el secreto de los flamencos federico andahazi

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A principios del Renacimiento losmaestros florentinos dominan elsecreto matemático de laperspectiva, y los flamencos, elmisterio alquímico de lospigmentos. No obstante, una guerraabierta entre ambas escuelasmantiene al mundo sin el pintorperfecto, aquel que domine lomejor de ambas escuelas. Doshechos desencadenarán los trágicosacontecimientos de esta historia:por un lado, el joven Pietro de laChiesa, discípulo del gran maestroMonterga, aparece desnudo y

degollado en un bosque deFlorencia; por otro, una damaportuguesa, misteriosa yextremadamente bella, solicita losservicios de los hermanos VanMander para ser retratada en unplazo de tiempo imposible.Pero aún existe un tercer enigma,por el que cualquier pintorambicioso cometería hasta las másatroces acciones: la clave querevela la composición del color enestado puro, oculta entre las líneasde un texto de San Agustín.

Federico Andahazi

El secreto de losflamencos

ePUB v1.0libra_861010 05.09.12

Título original: El secreto de losflamencosFederico Andahazi, 2002.

Editor original: libra_861010 (v1.0)ePub base v2.0

Para AídaPara Verita

Parte 1

Rojo Bermellón

I

Una bruma roja cubría Florencia.Desde el Forte da Basso hasta el deBelvedere, desde la Porta al Pratohasta la Romana. Como si estuviesesostenida por las gruesas murallas querodeaban la ciudad, una cúpula de nubesrojas traslucía los albores del nuevo día.Todo era rojo debajo de aquel vitral deniebla carmín, semejante al del rosetónde la iglesia de Santa María del Fiore.La carne de los corderos abiertos almedio que se exhibían verticales en elmercado y la lengua de los perros

famélicos lamiendo los charcos desangre al pie de las reses colgadas; lastejas del Ponte Vecchio y los ladrillosdesnudos del Ponte alie Grazie, lasgargantas crispadas de los vendedoresambulantes y las narices entumecidas delos viandantes, todo era de un rojoencarnado, aún más rojo que el de suroja naturaleza.

Más allá, remontando la ribera delArno hacia la Via della Fonderia , unamodesta procesión arrastraba los piesentre las hojas secas del rincón másoculto del viejo cementerio. Lejos delos monumentales mausoleos, al otrolado del pinar que separaba los

panteones patricios del raso erialsembrado de cruces enclenques ylápidas torcidas, tres hombresdoblegados por la congoja más que porel peso exiguo del féretro desvencijadoque llevaban en vilo avanzabanlentamente hacia el foso reciénexcavado por los sepultureros. Quienpresidía el cortejo, cargando él solo conel extremo delantero del ataúd, era elmaestro Francesco Monterga, quizá elmás renombrado de los pintores queestaban bajo el mecenazgo, bastantepoco generoso por cierto, del duque deVolterra. Detrás de él, uno a cada lado,caminaban pesadamente sus propios

discípulos, Giovanni Dinunzio y Hubertvan der Hans. Y finalmente, cerrando elcortejo, con los dedos enlazados delantedel pecho, iban dos religiosos, el abateTomasso Verani y el prior SeveroSetimio.

El muerto era Pietro della Chiesa, eldiscípulo más joven del maestroMonterga. La Compagnia dellaMisericordia había costeado losmódicos gastos del entierro, habidacuenta de que el difunto no tenía familia.En efecto, tal como testimoniaba suapellido, Della Chiesa, había sidodejado en los brazos de Dios cuando, alos pocos días de nacer, lo abandonaron

en la puerta de la iglesia de Santa MaríaNovella. Tomasso Verani, el cura queencontró el pequeño cuerpo morado porel frío y muy enfermo, el que leadministró los primeros sacramentos,era el mismo que ahora, dieciséis añosdespués, con un murmullo breve ymonocorde, le auguraba un rápidotránsito hacia el Reino de los Cielos.

El ataúd estaba hecho con madera deálamo, y por entre sus juntas empezaba aescapar el hedor nauseabundo de ladescomposición ya entrada en días. Demodo que el otro religioso, con unamirada imperativa, conminó al cura aque se ahorrara los pasajes más

superfluos de la oración; fue un trámiteexpeditivo que concluyó con unprematuro «amén». Inmediatamente, elprior Severo Setimio ordenó a lossepultureros que terminaran de hacer sutrabajo.

A juzgar por su expresión, sehubiera dicho que Francesco Montergaestaba profundamente desconsolado eincrédulo frente al estremecedorespectáculo que ofrecía la resueltaindiferencia de los enterradores.

Cinco días después de su súbita einesperada desaparición, el cadáver de

Pietro della Chiesa había sido halladoextramuros, en un depósito de leña nolejos de la villa donde residían losaldeanos del Castello Corsini.Presentaba la apariencia de la esculturade Adonis que hubiese sidoviolentamente derribada de su pedestal.Estaba completamente desnudo, yerto yboca abajo. La piel blanca, tirante ysalpicada de hematomas, leproporcionaba una materialidadsemejante a la del mármol. En vida,había sido un joven de una bellezainfrecuente; y ahora, sus restos rígidos leconferían una macabra hermosuraresaltada por la tensión de su fina

musculatura. Los dientes habían quedadoclavados en el suelo, mordiendo unterrón húmedo; tenía los brazos abiertosen cruz y los puños crispados en actitudde defensa o, quizá, de resignación. Lamandíbula estaba enterrada en un barroformado con su propia sangre, y unarodilla le había quedado flexionada bajoel abdomen.

La causa de la muerte era una cortaherida de arma blanca que le cruzaba elcuello desde la nuez hasta la yugular. Elrostro había sido desollado hasta elhueso. El maestro Monterga manifestómuchas dificultades a la hora dereconocer en ese cadáver hinchado el

cuerpo de su discípulo; pero por muchoque se resistió a convencerse de queaquellos despojos eran los de Pietrodella Chiesa, las pruebas eranirrefutables. Francesco Monterga loconocía mejor que nadie. Como a supesar, finalmente admitió que, en efecto,la pequeña cicatriz en el hombroderecho, la mancha oblonga de laespalda y los dos lunares gemelos delmuslo izquierdo correspondían,indudablemente, a las señas particularesde su discípulo dilecto. Para despejartoda posible duda, a poca distancia dellugar habían sido encontradas sus ropasdiseminadas en el bosque.

Tan avanzado era el estado dedescomposición en que se encontrabansus despojos, que ni siquiera habíanpodido velarlo con el cajón abierto. Nosolamente a causa de la pestilencia quedespedía el cuerpo, sino porque,además, el rigor mortis era tan tenazque, a fin de acomodarlo en el ataúd,tuvieron que quebrarle los brazos que seobstinaban en permanecer abiertos.

El maestro Monterga, con la miradaperdida en un punto impreciso situadomás allá incluso que el fondo del foso,recordó el día en que había conocido alque llegaría a ser su más leal discípulo.

II

Un día del año 1474 llegó al tallerde Francesco Monterga el abateTomasso Verani con unos rollos bajo elbrazo. El padre Verani presidía elOspedale degli Innocenti. Saludó alpintor con una expresión fulgurante, selo veía animado como nunca, incapaz dedisimular una euforia contenida.Desenrolló con aire expectante las hojassobre una mesa del taller y le pidió almaestro su docta opinión. FrancescoMonterga examinó al principio sindemasiado interés el primero de los

dibujos que el cura había puestointempestivamente frente a sus ojos.Conjeturando que se trataba de unatemeraria incursión del propio abate enlos intrincados mares de su oficio,intentó ser compasivo. Sin ningúnentusiasmo, con un tono cercano a ladisuasión, meneando ligeramente lacabeza, dictaminó ante el primer dibujo:

—No está mal. Se trataba de uncarbón que representaba los nueve arcosdel pórtico del orfanato construido porBrunelleschi. Pensó para sí que, despuésde todo, podía estar mucho peortratándose de un neófito. Destacó elsagaz manejo de la perspectiva que

dominaba la vista del pórtico y, alfondo, el buen trazo con que habíadibujado las alturas del campanario del a Santissima Annuziata. El recurso deluces y sombras era un tanto torpe, perose ajustaba, al menos, a una ideabastante precisa del procedimientousual. Antes de que pudiera enunciar unacrítica más concluyente, el padre Veranidesplegó el otro dibujo sobre aquel quetodavía no había terminado de examinarel maestro. Era un retrato del propioabate, una sanguina que revelaba untrazo inocente pero decidido y suelto. Laexpresión del clérigo estaba ciertamentelograda. De cualquier modo, se dijo

para sí el maestro, entre la correcciónque revelaban los dibujos y el afán deperfección que requería el talento delartista, existía un océano insalvable.Más aún teniendo en cuenta la edad delpadre Verani. Intentó buscar laspalabras adecuadas para, por un lado,no herir el amor propio del cura y, porotro, no entusiasmarlo en vano.

—Mi querido abate, no dudo delesmero que revelan los trabajos. Pero anuestra edad… —titubeó—. Quierodecir…, sería lo mismo que si yo, a misaños, aspirara a ser cardenal…

Como si acabara de recibir el mayorde los elogios, al padre Verani se le

encendió la mirada e interrumpió elveredicto:

—Y todavía no habéis visto nada —dijo el cura.

Tomó a Francesco Monterga de unbrazo y, poco menos, lo arrastró hasta lapuerta, abandonando el resto de losdibujos sobre la mesa. Lo condujoescaleras abajo y, antes de que elmaestro atinara a hablar, ya estaban enla calle camino al Ospedale degliInnocenti.

El maestro conocía la vehemenciadel padre Verani. Cuando algo se leponía entre ceja y ceja, no existíanrazones que pudieran disuadirlo hasta

conseguir su propósito. Caminaba sinsoltarle el brazo, y Monterga, mientrasintentaba seguir su paso resuelto,mascullando para sí, no se perdonaba lavaguedad de su dictamen. Cuandodoblaron en la Via dei Serui , el pintorse soltó de la mano sarmentosa que leoprimía el brazo y estuvo a punto degritarle al cura lo que debió haberledicho dos minutos antes. Pero ya eratarde. Estaban en la puerta del hospicio.Cruzaron en diagonal la Piazza,caminaron bajo el pórtico y entraron aledificio. Armado de un escudo depaciencia y resignación, el maestro sedisponía a perder la mañana asistiendo

al nuevo capricho del abate. El pequeñocubículo al que lo condujo era unimprovisado taller oculto tras elrecóndito dispensario; tan reservado erael lugar, que se hubiera sospechadoclandestino. Aquí y allá se amontonabantablas, lienzos, papeles, pinceles,carbones, y se respiraba el olor ásperodel atramentum y los extractos vegetales.Cuando se acostumbró un poco a laoscuridad, el maestro alcanzó a ver enun ángulo de la habitación la espaldamenuda de un niño sobre el fondo clarode una tela. La mano del pequeño iba yvenía por la superficie del lienzo con lamisma soltura de una golondrina

volando en un cielo diáfano. Era unamano tan diminuta que apenas podíaabarcar el diámetro del carbón.

Contuvo la respiración, conmovido,temiendo que el más mínimo ruidopudiera estropear el espectáculo. Elpadre Verani, con las manos cruzadasbajo el abdomen y una sonrisa beatífica,contemplaba la expresión perpleja ymaravillada del maestro.

El niño era Pietro della Chiesa;todavía no había cumplido los cincoaños. Desde el día en que el cura lorecogió cuando fue abandonado en lapuerta de la iglesia de Santa Maríapensando que estaba muerto y, contra

todos los pronósticos, sobrevivió, supoque no habría de ser como el resto delos niños del orfanato.

Igual que todos sus hermanos deinfortunio, el pequeño fue inscrito en elprecario, ilegible y muchas vecesolvidado Registro da Nascita, con elapellido Della Chiesa. Pero a diferenciade los demás, cuyos nombres secorrespondían con el del santo del díaen el que ingresaban al Ospedale degliInnocenti, el padre Verani decidióromper la regla y bautizarlo Pietro enhomenaje a su propia persona, quellevaba por nombre Pietro Tomasso.

El niño demostró muy pronto una

curiosidad infrecuente. Sus ojos, negrosy vivaces, examinaban todo con el másinusitado interés. Tal vez porque era elprotegido del abate, gozó siempre en elOspedale de mayores atenciones que losdemás. Pero era un hecho cierto yobjetivo que, mucho más temprano de lohabitual, fijó la mirada sobre los objetosde su entorno y empezó a tratar derepresentarlos. Con tal fin, y muyprecozmente, aprendió a utilizar todoaquello que pudiese servir para dejarrastros tanto en el suelo como en lasparedes, en su ropa y hasta sobre supropio cuerpo. Sor María, unaportuguesa de tez morena que era la

encargada de su crianza, día tras díadescubría, escandalizada, las nuevasperipecias del pequeño. Cualquier cosaera buena para dejar testimonio de suincipiente vocación: barro, polvo, restosde comida, carbón, yeso arañado de lasparedes. Cualquier materia que cayeraen sus manos era utilizada de manerainmisericorde sobre cuanta inmaculadasuperficie estuviera a su alcance. Si lahermana María decidía encerrarlo encastigo, se las componía de cualquiermodo para no interrumpir su obra:insectos aplastados, concienzudamenteemulsionados con sus propiasexcreciones, eran para el pequeño Pietro

el más estimado de los temples. El granpatio central era su más exquisitoalmacén de provisiones. Aquí y allátenía al alcance de la mano las mejoresacuarelas: frutas maduras, pasto, flores,tierra, babosas y polen de los másvariados colores.

La paciencia y la tolerancia de suprotector parecían no tener límites. SorMaría no se explicaba por qué razón elabate, que solía mantener la disciplinacon mano férrea, permitía que elpequeño Pietro convirtiera el Ospedaleen un verdadero porquerizo. Antes demandar a que limpiaran las paredes, elabate se quedaba extasiado mirando la

hedionda obra de su protegido, comoquien contemplara los mosaicos de lacúpula del Baptisterio. En parte paraque la hermana María dejara decacarear su indignación y terminara delanzar imprecaciones en portugués, enparte para alimentar la afición de suconsentido, el padre Verani le llevó alpequeño un puñado de carbonillas, unassanguinas, un lápiz traído de Venecia yuna pila de papeles desechados por laimprenta del Arzobispado. Fue unverdadero hallazgo. El lápiz seacomodaba a su mano como si fueraparte de su anatomía.

Pietro aprendió a dibujarse a sí

mismo antes de poder pronunciar supropio nombre. Y a partir del momentoen que recibió aquellos regalos el niñose limitó por fin a la breve superficie delas hojas, aunque nunca abandonó suafán de experimentación con elementosmenos convencionales. Los avances eransorprendentes; sin embargo, lasprecoces habilidades del pequeño iban aencontrarse contra un muro difícil defranquear.

Los enojos de sor María con Pietroeran tan efusivos como efímeros, encontraste con el incondicional cariñoque le prodigaba. Y, ciertamente, susfugaces raptos de iracundia no eran nada

en comparación con la silenciosa furiaque despertaba el niño en quien habríade convertirse en una verdaderaamenaza para su feliz existencia en elhospicio: el prior Severo Setimio.

Severo Setimio era quiensupervisaba todos los establecimientospertenecientes al Arzobispado. Cadasemana, sin que nadie pudiera preverdía ni hora, hacía una sorpresiva visitaa l Ospedale. Con los dedos enlazadospor detrás de la espalda, el mentónprognatito y altivo, recorría los pasillos,entraba en los claustros y revisaba conescrúpulo, hasta debajo de loscamastros, que todo estuviera en orden.

Ante la mirada aterrada de los internos,Severo Setimio se paseaba flanqueadopor el padre Verani, quien rogaba ensilencio que nada hubiera que pudierairritar el viperino espíritu del prior.Pero las mudas súplicas del cura nuncaparecían encontrar abrigo en la SupremaVoluntad; una arruga inopinada en lascobijas, un gesto en el que pudieraadivinar un ápice de irrespetuosidad, elmás imperceptible murmullo eranmotivos para que, inexorablemente,algún desprevenido expósito fueraseñalado por el índice condenatorio deSevero Setimio.

Entonces llegaban las sanciones

sumarias e inapelables: los pequeñosreos eran condenados a pasarse horasenteras de rodillas sobre granos dealmorta o, si las penas era más graves,el mismo prior se ocupaba,personalmente, de descargar el rigor dela vara sobre el pulpejo de los dedos delos jóvenes delincuentes. La másintrascendente minucia era motivo paraconstituir una suerte de tribunalinquisitorial; si, por ejemplo, durante lainspección algún pupilo dejaba escaparuna leve risa por traición de los nerviosmezclados con el marcial patetismo queinspiraba la figura del prior, lasilenciosa furia no se hacía esperar.

Inmediatamente ordenaba que todos seformaran en dos filas enfrentadas;abriéndose paso en el estrecho corredorinfantil, examinaba cada rostro y, alazar, elegía un fiscal del juicio sumario.El acusador debía señalar al culpable ydeterminar la pena que habría decaberle. Si el infortunado elegidomostraba una actitud de complicidad,alegando que desconocía la identidaddel responsable, entonces pasaba a serel culpable de hecho y ordenaba queotro decidiera la pena que lecorrespondía. Si el prior considerabaque el castigo era demasiadocomplaciente y fundado en la

camaradería, entonces también elindulgente verdugo era acusado.

Y así, condenando a inocentes porculpables, conseguía que alguienconfesara el delito original. Pero loscastigos antes enumerados eran piadososen comparación con el más temido detodos, y cuya sola idea despertaba en losniños un terror superior al de la ira deDios: la casa dei morti.

Éste era el nombre con el que seconocía al viejo presidio, el temidoinfierno al que descendían aquelloscuyos delitos eran tan graves quesignificaban la expulsión del Ospedale.La casa de los muertos era una

fortificación en la cima del alto peñónque coronaba un monte sin nombre.Rodeada por cinco murallas que seprecipitaban al abismo, cercada por unafosa de aguas negras que se estancabanal pie de la falda escarpada, resultabaimposible imaginar, siquiera, un modode fuga. De manera que, por muy cruelque pudiera resultar el castigo, cada vezque el prior dictaba una sentencia acumplirse intramuros del Ospedale, elreo soltaba un suspiro de alivio.

El inspector arzobispal parecía tenerun especial interés por el pequeñoPietro. O, dicho de otro modo, el antiguoencono que el prior le profesaba al

padre Verani convertía al preferido delcura en el blanco de todo suresentimiento. No bien tuvo noticias dela temprana vocación de Pietro,determinó que quedaba prohibidacualquier manifestación expresada enpapeles, tablas, lienzos y, más aún, enmuros, paredes o cualquier otrasuperficie del orfanato. Y, por supuesto,confiscó todos los enseres que sirvierana tales fines. De manera que, cada vezque sor María escuchaba la voz delprior Severo Setimio, corría a borrarcuanta huella quedara de la demoníacaobra de Pietro. El padre Verani hacíaesfuerzos denodados por distraer al

inspector arzobispal, con el fin de darletiempo a la religiosa para que limpiaralas paredes, escondiera losimprovisados utensilios y lavara lasmanos del pequeño, cuyos dedosmugrientos delataban el crimen. Sinembargo, aunque el prior no siempreconsiguiera reunir las pruebassuficientes, sabía que el padre Veraniapañaba las oscuras actividades dePietro. Ante la duda, de todos modos,siempre había un castigo para elpreferido del abate.

El padre Verani sabía que si unespíritu generoso no se apiadaba ytomaba bajo su protección al pequeño

Pietro, cuando tuviera la edad suficientehabría de ser trasladado,inexorablemente, a la casa de losmuertos.

III

Aquel lejano día en el queFrancesco Monterga conoció alprotegido del abate, no podía salir de suasombro mientras veía con qué destrezael pequeño blandía el carbón sobre ellienzo. El niño se incorporó, miró alviejo maestro y le ofreció unareverencia. Entonces el padre Veranihizo un leve gesto al niño, apenas unimperceptible arqueo de cejas. Sin decirpalabra, el pequeño Pietro tomó unpapel, ordinario y sin prensar, se trepó auna silla y, de rodillas, alcanzó la altura

de la tabla de la mesa. Clavó sus ojos enlos rasgos del maestro y luego loexaminó de pies a cabeza.

Francesco Monterga era un hombrecorpulento. Su abdomen, grueso yprominente, quedaba disimulado envirtud de su estatura augusta. La cabeza,colosal y completamente calva, sehubiera dicho pulida como un mármol.Una barba gris y poblada le confería unaspecto beatífico y a la vez temible. Laapariencia del maestro florentinoimponía respeto. Sin embargo, tanto eltono de su voz como sus modoscontrastaban con aquel porte de leñador;tenía un timbre levemente aflautado y

hablaba con una entonación un tantoamanerada. Sus dedos, largos ydelgados, no dejaban de agitarse, y susgruesos brazos acompañaban con unademán ampuloso cada palabra. Cuandopor alguna razón se veía turbado,parecía no poder controlar un parpadeoirritante. Entonces sus ojos, pardos yprofundos, se convertían en dospequeñas gemas tímidas y evasivashechas de incertidumbre. Y tal era elcaso ahora, mientras posabainesperadamente para el precoz artista.El pequeño apretó el carbón entre susdedos mínimos y se dispuso a comenzarsu tarea. No sin cierta curiosidad

maliciosa, Francesco Monterga giró derepente su cabeza en la direcciónopuesta. Pietro trabajaba concentrado enel papel, de tanto en tanto dirigía unarápida mirada al maestro y parecía noimportarle en absoluto que hubieracambiado de posición. En menos tiempodel que tardó en consumirse el resto dela vela que ardía sobre la mesa, el niñodio fin a su trabajo. Se descolgó de lasilla, caminó hasta donde estabaFrancesco Monterga, le entregó el papely volvió a hacer una reverencia.

El maestro contempló su propioretrato y se hubiera dicho que estabafrente a un espejo. Era un puñado de

trazos que resumían con precisión elgesto del pintor. Abajo, en letrasrománicas, se leía: FrancescoMonterga Florentinus MagisterMagistral. El corazón le dio un vuelcoen el pecho y, pese a que era un hombrede emociones comedidas, se sorprendióconmovido. Nunca había obtenido unreconocimiento semejante; ningúncolega se había molestado en hacer unretrato del maestro. Ni siquiera él sehabía permitido el íntimo homenaje deun autorretrato. Era la primera vez queveía su rostro fuera del espejoresquebrajado de su habitación. Y, pesea que gozaba de un sólido

reconocimiento en Florencia, nuncaantes lo habían honrado con el título deMagister Magistral. Y ahora, mientrascontemplaba el retrato, por primera vezpensó en la posteridad.

Viéndose en la llanura del papel,pudo confirmar que ya era un hombreviejo. Su vida, se dijo, no había sidomás que una sucesión de oportunidadesdesaprovechadas. Podría haber brilladocon el mismo fulgor que el Dante habíaatribuido al Giotto, se creía con elmismo derecho al reconocimiento delque ahora gozaba Piero della Francescay, ciertamente, merecía la misma riquezaque había acumulado Jan van Eyck de

Flandes. Podía haber aspirado comoéste a la protección de la Casa Borgoñao a la de los mismísimos Medicis, y notener que depender del avaro mecenazgodel duque de Volterra. Ahora, en elotoño de su existencia, empezaba aconsiderar que ni siquiera se habíapermitido dejar, en su fugaz paso poreste valle de lágrimas, la simiente de ladescendencia. Estaba completamentesolo.

Se hubiera dicho que el padreVerani podía leer en los ojos ausentesde Francesco Monterga.

—Estamos viejos —dijo el abate, yconsiguió arrancarle al maestro una

sonrisa amarga.El cura posó sus manos sobre los

hombros del pequeño Pietro y lo acercóun paso más hacia el pintor. Carraspeó,buscó las palabras más adecuadas,adoptó un súbito gesto decircunspección y, después de un largosilencio, con una voz entrecortada peroresuelta, le dijo:

—Tomadlo bajo vuestro cuidado.Francesco Monterga quedó

petrificado. Cuando terminó de entenderel sentido de aquellas cuatro palabras,mientras giraba lentamente la cabezahacia el padre Verani, la cara se le ibatransfigurando. Hasta que, como si

acabara de ver al mismo demonio, conun movimiento espasmódico, retrocedióun paso. Un surco que le atravesaba elcentro de las cejas revelaba una mezclade espanto y furia. De pronto creyóentender el motivo de tanto homenaje.

Francesco Monterga podía pasar dela calma a la ira en menos tiempo delque separa el relámpago del trueno. Enesas ocasiones su voz se volvía aún másaguda y sus manos describían en el airela forma de su furia.

—Eso es lo que queríais de mí.Agitó el retrato que todavía sostenía

entre los dedos, sin dejar de repetir:—Eso es lo que queríais…

Entonces arrojó el papel a lasnarices del cura, dio media vuelta y conpaso decidido se dispuso a salir delimprovisado taller. El pequeño Pietro,ganado por la decepción más que por elmiedo, recogió el retrato intentandoalisar las arrugas de la hoja con lapalma de la mano. En el mismo momentoen que Francesco Monterga empezaba adesandar el camino hacia la calle, elabate, que acababa de pasar de lasorpresa a la indignación, lo sujetó delbrazo con todas sus fuerzas, al tiempoque le gritaba:

—¡Miserable!Francesco Monterga se detuvo, se

volvió hacia el padre Verani y, rojo deira, pensó un rosario de insultos eimprecaciones; justo cuando estaba porsoltarlos, vio cómo el niño se refugiabaasustado detrás del hábito púrpura delclérigo. Entonces se llamó a silenciolimitándose a agitar el índice en el aire.Intentando recuperar la calma, el padreVerani le explicó que era un pecadoinexcusable condenar al pequeño otravez a la orfandad, que estaba seguro deque jamás había visto semejante talentoen un niño, lo instó a que mirara otra vezel retrato, y le advirtió que nunca habríade perdonarse por desahuciar esepotencial que Dios había puesto en su

camino. Viendo que Francesco Montergase acercaba a la puerta dispuesto a salir,el padre Verani concluyó:

—Nadie que no tenga un discípulomerece que lo llamen maestro.

Aquella última frase pareció ejercerun efecto inmediato. Los raptos deiracundia de Francesco Monterga solíanser tan altisonantes como efímeros;inmediatamente las aguas solían volveral cauce de su espíritu y la furia sedisipaba tan pronto como se habíadesatado. El pintor se detuvo justodebajo del dintel del portal, miró alpequeño Pietro y entonces no pudoevitar recordar a su propio maestro, el

gran Cosimo da Verona.Francesco Monterga, con la cabeza

gacha y un poco avergonzado, le recordóal abate que era un hombre pobre, queapenas si le alcanzaba el dinero para supropio sustento. Le hizo ver que sutrabajo en la decoración del PalazzoMedid, bajo la despótica dirección deMichelozzo, además de terminar deromperle las espaldas, no le dejaba másque unos pocos ducados.

—Nada tengo para ofrecer a estepobre huérfano —se lamentó, sin dejarde mirar al suelo.

—Pero quizá sí él tenga mucho paradaros —contestó el abate, mientras veía

cómo el pequeño Pietro bajaba lacabeza ruborizado, sintiéndoseresponsable de la discusión.

Entonces el padre Verani le invocóformalmente al pintor los reglamentos detutoría, según los cuales se le otorgabaal benefactor el derecho de servirse deltrabajo del ahijado, y le recordó que, enel futuro, podía cobrarse los gastos dealimentación y manutención cuando eldesamparado alcanzara la mayoría deedad. Le hizo notar asimismo que en lasmanos de aquel niño había unaverdadera fortuna, le insistió en quebajo su sabia tutela habría deconvertirse en el pintor más grande que

haya dado Florencia y concluyódiciendo que, de esa forma, Dios leretribuiría su generosidad con riquezasen la Tierra y, por toda la eternidad, conun lugar en el Reino de los Cielos.

El padre Verani, ganado por unatristeza que se le anudaba en la gargantay un gesto de pena disimulado tras unasonrisa satisfecha, vio cómo la enormefigura del maestro se alejaba seguida delpaso corto, ligero y feliz del pequeñoPietro della Chiesa a salvo, por fin, delos designios del prior Severo Setimio.Al menos por un tiempo.

IV

Y ahora, viendo cómo lossepultureros terminaban de hacer sumacabra tarea, Francesco Montergaevocaba el día en que aquel niño de ojosnegros y bucles dorados había llegado asu vida.

La primera vez que el pequeñoPietro entró en su nueva casa sintió unafelicidad como nunca antes habíaexperimentado. No le alcanzaban susdos enormes ojos oscuros para mirar lasmaravillas que, aquí y allá, abarrotabanlas estanterías del taller: pinceles de

todas las formas y tamaños, espátulas dediversos grosores, morteros de madera yde bronce, carbones de tantasvariedades como jamás habíaimaginado, esfuminos, goteros, paletasque, de tan abundantes, parecían habersegenerado con la misma espontáneanaturalidad con la que crecen laslechugas; sanguinas y lápices con mangode cristal, aceites de todas lastonalidades, frascos repletos depigmentos de colores inéditos, tintas, ytelas y tablas y marcos, e innumerablesobjetos y sustancias cuya utilidad nisiquiera sospechaba.

Desde su escasa estatura, Pietro

miraba fascinado los compases, lasreglas y las escuadras; en puntas de piese asomaba a los inmensos caballetesverticales, girando la cabeza hacia uno yotro lado miraba la cantidad de papelesy pergaminos, y hasta los viejos traposcon los que el maestro limpiaba losutensilios le parecieron verdaderostesoros. Se detuvo, absorto, frente a unatabla inconclusa, un viejo retrato delduque de Volterra que FrancescoMonterga se resistía a terminar desdehacía años. Observaba cada trazo, cadauna de las pinceladas y la superposiciónde las distintas capas con la ansiedadimpostergable del niño que era. Miró de

soslayo a su nuevo tutor con una mezclade timidez y admiración. Su corazónestaba inmensamente feliz. Todo aquelloestaba ahora al alcance de su mano.Hubiera querido tomar una paleta y, enese mismo instante, empezar a pintar.Pero todavía no sabía cuánto faltabapara que llegara ese momento.

Esa noche el maestro y su pequeñodiscípulo comieron en silencio. Porprimera vez en muchos años FrancescoMonterga compartía su mesa con alguienque no fuera su propia sombra. No seatrevían a mirarse; se diría que el viejomaestro no sabía de qué maneradirigirse a un niño. Pietro, por su parte,

temía importunar a su nuevo tutor; comíaintentando hacer el menor ruido posibley no dejaba de mover nerviosamente laspiernas que colgaban desde la silla sinllegar a tocar el suelo. Hubiera queridoagradecerle la generosidad de haberlotomado bajo su cuidado pero, ante elcerrado silencio de su protector, no seanimaba a pronunciar palabra.

Hasta ese momento, Pietro nunca sehabía preguntado nada acerca de suorfandad; no conocía otro hogar que elOspedale no sabía, exactamente, qué eraun padre. Y ahora que tenía una casa y,por así decirlo, una familia, una tristezadesconocida se instaló de pronto en su

garganta. Cuando terminaron de comer,el pequeño se descolgó de la silla yrecogió los platos, examinó la cocina, ycon la vista buscó la cubeta dondelavarlos. Sin levantarse, FrancescoMonterga señaló hacia un rincón.Sentado en su silla, y mientras el niñolavaba los platos, el maestro florentinomiraba a su inesperado huésped con unamezcla de extrañeza y satisfacción.

Cuando terminó con su tarea, Pietrose acercó a su tutor y le preguntó si se leofrecía algo. Francesco Monterga sonriócon la mitad de la boca y negó con lacabeza. Como impulsado por una inerciaincontrolable, el pequeño caminó hacia

el taller y, otra vez, se detuvo acontemplar los tesoros que atiborrabanlos anaqueles. Respiró hondo,llenándose los pulmones con aquelaroma hecho de la mezcla de laalmáciga, del pino y las nueces parapreparar los aceites y resinas. Entoncessu tristeza se disolvió en los efluvios deaquella mezcla de perfumes hastadesvanecerse. El maestro decidió queera hora de dormir, de modo que locondujo hacia el pequeño altillo quehabría de ser, en adelante, su cuarto.

—Mañana habrá tiempo paratrabajar —le dijo y, tomando uno de loslápices de mango de cristal, se lo

ofreció.Pietro se durmió con el lápiz

apretado entre sus manos deseando quela mañana siguiente llegara cuanto antes.

Cuando se despertó tuvo terror deabrir los ojos y descubrir que todoaquello no hubiera sido más que un gratosueño. Temía despegar los párpados yencontrarse con el repetido paisaje deltecho descascarado del orfanato.

Pero allí estaba, en su mano, el lápizque le diera Francesco Monterga lanoche anterior. Entonces sí, abrió losojos y vio el cielo radiante al otro lado

del pequeño ventanuco del altillo. Seincorporó de un salto, se vistió tanrápido como pudo y corrió escalerasabajo. En el taller, de pie frente alcaballete, estaba su maestro preparandouna tela. Sin mirarlo, FrancescoMonterga le reprochó, amable peroseveramente, que ésas no eran horaspara empezar el día. Tenía queacostumbrarse a levantarse antes delalba. El pequeño Pietro bajó la cabeza yantes de que pudiera intentar unadisculpa el viejo maestro le dijo quetenían una larga jornada de trabajo pordelante. Inmediatamente tomó un frascorepleto de pinceles y lo depositó en las

manos de su nuevo discípulo. A Pietrose le iluminó la cara. Por fin iba a pintarcomo un verdadero artista, bajo la sabiatutela de un maestro. Cuando estaba porelegir uno de los pinceles, FrancescoMonterga le señaló una tinaja llena deagua marrón y le ordenó:

—Quiero que queden bien limpios.Que no se vea ni un resto de pintura.

Antes de retomar su tarea, el pintorvolvió a asomarse desde el vano de lapuerta y agregó:

—Y que no pierdan ni un solo pelo.El pequeño Pietro se ruborizó,

avergonzado de sus propias ydesatinadas ilusiones. Sin embargo, se

hincó sobre el cubo y comenzó su tareaponiendo todo su empeño. Habíansonado dos veces las campanas de laiglesia cuando estaba terminando delimpiar el último pincel. Antes de quepusiera fin a su trabajo, FrancescoMonterga se acercó a su aprendiz y lepreguntó dónde estaba el lápiz que lehabía dado la noche anterior. Con lasmanos mojadas y las yemas de los dedosblancas y arrugadas, Pietro rebuscó enla talega de cuero que llevaba colgada ala cintura, extrajo el lápiz y lo exhibióvertical frente a sus ojos.

—Muy bien —sonrió el maestro—,es hora de empezar a usarlo.

Pietro no se atrevió a alegrarse; perocuando vio que Francesco Montergatraía un papel y se lo ofrecía, su corazónlatió con fuerza. Entonces el maestroseñaló la inmensa estantería quealcanzaba las penumbrosas alturas deltecho y le dijo que ordenaraabsolutamente todo cuanto se apiñaba enlos infinitos anaqueles, que limpiara loque estuviera sucio y que luego, conlápiz y papel, hiciera un inventario detodas las cosas. Y antes de volver haciael caballete le dijo que le preguntara porel nombre de los objetos quedesconociera.

Sin que Pietro pudiera saberlo,

aquél era el primer peldaño de laempinada escalera que constituía laformación de un pintor. Así lo habíaescrito quien fuera el maestro deFrancesco Monterga, el gran Cosimo daVerona. En su Tratado de pintura,indicaba:

Lo primero que debeconocer quien aspire a serpintor son las herramientas conlas que habrá de trabajar. Antesde hacer el primer boceto, antesde trazar la primera línea sobreun papel, una tabla o una tela,deberás familiarizarte con cada

instrumento, como si fueraparte de tu cuerpo; el lápiz y elpincel habrán de responder a tuvoluntad de la misma maneraque lo hacen tus dedos. (…) Porotra parte, el orden es el mejoramigo del ocio. Si, ganado porla pereza, dejases los pincelessucios, será mucho mayor eltiempo que debas invertir luegopara despegar las costras secasdel temple viejo. (…) El mejor ymás caro de los pinceles denada habrá de servirte si noestá en condiciones, puesarruinaría tanto el temple como

la tabla. (…) Tendrás que sabercuál es la herramienta másadecuada para tal o cual fin,antes de usar un carbón debescomprobar su dureza: unacarbonilla demasiado durapodría arruinar el papel y unamuy blanda no haría mella enuna tabla; un pincel de pelorígido arrastraría el materialque no ha terminado de fraguarpor completo y otro demasiadoflexible no fijaría las capasgruesas de temple. Por eso,antes de iniciarte en el dibujo yla pintura, debes poder

reconocer cada una de lasherramientas.

Había caído la noche cuando Pietro,cabeceando sobre el papel y haciendoesfuerzos sobrehumanos para mantenerlos párpados separados, terminó dehacer la lista con cada uno de losobjetos de la estantería. FrancescoMonterga miró los altos anaqueles ydescubrió que no tenía memoria dehaberlos visto alguna vez tan ordenados.Los frascos, pinceles y herramientasestaban relucientes y dispuestos con unorden metódico y escrupuloso. Cuandoel maestro volvió a bajar la vista vio al

pequeño Pietro profundamente dormidosobre sus anotaciones. FrancescoMonterga se felicitó por su nuevainversión. Si todo se ajustaba a lasprevisiones del abate, en algunos añoshabría de cosechar los frutos de latrabajosa enseñanza.

Siempre siguiendo los pasos de supropio maestro, Cosimo da Verona,Francesco Monterga se ceñía a lospreceptos según los cuales la enseñanzade un aprendiz se completaba en eldecimotercer año. La educación delaspirante, en términos ideales, debíacomenzar justamente a los cinco años.

Primero, de pequeño, senecesita un año para estudiar eldibujo elemental que ha devolcarse en el tablero. Luego,estando con un maestro en eltaller, para ponerse al corrienteen todas las ramas quepertenecen a nuestro arte,comenzando por moler colores,cocer las colas, amasar losyesos, hacerse práctico en lapreparación de los tableros,realzarlos, pulirlos, dorar yhacer bien el graneado, seránnecesarios seis años. Después,para estudiar el color, decorar

con mordientes, hacer ropajesdorados e iniciarse en eltrabajo en muro, son necesariostodavía seis años, dibujandosiempre, no abandonando eldibujo ni en día de fiesta, ni endía de trabajo. (…) Hay muchosque afirman que sin habertenido maestros, han aprendidoel arte. No lo creas. Te pondréeste libro como ejemplo: si loestudiases día y noche sin ir apracticar con algún maestro, nollegarías nunca a nada; nadaque pueda figurar bien entre losgrandes pintores.

Durante los primeros tiempos, elpequeño Pietro se resignó a su nuevaexistencia que consistía en limpiar,ordenar y clasificar. Por momentosextrañaba su vida en el orfanato; sindudas el alegre padre Verani era ungrato recuerdo comparado con su nuevotutor, un hombre hosco, severo ymalhumorado. Pietro admitía para sí queahora conocía una cantidad depigmentos, aceites, temples yherramientas cuya existencia hasta hacíapoco tiempo ignoraba por completo;reconocía que podía hablar de igual aigual con su maestro de distintosmateriales, técnicas y de los más raros

artefactos, pero también se preguntabade qué habría de servirle su nuevaerudición si todo aquello le estabavedado para otra cosa que no fueralimpiarlo, ordenarlo o clasificarlo. PeroFrancesco Monterga sabía que cuantomás postergara las ansias de sudiscípulo, con tanta más fuerza habría dedesatarse su talento contenido cuandollegara el momento.

Y el gran día llegó cuando Pietromenos lo esperaba. Una mañana detantas, el maestro llamó a su pequeñoaprendiz. Delante de él había unapequeña tabla, tres lápices, cinco gubiasbien afiladas y un frasco de tinta negra.

Como homenaje a su maestro, FrancescoMonterga encomendó a Pietro dellaChiesa su primer ejercicio. En el corode la capilla del hospital de San Egidiohabía un pequeño retablo, obra deCosimo, conocido como El triunfo de laluz. El maestro florentino dio a sudiscípulo la tarea de copiar la obra yluego tallar la tabla con esas gubiasresplandecientes. El grabado era la máscompleta y, por cierto, la más complejadisciplina; combinaba el dibujo, la tallay la pintura. Sin tener las tresdimensiones de la escultura, la figuradebía imitar la misma profundidad; sincontar con la ventaja del color, debía

ofrecer la impresión de las tonalidadescon el único recurso de la tinta negra yel fondo blanco del papel.

Los enormes ojos negros de Pietrono cabían en sus órbitas cuando escuchóal maestro hacerle el encargo. Unasonrisa involuntaria se instaló en suslabios y el corazón pugnaba por salir delpecho. Era, además, toda una muestra deconfianza ya que el menor descuido enel uso de las filosas gubias podíasignificar un accidente horroroso. Sindudas, era un premio a la pacienciamucho mayor del que podía esperar.

En pocos días el trabajo estuvoterminado. Francesco Monterga estaba

maravillado. El resultado fuesorprendente: el grabado no solamentehacía entera justicia del original, sinoque se diría que, con el mínimo recursode la tinta negra, dimanaba unaprofundidad y una sutileza aúnsuperiores. Pero ni Pietro ni FrancescoMonterga imaginaban que aquellascuatro tallas iban a cambiar el curso desus vidas.

V

Junto a la fosa rectangular que ibadevorando con cada nueva palada detierra los restos corrompidos de quienhasta hacía poco presentaba el aspectode un efebo, Francesco Monterga nopodía evitar una caótica sucesión derecuerdos. De la misma forma que laevocación de un hijo remite a larememoración del padre, FrancescoMonterga pensaba ahora en su propiomaestro, Cosimo da Verona. De él habíaaprendido todo cuanto sabía y de élhabía heredado, también, todo lo que

ignoraba. Y, en efecto, FrancescoMonterga parecía mucho másobsesionado por todos aquellosmisterios que no había podido develarque por el puñado de certezas del queera dueño. Pero lo que más loatormentaba, lo que nunca había podidoperdonarse, era el vergonzoso hecho dehaber permitido que su maestro murieraen prisión, a la que fue llevado por lasdeudas. Preso, viejo, ciego y en la másabsoluta indigencia, ningún discípulo,incluido él mismo, había tenido lagenerosidad de pagar a sus acreedores ysacarlo de la cárcel. Pero el viejomaestro Da Verona, lejos de convertirse

en un misántropo corroído por elresentimiento conservó, hasta el día desu muerte, la misma filantropía quesiempre lo guió. Hasta había tenido lainmensa generosidad de dejar en manosdel por entonces joven FrancescoMonterga su más valioso tesoro: elantiguo manuscrito del monje Eraclius,el tratado Diversarum Artium Schedula.Sin dudas, aquel manuscrito del siglo IXexcedía con creces el monto de sudeuda; pero nunca iba a permitir queacabara en las miserables manos de unusurero. Antes que eso, prefería moriren su celda. Y así lo hizo. Según lehabía revelado Cosimo da Verona a

Francesco Monterga el día en que leconfió el tratado, aquel manuscritocontenía el secreto más buscado por lospintores de todos los tiempos, aquelarcano por el que cualquier artistahubiese dado su mano derecha o, másaún, lo más valioso para un pintor: eldon de la vista. En ese manuscritoestaba el preciado Secretus colorís instatus purus, el mítico secreto del coloren estado puro. Sin embargo, cuandoFrancesco Monterga leyó con avidez eltratado y rebuscó una y otra vez en elúltimo capítulo, Coloribus et Artibus,lejos de encontrarse como esperaba conla más preciosa de las revelaciones, sí

se topó con una inesperada sorpresa.Pues en lugar de una explicación clara ysucinta de ese secreto no había otra cosaque un largo fragmento de Los Librosdel Orden de San Agustín, en cuyaslíneas se intercalaban series de númerossin arreglo aparente a orden alguno.Durante más de quince años intentóFrancesco Monterga descifrar el enigmasin conseguir dilucidar algún sentido. Elmaestro atesoraba el manuscrito bajosiete llaves. El único al que confió laexistencia del tratado fue Pietro dellaChiesa.

Su discípulo había aprendido eloficio muy rápidamente. La temprana

maestría que revelaba aquel remotoprimer grabado era un pálido anticipode su potencial. En doce años de estudiojunto a su maestro, según todas lasopiniones, había superado en talento aTaddeo Gaddi, el más reconocidoalumno de Giotto, quien permanecióveinticuatro años bajo la tutoría delcélebre pintor.

Pietro se había convertido con losaños en un joven delgado, alegre ydisciplinado. Tenía una miradainteligente y una sonrisa afable y clara.Su pelo ensortijado y rubio contrastaba

con aquellos ojos renegridos, profundosy llenos de preguntas. Hablaba con unavoz suave y un decir sereno, y habíaheredado aquel leve amaneramiento desu maestro, despojado sin embargo detoda afectación. Conservaba los mismosrasgos que tenía de niño, ahoraestilizados por la pubertad, y llevaba suinusual belleza con cierta timidez.

A su disposición natural para eldibujo se había sumado el estudiometódico de la geometría y lasmatemáticas, las proporciones áureas, laanatomía y la arquitectura. Podíaafirmarse que era un verdaderoflorentino. El manejo impecable de las

perspectivas y los escorzos revelabanuna perfecta síntesis entre lasensibilidad nacida del corazón y elcálculo minucioso de las fórmulasaritméticas. Francesco Monterga nopodía disimular un orgullo que lehenchía el pecho ante los elogiososcometarios de doctos y profanos acercadel talento de su discípulo. Pero comocorrespondía a su austera naturalezadespojada de toda arrogancia, Pietroconocía sus propias limitaciones; podíaadmitir que, no sin muchos esfuerzos,había logrado dominar las técnicas deldibujo y el manejo de las perspectivas.Sin embargo, a la hora de aplicar los

colores su aplomo se desvanecía frentea la tela y su pulso seguro con el lápiz sevolvía vacilante e indeciso bajo el pesodel pincel. Y pese a que sus tablas norevelaban sus íntimas incertidumbres, elcolor constituía para él un misterioindescifrable. Si todas las virtudes delfuturo pintor que podía exhibir Pietroeran obra de la paciente enseñanza de sumaestro, con la misma justicia había queadmitir también que las fisuras en suformación eran responsabilidad deFrancesco Monterga. Y a decir verdad,quizá sin advertirlo, el maestroflorentino había instalado en el espíritude su discípulo sus mismas carencias y

obsesiones.Ya era un hombre viejo, pero

Francesco Monterga no se resignaba amorir sin poder develar el secreto delcolor. Quizá su aprendiz, joven,inteligente y profundamente inquieto,pudiera ayudarlo a resolver el enigma.Juntos, encerrados en la biblioteca,pasaban noches enteras releyendo yestudiando, una y otra vez, cada uno delos dígitos que se mezclaban con el textode San Agustín y que no parecíanresponder a una lógica inteligible.

En el momento de la tragedia, Pietrodella Chiesa estaba a punto decompletar su formación y convertirse,

por fin, en pintor. Y sin dudas, en uno delos más brillantes que hubiera dadoFlorencia. De modo que todos podíancomprender el desconsuelo deMonterga, por momentos rayano con elpatetismo. Se diría que el maestroflorentino veía cómo se evaporaban antesus ojos las esperanzas de vindicar suspropias frustraciones en la consagraciónde su hijo de oficio.

VI

Mientras asistía a la atroz ceremoniade los enterradores echando paladas detierra húmeda sobre el lastimoso ataúd,Francesco Monterga mantenía laexpresión abstraída de quien seconcentra profundamente en suspensamientos. El prior Severo Setimio,la cabeza gacha y las manos cruzadassobre el pecho, con sus pequeños ojosde ave moviéndose de aquí para allá,escrutaba a cada uno de los deudos. Suvocación siempre había sido la desospechar. Y eso era, exactamente, lo

que estaba haciendo. Su presencia en losfunerales de Pietro della Chiesa no teníapor propósito elevar plegarias por elalma del muerto ni rendirle el postumohomenaje. Si durante los primeros añosde Pietro el otrora inspector arzobispalse había convertido en su más temiblepesadilla, ahora, dieciséis años después,parecía dispuesto a acosarlo aún hastael más allá.

Quiso el azar o la fatalidad que lacomisión ducal constituida parainvestigar la oscura muerte del jovenpintor quedara presidida por el viejoinquisidor infantil, Severo Setimio. Máscalvo y algo encorvado, todavía

conservaba aquella misma miradasuspicaz. El prior no manifestaba pesaralguno; al contrario, su antiguo recelohacia el preferido del abate Veraniparecía haberse ahondado con el pasodel tiempo. Tal vez porque no habíatenido la dicha de poder enviar alpequeño Pietro a la casa del morti, acausa quizá de este viejo anheloincumplido, por paradójico que pudieraresultar, todas sus sospechas parecíandirigirse a la propia víctima. Losprimeros interrogatorios que hizogiraban en torno a una pregunta nopronunciada: ¿qué terrible acto habíacometido el joven discípulo que pudiera

ocasionar ese desenlace?A la derecha del prior, con la vista

perdida en un punto incierto situado porsobre las copas de los pinos, estaban losotros dos discípulos, Giovanni Dinunzioy Hubert van der Hans. Los ojoshuidizos de Severo Setimio se habíanposado ahora sobre este último, unjoven longilíneo de pelo lacio y tanrubio que, envuelto en la claridad de lamañana, presentaba la apariencia de losalbinos. De hecho, el prior no alcanzabaa determinar si su expresiónlacrimógena y congestionada eraproducto de la aflicción por la muerte desu condiscípulo o si, molesto por el sol

oblicuo que empezaba a darle de llenoen el rostro, no podía evitar la sucesiónde muecas acompañadas de lágrimas yhumores nasales.

El prior Severo Setimio, durante susprimeras indagaciones, supo que Hubertvan der Hans había nacido en la ciudadde Maaselk, en Limburgo, cerca dellímite oriental de los Países Bajos. Supadre, un próspero comerciante queexportaba sedas de Flandes a Florencia,había descubierto la temprana vocacióndel primogénito por la pintura. De modoque decidió presentar a su hijo a los másprestigiosos maestros flamencos, loshermanos Greg y Dirk van Mander.

Siendo un niño de apenas diez años,Hubert llegó a convertirse en el másadelantado de los aprendices de loshermanos de Flandes. Su intuición parapreparar colores, mezclar loscomponentes del temple, los pigmentos ybarnices, e imitar con precisión lastonalidades de las pinturas antiguas, leauguraba un futuro venturoso al abrigodel mecenazgo de Juan de Baviera. Diezaños permaneció Hubert en el taller delos hermanos Van Mander. Pero losvaivenes financieros del negocio de lassedas obligaron a que la familia Van derHans se trasladara a Florencia: ahoraresultaba mucho más rentable importar

los paños vírgenes de Flandes, utilizarlas nuevas técnicas florentinas de teñidoy luego exportar de nuevo el productofinal a los Países Bajos y otros reinos.Una vez instalados en Florencia, porrecomendación del duque de Volterra, elpadre de Hubert decidió que su hijo seincorporara como aprendiz al taller delmaestro Francesco Monterga, para queno perdiera la continuidad de susestudios.

Dirk van Mander se lamentabaamargamente ante quien quisiera oírlo,alegando que la deserción de Hubertsignificaba una verdadera afrenta; nosolamente porque el pintor florentino lo

despojaba de su discípulo dilecto, sinoporque, además, aquel hecho constituíaun nuevo paso en la guerra sorda quelibraban desde antaño.

En efecto, entre el maestro Montergay el menor de los hermanos Van Manderhabía crecido una rivalidad que, dealgún modo, sintetizaba la disputa por lasupremacía de la pintura europea entrelas dos grandes escuelas: la florentina yla flamenca. No eran los únicos. Otrosmuchos estaban enzarzados en unaguerra cuyo botín lo constituían losmecenas, príncipes y duques, losdiscípulos y los maestros, los noblesretratados y los nuevos burgueses con

vanidades patricias y ansias deposteridad, los muros de los palacios ylos ábsides de las iglesias, lospanteones de la corte borgoñona y losrecintos papales. Y en esa guerraantigua, a la que Monterga y VanMander se habían sumado tiempo atrás,los combatientes pergeñaban alianzas yestrategias, recetas del color y técnicassecretas, métodos de espionaje ysistemas de ocultamiento y encriptaciónde fórmulas. Se buscaban textos antiguosy se atesoraban manuscritos de sabiosauténticos y alquimistas dudosos. Todoera un territorio en disputa que unos yotros pretendían dominar en un combate

en el que luchaban armados con pincelesy espátulas, mazas y cinceles. Y quizá,también con otras armas.

El prior Severo Setimio no ignorabaque tanto en Florencia como en Roma,en Francia y en Flandes, tuvieron lugarextraños acontecimientos: Masacciomurió muy joven, envenenado en 1428,bajo circunstancias nunca esclarecidas.Muchas suspicacias había en torno a latrágica muerte de Andrea del Castagnoy, según algunas versionesrazonablemente dudosas, su asesino fueDomenico Veneziano, discípulo de FraAngélico. Otros rumores, más oscuros ymenos documentados, que habían

llegado a oídos del prior, hablaban devarios pintores muertos a causa desospechosos envenenamientos atribuidosal descuido en el uso de ciertospigmentos que, como el blanco deplomo, podían resultar mortíferos. Sinembargo, los escépticos tenían susfundamentos para dudar.

En medio de esta silenciosabeligerancia que parecía no tenerlímites, el joven Hubert van der Hans sehabía convertido en una involuntariaprenda de guerra. Según había podidoestablecer en sus breves interrogatorios

el prior Severo Setimio, las relacionesentre el discípulo flamenco y Pietrodella Chiesa nunca habían sidodemasiado amables. Desde el día en queel nuevo aprendiz cruzó la puerta deltaller, el «primogénito», por asíllamarlo, no pudo evitar uncontradictorio sentimiento. Se diría queexperimentó los celos naturales quesentiría un niño ante el nacimiento de unhermano; sin embargo, se encontrabaante la paradoja de que el nuevo«hermano» era dos años mayor que él.De modo que ni siquiera le quedaba elconsuelo de la autoridad a la que tienederecho el primogénito sobre el

benjamín. De hecho, el «benjamín»excedía su modesta estatura en casi doscabezas, y su voz gruesa y su airemundano, su acento extranjero, susvestiduras caras y un poco exóticas y suevidente superioridad en el manejo delcolor, habían dejado muy pronto a Pietroen inferioridad de condiciones a losojos de Francesco Monterga. Sufría ensilencio. Lo aterrorizaba la idea deperder lo poco que tenía: el amor de sumaestro. De un día para el otro su vidase había convertido en un sordocalvario.

Por otra parte, no podía evitar sentirque el enemigo había entrado en su

propia casa. Pietro della Chiesa habíacrecido escuchando las maldiciones queFrancesco Monterga lanzaba contra losflamencos. Cada vez que llegaba lanoticia de que un florentino se habíahecho retratar por un pintor del norte, elmaestro bramaba de furia. Habíacalificado de traidor al cardenalAlbergati, el enviado del papa Martín V,por haber posado en Brujas para Jan vanEyck. Repudiaba al matrimonioArnolfini por haberse hecho retratar,también, por el miserable flamenco, ydeseaba a su descendencia la másbochornosa bancarrota, mientras lededicaba los insultos más iracundos.

Por esta razón, lejos de entender lanueva «adquisición» de FrancescoMonterga como una pieza capturada alenemigo, Pietro della Chiesa noconseguía explicarse por qué peregrinomotivo su maestro le revelaba los máspreciados secretos de su arte a quienhabía sido protegido de su acérrimorival. Lo cierto es que, además delmalicioso placer de exhibir el trofeoarrebatado, Francesco Monterga recibíade manos del padre de Hubert una pagamás que generosa.

Al maestro florentino no le

alcanzaban las palabras para abominarde los flamencos. Se desgañitabacondenando a los nuevos ricos de losPaíses Bajos, cuyo mecenazgo habíarebajado la pintura a sus misérrimoscriterios estéticos. Señalaba la pobrezadel uso de la perspectiva, sustentada enun solo punto de fuga. Deploraba latosquedad en el empleo de los escorzos,que en su opinión apenas si quedabadisimulada por un detallismo tantrabajoso como inútil, y quereemplazaba la espiritualidad propia dela pintura por la ostentación domésticaque caracterizaba a la burguesía. Sinembargo, decía, los nuevos mecenas

retratados no podían disimular suorigen: debajo de los lujososornamentos, los fastuosos ropajes yoropeles, podía verse el calzado delhombre común que debía desplazarse apie y no a caballo o en litera como lohacía la nobleza. Así lo testimoniaba lapintura de Van Eyck: el marido delmatrimonio Arnolfini, aunque se hicierapintar rodeado de boatos, sedas y pieles,aparecía posando con unos rústicoszapatos de madera.

Sin embargo, detrás de la iracundiaverbal de Francesco Monterga seocultaba un resentimiento construido conla cal de la envidia y la argamasa de la

inconfesable admiración. Cierto era quelos nuevos mecenas eran burgueses conpretensiones aristocráticas; pero no eramenos cierto que su noble benefactor, elduque de Volterra, apenas si le dabaunos míseros ducados para preservar lasapariencias. Su «generosidad» noalcanzaba para impedir que el viejomaestro Monterga se viera obligado atrabajar, casi como un albañil, en lasremodelaciones del Palacio Medici.Cierto era, también, que FrancescoMonterga poseía un oficio inigualable enel uso de las perspectivas, y que sustécnicas de escorzo obedecían a secretasfórmulas matemáticas guardadas

celosamente en la biblioteca. Porconocerlas, incluso el más talentoso delos pintores flamencos hubiese dadotodo lo que tenía. Pero también eracierto que el mejor de sus temples seveía opaco frente a la luminosidad de lamás torpe de las tablas pintadas porDirk van Manden. Las veladuras de suscolegas de los Países Bajos dimanabanun realismo tal, que se diría que losretratos estaban animados por el soplovital de los mortales.

Francesco Monterga no dejaba depreguntarse con qué secreto compuestomezclaban los pigmentos para que suspinturas tuvieran semejante brillo

inalterable. Íntimamente se decía queestaba dispuesto a dar su mano derechapor conocer la fórmula. Pietro dellaChiesa lo había escuchado musitandoesa frase y no podía menos que sonreíramargamente cada vez que se la oíapronunciar: su maestro solía decirle confrecuencia que él era su mano derecha.

Fiel a su aprendizaje en Flandes,Hubert no tenía una noción demasiadosutil de las perspectivas y los escorzos.El aprendiz flamenco dibujaba sin ordeno cálculo matemático alguno ni punto defuga que pudiera inferirse en algún lugarde la tabla. Era dueño de un espíritu defina observación, pero los resultados de

su trabajo eran unos bocetos caóticos,plagados de líneas emborronadas con elcanto del puño, cosa que enfurecía almaestro Monterga. Sin embargo, a lahora de aplicar el color, aquel esbozoenredado en sus propios trazos ibacobrando una gradual armonía quereposaba en la lógica de las tonalidadesantes que en la de las formas. Alcontrario que Pietro della Chiesa, acuyas condiciones naturales para eldibujo se habían sumado el estudiosistemático y disciplinado de lasciencias y la lectura de los antiguosmatemáticos griegos, Hubert van derHans suplía su escaso talento para con

el lápiz con su innata intuición del colory la indudable buena escuela de sumaestro del norte. Algo que Pietro nopodía más que envidiar.

Por su parte, Hubert van der Hans nomostraba la menor estima por sucondiscípulo. Solía burlarse de su vozaflautada y su escasa estatura, y loatormentaba llamándolo la bambina.Rojo de furia, con las venas del cuello apunto de estallar, al pequeño Pietro,considerando las dimensiones de suoponente, no le quedaba otra alternativaque esconderse a llorar.

El día anterior a la desaparición dePietro della Chiesa, el maestroFrancesco Monterga había sorprendidoa sus dos discípulos discutiendoacaloradamente. Y pudo escuchar cómoHubert, señalándolo con el índice, loinstaba a guardar cierto «secreto» oasumir las consecuencias. Cuando losinterrogó, no consiguió sacarles unapalabra y dio el asunto por concluido, enla convicción de que aquello no era másque una de las habituales peleasinfantiles a las que ya estabaacostumbrado.

VII

Los inquietos ojos del prior, que semantenía en un discreto segundo plano,estaban ahora disimuladamente fijossobre el tercer discípulo de FrancescoMonterga. Giovanni Dinunzio habíanacido en Borgo San Sepolcro, en lascercanías de Arezzo. Todo hacía preverque el pequeño Giovanni, al igual que supadre y que el padre de su padre, habríade ser talabartero, lo mismo que sushermanos y que todos los Dinunzio deArezzo durante generaciones. Sinembargo, el hijo menor del matrimonio,

desde su más temprana infancia, habíadesarrollado una repulsión por losvahos del cuero que pronto habría dederivar en una rara dolencia. El contactocon las pieles curtidas le provocaba unavariedad de reacciones que iban desdela aparición de eczemas y pruritos, quellegaban a presentar el aspecto de lasarna, hasta disneas y angustiososahogos que lo dejaban exhausto.

Sus primeros pasos en la pinturaestuvieron guiados por los arbitrios desu frágil salud. Antonio Anghiari fue sumédico antes que su maestro. Losconocimientos de anatomía del viejopintor y escultor de Arezzo lo habían

convertido, a falta de alguien mejorpreparado, en el único médico delpueblo. A causa de sus frecuentes yprolongadas afecciones, el pequeñoGiovanni pasaba la mayor parte deltiempo en casa del maestro Anghiari. Elolor de las adormideras y el de lospigmentos de cinabrio, el perfume de lashojas maceradas y los aceites quereinaba en el taller de Antonio Anghiariparecía ejercer un efecto curativoinmediato sobre la delicada salud deGiovanni Dinunzio. De este modo, eltránsito de paciente a discípulo seprodujo de un modo casi espontáneo.Giovanni Dinunzio estableció con la

pintura una relación tan natural eimprescindible como la respiración,dicho esto en términos literales: habíaencontrado en el aceite de adormiderasel antídoto para todos sus pesares. Sinque nadie pudiese percibirlo empezabaa germinar, en su cuerpo y en su ánimo,una incoercible necesidad de respirarlas emanaciones del óleo que se extraíade la amapola.

Seis años permaneció GiovanniDinunzio junto a su maestro. Viendo ésteque el talento de su discípulo superabaen potencial a sus pobres recursos,

Antonio Anghiari convenció al viejotalabartero de que enviara a su hijo aestudiar a la vecina Siena. CuandoGiovanni llegó finalmente a la ciudad,las tonalidades ocre le hicieroncomprender el sentido más esencial delcolor siena. Una felicidad como nuncahabía experimentado le confirmó lasentencia escrita en la puerta Camolilla:Cor magis tibi Senapandit. (Siena teabre aún más el corazón).

Sin embargo, la dicha habría dedurarle poco. El maestro que lerecomendara Antonio Anghiari, elcélebre Sassetta, lo esperaba,horizontal, pálido y pétreo dentro de un

cajón. Acababa de morir. Matteo diGiovanni, su alumno más destacado, sehizo cargo de la enseñanza del jovenllegado de Arezzo. Pero apenas ochomeses pasó junto a él. GiovanniDinunzio no pudo sustraerse a latentación de la aventura florentina.Quiso el azar que diera, casiaccidentalmente, con el maestroMonterga.

El joven provinciano le produjo aFrancesco Monterga una suerte defascinación inmediata. Sus ojos, tanazules como tímidos, su pelo negro ydesordenado, la modesta candidez conla que le mostraba sus trabajos, casi

avergonzado, consiguieron conmover alviejo maestro florentino. Después deconsiderar escrupulosamente sus dibujosy pinturas, Francesco Monterga llegó ala conclusión de que la tarea que teníapor delante era la de demoler primeropara luego reconstruir.

El breve paso de Giovanni Dinunziopor las tierras de Lorenzo de Monacohabía sido suficiente para que adquirieratodos los vicios de la escuela sienesa:las figuras, forzadamente alargadas ypretenciosamente espirituales, losescenarios cargados y los floreosamanerados al estilo francés, los pañosdescribiendo pliegues y curvas

imposibles, el exceso pedagógico querevelaban las escenas, con una obviedadnarrativa irritante, y los fondos ingenuosy decorativos, constituían para elmaestro Monterga el decálogo de lo queno debía ser la pintura.

Su nuevo discípulo era unaverdadera prueba. Giovanni Dinunzioera el exacto opuesto a Pietro dellaChiesa. Éste era como la arcilla fresca,maleable y dócil; el recién llegado, encambio, tenía la tosca materialidad de lapiedra. No porque careciera de talento,al contrario; si mantenía la mismadisposición para desembarazarse detodos los vicios que había sabido

asimilar en tan poco tiempo, aúnquedaban esperanzas. Para Pietro dellaChiesa, contrariamente a lo que podíaesperarse, la llegada del nuevocondiscípulo de Arezzo significó unverdadero alivio. La timidez y lamodestia de Giovanni contrastaban conel altivo cinismo de Hubert van derHans. Giovanni Dinunzio aceptaba lasobservaciones críticas de Pietro dellaChiesa y, aun siendo dos años mayorque él, accedía de buen grado a seguirsus indicaciones y sugerencias.

Pietro de la Chiesa y Giovanni

Dinunzio llegaron a hacerse amigos enmuy poco tiempo. Al más antiguodiscípulo del maestro Monterga noparecía molestarle en absoluto ladedicada atención que éste le prestabaal nuevo alumno. El flamenco, por suparte, no podía evitar para con el reciénllegado un trato rayano con el desprecio.Las costumbres provincianas, el atuendodespojado y el espíritu sencillo del hijodel talabartero, le provocaban pocomenos que repulsión.

Una tarde de agosto, mientrasGiovanni Dinunzio se cambiaba lasropas de trabajo, Pietro della Chiesa lodescubrió accidentalmente en el

momento en que se estaba desnudando.Para su completo estupor, pudo ver quea su condiscípulo le colgaba entre laspiernas un badajo de un tamaño que sele antojó semejante al de la campana dela catedral. Contemplaba aquella suertede animal muerto, surcado por venasazules que se bifurcaban como ríos, y nopodía comprender cómo sobrellevabaaquel fenómeno con semejantenaturalidad. Desde aquel día, Pietrodella Chiesa no podía evitar ciertalástima para con su propia persona cadavez que veía las exiguas dimensionescon que Dios lo había provisto o, másbien, desprovisto. Pero hubo todavía un

segundo hallazgo que habría deespantarlo aún más.

Cierta noche, Pietro della Chiesaescuchó un ruido sospechoso queprovenía de la biblioteca.Desconcertado, y temiendo que hubiesenentrado ladrones, decidió atisbar por elojo de la cerradura. Entonces pudo vercómo Francesco Monterga acababa dedescubrir el oculto prodigio de su nuevodiscípulo. Y, según pudo comprobar, tanasombrado estaba el maestro que,desconfiando del sentido de la vista,apelaba al del tacto y, por si este últimotambién lo engañaba, recurría al delgusto. Tal era la angustiosa sorpresa del

ahijado de Francesco Monterga, queperdió el equilibrio. Y lo hizo con tanpoca fortuna que trastabilló y sedesplomó contra la puerta, abriéndolade par en par. Los tres se miraronhorrorizados.

Mientras Giovanni Dinunzio corríaavergonzado, el maestro se incorporó y,con un gesto desconocido, miróseveramente a Pietro della Chiesa sinpronunciar palabra. Fue una clarasentencia: jamás había visto nada.Sucedió exactamente el día anterior a sudesaparición.

Pero el prior Severo Setimio, pormucho que quisiera adivinar en el

silencio de los deudos, nada podía saberde estos domésticos episodiosacaecidos puertas adentro.

VIII

Conforme el sol se elevaba porsobre los montes de Calvana, la brumaroja empezaba a disiparse. La sombraoblicua de los pinos se desplazaba,imperceptible como el movimiento de laaguja de un reloj de sol, hacia elmediodía de la capilla ubicada en elcentro del cementerio. La brisa de lamañana traía el remoto perfume de lasvides de Chianti y de los olivares dePrato. El prior Severo Setimio, recluidobajo la capucha púrpura, consideraba alos deudos, reunidos en torno al

sepulcro, mientras cruzaban miradasfurtivas, bajando la vista sieventualmente se sorprendíanobservándose. Se diría que el cerradosilencio en el que se refugiaban noobedecía solamente a la congoja. Cadauno parecía guardar una sospechaimpronunciable o un secreto recónditocuyo depositario, por un camino o porotro era, siempre, el muerto. Pietro dellaChiesa, fiel al callado mandato de sumaestro, se llevaba a la tumba elhorrendo descubrimiento del que nadietenía que enterarse. En rigor, aquellapostrera y accidental visión en labiblioteca no fue un descubrimiento sino

una dolorosa confirmación.

Severo Setimio no ignoraba que,desde algún tiempo, circulaban ciertosrumores sobre la relación de FrancescoMonterga con sus discípulos. Cada vezcon mayor insistencia proliferabanhistorias dichas a media voz. Pietrodella Chiesa jamás había prestado oídosa semejantes murmuraciones que, dehecho, lo involucraban. Sin embargo, tanpoca era la importancia que le otorgabaal asunto que nunca se le hubieseocurrido indagar en torno a lashabladurías. De hecho, si no pudo

sustraerse a mirar por el ojo de lacerradura, fue por una razón muyprecisa: pocos días atrás habíasorprendido a Hubert van der Hansrevisando el archivo de FrancescoMonterga e intentando forzar el pequeñocofre donde atesoraba el manuscrito delmonje Eraclius, el tratado DiversarumArtium Schedula. Bien sabía Pietrodella Chiesa lo que significaba aquellibro para su maestro. En aquellaocasión Pietro entró intempestivamenteen la biblioteca y le recordó a sucondiscípulo que Francesco Monterga letenía terminantemente prohibido elacceso al archivo. Antes de que el

florentino subiera más aún el tono devoz, y temiendo que el maestro,advertido por el bullicio, pudierairrumpir en el archivo, Hubert van derHans empujó a Pietro fuera de labiblioteca y lo arrastró a lo largo delpasillo hasta el taller. Allí lo tomó porel cuello y, literalmente, lo levantó envilo dejándolo con los pies colgando enel aire. Nariz contra nariz, sin dejar dellamarlo «bambino,», señalando con laquijada un frasco que contenía limadurade óxido de hierro, le dijo que si tenía laperegrina idea de mencionarle el asuntoa Francesco Monterga iba a encargarsepersonalmente de convertirlo en polvo

para pigmento.Fue en ese momento cuando entró el

maestro y presenció el epílogo de laescena. Pidió explicaciones sindemasiada convicción, más molesto porel escándalo que por el motivo de ladiscusión y, ante el silencio conseguido,sin otorgarle apenas importancia alaltercado, se dio media vuelta y volvió asus ocupaciones.

Pietro della Chiesa estaba dispuestoa contarle todo a su tutor. Pero la ideade que Hubert van der Hans pudieraenterarse de la denuncia lo aterrorizaba.Se dijo que debía encontrar el momentooportuno. Porque desde ese día Pietro

tuvo la firme convicción de que sucondiscípulo era, en realidad, un espíaenviado por los hermanos Van MandenPero la pregunta era: ¿cómo se habíanenterado de la existencia del manuscrito,que sólo él y su maestro conocían?Quizá Pietro della Chiesa nunca hubiesepodido responder este interrogante. O,quizá, en su elucidación habíaencontrado el motivo de su muerte. Locierto es que, para Pietro, el recinto dela biblioteca se había convertido, en lasúltimas semanas, en el lugar de laspesadillas o, más bien, en su propiacondena.

Por otro lado, fue en ese mismo

lugar donde también Hubert había sidofurtivo testigo de un extraño episodio.En el curso de los primerosinterrogatorios, Severo Setimio tuvoconocimiento de un hecho que llamó suatención: algunas semanas atrás habíallegado a Florencia una dama, la esposade un comerciante portugués, con elpropósito de hacerse retratar por elmaestro. Por alguna razón, FrancescoMonterga mantuvo su nuevo encargo enel más hermético secreto. Su clientellegaba a la casa de forma subrepticia y,envuelta en un velo que le cubría lacara, con la cabeza gacha, pasabarápidamente hacia la biblioteca. Cada

vez que llamaban a la puerta, el maestroordenaba a sus discípulos que seencerraran en una estancia vecina altaller, y sólo los autorizaba a salirdespués de que la enigmática visita seretirara. Muchas veces se había quejadoFrancesco Monterga de las excéntricasveleidades de los burgueses, pero estoparecía demasiado. Una tarde, corroídopor la intriga, Hubert van der Hans sedeslizó sigilosamente hasta la puerta delrecinto privado donde trabajaba elmaestro. La puerta estaba levementeentornada; y, a través del ínfimointersticio, pudo ver a la mujer: laespalda, el medio perfil de su busto

adolescente, y apenas uno de lospómulos de su rostro huidizo. Le bastópara inferir que se trataba de unapersona muy joven, y con su ardorjuvenil la imaginó inmensamente bella.Frente a la joven, de pie junto alcaballete, estaba Francesco Montergahaciendo los primeros apuntes a carbón.

Las visitas se prolongaron a lo largode una semana. Pero el último día lavisitante, tan sigilosa hasta aquelmomento, rompió imprevistamente elsilencio. Los gritos de la portuguesallegaban hasta el taller. Indignada, sequejaba ante el pintor dando voces ymanifestando su disconformidad con el

progreso del trabajo. Hubert no creíaque hubiese nadie capaz de dirigirse deese modo al maestro florentino. Elescándalo terminó con un sonoroportazo.

Desde luego, ninguno de susdiscípulos se atrevió a comentar jamáseste bochornoso episodio con FrancescoMonterga. Este acontecimiento enapariencia intrascendente —no más queuna afrenta olvidable—, habría deencadenarse con un hecho ulterior deconsecuencias en aquel entoncesinsospechadas.

Cuando los sepultureros terminaronde apisonar la tierra, FrancescoMonterga rompió en un llanto ahogado ytan íntimo que no hubiera admitido nisiquiera el intento de un consuelo. Talvez por esa razón, el abate TomassoVerani contuvo el impulso de acercarsea ofrecerle una palabra de alivio. Selimitó a mirar sucesivamente a cada unode los deudos, como si quisiera penetraren lo más recóndito de su espíritu yencontrar allí una respuesta a la preguntaque nadie parecía atreverse a formular:¿quién mató a Pietro della Chiesa?

Parte 2

Azul de ultramar

I

A la misma hora en que acababan deenterrar a Pietro della Chiesa enFlorencia, en la extensa concavidadhundida entre el Mar del Norte y lasArdenas, al otro extremo de Europa, elsol era apenas una conjetura tras untecho de nubes grises. Como si fuesenramas verticales en busca de un poco deluz, los altísimos cimborrios de lasiglesias de Brujas se perdían entre lasnubes ocultando sus agujas. Era la horaen la que debían sonar, a un mismotiempo, las campanas de las tres torres

que dominaban la ciudad: las deSalvators kathedraal, las de la iglesiade Nuestra Señora y las de la torre delBelfort. Sin embargo, el carillón de loscuarenta y siete bronces estaba mudo.Sólo se escuchó una sola y débilcampanada, cuya reverberación seperdió con el viento.

Hacía varios años que la máquinadel reloj se había detenido. Un silenciosepulcral reinaba en la Ciudad Muerta.Brujas ya no era el corazón palpitante dela Europa del norte que brillaba bajo elresplandor del florecimiento de losgremios. Ya no era la pérfida y altivadama de Flandes bajo el reinado de los

Borgoña, sino un fantasma gris, ruinosoy silente.

Desde que el cauce del río Zwin seconvirtió de un día para el otro en unpantano, la ciudad se quedó huérfana demar. La caudalosa corriente de agua queunía Brujas con el océano se habíatransformado en una ciénagainnavegable. Aquel puerto que otroraacogía en sus fondeaderos a los barcosvenidos a través de todos los mares yríos del mundo, ahora no era más queuna serie de muretes en torno a unaciénaga. Por otra parte, la absurdamuerte de María de Borgoña, aplastadabajo la grupa de su caballo, había

marcado el fin del reino de los duquesborgoñones. Pero cuando al rigor de lafatalidad se sumó la necedad de losnuevos gobernantes, que habíanaumentado los impuestos inicuamente, lapaciencia de los ciudadanos acabó porcolmarse, y el príncipe Maximiliano,viudo de María, terminó encerrado en latorre de Cranenburg a manos del pueblo.

Todos los reinos de Europa sesobrecogieron ante la noticia. Cuando elrey Federico III, padre de Maximiliano,envió sus fuerzas armadas, el príncipefue liberado después de hacer la

promesa de respetar los derechos de lapoderosa burguesía. Pero la venganza deMaximiliano habría de ser descomunal,y significó una sentencia de muerte parala orgullosa ciudad de Brujas: elpríncipe decidió trasladar a Gante laresidencia imperial y ceder a Ambereslas prerrogativas comerciales yfinancieras que detentaba Brujas. Desdeesa fecha, y durante los cinco siglossiguientes, la ciudad habría deconocerse como la Ville Morte.

Aquella mañana, bajo ese sudario denubes grises, Brujas se veía más tristeque nunca. Sólo se oía el lamento delviento aullando contra la aguja de la

cúpula que coronaba la torre deCránenburg. El centro de la ciudad, en laplaza del Markt, el otrora bulliciosomercado, era ahora un exiguo páramo depiedra. Más allá, sobre el pequeñopuente que cruzaba por sobre la calledel Asno Ciego, se levantaba el singulartaller de los hermanos Van Manden Eraun diminuto cubo de cristal construidosobre el arco elevado, cuyas paredeslaterales eran dos ventanalesenfrentados entre sí. El acceso al tallerera indescifrable, un camino laberínticoque se iniciaba en una puerta cercana ala esquina de la calle. Para llegar a losaltos, después de cruzar la puerta,

estrecha y de bajo dintel, había queatravesar un pasillo en penumbras, subiruna escalera angosta y tortuosa, ydecidirse al azar por una de las trespuertas que aparecían en la plantasuperior. De modo que los visitantesocasionales preferían gritar desde lacalle hacia los ventanales del puente.

Tal era el caso del mensajero que,después de varios fracasos, entrando ysaliendo por cuanta puerta se lepresentaba a uno y otro lado de la calledel Asno Ciego, decidió romper elsilencio matinal, vociferando el nombrede Dirk van Manden.

El maestro estaba preparando la

imprimación de una tabla. Su hermanomayor, Greg, sentado junto al fuego delhogar, seleccionaba al tacto losmateriales que luego habría de molerpara elaborar los pigmentos. Cuandoescucharon el grito del mensajero no sesobresaltaron; estaban acostumbrados atal procedimiento. Dirk se incorporó,dejó la tabla, se asomó a la ventana ycomprobó que no conocía al reciénllegado. Un poco contra su voluntad, yaque el frío de afuera era tenaz y la casase mantenía caliente, abrió una de lashojas de la ventana.

Un viento helado le punzó lasmejillas. El mensajero le dijo que traía

una carta a su nombre. Habida cuenta dela dificultad que suponía explicarle elcamino a los altos, y de la pereza que leprovocaba al maestro la idea de bajar asu encuentro, Dirk van Mander descolgódesde lo alto del pequeño puente unatalega de cuero sujeta por una soga quetenía preparada para talescircunstancias. Cuando tuvo la carta ensus manos, rompió el lacre y desplegó elbreve rollo con displicencia. Leyó lanota rápidamente y no pudo evitar unacceso de euforia. Jamás imaginó queaquella grata noticia habría de significarun vuelco tan enorme en su resignadaexistencia.

II

Era verdaderamente notable ladestreza del mayor de los hermanos VanMander para el preparado de loscolores. Sus manos iban y venían defrasco en frasco, separando el molido delos pigmentos, mezclándolos con lasemulsiones y los disolventes con unaprecisión extraordinaria. Prescindíapara tales manipulaciones de la ayudade las balanzas, los goteros o los tubosmarcados. Se hubiera podido afirmarque era capaz de trabajar con los ojoscerrados, y de hecho así era ya que Greg

van Mander se había quedado ciego.Precisamente cuando se encontraba en elpunto más elevado de su carrera habíasufrido la tragedia. Esto últimocoincidió en el tiempo con otro hecho.Por aquel entonces Greg van Manderestaba trabajando bajo la protección delos duques de Borgoña. En 1441, Janvan Eyck, el más grande de los pintoresde Flandes y, a decir de muchos, el quemejor conocía las claves del color, sellevó sus fórmulas secretas a su sepulcroen la iglesia de San Donaciano.

En ese momento el duque Felipe IIIle encomendó a Greg van Mander ladifícil tarea de volver a descubrir las

recetas con las que Van Eyck obtenía suscolores inigualables. Y, contra todopronóstico, Greg van Mander no sóloconsiguió igualar perfectamente lastécnicas de su antecesor, sino que llegóa concebir un método que incluso lasmejoraba.

A partir de sus hallazgos, comenzó apintar La Virgen del Manto Dorado , laobra maestra con la que pretendíamostrar su descubrimiento a Felipe III.Quienes tuvieron el raro privilegio dever las sucesivas fases del trabajo deGreg atestiguaron que, en efecto, nuncahasta entonces habían contemplado nadasemejante. No tenían palabras para

describir la viva calidez de lasveladuras; la piel de la Virgenpresentaba, por un lado, la exactaapariencia de la materia viviente y, porotro, la inasible sustancia de la santidad.Se hubiera dicho que los ojos estabanhechos del mismo color de lospigmentos que tiñen el iris, y queguardaban la luz de quien ha sido testigode la milagrosa concepción. Otroshacían notar que incluso el mantodorado estaba libre del artificio planoque solía revelar el uso del polvo de oromezclado con barnices o aplicado en ladelgada capa de los panes. Sin embargo,cuando apenas faltaban los últimos

retoques, y sin que nada pudieraanunciarlo, Greg van Mander perdió lavista por completo sin llegar a concluirsu obra.

Este hecho, y otros tan igualmenteturbios y poco documentados comoaquella tragedia, rodearon esa Virgen deVan Mander de un halo de oscurantismoy superstición. Y lo cierto fue que elpropio pintor, furioso por haber sidovíctima de un destino tan desdichado,decidió destruir su pintura antes de quepudiera verla Felipe III. El hermanomenor, Dirk, que entonces era muyjoven, casi un niño, fue testigo deliracundo desconsuelo de Greg, y llegó a

ofrecérsele para concluir el trabajo.Pero Greg ni siquiera le permitió volvera ver la obra antes de arrojarla al fuego.

Dirk, que se había iniciado comominiaturista, heredó rápidamente eloficio de su hermano mayor. Greg leenseñó todos los secretos del trabajo;sin embargo, se abstuvoescrupulosamente de revelarle aquellosatinentes a la preparación de loscolores, o, al menos, no más que losrudimentos y las nociones elementales.La decisión de legarle la herencia habríade fundamentarse en una cláusulainamovible: Dirk se dedicaríaúnicamente a la ejecución de obras,

mientras que Greg se encargaría depreparar las imprimaciones, los temples,los barnices, y los aceites deadormideras y nueces con los que sedisolvían los pigmentos. Y Dirk tuvoque jurar que nunca se inmiscuiría en latécnica que su hermano mayor sereservaría siempre para sí.

Con los años, los hermanos VanMander llegaron a convertirse en lossucesores de los Van Eyck. Sus pinturaseran admiradas en la corte de los duquesde Borgoña, y el reconocimiento de suobra acabó viajando más allá de los

límites de las ciudades de Brujas y deAmberes, de Gante y de Hainaut, eincluso cruzó las fronteras y se difundiómás allá de las Ardenas. Desde loslugares más remotos de Europa llegabanjóvenes que suplicaban ingresar a sutaller como discípulos o aprendices.

Sus temples sobre tabla, sus óleos yfrescos eran logradísimos y conseguíandeslumbrar a monarcas y banqueros detoda Europa. Su fama iba creciendo concada nueva obra terminada; cardenales,príncipes y comerciantes prósperossolicitaban sus servicios y confiaban enpasar a la posteridad retratados porellos. Sin embargo, ninguna de las

pinturas alcanzó jamás a ser ni siquierauna remota sombra de la La Virgen delManto Dorado. Ciego y silenciosamenteindignado por su destino, Greg vanMander renunció a la técnica perfectaque había llegado a descubrir, y le hizojurar a su hermano pequeño que jamáspretendería siquiera investigar ningunatécnica que tratara de superar la de susantecesores, los Van Eyck.

En las postrimerías del imperio delos Borgoña, cuando Maximilianodecidió trasladar la residencia ducal aGante, propuso a Greg y Dirk mudarse ala nueva y próspera capital. Pero elmayor de los hermanos no estaba

dispuesto a abandonar Brujas; nuncahabría de perdonarle al duque lasentencia de muerte que hiciera caersobre su ciudad natal. Como porreacción transitiva, un resentimientosordo iba poco a poco horadando elespíritu de Dirk; así como Gregalimentaba su rencor hacia Maximilianocuando asistía a la progresiva ruina deBrujas, Dirk no podía dejar de maldecirel destino al que lo había condenado suhermano, mientras veía cómo sujuventud se iba consumiendo en la negramelancolía de la Ciudad Muerta.

Así, aunque acabó convirtiéndose enuno de los pintores más renombrados de

Europa, Dirk van Mander terminóalbergando la desesperante sensación deestar trabajando con los brazos atados.Por una parte, pesaba sobre sus espaldasel juramento y la interdicción deconocer los ingredientes que componíanlas pinturas que utilizaba para realizarsu obra; por otro, renegaba íntimamentede lo pobres que eran sus conocimientosen la técnica de la perspectiva y en ladel escorzo. Quizá tales limitacionesescaparan a los ojos de los neófitos eincluso de muchos de sus colegasflamencos, pero no podía engañarse a símismo; cada vez que examinaba suspropias obras, acudía a su memoria el

recuerdo de las que había llegado acontemplar durante un fugaz viaje aFlorencia. Desde aquel ya lejano día sedesvelaba pensando en las fórmulasmatemáticas que regían la aplicación dela perspectiva en las pinturas de quienacabaría convirtiéndose en su másdetestado rival, en el más acérrimo desus enemigos, el maestro FrancescoMonterga.

III

Sin abandonar su asiento junto alfuego, Greg van Mander interrogó a suhermano por las nuevas que había traídoel mensajero. Entonces Dirk le leyó lacarta:

A Vuestras Excelencias, loscancilleres Greg van Mander y Dirkvan Mander:

Quiso la providencia que, en ellargo derrotero que ha sido mi vida, lafortuna pusiera frente a mis ojos losancestrales tesoros del Oriente. Vide,

también, las maravillas de las Indias ylos admirables monumentos de lastierras del Nilo y el Egeo. Pero nunca,como ahora, he caído de rodillas,rendido ante la contemplación devuestras pinturas. Ojos nunca vieronarte tan excelso y prodigioso. Ha pocotiempo, el destino concedióme lagracia de descubrir vuestra sublimeAnunciación de la Virgen en el Palaciodel Duque da Gama en Porto. Deboconfesaros que, desde aquel día, me viconvertido en vuestro más fiel devoto.Y, otra vez, como si me estuviesepredestinado, la buenaventura meconcedió el más grato de los regalos.

Durante un reciente y fugaz paso porGante, llegó a mis oídos la noticia deque en las afueras de la ciudad, elconde de Cambrai atesoraba una devuestras preciosas tablas. Tantosupliqué por ver la pintura que, ainstancias de un buen amigo allegadoal conde, obtuve una invitación a sucastillo. Una vez más, mi espíritu se vioconmovido ante la visión de tanmagnánima obra: La familia. Nuncaantes me fue dado ver tanta belleza; elvivido calor de las veladuras parecíaestar hecho del mismo hálito que animaa la materia. Ávido por ver todavuestra obra, recorrí cada ciudad de

vuestra patria. De Gante hastaAmberes, de Amberes hasta el Valle delMosa y las Ardenas. Seguí las huellasde vuestras tablas por Hainaut,Bruselas, La Haya, Amsterdam yRotterdam según me guiaran lasnoticias o la intuición. Y ahora que losarbitrios de los negocios, tansemejantes a los del viento, han dellevarme por fin a Brujas, me invadeuna emoción semejante a la quesentiría el peregrino al aproximarse aTierra Santa. Pero en el entusiasmopor manifestar mi devoción haciaVuestras Excelencias, he olvidadopresentarme. No poseo título de

hidalgo y ni siquiera de caballero, notengo cargo público ni diplomático. Nosoy más que un modesto armador denavíos. De seguro, vuestras Altezas,nunca habéis escuchado hablar de miignota persona. Pero quizá, sí, hayáisvisto fondeado en el puerto de Brujasel mástil de alguno de mis barcos.Tengo mi astillero en Lisboa, que escomo decir el mundo. En la pequeñaciudadela que se levanta junto a losmuelles del Tajo, puedo ver losdiamantes traídos de Mausilipatam, eljengibre y la pimienta de Malabar, lassedas de la China, el clavo de lasMalucas, la canela de Ceylán, las

perlas de Manar, los caballos dePersia y de Arabia y los marfiles delÁfrica. En las tabernas se escucha elgrato bullicio de la mezcla del idiomade los flamencos y de los germanos, delos ingleses y de los galos. Mi espíritulusitano, hecho de la misma maderaque el casco de los barcos, no puederesistirse al llamado de la mar. Yahora, presto a levar anclas, micorazón se conmueve por partidadoble. Imagino que sospecháis cuál esel motivo de esta nota.

Suplico a Vuestras Excelencias queaceptéis el pedido de vuestrosservicios. Nada en este mundo me haría

más feliz. No aspiro a entrar en laposteridad, pues nadie soy. Igual quela fugaz huella que abren los navíos enlas aguas para luego desvanecerse,sólo espero la parsimonia del olvidopara el día en que mi vida se apague.Soy un hombre viejo y ese día no ha deestar muy lejos. Pero creo, sí, que labelleza debe perpetuarse en la propiabelleza. Os suplico, por fin, queretratéis a mi esposa. Os pagaré lo quevosotros digáis.

Sin embargo, antes debo hacerosuna confesión. No quisiera que lanoticia os llegue distorsionada y porboca de terceros. Movido por la

ansiedad de ver inmortalizada labelleza de mi esposa en una tabla, ennuestro paso por Florencia y ainstancias de cierto caballero cuyonombre desearía olvidar, me asistió lainfeliz idea de contratar los serviciosde cierto maestro florentino cuyaidentidad el honor me impidemencionar. Y aunque ose llamarsemaestro y se jacte de tener discípulos,incluso uno venido desde Flandes, nomerecería detentar tal grado. Lailusión fue tan rotunda como ladesilusión. Antes de que diera porconcluida la obra, viendo la dudosaevolución del retrato y ante la obligada

comparación con el recuerdo devuestras pinturas, decidí rescindir elcontrato. Pagué sin embargo hasta laúltima moneda acordada, comocorresponde a un caballero. Si noacudí entonces a vuestros oficios, nofue por otra razón que la del pudor. Nome atrevía a importunar a vuestrasexcelencias. Si fuera así arrojad ahoramismo esta carta al fuego, aceptad misdisculpas y olvidad mi existencia. Enpocos días estaré en Brujas. Entoncesenviaré un mensajero para conocervuestra respuesta. A vuestros pies

Don Gilberto Guimaraes.

Greg no pudo ser testigo del gestovictorioso de Dirk cuando terminó deleer la carta. Sin embargo, lo adivinó.Sin duda, el pintor florentino quemencionaba el armador portugués nopodía ser otro que Francesco Monterga.Su hermano menor paladeaba el íntimo ydulce sabor de la venganza. Aquellaspalabras del armador portugués tenían elvalor de una vindicación. Era el golpemás doloroso que podía asestarle a suenemigo.

Greg van Mander, iluminado por elfuego del hogar, continuó indiferente consu trabajo. Pero sabía que Dirk acababade ganar la última batalla en aquella

guerra sin sentido. Las palabraslapidarias que Gilberto Guimaraes lededicaba a Francesco Monterga eranpara el menor de los Van Mander el másvalioso de los reconocimientos. Ahora,la esposa del comerciante portuguéspodría convertirse en el último botín deguerra capturado al enemigo. Greg podíaimaginar que Dirk pensaba utilizar laocasión para reponerse, con creces, desu última derrota: la deserción deHubert van der Hans, el discípulo que lehabía pagado con la huida. Era comocambiar un peón por la reina.

IV

Una tarde, el estrépito de los cascosde los "caballos y las ruedas de lagalera golpeando contra el desigual ycaprichoso empedrado, rompióbrutalmente el silencio de la calmosacalle del Asno Ciego. Hacía muchotiempo que por debajo del pequeñopuente no pasaba más que algúnesporádico viandante, un viajanteperdido o la gibosa humanidad deH e s nu t El Loco, salmodiando susoliloquio contumaz. Dirk van Mander,con un pincel aferrado entre los dientes

y sosteniendo otros dos, uno en cadamano, se sobresaltó de forma tal quegolpeó con la rodilla el canto de labanqueta, desparramando el contenidoaceitoso de los frascos, así como lasespátulas y los esfuminos. La última vezque había escuchado el galope de loscaballos fue la remota y trágica mañanaen la que las tropas enviadas por elemperador Federico III entraron adegüello para liberar al hijo del rey, elpríncipe Maximiliano de Austria, de sucautiverio en la torre de Cranenburg.

Como impulsado por una catapulta,pisando el barro oleaginoso queacababa de provocar, Dirk corrió hasta

la ventana, a tiempo para ver la galeradeteniéndose poco antes de llegar alpuente. El cochero amarró el freno y conuna agilidad simiesca se descolgó desdeel pescante hasta el estribo, miró haciael puente sobre el cual se alzaba el tallere intentó deducir cuál sería la entrada.Entonces divisó la figura de Dirk tras elvidrio. Sin abandonar su expresióncuadrúmana, le hizo una seña con losbrazos. Dirk abrió una de las hojas yentonces el cochero pronunció sunombre con tono de interrogación. Elpintor, golpeado por una ráfaga deviento helado, creyó escuchar que elcochero anunciaba la llegada del

matrimonio Guimaraes.Cuando Greg, que había comenzado

a limpiar el desastre que acababa deprovocar su hermano, oyó la nueva, nopudo menos que sorprenderse. Sesuponía que el portugués les enviaría unmensajero para conocer su respuesta. Y,en rigor, todavía no habían terminado dediscutir el asunto. Greg no se habíamostrado demasiado entusiasmado conla proposición del naviero. Conocía muybien cómo funcionaba la lógicamercantil de los nuevos ricos. Ya en elocaso de su existencia, Greg vanMander no estaba dispuesto a tolerar loscaprichos de un mercader extravagante.

La carta, pese a los halagos desmedidos,era una suerte de confesión de parte queanticipaba un espíritu ciertamentetormentoso. El viejo pintor era ciego,pero no necio; por otra parte poseía lasuficiente ecuanimidad como para darsecuenta de que su colega florentino erauno de los mejores retratistas de todaEuropa. El modo en que Guimaraes sehabía referido, aunque sin mencionarlo,al maestro Monterga le resultaba, cuantomenos, ofensivo y cargado de un oscuroánimo de intriga. Tenía bastantesmotivos para suponer que igualesoficios había mantenido, en su momento,con Francesco Monterga y, de seguro, se

había deshecho entonces en los mismoshalagos que ahora les prodigaba a ellos.Nada impedía suponer que los mismosdesdeñosos adjetivos que GilbertoGuimaraes le dedicaba arteramente almaestro Monterga no habrían de recaer,también, sobre el respetado nombre delos hermanos flamencos.

Dirk, en cambio, obnubilado por elresplandor de la venganza inminente, nopodía esperar la hora de ver consagradosu nombre por sobre la humilladapersona de su rival florentino. Peroahora, frente al hecho consumado queconstituía el inesperado arribo delmatrimonio, tenían que aunar un urgente

veredicto.Sin saber aún cuál habría de ser la

respuesta, sin siquiera detenerse aconsultar la opinión de su hermanomayor, Dirk van Mander bajó a recibir alos visitantes.

V

Cuando el cochero abrió la puerta dela galera y tendió su mano hacia eloscuro interior, Dirk van Mander pudover asomar los infinitos pliegues de unafalda de terciopelo verde, debajo de lacual un pie enfundado en un chanclo demadera pugnaba por alcanzar lasuperficie del estribo. Entoncesapareció una mano pálida y delgada,cuyo dedo anular exhibía dos pares deanillos, uno en la tercera falange y otroen la segunda, y se adelantó paraapoyarse débilmente en la diestra del

cochero. Inmediatamente surgió a la luzuna cabeza, todavía gacha, con untocado que remataban dos chapironesque le ocultaban el pelo. No sin muchasdificultades la mujer, finalmente, hizopie en el empedrado y, suspirando unpoco agitada, elevó la cara hacia elcielo para recuperar el aire que elagotador viaje le había arrebatado.

Dirk van Mander quedó perplejo.Era el rostro más hermoso que jamáshubiese visto. La piel, tersa y juvenil,traslucía el color de los olivos de lastierras lusitanas. Los ojos, tan negrosque no podía diferenciarse la pupila deliris, contrastaban con el pelo rubio y

ceniciento que apenas se dejaba ver pordebajo del hennin que le cubría lacabeza. Dirk se acercó a la mujer, hizouna reverencia a sus pies y le dio labienvenida. El sonriente silencio queella guardó y su expresión un tantodesconcertada, le revelaron al pintorque la recién llegada no tenía motivospara entender el flamenco. Y entonces,justo cuando el pintor se disponía aofrecer el saludo formal a GilbertoGuimaraes extendiendo la mano hacia elinterior del carro, el cochero cerró lapuerta bruscamente, poco menos que enlas narices del anfitrión. Mirando através de la pequeña ventana, Dirk van

Mander comprobó, no sin asombro, quedentro del carruaje no se encontraba elarmador sino otra mujer, una anciana derictus descompuesto que dormitaba casihorizontal en el asiento. La mujer másjoven, la que ya había descendido,leyendo en los ojos sorprendidos deDirk van Mander, le dijo en un alemánpausado, vacilante y con unapronunciación inconfundiblementeportuguesa, que había tenido que viajarsólo con su dama de compañía porquesu marido se había enfermado enaltamar, y que las autoridades del puertode Ostende le habían impedido bajar delbarco. El recuerdo reciente de la

devastadora peste negra que se habíaextendido desde Marruecos hacia lascostas del Mediterráneo, propagándosea través de Gibraltar por todos lospuertos del Atlántico, desde elCantábrico hasta llegar al Mar delNorte, todavía producía terror. De modoque todos los viajeros llegados desde elsur que presentaran enfermedad evidenteeran cautamente invitados a permanecera bordo mientras el barco se hallarafondeado. Viendo la preocupadaexpresión de Dirk van Mander, la mujerse adelantó a explicarle que no habíamotivos para alarmarse, que no era másque una fiebre alta pero inocua, y se

quejó amablemente del exceso de celode las autoridades de Ostende. Cuandoterminó su larga y agotadora explicaciónsalpicada de ripios y palabrasincomprensibles, la joven dama recordóque todavía no se había presentado. Conuna sonrisa que le iluminó la cara,pronunció suavemente su nombre:

—Fátima.

Tenía la sencilla calidez de losibéricos, y una espontánea simpatía,despojada de la formalidad de lossajones. Viendo el calamitoso estado desu dama de compañía —el viaje la había

dejado realmente exhausta—, Fátima leordenó al cochero que llevara a laanciana a Cranenburg, donde habrían depasar la noche, y que luego volviera arecogerla. Cuando Dirk van Mander lainvitó a entrar a su casa comprobó,observando su paso ligero y ondulante,que tenía la grácil simpleza de lascampesinas, exenta de la afectación quea él tanto le molestaba en las pocasmujeres que todavía quedaban enBrujas.

En ese momento Dirk van Manderfue dolorosamente consciente, además,de que hacía mucho tiempo que noconocía a una mujer.

VI

Si —tal como supusieron en unprincipio— la inesperada llegada delmatrimonio Guimaraes antes de quepudieran definir una respuesta constituíauna comprometida situación de hecho, lavisita de Fátima a Brujas era ahora unacuestión de honor para los Van Manden.Más aún teniendo a su esposo enfermoen un barco anclado en Ostende.Mientras la mujer relataba con extremadificultad expresiva las peripecias delviaje, Greg no podía disimular un agriogesto de contrariedad. El mayor de los

hermanos se había convertido en unhombre hosco. Estaba acostumbrado a lasoledad de Brujas y si toleraba lasvisitas era sólo a fuerza de un resignadoestoicismo.

En rigor, lo que le provocaba unverdadero fastidio era la ruptura delorden con el que, paciente ysistemáticamente, había logradoconstruir su pequeño cosmos. Su casa sehabía convertido en su universo. A pesarde la ceguera, Greg podía desplazarsepor toda ella sin ninguna dificultad;conocía cada rincón de su breve mundocon una calculada exactitud. Todoestaba dispuesto de tal forma que podía

extender su brazo y tomar lo quequisiera sin posibilidad de equivocarse.Además de su condición natural parapreparar las mezclas de los colores conuna minuciosidad extrema, conocía elorden en que estaban dispuestos todos ycada uno de los frascos que guardabanlos pigmentos, y podía descifrar elcontenido al tacto según su consistencia;precipitaba los solventes, los aceites,los emolientes y los secantes sobre losdistintos polvos en su proporción exactay los reconocía sin vacilar solamentecon el olfato.

Por otra parte, se encargaba de casitodas las tareas de la casa. Por la

mañana removía los rescoldos de lasbrasas, seleccionaba la leña, encendía elfuego del hogar y el de la escalfeta de lacocina; preparaba el almuerzo y la cena.No había nada que escapara a suescrupuloso control. Hasta loseventuales desórdenes que provocaba suhermano estaban dentro de sus cálculos.Todo se movía de acuerdo con un ordensemejante al que rige el movimiento delas estrellas. Por esa razón cualquiervisita constituía un estorbo en sumetódico universo. Era un nuevovolumen desplazándose dentro de suespacio, un cuerpo extraño eimpredecible que podía llegar a causar

un cataclismo. Además, Greg notoleraba la idea de que la mirada de undesconocido estuviera acechándolodesde las tinieblas. Pero, en sus fuerosmás recónditos, sabía que lo querealmente lo atormentaba no era otracosa que el pudor. Odiaba la idea deque alguien pudiera conmiserarse de sucondición.

Casi no recordaba cuál era su propioaspecto. Podía saber qué aparienciatenía su barba; de hecho se la recortabaescrupulosamente todos los días. Podíaimaginar el largo del pelo, que siempre

conservaba a la altura de los hombros.Con el sensible tacto del pulpejo de losdedos, contabilizaba cada nueva arrugaque, día tras día, iba apareciendo en surostro. Pero no conseguía hacerse unaimagen general de su persona. Apenasrecordaba vagamente cómo era suaspecto el día en que había perdido lavista. Sentía una enorme vergüenza deexponerse a los ojos de un extraño. Ymás aún si se trataba de una mujer.Hacía realmente mucho tiempo que norespiraba el grato perfume femenino.

Tal era la naturalidad con la que semovía Greg, que se diría que Fátima nose había percatado de que era ciego

hasta que lo tuvo frente a sí, cuando elmaestro le sirvió una bebidaamarillenta, algo turbia y espumosa.Sólo entonces la joven alcanzó a ver elmórbido iris muerto tras los párpados.Poseía un color de una extraña belleza,un azul turquesa velado por una cortinaacuosa y pálida. Sin embargo, nopresentaba la sombría materialidad delos cuerpos que han perdido la vida,sino la cautivante apariencia de laspiedras preciosas.

Si para Greg la inesperada presenciade Fátima representó una señal pocomenos que funesta, para Dirk, encambio, aquella visita fue una suerte de

bendición. El menor de los Van Manderera un hombre todavía joven y jamáshabía podido acostumbrarse a lamelancólica ciudad devastada por elolvido. Todavía tenía fresco el recuerdode Brujas en la época de su infancia,cuando llegaban legiones de viajeros ycomerciantes. En aquel entonces laciudad bullía bajo los pies de loscaminantes que iban de aquí para allá,perdiéndose entre las callejuelas,entrando y saliendo de las tabernas,chocándose en la plaza del Markt,congregándose a centenares para laprocesión de la Santa Sangre,emborrachándose y cantando abrazados

mientras cruzaban el puente del canal.Los barcos traían hombres, mujeres eintrigas. Cada nave que llegaba veníacargada de vientos de aventuras ylevaba anclas dejando una tempestad detragedias pasionales. Todos los días seveían caras nuevas, se oía hablarlenguas indescifrables y proliferaban losatavíos exóticos. Cada día se presentabacomo una promesa.

En cambio, ahora, la existencia noera sino un sopor repetido, opresivo yprevisible. Y mientras veía a aquellamujer joven y sonriente, Dirk podíacomprobar cómo su corazón latía conuna resolución grata y a la vez

perturbadora. Descubrió que se sentíaprofundamente feliz. Escuchabamaravillado la voz dulce y algo grave deFátima, las graciosas vacilaciones y lasfrases ininteligibles en las que seenredaba intentando hacerse entender. Ytodo lo concluía con una sonrisa sutil yuna ocurrencia llena de graciaburlándose de sí misma. Tenía lafrescura de las campesinas y a la vez laelegancia espiritual de quien harecorrido el mundo. Dirk hacíaesfuerzos denodados para fijar sus ojosen los de ella, pero una mezcla detimidez y turbación lo obligaba a bajarla mirada.

A medida que pasaban los minutosse acercaba el momento del veredicto.Dirk observaba de soslayo a su hermanoy, viendo su gesto severo eimperturbable, empezaba a temer lopeor. Sabía que la última palabra latenía Greg. No existía posibilidadmaterial de que fuera de otro modo.Fátima se bebió el último sorbo deaquella bebida ambarina y algo amarga,y, ante la evidente extrañeza de la mujer,Dirk le explicó que se hacía combinandolúpulo con cebada.

Sin abandonar la sonrisa pero con undejo de gravedad, Fátima les hizo saber

a sus anfitriones que se sentíaprofundamente avergonzada por haberllegado de forma imprevista, pero lesexplicó que el giro inesperado de losacontecimientos al enfermarse suesposo, había precipitado las cosas. Lesdijo que no habría de ofenderse enabsoluto si declinaban la propuesta desu marido, y añadió que el solo hecho dehaber tenido el privilegio de conocer alos mayores pintores de Flandes habíajustificado el viaje, aunque tuviera queregresar a Ostende al día siguiente.Suplicó que no se vieran en laobligación de responder en ese mismomomento, les dijo que ella habría de

pasar la noche en Cranenburg, que loconsideraran serenamente durante lavelada, y que por la mañana ellavolvería para conocer la decisión. Gregasintió en silencio prestando acuerdo ala última moción de la mujer. EntoncesFátima se puso de pie y Dirk pudo ver lagrácil figura recortada contra el ventanala través del cual entraban las últimasluces del día.

El menor de los Van Manderacompañó a la visitante hasta la calle,donde la esperaba el cocherodormitando en el pescante. Dirk saludópor última vez a Fátima, le extendió ladiestra para ayudarla a subir y creyó

sentir en la palma tibia de la mujer unlevísimo temblor que revelaba, quizá,una inquietud idéntica a la suya.

De pie sobre el empedrado, el pintorvio cómo el carruaje se perdía en lapenumbra, más allá de la calle del AsnoCiego. Acababa de anochecer; y sinembargo, Dirk van Mander ya anhelabaque llegara el nuevo día.

Parte 3

Amarillo de Nápoles

I

Era noche cerrada en Florencia. Unaluna gigantesca, redonda y amarillentaflotaba temblorosa en las aguas delArno. El aire quieto y cargado dehumedad creaba pequeños círculosiridiscentes alrededor de los hachonesencendidos. El empedrado de las callescercanas al río brillaba como si acabarade llover. Los pocos transeúntescaminaban cerca de la pared con pasolento y cauteloso por temor a resbalarse.El silencio aletargado de la ciudad eraun albur incierto, una suerte de

acechanza que nadie podía precisar. Enrigor, cualquier cosa podía ser una señalde la presencia inminente de laemboscada del enemigo; si el río crecíasúbitamente o si, al contrario, bajabahasta convertirse en un reptil escuálido,si había luna llena en cielo despejado oluna nueva tras los nubarrones, si nollovía durante semanas o se divisaba unatormenta en ciernes, si el aire estabaquieto o soplaba un viento furioso, si lasvides crecían impetuosas o estabanmustias y otoñadas, si los perrosaullaban inquietos o se recostaban deespaldas, si las aves volaban enbandadas o un pájaro solitario surcaba

el cielo, si el agua se arremolinaba en elsentido de las agujas del reloj o en elcontrario, todo podía indicar un peligroen curso o el desenlace inminente de unatragedia. En consecuencia, todo estabatrazado de acuerdo a las reglas para ladefensa ante el ataque sorpresivo delenemigo.

Las ciudades estaban construidasbajo las normas de la suspicacia. Habíamurallas inconmensurables alrededor delos poblados; torres y atalayascompetían en altura para divisar lalejana presencia de los potencialesinvasores; puentes levadizos, fososinfestados de alimañas, falsos portones,

vergeles que escondían catapultas,callejuelas tortuosas para encerrar alintruso. Y, de puertas adentro, la lógicaera la misma: los castillos estabansembrados de emboscadas, de máquinasque escondían complejos mecanismosde relojería, habitaciones separadas delexterior por ventanas tan estrechas comoel ojo de una aguja y del interior porpuertas dobles reforzadas con rejas,cerrojos ocultos y candados que teníanque ser desplazados por muías,pasadizos secretos y túnelessubterráneos.

El botín podía ser el ducado, elreino, la pequeña villa o la ciudad. Pero

también los tesoros ocultos tras losmuros. O las mujeres. Damas decompañía, centinelas, votos devirginidad o, llegado el caso, el másexpeditivo cinturón de castidad,cualquier cosa era buena para preservara la esposa o a la hija. Las bibliotecaseran fortificaciones interiores, los librosverdaderos permanecían ocultos tras loslomos de los falsos, que no podían serabiertos sino después de franquear unpequeño candado que aseguraba lastapas. Y el enemigo podía sercualquiera: el pueblo vecino o el quevenía desde el otro lado del mar, elhermano del príncipe o el hijo del rey,

el consejero del duque o el ministro, elcardenal que hablaba al oído del Papa oel propio Sumo Pontífice, el lealdiscípulo o el abnegado maestro, todospodían ser objeto de la conspiración oejecutores de la traición.

Y ése era, exactamente, el aire quese respiraba en el taller del maestroMonterga desde la muerte de Pietrodella Chiesa.

II

Nada fue igual desde el día en queencontraron el joven cuerpo mutilado dePietro della Chiesa en aquel cobertizode leña abandonado en las cercanías delCastello Corsini. Francesco Monterga ysus dos discípulos, Hubert van der Hansy Giovanni Dinunzio, se habíanconvertido en tres almas en pena.Durante los últimos días el maestro seveía intranquilo; si llamaban a la puerta,no podía evitar alarmarse, como sitemiera una noticia fatídica. Antecualquier ruido imprevisto se

sobresaltaba dando un respingo, como lohiciera un gato. Las inesperadas yfastidiosas visitas del prior SeveroSetimio lo alteraban al punto de nopoder disimular su incomodidad. Una yotra vez le había relatado al antiguoinspector arzobispal las circunstanciasde la desaparición de Pietro. Conestoica paciencia, aunque sin ocultarcierta pendiente inquietud, permitía quelos hombres de la guardia ducalrevisaran su casa. Los interrogatorios yrequisas solían extenderse durante horasy, cuando finalmente se retiraban,Francesco Monterga caía exhausto.

Con una frecuencia irritante, el

maestro caminaba hasta la biblioteca,comprobaba que todo estuviese en sulugar y volvía a salir, no sin antesverificar que la puerta quedara biencerrada. Cuando se proponíaconcentrarse en una tarea,inmediatamente se extraviaba en unabstraído letargo; y así, con unaexpresión congelada, la mirada fija enun punto incierto, perdido en sus propiasy secretas cavilaciones, podía quedarsedurante horas enteras, sosteniendoinútilmente un pincel entre los dedos. Sicasualmente se cruzaba con GiovanniDinunzio en la angosta escalera quecomunicaba la calle con el taller, ambos

bajaban la vista con una suerte devergüenza culposa, cediéndose el pasomutuamente hasta el ridículo, para evitarel más mínimo roce. Apenas si seatrevían a dirigirse la palabra. Por lasnoches, Francesco Monterga seencerraba en la biblioteca y no salíahasta el alba. Tenía los ojos irritados yunas gruesas bolsas repletas de sueñoatrasado le habían brotado bajo lospárpados.

Hubert van der Hans, por su parte,se mostraba completamente ajeno a losacontecimientos. Sin embargo, unaexageración casi teatral en suindiferencia revelaba, ciertamente, una

profunda preocupación que él disfrazabade desidia. Desde el alba hasta elanochecer trabajaba sin pausa; mientrasesperaba que secara el temple de unatabla, preparaba la destilación de lospigmentos de zinc, y durante el tiempoque demandaba la cocción que separabalas impurezas bajo el fuego del caldero,iniciaba el boceto a carbón de una nuevatabla. Cuando secaba el temple, volvíapara aplicar la segunda capa y, una vezhecho esto, corría a sacar el preparadodel fuego antes de que el líquidoacabara pegado al fondo de la marmita.

Con su figura, que de tan pálida sediría transparente, daba unos trancos

largos y desgarbados, semejantes a losde un ave zancuda, yendo de aquí paraallá, siempre enajenado en sus múltiplesfaenas. Sin embargo, semejantedesenfreno también parecía quererdisimular otro hecho: tantas veces comoFrancesco Monterga iba y venía a labiblioteca para comprobar que la puertaestuviese cerrada, el discípulo flamencoesperaba a que el maestro se alejara y,cuando nadie lo veía, se deslizabasubrepticiamente por el estrechocorredor y movía el picaporte una y otravez con la evidente esperanza de que lapuerta hubiera quedado abierta. Sipercibía algún ruido, volvía con su paso

luengo y, como si nada hubiese ocurrido,retomaba sus frenéticas tareas.

En el ángulo más oscuro del taller,junto a una decena de tablas inconclusasy pinturas fallidas que esperaban serrepintadas, se podía ver, en primerlugar, el retrato sin terminar de unajoven dama. Por alguna extraña razónnadie atinaba a volver a pintar sobre lasuperficie de aquella tabla abandonada.No era más que un boceto dibujado acarbón y coloreado con unas pocascapas aún tentativas.

A pesar de que ni siquiera se

distinguían demasiado los rasgos, erauna pintura de una inquietante belleza.Fátima aparecía de pie en el centro deun cuarto cuyas proporciones eran,evidentemente, las del taller. Sinembargo, ni el mobiliario ni los objetosque decoraban la escena secorrespondían con el lugar de trabajo deFrancesco Monterga. El boceto habíasido hecho, en efecto, en el taller delmaestro, pero, a pedido de GilbertoGuimaraes, el recinto debía parecer eldormitorio del matrimonio. El punto devista del observador no estaba situadoen el centro, sino levemente desplazadohacia la izquierda de la tabla. Sobre la

pared del fondo se destacaba el marcode un espejo oval que, a pesar de laprecariedad del boceto, reflejaba unafigura borrosa que bien podía ser la deGilberto Guimaraes. La luz provenía deuna ventana emplazada en la pared de laderecha, cuyas hojas aparecíanentornadas. En el alféizar había unasdiminutas flores amarillas. Debajo delespejo se veía un escabel sobre el cual,como al descuido, había quedado unacesta repleta de frutas. Contra la paredde la izquierda se veía parte de la cama,cuyo capitel se alzaba hasta las alturasdel techo y del cual pendía una cortinade color purpúreo. Fátima llevaba

puesto un vestido de terciopelo verdecuya larga falda se desplegaba sobre unpiso de largueros de roble formandocuadros, idéntico al del taller. En lasmanos sostenía lo que parecía ser unrosario. El peinado de Fátima estabarematado en un solo chapirón cónico,truncado en el extremo y cubierto por untul transparente que le caía hasta loshombros, erguidos y vigorosos. Elescote del vestido se consumaba en unaorla de piel, al igual que las mangas. Elbusto quedaba ceñido por un lazo que,paradójicamente, lo realzaba a la vezque lo comprimía. El boceto parecíaejercer en todos una suerte de extrañeza

difícil de explicar.Hubert recordaba su fugaz visión de

Fátima a través de la puerta entornadamientras Francesco Monterga laretrataba. Le sorprendía la generosidadcon la que el maestro había representadosu busto, siendo en realidad mucho másaustero de lo que se veía en la pintura.

Giovanni Dinunzio guardaba unasilenciosa admiración por la pintura.Cada vez que veía cómo el maestroMonterga contemplaba el bocetocondenado a muerte antes de nacer,creía adivinar en los ojos del viejopintor una mezcla de desconsuelo eincredulidad; parecía no poder

comprender por qué arbitraria razón laportuguesa había desdeñado el retratoantes de que pudiera, siquiera,empezarlo. Acaso la mujer, en suignorancia supina, imaginaba que laapariencia final de una pintura quedabaplasmada en la ejecución de la primeraaguada. Por mucho que intentóconvencerla de que aquello no era másque un bosquejo, no tuvo forma dedisuadirla. Apenas unos pocos díashabía posado Fátima para el maestro.Era como pensar que el esqueleto de unbarco constituía el aspecto final de ungaleón el día en que es botado al mar.

Pero la paciencia de Francesco

Monterga para con la esposa delarmador lusitano acabó por colmarsecuando ella pronunció el nombre de losVan Mander como ejemplo deexpeditiva belleza. Su discípuloflamenco escuchó los gritos del maestromientras discutía con su cliente y lareacción indignada de la mujer queconcluyó con un estruendoso portazo.Había conseguido hundir su delicado einocente índice en la llaga abierta de suobsesión.

Para el maestro Monterga fue lahumillación más grande que pudierarecibir de su enemigo, Dirk van Mander.

III

El humillante episodio delmatrimonio Guimaraes no era solamenteuno de los mayores agravios que hubierarecibido Francesco Monterga, sino queencerraba la verdadera médula de laantigua disputa que mantenía con suenemigo flamenco: la secreta fórmuladel mítico preparado de sus óleos. Pesea que Greg van Mander habíarenunciado al Oleum Pretiosum, laspinturas al óleo que preparaba eran muysuperiores a las que utilizaban losflorentinos. Se destacaban por el

particular brillo y la perfecta textura,absolutamente uniforme y exenta debarnices transparentes aplicados sobrela última capa. Pero lo más sorprendenteera la rapidez del secado, siendo que notrabajaban al temple de huevo, sino alaceite.

Francesco Monterga pintaba altemple o al aceite de adormideras, segúnlo requirieran las circunstancias. Pero laaplicación de una u otra técnica estabasiempre sujeta a una disyuntivainapelable: el temple permitía un secadorápido entre una capa y otra, aunquejamás, ni aun aplicando barnicesincoloros al final, podían alcanzar el

brillo y la calidez de las veladurastrabajadas al aceite. Los pigmentosligados al óleo, en cambio, permitíanuna maleabilidad ilimitada y, sobretodo, una resistencia inalterable frente ala luz, la humedad, el calor y el paso deltiempo; sin embargo, el secado entrecapa y capa tardaba días y, en algunoscasos, meses enteros hasta terminar deevaporar los humores oleaginosos.Nadie podía saber cómo los hermanosVan Mander habían conseguido resolvereste dilema en apariencia irrevocable.En Flandes todos los secretos parecíanquedar entre hermanos y extinguirse conla muerte de ellos.

Entre los profanos existía lacreencia de que los hermanos Van Eyckhabían inventado el óleo. Pero eranpocos los pintores que ignoraban que eluso de los aceites era casi tan antiguocomo la pintura misma. Sólo que, poralguna extraña razón, eran muy pocoslos que consiguieron componer lasdistintas fórmulas que aparecían, deforma más o menos críptica, en losviejos tratados, y que lograban laperfección del color así como la rapidezdel secado con fórmulas ignotas.

Francesco Monterga sabía que sehabían empleado aceites de lino y deespliego en las antiquísimas pinturas que

decoraban los tesoros de los pueblos delNilo. Plinio había afirmado en elcapítulo XIV de su Historia Universalque «todas las resinas son solubles enaceites», previniendo que no era el casodel obtenido de la oliva. Aecio, en elsiglo VI, escribió que el de nueces eraun buen aceite secante, apto parafabricar barnices que protegieran losdorados y la pintura de encausto. En elmanuscrito de Lucca del siglo VIII sehacía mención, también, a las lacastransparentes obtenidas del aceite delinaza y las resinas. En el Manual delMonte Athos se describía la mismatécnica, aplicando el pesen o extracto de

lino hervido y mezclado con resinas,hasta convertirse en barniz. Serecomendaba para el uso en veladuras,combinada con temples o ceras para losatuendos, los fondos y los accesorios.

El misterio de las vírgenes negrashalladas en Oriente encontraba suexplicación, justamente, en el uso de losaceites; innumerables exégesis se habíantejido en torno al descubrimiento de lasefigies. Clérigos, teólogos, eruditos ymísticos habían expuesto las hipótesismás esotéricas. Sin embargo, el misteriotenía su explicación en un problemamucho más terrenal, al cual solíanconfrontarse todos los pintores: la

oxidación del aglutinante de lospigmentos. Las vírgenes negras eranimágenes bizantinas cuyas carnes habíansido pintadas al óleo, mientras que parala superficie de los ropajes se aplicaronotros procedimientos. De modo que elrostro y las manos se habíanennegrecido a causa del contacto con laluz y el aire, mientras que las partespintadas al temple conservaban su colororiginal.

Éste fue uno de los motivos quehabían desanimado a los antiguospintores a emplear la técnica del óleo,en lugar de intentar perfeccionarla. En eltratado de Teófilo, el Diversarum

Artium Schedula, el monje alemánexpuso con la mayor sencillez el uso delos aceites para diluir los coloresmolidos, en especial el de linaza, yafirmaba que este procedimiento eraaplicable a casi todos los pigmentos.Estaba especialmente indicado en lapintura sobre tabla, «puesto que lapintura debe ponerse a secar al sol», inopere ligueo… tantum in rebus quaesolé siccari possunt, escribió. En elTratatto de Cennino Cennini tambiénaparecía una mención clara del uso dedistintos aceites como vehículo de lospigmentos y daba la fórmula empleadapor Giotto: «El aceite de lino debe

mezclarse al sol con el barniz líquido enla proporción de una onza de barniz poruna libra de aceite, y en este medio sedeben pulverizar todos los colores.Cuando quieras pintar un ropaje con lastres gradaciones, divide los tonos ycolócalos cada uno en su posición con tupincel de pelo de ardilla fundiendo uncolor con otro, de modo que lospigmentos queden espesos. Después devarios días mira cómo han quedado loscolores y retoca lo que sea necesario.De esta manera pinta las carnaciones olo que quieras y las montañas, árboles ytodo lo demás».

En otro capítulo, Cennino indicaba

que sobre determinadas partes de unapintura hecha al temple de huevo seaplique óleo, aunque prevenía que esteúltimo demoraba mucho en secar.

La combinación de óleo y templeera, justamente, un recurso al quemuchas veces había apelado FrancescoMonterga para que, de esta manera,fuesen menores las superficies de óleo,acelerando el secado.

Así y todo, aún existía otroproblema: los colores diluidos en aceiteresultaban demasiado espesos. Y losescritos no eran muy específicos a esterespecto; en De re aedificatoria, Albertialude al problema pero no menciona la

solución: «Para que el óleo resultemenos espeso puede refinárselo; no sécómo, pero puesto en una vasija seclarifica por sí mismo. No obstante, séque existe una manera más rápida demanejarlo».

Otro texto contemporáneo delanterior, el Manuscrito de Estrasburgo,establece un procedimiento casi idénticoa aquel del que dejaba constancia elgran Cennino: «Se deberá hervir aceitede linaza o de nueces, mezclándolosluego con determinados secantes comol a caparrosa blanca. La mezcla

obtenida, blanqueada al sol, adquiereuna sustancia no muy espesa y se hacetan diáfana como el aire. Quienes hanpodido verlo, afirman que es de unatransparencia más pura que la deldiamante. Este aceite posee laparticularidad de secar rápidamente ytornar todos los colores hermosamenteclaros y brillantes. Pocos pintores loconocen, y aun conociéndolo, pocos hanpodido prepararlo; por su excelencia selo denomina Oleum Pretiosum. Con élpueden molerse y templarse todos loscolores. Sin embargo, aunque no esvenenoso, antiguos manuscritos señalansu peligrosidad, pero ninguno dice en

qué reside esta precaución». Esta últimafórmula era la que le quitaba el sueño aFrancesco Monterga, ya que reunía laspropiedades hasta entoncesirreconciliables: brillo y versatilidad,inalterabilidad al paso del tiempo ysecado rápido. Sin embargo, la prácticase resistía a la fórmula. En innumerablesocasiones Francesco Monterga siguiópaso por paso el procedimientoindicado, pero siempre el resultado erael mismo: al exponer la tabla al sol, elcalor torcía la madera hasta el punto dequebrarla.

Había experimentado con todos losaceites secantes que se mencionaban en

los antiguos manuscritos; disolvió lospigmentos en aceite de linaza, deadormideras, de nueces, de clavel, deespliego y hasta en aquellos francamentecontraindicados como el de oliva. Losresultados eran siempre más biendesalentadores; cuando los pigmentos noalteraban su color virando haciatonalidades inclasificables, la mezclaresultaba tan espesa que apenas si podíadespegarse del fondo del caldero; si encambio su consistencia era sutil y sedejaba esparcir suavemente por la tabla,el secado podía demorar hasta medioaño.

Las veces que consiguió aunar una

mezcla en la que los colores novariaran, al mismo tiempo que suconsistencia fuera delicada y fraguara enun tiempo razonable, los desenlacesfueron siempre iguales: a los pocos díasla pintura empezaba a cuartearse hastadeshacerse por completo.

Estos experimentos le demandabanun precioso tiempo material eintelectual. Derrotado, volvía a lapreparación de los viejos temples y,mientras partía los huevos desligandolas claras de la yemas, no podía evitarsentirse un triste cocinero. Rodeado decáscaras, espantando las moscas quesobrevolaban la mezcla, se preguntaba

una y otra vez cuál era la fórmula de losVan Manden Por otra parte, debía sersumamente cauteloso con sus ensayos yhacerlos fuera de la vista de eventualestestigos, ya que existían severosreglamentos que regían las asociaciones,gremios, corporaciones y a losparticulares. El artículo IV delreglamento, inspirado en la carta demaestría de Gante, decía:

Todo pintor admitido en lacorporación trabajará con buencolor de carne, sobre piedra,tela, trípticos en madera y otrosmateriales, y si se le encuentra

en falta pagará diez ducados demulta.

El artículo VI señalaba:

En toda obra que deba serrealizada con azur y sinoplefino, si el decano y los juradoscomprueban que ha cometidofraude con los materiales, eldelincuente tendrá que pagarquince libras de multa.

El artículo X prescribía:

Los jurados están obligados

a hacer visitas domiciliarias encualquier tiempo y lugar, comobuenos y escrupulososinspectores, para saber sialguno de los artículosprecedentes ha sido violado, osi cualquier otra infracción noha sido cometida, y las visitasserán hechas sin que ningunapersona pueda impedirlo.

Los estatutos eran tan rígidos con losartistas que se diría que cuidaban lapureza de las pinturas con el mismo celocon el que los doctores de la Iglesiaperseguían la brujería. Y, ciertamente,

experimentar con materiales pococonvencionales y, más aún, conresultados ruinosos, ponía en peligro suprestigio, su escaso capital y, sobretodo, la práctica del oficio y el ejerciciode la enseñanza.

El único confidente de FrancescoMonterga en todas estas actividades yespeculaciones había sido Pietro dellaChiesa. Con su más antiguo discípulo,junto a la cauta luz de una vela, sepasaban noches enteras hirviendoaceites, mezclando resinas yespolvoreando toda suerte de limaduras.Cualquier testigo eventual hubierajurado que estaba presenciando los

preparativos de un aquelarre.Ahora, sin su más leal aprendiz, el

maestro Monterga no tenía con quiénconfrontar sus hipótesis y conmiserarsede sus fracasos.

Pero si la consecución de la fórmulad e l Oleum Pretiosum ocupaba buenaparte de la existencia cotidiana deFrancesco Monterga, no era éste ni elúnico ni el más importante de losdesvelos del maestro florentino; elproblema que realmente le quitaba elsueño era el enigma del color.

IV

Las sospechas de Pietro dellaChiesa sobre la persona de sucondiscípulo Hubert van der Hans teníansus fundamentos. De hecho, habíasorprendido al rubio alumno husmeandoen la biblioteca del maestro. Lasamenazas del joven flamenco y, pocomás tarde, la muerte del propio Pietro,habían hecho imposible que el discípulodilecto informara a Francesco Montergasobre las oscuras actividades de Hubert.

Pero no hacía falta. FrancescoMonterga albergaba la sospecha que

Van der Hans pudiera ser un espíaenviado por Dirk van Mander. Ahorabien, ¿qué podía tener él que pudierainteresarle a los hermanos flamencos?Quizá, se decía, fuera el secreto de lasfórmulas matemáticas de lasperspectivas y los escorzos. Sinembargo, en su enseñanza cotidiana elmaestro percibía un escaso interés deHubert a este respecto. Deliberadamentehabía dejado a la vista del alumnoflamenco unas anotaciones —por ciertoapócrifas— que aludían al problema delas perspectivas, y pudo comprobar queno manifestó la menor curiosidad.

Si había alguien interesado en

conocer, a cualquier precio, un secreto,ése era Francesco Monterga. Y esesecreto estaba en manos de los VanMander. Ahora bien, ¿por qué motivo elmaestro florentino toleraba la presenciade un espía en su propio taller? ¿Por quéle franqueaba la puerta de su casa alenemigo? Existían varias razones. Eldiscípulo flamenco era el vehículo, enprimer lugar, para saber qué podíanestar buscando los Van Mander. Quizá,se decía Francesco, él mismo fueradueño de un secreto que desconocíaposeer. En segundo lugar, cobijaba laesperanza de que el propio Hubert,habida cuenta de que había sido

discípulo de los hermanos flamencos,conociera, aunque fuera en parte, lafórmula del Oleum Pretiosum. Setrataba de jugar, pacientemente, al juegodel cazador cazado.

Francesco Monterga no ignoraba elindisimulable interés de Hubert van derHans por la biblioteca. Y sabía que elmayor tesoro que guardaba el recinto erael manuscrito que había heredado de sumaestro, en el cual se revelaba,justamente, el enigma del color: elmaestro Monterga se había devanado lossesos durante años tratando de descifrar

el jeroglífico que sucedía al reveladortítulo. Sin embargo, las arduas nochesjunto a Pietro della Chiesa intentandopenetrar la roca infranqueable de losmisteriosos números que se intercalabanen el texto de San Agustín, habíanresultado siempre por completoestériles. Inesperadamente, sin embargo,ahora que ya no podía contar con lacolaboración próxima de Pietro,Francesco Monterga había encontradoun sucesor que lo ayudaría a develar elenigma.

Sin que él mismo lo supiera, Hubertvan der Hans iba a ser el nexo que loconduciría a esclarecer el críptico

capítulo del manuscrito.Pero ¿qué era, exactamente, el

Secretus colorís in status purus?

V

El lugar donde fue hallado el cuerpomutilado de Pietro della Chiesa seencontraba en una zona que no eradesconocida para Francesco Monterga.En las vastas posesiones del CastelloCorsini, más allá de los olivares que seextendían sobre la ladera del MonteAlbano y escondida entre el follajeagreste donde competían las encinas conlos enebros, los brezos y las retamas, seencontraba una cabaña ruinosa que elmaestro visitaba con frecuencia. Suvetusto techo de paja no sobrepasaba la

altura de la vegetación que lacircundaba. Eran pocos los que sabíande su existencia, incluidos los habitantesde la vecina villa. Si algún caminanteperdido se aventuraba a ascender por elestrecho y tortuoso sendero queatravesaba el bosque, erainmediatamente disuadido de seguir sumarcha por una jauría que salía a supaso hostigándolo con gruñidos feroces.La formaban media docena de perrosgrandes como lobos que exhibían todossus dientes, a la vez que se les erizaba elpelaje del lomo.

Ahora bien, si el caminante erareconocido por el más viejo de los

mastines, que también era el más temibley aquel al que obedecía el resto delgrupo, de inmediato todos los perros lefranqueaban el paso. Entonces, como ungrupo de mansos cachorros, sedisputaban la mano del visitantereclamando caricias, a la vez que loescoltaban tumultuosamente a través delsendero. Éste era el caso de FrancescoMonterga. Todos los viernes, antes delmediodía, el maestro se proveía de uncayado que le confería un aspectofranciscano y acompañado por sudiscípulo Pietro, emprendía la saludablecaminata ladera arriba, a través de losbosques que cubrían la falda del Monte

Albano. Nunca tomaban el mismocamino. Como si se tratara de un íntimodesafío, elegían a veces la cuesta másescarpada y otras ascendíaninternándose por lugares hasta entoncesdesconocidos.

Con frecuencia ocurría que perdíanel rumbo; sin embargo, sabían que notenían motivos para preocuparse;siempre, y de manera ineludible, desdeel lugar más inesperado, abriéndosepaso entre la espesura, aparecían losperros que los conducían hasta elrecóndito sendero que llegaba hasta lachoza. Cualquiera pensaría que setrataba de perros salvajes. Sin embargo,

tenían un amo. En efecto, de pie junto ala entrada de la ruinosa cabaña,advertido por los ladridos, un hombreesperaba la llegada de los visitantesaferrando un báculo amenazador. Teníael aspecto de un monje ermitaño;llevaba una toga de piel roída de uncolor impreciso, ceñida a la cintura poruna soga rala y marchita. Unas sandaliasatadas con unas hilachas desflecadasapenas si le protegían los pies de loscardos y del frío. La barba gris yenredada se mecía al viento como uncolgajo que le fuera ajeno.

Sin embargo, si bien tenía la cara deun anciano, su cuerpo era tan robusto y

erguido como el de un hombre quetodavía no había entrado en la vejez.Los pocos que sabían de su recónditaexistencia lo llamaban Il Castigliano.Pero su verdadero nombre era Juan Díazde Zorrilla. La impresión agreste yhostil que daba a los ojos de undesconocido no coincidía con sudisposición para con los visitantes.Quien lo frecuentaba podía dar fe de queera un hombre amable y hospitalario,aunque de una conversación recatada ydueño de un espíritu ciertamente parco.Resultaba evidente que prefería lasilenciosa compañía de sus perros a lade sus propios congéneres.

El motivo de las frecuentes visitasde Francesco Monterga era uno y bienpuntual. De modo que la reunión durabatanto como el trámite expeditivo quedemandaba el pequeño negocio que,viernes tras viernes, tenía lugar en lacabaña perdida en la espesura. IlCastigliano preparaba y seleccionabalos mejores pigmentos que pudieranconseguirse en todos los reinos de lapenínsula itálica. Con el metódicoescrúpulo de un herbolario, el viejocenobita, cargando un cesto sobre lasespaldas y varias talegas a la cintura,recogía raíces de rubia para preparar lagaranza rosa y los tonos violetas.

Francesco Monterga ignoraba cómo loconseguía; era sabido que los coloresobtenidos de la rubia, tan fulgurantescomo efímeros, primero empalidecían ya los pocos días se decoloraban porcompleto. Sin embargo, las raíces de esamisma planta, después de pasar por elmortero de Il Castigliano y tras sercombinadas con otro polvo de origenindescifrable, ofrecían una firmezaperenne.

Era incansable en sus recorridos. Enlas talegas que llevaba sujetas al cinto, yen los zurrones que colgaba a suespalda, el eremita solía llevar piedrasde azurita y malaquita, tierras verdes y

ocres, y en su choza guardaba montonesde ciertos caracoles marinos que iba arecoger en sus incursiones hasta lacosta, y con los que fabricaba el mejorrojo púrpura que hubieran visto ojoshumanos.

Los azules constituían un auténticotesoro. El eremita recorría las laderasrocosas de los montes que se extendíanentre los Alpes Apuanos a lo largo delChiana y a los lados de la cuenca delArno, hasta la Maremma y la ToscanaMeridional. En las colinas metalíferas,cerca de los saffoni —las fumarolasblancas de vapor cargado de boro quebrotan de la roca— había encontrado

verdaderos yacimientos de azurita. Unade las grandes dificultades quepresentaba esta piedra era separarla delos otros componentes firmementeadheridos. Los antiguos tratadosconsignaban las fatigosas operacionesde trituración y lavado que la hacíanexcesivamente cara y nunca resultabadel todo pura. Nadie se explicaba cómoel anacoreta español obtenía unpigmento despojado de toda impureza.Francesco Monterga sabía que cadaducado que gastaba era una verdaderainversión, cuyos frutos quedabanplasmados en unos cielos diáfanos yunos ropajes sin igual.

Los amarillos eran luminosos comoel sol, y peligrosos como el infierno. Elplomo que contenía su bellísimoamarillo de Nápoles le daba al color unaspecto tan brillante como venenoso erasu efecto. Había que manipular esosamarillos con el mayor de los cuidados.La ingestión accidental producía lamuerte inmediata; la absorción por lapiel provocaba un envenenamiento lentoy progresivo que, luego de una dolorosaagonía, acababa con la vida de lavíctima que se hubiese dejado acariciarpor ese luminoso color. FrancescoMonterga le tenía terminantementeprohibido el uso de este pigmento a sus

discípulos.El negro de marfil lo obtenía de las

astas del ciervo. Il Castigliano era unacazador implacable. Secundado por susperros, se internaba en el bosquearmado con una ballesta de su propiainvención, y no había jornada demontería que no rindiera sus frutos. Setrataba de un trabajo metódico ypaciente. La jauría tomaba la avanzadacon los hocicos pegados al suelo y lasorejas erguidas y atentas. Cuando olíanel rastro del animal, corría cada cual enuna dirección distinta formando uncírculo de hasta tres acres. Ladrando ygruñendo, sin siquiera haberlo visto,

iban arriando al ciervo hasta el lugardonde estaba el amo, cerrando cada vezmás la circunferencia.

Cuando la víctima, aterrorizada yacorralada, quedaba a la vista delhombre, antes de que pudiera emprenderla fuga recibía una flecha entre los ojos.Cada quien recibía su parte. Loscuernos, el lomo, los cuartos traseros yla piel eran para el amo. Las entrañas,las tripas y todas las vísceras, para losperros. Las orejas eran una ofrenda paraDios; cada vez que volvía de caza,arrancaba las orejas del ciervo y lasdejaba al pie de una cruz de madera quehabía clavado cerca de la cabaña. Las

astas eran cuidadosamente separadas delcráneo y luego calcinadas sobre lasbrasas en una vasija cerrada. Más tardelas disolvía en los ácidos y, al calentarla mezcla, ardía dejando muy pocascenizas. El resultado era el pigmentomás negro y brillante que se hubiesevisto.

Sin embargo, estos preparados losfabricaba con el único propósito decomerciarlos. Para proveerse a símismo echaba mano de otras técnicas,por cierto mucho menos convencionales.Absolutamente nadie conocía suspinturas. Y tenía sus motivos. Juan Díazde Zorrilla pintaba con la sola

determinación de expiar sus fantasmas.Los pigmentos que utilizaba surgían deuna particular concepción del Universo,visto a través de la pintura. Sosteníaque, para que la pintura no fuese másque un torpe y defectuoso simulacro, elcolor debía ser inmanente al objetorepresentado. En rigor, solía reflexionar,si el Universo sensible está compuestode materia y a cada sustancia le es dadoun color, las leyes de la pintura nodeberían ser diferentes de las leyes de lanaturaleza. Apartarse un ápice de éstassignificaba alterar el orden universal delmundo sensible.

En términos prácticos, esto se

traducía de la siguiente forma: si, porejemplo, decidía representar su cabañay el bosque que la circundaba,elaboraba los pigmentos con las mismassustancias que componían cada uno delos elementos que se proponíarepresentar. Así, de la madera con laque estaba hecha su casa extraía suexacto color. El temple con el quehabría de pintar el techo de pajarequería de las propias hebras que loconstituían y no de otras. Para pintar losárboles, el follaje, los frutos y las flores,desligaba los extractos de cada uno delos compuestos. Si tenía que pintar unciervo, los barnices para cada elemento

representado estaban hechos de lamisma materia de la que estabaconstituido el animal.

Nadie sabía con qué aglutinanteconseguía ligar los colores sin queperdieran su efímero fulgor. Pero si elUniverso, además de su constituciónsensible, ocultaba a la vez que revelabaun sustrato ideal, la pintura no podía seruna banal representación de larepresentación. Esto es, además de laapariencia externa, el objetocaracterizado requería necesariamentealgo de la idea que lo sustentaba.

Así, para representar la idea devitalidad en una figura no bastaba la

perfecta percepción dada por lasformas. Se necesitaba insuflarle elespíritu, imperceptible a la vista. Así, IlCastigliano había elaborado unacuidadosa clasificación de ideas a lascuales les correspondían determinadoselementos que transportaban, en susustancia, los espíritus que animan lamateria. De acuerdo con talnomenclatura, el esperma de caballo,por ejemplo, contenía la idea de lavitalidad, la exuberancia, la épica, lalealtad y la nobleza. Si tenía queexpresar sufrimiento, abnegación,laboriosidad o sacrificio, agregaba a lamezcla gotas de sudor. Las lágrimas

diluidas en el temple prestaban laesencia de la piedad, la misericordia, lainjusticia y la culpabilidad. La sangreera uno de aquellos preciosos elementosque reunían, a una vez, el color de lamateria, la idea y los espíritus. Para lascarnaciones, no vacilaba en emplear supropia sangre diluida en aceite deadormideras.

Alguna vez, en un exceso delocuacidad mística, el pintor español lehabía comentado algo de todo esto aFrancesco Monterga. Al maestroflorentino, además de parecerle cuantomenos un procedimiento tenebroso, leconfirmó la idea de que su colega había

perdido definitivamente la razón.Durante el curso de una de las

últimas visitas que le hicieran FrancescoMonterga y su discípulo, Il Castigliano,sentado en el rincón más oscuro de lacabaña, estaba garabateando una tablacon un carbón. Al maestro Monterga lepareció que estaba tomando un apuntedel rostro de Pietro della Chiesa.Interesado por conocer el trazo de sucolega español, el maestro florentino seincorporó con el propósito de ver másde cerca el dibujo. Pero Il Castiglianoinmediatamente dio vuelta la tabla.Guardaba un celo enfermizo de su obra.Francesco Monterga no le dio ninguna

importancia a este hecho, pues sabía quesu colega estaba un poco loco.

Ninguna de las personas queconocían su extraño comportamientohizo apenas caso de las rarezas delhuraño español. Hasta que apareció,muy cerca del lugar donde estaba surecóndita cabaña, el cadáver deldiscípulo de Monterga con el rostrodesollado.

VI

Nadie tenía motivos para sospecharque aquel ermitaño vestido con unharapo de piel raída, apenas un pocomenos salvaje que los perros con losque convivía, había sido protegido deIsabel, la reina de Castilla, y de sumarido Fernando, el rey de Aragón.Nadie hubiese imaginado que esasombra entre el follaje que rehuía a loshombres y dormía en un cobertizo, habíarecibido de ellos sus principalesencargos. Juan Díaz de Zorrilla habíanacido en Paredes de Navas, en Castilla.

Fue condiscípulo de su coterráneo,Pedro Berruguete, padre de Alonso,quien años más tarde habría de serconsiderado el padre de la pinturaespañola.

Juan y Pedro fueron como hermanos.A la muerte del maestro, sus destinos sesepararon. Juan Díaz de Zorrilla setrasladó a Italia y recaló en la Umbría.Su talento se hizo notar inmediatamente,y teniendo apenas catorce años recibióuna cálida recomendación de manos delmismísimo Piero della Francesca: «Elportador de ésta será un joven españolque viene a Italia a aprender a pintar yque me ha rogado que le permita ver mi

cartón que empecé en la Sala. Así, pues,es necesario que tú procures, sea comofuere, hacerle dar la llave, y si puedesservirle en algo, hazlo por amor mío,porque es excelente muchacho».

Los primeros signos de un espíritudifícil tuvieron lugar por estos años; noqueda constancia de cuál fue,exactamente, el episodio que hizocambiar de parecer a su protector, peroen otra carta contradice abiertamente surecomendación: «Quedo enterado de queel español no ha conseguido la gracia deentrar en la Sala; lo agradezco y ruegade mi parte al guardador cuando le veasque obre del mismo modo con los

demás».

Después de un infructuoso periploque comenzó en Roma y terminó enFlorencia, regresó a España. EnZaragoza, por encargo del vicecancillerde Aragón, labró el retablo y el sepulcrode una capilla del monasterio de losfrailes Jerónimos de Santa Engracia.Durante todos estos años se desempeñócomo escultor, principalmente enZaragoza, hasta que Isabel de Castilla lollamó a su servicio, nombrándolo pintory escultor de cámara. Fue entoncescuando le fueron encargados varios

proyectos que hubieran podidoconsagrarlo para siempre. Sin embargo,nunca pasaron del boceto. Lasautoridades consideraron su obraexcesivamente oscura, sombría ycargada de alegorías indescifrables.Pese a que nadie ignoraba su talento y,sobre todo, su técnica, los bocetos eranextrañas iconografías enmarcadas enpaisajes aterradores. Su versión de laDecapitación de San Juan el Bautista eratan estremecedora que su visiónresultaba para muchos intolerable.

Sea por ironía de sus superiores opor puro azar, recibió la merced de unaescribanía en el crimen, una modesta

renta que le permitía vivir con austeradignidad. Fue en esta época cuandoempezó a pintar secretamente. Igual quelos nigromantes que se encerraban aconcebir furtivos conjuros, Juan Díaz deZorrilla, enclaustrado en un recónditosótano, desterraba los demonios de suespíritu confinándolos al encierro deltemple sobre tablas. Pero fuedescubierto. Tan pavorosos debieron deser los fantasmas que exorcizaba en suspinturas, que fue conminado a abandonarla corte castellana.

En la vecina Soria conoció a AnaInés de la Serna, con quien contrajomatrimonio. Ana era la hija mayor de un

próspero comerciante en especias. Sumatrimonio fue tan infeliz como fugaz.Juan Díaz de Zorrilla se recluía a pintardurante días enteros. En esos períodosno probaba bocado ni veía la luz del sol.Y ni siquiera su esposa podíainterrumpir sus retiros. Y desdeentonces, para que nadie descubriera suspinturas, ni bien las terminaba lasdestruía o repintaba sobre la mismatabla. Una sola tabla podía ocultar hastaveinte pinturas superpuestas. Fue en estaépoca cuando comenzó a experimentarcon pigmentos de su propia invención ya elaborar sus propias recetas.Necesitaba que las pinturas secaran tan

rápido como el dictado de susdemonios, para, entonces, poder volvera pintar encima de la obra concluida.

En un confuso episodio que jamásfue esclarecido, lo confinaron a prisión;su esposa apareció muerta y la causahabría sido envenenamiento. El estadodel cadáver presentaba los horrorosossignos que deja la caricia ponzoñosa delamarillo de Nápoles. Sin embargo, eltribunal no pudo comprobar lascircunstancias del envenenamiento y elpintor fue absuelto.

El prematuro ascenso y la brutalcaída de Juan Díaz de Zorrilla estabanimpulsados por una fuerza inversamente

proporcional a la que guiaba el destinode su antiguo condiscípulo, PedroBerruguete, quien se había convertido enuno de los más preciados pintores de sutierra. Por su parte, olvidado,desprestigiado y cada vez más azuzadopor sus íntimos demonios, Juan decidióretirarse del mundo de los hombres ymarchó a su salvaje refugio en laToscana.

Con la excusa de comprarpigmentos, Francesco Monterga seencaminó a la casa de Il Castigliano.Cuando se internó en el bosque, lesorprendió que los perros no salieran asu encuentro. Una vez en la cabaña pudo

confirmar sus sospechas. Juan Díaz deZorrilla había abandonado el lugar. Eldepósito de leña donde había aparecidoel cadáver de Pietro della Chiesaquedaba a una legua de la casa delpintor español.

Parte 4

Verde de Hungría

I

Una lluvia fina y helada caía sobrelos tejados ennegrecidos de Brujas.Como si quisiera remover el moho delolvido y sacar a relucir el antiguoesplendor, el agua percutía contra lascostras del abandono con la inútil porfíade una gubia sin filo. Las gotasrepicaban sobre la superficie estancadadel canal formando burbujas que, alreventar, dejaban escapar un hedorputrefacto; era como si un enjambre deinsectos royera la carne de un cadáverlargamente descompuesto. Los árboles

otoñados y los mástiles huérfanos debanderas o, peor aún, exhibiendo lashilachas de los pendones querecordaban las viejas épocas de gloria,le conferían a la ciudad un aspectodesolador.

No era aquélla la triste imagen deuna ciudad deshabitada, sino que, alcontrario, estaba poblada de memoriasque presentaban la materialidad de losespectros. Se diría que las callejuelasque brotaban de la plaza del mercado noestaban desiertas, sino atestadas deespantajos sólo visibles para aquellosque resistieron el éxodo. Y, justamente,para los pocos que se habían quedado,

la llegada de un extranjero constituía unraro acontecimiento. Había pocosmotivos para visitar aquel pozopestilente, de modo que, de inmediato,empezaban a correr los más variadosrumores en torno al recién llegado. Ymucho menos frecuente aún resultaba lavisita de una mujer joven sin másacompañamiento que el de su dama dehonor. Pero si, además, la mujer encuestión se liberaba de su dama decompañía y, al anochecer, entraba sola ala casa de dos hombres solteros, lacuriosidad se convertía en maliciosoregodeo.

Cada vez que Fátima salía a la calle

podía comprobar que las miradasfurtivas tenían el peso condenatorio deuna lapidación pública. A su pasoescuchaba cómo se abrían las ventanasy, por el rabillo del ojo, observaba lascabezas fisgoneando a medio asomar.De manera que, mientras esperaba larespuesta de los Van Mander, Fátima seveía obligada a pasar la mayor parte deldía encerrada en su cuarto en los altosdel edificio de Cranenburg.

La misma noche de la visita deFátima, los hermanos habían mantenidouna acalorada discusión. Greg se oponíaa aceptar el pedido de GilbertoGuimaraes. Argumentaba que, por muy

generosa que pareciera la paga, jamásiba a compensar los dolores de cabezaposteriores; sabía cómo pensaban loscomerciantes, se creían con derecho acualquier cosa a cambio de una talegarepleta de monedas de oro. Nada losdejaba conformes y, además, erandueños de una ignorancia tan inmensacomo su soberbia. Y el mejor ejemploera el ofensivo desplante que le habíanhecho a Francesco Monterga. Dirk, encambio, opinaba que necesitaban esedinero; desde que virtualmente se habíandesvinculado de la Casa Borgoña aldecidir quedarse en Brujas, el estado desus finanzas era preocupante.

Decía esto último con un tono quemal podía disimular viejos reproches.Sentía que su hermano mayor, con suobstinación, lo había condenado aanclarse en aquella ciudad que noofrecía ningún horizonte. Pero cuantosmás argumentos en su favor le dabaDirk, tanto más irreducible parecía serla posición de Greg. El mayor de loshermanos le recordó que nada lo ataba aél, llegó a decirle que, si así lo quería,tenía plena libertad de mudarse a Gante,a Amberes o a donde quisiera; que notenía motivos para preocuparse por él,pues, como bien lo sabía, podía bastarsepor sí mismo. Y en esos momentos de la

disputa Dirk tenía que hacer ingentesesfuerzos para sellarse la boca y norecordarle que era un pobre ciego, quesi todavía podía dedicarse a la pinturaera por el solo hecho de que él se habíaconvertido en sus ojos y en sus manos. Ypor si fuera poco, le pagaba con lamoneda de la mezquindad: ni siquierahabía tenido la generosidad de revelarleel secreto del preparado de sus pinturas,condenándolo, de ese modo, también aél a la ceguera. No podía ignorar queambos constituían una unidad. El uno sinel otro no podía valerse por sí solo.

Hasta que hubo un momento en elque Greg fue terminante: sin rodeos, le

preguntó a su hermano menor cuál era elmotivo de tanta vehemencia, si lasansias de retratar a su cliente o la clientemisma. El largo silencio de Dirk fueconsiderado como una respuesta. Sóloentonces, y sin añadir ningunaexplicación que justificara su repentinoasentimiento, el mayor de los VanMander accedió a la petición deGilberto Guimaraes. En ese mismoinstante ambos pudieron escuchar elcasco de los caballos que acababan deentrar en la calle del Asno Ciego.

II

Tras saludar a la dama, y ganado porla curiosidad, Greg van Mander quisoconocer los motivos del extraordinarioentusiasmo que mostraba su hermano porla visitante. Con una actitud súbitamentepaternal, el viejo pintor se acercó a lamujer y le rogó que le permitierahacerse una composición más precisa desu persona. Antes de que Fátima pudieracomprender el pedido, Greg estirósuavemente la diestra y deslizó su índicepor el perfil del rostro de Fátima. En laínfima pero sensible extensión del

pulpejo de su dedo pudo sentir la pieltersa de su frente alta y luego eldiminuto contorno de su nariz, recta ydelicada. La mujer, que permanecíainmóvil, ni siquiera se atrevía aparpadear y no pudo evitar unestremecimiento cuando la mano delpintor se detuvo en la superficie de suslabios apretados. Fátima se veíaaterrada, como si temiese que un íntimosecreto fuera a revelarse en virtud deaquel acto. Un finísimo velo de sudorfrío cubrió de pronto el borde superiorde su boca. Y mientras recorría, ahoraen sentido horizontal, los labios deFátima hasta el límite de las comisuras

crispadas, Greg pudo hacerse unarepresentación exacta de aquel rostrojoven e inmensamente hermoso.

Fue una inspección breve. Sinembargo, a Fátima le pareció unaeternidad. Para Greg, en cambio, se tratóapenas de un fugaz viaje a la remotapatria de los recuerdos. Desde el lejanodía en el que perdió la vista, llevado porel pudor y el amor propio, se habíaprometido renunciar a las mujeres. Peroahora, al solo contacto con aquelloslabios cálidos, todas sus conviccionesparecían a punto de desplomarse. Untemblor, mezcla de bríos viriles yculposos pensamientos, conmovió su

vientre y aún más abajo. Desde esemomento, el índice de Greg van Mander,marcado por el estigma imborrable de lapiel de Fátima, habría de señalar parasiempre el camino de los juramentosrotos.

Dirk presenció la escena sinotorgarle ninguna importancia. Dehecho, se alegró ante el desusado gestode hospitalidad de Greg para con suhuésped. Pero tal vez hubieseexperimentado una emoción diferente sihubiera podido ser testigo del silenciososismo que acababa de desatarse en elespíritu de su hermano.

Fátima no manifestaba ningunapreocupación por la salud de su marido.A Dirk van Mander no dejaba desorprenderle el buen humor del quesiempre hacía gala la mujer. En todomomento y bajo cualquier circunstancia,Fátima mostraba una ligera sonrisa quese diría adherida a sus labios, carnososy rojos. En un tono formal que, sinembargo, ocultaba una interesadacuriosidad, Dirk interrogó a su huéspedsobre algunos asuntos, más biengenerales, atinentes a su esposo. Fátima,sin poder evitar una notoriaincomodidad, contestaba de un modoevasivo y escueto e inmediatamente

cambiaba el curso de la conversación.Entretanto Greg, todavía obnubilado,

escondía su aturdimiento tras la cortinaacuosa que cubría sus ojos, e intentabamostrarse menos interesado en lapersona de su cliente que en lascuestiones de orden práctico,concernientes al trabajo que tenían pordelante. Después de todas susresistencias anteriores, ahora,incomprensiblemente, quería ponermanos a la obra cuanto antes. Y quisosaber con cuánto tiempo contaban. Lamujer explicó que el barcopermanecería en el puerto de Ostendedurante treinta días, para luego regresar

a Lisboa. Al oírlo, el rostro de Greg setransfiguró en una mueca amarga. Sepuso de pie y, fijando sus pupilasmuertas en los ojos de la joven,sentenció:

—Imposible. En treinta días esimposible. Fátima quedó petrificada acausa del miedo que le había provocadola expresión de Greg, tan parecida a unamirada. El viejo pintor giró la cabeza endirección a su hermano con un gestoelocuente, como si así le confirmaratodos los reparos que le habíamanifestado momentos antes. Dirk,consternado, bajó la cabeza. Sabía queera materialmente imposible terminar el

trabajo en apenas treinta días. Fátima notenía por qué saberlo; de modo que elmenor de los hermanos, intentando ponerun poco de amabilidad, le explicó queera muy poco tiempo para hacer untrabajo digno de su persona.

Fátima no atinaba a moverse de susilla. Se mostraba francamente atónita.Se diría que no acababa de resolverseentre levantarse y retirarse corriendo dellugar o hacer votos para que la tierra seabriera y se dignara a sepultar suavergonzada humanidad. Titubeando ensu alemán plagado de ripios y pudor, ydirigiéndose a Greg, dijo:

—Tenía entendido que los temples y

los óleos de Vuestras Excelencias,además de ser los más maravillosos quejamás se hubiesen visto, os permitíantrabajar con más rapidez que cualquierotro en este mundo… —vaciló unossegundos como si intentara buscar laspalabras menos ofensivas y continuó—:En menor tiempo, cierto maestroflorentino había comprometido supalabra para terminar el retrato…

Sin poder abandonar su tonoirresoluto, Fátima dejó la fraseinconclusa, reflexionó un momento más,y finalmente, con una firmeza que poníade manifiesto un ánimo ofendido,sentenció:

—Lamento haber equivocado mijuicio sobre vuestras artes. Me habíanhablado de ciertas técnicas nuevas, deciertas virtudes de vuestros óleos,brillantes y capaces de secar comoninguno.

Las últimas palabras de la mujerparecieron ejercer el efecto de dospuñales certeros apuntados al centro delcorazón de cada uno de los hermanos.Tanto que no tuvieron tiempo desorprenderse de los conocimientos depintura que acababa de poner enevidencia Fátima. Para Dirk fue unanueva declaración de guerra; el fantasmade su enemigo, Francesco Monterga,

había vuelto a hundir su dedo en la llagadoliente. Greg creyó adivinar elpensamiento de su hermano: si latraición de su discípulo Hubert,comparada con el trofeo que significabala visita de Fátima luego de sudecepcionante paso por el taller delmaestro florentino, era como cambiar unpeón por la reina, no aceptar ahora elreto hubiese representado la pérdidadefinitiva de la partida.

El convulsionado espíritu de Gregardía ahora como una hoguera: a la piraque se acababa de encender por obra dela fricción de la piel con la piel, seagregaba la leña de la pasión por el

oficio al que había decido renunciar.Sus antiguos juramentos tambaleaban alborde del extremo de su índice, todavíaardiente. Greg podía sentirse orgullosode sus pinturas; tal como lo acababa dedecir Fátima, sus preparados eran, enefecto, insuperables en brillo, textura ypigmentación y además, podía, si así loquería, fabricar los óleos más puros yprovistos de un poder de secado quesuperaba al más rápido de los temples.

La respuesta al desafío, enapariencia trivial, que acababa deplantear Fátima no se hizo esperar. Dirkfijó sus ojos en los de su hermano ypudo comprobar en lo más recóndito de

su silencio meditabundo que estabapensando en lo mismo que él. Y esepensamiento podía resumirse en dospalabras: Oleum Pretiosum. Dirk sabíaque Greg se había jurado no volver apreparar nunca más la fórmula que lohabía puesto sobre el mismo pedestalque Jan van Eyck y al cual habíadecidido renunciar por misteriosasrazones. Pero tampoco desconocía quela firmeza del juramento eraproporcional a la tentación de volver aprepararlo. Si hubiese sido de otromodo, no había motivos para jurar.

El menor de los Van Mander sabíacuánto trabajo le demandaba a su

hermano sustraerse al acicate de lafascinación que ejercía en su espíritu elOleum Pretiosum. Las pinturas quepreparaba todos los días, siendo queeran de las mejores, no se aproximabanni por mucho a las que sabía hacer. Eracomo si fuese dueño de las alas de unángel que, pudiendo volar a cieloabierto, se condenara por decisiónpropia a la pedestre condición.

Por otra parte, Dirk jamás habíatenido el privilegio de cargar su paletacon la pintura más apreciada porcualquier pintor; innumerables veceshabía cedido a un dulce ensueño en elque lograba acariciar con sus pinceles la

suave superficie del Oleum Pretiosum.Se imaginaba a sí mismo esparciendosobre una tabla el rastro sutil de lafórmula, cuyo conocimiento le eranegado por su propio hermano. Peronunca, como ahora, los hermanosflamencos se habían visto tan cerca de latentación. Cierto era que, desde el día enque Brujas se había convertido en unaciudad muerta, no se les habíapresentado la ocasión ni siquiera deimaginar la posibilidad de volver apreparar la secreta fórmula. Sinembargo, Dirk tenía la íntima esperanzade que ese día habría de llegar. Y en esemomento no tuvo duda de que por fin ese

día había llegado.

Cuanto más miraba el enigmáticorostro de su huésped, menos podía evitarDirk la ilusión de retratarla con laspinturas que su hermano se obstinaba ennegarle. No hizo falta que los VanMander mantuvieran una conversaciónen privado; cada uno sabía, exactamente,qué estaba pensando el otro. Greg serevolvió en el sillón, acarició la felpacon la yema de los dedos, cerró losojos, que se habían llenado de unavitalidad inédita, como si de pronto sehubiesen animado por la luz que el

destino les había arrebatado y,finalmente, sentenció:

—Si queremos tener el trabajo listoen treinta días, deberíamos comenzar deinmediato.

III

Un rayo de sol atravesó unintersticio abierto en aquel sudario denubes grises, extendiendo un cortinadode tul amarillento hecho de gotas delluvia que dividió la ciudad en dos;hacia el sur del canal reinaba unapenumbra acentuada más aún por elcontraste de la mitad iluminada. En loscristales mojados del ventanal del tallersobre el puente de la calle del AsnoCiego se formaban pequeños círculos encuyo centro la luz se fragmentaba en suscomponentes, imitando al tímido arco

iris que de pronto rasgó el cielo. Aunquetodavía llovía con furia, hacía muchotiempo, tal vez algunos meses, que no seveía el sol brillando sobre Brujas. Erauna señal auspiciosa; si aquél era elinicio del buen tiempo, los vahos delaire empezarían a desvanecerse y lastablas exudarían la humedad acumuladadurante el otoño; las telas se harían máspermeables a los preparados de cola depescado y tiza, y la imprimación sedejaría absorber más fácilmente.

Por otra parte, el sol resultaba vitalpara apresurar el secado completo delOleum Pretiosum una vez terminada lapintura. De pronto la lluvia dejó de

repicar sobre el tejado y las nubes seabrieron de par en par. Si quedaba algúnresto de duda en el espíritu de los VanMander, se despejó súbitamente, igualque el cielo azul que se veía tras laventana. Dirk, sin perder tiempo, lepidió a Fátima que se preparara paraposar, a la vez que extendió un lienzo enel alféizar del ventanal. Greg acomodóalgunos leños que ardían en el fuego yfue hasta un rincón del cuarto donde seapilaban, verticales, una cantidad detablas de distintas formas y tamaños.Con las yemas de los dedos recorrió lasuperficie de las maderas, tocó el cantode los bastidores y las separó en dos

grupos, descartando en uno las quepresentaban algunas fallas.

El corazón del mayor de los VanMander latía con una fuerza inédita. Nolo animaba el sentimiento pecaminosode quien acaba de romper un juramento,sino el entusiasmo de quien reemplazalos términos de una promesa. Se decía así mismo que si permitía a Dirk trabajarcon el preciado Oleum Pretiosum, quizáde esa forma habría de disuadir sucuriosidad y nunca más volviera ainsistir con conocer la fórmula.

Fátima miraba el súbito movimientocon la curiosidad nacida deldesconcierto; ni siquiera podía imaginar

que su persona había sido la causa de laeclosión del antiguo y subterráneomagma que bullía en el espíritu de loshermanos, y que ahora, después de años,surgía a la superficie con una fuerzalargamente contenida. Mientras searreglaba el tocado frente al espejo, porel rabillo del ojo intentaba descifrar elmotivo de tanta excitación. Dirk seaseguró de que la tela estuviesecompletamente seca, la descolgó delventanal y la presentó sobre la tabla quehabía seleccionado Greg. Con la periciade un pasamanista, Dirk cortó la tela, laextendió sobre la superficie de lamadera y, llenándose la boca con un

puñado de clavos, empezó a martillarsobre el revés de la tabla. Cuando ellienzo quedó bien tenso, tendió unasuave capa de cola haciéndola filtrar através de la trama de la tela.

Dejó la tabla expuesta al sol,mientras preparaba un engrudo fino yalgo hediondo. En un caldero de cobrepuso a hervir huesos de arenque hastaque los cartílagos perdieronconsistencia, al punto de convertirse enuna pasta acuosa. Fátima, sin dejar dearreglarse, mirando en el reflejo delespejo, preguntaba con ingenuacuriosidad sobre cada uno de losmetódicos pasos que seguía Dirk. Con

ánimo pedagógico y con ciertaafectación de importancia, el pintor leexplicó que la cola de pescado servíapara darle adherencia a la tela. Luegoseleccionó unas vayas de enebro. Retiróel caldero de las brasas y lo dejóenfriar. Tomó uno de los azules frutos y,con un cuchillo de hoja filosa, le abrióuna incisión. Del interior salieron unassemillas, y se las enseñó a Fátima; luegole expuso que el aceite esencial queobtenía con ellas, agregado a la mezcla,le ofrecía al lienzo una adherenteflexibilidad que lo protegía de lahumedad y evitaba posteriores fisuras.Tomó un frasco de cristal y vertió una

pequeña porción del líquido viscoso ensu mano abierta.

Fátima extendió el índice y tocó lasgotas que descansaban sobre la palmade la mano de Dirk; con una mezcla deaprensión y divertida sensualidad,examinó el aceite, se preguntó cuál seríasu sabor, y luego se acercó la gota a suslabios. Dirk pudo ver cómo la lengua dela mujer acariciaba la superficie de supropio dedo. Como si no hubiesearribado a una conclusión sobre el sabordel líquido, hizo un gesto de duda, tomóla mano de Dirk y la acercó a su cara. Elmenor de los Van Mander tembló comouna hoja. Sobre las líneas de su palma,

como un pequeño río, rodaba todavíaotra gota del viscoso aceite; contra todaprevisión, Fátima cerró los ojos yrecorrió con su lengua el rastrooleaginoso sobre la mano del pintor.

Greg, por completo ajeno al recienteepisodio, a muy poca distancia revolvíael caldero. Dirk, con la diestraextendida y rodeada por las manos tibiasde la mujer, miró a su hermano como sitemiera que acabara de ser testigo de lasilenciosa escena. Entonces Fátima girósobre sus talones dejando a Dirk con elbrazo tieso y una expresión anonadada,al tiempo que sentenciaba:

—Demasiado amargo. ¿No tenéis

fruta? El ánimo de Dirk se llenó deaquella luz primaveral y creyó ver a laciudad como en las épocas deesplendor; todo cobró, súbitamente, unsino de optimismo. Miró a Fátima,erguida y lista para modelar y la vio máshermosa que nunca. Tuvo la inquietantecerteza de que estaba completamenteenamorado.

En lo más profundo de su alma sabíaque aquella alegría casi pueril encerrabael germen de la tragedia.

IV

Antes de que cayera la tarde, elboceto final estaba casi terminado. Lasmanos de Dirk iban y venían sobre lasuperficie del lienzo urgentes peroprecisas. Llevaba una túnicaimprovisada que le envolvía la cabeza ycaía sobre sus hombros. Trabajaba conun carbón duro y bien afilado y con unpincel mediano de pelo de marta. Conuno definía las líneas de contorno y conel otro bosquejaba los volúmenesesparciendo sutilísimas lavadas. Cuandoutilizaba uno, sostenía el otro entre los

dientes y así, como un malabarista, en unrápido movimiento, alternativamentepasaba el pincel a la diestra y el carbóna la boca. Si necesitaba ablandar laslíneas, frotaba suavemente la yema delpulgar sobre el trazo. Fijaba sus ojos enel perfil de Fátima y dibujaba casi sinmirar la tela. En un cuaderno pequeñoque descansaba sobre sus rodillasgarabateaba breves anotacionesilegibles y trazaba líneas cuya geometríasólo él era capaz de comprender.

Fátima permanecía inmóvil sentadasobre un taburete. Se hubiera dicho quehabía dedicado su vida a posar. Habíaadoptado una posición cómoda, el gesto

distendido y la expresión fresca quesiempre la acompañaba. Posaba con loshombros levemente erguidos, de maneraque la espalda recta resaltaba elpequeño volumen del busto, y manteníalas manos enlazadas sobre el regazo ylas piernas firmemente unidas en lasrodillas y talones. Se diría que podíaadivinar cuando el pintor estabatrabajando en el entorno, entoncesaprovechaba para mover un poco elcuello y relajar la columna. Dirk nisiquiera tuvo que darle indicaciones.Por momentos Fátima se abstraíaobservando las tareas de Greg, y seguíacada movimiento del mayor de los Van

Mander como si quisiera penetrar en elsentido de sus extrañas labores.

No dejaba de admirarse de lahabilidad con que manipulaba cadaobjeto; se movía como si realmentepudiera ver. Greg era un hombre alto demandíbula decidida y frente resuelta. Suestatura era notablemente superior a lade su hermano y, siendo varios añosmayor, poseía un porte y una actitud máslozana. Dirk, en cambio, tenía la espaldadoblada y el semblante abatido, como sicargara con un peso tan gravoso comoantiguo. Fátima miraba los brazosfuertes de Greg tensándose cada vez quemanipulaba los pesados leños, sus

músculos y las venas inflamadas quecontrastaban con sus dedos delgados ytan sensibles como alguna vez lo habíansido sus ojos.

Dirk se había percatado de la formaen que la mujer observaba a su hermanoy, por un instante, no pudo evitarexperimentar algo semejante a los celos.Pero inmediatamente se liberó deaquella idea peregrina como quienespanta una mosca. Hacía un momentoFátima había dado muestras de cuál erael objeto que ocupaba su interés. Porotra parte, se dijo, su hermano era pocomenos que un anciano y, por añadidura,ciego. Sin embargo, Dirk había notado

que, después del breve y furtivoepisodio del aceite esencial de enebro,Fátima no había vuelto a dirigirle lapalabra. Ni siquiera lo había mirado. Depronto había adoptado una actitud deperfidia o tal vez de arrepentimiento.Después de todo, se dijo, era una mujercasada. En rigor, Dirk se vio invadidopor un alud de conjeturas encontradas.Quizá el contacto físico fuera un hechocomún entre los portugueses y norevistiera ningún otro carácter nisegundas intenciones. O acaso la actitudindiferente de la mujer respondía a unjuego de astucia o a una estrategia deseducción. Lo cierto es que Dirk tuvo

que admitir que, desde la llegada deFátima, no podía pensar en otra cosa. Ymientras la retrataba, a la vez que fijabala mirada en su perfil adolescente,intentaba penetrar en lo más recónditode su alma para adivinar quépensamientos se escondían tras esosojos negros y enigmáticos.

Entre el aluvión de hipótesis, llegó apensar que el reciente episodio no habíasido sino un invento de su imaginaciónturbada por la larga abstinencia de lacarne. De modo que decidió tomar,ahora él, la iniciativa. En aquel justomomento el pulso le tembló al punto dequebrar el carbón entre sus dedos; el

corazón galopaba en su pecho como uncaballo encabritado. Con la excusa de ira buscar una nueva carbonilla, caminóhacia el otro extremo del cuarto. Fátimaaprovechó para distenderse moviendo lacabeza a derecha e izquierda. Al pasarpor detrás de ella, Dirk se detuvo unmomento y posó su mano suavemente enel cuello de la mujer. Sintió pánico porsu atrevimiento. Pero como viera queFátima guardaba un silencio cómplice,deslizó la palma hasta el hombro.Fátima dejaba hacer.

Dirk había encontrado que lasfurtivas caricias le provocaban unmalicioso placer que iba más allá de la

voluptuosidad; en rigor, descubrió quelo que realmente le resultabaprofundamente excitante era la ausentepresencia de Greg. Era como provocarun silencioso cataclismo en su universometódico y controlado frente a sus ojosinertes. Pero mientras pensaba todo esto,también notó que la pasividad con queFátima permitía que acariciara su cuellono revelaba ninguna disposición a lalascivia ni tampoco a la ternura. Enrigor, su indiferencia se parecía más aun rechazo que a un asentimiento. Demodo que Dirk, ante la inexplicableapatía que mostraba Fátima, retomó elcamino hacia la pequeña despensa

donde se adocenaban lápices, carbones,sanguinas y plumas minuciosamenteordenados.

Buscaba entre las carbonillas unaque tuviera la misma dureza que la queacababa de romper; visiblementecontrariado, revolvía nerviosamente,desparramando todo sobre la tabla.Abría y cerraba los cajonesruidosamente, y cuanto más rebuscabamenos podía encontrar. Importunado portanto alboroto, Greg giró la cabeza endirección a la despensa y con un tonoparsimonioso que en realidad denotabasu molestia, le preguntó a su hermanoqué estaba buscando. Dirk, blandiendo

el carbón roto, contestó no sin ciertahostilidad. Le fastidiaba profundamenteque su hermano tuviera que inmiscuirseen todo. Pero sabía que Greg llevaba unprolijo inventario de cuanto había en eltaller, trabajo que, ciertamente, él nuncase había tomado.

Greg no tuvo que pensar demasiadopara decirle que aquélla era la últimacarbonilla que quedaba, reprochándole,de paso, la indolencia que implicabahaberla roto y la desidia de no haberhecho la compra de la semana. Le dijoque si quería continuar con el trabajo,todavía le quedaban quince minutos paraacercarse hasta la plaza del mercado,

atravesarla en diagonal, cruzar el canaly llegar hasta la botica para comprarcarbones. Dirk resopló su fastidio, tomóunas monedas de la pequeña talega, girósobre sus talones y, sin decir palabra, seencaminó hasta la puerta rumbo a lacalle.

En el mismo momento en que Dirksalió, Fátima se incorporó, movió lacabeza en forma circular y arqueó lacolumna. Descubrió que tenía la espaldacansada y las piernas un pocoentumecidas. De pie junto a la ventana,sintió la necesidad de prodigarse unos

masajes en las piernas. De modo que selevantó el pesado faldón y, posando elpie sobre la banqueta, desnudó suspiernas largas, delgadas y firmes. Por unmomento sintió pudor ante la presenciade Greg, que estaba muy cerca de ella,pero al fin y al cabo, se dijo, no teníaforma de ser testigo. Primero se frotólos muslos describiendo pequeñoscírculos, luego bajó hasta laspantorrillas y siguió por los tobillos. Enesa misma posición, le preguntó a Gregsi su hermano habría de demorarsemucho.

—No lo suficiente —respondióenigmáticamente Greg. El mayor de los

Van Mander pudo sentir el alientocercano de Fátima y hasta se diría queintuyó la proximidad de la carnedesnuda. Los ojos del pintor, muertos ysin embargo llenos de una vivacidadinquietante, estaban fijos sobre los deella. Tan semejante a una mirada era suexpresión que Fátima llegó a dudar deque fuera realmente ciego. Un poco paracomprobar esta última impresión y otropoco a causa de una impostergableinercia, la mujer aproximó sus labios alos de Greg lo suficiente para sentir elleve roce de su bigote entre rubio yplateado. Y así permaneció, refrenandoel impulso de tocar los labios. Greg

extendió su mano y, tomando a la jovenpor la nuca, la aproximó todavía más asu boca. Pero no la besó. Quería sentirel calor de la piel contra la piel.

Entonces Fátima reemplazó supropia mano, aquella con la que nodejaba de acariciarse los muslos, por lade él. Greg permanecía con los ojosabiertos, semejantes a dos piedrasturquesas sobre el lecho de un lagoturbio. A Fátima se le antojó que así,como ese lago oscuro, era el espíritu deGreg, y como aquellas piedras claras laesencia que se ocultaba. Se dijo quebastaba con hundir el brazo en aquellasaguas lóbregas para alcanzar el azul

verdadero de su corazón. Entonces tomófirmemente las manos de Greg y conellas se frotó los muslos, duros como lapiedra pero suaves y tibios como elterciopelo de su vestido. Por momentosFátima se alejaba un poco y, sin soltarlas muñecas del pintor, guiaba susmanos hacia algún lugar de su cuerpo,como instándolo a que adivinara de quéparte se trataba. Y así, transitando pocoa poco por cada ápice de piel, arrastróel índice de Greg hasta su boca, lohumedeció con su saliva, bajó apenas elescote del vestido y lo condujo hasta elpezón, diminuto y crispado, del tamañoy la consistencia de una perla.

Fátima trazaba sutilísimas líneassobre la superficie de su cuerpo con layema del dedo de Greg, cuyo rastrohúmedo parecía la leve huella de uncaracol. Si el pintor pretendía tocar másallá de los límites que le imponíaFátima, entonces ella presionaba confuerza alrededor de las muñecas de Gregy conducía su índice adonde quería. Lasmanos de Greg se dejaban domesticar yse abandonaban a los arbitrios de sunueva dueña. De pronto, el creador deaquel pequeño universo arreglado a suimagen y semejanza, el ciegoomnisciente alrededor del cual todo semovía con la precisión de un cosmos, el

todopoderoso a cuyo control nadaescapaba, había quedado a merced deuna niña. Meciéndose candorosamenteen la tela de la araña, Greg se hundía enel postergado sueño de lavoluptuosidad.

Fátima pudo ver la crecienteprotuberancia, resaltada por el cinto queceñía las calzas por la cintura y seenlazaba por debajo de las ingles.Fátima aproximó su mano a aquelpromontorio que pugnaba por escapardel perímetro del triángulo formado porel cinto de cuero. Pero no lo tocó. Lesusurraba en portugués al oído todo loque sería capaz de hacer de tenerlo entre

sus manos. Y así, sin tocarlo, recorríacon su pequeña palma el contorno de laprominencia cada vez más vertical. Lamano de Fátima parecía ejercer uncurioso efecto magnético: sin queexistiera contacto, cuando el extremo delos dedos se movía siguiendo la formadel voluminoso animal en cautiverio,éste parecía agitarse, como un pezboqueando, de acuerdo al vaivén de lamano. Los muslos y las pantorrillas deFátima se tensaban conforme mecía suscaderas y recorría con su entrepierna elcontorno de la rodilla de Greg.

En el mismo momento en que elpintor había logrado liberar una de sus

muñecas de la tiranía de las manos de lamujer y empezaba a trepar muslo arriba,los dos pudieron escuchar lospresurosos pasos de Dirk avanzando porla calle del Asno Ciego. EntoncesFátima se incorporó despacio, posó suboca sobre la del pintor y deslizó sulengua suavemente sobre la superficiede sus labios, se acomodó las faldas ylentamente volvió a sentarse sobre labanqueta. En ese instante se abrió lapuerta y entró Dirk. El panorama con elque se encontró era exactamente igual alque había dejado minutos antes, salvopor el ligero rubor en las mejillas deFátima y el sordo cataclismo que

acababa de desatarse en el espíritu de suhermano.

Parte 5

Blanco de Plomo

I

A esa misma hora, en las afueras deFlorencia, la comisión de la guardiaducal presidida por el prior SeveroSetimio revisaba minuciosamente lachoza abandonada de Juan Díaz deZorrilla. La sorpresiva desaparición delpintor español se había producidocuando ya existía en toda la zona unextenso rastro de sospechas en torno auna serie de acontecimientos tan gravescomo inexplicables. Primero había sidola muerte violenta de Pietro della Chiesay el hallazgo de su cadáver en los

aledaños del Castello Corsini.Coincidiendo con ese hecho, se tuvonoticia de la desaparición de otros doshombres jóvenes que vivían en laalquería del castillo. Pocos díasdespués, uno de ellos fue encontradomuerto, también en medio del bosquecercano, apenas oculto bajo un montónde ramas. Había sido asesinado de lamisma forma que el discípulo: el rostrodesollado y un profundo corte decuchillo en la garganta. Del otromuchacho desaparecido, nada se sabía.

Una ola de miedo e indignación sehabía apoderado de la pequeña villa quese extendía en la falda del monte en cuya

cima se alzaba el1 castillo. Una llorosadelegación de ancianos, mujeres yfamiliares de las dos víctimas le habíasuplicado al duque que la comisiónpresidida por el prior encontrara, de unavez, al asesino. Severo Setimio,mascullando su indignación al quedar enevidencia su propia inoperanciacomparecía, rojo de vergüenza y de ira,ante el duque. Si aún no habíadescubierto al culpable, entonces, comoen sus viejos tiempos de inquisidorinfantil, tenía que apelar a los antiguosrecursos.

Y uno de los principalessospechosos, aunque no el único, era el

extraño pintor eremita. Entre la multitudde objetos abandonados por Juan Díazde Zorrilla, los hombres de la guardiaducal encontraron numerosas sanguinasque representaban a un hombre joven.Mezclados entre los frascos queguardaban aceites, diluyentes ypigmentos, hallaron botellas quecontenían sangre. En un pequeño cofrehabía greñas de cabello humano y restosde uñas prolijamente cortadas.

Cuando Francesco Monterga fueinterrogado por la guardia ducal, nodudó en reconocer los rasgos de Pietrodella Chiesa en los dibujos abandonadospor el pintor español. Sin embargo, no

pudo afirmar categóricamente que elcabello y las uñas pertenecieran a sudiscípulo. En cuanto a la sangre,tampoco podía asegurarse que fuesehumana. El maestro florentino expuso alprior las extrañas fórmulas que aplicabaDíaz de Zorrilla para preparar suspinturas. Le reveló que el español,según le había confesado, solía utilizarsangre de animales entre los diluyentes ylos diferentes pigmentos. Pero no leconstaba que alguna vez hubiera usadosangre humana. La comisión no tardó enexpedirse; por fin Severo Setimio teníaal asesino. Dispuso la inmediatabúsqueda y captura del español. Vivo o

muerto. Francesco Monterga le rogó alprior que le concediera a su viejocolega el favor de la justa duda. Peroera una decisión tomada. Bastó quecorriera la voz para que los habitantesde la alquería salieran en turbamulta,armados de tridentes, hoces y palas, ahacer tronar el escarmiento.

II

Desde la muerte de Pietro dellaChiesa el taller de Francesco Montergase había convertido en un silenciosonido de suspicacias. La sorpresivacondena sumaria que pesaba sobre JuanDíaz de Zorrilla parecía no terminar deconvencer a algunos. Ni siquiera alprior Severo Setimio que, aunquenecesitaba dar el caso por cerrado paravindicar su alicaída imagen ante elduque, albergaba in pectore algunasdudas. Durante los últimos días de subreve existencia, el joven discípulo fue

testigo involuntario de muchosacontecimientos sombríos. El prestigiode Francesco Monterga había sidopuesto en duda por algunos rumores quePietro, contra toda suposición y para suentera desilusión, terminó por confirmar.Y quizá el discípulo dilecto del maestrono hubiese sido el único que presenciólos furtivos encuentros —si es que hubomás de uno— entre Francesco Montergay Giovanni Dinunzio. De hecho, elflamenco había dejado deslizar algúncomentario filoso, aunque losuficientemente ambiguo como parasembrar la duda. En algún lugar delinsidioso espíritu de Hubert van der

Hans parecía anidar una sospecha. Enrigor, detrás de su mirada siempreencandilada, a través de aquellos ojosde albino que rehuían la luz, no habíadetalle que pudiera escapar a su veladacuriosidad. No existía un solo ápice enel taller que no hubiese sidominuciosamente examinado por elflamenco.

En sus furtivas excursionesnocturnas a la biblioteca lo habíarevisado todo. De modo que no seríauna hipótesis extravagante que, tambiénél, hubiera sido testigo de algún otroencuentro entre el maestro y GiovanniDinunzio. Se diría que Hubert albergaba

la sospecha de que Francesco Montergahubiera querido cegar la vergüenza y eldeshonor a cualquier precio. TampocoGiovanni parecía escapar a la recelosamirada de Hubert; su condiscípulo noera el transparente joven de provinciasque aparentaba. Detrás de su bucólicainocencia se ocultaba un espírituvolcánico, sombrío y dado a ladebilidad de la carne. Varias veceshabía sorprendido Hubert a Dinunziososteniendo desesperadamente entre lasmanos el frasco que contenía el extractode adormideras, inhalando los vaporesnarcotizantes del solvente. Sabía que nopodía prescindir de los efluvios

obtenidos de la flor de la amapola, y quela mansedumbre de su espíritu noobedecía a otra cosa que a sus efectoslenitivos.

En una ocasión, un poco para saciarsu curiosidad y otro poco por puramalicia, Hubert había escondidodeliberadamente el preciado frasco demodo que Giovanni no pudieraencontrarlo fácilmente. Eldescubrimiento fue sorprendente; nuncahabía visto el flamenco tantadesesperación y furia contenida.Viéndolo deambular como una fiera encautiverio, buscando y rebuscandofrenéticamente, ganado por temblores y

envuelto en un tul de sudor helado, notuvo dudas de que aquel dócilcampesino hubiese sido capaz de matar.Pero Hubert también sabía queFrancesco Monterga, quien se ocupabaescrupulosamente de que nunca faltara elaceite de adormideras, hacía uso de ladesesperación de su discípulo. Tal vezlos encuentros secretos fueranpropiciados por el maestro a cambio dela preciada pócima, que con frecuenciaera aplicada en la dilución de lospigmentos, solo o combinado con el delinaza, por sus propiedades de secado.Hubert van der Hans albergaba laconjetura de que la muerte de Pietro

della Chiesa había sido obra deFrancesco Monterga o de su discípulo, obien de una secreta sociedad entreambos. Sin embargo, se hubiera dichoque no le concedía a todo esto una granimportancia. El objeto máximo de sucuriosidad, evidentemente, estaba puestoen otra parte.

Por otro lado, los recelos delflamenco parecían ser exactamentesimétricos a los de Giovanni Dinunzio.No escapaba a la vista de nadie laexcesiva curiosidad de Hubert. Sinsaber exactamente de qué se trataba, eldiscípulo de Borgo San Sepolcro noignoraba que en la biblioteca se

ocultaba un secreto inexpugnable. Ytampoco era ajeno a las incursiones desu compañero en aquel recinto que lehabía sido explícitamente prohibido.Además, el hondo desprecio que solíaprodigarle a él, era el mismo con el quetrataba a Pietro cuando, burlándose desu pequeño cuerpo lampiño, lohumillaba llamándolo la bambina. PeroGiovanni también sabía cuántos celosguardaba el corazón de Hubert. Pietroera dueño de una técnica del dibujo y lacomposición que más de un pintorconsagrado hubiese querido para sí.Sabía que los ojos entreabiertos delflamenco miraban con una envidia

inabarcable las tablas pintadas por elpredilecto del maestro. Por mucho quese jactara de haber estudiado junto a losmejores pintores de Flandes, Hubert malpodía disimular que no habría dealcanzarle la vida para igualar a labambina en su manejo de las formas.Giovanni tampoco ignoraba que entrelos tres existía una sorda competencia.Uno de ellos, sólo uno, podía aspirar aingresar como pintor a la Casa Medici.Y por cierto, hasta el día de la tragedia,había un favorito.

El maestro Monterga, por su parte,parecía estar sumido en un profundopozo de melancolía. Iba y venía por el

taller como un fantasma agostado. Era lasombra de su sombra. Cuandofinalmente se produjo la sentencia sobresu colega español terminó dederrumbarse. Se encerraba en labiblioteca y allí permanecía durantehoras. En pocos días había envejecidodiez años. Y cuando salía de su retiro enla biblioteca, ya ni siquiera tomaba laprecaución de ponerle llaves. Variasveces escuchó cómo se abría la puerta yllegó a ver entrar furtivamente a Hubert.Pero fue como si no le diera ningunaimportancia. Miraba a su discípulo deFlandes con una mezcla de temordisfrazado de indiferencia.

Sin que nadie lo advirtiera, Hubertvan der Hans, cada vez que entraba en labiblioteca, estaba haciendo un trabajomonumental.

III

Durante algunos días FrancescoMonterga parecía haber perdido todointerés en la obsesión que, desde hacíaaños, ocupaba la mayor parte de suexistencia. Pero una mañana, como si sehubiese despertado de un breve letargo,recobró los viejos bríos. Hacia lamedianoche solía encerrarse en labiblioteca y, como lo haría un exegetade las Escrituras, pasaba horasinterpretando las páginas del tratado quele legara su maestro Cosimo da Verona,a la luz de una vela que acababa por

consumirse antes que su afán deductivo.El antiguo escrito del monje Eraclius, elDiversarum Artium Schedula era, entérminos generales, un manual de ordenpráctico. Constaba de veinticincocapítulos, cada uno de los cualesaportaba una suma de consejos al pintor,desprovistos de cualquier consideraciónteórica, especulativa o histórica.Enumeraba los distintos pigmentosconocidos y la forma de obtenerlos,molerlos y asociarlos; mencionaba lossolventes, diluyentes y aglutinantes;clasificaba los diversos tipos de aceitesy el modo de conseguir barnices.Aconsejaba cómo obtener temples

firmes y duraderos, cómo hacerimprimaciones sobre tablas, de quémanera preparar los muros para pintarfrescos en interiores y decorar paredesexteriores. Consignaba herramientas ysus aplicaciones adecuadas, usos yformas de fabricación de los diferentestipos de pinceles, espátulas y carbones.Había algunas breves consideracionessobre la copia de la figura humana y decómo aprehender los distintos objetosde un paisaje, según volúmenes ydistancias.

Algunos de los consejos eranampliamente conocidos por la mayoríade los pintores, pero otros constituían

verdaderas revelaciones, por ciertocelosamente guardadas por FrancescoMonterga, y, además, se mencionabanciertas fórmulas cuya aplicación en lapráctica parecía imposible. Al últimocapítulo seguía una suerte de anexo olibro aparte, titulado Coloribus etArtibusy en la página siguiente aparecíaun subtítulo: Secretus colorís in statuspurus. Pero cuando el lector seaprestaba a saciar su curiosidad y dabavuelta a la hoja, se encontraba con elfragmento de Los Libros del Orden deSan Agustín, entre cuyas letras seintercalaba una sucesión de númerosdispuestos sin arreglo a algún orden

inteligible:

IV

Durante años, Francesco Montergahabía intentado encontrar la clave ocultaen aquella serie interminable denúmeros. Cada vez que creyóaproximarse a una interpretación de susignificado, el laborioso edificio desentido que había logrado construirterminaba haciendo agua en la siguienteserie numérica y se derrumbaba comouna torre de naipes. Sumaba, restaba,multiplicaba y dividía; sustituía cadanúmero por su letra correspondiente entodos los alfabetos conocidos, de atrás

para adelante y de adelante para atrás.Recurrió a la Cabala, a la numerología ya los oscuros postulados de la alquimia.Creyó encontrar una posible relacióncon la sucesión alfanumérica que regíael orden del Antiguo Testamento, perosiempre, una y otra vez, por un camino opor otro, llegaba al mismo sitio: el másdesolador de los ceros. Entonces volvíaa empezar.

Por otra parte, el texto de SanAgustín no hacía mención, ni explícita nitácita ni metafórica, de nada que tuviesealguna relación con el color. Pormomentos Monterga perdía la noción delo que estaba buscando. Y, en rigor, se

diría que no acababa de saber quéentidad ontológica podía tener el coloren estado puro. En realidad, ni siquieraterminaba de explicarse qué eraexactamente el color. FrancescoMonterga, como todos los pintores, eraun hombre práctico. Sostenía para sí quela pintura no era sino un oficio, y que suejercicio no distaba en mucho deltrabajo del carpintero o el del albañil.Por mucho fasto que revistiera la figuradel artista, su delantal salpicado ymugriento, sus manos pobladas decallos, los pulmones quejumbrosos, eltaller plagado de cáscaras de huevo y demoscas y, sobre todo, su magro

patrimonio, eran el más terminantetestimonio de su condición.

De muy poco podría servirle elestudio de las leyes del Universo si nosabía mezclar las yemas de huevo conlos pigmentos. No le servía de nadaconocer los teoremas de los antiguosgriegos si no podía establecer unaperspectiva o un escorzo para pintar unmodesto pesebre. No era necesariorecitar de memoria a Platón pararepresentar una caverna. Sin embargo, elentendimiento del concepto del color enestado puro lo había llevado más alládel cotidiano trabajo del artesano. Cadavez que preparaba un color en la paleta,

no podía dejar de preguntarse por sunaturaleza. ¿Era el color un atributo delobjeto, podía existir independientementede aquél? Si tal como afirmaba Platón,el mundo sensible no era sino un pálidoreflejo del mundo de las ideas, ¿acaso elcolor con el que trabajaba todos los díasno era un pobre remedo del coloresencial, del color en estado puro? Si larealidad sensible era una mísera copiadel mundo de las ideas, entonces lapintura, como representación artificiosade la naturaleza, era apenas una copia dela copia. De modo que si existiera elcolor en estado puro, quizá la pinturadejaría de ser una deficiente

reproducción y alcanzaría a convertirseen un arte verdaderamente sublime.¿Pero acaso podían fundirse en un lienzola mundanal materia del universosensible con la inasible idea del coloren estado puro? La respuesta de aquellapregunta condujo a Francesco Montergaa la metódica lectura de Aristóteles.

Leía y releía los pasajes de DeAnima, De Sensu et Sensibili y DeColoribus, y todas las reflexionesparecían coincidir en una mismadefinición: «La esencia del color está enla propiedad de los cuerpos de mover aldiáfano en acto», es decir, el diáfano,forma que empleaba Aristóteles para

denominar al éter lumínico, en sí mismoinvisible, se manifiesta sobre loscuerpos, y son las propiedadesparticulares de cada cuerpo las quedeterminan uno u otro color, según sededuce del capítulo VII de De Anima.E n Sensu et Sensibili, Aristótelesagregaba otra definición: «El color es laextremidad de lo perspicuo en el límitedel cuerpo»; esto es, el color representala frontera exacta entre el éter lumínico(«lo perspicuo») y la materia. FrancescoMonterga deducía, entonces, que la luz,el éter, era de naturaleza enteramentemetafísica, en la medida en que no eraperceptible a los sentidos por sí misma,

sino mediante los cuerpos sobre loscuales yacía. Así como el alma semanifiesta a través del cuerpo y se tornaimperceptible cuando éste se corrompey muere, de la misma manera la luz esaprehensible sólo cuando se posa sobreun objeto. El color es el límite exactoentre la luz, de orden metafísico, y elobjeto, de orden físico.

Para Francesco Monterga, elproblema de la pintura residía en elcarácter enteramente material de loselementos que la constituían; los coloreseran tan perecederos como el cuerpocondenado a la corrupción, la muerte y,finalmente, la extinción. Entonces,

¿cómo capturar ese límite y separarlodel objeto? Intuía que la respuestaestaba en el problema de la luz. Elmaestro florentino, después de soplar lallama de la vela cuando se disponía adormir, y una vez envuelto en lapenumbra de su cuarto, no podía evitarpreguntarse si el color seguía existiendocuando la luz se ausentaba. Pregunta quesolían hacerse los antiguos griegos.Muchas veces, luego de pasarse horastrabajando en la mezcla de un color, odespués de haber terminado un cuadro,al apagar el candelabro, lo asaltaba ladesesperante idea de que, junto con laextinción de la luz, pudiera haberse

extinguido también el color. Encendía yapagaba el candelabro tantas vecescomo lo acicateaba la duda.

Francesco Monterga abrigaba laidea de que la luz era inmanente a Dios,que Dios era la pura luz y Dios no podíaverse sino a través de los objetos de sucreación. El color era entonces lafrontera entre Dios y el mundo sensible.Y era una frontera cuya esencia estabaseparada de cualquier concepto. Unhombre que ha nacido ciego puedeentender el teorema de Pitágoras, puedeimaginar un triángulo y comprender elconcepto de la hipotenusa; pero noexiste concepto ni forma de explicarle a

un ciego, a fuerza de definiciones, quées un color. Pero la mismaincertidumbre, se decía FrancescoMonterga, era extensiva a quienesgozaban del don de la vista. Confrecuencia le preguntaba a Pietro dellaChiesa:

—¿Cómo saber si esto, que yo llamoverde, tú lo ves rojo aunque lodenominaras verde y creyéramos estarde acuerdo? —le decía sosteniendo enla diestra una col. Por otra parte, lospigmentos, aun los mejores y los másvaliosos, no dejaban de ser merasimitaciones. Por muy realista quepudiera parecer una veladura, no era

sino una mezcla de vegetales yminerales que alcanzaban la aparienciade la carne. La solución que proponíaJuan Díaz de Zorrilla, esto es,aprehender los colores de los mismosobjetos a representar, además deresultar cruenta, sobre todo si losobjetos en cuestión eran personas, erapara Francesco Monterga una merasustitución de lugar, consistente entrasladar la materia del objeto a la tabla.Es decir, por ese camino no se obteníael color inherente al objeto, sino supropia materia.

El maestro florentino estabaconvencido de que el jeroglífico de su

viejo manuscrito revelaba, tal como loindicaba el título, el modo de obtener elcolor despojado de su efímero sustentomaterial. El arco iris era la prueba deque, bajo determinadas circunstancias,el color no precisaba de objeto alguno ypodía permanecer puro en el éter. Demanera que si realmente existía elcolorís in status purus, sólo bastabadescubrir la forma de fijarlo sobre unatabla o un lienzo. El Santo Sudario deTurín podía constituir una muestra decómo el color, por obra de la luzDivina, podía fijarse sobre una tela. Ajuicio de Francesco Monterga, existíaninnumerables pruebas de que el color

podía separarse del objeto. Bastaba concerrar fuertemente los ojos para ver unainfinita sucesión de colores, destelloscuyas tonalidades no existían en lanaturaleza y no se aferraban a objetoalguno. Las crónicas de los viajeros quehabían navegado hacia el norte, hasta losconfines del mundo, juraban haber sidotestigos de auroras en medio de lanoche, cortinados de colores que semecían sobre el cielo nocturno, sobre eléter puro y sin reposar en ningún astro.

Francesco Monterga acariciaba laidea de poder pintar prescindiendo delos pedestres recursos del aceite y layema de huevo, de las polvorientas

arcillas y el pedregullo molido, de laspringosas resinas y los mineralesvenenosos. Quería, como el poeta quesepara la cosa de su esencia, trabajar elcolor con la misma limpia pureza conque se escribe un verso. Así como Dantepudo descender a los infiernos, navegarpor los pestilentes ríos de Caronte,narrar los tormentos más espantosos yemerger limpio y puro por obra de lapalabra, también él, FrancescoMonterga, aspiraba a convertir lapintura en un arte sublime, despojado delas corrompidas contingencias de lamateria. Así como la palabra es la ideamisma y prescinde del objeto que

designa, de la misma manera el color enestado puro habría de prescindir de unvehículo material, de un pigmento y deun diluyente. Y tenía la certeza de queaquella sucesión de números escondía laclave del secreto del color en estadopuro.

V

Si las primeras incursiones deHubert van der Hans en la biblioteca deFrancesco Monterga eran subrepticias ytan esporádicas como las escasasocasiones que se le presentaban, ahoraque Pietro della Chiesa había muerto yel maestro vagaba por la casa como unalma en pena, el discípulo flamencotenía el camino completamente allanado.La tímida presencia de GiovanniDinunzio no constituía para él ningúnobstáculo; se diría que Hubert guardabaun tácito pacto de silencio con su

condiscípulo. Lo cierto es que cuandocaía la tarde y el maestro Monterga seretiraba a descansar, la pálida ylongilínea figura de Hubert van der Hansse escurría por el pasillo y, sin quemediara óbice, entraba en la biblioteca.Podía permanecer horas enterascómodamente sentado en el sillón de sumaestro. Francesco Monterga no sólohabía olvidado definitivamente echarllave a la puerta, sino que el cofre queatesoraba el manuscrito estaba huérfanode toda protección; Hubert habíaconseguido violar la cerradura delcandado y, cada vez que completaba sudiaria tarea, afirmaba el arete en el

pasador dejando la apariencia de queestaba todo en su lugar.

El discípulo flamenco pasaba lasprimeras páginas del manuscrito y abríael libro en el jeroglífico. Hubert van derHans corría con una ventaja sobreFrancesco Monterga: todo el trabajoacumulado y desechado por el maestroflorentino durante años estabaprolijamente anotado en un gruesocuaderno de tapas de piel de corderoque guardaba con el manuscrito. Allí seconsignaban las diferentes hipótesis, lasclaves que podían conducir hacia algúncamino, las posibles concordanciasentre números y alfabetos y, aunque

todos los intentos resultaron áridos, aHubert le ahorraban años de durotrabajo. Al menos le indicaban quésenderos no conducían a ninguna parte.Apartándose los mechones blanquecinosque caían sobre sus ojos de murciélago,el flamenco trabajaba con tesón. Leía yreleía de arriba hacia abajo, de abajohacia arriba, de izquierda a derecha y dederecha a izquierda como los hebreos.

Hubert van der Hans parecía estarsiguiendo una clave precisa y se diríaque cada día se hallaba más cerca deencontrar, al menos, un camino posible.Había un detalle que le otorgaba unainesperada y paradójica ventaja: su

miopía pertinaz. Las dificultades paraver de cerca el texto, le daban unpanorama más o menos distorsionado ygeneral. Las letras por momentos seborroneaban frente a sus ojos, y nopercibía más que formas inciertas,nebulosas, como aquel que adivinaanimales mitológicos en las nubes o elque distingue rostros en las manchas dehumedad de las paredes. Y cuantomenos riguroso era su método, tanto másprovechosos parecían ser los resultados.A su condición cuasi albina se sumabael temprano aprendizaje, cuando eraalumno de los hermanos Van Mander,del oficio de miniaturista. La laboriosa

tarea de pintar figuras a veces tanpequeñas como la cabeza de un clavohabía dañado seriamente sus ojos. A lavacilante luz de una vela, Hubert tomabanotas y trazaba complejas coordenadasque sólo él era capaz de entender.

La misma pregunta que solía hacersePietro della Chiesa acerca del motivoque pudiera tener Francesco Montergapara tomar como discípulo a quien habíasido alumno de su más tenaz enemigo,era la que el propio Hubert se formulabacada vez que entraba en la biblioteca.No terminaba de explicarse la candidahospitalidad con que lo había acogidoen su taller, la inocente generosidad con

que le revelaba sus más preciadossecretos y la ciega confianza que leprodigaba al dejar cada rincón de supropia casa a su entera disposición.

Se diría que Hubert desconocía elconcepto de la lealtad. Sin embargo,quien actúa por el principio de latraición, no puede ignorar su parantinómico. Y tal vez, por un caminoinsospechado y paradojal, sin siquierapercibirlo, en la misma medida en queconsumaba la traición, por primera vezle estaba siendo fiel a su maestro. Enrigor, empezaba a preguntarse quién era,en realidad, su verdadero maestro.

VI

Siete figuras fantasmales se mecíancontra el cielo crepuscular hacia el quese precipitaba la tarde. Una brisa frescaque bajaba desde los Montes de Calvanalas hamacaba suavemente, haciéndolasgirar sobre su eje hacia uno y otro lado.Colgadas de la ramas de un roblemarchito, las siete figuras parecíanfrutos macabros. Rodeadas desde elcielo por una bandada de cuervosimpacientes, y vigiladas por lamuchedumbre desde el pie del roble decuyas ramas pendían, los cuerpos

pendulantes de Il Castigliano y sus seisleales mastines eran exhibidos comotrofeos de caza por una turbamultaenardecida. Y, literalmente, habían sidocazados por los furiosos habitantes delburgo perteneciente al Castello Corsini.Después de dos días de búsqueda sintregua, auxiliados por los sabuesos y losferoces dogos atigrados de Nápoles queel propio duque había puesto a sudisposición, Juan Díaz de Zorrilla fueencontrado por la turba, exhausto y conun tobillo quebrado, en las cercanías deFiesole. La jauría del español presentóbatalla a los mastines napolitanos, peroviendo que estaban destrozando a

dentelladas a los suyos, el pintor lesordenó abandonar la lucha. Por otraparte, los aldeanos los querían vivos.Pretendían obtener una confesión ysabían que sus perros eran su familia.Uno a uno fueron enlazados y atados aun árbol. Querían averiguar, además,qué había hecho el eremita con el jovenque aún permanecía desaparecido ycuyo cadáver ni siquiera habían podidoencontrar.

Primero fue brutalmente interrogadopor el prior. Al padre del muchachomuerto tuvieron que sujetarlo entrecuatro miembros de la comisión ducalpara que no atravesara con el tridente al

pintor español. Las preguntas llegabanen tropel, vociferadas y acompañadas depuntapiés y guadañazos que pasabanmuy cerca de la cara de Il Castigliano.Viendo que aquello iba a terminar en uninfructuoso ajusticiamiento popular, lamadre del joven desaparecido suplicóque no lo mataran hasta no saber quéhabía hecho con su hijo. El círculoiracundo se abrió y entonces un hombreviejo, aunque de expresión temible, seconvirtió en el vocero de la turbaenardecida. Por cada pregunta quequedaba sin respuesta, cada uno de susperros era degollado. Los ánimos de laplebe eran alternativamente exaltados y

luego morigerados por las brevesarengas del prior Severo Setimio.

Cebados de muerte, los mastines deNápoles olían el perfume de la sangre yladraban con la boca rebosante deespuma. Juan Díaz de Zorrilla sólo sepronunció para suplicar por la vida desus perros. En el mismo momento en queiban a descargar el filo de la guadañasobre el más viejo de la jauría, quedesafiaba a su agresor mostrándoletodos los dientes, el español anunció sudisposición a confesar. Pero con laúnica condición de que no mataran alperro. Con la voz quebrada y vacilante,reconoció que él había asesinado a los

jóvenes para extraer su sangre y con ellapreparar pigmentos. Dijo que el cuerpodel otro hombre estaba enterrado debajode un peñasco junto a su cabaña. Bastóque dijera esto último para que elcírculo expectante se cerrara sobre JuanDíaz de Zorrilla; Severo Setimio sealejó unos pasos y observó desde unadistancia imparcial. Fue una muertehorrorosa: hoces, guadañas, tridentes,palas y puñetazos cayeron todos de unavez sobre su humanidad yacente. En unpromontorio coronado por un gran robleimprovisaron un cadalso y lo colgaroncabeza abajo, por así decirlo, ya queestaba prácticamente decapitado. Sus

perros corrieron la misma suerte.La turba bajó de la montaña con la

sed de venganza finalmente saciada. Elabate cruzó las manos por debajo delabdomen y dio el caso por cerrado.

VII

Cuando Francesco Monterga seenteró de la noticia de la muerte de sucolega español no pudo contener unllanto ahogado. No lo unía a él unaestrecha amistad; no compartían unmismo criterio de la existencia, nitampoco alguno acerca de la pintura. Asus discípulos no dejó de sorprenderlesque guardara semejante piedad para conel asesino de su protegido, Pietro dellaChiesa. Lejos de ver su espírituconfortado por la muerte de aquel quehabía segado la vida de su más leal

alumno y arrancado de cuajo la ilusiónde ver triunfar a quien estaba destinadoa ser uno de los mejores pintores deFlorencia, Francesco Monterga no podíadisimular su amargura. Quizá paramorigerar su tristeza, el maestro seimpuso una tarea tan sistemática comoinútil. Una mañana desempolvó el viejoboceto que meses atrás le encargara yluego rechazara Gilberto Guimaraes.Colocó la tabla en el caballete y sedispuso a concluir el retrato de Fátima,la esposa del naviero portugués. Lamisma obsesiva compulsión que, hastapocos días atrás, ocupaba la mayor partede su tiempo cuando se encerraba en la

biblioteca, ahora había cambiado deobjeto.

Como en los viejos tiempos, cuandopintar era una pasión urgente eimpostergable, cuando preparar unlienzo o imprimar una tabla era elperentorio prólogo para entregarse, porfin, a la ensoñación de la paleta, ahorahabía vuelto a pintar con aquel mismofervor juvenil. Hacía muchos años queel maestro Monterga veía en la pinturaapenas una fuente de sustento. Losnumerosos trabajos que había hecho porencargo de su avaro mecenas no eranmás que banales caprichos decorativosque, por cierto, ni siquiera le aseguraban

un pasar más o menos decoroso. Sunombre alguna vez había tenido elmismo brillo que el de aquellos cuyaspinturas enjoyaban los palacios de losMedicis; pero ahora, caído en el olvido,derrotado como pintor, como maestro ycomo digno discípulo de Cosimo daVerona, viendo improbable que eltiempo restante de vida le alcanzarapara develar el secreto del colorís instatus purus, volvía a aferrarse a lapintura como su única redención.

La renuncia a sus oficios por partede Gilberto Guimaraes había sido unahumillante ofensa. Se diría que,aprovechando su encargo, Monterga se

había propuesto demostrar, aunque sólofuera para sí mismo, que todavía era unode los mejores pintores de Florencia.Pero ahora, aunque la tarea fuese envano y el cuadro muriera en el olvido,estaba dispuesto a concluir el retrato deFátima. Según le confesó a Hubert, nadahabría de causarle más placer quealguna vez el azar quisiera que GilbertoGuimaraes viera terminada la pinturaque osó despreciar. Entonces, ni aunquele suplicara de rodillas, ni aunque leofreciera hasta la última de sus riquezas,habría de acceder a vendérsela.

Con las primeras luces del alba,cuando el sol era una tibia virtualidad

tras las montañas, Francesco Monterga,con el ánimo súbitamente recuperado,comenzaba su tarea. Ataviado con unmandil de las épocas de estudiante y unagorra que databa de los tiempos en quetodavía tenía pelo, pintaba alegre yapasionadamente. Parecía obsesionadopor el rostro de Fátima; ni bien acababade ultimar las agotadoras veladuras,antes de que secara el temple, deshacíael trabajo y volvía a comenzar. Podíapasarse horas contemplando elsemblante de la portuguesa. En esasocasiones se lo veía extasiado, y algunavez los discípulos que le quedabanpresenciaron cómo acariciaba las

mejillas sonrosadas del retrato, como sihubiese perdido la razón. O como si unvínculo secreto lo uniera a Fátima.

Examinando la pintura y la expresióndel maestro, Hubert van der Hans nopudo evitar que una idea escalofriantepasara por su blanca cabeza. Esa mismanoche escribió una carta cuyodestinatario estaba en Brujas. No era laprimera vez que esto ocurría; FrancescoMonterga, sin que lo supiera sudiscípulo flamenco, había encontradonumerosas cartas ocultas entre laspertenencias de Hubert. Sabíaexactamente los días en que su alumnoflamenco se llegaba hasta el Ufficio

Postale, con las cartas ocultas entre lasropas. Pero exultante como estaba desdeque había retomado el viejo retrato, elmaestro Monterga parecía ajeno a todocuanto sucedía a su alrededor.

Como si el destino de ambosestuviera siendo escrito con la mismapluma, como si el azar o la fatalidadquisiera unirlos sin que ellos mismos losupieran, en ese exacto momentoFrancesco Monterga y su acérrimoenemigo flamenco, Dirk van Mander,otra vez se batían a duelo. Aunque uno yotro lo ignoraran, ambos estabanpintando a la misma persona. El destinode ambos ahora tenía un solo nombre:

Fátima.

Parte 6

Negro de Marfil

I

A la misma hora en que FrancescoMonterga retocaba por enésima vez elrostro de Fátima, tan lejano como unrecuerdo, Dirk van Mander, con unpincel de pelo de camello, difuminabasobre la tela de su estudio el rubor desus mejillas tan cercanas y esquivas.Habían pasado más de tres semanasdesde la llegada de Fátima a Brujas.Según el plazo establecido, quedabansólo tres días para terminar el retrato.Pese a los denodados esfuerzos de Dirkpara convencer a su cliente de que el

trabajo, en efecto, iba a quedarconcluido en la fecha que habíanacordado, Fátima no podía ver en latabla algo diferente de un boceto. Pormucho que se deshiciera enexplicaciones técnicas y le perjurara queel óleo que habría de emplear tenía lapropiedad de fraguar en cuestión deminutos, la portuguesa tenía buenosmotivos para dudar. De acuerdo con unabreve esquela que hiciera llegarGilberto Guimaraes desde Ostende, susalud mejoraba notablemente, aunquevolvía a manifestar su indignación paracon las autoridades del puerto, pueséstas insistían en su negativa a que

pudiera desembarcar. Decía, además,que en tres días el barco debía levaranclas y emprender el regreso a Lisboa.

Dirk recibió la noticia con unamezcla de alegría y desazón. Sealegraba frente al anuncio de queGilberto Guimaraes no habría dellegarse hasta Brujas, pero no podía másque lamentar que en tan poco tiempotuviera que irse Fátima. Albergaba laesperanza de que el plazo se extendieraaunque fuese por unos pocos días más.Deliberadamente, estaba retrasando laconclusión de la pintura con el propósitode forzar una prórroga y, de ese modo,prolongar la estadía de la portuguesa.

Sabía que con el preparado del OleumPretiosum, la pintura podía estarterminada en poco tiempo; pero Dirk sehabía propuesto un trabajo mucho másarduo y cuya materia era más difícil dedominar que el más venenoso de lospigmentos: el corazón de Fátima. Sabíaque la consistencia espiritual de la jovenportuguesa era de una sustanciasemejante a la del Oleum Pretiosum: tanluminosa y cautivante, como oscura ymisteriosa su secreta composición; tanfirme en su carácter, y a la vez taninasible como los aceites más preciosos.

La joven sencilla y amable, desonrisa radiante y fresca, dueña de la

simpleza de los campesinos, pormomentos se transformaba en una mujeraltiva, de expresión dura y amarga. Lamuchacha apasionada, la misma quebuscaba furtivamente la boca de Dirk yle ofrecía un beso fugitivo, a vecestierno, a veces lascivo, sin que mediaramotivo se convertía de pronto en untémpano de perfidia. Pero el corazón deFátima era mucho más turbio aún de loque podía percibir Dirk. El menor de loshermanos ni siquiera sospechaba que, ensu ausencia, Fátima mantenía con Gregun romance oscuro, turbulento y pormomentos salvaje. Para Dirk, Fátima erauna tortuosa esperanza de amor ascético.

Para Greg, en cambio, era unavoluptuosa promesa carnal, unalujuriosa y mundanal urgencia. A Dirk lecerraba su corazón tan pronto como selo abría. A Greg le ofrecía su cuerpocomo una fruta jugosa y, en el momentodel anhelado mordisco, la apartaba de laboca.

Durante los últimos días Gregpasaba la mayor parte del tiempoencerrado en el único sitio reservadosólo para él y al que su hermano menortenía vedado acceder. Los cuatro murosde aquel frío recinto ocultaban loselementos que componían la fórmula delOleum Pretiosum. Tal era el celo que

ponía Greg en mantener el secreto, sobretodo a los ojos de Dirk, que a nadiepermitía la entrada en sus oscurosdominios. Con la sola excepción deFátima. La joven portuguesa habíalogrado en pocos días lo que nadiedurante años: que el propio pintor lefranqueara el acceso. La primera vezque Fátima entró en el recinto creyósaber exactamente qué significaba serciego. Ni siquiera hubiese podidodescribir aquel sitio cerrado cuyasventanas habían sido tapiadas, por lasencilla razón de que no entraba unápice de luz desde el exterior y, desdeluego, Greg no necesitaba iluminarse.

No sólo que no había ni una mísera vela,sino que la condición que había puestoel viejo pintor para que la mujer pudieseingresar era que se abstuviera deencender fuego. Un intenso perfume apino contrastaba con la penumbra y elencierro.

A Fátima se le antojó que era unlugar grato y a la vez aterrador. Enmedio de la más cerrada oscuridad,tenía la impresión de estar perdida en unlaberíntico bosque de pinos. Y, de noser por la mano de Greg, que laconducía a cada paso, sin dudas hubierasido incapaz de encontrar la salida porsí misma. Aquél era ahora el lugar de

los encuentros furtivos. Como dosciegos, a tientas y guiados por el mapaúnico de la forma de sus cuerpos, serecorrían mutuamente con sus manos,con la boca, con la lengua, con elpulpejo de los dedos. Enredados enaquella noche de una negrura infinita, seaferraban a la única certeza de lasrespiraciones agitadas, de las palabrasentrecortadas dichas a media voz. Enmedio de aquel océano tenebroso en elcual no había arriba ni abajo, ni Orienteni Occidente, Fátima se afianzaba a lasola certidumbre de la brújula firme yenhiesta que le ofrecía Greg. Siempre, laque llevaba el curso del timón era ella.

Pero, invariablemente, cada vez queGreg se disponía a tomar el mando yllevar la travesía a buen puerto, cadavez que sus manos pretendían avanzarsobre el anhelado estuario, Fátima seincorporaba, se acomodaba las ropas yle suplicaba que la condujera hasta lasalida.

—Todavía no —suspiraba Fátima,antes de perderse tras el vano de lapuerta y emerger a la luz.

II

Solo en la profunda soledad de suceguera. Solo en la inexpugnablesoledad de las penumbras intramuros.Solo en la honda soledad de los carnalesanhelos postergados, Greg van Mander,después de años, volvía a preparar lafórmula del Oleum Pretiosum. El viejopintor ciego era, por así decirlo, lademostración palpable de que el colorexistía independientemente de la luz. Enaquella negrura inconmensurable olientea pinos, Greg, sin que nadie pudieratestificarlo, se movía sorteando

muebles, vigas de madera que surcabanlas bajas alturas del techo y losdesniveles que complicaban lasuperficie del suelo. Iba y veníallevando y trayendo distintos frascos,moliendo pequeñas piedras en unmortero de bronce, mezclando aceites yresinas. Era una suerte de aquelarreíntimo e invisible. Trabajaba con lamisma destreza y oficio con los que,veinte años atrás, cuando todavía veía,había hecho por primera vez el magistralpreparado por encargo de Felipe III,cuando el noble francés le habíaencomendado la tarea de descubrir lafórmula de Jan van Eyck.

Todo el mundo supo que nosolamente logró Greg van Manderreproducir las técnicas del gran maestro,sino que sus óleos resultaron aúnsuperiores. Sin embargo, el propioejecutor de la maravillosa receta apenasllegó a conocer su invención, el OleumPretiosum, ya que perdió la vistadurante su preparación. Desde aquelentonces, Greg se había jurado novolver a elaborar el preciado óleo porelevadas que fuesen las fortunas quellegaran a ofrecerle. Así pues, su secretaactividad de aquellos días fue para Gregcomo retrotraerse a la juventud. La

llegada de Fátima había provocado unaverdadera alteración no sólo en eluniverso cotidiano del viejo pintor, sinotambién en su recóndito infiernoamurallado.

En el iluminado taller del puentesobre la calle del Asno Ciego, otratormenta pasional se avecinaba.Mientras Dirk ultimaba los detalles paradar la primera capa de la pintura queestaba preparando su hermano, Fátima,posando resplandeciente delante delventanal, pudo escuchar las inesperadaspalabras del joven pintor. Las oyóperfectamente, pero no estaba segura dehaber entendido. Sin embargo, su cuerpo

se conmovió en un temblor. Miró a Dirkcon unos ojos llenos de azoramiento,como conminándolo a que repitiera suspalabras. Y sólo entonces pudoconfirmar lo que había creído noentender.

—Escapémonos —repitió Dirk conla voz entrecortada.

Ella le miró incrédula.—Huyamos hoy mismo —imploró él

por tercera vez.Fátima, congelada en el taburete, lo

miraba sin pronunciar palabra.Entonces Dirk, posando el pincel

sobre la base del caballete, se quitó elturbante, caminó hasta la mujer y

mirándola al centro de los ojos, con unaexpresión desconocida, inició unencendido monólogo. Le dijo que sabíaque no amaba a su esposo, podía darseperfecta cuenta de que aquel anciano delcual jamás hablaba y cuya salud,evidentemente, ni siquiera le importaba,le provocaba un hondo rechazo. Le hizover que era una mujer joven y bella yque no tenía derecho a condenarse a lainfelicidad o, peor aún, al lentoremordimiento de esperar el dichoso díade la muerte de aquel que, de seguro, nisiquiera podía darle hijos. Sin medir lasconsecuencias de la ofensa que pudieraestar consumando, Dirk le dijo a Fátima

que aquel vil comerciante que tenía pormarido no podía ofrecerle más quedinero y que ella merecía mucho másque eso. Le imploró que huyeran juntosese mismo día, le aseguró que ambosestaban presos de un destino tan cruelcomo injusto; finalmente, le dijo quetambién él era víctima de los tiránicosarbitrios de su hermano mayor, pero yano lo ataba ni siquiera la piedad por suceguera.

Así como ella misma estaba cautivaentre las orladas paredes de su palaciode Lisboa, él estaba preso en aquellapestilente ciudad muerta que nada teníapara ofrecerle. Le dijo que no estaba

dispuesto a ver cómo se consumían losúltimos años de su juventud en lafúnebre soledad de la Ville Morte .Exento de toda modestia, pero hablandodesde lo más profundo de su convicción,no vaciló en afirmar que sabía que erauno de los mejores pintores de Europa yque su futuro junto a su hermano seestaba malogrando; le explicó que elconocimiento de la fórmula de aquellasmismas pinturas que iba a emplear pararetratarla le había sido negado siemprepor Greg, le juró que no podía seguirpintando atado de manos. De rodillas, lesuplicó a Fátima que escaparan esemismo día. Podían ir a cualquier lugar

del reino de Flandes; en Amberes o enBruselas, en Gante o en las Ardenas, enNamur, Hainaut o Amsterdam, seríarecibido como un príncipe. Si ella así loquería, podían ir más allá, a Venecia, aFlorencia o a Siena. A Valladolid o acualquier ciudad de España. Hastaestaba dispuesto a que huyeran aPortugal, a la cuidad de Oporto. El sabíaque pocos pintores tenían su oficio ytalento, y que por lo tanto podríatrabajar en cualesquiera de las cortesdel continente. Rendido a los pies deFátima, le tomó la mano y, por últimavez, le imploró:

—Vayámonos esta misma noche. La

mujer le pidió que se pusiera de pie y,atrayéndolo hacia su pecho, lo abrazócomo a un niño.

En ese mismo momento se abrió lapuerta y entró Greg. Por fin habíaterminado de preparar el óleo. En ladiestra traía un frasco de vidrio en cuyointerior podía verse una suerte dediamante en estado líquido, dueño de unfulgor que parecía irradiar luz propia.Fátima apartó lentamente a Dirk y, presade un encantamiento semejante al queproduce la mirada de la serpiente en susvíctimas, se incorporó y caminó alencuentro del viejo pintor. Contemplabaaquella sustancia que no aparentaba

pertenecer a este mundo y que, siendoque no presentaba color alguno, emitíaresplandores que parecían contenertodas las tonalidades del universo.Fátima volvió la mirada hacia Dirk ypudo ver que las lágrimas que corríanpor su mejillas, comparadas con aquelnéctar, eran como gotas opacas de aguaestancada.

III

Por primera vez en más de veinteaños Greg van Mander tenía otra vezentre sus manos el néctar que habíajurado no volver a preparar, aquellasustancia que había llegado a conquistaruna fama rayana con el mito: el OleumPretiosum. Y, por muy paradojal quepudiera resultar, su propio artífice nuncahabía podido verlo. En tres días detrabajo, había hecho una cantidad apenassuficiente para la primera capa. Sinembargo, el más rico de los pintoreshubiese dado toda su fortuna a cambio

de ese exiguo fondo que brillaba en elfrasco. Greg se lo entregó a su hermano;a Dirk le tembló el pulso y por unmomento temió que pudiera caer de sumano, cuya palma se había empapadocon un sudor frío. No había el másmínimo margen para el error.

Pero incluso deslumbrado por lavisión de aquel barniz más claro que elaire y que irradiaba refulgenciasiridiscentes, no podía abstraerse delbrillo de los ojos de Fátima. Miraba atrasluz aquel diamante acuoso por el quecualquier pintor hubiese estadodispuesto a dar su mano derecha, pese alo cual no podía escapar al ensalmo de

los labios de Fátima. Intentaba descifraren ese líquido la materia secreta de sucomposición pero, antes, se le imponíaconocer la respuesta que Fátima todavíano le había dado. Y mientras se debatíaentre aquellos dos tesoros, Dirk tuvo laconvicción de que podía sin duda huirde su hermano, pero que nunca lo haríadel Oleum Pretiosum. Una idea cruzópor su mente y, por un momento, tuvoterror de su propia persona. Una idea dela cual temía no poder liberarse. Y unterror que habría de instalarse, parasiempre, en su espíritu. Miró a Fátima ycreyó que la mujer acababa de leerle elpensamiento. Sintió vergüenza y

repugnancia, pero tuvo la impresión deque en los ojos de ella había una señalde aprobación. Tal vez, se atrevió apensar Dirk, finalmente podría tenerambos tesoros.

El sol vertical del mediodía habíadespojado a las cosas de su sombra. LaCiudad Muerta se había animado de unarara alegría, semejante al silencio rotopor el canto de un pájaro en uncementerio. El tiempo había mejoradoen proporción inversa al ánimo de Dirk,ensombrecido ahora por una nube quetornaba turbios todos sus pensamientos.

Fátima no podía despegar la vista deaquel óleo inédito. Una vez que el menorde los Van Mander le confirmó a suhermano lo que ya sabía, que lapreparación había resultado perfecta,Greg se dispuso para la tarea crucial:darle color al Oleum Pretiosum.Comparado con el trabajo que implicabala elaboración de la fórmula del barniz,el segundo paso resultaba, enapariencia, sencillo. Sin embargo, secorría el riesgo de equivocar lasproporciones o de utilizar pigmentosdeficientes, en cuyo caso todo el trabajohabría sido en vano. El óleo obtenidodel aceite de nueces o de lino toleraba

bien la dilución de un pigmento algodefectuoso, pero la perfecta licuefacciónde l Oleum no admitía el más mínimovicio en ninguno de sus componentes.

Greg, con la misma naturalidad yprecisión con que manipulaba lostemples al huevo, vertió una mínimacantidad sobre la paleta. El delgado hiloque caía desde el frasco presentaba laapariencia de un diminuto y verticalarco iris. Tomó de la alacena un negrode marfil que él mismo había preparadocalcinando un colmillo de elefantetraído del Oriente, comprobó suconsistencia entre las yemas del índice yel pulgar, separó una cantidad en el

interior de un dedal y, finalmente, loespolvoreó sobre el barniz. El líquidose apoderó completamente del pigmento,atrayéndolo hacia sí como si se tratarade un organismo vivo. No hacía falta,siquiera, mezclarlo. El OleumPretiosum trabajaba, por así decirlo,amalgamándose al marfil calcinadocomo lo hiciera una medusa con lasangre de su víctima. En pocos minutosquedó preparada una verdadera porciónde «nada» en estado puro. Si tal comosostenía Aristóteles, el negro era laausencia de color, eso mismo habíasucedido en la paleta: se habíaproducido una suerte de agujero en la

materia solamente comparable a la ideaimposible de la nada. Aquel negro podíadefinirse no por alguna de suscualidades, sino exactamente por laausencia absoluta de cualidad alguna. Ydecir negro era, en sí, una abstracciónpara denominar lo innombrable, ya queen rigor, si algo podía verse en esesector de la paleta, era nada.

Fátima y Dirk asistían atónitos a latransformación de la materia en sucontrario. Pese a que se podía tocar conun pincel, pese a que parte de suconsistencia estaba hecha con lasustancia de la que se compone elcolmillo de un elefante, aquel negro

indescriptible era la pura ausencia. Noemitía reflejo alguno ni podía afirmarseque presentara volumen. No teníaprofundidad ni superficie. No se podíadeducir su peso ni decir que fueraetéreo. Nada. Sencillamente nada. Sepuede tener una noción conceptual delinfinito; se puede aceptar la razonableidea de los griegos acerca de que en unarecta existen infinitos puntos. Pero nadienunca ha «visto» un infinito. De lamisma manera, ante el cotidianoconcepto de «ente» se puede deducir sucontrario: el no ente, es decir, la nada.Sin embargo, nadie se atrevería aafirmar que alguna vez ha visto «nada».

Excepto Fátima y Dirk, que estabanpresenciando cómo aquella nada seextendía en la superficie de la paleta.

IV

En el principio fue el OleumPretiosum, y luego Greg hizo lastinieblas que se abrían en el haz delabismo, y lo llamó Negro.

El Espíritu de Greg se movía sobreel haz del abismo. Y dijo Greg: sea elAzul: y fue el Azul. Y, sin verlo, supoque el Azul era bueno.

Y apartó Greg la luz de las tinieblas.Y dijo Greg: hágase el Amarillo. Y fueel Amarillo.

Y así creó, también, el Rojo.Y el Rojo era bueno.

Greg, otra vez dueño y señor de suuniverso, hacía y deshacía según suvoluntad y, ciego como era, envuelto ensus íntimas tinieblas, creaba colores queni siquiera podía ver. Sentado en sutrono, la barba cayendo sobre su pechoancho, con el índice extendido tocabaesto o aquello y todo lo transformaba encolor. Como un Midas de la luz,convertía los más toscos minerales, lastierras más pisoteadas, las osamentascalcinadas de las bestias, en coloresnunca vistos, al solo contacto delmágico Oleum Pretiosum.

Y dijo Greg: haya Blanco.Vertió la última parte que quedaba

en el fondo del frasco sobre la paleta, yle agregó el fino molido del blanco deplomo. Entonces, al mezclarse con elbarniz, que se diría milagroso, seprodujo lo indecible. Fátima y Dirkpudieron comprobar la afirmación deAristóteles acerca de que el blanco erala suma de todos los colores y todas lassensaciones. Si el negro era la ausenciapura, el blanco era la suma total.Conforme el Oleum Pretiosum seapoderaba del polvo de plomo, unacantidad infinita de destellos deincontables tonalidades empezó a surgirde la mezcla. Con los ojos alucinados,Dirk y Fátima vieron cómo aquellas

refulgencias iban formando imágenesconcretas y a la vez inaprehensibles.Estaban viendo Todo. Estaban siendotestigos de la Historia del Universo. Siel blanco era la luz, si la luz seeternizaba en su derrotero por elCosmos, aquel blanco era la síntesis detodas las imágenes del mundo sobre laacotada superficie de la paleta.Confirmando el testimonio del monjeGiorgio Luigi di Borgo, que asegurabahaber visto el mítico Aleph, igual que él,en ese blanco que atesoraba la luz detodos los acontecimientos, Fátima y Dirkpudieron ver aquello mismo queescribiera el poeta de Borgo: «Vi el

pulposo mar, vi el alba y la tarde (…),vi un laberinto roto (era Londres), viinterminables ojos inmediatosescrutándose en mí como en un espejo,vi todos los espejos del planeta yninguno me reflejó. (…) vi caballos decrin arremolinada, en una playa del marCaspio en el alba, vi la delicada osaturade mi mano (…) sentí vértigo y lloré,porque mis ojos habían visto ese objetosecreto y conjetural, cuyo nombreusurpan los hombres, pero que ningúnhombre ha mirado: el inconcebibleuniverso».

V

Blanco, negro, rojo, azul, amarillo.Si así pudieran definirse los inusitadoscolores que Greg había preparado en lapaleta, todo estaba dispuesto y listo paraque Dirk extendiera la primera capasobre la tabla. Al menor de los VanMander no dejaba de temblarle el pulsoa la hora de tener que mezclar loscolores según su entero criterio. Ahoraque no podía contar con otro auxilio queel de su propio oficio, siendo que Gregya había hecho su parte, tenía la inefableimpresión de que era la primera vez que

se confrontaba a una tabla. Levantaba lavista de la paleta y no podía evitar lasensación de que la realidad no era másque una pobre falsificación hecha desombras comparada con los colores quedescansaban sobre su mano.

Después de tres días de trabajo,Greg estaba exhausto. Cuando se retiró adescansar, dejó tras de sí una ausencia yun silencio tan sólidos que se diríantangibles. Dirk, sosteniendo un pincelvacilante entre los dedos, temía que almezclar los colores el Oleum Pretiosumse corrompiera. Pero el temor quegobernaba sus manos era el mismo quese había instalado en su espíritu;

esquivaba los ojos de Fátima, y elencendido monólogo que habíaemprendido un momento atrás parecíahaberlo dejado sin palabras. Esperabauna respuesta. Pocas veces en la vida —y tal vez nunca— un hombre seencuentra con el objeto de sus máscodiciados anhelos; para Dirk, tener ensu diestra el óleo con el que todo pintorsoñó alguna vez significaba llegar a lamás alta ambición de su existencia. Perosi, además, el tan deseado OleumPretiosum coincidía en un retrato conaquella que ocupaba el centro de sucorazón, se decía Dirk, ese milagro nopodía ser sino la obra del destino.

Estaba dispuesto a armarse depaciencia.

Sentada sobre el taburete, Fátimapermanecía con la cabeza gacha y ensilencio. Tomó la esquela que le habíaenviado su esposo y la contemplólargamente; no la estaba leyendo.Nerviosamente, apretaba la carta entresus dedos, la plegaba, la desplegaba yvolvía a plisarla sobre los doblecescomo si, en realidad, estuviera tratandode decidir el futuro de su marido en lamateria del papel. Dirk seguíaatentamente los movimientos de Fátimay hubiese deseado que arrojara la cartaal fuego que empezaba a consumir,

lentamente, el último leño. La mujerresopló como si quisiera romper elsilencio y volvió a dejar la carta en elpequeño scriptorium, sobre las queparecían ser otras cartas. Con la mismadisplicencia con que se había deshechode la nota de Gilberto Guimaraes, tomóde la tabla una de las cartas. Se diríaque lo hizo como un acto involuntario, yDirk ni siquiera pareció percatarse.Abstraída en apariencia, Fátima recorríacon los ojos aquella escritura para ellaincomprensible —estaba escrita enflamenco— sin prestarle la menoratención. Sin embargo, cuando llegó alfinal y vio la firma, le cambió la

expresión. La rúbrica rezaba Hubert vander Hans.

Dirk notó el gesto de Fátima, oteó lacarta que sostenía entre los dedos y lepreguntó cuál era el motivo de lasorpresa. Sólo entonces la portuguesacayó en la cuenta del atrevimiento. Sedisculpó, ruborizada, y comodeshaciéndose del arma utilizada en uncrimen, la devolvió a la tabla. Dirk,viendo que había sido un actoespontáneo y candoroso, no pudo menosque sonreír y excusarla. Sin embargo,volvió a preguntarle por el motivo delsobresalto. Fátima no pudo disimular undejo de incomodidad por más que

intentara restarle importancia al asunto.Entonces Dirk dejó la paleta y tomó lacarta para ver de cuál de ellas setrataba. Sin dejar de sonreír, el menorde los hermanos quiso saber si aquelnombre que le había cambiado el gestole era conocido. La mujer se encogió dehombros. Después de vacilar unmomento, Fátima reconoció que leparecía vagamente familiar, aunque norecordaba exactamente de dónde ni porqué. A Dirk se le borró la sonrisa y,como si estuviera haciéndole unaimputación, le espetó:

—Pues me consta que lo conocéis.De hecho, él me ha hablado de vos.

Fátima empalideció, el corazón le dio unvuelco en el pecho y sintió que el tallergiraba en torno suyo.

—Pero qué frágil memoria —agregóDirk desafiándola.

Una inexplicable expresión depánico invadió el rostro de la mujer, queen la confusión no acertaba a pronunciarpalabra.

Después de mantener un enigmáticosilencio, Dirk volvió al caballete, tomóla paleta y el pincel y mientras,finalmente, se decidía a ligar loscolores, con un tono socarrón, murmuró:

—¿Florencia os dice algo?Y cuanto más crecía la intriga, en la

misma proporción, más espantadaparecía Fátima, al punto de que, si lehubiesen respondido las piernas, sehubiera dicho que habría salidocorriendo de la casa. Pero sólo atinó apreguntar tímidamente:

—¿Os ha hablado él de mí?Dirk asintió con la cabeza y añadió:—No imagináis siquiera cuánto me

ha contado sobre vuestra persona.Fátima sacudía la cabeza de

izquierda a derecha, como si quisieraencontrar una explicación y, a la vez,como si estuviera intentando hallar laspalabras más adecuadas para unadefensa.

—Os conozco tanto… tanto —insistió Dirk.

El pintor hablaba oculto tras elcaballete. Entretanto, Fátima, atrapadaen un temblor irrefrenable, miró enderredor y, asegurándose de que Dirk nola viera, silenciosamente tomó de larepisa de la chimenea el filoso cuchilloque usaba Greg para separar la cortezade los leños.

Con el puño crispado, apretando elmango con una fuerza casi masculina,Fátima avanzó lentamente hacia el atril.

VI

La calle del Asno Ciego era undesierto. El sol acababa de ponerse enel medio de las cúpulas gemelas de laOnze Lieve Vrouwekerk , la iglesia deNuestra Señora. Era la hora en que laluz bañaba los tejados ennegrecidos dela ciudad con unos reflejos dorados que,aunque por pocos minutos, le devolvíana Brujas parte de su antiguo esplendor.Era la hora en que debían sonar lascampanas de la basílica de la SantaSangre, condenadas desde hacía años alsilencio. A esa misma hora, una gruesa

gota roja resbalaba, descendente, por lapiel de Dirk van Mander, siguiendo elcurso de las venas y los accidentes delcuello. Una gota sanguínea que sebifurcaba buscando el cauce de lostendones inflamados e intentaba abrirsepaso a través del selvático vello delpecho del pintor. Fátima empuñaba elcuchillo en la diestra y veía, en elreflejo de la hoja, la huella roja cuyafuente era la boca apretada de Dirk. Másprecisamente, la comisura de los labios.Era una gota de un rojo tan vivo querecordaba la fatídica marca que deja lamuerte. El menor de los hermanos sintiócómo caía el leve goteo sobre la piel, y

se llevó la mano al cuello. Entoncespudo comprobar que del pincel quesostenía entre los dientes mientraspreparaba la mezcla, estaban cayendounas pocas gotas de pintura,malgastando el valioso OleumPretiosum. Como si aquelderramamiento de rojo cárdeno fuerauna suerte de vaticinio, Fátima seguíaavanzando sigilosamente hacia elcaballete.

Mientras se limpiaba el rastro delóleo, y sin verla todavía, Dirk retomó lapalabra para refrescar la memoria de lamujer. Del otro lado de la tabla, ajeno alos propósitos de la portuguesa, le

recordó que Hubert van der Hans, elfirmante de la carta, era un jovendiscípulo suyo que, desde hacía algúntiempo, estaba cumpliendo una «misión»– ése fue el término que empleó – enFlorencia, más precisamente en el tallerde Francesco Monterga. Fue ahí dondese habían conocido, le recordó a Fátima.Hubert le escribió diciéndole que unabella mujer portuguesa había llegado aFlorencia para retratarse con el maestroMonterga, que la dama habíapermanecido unos pocos días en laciudad y, disconforme con el progresodel retrato, había decidido prescindir delos servicios del viejo pintor.

Cuando escuchó estas palabras,Fátima, que ya había levantado el brazocon el indudable propósito dedescargarlo sobre su interlocutor, depronto respiró aliviada, dejó caerlánguidamente la mano con la quesostenía el cuchillo y, tansilenciosamente como había llegadohasta el caballete, desandó sus pasos yvolvió a sentarse sobre el taburete.

—Ahora lo recuerdo —dijosonriente Fátima e, intentando convocarla imagen a su memoria, agregó—:

Un joven muy rubio, alto y algodesgarbado, sí… —musitó como parasí, entrecerrando los ojos.

Dirk asintió animado.No sin cierto asombro, como si le

costara terminar de entender, Fátima ledijo a Dirk que ella había pensado queHubert era discípulo del maestroFrancesco Monterga. Dirk rió con ganas.Picada por la curiosidad y eldesconcierto, la mujer le preguntó alpintor si se podía saber cuál era la«misión» de Hubert en Florencia. Ahorafue el pintor quien se puso en pie,caminó hasta la habitación en la cualestaba descansando su hermano, seaseguró que estuviera dormido, diomedia vuelta, regresó al taller, y cerró lapuerta. Fátima se dispuso a escuchar una

inesperada confidencia. Antes prometióguardar el secreto.

Dirk van Mander hablaba en unsusurro. Le mostró a la mujer la paletaque sostenía en la diestra y le explicóque desconocía cuál era la razón quehabía tenido Greg para jurarse a símismo que nunca volvería a preparar elOleum Pretiosum; desde hacía años sepreguntaba por qué su hermano habíaresignado la gloria, riquezas y un lugar ala diestra de Felipe III. Y no sólo seresistió a la protección de la CasaBorgoña. Había recibido ofertasinconmensurables, riquezas y promesasde poder de otros poderosos señores. El

mismísimo Santo Padre le había hechollegar un mensajero ofreciéndole laregencia de los artistas del Vaticano acambio, no ya de la fórmula, sino de laejecución de un pequeño mural en laSanta Sede pintado con el óleomilagroso. Pero Greg se obstinaba en sunegativa. Dirk le decía a Fátima que loque nunca habría de perdonarle a suhermano era el miserable hecho denegarle su confianza. No se explicabacómo no había sido capaz de confiarle aél, sangre de su sangre, el secreto de lafórmula. Se quejó amargamente de quelo había condenado a ser su lazarillo, sumero brazo ejecutor.

Él apenas si sabía que la fórmula noera una invención de Greg, sino que lahabía copiado de cierto manuscrito,probablemente de un antiguo códice delmonje Eraclius que alguna vez estuvo enpoder de Cosimo da Verona, el quefuera gran pintor y maestro de FrancescoMonterga. Y Dirk tenía buenos motivospara sospechar que el manuscrito ahoraestaba en manos del maestro florentino.Hubert van der Hans, el joven que ellahabía conocido en el taller de Florencia,era su último y más talentoso discípulo.Quiso el azar que el padre delmuchacho, un próspero comerciante, seviera obligado a establecerse en

Florencia con su familia. Fue alenterarse de esta circunstancia cuandose le ocurrió la idea: aprovechar lapartida de Hubert para que éste sepresentase ante el maestro Monterga ysolicitara ser aceptado en su taller comodiscípulo. Era una jugada riesgosa, yaque existía una antigua enemistad entreél, Dirk, y el viejo maestro florentino.Tal vez Francesco Monterga se negara aacoger en su casa a quien había sidoaprendiz de su más acérrimocontrincante. Aunque, tal vez, a causa deesta misma rivalidad, se aviniera atomar a Hubert como un trofeoarrebatado al adversario. Y así fue.

Dirk le confesó a Fátima que eljoven Hubert, con quien mantenía unasecreta y fluida correspondencia, habíaconseguido penetrar la entraña mismadel enemigo. Dirk iba a seguir con surelato, pero de pronto cayó en la cuentade que estaba hablando más de lo quedebía. En realidad, la inesperadaconfesión del menor de los Van Manderparecía esconder una segunda intención.Quizá, abriendo su corazón ante Fátima,sólo pretendía ablandar un poco el deella.

La mujer se quedó callada, como siestuviera esperando la conclusión delnuevo soliloquio del pintor. Ante su

cerrado silencio sólo atinó a preguntar:—¿Por qué ir a buscar tan lejos, a

Florencia, un secreto que se oculta tancerca, en esta misma casa?

Dirk movió la cabeza de izquierda aderecha y contestó:

—Porque le he jurado a mi hermanojamás entrar en sus negros aposentos.

Fátima no podía creer estarescuchando una respuesta tan pueril ysencilla. Y adivinó que mentía. Podíaimaginar, sin equivocarse, cuántas vecesse habría deslizado subrepticiamenteDirk al recinto de su hermano; podíaverlo, revolviendo aquí y allá, buscandouna y otra vez, sin fortuna, el secreto que

guardaba Greg. Entonces no pudo evitarla réplica que se imponía:

—¿Acaso Greg no acaba de rompersu propio juramento al volver a prepararla fórmula?

Dirk suspiró hondamente y se tomóla cara entre las manos. Entonces Fátimafue todavía más allá:

—¿Acaso vos mismo no habéiscolaborado con la falta de Greg alaceptar ejecutar con vuestras propiasmanos el quebranto del juramento?

Dirk vaciló un instante, buscó laspalabras más adecuadas, y finalmentedijo:

—Si un crimen he cometido, ha sido

el de pretender reunir en una las doscosas en las que se debate mi corazón:la pintura más anhelada y la mujer queamo, tal vez a mi pesar.

Antes de que el Oleum Pretiosumempezara a fraguar sobre la paleta, Dirkregresó al atril y se dispuso a plasmaren la tabla lo que acababa de confesar.

Todavía esperaba una respuesta deFátima.

Parte 7

Siena Natural

I

El retrato de Fátima estaba casiterminado. Francesco Monterga se alejóunos pasos del atril y consideró lapintura a la distancia. Estabaíntimamente satisfecho. Pensó en la caraque pondría su enemigo, Dirk vanMander, crispada por la envidia, situviera la oportunidad de ver la tablaconcluida. Pero no llegó a imaginar laexpresión de ese rostro ya que, enrealidad, el pintor florentino y elflamenco, por curioso que pudieraresultar, jamás se habían visto. Su larga

rivalidad siempre había estado mediadapor una suerte de cadena cuyoseslabones, por un motivo u otro,terminaban siendo los objetos endisputa. Tal había sido el más recientecaso de Fátima y el de Hubert.Francesco Monterga caminaba de unlado a otro de la habitaciónconsiderando el retrato desde todos losángulos posibles. Sin ninguna modestiapensó para sí: «Perfecto». Y no seequivocaba. En efecto, tal vez fuera unade sus mejores obras. Y la más inútil.No habría de representarle una solamoneda. Sin embargo, pocas veces sesintió tan reconfortado en su espíritu.

Descubrió que el resentimiento era unacicate mucho más poderoso que el másalentador de los halagos. Había pintadodesde el más profundo de los odios,desde el más amargo de los fracasos. Yel resultado había sido asombrosamentebello.

Así como para hacer el másdelicioso de los vinos era menester laputrefacción de las uvas, así como elrepugnante gusano producía la máspreciada de las sedas, así, con loselementos más ruines de su espíritu, elmaestro Monterga había conseguido laque fuera, quizá, su obra más excelsa.Cualquier entendido hubiese jurado que

era una pintura hecha al óleo. Sinembargo, no había en ella una sola gotade aceite. Así lo testimoniaban lascáscaras de huevo diseminadas aquí yallá. Y las moscas. Era un temple de unatextura perfecta. Podía examinarse latabla con una lupa y ni así encontrar elrastro de una pincelada. La superficieera tan limpia y pareja como la de uncristal o un remanso de agua quieta. Loscolores eran tan brillantes como losdejan van Eyck, el rostro de Fátimaparecía salido del pincel del Giotto, ylos escorzos y las perspectivas podíanhaber sido pergeñados por lamatemática invención de Brunelleschi o

de Masaccio. Francesco Monterga sellenó los pulmones con el aire hecho desu propio orgullo y pensó que aquellapequeña tabla podría tener un lugar en elincierto inventario de la posteridad.Entonces, envuelto en su mandilmanchado de yema de huevo, la cabezacubierta por una gorra raída, tomó latabla del caballete, comprobó que sehubiera secado su superficie, lacontempló largamente, giró sobre sustalones y la arrojó al fuego. El rostro deFrancesco Monterga, iluminado por lasllamas avivadas con la madera, tenía laexpresión serena de quien celebra untriunfo. Estaba tratando de imaginar el

rostro de Dirk van Manderdescompuesto por la envidia.

Quien también parecía estarfestejando una silenciosa victoria eraHubert van der Hans. Aprovechando elencierro de su maestro en el taller, habíapasado la mayor parte del día en labiblioteca. Hasta que, concluidas porparte de ambos sendas tareas realizadasa espaldas del otro, los dos coincidieronen la escalera. No se dirigieron lapalabra ni se miraron a los ojos, perotanto el uno como el otro tenían el rostroiluminado por una euforia íntima, por ungrato cansancio. Antes de perderse másallá del vano de la puerta, Hubert le

anunció al maestro que iba a salir y lepreguntó si necesitaba alguna cosa delmercado. Francesco Monterga negó conla cabeza y siguió su camino. De prontolo asaltó una duda; una espina dura,filosa como un mal presagio, se instalóen su espíritu. Presuroso, bajó laescalera y se asomó al otro lado de lapuerta. Cuando comprobó que sudiscípulo, con paso alegre, se alejabacamino al mercado, volvió a subir laescalera tan rápido como se lo permitíasu edad, y siguió camino hacia labiblioteca. La puerta estaba sin llave.Entró y fue directo hacia el cajón dondeguardaba el manuscrito. Lo puso sobre

la mesa y buscó la diminuta llave delcandado que aseguraba las tapas. Quisoabrirlo pero, producto del nerviosismo,las manos le temblaban a punto de noacertar la breve cerradura. Entonces, sinquererlo, tiró del arete y pudocomprobar que el candado había sidoviolado y ahora se abría sin necesidadde la llave. Recorrió rápidamente laspáginas del antiguo códice y después,animado por la misma frenética inercia,salió de la biblioteca rumbo al pequeñoaltillo bajo el tejado. Allí estaban laspertenencias de Hubert.

Cuando se acostumbró un poco a laoscuridad del cubículo, buscó con el

extremo de los dedos debajo de una delas tablas rotas del piso, hasta que tanteóuna superficie de cuero. Levantó la tablafloja y extrajo una alforja gastada. En suinterior había un fajo de cartas y uncuaderno. Acercando las hojas alpequeño ventanuco, separó la carta defecha más reciente y, con su precarioconocimiento del alemán y el francés,dedujo dificultosamente el textoflamenco.

Francesco Monterga empalideció deterror. Salió del altillo y bajó laescalera en busca de su discípulo.

Temía que ya fuera tarde.

II

Y fue demasiado tarde.La comisión ducal presidida por el

prior se presentó en casa de FrancescoMonterga. Giovanni Dinunzio,tembloroso y pálido, explicaba que,desde hacía dos días, no tenía noticiasde su condiscípulo Hubert ni de sumaestro. El prior apartó con el brazo aGiovanni, quien permanecía de pie,inmóvil en el vano de la puerta, yordenó a los guardias que revisaran lacasa. Un puñado de curiosos se apiñabaen la calle. Sin saber qué buscaban

exactamente, los guardias abrían ycerraban cajones, revisaban alacenas,revolvían entre la infinidad de frascosdeteniéndose en aquellos cuyo contenidoera rojo, escrutaban las tablas, las telasy separaban todo aquello queconsideraran relevante. Subían ybajaban la escalera, entraban en labiblioteca y trepaban al altillo.Giovanni, parado debajo del dintel,miraba por sobre su hombro con ojosincrédulos el gentío que se reunía en lapuerta de la casa y, adentro, el pequeñoejército que acababa de invadir el taller.Si la desaparición de su maestro y la desu condiscípulo lo habían sumido en un

miedo paralizante, la súbita y violentairrupción de la guardia ducal lo llenó depánico. De pronto tuvo delante de sí ungrupo de hombres que no dejaba deinterrogarlo; con gesto fiero y manosgesticulantes, con gritos y empujones,zarandeándolo de los brazos, le exigíanuna verdad que juraba no tener. Nadaindicaba que el pintor y su discípulo sehubieran ausentado voluntariamente.Todas sus ropas estaban en la casa y nohabía indicios ni noticias que anunciaranun viaje. De nada parecían servir lasvacilantes explicaciones de Giovanni,quien, con un gesto rayano en el llanto,le recordaba al prior que él mismo había

sido quien le dio aviso de ladesaparición.

En ese mismo momento un jinete quellegaba a todo galope obligó al grupo decuriosos que se amontonaba en la calle adispersarse caóticamente. El caballo,bañado en un sudor fúlgido quedenunciaba un viaje largo y urgente, sedetuvo frente a la puerta de la casa. Conun salto ágil y perentorio el jinete, quevestía las mismas ropas que losmiembros de la guardia ducal, se apeó ysin detenerse corrió y subió losescalones del pequeño atrio de la casa.El prior salió a su encuentro y allí, en elvestíbulo, recibió la trágica aunque

predecible noticia.Dos guardias tomaron por los brazos

a Giovanni Dinunzio y lo condujeronhasta uno de los carruajes.

Siguiendo al jinete que acababa dellegar, en formación marcial, lacaravana partió con rumbo a la PortaRomana y traspuso la murallafortificada hacia las afueras de laciudad. Giovanni Dinunzio, las manossujetas por una cuerda que se enlazabaalrededor de su cuello de manera tal quecualquier intento de utilizar los brazossignificaría su propio ahorcamiento,rompió en un llanto infantil.

III

Los habitantes de la villaperteneciente al Castello Corsiniparecían condenados a no tener paz. Ytampoco el atribulado prior SeveroSetimio quien tuvo que convencer alduque de que él nada había tenido quever con la brutal ejecución del pintorespañol; al contrario, argumentó quehizo lo imposible por contener la furiade la turba. Como si la muerte fuerapoco, ahora los aldeanos tenían quelidiar, además, con el peso de suspropias conciencias. Algunos días

después del ajusticiamiento sumario deJuan Díaz de Zorrilla, cuando la sed devenganza se sació y así se calmaron unpoco los ánimos, un nuevo y macabrohallazgo tuvo lugar en el bosque de laalquería. El remordimiento por la cruelinjusticia se transformó en un miedosupersticioso. Igual que los de Pietrodella Chiesa y del joven campesino, otrocuerpo desnudo, plagado de hematomas,degollado y con el rostro desfigurado,fue encontrado muy cerca del fatídicocobertizo de leña.

Los padres del muchachodesaparecido guardaban la dolorosaesperanza de reencontrarse con su hijo,

aunque sólo fuera para darle cristianasepultura. Corrieron desesperados allugar fatídico. Sin embargo, el muertoera otro. La guardia ducal condujo aGiovanni Dinunzio hasta el árbol debajode cuya sombra yacía el cadávermutilado. No tuvo dudas; aquel cuerpotendido cuan largo era, desprovisto decolor y cuya cabellera, de tan rubia,parecía albina, pertenecía a sucondiscípulo, Hubertvan der Hans. Almiedo y el desconcierto de Giovanni sesumó el horror. A diferencia de losanteriores asesinatos, éste parecía habersido hecho con cierto apuro. No sóloporque esta vez el asesino no se había

tomado el trabajo de ocultar el cuerpo,sino porque la crueldad con la que lehabía arrancado la piel del rostrodenunciaba la brutal torpeza producto dela urgencia.

Y ahora, otra vez, llegaba el supliciopara Giovanni. Amarrado como uncordero, de rodillas a los pies del prior,uno de los guardias le preguntó quéhabía hecho con Francesco Monterga ycon el joven cuyo cadáver permanecíadesaparecido. Ante el silencio delaprendiz, el hombre tiraba de la sogaconsiguiendo no sólo oprimir la gargantasino, además, levantar las muñecas,atadas por detrás de la espalda, hasta la

altura de los omóplatos. El prior SeveroSetimio dirigía el tormento, y en susojos se revelaba la furia por su propiaimpericia, desviada ahora hacia suexpiatorio prisionero. Era un dolorindecible cuya fuente parecía estar enlos globos oculares, como si fueran asalirse de sus cuencas y reventar cualuvas. Desde los ojos ascendía hasta lafrente, tal como si una corona de espinasle fuera a atravesar el cráneo, no desdela piel hacia el hueso, sino desde elinterior de los sesos hacia afuera. Almismo tiempo, la brutal presión sobrelas muñecas le producía una quemazónen el pulpejo de los dedos al punto de

dejar de sentirlos, como si se loshubieran cercenado.

El movimiento ascendente de losbrazos más allá de lo que permitía elradio de las articulaciones hacía tronarlos huesos con un sonido desgarrador,semejante al que hacen las ramas alquebrarse. Giovanni Dinunzio, al bordede la asfixia, intentaba hablar pero eraen vano. Las venas del cuello a punto deestallar, morado como una ciruela,movía la boca, como lo hiciera unpescado atrapado en un red, sin poderpronunciar palabra. No lo considerócomo una paradoja, de hecho ni siquierapodría decirse que en tales

circunstancias gozara ya del don delrazonamiento, pero de haber sido testigode la escena y no protagonista, Giovannise hubiera preguntado cómo alguiensería capaz de responder una pregunta almismo tiempo que le impedían hablar. Yen esta paradoja residía la eficacia deltormento. Ninguna otra cosa deseabamás que le permitieran decir algo.

En el momento en que el pájaro de lamuerte descendía hasta tocar con susespolones el desfalleciente corazón deGiovanni, su verdugo disminuía lapresión de la soga y permitía que tomaraun poco de aire. Cuando veía que eljoven, después de un acceso de toses y

espasmos, se disponía a hablar,entonces, como en una pesadilla, volvíaa tensar la cuerda y comenzaba, otra vez,el tormento. El prior repetía la preguntaal tiempo que el verdugo clausuraba laposibilidad de toda respuesta.

A diferencia de la ejecución sumariad e Il Castigliano, esta vez lospobladores de la villa permanecían ensilencio y a una distancia equivalente asus propios pruritos. No se escuchabanpedidos de venganza a voz en cuello, nivociferadas imprecaciones. Alcontrario, algunas mujeres, viendo aljoven ahogándose en su propio silencio,no podían evitar un gesto de piedad. Ya

había sido demasiada muerte. Ydemasiada injusticia. El fantasma delpintor español malamente ajusticiado,Juan Díaz de Zorrilla, sobrevolaba laescena del tormento y clavaba sus ojosinjustamente cegados en la remordidaconciencia de cada uno de lospobladores.

El padre del muchachodesaparecido, el mismo que habíapedido la muerte de Il Castigliano,avanzó tres pasos y, apoyado sobre eltridente a modo de cayado, le suplicó alprior Severo Setimio que dejara hablaral joven. El verdugo lo miró indignado,como si se opusiera a que le aconsejaran

cómo hacer su trabajo, y descargó sufuria apretando aún más el nudo de lasoga. Viendo que, ahora sí, Giovanni seestaba muriendo, el prior ordenó que losoltara. El guardia ducal resoplófastidiado y, con un empellón brutal, lodejó caer haciendo que la cara del reose hundiera en el barro. El campesino lodio vuelta con el palo del tridente ycuando comprobó que todavía estabavivo, le preguntó qué había hecho con sumaestro. Giovanni se llenó los pulmonescomo si fuera la primera vez querespiraba, y se dispuso a hablar.

Nunca deseó tanto poder hablar.

IV

La última vez que GiovanniDinunzio vio a Francesco Monterga fuela tarde en que presenció cómo elmaestro salió corriendo tras Hubert vander Hans. Aunque luego de una o doshoras, antes de que cayera el sol,escuchó que se abría la puerta ydistinguió el paso de Francescosubiendo la escalera. Giovannipermanecía en el taller preparando unatabla y, desde allí, oyó las pisadas,primero en la biblioteca y luego, sobresu cabeza, en el altillo. No llegó a verlo,

pero creyó percibir que recorría lacocina y después volvía a bajar laescalera hacia la calle. Aseguró haberescuchado cómo se cerraba la puerta.Nunca más volvió a saber de él.

Lo que nunca supo Giovanni fue eldescubrimiento que hiciera FrancescoMonterga en el altillo. Luego delbochornoso episodio que protagonizaracon su maestro en la biblioteca, aquelque accidentalmente presenciara Pietrodella Chiesa antes de su muerte,Giovanni quedó sumido en unavergüenza de la que nunca se pudoliberar. De hecho, a partir de ese día seprometió no entrar jamás en ese recinto

y evitar cualquier situación que loenfrentara, a solas, con FrancescoMonterga. Sin embargo, su ingobernablecompulsión hacia los narcotizantesefluvios del aceite de adormideras loobligaba a ceder a las repulsivasapetencias de su maestro. En esasocasiones Francesco Monterga, luego desometerlo a prolongadas abstinenciasque lo dejaban al borde de ladesesperación, y sumergido en un mundotenebroso hecho de temblores, sudoreshelados, insomnios interminables ypensamientos aciagos, le prometía elansiado elixir a cambio, desde luego, deaquellos favores que había presenciado

Pietro. Giovanni sentía una profundarepugnancia por su viejo maestro. Ymuchas veces hubiese querido verlomuerto. Pero, para su propia desgracia,no podía evitar depender de su nefastapersona. O, más bien, de aquello que élle proveía.

Giovanni había llegado a sentir unsincero afecto por su condiscípulo,Pietro della Chiesa. Y no terminaba decomprender cómo aquel muchachofrágil, sensible y talentoso podía guardarun sentimiento de cariño filial hacia eseanciano despreciable. No se explicabacómo no podía ver cuánta abominablemiseria guardaba su sombrío corazón.

Tuvo que comprobarlo con sus propiosojos el día que los descubrió en labiblioteca. Dios sabía cuánto lamentabaGiovanni la muerte del pequeño Pietro.Y cuando veía cómo FrancescoMonterga derramaba sus histriónicaslágrimas de desconsuelo frente a losojos de quien quisiera verlo, no podíaentender cómo cabía tanta hipocresía enun solo cuerpo. Nadie más interesadoque Francesco Monterga en que aquelepisodio se mantuviera en silencio, másaún luego de los crecientes rumores queempezaban a escucharse en torno a susinclinaciones. Giovanni no tenía dudasde que Francesco Monterga había

matado a Pietro della Chiesa. Hubieraquerido denunciarlo; sin embargo, sumaestro lo tenía prisionero de su propiae irrefrenable necesidad. De modo que,a su pesar, decidió llamarse a uncobarde silencio. No quería enterarse denada más. Resolvió cerrar los ojos,taparse los oídos y clausurar su boca.Aceptaba su triste destino con el únicoconsuelo que significaba pintar. Si algotodavía lo mantenía aferrado al borde dela cornisa era la pasión por la pintura.

Por Hubert van der Hans no sentíamás que una honda indiferencia. Recibíalas ofensas del flamenco con estoicaimpasibilidad. Las veladas alusiones a

su origen provinciano, al raso linaje desu familia y su mustio árbol genealógicolo tenían sin cuidado. No tenía nada deque avergonzarse. Pero no podía evitaruna interna rebelión cada vez que veíacon qué hirientes modos se dirigía elflamenco a Pietro della Chiesa.Escuchaba con cuánta impune malicia lollamaba la bambina, aprovechándose desu frágil constitución y de su indefensaestatura. Cuántas veces había estadoGiovanni a punto de tomar por el cuelloa Hubert y sugerirle que tuviera lavalentía de enfrentar a alguien de sutamaño. Pero sabía que sería mayor lahumillación para el pequeño Pietro. Por

otra parte, Giovanni no ignoraba lasospechosa curiosidad de Hubert por losrecónditos meandros de la biblioteca.Veía cómo iba y venía a espaldas deFrancesco Monterga y cómo seescabullía hacia el recinto cada vez queel maestro se distraía. Pero todo esto leera por completo indiferente. Nada leimportaban ni la miserable existencia deFrancesco Monterga ni las oscurasintrigas de Hubert. Lo único que queríaGiovanni era pintar. Y que no le faltaraaquello de lo cual no podía prescindir.E intentaba sobrellevar los amargostragos de los favores que le exigía sumaestro a cuenta de su infinita bondad.

Y a eso se limitaba su existencia.El día en que desaparecieron

Francesco Monterga y Hubert van derHans, supo que estaba en problemas.Sabía que hacía falta un culpable y queel culpable estaba en el taller. De modoque, siendo él el único sobreviviente dela inexplicable tragedia, no quedaba otraalternativa. Cuando decidió dar aviso ala comisión ducal, tenía la certeza deestar cavando la fosa que habría desepultarlo.

V

Lo que ignoraba Giovanni Dinunzioera el motivo que había llevado aFrancesco Monterga a correr detrás deHubert van der Hans. Sabía, sí, que lacuriosidad que guardaba Hubert por labiblioteca era proporcional a la quetenía el maestro por las pertenencias deHubert. Con el mismo furtivo empeñocon el que el flamenco hurgaba entre lospapeles, el viejo florentino revisaba losordenados enseres de su discípulo.

Lo que Giovanni no supo jamás fueque ambos tenían sus razones. De hecho,

cuando el maestro Monterga decidióaceptar como aprendiz a Hubert van derHans fue por un doble motivo. Elprimero tenía el dulce sabor de lavictoria sobre su enemigo. No pudosustraerse a la enorme dicha dearrebatarle a Dirk van Mander su únicoalumno. El segundo motivo podíamensurarse en contante y sonante: elpadre de Hubert le ofrecía una pagaanual muy superior al magro dinero querecibía de manos de su benefactor, elduque de Volterra. Sin embargo, para sucompleta decepción, no tardó endescubrir que el destino no podía ser tangeneroso con su desafortunada persona.

Poco tiempo demoró en comprenderque, en realidad, su nuevo discípulo eraun oculto emisario de su enemigo, Dirkvan Mander. La primera vez que lo viomerodeando en las cercanías de labiblioteca adivinó cuál era la razón desu llegada a la casa: el viejo manuscritoque le legara su maestro Cosimo, eltratado del Monje Eraclius, su atesoradoDiversarum Artium Schedula.

Aquel día Francesco Monterga semaldijo por su infinita candidez y seprometió vengar su ingenuidad en laalbina persona del joven flamenco. Sepreguntaba cómo pudo haber sido tanestúpido ante una maniobra tan evidente.

Cegado por la furia, a punto estuvo deechar a puntapiés de su taller alimpostor. Pero en un súbito rapto decordura entendió que quizá fuera mejordejar que la farsa siguiera su curso yesperar que la jugada urdida por elenemigo rindiera algún fruto para,llegado ese momento, usarla en supropio provecho. Después de todo, sedijo, en tantos años de incontablesintentos él no había podido conseguir unsolo resultado. Había fracasado, una veztras otra, en sus tentativas por descifrarel enigma oculto en el manuscrito. Ahoraiba a dejar el trabajo en manos de suenemigo. Quizá él tuviera mejor suerte.

A partir de aquel día decidiófacilitarle un poco la tarea haciendo lavista gorda cada vez que Hubert entrabaen la biblioteca. Sabía que el jovenflamenco era inteligente y trabajaba contesón. Si aplicaba en la resolución deljeroglífico el mismo obstinado esfuerzoque ponía en el aprendizaje de losescorzos y las perspectivas, tal vezhubiera esperanzas. Para facilitarle lascosas, Hubert llevaba escrupulosasanotaciones, apuntes y diagramas. AFrancesco Monterga no le fue difícilencontrar el lugar donde ocultaba losprogresos de su trabajo. Toda vez quepodía, el maestro se escabullía al altillo,

levantaba la tabla floja del piso yrevisaba los avances de Hubert. Alprincipio comprobó que el flamencoderivaba en un mar de confusión yterminaba naufragando en el islote áridodel más absoluto fracaso. Sin embargo,veía cómo se aventuraba en hipótesisfrancamente audaces que a él nunca se lehubieran ocurrido y que, por cierto, noestaban desprovistas de alguna lógica.Nada se perdía con darle tiempo;después de todo, Francesco Montergaseguía cobrando la generosa paga delpadre del discípulo. Era una situacióninédita e inmejorable: que alguientrabajara para él y, por añadidura, en

lugar de pagar, cobrara. Qué más podíapedir.

Además de las cuidadosasanotaciones, Hubert, una vez por mes,escribía una carta a su verdaderomaestro, Dirk van Mander. De todasellas guardaba celosas copias. En esasmisivas le relataba, puntualmente, elestado de la pesquisa y algunospormenores de los métodos depreparación de tablas, la utilización depigmentos y el uso de los aceites queempleaba en sus óleos el maestroflorentino. También le revelaba lasfórmulas que aplicaba en susperspectivas y los recursos para los

escorzos. El maestro Monterga no cabíaen sí de orgullo cuando leía frases talescomo: «Los paisajes desplegados apartir de dos, tres y hasta cuatro puntosde fuga son un hallazgo maravilloso.Nunca había visto nada semejante». Unlugar destacado en las cartas del jovenespía lo ocupaba el uso y la preparaciónde los temples al huevo. FrancescoMonterga tampoco podía evitar unaíntima vanidad cada vez que leía:

«Son un verdadero prodigio lostemples que consigue, tienen el brillo yla consistencia del más puro de losóleos.»

Pero, en lo que concernía a la

resolución del enigma del color enestado puro, todo se limitaba a una vagapromesa:

«No puedo afirmar haber alcanzadograndes avances, pero confío en quepronto habremos de ver algunosresultados.»

Y no eran promesas vanas. En menostiempo de lo que esperaba, sorprendidopor su buena estrella, Hubert van derHans llegó a dilucidar, finalmente, elenigma.

Él mismo no salía de su asombro; laresolución siempre había estado tancerca que, a causa de su mismaproximidad, nadie había podido verla.

VI

Aquella tarde en la que GiovanniDinunzio vio por última vez a FrancescoMonterga y a Hubert van der Hans, elmaestro florentino había descubiertoque, mucho antes de lo esperado, sudiscípulo de Flandes había resuelto elenigma del tratado. Y no solamente eso.Cuando desplegó la copia de la últimacarta de Hubert, Monterga comprendióque el joven flamenco había salido, conla excusa de su ida al mercado, a fin deconfiarla al Ufficio Postale. En realidadla carta ya debía de estar en viaje a

Brujas. Francesco Monterga leyó convoracidad y urgencia:

«Los esfuerzos no han sido vanos.Creo haber develado, por fin, la clavedel manuscrito.»

El maestro florentino, queriendoevitar las frases de formalidad y lospreámbulos, leía caótica y ávidamente;pero cuanto más tiempo quería ganartanto más se enredaba en un idioma queno era el suyo. Y entonces volvía alprincipio. Y así, con las manostemblorosas, la falta de luz que locomplicaba todo, iba y venía por lasuperficie del texto sin poder penetraren su sentido. Se llamó a la calma, tomó

una bocanada de aire y comenzónuevamente.

A mi caro Maestro, Dirk vanMander: Me honra informaros que eltrabajo parece haber dado sus frutos.Después de errar sin rumbo y habiendotemido jamás encontrar el norte en estelaberinto, me atrevo a afirmar que lafortuna me ha mostrado su sonrientefaz. Los esfuerzos no han sido vanos.Creo haber develado, por fin, la clavedel manuscrito. No os apresuréis acelebrar mi ingenio, pues la obra hasido hecha por el azar antes que por mimodesta perspicacia. Y en homenaje a

la verdad debo confesaros que fue mitorpe condición la que me condujo aresolver el jeroglífico que, pormomentos, parecía no tener solución.Os reproduzco aquí la hoja delmanuscrito.

Como podéis apreciar, el textocorresponde a un fragmento delTratado del Orden, del gran SanAgustín. De seguro, os debéispreguntar qué relación puede haberentre El Africano y un tratado depintura. También yo lo he hecho. Y,como bien sabéis por mis informes, pormuchas exégesis que intenté aplicar alas palabras, ningún resultadoencontré. Habréis advertido tambiénlas series numéricas que se intercalanen el texto y que, desde luego, nocorresponden a él. No imagináissiquiera la cantidad de cálculos queensayé sin llegar a establecer una sola

cifra que pareciera indicar algunacosa.

Una noche, exhausto por lainfructuosa búsqueda, con los ojosrendidos ante la exigencia, cuandocreía perdida toda posibilidad dellegar a puerto alguno, en medio deaquella oscuridad creí percibir depronto la luz. Sabéis que mis ojos noson buenos, que poco veo si falta la luzy peor aún si sobra; que mal distingoun objeto si está muy lejos y menostodavía si está demasiado cerca.Sumad a mi natural condición cegatala fatiga física y mental. Llegó unmomento en que no podía distinguir las

letras, no veía más que nubladasformas y el texto se convirtió en unmontón de líneas y columnas sinsignificado legible. Fue precisamenteentonces cuando, desde la llanuraconfusa del papel, surgió una formareveladora. Fue como si de pronto, envirtud del desorden impuesto a misojos, se desprendieran las letras de losnúmeros como dos figurasindependientes. Como si el propiotítulo de la obra de San Agustín, Orden,fuese una apelación a la armonía,separé aquellas dos entidades denaturaleza diferente: cifras y palabras,en tanto formas puras y no en cuanto a

sus significados. En un papel reprodujeel dibujo que formaban los números,suprimiendo el texto del Gran Agustín.El resultado fue sorprendente. Ospresento ahora lo que se formó en elPapel:

Como ya habréis descubierto, esuna forma geométrica muy particular.Ni bien se me hizo presente recordé, deinmediato, a qué obedecía esta figura.El manuscrito del monje Eraclius,como bien lo sabéis, estuvo duranteaños en manos de Cosimo da Verona,maestro de Francesco Monterga y aquien le legara su más preciado tesoroantes de morir en prisión. Pues bien, osafirmo que el secreto del color enestado puro es un agregado del granCosimo al manuscrito original.

Existe en la capilla del Hospital deSan Egidio, muy cerca de aquí, unpequeño retablo que se debe

justamente a Cosimo da Verona. Es unatalla tan extraña como hermosa que seconoce como El triunfo de la luz.Varias veces me detuve a verla; sucontemplación siempre ha ejercido enmi espíritu un efecto tan inquietantecomo grato. Es una serie de cuatroimágenes en las cuales se destaca laluminosa presencia de El Niño y laVirgen sobre las otras tres, que sonsombrías y tétricas representacionesdel mal. O al menos es lo que parecíaser. Pues bien, la forma que se originadesprendiendo las letras de losnúmeros coincide, exactamente, con eldiseño del retablo de Cosimo. Me he

tomado la tarea de reproduciros aquíla talla de la capilla de San Egidio.

Os sorprenderéis al ver lo quesurge del retablo. Veréis cuanextraordinariamente familiares osresultarán los significados que de élbrotarán. La primera figura muestra ala Virgen y al Niño montados sobre elborrico de la natividad. Si os fijáis endetalle, veréis que el Niño no se agarradel cuello o de las crines del animal,sino que se abraza a su cara,cubriéndole los ojos. Imagino que aesta altura sospecháis el significado.Por si fuera poco, en la leyenda queaparece en la base puede leerseclaramente Via Crucis. Además de la

extrañeza que produce la leyenda enrelación con la figura, puesto que no secompadece una con otra, la palabra«Via» se destaca sobre «Crucis». Y yahabéis adivinado el significado queaparece de forma transparente: «Via»es «Calle»; el borrico con los ojoscubiertos es el Asno Ciego, es decir, lacalle del Asno Ciego. La misma pordonde pasa el puente sobre el cual estávuestro taller. Por si existiera algunaduda acerca de que se trata de unaindicación de lugar, la segunda imagenno deja lugar a equívocos.

La representación presidida por eldiablo, en torno del cual un grupo de

mujeres parece estar oficiando unaoscura ceremonia, representaclaramente un aquelarre. Si observáis,en la parte superior aparece el escudodel reino de Castilla. Y en castellanoBrugge significa Brujas. De modo quehasta aquí el retablo nos dice que hayalgo en la ciudad de Brujas, másprecisamente en la calle del AsnoCiego. Imaginaréis mi sorpresa: llegarhasta Florencia para encontrar que elcírculo se cierra en el lugar de partida.La tercera representación, el cuadrodel hombre cavando una fosa hacia loprofundo de la tierra, hacia el reino deLucifer, parece ser, en primera

instancia, otra indicación de lugar. Lafigura de la Parca que sobrevuela laescena os resultará familiar: habéis derecordar que esa misma figura seencuentra tallada en una de las vigasde los aposentos privados de vuestrohermano, exactamente la viga centralque sostiene el tejado. Ahí ha de estarla clave; tal vez se trate de unmecanismo simulado para abrir unapuerta secreta que, tal como sugiere elgrabado, conduzca a un sótano. Porúltimo, el cuarto cuadro aparentarepresentar una visión de los infiernos:pecadores torturados hundiéndose enel pestilente río de Caronte. Sin

embargo, las nubes que aparecen en laparte superior indican que hay unfirmamento. Y si hay cielo, entoncesmal podría tratarse del averno. Simiráis con detenimiento, veréis que lafigura principal de este cuadro tienelas cuencas de los ojos vacías; haperdido la vista. En este momento escuando hemos de preguntarnos poraquel objeto luminoso, aquella esferaincandescente que, con mayor o menorpreponderancia, aparece en las cuatroescenas. No es difícil deducir que setrata del objeto en cuestión, el color enestado puro. Y la esfera parece ser loque ha causado la ceguera del pecador.

El mensaje aparenta encerrar unaadvertencia: si miras aquello que teestá prohibido, la ceguera será tucastigo. Y otra vez, todo se tornafamiliar. Vuestro hermano Greg, aquelque parece ser el dueño del secreto,aquel que, conociendo el SecretusColorís in Status Purus, es el únicocapaz de hacer el Oleum Pretiosum, seha quedado ciego cuando estabapreparando la fórmula. No pude evitarque un escalofrío corriera por miespalda cuando recordé que tambiénCosimo da Verona había muerto ciego.

La sentencia que surge del retabloparece irrevocable: al que intente

desenterrar el secreto del color, lohabrá de esperar la muerte de la vista,esto es, la ceguera, según se confirmaotra vez en la representación de laParca, en cuya guadaña lleva los ojoscercenados al pecador.

Os digo una vez más: aquello queme enviasteis a buscar a Florencia estáen Brujas, en los subsuelos de la casade la calle del Asno Ciego, exactamentedebajo de vuestros pies. Pero estáisadvertido de cuál es el precio delconocimiento. No quisiera que latragedia sea con vos. Aunque hay algomás de lo que debo informaros.

Francesco Monterga respiróprofundamente y prosiguió con la lecturade la carta. El maestro florentino sintióque el mundo se desmoronaba debajo desus pies. La primera parte de la carta erala revelación de aquello que nunca habíapodido ver por estar, precisamente,frente a sus narices, y comprendió que elmomento más esperado de su existenciahabía llegado tarde. Aquel instante degloria que había anhelado la mayor partede su vida se le había escapado por unospocos minutos. Pero si por lo leído hastaese momento no salía de su asombro, laslíneas que seguían lo llenaron de pánico.Quizá todavía estuviera a tiempo, se

dijo.Fue entonces cuando corrió

escaleras abajo con la esperanza deencontrar a Hubert antes de que enviarala carta.

VII

Entre el gentío del mercado encontróa Hubert. Pero fue demasiado tarde.Ahora bien, si Francesco Montergahabía perdido la carrera contra el relojen las breves calles que lo separabandel Ufficio Postale, todavía podía llegara Brujas antes que la carta. Sólo que aúnle quedaba un trabajo por delante. Y lohizo. Con apuro y cierta desprolijidad.Pero lo hizo.

El viaje fue largo y contrariado. Conla misma perseverante voluntad quegobierna a las brújulas, Francesco

Monterga emprendió camino hacia elnorte. Siempre hacia el norte. A pie, alomo de muía, a caballo, por agua y portierra, remontando ríos y montañas,siguiendo la ruta tortuosa y escarpada delos Alpes, con el férreo y obstinadoempeño que mueve los salmones contrala corriente, el maestro florentino sepropuso llegar a Brujas antes que lacarta. De Florencia llegó a Bolonia y deBolonia a Verona, donde se encontrócon el muro de los Alpes. Cuandoalcanzó el valle del Adige llegó hastaInnsbruck. En Estrasburgo alcanzó lasanheladas márgenes del Rhin.

A bordo de un paquebote moroso y

crujiente que parecía siempre a punto deencallar, una barcaza enclenqueabarrotada de almas que huían de la leyo de la guerra, del hambre o de lainjusticia o simplemente del tedio,Francesco Monterga avanzaba hacia elnorte. Siempre hacia el norte. Si la cartaseguía la ruta marítima que unía el collarde perlas que se iniciaba pasando antespor Génova y por Marsella, porBarcelona, Cartagena y desde allí, porla estrecha puerta de Gibraltar, alcanzarel Atlántico, si la nota debía acariciar elborde amable de Portugal, doblar laesquina recta de la Coruña y, rumbo alnorte, alcanzar Normandía, y hacerse del

Canal de la Mancha para, por fin,arribar a los Países Bajos, FrancescoMonterga ganaba terreno a través de losvalles interiores, las montañas y losríos, siempre en línea recta. Siemprehacia el norte.

Acompañado de aquellos quehablaban el idioma del silencio o el delas armas, se contagió el dolor y ladesesperanza, la fiebre y la épica, securó y volvió a enfermarse. Contrajofiebres de todos los colores conocidos ytambién de las otras. Tuvo que defendersu honor a punta de cuchillo encompañía de ladrones y desterrados. Ydescubrió que no era más ni menos que

ellos. Lo hirieron y también él hundió elmetal en la carne. Y por primera vez nose sintió un cobarde. Por primera vezmató con honra, dando la puñaladafranca, cara a cara con su contendiente.Por primera vez no mataba a traición ypor sorpresa. Por primera vez noasestaba el golpe artero en el centro dela candidez de un joven indefenso. Porprimera vez no tenía que ocultar lamarca de su autoría, ni desollar elrostro, ni derramar lágrimas de simuladodolor.

Y así Francesco Monterga llegó porfin a Brujas, limpiando con sangre lasangre que había en sus manos.

Parte 8

Coloris in StatusPurus

I

El retrato de Fátima estabaconcluido. Se hubiera dicho que lapintura estaba animada por el hálito dela vida. Tenía la misma luminosavitalidad que irradiaba la portuguesa. Yla misma oscuridad que escondía suespíritu. Ese día expiraba el plazoestipulado por Gilberto Guimaraes. Yese día terminaba, también, el tiempopara la respuesta que Dirk esperaba.Todavía estaban a tiempo de huir juntos.Fátima, sin embargo, no podía prestaratención a otra cosa que a su propio

retrato. Se contemplaba en la superficiede la tabla como si anhelara ser aquellamujer y no la que era. Dirk, de pie frenteal ventanal, mirando sin ver la CiudadMuerta desde las breves alturas delpequeño puente de la calle del AsnoCiego, imploraba en silencio que ellapronunciara una respuesta antes de quecayera la tarde. Más temprano de lo queesperaba, escuchó los cascos de loscaballos acercándose. Dirk vio,derrotado, cómo se aproximaba elcarruaje que habría de conducir aFátima al puerto de Ostende. Sinembargo, para avivar los rescoldos desus últimas esperanzas, el menor de los

Van Mander descubrió que el hombreque ahora se acercaba hasta su puerta noera el cochero, sino un mensajero. Conpaso moroso, Dirk salió a su encuentro.

La mujer, desde lo alto, vio que leentregaba una carta. El pintor volvió aentrar al taller tamborileando el rollolacrado sobre la palma de su mano.Fátima no tardó en comprender quiénera el remitente. Sin demasiadaimpaciencia, Dirk se dispuso a quebrarel lacre. Entonces Fátima rompió elsilencio. Aproximándose al pintor, a lavez que le tendía la mano, le confesóque no sabía si tendría la valentíasuficiente para abandonarlo todo, dejar

a su esposo y su casa de Lisboa. Dirk seconmovió, y de pronto su cara se vioiluminada. Fátima buscaba sus manos.El menor de los Van Mander dejó lacarta sobre la tabla y estrechó a la mujeren un abrazo tan prolongado comocontenido. Se aproximaba la hora.Tenían que pensar con claridad yurgencia. El modo en que Fátima sehabía entregado a sus brazos, laxa ydócil, como si estuviera liberándose deuna opresión tan antigua como dolorosa,era la respuesta que Dirk estabaesperando. El pintor hubierapermanecido así por toda la eternidad.Pero ahora había que ser expeditivo. La

separó lentamente de su pecho y, sinsoltarle las manos, le dijo que iba adisponerlo todo para su huida. Le hablócomo si no se estuviese refiriendo a lospróximos minutos sino al resto de suvida. Con la voz quebrada por laconmoción, le susurró que ahora mismohabría de preparar los caballos y todo lonecesario para el viaje, y que antes deque cayera la tarde estaría todo listopara la partida. Volvió a abrazarla y,entonces sí, cruzó la puerta rumbo a lacalle.

Desde las alturas del ventanal lamujer vio cómo el pintor se alejabacalle abajo. Cuando lo perdió de vista,

giró sobre sus talones y, presa de unaurgencia impostergable, corrió hastadonde estaba la carta, la tomó entre susmanos y, con el pulso turbado, rompió ellacre.

La una por el largo pero serenocamino de los mares, y el otro por lamás breve pero tortuosa ruta interior,ambos, la carta y Francesco Monterga,habían llegado a Brujas al mismotiempo.

Fátima desplegó el rollo y vio antesí, claro y transparente, el mapa deltesoro. El tiempo apremiaba.Sosteniendo la carta entre sus manos, almismo tiempo que leía, iba siguiendo

paso a paso las indicaciones, ahorapóstumas, aunque ella no lo supiera, deHubert. Atravesó el taller y corrió hastael oscuro refugio de Greg. Entró alhabitáculo sin anunciarse, tal como lohacía cada vez que Dirk se ausentaba dela casa, allanando el camino de losencuentros furtivos con Greg. Pero lospropósitos de Fátima en esta ocasióneran otros; de hecho, albergaba laesperanza de que el viejo pintor noestuviese en su íntima fortaleza detinieblas. Sin embargo, cuando el mayorde los hermanos percibió el paso ligerode la portuguesa entrando en la sala,tuvo la equivocada certidumbre de que

aquélla habría de ser la despedida, elmás ansiado de los encuentros. CuandoFátima vio que Greg se incorporaba y, atientas, iba hacia ella, retrocedió unpaso y pegó sus espaldas a la pared.Apretó la carta en su mano y, mientras elhombre avanzaba, se crispó como lohiciera una gata acorralada,vislumbrando un camino de fuga entreGreg y la pared opuesta. Como fuere,tenía que sortear la voluminosahumanidad que se acercaba, y alcanzarla alta viga oblicua que indicaba lacarta, aquella en cuya superficie estabala talla de la Parca.

En el momento en que estaba por dar

el primer paso, con la rapidez de unpredador el viejo pintor se abalanzósobre su persona. Forcejearon. Fátimaintentaba con desesperación liberarsedel acoso, pero Greg, con sus manosacromegálicas, tenía sujetas susmuñecas por detrás de la espalda. Lamujer comprendió que gritar sólo podíaempeorar las cosas. Intentabadefenderse utilizando las rodillas, lacabeza y los dientes. Pero cuanto másluchaba por liberarse, tanto más secomplicaba y perdía fuerzas. Cadanuevo intento de Fátima le restabaaliento y quedaba a la entera merced delmayor de los Van Mander. A punto tal,

que Greg consiguió sujetar las muñecasde la mujer con una sola mano y, con ladiestra libre, comenzó a recorrer sucuerpo convulsionado de miedo yrepulsión.

Lejos de resultarle una situaciónincómoda y dificultosa, Greg parecíapropiciar el forcejeo como si suevidente superioridad le proporcionaraun malicioso deleite. Con un ímpetubrutal, primero transitó los muslos de lamujer de abajo hacia arriba, a la vez quemordisqueaba su cuello surcado por lasvenas inflamadas. Fátima no pudocontener un alarido de espanto cuandosintió que la mano avanzaba, rauda y

precisa, abriéndose paso por debajo delas faldas, hacia el centro de suspiernas. Entonces el grito de Fátima sehizo uno con el de Greg. El pintor habíaperdido el sentido de la vista y ahorapensaba que el del tacto también se lerebelaba. Cuando sus dedos buscaban lalisa geografía del pubis, se encontraroncon una protuberancia inopinada. Fue unmomento de incertidumbre queantecedió al horror. Y llegó el grito.Entonces Fátima, liberada de pronto dela mujer que había aprendido a ser,despojada a su pesar de su femeninacondición, tomó fuerzas del hombre queya no era y empujó a Greg, haciéndolo

caer estrepitosamente. Enseguida tomóentre sus manos la pesada pala quedescansaba contra la pared y entoncesél, el que había sido Pietro della Chiesa,exhumado contra su propia voluntad,descargó un golpe seco y feroz en elrostro del viejo pintor. Viendo que Gregno se movía, se acomodó las faldas, serecompuso el pelo alisándolo con lapalma de la mano y, sujetando todavía lapala, Fátima, ahora sí, decidió enterrarpara siempre al pequeño Pietro.

II

Dirk caminaba con paso decididohacia las caballerizas que estaban alotro lado del canal. En el puente sobrelas aguas quietas, se cruzó con unhombre que caminaba en sentidoopuesto. Las presurosas pisadas deambos resonaron en las tablas contra elsilencio de la ciudad muerta. Bajo otrascircunstancias hubiesen cambiado unamirada de curiosidad. Pero Dirk,impulsado por la pendiente y laurgencia, ni siquiera reparó en elforastero que presentaba la apariencia

de un mendigo. Uno y otro habíanimaginado muchas veces cómo sería elrostro del enemigo. Y ahora, cuandofinalmente tenían la oportunidad deverse cara a cara, Dirk van Mander yFrancesco Monterga se cruzaron sinmirarse.

En la casa sobre el puente del AsnoCiego, Fátima, con la carta en la diestra,seguía las instrucciones que dedujeraHubert. Se levantó un poco las faldas ypasó por sobre el cuerpo horizontal deGreg. Buscó un candelero en el taller ylo encendió. Luego elevó la miradahacia el techo y vio la viga oblicua en lacual se distinguía inciertamente la figura

de la Parca. Intentó alcanzarla primeroparada en puntas de pie y luego dandobreves y empeñosos saltos. Pero estabademasiada alta. Acercó una banqueta, setrepó y, una vez que pudo asirla, intentómoverla con todas sus fuerzas. Sinembargo, el grueso leño se manteníainamovible. Entonces, abrazándose a laviga, se descolgó de la banqueta y porfin, bajo el propio peso de su cuerpo, lamadera comenzó a ceder lentamente,moviéndose como una palanca. En esemomento Fátima escuchó el chirriantesonido de un mecanismo y pudo vercómo a sus pies, en las tablas del piso,se abría un abismo cuadrado y negro. Se

soltó de la viga y se asomó cautamente aaquel averno de tinieblas como sitemiera que un demonio fuera adespuntar sus garras y llevársela con él.Acercó el candelero a la boca delsótano y vio una escalera vertical queparecía interminable.

Fue un descenso complicado; conuna mano sostenía el candil y la carta y,con la otra, se sujetaba de los crujientespeldaños que iba dejando atrás. Cuandohizo pie en el fondo, iluminó el pasadizoque se abría frente a ella. Corría unviento frío cuyo origen era imposibledeterminar. Caminó abriéndose paso enla oscuridad hasta llegar a una puerta

que parecía mucho más antigua que elresto de la casa. Un escalofrío corriópor su espalda. Se llenó los pulmonescon aquel aire helado, se infundióánimos y abrió la puerta. Se encontró enun recinto de piedra, pequeño, húmedo yfrío. Una suerte de altar pagano selevantaba en el centro, confiriéndole aaquella fría cámara un sino extrañamentesacro. Sobre aquel raro relicario pétreo,un monolito despojado de todoornamento, reposaba un cáliz de orocoronado por una pesada tapa cuyacúspide estaba rematada por la talla deun búho de ojos inmensos que parecíanvigilar celosamente la entrada.

Fátima comprendió que estaba frentea aquello con lo que todo pintor algunavez había soñado, aquello que algunosimaginaban como una fórmula y otrosconcebían como una imprecisaentelequia; el más preciado secreto,apenas una conjetura sin forma o unahipótesis impronunciable: el color enestado puro. Y ahora estaba ahí, alalcance de su mano. Fátima dejó caer lacarta y se encaminó, encandilada, haciael cáliz. Extendió el brazo y se dispuso alevantar la tapa. Nunca llegó a leer laprevención que Hubert había escrito alfinal de la nota.

III

Francesco Monterga, la barbacrecida hasta el pecho, flaco comonunca había estado y con la miradaperdida en su propia angustia, corría sinrumbo cierto por las callejuelas deBrujas. Atravesó en diagonal la plazad e l Markty se internó en el pequeñolaberinto que se iniciaba tras la iglesiade la Santa Sangre. Como un perro quese guiara por el olfato, dobló unaesquina y de pronto tuvo frente a sí elpuente que cruzaba por sobre la calledel Asno Ciego, el mismo que

describiera Hubert en la carta. Caminóhasta la delgada sombra que proyectabael puente sobre el empedrado, miróhacia uno y otro lado intentandodescifrar cuál de todas sería la puerta y,con más fortuna que cálculo, entró en lacasa de los Van Manden Sin medirconsecuencias, corrió escaleras arribahasta alcanzar la pasadera que uníaambas calles. Como no viera a nadie niescuchara nada que delatara la presenciade alguien, se internó en el taller conpaso decidido. Se asomó a la cocina y,al otro lado, vio una puerta entornada.La empujó sutilmente y, sin abrirla porcompleto, escrutó la estrecha franja

iluminada que tenía frente a él.Cuando se acostumbró un poco a la

penumbra distinguió un cuerpo que yacíacuan largo era en el centro delhabitáculo. Entró, esquivó la viga quedescendía extrañamente hacia el piso, ydescubrió el hueco negro y cuadrado quese abría junto a la humanidad exánimedel mayor de los hermanos. Temió queestuviera llegando demasiado tarde. Sedescolgó por la angosta escalerillavertical eludiendo varios peldaños y nisiquiera sintió la quemazón en laspalmas causada por la brutal friccióncontra el pasamanos. Literalmente,Francesco Monterga cayó de rodillas al

subsuelo. Golpeado pero insensible aldolor, corrió a lo largo del pasillo enpenumbras hacia la puerta entreabierta,desde cuya hendija se veía la débil luzdel candil. Con sus últimas fuerzas elmaestro florentino alcanzó la entrada dela cámara de piedra. Empujó la puerta yvio a su discípulo, Pietro della Chiesa,vestido como una mujer, con su manoposada sobre el búho, a punto delevantar la tapa del cáliz.

—¡No, Pietro! —alcanzó a gritarFrancesco Monterga. Fátima escuchóclaramente y se sobresaltó. Pero no sesintió aludida por aquel nombre queacababan de pronunciar. Giró la cabeza

por sobre su hombro y le costóreconocer a su viejo maestro en esehombre agostado, encanecido y hecho depiel sobre hueso. Había pasado muypoco tiempo desde la última vez que sevieran. Y sin embargo parecieron siglos.Fátima no quería recordar. Se resistía aevocar el día en que habían decididourdir la farsa. Aquel lejano día en el queengendraron a Fátima, la portuguesa, ysu inexistente marido armador, GilbertoGuimaraes. El día en que por primeravez se disfrazó de mujer para queHubert la espiara en la bibliotecadurante sus supuestas visitas furtivas.Aquella mujer inspirada en la persona

de sor María, la entrañable cuidadora dePietro en el Ospedale degli Innocenti,de quien aprendiera su idioma y cuyacandida sencillez y modos campesinoshabía imitado. Pero para dar a luz aFátima era necesario, antes, matar aPietro.

De pie junto al cáliz de oro quecontenía el objeto de sus desvelos,Fátima no quiso recordar el día en que,para enterrar definitivamente al pequeñodiscípulo, tuvieron que asesinar a uninocente campesino de talla semejante, ydesollarle el rostro para que nadiepudiera sospechar del cambio de laidentidad del cuerpo. A punto de

develar el secreto del color in statuspurus, Fátima se negaba a evocar elproblema que se les había presentadoluego de matar al joven campesino: lafamilia del difunto habría de reclamarcomo propio el cadáver hallado en elbosque. Entonces hubo que ocultar lamuerte con más muerte. La desapariciónde una segunda víctima agregaríaconfusión, sugeriría la idea de que lasmuertes no tenían más fundamento que elde una mente perturbada. La invenciónde Fátima habría de ser la carnadaperfecta para que Dirk van Mandermordiera el anzuelo.

Qué más tentador que aceptar el

trabajo para el que su enemigo,Francesco Monterga, había sidofinalmente rechazado. Qué mejor manerade entrar en la casa del enemigo: unamujer bella en una ciudad muerta; unamujer joven y hermosa en la casa de doshombres solos y derrotados. Qué mejorvenganza para Pietro, por todas lashumillaciones de Hubert, el espíaflamenco, aquel que, burlándose de supequeña y lampiña humanidad, lollamaba la bambino, que convertirse enuna verdadera bambina y vengar lasofensas en la persona de su maestro. Yahora, frente al secreto más anhelado,Fátima no hubiese querido enterarse de

la injusta muerte de Juan Díaz deZorri l la, Il Castigliano, ni de losimperdonables tormentos que hubiera desufrir su único amigo, GiovanniDinunzio. Fátima nada hubiera queridosaber de la muerte de Hubert a manos deFrancesco Monterga el día en que envióla carta. De pie en el centro de aquellacripta helada, Fátima no quiso recordarlos viles abusos de Francesco Montergacontra su discípulo de Borgo SanSepolcro, ni la tarde en que losdescubriera en la biblioteca. Deespaldas al cáliz y sin quitar la miradadel viejo maestro Florentino, Fátima sedispuso, por fin, a abrir el recipiente

dorado.–—¡No, Pietro! —volvió a gritar

Francesco Monterga. Pero ya era tarde.Ahora sí, Pietro della Chiesa estabadefinitivamente enterrado.

Fátima levantó la tapa del copón deoro.

IV

Cuando Fátima levantó la tapa delcáliz se produjo algo que jamás habríade poder relatar. Porque, en rigor, no lovio ya que estaba de espaldas alrelicario, mirando a los ojos deFrancesco Monterga que, contra suvoluntad, se mantenían fijos sobre elcopón de oro. Un resplandor de unablancura indecible emergió delrecipiente e invadió todo el recinto. Elmaestro florentino, al fin, se encontrócon el preciado secreto del color enestado puro. Vio el Todo y la Nada a la

vez, vio el blanco y el negro, vio el caosy el cosmos repetirse hasta el infinito yvio el infinito expandido del universo ytambién el infinito inverso, introvertido,aquel que intuyera Zenón de Elea. Fuetestigo del principio y del fin, vio laresolución de todas las aporías ycomprendió el sentido último de todaslas paradojas, vio todas las pinturasdesde aquellas que se escondían en lasremotas cavernas de Francia cuandoFrancia no tenía nombre, las de Egipto ylas de Grecia, las de su maestro y las desus discípulos y las que él mismo habíahecho. Y también vio las que todavía nose habían pintado. Vio la cúpula de una

capilla y el índice de Dios dándole lavida al primer hombre, la sonrisaincierta de una mujer contra un fondoabismal y beatífico, las perspectivasmás maravillosas hechas por hombrealguno, escaleras que subían y bajaban auna vez, infinitamente. Vio a Saturnodevorando a su hijo y una hilera dehombres siendo ejecutados con armasinauditas, vio una navaja cercenando unaoreja y un campo de girasoles comonadie los había concebido, vio lacatedral de Notre Dame repetida,idéntica y distinta según la orientacióndel sol, vio acantilados precipitándoseal mar y bosques sajones solitarios y

tenebrosos, vio mujeres alegres,desnudas, desoladas en burdeles de unfuturo lejano y sórdido, vio un paisajediurno en plena noche y una callenocturna bajo un cielo de mediodía, viounas reses sangrantes pendiendo desdelos cuartos traseros, vio las edades de lamujer y colores despojados de sentidoalguno, vio un pintor en el reflejo de unespejo y una incógnita familia real, vioun caballo deforme estirando su lenguadeforme en un caos deforme bajo ladevastación de la lejana e ibéricaGuernica. Y no vio nada más. Nuncamás. Igual que su maestro Cosimo daVerona, igual que Greg van Mander —

que había protegido los ojos de suhermano menor hasta el último de susdías—, igual que todos quienes vieronrevelado el secreto del color, los ojosde Francesco se apagaron en una nochenegra y cerrada.

Pietro della Chiesa, Fátima, quepermanecía de espaldas al cáliz, volvióa poner, sin girarse, la tapa sobre elcopón y entonces se restableció lapenumbra. Francesco Monterga, derodillas y cubriéndose los ojos muertos,le suplicó que le diera el cáliz. Parecíano otorgarle ninguna importancia a su

súbita ceguera. Nada le importaba másque hacerse de aquella pura aura bajocuyo destello, el barniz más ordinario setransformaba en el más perfecto de loscolores. Ninguna otra cosa quería másque esa luz absoluta que tornaba alpigmento más rústico, a su solaexposición, en la más inalcanzable delas pinturas. Había pagado el precio yahora quería lo que le pertenecía.Aunque no pudiera verlo nunca más.

Fátima miraba a su viejo maestrodando brazadas en el aire, maldiciendoy suplicando, y en el fondo de sus ojosmuertos percibió la codicia másprofunda e inexplicable. Tomó la gruesa

antorcha que descansaba en la pared,caminó sigilosamente hasta la puerta y,cuando estuvo a un paso, salió corriendode la cripta, cerró el pesado portón dehierro y lo trabó, desde afuera,atravesando los aretes con el palo delcandelero. Mientras se alejaba por eloscuro pasillo hasta la escalera queconducía a la superficie, Fátima escuchópor última vez los gritos ahogados deFrancesco Monterga.

Desde el taller sobre el puente delAsno Ciego, Fátima contemplaba elatardecer sobre la ciudad muerta. Abriólos ventanales de par en par y se llenólos pulmones con aquel aire frío.

Caminó hasta el barreño que conteníaagua fresca y se enjuagó la cara y losbrazos. Frente al espejo, limpió lasmanchas de su vestido de terciopeloverde, se alisó el pelo con la palma dela mano y se acomodó el tocadorematado en un capirote desde el quecaía un tul. Entonces escuchó el tronarde caballos. Se contempló por últimavez y corrió, radiante, escaleras abajo.

Desde el pescante, Dirk le tendió lamano y, con un salto ágil, Fátima sesentó a su lado. El sol era unavirtualidad que doraba el empedrado. Laportuguesa pensó en el remoto perfumedel mar y en el amable bullicio de

Lisboa. De aquella, su Lisboa, quenunca había pisado y que tanto lepertenecía. El carruaje pasó por debajodel puente de la calle del Asno Ciego yse perdió al otro lado del canal.

FEDERICO ANDAHAZI nació el 6 dejunio de 1963 en Buenos Aires,Argentina, en el céntrico barrio deCongreso.

Es uno de los autores argentinoscuyas obras fueron traducidas a mayornúmero de idiomas en todo el mundo.

Sus libros fueron publicados por las

editoriales más prestigiosas. En EstadosUnidos fue editado por Doubleday, enInglaterra por Transworld, en Franciapor Laffont, en Italia por Frassinelli, enChina por China Times, en Japón porKadokawa, en Alemania por Krüger ypor varias decenas de editoriales dediversos países.

Dictó conferencias en lugares tandistantes y prestigiosos como laFacultad de Periodismo y Ciencias de laComunicación de la Universidad deMoscú, en Rusia, y la UniversidadSantos Ossa de Antofagasta, Chile.Ofreció charlas en Estocolmo, Londres,París, Estambul y otras ciudades de

Europa, América Latina y EstadosUnidos.

Participó de Congresos literarios enFrancia, Finlandia y varias ciudades deEspaña, entre otros. Fue invitado anumerosas Ferias del Libro como la deGuadalajara, Moscú, Pula, Estambul,Madrid, Barcelona y, desde luego,asistió a la de Buenos Aires y a casitodas las de Argentina.

Colaboró con la mayor parte de losperiódicos y las más importantesrevistas de su país: Clarín, La Nación,Perfil, Noticias, Veintitrés,Lamujerdemivida, Brando, V de Vian,etc. y en diversas publicaciones de

América Latina, Estados Unidos yEuropa, tales como: Loft, de EE.UU.; Oindependente, de Portugal; El gatopardoy Soho, de Colombia, etc.