el silencio animal y el sentido de la historia

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El silencio animal y el sentido de la historia Gianni Vattimo “L ` animal que donc je suis.” “El animal que yo fui entonces.” Es la frase inicial y el título de una de las últimas clases de Jacques Derrida, de quien justamente este año se celebra el decenio de su muerte. Y bien, no solo por ello una reflexión antiespecista puede hoy comenzar desde aquí. La superación del especismo tiene entre sus maestros al mismo Derrida, cuya larga lucha contra el “logocentrismo” del pensamiento occidental conjuntamente aquella inaugurada por Heidegger contra aquello que él llamaría la metafísica, ofrece la apertura decisiva para reconsiderar nuestra relación con los animales y en general con la naturaleza extrahumana. Podríamos decir también empujados por la disonancia con la naturaleza sobre-humana. Al menos en el sentido, por cierto nada banal que el encuentro con el misterio de la vida animal es uno de los aspectos más relevantes de nuestra experiencia religiosa. El pudor que Derrida relata sentir cuando se encuentra expuesto desnudo frente a la mirada de un gato es el mismo que, inspirados por la conciencia del fin de la metafísica, sentimos frente a la mirada de los animales que alude a un misterio sentido en algún modo divino. Ni Derrida ni Heidegger hablan de un punto de vista suprahistórico. Quiero decir que la sensibilidad para con la vida animal que se expresa en una frase como aquella de Derrida, no se comprendería por fuera de la configuración actual de nuestra relación con el ser. Es aquí que entra en juego aquello que Heidegger llama el fin de la metafísica que se identifica para él con el triunfo universal de la técnica. La técnica es la consumación del “antropocentrismo” que reduce todo el mundo exterior, y también el humano mismo, a 1

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El documento contiene una reflexión de Vattimo acerca de la condición posmoderna de la cultura contemporánea

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Page 1: El Silencio Animal y El Sentido de La Historia

El silencio animal y el sentido de la historia

Gianni Vattimo

“L ` animal que donc je suis.” “El animal que yo fui entonces.” Es la frase inicial y el título de una de las últimas clases de Jacques Derrida, de quien justamente este año se celebra el decenio de su muerte. Y bien, no solo por ello una reflexión antiespecista puede hoy comenzar desde aquí. La superación del especismo tiene entre sus maestros al mismo Derrida, cuya larga lucha contra el “logocentrismo” del pensamiento occidental conjuntamente aquella inaugurada por Heidegger contra aquello que él llamaría la metafísica, ofrece la apertura decisiva para reconsiderar nuestra relación con los animales y en general con la naturaleza extrahumana. Podríamos decir también empujados por la disonancia con la naturaleza sobre-humana. Al menos en el sentido, por cierto nada banal que el encuentro con el misterio de la vida animal es uno de los aspectos más relevantes de nuestra experiencia religiosa. El pudor que Derrida relata sentir cuando se encuentra expuesto desnudo frente a la mirada de un gato es el mismo que, inspirados por la conciencia del fin de la metafísica, sentimos frente a la mirada de los animales que alude a un misterio sentido en algún modo divino.

Ni Derrida ni Heidegger hablan de un punto de vista suprahistórico. Quiero decir que la sensibilidad para con la vida animal que se expresa en una frase como aquella de Derrida, no se comprendería por fuera de la configuración actual de nuestra relación con el ser. Es aquí que entra en juego aquello que Heidegger llama el fin de la metafísica que se identifica para él con el triunfo universal de la técnica. La técnica es la consumación del “antropocentrismo” que reduce todo el mundo exterior, y también el humano mismo, a recurso calculable y utilizable. En el mundo de la técnica globalmente dominante, l`animal je suis se hace sentir justamente como aquello que estoy perdiendo y que se me aparece también por ello como aquello de lo cual no quiero, no debo, separarme.

No es casual que el discurso de Derrida refiera a un gato, que podría ser un perro, y no un pollo: el animal “de compañía”, como se dice una suerte de “parque natural” en el cual encontramos el animal fuera del mundo de la calculabilidad y utilidad. Se puede pensar también al “pio bove” de la poesía de Carducci que tantos hemos estudiado en la escuela. Y como en el caso del “parque natural”, hay en el encuentro con el animal, por fuera del mercado y del matadero, una nostalgia por una relación más originaria con la naturaleza extra-humana: nostalgia del Edén, podríamos también decir.

En el bove (buey) de Carducci o en el gato de Derrida aquello que constituye el centro de una experiencia religiosa es el silencio que ellos oponen a nuestra mirada: pero no es el silencio de una piedra. La piedra es “inanimada”, el animal no, es zoon como yo y vosotros. Tiene, como decimos, un alma, que según nuestra clasificación tradicional es solamente sensitiva y no racional. Recuerden: mundo mineral, mundo vegetal, mundo

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animal, mundo humano, la jerarquía que llevamos dentro y que nos tranquiliza, también cuando sacrificamos animales para alimentarnos. De nuevo: ¿por qué esta jerarquía se nos aparece hoy esencialmente problemática?

Según la hipótesis que sigo aquí, este “hecho” es un aspecto de aquello que Nietzsche ha llamado la “muerte de Dios”, el fin de la creencia supersticiosa en un ser supremo que legitima y garantiza el orden del mundo, un orden que el intelecto humano puede conocer y que debe respetar con las propias acciones porque es el orden “justo” como el ser supremo del cual depende todo.

Esta misma “lógica” es aquella en la cual la cuestión animal se convierte en central; sea porque el dominio universal de la técnica acentúa la nostalgia por la “naturaleza”, sea porque justo la tecno-ciencia nos pone en condición de conocer la vida animal y su capacidad de sufrimiento más allá de los límites contra los cuales roba nuestra capacidad de supervivencia (contro cui urta la nostra capacitá di sopravvivenza) (ambiente, recursos naturales, etc.)

Ya no estamos seguro que el hombre sea es el rey de lo creado, que puede hacer lo que quiere porque a ello ha sido llamado por Dios mismo. Pero en estas condiciones: ¿quién será ahora el “justo”? Caído el esquema metafísico y la jerarquía tradicional de la especie: ¿qué principio encontrado o inventado podrá todavía guiarnos? En suma: ¿la nueva sensibilidad hacia la cuestión animal está ligada a la muerte de Dios?

Por un lado, si Dios ha muerto nosotros estamos abandonados del todo a la lógica de la técnica que se ha adueñado del mundo. Este dominio desarrolla en nosotros la nostalgia por la naturaleza perdida, pero también nos devuelve más visiblemente aún el sufrimiento de los animales sobre los cuales experimentamos y a los cuales industrialmente descuartizamos. Es el fin de la metafísica finalmente el que hace aparecer al animal con una suerte de doble efecto: la tecnificación del mundo nos hace ver con nuevos ojos a los animales.

En este mismo mundo del final de la metafísica se pone radicalmente la cuestión de los valores: si no hay esencias dadas una vez para siempre, si no hay más, o ya no es más creíble, el orden del mundo del Dios de la metafísica; ¿qué cosa será lo justo? Aquello que queda del ser, se podría decir usando el título de una reciente obra de Santiago Zabala. También aquí hemos entender la cuestión en un doble sentido, aquello que queda después de que todo ha desaparecido (el nihilismo preconizado por Nietzsche), pero también aquello que perdura, que resiste: “was aber dauert, stiften die Dichter”, o los filósofos, no por cierto los productores de mercancías o de instrumental técnico. Podríamos decir también aquello que queda en tanto no arrollado por la producción y el consumo, lo calculable-disponible.

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En estos términos se pone la cuestión de una ética post-metafísica. Que se podría observar no está explícita e inmediatamente ligada a la cuestión animal. Sí y no. Esta última no se deja reducir a un capítulo entre otros de la ética. Es cierto que todo parece remitirse a la cuestión del Dasein como Heidegger desarrolla en Ser y Tiempo. Donde, sea como fuere, el animal no está, no tiene mundo sino que es solo parte del mundo (aparece en el mundo) que está abierto por el existente humano.

Y sin embargo: nuestro oído que hoy escucha con particular vivacidad la cuestión animal advierte que en la analítica existencial de Heidegger faltaba justo este capítulo, no como un mero añadido sino como algo constitutivo. Sin una más amplia atención a nuestro ser como viviente, por lo tanto como zoon, la analítica existencial de Heidegger nos restituye un sujeto humano en cuyas venas, como escribía Dilthey a propósito del sujeto kantiano, no corre verdadera sangre. Justamente por aquello que hemos aprehendido de la lectura de Heidegger nos damos cuenta que en su obra falta un más explícito reclamo a la vida, es decir a la animalidad. Lo decimos sea pensando en la centralidad del morir en su filosofía del tiempo y por los muchos de sus discípulos que han desarrollado el tema en sus propias obras; de la “natalidad” en Arendt, las reflexiones sobre la corporeidad de los fenomenólogos como Scheler, Merlau Ponty, y luego Marcuse y Derrida muy pendientes de la sexualidad. Para releer a esta luz la mencionada temática habría que referirse también a las páginas del primer volumen de sus cursos sobre Nietzsche con los nexos entre Leib, Leben, Liebe.

Una relectura de Heidegger dirigida a hacer emerger estos aspectos (¿escondidos?) o de todas maneras no desarrollados de su pensamiento debería finalmente unirse con un esfuerzo de traspasar la metafísica entendida como el olvido del ser ejercitando el pensamiento como escucha precisamente del ser olvidado a favor del ente.

¿De veras el silencio del ser a cuyas señas, huellas, tenemos que escuchar no tiene nada que ver con el silencio animal? El silencio del ser no es para nada un “vapor mistificante” (ver Sein und Zeit). Pero la voz inaudible de todos aquellos que, como los excluidos de la historia de la que habla Benjamin, fueron silenciados por la violencia de los vencedores, no solo los excluidos humanos, pensamos hoy nosotros, también el mundo animal que nos mira y parece verdaderamente señalar un esfuerzo de comunicación. Incluso la temática de la inmortalidad del alma, dentro de esta perspectiva, aparece bajo una luz diferente.

Mientras Kant postulaba, en La Crítica de la Razón Práctica, la inmortalidad como una consecución infinita del esfuerzo de realizar la virtud merecedora de ser premiada con la felicidad sin lo cual el imperativo categórico sería un sinsentido, nosotros podemos pensar que, si la historia tiene un sentido, éste consiste en el dar progresivamente la palabra a quien nunca la ha tenido, es decir; ganarle al silencio impuesto por la violencia originaria (¿el pecado original?).

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El ser-en-el-mundo, el Dasein como centro del mundo circundante de los útiles, no puede definirse en un modo filosóficamente pleno sin una referencia a la vida. Retomando el juego de palabras entre Leben, Leib, Liebe que aparecen en la lección sobre Nietzsche1, insistimos que cualquiera que fuere el desarrollo de estas observaciones, conjuntamente con “was dauert“ (lo que permanece) hay otros versos de Hölderlin que sirven de guía a Heidegger (“Desde que somos un diálogo”)2.

Esto significa, que en la edad del fin de la metafísica, de la muerte de Dios, no tenemos más que al Otro como interlocutor. En esta época el único principio que queda es el otro con quien estamos en conversación. Una vez más, nos damos cuenta que a la luz de la finalización de la metafísica nos quedó únicamente el otro que nos hace perceptible el silencio del animal. Si buscamos vida en nosotros y alrededor de nosotros encontramos también y ante todo la animalidad, el viviente que se impone pero que se sustrae a la lógica de lo calculable, la selva en su intolerable crueldad.

Heidegger caracteriza al mundo de la metafísica consumada como el mundo del olvido del ser. En el cual al pensamiento le es asignada la tarea de escuchar la rememoración (Denken ist Andenken). Si intentamos unir estos dos aspectos de la herencia heideggeriana: el esfuerzo de rememorar, escuchar al ser olvidado y silencioso y el principio ético del otro como lo único que nos queda, podemos tratar de comprender el nexo pensado de una ética que no quiera o pueda referirse más a las esencias naturales como principios normativos, sino que ha de pensar la historia como proceso en el cual se escucha el silencio de aquello que hasta ahora había enmudecido y permanecido callado. Si ha de haber un progreso este va medido a partir de la escucha del silencio, de éste silencio, y en el dar voz a quien jamás la tuvo.

¿Teleologismo? ¿Realmente debemos pensar que haya un sentido de la historia que rige nuestra ética del diálogo? Sabemos que de entre los postulados de la razón práctica kantiana había algo de este estilo, y podemos no avergonzarnos de retomarlo. Kant pensaba que para garantizar un sentido racional a los imperativos categóricos –“Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal”, obra siempre de tal forma, etc. – cabría pensar la posibilidad de una unión de virtud y felicidad, un mundo en el que los malos ganan siempre y los buenos sufren haría inconcebible racionalmente el imperativo. Pero la unión de virtud y felicidad se puede dar solamente a partir de la obra de un ser omnipotente que la produzca, y para merecer felicidad, la virtud necesita una perfección que se puede realizar sólo en un tiempo infinito, en el alma universal.

1 Martin Heidegger, Nietzsche I, Ediciones Destino, Ancora y Delfín, Barcelona, 2000.2 Martin Heidegger, Hölderlin y la esencia de la poesía, Interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin, Ariel Filosofía, España, 1983.

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¿Podemos prescindir de esta teología, un poco masoquista –viviremos eternamente solo para buscar siempre de nuevo ser virtuosos – y pensar en cambio que a la luz de la ontología heideggeriana el sentido de la historia tan solo se pueda dar en el desarrollo de una sociedad en un mundo que otorga la palabra a los silenciados?

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