero Vaoran le

tranquilizó con un gesto. Simorh no constituía una amenaza. Ya se había

encargado él de que todos sus instrumentos de magia fueran trasladados a un

lugar donde la princesa no pudiera alcanzarlos. Aparte de eso, no era preciso

tomar ninguna otra precaución. Además, Vaoran hacía con ella más progresos

de los que había imaginado, por la simple razón de que conocía y aprovechaba

su única debilidad: Gamora. Comprendía perfectamente la importancia de

presentarse como paladín de la niña, y si su plan se veía coronado por el éxito,

como esperaba que fuera, se habría ganado la eterna gratitud de Simorh y, a

su debido tiempo, quizás esa gratitud se convirtiera en algo más.

–La muchacha será transportada a la playa cuando el sol se ponga, como

inicialmente yo aconsejé al... al ex príncipe –explicó y mientras hablaba, no

dejaba de observar el rostro de Simorh, para ver cómo reaccionaba ante el

cambio de título dado a su esposo; pero la expresión de la soberana nada

delató–. La trampa estará a punto y, si sólo Calthar acude a la cita, no hay

motivo para creer que no morderá el anzuelo.

Simorh asintió.

– ¿Y él... y Kyre?

Los labios de Vaoran se fruncieron.

–Siento decirlo, señora, pero podría constituir un peligro para nuestros planes

y, por consiguiente, para la pequeña princesa. A mí no me cabe la menor duda

de que intentó engañarnos con su afirmación de ser el verdadero Lobo del Sol,

y sospecho que, incluso, podría estar de acuerdo con nuestros enemigos... –dijo

y, después de mirarla, decidió correr el riesgo de ser sincero–. No podíamos

arriesgarnos, señora, y... a estas horas, Kyre ya debe de estar muerto.

Con un tremendo esfuerzo, Simorh consiguió mantener la indiferencia de su

rostro, aunque en su interior creyó hundirse. ¡Muerto...! Con DiMag encerrado

en sus aposentos, Gamora trasladada a «lugar seguro» y Talliann prisionera

también, en espera de ser conducida a la playa, Kyre había constituido su

última esperanza. y ahora ya no le quedaba nada.

Miró a través de la ventana. Las nubes empezaban a retirarse, y largas saetas

de luz surcaban el panorama de la ciudad de un lado a otro. Como mucho, el sol

tardaría dos horas en ponerse...

Detrás de ella sonaron pasos, y una mano se posó ligeramente en su hombro.

Simorh se obligó a no estremecerse bajo el contacto con Vaoran, pero los

músculos de su estómago se contrajeron involuntariamente.

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–No desesperéis, señora –murmuró Vaoran con voz amable–. Haven triunfará.

Estoy seguro de ello.

Simorh fue incapaz de contestarle. De haberlo intentado, hubiese perdido el

control que tanto le costaba mantener, y quizá le hubiera escupido a la cara.

La mano se retiró de su hombro y, momentos después, la princesa percibió sus

duras pisadas cuando Vaoran y el soldado se retiraban, dejándola a solas con

un volcán de odio en las entrañas.

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Capítulo 18

Brigrandon se jactaba de conocer los pasadizos poco frecuentados de Haven

mejor que cualquier otra persona viva. Lo que nunca se había imaginado era que

ese conocimiento pudiera resultar de gran utilidad en un momento de tan

terrible urgencia.

Mientras caminaba a lo largo de la terraza hasta la entrada principal, le

constaba que podía verle cualquiera que vigilara, y por eso tuvo buen cuidado

de hablar solo y hacer eses, para cubrir las apariencias. Calculó que, para

entonces, los soldados ya habrían registrado la Torre del Amanecer y que, al

encontrarla vacía, se dispersarían por todo el castillo en busca de su presa y,

de paso, maldecirían a Brigrandon por sus incoherencias de beodo. Kyre estaría

a salvo. El dudaba seriamente que los soldados conociesen la existencia del

pequeño huerto.

Entró por la puerta principal y se demoró un poco en el gran vestíbulo, como si

hubiese olvidado adónde iba o qué pensaba hacer. Pasaron por su lado dos

sirvientes, pero ignoraron su presencia. Al nuevo señor de Haven no le

interesaba el viejo sabio borrachín y, siempre que no despertara las sospechas

de nadie, le dejarían en paz.

Los criados se alejaron y durante unos momentos, reinó la tranquilidad en el

vestíbulo, hasta que una delicada figura salió de las sombras de la escalera y le

llamó con la mano. Brigrandon miró hacia atrás por encima del hombro, para

cerciorarse de que nadie les veía, y corrió a su encuentro.

– ¿Has recibido el mensaje de Nirn, Falla? ¿Qué hay de nuevo? –preguntó en un

susurro.

La muchacha de cabellos negros se arrebujó en su capa.

–La princesa no está vigilada, maestro Brigrandon –dijo–. Puede moverse

libremente por todo el castillo. Le he dicho que necesitabais verla con

urgencia, y ahora baja para hablar con vos en vuestras habitaciones.

Brigrandon dio unas palmadas de agradecimiento en el hombro de la joven.

– ¡Bien hecho, Falla! ¿Sabéis algo del príncipe?

La chica meneó la cabeza.

–No. Mi señora ha intentado verle, pero está demasiado vigilado. Todo cuanto

sabemos es que sigue vivo.

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–Bien. Ahora lo más prudente será que vuelvas a vuestra torre.

–Si puedo hacer algo más...

–Te lo mandaré decir, si acaso.

Brigrandon le dio otra pequeña palmada y se alejó a toda prisa.

Cuando abrió la puerta de sus aposentos, Simorh se levantó. Había estado

acurrucada delante del hogar.

–Brigrandon... –dijo, y sólo la fuerza de la costumbre impidió que corriese a

abrazarle–. Falla me ha transmitido vuestro mensaje... ¿Es cierto que Kyre

vive?

El preceptor la tranquilizó con su sonrisa.

–Salvo que Vaoran se interese más por las hierbas medicinales de lo que yo me

imagino, sí, mi señora.

Y al ver que Simorh fruncía el entrecejo, poco convencida, cruzó la estancia y

abrió la ventana de golpe.

– ¡Kyre! –llamó, en voz muy baja, que la suave brisa se encargó de transportar–.

¡Soy Brigrandon! Ya puedes regresar.

Entre los matorrales del descuidado huerto se produjeron unos crujidos, y

apareció Kyre. Corrió agachado hacia la ventana, y Brigrandon le ayudó a subir.

– ¡Princesa...! –exclamó Kyre con sorpresa y alivio, al verse delante de Simorh.

Pero pronto se dominó y después de quitarse las hojas secas del pelo y de la

ropa, agregó:

–Al enterarme de lo sucedido, creí que...

–Y todo eso es cierto, Kyre –explicó Brigrandon–. Ahora es Vaoran quien manda

en Haven. Controla tanto el Consejo como el Ejército. El príncipe es su

prisionero, pero al menos sabemos que por ahora todavía vive.

–Y, para mí, Vaoran tiene otros proyectos –intervino Simorh con amargura,

dando a entender de sobras lo que quería decir–. Por otra parte, eso me

permite conservar de momento mi libertad –añadió con un estremecimiento.

– ¿Qué hay de Talliann? –inquirió Kyre con angustia.

Sus ojos se encontraron con los de Simorh.

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–La tienen prisionera, Kyre. Vaoran ya se encargó de exponerme su plan con

todo detalle, porque supone que su preocupación por Gamora me hará

inclinarme a su favor. Piensa mantener la cita con Calthar.

Kyre soltó una maldición y miró a Brigrandon.

– ¿Qué hora es?

El preceptor adivinó lo que pensaba su joven amigo, y miró hacia la ventana.

–Falta menos de una hora para la puesta del sol.

– ¿Todavía estará baja la marea?

El preceptor hizo un rápido cálculo mental y asintió.

–Sí; aún tendríais tiempo de llegar al templo.

Simorh miró nerviosa a uno y otro.

– ¿Qué significa eso? No lo entiendo.

–Princesa... –dijo Kyre–. Cuando supimos que los hombres de Vaoran querían

atraparme, Brigrandon y yo acabábamos de descubrir el paradero del perdido

talismán de Talliann. Se halla en el templo en ruinas, debajo de la losa central

del suelo de la cripta.

Simorh quedó atónita por unos instantes, pero enseguida apareció la llama de

la esperanza en sus ojos.

– ¡Por el Ojo...! ¿Estáis seguro, Kyre?

–No cabe ninguna duda.

–Entonces tenemos que recuperarlo y entregárselo a Talliann... Si las dos

piedras pueden ser unidas...

–No podemos perder tiempo, señora –la interrumpió Brigrandon–. Si Vaoran se

propone conducir a Talliann a la franja de guijarros cuando llegue el ocaso,

tendrá que salir de aquí dentro de unos tres cuartos de hora, como máximo, y

todas sus tropas irán pisándole los talones.

Tenía razón.

–Sólo nos queda una posibilidad –señaló Kyre–. Hay que interceptar el paso a

los hombres de Vaoran.

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– ¿Y dónde pensáis encontrar suficientes hombres de confianza para

enfrentaros a ellos y, sobre todo, en tan poco tiempo? –quiso saber

Brigrandon–. Eso es imposible. No...

– ¡Un momento!

Simorh alzó una mano. Tenía la vista fija en algo que había en un rincón de la

estancia. Era la lanza de los guerreros del mar que Kyre se había llevado de la

ciudadela de Calthar, y que estaba casi olvidada en los aposentos de

Brigrandon.

–Dicen que la manejáis como un maestro –dijo Simorh–. ¿Es eso cierto?

–Sí.

–Tomadla, pues, y los dos iremos al templo. Ahora mismo; antes de que Vaoran

y los suyos partan hacia allí.

– ¡No podemos esperar vencerles, señora!

–No necesitaremos llegar a tanto. Con el amuleto en nuestras manos antes de

que ellos aparezcan, no hará falta luchar. Existe un encantamiento –explicó,

con ojos ardientes–, pero no se puede llevar a cabo sin los dos amuletos. Si

logro recordarlo bien, y me creo capaz de ello, Vaoran no constituirá una

amenaza para nosotros. Es posible que yo no sea un guerrero –añadió con una

sonrisa astuta–, pero poseo otras habilidades igual de valiosas. Todo cuanto

necesito es que vos me protejáis mientras realizo la labor.

Kyre vaciló, pero luego devolvió la sonrisa a Simorh, una sonrisa llena de

respeto. ¡Tal vez aún existiera una posibilidad de salvación para todos ellos...!

–Señora –dijo, y besó la mano de la princesa–. ¡Todavía podemos derrotar a

Calthar!

La despedida de Brigrandon fue corta pero intensa. Kyre y el preceptor se

abrazaron con fuerza, ambos incapaces de hablar, porque se daban perfecta

cuenta de que podía ser la última vez que se veían. Luego, Simorh estrechó

contra sí a Brigrandon y le dio un sonoro beso en la mejilla.

–Volveremos –dijo con una voz a la que la resolución y la emoción conferían una

extraña dureza–. Y cuando se alce en el cielo la Hechicera, ¡estaremos

preparados para enfrentarnos a ella!

Brigrandon movió la cabeza en sentido afirmativo, y Kyre descubrió que el

pobre viejo luchaba por contener las lágrimas.

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–Buscaré el modo de hacérselo saber al príncipe, señora... Le explicaré lo que

habéis hecho...

Segundos después, Kyre y Simorh estaban fuera, bajo el crudo resplandor

carmesí del sol próximo a esconderse.

La ciudad tenía un aspecto fantasmal. Calles vacías, casas silenciosas; las

escasas ventanas que quedaban abiertas, convertidas en sangrientos ojos que

miraban a la luz del crepúsculo... La niebla se enroscaba a sus tobillos, a veces

les llegaba hasta las rodillas, e intensificaba poco a poco la quietud reinante. A

lo lejos percibieron el llanto de un niño... El pueblo había hecho todo lo posible,

y ahora esperaba.

Mientras avanzaban a toda prisa por la callada ciudad, Kyre miró un par de

veces a la mujer que iba a su lado. Había llegado a odiar a Simorh, pero ahora

había aprendido a respetarla, a compadecerla y de una extraña manera

fraternal, a amarla. Simorh era el auténtico paladín de la ciudad, y de su

marido y de su hija, a los que intentaba salvar, y desde luego merecía más

suerte de la que hasta ahora había tenido. Kyre pensó también en DiMag,

prisionero y amenazado de muerte. Y en Gamora, poco menos que muerta

mientras pesara sobre ella el encantamiento de Calthar... Instintivamente se

llevó una mano al amuleto colgado de la cadena ya arreglada. Una vez le había

fallado a Haven, aunque la ciudad no lo considerara así, y su fallo había tenido

unas consecuencias terribles. Si no lo impedían todas las fuerzas del mundo,

esta vez no fracasaría.

Se levantaba el viento. Cuando salieron por el arco de arenisca, les recibió con

un violento azote, apartando los cabellos de sus rostros y golpeándoles aquí y

allá, al tiempo que arremolinaba la arena, que pareció darles latigazos en la

piel. Vastas sombras se extendían desde los acantilados hasta el mar, las aguas

centelleaban ensangrentadas donde aún las iluminaba el sol, y las olas

empezaban a agitarse a medida que el vendaval se hacía más vigoroso.

Simorh agachó la cabeza y alzando la voz para que Kyre le oyese, dijo:

– ¡Esto puede resultar una ventaja para nosotros! El viento borrará nuestras

pisadas sobre la arena... De otro modo, habríamos tenido que seguir la línea de

las rocas y perder un tiempo precioso.

Era cierto, y Kyre la tomó del brazo cuando abandonaron la relativa protección

del arco. Inclinados de cara al vendaval, se abrieron paso a través de la fina

arena en dirección a la franja de guijarros. Tenían plena conciencia de que los

hombres de Vaoran podían aparecer por la puerta en cualquier momento y

descubrirles antes de que estuvieran a cubierto. La zona de guijarros relucía a

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

265

poca distancia de ellos. Una vez la alcanzaron, hicieron una pausa y miraron

hacia atrás.

La bahía estaba desierta. Pero el sol ya no era más que una cinta de furioso

brillo encima del farallón. Minutos más tarde, habría sido engullido.

–¡Esta noche no habrá niebla! –gritó Simorh, tratando de vencer el terror que

amenazaba con clavarle sus garras en lo más profundo del cuerpo–. No

debemos retrasarnos... ¡Sigamos!

Corrieron todo lo que el desigual suelo les permitía hacia la monstruosa silueta

de las ruinas que tenían delante. Simorh cayó una vez y lanzó una maldición,

pero volvió a ponerse de pie antes de que Kyre pudiera detenerse para

ayudarla. Se precipitaron nuevamente hacia las ruinas, siempre tratando de no

mirar al mar que tenían a su derecha, ni prestar atención a su creciente y

airado fragor. Los guijarros y la pizarra dejaron paso a los cascotes y a las

complicadas ruinas esparcidas por el suelo, y por fin se detuvieron casi sin

aliento, agotados, entre los elevados pilares del templo.

Permanecieron inmóviles durante unos segundos, aspirando agradecidos el aire

que calmaba el ardor de sus castigados pulmones. Kyre iba a decirle algo a la

princesa, pero... cuando abrió la boca, pareció rozarle la fría ala de una sombra.

Miró hacia el mar. El último fulgor carmesí del sol se había desvanecido, y el

mar era ahora una interminable y revuelta masa gris.

Agarró el brazo de Simorh y exclamó:

– ¡El ocaso!

Ella lo contempló brevemente y se mordió el labio inferior.

– ¡Aprisa! –dijo con voz sibilante.

Encontraron la estrecha abertura que quedaba de lo que otrora fuera la

entrada de la cripta, y se introdujeron por ella. Los peldaños que había detrás

estaban totalmente a obscuras –ni Kyre ni Simorh habían pensado en llevar

consigo una lámpara–, de modo que descendieron con el máximo cuidado hasta

el corto rellano que conducía a la cámara situada al fondo. Las fosforescentes

algas y los líquenes marinos producían allí un tenue y fantástico resplandor, y

Simorh avanzó con prudencia entre un lecho de piedras y pequeñas rocas hasta

el centro de la cripta. Se agachó allí donde suponía que debía estar la losa

central, y Kyre se reunió con ella. Cuando hubieron limpiado de escombros

aquella parte de suelo –lleno de algas, y conchas rotas, y cubierto por una

delgada capa de arena– dijo la hechicera:

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–Cuando el templo fue construido, se alzaba sobre un acantilado, a cincuenta

pies de altura sobre la línea de pleamar. Hace nueve años que entré por última

vez en esta cámara –comentó, y alzó un momento la vista–. Me pregunto cuál

será ahora nuestra suerte...

–Rezad para que tengamos tiempo...

Kyre apartó una capa de arena y, de pronto, sus dedos chocaron con algo que

no cedía a pesar de sus esfuerzos. Rápidamente se acurrucó más, tratando de

perforar la obscuridad con la mirada, y Simorh preguntó con ansia:

– ¿Qué es?

–No lo sé... Un dibujo, parece... Un relieve...

Ella casi le empujó con el hombro, llevada por su afán, y arrimó la cara al suelo.

–Creo... ¡Maldita sea esta negrura! Tendría que habérseme ocurrido traer una

lámpara.

Sus dedos siguieron la línea descubierta por Kyre, y entonces se puso en

cuclillas. Pese a la obscuridad, su cara parecía resplandecer por la excitación.

– ¡Sí! –Exclamó, cerrando los puños–. ¡Es esta losa! Lo recuerdo... En el centro

tiene un relieve que representa el Ojo... ¡Corred, hemos de limpiar bien la losa!

Febrilmente pusieron manos a la obra y, en menos de un minuto, apareció la

forma de la maciza piedra.

– ¿Cómo podemos levantarla? –preguntó Kyre.

Simorh se puso de pie, aunque no sin dificultad, y retrocedió un poco.

–Tomad la lanza y hundid la hoja en la grieta que separa la losa de la que hay al

lado.

Kyre no discutió, aunque la idea se le antojó ingenua. La hoja de la lanza se

partiría mucho antes de haber movido la piedra. Pero en los ojos de la princesa

había una nueva luz y, al seguir sus instrucciones, comprendió enseguida que

Simorh pensaba servirse también de otros medios.

– ¡Aquí, aguantad aquí!

Su voz había adquirido un timbre áspero, y Kyre vio que cerraba los ojos

mientras aspiraba profundamente. Luego, sus labios se movieron en silencio. Su

cuerpo se tensó y, de repente, un aura –débil pero claramente perceptible–

cobró vida a su alrededor. El salobre aire pareció temblar, y Kyre tuvo la

sensación de que una cercana tormenta eléctrica le ponía de punta los pelos de

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los brazos y penetraba hasta su cerebro. La lanza que sostenía en su mano

pareció encabritarse, y hubo una fuerte sacudida en el suelo...

La pesada losa se alzó. Se movía como si un puño inmensamente fuerte la

empujara desde abajo; se puso vertical y, después de balancearse un momento

sobre su base, cayó con sordo estruendo sobre la piedra de al lado y se agrietó

en diagonal.

Los ojos de Simorh se encontraron con los de Kyre encima del hueco que ahora

quedaba al descubierto, y él esbozó una sonrisa, súbitamente optimista a raíz

del triunfo.

–Yo nunca tuve poderes mágicos –dijo–. Eso fue siempre cosa de Talliann.

La luz se apagó en los ojos de la princesa.

–Talliann –murmuró, y miró en dirección a la escalera–. Tienen que estar en

camino, si no se han reunido ya con Calthar.

Aquello serenó en el acto a Kyre, que cayó de rodillas junto al húmedo y

mohoso hoyo. No era profundo, y a primera vista parecía contener sólo arena

empapada y cascotes de los cimientos del templo. Pero entonces distinguió un

ligero resplandor metálico...

Los siglos transcurridos no habían deteriorado el colgante de cuarzo, ni

deslustrado la cadena de plata de la que pendía. Tanto por su tamaño como por

su forma, era la pieza gemela de la que Kyre llevaba al cuello, si bien el joven

comprobó que la piedra del amuleto de Talliann tenía un intenso color rojo

anaranjado y no llevaba grabada la imagen del Ojo del Día, sino la del Ojo de la

Noche: una perla jaspeada de plata.

El puño de Kyre se cerró alrededor del amuleto cuando los viejos recuerdos

inundaron su mente. Ahora que las dos piezas de cuarzo estaban en su poder,

logró recordar también algunas de las propiedades que tenían si eran utilizadas

a la vez..., y los poderes que Talliann, con su mente adivinatoria y sus

facultades, había logrado desplegar. Movido por un repentino impulso, ofreció

el colgante a Simorh.

–Ponéoslo –suplicó–. Hacedlo por Talliann. Estáis en el lugar que ella ocupó un

día... ¡Podéis serviros de su poder!

Los ojos de la princesa se ensancharon, pero no hizo el menor gesto para

tomar la pieza de cuarzo.

–No puedo, Kyre. No sería justo.

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– ¡Es justo! Llevadlo, al menos mientras no pueda serle restituido a ella. ¡Os lo

ruego, Simorh!

La princesa vaciló todavía, pero al fin alargó la mano para que Kyre depositara

en ella la joya, y se pasó la cadena por la cabeza, de modo que la piedra quedó

entre sus manos. Kyre vio la sorpresa en los ojos de Simorh cuando sintió la

fuerza que el cuarzo le confería. Luego estrechó la mano de Kyre.

–No podemos retrasarnos más –dijo, y en su voz hubo un calor como nunca lo

notara él antes: el calor de compartir incluso el más horrible peligro con un

amigo leal–. Sea lo que fuere lo que nos espera –agregó–, tenemos que salir y

enfrentarnos a ello.

Kyre fue el primero en abrirse paso a través de la grieta que constituía la

única salida de la cripta y, apenas llegó al exterior, vio algo que le estremeció y

le hizo extender una mano para impedir que Simorh se asomara.

– ¿Qué es?

El susurro de la voz de Simorh produjo un escalofriante eco en la profundidad

que dejaban atrás, y Kyre se llevó un dedo a los labios, al tiempo que se

arrimaba todo lo posible a la pared de roca y señalaba el espacio de panorama

nocturno que se veía más allá de la entrada.

Destacado contra la última luz del cielo, un hombre permanecía alerta entre

las columnas en ruinas. Estaba de espaldas a ellos, pero Kyre vio el centelleo de

una espada desnuda y reconoció el uniforme de un guerrero de Haven.

Kyre arrimó la boca al oído de Simorh.

–Esperan a Calthar... Han preparado una emboscada.

– ¡Estúpidos!

–No veo a Vaoran... Debe de estar en la franja de guijarros... –musitó Kyre–. No

podremos ayudar a Talliann mientras estemos atrapados aquí. Pero ese

soldado...

–Esperad...

Simorh tocó su brazo, indicando la angosta salida. Miró él y vio que el soldado

se había agachado y se inclinaba, muy tenso, hacia delante. Le observaron sin

apenas atreverse a respirar. El hombre se fue desviando poco a poco hacia una

desmoronada pared que le ofrecía protección. Llegó a ella, se apostó allí, y

Simorh volvió a tocar el brazo de Kyre.

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–No podemos aguardar una ocasión mejor... ¡Tenemos que ver qué ocurre! –

susurró–. Salid y torced hacia la derecha... Encontraréis un pilar derribado que

nos dará cobijo... ¡Y cuidado con los escombros, al andar! No hagáis el menor

ruido.

Kyre asintió, y los dos iniciaron el difícil camino. El soldado les daba todavía la

espalda y no se movió cuando ellos surgieron de la grieta y avanzaron con

cautela hacia el refugio del pilar. Las sombras les engulleron, y Kyre oyó emitir

a Simorh un suspiro contenido. Volvió la cabeza para orientarse y... el corazón

le dio un vuelco.

– ¡Simorh! –susurró.

Su voz era difícilmente audible, a causa del rumor del mar y el fuerte viento,

pero ella le oyó y miró enseguida hacia donde señalaba él.

Algo se movía entre la revuelta masa de olas; una forma obscura que destacaba

contra la inquieta fosforescencia de las aguas. Mientras miraban, la forma se

acercó y... una figura de delicados miembros, coronada con un nimbo de

indómitos cabellos, emergió de los escollos. Permaneció inmóvil unos instantes,

rodeada su silueta por un resplandor frío y plateado que parecía proceder del

otro lado del mar. Luego, aquella mujer se sacudió el agua del pelo y avanzó

hacia la franja de guijarros.

Simorh miró a Kyre.

– ¿Es Calthar?

Él movió la cabeza en sentido afirmativo, muy serio.

–Calthar, sí.

Le indicó con la mano que guardara silencio y, después, se apartó de la

protección que le ofrecía la columna y corrió a esconderse al amparo de un

muro medio derruido.

Desde allí podía ver todo lo necesario. Vaoran estaba al borde mismo de la

franja de guijarros, a menos de veinte metros del templo. Detrás de él, dos

hombres sujetaban a Talliann, que se mantenía erecta y firme mirando al mar.

El viento le echaba los cabellos hacia la espalda y, en la misteriosa obscuridad

de la noche, su rostro resultaba de una blancura enfermiza. Talliann tenía el

mismo aspecto que cuando él la viera por vez primera junto a la orilla, y Kyre

tuvo que hacer un gran esfuerzo para no lanzarse hacia delante y atacar con

las manos desnudas a Vaoran y a sus dos hombres.

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Una mano se cerró alrededor de su brazo, mientras todavía luchaba consigo

mismo y estaba a punto de cometer un disparate. Era Simorh, que le dijo con

severidad:

– ¡No, Kyre! No hagáis caso... ¡Ni se os ocurra! Hay otro modo mejor. Ya os

hablé de un encantamiento, ¿no? –Agregó con una sonrisa que, en las tinieblas,

pareció una horrible mueca–. Puedo hacer cambiar la marea a nuestra

conveniencia. No creo que falle, con el amuleto en mi poder. Esperad bien

atento y, cuando llegue el momento, aprovechad la ocasión.

Calthar había salido del agua. Pisó los guijarros y observó al pequeño grupo de

Vaoran. Aunque la elevación formada por las piedras la situaba a una altura

superior a la de ellos, Vaoran tenía ventaja por pisar arena firme. Talliann

volvió la cabeza con brusquedad, cuando la bruja clavó la mirada en ella.

–Una extraña bienvenida.

La ronca voz de Calthar se deslizó con sorprendente fluidez por encima del

rugiente mar y del viento.

– ¿No han venido a recibirme el príncipe DiMag ni su pequeña esposa? Y no veo

filas de soldados que formen una guardia de honor... ¿O sois demasiado tímidos

para mostraros, hombres?

En su voz había una cortante burla, y sus ojos recorrieron las ruinas con

marcado desprecio.

Vaoran ignoró el tono insultante, y contestó a gritos:

–Hemos decidido concederos lo que pedíais, Calthar. ¡La muchacha llamada

Talliann a cambio de liberar a nuestra pequeña princesa Gamora del hechizo!

Un trato justo.

Kyre creyó ver un movimiento cerca de donde ellos dos estaban.

– ¡Agachémonos! –susurró, y empujó con la mano a Simorh, haciéndola caer con

los brazos y piernas extendidos al tiempo que él se desplomaba casi encima de

la soberana. En el otro extremo de las ruinas apareció otro guerrero que

corría encogido hacia la franja pedregosa. Kyre y Simorh contuvieron la

respiración. El soldado redujo el paso, se detuvo, quedó paralizado...

–Un trato justo –repitió Calthar, con aquella sonrisa que Kyre conocía tan bien–

. ¡Sea, pues! –dijo extendiendo una mano con gesto imperioso–. No me interesa

la mocosa de Haven. Podéis soltar a esta muchacha. No intentará huir.

Mientras hablaba, tenía la mirada fija en Talliann, y ésta, llevada por un

apremio incontenible, alzó la cabeza y posó la vista en Calthar de la manera

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más directa. Vaoran se hizo a un lado, y los soldados condujeron a la joven

hacia delante. Un paso, dos pasos, tres pasos... Subían ahora la suave

pendiente de la franja de guijarros, y Calthar les salió al encuentro

perezosamente. Kyre sentía una tensión horrible en los músculos del

estómago... El guerrero que se había detenido a tan escasa distancia de ellos

se puso de nuevo en marcha, con gesto furtivo...

El amuleto que Simorh llevaba colgado entre los senos quedó iluminado

súbitamente desde dentro, como si tuviera en su interior una diminuta llama.

Las manos de la princesa cubrieron enseguida la piedra, nerviosamente, pero la

luz seguía brillando a través de sus dedos, cada vez con más intensidad. El

resplandor dio vida al rostro de Simorh, que tenía los ojos cerrados y movía los

labios con rapidez, en silencio... Pronunciaba las palabras de un conjuro. Kyre

se apresuró a protegerla. En aquel momento, Calthar levantó ambos brazos en

dirección a Talliann, como si quisiera envolverla en un ofensivo abrazo. Los dos

guardias soltaron a la muchacha y la empujaron de manera que,

involuntariamente, Talliann dio unos tambaleantes pasos antes de caer al suelo

delante mismo de Calthar. Allí permaneció, acurrucada sobre los guijarros

como un animal hipnotizado, sin moverse.

Calthar miró a los soldados que habían sujetado antes a Talliann, y después se

volvió hacia Vaoran. Su boca se abrió en una sonrisa casi compasiva.

–Regresad a Haven, pequeño hombre –dijo–. Regresad y ocupaos de vuestra

ciudad en la hora de su muerte...

Hizo chasquear los dedos, y Talliann se levantó como una marioneta cuyos hilos

la hubiesen hecho cobrar vida de repente.

–Vuestra princesita despertará –añadió Calthar, dirigiéndose otra vez a

Vaoran–, porque quiero que presencie la destrucción final de lo que un día

hubiese podido constituir su heredad. Su vida, como las de todos vosotros,

será bien breve... Y vos sois un crédulo, un imbécil, amigo mío... Un crédulo muy

imbécil.

Se volvió entonces, con los jirones de su túnica revoloteando a su alrededor, y

se detuvo.

Vaoran contestó, sin alzar la voz.

–Habláis demasiado pronto, Calthar.

Los guerreros de Haven se hallaban apostados entre Calthar y el agua. Cada

cual había desenvainado su espada, y entre todos formaban una barrera, al

parecer infranqueable. Nadie se movió durante unos momentos, mientras la

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bruja les miraba, y Kyre sintió casi lástima de Vaoran. El maestro de armas aún

creía poder vencer a aquel monstruo. ¡Era tanto lo que tenía que aprender!

– ¡Ay, pequeño hombre! –Exclamó Calthar–. ¡Qué insignificancia! ¡Con lo simple

que es esta trampa! ¿No se os ha ocurrido nada mejor?

Calthar dio media vuelta y... la espada de Vaoran se clavó en ella. La hoja

penetró hasta el corazón, y Calthar se detuvo en seco, con una expresión de

sorprendida ironía en el rostro. Luego, ese gesto se transformó en una fea y

astuta sonrisa... Poco a poco, de modo muy deliberado, Calthar agarró la

empuñadura de la espada que asomaba de su cuerpo y, con un breve y seguro

movimiento, se la arrancó.

En la hoja no había sangre. Ni la sangre brotaba, tampoco, de lo que tendría

que haber sido una herida mortal. La sonrisa de Calthar se ensanchó y,

mientras Vaoran seguía aterrado, con los ojos casi fuera de las órbitas, la

bruja del mar dio un paso hacia él.

Kyre presintió lo que iba a suceder. Vaoran estaba atónito, paralizado por

aquella inverosimilitud que su mente no era capaz de asimilar. Calthar arrojó la

espada al aire, y el arma quedó suspendida en la nada. Vaoran la contemplaba

atontado y, entonces, la bruja hizo un violento gesto con la mano.

La espada se movió en el aire, giró y flotó temblorosa antes de descender,

como el rayo, formando una curva homicida. En el último instante, antes del

golpe fatal, la inteligencia y la horrorizada lucidez volvieron a los ojos de

Vaoran. Pero era tarde. La hoja le cortó el cuello sin que el impacto redujera el

empuje del arma, y el cuerpo decapitado del maestro de armas rodó sobre la

arena.

Calthar elevó la mirada al cielo, y su escalofriante carcajada resonó en los

acantilados.

En ese momento, Simorh gritó una sola palabra al lado de Kyre. y éste sintió un

tremendo golpe cuando una ráfaga de vivo poder partió del amuleto que ella

llevaba colgado del cuello y casi le tiró al suelo. Segundos más tarde, el cielo

parecía reventar bajo la aullante llamarada de intenso color carmesí que

iluminó la escena con una claridad terrorífica. Calthar giró en redondo, y los

soldados cayeron de espaldas entre gritos de espanto...

– ¡Ahora! –chilló Simorh.

Kyre no se detuvo a pensar en lo que hacía. Hubiera sido incapaz de detenerse;

no podía controlar la fuente de furiosa y desesperada energía que manaba de

su interior. Abandonó su refugio y saltó al banco de guijarros, en dirección a

Calthar y Talliann. La bruja volvió el rostro para enfrentarse a él, rugiendo

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ESPEJISMO LOUISE COOPER

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como un animal salvaje. Kyre empuñó su lanza y se dispuso a ensartarla con ella.

Calthar retrocedió y la hoja pasó a menos de una pulgada de su cráneo. La

bruja recobró enseguida el equilibrio y quiso arrojarse contra Kyre, pero

entonces se abrió el cielo de nuevo, y él sólo tuvo tiempo de agarrar a Talliann

por el brazo y arrancarla del alcance de Calthar, antes de que las manos del

diabólico ser se cerrasen alrededor del asta de la lanza.

Talliann cayó pesadamente al suelo y rodó hasta la playa de arena, pero Kyre

no pudo hacer nada para ayudarla. Por espacio de un momento que pareció

congelarles en otra dimensión, Kyre y Calthar quedaron inmóviles, cara a cara,

sin más barrera entre ellos que la endeble hoja.

A la fantasmal luz, Kyre vio sonreír a Calthar, y los enloquecidos ojos de

Malhareq, vivos incluso en la muerte, le miraron desde el contraído rostro. El

odio confirió nueva fuerza a Kyre, que se revolvió, dio un tremendo puntapié y

golpeó con su talón el esternón de Calthar, haciéndola caer hacia atrás.

– ¡Simorh!

El frenético grito de Kyre pudo más que los aullidos del viento, del mar y del

cielo. Saltó de la franja de guijarros, por poco resbaló, y vio que Simorh salía

corriendo de su escondrijo, pálida y angustiada.

– ¡El amuleto!

Kyre agarró a Talliann, que luchaba por ponerse de pie pero parecía demasiado

desconcertada para coordinar sus movimientos, y la levantó cuando Simorh

llegaba junto a ellos. La princesa intentó colgarle del cuello el amuleto, pero la

cadena se había enredado en sus cabellos. Luchó con el talismán, lanzando una

maldición tras otra, y de pronto, Talliann emitió un débil grito de miedo y

señaló la franja de guijarros.

Calthar se hallaba en lo alto, rodeada de un horrible y fosforescente halo.

Kyre creyó por un momento, que las Madres manifestaban otra vez su infernal

y monstruosa existencia a través de la carne viviente de Calthar... Pero no. El

gélido resplandor empezaba a extenderse por la franja, haciendo destacar las

piedras húmedas... y las ruinas del templo parecían un escalofriante

aguafuerte. Hasta las crestas de las olas en movimiento, al otro lado de la

elevada franja pedregosa, estaban bañadas por una luz plateada.

Salía la luna de la Noche de Muerte. Calthar abrió los brazos, y su salvaje risa

llegó al cielo desafiando al viento que adquiría la intensidad de un rugiente

temporal. Un inmenso poder emanaba de ella: como si lo atrajera, el primer

furioso borde del lívido rostro plateado de la Hechicera asomó por encima del

lejano horizonte, y un solo rayo de luz cruzó súbitamente la bahía para dar de

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lleno en las puertas de Haven. Calthar aulló como una loba, y su grito de triunfo

rebotó desde las rocas.

– ¡Llegáis tarde!

– ¡No!

La respuesta de Simorh fue un chillido de desafío. Se arrancó por fin el

amuleto, llevándose de paso un mechón de pelo, y se precipitó hacia Talliann. La

cadena resbaló por la obscura cabeza de la muchacha hasta rodear su cuello.

Talliann emitió un sonido entrecortado cuando la pieza de cuarzo tocó su piel, y

Kyre vio cómo los intensos colores del colgante adquirían repentinamente un

brillo que superaba el de la Hechicera en ascenso...

– ¡Kyre...!

Fue un sollozo y un grito de agonía, felicidad y desesperación a la vez, lo que

brotó de la garganta de Talliann cuando sus recuerdos reventaron la prisión en

que habían estado encerrados para invadir su mente ya consciente. El cuerpo

de la joven se retorció con tremenda violencia, como si una fuerza titánica lo

hubiese golpeado. Kyre corrió a cogerla, cuando Talliann se tambaleó, y los dos

retrocedieron dando tumbos. Simorh se vio apartada de un golpe, vaciló y...

luego todos los músculos de su cuerpo se tensaron cuando, detrás de la salvaje

figura de Calthar, la luz de la luna se extinguió.

Lejos, en la bahía, una negra muralla se alzaba de la superficie del mar,

cubriendo el mortal brillo de la Hechicera. La enorme ola cobró fuerza,

aumentó su velocidad, y la mente de Simorh fue arrojada nueve años atrás, a la

horripilante noche en que la marea subiera dos veces sin reflujo.

No conocía encantamiento que pudiese combatir semejante monstruosidad, ni

todos los poderes de Kyre y Talliann juntos serían suficientes para vencer a

aquellas increíbles fuerzas del mal. Calthar reunía todas las infernales

energías de las Madres, y... ¡la gigantesca marea que avanzaba con loco empuje

hacia Haven era sólo su heraldo!

Simorh tiró de la manga a Kyre, y le asombró la fuerza que aún tuvo para

hacerle volverse. Aspiró el salobre aire y le gritó con toda la voz que le

quedaba, esforzándose en poder más que el aullido de los elementos y el

todavía lejano pero ya ensordecedor rugido de la ola que se acercaba:

– ¡CORRED!

Kyre y Talliann miraron al mar, vieron la silueta de Calthar y distinguieron,

también, lo que eclipsaba a la Hechicera. Una expresión de aterrada

comprensión asomó a sus rostros; dieron media vuelta y con Simorh a su lado,

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echaron acorrer hacia la seguridad del portal. A sus espaldas, las demenciales

carcajadas de Calthar perforaban el vendaval, pero nada les importó la burla

de aquel ser satánico. Permanecer en la playa en espera de lo que se les venía

encima hubiera sido una locura. Su única esperanza de sobrevivir residía en la

huida.

Kyre se acordó de pronto de la patrulla de Vaoran, y pensó en la suerte que

aguardaba a los desdichados hombres si no intentaban ponerse a salvo.

Aminoró el paso, a punto de volver atrás. A bastante distancia, tres o cuatro

personas trataban de avanzar por la arena. Del resto no se veía nada.

– ¡No os detengáis! –Chilló Simorh–. ¡Es demasiado tarde para ayudarles!

¡Salvaos vos!

Tenía razón. Una demora significaría la muerte de todos. Los guerreros

deberían salvarse por sus propios medios. Con una última y angustiosa mirada a

aquellos hombres que corrían desesperados, Kyre reanudó la carrera.

Las luces de la entrada de Haven parpadeaban delante de ellos. Sin embargo,

parecían aún muy lejanas y, detrás, el estruendo de la monstruosa ola iba en

aumento. Vibraba la arena bajo sus pies, y los acantilados devolvían furiosos,

en un escalofriante eco, el rugido de las aguas. No llegarían a tiempo al arco...

Pero de repente pisaron arena más seca y suelta, que producía remolinos

alrededor de sus cuerpos y les obligaba a realizar un esfuerzo aún mayor. Las

verdosas lámparas danzaban alocadas, pero cada vez más cerca... El arco se

abrió ante ellos... Y cuando apenas lo habían cruzado atropelladamente, una

tremebunda convulsión de estruendos estalló en sus oídos cuando la inmensa

ola chocó contra los acantilados.

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Capítulo 19

Titánicas columnas de espuma salieron disparadas hacia el nocturno cielo,

hasta una altura de más de cien metros, y el mar irrumpió rugiente en la bahía.

Kyre se mantenía detrás de Talliann y Simorh, tratando de protegerlas

mientras corrían, pero de pronto, cuando todavía se encontraban en las calles

de la parte baja de la ciudad, sintió algo semejante a un tremendo puñetazo en

plena espalda y perdió pie. El agua le había golpeado como una pared sólida,

derribándole, y las dos mujeres se debatían bajo la superficie... Kyre tragó

agua y se vio arrastrado entre vómitos, medio ahogado. El borde de la ola se

arremolinaba alrededor de los tres, pero ya casi sin fuerza, y el agua

retrocedió tan deprisa como había llegado, dejándoles exhaustos y agotados

sobre el encharcado empedrado.

Se levantaron como pudieron, ayudándose unos a otros mientras el agua les

chorreaba de la ropa y los cabellos. Kyre fue el primero en reponerse del

susto, pero al mirar atrás tuvo la sensación de que le habían vuelto el estómago

del revés.

El arco y la muralla que protegían a Haven del mar ya no existían. La furiosa

energía del mar había convertido en escombros la piedra arenisca y, aunque la

masiva resaca retiraba ya gran parte del agua de las puertas, nada quedaba

que pudiera salvar la mitad inferior de la ciudad de una segunda embestida.

Allí donde minutos antes se extendía la fina arena de la playa, el mar bullía

como en un caldero gigantesco, convertida la superficie en un horrible remolino

de ajetreada plata cuando la Hechicera, un enorme hemisferio que seguía

ascendiendo en el cielo, contempló maliciosa la escena.

Y muy lejos, transportado por el estridente chillido del viento, se oyó algo que

hizo creer a Kyre que tenía las venas llenas de hielo. Un sonido lastimero,

aullante, como si mil voces entonaran un canto de pesadilla. O un grito de batalla.

Ya había oído en otra ocasión ese espantoso aullido y, al mirar a Talliann y a

Simorh, comprendió que también ellas lo reconocían. Lo que llegaba por encima

del mar, desafiando el valor y la decisión de toda alma viviente de Haven, era

el canto de guerra de los ejércitos de la ciudadela de las aguas.

Se hallaban todavía a considerable distancia, y exhibían sus fuerzas. En el

momento en que la malvada luna despejara el horizonte, comenzaría la batalla

de la Noche de Muerte. Y el lúgubre canto sería la señal para que los soldados

de Haven salieran de la ciudad a enfrentarse con su destino.

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¡Era necesario avisar a DiMag! La única esperanza de Haven residía en el poder

de los dos amuletos, pero Kyre no podía servirse de ellos, no se atrevía, mientras el príncipe no estuviese de nuevo en el lugar que le correspondía. Las

piezas de cuarzo abrirían súbitamente un camino entre el presente y el pasado,

se produciría una colisión de tiempo y espacio, y esa colisión podría significar

un horrible caos para el mundo. Sólo con la ayuda de DiMag y de Simorh,

legítimos herederos del trono de Haven, podrían Talliann y él controlar las

fuerzas que los amuletos desatarían.

Kyre miró angustiado a la muchacha y vio que ella compartía sus pensamientos

sin necesidad de palabras, y por encima del pandemónium del vendaval, el mar

enloquecido y el horripilante griterío que se avecinaba, gritó:

– ¡Simorh! Corred a vuestra torre... –jadeó, agarrándola por un brazo–. ¡Pronto!

Talliann irá con vos... Necesitamos nuestros poderes, y también vuestra

magia... ¡Corred!

Pero antes de que se fueran, tomó a Talliann entre sus brazos, la besó breve

pero fuertemente, y se precipitó calle arriba.

– ¡Kyre! –Chilló Simorh contra el viento–. ¿Adónde vais, Kyre?

– ¡A ver a DiMag! –contestó ya desde lejos, y desapareció.

Talliann tiró con fuerza de la muñeca de Simorh.

– ¡Aprisa! –gritó–. ¡Nos queda muy poco tiempo!

La princesa no la entendió; no entendía nada... Pero la frenética urgencia de la

voz de Talliann fue como una cuchillada que cortó su confusión. Unió sus dedos

a los de la muchacha de cabellos negros y, agarradas de la mano, echaron a

correr por las calles de Haven en pos de Kyre.

Kyre se introdujo por la poterna en los jardines del castillo. Pese al aullido del

viento, resonaban aún en sus oídos las lejanas voces de los guerreros del mar.

Avanzó a trompicones por el sendero que atravesaba los moribundos

matorrales, aguantando las náuseas que le provocaba el hedor de las flores

putrefactas, y... de pronto, un ruido procedente del edificio le hizo detenerse

de repente.

Venía del patio del cuartel, y era el estruendo de centenares de duras pisadas,

acompañado de los estentóreos gritos de los sargentos. Y por fin, como un

tremendo golpe físico en el aire, sonó el rítmico e implacable canto de guerra

de los soldados de Haven.

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Las tropas salían, y DiMag, que debiera haberlas conducido, seguía prisionero...

Kyre respiró a fondo aquel aire dulzón y malsano, y echó a correr hacia el

cuerpo central del castillo. Subió los peldaños de la terraza de cuatro en

cuatro, y no descansó hasta verse en el gran vestíbulo, iluminado solamente

por dos débiles lámparas. Las sombras que dominaban la amplia pieza conferían

una misteriosa irrealidad a las escenas bordadas en los raídos tapices... Cuando

Kyre se disponía a correr agachado escaleras arriba, para no ser visto, tropezó

con Brigrandon.

– ¡Kyre! –Exclamó el preceptor, pálido como la muerte–. Temí que hubieseis

muerto... ¡Gracias al Ojo por vuestro regreso, sano y salvo! Pero... ¿dónde está

la princesa Simorh?

–Ha ido a su torre con Talliann –jadeó Kyre, apoyándose en la pared para

recobrar fuerzas–. Encontramos el amuleto perdido, y Vaoran está muerto...

– ¿Muerto?

–Sí. Calthar la mató. Pero ahora no hay tiempo para explicaciones, Brigrandon...

Debo ver a DiMag... El ejército se dispone a salir, y él tiene que capitanearlo...

–Todavía le custodian –dijo Brigrandon–. Intenté hablar con él, pero...

– ¡Al diantre los guardias!

Kyre se enfureció. Le costaba dominar su indignación, y se agarró a los

hombros del amigo.

–Permaneced aquí y haced lo que podáis –murmuró–. La batalla está a punto de

empezar, y los aquí refugiados necesitarán todo vuestro apoyo y vuestros

ánimos.

Los ojos del preceptor se estrecharon con enojo.

– ¡Yo me uno a los defensores de la ciudad!

–No, Brigrandon. Cuando todo haya terminado, Haven os necesitará como

erudito vivo, ¡no como guerrero muerto! ¡Que el Ojo os proteja, amigo! –añadió,

con el pie en el primer peldaño.

Brigrandon seguía con la mirada fija en las sombras de la escalera cuando las

rápidas pisadas de Kyre se desvanecieron en lo alto.

Delante de la puerta de DiMag había dos soldados armados. Kyre se dio cuenta

de que eran casi unos chiquillos. Por lo visto, Vaoran no había estado dispuesto

a renunciar a dos hombres hechos y derechos en un momento de semejante

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crisis. Kyre se colocó ante ellos, pero los guardias alzaron sus espadas con

gesto amenazador.

– ¡Dejadme pasar! –ordenó.

No sabía si le reconocían o no, pero debajo de la incertidumbre de los

muchachos adivinó miedo.

–Nadie tiene permiso para visitar al ex príncipe –declaró uno de ellos, con una

voz tan insegura que desmentía toda su actitud desafiante–. No sin la

autorización expresa del príncipe Vaoran...

– ¡El maestro de armas Vaoran ha muerto! –replicó Kyre, harto, y tuvo la acre

satisfacción de ver cómo los dos muchachos abrían los ojos, alarmados–. ¡Ha

sido asesinado por la bruja del mar hace menos de media hora, y eso significa

que el príncipe DiMag es aún vuestro soberano!

Kyre comprendió que aquellos jóvenes no eran traidores; se habían visto

envueltos en el feo asunto sin querer: simplemente por ser soldados, que no

tenían más remedio que obedecer si no querían sufrir un castigo. Más

amablemente, dijo:

–En este momento abandonan el cuartel las fuerzas de Haven. Será mejor que

os unáis a ellas.

Los soldados se miraron entre sí. Luego, el que había hablado hizo una

reverencia.

–Sí, señor... Mu... muchas gracias –agregó, después de pasarse la lengua por los

labios.

Kyre se detuvo un instante, hasta verles desaparecer. Después abrió la puerta

del aposento de DiMag.

El príncipe estaba sentado junto a la ventana. Se volvió al oír el ruido del

cerrojo, y su rostro quedó rígido de asombro.

– ¡Kyre! –exclamó, tambaleándose hacia él–. ¡Si me dijeron que habíais muerto!

Kyre esbozó una sonrisa torcida.

–Se adelantaron al daros la noticia. Vaoran ha ocupado mi puesto.

– ¿Vaoran? –Balbució DiMag, retrocediendo unos pasos–. ¡Pero si la Hechicera

ha salido y las tropas van ya a enfrentarse con el enemigo! ¿Quién las conduce?

–Sólo los capitanes. Y dudo mucho de que ni siquiera la mitad de los hombres

tenga noticia de lo ocurrido en el Salón del Trono.

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El príncipe hizo una pausa.

– ¿Queréis decir qué...?

Vio la confirmación en los ojos de Kyre, y no terminó la pregunta. En cambio, se

dirigió renqueando a un armario, lo abrió y empezó a rebuscar ansioso en su

interior. Momentos después sacó un pesado y acolchado jubón negro de cuero

flexible, calzones también negros, un ancho cinturón y un par de botas.

–Explicadme lo ocurrido –dijo, mientras empezaba a vestirse.

Kyre le contó brevemente el descubrimiento por Brigrandon del paradero del

amuleto, su rápida carrera con Simorh hasta el templo en ruinas; el intento de

engañar a Calthar por parte de Vaoran, que había acabado con la muerte del

maestro de armas, y la llegada de la espantosa pleamar –invisible desde la

ventana de DiMag– que rugía en toda la bahía desde que ellos se refugiaron en

Haven. Cuando hubo terminado el relato, DiMag alzó la vista. Se le veía muy

preocupado.

– ¿Y Gamora? –musitó–. ¿Qué ha sido de ella?

–Lo ignoro. No he tenido tiempo de averiguarlo. Pero creo que Calthar será lo

suficientemente perversa para llevar a cabo sus amenazas. Desea saborear su

triunfo en todas las formas posibles.

DiMag asintió muy serio.

–Sí; me lo imagino... –aspiró el aire entre los dientes y continuó–: No puedo

permitirme el lujo de indagarlo. Todo cuanto nos cabe hacer, es confiar...

Volvió a meter la mano en el armario y, no sin cierta dificultad, sacó una

maciza vaina de la que asomaba la adornada empuñadura de una gran espada.

Kyre se dijo que debía de pesar el doble que el arma que normalmente usaba el

príncipe.

–Perteneció a mi padre –indicó DiMag–. Vaoran se apoderó de mi espada, pero

no conocía la existencia de ésta... –y la sopesó, arqueando las cejas ante su

enorme solidez y sus dimensiones–. Mi padre era más alto que yo.

– ¿Podéis manejarla? –preguntó Kyre.

El soberano soltó una risa amarga.

–En mis brazos todavía queda fuerza, ya que no en mis piernas. Mientras pueda

montar a caballo, podré empuñarla con suficiente energía para causar estragos

entre nuestros enemigos –dijo, alzando la mirada–. ¿Cabalgaréis conmigo,

Kyre?

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–Sí, señor.

DiMag se ajustó el cinturón.

– ¡Entonces, adelante!

Simorh subió jadeante los últimos peldaños hasta la puerta de sus aposentos, y

se alegró de no hallarla vigilada. Detrás de ella iba Talliann, que miraba

continuamente por encima del hombro para cerciorarse de que nadie las seguía.

Se introdujeron en la antesala y Simorh corrió a la ventana, desde donde

dominaba perfectamente la ciudad. Pese a que los cantos y las duras pisadas

de los hombres que iban hacia el enfrentamiento con el enemigo llegaban

transportados por el viento, aún no se veía pasar a nadie. « ¡Qué poco tiempo

nos queda!», pensó la princesa, inquieta, y se volvió hacia Talliann.

– ¡No sé qué hacer! –Exclamó, presa del pánico, ya que se sentía perdida e

impotente–. ¡Ayudadme, Talliann! ¡Decidme qué necesitáis de mí!

–Necesito vuestra mente y vuestra voluntad –contestó Talliann.

En la muchacha de cabellos negros se había operado un gran cambio. Con la

recuperación de la memoria había desaparecido todo resto de aquella azorada

y desamparada jovencita, revelándose ahora toda la formidable fuerza de su

espíritu. Su aura era casi tangible, y Simorh comprendió, impresionada, cuán

poderosa hechicera tuvo que haber sido cuando gobernaba al lado de Kyre.

–Kyre cabalga junto a DiMag –prosiguió Talliann–. Cuando lleguen a la bahía, mi

mente y la suya se fundirán, y entre los dos reavivaremos los amuletos con la

energía procedente de nuestros tiempos... Pero es peligroso, Simorh. Al

resucitar esas fuerzas, rompemos la barrera existente entre el pasado y el

presente, ya que las dos épocas no pueden existir juntas, y se producirá un

choque... Hemos de controlar tales fuerzas si no queremos que el tiempo

provoque un cataclismo, y sólo vos y DiMag podéis ayudarnos. Es preciso que

esta noche vos nos mantengáis en vuestro tiempo, y creo que podréis hacerlo,

aunque no será fácil.

Simorh la miró a los negros ojos, severos y tristes a la vez, y la entendió. El

tiempo podría sufrir un trastorno espantoso... Sólo de pensarlo, la princesa

sintió escalofríos. Sin embargo, justo era pagar un precio por servirse de unos

poderes de tantos siglos atrás... y eso constituía, además, la única esperanza

de Haven.

–No os fallaremos –dijo al fin, procurando que hubiese energía y convicción en

su voz.

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DiMag y Kyre surgieron de un callejón lateral y salieron al camino principal

cuando las primeras filas de los soldados de Haven se aproximaban a los restos

del arco. Habían tomado un atajo para salir al encuentro del ejército, guiando

los caballos a una velocidad peligrosa por un laberinto de callejuelas y, cuando

detuvieron a sus relinchantes y casi encabritadas monturas, los dos capitanes

de la primera columna gritaron consternados a sus hombres que se detuvieran.

Sonó una corneta, y hubo profusión de voces cuando los caballos chocaron unos

contra otros. Un portaestandarte fue casi derribado de su montura, y los

capitanes se quedaron mirando boquiabiertos a su príncipe.

En la obscuridad, rota sólo por la luz de la luna, DiMag tenía un aspecto

imponente. Su negra indumentaria de guerra convertía su cuerpo en una

sombra entre sombras, y su tenso y pálido rostro, enmarcado por los claros

cabellos revueltos por el vendaval, resultaba horrible y casi inhumano. En sus

ojos brillaba la ira acumulada durante nueve años... Pero al menos, esa ira tenía

ahora una salida, un objetivo... DiMag, de pie sobre los estribos, sin hacer caso

del intenso dolor que le azotaba la pierna, esbozó una áspera sonrisa cuando la

sorpresa de su insospechada presencia produjo, de la primera a la última fila

de hombres, un movimiento semejante al oleaje del mar. El príncipe posó la

vista en los dos capitanes. Uno de ellos, el más joven y rechoncho, había sido la

mano derecha de Vaoran. El otro, Revannic –como DiMag recordó–, había

tomado las armas como soldado de a pie en tiempos de su padre y era un

militar por encima de todo. La mirada del soberano descansó brevemente en el

capitán de más edad, y después gritó con fuerza:

– ¡Vaoran está muerto, y su intento de destronarme ha fracasado! ¡He venido

para conduciros al triunfo sobre nuestro enemigo real, y traigo conmigo al

Lobo del Sol!

En alguna parte detrás de la caballería, allí donde estaban los soldados de

infantería, se alzaron desparejas voces que daban vítores. Vaoran había tenido

muchos seguidores entre los militares de graduación, pero no gozaba de

popularidad entre los soldados rasos. DiMag sonrió de nuevo, con menos

amargura esta vez, y volvió a mirar a los dos capitanes.

–Caballeros –dijo, y su voz tuvo como escalofriante fondo los aullidos del viento

y el rugido del mar, más distante–. La decisión es simple. Me aceptáis como

legítimo jefe, y a Kyre como nuestro paladín, ¡o podéis intentar matarnos aquí

ahora mismo!

Desde la lejanía llegaba el tenebroso canto de los guerreros del mar, que iba in crescendo, ahora que se disponían a avanzar con la pleamar. El capitán joven se

movía inquieto en su silla y parecía querer hablar, pero el mayor levantó una

mano con gesto severo. La expresión de sus ojos, cuando miró al compañero de

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menos edad, heló en la garganta de éste todas las palabras que hubiese

querido pronunciar. El hombre rechoncho vaciló unos instantes, y luego bajó la

vista e hizo un breve gesto de conformidad.

El capitán Revannic desenvainó la espada y saludó al príncipe con un gesto

mecánico y conciso.

–Señor –dijo con voz vigorosa, y en sus ojos se reflejaba el alivio–. No

habíamos esperado que vos pudieseis conducirnos esta noche... Vuestro padre,

el príncipe MeGran, se sentiría orgulloso de vuestro valor –agregó, sin poder

evitar una mirada significativa a la pierna lisiada de DiMag, a la par que sonreía

con admiración.

Y, sin perder más tiempo, hizo una señal al heraldo que cabalgaba a su lado.

Un prolongado y gimiente toque de corneta recorrió toda la tortuosa calle,

seguido de tres notas cortas y destacadas. DiMag devolvió el saludo y la

sonrisa a Revannic, y a continuación espoleó a su caballo y se lanzó hacia

delante. Kyre hizo lo mismo con su montura, cuando la corneta sonó otra vez,

en esta ocasión más imperiosa. Los estandartes de Haven se elevaron,

crepitando en el aire como latigazos, y el ejército avanzó hacia las murallas de

la ciudad.

La masa de hombres avanzó impetuosa, espoleada por la barahúnda de los

elementos y por el todavía más aguijoneante aullido de los enemigos que se

acercaban por el mar. Los restos de la muralla se alzaban delante de las

tropas... y el arco de arenisca y las eternas luces verdosas habían quedado

hechos añicos y resultaban imposibles de distinguir entre los escombros... Cada

vez avanzaba más deprisa...

– ¡KYRE...!

En el mismo instante en que la incorpórea voz de Talliann resonó en su cabeza,

Kyre sintió pulsar con renovada y violenta energía el cuarzo que llevaba colgado

del cuello. Sin darse cuenta lanzó un grito, cuando su conciencia se fundió con

la de ella, y con una parte periférica de su mente vio cómo DiMag miraba algo

con gran sorpresa, y después espoleaba a su caballo. Kyre no pudo ni imaginar

lo que el príncipe veía, pero su amuleto empezó a arder de pronto, y arrojó una

fría luz que iluminó el rostro del soberano y su torcida sonrisa... Había

comprendido.

Talliann entonaba una letanía en la mente de Kyre, y él unió su voz a la de la

mujer amada. Muy dentro de su alma experimentó una sensación

estremecedora, y su visión interior enfocó unas puertas, unas puertas

obscuras y gigantescas que se alzaban entre este mundo y el remoto pasado en

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el que reinaran juntos... Kyre vio la cara de Talliann en esas puertas, poderosa

e inteligente como había sido; los negros ojos semi-cerrados en éxtasis, sólo

visibles dos líneas de centelleantes pupilas en la obscuridad... Y sintió otra

oleada de abrasante calor cuando el rojo resplandor del amuleto de Talliann se

mezcló con el brillo glacial del suyo, y vio la boca de ella abierta, cuando él la

abrió también, para gritar la última palabra del rito que destrozaría las

puertas para dejar paso a las antiguas fuerzas...

Cuando por fin resonó esa palabra, la Hechicera encendió el horizonte como si

se reprodujese una pesadilla del inicio del mundo, arrojando su lanza plateada

y verdosa a través de la superficie del embravecido mar, para azotar de lleno

a las primeras filas de soldados de Haven.

El misterioso canto de los guerreros de Calthar cesó tan de improviso, que

Kyre experimentó un escalofrío en todo el cuerpo, y entonces sonó la voz de

DiMag por encima de los aullidos del viento:

– ¡Ya vienen! Haven, Haven..., ¡por la victoria!

La corneta lanzó su desafío, una incitación salvaje y primitiva, y un grito de

furioso reto brotó de la masa de gargantas. El caballo de Kyre corcoveó bajo

su peso, al presentir la batalla y el terror en el vendaval desencadenado. Poco

después, las tropas de Haven salían a torrentes, como una ola viviente, por el

derruido arco de la ciudad.

Y cuando esa ola de humanidad se hubo derramado sobre la bahía, la voz y la

mente y el alma de Kyre se unieron a las de TaIliann en un terrible grito que

resonó con una intensidad sobrenatural en la noche.

–¡¡AHORA!!

Más allá de la reluciente arena, donde la gran ola se había retirado, el mar que

volvía a entrar en la bahía estalló como un volcán en erupción. Y montadas en el

remolino, subidas a la plateada lanza de luz que la malcarada luna arrojaba a

través del océano, se acercaban las ululantes huestes, transformadas por el

brutal rompiente en un ejército de espantosos fantasmas, de monstruos de

salpicante espuma, que aullaban de manera demoníaca mientras brincaban y se

sumergían en su camino hacia la orilla.

DiMag emitió un grito de guerra, y Kyre oyó su propia voz en un chillido de

cacofónica armonía. Ahora galopaban sobre sus monturas también

enloquecidas, seguidos por la riada de guerreros de Haven que bramaba a sus

espaldas. Cuando atravesaron la zona de fina arena bajo la cual había quedado

enterrada nueve años antes la mitad de la ciudad de Kyre y de DiMag, el suelo

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empezó a moverse y levantarse aquí y allá, como si algo que estaba dormido en

el fondo de la bahía hubiese despertado de pronto y se abriera paso hacia la

superficie con sus garras.

En la torre de Simorh, Talliann lanzó un grito. Simorh la sujetó y trató de calmarla, pero los brazos de la muchacha se movían con una fuerza increíble, monstruosa, y la princesa se vio arrojada contra la pared. Se puso de pie como pudo, cuando la habitación empezó a oscilar de manera alarmante, y luego se precipitó hacia Talliann para sujetarla y chillarle...

Kyre presenció cómo el primero de ellos emergía de la arena, cuando los

caballos pasaban tronando por encima de sus tumbas. Tenían esos seres el

repugnante aspecto de estatuas vivientes... La carne se les había encogido,

petrificado, y los huesos y los músculos sobresalían como cuerdas debajo de

una piel horriblemente estirada... ¡Pero vivían! Los muertos de Haven, hombres,

mujeres y niños, salían de la arena que había sido su tumba y unían sus

estridentes voces a las de los guerreros enemigos. Los ojos eran amoratadas

chispas de un fuego infernal en sus calaveras con incrustaciones de arena... Y

sus anquilosados miembros hacían movimientos que los desintegrados cerebros

habían olvidado ya... Iban armados con espadas, estacas, hachas, cuchillos,

porras... –cualquier cosa utilizable para defender a Haven–, y se introdujeron

entre las filas del ejército para enfrentarse todos juntos, los vivos y los

muertos, al enemigo procedente de las aguas.

Talliann volvió a gritar mientras Simorh luchaba por reducirla y Kyre, allá en la bahía, gritó con ella...

Galopaban sin freno hacia la rompiente y hacia las criaturas que cabalgaban

sobre las olas en dirección a ellos. Cada vez estaban más cerca, más cerca del

borde, y delante, allí donde el mar se estrellaba contra la franja de guijarros,

el agua bulló de pronto hasta estallar en una montaña de espuma, y de las

gigantescas olas salió algo más negro que la noche, más negro que las

profundidades del océano... Era una concha enorme, tan voluminosa que llegó a

cubrir la luna... Y en la concha, como en un carro de guerra soñado en una

pesadilla, iban Calthar y las Madres. La bruja había practicado el último rito,

despertando de la muerte a sus horripilantes predecesoras, del mismo modo

que habían resucitado los habitantes de la parte de Haven engullida por el

mar... Cadáveres de desnuda dentadura, descompuestos, reanimados sus restos

mortales para unirse a su infernal hija en la lucha definitiva. y presidiendo

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todo el grupo, más perversa que nadie, más mortífera que nadie, Kyre

distinguió la putrefacta pero triunfante cara de Malhareq, la que le traicionara

a él.

Creyó haber gritado, pero nunca supo si realmente lo hizo. El mar rugía en el

momento del choque. Kyre sintió un golpe terrible cuando la ola le cayó encima

de lleno, y tiempo y espacio reventaron a su alrededor cuando el enemigo salió

de las aguas.

DiMag se descubrió gritando como un loco cuando las primeras filas de la

caballería de Haven tuvieron el primer encontronazo con las siniestras fuerzas

del mar. Su espada era sólo un acerado trazo borroso en la caótica

obscuridad... Extraños rostros surgían de la noche, y él los golpeaba, sabía que

la espada había mordido sus carnes, veía la sangre salpicar como viscosa

espuma. Su caballo retrocedía asustado, entre relinchos, y él arqueó el cuerpo

para esquivar el cortante centelleo de un arma. Despojó luego de su espada al

enemigo con un enérgico movimiento del brazo, hundió la hoja en un pálido

hombro y vio cómo el guerrero marino perdía el equilibrio y era pisoteado por

los cascos de los caballos. A su izquierda vislumbró el fuerte resplandor de los

cabellos de Kyre y el brillo de la espada en sus manos, pero entonces le

atacaron, por la derecha, unos fieros monstruos. Descendió furiosa su espada,

y el primer enemigo voló hacia atrás con un horrible grito de muerte, pero el

segundo se arrojó contra DiMag y el príncipe sintió que la sangre le resbalaba

por la pierna, cuando el guerrero hirió a su montura en el flanco. El animal

corcoveó aterrorizado y, en su lucha por calmarlo, el príncipe no pudo

defenderse debidamente de la arremetida del tercer guerrero. Durante un

angustioso momento, DiMag vio temblar la espada en el aire, encima de su

cabeza, y comprendió que no podía esquivarla... Pero entonces surgió de la nada

otro caballero, y una maciza hoja, sostenida con ambas manos, cortó la espada

por la mitad y, cuando su dueño se volvió asombrado, el desconocido blandió de

nuevo su arma y le partió en dos antes de que el ser marino supiera lo que le

pasaba.

El caballero miró a DiMag con fiera sonrisa, pese a tener el rostro

ensangrentado, y el príncipe reconoció entonces la nariz aguileña, la obscura

barba y el enjuto cuerpo de su propio padre, MeGran, un instante antes de que

caballo y jinete se esfumaran.

¡MeGran, muerto hacía ya doce años! La impresión hizo caer a DiMag sobre la

silla, cuando su montura caracoleó para lanzarse nuevamente a la batalla. Y, de

pronto, su mente y su cuerpo y el aberrante mundo que le rodeaba quedaron

fuera de control al colisionar las mareas del pasado y del presente en un

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frenético remolino. DiMag montaba ahora un caballo negro que tenía una

cicatriz a lo largo del cuello, herida que le había causado la muerte nueve años

atrás, entre espantosos gritos y coceos..., y a su lado combatía MeGran,

mientras una frágil joven morena de cortos bucles obscuros, vestida de

guerrero y con la cara de Gamora, tocaba la corneta que animaba al ejército de

Haven, tanto a los vivos como a los muertos, a nuevas y más furiosas

embestidas. Y tomaban parte en la matanza niños de cabellos rubios y ojos

castaños, que gritaban, chillaban y blandían espadas y lanzas. El propio

Brigrandon era joven de nuevo, y peleaba junto a los demás. Y a la derecha del

príncipe, Vaoran vociferó una advertencia y lanzó su caballo hacia delante para

impedir que un guerrero de rostro lateado se arrojara contra DiMag, y entre

los dos mataron al atacante y a otros tres que llegaron detrás, y sus ojos se

encontraron, y los dos rieron juntos mientras DiMag pensaba en su hijita que

dormía en su cuna del castillo y en la esposa a la que tanto amaba y cuyos

poderes mágicos le ayudaban ahora.

Y mirara adonde mirase, veía a Kyre. A un Kyre que cabalgaba entre la turba

de guerreros enemigos y manejaba con increíble agilidad su espada, que

parecía torcerse y doblarse en sus manos... A un Kyre de pie junto a la orilla,

con el caballo muerto a su lado, después de una lucha feroz cuerpo a cuerpo

con tres guerreros de cabellos plateados... A un Kyre que dirigía una carga de

soldados de infantería, con el estandarte real de Haven ondeando encima de su

cabeza... Vio también a Calthar, sinuosa criatura de rostro marcado por la

maldad... Reconoció a diversos guerreros a los que él diera muerte nueve años

atrás..., vio a hombres muertos y a otros vivos, e incluso a hombres no nacidos

todavía, y por encima del ensordecedor estruendo de la batalla resonaba una y

otra vez el constante y pavoroso sonido de la corneta. A lo lejos, en la franja

de guijarros, el templo se transformaba sin cesar: tan pronto era una ruina

como una construcción reciente o... había desaparecido por completo. Sólo la

luna estaba constantemente en su sitio, contemplando la carnicería con su

horrible ojo: la luna y... aquella monstruosa concha negra que se alzaba entre

las olas mientras la imposible y repugnante parodia de seres humanos que

viajaba en ella reía y aullaba y animaba a sus seguidores a cometer más

salvajadas.

– ¡NO PUEDO CONTROLARLO...!

Estas palabras retumbaron en la cabeza de DiMag, pero él comprendió que no

procedían de su interior, sino de Kyre. Sus mentes se habían fundido de alguna

forma, y el príncipe notó que la desesperación del Lobo del Sol rebotaba en sus

propios huesos. La curvatura del tiempo producía una locura homicida al chocar

dos épocas y mezclarse los caóticos siglos transcurridos entre ellas, para

destrozarse entre sí.

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– ¡NO DEBERÍAMOS EXISTIR AL MISMO TIEMPO! ¡AYUDADME, DIMAG...! ¡AYUDADME, O VUESTRO MUNDO ESTARÁ PERDIDO!

El caballo de DiMag corcoveó sin dejar de relinchar y, a través de un bosque

de figuras que chocaban entre sí y se revolcaban, distinguió a Kyre. Se hallaba

al borde del agua, todavía montado, y trataba de abrirse paso hasta él.

Impulsado por una violenta intuición, DiMag espoleó a su caballo hacia la línea

de la marea... sólo para encontrar el camino bloqueado por unos veinte

combatientes. El príncipe se desvió, descubrió una brecha, espoleó los flancos

del animal y... se vio bruscamente arrojado hacia atrás cuando un guerrero del

mar salió de la obscuridad con la lanza baja, dispuesto a segar las patas del

caballo... El noble bruto soltó un chillido de agonía, DiMag cayó de la silla a la

húmeda arena con un fuerte crujido de huesos y rodó lo suficiente para que el

pesado cuerpo del animal, que cayó a escasos centímetros de su persona, no le

aplastara. Un intenso dolor recorrió la pierna enferma del príncipe cuando se

levantó, pero cinco hombres de Haven se enfrentaron a su atacante, y a éste

sólo le quedó libre el camino del revuelto mar.

– ¡DiMag!

Esta vez la voz de Kyre no sonaba sólo en su cabeza. El príncipe miró

angustiado a su alrededor y vio al Lobo del Sol que, también a pie, se le

aproximaba corriendo. Se hallaban un poco alejados del centro de la batalla, a

cierta distancia del tumulto, pero tan pronto como DiMag empezó a cojear

para reunirse con Kyre allí donde rompían las olas, un guerrero aparecido de la

nada se le plantó delante, tambaleándose. Iba desarmado, y la sangre le

resbalaba por un hombro. El príncipe vio unos extraños cabellos plateados en

los que destacaban mechones negros, y lanzó un grito a la vez que levantaba su

espada.

– ¡No, DiMag!

De repente, Kyre se colocó entre los dos hombres. Había reconocido los

sorprendentes cabellos y la fea marca de nacimiento... El guerrero de las aguas

le miró... Era evidente que le costaba respirar. Herido e inerme, había logrado

alejarse del tumulto para tropezar con una muerte prácticamente segura.

Clavó aquella criatura unos ojos vidriosos en Kyre y... entonces le reconoció.

– ¡Lobo del Sol!

Akrivir tosió y escupió agua. Actuando de manera totalmente impulsiva, Kyre le

ofreció una espada arrebatada a un soldado de Haven muerto.

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– ¡Tomadla, Akrivir! ¡Salvad la vida, si podéis! La mano del joven se cerró

alrededor de la empuñadura, y la mirada que Kyre recibió fue de profundo

agradecimiento.

– ¡Matadla, Kyre! –Dijo Akrivir–. Será el único modo de salvarnos todos...

Y antes de que el desconcertado DiMag pudiese detenerle, Akrivir ya se había

esfumado para fundirse de nuevo con la caótica obscuridad.

El príncipe DiMag agarró a Kyre por un brazo, gritándole furioso:

– ¿Qué os habéis creído? ¡Esto es...!

–No hay tiempo para explicaciones –contestó Kyre, también a gritos–. ¡No

domino los poderes! Se me escapan... ¡Es preciso que unamos nuestras mentes y

luchemos como un solo cuerpo! - El príncipe meneó la cabeza, muy confundido

pero consciente, sin embargo, de que tenía que confiar en Kyre.

– ¡No sé cómo! –replicó.

Un caballo sin jinete salió al galope del horrible tumulto, en dirección a ellos,

que se apartaron asustados, y el animal continuó su loca carrera hasta la

rompiente, donde sus cascos levantaron un surtidor de espuma que les dejó

empapados a los dos.

– ¡El amuleto! –Chilló Kyre de repente–. ¡El amuleto debe estar en vuestras

manos! Ahora sujetará vuestra mente a este mundo, ¡y yo podré controlar el

poder a través de vos!

Se quitó la cadena que llevaba colgada del cuello, y se la pasó por la cabeza a

DiMag. El príncipe experimentó una sacudida de conciencia cuando el cuarzo

rozó su piel: por unos instantes creyó que toda la bahía se alzaba, se alzaba

hacia el negro cielo como una enorme serpiente que se desenroscara, se sintió

sacudido y tuvo la sensación de que caía hacia atrás y se hundía en una negrura

sin fondo...

– ¡Sujetad el presente! –Insistió Kyre–. ¡No lo dejéis escapar!

Pero su voz fue eclipsada de pronto por un desgarrado grito de inhumano

placer y triunfo que devolvió violentamente al mundo a DiMag. Una ola rompió

contra sus muslos y, mientras el príncipe se tambaleaba a causa de la

arremetida, vio, con ojos muy abiertos, que una enorme forma negra flotaba

hacia él... ¡La concha gigante!

–iKyre! –chilló DiMag, horrorizado, cuando aquella concha empezó a producir

multitud de ondulantes formas que parecían serpientes.

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Bajo la luz de la luna se transformaron de repente en repugnantes cadáveres

animados, en esqueletos con jirones de piel colgándoles de los descarnados

huesos, en agusanados monstruos de cuencas vacías y quebradizos y

descoloridos cabellos que caían cual sucia escoria alrededor de la calavera...

Las Madres, las Madres muertas y resucitadas, que saltaban de su extraño

carruaje y se precipitaban hacia el príncipe... Diez Madres, quince o veinte,

inimaginables horrores que abrían sus pútridas bocas y gritaban sofocando

incluso el fragor del vendaval. y delante de ellas –DiMag se tambaleó por un

momento hacia atrás y se tapó la boca con una mano, en un desesperado

intento de no vomitar–, delante de ellas iba un esqueleto de ojos como brasas

en la descompuesta calavera... La más vieja de todas, la fundadora e

inspiradora de todo aquel horror, era... era...

Pero ese cadáver cambiaba: le nacía carne sobre los huesos; tendones y

músculos eran recubiertos por una brillante piel verdosa, al tiempo que una

indómita corona de cabellos revoloteaba alrededor de una cara cuyos ojos y

cuya sonrisa el príncipe conocía de sobra. Y a medida que se transformaba, el

resto de la infernal horda flotaba hacia ella y alrededor de ella y se introducía

en ella, hasta que quedó sola, altísima, erguida y diabólica, con la desgarrada

túnica obscenamente pegada a su cuerpo sinuoso, los ojos convertidos en dos

ranuras blancas y centelleantes, y la gigantesca lanza, el doble de larga que la

de cualquiera de sus seguidores, oscilando sin ningún esfuerzo en su mano.

Los años retrocedieron, y la batalla que bramaba en torno a él pareció recular

hacia una gran distancia cuando DiMag, solo y súbitamente frío como el hielo,

se enfrentó a Calthar por segunda, y probablemente última vez en su vida.

En la torre, Talliann gritó cuando el eco de la llamada de Kyre resonó en su mente. El aposento aún oscilaba de manera espantosa, como un barco en medio de una tempestad, y tanto ella como Simorh se apartaron de la ventana cuando las envolvió una horrible obscuridad surcada de rayos. Su visión interior les permitía presenciar la batalla y el espeluznante choque de dos épocas, y Talliann experimentó el terror de Kyre cuando el caos desatado por la fuerza del amuleto le arrolló. Le vio correr hacia DiMag y comprendió en el acto su intención...

– ¡Simorh! –jadeó, agarrada a la princesa hechicera en la mareante negrura que

parecía girar y girar cada vez más salvajemente, a medida que el enloquecido

tiempo transcurría–. ¡Simorh, el amuleto! Tenéis que ponéroslo, ¡tenéis que ser muy fuerte!

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Mientras decía eso, tiraba de la cadena que llevaba colgada del cuello, y

Simorh, consciente del peligro, corrió de inmediato a ayudarla.

Y entonces, de pronto, Simorh fue Talliann y Talliann fue Simorh, y la

hechicera de cabellos claros echó la cabeza hacia atrás y levantó los brazos

hacia el cielo, a medida que el extraño poder circulaba por sus venas. Lo sentía

vibrar en torno a ella; la llamaba, la sujetaba al mundo. Y ella sorbió esa fuerza

con los puños apretados, mientras enfocaba toda su voluntad para apoyar a

DiMag y a Kyre. Por el canal abierto a través de la mente de Talliann, Simorh

vivía otras presencias: nombres de la historia, rostros de su propio pasado y

de un indefinible futuro. Su madre, la hermana de MeGran, noble y serena,

hechicera por derecho propio... Los consortes muertos de príncipes de otros

tiempos, que habían utilizado sus poderes mágicos a lo largo de los siglos en

ayuda de Haven... Gamora, crecida en belleza y poder... Thean y Falla,

envejecidas y misteriosamente hábiles... Su aya, que descansaba desde hacía

veinte años... y Talliann, la de los cabellos negros, la más destacada de todas

las hechiceras de Haven, que ahora estaba junto a ella y la sostenía como una

hermana fundía su mente con la suya, a medida que la gran rueda de los

poderes giraba cada vez más deprisa...

Calthar rió. Avanzó hacia DiMag a través de las olas, y DiMag se mantuvo

firme. En el rostro de la malvada bruja, brillando horriblemente a través de las

cuencas de sus ojos, la horripilante locura de las Madres ardía como un fuego

incandescente, y DiMag vio de nuevo, con los ojos de su propia mente, los

semblantes de las monstruosas criaturas que habían fundido sus huesos, sus

almas y sus poderes con los de Calthar.

¡No podía combatir contra semejante unión de fuerzas! Algo tan antiguo, tan corrupto... Él no era más que un simple mortal. ¿Cómo iba a triunfar sobre tan horrible maldad?

Se acercaba ella despacio, como un animal depredador que saborease de

antemano el placer de matar a una víctima paralizada e indefensa. DiMag notó

el sabor amargo de la bilis en la garganta y empuñó la espada pese a saber, a saber, que estaba perdido.

Calthar sonrió y, de repente, ya no fue Calthar. Su forma cambiaba... Grandes

trenzas de color de vino se mecían alrededor de sus hombros y le caían

espaldas abajo, y su rostro se había rejuvenecido. El pálido cuerpo de la bruja,

cubierto con una larga túnica que presentaba un corte en la falda y ceñido con

un cinturón... Y arriba, cruzada, DiMag vio la faja carmesí de un consejero de

Haven...

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Súbitamente, allí donde había estado el príncipe, resplandecieron en la

obscuridad los verdes ojos y los cabellos rojos como el fuego de Kyre, que se

enfrentaba a la mujer que, tantos siglos atrás, traicionara a su ciudad ya su

pueblo, así como a su soberano, y por cuya culpa se rompió aquella gloria que

una vez había sido Haven.

Y, de pronto, ya no hubo lucha. Fue como si el resto de almas vivientes hubiese

dejado de existir, dejando sólo una obscura bahía, la arena y el mar, y arriba,

en el cielo, la vieja y agrietada luna. Sólo quedaba la entidad formada por Kyre

y DiMag, solitarias figuras frente a la criatura en que se habían convertido

Calthar y Malhareq. El viento había amainado, y la quietud era sobrecogedora.

La mujer de los cabellos escarlata alzó su lanza en un saludo sarcástico, y

Calthar sonrió. La voz de Kyre rompió el silencio.

– ¡Ah, Malhareq! ¿Vas a matarme, esta vez?

DiMag percibió las palabras en su aturdida mente y, al compartir los

pensamientos de Kyre, por fin entendió la verdad del legado que el Lobo del

Sol había dejado.

La voz de la mujer sonó cálida y poderosa cuando respondió:

–Sí, voy a hacerlo, príncipe. La mano de la Hechicera está sobre mí, y no

fallará.

–La Hechicera no es enemiga mía. Tu pueblo fue en su día el pueblo de Haven.

Antes de que tú huyeras para fundar la ciudad bajo las aguas... Y podría serio

otra vez.

Malhareq emitió una suave risa.

–No será así nunca más, Kyre. ¡No mientras viva mi hija Calthar!

– ¿Y si Calthar muriese?

–Habría otras –y de nuevo aquella sonrisa tentadora, hermosa, mortal–. Tus

tiempos pasaron para siempre, príncipe.

–Como los tuyos, bruja.

– ¡Oh, no! Yo sigo viviendo a través de las Madres.

Su silueta fluctuó, tremolante; bajo su translúcida piel empezaron a moverse

los gusanos, y la parte de su adversario que era DiMag retrocedió asqueado.

Sin embargo, sintió que la mente de Kyre le llamaba... Disminuyó su miedo y

supo lo que debía hacer.

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Aquella monstruosa criatura que continuaba con vida a través de las Madres era el corazón, la esencia de todo... Tiempo atrás, no había habido más que un pueblo: el de Haven. Pero luego había surgido esa depredadora, hambrienta de poder...

Sin Malhareq no tenía por qué haber guerra. Sin su maléfica influencia a través de los siglos, alimentándose todavía de las mentes y de la voluntad de sus descendientes, Haven y su ciudadela del mar podrían coexistir en paz. Ella era un vampiro; ella y su hija por sucesión, Calthar: lo eran las dos. Mediante la carne viva de Calthar, la muerta Malhareq adquiría poder y codicia, su sed sólo se calmaría cuando el último de los habitantes de Haven yaciera exánime entre los escombros.

Pero eso no debía suceder. Había que desafiar al tiempo, y era preciso destruir del único modo posible –en su origen– el poder que Malhareq había transmitido a toda la sarta de horribles Madres. Malhareq tenía que morir. y él –Kyre o DiMag; ya no sabía quién era, y poco importaba– era el único capaz de aniquilarla.

Alzó un arma que era a la vez lanza y espada, y en su mente, desde una gran

distancia, oyó gritar a Talliann y a Simorh cuando el poder de los amuletos le

tenía casi ahogado. El encantamiento que les había mantenido en el limbo se

rompió de pronto, y el mundo del ululante vendaval y de los guerreros en

ensordecedor combate volvió a su existencia con volcánica fuerza cuando

DiMag y Calthar, Kyre y Malhareq se embistieron mutuamente y chocaron con

una terrorífica cacofonía de aceros.

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Capítulo 20

Unas manos sujetaban las muñecas de Simorh, y la voz de Talliann le chilló al

oído:

– ¡Ahora, Simorh! ¡Invocad el poder!...

La mente de Simorh pareció buscar en lo alto del cielo nocturno hasta que por

fin posó la vista, desde la elevada torre, en el tremendo tumulto de aquella

monstruosa batalla. Los hombres luchaban cual revuelta masa negra en la playa,

agitándose la marea de cuerpos de aquí para allá, según arremetía uno u otro

ejército. Y donde, en la orilla del mar, estallaba la blanca rompiente, había

otros hombres rodeados de caballos. El agua les llegaba hasta las rodillas, y

era evidente que estaban enzarzados en una lucha desesperada y atroz.

Simorh buscó a DiMag, pero no pudo hallarlo. Mientras tanto, el amuleto que

llevaba colgado del cuello pulsaba con fuerza creciente...

– ¡Allá! –Gritó Talliann, y una sorprendente energía hizo girar la incorpórea

mente de Simorh–. ¡En la franja de guijarros!

¿DiMag? Pero si los cabellos del príncipe DiMag eran rojos, y además empuñaba una lanza en lugar de la espada, cuando se arrojó contra esa reluciente criatura que brincaba y parecía ser de carne y espuma y luz y podredumbre al mismo tiempo...

– ¡La piedra! –Chilló Talliann y, en el aposento de la torre, sus manos agarraron

los hombros de Simorh y sacudieron a la princesa con una violencia tal que le

hizo entrechocar los dientes–. ¡Ahora! –insistió–. ¡Esa monstruosidad tiene que morir!

La mente de Simorh retrocedió nueve años, y ella vio cómo DiMag era

conducido a su alcoba en una camilla montada a toda prisa, con el rostro gris y

angustiado. La sangre le manaba de la profunda y peligrosa herida que le había

infligido Calthar, y le empapaba la ropa, mientras que ella, atontada por los

estragos de las propias hechicerías fracasadas, sólo era capaz de mirar y

mirar a su marido, demasiado débil incluso para llorar. Calthar había destruido

sus vidas aquella noche... Y al darse verdadera cuenta de ello, se apoderó de

Simorh, cual furioso remolino, un terrible odio acompañado de la más fiera

necesidad de venganza. Sus manos agarraron la pieza de cuarzo, que la quemó

mientras extraía del colgante, de su propia mente y de la de Talliann, los

últimos rastros de poder que tanto necesitaba, y reunió la fuerza para

arrojarla sobre negras alas hacia el lugar de la lucha mortal en la franja de

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guijarros, antes de que el mundo empezara a girar locamente a su alrededor y

ella cayera al suelo sin conocimiento.

Kyre vio llegar hacia él la lanza, un momento antes de que una bola de fuego de

una cegadora luz escarlata estallara encima de su cabeza. Iluminó esa

tremenda claridad el rostro rabioso y vuelto hacia arriba de Malhareq. Su

flexible cuerpo quedó petrificado bajo el resplandor como una estatua, y Kyre

comprendió enseguida lo que habían hecho Simorh y Talliann. Gritó un nombre –

aunque no supo si era el suyo o el de DiMag– y oyó la respuesta del amuleto –un

alarido, también– cuando su conciencia se liberó de la entidad formada por él y

el príncipe y se fundió con la deslumbrante rueda de luz. El azul y el rojo se

mezclaron, Kyre sintió a Talliann en su cabeza, en su alma, y notó que el poder

de la amada se unía al suyo propio, cuando la cara de Malhareq se contrajo

presa del horror...

Y DiMag, mareado de pronto cuando la conexión con Kyre se rompió, vio que

Calthar se inclinaba sobre él. Entonces, el último dardo de poder de Simorh

despertó en su mente unas ansias de venganza todavía más intensas, y el

príncipe empuñó su poderosa espada como un leñador pudiese blandir el hacha.

Notó que la hoja mordía profundamente a la víctima, y oyó la escalofriante risa

de Calthar cuando el arma se le clavaba en la carne. ¡La endemoniada bruja no sangraba! Inmediatamente, la memoria de DiMag retrocedió nueve años. Volvió

a ver su horrendo rostro, tal como lo había visto aquella noche; vio el centelleo

de la lanza, y sintió de nuevo en la pierna el dolor de la herida que había dejado

al descubierto los músculos y el hueso, y que le quemaba terriblemente a causa

del veneno inoculado por el monstruo.

¡Nunca podría matarla! ¡Había fallado entonces, y volvería a fallar ahora!

Algo parecía agarrar su brazo libre... Levantó la mano con una involuntaria

sacudida y sintió entre los dedos el frío cuarzo del amuleto de Kyre. Y en el acto supo qué era lo que debía hacer.

Calthar retorcía su sinuoso cuerpo de manera obscena y burlona, para

deshacerse de la espada. DiMag asió con fuerza la cadena del amuleto, lo

sujetó, arremetió contra la bruja y le arrojó el colgante al corazón.

El grito de Calthar fue algo que recordaría en sus pesadillas mientras viviera.

No era humano; ni siquiera animal. Cuando la satánica mujer se dobló hacia

delante, sacudiéndose entre convulsiones, el grito ascendió por encima del

viento, por encima del estruendo de la batalla, elevándose más y más a medida

que la ira, la frustración, la incredulidad, el terror y un odio más allá de toda

comprensión brotaban de su garganta para alejarse junto con su vida y la

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monstruosa y antinatural existencia de las Madres de cuyo negro legado se

había alimentado durante tantos años. Sus manos se transformaron en garras

que arañaban sus propios cabellos, sus piernas coceaban sin control, y el aullido

continuó y continuó mientras, detrás de los ojos de Calthar, Malhareq se

retorcía de horror en la agonía, y su larga y endemoniada serie de

descendientes se crispaba y encogía, compartiendo la muerte de Calthar como

antes había compartido su vida.

La bruja rodó por el suelo y, por espacio de un instante, miró con expresión

demente a DiMag, en una última llamarada de impotente odio. El príncipe sintió

un latigazo de dolor en la pierna y también en la cabeza. Se tambaleó y, de

pronto, el mundo pareció hincharse, disminuyó y resonó en sus oídos de forma

espantosa, y DiMag cayó inconsciente al suelo cuando la última chispa de vida

huía de los ojos de Calthar.

La obscuridad reinante en la habitación de la torre aumentó hasta adquirir una

densidad asfixiante... Pero luego desapareció con un tremendo impacto. Simorh

alzó la cabeza, pero apenas veía. Se había golpeado contra una pata de la mesa,

y cualquier movimiento le producía mareo y náuseas. Sin embargo, había luz...

El tenue resplandor de una sola lámpara, y por la ventana penetraba la claridad

de la luna...

Tratando de recordar lo sucedido, Simorh se arrastró como pudo a través de

la estancia y por fin, se agarró al antepecho de la ventana para ponerse de pie.

Sentía una gran debilidad en las piernas, y el mareo era intenso. Pero la

extraña fuerza, aquella fuerza destructora, la sensación de locura había

desaparecido, y el aposento estaba en silencio.

En silencio... Simorh sacudió la cabeza, emitió un gemido de dolor, y recordó.

– ¡Talliann!

Su voz sonaba hueca en medio de la quietud, y nadie contestó. Estaba sola. No

obstante... ¡Talliann había estado con ella! Juntas habían invocado los poderes

de...

Algo se le cayó de la mano derecha, algo que ni siquiera se había dado cuenta

de que tenía entre los dedos. Una lluvia de diminutos fragmentos centelleantes

fue a parar al suelo... Parecían pequeños cristales rojizos, que la mirasen entre

parpadeos. Simorh jadeó y se dejó caer en cuclillas. Sus manos escarbaron

entre los fragmentos y, de pronto, entre los trozos de cuarzo de color rojo

anaranjado apareció una perla jaspeada de plata.

–Talliann...

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La hechicera se apretó el puño contra los labios, para contener la emoción.

Talliann se había ido... y su amuleto, su legado, yacía a los pies de Simorh,

hecho añicos.

Pero... ¿dónde podía estar?

La puerta se entreabrió de pronto, se detuvo su movimiento, se abrió un poco

más, se detuvo de nuevo...

El corazón de Simorh latía con violencia cuando murmuró:

– ¿Quién es?

–Madre...

La puerta se abrió de par en par, y en el umbral apareció Gamora. En su

menuda cara se veían las huellas del miedo, y los ojos de la niña parecían

enormes bajo los desordenados bucles obscuros.

– ¡Madre...! Se precipitó a través de la habitación y abrazó a Simorh con todas

sus fuerzas.

– ¡Estaba tan asustada! –jadeó–. Desperté en un cuarto de cortinas cerradas y

velas encendidas... Me vi sola... No encontraba a nadie, y... ¡había tenido unos

sueños tan horribles!

Simorh, de rodillas sobre la raída alfombra, estrechó a su hija contra sí. ¡Vivía, estaba salvada, y el hechizo se había roto!

– ¡Gamora..., Gamora! –exclamó una y otra vez, incapaz de decir nada más. La

angustia pasada y la súbita alegría la tenían aturdida. Por sus mejillas

resbalaban gruesas lágrimas, y la niña lloraba también. Así permanecieron largo

rato, abrazadas y sin hablar, compartiendo, en la quietud de la estancia apenas

iluminada, unos sentimientos que ni una ni otra entendían.

Fue Revannic, el capitán al que DiMag se había dirigido cuando el ejército salía

de Haven, quien por fin halló al príncipe tendido entre las ruinas del templo.

Con voz estentórea gritó hacia el confuso grupo de caballos y desconcertados

hombres, cuyos sargentos trataban de poner un poco de orden en aquel caos, y

dos soldados se apartaron de la cuadrilla más cercana, entre las diversas que

se habían formado con el ineludible objeto de separar los muertos de los

heridos de ambos bandos, acudiendo de inmediato a la zona pedregosa.

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– ¡Que el Ojo te proteja! –Exclamó uno de los hombres, sin dejar de mirar con

asombro a DiMag–. ¡Creíamos que el príncipe había muerto, señor! Hemos

recorrido casi toda la bahía y...

–Pues ¡demos las gracias de que no sea así! –Dijo Revannic, mientras examinaba

con sus manos la espalda y las piernas del soberano–. No soy médico, pero me

parece que no tiene roto ningún hueso. Además, no veo sangre.

DiMag se movió. Los hombres se apresuraron a ayudarlo, cuando al fin

parpadeó ofuscado, pero el príncipe quiso incorporarse solo sobre aquel suelo

de húmedos guijarros.

–Revannic... ¿qué...?

–La batalla ha terminado, mi señor. Haven está a salvo.

–Pero la luna sigue ahí...

DiMag veía asomar su agrietada superficie por detrás de los acantilados,

arrojando grotescas sombras negras sobre la arena y la marea menguante.

–Lo sé, y no acabo de entenderlo, señor –dijo Revannic, a la vez que se quitaba

el jubón para echárselo sobre los hombres al príncipe, que empezaba a tiritar–.

Mi destacamento estaba en lo peor de la lucha cuando oímos algo semejante a

un chillido, a un horrible lamento. Tuvo que ser una señal de retirada, porque

entonces dieron la vuelta..., me refiero a los demonios del mar, e intentaron

abrirse paso hacia el agua. Cuando comprendí lo que hacían –agregó Revannic–,

os pido perdón, señor, pero llamé a mis hombres y dejé huir al enemigo. Os

creíamos muerto, príncipe, y alguien tenía que tomar una decisión... –dijo,

ceñudo–. ¡Y habíamos perdido ya a tantos...!

DiMag asintió.

–Hiciste bien. ¡Gracias!

Ahora sabía qué era lo que había oído Revannic, y por qué se habían retirado

las monstruosas fuerzas. Todo ello tenía sentido, pero...

– ¡Kyre! –exclamó de pronto–. El Lobo del Sol... ¿Está vivo?

El rostro de Revannic, más tranquilo después de recibir la aprobación del

príncipe, se volvió a nublar.

–No ha sido hallado todavía, señor. Ni entre los muertos, ni entre los

supervivientes.

– ¿Estás seguro?

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–Todo lo seguro que puedo estar, señor, porque aún falta el informe de varios

grupos.

Kyre tenía que estar ahí...

DiMag trató de levantarse, e hizo una mueca cuando la pierna herida se negó a

sostenerle. Revannic le ayudó hasta que pudo colocarse la empuñadura de la

espada bajo el brazo, como muleta provisional, y entonces el príncipe miró

pensativo las esqueléticas ruinas del templo. Ni siquiera recordaba haber

llegado allí, y sus recuerdos de lo sucedido eran, como mucho, vagos y

confusos. Todo cuanto sabía era que Kyre y él habían luchado hombro con

hombro...

–Buscad en las ruinas –dijo preocupado, haciendo votos por que no encontraran

lo que él tanto temía–. Si Kyre vive, ha de estar herido. ¡Quiero que lo

encontréis!

Los dos guerreros saludaron antes de echar a correr, y el príncipe miró a

Revannic.

– ¿Hemos sufrido muchas bajas? –preguntó en voz muy baja.

Revannic se encogió de hombros ante la agresiva y fría brisa que había

sustituido al vendaval.

–Podría haber sido peor –contestó, e hizo una pausa mientras contemplaba el

desigual suelo; luego dijo en un tono peculiar–: Señor, yo...

– ¿Qué sucede? –preguntó DiMag, aunque creyó adivinar qué era lo que

inquietaba al fiel capitán.

Éste se mordió el labio inferior y repitió:

–Señor, yo... No sé cómo explicároslo. Me tomaréis por loco. Pero... –y sus ojos

se encontraron con los de DiMag durante unos segundos, antes de que

Revannic apartara nuevamente la vista–. En lo peor de la batalla, señor, juraría

haber visto a... al príncipe MeGran. A vuestro padre, señor. Y a otros. No tengo

la certeza, pero afirmaría haber reconocido a unos cuantos amigos que

perdieron la vida en el último conflicto, hace nueve años... Y como yo conocía

tan bien a vuestro padre... ¿Me he vuelto loco, señor? –agregó, y los músculos

de su garganta se contrajeron cuando tragó saliva.

–No –dijo DiMag despacio–. No estás loco, Revannic. También yo peleé al lado

de amigos muertos. y el príncipe MeGran me salvó la vida. Si tú conocías bien a

mi padre, yo todavía lo conocía mejor, Revannic... No creo que tú ni yo estemos

equivocados.

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El capitán se estremeció y trató de abrigarse con sus propios brazos.

–Sin embargo, no lo entiendo, señor.

–Ni yo. Por lo menos, no del todo. Pero esta noche ha ocurrido aquí algo que...

DiMag se interrumpió al darse cuenta de que iba a decir «algo que cambiará el

curso de todas nuestras vidas», y de que eso habría sonado lastimosamente

trivial. Lo que hizo fue volverse hasta quedar frente al murmurante mar.

–Cuando hayamos vencido las secuelas de esta batalla habrá cambios, Revannic.

Quizá pueda explicármelo a mí mismo entonces, y también a ti.

Una voz surgió ronca de entre las obscuras sombras que dominaban las ruinas,

y los dos hombres levantaron la vista. Uno de los soldados hacía frenéticos

gestos, y DiMag corrió hacia él con toda la rapidez posible, maldiciendo su

invalidez. Confiaba en que Revannic llegara antes. Cuando al fin estuvieron allí

donde aguardaban los dos guerreros, uno señaló algo que yacía junto a una

destrozada columna, y DiMag tragó saliva con esfuerzo antes de atreverse a

mirar.

No era Kyre, sino el cuerpo de una mujer con una horrible herida –carente de

sangre– en el estómago. Estaba acurrucada, aunque con los miembros rígidos,

en una extraña postura fetal, y su piel brillaba con la tenue pero creciente

fosforescencia de la descomposición. Tenía las cuencas de los ojos vacías, y los

labios, otrora llenos, aparecían deformados en una mueca helada para siempre

en su rostro. Durante una fracción de segundo, DiMag vio alrededor de los

hombros de la muerta una nube de cabellos de color escarlata. Pero cuando

parpadeó atónito, aquella masa de pelo y el rostro de perversa belleza se

transformaron en el nimbo plateado y en el espantoso semblante de Calthar.

El príncipe observó a Revannic por el rabillo del ojo, y logró captar su mirada.

También Revannic había notado el cambio, la repentina metamorfosis de

Malhareq en el cadáver de Calthar. y ahora, al contemplarlo de nuevo,

comprobó que envejecía rápidamente y se consumía. Fue la confirmación final

de que la brujería que había permitido a Calthar vivir tantos años por encima

de lo que le correspondía, quedaba vencida al fin.

–Todo ha terminado, pues... –dijo Revannic en voz baja, con el renuente

respeto, según pensó DiMag, de un soldado hacia el enemigo odiado pero

vencido–. Sin duda lo sabían. Y al morir ella, todo su poder se ha desvanecido.

¡Por eso volvían al mar!...

–Nuestra única y verdadera enemiga era ella –indicó DiMag, sin levantar la voz.

Revannic frunció el entrecejo, sin acabar de comprender.

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– ¿Señor?...

–No importa... Habrá tiempo suficiente para explicaciones.

Algo centelleó entre los jirones de la ya casi podrida túnica de Calthar, y el

príncipe se puso en cuclillas torpemente para verlo más de cerca. Un trozo de

cristal... o de cuarzo... Eran muchos y diminutos los azules y brillantes

fragmentos, como si una alhaja se hubiese hecho añicos, desperdigándose

entre aquella tela podrida. y allí, colgada entre los inertes senos de la bruja,

brillaba una delgada cadena de plata.

DiMag supo inmediatamente por qué no había sido hallado Kyre, y en el acto se

puso de pie, mirando al mar para esconder el profundo dolor que lo agitaba.

¡Hubiese querido decirle tantas cosas! Haven debía todo cuanto ahora tenía a

Kyre y a Talliann. Y él, DiMag, en particular, debía su vida al Lobo del Sol. Él y

Talliann habían llevado la esperanza adonde antes no había más que

desesperación. Ahora existía una posibilidad de que la ciudad viviera de nuevo,

y el príncipe deseó con toda su alma haber tenido ocasión de ver por última vez

a Kyre y de hablar con él. Dar las gracias resultaba absolutamente inadecuado;

sin embargo, le habría gustado expresar su reconocimiento al extraordinario

amigo.

Pero ahora era tarde. El tiempo le había abierto en una ocasión sus negras

puertas: no lo haría una segunda vez. Y aunque se había ido, Kyre dejaba a

Haven un legado único, inestimable.

Una vez más se volvió hacia Revannic, y preguntó con tono reposado:

– ¿Hay prisioneros?

–Unos cincuenta heridos, o más.

–Bien. Encárgate de que sean transportados a la ciudad, y de que reciban la

atención debida.

Revannic era un soldado inteligente, y el anterior comentario del príncipe le

había permitido hacerse una pequeña idea acerca de la naturaleza de la

influencia que Calthar ejercía sobre sus seguidores. Detrás de la orden de

DiMag había mucho más de lo que parecía, y Revannic lo consideró un buen

presagio.

–Como ordenéis, señor –contestó con una reverencia que fue sólo una breve y

parca inclinación de cabeza. Y... ¿qué hacemos con... esto? –agregó, señalando

los restos de lo que fuera Calthar.

DiMag miró por última vez a su enemiga, y luego se volvió.

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–Devolvédsela al mar. Ahora ya no significa nada.

Habían regresado en pequeños grupos, a nado, hasta la cueva marina, y subido

con sus últimas fuerzas a la plataforma de roca para recorrer luego el

laberinto de túneles en busca de un sitio donde descansar. Muchos estaban

heridos, pero aún eran más los que se hallaban atónitos por el increíble suceso.

Nadie hablaba, y los presentimientos de quienes no habían tomado parte en la

batalla, pero que ahora veían surgir de las sombras a los guerreros que

regresaban, crecieron de manera alarmante.

Akrivir fue de los últimos en llegar. Tenía un brazo inmóvil a causa de una

herida en el hombro, en la que la sangre había formado una gruesa costra, y

encima del nacimiento del cabello se le veía un tremendo corte que aún

sangraba lentamente.

Hodek estaba en la cueva cuando su hijo emergió poco a poco del agua, y salió

precipitadamente del corrillo de los ansiosos consejeros ya entrados en años.

Al joven Akrivir, su padre le recordó a un huesudo pajarraco de los que se

alimentan de carroña, y en su interior volvió a sentir el ya acostumbrado odio.

Pero ahora había una diferencia...

– ¿Dónde está ella? –Gritó Hodek con voz estridente que delataba su incipiente

frustración–. ¿Dónde? ¡Contéstame!

Akrivir miró a su padre con expresión pétrea.

– ¿Dónde está quién?

En el rostro de Hodek flameó la inquietud. Nunca había visto adoptar aquella

actitud a Akrivir, y eso le preocupó. Pero no importaba... Cuando ella volviese, ya sabría cómo manejar a aquel cachorro.

– ¡Calthar! –Replicó con sequedad–. ¿Por qué se retrasa tanto? ¿Y qué

significa...?

Akrivir lo interrumpió de modo tan frío, que la ansiedad de Hodek se convirtió

de pronto en franco miedo.

–Calthar está muerta.

– ¿Qué...? –Balbució Hodek, y sus pálidos ojos parecieron salirse de las órbitas

en una mezcla de incredulidad y desvalido horror–. ¡No! –Graznó el hombre–.

¡Mientes! ¡Eres un...!

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–Calthar está muerta –repitió Akrivir, y el fantasma de una gélida sonrisa

rompió la indiferencia de su rostro cuando percibió el alcance de la desolación

del autor de sus días, y de lo que el fin de Calthar representaría, sobre todo

para el viejo.

–Calthar, y sus Madres también. Ya no existen, padre. ¡No existen!

Empuñó la espada que Kyre le había dado. Fue un movimiento lento, y Hodek ni

siquiera pareció darse cuenta. De repente, Akrivir tuvo la sensación de que el

mar fluía por sus venas y arrastraba consigo una corrupción tan antigua y

arraigada, que apenas había tenido conciencia de que existiera. Se sintió limpio

y mucho más libre que nunca antes en su vida.

La boca de Hodek se movía en horribles espasmos, incapaz de pronunciar

palabra. El sobresalto le había privado del habla, y a sus labios asomó la

espuma, que luego resbaló por su barbilla.

El puño de Akrivir asió el arma con más fuerza.

–Todo ha acabado, padre –dijo de manera casi amable, ahora que el momento

había llegado–. ¡Sois el último de esa maldita corrupción!

Y con un breve y preciso movimiento, hundió en el corazón de Hodek la hoja de

su espada.

Después dio media vuelta. A sus espaldas sentía la atónita y aterrorizada

mirada de los compañeros de su padre. Akrivir contempló unos instantes la

ensangrentada hoja, pero luego la soltó y dejó que cayera al suelo.

Los guerreros que habían logrado regresar con él por el mar se hallaban

reunidos en la boca del túnel. No era fácil leer en sus ojos, pero era evidente

que no lo temían. Tampoco tenían motivo para ello. Uno había recibido una

grave herida de sable en la pierna, y la pérdida de sangre era considerable. Un

compañero le había aplicado un torniquete al muslo, pero aun así el hombre

necesitaba urgentes cuidados. Akrivir se le acercó, llamó con un gesto a otro

soldado, y entre los dos levantaron al herido sosteniéndolo por debajo de los

brazos. Sin prestar la menor atención a los acobardados consejeros, el

reducido grupo se internó por el túnel.

Desde donde estaban, podían distinguir las obscuras figuras que se movían por

la bahía, el sereno retorno a la ciudad, después del cambio de la marea y con el

mar cubriendo de nuevo la franja de guijarros. En las calles y plazas de Haven,

así como en el castillo, cuyos tres torreones se alzaban imponentes sobre la

población, empezaron a encenderse las luces, aquí y allá primero, pero luego en

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número cada vez mayor, como diminutos farolillos dispersados en la

obscuridad. Y los pensamientos de Kyre retrocedieron, a través de los siglos,

al Haven de antaño: no los tristes restos de una ciudad al borde del desastre,

sino una urbe floreciente, de murallas y avenidas que se extendían placenteras

y triunfantes alrededor de toda la bahía. Aquellos días no podían volver nunca

más. El choque de los tiempos, producido por los amuletos, había derribado las

barreras, pero sólo brevemente: la arena cubría ahora las calles sepultadas;

los muertos habían vuelto a sus tumbas y no resucitarían de nuevo. Las puertas

del tiempo se habían cerrado para el ayer, y así debía ser.

Pero con el cierre de las puertas, ya no había sitio en este mundo para Kyre y

Talliann. Los dos habían vuelto a la ciudad que un día gobernaran y que tanto

habían amado, para cumplir la promesa del antiguo legado que entonces

dejaron. Ahora, sus nombres tenían que pasar de nuevo al recuerdo y a la

historia. En el momento de matar DiMag a Calthar –y de destruir, con ella, el

alma de Malhareq–, los amuletos habían dado todo cuanto quedaba de su poder

y, cumplida su misión, se habían hecho añicos. Al abandonar el mundo aquellos

amuletos, había partido con ellos algo de él y de su consorte, como Kyre bien

sabía. Ambos se encontraban, pues, entre dos dimensiones, contemplando el

mundo de DiMag y de Simorh a través de una especie de ventana que ya nunca

podrían volver a atravesar.

Pero Haven ya no los necesitaba. Kyre había presenciado cómo los prisioneros

procedentes del mar eran conducidos a la ciudad, y sabía que su suerte sería

muy distinta a la de los camaradas que les habían precedido. Roto por fin el

negro maleficio de Malhareq, imperaría por ambas partes una mentalidad más

prudente y amplia, que permitiría tratos y encuentros y, sobre todo, una

comprensión de las locuras del pasado. No existían ya ciegos y arrogantes

necios como Vaoran o Hodek, y sí, en cambio, hombres con suficiente valor

para admitir los propios errores y perdonar los ajenos, y conseguir una paz

duradera. Quizá llegara el venturoso día en que la Hechicera volviese a ser

amiga de Haven y los habitantes de las aguas ya no temieran al sol.

Las pequeñas manos de Talliann se posaron en sus brazos, y él se volvió hacia

ella. Las columnas del antiguo templo arrojaban extrañas y fugaces sombras

sobre el rostro de la joven, pero sus negros ojos tenían el brillo de la

serenidad, y Kyre supo que ella había leído y comprendido sus pensamientos.

–Prosperarán, Kyre –murmuró con dulzura–. Éste es su mundo, y lo harán

medrar de nuevo.

El rostro de Talliann se apartó para mirar a lo lejos, donde la obscura franja

pedregosa y el reflejo de la luna sobre el lento movimiento del mar formaban

un pacífico cuadro.

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–Aquí ya no tenemos nada que hacer, Kyre.

Kyre le acarició la cara.

– ¿Te entristeces?

–No –respondió Talliann con una sonrisa–. DiMag y Simorh son todo cuanto

Haven necesita ahora, y yo no ambiciono ocupar su puesto. Sólo anhelo la paz

contigo. ¡Hemos estado separados tanto tiempo...!

–Nunca más lo estaremos –susurró él.

–No –dijo ella, amorosa–. ¡Nunca más!

–Hay otros lugares, Talliann... No mundos como los que tú y yo conocimos sino

lugares donde el tiempo no significa nada. Donde no existen el pasado ni el

futuro.

Sus dedos se deslizaron vacilantes por la frente de su joven esposa. Luego,

Kyre se inclinó para besarla tiernamente.

–Podríamos hallar la paz...

–Paz después de tanta lucha... Y tras tantos siglos de soledad... Sí; me gustaría

–añadió por fin, volviendo a mirar al mar.

Kyre esbozó una sonrisa tranquila.

–Haven ya no nos necesita; es cierto. Podemos ser libres, Talliann.

–Libres...

Los brazos de la joven se introdujeron entre los del hombre. La piel de

Talliann estaba helada a causa del cortante viento nocturno. No tenían nada

más que decir, ni despedidas para la ciudad, el mar o el viejo templo. Sólo

miraron una vez en dirección a Haven, pero sin hablar. Luego se volvieron, dos

figuras tan tenues y difuminadas como fantasmas, o tal vez como sueños,

contra el fondo de las impresionantes ruinas, e iniciaron el lento camino hacia

el centelleante e infinito océano.

Una mota de luz danzó unos instantes sobre la superficie del mar, y después se

apagó. Y sólo la eterna rompiente, en continuo movimiento, siguió alterando la

quietud de la noche.

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Epílogo: Haven

El alba había penetrado suavemente a través de los velos de pálida y

resplandeciente bruma que ascendía del mar para suavizar los duros ángulos y

derramar una lechosa luminiscencia sobre la ciudad. Cuando la mañana se

asentó lentamente, la bruma empezó a desvanecerse, y Haven pudo gozar del

mórbido y casi melancólico calorcillo de un perfecto día de otoño.

En las plazas en las que había mercado, unos cuantos vendedores montaron sus

puestos pese a saber que, aquel día, habría más conversación que negocio. Por

las calles correteaban los niños, chillando mientras se divertían con juegos que

los mayores eran incapaces de comprender. De vez en cuando, una voz de

mujer sonaba desde una ventana, advirtiéndoles que callaran para no despertar

a los exhaustos hombres que trataban de descansar después de la batalla.

Otras personas, en grupos de dos o tres, permanecían de pie sobre los

montones de escombros de lo que había sido la muralla de la ciudad, vigilando

desde allí el oleaje de la pleamar y pensando cada cual en lo suyo.

En el cuartel del castillo reinaba la quietud. Casi todos los hombres dormían,

aunque uno o dos sargentos desvelados preferían beber sus jarras de cerveza

y no pensar en el número de literas vacías que había en los dormitorios. Y en

los elevados aposentos del castillo, de descoloridos tapices, las lámparas

habían sido apagadas cuando el sol asomó por los grandes ventanales. Los

sirvientes preparaban el Salón del Trono para la asamblea que el príncipe

DiMag había convocado para aquella misma tarde.

DiMag no había dormido. Sólo se había concedido el lujo de un baño y de un

cambio de su indumentaria de guerra por un cómodo y ancho conjunto de

camisa y calzones de lana, alivio que contrastaba notablemente con el sordo

dolor que tenía en todos sus huesos, el envaramiento del brazo con que había

sostenido la espada y las punzadas que, de manera continua, sufría en su pierna

lisiada. Se había preguntado, en algún momento, si ahora, muerta Calthar,

aquella molesta herida empezaría a cerrarse. Su arraigado escepticismo le

hacía dudar de ello, pero ya no estaba seguro de que le importara. Inválido o

sano, para sus soldados y para todo el pueblo se había convertido en un héroe.

La voz había corrido como un reguero de pólvora, y todo el mundo estaba ya

enterado de cómo había acabado con Calthar. Por mucho que el apoyo de la

ciudad de Haven desconcertara a DiMag, ni podía oponerse a él ni rehuirlo. Y,

si bien era reacio a admitirlo, le satisfacía la aprobación de su pueblo, porque

le proporcionaba la ocasión que tanto necesitaba de arreglar muchas cosas que

en los últimos nueve años habían ido mal. Ya no se hablaría más de destronarle.

Y aunque, por derecho, el manto de la heroicidad tendría que haber recaído

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sobre los hombros de Kyre, DiMag estaba seguro de que el Lobo del Sol lo

hubiera entendido y se hubiese alegrado por él.

Antes de completar sus preparativos para asistir a la asamblea en el Salón del

Trono, el príncipe realizó una visita que para él tenía la máxima importancia.

Fue a la alcoba de Gamora y contempló su tranquilo rostro mientras dormía con

el pulgar en la boca. Simorh, situada junto a él, le tomó por el brazo en un

gesto que no era casual ni mucho menos ceremonioso. La expresión de la mujer

era pensativa y un poco melancólica. Y aunque su cara reflejaba todavía la

angustia pasada, DiMag se dijo que empezaba a dulcificarse, revelando ya algo

de la belleza que había poseído antes de los amargos tiempos que tanto habían

obscurecido las vidas de ambos.

No tendría por qué haber más amargura... DiMag estrechó cariñosamente el

brazo de su esposa, y ella le miró enseguida, mientras algo parecido a una

fugaz sonrisa iluminaba sus facciones.

–Dejémosla dormir –dijo–. Sé que correrá a nuestro encuentro tan pronto como

despierte.

Simorh estuvo a punto de echarse a reír, pero se dominó por sospechar que

eso podía desembocar con demasiada facilidad en el llanto.

–Si Gamora acude al Salón del Trono, la aplaudirán todavía más que a su padre

–señaló tranquila y risueña–. Y lo merece. Hasta ahora, bien pocas alegrías ha

tenido en su vida. Lo que siento –añadió cuando ya se encaminaba hacia la

puerta–, es que añorará a Kyre. Me hubiese gustado verle por última vez con

Talliann, antes de su partida. ¡Es tanto lo que les debemos!

–Creo que ya lo saben.

Era mucho lo que los dos tendrían que contarse, respecto de Kyre y Talliann,

pero aún no había llegado el momento: lo sucedido era demasiado reciente, y

primero estaban ahora sus deseos particulares. Sin embargo, no era demasiado

pronto para poner en práctica algunas de las lecciones aprendidas. Doce años

antes, el último deseo del príncipe MeGran había sido el de que su hijo

gobernara Haven de manera justa, firme y sabia: un deber que, según creía el

propio DiMag, había descuidado penosamente. Eso cambiaría ahora, junto con

otras muchas cosas. Abandonados sus temores y recelos, se abría camino a la

esperanza.

Fuera, en el pasillo, aguardaba un criado ya mayor. Hizo una reverencia a los

soberanos, y en su rostro había una expresión que el príncipe no acertó a

interpretar.

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–Mi señor..., señora... Perdonad mi intrusión, pero ha llegado al castillo un

emisario que solicita que su presencia os sea comunicada.

DiMag frunció el entrecejo y preguntó con sorpresa:

– ¿Un emisario? ¿De dónde?

–Dice llamarse Akrivir, señor, y a falta de otro título se presenta como

Protector de la Ciudadela. Se trata, según él, de una medida provisional

mientras no se restablezca un orden verdadero. Tuvo buen cuidado de

subrayar la palabra verdadero, señor, como si tuviese una importancia especial

–concluyó el hombre.

Akrivir... El nombre le resultaba familiar y, por fin, DiMag pudo recordar un

rostro en medio de la confusión de la batalla... Un guerrero herido a quien Kyre

había entregado una espada. Y recordó, también, que Kyre le había hablado de

ese Akrivir...

–Sí –dijo pensativo–. Quizá sea... Oye, ¿viene solo?

–Totalmente solo, señor, y sin armas.

DiMag miró a Simorh con expresión interrogante.

–Podría ser un comienzo... –indicó ella, sin poder disimular el interés que

vibraba en su voz.

Y los dos intercambiaron una mirada de entendimiento. DiMag se volvió hacia el

criado.

–Conduce a nuestro bienvenido huésped al Salón del Trono –ordenó–, y hazle

saber que la princesa y yo nos reuniremos con él inmediatamente.

El hombre hizo una reverencia y se alejó a toda prisa, y DiMag ofreció el brazo

a su esposa.

– ¿Estáis preparada para saludar al Protector de la Ciudadela? –preguntó, con

ojos llenos de afecto.

Sonrió Simorh, y su rostro radiante recordó a DiMag el de diez años atrás. Su

mano se posó en la de su marido cuando respondió:

–Sí, mi señor; lo estoy.