el telar secreto

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Narraciones orales

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El telar secreto

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Diseño de cubiertas e interiores: Tonatiuh Mendoza

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El telars e c r e t o(Crónicas y conversaciones)

Eliazar Velázquez

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Velázquez Benavídez, Eliazar. El telar secreto. Crónicas y conversaciones. Ediciones La Rana/Guanajuato/2012. 276 pp.; 20 × 20 cm; 47 ilustraciones (Colección De Guanajuato al Mundo) ISBN 978-607-8069-59-0 1. Literatura. Crónica. Fiestas populares. Historia local. Sociología. 2. Literatura. Crónica popular. Narradores populares. 3. Crónicas. Cronistas. Testimonios. Eliazar Velázquez Benavídez. Fotografías de: Emma Aguado, Francisco Arellano, Daniela Camarena, Sandra Cruz, Gema del Campo, Carla Gasca, Miguel Mejía y Rosa María Rivera. LC HM104.V452012 Dewey M394.5 Vel432

Del texto: D.R. © Eliazar Velázquez Benavídez

De esta edición: D.R. © Ediciones La Rana Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato Paseo de la Presa núm. 89-B 36000 Guanajuato, Gto.

Primera edición en la colección De Guanajuato al Mundo, 2012

Impreso en México Printed in Mexico

IsBn 978-607-8069-59-0

Ediciones La Rana hace una atenta invitación a sus lectores para fomentar el respeto por el trabajo intelectual, es por ello que les informa que la Ley de Derechos de Autor no permite la reproducción de las obras artísticas y científicas, ya sea total o parcial –por cualquier medio o procedimiento–, a menos que se tenga la autorización por escrito de los titulares del copyright o derechos de explota-ción de la obra.

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En los brazos del asombro

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r I sComo quien pone en manos de sus amigos un pedazo del corazón, permítanme compartirles algunas historias que están en la intimidad de esta amorosa relación que tengo con el oficio de hacer crónicas desde hace ya por lo menos veinte años.

Mi encuentro con la palabra comenzó temprano, porque en Xichú –pueblo donde nací– durante mi infancia, no había luz eléctrica; nos alumbrábamos con velas, ocote y aparatos de petróleo. nuestras noches abundantes en lunas y luciérnagas las entregábamos a la fantasía de los encantados, las escondidas, así como a los cuentos de duendes y aparecidos que nuestros abuelos compar-tían junto al fogón o en la puerta de la casa.

Las calles eran de tierra, los techos de tejamanil, las paredes de adobe. Por entonces sólo había un viejo autobús que en la madrugada salía a la ciudad más cercana (san Luis de Paz), en un recorrido que duraba varias horas, por una brecha accidentada. su regreso, al atardecer, se convertía en un momento lleno de expectativa, pues al llamado del sonido del motor en la distancia los niños corríamos a esperar su arribo en el jardín y nos arremolinábamos para

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ver quién descendía, como buscando en los relatos de aquellos pasajeros mi-grantes un pedacito del mundo que transcurría mas allá de las montañas.

Como parte de esa trama casi onírica, en algún momento del año, afuera de un viejo salón minero, al oscurecer se instalaban dos conjuntos huapangueros para la topada. Entre el polvo que desataba el baile zapateado se elevaba el canto en décimas de aquellos trovadores legendarios que llegaban a caballo desde la zona media potosina y que por algún designio misterioso tenían el don de la palabra.

Luego de que ellos se iban de su cita anual, quedaban los modestos poetas locales que, junto al canto, casi alarido, de los alabanceros, nunca faltaban en los velorios de angelitos y en las velaciones de imágenes. Entre olor de flores, veladoras, aroma de café, ponche y mujeres de riguroso mandil y rebozo, la anciana acariciaba con sus manos el rosario, coronaba al angelito y pasaba de mano en mano un listón donde se hacían nudos para apartar un lugar en el cielo, de pronto, el guitarrero entonaba un canto melancólico: Vamos en nombre de Dios/ a coronar este ángel bello/ desde la punta del pie/ hasta el último cabe-llo… para enseguida arreciar el ritmo, declamar el verso decimal y finalmente regresar a una melodía lenta de violines.

Como parte de aquel tejido hecho de una temporalidad ligada a los ciclos de la naturaleza, también estaban las curanderas que nos libraban del espanto con barridas de paraiso y crucilla y rociando una bebida rosada que nombraban espíritus, las parteras que nos traían al mundo por unos cuantos pesos, y los arrieros llegados desde distantes geografías, quienes pasaban por las casas con sus recuas de animales ofreciendo productos diversos.

La palabra y la memoria tenían en la comunidad una alta jerarquía. De boca en boca se transmitían los saberes. Todo nos enseñaba que para acceder al conocimiento había que aprender a mirar, a oír y disponerse a desandar caminos. Cosa que pronto comprendí con nitidez, pues siendo apenas ado-

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lescente, el destino ya me había puesto en las veredas: acompañando a mi hermano Guillermo, que buscaba despuntar como trovador en la tradición de las topadas. Una tarde pardeando, íbamos por la ribera del río, rumbo a una ranchería, donde en el patio los músicos le cantarían a una imagen. Entre la penumbra aluzada con pedazos de ocote, la poesía decimal trovada e improvi-sada irrumpió con su fuerza de siglos en la intimidad de esa humilde familia y en la soledad de aquel caserío, labrando en esos actos sencillos los eslabones de su perseverancia.

Días después ya iba a enancas con Mario, otro hermano, que con muchos apuros se había hecho de un caballo. nos dirigimos a la fiesta con el poeta que apenas atisba los secretos del arte repentista. Llegamos a una milpa donde están instalados dos tablados rústicos pero suficientes para que parezca que las músicas cuelgan del viento. Es una boda, la tierra es roja, los novios bailan felices, aunque a capela el canto y el sonar de los violines se trasportan hasta las hondonadas de las montañas. Al amanecer vamos a buscar la silla para treparnos al caballo pero la tristeza se dibuja en el rostro de mi hermano, pues el animal está muerto debido a que comió una yerba llamada ololuque. Regresamos cabizbajos. Él trae en el hombro el freno y en el alma, pesadumbre. Al llegar al pueblo, el consuelo que le dan es que, esa misma noche, una mujer conocida estuvo muy enferma y sólo sobrevivió seguramente gracias a que el caballo se entregó a la muerte a cambio de ella.

no tardó en suceder otra travesía memorable: yo tenía 14 años y en un solo lance de varios días conocí las montañas situadas entre mi pueblo y Concá, en el estado de Querétaro. nuestro andar comenzó al atardecer y todavía en la madrugada seguíamos buscando las rutas en la oscuridad para hacer la primera escala en la comunidad donde vivía un violinista. Ahí amanecimos; pronto retomamos el andar hasta el rincón de los cerros donde habría una boda. Acompañando a los novios con su conjunto huapanguero, en el camino

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pedregoso apareció don Asención Aguilar, un poeta rioverdeño que a la vuelta de los años sería mi amigo entrañable; en quien encontré la calidez y virtudes de los seres humanos que sin aspavientos viven en permanente cercanía con la dimensión de lo sagrado.

Al nacer el día nos enfilamos para ascender la cuesta. Todo era paisaje ple-tórico de colores luminosos pero en el trayecto, al calor de los resabios del baile recién terminado, dos hombres enfurecidos cual animales bravos desenfun-daron los machetes y empezaron a librar una batalla sin cuartel. sonaban los metales. Tenían el rostro desencajado. Había olor a muerte. Milagrosamente, luego de un rato de esgrima, un sacerdote se interpuso y logró convencerlos de que no se mataran.

A cada paso accedía a un maravilloso universo. Fue luego de esos encuentros asombrosos cuando amanecí a la pasión por

guardar el devenir en la palabra. Pero fue un tránsito natural, como ir de la noche al día, como recibir de manos de mis mayores las fuerzas para encender un fuego, o el pedazo de tierra que me correspondía labrar. Ya entre mis viejos poetas había escuchado cómo se cultivaba la noción del destino, en el sentido de esa búsqueda interior por descifrar aquello que nos corresponde a cada uno ofrendar a la existencia. sólo sabía que estaba en el umbral de atisbar el mío propio porque comencé a envolverme en una especie de delirio desbordado que no escatimaba lecturas a mi alcance, trashumancias, ni disquisiciones que bor-daban en la angustia, todo con tal de conseguir habitar las hojas en blanco.

r II sLa crónica es un género peregrino y a lo largo de los años, a través de esa ventana, he podido acceder a múltiples realidades. He entablado largas con-

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versaciones y vislumbrado la vida de muchas personas en el solar de las casas, junto al fogón, en la banqueta, en las centrales de autobuses, en la milpa, en la cantina, en las fondas, en los jardines, en el atrio de los templos, en los cementerios, en los viejos caminos de herradura.

Entre canto de pájaros, en el silencio más absoluto, entre ladridos de pe-rros, cera derritiéndose, estallido de cohetes, susurros del viento o entre el bullicio de juegos mecánicos, puestos y estruendo de la banda que toca en el quiosco, bajo el sol inclemente o resguardándonos de la lluvia en un rincón; a ras de tierra, en el abrazo transparente con los hombres y mujeres sencillos, así como he sabido de las injusticias más atroces y del dolor dibujado en sus rostros, también he encontrado en sus labios las historias más ejemplares de dignidad, de defensa fervorosa de su creencia, y las más admirables suertes de imaginación y creatividad.

¿O no es extraordinario el viejo juglar que en sus tiempos de aprendiz a falta de tecnología iba a las topadas a memorizar las melodías para luego llegar y chiflárselas a sus compañeros músicos y así las aprendieran? ¿Cómo no apreciar que un músico de tambor y chirimía me revelara que siempre ha deseado encontrar en su flauta el canto de los cenzontles y calandrias que escuchó cuando trabajaba la milpa? ¿Cómo no celebrar la entereza de los can-tores de alabanzas que ante el rumor de un nuevo difunto buscan el jorongo, la lámpara de baterías y el morral donde guardan sus libros? ¿O cómo es que en medio del plástico y del artificio mujeres otomíes se obstinan en cortar con ternura retazos de tela para formar muñecas de trapo o entre que ven el cielo entrelazan palma o carrizo hasta formar colotes y sombreros? ¿Y en dónde abreva la solidez de las mayordomías y la majestuosidad de los súchiles? ¿Y aquel campesino memorioso observador meticuloso del espacio que como si su cabeza fuera una brújula con exactitud señalaba dónde quedan todos los países del hemisferio? ¿O la mujer vestida de negro que muchos años caminó

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por las carreteras con flores de papel en sus manos y después nadie supo con precisión si estaba viva o muerta? ¿O qué encantamiento tendrán esos sitios desolados que desde tiempos inmemoriales algunos días se desbordan de peregrinaciones multitudinarias?

¿O cómo no admirar al anciano guardián de las danzas concheras quien entre olor a copal me confesó que ante la proximidad de su muerte se enca-minaría hasta una fiesta donde bailaba su nieto para entregarle la palabra y responsabilizarlo de mantener viva esa costumbre? ¿O no es un gesto supremo de tenacidad el de aquellos músicos de una banda de viento que en época de tormentas entre truenos y relámpagos ilusionados trasladaron a lomo de ani-males, y luego en una balsa improvisada, las trompetas y tambora que fueron a conseguir con muchos sacrificios hasta una ciudad lejana?

¿En dónde han encontrado fortaleza todas esas mujeres campesinas que siempre tienen un remedio y consuelo para su hijo enfermo? ¿Cómo no venerar a las ancianas que supieron de las revoluciones y que en medio de las situacio-nes más precarias y del trabajo incansable guardaron ancestrales secretos en relación a la naturaleza y a la condición humana? ¿Y de qué dimensión pro-venía aquel violinista rostro moreno convencido de que con víboras coralillas destiladas y envueltas en un pañuelo se podía dañar al contrincante, el mismo que a mediados del siglo pasado por robarse a una mujer huyó a la serranía para escapar de quienes lo querían matar y luego se fue de pueblo en pueblo sembrando sus conocimientos musicales?

sé que la literatura y el periodismo tienen muchas rutas posibles, pero por un impulso que trasciende mi voluntad, a la luz del tiempo transcurrido desde que comencé a ejercitar la palabra, lo que más me atrapa es el deseo de encontrar y describir esa dimensión silenciosa e impredecible en la que suelen tejerse los destinos, así como las festividades, las músicas, los ritos, las rebel-días, el arte de raigambre comunitaria, y todas las múltiples formas de esa

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energía creativa que resiste bajo el asfalto y en el envés de tantos espejismos. He aprendido que la realidad no se agota en lo aparente, que disponiendo el alma se pueden trasponer muchas cortezas y encontrar luminosidad ahí donde todo parece aridez o desencanto. Y también, que la memoria no es nostalgia sino posibilidad de reinvención, que la oralidad no es folclor sino vía de acceso a percepciones primigenias, que el patrimonio cultural y las tradiciones no son tarjeta postal sino siembra diaria de sueños infinitos, que las identidades más genuinas y poderosas no son escenografías, ruta turística, sino territorialidad, autonomía, libertad…

A dondequiera que uno mire se encontrarán infinitas y variadas maneras de cómo los seres humanos bordamos fantasías en torno al misterio de exis-tir y a la complejidad de vivirnos juntos. Mientras en mi tierra poníamos un recipiente con agua para ver la luna eclipsada, entre los yoremes de sonora algo semejante es usado como instrumento musical. En el mismo amanecer, cuando en Michoacán entre pirekuas y abajeños culmina el recibimiento del año nuevo purépecha, entre soneros del Papaloapan comienzan las celebraciones de la virgen de la Candelaria. La misma jarana adquiere un sonido distinto en manos de un músico mestizo de Ciudad Valles que en las de un náhualt del norte de Hidalgo. La misma melancolía por tener que partir adquiere en algunos sitios forma de gordita de horno y en otras de pozol. Los memoriosos del sur del estado miran el agrarismo desde el ruido de las locomotoras, y ese mismo suceso en el norte se mira desde el galope de los caballos. Para los choles de Chiapas el tlacuache es admirado por ser el dador del fuego, luego de robarlo con su cola a la bruja Chuchú, y en otras latitudes se les ponen trampas al anochecer porque destruyen las macetas y se roban el aguamiel.

Las identidades culturales que cada comunidad nos inventamos son final-mente sólo nuestra propia versión del juego de la vida. Y esos pensamientos, fiestas, formas de organización o sorprendentes creaciones estéticas, con los

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que según la historia de cada pueblo damos sentido al fugaz tránsito entre el nacer y el morir, están sujetos a un movimiento perpetuo, y no se diga en esta época, cuando hasta las tradiciones más rígidas para mantenerse vigentes tienen que girar cotidianamente, como el metal que se mete a la lumbre para rehacer sus formas sin perder el centro. Por ejemplo, en el caso de los diversos géneros del son mexicano, su perseverancia ha sido posible porque han tras-ladado a sus nuevas realidades estructuras, reglamentos y técnicas –muchas de ellas sumamente cerradas y complejas– que durante décadas o hasta siglos se han ido pasando de generación en generación y que lo mismo abarcan el campo de la lírica, los tonos y melodías musicales, y en algunos casos incluso códigos de honor. O entre danzantes, tradiciones que se sostienen en equili-brios y armonías heredadas ahora tienen que ser asimiladas por chavos que tienen un ojo en el chat y otro en el penacho. Hasta entre lauderos indígenas y mestizos, al tiempo que siguen cultivando su creencia de que deben usar madera de edad grande, han tenido que desarrollar habilidades para instalar pastillas eléctricas en los instrumentos.

según lo que he alcanzado a atisbar en tantos ojos antiguos que me han permitido acercarme a sus saberes, esta capacidad de resistencia, reinvención y perseverancia se nutre de que las ritualidades y mecanismos internos de las tradiciones –que suelen conjuntar desde lo más inverosímil hasta lo más ordinario– no son preceptos fríos, más bien asemejan una segunda piel en los individuos y en la colectividad. Y es que cuando las identidades son vigorosas, es porque circulan en las mismas rutas de la sangre, porque están incorpora-das a los sentidos, porque sus portadores asumen intensamente ese legado con el que se encontraron a veces del modo más trivial, absurdo, o sublime, y porque constituyen una temporalidad inédita que sólo puede ser comprendida desde adentro.

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r III sDesafortunadamente ya me ha tocado ver partir a muchos ancianos que al modo de agua recién nacida han curado mi sed de sueños y esperanza. Los he visto irse inquietos y con desasosiego al percibir cómo se transforma el pai-saje de los cerros, de las gentes, de las cosas, y cómo percepciones del mundo que se han forjado con la paciencia de siglos están en riesgo inminente de ser devastadas.

sé que los conocimientos de que han sido depositarios esos hombres y mu-jeres de alma grande seguirán buscando cauces, pero es muy honda la soledad en que nos dejan, pues no es sencillo alcanzar esa altura y grandeza.

Mucho me he preguntado qué hacer ante la desaparición irremediable de los viejos patriarcas de nuestras culturas. sólo atino a responderme que la palabra debe librar batallas, y entonces hay que ponerla a caminar en busca de asombros, magia, revelaciones, intuiciones y colores, que hay que preservar del olvido. Así, otros náufragos se podrán cruzar un día con los tesoros de la memoria y en sus resplandores posiblemente encuentren inspiración para hundir las manos en su realidad, y seguir propiciando el renacimiento incesante de esas sabidurías comunitarias que mucho tienen que enseñarnos, y más en estos tiempos, cuando andamos tan desamparados de certezas.

r IV sEste libro es un ramillete de algunas historias luminosas, nutridas por anti-guas dignidades culturales con las que he tenido el privilegio de cruzarme en diversas geografías guanajuatenses.

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Fuerzas íntimas determinan los encuentros que nos corresponden. silen-ciosa, la vida va fraguando los puntos finos del tiempo y del espacio donde nos cruzaremos con alguna palabra, algún rostro, alguna mirada, algún ritual, algún cielo que se vuelva trascendente y para siempre nos acompañe.

Así han nacido estas páginas, en el telar secreto donde se urden los des-tinos.

Eliazar VelázquezFebrero de 2012

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Nos guiábamos con la luna

(conversaciones)

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Las benditas ánimasDoña soledad centeno (san Miguel de allende, Gto., 1930)

soy de aquí del barrio del Valle del Maíz. Decía mi mamá que nací en diciembre a las cuatro de la tarde. Me tocaba la festividad de La Purísima, pero mi papá escogió el nombre porque me había encomendado a nuestra virgen de la soledad del Calvario. Mi papá me quería mucho. Todo el tiempo fue mayor-domo de la iglesia, nomás que se cambiaba del tercero al segundo, del tercero al cuarto, y de ahi no pasaba. Era viudo y casado por segunda vez; andaba en 40 años y mi mamá en treinta y tres. Ya de que me acuerdo era de moler. Ma-drugaba para irse al molino. Arrimaba la masa, la leña; ella cocía los frijoles; hacía el quehacer. Empecé a hablar muy chiquilla y me ponía a responderle el rosario, pero como uno al rezar siempre empieza cabecié y cabecié, me daba mis moquetes y del susto pos se me iba el sueño.

Cuando acabábamos la novena de la santa cruz, nos seguíamos con el ruego por el buen temporal. Pasando la fiesta de mayo, a los ocho días venían desde El Abrevadero a llevarse la santa cruz don nato noriega y su esposa. Acá estaban esperándolos don Fidel y don Concho Ugalde. Por todo el barrio andaban avisando. no me acuerdo en qué año la harían pero desde que tengo

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uso de razón esa cruz era la que sacábamos cantando y adornada con carrizo, con flores, con coronas de espinas.

siempre me gustó mucho correr pero tenía que ir al paso, y ésa era la amenaza, que si me portaba mal no me volvían a llevar, aunque en unas descuidadas, en ese cerrito de las Tres Cruces que tiene muchas peñas, le decía: “Papá, quiero ir al baño”, “Ándale, hija, vete detrás de las peñitas”, y pos aprovechaba para agarrar carrera.

A medio camino se hacía una posada: tendían cobijas en el suelo y ahi ponían la santa cruz, luego de rezar un rosario nos íbamos, hasta llegar al rancho de Guadalupe, y ahi se dejaba. nos veníamos casi oscuriando y ya ellos se hacían cargo de cambiarla a santa Teresita, porque en Alcocer siempre ha habido pero en los ranchos donde no hay se hacían visitas. En tiempos de cosecha se daba diezmo. Los que eran cargueros juntaban costales de maíz y los traían. La capillita se llenaba de mazorcas recogidas en san Felipe, Jacales, san Julián, Landeta y muchos otros ranchitos. Entonces se rezaba en la puerta. Yo andaba siempre ahi de pegole y como mi papá tenía oloteras grandotas, nos llevábamos dos. nos decía mi mamá: “Échenle ganas, hija, pa poner el nixtamal”. nosotras hasta escogíamos las más grandotas y allí estábamos desgranando. Al mismo tiempo mi papá rezaba y nosotros respondíamos, porque todo teníamos que estar haciendo.

Para el día primero y el día último del año se juntaban: “¡Vamos a traer la santa cruz! ¡Júntense pa los cuetes!”. Pero entonces cuáles luces. se usaban unas linternotas antiguas. La luz eléctrica llegaba abajo de la Ermita. ¡Aquí duró años oscuro! Para traerla íbamos junto con el coro. Llevábamos faroles sobrantes de las posadas. Aquí teníamos que llegar como a las diez de la noche. se oían cantos, cuetes, rezos. Al entrar ya estaban los repiques y los mayordomos aprevenidos con la vela prendida, mientras la campanita no dejaba de sonar para seguir rezando y ayudarle a buen morir al año que estaba terminando.

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Cantaban la letanía de los santos. Al último rezaban el rosario de la aurora, entonces ya se daba atolito o lo que había de ofrenda y se acababa. Otro día la llevábamos a misa al oratorio.

Agua con sal

Cuando niñas nos vestíamos con faldas largas, delantalcito con sus bolsitas color cambaya, blusitas con holanes. Entonces cuáles zapatos. Andábamos descalzas en el cerro. Los hombres eran los que traívan huaraches. Aparte de moler, en el campo había que sembrar y alzar. En la siembra le aventajaba a mi hermana porque ella estaba muy petacona. Una vez de un panzazo se quedó ahi tiradota, y yo, como estaba muy flaca, hasta parecía chiva, así es de que al sembrar mi papá me echaba una bolsa con las semillas. Me iba tres de maíz, una de frijol, y él atrás tapando. Cuando se me iba un puñillo de más, enseguidita le bajaba la tierra pa que no lo viera porque me regañaba; así es de que tenía que ir apriesa porque venía atrás la yunta. Lo mismo para alzar, hasta me sangraban mis deditos; se escoreaban con la piedra. Ya luego decía mi abuelito:

—Pos ora verás, hija, dile a tu mamá que te caliente agua con sal y ahi los metes; verás que descansas.

—no, pa, cala retiharto.—Pero se amolda la mano.Al llegar le platicaba, luego ponía el agua y le echaba la sal. Otro día estaba

tiesa y ya no me lastimaba, así es de que nuevamente lista para sembrar, para alzar, para segundar.

Todo aquí donde ahorita hay casas era de mi abuelo; el terreno llegaba hasta las Cañaditas, Los Aguacates que le nombraban. Todo era pedazo de sembradío.

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Estaba repedregudo, más arriba había unos lugares de pura tierra negra. En el cerrito de las Tres Cruces sembraban con medieros y también otros huertos que tenían hay parriba del caracol.

En la carretera que circunda este barrio del Valle del Maíz pasaban unas carretelas muy cada en cuando; llevaban unas linternotas con unos palos y un piquito que silbaba a medio camino. Eran de mulas; por delante iba el de los mecates jalándolos. Esos eran los carros de aquel tiempo.

Por aquí donde sembrábamos se formaban hartos arco iris. El terreno te-nía sus propios manantiales y con esa agua se regaba fuera garbanzo, lenteja, trigo, o los duraznos, membrillos, granadas, jitomates, cebollas, porque en esa huerta todo se conseguía. Cuando nos tocaba andar ayudando en el riego no me metía a moler; era cuando me dedicaba a jugar, según que a hacer presitas, tortillitas, pasteles.

Sentía los desaires

Mi papá nos tuvo en la escuela dos años y medio en internado. Era muy delicado con nosotros. Ahi había primaria y también preparaban a las jovencitas para los casamientos. A mí nunca me gustó el estudio: Lo que me gustaba era la cocina y como preparaban dulces, les ayudaba a lavar los cazos. Luego también ponían a las muchachas a preparar atole de cáscara, pero como veía que molían muy despacio, agarraba el metate. Ya hasta me buscaban: “¡Ándale, vete a lavar las manos para que nos ayudes”. De la cebada hacían una especie de almidón: la molían, se colaba y luego la echaban en unos lejillotes grandotes, llenitos de agua, de hoy pa mañana se la iban quitando y quedaba la harina. no había cubetas, puros cántaros, puros letrillotes grandotes, hasta les ponían unas orejas para agarrarlos y un palo con un mecate para cargarlos.

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Al centro de san Miguel íbamos a vender; entregábamos en el mercado. Mi abuelo y mi pa se cargaban unos chundes de carrizo. Él los hacía. Ahi llevaban sus verduras. Había temporadas en que vendíamos tuna, durazno, granada. Y ahi voy cargando canastas. Mi mamá ya nomás iba entregando. Le decían: “A mí me trai tanto mañana”. Mi abuelo era muy espléndido, tratándose de comer no se limitaba a puros frijoles. A las seis de la mañana acostumbraba su carne y un jarro de a litro con té de hojas, fueran de naranjo, limón, sidra, porque casi no se usaba café, ni canela. si nos íbamos al campo a esas horas, nosotros también almorzábamos. Me acuerdo que cuando eran unas neblinas muy fuertes hasta parece que el cielo se acababa. Por ahi donde estaban los pilares era el camino para ir a las milpas. Estaba el sol saliendo, empezando a dar su luz, cuando ya andábamos entrándole a la escarda del frijol.

En esa época se hablaba mucho otomí. Aquí al otro lado del Calvario, cuan-do la fiesta del señor santiago, había danzas, crucero, y todos hablaban, pero yo no me quise enseñar por vergüenza y coraje. Como teníamos que acarriar agua limpia de los pozos andábamos descalzos, mojados, enlodados, y cuando íbamos con nuestros cantaritos había gentes que nos gritaban: ¡Quítense, bola de indígenas! Y hasta con maldiciones, por eso no me quise enseñar. Mi papá y mi abuelo preguntaban:

—¿Qué no te gusta, hija?—Pos sí pero me da mucho trabajo.Pero era que yo sentía los desaires que nos hacían, aunque nunca les dijimos

porque ¡pobres de nosotros que diéramos una queja! siempre su respuesta era: “Por algo les han de ver hecho eso”, “Por algo les dieron un moquete”, “Por algo los regañaron”.

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Necio amor

Estaba de unos trece años cuando conocí a mi marido, aunque no me enamoré de él. Vivía en el pozo parriba y siempre me hacía cariños. Uno de sus hermanos trabajaba con mi abuelo de güeyero y yo al que quería era a ese muchacho por paciente, pero lo quería como hermano, como de la familia, aunque mi mamá pos creía que era por interés, y no, lo quería por sufrido. Ya después al que fue mi marido se lo llevaron de conscripto a dar su servicio militar. ¡no pos ya se me hizo! ¡Un muchacho delgado, reguapo! ¡Y entonces sí me enamoré! Pero ora sí que yo sola, ¿a quién le decía? Él me veía pero no me hablaba. Y además no había forma porque mi mamá andaba conmigo. Me cuidaba mucho porque decía que no estaba fea. Un día que salíamos de misa alcanzó a ver que hizo una seña. ¡Que me echa adelante regañándome!: “¡Ya andas de chirriona!”. Como después de eso no me dejaron salir al agua, dejaba papelitos clavados en las espinas de los órganos. Iba a la carrera y los agarraba pero como no sabía leer le decía a un hermano:

—Oyes, Cruz, ¿cómo son estas letras?—Mira nomás, pos estas letras ya te las mandan a ti. Hasta tienen tu

nombre.Decía que me quería y que cuando oyera un chiflido saliera al arroyo para

vernos. Pero llegó a conocimientos de mi mamá. Ya viendo que me tenía tan vigilada, un día que se quedó haciendo tortillas le dije que habíamos soltado la compuerta del agua para regar: “¿Pos para qué la abristes, qué no estás viendo que estoy aquí ocupada? ¡Ándale, ve a cerrarla. Ahorita apago la lumbre y te alcanzo!”. Me fui corriendo por el callejón que daba a unos garambullos, y en lo que andaba regando los duraznos le echaba la vista hasta el patio tanteando que si ella venía me bajaba a la carrera. Él se arrimó por fuera pero no nos

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dábamos ni la mano, ¡qué esperanzas! Platicamos y yo pelando el ojo para que no me juera a mirar mi mamá. En cuanto la vi venir: “¡Ándale, vete. Quítate el sombrero, no te lo vaya a ver!”. se fue por la cañadita. Ella buscó las pisadas pero no las encontró.

En las tardes se ponía a coser y yo junto a ella. no me dejaba ora sí que ni a sol ni a sombra. sucede que la única hermana que tenía se enfermó. Cuando le avisaron estaba en el metate. Le dijo a Guadalupe: “Echa las tortillas que mi hermana está muy mala. Voy a ir a verla”. Por esos días se acercaba la fiesta de mayo y ordenó me sentara a coser porque para la quermés todas las muchachas de los puestos teníamos que tener un mantel fuera de punto de cruz, bordado o deshilado. Pensando que se iba a tardar, en cuanto la vide irse me fui saliendo ¡pero que regresa pronto!: “¿Dónde está soledad?”. Como nadie dijo nada, ¡que se va a buscarme! Estábamos entretenidos platicando en el arroyo cuando oí pasos entre la hojarasca. En un instante ya estaba parada junto de mí: “¡Órale, señorita, a su cocina!”, gritó. Esa tarde me puse a coser nomás pensando qué iría a hacer conmigo. Y sí, me encerró con una tía y ni el día domingo me sacaban a misa. Para acabarla de amolar, como la casa estaba grande y tenían burros, borregos, caballos, yeguas, ¡había un pulguero! Una noche dormía y otra no por estar peliándome con las pulgas. Hasta que les ayudé a echar fuera el ganado descansé. He de ver durado así como medio año. Estaba desesperada, pero no faltó cómo supiera el muchacho que ahi estaba y me mandó por correo una carta a domicilio: “Para la señorita soledad. se la manda su estimado novio”. ¡Dios mío, ya me andaba! Mandaron llamar a mi madre:

—Agarra tus cosas –fue lo primero que dijo al verme.—¿Pero qué cositas tengo?, pos nomás mi ropa.—¡Vámonos!no me pegó, nomás me regañó:—Hice lo que pude pero ya no sé cómo darte consejos. ¿Qué le ves a ese

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hombre? Es un enamorado. Es un bueno pa nada. Todos los vicios tiene. si me prometes que no lo vas a ver, ya no te voy a maltratar. Tú misma debes pensarlo.

Como no le respondí (porque ¿qué tal si vuelvo con él?), dijo:—Eso quiere decir que no lo vas a olvidar…Entonces ya me dejaron salir, pero como lo empecé a ver con muchachas

que yo creía eran sus novias, le mandé decir que no me anduviera molestando, “¡Pero si son mis primas hermanas!”, decía a las personas que le daban mi recado. Fue cuando se lo llevaron a prepararlo para la guerra. Pensé: “Por ahi lo van a matar y yo acá nomás esperando”. ¡Y no! ¡Que va llegando diciendo que le habían dado su pasaporte de bracero!: “Me voy a regresar. Ya tengo mis papeles pero dime a dónde te escribo pa que tú también me contestes”. En ese tiempo empezaba a conocer poquito la letra, por lo menos para poner mi nombre. Como no alcanzamos a quedar en un domicilio, dejaba las cartas con unas primas hermanas que vivían al límite del terreno de mi papá. Andaban las muchachas vueltas y vueltas. Me decían: “Véndenos unos membrillos”. Como teníamos que dar la muestra para ver si estaba buena la fruta, se los llevaba: “si no creas que te vamos a comprar, te hablamos para darte una carta. nomás ten mucho cuidado, ya ves tu mamá cómo es”. Hice un zurrón grandote para echármelas y trailas cargadas donde quiera, junto con su fotografía. Como mi mamá me vido más tranquila, me permitió trabajar lavando ropa ajena donde era el banco que ora es el nuevo Mundo. Ella no sabía que yo traiba las cartas, ¡pero onde que un día, como nos quedábamos en el suelo, se me olvidan debajo del petate con todo y el zurrón! ¡Dios mío! ¡Me dio una corazonada cuando estaba lavando! “¡Ay!”, dije, pero cómo les digo que debo salir! De ratito llega Cruz: “soledad, manda decir mi mamá que vayas”.

En cuanto llegué me recibió con estas palabras:

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—Así es de que tú nunca obedeciste. A partir de ahorita haz de tu vida lo que quieras. ¡Ya me enfadé! ¡Ya te quedas libre!

¡Qué me voy a quedar libre, pos cuándo! Eso decía porque estaba muy eno-jada. A Paula, mi media hermana, a doña Plácida, la mamá de Polo, y a todas las gentes les pedía me dieran consejos, que me evitaran su compañía. Una tía hasta fue a buscarme a propósito:

—Mira, sal a ver a tu pendejada que ahi va con otras viejas. Yo nunca hice aprecio de todo lo que hablaban de él. ¡Y pos a ver! De todos

modos así me fue. Duramos tres años de novios. Ya después mi mamá se re-signó. Tuve nueve hijos: siete hombres y dos mujeres.

El ánima sola

El andar en las velaciones me viene desde el principio de la vida. siendo niña andaba rezando en todas las fiestas con mi papá Valente. Murió de ciento y tantos años de lo cansado, de lo macizo. Me decía: “Tráime las velitas, hija, que ya voy a prender la cera para irnos a la velación. Despedázate las flores y pónselas aquí a la santa cruz que está abajo de la sacristía”. Mi trabajo era sonar la campanita y con la otra mano desparramar los pétalos mientras él invocaba las ánimas y bendecía con su sahumador. “Ora sí, hija, ya acabamos.” Me explicaba que no cualquiera podía hacer esas ceremonias, pero mi papá era sargento, o sea el segundo del primer mayordomo.

También mi mamá me acercaba a las devociones porque era la encargada del primer día de novena y tenía que poner música de cuerda, flores, cera y unos moños de género con carita de angelito. Echaban un cuete a la vuelta de la esquina, en el callejón, y otro al salir. Cada quien ponía en los nopales o mezquites su linternita. se veía bonito. Las lucecitas parecían chupiditos.

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Desde entonces comencé a ver que el mayordomo de cada comunidad debe llevar la santa cruz, y el sargento, el sahumador para recibirlos. Al entregarse se le hace la reverencia y los honores a los cuatro vientos. se hincan y se per-signan. Inmediatamente se voltean y a formar la cruz, acabando dicen: “Él es Dios”, y ya se siguen bendiciendo la pasión, sonando la campanita y dando las flores que se colocarán en el calvario donde están las ánimas. Decir “Él es Dios” significa que estamos sirviéndole y ofreciéndole todo.

A mí me han agarrado de que me toca pos a según una custodia, un bastón o el cirio. Pero el cirio contiene que uno no se va a mover de allí porque debe hacer frente a toda la velación, más que se salga a descansar algo, a la hora que van a entregar tiene que cuidar que al sargento no le falte copal, y no es que uno agarre y lo eche, para eso está él.

Las velitas son las ánimas que nos van encandilando, nos van enseñando, nos van guiando; las nombramos y se quedan allí ardiendo. Aunque nos vamos, ellas siguen pidiendo por nosotros. Hay una que se le nombra el ánima sola. Es la olvidada de los caminos. son las que nadie se acuerda de ellas, por eso se pone solita. Las que están juntas son las ánimas de todas las comunidades presentes, invocan a todas aquellas que faltaron, los que empezaron los ci-mientos, los que han seguido, los que sostuvieron la tradición y ya no están en el mundo. Toda la noche están las ánimas allí prendidas.

Y también están los cirios; ésos se apagan hasta que amanezca. El primero está alumbrando el sagrario de nuestro señor Jesucristo en el santísimo. El cirio debe hablar unas dos palabras: “En el nombre sea de Dios, vamos a dar principio a esta luz para empezar esta santa velación, para que con esto que vamos a hacer las ánimas tengan un descanso y todos estos sacrificios que vamos a hacer de cantar, de desvelar, de todo, es un sufragio para ellos que en lo que duremos estén descansando sus penas”. si hay tiempo, ahi se nom-bran las personas a los que van más dedicados, como nosotros cuando nos

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faltó Miguel, Juliana y Eulalia: “Pos aquí por intención de su alma”. A según lo recientes que son, que han estado en ese empiezo de fiestas, eso es lo que significa. Ya al último se dice: “Todas las ánimas de todos los conquistadores aquí están juntas, de aquellas comunidades que llegaron, aquí están juntas”. Están allí las tres velas ardiendo. Eso es lo que significa. Cuando me toca de la luz, tengo que decir eso, hacer el saludo a los cuatro vientos, alumbrar y decir que es por intención de las ánimas conquistadoras. En otros lugares, como acá en Calderón, de donde vinieron las raíces de nuestros antepasados, los estamos recordando a aquellos y los traemos de padrinos para que ayuden y den fuerza a todos los que están allí trabajando para salir adelante.

También todas las ofrendas se bendicen: la cucharilla, cada velita, cada flor, cigarros, cerillos. Igualmente todo lo que ahi se trabaja es pidiendo a la santa cruz nos dé licencia de salir con bien, pidiéndole que socorra y que brinde su comida, sus alimentos, a todos los que deben dar, que extienda, que le ayuden. Las ánimas conquistadoras que fueron devotas también están allí y a todos sus herederos, a todos sus familiares vivos y muertos, estamos pidiendo para que los cuide, y también si vamos de lejos, que ayude en los caminos para llegar a nuestro hogar, eso es lo que se pide, pero siempre hay que decir unas palabras, no quedarse callado.

nosotros hacemos con la santa cruz toda la ceremonia, como si ella lo estuviera haciendo, como si estuviera hablando a través de nuestros labios y de nuestro corazón.

Cantando se me divaga el sueño

A donde quiera que nosotros acudimos a una velación, tenemos el horario de salir a las diez porque nos vamos a quedar hasta que se acaba. Más temprano

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pos se enfada uno, apenas están empezando a recibir las comunidades y ya estamos cabeceando. Por eso mejor tanteamos llegar cuando faltan pocas. nos han pasado tantas cositas, que llegamos temprano, sin comer, está ahi uno esperando, y como Ramón trae la mandolina, no falta quién le diga: “Ándele, compadrito, ayúdeme porque no han llegado los otros para recebir las comu-nidades”, otro lleva el libro enseñándole las alabanzas, y aunque van dando atole, pan, tamales, nomás les dice uno: “Al ratito, al ratito”. Así que para no pasar apuraciones, mejor comer antes. Una vez nos fuimos temprano a san Juan Juvenal, en el urbano llevaba mi ofrenda, Ramón su mandolina, pos que llegamos ya oscureando, más tarde que estas horas. Yendo arriba en el cerro me empezaron a llegar unos olores como a sopa de fideo, no faltaba qué aromas me daban a mí de lo que estaban haciendo, ahi dije: “no tardan en darnos algo de cenar”, ¡pos no nos dieron nada! Pensé entre mí: “¿Cómo no comí algo?, o me hubiera traído unos bolillos”. Ya hasta a media noche nos fueron llevando unos pedazotes de calabaza cocida y un atole de maíz crudo molido, de ese fresco resabroso, ¡noombre!, me comí con ganas aquellos pedazos de calabaza, y onde que una sobrina no le gustaron: “¡Échamelos!”. Ya con eso mitigué el hambre. Los vasos no los daban casi llenos, con pena y todo les dije: “¿no les sobró más atole que nos den un tantito, aunque sea siquiera para desatorar-me?”. Ya de rato nos llevaron unos elotes bien chuladas, también café, pero a ése no estoy impuesta.

Depende lo que se trabaje en la velación pero hay casos que ya casi está amaneciendo cuando apenas estamos regresando a la casa. Está uno que ca-becea y no cabecea, por eso a mí me gusta cantar adentro porque se me divaga el sueño, y luego no quiero tomar porque echándome unas copitas me da una pesadez que quisiera acostarme a descansar. El otro día me había dado por fumarme un cigarro, por lo amargoso se me iba el sueño. “¡no!”, dije, “ni me gusta, me queda la boca bien amargosa, mejor no”.

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Trago de vino sí me da vergüenza porque voy regañando a Ramón y en-tonces cuál es el ejemplo. Aunque a veces por aquí le digo a mis muchachos: “Cómprenme una botellita buena”, y como la tengo para echarme tantito, se la doy a alguna compañera, y si se ofrece me da pero nomás un traguito porque ¡me he puesto unas borracheras! Así me pasó un día en Landeta. Llevaba un refresco y la botella del vino. Como al estar rezando por tanto humo que uno traga se seca la boca, le hacía la seña y me servía unos bue-nos vasos, para que al pasarlo entre la gente no oliera me lo echaba todo. Entre el rezo y los cantos ni cómo decirle que quería puro refresco. Pos que ya entonces al salir dice Cecilio: “¡Ándele, doña Chole, aquí está el agua de la cucharilla!, ¿qué quiere?”. Félix Estrada fue quien hizo eso de ponerle al vino el agua de la cucharilla, porque una noche llueve y llueve hicieron un cuartito de hule y estábamos ahi todos apilaos, entonces él estaba como yo pidiendo agua y le daban puro mezcal. Por eso salió el nombre. Esa vez en Landeta de regreso venía cante y cante en el carro. no me notaron pero yo sentí que venía bien entrada.

En una velación los mayordomos tienen que tener preparado todo lo que van a hacer, a veces se la llevan apriesa pero otras no. Luego están haciendo las listas para los que van a trabajar, ven que falta porque los bastones se llevan una botella, los cirios, otra, los músicos, otra, según los bastones que son, en el Charco se hacen como quince. La cantidad depende de los calvarios, yo aquí en el Valle hago diez.

Ya luego el bastón se lleva al lugar que corresponde, con la música de viento, las danzas. Primero es la santa cruz del Palo del Cuarto, enseguida bajan aquí al de las Ánimas y luego se pasan al del Astillero, al regresar le colocan a la santa cruz sus bastones, los del Camposanto los mandan con un mayordomo y también sus florecitas, pero antes los bendicen y también al que los lleva. Los bastones debe uno respetarlos porque desde las flores, el carrizo, el hilo,

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están muy bien bendecidos con la mirra, con el copal, con devoción, por eso no deben traerse por ahi despedazándose.

Ahorita hay muchos coros, pero de los cantos meros tradicionalistas ya murieron todos. Aquellos desde que empezaba la velación no paraban, pero hay otra cosa también, que debe ser gratuitamente, nada de que me van a pagar, ¡no, no! si se reventaron sus cuerdas pos aprevéngaselas, o ya no toque pero usté sigue cantando. Ésa es la devoción, como lo mismo, los mayordomos que están dentro de la iglesia sirviendo no tienen salario, en caso de que tenga la necesidad por eso está el secretario o todos deben de comunicarse para poder echar mano, si es que hay dinero, sea para comprar flores, veladoras, o alguna cosa que se necesita.

Somos comunidad

Todo el año ando en velaciones. En junio y julio tengo seis, en agosto, dos, en septiembre, tres, en octubre, la de san Juan Juvenal, que por cierto este año me gustó mucho porque en esos cerros ¡estaba una luna tan bonita! se veía aquel paisaje esplendoroso. En noviembre, santa Cecilia y la de Martín de Terreros, en diciembre, la de la virgen de Guadalupe de Pantoja y la de Ignacio Ramírez de la Parroquia. En enero tenemos la del santo niño de Corral de Piedras. Así es de que nomás a fines de ese mes y en febrero descanso. Entra marzo y el primer viernes es la conquista, luego a mediados, señor san José, a finales me toca ir a sacar el permiso a Calderón, y ya entro con mis preparativos para empezar la novena el 24 de abril. En andar apreviniendo se me va el mes, así es de que ¡entró mayo, Dios mío! Ese mes, sábado por sábado, en unos me toca de a dos o tres velaciones.

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Yo la hago de sargento y mayordoma. Llevo las veladoras, los cerillos, los cigarros, la ofrenda para las ánimas y la limosna. Aunque sea poquito hay que llevarles. Por aquí cuando mis muchachos van llegando del juego les digo: “Échenle su caguamita a la santa cruz”, y ya llevo un puñito más de dinero. Pero así como yo coopero, también las comunidades me ayudan a salir adelante en mi compromiso aquí con la fiesta. Por decir, la de san Antonio de silva me trai un bote de caldo con todos sus menesteres, ya nomás pa servir. Para su festividad, ahi voy con ellos y les llevo tamales. En otras que también me traen ofrenda, le voy cambiando y les llevo gorditas, ponche, caldo o consomé, con todos mis vasitos y platos para servir. Para el señor de la Conquista también igualmente llevo una canasta grande de tortillas hechas a mano. Ahora para la velación del señor san Miguel voy a hacer gordas de trigo y atole de pusqua. Ha tocado veces que me pongo mal, como hace poco, al señor de la Misericor-dia nomás le pude llevar 100 bolillos. En ocasiones se ve uno apurado porque le van cambiando que tacos, pan con atoles preparados de leche, de lima, de quién sabe qué todo, están sabrosos, como estoy recibiendo, a veces no me fijo. El otro día vide que sacaron una cazuelona arrocera, tapada con bolsa, pensé: “¿Qué trairán estas muchachas?”. Eran tacos dorados y ellas mismas preparándolos con todos sus arremueques, así es de que pos ellas se acomo-dan a como pueden y yo también me acomodo a como puedo llevarles. nos apoyamos unos a otros porque somos comunidad.

Es mucho trabajo, pero eso y más haría si pudiera porque la santa cruz y las benditas ánimas conquistadoras son las que me han curado las penas del alma y los dolores de mi cuerpo.

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Destino de mayordomoDon Eleuterio Godínez (san Miguel de allende, Gto., 1925)

Todas las gentes de aquí del barrio del Valle del Maíz eran campesi- nos. Los primeros vivientes no eran muchos. serían unos treinta. Los terrenos estaban grandecitos. no había casas de tabique o de colado. nada de eso, eran puros jacales de pasto. El que tenía su casita de muritos con piedra y lodo se decía que era un don, o sea, un señor de más categoría. En todos los terrenos el que no tenía magueyes tenía nopales o sembraba en el solar su pedacito de huerto. Casi todo esto estaba solo, hasta después se empezó a fincar. Cuando estaba muchacho, mi primera chamba fue de leñero. Iba al cerro para traer leña de encino o de lo que hallaba. En ese tiempo habían hecho un corte de carbón y encontrábamos mucha. Me iba con un tío porque no fui criado de padres, fui criado de abuelos desde chirgo, casi recién nacido. Mi abuelito me mandaba con este tío que se mantenía del cerro. Le sufrí algo porque le daba corajillo que yo no sabía hacer la leña, y como no tenía fuerzas pa echársela al burro y hacer la carga solo, me daba mis carajazos.

Así anduvimos por ese cerro de Alcocer que le nombran, parte del cerro de doña Juana, todo eso lo conozco de día y de noche. La vendíamos tres veces por semana en la calle del Chorro y en la de la Barranca. Todavía no había gringos

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aquí. Cuando ya no fui a la leña, como todos teníamos animales y sembrábamos, me ponía a escoger frijol para vender a unos señores españoles que mercaban semillas. Tenían sus agencias, otros salían a la orilla a comprar huevo, pollos, puercos, reses, burros, caballos; cada quien tenía su ramo. Alrededor de san Miguel no había colonias, lo que había eran barrios, como aquí el Valle, La Palmita, El Ojo de Agua, Guadiana, Las Cuevitas, san Juan de Dios. Después de que anduve escogiendo frijol, entré de cargador en una agencia de Fidel Dubarganes. Me enfadé porque era una friega muy grande y me metí de pión cuando gentes de juera empezaron a hacer obritas, porque aquí los señores rancheros que tenían sus haciendas no movían trabajo, movían en sus casas del pueblo pero ocupaban nomás un albañil sin pión.

Aquí, como hasta 1945, se empezaron a usar los radios, y eso porque trai-ban los que se iban al norte. En los cuarentas comenzaron las contrataciones. Muchos se fueron y empezaron a mandar regalitos. Un señor me ofreció: “Te vendo un radio de pilas que me mandó mi muchacho. Dame unos veinte pe-sos”. Ése fue el primer radio que hubo aquí en el Valle del Maíz. Era pos gran novedad. Venían hartos muchachos en las noches y ahi estamos oyendo el box, las luchas, el beisbol, que era lo que más se usaba, porque el futbol fue mucho después. Todo lo traigo guardado en la sesera.

La devoción

Desde chirgo cuidaba las reses de mi abuelo. Él vivía en un callejón por la Calle Real. Más grandecillo empecé a cuidar animales ajenos y como cada ocho días me daban diez o quince centavos, venía al centro del Valle. En eso se ofreció que había la cosa de la alborada. Era una fiestecita, vamos a decir, de las más alegritas que había en estos alrededores, entonces me dijeron unos muchachos grandes:

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—Oye, Eleuterio, ¿no quieres ayudarnos en la alborada?—¿Pos yo con qué les voy a andar ayudando si no trabajo?—Con lo que puedas, si puedes comprar una docena de cuetes, con eso

nos ayudas.—Cómo no, sí les ayudo.Entonces eso fue lo primero que di para la fiesta. De lo que juntaba cuidando

animales ajenos compraba una gruesa de cuetes y la traiba a los mayordomos. nos reuníamos el viernes en la noche que se hacía la velación de la pólvora, y se sigue haciendo todavía. nos daban nuestra canelita.

Ya que fui creciendo les ayudaba más, y como se fueron muriendo los se-ñores mayordomos, los muchachos grandes agarramos ese cargo. Muchos se proponían, nada más que se pide una votación para que la comunidad elija. Como de unos dieciocho años ya estaba entrado en la mayordomía del alba pero el señor Leopoldo Estrada, papá del doctor, me propuso de mayordomo de la iglesia. Me aceptaron. Estaba muy nuevo. Había otros señores más mayores que se encargaban de todo. Yo como quien dice andaba allí enseñándome. Cumplido mi periodo de tres años me quitaron y entraron otros. Pero me volvieron a proponer y le entré.

Entonces ya tuve más experiencia y fui haciendo mejoras porque la capilla no tenía esa luz que tiene, no había coro, y como aquí en la comunidad se tejía la cucharilla, el piso eran petates. Había hartillos señores que para ganarse la comida acabando su labor hacían petates muy bonitos. Cargaban sus tercios, los embarcaban en el tren y se iban a vender a pueblos grandes como León o Querétaro.

Desde entonces con la novena comenzaba la fiesta; son tres mayordomos los que la coordinan. Esos no hacen gasto; su cooperación es dedicar tiempo para atender la iglesia y juntar la limosna en una alcancía. En aquellos tiempos, un día antes ocupaban a un señor que tocaba una flauta y un tamborcito. Vamos a

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decir un tundito. si empezaba el jueves la novena, entonces venía el miércoles. Todo aquí eran puros arroyos; el único parejo era el callejón de Las Ánimas. Los mayordomos mandaban hacer unos papelitos a modo de invitaciones para el alumbrado. Visitaban las casas para repartirlos en compañía del tamborerito que iba tocando piezas en el recorrido. Como en ese tiempo no había luz, se invitaba a que en cada puertita hubiera una linternita o un farolito. Aunque antes de eso, entrando mayo se empezaban los ensayes. Uno era el de la danza. no había más que dos de tradición: la danza de apaches, que en ese tiempo la tenía don Macedonio Arzola. Él era el capitán. Y también ya empezaba la de sonaja. su primer mayordomo se llamó Luciano sánchez. Había aquí otro señor, Juan Gallegos, encargado de unas que les decían marotas; era otra danza que consistía en hombres vestidos de mujer. Esas participaban en una salida que hay al campo para llevar la santa cruz.

Luego, durante todo el mes se ponía el ensaye de las guerritas, pero como si fuéramos militares de adeveras. Había señores, como Polito Centeno, que ha- bían estado en esa carrera de las armas y eran los mayordomos de los que actuábamos de soldados, como los jefes, vamos a decir. Ellos nos ensayaban y se hacía a la perfección. se hacía una guerra bien formada, no como ahora, un revoltijo. Peliábamos en el ensaye lo que íbamos a hacer allá en el cerro. Era un simulacro. Entrábamos por batallones; los apaches bajaban del cerrito y hacíamos la guerra. se recogían los que iban cayendo, dábamos otra entrada hasta que se les quemaban las casas, luego otra hasta que se morían. Había unos disfrazados de doctor y enfermeras. Pero ahorita lo que hacen ya es pura fantochada. Las guerritas no son como eran. nosotros todo eso teníamos estudiado y para que no entrara gente a revolverse con los apaches o con los soldados, echábamos unas bombas de cal con mecha para que al tronar se le-vantara el humaredón. Las marotas, los soldados, peleábamos con los apaches y también se ensayaba a los ladrones que iban a robar las yuntas. Ésas salían

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del rancho de Guadalupe, Alcocer, rancho de san Julián, La Presa, Landeta; llegaban aquí al Valle unas veinte o treinta. Había mayordomos encargados y ya que se juntaban todas se repartía un atole agrio de maíz que se nombraba cuacuatole. En ese tiempo se usaban unas porcelanotas; ahi se les servía.

El día sábado, ya que acabábamos esas presentaciones, hacíamos nuestra cárcel y a encerrar señores, muchachos, muchachas. Ahi se juntaba la limosna para la santa cruz, como quien dice, éramos soldados y gendarmes. El día do-mingo también agarrábamos gente de la que venía. se les ponía un listoncito o se les daba una estampita a los que ya habían dado.

Había una danza de dos negritos que venía del rancho Don Juan. Cuando descansaban los bailadores de la danza de sonaja salían ellos; esos se cuerea-ban; traían máscara, un manojo de varas de membrillo y empezaba el del violín –que era el mismo de la otra danza– a sonarle: “¡Compañero, compañero, aquí anda el jicote!”, y voítelas le daba un varejonazo, y el otro también. Y ahi anda el jicote, ahi anda el varazo. La gente les aventaba una monedita; juntaban ahi su limosnita. Ya que le tocaba bailar a la otra detenían aquello, y así cada en cuando en el día volvían a hacerlo, pero las danzas no paraban, hubiera gente o no.

La velación de la santa cruz se hacía igual que ahora, el sábado en la noche. Llegando de las yuntas comenzaba el preparativo porque eso es lo que sigue. Iban llegando uno tras otro los concheros y las procesiones. Vamos a decir de La Palmita, Ojo de Agua, Guadina, Puerto de Calderón, Alcocer, porque ésas son algunas comunidades de conquista. se nombra así porque ellos vienen y nosotros vamos. Es un intercambio, como le nombran ahora. Pero no nomás venían a entregar la flor, se quedaban toda la noche hasta que amanecía tocando sus conchas, cantando alabanzas y haciendo el trabajo de los ramilletes.

se hacía la velación donde está la sacristía, a un lado de la iglesia; allí se estaban cantando sus alabanzas hasta que amanecía. A los concheros no se

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les pagaba ni un centavo; todo era devoción. También se hacían los bastones de cucharilla y ya el día domingo amaneciendo los mayordomos íbamos a ponerlos donde correspondía.

Eso fue del sábado. El parande es del domingo, pero en ese tiempo no había. Entonces vamos con el viernes: ese día se junta la flor en la salida a Querétaro. Es por donde está la santa cruz del Palo del Cuarto. También es el ensaye real que le nombramos para empezar la fiesta. Van las danzas, los músicos, los ma-yordomos del crucero, los de la pólvora, los de la flor, los de la cera, cuando se acaba el recibimiento en el salón, entonces ya se saca la santa cruz para hacer la ceremonia con la que comienzan los trabajos del crucero. Ahi se utiliza sahu-mador. nombramos al santo que estamos venerando, a todos los antepasados, a las benditas ánimas fundadoras de estos barrios, de estas fiestas, de estas tradiciones que ellas nos dejaron, por eso se invoca a los cuatro vientos, y de ese modo le estamos pidiendo permiso a la santa cruz para que nos dé licencia de salir con bien de toda esta festividad que se está haciendo. Todo se bendice, pero el sahumador no lo debe de agarrar cualquiera, sólo el sargento, sólo él da la autorización al que va a sahumar, aunque la persona pueda saber todo lo que se reza necesita que le den permiso, si no carece de validez y le pueden decir hasta una grosería. Es una tradición que vamos guardando, sabrá Dios qué señores principiaron todo esto.

Cuando comencé de mayordomo no conocía las artes para hacer el crucero. Como los que lo trabajaban no querían que los vieran, nadie se arrimaba. Por eso cuando ellos murieron nadie sabía. Encontré quién lo hiciera pagándole y de ese modo podía mirar. Aunque llegó un día que nadie quiso por ninguna cantidad de dinero: “Bueno, no me trabajen –les dije–, pos con qué manos lo hacen ustedes que no lo haga yo”. Y desde esa vez ocho días antes me iba con más muchachos a traer el sollate y la cucharilla. Los cargábamos en el lomo porque no había camiones. Me acompañaba un señor Félix, un joven Bárcenas,

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su papá Lorenzo, y Antonio Luna. Desde el día lunes armaba el cargaje del crucero y a tejerlo. se arrimaban unos a limpiar la cucharilla. La primer vez lo hice diferente a los que había visto. Ése fue para llevarlo a la festividad del señor san Miguel, allí donde muchos presumen de todo eso. Iba muy triste pensando que quedaría en vergüenzas, pero no fue así y pos quedé bien con-tentísimo.

A la muerte uno la anda

Aunque ya estoy ciego, tengo presente hasta dónde era el pueblo y dónde eran huertas. Aquí casi en todas las casas del arroyo tenían pozo; había norias y manantiales.

En aquellos tiempos no había ambulancias. Los difuntos los traiban y allí los descansaban en lo que bajaban al pueblo a arreglarles. serán mentiras, quién sabe, pero cuando andaba de güeyero una ocasión perdí los animales, como me puse a jugar, en la tarde reconocieron las casas y se vinieron. De miedo que mi abuelito me fuera a dar mis cabronazos, me fui a una cuevita donde sacaban cantera. Estaba la luna bien clarita, aunque ahi no hay ni vereda. De pronto vi bajar una señora muy catrina, con su pelo casi hasta las corvas. Con la luna se miraba reclarito. Bajó todo el arroyito. Ahi iba la señora. Yo creo no me vido, si no me hubiera espantado. Estaba chico, de unos doce años y no pensaba en nada. Cuando llegó a la presita se soltó un niño llore y llore. Pensé: ¿pero si no lleva nada la señora? Y luego que se desata una ladradera de perros en La Palmita. no tenía miedo; parecían lloridos de personas normales. Al día siguiente llegué a mi casa y estaban con el pesar de que no sabían dónde andaba. Como a las dos semanas le platiqué a mi abuelita:

—¡Uuy, caray, hijo! Era el diablo. Ya ves por andarte yendo por allá.

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—Yo no lo vi como diablo. Lo oí normal.—¿sabes qué era? ¡Pues era la llorona!En ese momento fue cuando supe que había llorona. Ella pasó por su camino.

Pienso que me ha de ver visto pero a mí no me molestó para nada.

… … …

Cuando andaba de leñero me iba a las cuatro de la mañana. A esas horas pa-saba por un terreno donde había un pretil con un bordo y de este lado una nopalera. En ese punto salía un endividuo que no me decía nada, nomás se iba detrás onde iba yo en mi burrito. Más adelante había un matorral y ahi se quedaba. Yo no pensaba ni en ánimas, ni espíritus. Así duramos un tiempo, hasta pensaba que me iría acompañando para que no me molestara alguien del rancho. Miraba yo ese bulto muy seguido.

… … …

Cuando anduve de mayordomo nos íbamos caminando a llevar flor a la velación del rancho de Alcocer. Ya que sentía sueño me venía. Al pasar por unos mez-quites una ocasión vi que estaba un señor sentado, le dije: “Buenas noches”, no me respondió, ni caso hizo. Me pasé. Ya venía retiradillo como veinte me-tros cuando se paró y ahi viene conmigo. Pasé por el arroyo que se nombra de Carlos y seguía detrás de mí. Brinqué el agua y ahi se quedó o se devolvería, quién sabe. no faltó que un día salió esa plática y me dijo otra persona que ese también era un muerto.

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… … …

Aquí había otro muerto en un carrizal. Yo lo miraba, pero nunca me hizo mal. Dicen que se enmudece uno pero a mí nunca me pasó ni me entraba miedo. Donde está ahorita la cancha había un charco grande. Como era de un compa-dre mío, ahi platicábamos en la noche, y más en los meses que se hace oscuro temprano. Abajo del charco había unas mesitas. Una ocasión estábamos en animada plática y en eso mi compadre se asomó. Yo nomás vide cómo enmudeció y echó la carrera. Me arrimé y no vi nada. Me fui a alcanzarlo y cuando pudo pronunciar palabra dijo: “Vide una señora que se estaba bañando. Tenía una carota de burro y le salían llamaradas en los ojos y en la boca”. Yo no alcancé a verla, pero lo creo.

… … …

Aquí mismo había un camino que iba a dar a un pozo. Ahi venía yo temprano, apenas se estaba haciendo oscuro. Para cortar el arroyo podía uno agarrar por donde estaba un mezquite, unas moras, unos nopales y yerbas. Había hartos muchachos cantando, porque en esos tiempos nos juntábamos en parrandas; cuando no estábamos en un lado estábamos en otro. Venía caminando cuando oí como un perro que se me vino, rápido agarré el sombrero y se lo metí por encima. Cuando llegué donde estaban los muchachos bien campantes seguí pensando en lo que había oído y sentido. Aquello fue un espíritu, porque sean espíritus malignos o del alma, yo creo que sí los hay. no sé si verdaderamente tendremos una gloria, porque para mí que aquí como estamos fue nuestra gloria, nuestro infierno o nuestro purgatorio. Yo creo que aquí está todo y lo sufrimos en vida. Muchos decimos que fulano me hizo esto o aquello y va a

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pagar cuando muera, pero ¿cómo va a pagar muerto? Entonces aquella alma pos anda volando y todas nuestras almas igual, lo que sufrieron aquí se pagó y como andan volando a veces se atraviesa uno con ellas, y eso fue lo que me pasó esa noche cuando sentí que un perro se me había venido encima.

… … …

Mucho se dice: viene la muerte. ¿Y sí vendrá? Dios me perdone pero ¿cómo viene la muerte desde la guerra hasta acá o desde donde se murió alguien en un carro? Pobrecita de la muerte, cómo viene, no descansa. Por allá en otros países se mueren cientos, y al mismo tiempo aquí en México otros tantos, ¿cómo va a andar la pobrecita desde allá hasta acá? Creo yo que no es cierto. Pintan la muerte que es un esqueleto, pero eso no es la muerte, y aunque yo de escuela no sé, pienso que esos esqueletos es el producto que deja. ¿En donde está? ¿De dónde va a venir? Para mí la respuesta es que la muerte nunca se va, aquí anda.

Pero la muerte no anda sola, anda porque cada persona la anda. nosotros mismos la tenemos. La muerte la traemos cargando cada quien.

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Vivir en fiestaDon leopoldo Estrada (san Miguel de allende, Gto., 1950)

A la memoria de Polito

Mi papá también se llamaba Polo. Fue un hombre autodidacta. nació aquí en el Valle del Maíz, que en sus orígenes fue una comunidad de esclavos al servicio del español. Creció en el campo en tiempos cuando no había es-cuelas y tuvo que aprender con quienes sin ser maestros guardaban saberes. Con el tiempo se formó como maestro albañil. Fue parte de una generación que construyó la mitad del centro de san Miguel de Allende, cuando no había ingenieros, ni arquitectos. Pero además sabía de fotografía; hablaba otomí, español; entendía un poco inglés, francés, y sabía de los orígenes de nuestro idioma, así como del latín y del griego. ¿Cómo le hacía? no sé, pero innovó muchas cosas. En este lugar donde vivimos fue el primero que tuvo energía eléctrica con una planta de motor de gasolina. Introdujo el teléfono y la tubería porque teníamos mucha agua. Yo nazco el día de su santo. Mi mamá andaba sirviendo el mole, el arroz, las tortillas de colores, la barbacoa, y como a las dos de la tarde, cuando comenzaron a interpretar las mañanitas con tambora, tololoche, trompeta y guitarra, le dijo a mi papá que se iba al cuarto a recibirme. nací en medio de la fiesta y en eso sigo.

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Cuando chiquito había manantiales. Aún en tiempos de escasez, el espejo de agua tenía hasta tres metros. Crecí junto al agua que corre, entre mariposas, culebras, pinto rabo, cacomixtle. En ese tiempo las personas vivíamos junto a los animales. se criaban pollos; la mayoría tenía su vaca, burro, caballo, borre-gos, chivos. La gente traía cazuelas con caldo, cebolla, chile, cilantro, tortillas y se ponían a comer carne cocida con limón y su litro de pulque, luego aparecía la guitarra y tocaban, cantaban. En el arroyo se trabajaba la cucharilla. Había artesanos especializados en hacer petates; de las hojas hacían un teñido, y se combinaba el trabajo de la albañilería con el cultivo de maíz y frijol. Era otro mundo, maravilloso, completamente diferente, que se acabó con el progreso y las carreteras.

Cuando el gusto entra

Mi papá era muy religioso. El domingo nos llevaba a misa al centro y nos com-praba un taco de barbacoa, de carnitas o algo de lo que no comíamos durante la semana porque éramos 13 hijos y no había tanto dinero. El costo de comer algo diferente era estar en la misa. La celebraban en latín y nadie entendía, pero además en un templo especial había que rezar una hora santa hincándo-se, sentándose, parándose, cantando. Era tan aburrido que un día decidí no ir. Para eso escondí mis huaraches y me quedaba en la casa porque más que ir a cantar cosas en latín que ni entendía, prefería andar en el arroyo viendo la vida. Desde ese tiempo uno va aprendiendo qué tiene qué hacer y por qué. A mí me preguntan: “¿Eres de san Miguel?”. “no, ¡soy del Valle!” nadie entiende eso porque no les toca; vivieron en otro lugar, en otro tiempo, pero yo sigo siendo aquello. Donde he estado, agarro mi sombrero, lo aviento y grito: “¡Viva el Valle del Maíz!”, aunque nadie entienda, no importa.

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Me gustaba caminar, subir, bajar, probarme a mí mismo. Los grandes siem-pre me daban miedo, más cuando en la fiesta se vestían de indios. Gritaban mucho. Había unos casi desnudos con taparrabo de cuero de chivo, venado o coyote y el resto del cuerpo pintado de rojo con plumas en la cabeza. Era im-presionante. Me encantaba y me maravillaba. Mi padre, aunque muy religioso, nos dejaba participar y empezábamos a transformarnos de lo que fuera. For-mábamos una máscara de trapo con agujeros, nos poníamos la ropa al revés y eso era suficiente para brincar y hacer lo que se nos pegara la gana. Mi mamá se llamaba Plácida, maravillosa. Ayudaba en todo lo que podía con los hijos. siempre tenía una sonrisa. Cuidó a mi papá y a todos hasta el último día de su vida. nos enseñó que ante las tragedias de la vida hay que ser fuertes.

En esa temprana edad comencé a darme cuenta que cuando el gusto entra, llena, atesora, envuelve; ya no se sale nunca jamás. Y que ponerse un trapo con tres agujeros, pegar un hueso de mango en donde era nariz, transforma, y da poder para hacer reír, espantar, sacar a bailar, para ser otro sin dejar de ser uno mismo. Ahí se empieza a soñar y a entender que podemos ir más allá de nuestro límite físico.

Volver a tejer la tradición

Me tocó presenciar la muerte de todos los grandes mayordomos, capitanes y miembros de danzas. Había un bailador que le decían el Meco, alto, delgado, chichimeco; a la hora de la guerra se ponía un cuero de chivo, unas palmas y se pintaba de rojo. Gritaba, corría y tocaba un tambor. El Chato Guerra estaba entre los capitanes grandes de la danza de los locos. Don narciso Arzola, capi-tán de soldados, era chaparrito y fuerte. Traía un machete más grande que él pero golpeaba y peleaba con Los Rayados como si de veras fuera una guerra.

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También estaba mi tío Félix, que seguía la tradición de una manera admirable, con él iba a las velaciones y veía cómo se hacían toda la noche los trabajos de tejer las flores de cucharilla.

Me tocó esa etapa en la que se nos fueron los grandes y otros tuvimos que volver a tejer la tela de la tradición. Hubo ocasiones en que mi misma familia decía: “¿Y tú por qué vas?”, “¿Tú qué haces ahí?”, “¿Qué vas a ganar?”, “A ti no te toca”, “Tú no debes”, pero yo sabía que debía hacerlo. Me tocó el trabajo de volver a tejer la tela desgarrada, buscar todos los medios para hacer todo aquello que antes era indecible, pues nuestros abuelos se reservaron los sa-beres acerca de lo que es una velación, ante el temor de que nosotros también fuéramos discriminados como ellos y calificados por gente de esta población de san Miguel Allende como los perros o brujos. Pero yo sabía que no podíamos permitir que se acabara nuestra tradición.

A mis 20 años con lo que iba aprendiendo en tantas pláticas fui encontrando los hilos del entramado y reconstruyendo hermandades con otros barrios y comunidades. Tuve que hablar con los viejos. no fue sencillo porque me veían muy joven, decían: “¡Y éste qué!”. Aquí cerquita había un hombre que le decían el Gorrión. Platicamos varias veces:

—¿Pues tú qué quieres?—Quiero aprender.—Tú no puedes; tu papá sí, pero tú no.Con el tiempo y el trabajo, llevando las flores, con las velaciones, con la

tenacidad que vieron en mí, entendieron que andaba por el camino correcto; me aceptaron y fuimos haciendo el tejido más fuerte.

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Lo indecible

La santa cruz no sabemos por qué preside la fiesta en el Valle, pero como muchos símbolos ancestrales, la cruz no es Jesús, sino una idea universal del infinito. Todos los rituales antiguos se hacen a los cuatro puntos cardinales; todo lo que se comparte y se da, el beber, el baile, el adorno, la comida, todo se ofrece a esas cuatro direcciones del mundo, del universo eterno. Y también la cruz que adoramos es hecha de piedra como los antiguos dioses de América, porque la piedra es la vida, la tierra, la idea de lo que perdura más que noso-tros. Los antiguos mexicanos exigieron a los españoles que la cruz no fuera de madera sino de piedra. Al igual que en la nuestra, muchas tienen símbolos de Cristo: las manos, los pies, el corazón, algunas cosas de la Pasión, como la paloma, el espíritu santo, las danzas, pero también tienen un sol al lado del brazo y una luna azul que son prehispánicos completamente. Los antiguos mexicanos dijeron: “Hacemos una cruz pero le pondremos el sol y la luna”. Fue una manera de sobrevivir. Por eso está así, pero esto mucha gente no lo va a decir porque nunca ha pensado que necesite decirlo.

Las ánimas

Por nuestra inmadurez sensorial siempre imaginamos que las cosas deben ser en las dimensiones que conocemos, pero seguramente hay otras que no alcanza-mos a percibir. Hay tiempos para entender eso que a veces no dimensionamos ni aceptamos. Recientemente vino una señora de Celaya y me dijo:

—Vengo a verlo.—Bienvenida, ¿como estás?

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—La niña que vive conmigo me pidió lo viniera a ver para darle un abrazo.—¿Qué más te dijo?—no, pos nada, nomás eso.La niña que vive con ella es una aparecida, se sienta en su cama, le dice

dos o tres cosas y desaparece. Cuando conocí a esa señora, hace 15 años, al verla tan espantada le recomendé: Déjala, platícale, no te espantes, pregún-tale qué quiere, cuando cumpla su cometido se va. La de los muertos es una dimensión que muchos no pueden percibir porque no les toca. si aquí en el Valle algunos ven cosas o personas que se mueven y hablan, pues así es, ahí están, y es comprensible porque desde 1580 este lugar ha sido un lugar de esclavos, donde hay gente que ha vivido alegre o triste y que ha muerto, y si andan entre nosotros está bien.

En los rituales en torno a la santa cruz tomamos muy en cuenta a las ánimas; al empezar se invocan. En la mayoría de las ocasiones se prende una vela de cebo, se dice el nombre y se le invita a estar acompañándonos. El ánima sola es la que no tiene nadie que la recuerde. se prende una vela por ella y por quien sea, pero también para que venga y que nos diga cómo vamos en el camino, que nos diga qué más hacemos, cómo lo hacemos para no seguir solos, cada una es el nombre de un alma a la que se le va a acompañar en el proceso de adoración a Dios. Para ese momento, aparte de nombrarlas, hay una melodía especial que se llama La pasión. Es sólo música, con concha de armadillo, mandolina y guitarra, mediante la cual les pedimos estén con nosotros en la celebración.

Las mojigangas

Así como de chiquitos nos disfrazábamos con máscara para ir a la fiesta y participar de la música, la danza, o íbamos a convivir y comer a otras casas

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mole, lomo de res, tortillas de colores y ese día podíamos ver a los grandes como iguales, las mojigangas son un instrumento que permite hacer cosas, convertirte en otras, y hacer lo que no puedes con la limitación de tu cuerpo, de tu rostro; te hace más grande y diferente. Cuando tenía 25 años conocí a un hombre que hacía maravillas con el papel de china y el cartón: mojigangas, globos, charros, chinas poblanas, tortugas de carrizo con luces y pólvora. Lo buscaba en su taller para platicar porque nosotros hacíamos máscaras de car-tón muy rudimentarias y él hacía cosas muy finas. Cuando repentinamente se enferma y muere, traté de seguir su ejemplo que me maravillaba de alisar el papel con engrudo como estar acariciando a quien más quieres.

Los primeros años fueron hermosos pero difíciles porque no sabíamos cómo hacer la estructura de carrizo para que nos quedara bien y aguantara una o dos horas de baile. Usábamos materiales que íbamos encontrando; las sábanas viejas las pintábamos para hacer los vestidos. Poco a poco fuimos entendiendo el papel, aprendiendo cómo se maneja. nuestra aportación más importante es ser capaces de hacerlas desarmables y poder trasladar en un vocho cuatro mojigangas y cuatro bailadores. Los materiales básicos siguen siendo el carri-zo, el engrudo, el cartón, el mecate y la maña. Hay muchos materiales con los que hemos experimentado pero preferentemente usamos las cosas que tenga la comunidad en su alrededor: el lodo de la milpa, engrudo o harina de maíz, el tiempo, la paciencia y el sol, porque puedes secar una máscara en un horno de microondas pero el resultado nunca será el mismo que con el sol, que sale y se mete diario.

Puedes burlarte de todo el mundo en cartón. Puedes agradecerle a alguien en cartón. El año que cambió el siglo hicimos a personajes como Gandhi, Einstein, un hombre del espacio. También alguna vez hicimos a una mujer que fue una educadora sexual aquí en el pueblo. A un lado de una iglesia te-nía unos cuartitos donde ofrecía sus servicios. Le decían la Goya. La hicimos

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casi igual pero de tres metros de estatura. El día que la sacamos a la calle un hombre la vio y exclamó espontáneamente: “¡Es la Goya!”, y se puso rojo rojo. Otra vez hicimos una mujer muy frondosa, con unos senos enormes, preciosa, como el muchacho que iba adentro sacaba la mano para jalar la ropa y que se viera el seno, en un lugar donde paramos le dijimos que ya la tapara, en eso me agarra un hombre chaparrito, de bigote grande: “¡Espérese, no le tape los senos!, está muy alta pero yo quisiera eso”. Es maravilloso lo que una figura de cartón puede despertar.

Vivir en fiesta

Hay que buscar tener el ser luminoso a pesar de los pesares, si no tienes fiesta te mueres. La vida tiene cosas que dan luz pero a veces también muy dolorosas y lo único que te puede salvar es la alegría. si no haces la fiesta cuando puedes, cuando te toca, cuando es el camino, ¿entonces qué haces?, porque además, no es sólo para ti, es una comunión con muchos, y es lo que puedes dar, porque el dolor realmente no lo puedes compartir, con el dolor sólo cada quien por dentro lidiamos la batalla.

Aunque no haya tambora, cuetes o tortillas de colores, el hacer lo que tú quieres con el corazón, eso también es fiesta.

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Índice

En los brazos del asombro . . . . . . . . . . . . . . . . 9nos guiábamos con la luna (conversaciones) . . . . . . 23Cuando se sabía andar . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181El telar secreto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 265

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Para la elaboración de este libro se utilizó el tipo Chaparral Pro;

el papel fue bond de 90 g.

La impresión y encuadernación de El telar secreto fueron realizadas por José Ramón Ayala Tierrafría,

José Román López y Michel Daniel Rea Quintero en el Taller del IEC, en julio de 2012.

Diseño de interiores, portada y formación: Tonatiuh Mendoza Cuidado de la edición: Luz Verónica Mata González

El tiraje fue de 500 ejemplares.

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