emilia pardo bazan - la tribuna

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La Tribuna Emilia Pardo Bazán

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  • La Tribuna

    Emilia Pardo Bazn

  • INDICE: Prlogo I - II - III - IV - V VI - VII - VIII - IX X - XI - XII - XIII XIV - XV - XVI - XVII XVIII - XIX - XX - XXI XXII - XXIII - XXIV - XXV XXVI - XXVII - XXVIII - XXIX XXX - XXXI - XXXII - XXXIII XXXIV - XXXV - XXXVI - XXXVII XXXVIII

  • Prlogo Lector indulgente: No quiero perder la

    buena costumbre de empezar mis novelas hablando contigo breves palabras. Ms que nunca debo mantenerla hoy, porque acerca de La Tribuna tengo varias advertencias que hacerte, y as caminarn juntos en este prlo-go el gusto y la necesidad.

    Si bien La Tribuna es en el fondo un estu-dio de costumbres locales, el andar injeridos en su trama sucesos polticos tan recientes como la Revolucin de Setiembre de 1868, me impuls a situarla en lugares que pertene-cen a aquella geografa moral de que habla el autor de las Escenas montaesas, y que todo novelista, chico o grande, tiene el indiscutible derecho de forjarse para su uso particular. Quien desee conocer el plano de Marineda, bsquelo en el atlas de mapas y planos priva-dos, donde se colecciona, no slo el de Orba-josa, Villabermeja y Coteruco, sino el de las ciudades de R***, de L*** y de X***, que abundan en las novelas romnticas. Este pri-vilegio concedido al novelista de crearse un

  • mundo suyo propio, permite ms libre inven-tiva y no se opone a que los elementos todos del microcosmos estn tomados, como es debido, de la realidad. Tal fue el procedimien-to que emple en La Tribuna, y lo considero suficiente -si el ingenio me ayudase- para alcanzar la verosimilitud artstica, el vigor analtico que infunde vida a una obra.

    Al escribir La Tribuna no quise hacer stira poltica; la stira es gnero que admito sin poderlo cultivar; sirvo poco o nada para el caso. Pero as como niego la intencin satri-ca, no s encubrir que en este libro, casi a pesar mo, entra un propsito que puede lla-marse docente. Baste a disculparlo el declarar que naci del espectculo mismo de las cosas, y vino a m, sin ser llamado, por su propio impulso. Al artista que slo aspiraba retratar el aspecto pintoresco y caracterstico de una capa social, se le present por aadidura la moraleja, y sera tan sistemtico rechazarla como haberla buscado. Porque no necesit agrupar sucesos, ni violentar sus consecuen-cias, ni desviarme de la realidad concreta y positiva, para tropezar con pruebas de que es

  • absurdo el que un pueblo cifre sus esperanzas de redencin y ventura en formas de gobierno que desconoce, y a las cuales por lo mismo atribuye prodigiosas virtudes y maravillosos efectos. Como la raza latina practica mucho este gnero de culto fetichista e idoltrico, opino que si escritores de ms talento que yo lo combatiesen, prestaran sealado servicio a la patria.

    Y vamos a otra cosa. Tal vez no falte quien me acuse de haber pintado al pueblo con cru-deza naturalista. Responder que si nuestro pueblo fuese igual al que describiesen Gon-court y Zola, yo podra meditar profundamen-te en la conveniencia o inconveniencia de re-tratarlo; pero resuelta a ello, nunca seguira la escuela idealista de Trueba y de la insigne Fernn, que rie con mis principios artsticos. Lcito es callar, pero no fingir. Afortunada-mente, el pueblo que copiamos los que vivi-mos del lado ac del Pirene no se parece to-dava, en buen hora lo digamos, al del lado all. Sin adolecer de optimista, puedo afirmar que la parte del pueblo que vi de cerca cuan-do trac estos estudios, me sorprendi gra-

  • tamente con las cualidades y virtudes que, a manera de agrestes renuevos de inculta plan-ta, brotaban de l ante mis ojos. El mtodo de anlisis implacable que nos impone el arte moderno me ayud a comprobar el calor de corazn, la generosidad viva, la caridad in-agotable y fcil, la religiosidad sincera, el rec-to sentir que abunda en nuestro pueblo, mez-clado con mil flaquezas, miserias y preocupa-ciones que a primera vista lo oscurecen. Ojal pudiese yo, sin caer en falso idealismo, paten-tizar esta belleza recndita.

    No, los tipos del pueblo espaol en general, y de la costa cantbrica en particular, no son an -salvas fenomenales excepciones- los que se describen con terrible verdad en LAssommoir, Germinie Lacerteux y otras obras, donde parece que el novelista nos des-cubre las abominaciones monstruosas de la Roma pagana, que unidas a la barbarie ms grosera, retoan en el corazn de la Europa cristiana y civilizada. Y ya que por dicha nues-tra las faltas del pueblo que conocemos no rebasan de aquel lmite a que raras veces deja de llegar la flaca decada condicin del

  • hombre, pintmosle, si podemos, tal cual es, huyendo del patriarcalismo de Trueba como del socialismo humanitario de Sue, y del m-todo de cuantos, trocando los frenos, atribu-yen a Calibn las seductoras gracias de Ariel.

    En abono de La Tribuna quiero aadir que los maestros Galds y Pereda abrieron camino a la licencia que me tomo de hacer hablar a mis personajes como realmente se habla en la regin de donde los saqu. Prez Galds, ad-mitiendo en su Desheredada el lenguaje de los barrios bajos; Pereda, sentenciando a muerte a las zagalejas de porcelana y a los pastorcillos de gloga, sealaron rumbos de los cuales no es permitido apartarse ya. Y si yo debiese a Dios las facultades de alguno de los ilustres narradores cuyo ejemplo invoco, cunto gozaras, oh lector discreto, al dejar los trillados caminos de la retrica novelesca diaria para beber en el vivo manantial de las expresiones populares, incorrectas y desali-adas, pero frescas, enrgicas y donosas!

    Queda adis, lector, y ojal te merezca es-te libro la misma acogida que Un viaje de no-vios. Tu aplauso me sostendr en la difcil va

  • de la observacin, donde no todo son flores para un alma compasiva.

    EMILIA PARDO BAZN Granja de Meirs, octubre de 1882. CAPITULO I Barquillos Comenzaba a amanecer, pero las primeras

    y vagas luces del alba a duras penas lograban colarse por las tortuosas curvas de la calle de los Gastros, cuando el seor Rosendo, el bar-quillero que disfrutaba de ms parroquia y popularidad en Marineda, se asom, abriendo a bostezos, a la puerta de su mezquino cuarto bajo. Vesta el madrugador un desteido pan-taln granc, reliquia blica, y estaba en mangas de camisa. Mir al poco cielo que blanqueaba por entre los tejados, y se volvi a su cocinilla, encendiendo un candil y col-gndolo del estribadero de la chimenea. Trajo del portal un brazado de astillas de pino, y sobre la piedra del fogn las dispuso artsti-camente en pirmide, cebada por su base con

  • virutas, a fin de conseguir una hoguera inten-sa y flameante. Tom del vasar un tartern, en el cual vaci cucuruchos de harina y az-car, derram agua, casc huevos y espolvo-re canela. Terminadas estas operaciones preliminares, estremeciose de fro -porque la puerta haba quedado de par en par, sin que en cerrarla pensase y descarg en el tabique dos formidables puadas.

    Al punto sali rpidamente del dormitorio o cuchitril contiguo una mozuela de hasta trece aos, desgreada, con el cierto andar de quien acaba de despertarse bruscamente, sin ms atavos que una enagua de lienzo y un justillo de dril, que adhera a su busto, angu-loso an, la camisa de estopa. Ni mir la mu-chacha al seor Rosendo, ni le dio los buenos das; atontada con el sueo y herida por el fresco matinal que le morda la epidermis, fue a dejarse caer en una silleta, y mientras el barquillero encenda estrepitosamente fsfo-ros y los aplicaba a las virutas, la chiquilla se puso a frotar con una piel de gamuza el enorme cauto de hojalata donde se almace-naban los barquillos.

  • Instalose el seor Rosendo en su alto tr-pode de madera ante la llama chisporroteado-ra y crepitante ya, y metiendo en el fuego las magnas tenazas, dio principio a la operacin. Tena a su derecha el barreo del amohado, en el cual mojaba el cargador, especie de pa-lillo grueso; y extendiendo una leve capa de lquido sobre la cara interior de los candentes hierros, apresurbase a envolverla en el mol-de con su dedo pulgar, que a fuerza de repetir este acto se haba convertido en una callosi-dad tostada, sin ua, sin yema y sin forma casi. Los barquillos, dorados y tibios, caan en el regazo de la muchacha, que los iba intro-duciendo unos en otros a guisa de tubos de catalejo, y colocndolos simtricamente en el fondo del cauto; labor que se ejecutaba en silencio, sin que se oyese ms rumor que el crujir de la lea, el rtmico chirrido de las te-nazas al abrir y cerrar sus fauces de hierro, el seco choque de los crocantes barquillos al tropezarse, y el silbo del amohado al evaporar su humedad sobre la ardiente placa. La luz del candil y los reflejos de la lumbre arranca-ban destellos a la hojalata limpia, al barro

  • vidriado de las cazuelas del vasar, y la tempe-ratura se suavizaba, se elevaba, hasta el ex-tremo de que el seor Rosendo se quitase la gorra con visera de hule, descubriendo la cal-va sudorosa, y la nia echase atrs con el dorso de la mano sus indmitas guedejas que la sofocaban.

    Entre tanto, el sol, campante ya en los cie-los, se empeaba en cernir alguna claridad al travs de los vidrios verdosos y puercos del ventanillo que tena obligacin de alumbrar la cocina. Sacuda el sueo la calle de los Cas-tros, y mujeres en trenza y en cabello, cuan-do no en refajo y chancletas, pasaban apresu-radas, cul en busca de agua, cul a comprar provisiones a los vecinos mercados; oanse llantos de chiquillos, ladridos de perros; una gallina cloque; el canario de la barbera de enfrente redobl trinando como un loco. De tiempo en tiempo la nia del barquillero lan-zaba codiciosas ojeadas a la calle. Cundo sera Dios servido de disponer que ella aban-donase la dura silla, y pudiese asomarse a la puerta, que no es mucho pedir! Pronto daran las nueve, y de los seis mil barquillos que

  • admita la caja slo estaban hechos cuatro mil y pico. Y la muchacha se desperez maqui-nalmente. Es que desde algunos meses ac bien poco le luca el trabajo a su padre. Antes despachaba ms.

    El que viese aquellos cautos dorados, li-geros y deleznables como las ilusiones de la niez, no poda figurarse el trabajo mprobo que representaba su elaboracin. Mejor fuera manejar la azada o el pico que abrir y cerrar sin tregua las tenazas abrasadoras, que ade-ms de quemar los dedos, la mano y el brazo, cansaban dolorosamente los msculos del hombro y del cuello. La mirada, siempre fija en la llama, se fatigaba; la vista disminua; el espinazo, encorvado de continuo, llevaba, a puros esguinces, la cuenta de los barquillos que salan del molde. Y ningn da de des-canso! No pueden los barquillos hacerse de vspera; si han de gustar a la gente menuda y golosa, conviene que sean fresquitos. Un na-da de humedad los reblandece. Es preciso pasarse la maana, y a veces la noche, en fabricarlos, la tarde en vocearlos y venderlos. En verano, si la estacin es buena y se despa-

  • cha mucho y se saca pinge jornal, tambin hay que estarse las horas caniculares, las horas perezosas, derritiendo el alma sobre aquel fuego, sudando el quilo, preparando provisin doble de barquillos para la venta pblica y para los cafs. Y no era que el seor Rosendo estuviese mal con su oficio; nada de eso; artistas habra orgullosos de su destreza, pero tanto como l, ninguno. Por ms que los aos le iban venciendo, an se jactaba de llenar en menos tiempo que nadie el tubo de hojalata. No ignoraba primor alguno de los concernientes a su profesin; barquillos an-chos y finos como seda para rellenar de hue-vos hilados, barquillos recios y estrechos para el agua de limn y el sorbete, hostias para las confiteras -y no las haca para las iglesias por falta de molde que tuviese una cruz-, flores, hojuelas y orejas de fraile en Carnaval, bu-uelos en todo tiempo... Pero nunca lo tena de lucir estas habilidades accesorias, porque los barquillos de diario eran absorbentes. Bah!, en consiguiendo vivir y mantener la familia...

  • A las nueve muy largas, cuando cerca de cinco mil barquillos reposaban en el tubo, to-dava el padre y la hija no haban cruzado palabra. Montones de brasa y ceniza rodea-ban la hoguera, renovada dos o tres veces. La nia suspiraba de calor, el viejo sacuda fre-cuentemente la mano derecha, medio asada ya. Por fin, la muchacha profiri:

    -Tengo hambre. Volvi el padre la cabeza, y con expresivo

    arqueamiento de cejas indic un anaquel del vasar. Encaramose la chiquilla trepando sobre la artesa, y baj un mediano trozo de pan de mixtura, en el cual hinc el diente con buen nimo. An rebuscaba en su falda las migajas sobrantes para aprovecharlas, cuando se oye-ron crujidos de catre, carraspeos, los ruidos caractersticos del despertar de una persona, y una voz entre quejumbrosa y desptica lla-m desde la alcoba cercana al portal:

    -Amparo! Se levant la nia y acudi al llamamiento,

    resonando de all a poco rato su hablar. -Afincese, seora... as... crguese ms...

    aguarde que le voy a batir este jergn... (Y

  • aqu se escuch una gran sinfona de hojas de maz, un sirrisssch... prolongado y armonio-so.)

    La voz mandona dijo opacamente algo, y la infantil contest:

    -Ya la voy a poner a la lumbre, ahora mis-mito... Tendr por ah el azcar?

    Y respondiendo a una interpelacin alta-mente ofensiva para su dignidad, grit la chi-quilla:

    -Y piensa que... Aunque fuera oro puro! Lo escondera usted misma... Ah est, detrs de la funda... lo ve?

    Sali con una escudilla desportillada en la mano, llena de morena melaza, y arrimando al fuego un pucherito donde estaba ya la cas-carilla, le aadi en debidas proporciones azcar y leche, y volviose al cuarto del portal con una taza humeante y colmada a reverter. En el fondo del cacharro quedaba como cosa de otra taza. El barquillero se enderez lle-vndose las manos a la regin lumbar, y so-briamente, sin concupiscencia, se desayun bebiendo las sobras por el puchero mismo. Enjug despus su frente regada de sudor con

  • la manga de la camisa, entr a su vez en el cuarto prximo; y al volver a presentarse, vestido con pantaln y chaqueta de pao par-do, se terci a las espaldas la caja de hoja de lata y se ech a la calle. Amparo, cubriendo la brasa con ceniza, juntaba en una cazuela ber-zas, patatas, una corteza de tocino, un hueso rancio de cerdo, cumpliendo el deber de con-dimentar el caldo del humilde menaje. As que todo estuvo arreglado, metiose en el cuchitril, donde consagr a su alio personal seis minu-tos y medio, repartidos como sigue: un minu-to para calzarse los zapatos de becerro, pues todava estaba descalza; dos para echarse un refajo de bayeta y un vestido de tartn; un minuto para pasarse la punta de un pao hmedo por ojos y boca (ms all no alcanz el aseo); dos minutos para escardar con un peine desdentado la revuelta y rizosa cren-cha, y medio para tocarse al cuello un paoli-to de indiana. Hecho lo cual, se present ms oronda que una princesa a la persona enca-mada a quien haba llevado el desayuno. Era esta una mujer de edad madura, agujereada como una espumadera por las viruelas, chata

  • de frente, de ojos chicos. Viendo a la chiquilla vestida se escandaliz: a dnde ira ahora semejante vagabunda?

    -A misa, seora, que es domingo... Qu volver con noche ni con noche? Siempre vine con da, siempre... Una vez de cada mil! Queda el caldo preparadito al fuego... Vaya, abur.

    Y se lanz a la calle con la impetuosidad y bro de un cohete bien disparado

    CAPITULO II Padre y madre Tres aos antes, la imposibilitada estaba

    sana y robusta y ganaba su vida en la Fbrica de Tabacos. Una noche de invierno fue a ja-bonar ropa blanca al lavadero pblico, sud, volvi desabrigada y despert tullida de las caderas. -Un aire, seor -deca ella al mdico.

    Quedose reducida la familia a lo que traba-jase el seor Rosendo: el real diario que del fondo de Hermandad de la Fbrica reciba la enferma no llegaba a medio diente. Y la chi-

  • quilla creca, y coma pan y rompa zapatos, y no haba quien la sujetase a coser ni a otro gnero de tareas. Mientras su padre no se marchaba, el miedo a un pasagonzalo sacudi-do con el cargador la tena quieta ensartando y colocando barquillos; pero apenas el viejo se terciaba la correa del tubo, senta Amparo en las piernas un hormigueo, un bullir de la sangre, una impaciencia como si le naciesen alas a miles en los talones. La calle era su paraso. El gento la enamoraba, los codazos y enviones la halagaban cual si fuesen caricias, la msica militar penetraba en todo su ser producindole escalofros de entusiasmo. Pa-sbase horas y horas correteando sin objeto al travs de la ciudad, y volva a casa con los pies descalzos y manchados de lodo, la saya en jirones, hecha una sopa, mocosa, despei-nada, perdida, y rebosando dicha y salud por los poros de su cuerpo. A fuerza de filpicas maternales corra una escoba por el piso, sa-zonaba el caldo, traa una herrada de agua; en seguida, con rapidez de ave, se evada de la jaula y tornaba a su libre vagancia por ca-lles y callejones.

  • De tales instintos errticos tendra no poca culpa la vida que forzosamente hizo la chiqui-lla mientras su madre asisti a la Fbrica. Sola en casa con su padre, apenas este sala, ella le imitaba por no quedarse metida entre cuatro paredes: vaya, y que no eran tan ale-gres para que nadie se embelesase mirndo-las. La cocina, oscura y angosta, pareca una espelunca, y encima del fogn relucan sinies-tramente las ltimas brasas de la moribunda hoguera. En el patn, si es verdad que se vea claro, no consolaba mucho los ojos el aspecto de un montn de cal y residuos de albailera, mezclados con cascos de loza, tarteras rotas, un molinillo inservible, dos o tres guiapos viejos y un innoble zapato que se rea a car-cajadas. Casi ms lastimoso era el espectcu-lo de la alcoba matrimonial: la cama en des-orden, porque la salida precipitada a la Fbri-ca no permita hacerla; los cobertores color de hospital, que no bastaba a encubrir una col-cha rabicorta; la vela de sebo, goteando tris-temente a lo largo de la palmatoria de latn veteada de cardenillo; la palangana puesta en una silla y henchida de agua jabonosa y gra-

  • sienta; en resumen, la historia de la pobreza y de la incuria narrada en prosa por una mul-titud de objetos feos, y que la chiquilla com-prenda intuitivamente; pues hay quien sin haber nacido entre sedas y holandas, presu-me y adivina todas aquellas comodidades y deleites que jamas goz. As es que Amparo hua, hua de sus lares camino de la Fbrica, llevando a su madre, en una fiambrera, el bazuqueante caldo; pero, soltando a lo mejor la carga, ponase a jugar al corro, a San Se-vern, a la viudita, a cualquier cosa, con las damiselas de su edad y pelaje.

    Cuando la madre se vio encamada quiso imponer a la hija el trabajo sedentario: era tarde. La planta rstica no se sujetaba ya al espaller. Amparo haba ido a la escuela en sus primeros aos, aos de relativa prosperidad para la familia, sucedindole lo que a la ma-yor parte de las nias pobres, que al poco tiempo se cansan sus padres de enviarlas y ellas de asistir, y se quedan sin ms habilidad que la lectura, cuando son listas, y unos ru-dimentos de escritura. De aguja apenas saba Amparo nada. La madre se resign con la

  • esperanza de colocarla en la Fbrica. -Que trabaje -deca- como yo trabaj. Y al mur-murar esta sentencia suspiraba, recordando treinta aos de incesante afn. Ahora su car-ne y sus molidos huesos se tendan gustosa-mente en la cama, donde reposaba tumbada panza arriba nterin sudaban otros para man-tenerla. Que sudasen! Dominada por el terri-ble egosmo que suele atacar a los viejos cuya mocedad fue laboriosa, la impedida hizo del potro de dolor quinta de recreo. Lo que es all ya podan venir penas; lo que es all a buen seguro que la molestase el calor ni el fro. Que era preciso lavar la ropa? Bueno, ella no tena que levantarse a jabonarla, le haba cos-tado bien caro una vez. Que estaba sucio el piso? Ya lo barreran, y si no, por ella, aunque en todo el ao no se barriese... De qu le haba servido tanto romper el cuerpo cuando era joven? De verse ahora tullida -Ay, no se sabe lo que es la salud hasta despus de que se pierde! -exclamaba sentenciosamente, sobre todo los das en que el dolor artrtico le atarazaba las junturas. Otras veces, jactan-ciosa como todo invlido, deca a su hija: -

  • Scateme de delante, que irrita el verte; de tu edad era yo una loba que daba en un cuar-to de hora vuelta a una casa.

    Slo echaba de menos la animacin de su Fbrica, las compaeras. A bien que las veci-nas de la calle solan acercarse a ofrecerle un rato de palique: una sobre todo, Pepa la co-madrona, por mal nombre seora Porreta. Era esta mujer colosal, a lo ancho ms an que a lo alto; parecase a tosca estatua labrada para ser vista de lejos. Su cara enorme, circuida por colgante papada, tena palidez serosa. Calzaba zapatillas de hombre y usaba una sortija, de tamao masculino tambin, en el dedo meique. Acercbase a la cama de la impedida, le someta las ropas, le abofeteaba la almohada apoyando fuertemente ambas manos en los muslos, a fin de sostener la mo-le de su vientre, y con voz sorda y apagada empezaba a referir chismes del barrio, esca-brosos pormenores de su profesin, o las ma-ravillosas curas que pueden obtenerse con un cocimiento de ruda, huevo y aceite, con la hoja de la malva bien machacadita, con rome-ro hervido en vino, con unturas de enjundia

  • de gallina. Susurraban los maldicientes que entre parleta y parleta sola la matrona entre-abrir el pauelo que le cubra los hombros y sacar una botellica que fcilmente se ocultaba en cualquier rincn de su corpio gigantesco; y ya corroboraba con un trago de ans el ex-hausto gaznate, ya ofreca la botella a su in-terlocutora para ir pasando las penas de este mundo. A odos del seor Rosendo lleg un da esta especie, y se alarm; porque mien-tras estuvo en la Fbrica no beba nunca su mujer ms que agua pura; pero por mucho que entr impensadamente algunas tardes, no cogi infraganti a las delincuentes. Slo vio que estaban muy amigotas y compinches. Para la ex-cigarrera vala un Per la comadro-na; al menos esa hablaba, porque lo que es su marido... Cuando este regresaba de la dia-ria correra por paseos y sitios pblicos, y ba-jando el hombro soltaba con estrpito el tubo en la esquina de la habitacin, el dilogo del matrimonio era siempre el mismo:

    -Qu tal? -preguntaba la tullida. Y el seor Rosendo pronunciaba una de es-

    tas tres frases:

  • -Menos mal. -Un regular. -Condenadamente.

    Aluda a la venta, y jams se dio caso de que agregase gnero alguno de amplificacin o escolio a sus oraciones clsicas. Posea el inquebrantable laconismo popular, que vence al dolor, al hambre, a la muerte y hasta a la dicha. Soldado reenganchado, uncido en sus mejores aos al frreo yugo de la disciplina militar, se convenci de la ociosidad de la pa-labra y necesidad del silencio. Call primero por obediencia, luego por fatalismo, despus por costumbre. En silencio elaboraba los bar-quillos, en silencio los venda, y casi puede decirse que los voceaba en silencio, pues na-da tena de anlogo a la afectuosa comunica-cin que establece el lenguaje entre seres racionales y humanos, aquel grito gutural en que, tal vez para ahorrar un fragmento de palabra, el viejo suprima la ltima slaba, reemplazdola por doliente prolongacin de la vocal penltima:

    -Barquilleeee...

  • CAPITULO III Pueblo de su nacimiento Al sentar el pie en la calle, Amparo respir

    anchamente. El sol, llegado al zenit, lo ale-graba todo. En los umbrales de las puertas los gatos, acurrucados, presentaban el lomo al benfico calorcillo, guiando sus pupilas de tigre y roncando de gusto. Las gallinas iban y venan escarbando. La baca del barbero, col-gada sobre la muestra y rodeada de una sarta de muelas rancias ya, brillaba como plata. Reinaba la soledad, los vecinos se haban ido a misa o de bureo, y media docena de prvu-los, confiados al ngel de la Guarda, se sola-zaban entre el polvo y las inmundicias del arroyo, con la chola descubierta y expuestos a un tabardillo. Amparo se arrim a una de las ventanas bajas, y toc en los cristales con el puo cerrado. Abrironse las vidrieras, y se vio la cara de una muchacha pelinegra y des-colorida, que tena en la mano una almohadi-lla de labrar donde haba clavados infinidad de menudos alfileres.

  • -Hola! -Hola, Carmela, andas con la labor a vuel-

    tas? -pues es da de misa. -Por eso me da rabia... contest la mucha-

    cha plida, que hablaba con cierto ceceo, pro-pio de los puertecitos de mar en la provincia de Marineda.

    -Sal un poco, mujer... vente conmigo. -Hoy... quin puede! Hay un encargo...

    diez y seis varas de puntilla para una seora del barrio de Arriba... El martes se han de entregar sin falta.

    Carmela se sent otra vez con su almoha-dilla en el regazo, mientras los hombros de Amparo se alzaban entre compasivos e indife-rentes, como si murmurasen -Lo de costum-bre-. Apartose de all, y sus pies descendie-ron con suma agilidad la escalinata de la plaza de Abastos, llena a la sazn de cocineras y vendedoras, y enhebrndose por entre cestas de gallinas, de huevos, de quesos, sali a la calle de San Efrn, y luego al atrio de la igle-sia, donde se detuvo deslumbrada.

    Cuanto lujo ostenta un domingo en una capital de provincia se vea reunido ante el

  • prtico, que las gentes cruzaban con el paso majestuoso de personas bien trajeadas y compuestas, gustosas en ser vistas y mutua-mente resueltas a respetarse y a no promover empujones. Hacan cola las seoras aguar-dando su turno, empavesadas y solemnes, con mucha mantilla de blonda, mucho devo-cionario de canto dorado, mucho rosario de oro y ncar, las madres vestidas de seda ne-gra, las nias casaderas, de colorines visto-sos. Al llegar a los postigos que ms all del prtico daban entrada a la nave, haba cruji-dos de enaguas almidonadas, blandos empe-llones, codazos suaves, respiracin agitada de damas obesas, cruces de rosarios que se en-ganchaban en un encaje o en un fleco, frases de miel con su poco de vinagre, como -ay, usted dispense... A m me empujan, seora, por eso yo... No tire usted as, que se rompe-r el adorno... Perdone usted.

    Deslizose Amparo entre el grupo de la buena sociedad marinedina, y se introdujo en el templo. Hacia el presbiterio se colocaban las seoritas, arrodilladas con estudio, a fin de no arrugarse los trapos de cristianar, y

  • como tenan la cabeza baja, veanse blan-quear sus nucas, y alguna estrecha suela de elegante botita remangaba los pliegues de las faldas de seda. El centro de la nave lo ocupa-ba el piquete y la banda de msica militar, en correcta formacin. A ambos lados, filas de hombres, que miraban al techo o a las capillas laterales, como si no supiesen qu hacer de los ojos. De pronto luci en el altar mayor la vislumbre de oro y colores de una casulla de tis; qued el concurso en mayor silencio; las damas abrieron sus libros con las enguanta-das manos, y a un tiempo murmur el sacer-dote Introito y rompi en sonoro acorde la charanga, haciendo or las profanas notas de Traviatta, cabalmente los compases ardientes y febriles del do ertico del primer acto. El son vibrante de los metales aada intensidad al canto, que, elevndose amplio y nutrido hasta la bveda, bajaba despus a extender-se, contenido, pero brioso, por la nave y el crucero, para cesar, de repente, al alzarse la hostia; cuando esto sucedi, la marcha real, poderosa y magnfica, brot de los marciales instrumentos, sin que a intervalos dejase de

  • escucharse en el altar el misterioso repique-teo de la campanilla del aclito.

    A la salida, repeticin del desfile: junto a la pila se situaron tres o cuatro de los que ya no se llamaban dandys ni todava gomosos, sino pollos y gallos, haciendo ademn de humede-cer los dedos en agua bendita, y tendindolos bien enjutos a las damiselas para conseguir un fugaz contacto de guantes vigilado por el ojo avizor de las mams. Una vez en el prti-co, era lcito levantar la cabeza, mirar a todos lados, sonrer, componerse furtivamente la mantilla, buscar un rostro conocido y devolver un saludo. Tras el deber, el placer; ahora la selecta multitud se diriga al paseo, convidada de la msica y de la alegra de un benigno domingo de marzo, en que el sol sembraba la regocijada atmsfera de tomos de oro y ti-bios efluvios primaverales. Amparo se dej llevar por la corriente y presto vino a encon-trarse en el paseo.

    No tena entonces Marineda el parque in-gls que, andando el tiempo, hermose su recinto: y las Filas, donde se daban vueltas durante las maanas de invierno y las tardes

  • de verano, eran una estrecha avenida, pavi-mentada de piedra, de una parte guarnecida por alta hilera de casas, de otra por una serie de bancos que coronaban toscas estatuas alegricas de las Estaciones, de las Virtudes, mutiladas y privadas de manos y narices por la travesura de los muchachos. Sombreaban los asientos acacias de tronco enteco, de clo-rtico follaje (cuando Dios se lo daba); sepul-tadas entre piedras por todos lados, como prisionero en torre feudal. A la sazn carecan de hojas, pero la caricia abrasadora del sol impela a la savia a subir, a las yemas a hin-charse. Las desnudas ramas se recortaban sobre el limpio matiz del firmamento, y a lo lejos el mar, de un azul metlico, como pavo-nado, reposaba, vindose inmviles las jarcias y arboladura de los buques surtos en la baha, y quietos hasta los impacientes gallardetes de los mstiles. Ni un soplo de brisa, ni nada que desdijese de la apacibilidad profunda y soo-lienta del ambiente.

    Cado el pauelo y recibiendo a plomo el sol en la mollera, miraba Amparo con gran inters el espectculo que el paseo presenta-

  • ba. Seoras y caballeros giraban en el corto trecho de las Filas, a paso lento y acompasa-do, guardando escrupulosamente la derecha. La implacable claridad solar azuleaba el pao negro de las relucientes levitas, suavizaba los fuertes colores de las sedas, descubra las menores imperfecciones de los cutis, el salseo de los guantes, el sitio de las antiguas punta-das en la ropa reformada ya. No era difcil conocer al primer golpe de vista a las notabi-lidades de la ciudad: una fila de altos sombre-ros de felpa, de bastones de roten o concha con puo de oro, de gabanes de castor, todo puesto en caballeros provectos y seriotes, revelaba claramente a las autoridades, regen-te, magistrados, segundo cabo, gobernador civil; seis o siete pantalones gris perla, pares de guantes claros y flamantes corbatas de-nunciaban a la dorada juventud; unas cuantas sombrillas de raso, un ramillete de vestidos que trascendan de mil leguas a importacin madrilea, indicaban a las dueas del cetro de la moda. Las gentes pasaban, y volvan a pa-sar, y estaban pasando continuamente, y a

  • cada vuelta se renovaba la misma profesin por el mismo orden.

    Un grupo de oficiales de Infantera y Caba-llera ocupaba un banco entero, y el sol pare-ca concentrarse all, atrado por el resplandor de los galones y estrellas de oro, por los pan-talones rojo vivo, por el relampagueo de las vainas de sable y el hule reluciente del casco de los roses. Los oficiales, gente de buen humor y jvenes casi todos, rean, charlaban y hasta jugaban con un enjambre de elegan-tes nias, que ni la mayor sumara doce aos, ni la menor bajaba de tres. Tenan a las ms pequeas sentadas en las rodillas, mientras las otras, de pie y con unos atisbos de timidez y pudor femenil, no osaban acercarse mucho al banco, haciendo como que platicaban entre s, cuando realmente slo atendan a la con-versacin de los militares. Al otro extremo del paseo se oy entonces un grito conocidsimo de la chiquillera.

    -Barquilleeee... -Batilos... a m batilos, chill al orlo una

    rubilla carrilluda, que cabalgaba en la pierna

  • izquierda de un capitn de infantera portador de formidables mostachos.

    -Nisita, no seas fastidiosa: te llevo a mam -amonest una de las mayores, con gravedad imponente.

    -Pu teo batilos, batiiilos -berre descom-pasadamente la rubia, colorada como un pavo y apretando sus puitos.

    -Tiene usted razn, seorita, djole risueo un alfrez de linda y adamada figura, al ver que el angelito pateaba y haca pucheros para romper a llorar. Esprese usted, que habr barquillos. Llamaremos a ese digno funciona-rio... Ya viene hacia ac. Usted, Borrn -aadi dirigindose al capitn...-, quiere us-ted darle una voz?

    -Eh... chss! Barquilleeeer! -grit el capi-tn mostachudo, sin notar que el crculo de las grandecitas se rea de su ronquera crni-ca. No obstante la cual, el seor Rosendo le oy, y se acercaba, derrengado con el peso de la caja, que deposit en el suelo delante del grupo. Se oyeron como pos y aleteos, el ruido de una canariera cuando le ponen alpis-te, y las chiquillas corrieron a rodear el tubo,

  • mientras las grandes se hacan las desdeo-sas, cual si las humillase la idea de que a su edad las convidaran a barquillos. Inclinada la rubia pedigea sobre la especie de ruleta que coronaba la caja de hojalata, impulsaba con su dedito la aguja, chillando de regocijo cuando se detena en un nmero, ya ganase, ya perdiese. Su jbilo ray en paroxismo al momento que, tendiendo la mano abierta, encima de cada dedo fue el seor Rosendo calzndole una torre de barquillos: quedose extasiada mirndolos, sin atreverse a abrir la boca para comrselos.

    Estando en esto, el alfrez volvi casual-mente la cabeza y divis del otro lado de los bancos un rostro de nia pobre que devoraba con los ojos la reunin. Figurose que sera por apetito de barquillos, y le hizo una sea, con nimo de regalarle algunos. La muchacha se acerc, fascinada por el brillo de la sociedad alegre y juvenil; pero al entender que la brin-daban con tomar parte en el banquete, enco-giose de hombros y movi negativamente la cabeza.

  • -Bien harta estoy de ellos -pronunci con desdn.

    -Es la hija -explic sin manifestar sorpresa el barquillero, que embolsaba la calderilla y bajaba el hombro para ceirse otra vez la correa.

    -Por lo visto, eres la seorita de Rosendez -murmur el alfrez en son de broma-. Va-mos, Borrn, usted que es animado, dgale algo a esta pollita.

    El de los mostachos consideraba a la recin venida atentamente, como un arquelogo mirara un nfora acabada de encontrar en una excavacin. A las palabras del alfrez contest con ronco acento:

    -Pues vaya si le dir, hombre. Si estoy re-parando esta chica, y es de lo mejorcito que pasea por Marineda. Es decir, por ahora est sin formar, eh? -y el capitn abra y cerraba las dos manos como dibujando en el aire unos contornos mujeriles-. Pero yo no necesito ver-las cuando se completan, hombre; yo las hue-lo antes, amigo Baltasar. Soy perro viejo, eh? Dentro de un par de aos... -y Borrn hizo otro gesto expresivo cual si se relamiese.

  • Miraba el alfrez a la muchacha, y admir-base de las predicciones de Borrn: es verdad que haba ojos grandes, pobladas pestaas, dientes como gotas de leche; pero la tez era cetrina, el pelo embrollado semejaba un fel-pudo, y el cuerpo y traje competan en desali-o y poca gracia. Con todo, por seguir la broma, hizo el alfrez que asenta a la opinin del capitn, y pronunci:

    -Digo lo que el amigo Borrn: esta pollita nos va a dar muchos disgustos... Los oficiales se echaron a rer, y Amparo a su vez se fij en el que hablaba, sin comprender al pronto sus frases.

    -Cosas de Borrn... Ese Borrn es clebre -exclamaron con algazara los militares, a quie-nes no pareca ningn prodigio la chiquilla.

    -Reparen ustedes, seores -sigui el alf-rez-; la chica es una perla; dentro de dos aos nos marear a todos. Qu dices t a eso, seorita de Rosendez? Por de pronto, a m me ha desairado no aceptando mis barqui-llos... Mira, te convido a lo que quieras, a dul-ces, a jerez... pero con una condicin.

  • Amparo enrollaba las puntas del pauelo sin dejar de mirar de reojo a su interlocutor. No era lerda, y recelaba que se estuviesen burlando; sin embargo, le agradaba or aque-lla voz y mirar aquel uniforme refulgente.

    -Aceptas la condicin? Lo dicho, te convi-do... pero tienes que darme algo t tambin: me dars un beso.

    Soltaron la carcajada los oficiales, ni ms ni menos que si el alfrez hubiese proferido alguna notable agudeza; las nias grandecitas se volvieron haciendo que no oan, y Amparo, que tena sus pupilas oscuras clavadas en el rostro del mancebo, las baj de pronto, quiso disparar una callejera fresca, sinti que la voz se le atascaba en la laringe, se encendi en rubor desde la frente hasta la barba, y ech a correr como alma que lleva el diablo.

    CAPITULO IV Que los tenga muy felices Se ha mudado la decoracin; ha pasado

    casi un ao; corre el mes de enero. No llueve;

  • el cielo est aborregado de nubes lvidas que presagian tormenta, y el viento costeo, re-dondo, giratorio como los ciclones, arremolina el polvo, los fragmentos de papel, los residuos de toda especie que deja la vida diaria en las calles de una ciudad. Parece como si se hubiesen asociado vendaval y cierzo: aquel para aullar, soplar, mugir; este para herir los semblantes con finsimos picotazos de aguja, colgar gotitas de fluxin en las fosas nasales, azulear las mejillas y enrojecer los prpados. En verdad que con semejante tiempo los San-tos Reyes, que caballeros en sus dromedarios venan desde el misterioso pas de la luz, atravesando la Palestina, a saludar al Nio, debieron notar que se les helaban las manos, llenas de incienso y mirra, y subir ms que a paso la esclavina de aquellas dulletas de ar-mio y prpura con que los representan los pintores. A falta de esclavina, los marinedinos alzaban cuanto podan el cuello del gabn o el embozo de la capa. Es que el viento era fro de veras, y sobre todo, incmodo; costaba un triunfo pelear con l. Entrbase por las boca-calles, impetuoso y arrollador, bufando y ba-

  • rriendo a las gentes, a manera de fuelle gi-gantesco. En el pramo de Solares, que sepa-ra el barrio de Arriba del de Abajo, pasaban lances cmicos: capas que se enrollaban en las piernas y no dejaban andar a sus dueos; enaguas almidonadas que se volvan hacia arriba con fieros estallidos; aguadores que no podan con la cuba, curiales a quienes una rfaga arrebataba y dispersaba el protocolo, seoritos que corran diez minutos tras de una chistera fugitiva, que, al fin, franqueando de un brinco el parapeto del muelle, desapareca entre las agitadas olas... Hasta los edificios tomaban parte en la batalla: aullaban los ca-nalones, las fallebas de las ventanas temble-queaban, retemblaban los cristales de las ga-leras, coreando el do de bajos, profundo, amenazador y temeroso, entonado por los dos mares, el de la baha y el del Varadero. Tam-poco estaban ellos para bromas.

    En cambio, celebrbase gran fiesta en una casa de ricos comerciantes del barrio de Aba-jo, la de Sobrado Hermanos. Era el santo de Baltasar, nico vstago masculino del tronco de los Sobrados, y cuando ms diabluras

  • haca fuera el viento, circulaban en el come-dor los postres de una pesada comida de pro-vincia, en que el gusto no haba enmendado la abundancia. Sucediranse, plato tras plato, los cebados capones, manidos y con amarilla grasa; el pavo relleno; el jamn en dulce con costra de azcar tostado; las natillas, con arabescos de canela, y la tarta, el indispensa-ble ramillete de los das de das, con sus ci-mientos de almendra, sus torres de pionate, sus cresteras de caramelo y su angelote de almidn ejecutando una pirueta con las alas tendidas. Ya se aburran los grandes de estar en la mesa; no as los nios. Ni a tres tirones se levantaran ellos, cabalmente en el feliz instante en que era lcito tirarse confites, co-mer con los dedos, hacer, de puro ahtos, mil porqueras y comistrajos con su racin. Todo el mundo les dejaba alborotar; era el momen-to de la desbandada; se haban pronunciado brindis y contado ancdotas con mayor o me-nor donaire; pero ya nadie tena nimos para sostener la conversacin, y el Sobrado to, que era grueso y abotargado, se abanicaba con la servilleta. Levant la sesin el ama de

  • casa, doa Dolores, diciendo que el caf esta-ba prevenido en la sala de recibir.

    En esta se haban prodigado las luces: dos bujas a los lados del piano vertical; sobre la consola, en los candelabros de zinc, otras cuatro de estearina rosa, acanaladas; en el velador central, entre los albums y esteres-copos, un gran quinqu con pantalla de papel picado. Iluminacin completa. Es que por Baltasar echaban gustosos los Sobrados la casa por la ventana, y ms ahora que lo vean de uniforme, tan lindo y galn mozo! A la fies-ta haban sido convidados todos los ntimos: Borrn, otro alfrez llamado Palacios, la viuda de Garca y sus nias, de las cuales la menor era Nisita, la rubia de los barquillos, y por ltimo, la maestra de piano de las hermanas de Baltasar. La velada se organiz, mejor di-cho, se desorden gratamente en la sala: ca-da cual tom el caf donde mejor le plugo: doa Dolores y su cuado, que resoplaba co-mo una foca, se apoderaron del sof para entablar una conferencia sobre negocios. So-brado el padre fumaba un puro del estanco, obsequio de Borrn, y saboreaba su caf,

  • aprovechando hasta el del platillo. La nia mayor de Garca, Josefina, se sent al piano, despus de muy rogada, y tras mil repulgos dio principio a una fantasa sobre motivos de Bellini; Baltasar se coloc a su lado para vol-ver las hojas, mientras sus hermanas goza-ban con las gracias de Nisita, que roa un tro-zo de pionate: manos, hocico y narices, todo lo tena empeguntado de almbar moreno.

    -Ests bonita! -exclamaba Lola, la mayor de Sobrado-. Puerca, babada, te quedars sin dientes!

    -No me impies -chillaba el angelito-; no me impies... voy a chucharme ota ves. -Y sacaba de la faltriquera un adarve del castillo de la tarta.

    -Ha visto usted qu da? -preguntaba Bo-rrn a la viuda de Garca, que bien quisiera dejar de serlo-. Una garita ha derribado el viento; por ms seas que cay sobre el cen-tinela, eh?, y a poco le mata. Y usted, cmo se vino desde su casa?

    -Jess... puede usted figurarse! Con mil apuros... Yo no s cmo me arregl para su-jetar la ropa... y as todo...

  • -Quin estuviera all! Ya conozco yo algu-no...

    -Jess... no s para qu! -Para admirar un pie tan lindo... y para

    darle el brazo, hombre!, a fin de que el vien-to no se la llevase.

    Juzg la viuda que aqu convena fingirse distrada, y cogi el esterescopo, mirando por l la fachada de las Tulleras. Del piano salt entonces un allegro vivace, con muchas octavas, y el tecleo cubri las voces... slo se oyeron fragmentos del dilogo que sostenan la agria voz de doa Dolores y la voz becerril de su cuado.

    -La fbrica, bien... de capa cada... las hi-potecas... al ocho... Liquidaron con el socio... la competencia...

    -Josefina -grit la viuda a la pianista- qu haces, nia? No te encarg doa Hermitas que pusieses el pedal en ese pasaje?

    -Y lo pone -intervino la maestra de piano-; pero deba ser desde el comps anterior... A ver, quiere usted repetir desde ah... sol-la-do, la-do...

  • -Lo hace hoy... Jess, qu mal! Por lo mismo que hay gente! -murmur la madre-. Cuando est sola, aunque embrolle...

    -Pues yo bien vuelvo las hojas; en m no consiste -dijo risueo Baltasar-. Y debe usted esmerarse, pollita, que estoy de das, y Pala-cios la oye a usted boquiabierto y entusias-mado.

    -Bueno! -grit la mujercita de trece aos, suspendiendo de golpe su fantasa-. Me estn ustedes cortando... ea, ya no s poner los dedos. Como no aprend la pieza de memoria, y este papel no es el mo... Voy a tocar otra cosa.

    Y echando atrs la cabeza y a Baltasar una mirada fugaz, arranc del teclado los prime-ros compases de mimosa habanera. La melo-da comenzaba soolienta, perezosa, ymbi-ca; despus, de pronto, tena un impulso de pasin, un nervioso salto; luego tornaba a desmayarse, a caer en la languidez criolla de su ritmo desigual. Y volva montona, repi-tiendo el tema, y la mujercita, que no saba interpretar la pgina clsica del maestro ita-liano, traduca en cambio a maravilla la ener-

  • vante molicie amorosa, los poemas incendia-rios que en la habanera se encerraban. Jose-fina, al tocar, se cimbreaba levemente, cual si bailase, y Baltasar estudiaba con curiosidad aquellos tempranos coqueteos, inconscientes casi, todava candorosos, mientras tarareaba a media voz la letra:

    Cuando en la noche la blanca luna... Dirase que fuera haba aplacado la vento-

    lina, pues los goznes de las ventanas ya no geman, ni temblaban los vidrios. Mas de im-proviso se escuch un derrumbamiento, un fragor como si el cielo se desfondase y sus cataratas se abriesen de golpe. Lluvia torren-cial, que azot las paredes, que inund las tejas, que se precipit por los canalones aba-jo, estrellndose en las losas de la calle. En la sala hubo un instante de sorpresa; Josefina interrumpi su habanera; Baltasar se aproxi-m a la ventana; la viuda solt el esteresco-po, y a Nisita se le cay de las manos el pio-nate. Casi al mismo tiempo otro ruido, que suba del portal, vino a dominar el ya formi-

  • dable del aguacero; una algaraba, un chasca-rrs desapacible, unas voces cantando des-templadamente con acompaamiento de pan-deros y castauelas. Saltaron alborotadas las chiquillas, con Nisita a la cabeza.

    -Ya estn ah esas holgazanas -dijo spe-ramente doa Dolores-. Anda, Lola -aadi dirigindose a su hija mayor-: dile a Juana que las eche del portal, que lo ensuciarn.

    -Mam... lloviendo tanto! -suplic Lola-. Parece no s qu decirles que se vayan! Se pondrn como sopas! No oye usted que el cielo se hunde?

    -Es que eres tonta! -pronunci con rabia la madre-. Si las dejas tocar ah, despus no hay remedio sino darles algo a esas perdi-das...

    -Qu importa, mam? -intervino Baltasar-. Hoy es mi santo.

    -Que suban, que suban a cantar los Reyes -grit unnime la concurrencia menor de tres lustros.

    -Te uban... Batasal, te uban, te uban -berre Nisita cruzando sus manos pringosas.

  • -Que suban, hombre, veremos si son gua-pas -confirm Borrn.

    Lola de esta vez no necesit que le reitera-sen la orden. Ya estaba bajando las escaleras dos a dos.

    CAPITULO V Villancico de Reyes No tardaron en resonar pisadas en el co-

    rredor; pisadas tmidas y brutales a la vez, de pies descalzos o calzados con zapatos rudos. Al mismo tiempo las panderetas repicaban dbilmente y las castauelas se entrechoca-ban bajito como los dientes del que tiene miedo... Doa Dolores se incorpor con el entrecejo desapaciblemente fruncido.

    -Esa Lola... Pues no las trae aqu mismo! Por qu no las habr dejado en la antesala? Bonita me van a poner la alfombra! A ver si os limpiis las suelas antes de entrar!

    Hizo irrupcin en la sala la orquesta calle-jera; pero al ver las nias pobres la claridad del alumbrado, se detuvieron azoradas sin

  • osar adelantarse. Lola, cogiendo de la mano a la que pareca capitanear el grupo, la trajo casi a la fuerza al centro de la estancia.

    -Entra, mujer... que pasen las otras... A ver si nos cantis los mejores villancicos que sepis.

    Lo cierto es que la viva luz de las bujas, tan propicia a la hermosura, patentizaba y descubra cruelmente las fealdades de aquella tropa, mostrando los cutis crdenos, fustiga-dos por el cierzo; las ropas ajadas y humildes, de colores desteidos; la descalcez y flacura de pies y piernas, todo el msero pergenio de las cantoras. Entre estas las haba de muy diversas edades, desde la directora, una gil morenilla de catorce, hasta un rapaz de dos aos y medio, todo muerto de vergenza y temor, y un mamn de cinco meses, que por supuesto vena en brazos.

    -Hombre! -exclam Borrn al ver a la mo-rena.

    -Pues si es la chiquilla del barquillero! Somos conocidos antiguos, eh?

    -S, seor... -contest ella intrpidamente-. La misma. Y yo le conoc a usted tambin. Es

  • usted el que estaba en las Filas el ao pasado un da de fiesta.

    Como para los pobres suele no haber esta-ciones, Amparo tena el mismo traje de tar-tn, pero muy deteriorado, y una toquilla de estambre rojo era la nica prenda que indica-ba el trnsito de la primavera al invierno. A despecho de tan mezquino atavo, no s qu flor de adolescencia empezaba a lucir en su persona; el moreno de su piel era ms claro y fino, sus ojos negros resplandecan.

    -Qu tal, eh? -murmur Borrn volvindo-se haca Baltasar y Palacios-. Esto empieza a picar como las guindillas... Miren ustedes para aqu.

    Y tomado un candelero lo acerc al rostro de la muchacha. Como Baltasar se haba aproximado, sus pupilas se encontraron con las de Amparo, y esta vio una fisonoma deli-cada, casi femenil, de efebo; un bigotillo blondo incipiente, unos ojos entre verdosos y garzos que la registraban con indiferencia. Acordose, y sinti que se le arrebataba la sangre a las mejillas.

  • -El seorito del paseo -balbuci-. Tambin me acuerdo de usted.

    -Y yo de ti, nia bonita -respondi l, por decir algo.

    -Quiere usted poner el candelero en su si-tio, Borrn? -interpel Josefina con voz agu-da-. Me ha manchado usted todo el traje.

    -Mire usted qu graciosilla es esta, hom-bre! -advirti Borrn sealando a Carmela la encajera, que tena los ojos bajos-. Algo des-colorida... pero graciosa.

    -Calle! -dijo la viuda de Garca...-. T por aqu? Me llevars maana un pauelo imitan-do Cluny...

    -La de las puntillas! -exclam doa Dolo-res-. Buena pieza! Ahora las hacis muy mal, t y tu ta... Ponis hilo muy gordo.

    -Se ve tan poco... los das son tan cortos! Y tiene una las manos fras; en hacer una cuarta de puntilla se va una maana. Casi, descontando lo que nos cuesta el hilo, no sa-camos para arrimar el puchero a la lumbre...

    Entre tanto Nisita se iba abriendo camino al travs de piernas y sillas, hasta acercarse a

  • la nia de ocho aos que llevaba en brazos al rorro.

    -Un tiquito... un tiquito -gritaba la rubilla mirndole compadecida y embelesada-. me-lo.

    -No podrs con l -responda desdeosa-mente la niera.

    -Le oy teta -arga Nisita haciendo el ade-mn correspondiente al ofrecimiento.

    -Quin os ense a cantar? -pregunt a la encajera la viuda de Garca.

    -Ensear, nadie... Nos reunimos nosotras. Tenemos un libro de versos.

    -Y andis por ah divirtindoos? -Divertir, no nos divertimos... hace fro -

    contest Carmela con su voz cansada y dulce-. Es por llevar unos cuantos reales a la casa.

    -Mam, Osepina, Lol! -vociferaba la rubi-lla-. Un tiquito, un nino Quets. Ma, ma.

    Todos se volvieron y divisaron a la infeliz oruga humana, envuelta en un mantn viej-simo, con una gorra de lana morada, que au-mentaba el tono de cera de su menuda faz, arrugada y marchita como la de un anciano por culpa de la mala alimentacin y del des-

  • aseo. Sus ojuelos negros, muy abiertos, mi-raban en derredor con vago asombro, y de sus labios flua un hilo de baba. La viuda de Garca, que era bonachona, lanz una excla-macin que corearon las nias de Sobrado.

    -Jess... angelito de Dios... tan pequeo, por esas calles y con este da! Pero qu hace su madre?

    -Mi madre tiene tienda en la calle del Casti-llo... Somos siete con este, y yo soy la ma-yor... -aleg a guisa de disculpa la que lleva-ba la criatura.

    -Jess!... Pero cmo hacis para que no llore? Y si tiene hambre?

    -Le meto la punta del pauelo en la boca para que chupe... Es muy listito, ya se entre-tiene mucho.

    Rironse las nias, y Lola tom al nene en brazos.

    -Qu ligero! -pronunci-. Si pesa ms la mueca grande de Nisita!

    Pas de mano en mano el leve fardo, hasta llegar a Josefina, que lo devolvi a la portado-ra muy deprisa, declarando que ola mal.

  • -No ven el agua ni una vez en el ao -deca confidencialmente a su cuado doa Dolores- y salen ms fuertes que los nuestros. Yo, ma-tndome, y sin poder conseguir que esa Lola se robustezca. Amparo observaba la sala, el piano de reluciente barniz, el menguado espe-jo, las conchas de Filipinas y aves disecadas que adornaban la consola, el juego de caf con filete dorado, los trajes de las de Garca, el grupo imponente del sof, y todo le pareca bello, ostentoso y distinguido, y sentase co-mo en su elemento, sin pizca ya de cortedad ni extraeza.

    -Y t, qu haces, seorita de Rosendez? -interrog Baltasar-. Andar de calle en calle canturreando? Bonito oficio, chica; me parece a m que t...

    -Y qu quiere que haga? -replic ella. -Encajes, como tu amiguita. -Ay!, no me aprendieron. -Pues qu te aprendieron, hija? Coser? -Bah! Tampoco. As, unas puntaditas... -Pues qu sabes t? Robar los corazo-

    nes?

  • -S leer muy bien y escribir regular. Fui a la escuela, y deca el maestro que no haba otra como yo. Le leo todos los das La Sobe-rana Nacional al barbero de enfrente.

    -Pusiste una pica en Flandes. No sabes ms?

    -Liar puros. -Hola! Eres cigarrera? -Fue mi madre. -Y t, por qu no? -No tengo quien me meta en la Fbrica...

    Hacen falta empeos. -Pues mira este seor puede recomendarte

    casualmente... Oiga usted. Borrn, no es usted primo del contador de la Fbrica? Diga usted.

    -Hombre! es cierto. Del contador no, pero de su seora... Es murciana, somos hijos de primos hermanos.

    -Magnfico! Dile tu nombre y tus seas, chica.

    -S, hija... se har lo posible, eh? Por ser-vir a una morena tan sandunguera... Vas a valer ms pesetas con el tiempo... Hombre,

  • no repara usted Baltasar, lo que gan desde el ao pasado?

    -Mucho ms guapa est -declar Baltasar. -Pero estas chiquillas no cantan? -

    interrumpi con dureza Josefina Garca-. Han venido aqu a hacernos tertulia? Para eso, que se larguen. No se ganan los cuartos charlan-do.

    -A cantar! -contestaron resignadamente todas; y al punto redoblaron las castauelas, repiquetearon los panderos, rechinaron las conchas, exhal su estridente nota el tringu-lo de hierro, y diez voces mal concertadas entonaron un villancico:

    Los pastores en Beln Todos a juntar en lea Para calentar al Nio Que naci en la Noche-Buena... Y al llegar al estribillo: Toquen, toquen rabeles y gaitas, Panderetas, tambores y flautas...

  • se arm un estrpito de dos mil diablos: chillaban y tocaban a la vez, con ambas ma-nos, y aun hiriendo con los pies el suelo. Has-ta el rorro, asustado por la bulla o desentu-mecido por el calor y vuelto a la conciencia de su hambre, se resolvi a tomar parte en el concierto. Las nias de Sobrado y Garca, lo-cas de regocijo, se asieron de las manos, y empezaron a bailar en rueda, con las trenzas flotantes y volanderas las enaguas. Nisita, igualitaria como nadie, cogi el parvulillo de dos aos y lo meti en el corro, donde la po-bre criatura hubo de danzar mal de su grado, soltando a cada paso sus holgadas babuchas. Borrn, por hacer algo, jale a las bailadoras. Aprovechando un momento de confusin, Lola se escurri y volvi trayendo en la falda del vestido una mescolanza de naranjas, trozos de pionate, almendras, bizcochos, pasas, galletas, relieves de la mesa amontonados a escape, que comenz a distribuir con largueza y garbo. Doa Dolores salt hecha una furia.

    -Esta chiquilla est loca..., me desperdicia todo... cosas finas... y para quin, vean us-tedes!... Con una taza de caldo que les die-

  • sen!... Y el vestido... el vestido azul estro-peado!

    Diciendo lo cual, se aproxim disimulada-mente a Lola y le apret con ira el brazo. Bal-tasar intercedi una vez ms: era su santo, un da en el ao. Sobrado padre tartamude tambin disculpas de su hija, a quien quera entraablemente; y Borrn, siempre obse-quioso, acab de repartir las golosinas. Car-mela la encajera y Amparo rehusaron con dignidad su parte; pero la chiquillera despa-ch su racin atragantndose, en las mismas barbas de doa Dolores, que consum la ven-ganza dando por terminados los villancicos y poniendo en la escalera a msicos y danzan-tes.

    CAPITULO VI Cigarros puros Hizo Borrn, la recomendacin a su prima,

    que se la hizo al contador, que se la hizo al jefe, y Amparo fue admitida en la Fbrica de cigarros. El da en que recogi el nombra-

  • miento hubo en casa del barquillero la fiesta acostumbrada en casos semejantes, fiesta no inferior a la que celebraran si se casase la muchacha. Hizo la madre decir una misa a Nuestra Seora del Amparo, patrona de las cigarreras; y por la tarde fueron convidados a un asitico festn el barbero de enfrente, Carmela, su ta, y la seora Porreta la coma-drona: hubo empanada de sardina, bacalao, vino de Castilla, ans y caa a discrecin, ro-soli, una enorme fuente de papas de arroz con leche.

    Privado de la ayuda de Amparo, el barqui-llero haba tomado un aprendiz, hijo de una lavandera de las cercanas. Jacinto, o Chinto, tena facciones abultadas e irregulares, piel de un moreno terroso, ojos pequeos y a flor de cara: en resumen, la fealdad tosca de un vi-llano feudal. Sirvi a la mesa, escanci, y fue la diversin de los comensales, por sus largas melenas, semejantes a un ruedo, que le co-man la frente; por su faja de lana, que le embasteca la ya no muy quebrada cintura; por su andar torpe y desmaado, anlogo al de un moscardn cuando tiene las patas un-

  • tadas de almbar; por su puro dialecto de las Ras Saladas, que provocaba la hilaridad de aquella urbana reunin. El barbero, que era ledo, escribido y muy redicho; la encajera, que la daba de fina, y la comadrona, que gas-taba unos chistes del tamao de su panza, compitieron en donaire burlndose de la rusti-cidad del mozo. Amparo ni lo mir, tan ridcu-lo le haba parecido la vspera cuando entr llorando, trayndolo medio arrastro su madre: Carmela fue la nica que le habl humana-mente, y le dijo el nombre de dos o tres co-sas, que l preguntaba sin lograr ms res-puesta que bromas y embustes. As que todos manducaron a su sabor, echaron las sobras revueltas en un plato, como para un perro, y se las dieron al paisanillo, que se acost ah-to, roncando formidablemente hasta el otro da.

    Amparo madrug para asistir a la Fbrica. Caminaba a buen paso, ligera y contenta co-mo el que va a tomar posesin del solar pa-terno. Al subir la cuesta de San Hilario, sus ojos se fijaban en el mar, sereno y franjeado de tintas de palo, mientras pensaba en que

  • iba a ganar bastante desde el primer da, en que casi no tendra aprendizaje, porque al fin los puros la conocan, su madre le haba en-seado a envolverlos, posea los heredados chismes del oficio, y no le arredraba la tarea. Discurriendo as, cruz la calzada y se hall en el patio de la Fbrica, la vieja Granera. Embarg a la muchacha un sentimiento de respeto. La magnitud del edificio compensaba su vetustez y lo poco airoso de su traza; y para Amparo, acostumbrada a venerar la F-brica desde sus tiernos aos, posean aquellas murallas una aureola de majestad, y habitaba en su recinto un poder misterioso, el Estado, con el cual sin duda era ocioso luchar, un po-der que exiga obediencia ciega, que a todas partes alcanzaba y dominaba a todos. El ado-lescente que por vez primera huella las aulas experimenta algo parecido a lo que senta Amparo.

    Pudo tanto en ella este temor religioso, que apenas vio quin la reciba, ni quin la llevaba a su puesto en el taller. Casi temblaba al sen-tarse en la silla que le adjudicaron. En derre-dor suyo, las operarias alzaban la cabeza,

  • ojos curiosos y benvolos se fijaban en la no-vicia. La maestra del partido estaba ya a su lado, entregndole con solicitud el tabaco, acomodando los chismes, explicndole dete-nidamente cmo haba de arreglarse para empezar. Y Amparo, en un arranque de orgu-llo, atajaba a las explicaciones con un ya s cmo que la hizo blanco de miradas. Sonrio-se la maestra y le dej liar un puro, lo cual ejecut con bastante soltura; pero al presen-tarlo acabado, la maestra lo tom y oprimi entre el pulgar y el ndice, desfigurndose el cigarro al punto.

    -Lo que es saber, como lo material de sa-ber, sabrs... -dijo alzando las cejas-. Pero si no despabilas ms los dedos... y si no le das ms hechurita... Que as, parece un espanta-pjaros.

    -Bueno -murmur la novicia confusa-: na-die nace aprendido.

    -Con la prctica... -declar la maestra sen-tenciosamente, mientras se preparaba a unir el ejemplo a la enseanza-. Mira, as... a mo-dito...

  • No vala apresurarse. Primero era preciso extender con sumo cuidado, encima de la ta-bla de liar, la envoltura exterior, la epidermis del cigarro, y cortarla con el cuchillo trazando una curva de quince milmetros de inclinacin sobre el centro de la hoja para que ciese exactamente el cigarro; y esta capa requera una hoja seca, ancha y fina, de lo ms selec-to: as como la dermis del cigarro, el capillo, ya la admita de inferior calidad, lo propio que la tripa o caizo. Pero lo ms esencial y difcil era rematar el puro, hacerle la punta con un hbil giro de la yema del pulgar y una esptu-la mojada en lquida goma, cercenndole des-pus el rabo de un tijeretazo veloz. La punta aguda, el cuerpo algo oblongo, la capa liada en elegante espiral, la tripa no tan apretada que no deje respirar el humo ni tan floja que el cigarro se arrugue al secarse, tales son las condiciones de una buena tagarnina. Amparo se obstin todo el da en fabricarla, tardando muchsimo en elaborar algunas, cada vez ms contrahechas, y estropeando malamente la hoja. Sus vecinas de mesa le daban consejos oficiosos: haba discordia de pareceres: las

  • viejas le encomendaban que cortase la capa ms ancha, porque sale el cigarro mejor for-mado y porque as lo haban hecho ellas to-da la vida; y las jvenes, que ms estrecha, que se enrolla ms pronto. Al salir de la Fbri-ca, le dola a Amparo la nuca, el espinazo, el pulpejo de los dedos.

    Poco a poco fue habitundose y adquirien-do destreza. Lo peor era que la afliga la nos-talgia de la calle, no acertando a hacerse a la prolija jornada de trabajo sedentario. Para Amparo la calle era la patria, el paraso terre-nal. La calle le brindaba mil distracciones, de balde todas. Nadie le vedaba creer que eran suyos los lujosos escaparates de las tiendas, los tentadores de las confiteras, las redomas de color de las boticas, los pintorescos tingla-dos de la plaza; que para ella tocaban las murgas, los organillos, la msica militar en los paseos, misas y serenatas; que por ella se revistaba la tropa y sala precedido de sus maceros con blancas pelucas el Excelentsimo Ayuntamiento. Quin mejor que ella gozaba del aparato de las procesiones, del suelo sembrado de espadaa, del palio majestuoso,

  • de los santos que se tambalean en las andas, de la Custodia cubierta de flores, de la her-mosa Virgen con manto azul sembrado de lentejuelas? Quin lograba ver ms de cerca al capitn general portador del estandarte, a los seores que alumbraban, a los oficiales que marcaban el paso en cadencia? Pues, y en Carnaval? Las mascaradas caprichosas, los confites arrojados de la calle a los balcones, y viceversa, el entierro de la sardina, los cucu-ruchos de dulce de la piata, todo lo disfruta-ba la hija de la calle. Si un personaje ilustre pasaba por Marineda, a Amparo perteneca durante el tiempo de su residencia: a fuerza de empellones la chiquilla se colocaba al lado del infante, del ministro, del hombre clebre; se arrimaba al estribo de su coche, respiraba su aliento, inventariaba sus dichos y hechos.

    La calle! Espectculo siempre variado y nuevo, siempre concurrido, siempre abierto y franco! No haba cosa ms adecuada al tem-peramento de Amparo, tan amiga del ruido, de la concurrencia, tan bullanguera, meridio-nal y extremosa, tan amante de lo que re-lumbraba. Adems, como sus pulmones esta-

  • ban educados en la gimnasia del aire libre, se deja entender la opresin que experimentar-an en los primeros tiempos de cautiverio en los talleres, donde la atmsfera estaba satu-rada del olor ingrato y herbceo del Virginia humedecido y de la hoja medio verde, mez-clado con las emanaciones de tanto cuerpo humano y con el ftido vaho de las letrinas prximas. Por otra parte, el aspecto de aque-llas grandes salas de cigarros comunes era para entristecer el nimo. Vastas estanteras de madera ennegrecida por el uso, colocadas en el centro de la estancia, parecan hileras de nichos. Entre las operarias, alineadas a un lado y a otro, haba sin duda algunos rostros jvenes y lindos; pero as como en una me-nestra se destaca la legumbre que ms abun-da, en tan enorme ensalada femenina no se distinguan al pronto sino greas incultas, rostros arados por la vejez o curtidos por el trabajo, manos nudosas como ramas de rbol seco.

    El colorido de los semblantes, el de las ro-pas y el de la decoracin se armonizaba y funda en un tono general de madera y tierra,

  • tono a la vez crudo y apagado, combinacin del castao mate de la hoja, del amarillo sucio de la vena, del dudoso matiz de los serones de esparto, de la problemtica blancura de las enyesadas paredes, y de los tintes sordos, mortecinos al par que discordantes, de los pauelos de cotona, las sayas de percal, los casacos de pao, los mantones de lana y los paraguas de algodn. Amparo se pereca por los colores vivos y fuertes, hasta el extremo de pasarse a veces una hora delante de algn escaparate contemplando una pieza de seda roja: as es que los primeros das, el taller con su colorido bajo le infunda ganas de morirse. Pero no tard en encariarse con la Fbrica, en sentir ese orgullo y apego inexplicables que infunde la colectividad y la asociacin, la fraternidad del trabajo. Fue conociendo los semblantes que la rodeaban, tomndose inte-rs por algunas operarias, sealadamente por una madre y una hija que se sentaban a su lado. Medio ciega ya y muy temblona de ma-nos, la madre no poda hacer ms que nios, o sea la envoltura del cigarro; la hija se en-cargaba de las puntas y del corte, y entre las

  • dos mujeres despachaban bastante, siendo muy de notar la solicitud de la hija y el afecto que se manifestaban las dos, sin hablarse, en mil pormenores, en el modo de pasarse la goma, de ensearse el mazo terminado y su-jeto ya con su faja de papel, de partir la moza la comida con su navaja, y de acercarla a los labios de la vieja.

    Otra causa para que Amparo se reconcilia-se del todo con la Fbrica, fue el hallarse en cierto modo emancipada y fuera de la patria potestad desde su ingreso. Es verdad que daba a sus padres algo de las ganancias, pero reservndose buena parte; y como la labor era a destajo, en las yemas de los dedos tena el medio de acrecentar sus rentas, sin que nadie pudiese averiguar si cobraba ocho o cobraba diez. Desde el da de su entrada ves-ta el traje clsico de las cigarreras: el man-tn, el pauelo de seda para solemnidades, la falda de percal planchada y con cola.

  • CAPITULO VII Preludios Tard Chinto en aclimatarse: mucho tiem-

    po pas echando de menos la aldea. Dos co-sas ayudaron a distraer su morria: un amo-lador, que se situaba bajo los soportales de la calle de Embarcaderos, y el mar. Cuantos momentos tena libres el paisanillo, dedicba-los a la contemplacin de alguno de sus dos amores. No se cansaba jams de ver los alti-bajos de la pierna del amolador, el girar sin fin de la rueda, el rpido saltar de las chispas y arenitas al contacto del metal, ni de or el rsss! del hierro cuando el aspern lo morda. Tampoco se hartaba de mirar al mar, encon-trndolo siempre distinto: unas veces atavia-do con traje azul claro, otras, al amanecer, semejante a estao en fusin; por la tarde, al ocaso, parecido a oro lquido, y de noche, envuelto en tnica verde oscura listada de plata. Y cuando entraban y salan las embar-caciones! Ya era un gallardo bergantn, alzan-do sus dos palos y su cuadrado velamen; ya

  • una graciosa goleta, con su cangreja desple-gada, rozando las olas como una gaviota; ya un paquete, con sus alas de espuma en los talones y su corona de humo en la frente; ya un fino lad; ya un elegante esquife; sin nombrar las lanchas pescadoras, los pesados lanchones, los galeones panzudos, los botes que volaban al golpe acompasado de los re-mos... Si Chinto no fuese un animal, podra alegar en su abono que el Ocano y el voltear de una rueda son imgenes apropiadas de lo infinito; pero Chinto no entenda de metafsi-cas.

    Ms adelante, al reparar en Amparo, se hall mejor en el pueblo. Si algo se burlaba de l la despabilada chiquilla, al fin era una muchacha, un rostro juvenil, una voz fresca y sonora. Entre el seor Rosendo y su triste laconismo; la tullida y su tirana domstica; Pepa la comadrona, que lo asustaba de puro gorda, y lo crucificaba a chistes, o Amparo, desde luego se declararon por esta sus simpa-tas. Todas las tardes, con el cilindro de hoja-lata terciado al hombro, iba a buscarla a la salida de la Fbrica. Esperaba rodeado de

  • madres que aguardaban a sus hijas, de nios que llevaban la comida a sus madres, de gen-te pobre, que rara vez haca gasto de barqui-llos, como no fuese por la exorbitante canti-dad de un octavo o un cuarto. No obstante, Chinto no faltaba un solo da a su puesto.

    Algo variado en su exterior estaba el aprendiz. Patizambo como siempre, era en sus movimientos menos brutal. La vida ciuda-dana le haba enseado que un cuerpo huma-no no puede tomarse todo el espacio por su-yo, antes necesita ceirse a que otros cuerpos transiten por los mismos lugares que l. Chin-to dejaba, pues, ms hueco, se recoga, no se balanceaba tanto. La blusa de cut azul dibu-jaba sus recias espaldas, descubriendo cuello y manos morenas; ancho sombrern de de-testable fieltro gris honraba su cabeza, monda y lironda ya por obra y gracia del barbero.

    Una hermosa tarde estival aguardaba a Amparo muy ufano, porque en los bolsillos de la blusa le traa melocotones, adquiridos en la plaza con sus ahorros. Como un cuarto de hora llevaban de ir saliendo las operarias ya, y la hija del barquillero sin aparecer. Gran

  • animacin a la puerta, donde se estableciera un mercadillo; no faltaba el puesto de cintas, dedales, hilos, alfileres y agujas; pero lo do-minante era el marisco, cestas llenas de meji-llones cocidos ya, esmaltados de negro y na-ranja; de erizos verdosos y cubiertos de pas, de percebes arracimados y correosos, de ar-gentadas sardinas, y de mil menudos frutos de mar, bocinas, lapas, almejas, calamares que dejaban pender sus esparcidos tentculos como patas de araas muertas. Semejante cuadro, cuyo fondo era un trozo de mar sere-no, un muelle de piedras desiguales, una ribe-ra peascosa, tena mucho de paisaje napoli-tano, completando la analoga los trajes y actitudes de los pescadores que no muy lejos tendan al sol redes para secarlas. De pie, en el umbral del patio, un ciego se mantena in-mvil, muerta la cara, mal afeitadas las bar-bas que le azuleaban las mejillas, lacio y en trova el grasiento pelo, tendiendo un sombre-ro abollado, donde llovan cuartos y mendru-gos en abundancia.

    Miraba Chinto a la baha con la boca abier-ta, y cuando al fin sali Amparo, no pudo ver-

  • la: ella en cambio le divis desde lejos, y ve-loz como una saeta, vari de rumbo, tomando por la insigne calle del Sol, que componen media docena de casas gibosas y dos tapias coronadas de hierba y aleles silvestres. Corri hasta alcanzar el camino del Crucero, y de-jndolo a un lado, atraves a la carretera y a la cuesta de San Hilario, donde refren el pa-so creyndose en salvo ya. Tambin era ma-na la del zopenco aquel, de no dejarla a sol ni a sombra, y darle escolta todas las tardes! Y como su compaa era tan divertida, y como l hablaba tan graciosamente, que no parece sino que tena la boca llena de engrudo, se-gn se le pegaban las palabras a la lengua! As discurra Amparo, mientras bajaba hacia la Puerta del Castillo, defendida todava, como in illo tempore, por su puente levadizo y sus cadenas rechinantes.

    Al propio tiempo suban unas seoras, con las cuales se cruz la cigarrera. Iban casi en orden hiertico; delante las nias de corto, entre quienes descollaba Nisita, ya espigada, provista de una gran pelota; luego el grupo de las casaderas, Josefina Garca, Lola Sobra-

  • do, luciendo sus mantillas y sus colas recien-tes; los flancos de este pelotn los reforzaban Baltasar y Borrn, y como Baltasar no se haba de poner al ladito de su hermana, toc-bale ir cerca de Josefina. Cerraban la marcha la viuda de Garca y doa Dolores, sta cari-larga y erisipelatosa de cutis, la viuda sin to-cas ni lutos, antes muy empavesada de colo-res alegres.

    Los destellos del sol poniente, muriendo en las aguas de la baha, alumbraron a un tiem-po a Baltasar y a Amparo, haciendo que mu-tuamente se viesen y se mirasen. El mance-bo, con su bigote blondo, su pelo rubio, su tez delicada y sangunea, el brillo de sus galones que detenan los ltimos fulgores del astro, pareca de oro; y la muchacha, morena, de rojos labios, con su pauelo de seda carmes, y las olas encendidas que servan de marco a su figura, semejaba hecha de fuego. Ambos se miraron en un instante, instante muy lar-go, durante el cual se creyeron envueltos en la irradiacin de una atmsfera de luz, calor y vida. Al dejar de contemplarse, fuese que el esplendor del ocaso es breve y se extingue

  • luego, fuese por otras causas ntimas y psico-lgicas, imaginaron que sentan un hlito fro y que empezaba a anochecer. Oyose la pala-bra ronca de Borrn el inaguantable.

    -La has visto? -A quin? -balbuci el teniente Baltasar,

    que finga considerar con suma atencin la punta de sus botas, por no encontrarse con la ojeada investigadora de Josefina.

    -A la chiquilla del barquillero... a la ciga-rrera?

    -Cul? Era esa que pasaba? -contest al fin aceptando la situacin.

    -S, hombre, sa... Qu tal? Tengo buen ojo?

    -Yo tambin la conoc -pronunci Josefina, cuya voz de tiple ascenda al tono sobreagu-do.

    - A m no me ha saludado... -aadi Bo-rrn-. No me conoci tal vez... y eso que yo la met en la Granera... yo la recomend. Bien dije siempre que haba de ser una chica pre-ciosa! Lo que es de otra cosa no entender, hombre; pero de ese gnero... Qu les pare-ci a ustedes?

  • -A m? -murmur Josefina entre dientes y con agresivo silbido de vocales-. No me pre-gunte usted, Borrn... Esas mujeres ordina-rias me parecen todas iguales, cortadas por el mismo patrn. Morena... muy basta.

    -Ave Mara, Josefina! -dijo escandalizada Lola Sobrado-. No tuviste tiempo de verla: es hermosa y rene mucha gracia. Fjate otra vez en ella... si vuelve a pasar, te dar al co-do.

    -No te molestes... no merece la pena; es el tipo de una cocinera como todas las de su especie.

    Baltasar hallaba incmoda la conversacin y buscaba un pretexto para cambiarla. Atra-vesaban por delante de un campo cubierto de hierba marchita, especie de landa estril cer-cada por lienzos de muralla de las fortificacio-nes. Haba all una parada de borricos de al-quiler, que aguardaban pacficamente, con las orejas gachas, a sus acostumbrados parro-quianos, mientras los burreros y espoliques, sentados en el malecn, jugaban con sus va-ras, departan amigablemente, y picando con

  • la ua un cigarro de a cuarto, abrumaban a ofrecimientos a los transentes.

    -Un burro, seorito? Un burro precioso? Un burro mejor que los caballos? Vamos a Aldeaparda? Vamos a la Erbeda?

    Acercose Baltasar a las nias de corto, y dijo a Nisita:

    -Una vuelta por el campo? A la chiquilla se la encandilaron los ojos, y

    soltando la pelota, ech los brazos al teniente con sonrisa zalamera. Baltasar la aup, colo-cndola sobre los lomos de un asnillo, que an tena puestas jamugas de dorados clavos. Y tomando la vara de manos del alquilador, comenz a arrear... Arre, burro!, arre!, arre!, arre!, arre!.

    Amparo, al llegar a la entrada de las Filas, sinti detrs de s una respiracin anhelosa y como el trotar de una acosada alimaa mon-ts, y casi al mismo tiempo emparej con ella Chinto, sudoroso y jadeante. La perseguida se volvi desdeosamente, fulminando al perse-guidor una mirada de despide-huspedes.

  • -Para qu corres as, majadero? -djole en desabrido tono-. Si creers que me escapo? Cuidado que...

    -All... -contest l echando los bofes, tal era su sobrealiento...- all... porque no te vi-nieses sin compaa... all... yo me entretuve con el vapor de la Habana, que sala... ms bonito, conchas!, humo que echaba! Por dnde viniste que no te vi?

    -Por donde me dio la gana, repelo! Y ya te aviso que no me vuelvas a pudrir la sangre con tus compaas... Soy yo aqu alguna ni-a pequea? Anda a vender barquillos, que ah en el paseo hay quien compre, y en la Fbrica maldito si sacas un real en toda la tarde...

    CAPITULO VIII La chica vale un Per Mal que le pese a Josefina y a todas las se-

    oritas de Marineda, las profecas de Borrn se han cumplido. No se equivoca un inteligen-te como l al calificar una obra maestra. Su-

  • cede con la mujer lo que con las plantas. Mientras dura el invierno, todas nos parecen iguales; son troncos inertes; viene la savia de la primavera, las cubre de botones, de hojas, de flores, y entonces las admiramos. Pocos meses bastan para trasformar al arbusto y a la mujer. Hay un instante crtico en que la belleza femenina toma consistencia, adquiere su carcter, cristaliza por decirlo as. La me-tamorfosis es ms impensada y pronta en el pueblo que en las dems clases sociales. Cuando llega la edad en que invenciblemente desea agradar la mujer, rompe su feo capullo, arroja la librea de la miseria y del trabajo, y se adorna y alia por instinto.

    El da en que unos seores dijeron a Amparo que era bonita, tuvo la andariega chiquilla conciencia de su sexo: hasta enton-ces haba sido un muchacho con sayas. Ni nadie la consideraba de otro modo: si algn granuja de la calle le record que formaba parte de la mitad ms bella del gnero huma-no, hzolo medio a cachetes, y ella rechaz a puadas, cuando no a coces y mordiscos, el brbaro requiebro. Cosas todas que no le qui-

  • taban el sueo ni el apetito. Haca su tocado en la forma sumaria que conocemos ya; co-rreteaba por plazas, caminos y callejuelas; se meta con las seoritas que llevaban alguna moda desusada, remiraba escaparates, curio-seaba ventaneros amoros, y se acostaba rendida y sin un pensamiento malo.

    Ahora... quin le dijo a ella que el aseo y compostura que gastaba no eran suficientes? Vaya usted a saber! El espejo no, porque ninguno tenan en su casa. Sera un espejo interior, clarsimo, en que ven las mujeres su imagen propia y que jams las engaa. Lo cierto es que Amparo, que segua leyndole al barbero peridicos progresistas, pidi el suel-do de la lectura en objetos de tocador. Y re-uni un ajuar digno de la reina, a saber: un escarpidor de cuerno y una lendrera de boj; dos paquetes de horquillas, tomadas de orn; un bote de pomada de rosa; medio jabn aux amandes amres, con pelitos de la barba de los parroquianos, cortados y adheridos toda-va; un frasco, casi vaco, de esencia de heno, y otras baratijas del mismo jaez. Amalga-mando tales elementos logr Amparo desbas-

  • tar su figura y sacarla a luz, descubriendo su verdadero color y forma, como se descubre la de la legumbre enterrada al arrancarla y la-varla. Su piel trab amistosas relaciones con el agua, y libre de la capa del polvo que atas-caba sus poros finos, fue el cutis moreno ms suave, sano y terso que imaginarse pueda. No era tostado, ni descolorido, ni encendido tam-poco; de todo tena, pero con su cuenta y razn, y all donde convena que lo tuviese. La mocedad, la sangre rica, el aire libre, las amorosas caricias del sol, habanse dado la mano para crear la coloracin magnfica de aquella tez plebeya. La lisura de gata de la frente; el bermelln de los carnosos labios; el mbar de la nuca, el rosa trasparente del ta-bique de la nariz; el terciopelo castao del lunar que travesea en la comisura de la boca; el vello ureo que desciende entre la mejilla y la oreja y vuelve a aparecer, ms apretado y oscuro, en el labio superior, como leve som-bra al difumino cosas eran para tentar a un colorista a que cogiese el pincel e intentase copiarlas. Gracias sin duda a la pomada, el pelo no se qued atrs y tambin se mostr

  • cual Dios lo hizo, negro, crespo, brillante. S-lo dos accesorios del rostro no mejoraron, tal vez porque eran inmejorables: ojos y dientes, el complemento indispensable de lo que se llama un tipo moreno. Tena Amparo por ojos dos globos, en que el azulado de la crnea, baado siempre en un lquido puro, haca re-saltar el negror de la ancha pupila, mal velada por cortas y espesas pestaas. En cuanto a los dientes, servidos por un estmago que no conoca la gastralgia, parecan treinta y dos grumos de cuajada leche, graciossimamente desiguales y algo puntiagudos, como los de un perro cachorro.

    Observndose, no obstante, en tan gallar-do ejemplar femenino rasgos reveladores de su extraccin: la frente era corta, un tanto arremangada la nariz, largos los colmillos, el cabello recio al tacto, la mirada directa, los tobillos y muecas no muy delicados. Su mismo hermoso cutis estaba predestinado a inyectarse, como el del seor Rosendo, que all en la fuerza de la edad haba sido, al decir de las vecinas y de su mujer, guapo mozo. Pero, quin piensa en el invierno al ver el

  • arbusto florido? Si Baltasar no rond desde luego las inmediaciones de la Fbrica, fue que destinaron a Borrn por algn tiempo a Ciu-dad Real, y temi aburrirse yendo solo.

    CAPITULO IX La Gloriosa Ocurri poco despus en Espaa un suceso

    que entretuvo a la nacin siete aos cabales, y an la est entreteniendo de rechazo y en sus consecuencias, a saber: que en vez de los pronunciamientos chicos acostumbrados, se realiz otro muy grande, llamado Revolucin de Setiembre de 1868.

    Quedose Espaa al pronto sin saber lo que le pasaba y como quien ve visiones. No era para menos. Un pronunciamiento de veras, que derrocaba la dinasta! Por fin el pas haba hecho una hombrada, o se la daban hecha: mejor que mejor para un pueblo meridional. De todo se encargaban marina, ejrcito, pro-gresistas y unionistas. Gonzlez Bravo y la Reina estaban ya en Francia cuando an igno-

  • raba la inmensa mayora de los espaoles si era el Ministerio o los Borbones quienes caan para siempre, segn rezaban los famosos letreros de Madrid. No obstante, en breve se persuadi la nacin de que el caso era serio, de que no slo la raza Real, sino la monarqua misma, iban a andar en tela de juicio, y en-tonces cada quisque se dio a alborotar por su lado. Slo guardaron reserva y silencio relati-vo aquellos que al cabo de los siete aos haban de llevarse el gato al agua.

    Durante la deshecha borrasca de ideas po-lticas que se alz de pronto, observose que el campo y las ciudades situadas tierra adentro se inclinaron a la tradicin monrquica, mien-tras las poblaciones fabriles y comerciales, y los puertos de mar, aclamaron la repblica. En la costa cantbrica, el Malecn y Marineda se distinguieron por la abundancia de comi-ts, juntas, clubs, proclamas, peridicos y manifestaciones. Y es de notar que desde el primer instante la forma republicana invocada fue la federal. Nada, la unitaria no serva: tan slo la federal brindaba al pueblo la beatitud perfecta. Y por qu as? Vaya a saber! Un

  • escritor ingenioso dijo ms adelante que la repblica federal no se le hubiera ocurrido a nadie para Espaa si Proudhon no escribe un libro sobre el principio federativo y si Pi no le traduce y le comenta. Sea como sea, y valga la explicacin lo que valiere, es evidente que el federalismo se improvis all y doquiera en menos que canta un gallo.

    La Fbrica de Tabacos de Marineda fue centro simpatizador (como ahora se dice) pa-ra la federal. De la colectividad fabril naci la confraternidad poltica; a las cigarreras se les abri el horizonte republicano de varias ma-neras: por medio de la propaganda oral, a la sazn tan activa, y tambin, muy principal-mente, de los peridicos que pululaban. Hubo en cada taller una o dos lectoras; les abona-ban sus compaeras el tiempo perdido, y ade-lante. Amparo fue de las ms apreciadas, por el sentido que daba a la lectura; tena ya ad-quirido hbito de leer, habindolo practicado en la barbera tantas veces. Su lengua era suelta, incansable su laringe, robusto su acento. Declamaba, ms bien que lea, con fuego y expresin, subrayando los pasajes

  • que merecan subrayarse, realzando las pala-bras de letra bastardilla, aadiendo la mmica necesaria cuando lo requera el caso, y co-menzando con lentitud y misterio, y en voz contenida, los prrafos importantes, para su-bir la ansiedad al grado eminente y arrancar involuntarios estremecimientos de entusiasmo al auditorio, cuando adoptaba entonacin ms rpida y vibrante a cada paso. Su alma im-presionable, combustible, mvil y superficial, se tea fcilmente del color del peridico que andaba en sus manos, y lo reflejaba con vive-za y fidelidad extraordinarias. Nadie ms a propsito para un oficio que requiere gran fogosidad, pero externa; caudal de energa incesantemente renovado y disponible para gastarlo en exclamaciones, en escenas de indignacin y de fantica esperanza. La figura de la muchacha, el brillo de sus ojos, las in-flexiones clidas y pastosas de su timbrada voz de contralto, contribuan al sorprendente efecto de la lectura.

    Al comunicar la chispa elctrica, Amparo se electrizaba tambin. Era a la vez sujeto agen-te y paciente. A fuerza de leer todos los das

  • unos mismos peridicos, de seguir el flujo y reflujo de la controversia poltica, iba pene-trando en la lectora la conviccin hasta los tutanos. La fe virgen con que crea en la prensa era inquebrantable, porque le suceda con el peridico lo que a los aldeanos con los aparatos telegrficos: jams intent saber cmo sera por de dentro; sufra sus efectos, sin analizar sus causas. Y cunto se sorpren-dera la fogosa lectora si pudiese entrar en una redaccin de diario poltico, ver de qu modo un artculo trascendental y furibundo se escribe cabeceando de sueo, en la esquina de la mugrienta mesa, despachando una chu-leta o una racin de merluza frita! La lectora, que tomaba al pie de la letra aquello de Co-gemos la pluma trmulos de indignacin, y lo otro de La emocin ahoga nuestra voz, la vergenza enrojece nuestra faz, y hasta lo de Y si no bastan las palabras, corramos a las armas y derramemos la ltima gota de nuestra sangre!.

    Lo que en el peridico faltaba de sinceridad sobraba en Amparo de crdulo asentimiento. Acostumbrbase a pensar en estilo de artculo

  • de fondo y a hablar lo mismo: acudan a sus labios los giros trillados, los lugares comunes de la prensa diaria, y con ellos aderezaba y compona su lenguaje. Iba adquiriendo gran soltura en el hablar; es verdad que empleaba a veces palabras y hasta frases enteras cuyo sentido exacto no le era patente, y otras las trabucaba; pero hasta en eso se pareca a la desaliada y antiliteraria prensa de entonces. Daba tanto que hacer la revuelta y absorben-te poltica, que no haba tiempo para escribir en castellano! Ello es que Amparo iba tenien-do un pico de oro; se la estara uno escu-chando sin sentir cuando trataba de ciertas cuestiones. El taller entero se embelesaba oyndola, y comparta sus afectos y sus odios. De comn acuerdo, las operarias detes-taban a Olzaga, llamndole el viejo del bo-rrego porque andaba el muy indino buscan-do un rey que no nos haca maldita la falta... slo por cogerse l para s embajadas y otras prebendas; hablar de Gonzlez Bravo era promover un motn; con Prim estaban a mal, porque se inclinaba a la forma monrquica; a Serrano haba que darle de codo; era un am-

  • bicioso hipcrita, muy capaz, si pudiese, de hacerse rey o emperador, cuando menos.

    Creci la efervescencia republicana mien-tras que trascurra el primer invierno revolu-cionario; al acercarse el verano subi ms grados an el termmetro poltico en la Fbri-ca. En el curso de horas de sol, sin embargo, decaa la conversacin, y entre tanto la at-msfera se cargaba de asfixiantes vapores y espesaba hasta parecer que poda cortarse con cuchillo. Penetrantes efluvios de nicotina suban de los serones llenos de seca y pren-sada hoja. Las manos se movan a impulsos de la necesidad, liando tagarninas; pero los cerebros rehuan el trabajo, abrumador del pensamiento; a veces una cabeza caa inerte sobre la tabla de liar, y una mujer, rendida de calor, se quedaba sepultada en sueo profun-do. Ms felices que las dems, las que espu-rriaban la hoja, sentadas a la turca en el sue-lo, con un montn de tabaco delante, tenan el puchero de agua en la diestra, y al rociar, muy hinchadas de carrillos, el Virginia, las consolaba un aura de frescura. Tendidas las barrenderas al lado del montn de polvo que

  • acababan de reunir, roncaban con la boca abierta y se estremecan de gusto cuando la suave llovizna les salpicaba el rostro. Revolo-teaban las moscas con porfiado zumbido, y ya se unan en el aire y caan rpidamente sobre la labor o las manos de las operarias, ya se prendan las patas en la goma del tarrillo, pugnando en balde por alzar el vuelo. Anda-ban esparcidos por las mesas, y mezclados con el tabaco, pedazos de borona, tajadas de bacalao crudo, cebollas, sardinas arenques. Con semejante temperatura, quin haba de tener ganas de comerse la pitanza?

    Por fin, a eso de las cuatro de la tarde, la refrigerante brisa mar