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En los límites de la Bioestética. 1

No es nueva la Bioestética. A comienzos del siglo XX ya la encontramos esbozada

por la generación europea de 1914. Forma parte de su proyecto de superación del

idealismo en la vuelta a la vida. Ello es posible por una revalorización de lo biológico,

la recuperación del cuerpo y, en general, del “entorno”. Se cruzan en el camino de la

superación los dualismos en los que ha estado escindida la tradición del pensamiento

occidental, tales como sujeto y objeto, verdad y ficción, mente y cuerpo, razón y

sentimiento. Para lograr esa superación proliferan, por una parte, los discursos sobre el

fin de las artes y disciplinas ligadas a esa forma de pensamiento occidental asociada la

razón racionalista y, por otra, se demanda una “nueva sensibilidad” para estar a la altura

de los nuevos tiempos. Y es dentro de esa nueva sensibilidad donde aparece la

bioestética.

Esta nueva sensibilidad tiene tres referentes próximos que configuraron el siglo

XIX: el romanticismo de su primera mitad y el auge de la ciencia en la segunda. Ambos

son también determinantes para entender el paso del siglo XX a XXI desde el fenómeno

del tecnorromanticismo. Está, por un lado, la ideología de la ciencia llamada moderna

desde mediados del siglo XIX y su traducción masiva en forma de la técnica, primero

desde el signo del progreso en las estéticas de las diversas Exposiciones Universales, y

luego de destrucción por su utilización generalizada en la Primera Guerra Mundial. Con

alguna excepción (como la de Ortega y Gasset) los filósofos de la generación del 14 no

están a la altura de este fenómeno de la técnica, y ello implicará también un importante

retraso en los posteriores. Los discursos sobre la deshumanización de la técnica,

achacable precisamente a su “perfección”, son habituales en esta época. También la

contraposición entre el pensar filosófico y el calcular científico. Parece como si fuera

necesario abandonar el camino de la ciencia, tan trillado antes, para alcanzar la

existencia o la vida, el nuevo descubrimiento, desde otras instancias. Se sigue así la

estela de filósofos calificados como científicos, así Bergson, quien paradójicamente

hace una contraposición entre tiempo de la ciencia y de la vida, difícilmente aceptable

hoy día, al igual que la oposición entre tiempo y espacio.

El segundo referente de esa nueva sensibilidad es su oposición a la antigua,

entendida generalmente como la romántica, pero también y especialmente a sus secuelas

en las estéticas de la vivencia y de la empatía de finales del XIX y comienzos del XX. 1 Artículo para la revista Arbor del CSIC.

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Como nota común hay un giro hacia el arte después de la crisis de la razón, pero desde

el rechazo a esas formas de estética, que prolongan a su juicio en el narciso sentimental

los defectos que ya han observado en el narciso trascendental del idealismo. Se

propugnan, frente a los procesos de identificación sentimental (vivir la literatura, el arte

etc., proyectándose en ellos) unas estéticas de la distancia, del respeto a los objetos,

cuyo modelo creyeron encontrar en Cézanne. Ahí se trazan unos límites en continua

metamorfosis entre las estéticas cognitivas del objeto que, a diferencia de Kant, unen

sentimiento y conocimiento, y las estéticas sentimentales del sujeto, degeneración suya

que separa los dos ámbitos, pero que tendrán gran éxito posteriormente en la publicidad

y la propaganda política. El esteticismo sobreviene como perversión de la estética ya

desde sus comienzos al ser utilizada esta y sus aplicaciones como ejemplo, como

sensibilización, de ideas éticas y religiosas, en procesos generalmente bienintencionados

pero no muy diferentes a los de marketing ya sea económico o político. Se trata, en

definitiva, de tomar a la estética, ya sea en la retórica del concepto o de la imagen, para

conmover moviendo a aceptar algo. Y sucede con frecuencia cuando se utiliza la

literatura y, aún más, la imagen como refuerzo conceptual y ejemplo de la teoría. El

propio Schiller ya reclamaba la necesidad de reconducir todo este proceso desde una

autonomía cooperativa de la estética que fijara sus límites como lugar de encuentro con

las diferentes perspectivas.

El tercer ingrediente de esa nueva sensibilidad a destacar es, junto al carácter

híbrido de las estéticas, la fascinación por los seres híbridos que las soportan. El intento

de superación de los dualismos de la cultura idealista tiene lugar mediante metáforas en

el ámbito del conocimiento y el antropológico que expresan la mutación que se está

produciendo. Se trata de lo que se conoce como el tiempo y el espacio del “entre”, del

ya no pero todavía no, que definiría la situación. Para ello se acude con frecuencia al

mito, fuente casi inagotable de construcción de imaginarios, y así la mezcla de instinto y

razón se visualiza en el centauro, la dependencia del sujeto y objeto en los dióscuros, los

dioses gemelos interdependientes, de modo que cuando moría uno desaparecía el otro.

El uso de metáforas y construcción de imaginarios híbridos se ha heredado en la cultura

de las nuevas tecnologías, uno de cuyos ejemplos más sobresalientes es el ciborg que ha

dado lugar a especulaciones transhumanistas y posthumanistas, aunque también se ha

desarrollado recientemente la dimensión ciudadana del mismo a cargo de Fernando

Broncano.

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Queda en suspenso la cuestión de si lograron superar o no ese idealismo en el

siglo XX, si sigue perviviendo o no ahora en forma de idealismo de lo digital, porque lo

cierto es que el siglo pasado amaneció utópico y acabó distópico, con una confianza en

el futuro y la posibilidad de proyectar, dirigir y controlar la propia vida que las distopías

posthumanistas a finales de los 80 desmintieron. No ajeno a ello es la aparición masiva

de las nuevas tecnologías que llevan a una aparente transformación cualitativa en el

pensamiento. Si, por una parte, a comienzos del siglo XX son frecuentes los discursos

sobre la deshumanización de la técnica, a finales del mismo se dan las utopías

transhumanistas y las distopías ciberpunk sobre la desmaterialización de lo real y el

ambiguo posthumanismo que supone una clara desvalorización del cuerpo.

La situación a comienzos del siglo XXI, especialmente después de la sacudida de

los atentados en el 2001, ha cambiado de modo significativo. Por una parte,

constatamos la vigencia, al menos en el lenguaje, de los imaginarios sociales

construidos estéticamente en los años 80 y 90 del siglo pasado. Son los que aparecen en

el arte, la literatura y filmes de ciencia ficción. Ellos configuraron lo que Susan Sontag

llamó con acierto la “imaginación del desastre”. Y, por otra, vemos la necesidad de

hacer un análisis crítico de los mismos, aportando otros nuevos para hacer frente a unas

realidades cambiantes y distintas de aquellas. La falta de ese análisis crítico tiene como

contrapartida indeseada la generalización del esteticismo a unos ámbitos de lo social y

lo político donde hace falta el establecimiento de unos criterios de juicio y actuación,

por más provisionales que puedan ser. Ése es el ámbito de la bioestética como una teoría

de la sensibilidad de los seres tecnológicos basada en el humanismo tecnológico.

La necesidad de esos criterios es tanto más patente cuanto que en el discurso sobre

las nuevas tecnologías se solapan la construcción de imaginarios con la reflexión más

conceptual, y ello determina todavía en buena medida el lenguaje y discursos actuales.

Ejemplos de ello serían conceptos como el de ciberespacio puestos en circulación en el

Neuromante de Gibson, junto con las mencionadas figuras de los híbridos, uno de cuyos

ejemplos más sobresalientes es el del ciborg. Su crisis hoy va unida tanto a la tradición

platónica que alienta en el primero, como al modelo antropocéntrico que late en el

segundo. En todo caso la discusión sobre los mismos no se plantea en términos de

verdad o falsedad sino de vigencia y utilidad: imaginarios que prefiguraron durante

décadas un futuro aparentemente más o menos próximo, como los viajes espaciales, el

ciberespacio como alucinación consensuada, robots, androides, y el mismo ciborg,

dejan de estar vigentes ahora siendo sustituidos por otros. Así, por ejemplo, el

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manifiesto de Haraway resulta un tanto anacrónico hoy día, siendo irónicamente tratado

su personaje como una ciborg en Ghost in the Shell.

El establecimiento de criterios va unido desde la modernidad al de límites. Sin

embargo, la palabra “límites” no va asociada ya en este siglo XXI a frontera divisoria, a

lugar donde acaba algo, sino más bien a puntos de encuentro donde hay la posibilidad

de que comience otra cosa. De modo que, a diferencia de tiempos pasados, no es yendo

hasta el límite de las posibilidades como se experimentan realmente hoy día las

posibilidades del límite. A las figuras de la multiculturalidad e interculturalidad se

añade la de ir campo a través de los géneros ya establecidos en el tratamiento de los

problemas, obteniéndose de ese modo valiosos cruces. A modo de ejemplo cabe señalar

cuatro investigaciones de límites en el ámbito de la bioestética que pueden desarrollarse

hoy día: las estéticas cognitivas, la neuroestética, el humanismo tecnológico y las

estéticas ciudadanas. Son sólo unos ejemplos de un trabajo que vengo exponiendo desde

hace años.

1. Estéticas cognitivas.

El punto de arranque de las estéticas cognitivas viene dado por su origen moderno,

como una forma de saber del individuo en comunidad y en un espacio y tiempo

determinados. No tiene como base abstracciones semejantes a la humanidad o la razón,

sino los individuos concretos constituidos como tales a través del cuerpo. En este

sentido las estéticas cognitivas actuales son más deudoras de los planteamientos

biológicos de las estéticas inglesas que de los trascendentales de las alemanas como la

kantiana. Ello propicia un tipo de estéticas integradoras de los niveles sensible e

intelectual frente a la separación analítica de los mismos. También desemboca en

estéticas de la comprensión que aúnan sentimientos y emociones, y de la percepción,

que desarrollan el componente háptico del conocimiento, aspecto este último

particularmente valioso en las estéticas de las nuevas tecnologías.

Planteadas así las cosas queda claro que en su origen moderno (ni tampoco ahora)

la estética no es una teoría o filosofía del arte, ni tampoco de la belleza, aspecto este

cuyo desconocimiento ha generado numerosos equívocos. Lo que no significa que la

faceta cognitiva de la estética no se ejerza también a través de actividades como las

artísticas y literarias. Pero se trata de un enfoque más amplio que concierne a la

dimensión cognoscitiva y social del ser humano. Esta precisión tiene un interés mayor

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que el de la definición y demarcación disciplinares en apelación a sus orígenes pues

afecta a uno de los posibles medios de comprensión de la sociedad y el tiempo en que

vivimos.

Efectivamente, la necesidad de las estéticas cognitivas hoy día viene dada, entre

otros factores, por los problemas que surgen a la hora de configurar una cultura de las

nuevas tecnologías. Me refiero al hecho comprobable de que en la sociedad de las

nuevas tecnologías se elaboraron a finales del siglo XX los imaginarios estéticos en

sentido esteticista antes de los conceptuales, y aunque la tendencia se está invirtiendo a

comienzos del siglo XXI todavía quedan unos condicionantes apreciables. De modo

general se puede decir que se trata de imaginarios tecnorrománticos basados en

metáforas digitales. Este tecnorromanticismo no se refiere sólo al luminoso (de

autoafirmación del yo) sino también al llamado “negro” (de su disolución) y,

especialmente a la tecnoorgánica, patente en creaciones como los biomecanoides de

Giger y sus secuelas Allien. Desde esta doble perspectiva las sucesiones son rápidas. Se

entendieron como tecnologías cartesianas de la mente para pasar rápidamente de la

inteligencia artificial a la emocional; como tecnologías del yo capaz de configurarse a sí

mismo en vidas virtuales, identidades múltiples, yo proteicos; como tecnologías de lo

inmaterial en clara desvalorización inicial del cuerpo; como tecnologías de un tiempo

real entendido al modo spinozista del dios ubicuo, instantáneo y simultáneo; como

tecnologías de impacto y de penetración que llevan a la disolución del ser humano o a

su conversión en biopuerto; como tecnologías de identidades terminales en las que la

vida es un programa informático o, simplemente, describen el existir como estar

conectado. En definitiva se trataba, como en el título de un famoso libro, de “ser

digital”. Esa digitalización de la existencia culmina en el lema de la revolución digital

propugnado por la revista Wired: cerebros conectados a cerebros.

Su expresión tiene lugar en una serie de metáforas digitales que, bajo el signo de

la novedad, en realidad expresan la incapacidad de asumir conceptualmente en el

contexto de la cultura occidental las nuevas tecnologías. Así quedan exteriorizadas

cuando se habla de su “impacto”, de que “democratizan” esto o aquello y funden,

confundiendo, cuando hablan de “ciudadanía digital”. Son sólo unos ejemplos de cómo

la metáfora, que sirve habitualmente para ampliar el conocimiento hacia lo desconocido

más allá de los límites conceptuales de lo conocido, acaba sustituyendo lo real que

trataba de explicar. Pues es evidente que no existen ciudadanos digitales sino

únicamente ciudadanos que utilizan nuevas tecnologías. No se trata sólo de un uso

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inapropiado del lenguaje sino que este uso esteticista de los imaginarios plantea

problemas para el ejercicio de la responsabilidad estética basada en criterios estéticos.

El uso esteticista de los imaginarios no sólo en el terreno del lenguaje sino

especialmente de lo audiovisual, plantea hoy día más que nunca la necesidad de esos

criterios. Estos deben hacer frente a dos extremos heredados del siglo pasado. Por una

parte el discurso, que proviene de la cultura de la droga en la contracultura, de la

sobredosis de imágenes, que impacta sobre el ser humano creando verdaderos mutantes.

Hay reminiscencias de la caverna platónica y del discurso de la condición humana como

prisioneros de las imágenes, hasta el punto de que se ha llegado a afirmar en el

ciberpunk que el ciberespacio es un espacio platónico, cuya desconexión provoca una

caída en el cuerpo y la carne. A esto se une la conocida desconfianza para con las

imágenes en la herencia de una cultura judeocristiana orientada a la palabra. Por otra

parte, y enlazado con lo anterior, no sólo en la literatura sino especialmente en el cine de

ciencia ficción se ha generado toda una corriente distópica, que inspirándose en una

estética tecnorromántica del lado oscuro de lo sublime, representa, en palabras de

Jameson que recuerdan a Marcuse, la muerte de la “imaginación utópica”. A esta

estética que se ha llamado “estética del reciclaje”, propia del arcaísmo cultural de las

distopías, se une un neoconservadurismo social y político en el que, como

pronosticaban los frankfurtianos, las grandes corporaciones toman el lugar de los

partidos políticos y los Estados, no habiendo margen para el individuo como ciudadano,

y quedando a merced de “elegidos”, que desde Metrópolis son las fórmulas

excepcionales de salvación en la descomposición social que adopta la dictadura. Los

criterios icónicos son aquí decisivos pues las imágenes tienen un discurso autónomo, y

el que “gusten” desliza fácilmente el discurso totalitario inserto en las mismas en una

generación educada en la palabra de las aulas pero formado en el discurso audiovisual

que predomina fuera de ellas.

La formación de criterios estéticos como criterios icónicos tiene en cuenta algo ya

detectado por las estéticas de la modernidad y acentuado en el esteticismo de la

industria cultural criticada por los frankfurtianos, y es la necesidad de incorporar a nivel

cognitivo la consecuencia de la escisión de los trascendentales (verdadero, bello y

bueno) en la crisis del idealismo que obliga a redefinir los límites entre los mismos. En

Schiller se constata que lo que proporciona mayor impacto estético suele ser lo más bajo

éticamente, y Burke señala que nada hay más sublime que el PODER, con mayúsculas,

aludiendo explícitamente a las fórmulas totalitarias del mismo. Estos son ejemplos de

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estéticas cognitivas. Pero actualmente no suele suceder así y el esteticismo borra los

criterios. Aquí el discurso de la palabra y de la imagen son divergentes de modo que,

con frecuencia, el segundo es contradictorio con el primero, y así condenas de lo

totalitario en la palabra se transforman en su apología icónica en la misma película, no

por casualidad y sí por oportunismo comercial, dando como resultado ese “fascismo

fascinante” que tan certeramente denunciara Susan Sontag. Esto se pone de manifiesto

en películas bienintencionadas como La lista de Schindler, el Tren, o más recientemente

en productos comerciales como Malditos bastardos de Tarantino, donde el personaje

más simpático y atractivo es un cruel nazi caza judíos. Zizek ya ha advertido que en

nuestra época de la imagen los fascistas han mutado, ya no son los rugientes

malencarados del tópico brazo en alto, sino personas divertidas, colegas, con sentido del

humor, que hasta se ríen de sí mismos, pero no por ello menos implacables en la

consecución de sus metas. El poder emocional identificatorio de estas imágenes

estéticamente potentes, y la necesidad de un criterio icónico de las mismas, se pone de

manifiesto especialmente en el caso de la violencia estetizada, que alcanza su

culminación en los numerosos ejemplos de condena verbal que expresan la necesidad de

su erradicación…precisamente a través de su multiplicación icónica. Y es que se está

preparado para detectar el totalitarismo de la palabra, pero no tanto de la imagen que

florece especialmente en democracia.

2. Algunos problemas con la Neuroestética y las Biotecnologías.

Las estéticas cognitivas no vinculan las experiencias estéticas necesariamente al

gusto, al placer, a los juicios estéticos y a la comunicación de los mismos, como se ha

hecho tradicionalmente. En los diferentes “adioses” a la estética vinculada al arte para

recuperarla como experiencia estética, que se dan a finales del siglo pasado y comienzos

de este, hay una coincidencia y es la de diagnosticar lo que se ha denominado el fin de

la “utopía de la comunicación” vinculado a una estética kantiana recepcionada por

Habermas y a determinadas utopías ciudadanas. Sin embargo, hay otras consideraciones

del gusto como la de Petrarca cuando asocia sapere a saber y sabio a aquél que tiene el

gusto por las cosas. El gusto sería así un saber, gustar de las cosas, en dirección hacia

ellas y no al sujeto. Distinto de la caracterización que hace Kant en la Crítica del juicio:

“Para decidir si algo es bello o no, referimos la representación, no mediante el

entendimiento al objeto para el conocimiento, sino, mediante la imaginación (unida

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quizá con el entendimiento), al sujeto y al sentimiento de placer o de dolor del mismo.

El juicio de gusto no es, pues, un juicio de conocimiento; por lo tanto, no es lógico sino

estético, entendiendo por esto aquel cuya base determinante no puede ser más que

subjetiva”. Se entiende así que en la crítica que Heidegger hace a la modernidad incluya

también a la estética reducida a una manifestación del subjetivismo. Lo que no obsta

para que sea posible hoy un rescate de la estética kantiana desde perspectivas no

desarrolladas en la estética trascendental de la Crítica de la razón pura y de la

imaginación como facultad de conocimiento mediadora entre la sensibilidad y el

entendimiento, junto a su caracterización de los juicios estéticos como juicios

reflexionantes que van de la experiencia de lo particular a la exposición de hipótesis

más generales y no al revés. Pero, dicho esto, es obvio que hay otros modelos de

conocimiento que el lógico, y que las experiencias estéticas no siempre se expresan en

juicios y que la mayor parte no se comunican, no por vocación de silencio, sino por

simples cuestiones de circunstancias y oportunidad. Una experiencia estética dirigida a

los objetos más que a los sujetos es la que por ejemplo se ensaya en el cine y literatura

modernos de los años sesenta y siguientes del siglo pasado basada en imágenes de

tiempo lento, de tiempo espacializado distinta de la modernidad de tiempo rápido, y

refractaria al análisis de los modelos semióticos y narrativos, y que llega hasta hoy.

Enfocadas así las cosas puede establecerse un fértil injerto entre las estéticas

inglesas del siglo XVIII y actuales investigaciones en el ámbito de la neuroestética en

torno a las bases neuronales de la experiencia estética. La existencia de una cierta

inflacción del prefijo “neuro” asociado a todo tipo de campos no debería desanimar a

ello. Sin embargo, los resultados parecen ser más bien escasos hasta el momento en

parte por la dificultad de la teorización de los mismos. Así, por ejemplo, si leemos el

seminal estudio de Zeki sobre arte y cerebro vemos que repite los esquemas platónicos

y escolásticos esencialistas a la hora de referirse a esas experiencias. Miguel Merchán

afirma que “el placer estético es una “emoción” que seguramente se genera como

producto de la actividad del sistema límbico bajo la influencia de la corteza cerebral”.

Pero, ¿qué ocurre cuando se trata de experiencias cognitivas no vinculadas al placer, ni

tampoco a la experiencia de la belleza, aspectos estos últimos que han merecido la

atención de Wagensberg o Cela Conde?. Es una experiencia común que, a veces, la

verdad cae en los sitios donde no nos gusta, no nos agrada, no causa placer. Y la palabra

“verdad” no está tomada aquí en un sentido únicamente lógico, sino que apunta al hecho

de que a veces juzgamos como estéticamente valiosas obras que no nos “gustan”, e

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inversamente que nos gustan otras cuyo valor estético es más que dudoso. Esto se

vuelve más complejo cuando se trata de las obras de arte, ya que los criterios y juicios

estéticos no son los mismos que los criterios y juicios artísticos.

¿Cuál es el alcance de afirmar las bases biológicas de la experiencia estética? El

asunto se complica en planteamientos como los de Lythgoe referidos al tema de las

emociones: “¿pero puede realmente el método científico explicar lo que son el amor y el

odio aunque nos cuente qué partes del cerebro están asociadas con esas emociones?”. Y

continua diciendo que nos puede señalar qué partes se iluminan del cerebro pero no

cómo sentimos o amamos. Lo que sí cree que puede hacer el arte, de ahí su demanda de

colaboración con los artistas, que a juicio de Zeki son auténticos neurólogos sin saberlo.

Ciertamente el arte sí que muestra en imágenes toda una gama de respuestas

emocionales. Así el magnífico ejemplo de plano largo como experiencia del tiempo a

través de las emociones en “Ten minutes older” de Herz Frank en 1978. Es todo un

estudio de las emociones reflejadas en la cara de un niño que contempla un teatro de

marionetas situado fuera de campo. Motivo que también aparece desarrolado en Los 400

golpes de Truffaut. Aquí las imágenes no sólo representan sino que son exposición de

sentimientos, de ahí la importancia de la gestualidad corporal en la disposición de los

objetos

Quizá el punto problemático estriba en que, más que saber cómo tienen lugar esos

procesos en el cerebro, su certeza alcanza al lugar donde se producen y a su ausencia en

caso de daño cerebral. El propio Zeki conluye que “es cierto que hoy en día no podemos

relacionar directamente la experiencia estética con lo que ocurre en el cerebro, y

tampoco podemos decir mucho sobre por qué algunos espectadores prefieren unas obras

de arte en vez de otras, y por qué algunos artistas optan por un estilo determinado.

También es cierto que podemos decir muy poco de uno de los elementos más

importantes de las obras de arte, es decir, su poder para tocar y perturbarnos

emocionalmente”. Tiene razón al afirmar que las teorías estéticas tienen una base

biológica, el problema, entre otros, es la limitación de los estudios a la parte visual del

cerebro, lo que da como resultado una estética del espectador y de la recepción hoy día

ya superada.

Pues una de las características del arte ligado a las tecnologías es su concepción

(que ya viene desde los ingenieros del Renacimiento) como un “saber hacer”. Lo que va

más allá de las transformaciones del cuerpo por obra del “impacto” de las tecnologías y

toda la literatura y cine en torno a la “nueva carne”, aspirando activamente a realizar el

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viejo ideal de la vida como una obra de arte. Este giro hacia el cuerpo y lo físico se veía

venir después del proceso de rematerialización del ciberespacio que se observa desde

finales de los años noventa del siglo pasado. Más allá de sus conocidos y discutidos

ejemplos la obra de Kac pretendía poner de manifiesto el agotamiento del paradigma de

lo digital, de la necesidad de dar “el salto de la pantalla al espacio físico” hibridando lo

físico y lo virtual, lo biológico y lo tecnológico. Hay una pretensión explícita de crear

“seres únicos” tanto en Kac como en Marta de Menezes quien propone usar los

laboratorios como estudios de arte. Así en Naturaleza? hace una modificación no

genética del patrón de las alas de una mariposa introduciendo cambios que permiten ver

un arte que vive y muere, que funde lo natural y lo artificial más allá del paradigma

evolutivo, creando la posibilidad de nuevas percepciones.

Es cierto que esta colaboración entre arte y ciencia (que lleva en algunos ejemplos

de la nueva literatura española a concebir ambos como la misma cosa) presenta en sus

límites problemas éticos y legales. Ahora bien, resulta chocante que algunos casos tenga

una intencionalidad bien distinta. Así en Cultures de peaux d´artistes el grupo Art

Orienté Objet, compuesto por Marion Laval-Jeantet y Benoît Mangin, toma su cuerpo

como material de experimentos. Quitando unos milímetros de sus propias pieles las

hibridan en cultivos con las de otros animales, y sobre el tejido resultante se hacen

tatuar figuras de animales en potencial peligro de extinción. Marion Laval tiene previsto

inyectarse sangre de oso Panda compatible bajo el lema de "¡que el Panda viva en mí!".

En hymNext Designer Hymen Series (2004-2005) Julia Reodica diseña hímenes a partir

de sus propias células vaginales, para poner en cuestión el valor de la virginidad en

determinadas culturas mostrando la facilidad de su cultivo y regeneración. Piensa

Barnard Andrieu que "ya no hay diferencia entre el genio genético, la medicina

reparadora y el Body-Art: la ciencia diseña el cuerpo y los artistas son los médicos de

nuestro cuerpo". El cuerpo aparece así como un “laboratorio de los posibles” (Denis

Baron) como una interfaz en que tienen lugar las mutaciones. ¿Hasta dónde? Ahí es

donde entra la discusión sobre si estamos realmente ante un arte posthumano o

transhumano en el caso de los artistas extropianos. Y como puede deducirse de sus

pretensiones se trata de algo parecido a una reedición de la obra de arte total, aquella

que abarca la totalidad de la existencia.

3. Humanismo tecnológico y estéticas ciudadanas.

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Una de las vertientes de la estética de la sociedad de las nuevas tecnologías es el

estudio de la construcción de los imaginarios tecnológicos. Algunos de ellos los hemos

visto articulados en torno a metáforas y prefijos como “neo”, “post” y “trans”

humanismo. El examen detenido de la retórica empleada en obras seminales como las

de Huxley, Orwell, muestra que los discursos del poder acaban siendo mucho más

elocuentes y atractivos que los de las víctimas, con final poco esperanzador como es el

suicidio de El Salvaje o la traición de Smith respectivamente. Aquí la retórica de la

palabra, como ya vimos con la de las imágenes, tiene efectos diferentes de los

aparentemente pretendidos acabando en distopías neoconservadoras. Sin embargo, el

que esto suceda y siga sucediendo no es casual y se pueden avanzar dos hipótesis. La

primera es la externalización de las tecnologías, que ese lenguaje supone y prolonga,

respecto al ser humano. La segunda es que esos imaginarios fueron construidos en las

dos décadas finales del siglo pasado desde la perspectiva de las tecnologías del yo y

sólo muy recientemente se empiezan a construir desde la perspectiva de las tecnologías

ciudadanas.

Abordaremos ahora la primera de esas dos hipótesis que están íntimamente unidas.

Los discursos de la deshumanización de las tecnologías se dan la mano con su extremo

opuesto y es la primera concepción “humanista” (especialmente en USA) de las

tecnologías como tecnologías de la mente, del sujeto cartesiano, de la razón. De ahí la

mala prensa de esa concepción antropocéntrica calificada de machista por parte de

alguna de las mejores artistas de las nuevas tecnologías como es el caso de Char Davies.

Pero que esa atribución no es sino una mera caricatura del humanismo lo pone de

manifiesto el que ella misma prolonga un humanismo tecnológico heredado de

McLuhan y basado precisamente en el (su) cuerpo femenino. Igualmente son acertadas

las precisiones que hace Vivian Sobchack a las estéticas prostéticas de Joanne Morra en

el sentido de que, habiendo sido operada de una pierna, su pierna artificial no la

convierte en ciborg o posthumana, teniendo ella perfectamente el control de su cuerpo.

Si distinguimos entre técnica, tecnologías y nuevas tecnologías, entonces se puede

concluir que estas no pueden reducirse a una consideración meramente instrumental,

externa al ser humano, sino que siempre hemos sido seres tecnológicos precisamente

porque no somos seres “naturales” y hemos necesitado de ellas para sobrevivir y

desarrollarnos. La exteriorización de las mismas significa volver a reproducir los

dualismos idealistas del sujeto y objeto separados que luego vanamente se intentan

relacionar. El aumento cuantitativo de las tecnologías ha llevado de hecho a que las

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fronteras entre lo llamado natural y artificial se hayan prácticamente borrado, llegándose

a plantear algo impensable en épocas anteriores, como es el no considerar simplemente

como medios, sino también como fines, a los seres tecnológicos dentro de la ecología

del entorno. Las fronteras entre lo natural y lo artificial han quedado difuminadas,

necesitando redefinirse ambos términos. Hasta tal punto que, recordando a Schiller, lo

“natural” aparece asociado, más que a lo físico, a una idea moral. Aspecto este último

que provocó graves problemas en la recepción de la obra de Smithson. Por otra parte,

frente a la visión agresiva de la técnica respecto a la naturaleza se abre paso también la

consideración de que lo digital puede ser una vía para recuperar y redefinir las

relaciones con la naturaleza como ya sugiriera Heim en su metafísica de la realidad

virtual. Una variante curiosa de estos planteamientos es la que propone Wolfgang

Welsch en Animal Aesthetics. Se trata del giro hacia una estética transhumana, pero

ahora en el sentido de que no todo debe partir o girar en torno al hombre. Así: “tal vez la

estética humana se desarrolla a partir de la estética animal”. Los dos elementos básicos

serían el sentido de la belleza presente en los animales y el placer estético ligado a los

juicios de gusto. Ahora bien, la pregunta sigue siendo ¿Qué ocurre con una estética no

ligada a la belleza en su percepción ni al placer en los juicios estéticos?

Cabe entonces la posibilidad de plantear dentro de la bioestética un humanismo

tecnológico radicado en el ser humano entendido como un ser tecnológico, no a partir

de un momento determinado de su historia, sino constitutivamente. Para disipar

malentendidos, es cierto que reconoce su deuda para con la modernidad, pero no

respecto al humanismo idealista y utópico de raigambre platónico-cristiana, sino al que

cultiva la condición dialéctica del ser humano, que concibe la vida como un naufragio

en la naturaleza aspirando a sobrenadar mediante las tecnologías. Esta es, por ejemplo,

la concepción de humanismo tecnológico que tiene el padre de la cibernética Norbert

Wiener. A ello ayuda la imaginación recuperada como la verdadera facultad de la

modernidad, mediadora entre lo sensible y lo intelectual. Esto es lo que hace que las

experiencias sean poliestéticas, aunque haya una tendencia a sobrevalorar lo visual en

una posible reedición del idealismo en lo visual. Su antídoto consistiría en un

pensamiento en imágenes, no como imágenes del pensamiento e ilustración suya, sino

de los objetos.

Este origen no exclusivamente “natural” del ser humano implica poner en cuestión

las nociones heredadas de armonía o “seguir la naturaleza” como pautas de conducta.

Igualmente significa cuestionar el sentido transhumanista de una ideología dirigida casi

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exclusivamente a la salud, cuando el ser humano es un ser constitutivamente “enfermo”,

desajustado, por esa dificultad congénita de adaptación al entorno. Ello implica la

incorporación en esa bioestética de la enfermedad y el sufrimiento. En este sentido cabe

hacer una corrección de la bioestética en relación con las tecnologías orientada en sus

comienzos más a un bienestar que acaba en el concepto más bien difuso del fitness.

Como afirma Susan Sontag en su conocido texto de La enfermedad y sus metáforas, “la

enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer

nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los

enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de

nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de

aquel otro lugar”.

Una forma, pues, de ciudadanía estética en el sentido originario de la palabra.

Ciudadanía respecto al propio cuerpo que hace que el humanismo tecnológico no sea

una recuperación del individuo a secas sino del individuo solidario. Lo que es necesario

precisar ya que una de las formas en que se manifestó el esteticismo a finales del siglo

pasado es lo que se ha llamado el “individualismo de masas”. En vez de tratar a todos

por igual las nuevas estrategias de marketing consisten ahora en tratar a todos como si

fueran individuos únicos. Es lo que se denomina la “personalización” de los productos.

De este modo y, aunque resulte paradójico, el motivo aurático se ha convertido en uno

de los elementos centrales de las estrategias de mercado: cada producto es algo único

para seres únicos. Y el primer y principal producto acaba siendo la identidad misma que

cree inventarse y constituirse en la comunicación, encantada de conocerse a sí misma y

de que la conozcan los demás. Se lleva aquí hasta sus últimas consecuencias el axioma

de que ser es estar conectado y que nada que no es comunicado (empezando por uno

mismo) existe. Es esta una concepción tecnorromántica de la estética de la

comunicación en la que ya no se transmiten productos hechos sino que se hacen en ella

misma.

Ahora bien, a pesar de tener una presencia todavía en las llamadas redes sociales

débiles, lo cierto es que esas identidades del yo han dejado ya paso a otro tipo de

identidades, las ciudadanas. Este es un tema amplio que aquí sólo se menciona desde

una posible perspectiva estética. Se refiere a aquellas personas que son simplemente

ciudadanas de un espacio y tiempo notablemente cambiados. En cuanto al tiempo, frente

al omnímodo “presentismo”, están preocupadas por recuperar el tiempo perdido, que no

es en esta ocasión el pasado, sino el futuro. Siguiendo principios todavía válidos de la

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cibercultura tratan de “pilotar” sus propias vidas, equidistantes de discursos de impacto,

penetración o virtualización de las tecnologías. Estas ya no son el medio de virtualizar

lo real sino de realizar lo virtual, entiendo esto último no como algo distinto u opuesto a

la real sino como una forma distinta suya. En este sentido asumen el reto de que hoy

día, a diferencia de épocas pasadas, no se trata tanto de hacer visible lo invisible, cuanto

de hacer visible lo visible. No son tecnologías pasivas sino activas donde las personas

ahora quieren ser, ciertamente, pero a través del hacer. Por eso, uno de los rasgos de esta

ciudadanía, frente a los héroes utópicos o distópicos de los imaginarios, es su

responsabilidad estética. Una exigencia de responsabilidad, ciertamente, que es previa a

las otras, y distinta de El principio de responsabilidad de Hans Jonas, quien a pesar del

subtítulo del libro manifiesta una verdadera incomprensión respecto a lo que significa

una civilización tecnológica hoy día, como ya expliqué más detenidamente en mi libro

La vida en tiempo real en su apartado sobre la ciudadanía estética.

En esta línea cabe reclamar una responsabilidad respecto al lenguaje y a las

apariencias. Respecto al lenguaje porque, como hemos señalado ya, uno de los

problemas fundamentales de los imaginarios aludidos es el de la externalización de las

tecnologías respecto al ser humano, lo que conlleva también la de sus actos,

remitiéndose su responsabilidad a unas tecnologías supuestamente emancipadas del ser

humano. Responsabilidad estética también respecto a las apariencias. La necesidad de

salvar las apariencias es algo que se ha venido reiterando a lo largo de la cultura

occidental. Sin embargo, la revalorización de las apariencias como tales ha tenido lugar

en fechas relativamente tardías de esa cultura. Ello implica prescindir de dualismos

valorativos: la apariencia no lo es ya de algo supuestamente más profundo y valioso.

Aquí el ser es su aparecer y de ahí su importancia. Lo que, como señalara Groys,

permite salir de una secular cultura de la desconfianza no sólo gnoseológica sino social,

en la que las cosas y las personas no son como aparecen y de ahí la prevención en el

trato. Pero hay otro motivo más profundo de esta reivindicación de las apariencias, y es

el que el ser social no sólo se constituye desde el individuo sino sobre todo en el

reconocimiento social. A esa responsabilidad estética ante los demás, tan existente

como aparentemente difusa, es quizá a lo que se refiere la conocida expresión de que

algo puede ser ético y legal pero no resulta estético, como si apelaran a este criterio

cuando no bastan los otros. Este concepto de ciudadanía se refiere así a individuos

solidarios deseosos de realizar proyectos conjuntos en beneficio de la comunidad, pero

no vinculados necesariamente a partidos políticos e instituciones, y que persiguen

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utopías limitadas a través de las nuevas tecnologías, no tanto ya en las tecnologías de la

información y comunicación, como en las redes de conocimiento y acción. En ellas la

dimensión ciudadana no se limita a la información y la participación sino que reclama

una capacidad de decisión en la sociedad de las nuevas tecnologías.

José Luis Molinuevo