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EL PROCESO SECULAR DE UNA ETNIA. EL CASO DE TUXPAN, JALISCO* José Lameiras El Colegio de Michoacán En el poblado de Tuxpan, un muy antiguo asentamiento nahua- purhépecha del occidente medio mexicano, habitan actualmente cerca de 25,000 gentes, una población casi triplicada respecto a la que ahí vi- vía antes de que un terremoto sucedido en 1941 provocara la muerte y la emigración de mucha de su gente. Actualmente, el poblado está mejor urbanizado que muchas ciudades que lo quintuplican en población gracias a la distinción que tuvo durante el sexenio que corrió entre ] 970 y 1976. Como resultado de ello en Tuxpan los espacios urbanos están formalizados y debidamente amoblados, los servicios pí'ihl icos alcan- zan a buen número de la población y ella participa, diferenciadamente, en muchos de los que son escasos en poblaciones de mayor categoría: clubes sociales, restaurantes, cines, campos deportivos, bares y zonas de tolerancia. Campesinos cultivadores de maíz en las laderas de los cerros, agri- cultores y plantadores que en lo plano producen sorgo y caña de azúcar preferentemente; operadores de aserraderos, caleras y cementeras, fá- bricas de papel e ingenios azucareros; trabajadores y artesanos, produc- tores y constructores de bienes domésticos; comerciantes instalados y ambulantes; burócratas y empleados del magisterio y varias otras cate- gorías laborales constituyen el muestrario social que en diferentes pro- porciones debuta cotidianamente en Tuxpan y al que la mentalidad de sus habitantes conviene en clasificar, dicotónicamente y según el con- texto, como “ricos y pobres”, “campesinos y trabajadores”, “patrones y empleados”, “los del gobierno y los del pueblo”, “los de Tuxpan y los fuereños”, “la gente de razón y los indios”, “la plebe y la gente decente” y en muchas formas más. * Este trabajo fue presentado en el XIV Congreso Latinoamericano de Sociología, San Juan, Puerto Rico, octubre, 1981.

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EL PROCESO SECULAR DE UNA ETNIA. EL CASO DE TUXPAN, JALISCO*

José Lameiras El Colegio de Michoacán

En el poblado de Tuxpan, un muy antiguo asentamiento nahua- purhépecha del occidente medio mexicano, habitan actualmente cerca de 25,000 gentes, una población casi triplicada respecto a la que ahí vi­vía antes de que un terremoto sucedido en 1941 provocara la muerte y la emigración de mucha de su gente. Actualmente, el poblado está mejor urbanizado que muchas ciudades que lo quintuplican en población gracias a la distinción que tuvo durante el sexenio que corrió entre ] 970 y 1976. Como resultado de ello en Tuxpan los espacios urbanos están formalizados y debidam ente amoblados, los servicios pí'ihl icos alcan­zan a buen número de la población y ella participa, diferenciadamente, en muchos de los que son escasos en poblaciones de mayor categoría: clubes sociales, restaurantes, cines, campos deportivos, bares y zonas de tolerancia.

Campesinos cultivadores de maíz en las laderas de los cerros, agri­cultores y plantadores que en lo plano producen sorgo y caña de azúcar preferentemente; operadores de aserraderos, caleras y cementeras, fá­bricas de papel e ingenios azucareros; trabajadores y artesanos, p roduc­tores y constructores de bienes domésticos; comerciantes instalados y ambulantes; burócratas y empleados del magisterio y varias otras cate­gorías laborales constituyen el muestrario social que en diferentes p ro ­porciones debuta cotidianamente en Tuxpan y al que la mentalidad de sus habitantes conviene en clasificar, dicotónicamente y según el con­texto, como “ricos y pobres”, “campesinos y trabajadores”, “patrones y empleados”, “los del gobierno y los del pueblo”, “los de Tuxpan y los fuereños”, “la gente de razón y los indios”, “la plebe y la gente decente” y en muchas formas más.

* E ste t r a b a jo fue p r e s e n ta d o en el XIV Congreso L a t in o a m e r ic a n o de Sociología, San

J u a n , P u e r to Rico, o c tu b re , 1981.

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La llamada burguesía, relativamente minoritaria numéricamen­te, parece dominar el escenario social, económico y político a través de su control de bienes, relaciones con el exterior, intervención en los asuntos públicos, posic iones laborales, opinión y dramatización de su presencia vía la exhibición o el escándalo, lina parte de ella la constitu­ye la llamada “aristocracia obrera” de la papelera de Atenquique, a 13 kilómetros del poblado, cuyos trabajadores perciben altos salarios mensuales como privilegio de pertenecer a una “industria descentrali­zada”. Los “burgueses”, de una o de otra lorma se ligan con la estructura política oficial en sus dimensiones locales, regionales, estatales y nacio­nales. Unos cuantos de sus miembros, los encaramados en la cúspide eli­tista, participan también en las “relaciones burguesas internacionales” como premio a su electividad en los niveles anteriores.

Con estos contenidos, resulta insospechable, a no ser por reparar en las varias ancianas que circulan en la calle ataviadas con gruesos en ­redos talares de obscura lana y albas prendas de algodón, el que en Tux- pan exista una “comunidad indígena”. De cualquier calle o puerta de una casa puede emerger un “indígena”; no tienen locación precisa en el poblado. Nadie los distingue por su lengua, todos hablan castellano. No tienen tierra alguna poseída con distingo comunal, tampoco dominan un oficio con carácter exclusivo. En muchos usos y costumbres no son ni más ni menos diferentes que los “mestizos” tuxpanecos. Tuxpan es el único pueblo en la región al que se considera indígena, pero no lo es si sólo se piensa en términos cuantitativos. Por todo esto la oficiali­dad censal, varios científicos sociales y las instituciones estatales pro ­tectoras de los indios han convenido la desaparición de los indios tux­panecos.

Sin embargo, los “indígenas” de Tuxpan se manifiestan anual­mente en las fiestas de mayo del poblado, rigurosamente organizados en grupos de danzantes, estric tamente presentados con su indum enta ­ria; hacen distinciones entre ellos de pertenencia barrial y un tanto de posición social, pero participan por igual en faenas de trabajo, en pa­trocinios de mayordomías, altares, escenarios, comida, cohetes y casti­llos. Frente a ellos, también en la ocasión, se manifiestan los no indios, cada quien y cada cual acentuando diferencias e igualdades y defen ­diendo sus respectivas y convenidas exclusividades. Fuera de esta rela­ción anual, cada quien sigue su existencia en forma aparentem ente in-

• dependiente: los indígenas de fiesta en fiesta entre los suyos, los mesti­zos dentro de las rutinas de los de su condición.

No obstante, las relaciones amparadas en la etnicidad y la confor­mación de etnias van más allá de la semana que duran las fiestas del

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pueblo. Para una relación tan efímera y limitada aunque tan formali­zada y regularizada, no haría falta sostener y actualizar mem brete o ca­tegorías sociales como la de “naturales”, respecto a los indígenas, y “quixtianos”, asociada a los mestizos. Tampoco se comprendería la es- tigmatización de lo indio cuando se trata de evitar un matrimonio, una camaradería de escuela, favorecer el triunfo de un equipo de fútbol, conceder una plaza de trabajo, l imitar una posición social o reprim ir la formación de un grupo con intenciones de acción política.

Por otro lado, el simple “ser indígena” o “ser mestizo” no forma a los grupos por el hecho mismo de la diferenciación, sólo permite el de ­limitar a quienes pueden conformarlos con cualquier finalidad que se convenga. Por ello, las preguntas per tinentes parecen ser, en este senti­do, ¿cuál o cuáles son las finalidades preferentes del agrupamiento?, ¿cómo y debido a qué motivo varían los individuos agrupados?, ¿qué si­tuaciones sociales y qué contenidos culturales e idológicos transmitidos fiduciariamente condicionan las formas y objetivos del agrupamiento?, ¿qué elementos permiten o conllevan a la flexibilidad de la integración grupal y aseguran la persistencia de esa posibilidad?

En el fondo del interés por hallar respuesta a las preguntas an te ­riores y a otras más, se encuentra la importancia de tratar de com pren­der los procesos por los que una etnia se mantiene como tal en virtud de su relación con el sistema cambiante en el que se desarrolla. Si acepta­mos el que cualquier agrupamiento social está condicionado por la rea­lidad objetiva en la que vive, y que si esa realidad le es adversa para su existencia puede organizarse, generar las condiciones de su propio cam­bio y manejar su situación, también con ello podemos en tender que la existencia del agrupamiento étnico, como fenómeno social, no se debe al aislamiento o al conservadurismo sino a la abierta relación y a la ca­pacidad fie innovación y reorganización de los elementos que lo apoyan.

El o los procesos de transformación de los grupos étnicos tienen, como tales, una dimensión histórica, en el sentido de que esos agrupa- mientos son producto de una identidad que deriva de una situación temporal de opresión y lucha (Bock, 1977). Histórica también en cuanto a su calidad dinámica, a sus contenidos (culturales, ideológicos, genera­cionales, etc.) elaborados y transmitidos, y a que esa dimensión otorga significación sustancial a los hechos de ella derivados.

Lo que presentamos adelante es un estudio del caso con las limita­ciones que ello implica para la generalización. La propia metodología revela esas limitantes: los datos comparables del presente con frecuen­cia son irrescatables en cuanto se avanza al pasado. F ren te a esto, el uso privilegiado de los datos contemporáneos poco ayuda a comprender a

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los grupos étnicos actualmente en relación; como tampoco lo hace el que ciertas conformaciones históricas sean consideradas representa ti ­vas de todo tiempo y lugar. Esto último puede prejuiciar, como de he­cho sucede, la interpretación de las condiciones contemporáneas de las etnias y la diversidad de la etnicidad.

La originalidad no es cualidad de este ensayo, pero estamos segu­ros de que la descripción y algunas interpretaciones, por más apresura­das que éstas sean, ilustran menos subjetivamente el por qué el consi­derado y llamado por muchos “problema indígena”, no es un problem a de “ in tegrac ión” a la vida nacional, al progreso, a la cu l tu ra o a la modernización de los países que lo viven. Más bien, los agrupamientos étnicos, entre los que se comprenden los de los indígenas mexicanos, entre otros, son una forma particular de organización social acorde de alguna manera con el sistema en el que se encuentran. En estos térm i­nos los grupos indígenas se pueden explicar mejor por lo que algunos pregonan, como el que “. . . la etnicidad debe ser considerada como una dimensión de las clases sociales o, si se quiere, como un nivel de las mis­mas” (Díaz Polanco, 1980: 14) y que “lo étnico. . . no es un elemento ex­traño a (o incompatible con) lo clasista. .. así los grupos étnicos no pier ­den por ser tales su carácter y raíz de clase” (Ib id , 16). Los agrupamien­tos sociales en términos étnicos resultan de la conformación dada por los elementos de esa naturaleza (indígenas, en este caso) a la identidad como condición de integración.1 Pero esa identidad puede incluir, co­mo de hecho lo hace, elementos de carácter político o económico deri ­vados de la posición social de los agrupamientos en dicotomía.

D e s c r i p c i ó n y C a r a c t e r i z a c i ó n d e l a s P a r t e s d e u n P r o c e s o

1. L a C o l o n i a (1523-1821)

Las bases de la dominación y la etnicidad indígena

Desde el segundo decenio del siglo XVI, cuando se inició la inva­sión hispana del territorio continental americano, la población abori ­gen comenzó a experimentar la dominación violenta, tanto a cargo de las acciones armadas, como a causa de su indefensión frente a las epi­demias que progresivamente la fueron diezmando.

Ciertamente, la imposición a la población nativa de nuevas for­mas de organización política, económica, y social puede sustraerse muy relatix ámente del calificativo de violenta, pero al gestarse lenta y pro ­gresa ámente se apartó relativamente en ciertos casos, ante la conside­ración de los dominados, de su carácter de sojuzgamiento. Esta domi­

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nación cambió sustancialmcnte a las comunidades aborígenes'y consti­tuyó para ellas la esencia (Je su identidad.

En el poblado nahua-purhépecha de Tuxpan,2 la dominac ión se realizó como en decenas de otros poblados en su región y no muy dife­rentem ente del resto del terr itorio mesoamericano: tan pronto fue re­ducida la población por la presencia militar, fue visitada en 1523 por frailes franciscanos y oc upada por ellos desde 1530. Siguiendo una es­trategia generalizada se asignaron tierras al poblado para su fu n d o , se dividió éste en 10 parcialidades —barrios— y fue encontrándose en ellos a la propia poblac ión original, la ele otros pequeños poblados re­gionales y la sobreviviente de las grandes epidemias. La erección ele ca­pillas, la asignac ión ele uno o varios santos patronos a c ada una, la orga­nización de c argos, festividades, grupos formales participantes por un i ­dad de barrios y la organización de un calendario anual festivo y laboral en el que las distintas unidades participaron regular y exclusivamente, p ron to se convirtió en emblema de la identidad y del contraste étnico (Lameiras, 1983 b).

La población indígena iue sujeta de inmediato a la tributación. Al mismo tiempo, fue organizada básicamente para la producción, el trabajo, la distribuc ión y el intercambio con criterios coloniales. A me­dio siglo de ocupada, la población recibió sus tierras ejidales, fundó sus primeras c ofradías asignándoles sus bienes y trabajo, y comenzó a prac­ticar oficios al est ilo de sus organizadores europeos. Entonces, de la po­blación prehispánic a de alrededor de 30 000 gentes, asentada en una do­cena de medianos “pueblos—señorío”, los sobrevivientes llegaban a es­casos 5 000 (Gerhard. 1972).

Reproduciendo en parle la estructura política preexistente, frai­les y funcionarios coloniales colocaron a caciques e indígenas ancianos — los llamados Tlayavanquv y Tvhuvhuvyo— a la c abeza de los respect i­vos barrios y como alcaldes de la “República de indios”.

La organización y la implementación de todo tipo de trabajo, el reparto de las parcelas comunales entre las unidades familiares, el con­trol de los recursos do la comunidad, la recaudación de tributos, la \ igi- lancia del orden social en sus aspectos \ ¡tales, el cumplimiento de las obligaciones en las festividades y el ceremonial, el mantenimiento de las capillas barriales y la iglesia princ ipal, y la asistenc ia a los frailes en la empresa de socialización y doctrinación estuvo, desde el principio, en manos de los cargos de Tlayavanquv y T vhuvhuvyo , asistidos por otros más de origen prehispánico. Mediante su adaptación a las cam biantes condiciones de un proceso, ese tipo de funcionarios llegarían a

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fungir como autoridades en Tuxpan hasta los años del conflicto Iglesia- Estado, concluido en la región entre 1929 y 1935.

Al planear racionalmente las funciones y la organización en térm i­nos burocráticos, reestructurar social y políticamente a los indígenas, articular las autoridades a las comunidades españolas y darlo a conocer a los dominados específica, factual e ideológicamente, los dominadores organizaron form alm ente a las comunidades. Esa integración forzada sentó las bases para su homogeneidad cultural y política colonial.

Las bases del control de las relaciones interétnicas

La demarcación de territorios de población, producción, jurisdic­ciones parroquiales, centros de culto e indoctrinación; más la integra­ción político-administrativa de v ¡sitas, pueblos y \ illas en torno a cabe­ceras, constituveron la organización regional necesaria para el control requerido por las audiencias, las gubernaturas y los obispados.

En los inicios de la dominación, el interés del \ irreinato por el es­tablecimiento de colonos y su entont es papel de prom otor dinámico de una política económica (Brading, 1974). le llevó a otorgar numerosas concesiones expresadas en mercedaciones v facilidades otorgadas para la adquisición de tierras por empresarios agric ultores, plantadores y ganaderos. Los mineros y los comerciantes ob tu \ ie ron , por su parte, di- \ersos priv ilegios otorgados en nombre de los necesitados rendim ien­tos económico* derivables de la organización colonial. En manos de los colonos empresarios se desarrollaron formas de producción y tecnolo­gías contrastanles y combinadas con las de los indígenas, pero en rela­ción frecuente con su participación laboral; de los primeros, tanto co­mo de los segundos llegaban a los mercados productos exclusivos y co­munes.

Los asentamientos de colonos españoles se con\ irtieron pronto en centros regionales caracterizados por su activ idad comercial, pero tam­bién se establecieron en haciendas ) ranchos y, con el tiempo, en el in te ­rior de pueblos indígenas de importancia, como en el caso de Tuxpan. Los valles irrigados, las extensiones planas cultivables en época de llu­vias, las laderas v las montañas fueron ocupadas por aquellos para esta­blecer plantaciones de caña, siembras de cereales, ganados y explotacio­nes madereras y mineras. A esas acliv idades fueron asoc iados distintos grupos étnicos v “castas”: negros y mulatos, indígenas y españoles, crio­llos y mestizos respectivamente. También en términos étnicos, las dis­tintas economías se complementaban, los tipos de productos se divi-

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dían y los tiempos laborales del año se combinaban. La expansión de al­gunas empresas, sin embargo, fue asimilando tierras, poblados y etnias, tal sucedió en el caso de las plantaciones de caña y las haciendas ganaderas.

El comercio y el mercado no exclusivamente entendido como un lugar físico y periódico para su celebración, constituían puntos de con­fluencia y base de relaciones interétnicas. Dentro de la arriería, los indíge­nas ocuparon un papel diferenciado cualitativa y cuantitativamente. Frente a ese comercio itinerante ejercido por españoles y mestizos, los indios tenían sus propias rutas y productos; generalmente las que reco­rrían desde antes de la dominación, pero ahora con productos elabora­dos al estilo europeo, propios o elaborados por otros, cargados a lomo de burro o de millas, según el caso.

Los indígenas contaban con 1111 conjunto de leyes protectoras de sus derechos al usufructo de tierras, instituciones particulares y exclu­sividad de asentamiento. Pero la extensión de los territorios oc upados por los grupos autóctonos, lo reducido de la burocracia virreinal inicial, la corrupción de muchos funcionarios y la política colonial de gobierno llevaba a la concesión de privilegios y delegac iones jurisdiccionales a cuerpos locales a los que en esa forma oponía y equilibraba el virreina­to (Leal, 1974: 701). Por ello la organización de las c omunidades no dejó de ser per turbada desde sus inicios; el despojo o la invasión de tierras y el sometimiento de sus miembros a tratos humillantes fueron las causas más frecuentes de esas alteraciones. También por ello, donde no exis­tiera otro poder que el de los*particulares y propietarios, la opción de los indígenas ante el peligro de que su status legal fuera perdido fue el pleitismo y la denuncia ante el Estado, una forma de relación política y de conflic to interétnico que se inició casi a la par de la colonización y persistió después de ella.

Mas el sistema legal protectivo inhibió, o al menos mediatizó, muchas de las posibles relaciones interétnicas. Los funcionarios virreinales, ausen­tes y con frecuencia mal informados sobre la vida y los problemas de las co­munidades, con poca autoridad reconocida por éstas, delegaron m u­chas de sus funciones en la iglesia para que ésta vigilara, controlara y ar ­bitrara las relaciones de los indígenas entre sí y con otros.3 Sumada esta autoridad a la religiosa y debido a que la iglesia constituía otro poder, los religiosos y seglares se convirtieron en jueces de la conducta de las comunidades y asentamientos de colonos constituyéndose paralela­mente en intermediarios de las relaciones sociales.

E 11 el caso particular del clero rural del sur de Jalisco, éste llegó a convertirse en el principal, en el casi único conductor y líder de las co­munidades y, en buena medida también, entre los grupos de origen

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criollo y mestizo. A él se acudía con preferencia a la autoridad de los al­caldes y demás funcionarios civiles, pues ahí donde el poder público del Estado prácticamente no existía “ la iglesia, como sistema decontrol so­cial, era más eficiente que la magistratura secular. . .” (Brading: 628).

Las condiciones de la colonización terminal en la comunicación interétnica

Para tra ta r de caracterizar a las comunidades indígenas en su ca­rácter de elnias y las relaciones interétnicas duran te la colonia, vale la pena mencionar algunos cambios que, hacia el final de la colonia en el periodo borbónico, parecen haber sido de significación para el sistema en el que se realizaron esas relaciones.

La política ilustrada dio origen a un proceso de racionalización de las conductas económicas. Este se expresó en la intervención de los mo­nopolios regionales de comercio y en su control por el Estado. Conjun­tamente, de varios ilustrados dentro y fuera del Estado, partieron las proposiciones de liberar las tierras tenidas por la iglesia y las comuni­dades indígenas con carácter de patrimonios de corporación. También se sugirió que se evitara la acumulación de tierras advertida en los grandes propietarios. Todo ello so pretexto de alentar la formación de medianos y prósperos propietarios. En la región sureña de Jalisco, ám­bito de la existencia de la comunidad de Tuxpan, la prosperidad econó­mica originada en la formación de un mercado interno (De la Peña, 1980) se basó en el despojo de tierras a varias comunidades que entonces co­menzaron a desintegrarse. La de Tuxpan, por un lado orientada a una horticultura especializada, una agricultura prebcrvable de ecuaro y de calmil. una producción artesanal e intenso comercio y sin la presencia de plantíos de caña, parecía librarse de las invasiones y de la asimilación.4

La racionalización del gobierno supuso, a su vez, mayor control y cambios en las autoridades civiles. En Jos antiguos pueblos indígenas se intervino igualmente en el control de sus autoridades religiosas; cons­tituidas éstas por los regulares hubieran de dejar el puesto a sacerdotes, seglares de obediencia insospechada hacia sus obispos. El aumento re ­lativo de la burocracia estatal y la milicia alteró en general los sistemas sociales regionales, en los que la mano dura y tenaz de la adm inis tra ­ción borbónica se sintió, como en el caso de Jalisco, desde que se creó la Capitanía General en 1708; cuando ese sistema se sustituyó por el de “In tendencia” en 1786 y aún más cuando, en 1795, la estructura eclesiás­tica fue encabezada por el obispado de Guadalajara. Toda esta reorga-

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nización incorporó con efectividad política, militar y judicial al sur de Jalisco a su capital Guadalajara. Sin embargo, la oligarquía sureña en­frentó tenazmente el a tentado a una autonomía que incluía, entre otros el control de las comunidades indígenas y los bienes a ella ligados.

El proceso de secularización, originado tanto por cambios in ter ­nos en la organización religiosa y eclesiástica,5 como por las transforma­ciones en el exterior (incidencia de la racionalización de la economía, el gobierno, la ciencia y la enseñanza) hizo disminuir la importancia de la religión en la vida social en general y favoreció el regateo del Estado al monopolio del poder político, principalmente en el medio rural (Wil­son 1969: 47). Ante esta situación, el clero reorientó su táctica política: de su posición de juez o árbitro de la conducta social fue convirtiéndose, subrayadamente en el occidente mexicano, en prom otor y orientador de la opinión pública.6

Finalmente, como reacción a la política borbónica, se desató un enfrentamiento a los dominadores peninsulares que enfocó su carácter de extranjeros, no de clase. Con ello, se inició la conciencia política na­cional en la región, entonces con bases amplias populares, no asumida y promovida desde el Estado, como después ocurriría.7 El liderazgo de los clérigos y párrocos no tuvo en ello un papel secundario, como lo de­muestra el encabezamiento de la insurgencia en su primer momento. Para las comunidades indígenas ello supuso, al menos en el Bajío y el occidente nacional, la extensión de su identidad política y la restricción de su exclusividad e identidad étnica: participaron, fugazmente, del mismo ideal integrados a criollos, mulatos y mestizos. En síntesis, e in­dependientem ente de los elementos o de los sectores estructurales que de la organización autóctona preexistente se valió la dominación colo­nial para organizar a la comunidad indígena de Tuxpan, ésta fue un producto nuevo, justamente un producto colonial. De la colonización recibieron el nom bre y las condiciones para su relación con “los otros”; un nom bre y un status general de indios y dominados que, no obstante, tuvieron calidad particular: un origen común por su situación de dom i­nados que relegó su diversidad de procedencia: una identidad por con­traste y por comunidad de intereses y una homogeneidad de gobierno y dependencia sumada a una homogeneidad cultural e ideológica deriva­da de una indoctrinación exclusiva. Todo ello favoreció la progresión de un proceso de comunización y etnicidad; es decir, el desarrollo de la continuidad del grupo y de su ideología basados en componentes de ca­rácter histórico, cultural, lingüístico y político entre otros.

Aun cuando los indígenas de Tuxpan fueron mantenidos d iferen­cialmente en la estructura colonial, ello no significó su pasividad como

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dominados; dentro de los límites de la dominación, la coninnidad gene­ró mecanismos que le permitieron mayores relaciones horizontales y le ayudaron en varias ocasiones a enfrentarla. A través de esos mecanis­mos se fue gestando una identidad política que significó para la comu­nidad un elemento de cohesión y sobrevivencia después del periodo co­lonial. La propia organización colonial de la producción y el intercam­bio especificó y limitó las posibilidades de las relaciones interétnicas. En tanto, la débil presencia directa del Estado condujo a una m enor intermediación de esas relaciones y actuó en favor de la dominación eclesiástica en esos mismos términos.

E l L a p s o d e l L i b e r a l i s m o y d e l a O r g a n i z a c i ó n N a c i o n a l 0 8 2 1 -1914)

La etnicidad en una nueva substancia

A partir de la guerra de insurgencia nacional y duran te casi cin­cuenta años después de ella, se abatió la producción y se desarticuló económicamente la mayor parte de lo que entonces comenzó a consti­tuir el terr itorio nacional. La inestabilidad política general causada por el enfrentam iento inicial de facciones postulantes de fórmulas di­versas de gobierno, por el incremento del peso social de los militares contendientes, por la intervención frecuente de los intereses extranje­ros y por múltiples causas más, fue significativa para el desarrollo y la integración de varios grupos locales y regionales de poder.

En la región sureña de Jalisco, como en otras-muchas, la migración fue un fenómeno frec uente; originado tanto en los ac ontecimientos bé­licos, como en la pauperización y la desorganización. Las gav illas y las bandas dirigidas por caudillos regionales proliferaron en varios pue ­blos. Así aparec ió el cac iquismo, muchas vec es apoyado por los te rra te ­nientes y comerc iantes que con ello expresaban su poder (Olveda 1980)

El enfrentamiento entre los partidarios de un gobierno secular y democrático y los postulantes de la necesidad de restaurar al Estado apenado en el sistema corporativo, m antenedor de privilegios y esta­mentos. se inic ió en esos años y concluyó hasta que la reforma liberal lo­gró establec er las bases de un capitalismo, entonces incipiente, que has­ta finales de siglo lograría consolidarse.

Para las comunidades indígenas el desequilibrio demográfico c ausado por las migraciones, más el hecho de haber perdido miembros por su participac ión en la guerra supusieron factores adversos para su supervivencia.8 No obstante, las medidas políticas fueron más severas

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en términos de la existenc ia de las comunidades originadas en la domi­nación colonial: en prim er lugar, en el decreto mismo de la indepen­dencia, se derogó el que existieran leyes exclusivas para el mantenimien­to de las comunidades. Por ello se declararon desaparecidos y desauto­rizados a sus dirigentes comunales. Luego, desde 1825, se sucedieron una serie de leyes, decretos y disposiciones gubernamentales que dispu­sieron, primero, la entrega a título particular de sus miembros de las tierras de los fundos legales, y después de los ejidos dotados a las comu­nidades duran te la colonia.

En esa forma los indígenas, frecuentemente los de más alta posi­ción, se convirtieron en propietarios; en tanto otros quedaron al m ar­gen de esa posibilidad porque fueron manipulados por sus viejas au to ­ridades; por ignorancia o falta de información sobre esas disposiciones, o porque individuos ajenos a la comunidad aprovecharon el interés del Estado por la colonización y gracias a ello encontraron facilidades para adquirir tierras antes pertenecientes a los indios.

Las extensiones controladas por la comunidad civil de los indíge­nas no bastaron; así, las leyes de desamortización de bienes de manos muertas —Leyes de Reforma— dispusieron la venta de las tierras del clero y de las adjudicadas a los santos y al gasto de las festividades entre los indígenas. Para la región sureña de Jalisco, esta disposición y su aca­tamiento supuso la circulación de un considerable volumen de tierras y la dinamización de la producción en manos de medianos y grandes p ro ­pietarios. Los primeros lograron contribuir con ello al mercado regio­nal y los segundos diferir su producción y formar un capital. Esta m edi­da favoreció también la inmigración, tanto de comerciantes en busca de fortuna, como de brazos en busca de trabajo y de empresarios en busca de inversión.

Estos nuevos empresarios, constituidos en una élite notable, reor­ganizaron todo un territorio y capitanearon un desarrollo agrícola, in­dustrial y comercial apoyados por relac iones múltiples extra-regionales. Por esta condición llegaron a controlar políticamente la región y a de­tentar un poder indiscutible en tanto se mantuvo, como factor funda­mental del posible c rec imiento regional, la ausencia de integración na­cional en los ámbitos económico y político (De la Peña 1980).

Paradójicamente, dentro de esta reorganización, las antiguas tie­rras indígenas en circulación —fuera del control de sus comunidades— fueron la base de la producc ión agrícola expandida y, al mismo tiempo, cuando las retuvieron, la garantía de la existenc ia de los subsistemas so­cio-culturales indígenas, integrados en parte del sistema regional: su sobrevivencia dependió de que siguieron teniendo un lugar en el m er­

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cado a través de sus productos (étnicamente) exclusivos y al que las con­diciones de distinción étnica se volvieron a convenir sin la intervención de intereses extra-regionales. Aquel mercado se integraba mayoritaria- mente a la región y, sólo de manera parcial con la nación y fuera de ella, mientras los “conflictos interétnicos” se podían dir im ir dentro de una relación 110 controlable hasta entonces por el Estado.

Hacia la condición política de la identidad

Para la población indígena de Tuxpan, la eventual pérdida de sus tierras de cofradía fue una especial señal de alerta ante el riesgo de sufri un nuevo resquebrajo en su vida comunal. Tanto sus viejas autoridades como sus guías, los tehuehueyo , los párrocos* se movilizaron para el res­cate de ese bien corporativo entonces significativo para negociar polí ti ­camente a nivel local y regional.

Mantenidos en sus límites étnicos, vía la producción y el mercado, los indígenas, integrados por otras múltiples vías comunitarias, o rien ­taban políticamente en el pleito sus esfuerzos para que les fueran de­vueltas sus últimas tierras de comunidad: las de cofradía del “Corpus”. La instigación de sus autoridades relgiosas que señalaban en el Estado tendencias al enfrentamiento con la Iglesia; el celo creciente en el me­dio rural ante la presencia de credos protestantes, la agresiva expansión de las haciendas y los propios efectos de las leyes de desamortización su­mergieron a varias comunidades en la v iolencia, de la cual partic iparon también los rancheros mestizos y la pobrería en general.

Con protestas ante el gobierno comenzó la agitación en Tuxpan en 1860; ocho años después presentaba la comunidad a las autoridades una demanda formalizada por la ocupación de sus tierras, años atrás a rrenr dadas a los mestizos para poder así sustraerlas de la venta. E n tre 1872 y 1876 el pleito tomó caracteres sangrientos y pretextos no faltaron: inva­sión de tierras, sustracción de recursos de agua y bosques, constitucio- nalización de las leyes de Reforma, “ateísmo” o laicismo del Estado. La novedad entonces fue la unión de varias ex-comunidades que en su cali­dad de “indígenas” se enfrentaron a los hacendados con las armas. Esti*¿> se integraron al movimiento entonces llamado de “los religioneros”, luego considerado como “la prim era Cristiada” y se alzaron como un i ­dad independiente. Un contingente indígena de Tuxpan se declaró en rebelión; de ello persiste la memoria con la nominación actual de un grupo de danzantes: el de “Los Pronunciados”. Sólo la d ictadura porfi- rista fue capaz de controlar a esos sublevados y posponer la violencia.

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Entonces se suspendieron los ataques a la iglesia y el cuestionamiento del Estado. El estilo de protesta se trasladó al terreno epistolar y en esa forma continuó hasta 1914 cuando ya el destinatario de las peticiones, el presidente de la República, había dejado el país desde hacía casi tres años.

Las comunicaciones modernas abrieron en muchas regiones la ca­ja de Pandora, tal fue el caso del sur de Jalisco. Hacia 1900 las vías del fe­rrocarril que la comunicaría con Guadalajara y la costa del Pacífico se presentaron en su periferia. Tres años después las cuadrillas de t raba ­jadores norteños —rudos y recios cual gente de desierto— llegaron al área de Tuxpan donde las profundas barrancas de las faldas del volcán de Colima y sus macizos pétreos requerir ían de siete años de trabajo pa ­ra el tendido de puentes y la perforación de túneles. Tuxpan, en el con­fín de las tierras planas del trazo hacia la costa de Colima, fue converti­do en terminal de la ruta. Se le usó como campamento de trabajadores y se enganchó a mucha de su gente, indígenas de preferencia, para m úl­tiples labores de construcción, en esas condiciones la vida del pueblo se activó; se llenó de forasteros, de comercios, de nuevos oficios, de burde- les, de saloncitos con músicos jazzistas y de mercancías “de lujo”. Una nueva élite se formó, lá de los comerciantes enriquecidos por la ocasión que se autoidentificaban como “innovadores y progresistas”. Los ind í­genas, mestizos y hacendados tuxpanecos los tenían por fuereños y por intrusos; difícilmente en tendían los términos del progreso, no obstante fueron testigos presenciales del ir y venir de varios “agentes de cambio”.

Para los indígenas comenzaron entonces los años fatales. Decenas de sus hombres jóvenes m urieron en las obras del ferrocarril, muchos los aprovecharon para emigrar hacia Guadalajara, otros más huyeron de espanto a sitios apartados. En los hogares indígenas se conoció con intensidad la infidelidad, la prostitución y la violación de sus.mujeres; en muchos de ellos se inició el encierro de las hijas, que perdurar ía en varios casos hasta diez años. La exclusividad de oficios y de producción se escapó en esos tiempos para los indios: entonces resultaba muy p ro ­ductivo fabricar mezcal y adueñarse de ámbitos comerciales* tradicio­nalmente indígenas.

Las autoridades del pueblo se declararon en favor del cambio, es­tigmatizaron el uso de las prendas indígenas de vestir y favorecieron el progreso tal como lo en tendían los fuereños. Los hacendados y los vie­jos ricos creyeron m om entáneam ente en el beneficio de las innovacio­nes aún cuando empezaron a sentir la competencia dé los productos lle­gados por el t ren y a recibir menos dinero por sus granos y sus reses. El único apoyo que aún tenían los indígenas eran sus viejas autoridades y

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su párroco. En el último año de su dictadura Porfirio inauguró el ferro­carril, se presentó en Tuxpan como parte del evento y todavía escuchó un discurso en nahuatl que una mujer principal le dirigió y tradujo. Quizá fue esta la última ocasión oficial en esos tiempos en la que la len­gua indígena se usó. Con la revolución ya en puerta , “la lengua se per ­dió”, tal cual ahora lo refieren los indios viejos.

Condiciones étnicas y relaciones interétnicas novedosas

Al practicarse por costumbre y luego derogarse legalmente a p a r ­t ir de la independencia, el trato político-económico exclusivo de la co­m unidad indígena de Tuxpan; sobresalientemente, al suprimirse el control sobre sus tierras, sobre el trabajo y la movilidad social de sus miem- brs, la comunidad se relacionó con la sociedad regional-nacional, en ­tonces emergente, en base a los nuevos modos operantes. G radualm en­te, la supervivencia de ésta estribó en el ajuste de sus relaciones dentro de una estructura que fue favoreciendo la división en clases sociales y el control diferenciado de los bienes en los mismos términos. El nuevo o r ­den social se expresó en un asentamiento de las diferencias sociales al interior de la población y la propia “com unidad”, en el relajamiento de su estructura política, en la mengua de la corporatividad del grupo y en la adopción de nuevos patrones de relación interétnica como el de la in­termediación en los litigios entre el Estado, la comunidad y los par ticu ­lares. En tanto, perseveraron viejas formas de tecnología y producción, disminuyeron las diferencias étnicas en los ámbitos de trabajo. En ge­neral, las relaciones sociales, económicas y políticas se ampliaron pero siguieron, en el caso de Tuxpan, m anteniéndose en los elementos étn i ­cos originados en la colonia.

La identidad política se reforzó ante el cambio del sistema; el p ro ­ducido por la desproporción demográfica derivada de los efectos de las guerras y la migración y los causados por la acentuación de la in terven­ción eclesiástica/en la manipulación de la opinión pública y la d iferen ­ciación “clasista” de las demandas al Estado. En estos últimos términos comenzaron a aparecer relaciones e identidades étnicas permeadas por identidades y relaciones de clase. A diferencia de la colonia, las relacio­nes interétnicas decimonónicas no supusieron la intervención tan acen­tuada del Estado como conciliador y protector; más bien se caracteriza­ron por la ausencia de su intervención a cambio de una relación “libre” entre los “indígenas” y “los otros”. Al ajustarse a las nuevas condiciones, paradójicamente, el indio siguió siendo indio y su categoría social fue tan peculiar en el México republicano como lo había sido en la colonia.

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Para Tuxpan, como para la región en su conjunto, la revolución comenzó en 1915 y concluyó en 1930, por más que en el decenio que si­guió no dejó de haber violencia. Ese lapso supuso cambios para la po­blación indígena y la no indígena. La lucha armada, las epidemias y la inanición modificaron drásticamente el panorama demográfico. Eli crecimiento natural de la población se abatió notablem ente y el fenó­meno de la migración se encargó de alterar nuevamente las proporcio­nes poblacionales de Tuxpan en términos étnicos.9

P qt su lado, la urbanización del pueblo, en términos de ocupacio­nes diferenciadas de la agricultura, de las nuevas obras de comunica­ción para vehículos automotores, la presencia de nuevos sectores pobla­cionales y del incremento del movimiento comercial, establecieron otras condiciones más para las relaciones interétnicas.

Por casi 25 años, desde 1910, la inestabilidad social imperante en el poblado afectó el ritmo de socialización de su sector indígena al per ­tu rbar en general a la totalidad. El nahua tuxpaneco paula tinamente dejó de ser hablado, las generaciones crecidas en esos años sólo lo usa­ron en relación al mercadeo, mientras la indumentaria masculina adoptó las prendas usadas por los mestizos. La actividad religiosa-ceremonial y el ritual social indígena —referido al ciclo de vida y a la producción— fueron creciendo en irregularidad. E n tre 1927 y 1929 se suspendieron los cultos católicos en todo el país y la relativa endogamia, mantenida hasta entonces en tre los indígenas tuxpanecas, dejó entonces de ser practicada impositivamente.

Los cambios generales de las posiciones sociales y de poder contri ­buyeron de manera im portante a la modificación de las de los indíge­nas. La afiliación a la revolución de un sector del pueblo había perm a­necido en forma latente desde 1911 al interior de “clubs” políticos inte­grados por fuereños, comerciantes, empleados y alguno que otro me­diano propietario. En ellos se excluía a los “naturales” como grupo. Los grandes propietarios, poco integrados a la vida del poblado; los indíge­nas pudientes y con prestigio en la comunidad, la mayoría de los comer­ciantes y medianos propietarios y la masa, constituida por “la indiada” y “la peonada”, permanecían tanto indiferentes como expectantes ante los acontecimientos. No habían mostrado ni inconformidad por el de­rrumbe del porfirismo, ni identificación con alguna de las nuevas fac­ciones en el poder; puede decirse que no tenían “proyecto político” alguno.

La llegada de la violencia, a par tir <̂ e fuertes encuentros entre vi- llistas y carrancistas en las inmediaciones de Tuxpan, dio concreción y

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expresión a las diversas facciones. Unos, “los políticos”, se integraron al carrancismo y otros, por lo general rancheros pobres y campesinos, al villismo y al zapatismo. El grupo hasta entonces en el poder —por lo co­mún propietarios o comerciantes adinerados— proclamó su adhesión, primero al antiguo orden, y luego a cualquiera que enfrentara al “go­bierno ladrón de tierras, ateo y asesino”. La masa permaneció indiferente.

Los partidarios de los gobiernos revolucionarios comenzaron a te ­ner poder por esos hechos. E n tre ellos se encontraban los “innovado­res” llegados a Tuxpan duran te el porfiriato. Varios estaban em paren ­tados con familias tuxpanecas y ya poco se les tachaba de fuereños entre los de su grupo. Sólo los antiguos propietarios, los “patrones”, y los in­dígenas los seguían considerando ajenos. Enriquecidos varios de ellos como acaparadores y prestamistas estaban urgidos de invertir en tie ­rras y de tener influencia sobre la población.

Los afiliados al gobierno pronto controlaron la municipalidad y apoyados en la política carrancista de entregar tierras a los campesinos organizaron de inmediato una campaña de adhesión a ella. La “comuni­dad indígena” aún no lograba contestación a^u dem anda de restitución de sus antiguas tierras, mientras sus dirigentes tlayacanque op taron por aceptar de “los políticos” el ofrecimiento de guiarlos y apoyarlos en su cometido. Los gobiernistas elaboraron interminables listás de pe t i ­cionarios: indígenas, mestizos, comerciantes, artesanos, pequeños p ro ­pietarios, peones, e individuos ya fallecidos o emigrados del pueblo. Lo importante era lograr una clientela y presionar con ella.

Las primeras afectaciones anunciadas iniciaron la inqu ie tud y la agitación entre todo tipo de propietarios. La política carrancista de controlar la religión y la educación provocó la correspondiente alerta y la reacción de la iglesia. Los viejos terratenientes denunciaron Ja in te ­gración viciada de las listas, en tanto el clero amenazó con la excomu­nión a quien pidiera y aceptara tierras expropiadas a sus legítimos d ue ­ños. “Los políticos” tuvieron que depurar las listas, pero la amenaza de la iglesia logró que la mayoría renunciara a la petición de tierras.

Las autoridades indígenas también decidieron cjesvincular a la “comunidad” y renunciar al patrocinio de “los políticos” para reclamar el “Corpus* por esa vía. La “com unidad” se escindió: la necesidad de t ie ­rras era más fuerte que la autoridad de sus tlayacanques y sus ancianos y aún más que las amenazas del cura. Unos 824 varones formaron así el grupo de solicitantes de restitución patrocinado y dirigido por “los po ­líticos”. A aquellos, estigmatizados por el pueblo, el cura y su comuni­dad, se les agregó el apellido de “agraristas” al acostumbrado nombre de “indios”. Fueron excuidos de toda actividad ceremonial de su comuni-

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dad y el pueblo los empezó a perseguir como a un nuevo tipo de “bandido”Los “indios agraristas” conformaron desde entonces lo que hoy se

conoce en el pueblo de Tuxpan como “la comunidad indígena”, “la vieja comunidad” o, simplemente, “la comunidad”. Su prim er cambio sensi­ble fue su reestructuración. A través de la elección pública por aclama­ción en la plaza del pueblo, ante ún gestor autorizado por la presiden­cia municipal, surgieron de entre ellos los encargados de la presidencia y la vicepresidencia, secretarios, tesoreros y vocales del Comisariado Ejidal; car­gos contrastantes con los ocupados “por costumbre*” entre los indígenas. La nueva estructuración también incluyó una nueva indumentaria: se les dotó de pantalón de dril y de chama ra de mezclóla. No en balde los indígenas que de ello ahora se recuerdan, refieren que entonces “los políticos” los or­ganizaron al estilo “quixtiano”.

Lá zozobra existente entre los propietarios, al ocuparse las tierras, y la estigmatización de los agraristas indígenas que les impedía obtener semillas, aperos y crédito, hicieron que muchas tierras dejaran de sem­brarse. Los que lo hacían eran grandes propietarios custodiados por peones armados. La carestía, el monopolio y el alza de los granos se p re ­sentaron jun to con el ham bre y jun to también con los inicios violentos de un nuevo y trascendente conflicto iglesia-estado, un mayor núm ero de expropiaciones y las primeras posesiones formales de t ierra entre los indígenas.

En 1925 el patronazgo de los agraristas indígenas pasó a manos m i­litares; se les organizó en pelotones y se les sacó del pueblo para asistir al ejército regular como “defensa civil”. Cuando se inició el enfren tam ien ­to armado de los cristeros, se trató de multiplicar la leva con más agrar ristas de los sumados al reparto; pero esta medida y la propia guerra só­lo lograron disminuir las filas de los aspirantes a la t ie rra .10

Las condiciones de una nueva etnicidad

Veinticinco años de revolución (1915-1940) significaron la desinte­gración de la “comunidad indígena” de Tuxpan “al estilo antiguo”. No obstante, en términos políticos, lograron establecerse nuevos mecanis­mos de integración, a saber:

—El patrocinio estatal del agrarismo, en un principio exclusivo para el grupo indígena, si bien desarticuló a la comunidad al sustraerse de ella un buen núm ero de cabezas de familia, reorganizó a los indíge­nas ejidatarios imponiéndoles una nueva estructura y ligándolos a agen­cias del Estado como centrales nacionales, confederaciones campesinas y al propio partido oficial, organizado en 1928.

—Por vía de la tradicional autoridad de la Iglesia y una vez resueL

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to el conflicto religioso, se volvieron a regularizar los mecanismos inte- grativos a través del culto, el ceremonial público y el ritual social del ci­clo de vida. Como caso especial, en Tuxpan tomó el cargo parroquial un cura que se dirigía en nahuatl a la feligresía indígena, apoyaba el uso fe­menino de la indumentaria , escribía sobre la historia y la lengua de los indígenas y postulaba positivamente los valores culturales autóctonos y los de la modernización en términos de mejoramiento. Este cura asu­mió el papel de intermediario de los indígenas ante los mestizos y las autoridades políticas del pueblo y de él salió la iniciativa para reincor­porar a “los indios agraristas” al ceremonial de la “comunidad”. En la actualidad, a 20 años de fallecido, los indígenas lo utilizan como un sím­bolo del apoyo de la iglesia a sus festividades y organización.

—Los comisariados ejidales indígenas comenzaron a incorporar a su investidura burocrática el papel de mayordomos. En el local del Co- misariado Ejidal y en la representación indígena ante la Central Nacio­nal Campesina aparecieron estandartes, santos y prácticas del antiguo ceremonial indígena. La autoridad representada por esos cargos trad i ­cionales reforzó la relativa a la representación ejidal, la solidaridad del grupo y las posibilidades de negociación con el Estado.

—Sin la posesión de bien alguno de carácter material, las relacio­nes al interior de la “comunidad” parecen alentar relativamente desde entonces la misma comunalización. Invocando su pasado, su “ser dife­rente” y “sus costumbres”, los indígenas se agrupan para defender lo que consideran exclusivo en el campo de sus relaciones con los “no indí­genas”. Sin embargo, desde los años cuarenta el propio desarrollo na ­cional que incidió en la región de Tuxpan, estableció otras condiciones para los agrupamientos de carácter étnico.

—El reparto ejidal, p rimero rechazado, fue gradualmentettcepta- do y acelerado sobre todo en el sexenio de 1934 a 1940. El control de la tierra por el Estado y la burocratizacióil llevaron pronto al alquiler de tierras ejidales y al control de ellas por esa vía; este alquiler significaba en los años sesenta la mitad de la extensión de los ejidos.

—Las comunicaciones-carreteras fueron aum entando regional­mente desde los años cincuenta. Las que apoyan la radiodifusión, la te ­levisión, el cinematógrafo y muchos otros medios comenzaron a ser un hecho en Tuxpan desde los inicios de la industrialización local, hacia esos mismos años.

—El neolatifundismo —empresas agrícolas e industriales que controlan la producción y el trabajo sin controlar la t ie r ra— apareció en la región como en el resto del país. En su variedad “financiera” co­menzó a acaparar, mediante compra adelantada o monopolio de cana­

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les mercantiles, productos regionales como el maíz, o a desplazarlo im­poniendo cultivos comerciales como el sorgo. Por su parte, el llamado “latifundismo agro-industrial” (De la Peña, op. cit.: 1980) establecido a base del control m ediante concesiones legales o sanciones negativas del uso del terr itorio , también intervino en la producción procesándola d i ­rectamente en sus empresas. Para Tuxpan esto último significó la ab ­sorción de la casi totalidad de las propiedades y tierras ejidales de sus alrededores. La empresa papelera de Atenquique a 13 kms. del pueblo, es concesionaria de los bosques a través de su filial, la Unión Forestal, y el ingenio azucarero de Tamazula, a 30 kms. de distancia, sin poseer una sola hectárea de t ierra se encarga de re tener toda la caña de azúcar que se planta. Otras empresas —caleras, fábricas de cemento, explotaciones mineras y fundiciones—, tam bién abarcan tierras y recursos por conce­siones estatales o por su propia presión.

—La dem anda sobre tierras ha expulsado a muchos campesinos hacia las laderes donde cultivan maíz en “ecuaros” y “coamiles” con muy bajos rencimientos. Esa misma demanda ha llevadlo a varios em ­presarios a adueñarse de terrenos donde antes sólo la tecnología y el “estilo” de la tecnología indígena los hacía aprovechables: los “calmi­les” del pueblo y sus alrededores; las playas del río, cambiantes anual­mente, y las laderas erosionadas plantables con agaves nyezcaleros.

—La migración es un hecho permanente y desarticulador de todo tipo de vida comunal. No obstante, los mecanismos que operan la vida ceremonial de varios pueblos de la región, sobresalientemente en el de Tuxpan, logran m antener el contacto, la ayuda y, con frecuencia, los re ­tornos cíclicos de los llamados “hijos ausentes” de los pueblos.

—El sistema educativo nacional se ha expandido y ha alcanzado a incorporar a poblados muy alejados. El contenido de valnres implícitos y explícitos en él se suma a los que cada día pregona la ideología capitalista y sus agentes y significa, en nuestro caso, la contradicción de los valores, la cultura, las costumbres y las ideologías locales. Como expresión de la intervención del Estado, sin embargo, las normas, la educación trad i ­cional —formal e in form al— la religiosidad y la simbología cultural re ­gional, indígena y no indígena, parecen ser los elementos que se opo­nen, racional o irracionalmente, a la operación de este sistema y al de otros.

—El desarrollo del sistema político nacional que controla al po ­blado, a la región y al estado de Jalisco a través de sus instituciones, agencias e intermediarios ha representado un cambio para Tuxpan en donde, hasta el final de la revolución, la constitución de los ayunta­mientos se pactaba circunstancial y convencionalmente en tre “natura-

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les” y “mestizos”. Su operación ha enajenado en buena parte la vida po ­lítica colectiva y ha fomentado, paralelamente, nuevos mecanismos de control local.

Esbozo de las actuales relaciones indígenas - no indígenas

En teoría, en la actualidad, ningún individuo integrado a la etnia indígena de Tuxpan t iene vedado, por ese hecho, el ingreso a alguna fuente de trabajo. Tampoco los indígenas son excluidos del acceso al sis­tema escolar o a cualquier actividad del común del p¡uetblo. No obstan ­te, como referimos al principio, existen actualmente categorizaciones exclusivizantes y estigmatizantes que no sólo se refieren a los indígenas; su uso es frecuente entre campesinos, obreros, inmigrantes y gente sin trabajo; en tre el “pueblo” o, si se quiere, entre el “pro le tariado”. La burguesía las utiliza con menos frecuencia, precisamente porque con ello acentúa su condición social: su poderoso p redom in io basado en el control de bienes y poder, la hace m anipular menos distinciones que le aseguren una participación exclusiva de los bienes o que l im iten sus relaciones laborales.

En la vida cotidiana, por otro lado, son “operativos” los estereoti­pos, lemas y membretes que en Tuxpan determ inan como “perezosos”, “sucios”, “ignorantes”; simplemente como “indios”, o “naturales” a los que integran, real o supuestamente a la etnia de origen nahua. Tam ­bién lo son los que califican a los “serranos” como “m atones”, “violado­res” y “rateros”; o los que clasifican a los obreros de la fábrica de papel y los de la colonia de trabajadores de los ingenios de la población vecina de Tecalitlán “creídos”, “autoritarios”, “borrachos”, “pandilleros”, etc, Son operativos, porque logran establecer límites para la participación en el trabajo, la p ropiedad y la acción política, las oportunidades de educación y muchas otras actividades. En los aserraderos, un “serrano” es preferido a un “na tu ra l” por sus supuestas habilidades en el rajeo o en el estibamiento de madera. En los “tlachiques”,11 son preferidos los “naturalitos” porque se les puede pagar menos salario y se cuenta con que no delatarán los lugares donde están las cuevas en las que se fabrica.

Los indígenas evaden cualquier tra to con los “serranos”, con “los de Atenquique” o con los de la “colonia del ingenio” ante su^convenci- miento de que ston “peligrosos”. Pero tam bién limitan a sus “iguales” el patrocinio de sus fiestas, la participación en la danza y la posesión de los “santos de los naturales”. Nadie que aspire a una plaza de trabajo en los aserraderos se va a ostentar como indígena; nadie que in tente ocupar el

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puesto de Presidente Municipal va a revelar su origen indígena o serra­no —salvo como estrategia política especial—, ni nadie que aspire a los beneficios que supone la posesión de un santo manifestará su simpatía por ‘io s serranos”, ‘io s de A tenquique”, o “los de la colina” de los cañe­ros de Tecalitlán. Los que se “saben” y “sienten” indígenas dan prefe­rencia a las relaciones laborales o patronales con sus “iguales” y así suce­de mayoritariamente con “los otros”.

El populista sexenio 1970-76 declaró su abierta simpatía por los in ­dígenas de Tuxpan al grado de favorecer el reingreso al ayuntamiento de algunos individuos considerados como de la “comunidad indígena”. En ese mismo lapso político se distinguió a los niños indígenas exten­diendo especialmente para ellos los desayunos escolares patrocinados por una agencia estatal, e incluso se organizó un nuevo conjunto de dan ­za. La iglesia ha intervenido constantemente desde hace años para des­prestigiar las fiestas de los indios, calificándolas de “anticuadas”, “dege­nerantes” y “derrochadoras”. En el p rim er caso la comunidad amenazó con boicotear las fiestas anuales con su abstención de participar, de no cejar el “gobierno de a ten tar contra su p ropiedad” organizando otra danza. El comercio organizado los apoyó: ~si no participan los indios con sus cohetes y sus danzas, ¿quién va a venir a Tuxpan?”. En el segundo, una comisión de “naturales” visitó al obispo para manifestarle su rep u ­dio al sacerdote que “se opone a la costumbre porque es comunista y po­lítico”. El obispo, aparentemente, no intervino y los “naturales” invita­ron al presidente municipal a respaldarlos sin obtener de él una posi­ción muy definida. Los “naturales” acordaron entregar sus limosnas en una población vecina y en vísperas de las fiestas de mayo de 1981 se abs­tuvieron de trabajar gra tuitamente en el adorno de la iglesia. El cura los llamó y les prometió no oponerse a ’ias fiestas de costumbre”. Los indígenas volvieron entonces normalmente a su labor.

El ceremonial de las fiestas de mayo incluye un desfile de carros alegóricos en que se representan escenas de la historia sagrada y del nuevo testamento. Los “naturales” participan en él diferenciadamente: caminan y danzan entre los carros, encabezan y concluyen el desfile con tambor y chirimía. En uno de los últimos desfiles, en mayo de 1981, apa­reció por prim era vez un carro patrocinado por la “com unidad”. En él se representaba al cura Melquíades Ruvalcaba, párroco de Tuxpan en ­tre 1930 y 1963, enseñando historia y letras a un conjunto de mujeres y niños indígenas. La justificación de este hecho no puedo ser expresada razonadamente por ninguno de los organizadores, los patrocinadores y lo8 participantes; tampoco ios mestizos, antes patrocinadores exclusivos, de los carros, acertaron a entenderlo. El símbolo de Rubalcaba para los

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“naturales” tuxpanecos, no obstante, puede decir muchas cosas en té r ­minos del proceso secular de una etnia y una etnicidad.

N O T A S

1. Nos referimos a la identidad cuando existe en cierto sentido una unidad de sustancia entre

los individuos que se identifican a sí mismos o son identificados desde el exterior por otros.

Esta unidad acepta de hecho una variedad de principios o de convenciones que comparten

los que se identifican como iguales o como pertenecientes a una entidad determinada. El ca­

rácter eventual de la identidad puede inducir, como de hecho sucede, caracteres o cualida­

des asociadas, por ejemplo, indígena —hablante de una lengua vernácula— danzante, etc.

t i carácter de identidad, como igualdad, es relativo, pues al interior del grupo pueden existir

diferencias convenidas y sensibles. La igualdad más bien se establece en la interacción entre

conjuntos diferentes que se identifican para la relación entre desiguales. De cualquier for­

ma la identidad resulta una convención establecida de acuerdo a criterios convenidos a los

que hay que referirse cuando se trata de perfilar los límites de la identificación. Se compren­

derá, pues, que en términos de un proceso temporal —que equivale al de cambios en los sis­

temas de los que participan los grupos de identidad— las convenciones y los criterios bási­

cos para la identificación resultan igualmente variables.

2. Los contenidos étnicos principales de Tuxpan en el periodo anterior a la colonia eran de ori­

gen nahua y purhépecha (Tarasco). La relación del siglo XVI menciona además otras len­

guas como el tiam y el cochin que pueden suponer otras distinciones étnicas de carácter mi­

noritario.

3. En este plan, se distinguieron etnias, se establecieron relaciones interétnicas y se consolida­

ron grupos étnicos. Se entiende una etnia como un agrupamiento social que comparte una

praxis tradicional desde sus quehaceres materiales hasta sus aspectos ideológicos y simbóli­

cos. La identidad, concientizada o no, que comparte el grupo le confiere una unidad históri­

ca y apreciable en su interacción con otros.

En el conjunto de las relaciones sociales más amplias, las que rebasan el ámbito de la

comunidad étnica y su territorio local, el grupo étnico llega a constituir un segmento social

dentro de una sociedad estratificada. En el caso de Tuxpan y de otros pueblos de la región

sureña jalisciense resulta relevante tal consideración y a pesar de la segmentación cultural

que puede encontrarse a través del tiempo, la concepción de una es tructura poliétnica re­

gional a la que se han impuesto sucesivamente superestructuras políticas comunes ayuda

a comprender múltiples relaciones sociales interdependientes en términos étnicos.

Los equaros corresponden a cultivos de ladera realizados con coa o con bastón plantador;

por lo común son tierras de temporal. Los calmiles son pequeñas porciones de terrenos

sembradas en la inmediación del lugar de habitación. Son abonados con los desperdicios del

hogar y cuentan a veces con algún riego; pueden presentar múltiples cultivos: cereales,

hortalizas, huertas, herbolarios, etc. La agricultura practicada en los playones de los ríos

que aún se observa hoy en Tuxpan, constituía otra fuente de subsistencia alimenticia.

A principios del siglo XIX la exclusividad del ceremonial indígena en las fiestas de Tuxpan

se vio cuestionada al permitirse la participación de sectores sociales no indígenas en el pa­

trocinio v la organizac ión de las festividades. El calendario de fiestas fue cambiado, se prefi­

rieron las celebraciones de santos no tradicionales y se inició, a propósito de un fuerte sismo

ocurrido en 1806, la devoción del Señor del Perdón cuya tradición perdura en nuestros días.

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A partir de entonces probablemente, los identificados como indígenas han mantenido a los

viejos santos, festividades y ritual de origen colonial como una propiedad de su etnia.

6. Este "regateo” fue relativo, toda vez que (*1 clero no contaba plenamente como una fuerza

política v él mismo había de adecuarse a las nuevas condiciones establecidas por el Estado.

Al considerársele simultáneamente como una imagen del antiguo orden, como abanderado

inicial de la liberación y como censor autorizado de la sociedad v del Estado tuvo que tratar

de adecuar y actualizar su política lo que históricamente parece no haber logrado ante el pe­

so de un Estado liberal moderno más dinámico que la voluntad de algunos sectores de la iglesia.

7. Me refiero a lo que se puede llamar "enajenación del nacionalismo” qlie ocurrió des

pues de la guerra de intervención f rancesa y luego tras las guerras cristeras y el sinarquismo.

En esas ocasiones el Estado —comprensiblemente— despojó a las masas, en su beneficio,

de cualquier bandera que no representara sus intereses más amplios.

8. En la región del sur de Jalisco la población creció de 86 452 habitantes, en 1824, a 1 10 278

en 1843 (Cfr. López Cotilla, Manuel, 1843; De la Peña G., 1980). Supuestamente, este au ­

mento se debió a la inmigración de norteños y montañeses criollos y mestizos de las regiones

vecrtias que se suscitó desde la independencia. Estos inmigrantes aprovecharían las Leyes

de Reforma para hacerse de tierras donde establecer haciendas v ranchos.

9. El crecimiento natural de la población descendió en promedio de 650, en el decenio 1900-1909,

a 395 en el de 1910-1919 y a 443 en el de 1920-1929. En los quinquenios 1915-19 y 1925-29

sólo se registraron 98 y 164 nacimientos de una población que establecen los censos en

5 659 (1920) y 10 406 (1930) respectivamente para Tuxpan (Archivo Municipal v Parro ­

quial de Tuxpan, Jal. Censos nacionales de 1930).

10. Entre 1920 y 1932 murieron 151 agraristas indígenas de Tuxpan, 68 emigraron, 539 aban­

donaron sus tierras y sólo 66 permanecieron en el ejido. A ellos se sumaron únicamente 61

ejidatarios descendientes de los fallecidos. (Informe sobre el Estado de Jalisco. Banco Na­

cional de Crédito Agrícola, México 1933).

11. Fábricas clandestinas de mezcal. La palabra t lach ique proviene del nahua e indica al oficial

encargado de raspar el maguey y preparar el pulque.

B i b l i o g r a f í a

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