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ES ELLA Por Roberto Campos Hoy es 11 de Septiembre. Hoy me dejó. Desde hoy estoy y estaré solo. Todos me dicen que sea fuerte. Que Ella está en buenas manos, en paz y que acepte lo irremediable porque la vida continúa. Ellos quieren ayudarme pero no entienden que ya mis pies no podrán calentar los suyos cuando Ella los sentía fríos. Que ya no podré acariciarla, no podré besarla ni tocarla. Ya no responderá a mis preguntas. No compartiremos nuestros pensamientos ni nuestra intensa pasión. Ya no podré expresarle ni siquiera una pequeña muestra de amor, de cariño, de reconocimiento. Ella potenciaba nuestra férrea unión mutua casi telepática. Unión para gozar la dicha de encontrarnos y para luchar contra las fuerzas que intentaron obstaculizar nuestra felicidad. La misma gran fuerza y calidez de unión que tuvimos durante más de cincuenta años. Era de una generosidad sin límites. Su natural espíritu conciliador estaba siempre dispuesto para unir a las personas. Sin una queja. Sin ningún condicionamiento ni pretensión. Sólo pensaba y actuaba para favorecer a los demás, ya sean familiares, amigos o simples conocidos. Siempre atenta a las necesidades de los otros. Era el hada madrina de Cenicienta. Ahora valoro en grado superlativo su rol de esposa, madre, consejera y aún 1

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Es ella, de Roberto Campos narra cómo conoció al amor de su vida y las vivencias juntos desde el día que se conocieron.

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ES ELLA Por Roberto Campos

Hoy es 11 de Septiembre. Hoy me dejó. Desde hoy estoy y estaré solo.

Todos me dicen que sea fuerte. Que Ella está en buenas manos, en paz y que acepte lo irremediable porque la vida continúa. Ellos quieren ayudarme pero no entienden que ya mis pies no podrán calentar los suyos cuando Ella los sentía fríos. Que ya no podré acariciarla, no podré besarla ni tocarla. Ya no responderá a mis preguntas. No compartiremos nuestros pensamientos ni nuestra intensa pasión. Ya no podré expresarle ni siquiera una pequeña muestra de amor, de cariño, de reconocimiento. Ella potenciaba nuestra férrea unión mutua casi telepática. Unión para gozar la dicha de encontrarnos y para luchar contra las fuerzas que intentaron obstaculizar nuestra felicidad. La misma gran fuerza y calidez de unión que tuvimos durante más de cincuenta años.

Era de una generosidad sin límites. Su natural espíritu conciliador estaba siempre dispuesto para unir a las personas. Sin una queja. Sin ningún condicionamiento ni pretensión. Sólo pensaba y actuaba para favorecer a los demás, ya sean familiares, amigos o simples conocidos. Siempre atenta a las necesidades de los otros. Era el hada madrina de Cenicienta. Ahora valoro en grado superlativo su rol de esposa, madre, consejera y aún de valiente y honesta crítica. En esos pequeños hechos que suceden todos los días, dejó su marca. Por su inteligencia y fina sensibilidad pudo ayudarnos para prever qué nos sucedería en el futuro. Ella nos demostró, además, que con su entereza y su fuerza espiritual pudo sobrellevar calladamente crueles enfermedades, buscando que sus seres queridos no sufran preocupaciones a causa de ellas. Trato de entender lo que todos me dicen pero sé que me resultará difícil si no imposible seguir luchando en esta vida, porque no tendré a mi lado a mi compañera, que fue el espejo en el que pude reflejarme y con el que intenté corregirme.

Formamos y cuidamos nuestro nido como una pareja de palomas, con nuestros mutuos arrullos. Como ellas, nos unimos para seguir juntos

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toda la vida. Criamos a nuestros cinco “pichones”. Los amamos. Los educamos. Les dimos dignos ejemplos de vida. Nos divertimos juntos y pasamos muchos pero muchos tiempos felices.

¿Qué haré ahora? ¿Cómo sobreviviré sin Ella? ¡Ay, Dios! ¿Cómo podré vivir sin Ella? ¿Cómo hago? Para mí la vida se tornó intolerable. ¿Cómo seguir con la tortura de vivir sin Ella? Ella ocupa todos mis pensamientos, todos mis recuerdos y lo único que puedo hacer ahora es llorar. Creo que no podré seguir. No estoy preparado para aceptar su muerte. Nunca hemos hablado de ello ni de lo que podíamos esperar si algo nos sucediera. No nos despedimos. Cuando ayudé a trasladarla en la ambulancia hasta la sala de terapia intensiva del hospital no se me cruzó por la cabeza en ningún momento que no la vería más y que al poco tiempo se iría para siempre. No puedo despedirla ahora cuando habíamos comenzado a gozar nuestro propio tiempo de máximos y muy felices encuentros. Quedaron aún muchas cosas pendientes, pero no tenemos más tiempo. Siento un profundo dolor que no puedo compartir. Sólo lo puedo sentir en soledad. No puedo pensar. El dolor me agota. Creo que a partir de hoy me será casi imposible tener un propósito para vivir. Lo veo ahora como si intentara escalar desnudo el Everest.

La conocí un 5 de Enero en una playa de Mar del Plata. Con mi amigo Francisco caminábamos por la playa sin ningún plan establecido. Estaba contándole mis proyectos para esa noche cuando de repente la vi. Estaba tomando sol acostada sobre la arena acompañada por otra chica y un perrito. Era una tarde radiante, con un sol que brillaba como nunca. ¿O ese brillo venía de Ella? Parecía muy enfrascada en la lectura de una revista. Ni nos miró. O eso me pareció. Se paró. Era alta, delgada y con brillante pelo negro. Quizá de unos diez y siete años. Llevaba una malla enteriza negra que resaltaba su esbelto cuerpo y su cabello recogido con una cinta blanca. Sus facciones demostraban prestancia y firme personalidad. Yo, que soy muy tímido, empecé a hacerles bromas sobre el perrito y allí nos enganchamos en una fútil e intrascendente conversación. ¿Dije fútil e intrascendente? No es cierto. Conversamos de varios temas superficiales pero pronto me sentí como que la había conocido desde siempre. La conversación se hizo más profunda y animada. Noté enseguida que era muy inteligente además de muy hermosa. Todo lo que Ella dijo sonó a mis oídos como una

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maravillosa sinfonía. No podía dejar de mirar sus luminosos ojos grises. Nunca había visto ojos como esos ni una mirada tan dulce. Ni una sonrisa así. La de la Gioconda quedaba a la altura de un poroto. Una sonrisa amplia y franca con una oculta invitación a que besara sus rojos labios. Sentí una fuerza casi palpable que me arrastraba hacia Ella. Y allí en ese momento me surgió un pensamiento en mi interior profundo: “Es Ella”. Sentí que me había fulminado un rayo. Me recorrió toda la espina dorsal un estremecimiento desde la punta de mis cabellos hasta los dedos de los pies, como nunca antes había experimentado. Mi corazón se aceleró y bailó alocadamente. Mi respiración quedó por momentos suspendida. Se me puso la piel de gallina. En ese momento se me acabaron las dudas. Es Ella, me dije.Sinceramente no sabía que la había estado buscando durante toda mi vida. Me sorprendí de sentir sensaciones que había creído muertas desde hacía tiempo o que nunca había sentido. Enseguida sentí que éramos almas gemelas. Y tuvimos una comunión que nos unió por siempre. Hasta que se fue. Hasta que sucedió lo irremediable. Hasta hoy.Era hermosa. Muy hermosa. De una belleza sin igual, distinta a todas y a todo. Una belleza suave, lánguida, cálida, sin estridencias. En ese momento la comparé con la Virgen María. Debió haber sido por la bondad que irradiaban su sonrisa y sus ojos. Ella era un todo armónico. Un único, exclusivo y fenomenal todo. En ese momento no podía dejar de mirarla. Era como si me hubiera quedado petrificado. Tal fue la impresión de ese primer encuentro. Lo recuerdo claramente. No te estoy inventando nada. La pura realidad es que Ella tenía cierto magnetismo natural. Me pareció ver que de Ella irradiaban los siete colores del arco iris. Desde ese momento el resto del mundo dejó de existir para mí.Esa noche salimos los cuatro a bailar a Pancho Freddy. Nos divertimos mucho y quedamos en encontrarnos al día siguiente en la playa.

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El día anterior al de nuestro primer encuentro cuando volvía a mi casa en Liniers desde la de mi ex-novia, me encontré con Francisco que me esperaba en la puerta y allí decidimos irnos a Mar del Plata. Bueno, en realidad lo decidí yo. Necesitaba un cambio de aire. No soportaba más las presiones que me asfixiaban y las quejas de mi ex-novia. Fueron

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muchos años de continuas peleas y malhumores. De pretensiones que lastiman. De egoísmos. Casi arrastré al bueno de Francisco con mis urgencias.

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Ese 6 de Enero lo recordaré mientras viva. El tiempo era malo, muy malo, Hubo una tormenta durante la noche y el mar estaba bravísimo. La bandera roja significaba prohibición de baño. Mucho viento y un poco de frío hicieron que nos quedáramos dentro de la carpa de Ella jugando a las cartas y contando chistes. Como su amiga Marta perdió, tuvo que cumplir una prenda: meterse al agua fría del mar y recitar una poesía. ¡Pobre Marta! Con ese frío. Yo, queriendo ser todo un caballero, la acompañé mientras Ella y Francisco se quedaron dentro de la carpa y no metían ni un dedo del pie en el agua. Marta, que se había adentrado demasiado en el mar, de repente comenzó a gritarme que no hacía pie y que no sabía nadar. Inmediatamente busqué al bañero, pensando que solo una persona adiestrada en salvatajes podía ayudarla. No apareció por ningún lado. Tampoco había ninguna persona cerca. La playa estaba desierta. ¿A quién recurrir? ¿Cómo puedo pedir ayuda si no hay nadie? Debía pensar de prisa. Quería socorrerla pero instintivamente algo me decía que era muy peligroso y que podía poner en riesgo mi propia vida. No sabía qué hacer. Creo que ni Ella ni Francisco se dieron cuenta de la gravedad de la situación. En ese momento supe que tenía miedo. Quería escapar. Huir. ¿Cómo lograr que no me venza el miedo? ¿De dónde sacar fuerzas para ello? Algo debe hacerse ¡ahora! Y lo tenía que hacer yo, ya que no había ningún reemplazante. Hice de tripas corazón y contrariando la voz interior que me decía que no debía arriesgarme me largué a salvarla. Respiré hondo y me zambullí en el abismo de lo desconocido. Nadé crol pero de repente una fuerte corriente me chupó hacia abajo y hacia mar adentro. Yo no sabía cómo es el comportamiento del mar durante una tempestad, ya que siempre había nadado en piletas o en el río. Supe más tarde que la tormenta había formado un canal y que Marta estaba en la orilla opuesta. Seguí nadando. Cada vez que una ola me levantaba, veía la playa más y más lejos. Nadé con más fuerza. Estimé que las olas eran de más de tres metros. Sólo oía el rugir del viento y los ladridos del enojado mar al chocarse las olas. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué no avanzaba en la

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dirección que quería? Seguí nadando un tiempo que me pareció una eternidad. ¿Por qué el mar me llevaba hacia adentro? ¿Y ahora, dónde está la playa? Apenas aparecía en el horizonte cuando alguna ola me levantaba. Ya no veía a mis amigos. Sentí que algo rozaba mis piernas. ¿Hay tiburones por aquí? Me inquieté pero no sentí miedo. Me ordené tranquilidad. Había estado luchando contra la bravura del mar y no sabía cuánto tiempo había pasado desde que entré a salvar a Marta. Seguí nadando pero ya mis fuerzas estaban menguando. No sé de dónde las saqué para seguir nadando contra la corriente que me alejaba cada vez más de la playa. Me sentí agotado. Exhausto. Entonces decidí descansar haciendo la plancha. Creí que nadie vendría a socorrerme ya que ni siquiera había pedido auxilio. Mi supervivencia era para mí posible y dependía enteramente de mí. No tenía ninguna duda. Cuando pueda recuperar las fuerzas saldré de esta horrible situación, pensaba. Estaba solo en el medio del mar sin posibilidad alguna de ayuda externa. Pero poco a poco un cúmulo de dudas comenzó a surgir dentro de mí. Mientras flotaba pensé que pronto llegaría a las costas de África, si sobrevivía a los tiburones. Recordé que el año anterior se había ahogado un señor que permaneció nadando durante muchas horas mar adentro en forma paralela a la playa y que no pudo regresar nunca más. De pronto me di cuenta que no hacía más que manejarme con bravatas. Que la salvación no dependía sólo de mí, en absoluto, sino de Alguien más. Me di cuenta que aunque nunca en mi vida había sido un creyente devoto, ni practicado ninguna religión organizada, todo dependía de Él. Así que me encomendé al Señor. Le pedí que hiciera lo que creyera conveniente. Con serenidad le dije que estaba listo para lo que disponga. Muchos recuerdos y vivencias acudieron entonces a mi mente. Creí ver cómo le dirían a mi madre que me había muerto. La escena donde se lo comunicaban me dolió mucho. Me di cuenta que no amaba a mi ex-novia y que nunca la había amado. Recordé a mi padre que había fallecido un 30 de noviembre, el mismo día en que yo me recibí de perito mercantil en la escuela secundaria de Ramos Mejía, cuando lo encontré muerto en la cama al llegar a mi casa con el flamante título bajo el brazo y la medalla de mejor alumno de la graduación, medalla que dejé dentro del féretro. Me arrepentí de haberle reprochado recientemente a mi madre que aún siguiera llorando todavía a mi padre. Lamenté no haberme recibido todavía de contador. Hice un

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listado mental de los errores que había cometido en mi vida. Recordé y recordé. Recordé mis actos buenos (muy pocos), los malos y los fallidos. Hice un balance de mi vida. Reflexioné. Muchos acontecimientos pasaron por mi mente sin ningún orden, como si estuviera viendo mi vida grabada en una loca película. Había sido demasiado estricto y exigente conmigo, con mi familia y con todos los que se relacionaron conmigo. No aceptaba mis errores ni los de quienes me acompañaban. No perdonaba la falsía. Eso estaba bien. Pero ¿cómo reconocer la verdad? ¿Yo tenía el monopolio de la verdad? ¿Por qué no pude perdonar? ¿Por qué no pude comprender que ni yo ni nadie somos perfectos, como siempre lo había exigido? Lamenté algunos hechos en los que había sido injusto. ¿Por qué no pude ser más tolerante y comprensivo de los otros? Reconocí que no había sido lo suficientemente dúctil para amar al otro tal como era, con sus virtudes y sus defectos. Pero ya era tarde. Ya no podía cambiar. Y después no recuerdo nada más. Me di cuenta que había muerto cuando vi allí abajo mi propio cuerpo flotando en el agitado mar haciendo la plancha. Luego presencié cómo iban llegando cansados bañeros que se aferraban a mi cuerpo para sostenerse. Les grité sin voz “¡No me hundan!” Volé desde poca altura hasta donde estaba Ella presa del pánico. Quise decirle que todo iba a estar bien, que la amaba, Que pronto estaríamos juntos. Que rezara por mí. Luego, solo la oscuridad de un largo sendero o quizá un túnel. Y una Luz me atrajo. Y sentí paz y amor. Ya no tenía que seguir luchando como lo había hecho siempre en mi vida. Debía ir hacia allí. Caminé hacia la Luz. Vi muchas caras que en principio no reconocí. Luego me di cuenta que una de ellas era la de mi padre con su rostro severo, como siempre. Esperaba escuchar una reprimenda pero eso no sucedió. Todo era amor y paz. Me sentía bien. Acompañado. ¿Quiénes eran los que estaban conmigo? Reconocí también a mis abuelos maternos. Mi abuela sonreía con su linda sonrisa y sentí que me dijo: “bienvenido”. Una de las figuras translúcidas me habló telepáticamente. Era la principal, la más grande y luminosa. Me dijo: “Anda. Vuelve” Yo sentí que no debía oponer resistencia a Su orden, pero no me gustaba irme de allí porque sentía que al fin había alcanzado la paz que había estado buscando durante toda mi vida. Luego la Luz me dijo: “Vuelve que Ella te espera”. Estoy seguro que el Señor quiso darme una segunda oportunidad porque escuchó los ruegos y las oraciones de

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Ella. Así que ya no opuse ninguna resistencia, porque podía volver a verla. Y en ese momento Dios ató lo que hoy desató, ya que decidió que Ella fuera la hoguera que me diera el calor de la vida y me rescatara para vivir juntos para siempre.

Vi una luz que giraba en círculos alrededor mío. Pronto escuché a alguien que me dijo algo que no pude entender. No dudé que ya hubiera muerto y que era el Señor quien me hablaba. La luz seguía girando. ¿Dónde estoy? ¿Qué me está pasando? ¿Dónde está el Paraíso? ¿Ese era el Paraíso? Sentí una opresión en el pecho. Me dolía todo el cuerpo. ¿Entonces no había muerto? Porque si sentía dolores era porque tenía un cuerpo. Me di cuenta que estaba dentro de un enorme aparato y que la luz que giraba era de una lámpara que colgada del techo de pronto dejó de girar. Entonces apareció la cara de una mujer que me dijo: ─ ¿Cómo se siente, señor? Me alegro que haya vuelto. Estaba cubierta con un barbijo y una gorra blancos. Sus ojos y su voz me resultaron simpáticos y agradables. ─Soy médica y está en la sala de cuidados intensivos. Se había ahogado. Estuvo inconsciente durante mucho tiempo y supongo que ya está a salvo.─ ¿Me había ahogado? ¿Qué pasó?─ le pregunté No recordaba nada por más esfuerzos que hice. Después de un buen rato, poco a poco algunos recuerdos volvieron a mí. ─ ¿Y Marta? ¿También se había ahogado? ─ No sé de ninguna Marta. Sólo usted fue traído a esta Unidad Asistencial de Punta Mogotes. Lo trajo un Jeep. Tuvo mucha suerte. Recién hoy pudimos reparar y poner en funcionamiento el pulmotor y enseguida usted lo probó con éxito.─ me contestó. En eso oí una voz que venía de detrás de mí:─Amigo, que susto nos diste─ dijo esa voz con mucho énfasis. Soy uno de los ocho bañeros que te salvaron la vida. Cuando llegué con el flotador y la soga para socorrerte, tan lejos de la playa, te estabas hundiendo. Por suerte pude agarrarte de los pelos que si no, no podrías contar el cuento.─ ¿Ocho bañeros?─ le pregunté extrañado.

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─Sí. Somos los bañeros de los distintos balnearios de Punta Mogotes. Los otros siete fueron llegando donde estabas pero no podían recogerte por la fuerte marejada ya que ninguno había podido llevar el salvavidas y la soga. Yo pude agarrarte de los pelos cuando te hundías, como te dije, y calzarte el flotador. Mucha gente comenzó a tirar de la soga desde la playa y consiguieron sacarte a ti y a los bañeros.─No recuerdo nada de eso─ le dije.─Claro. Estabas desmayado. Cianótico. Cuando llegamos a la playa, alguien te sacó una foto. Enseguida te cargamos en un Jeep y te trajimos aquí. La dueña del Jeep está afuera, esperando.¿Es Ella? pensé. ─ ¿Y Marta?─ volví a preguntar.─Hay una chica que fue rescatada enseguida de pedir auxilio. No le pasó nada. No sé cómo se llama─ me contestó el joven bañero.

¡Ay, Dios mío! ¡Qué aterradora experiencia! ¡Y qué papelón! Hice un tremendo papelón ante Ella. En vez de rescatar a Marta y quedar como un héroe, tuvieron que sacarme a mí del agua. Todo un antihéroe. Seguro que Ella se habrá reído de mí. Otro acto fallido de mí pequeña y triste historia.

La doctora volvió a preguntarme:─ ¿Cómo se siente?─Me siento vivo.─ contesté.─Enseguida podrá salir, si cree que puede hacerlo.─ me contestó.

Al rato, cuando presumí que tenía fuerzas suficientes me levanté y con la ayuda de la médica y del joven bañero que me rescató de las aguas, salí del pulmotor y de la sala. Afuera me esperaban Ella, Marta y Francisco. Cuando los vi les pedí a quienes me sostenían que me dejaran caminar por mí mismo. Craso error provocado por mi orgullo. En cuanto me soltaron casi caigo redondo al piso. No tenía fuerzas. Después supe que en ese trance había perdido siete kilos de peso, yo que soy más bien delgaducho.

Francisco lloraba a mares. Noté que Ella y Marta estaban angustiadas. Todos habían creído que me había muerto.

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─Estuviste más de dos horas en el pulmotor─ dijo Francisco, moqueando después de abrazarme.Me subieron al Jeep conducido por Ella.Me llevó al hotel y después de asegurarse de que estaba bien prometió pasarme a buscar al día siguiente.

Francisco me demostró en todo momento que fue un amigo fiel y leal. Su sincera preocupación por mi salud, brindándome toda clase de ayuda y apoyo espiritual en esos difíciles momentos, forjaron un ligamen fuerte y duradero. Lamenté mucho su temprana desaparición.

Luego de comer me acosté y traté de dormir pero había algo que no me dejaba. Daba vueltas y vueltas en la cama. Me sentía raro. No sé. Diferente. Distinto. He cambiado. Sentí que una parte de mí ha muerto y en su lugar había nacido un ser nuevo. El mundo jamás volverá a ser el mismo y yo tampoco. Era como si comenzara una nueva vida. Comprendí que la vida es un regalo que hay que aceptar como viene. Me sentí más sensible y receptivo con las necesidades de los demás y más consciente de formar parte del mundo. Todo me pareció distinto. Haber cruzado el abismo entre la vida y la muerte hace que nada vuelva a ser igual. Los colores son más nítidos y brillantes. El cielo más azul. El aire más límpido. Mis amigos y mi familia adquirieron mayor importancia. La proximidad de la muerte hace de la vida una experiencia más real. Comprendí que en el futuro debía ser más paciente, generoso y tolerante con todos. Tratar de entenderlos y de ayudarlos antes de cuestionarlos. ¿Habrá sido una casualidad que haya tenido esta traumática experiencia el 6 de Enero, día de la Epifanía, aquel dichoso y bienaventurado día en el que el Hijo de Dios se manifestó a los Reyes Magos? ¿Recibía yo los regalos de mi resurrección y de haber podido conocer a Ella? Por momentos estaba contento por haber vuelto a la vida, pero a veces tenía temor por alguna secuela física o psíquica que pudiera sufrir a raíz del esfuerzo realizado y de haber estado tanto tiempo inconsciente, pero también por no volver a ver a Ella. ¿Qué pensará de mí? ¿Qué sentirá?

Al día siguiente, cuando Ella vino a buscarme al hotel, le pedí que me llevara al sanatorio donde me habían atendido, para llevarle a la médica cuyo nombre nunca conocí un regalo en agradecimiento. En la

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administración me informaron que los médicos que habían estado de guardia ayer, ya no estaban y hoy tenían franco. Consulté si se había registrado el incidente y me contestaron que ayer hubo un muerto por asfixia por inmersión, tal cual lo certificó el médico jefe de la guardia.─ ¿Se puede saber el nombre del muerto?─ le dije.─Roberto Campos, ─ me respondió la recepcionista.─ ¡Pero ese soy yo y estoy vivo!─ protesté airadamente. ─Señor, con esas cosas no se juega, ─ me replicó la empleada visiblemente enojada. ─ El único accidente en lo que va de la temporada ocurrió ayer y ese señor está bien muerto. Así lo dice el certificado médico. Se lo muestro. ¿Lo ve?─ me replicó mostrándome un documento...En vano intenté convencerla de que yo era el muerto. Así que ya estoy fuera, pensé.Es como me siento hoy, porque Ella ya no está conmigo. La muerte siempre está presente. Está viva. Está al acecho. Se nos presenta de ambas formas: imprevistamente o con anuncios previos. Pero siempre se presenta. Es paradójico que la única certeza de la vida sea la muerte. La Muerte la abrazó a Ella y se la llevó consigo. La Muerte de Ella me mató porque sin Ella la vida no tiene ningún significado, ningún futuro.

¿Qué había ocurrido? Nos enteramos después que el médico jefe había dado por terminada la resucitación con el pulmotor, le ordenó a su subalterna apagarlo, extendió el informe de mi muerte, dio las condolencias a mis amigos y se fue. Pero la médica felizmente lo desobedeció, me inyectó no sé cuánta medicación y siguió haciendo funcionar el pulmotor por largo tiempo más. Hoy me doy cuenta que la médica fue un instrumento del Señor.

Ahora creí que Ella estaba distinta. Parecía interesada en mí. Me cuidaba y me controlaba. Llegué a creer que me protegía. Que me mimaba. Que me amaba. Sugirió que diéramos un paseo por los alrededores en el Jeep. Me pareció una muy buena idea. No estaba en condiciones de caminar. Me sentía débil aún. Marta y Francisco se excusaron porque querían caminar por la playa. Creo que fue para dejarnos solos.

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Bajamos en el balneario San Cayetano donde Ella tenía la carpa. El bañero, un corpulento hombre de fuerte acento itálico, vino a nuestro encuentro al vernos llegar. ─ ¡Qué alegría! Lo felicito. Me enteré que se salvó de milagro. Le mostraré la foto que le saqué cuando lo recogieron.Fue hasta su cubículo y regresó de inmediato.─Mírela. Aquí está cuando lo sacaron.Fue sólo cuestión de echarle una mirada y sentir una impresión tremenda. Estaba tirado en la arena, desmayado o muerto y de un color azulado intenso. De inmediato rompí la foto en mil pedazos.─Por favor, volvamos al Jeep─ le dije a Ella.

Anduvimos un rato recorriendo lentamente la costa marplatense. El día era soleado y una suave brisa acariciaba nuestros cuerpos. Me sentí vivo nuevamente. Sentía la sangre correr por todo mi cuerpo. Sentía la sensación tan corporal de sentirme vivo. De repente comprendí el significado que tenía para mí seguir viviendo. Viví en ese momento la alegría de vivir. De haber vuelto a la luz después de haber conocido la oscuridad.─ ¡Estoy vivo!─ le dije alegremente.─Ah. Pero eso ya lo sabías─ me contestó Ella.─Sí. Pero ahora me di cuenta─ fue mi respuesta.Comenzamos a conversar intercambiando nuestras impresiones y yo escondiendo mis deseos de besarla. ¡Es tan hermosa!Almorzamos en un restaurante de una de las playas y hablamos de nosotros. Así, íbamos conociéndonos.Sentí que teníamos muchas cosas en común a pesar de nuestras diferencias. Ella era estudiante principiante de psicología en la Universidad de Buenos Aires mientras que yo estaba en las últimas materias de ciencias económicas de la misma.Provenía de una ciudad del interior de la provincia de Buenos Aires mientras que yo era porteño ciento por ciento y nunca había vivido fuera de la Capital.Descendía de vascos y mallorquines y yo de la mezcla clásica de italianos con criollos.Su familia estaba dedicada a la actividad agropecuaria y la mía al comercio minorista.

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Ella tenía siete años menos que yo.Cuando me hablaba de las teorías de Freud o de otro desconocido, sentí vergüenza por mi ignorancia. No mucha. Nunca me había interesado la psicología. Mi mundo eran los números. Los impuestos. Aquello era raro pero interesante. ¿O era Ella la que hacía interesante esas cosas raras que desconocía? Tan diferentes de mi racionalismo matemático. No, no quiero decir que eran irracionales. Lo que Ella me decía era racional, lógico, pero extraño. Me habría nuevas puertas del conocimiento. Me contó que se había recibido de maestra. Que había estudiado teatro y baile clásico y actuado en el único teatro de su pueblo en El jardín de los cerezos, una obra dramática de Antón Chejov, en el papel de Ania. Que le hubiera gustado ser bailarina clásica pero en su casa no se lo permitieron. Ambos éramos los hijos menores de familia numerosa. Mientras hablaba no pude menos que compararla con la música clásica. Mi música preferida. Porque tenía el romanticismo de Chopin y de Tchaikovski, el preciosismo y la justeza de Mozart y por sobre todo se notaba que tenía la fuerza de Beethoven en su Novena Sinfonía.

¿Cómo decirle que la amaba? Mientras lo pensaba seguíamos hablando de nosotros mismos. ¿Ese era el mejor momento de decirlo? ¿Si se lo digo no se reirá de mí? ¿No estaré haciendo el ridículo? Por las dudas mejor me callo y me lo reservo, porque como cantó la gitana Carmen en su ópera “el amor es un pájaro rebelde que nadie puede amaestrar”.

Ese día me quise probar nadando en el mar, que estaba muy quieto, a diferencia de ayer. Parecía que me estaba invitando a abrazarlo. Le dije a Ella que me esperara que volvía enseguida. Trató de persuadirme de hacerlo, quizá llevada por su intuición femenina. Sin embargo, ya sea por necio o testaruda resolví internarme en el mar a nadar. En cuanto sentí el contacto con el agua mi cuerpo se puso rígido, como si fuera una piedra. Me dije que sería la primera impresión y que debía insistir para acostumbrarlo a la temperatura. No hubo caso. Se negó a obedecerme y mis músculos seguían duros, tiesos. Finalmente, tuve que reconocer que debía dejar la prueba para otro momento.

Debía volver a Buenos Aires. A mi trabajo. Así que le comenté que me iba. Ella no parecía impresionada por eso y no dio ninguna señal

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demostrativa de cuáles eran sus sentimientos. Finalmente creí que mi oculto y no declarado amor no era correspondido. Quizá la sensación que había tenido antes era equivocada.

En Buenos Aires primero hablé con mi ex-novia, le conté someramente lo del accidente y le propuse que rompiéramos nuestro compromiso. Habíamos fijado fecha de casamiento para el mes de Octubre de ese mismo año y yo había estado invirtiendo mis ahorros en la compra de un departamento en construcción para nosotros. Sabía que el tema era de difícil digestión, así que traté de hacerle ver la inconveniencia de seguir juntos. Creo que ella también sentía que lo nuestro había terminado. Fue una ruptura sin quejas ni rencores. Casi casi de común acuerdo.

Cuando en mi trabajo comenté lo que me había pasado en Mar del Plata, me enviaron enseguida al servicio médico para que me revisaran. Me hicieron un exhaustivo examen y en consecuencia me acordaron una licencia para que me recupere.Inmediatamente llamé a Ella por teléfono y le pedí que me hiciera un favor:─Mirá, un amigo mío va a ir a Mar del Plata y necesito que lo vayas a buscar a la terminal de ómnibus porque es medio lelo. ¿Podrías hacerme el favor de recibirlo y aconsejarle dónde hospedarse?─ le dije.Le comenté cómo y cuándo se encontraría con mi amigo y, como lo suponía, accedió.Tomé de inmediato el primer ómnibus que iba a Mar del Plata y llegué puntualmente a la cita.Grande fue su sorpresa cuando en lugar de un desconocido se encontró conmigo.

Fue una semana maravillosa. Estuvimos juntos todo lo que su familia se lo permitía. Conocí a su madre, a sus hermanas y a sus sobrinos. Aparentemente me aprobaron. Después supe que no mucho y que desconfiaban de “ese porteño morocho y flacucho”. Ellos cuidaban mucho a “la nena”.

Ese día la invité a almorzar en la rambla de Mar del Plata, donde sirven una comida compuesta por “100 platitos de mariscos” según decía la propaganda. Cómodamente instalados y muy relajados seguimos

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conociéndonos. Y creo que nunca, ni en ningún examen, hablé tanto. Nunca divagué tanto mientras daba cuenta de los numerosos platitos que Ella probaba y picaba un poquito. Mucho después, con el transcurso del tiempo, me di cuenta del esfuerzo que había hecho para complacerme, porque odiaba los mariscos.

Esa noche volvimos a Pancho Freddy. Bailamos boleros y motivadora música romántica. Con ese fondo musical, le tomé ambas manos y mirándola a los ojos le declaré mi amor. Mi inconmensurable amor. No recuerdo todo lo que le dije, pero sé que le hablé con el corazón y le ofrecí mi amor eterno sin condiciones. El mismo que sigo teniendo por Ella. Tenía mis dudas. No sabía si Ella me aceptaría. No me contestó enseguida. Me pidió tiempo para reflexionar. ¡Qué dolorosa es la duda! Pasaron dos días sin tener una respuesta. Mi angustia iba en aumento. ¿Podría no sentir lo mismo que sentía yo? ¿Y si no me ama? ¿Tendrá novio? ¿Cómo no se lo pregunté antes? En alguna oportunidad la encontré aquí en Mar del Plata conversando con un joven. ¿Qué relación tendrá con él? ¿Por qué no me lo presentó? ¿Por qué lo escondió? Los celos empezaron a ejecutar su maldita función.

Cuando me respondió sentí que alcanzaba el cielo con las manos. Un apasionado beso selló nuestra unión. Sabía que estaríamos juntos por el resto de nuestras vidas. Y así fue. Hasta hoy.

Cuando Ella volvió a Buenos Aires para continuar sus estudios se hospedó en un pensionado católico para señoritas de la calle Uriburu con horarios muy estrictos. Así que seguimos viéndonos de a ratos, cuando podíamos hacer coincidir nuestras horas libres. Nuestras relaciones se fueron afianzando. Consolidando. Estrechando.

Me propuse graduarme ese mismo año. Me faltaba aprobar cuatro materias. Lo conseguí en el mes de Diciembre después de mucho esfuerzo. Como mis notas promedio fueron muy buenas el gobierno de los Estados Unidos me becó para hacer un curso de Administración Empresaria en la Universidad de Columbia y visitar las sedes de importantes empresas multinacionales. Cuando estaba llegando el momento de nuestra separación física sentí que ello me causaría un gran dolor. No podría soportar estar separado de Ella. Consulté a las

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autoridades norteamericanas si podía llevar a mi esposa y una vez conseguida la autorización, la pedí en matrimonio a su madre, ya que era menor de edad, unos quince días antes de la partida. Nos casamos en su pueblo el mismo día que tomamos el avión en Ezeiza. Así que todo fue vertiginoso. No tuve tiempo ni siquiera para comprarme un traje nuevo. Su hermana me cosió un botón de la camisa y su esposo me prestó una corbata. Cuando salimos del Registro Civil en medio de las felicitaciones de nuestros parientes y amigos, descubrí que en la libreta de matrimonio había un error. Entonces le dije a Ella:─Volvamos. Hemos cometido un error.Un gesto de sorpresa seguido por otro de extrañeza surcaron su cara, pero me siguió igual, sin decir ni una palabra.Al enfrentar al jefe le dije:─ ¡Hay un error!─ ¿Qué?─ me preguntó muy exaltado.─ ¡Venimos a divorciarnos!─Pero. No... No puede ser...─exclamó el funcionario.─Espere... El apellido de mi suegra está mal escrito.─ le dije.─ ¡Ah! ¡Qué susto!

La estadía en los Estados Unidos fue muy provechosa para ambos. Además de los nuevos conocimientos que adquirí en el curso, tuvimos la vivencia del gerenciamiento de los más importantes empresarios de las multinacionales que visitamos. Cenábamos todas las noches en casas de familias que habían solicitado recibirnos y así ambos pudimos conocer los comportamientos y los pensamientos de las diversas clases sociales que componían la sociedad norteamericana en esa época. Recorrimos Nueva York, Buffalo, Detroit, Chicago, Pittsburgh, Filadelfia y Washington. Finalmente tuvimos una reunión en la Casa Blanca donde saludamos al presidente John F. Kennedy y tuvimos un intercambio de opiniones sobre la Alianza para el Progreso con sus asesores latinoamericanos. Los felicité por el cambio de enfoque que la Administración norteamericana hizo respecto a la ayuda a Latinoamérica. Les indiqué que a diferencia de otros países latinoamericanos, nuestro país no necesitaba hacer las reformas agraria y educativa, que eran los requisitos exigidos para acceder a la ayuda de la Alianza, pero les señalé que sólo necesitaba que levantaran las restricciones norteamericanas a las importaciones de carne vacuna

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argentina y que no nos hicieran competencia desleal en el comercio internacional vendiendo trigo a Brasil a pagar a 30 años en cruceiros. Les señalé también que debido a nuestra integración racial y a la excelente educación y nivel sanitario de nuestro pueblo, estábamos en distintas condiciones al resto de los países latinoamericanos para lograr mejores niveles de vida por nuestros propios medios, por lo que la ayuda financiera de la Alianza para el Progreso nos era necesaria pero no imprescindible. Estimo que mis reclamos y propuestas no fueron del agrado de ellos, porque enseguida fui citado por Inmigraciones y nos emplazaron a que dejemos los Estados Unidos dentro de las siguientes 48 horas, porque me etiquetaron como “comunista”.

Finalmente decidimos hacer nuestra postergada luna de miel en Europa. Tomamos un avión a Milán, donde compramos un auto, una carpita y lo necesario para viajar por toda Europa haciendo camping con plena libertad. Sin itinerarios prefijados. Sin horarios. Visitamos Italia, Suiza, Francia, España, de vuelta Francia, Alemania y volvimos a Italia donde en Génova embarcamos rumbo a Buenos Aires en el vapor Federico C luego de casi seis meses.

Nuestro principal propósito era vivir los dos juntos todo el tiempo y eventualmente conocer a la gente común. Saber cuáles son sus prioridades, sus problemas, sus niveles educativos y culturales. No nos interesó hacer de turistas. Queríamos formar parte del pueblo. Ampliar y enriquecer nuestra cultura con mayor conocimiento de ellos para poder comparar con los nuestros, así como gozar de todos los museos y galerías de arte que pudiéramos. Fuimos “hippies” y alternamos con muchos de ellos en comunidades, con hombres que usaban pantalones pata de elefante y ellas minifalda. Ambos caminaban descalzos y lucían remeras con la leyenda “haz el amor y no la guerra”. Pero eso ya es otra historia que si Dios quiere les contaré en otra oportunidad.

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