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I. El deseo de poder 1. Preámbulo Se ha insistido en que poco a poco, des- de la segunda mitad del siglo XIX hasta el presente, la imaginería medieval de la muerte se ha desplazado a favor de los mo- tivos de la sexualidad. En sintonía con es- tos cambios cabe suponer, por distintos sín- tomas sociales y por el rumor de las cosas, que el poder, en especial sus avatares priva- dos más que los políticos –siempre magni- ficados–, podrá convertirse en el protago- nista libidinal de la centuria entrante. Si esta hipótesis no fuera descabellada, es lógico suponer que las psicosis, como ejemplo clínico del fracaso del deseo y, a la vez, de su escandalosa reparación desde el poder –la omnipotencia delirante, el desa- fío de la soledad, el desprecio psicótico–, están llamadas a ser uno de los primeros beneficiarios del estudio que sigue a estas líneas iniciales. Mi exploración parte, en- tonces, de una evidencia y de una deficien- cia que se entrecruzan: la primera descubre que las investigaciones sobre el poder no han considerado hasta el final su dimensión deseante –deseo de poder–, y la segunda la- menta que los estudios sobre el deseo no lo hayan hecho suficientemente sobre su com- ponente de poder –libido dominandi–. Este trabajo tiene, entonces, una doble finalidad: en primer lugar el propósito de rectificar esa carencia y luego la curiosidad de medir sus resultados sobre la explicación de las psicosis. Pese a sus apariencias reductoras, el psi- coanálisis, ciencia principal en la investiga- ción del deseo, no restringe la libido a la sexualidad. En realidad, la concepción ini- cial de Freud, que defiende la omnipresen- cia de lo sexual en el universo psicológico –esa «monomanía» a la que irónicamente alude en sus cartas a Fliess–, no pretendía incautarse del deseo, sino indicar la presen- cia de una conexión con la psicosexualidad en toda manifestación de la vida psíquica. «Si rascas la superficie de un ruso, subraya Freud, debajo aparece el tártaro; igual el sexo en cualquier emoción» 1 . Por si fuera poco, su giro teórico posterior, la llamada «segunda teoría de las pulsiones», donde da entrada a la pulsión de muerte para opo- nerla a la de vida en una nueva bipolaridad –«con el paso del tiempo se me impuso con tal fuerza de convicción que ya no pude pensar de otro modo» 2 –, pone en cuestión un poco más el protagonismo de la libido sexual, sin eliminar nunca, sin embargo, su presencia universal, su participación más o menos remota en cualquiera de los avatares del deseo. Es bien sabido, en este sentido, que Freud nunca renunciaba enteramente a sus ideas anteriores: cuando rectificaba era sólo por encontrar sus interpretaciones incompletas no por sentirlas equivocadas. En la teoría psicoanalítica de la libido queda, en suma, un gran espacio para el po- der. Freud reconoció sin dificultad su pa- pel, aunque le concedió siempre un rango secundario. Destaca, por ejemplo, cuando Fernando Colina El poder y las psicosis Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq., 1999, vol. XIX, n.º 69, pp. 41-61. 1 G. SYLVESTER VIEREK, «Entrevista con Freud», El País Semanal, n.º 1.017, 24 de marzo de 1996. 2 S. FREUD, «El malestar en la cultura», Obras Completas, T. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968, p. 44.

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I. El deseo de poder

1. Preámbulo

Se ha insistido en que poco a poco, des-de la segunda mitad del siglo XIX hasta elpresente, la imaginería medieval de lamuerte se ha desplazado a favor de los mo-tivos de la sexualidad. En sintonía con es-tos cambios cabe suponer, por distintos sín-tomas sociales y por el rumor de las cosas,que el poder, en especial sus avatares priva-dos más que los políticos –siempre magni-ficados–, podrá convertirse en el protago-nista libidinal de la centuria entrante.

Si esta hipótesis no fuera descabellada,es lógico suponer que las psicosis, comoejemplo clínico del fracaso del deseo y, a lavez, de su escandalosa reparación desde elpoder –la omnipotencia delirante, el desa-fío de la soledad, el desprecio psicótico–,están llamadas a ser uno de los primerosbeneficiarios del estudio que sigue a estaslíneas iniciales. Mi exploración parte, en-tonces, de una evidencia y de una deficien-cia que se entrecruzan: la primera descubreque las investigaciones sobre el poder nohan considerado hasta el final su dimensióndeseante –deseo de poder–, y la segunda la-menta que los estudios sobre el deseo no lohayan hecho suficientemente sobre su com-ponente de poder –libido dominandi–. Estetrabajo tiene, entonces, una doble finalidad:en primer lugar el propósito de rectificaresa carencia y luego la curiosidad de medirsus resultados sobre la explicación de laspsicosis.

Pese a sus apariencias reductoras, el psi-coanálisis, ciencia principal en la investiga-

ción del deseo, no restringe la libido a lasexualidad. En realidad, la concepción ini-cial de Freud, que defiende la omnipresen-cia de lo sexual en el universo psicológico–esa «monomanía» a la que irónicamentealude en sus cartas a Fliess–, no pretendíaincautarse del deseo, sino indicar la presen-cia de una conexión con la psicosexualidaden toda manifestación de la vida psíquica.«Si rascas la superficie de un ruso, subrayaFreud, debajo aparece el tártaro; igual elsexo en cualquier emoción»1. Por si fuerapoco, su giro teórico posterior, la llamada«segunda teoría de las pulsiones», dondeda entrada a la pulsión de muerte para opo-nerla a la de vida en una nueva bipolaridad–«con el paso del tiempo se me impuso contal fuerza de convicción que ya no pudepensar de otro modo»2–, pone en cuestiónun poco más el protagonismo de la libidosexual, sin eliminar nunca, sin embargo, supresencia universal, su participación más omenos remota en cualquiera de los avataresdel deseo. Es bien sabido, en este sentido,que Freud nunca renunciaba enteramente asus ideas anteriores: cuando rectificaba erasólo por encontrar sus interpretacionesincompletas no por sentirlas equivocadas.

En la teoría psicoanalítica de la libidoqueda, en suma, un gran espacio para el po-der. Freud reconoció sin dificultad su pa-pel, aunque le concedió siempre un rangosecundario. Destaca, por ejemplo, cuando

Fernando Colina

El poder y las psicosis

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq., 1999, vol. XIX, n.º 69, pp. 41-61.

1 G. SYLVESTER VIEREK, «Entrevista con Freud»,El País Semanal, n.º 1.017, 24 de marzo de 1996.

2 S. FREUD, «El malestar en la cultura», ObrasCompletas, T. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968,p. 44.

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desde el análisis del sado-masoquismo sedesprende cierta concepción erotizante delpoder. Pero esta alusión tan obvia no es laúnica, pues las figuras del poder tambiénsubyacen en sus elaboraciones sobre el sen-timiento de omnipotencia, considerado co-mo una de las expresiones emotivas másprimitivas y precoces, o en sus ocasionalesreferencias a pulsiones de dominio, deapropiación o de posesión. Inicialmentealojó estos componentes entre las pulsionesde autoconservación o del yo, que al princi-pio opuso a las sexuales pero que luego,poco antes de exponer su última teoría pul-sional, fundió en una sola modalidad en elcurso de su investigación sobre el narcisis-mo. De hecho, y en cierto modo, es curiosoobservar que todo aquello que el psicoaná-lisis ha entendido por narcisismo no es másque el reconocimiento de la dimensión depoder en la libido, y las llamadas relacionesparciales, a la vez que una expresión precozde la sexualidad, son sin duda manifesta-ciones del poder que se padece o que seejerce sobre el otro. La obligación de po-seer, dominar y domesticar el objeto sonmotivos naturales del narcisismo. Sin irmás lejos, todas las estrategias neuróticasse concentran, histérica u obsesivamente,en la necesidad de controlar el deseo delotro. Y sin duda hay que afirmar lo mismoen el caso del perverso, quien, bajo otrosmodos, pretende ya no sólo el control deldeseo ajeno sino el vaciamiento subjetivodel otro, y con ese fin le fetichiza, le mani-pula y le disciplina bajo la necesidad irre-frenable de seducir o en el ansia libertinade hacer gozar. El seductor, fiel pretorianode la militia amoris, dirige su poder contrala indiferencia y neutralidad de su víctima,mientras que el libertino se emplea, por suparte, como destajista del gozo de los de-más.

Paralelamente, el poder comparte tam-bién un espacio en el psicoanálisis freudia-no con los representantes de la pulsión demuerte, en especial con los que operan co-mo pulsiones agresivas, que no llegaron,sin embargo, a lograr nunca un mayor desa-rrollo propio quizá por un triple motivo:por la hegemonía práctica de eros frente atánatos, por la reacción crispada de Freudante la sombra disidente de Adler –empe-ñado en reescribir el psicoanálisis desde unnuevo motivo teórico: el sentimiento de in-ferioridad, la protesta masculina y el afánde poder– y por las precauciones incesantesdel propio Freud frente a la pulsión demuerte, su último y quizá más formidableinstrumento teórico. Sin embargo, un abru-mador comentario de Freud sobre la condi-ción humana revela implícitamente la im-portancia que concede al poder: «Este serextraño [el prójimo] no sólo es en generalindigno de amor, sino que –para confesarlosinceramente– merece mucho más mi hos-tilidad y aun mi odio. No parece alimentarel mínimo amor por mi persona; no me de-muestra la menor consideración. Siempreque le sea de alguna utilidad, no vacilará enperjudicarme, y ni siquiera se preguntará sila cuantía de su provecho corresponde a lamagnitud del perjuicio que me ocasiona.Más aún: ni siquiera es necesario que deello derive un provecho; le bastará experi-mentar el menor placer para que no tengaescrúpulo alguno en denigrarme, en ofen-derme, en difamarme, en exhibir su poderíosobre mi persona, y cuanto más seguro sesienta, cuanto más inerme yo me encuentre,tanto más seguramente puedo esperar de élesta actitud para conmigo»3.

(42) 42 F. Colina

COLABORACIONES

3 S. FREUD, «El malestar en la cultura», ObrasCompletas, T. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968,p. 36.

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De manera que, sin necesidad de renun-ciar al orden freudiano, podemos elegir elimpulso de poder, la libido dominandi,como el objeto privilegiado de nuestroestudio. Punto de vista que reclama tam-bién su correspondiente omnipresencia,pues como la libido sexual –de la que dejade ser un epifenómeno, un sustituto o unasublimación coartada en su fin– está pre-sente en cualquier manifestación del hom-bre. De tal suerte que, de ahora en adelan-te, las estrategias del poder y del deseoresultan indisociables en nuestro estudio.Adorno, por insistir aquí algo más en suuniversalidad, definió con fino laconismoel poder como «la más cruda afirmación delo que existe así como así»4. Mucho antes,Celso, por su parte, afirmó que «todo aquíabajo, hasta las más pequeñas cosas, estáconfiado a las manos de algún poder»5.

La jerarquía, la superioridad, el domi-nio, la potencia, el mando, la potestad, laautoridad, la soberanía, la capacidad, lahonra y la gloria, la envidia, el orgullo, eldesprecio, la soberbia, la ambición, la vio-lencia, la fuerza y el saber, son algunas delas más conocidas manifestaciones del po-der. Pero también, pese a que de súbito talopinión atente contra el sentido común, loson no sólo sus contrarios, la obediencia, lasumisión y la servidumbre, entre otros, sinoigualmente categorías tan ensalzadas comola amistad, el amor, la compasión, la gene-rosidad, la sencillez, o la clemencia. Inclu-so estas últimas, en general de tan buen to-no, pueden serlo con mayor amplitud quelas muestras precedentes, sin duda másconvencionales. Una sugerente cita de Hu-

me nos ayuda a entender la ubicuidad delpoder y a sospechar de su simple constata-ción en el ámbito de los vicios y de su omi-sión del escenario de las virtudes: «Unhombre no es más interesado cuando buscasu propia gloria que cuando la felicidad desu amigo es el objeto de sus deseos; ni esmás desinteresado cuando sacrifica su tran-quilidad y su comodidad a favor del bienpúblico que cuando se esfuerza por la grati-ficación de su avaricia y su ambición»6.

El poder, en resumidas cuentas, estámucho más repartido de lo que pensamos.Basta vincularlo con claridad al deseo, reti-rar unas cuantas máscaras de la moralidaden vigor y desplazar algunas concepcioneshegemónicas para comprenderlo.

2. Prejuicios

El estudio del deseo de poder nos obligaa revocar primero algunas suposiciones.

Debido, entre otros motivos, a que laciencia política no ha conseguido nuncadiferenciar con claridad entre poder, vio-lencia, fuerza, potestad, autoridad, domina-ción y soberanía, el análisis de la morfolo-gía del poder está cargado de prejuicios.Uno, que se me antoja el más común, resi-de en su identificación inmediata con laopresión, con el ejercicio de mandar eimpedir. Comenta Elías que mucha gentesólo entiende por poder las desigualdadesdel poder7. Sin embargo, el poder, antesque abuso o represión, que no llegan a darcuenta enteramente de él, es también nece-sario dominio: señorío y dignidad de ser.Esto es, capacidad de gobierno: ese singu-lar quehacer que desde la Antigüedad

El poder y las psicosis 43 (43)

COLABORACIONES

4 T. W. ADORNO, Dialéctica negativa, Madrid,Taurus, 1975, p. 135.

5 CELSO, El discurso verdadero contra los cristia-nos, Madrid, Alianza, 1988, p. 120.

6 D. HUME, Investigación sobre el conocimientohumano, Madrid, Alianza, 1980, p. 29.

7 N. ELÍAS, Conocimiento y poder, Madrid, LaPiqueta, 1994, p. 88.

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emparejaba el justo gobierno –político– delos demás con el gobierno ecuánime –emo-cional– de sí mismo.

Lentamente, por otra parte, los cambiossociales e individuales vinculados a la mo-dernidad y a la poliarquía democrática hanrevuelto el orden de las relaciones de poder,han agilizado la antigua lentitud de sus pro-tagonistas y han logrado que sus posicionessean más reversibles, inestables y alternati-vas que nunca. La inversión de funciones,presente ya en la socorrida dialéctica delamo y el esclavo, que ponía en cuestión eljuego de poderes de cada cual y anunciabala «verdadera independencia» del siervo ensu esclavitud, ha adquirido hoy una movili-dad desconocida. De este modo, llegados acierto momento de la historia, el valor re-presivo y agobiante de la interpretación tra-dicional del poder se debilita.

El poder, en segundo lugar, tampoco esalgo en sí mismo negativo, corrupto y dia-bólico. Rousseau sostenía, en sentido con-trario, que cuanto mayor sea el podermenor es la maldad: «Toda perversidadproviene de debilidad; el niño si es malo, esporque es débil; por lo tanto, si se le dafuerza será bueno; el que lo pudiese todonunca haría nada malo»8. Conjetura comose ve algo bondadosa del poder pero que, ala vez que nos incita al desafío de renovarsu concepto, nos exige sospechar de todoslos que, alegremente –y cabe decir podero-samente–, repiten no interesarse por elpoder o despreciarlo, porque afirman –conexcesiva ingenuidad y frecuencia– que sóloven en él un instrumento detestable de abu-rrimiento, de intriga y de egoísmo. Actitudconfusa, equívoca y a menudo hipócrita,seguramente pareja al despropósito de

quien afirmara que no le «gusta» el placer.Sólo un uso lamido e indigente de la ideade poder le puede oponer a la libertad, puesdespojarnos del poder, de ser ello posible,no nos hace más libres, aunque hacernoscon sus atributos sociales tampoco lo con-sigue. A lo sumo, cabe relacionarse lo máslibremente posible con él. «No hay libertadsin poder. O –si se prefiere–, el poder es lalibertad», comenta en sus Diarios MaxAub9.

Sin duda, el poder tiene su «parte maldi-ta», una suciedad propia que induce al des-potismo o a la sumisión, a los privilegios, ala derrota o al triunfo. Pero, sentado esto,habría que recelar de los desdeñosos delpoder, de la relación que mantienen con elenemigo y de cierta inclinación con quetienden a dejar al otro a su suerte cuando latiranía real se ceba sobre los amigos.

Un nuevo prejuicio, que prolonga la tra-dición platónica de la que proviene, oponeel poder a la razón como si se tratara de dosmundos incompatibles. Su vigor se apreciabien en las siguientes palabras de Kant:«La posesión de la fuerza perjudica inevi-tablemente al libre ejercicio de la razón»10.Y sin alejarnos del mismo argumento, tam-poco cabe aceptar el poder como expresiónde una jerarquía natural que hay que obe-decer sin posibilidad de rebeldía, tal ycomo de nuevo Kant sostiene en la opiniónque sigue: «La ventaja que la Naturaleza hadado al más fuerte es que el más débil tieneque obedecerle»11.

El poder, por último, no es tampoco unconcepto de contenido sólo político. No

(44) 44 F. Colina

COLABORACIONES

8 J. J. ROUSSEAU, Emilio o la educación,Barcelona, Bruguera, 1979, p. 106.

9 MAX AUB, Diarios (1939-1972), Madrid, Alba,1998, p. 115.

10 E. KANT, La paz perpetua, Madrid, Espasa-Calpe, 1982, p. 131.

11 E. KANT, La paz perpetua, Madrid, Espasa-Calpe, 1982, p. 110.

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puede quedar reducido a una concepciónestatalista del mismo ni a un modelo jurídi-co de la soberanía. Ni tampoco se acomo-da, siguiendo ese mismo patrón, a su sim-plificación unitaria y restrictiva, como sifuera una sustancia misteriosa, homogéneay ontológica que unifica en su esenciatodas las expresiones del poder, sino que,siguiendo en particular a Marx, Weber,Elias, Deleuze y Foucault, consiste en unaestructura ramificada de relaciones reversi-bles, móviles e inestables, en una red demicropoderes que de continuo circula. Deestas relaciones que nos rodean, unas sondirectas y tangibles, mientras que otrasresultan indirectas y se hacen presentes delmodo impersonal, anónimo e invisible conque ejercen su cuota de poder las llamadasorganizaciones o estructuras.

3. El deseo

El deseo de poder se expresa de tres for-mas: a) Como impulso a la diferencia: yasea tras la búsqueda de una distinción sim-ple y accesoria o bajo la que apunta a susextremos de gloria, honor, reputación y vic-toria; b) como aspiración al dominio: almando, a la autoridad sobre alguien, alpeso de la influencia, a la sujeción de losdemás; c) como afán de posesión: de cosas,de bienes, de riquezas. La diferencia, eldominio y la posesión son los tres órdenesen los que se reconoce el poder y sobre losque gravitan todas sus relaciones manifies-tas. A la postre, todos los hombres, en tantoque deseantes, necesitamos algún grado dediferencia con los demás, cierta capacidadpara seducir y sujetar al otro, y un determi-nado patrimonio personal.

Junto a los hechos de poder –fenomeno-lógicamente reconocibles– y a las relacio-nes de poder que los sostienen –más vela-

das–, hay un sujeto capaz de convertir lafuerza, concepto energético y material, enpoder, noción ya espiritual. La presenciadel sujeto presta al poder la textura y elarmazón propios del deseo. Todo lo huma-no contiene su poder, y su identidad porconsiguiente, en forma de deseo. La natu-raleza del poder es deseante. Un ímpetuque entre las cosas materiales se muestracomo simple anticipo del deseo: comoconatus, el esfuerzo que según Spinozapresentan todas las cosas por perseverar ensu ser. El mundo biológico, por su parte,añade a la inanimada perseverancia de lascosas la fuerza de la vida, ese sucedáneodel deseo cuyo latido concede a la materiael brío vital que precisa. Por último, elhombre es conatus, es fuerza vital y esdeseo de poder propiamente dicho.

El deseo es la esencia última y humanadel poder. Su impulso fecunda y soportatodas las formas relacionales de poder:desde las más abstractas a las más concre-tas, desde las personales a las políticas,desde las propias del amor a las que con-vienen a la economía. Nada de lo que elhombre piensa, siente u obra permaneceajeno al ejercicio del poder. El deseo engeneral nos anima y humaniza, pero sólobajo su dimensión de poder nos concede laconformidad interior que nos identifica. Laidentidad es un efecto del poder. Por elloson el dominio y el cuidado de sí los quenos garantizan el reconocimiento de quie-nes somos, evitan la servidumbre y noshacen dueños de nosotros mismos. Elpoder nos hace individuos, es decir, sujetosdignos de libertad. Propietarios y señoresdel sello y del nombre de cada cual.

Por otra parte, el poder es fácilmentereconocible en los juegos del deseo. Pues,en la medida en que la estrategia del deseopostula bajo una fórmula lacónica que todo

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COLABORACIONES

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deseo es deseo del otro –en sus múltiplesacepciones: de ser deseado por alguien; deantojarse enseguida un deseo distinto aldeseado; de requerir un deseo más paraproseguir deseando; de desear precisamen-te lo que desea el prójimo–, incluye siem-pre en su seno una rivalidad indesplazable,una disputa ácida de posesión y de podersobre lo ajeno. De tal suerte que es obliga-torio afirmar que no hay poder propio sinpoder del otro. En tanto que recién nacidosno tenemos poder –ni identidad, por lotanto– sin un poderdante que nos apoderecon su deseo. Por este motivo, junto a unagradecimiento gratuito y algo absurdo quebrota de modo espontáneo en el inermeadvenedizo a la vida, resulta también que elpoder siempre es antagonista de quien nosprovee, aunque éstos sean de la familia.Precisamente, el antagonismo que acompa-ña a todas las cosas humanas es la mejordefinición posible del poder. Siempre hayque contar con el otro del poder, cuyoinflujo se prolonga entre el poderdante ini-cial y el rival que más tarde nos sostiene ensociedad con su desafío. Nuestra potestadse extiende desde el legado de la instanciaparental, que concede el poder –viriliza, entérminos masculinos– y lo sustrae –castra–,al amigo o amado que de nuevo nos loquita y en el mismo gesto nos lo devuelve.Desde el nacimiento la necesidad de ene-migo ya se entrevé. Hasta en la amistad hayuna dosis inevitable de exclusión y jerar-quía. El primer efecto del deseo es la jerar-quización, pues lo primero que el deseolleva a cabo es señalar una elección, unapreferencia que convierte en injusticia elquerer a todos por igual. Somos, sin excep-ción, contra alguien, inseparables del con-trincante, sometidos a una jerarquía social.No hay poder, ni deseo por lo tanto, sindominación como no le hay sin sexualidad.

El poder, en resumidas cuentas, es delotro. De ahí que con tanta facilidad elmando y la obediencia simultaneen en unomismo, pues para poder mandar hay quetener la triste ilusión de obedecer. Por esemotivo es frecuente que el exceso de auto-ridad y de mando de uno se acompañe dehumillante subordinación a otro. «Es muydifícil reducir a la obediencia a quien noquiere mandar»12, nos advirtió Rousseau.Paradójicamente, quien más manda puedeser quien más obedece.

4. El poderhabiente

La identidad propia, su expansión y sucomplacencia son el mayor poder de cadauno. Sin poder no hay posibilidad ni para lalibertad ni para eludir la psicosis, que es laignorancia patológica de sí mismo. Lasrelaciones de poder son la industria de lamismidad y, por lo tanto, el campo deexpresión de la individualidad moderna.Todos queremos ser únicos para no ser niesclavos ni locos. «Único, eterno, insusti-tuible e inclasificable», se quería Unamunocon voz grandilocuente.

El poder nos concierne. Tanto el que nosdirige, nos acoge o nos oprime, como elque en todo momento detentamos. El poderes una capacidad y un instrumento pero,sobre todo, es un medio en el que estamosinmersos. Irremisiblemente vivimos aloja-dos en el escenario natural del poder, comolo hacemos en el flujo del deseo y del len-guaje. A ellos nos incorporamos al nacer.No sólo le sufrimos y le aprovechamos,pues todos vivimos más o menos constreñi-dos o amparados entre sus estructuras rela-cionales, sino que también somos, sin

(46) 46 F. Colina

COLABORACIONES

12 J. J. ROUSSEAU, Discurso sobre el origen y fun-damentos de la desigualdad entre los hombres,Madrid, Alhambra, 1985, p. 160.

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excepción, titulares de una parte delmismo. Nos hablan y hablamos, nos deseany deseamos, nos pueden y podemos. Nadiees sin poder. Ni nadie está legitimado paraceder su poder en la masa y confundir allísu persona en la gregariedad obediente,dejando disolver su fuerza en la multitudaparente y tumultuosa. Por ese motivo, huirdel poder o despreciarlo es otra forma deejercerlo. La identidad de cada uno, el bla-són de su nombre, se sostiene en el poderque se ejerce, aunque, equivocados por lapalabra «poder», los más pudorosos –quequizá sean los más peligrosos por su posi-ble docilidad– intenten por todos losmedios negar su uso. La identidad seresuelve en poder. La psicosis en su ruina:el psicótico, aunque desde el extremoopuesto al hombre masa, es otro fracasadodel poder.

El poder está ante nosotros y diremos dealguien que tiene poder si, por su capaci-dad, sabe disponer a su favor las relacionesque lo estructuran y los micropoderes quelo componen. En cambio, de quien se limi-ta a ocupar las intersecciones cristalizadasde las relaciones, los pedestales socialesdel poder, sea por méritos, por interés, porfortuna o por habilidad, diremos que ocupalos aparatos del poder, no necesariamenteque lo tiene. Como no decimos de él queposea autoridad ni soberanía, pues la auto-ridad está reservada a quien emana fuerza ypoderío, no a quien la ejerce en virtud de unpuesto; y la soberanía, por seguir el criteriode Bataille, se atribuye a quien tiene tantopoder «que su objeto se resuelve en NADA»,y dejando de ser útil o subordinado «sehace soberano dejando de ser»13. Porque lasoberanía no es –como defiende Carl

Schmitt– la «unidad» de la raza o del terri-torio sino el original ejercicio de quientiene poder suficiente para ser, para vivir yhasta para despojarse de él.

De esta guisa se perfilan las distintasconcepciones del poder: sustancialistas,subjetivistas o relacionales. Pues cada unocontamos con una dote personal, sea fuerzafísica, capacidad de trabajo, belleza, inteli-gencia, experiencia o bienes que, juntos to-dos, nos sustancian; disponemos tambiénde un deseo de poder de distinta calidad yenergía que nos subjetiviza; y pertenece-mos a un medio relacional donde el poderse distribuye e inscribe. Y según se enfoquepreferentemente un punto de vista u otro,surgen y se concretizan las diversas inter-pretaciones.

Al seno de las relaciones de poder cadaquien aporta sus facultades personales yuna expresión propia del deseo de poder.En la aventura personal que es la vida, cadacual, según su carácter y sus circunstancias,hará por ocupar los pedestales del poder–políticos, familiares, económicos, profe-sionales, intelectuales, estéticos o religio-sos– o hará por eludirlos, pero nadie acier-ta, ni es posible hacerlo, a desentendersedel poder hasta anular sus hechos y efectos.Las escuelas filosóficas epicúreas o cínicaslo intentaron con su apetito de indiferenciaante él, igual que lo proclaman las doctri-nas políticas anarquistas, pero una cosa esdesear prescindir de autoridades y jerar-quías –ni dios ni amo– y otra lograrlodominando el deseo con el deseo mismo.La negación del poder ya es una manifesta-ción disfrazada de él, como la simple repu-tación de poder vale como un ejercicio delmismo. Cicerón escribe a su amigo Atico lasiguiente consideración: «Y sin embargoyo ya no llamo continencia a esa virtud queparece enfrentarse al placer: yo en mi vida

El poder y las psicosis 47 (47)

COLABORACIONES

13 G. BATAILLE, Lo que entiendo por soberanía,Barcelona, Paidós, 1996, p. 71.

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he disfrutado tanto con ningún placer comocon esa rectitud»14.

Por otra parte, el deseo de poder no sóloafecta a las relaciones directas e inmediatas,sino también, porque el deseo es inteligen-te, a las que son indirectas o estructurales.De las primeras tampoco hay que excluir laastucia y el diseño, puesto que el uso delpoder –que por definición dijimos que espoder del otro– se convierte pronto en unaesgrima donde la sutileza dicta enseguida laconveniencia de aprovecharse del poder delos demás. Sin embargo, del buen estadistase dice que tiene esgrima política cuando,además de fajarse en el cara a cara de las in-fluencias, antagonismos y confluencias, sa-be demostrar su habilidad en la organiza-ción, estrategia e incluso maquinación quepone a su favor las estructuras.

En este sentido, demostrarse poderosono quiere decir que uno haya logrado ocu-par los pedestales, ya sean del Estado, de lafábrica, de la universidad o de la familia,que es el camino por donde en general se re-conoce al ambicioso y con el que, por error,se ha identificado el poder. Ser poderoso estener intuición, visión y conocimiento paraelegir las fuerzas favorables del poder quenos ceden la libertad y, en cualquier caso,no tanto para mandar como para no ser or-denado. Comenta Canetti que «el hombrelibre es solamente aquel que ha aprendido aeludir órdenes, y no aquel que sólo despuésse libera de ellas». A ese saber hacer del po-der le podemos llamar curarse del poder.«Porque ninguna orden, añade Canetti, sepierde jamás, nunca se acaba realmente consu ejecución, es almacenada para siempre».«Toda orden, concluye, lleva adherido elcarácter de una condena a muerte»15.

La moderación del poder, por consi-guiente, puede ser necesaria, como lo es lade cualquier otro deseo –baste recordar elostracismo con que en la Atenas clásica secastigaba, temporal y preventivamente, alos más poderosos–. Su aplicación la cono-cemos a menudo como longanimidad,benignidad, benevolencia o clemencia, queson las virtudes que supuestamente contro-lan los excesos de poder si prenden en no-sotros. Pero, en general, son manifestacio-nes hipócritas del mismo poder, que sóloreconoce una virtud, una sola expresión dela mesura y la templanza: la libertad. Laúnica que nos obliga realmente al respetode los demás y al acatamiento de esa otraforma de moderación que no es la condes-cendencia sino la ley. Incluso la toleranciapuede convertirse en una palabra vacía ypeligrosa, pues la libertad exige en ocasio-nes la intransigencia, el compromiso beli-gerante de una defensa ininterrumpida.

Y, puesto que hemos desembocado eneste punto, cabe confesar que en el grupode cabeza de las falsas virtudes destaca unarealmente nociva, la mansedumbre, que enrealidad es un exceso de poder propiamen-te religioso; y el medio que, junto a la fe,gusta emplear la Iglesia para «reinar sobrelos espíritus». Spinoza nos regaló anticipa-damente este lúcido comentario: «La fina-lidad de las ceremonias fue, pues, ésta: quelos hombres no hicieran nada por decisiónpropia, sino todo por mandato ajeno»16.

5. Metapsicología

En el corazón del deseo late el poder.«No puede caber duda, escribe Canetti, queel hombre, apenas lo fue, quiso ser más»17.

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COLABORACIONES

14 CICERÓN, Cartas a Ático, 113 (V 20), 6.15 E. CANETTI, Masa y poder, Madrid, Alianza,

1983, p. 302.

16 B. SPINOZA, Tratado teológico-político, Madrid,Alianza, 1986, p. 160.

17 E. CANETTI, Masa y poder, Madrid, Alianza,1983, p. 105.

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Todo deseo se funda en otro que lo sigue;descansa en su propia sucesión, en unpoderoso más que lo prolonga y autoriza.El objetivo final y primero del deseo es sucontinuidad, es decir, el elemento deinmortalidad que nos constituye. Ese exce-so de duración y de memoria, de perpetui-dad, es la raíz de poder que alienta el deseo.El poder no sólo debe entenderse como unode los objetivos del deseo –deseo de poder–sino como su condición de posibilidad. Nohay deseo como tal sin que el poder reluz-ca entre sus intersticios, como fuente ycomo objetivo. Allí late, en su constanterenacer, como si se tratara de una semillade satisfacción que apenas saciada se con-vierte en un éxito interruptor del deseo y, ala vez, en un fracaso que le sirve de impul-so y de causa.

Bajo la figura de la eternidad un deseosucede a otro, un objetivo empuja al ante-rior apenas logrado o abandonado. De lalimitación del placer se nutre un ansia ocul-ta de perennidad que garantiza la sucesióndel deseo, único antídoto real contra laangustia y el dolor. En el inconsciente, nosadvirtió Freud, todos nos consideramosinmortales, por lo cual el que quiere algoquiere siempre y lo quiere todo; aspira aldoble infinito de lo indefinido y de lo abso-luto. Inmortalidad oculta, pues, como unmás que le sirve al poder de disfraz y quenos vuelve, paradójicamente, criaturas fini-tas y mortales. Tan pronto uno acepta lalimitación gradual o temporal de su placer,o se olvida de él, vuelve a poner en marchasu actividad deseante como si todo estuvie-ra de nuevo a su alcance. Hobbes, por sufina sensibilidad e intuición para los hechosde poder, nos sirve de complaciente ejem-plo: «La felicidad, escribe, es un continuoprogreso en el deseo; un continuo pasar deun objeto a otro. Conseguir una cosa es

sólo un medio para conseguir la siguiente.La razón de esto es que el objeto del deseode un hombre no es gozar una vez sola-mente, y por un instante, sino asegurar parasiempre el camino de sus deseos futuros...De manera que doy como primera inclina-ción natural de toda la humanidad unperpetuo e incansable deseo de conseguirpoder tras poder, que sólo cesa con la muer-te»18. El poder de cada uno estriba en sos-tener ese deseo finito y a la vez inmortal,aceptando el engaño aunque sin ceder anteél. Sin más fraude que el que de formaimplícita, como imposibilidad lógica –con-jugando lo finito e infinito–, acabo deenunciar. ¡Puede!, es la exclamación éticaque corresponde a la osadía y al señorío deser: ¡atrévete con tu poder!

Como todo deseo, el de poder se rigebajo el principio de placer, mas como deseoespecífico de poder lo hace según el princi-pio de libertad. Sólo la libertad garantiza lacuota de placer que le corresponde al poder.Kant reconocía dos pasiones naturales, lasexual y la de libertad. La libertad, en estesentido, es el placer del poder. Lo que leatrae al poder es la libertad, no el mandar,su negativo, que es a la libertad lo que eldolor es al placer: mandar es el dolor de lalibertad. No obstante, sabemos que eldolor, como fuente de la desgracia y con-traste de la satisfacción, también atrae: elromanticismo extremo y alguna forma deperversión necesitan autentificar el deseocon el dolor. La insolencia de la opresiónse ensambla bien con la libertad.

Del mismo modo, el que abusa del poderno aspira a otra cosa en su fuero internosino a la libertad, aunque sea a expensas dela esclavitud de los demás. Para corregir

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COLABORACIONES

18 T. HOBBES, Leviatán, Madrid, Alianza, 1993,p. 87.

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este desvío, la ética –el poder de la ética–es la encargada de ensanchar el principioindividual de libertad en imperativo gene-ral, pues desde el punto de vista moral –ytambién desde el práctico si se mira haciala concordia en el futuro–, no hay libertadpara nadie mientras uno carezca de ella.

El poder, por consiguiente, no se oponea la libertad, como pretende Fromm entretantos más. Es, al revés, liberador. El fas-cismo, entonces, como movimiento de ma-sas –si no democrático a veces mayorita-rio– no es tanto un poder egoísta que abusade los demás y les oprime para satisfacer suplacer como un poder seco aunque ebrio eincontrolado, sin placer que compartir, abs-tinente de libertad. Resulta, además, que elfascismo, como cualquier gesto totalitario,no es impulsado sólo del tirano a la vícti-ma, sino que también es forzado desdequienes le atraen y reclaman por su ansiade obedecer, precisamente por carecer delpoder suficiente para garantizar la satisfac-ción de su propio placer. El miedo al placeres la cuna del fascismo: el displacer trans-formado en exclusión y desconfianza.

Resumiendo, y dando cuenta de lo vistodesde esta rendija metapsicológica, el de-seo de poder cuenta con una fuerza, unasmanifestaciones externas y un principiofuncional. O, dicho de otro modo, cuentacon un factor económico: esto es, una ener-gía propia dotada de cierto ingrediente deviolencia –en el inconsciente el poder siem-pre es violento–; con tres escenarios feno-menológicos: como son la diferencia, el do-minio y la posesión; y con un principio deplacer específico: el principio de libertad.

6. Sobre obedecer y mandar

Entre las cuestiones éticas relevantes,una consiste en estudiar y definir qué obe-

diencia debemos y cuál nos es debida. «Enresumidas cuentas, comenta Canetti, todosnosotros, los seres humanos, estamos im-plicados en el fenómeno del poder, y unaparte importantísima de la investigación deeste poder debería dedicarse a esclarecerpor qué lo obedecemos»19. Cuatrocientosaños antes, en 1548, La Boétie se había ex-presado casi con las mismas palabras: «Encuanto a saber si el motivo de esa obedien-cia es innata o no en nosotros, debería serobjeto de un detenido debate entre acadé-micos y de una reflexión a fondo en las es-cuelas de filósofos»20. El estudio, despuésde todo, apenas ha comenzado. La obedien-cia hace gestos misteriosos, pues el hombretambién tiene algo de cordero y de cuestorde un amo: homo hominis agnus. Si bien noes el único, ni siquiera el principal, el juegode mandar y obedecer es un espacio pree-minente de las relaciones de poder. Quizásea uno de los más áridos, donde mejor semide el estilo y la destreza de cada cual, ydonde los excesos se vuelven más eviden-tes. Admirando y respetando a un padre sepuede acabar encontrando un caudillo ytras las huellas de un maestro quizá des-lumbre un amo. «Nuestros contemporá-neos, escribe Tocqueville, se hallan ex-puestos constantemente a dos pasiones ene-migas: sienten la necesidad de serconducidos y el deseo de permanecer li-bres... La naturaleza del amo me importamenos que la de la obediencia»21.

Toda obediencia es sospechosa. ParaFreud lo era en especial la religión por pro-mover una «sumisión incondicional»; opi-

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COLABORACIONES

19 E. CANETTI, La conciencia de las palabras,México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 55.

20 E. DE LA BOÉTIE, El discurso de la servidumbrevoluntaria, Barcelona, Tusquets, 1980, p. 62.

21 A. DE TOCQUEVILLE, La democracia enAmérica, Madrid, Aguilar, 1971, p. 250.

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nión compartida por Weber cuando, ante elhecho religioso, se quejaba del «sacrificiodel intelecto». Por este mismo motivo, quecomo se ve alude al amor propio y a laindependencia, cabe desconfiar de todosaquellos que se confiesan muy respetuososcon las leyes y con las jerarquías. Pues hie-re su exceso, su gusto por las prohibicio-nes. Bien puede pensarse que, cuando me-nos, todos los que quieren ser mandados,incluso con anhelo, en el fondo buscan ladisculpa, protegerse de la decisión, sacudir-se la responsabilidad, lavarse las manos.Eso cuando no obedecen simplemente conla intención a su vez de mandar, por el gus-to de influir y de conducir a los demás. «Essabido, según afirma Canetti, que los hom-bres que actúan bajo órdenes son capacesde las cosas más atroces»22. «No hay servi-dumbre más indigna que la de los solda-dos»23, sentenció Erasmo. Nietzsche tam-bién se expresó sobre la obediencia de for-ma tajante: «La limitación singular que seaprecia en la evolución humana, su vaci-lación, su marcha dificultosa, sus frecuen-tes retrocesos, se explican por el hecho deque el instinto de obediencia del rebaño hu-mano es el que sobre todo se transmite porherencia, a expensas del arte de mandar»24.

La rebeldía, por consiguiente, en tantoque se resiste y opone a la obediencia, esuna de las virtudes más necesarias y ame-nas del hombre. La rebeldía se ejerce con-tra el poder y desde el poder de la libertad.

Porque la rebeldía, antes que ayudarnos amandar, evita la obediencia, que por lo quellevamos visto es una de las manifestacio-nes más turbias del poder y uno de losvicios dominantes del hombre. La rebeldía,en cuanto que odio del presente, es unaexperiencia obligatoria en el desarrollo detodo ser humano, como un acto iniciáticoque nos enaltece y permite ser a cada unoquien es, caso de ser en verdad alguien. Porello, junto a todas las cautelas que eviten alrebelde convertirse a su vez en un tirano,un principio de anarquía y desobediencia,que no implique por fuerza desorden einjusticia, debe prevalecer también comouno más entre nuestros deberes, pues exige,con su acto, otra disposición de las relacio-nes de poder, otros gustos, otro reparto delos placeres. La psicosis, en este orden decosas, es una rebeldía disparatada e inopor-tuna, sólo conveniente a quien ha recibidotodas las órdenes o ninguna.

No obstante, la rebeldía debe de ponersesus propias bridas y limitaciones para noprecipitarse en el vacío de una transgresióncontinua –el poder del transgresor–, puesnadie tiene poder que administrar, ni el másmínimo, sin algo de obediencia por suparte. El que se rebela, al fin y al cabo, estácerca, como el paranoico, de sentirse siem-pre sometido. La obediencia, de hecho, esinsalvable porque hay familia e infancia,educación y disciplina, porque nacemosdesvalidos, ignorantes, con miedo, jerar-quizados y sin propiedad, porque vivimosjuntos y requerimos gobierno y autoridad.En Emilio o la educación, Rousseau escri-bió el siguiente comentario: «Los primerosllantos de los niños son ruegos; si no se leshace caso se convierten pronto en órdenes;comienzan por hacerse asistir y terminanhaciendo que los sirvan. Así, de su propiadebilidad, de donde viene el sentimiento de

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COLABORACIONES

22 E. CANETTI, Masa y poder, Madrid, Alianza,1983, p. 328.

23 ERASMO DE ROTTERDAM, «La guerra es dulcepara quienes no la han vivido», Escritos de críticareligiosa y política, Barcelona, Círculo de Lectores,1996, p. 179.

24 F. NIETZSCHE, «Más allá del bien y del mal»,Obras Completas, T. III, Buenos Aires, Prestigio,1970, p. 756.

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su dependencia, nace en su origen la ideade imperio y dominio»25. De la debilidadproviene el deseo de poder pero también laentrega moderada que necesitamos al man-dato y a la orden: como una comedida yobligada abdicación de poder que adeuda-mos al bien general para evitar, precisa-mente, la servidumbre y el gregarismo. Elproblema del rebelde proviene, en suma,del riesgo de que su éxito frente a la arbi-trariedad le preste tan excesivo poder quese identifique con la ley o prescinda de ella.El mismo espíritu ilustrado que mueve aliberarse de la tutela del otro, obliga a ele-gir al mismo tiempo la paciencia y el pudorde no imponerse. Porque nadie es realmen-te libre sin ser mandado, sin esa forma devoluntaria servidumbre a la ley –la únicalegítima– que se cifra en ser ciudadano. Nohay que olvidar que el deseo necesita elpoder del contrario, necesita de la seduc-ción victoriosa del otro, pues en casoopuesto se ve compelido, como el déspotao el libertino, a la incomodidad de actuali-zar sin descanso su poder y su libertad. Enefecto, no hay que aspirar a mandar siem-pre, como no hay que caer, como criticabacon ironía Weber, en «ese clerical vicio detener siempre razón»26. Tampoco hay quecaer en el extremo opuesto, en el despreciode la autoridad. Porque hoy la autoridadestá permanentemente en entredicho, quizácomo consecuencia de esa aceleración deldeseo que caracteriza a la modernidad.Pues, por un lado, su rapidez nos ha vueltomuy sensibles al duelo: toleramos mal laspérdidas y enseguida las transformamos enuna enfermedad que llamamos fácilmente

depresión, igual que hemos erradicado dela muerte las imágenes de lo macabro ymórbido para sustituirlo por lo aséptico yausente. Pero, por otro lado, la autoridad, aligual que la verdad, que se muestra tancambiante, efímera, fragmentada y volátil,tiende a estar sometida más que a crítica auna desconsideración constante.

Cicerón, en un determinado momento desu vida en que sufre los riesgos de la dicta-dura, se hace una reflexión que es traslada-ble, formalmente, a cualquier decisión coti-diana que comprometa en la actualidadnuestras relaciones de poder: «Sin embar-go, para no entregarme por entero a la tris-teza, me he propuesto una serie de tesis,por así llamarlas, que son políticas y ade-más relativas a las circunstancias actuales,para apartar mi ánimo de lamentaciones yejercitarme sobre lo mismo que nos ocupa;son de la siguiente manera: si se debe per-manecer en la patria sometido a un tirano;si se debe trabajar por todos los medios enla destrucción de la tiranía incluso si conello la ciudad corre el peligro de una ruinatotal; si se deben tomar precauciones paraque el liberador no se convierta él mismoen un amo; si se debe intentar ayudar a lapatria sometida a tiranía aprovechando laoportunidad y el razonamiento en lugar dela guerra; si es político permanecer inactivoalejándose de la patria sometida a tiranía ohay que ir a través de todos los peligros enpos de la libertad; si se debe llevar la guerracontra su país y sitiarle cuando está someti-do a tiranía; si, incluso sin estar de acuerdocon la destrucción por las armas de la tira-nía, debe uno compartir el peligro con lasgentes de bien; si en los asuntos políticos sedebe uno unir a sus benefactores y amigosaun pensando que están totalmente equivo-cados; si quien ha prestado grandes servi-cios a la patria y precisamente por ello ha

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COLABORACIONES

25 J. J. ROUSSEAU, Emilio o la educación,Barcelona, Bruguera, 1979, p. 105.

26 M. WEBER, El político y el científico, Madrid,Alianza, 1988, p. 159.

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sufrido daños irreparables y odios ha de ex-ponerse voluntariamente por su patria o sise le debe permitir que piense en sí mismoy en los de su casa, dejando las contiendaspolíticas a quienes detentan el poder»27.

7. La guerra

«La guerra es dulce para quienes no lahan vivido»28, tituló Erasmo su célebre en-sayo: Dulce bellum inexpertis. Sin embar-go, la guerra fascina. La guerra es una ame-naza porque concentra en su acción, defor-mándolas, todas las formas del poder. Hastaahora –y seguimos sin saber para cuántotiempo de la historia de la humanidad– laguerra ensalza la diferencia, es decir, el va-lor y la dignidad del guerrero, la gloria delvencedor: la primera acción que rescató alhombre del anonimato fue la guerra y susproezas. Por otra parte, ejerce la más fuertey violenta acción de dominio sobre el desti-no y sobre el cuerpo de los demás, la decausar la muerte –el enemigo, segúnSchmitt, hostis no inimicus según su termi-nología, no es un competidor económico niun oponente de discusión, sino que necesitala «posibilidad real de matar físicamen-te»29–. Y como posesión, el guerrero se in-cauta con pleno derecho de los bienes delenemigo. Sólo por estos tres motivos, seexplica que Kant, en su escrito sobre La pazperpetua, deba admitir lo siguiente: «Laguerra no necesita motivos e impulsos es-peciales, pues parece injertada en la natura-leza humana y considerada por el hombre

como algo noble que le anima y entusiasmapor el honor, sin necesidad de interesesegoístas que le muevan»30. Weber, desdeotro punto de vista, sostuvo con plena vi-gencia actual que «la violencia no es, natu-ralmente, ni el medio normal ni el únicomedio de que el Estado se vale, pero sí sumedio específico»31. Por lo tanto, siguesiendo pertinente la pregunta de Foucaultsobre si la guerra encarna las relaciones depoder en estado puro y si constituye la ma-triz de todas las técnicas de dominio. Y nosabemos hasta cuándo la cuestión seráoportuna. Nietzsche, por su desprecio al dé-bil, llegó a creer, como otros muchos, quela guerra era imprescindible como modela-dora de los pueblos: «Los hombres acasolleguen a comprender cada vez más clara-mente que una humanidad tan hipercivili-zada y en consecuencia lánguida como es lade los europeos de hoy tiene necesidad, noya de guerras, sino de las guerras más gran-des y terribles –vale decir, ocasionales re-caídas en la barbarie– para que los mediosde la cultura no le ocasionen la pérdida desu cultura y de su misma existencia»32.

Cierto que la gran vileza de la guerra,como sostiene Lévinas33, proviene de queinterrumpe la continuidad de las personas,pero quizá su mayor maleficio e injusticiarecaiga en su capacidad para generar senti-do, en su potestad para proveer a la vida definalidad y de objetivos, en su vigor paraavivar el deseo y para luchar contra el abu-rrimiento y el hastío. Es su poder más se-

El poder y las psicosis 53 (53)

COLABORACIONES

27 CICERÓN, Cartas a Ático, 173 (IX 4), 2.28 ERASMO DE ROTTERDAM, «La guerra es dulce

para quienes no la han vivido», Escritos de críticareligiosa y política, Barcelona, Círculo de Lectores,1996, p. 151.

29 C. SCHMITT, El concepto de lo político, Madrid,Alianza, 1991, p. 63.

30 E. KANT, La paz perpetua, Madrid, Espasa-Calpe, 1982, p. 123.

31 M. WEBER, El político y el científico, Madrid,Alianza, 1988, p. 83.

32 F. NIETZSCHE, «Humano, demasiado humano»,Obras Completas, T. II, p. 304.

33 E. LÉVINAS, Totalidad e infinito, Salamanca,Sígueme, 1987, p. 47.

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creto, el que prolonga su presencia y el queobliga a seguir interrogándose no sólo so-bre la posibilidad de una guerra justa –pordefensa propia, por reparar un agravio ocastigar un culpable– sino sobre la guerranecesaria para el progreso técnico y espiri-tual de los hombres –la solidaridad, el sacri-ficio, la nobleza–. Por esa capacidad simbo-lizadora cumple la misma función que lahistoria: ambas poseen un mismo poder designificación. De ahí que durante muchotiempo todas las formas de historia fueraninseparables de la guerra, a la que servíande crónica. Bobbio escribe que «se ha he-cho notar repetidamente que el punto dearranque y crecimiento de la filosofía de lahistoria son las grandes catástrofes de la hu-manidad, y entre éstas la guerra ocupa unlugar privilegiado»34. Y añade alarmadoque «hoy, más que en ningún momento dela historia, quizá la violencia haya dejadode ser definitivamente la comadrona de lahistoria y se está convirtiendo cada vez másen su sepulturera»35. Sea como fuere, pese aque el estudio del poder no puede tener otropretexto ni motivo que el final de la guerra,ninguna señal se observa en el horizonteque nos permita soñar con ese objetivo.Quizá no quepa sino actualizar la escépticapregunta de Freud: «Pero acabar con lafuerza es imposible; mientras las condicio-nes de los pueblos sean tan distintas, y tanviolentas las repulsiones entre ellos, tendráque haber guerras. Y entonces surge la inte-rrogación: ¿No deberemos ser nosotros losque cedamos y nos adaptemos a ella?»36.

No obstante, las palabras de Hobbes de-ben de retumbar como una advertenciacontinua en nuestros oídos: «Durante laguerra, la vida del hombre es solitaria, po-bre, desagradable, brutal y corta»37. Ningu-na guerra es justa. A lo sumo podremos de-cir que hay guerras que sólo se pueden evi-tar con la muerte. Como algunas pasiones.

II. Las psicosis

1. El tropiezo del poder

Las vicisitudes del poder son una suertede biografía del sujeto y de la persona. Porese motivo, esto es, por la proximidad delas huellas de las psicosis al desvaneci-miento de la identidad, el poder se muestracomo un dominio irremplazable para lainvestigación del psicopatólogo. Ante cual-quier estudio pertinente de la identidad nosencontramos, en suma, con tres vértices dereferencia. Tres ángulos inseparables, mix-tos, entreverados en una misma amalgama:uno, el deseo –con su núcleo sexual comoprototipo e hilo rojo de todos los deseos–;otro, la palabra –como dimensión humanay cortejante de la vida–; y, por último, elrecodo ufano del poder. Los dos primerosson los escenarios habituales de la interpre-tación de las psicosis pero, curiosamente,falta alargar la interpretación del tercero.

En general, las psicosis suponen unclaro fracaso del sujeto en el campo de lasrelaciones de poder. Canetti subrayó que«los fenómenos de poder en el delirio siem-pre tienen una significación decisiva»38, yasí parece confirmarlo Schreber cuando en

(54) 54 F. Colina

COLABORACIONES

34 N. BOBBIO, El problema de la guerra y las víasde la paz, Barcelona, Gedisa, 1992, p. 24.

35 N. BOBBIO, El problema de la guerra y las víasde la paz, Barcelona, Gedisa, 1992, p. 20.

36 S. FREUD, «Consideraciones de actualidadsobre la guerra y la muerte», Obras Completas, T. II,Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, p. 1016.

37 T. HOBBES, Leviatán, Madrid, Alianza, 1993,p. 108.

38 E. CANETTI, Masa y poder, Madrid, Alianza,1983, p. 447.

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su cosmogonía delirante identifica la natu-raleza de los nervios no sólo con la capaci-dad de hablar sino también con la facultadde atraer. «El desmesurado poder de atrac-ción de mis nervios»39, escribe en sus céle-bres Memorias: «Poder que supera de lejostodo lo que jamás ha podido existir»40.

En las psicosis asistimos a un insano tro-piezo con el poder, a una caída específicadel sujeto en un doble sentido: en primerlugar, como fracaso en las relaciones delpsicótico con el poderhabiente en el quevivimos y nos desenvolvemos; en segundolugar, como círculo de poder donde el psi-cótico queda atrapado e inerme. Falto derecursos para deambular en medio de lasfuerzas y vínculos de poder de los otros, elpsicótico extrema todas sus expresiones depoder hasta caricaturizarlas en el delirio. Nise sostiene con los demás en la red deentrecruzados antagonismos de poder queconstituye la sociedad, ni logra paradójica-mente desembarazarse lo suficiente de él.Simplemente reacciona con impotencia y lesustancia. Cree en él con más devoción queninguno. Cree en El Poder. Habiendo extra-viado la dinámica del deseo y su ingredien-te de dominio, parece como si, en cambio,extendiera más allá de sus límites el deseode poder, hasta el punto de acabar perdien-do para él su sentido relacional y llegar aconvertirse sin pudor –con el impudor tanpropio del psicótico– en la encarnaciónvehemente del poder mismo. Por estarazón, el psicótico concentra en sí todos losprejuicios estudiados más arriba sobre elpoder. Incluso cabría afirmar, con aires dehipérbole, que el concepto tradicional del

poder es psicótico y en especial paranoico,como lo son sus exageraciones autoritarias.

Además, el psicótico, debido a estaextraña e impotente ambición de poder,viene a ser un fino detector del deseo depoder de los demás. Del mismo modo quealguien ha podido afirmar que el poder nocorrompe sino que desenmascara, el psicó-tico, y el paranoico sobre todo, recogecomo nadie la mecánica de ese proceso. Elpsicótico es el que sabe, aquel capaz desentir, con penetración insuperable, tanto lafina opresión del sistema y de las estructu-ras, ante los que es tan sensible, como laverdad del deseo de quien le aborda. Perotan sabio resulta a la hora de detectar looculto como inhábil e incapaz se muestrapara dar cuenta coherentemente de suobservación. Registra la mentira y el asediode los que le rodean pero no acierta a tra-ducirlo en un discurso propicio para latransmisión y el diálogo, sino que fragmen-ta las palabras y las esparce en su lenguadelirante de difícil comprensión. Por otraparte, como consecuencia de ese conoci-miento que no es capaz de transmitir pero,trágicamente, tampoco de retener, invierteel proceso natural del pensar perdiendo lacapacidad retentiva del secreto, esto es, elpoder de preservar su pensamiento en laintimidad sin entregarle transparente a losotros. De ahí la suspicaz advertencia conque se nos acerca: sus constantes «bueno,tú ya sabes», o «eso prefiero no contártelo,vosotros lo sabéis»; fórmulas estereotipa-das con que quiere denunciar el secretoinsultante de nuestro saber ante el desbor-dante discurrir del suyo que no acierta aguardar. De este modo siente que su pensa-miento se difunde contra su voluntad sinobedecer a su dueño, incapaz de ejercer, ymenos de saborear, el poder del secreto.

El poder y las psicosis 55 (55)

COLABORACIONES

39 D. P. SCHREBER, Memorias de un neurópata,Buenos Aires, Petrel, 1978, p. 91.

40 D. P. SCHREBER, Memorias de un neurópata,Buenos Aires, Petrel, 1978, p. 136.

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2. El diagnóstico

Ahora bien, la noxa del poder no estápresente con la misma claridad e intensidaden todas las formas clínicas de psicosis. Eneste orden de cosas puede sostenerse, enreferencia de nuevo a los tres vértices indi-visibles de la identidad, que si orientamosen la dirección de cada uno de ellos laselecciones clínicas más relevantes de psi-cosis, tal y como hasta ahora se han mos-trado a nuestra experiencia, resulta quemientras la melancolía es la víctima porexcelencia del deseo, y la esquizofrenia loes de la palabra, la paranoia, por su cuenta,es la que con más nitidez manifiesta losmales intrínsecos del poder.

El asunto viene de lejos. Pues hay clarosprecedentes, incluso simplemente termino-lógicos, de la vecindad existente entre losmodos del poder y de la paranoia. Destacodos: uno el de Genil Perrin, que en relacióna su clásica descripción de la paranoia ca-racterial –dominada por el orgullo egocén-trico, la autoestima sobrevalorada, la vani-dad grosera, los celos, la desconfianza y lafalsedad de juicio– la denomina paranoiade combate. Otro, el del propio Freud,cuando en el Manuscrito H41 reúne a laconfusión alucinatoria y a la paranoia bajoel término común de psicosis de obstina-ción o de desafío. Más tarde entenderá glo-balmente la psicosis, siguiendo la mismametáfora, como una «desesperada tentativade rebelión»42.

3. El Uno

Al psicótico le obsesiona la unidad. Ese

rasgo unitario, impermeable y protector,que normalmente nos protege, se ha ausen-tado de su interior y reaparece en su entor-no como una atracción especial y ambiva-lente hacia todas las manifestaciones aglu-tinantes de lo uno y único: la autoridadabsoluta, la certidumbre y singularidad delsaber, los símbolos de la unidad.

Freud nos sirve también para llamar laatención sobre una de las figuras que ilus-tra con desenvoltura esta subyugadoraatracción: en el Manuscrito N comenta queel paranoico enseguida discurre hacia la«desconfianza patológica del gobernante odel monarca»43. También el célebre ErnstWagner lo confirma: «Muy pronto sentíaversión contra la autoridad general y susrepresentantes»44.

Todo en el psicótico parece atraído porla unidad, como si fuera un agente benéficoque le concentra y reúne. Así, en referenciaa las distintas opciones subjetivas de la psi-cosis, puede decirse que el melancólico sereúne e integra en torno a la culpa, el esqui-zofrénico bajo el cobijo de la palabra deli-rante, y el paranoico polarizado tras el sa-bor gustoso de ese perseguidor que va ves-tido para el caso con todas las insignias delmando absoluto. Por ese motivo, el agudoCanetti nos llamó la atención sobre lo si-guiente: «El ansia de unicidad es algo su-mamente real: una auténtica fuerza de pri-mer orden que es preciso tomar en serio einvestigar a fondo siempre que se nosofrezca una oportunidad»45. Y añade quelas Memorias de Schreber son «el docu-mento más importante sobre el único». El

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COLABORACIONES

41 S. FREUD, «Manuscrito H», Obras Completas,T. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968, p. 689.

42 S. FREUD, «El malestar en la cultura», ObrasCompletas T. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968,p. 17.

43 S. FREUD, «Manuscrito N», Obras Completas,T. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968, p. 770.

44 R. GAUPP, El caso Wagner, Madrid, AsociaciónEspañola de Neuropsiquiatría, 1998, p. 44.

45 E. CANETTI, La conciencia de las palabras,Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 50.

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paranoico, cabe afirmar, funciona como unvasallo obediente que hubiera hecho suyoel dictamen de Homero: «Que uno sólo seaamo, uno sólo sea rey». Se entiende, de es-te modo, que el uso común que los hombreshacen del poder pueda acabar con cierta fa-cilidad en paranoia, como si se tratara de sutrayecto natural, tras dejar un rastro de vie-jos conocidos: el totalitarismo, el fanatis-mo, el maniqueísmo, la obediencia ciega,algo de la fe.

Es revelador que en la breve incursiónque Kant realizó en el ámbito de las enfer-medades del alma –o, también en su len-guaje, de la cabeza–, hiciera destacar pron-to la capacidad del loco para buscar unióny sistema con sus pocos recursos mentales:«Es, empero, admirable que las fuerzas delalma destrozada se coordinen, sin embargo,en un sistema, y la naturaleza tienda inclu-so en la sinrazón a introducir un principioque las una, a fin de que la facultad de pen-sar no permanezca ociosa, si bien no parallegar objetivamente al verdadero conoci-miento de las cosas, al menos para atenderde un modo meramente subjetivo a la vidaanimal»46. Ese esfuerzo admirable que sub-jetiviza la vida animal, es el mismo queestá presente en Schreber, y en tantos otrospsicóticos, cuando se afanan por seguirpensando, buscando con tesón en el mundode las ideas un principio unificador que lesprocure la condición de sujetos. Tarea quese ve bien reflejada en la epopeya lingüísti-ca, continuamente renovada, tras la cualtodo psicótico bien dotado pretende elabo-rar una lengua nueva, definitiva y todopo-derosa. Los tres casos más conspicuos de laliteratura psicótica lo evidencian. Schreberen pos del lenguaje fundamental que

hablan Dios mismo y las almas purificadas:«Lenguaje lleno de vigor, que se distinguíasobre todo por su riqueza en eufemis-mos»47. El asesino múltiple Ernst Wagnerintentando crear una escritura puramentefonética, pues «como las letras del alfabetoson más fáciles de suprimir que los sereshumanos, podría, al menos en ortografía,superar mi lamentable debilidad»48. El«estudiante de lenguas esquizofrénico»,Louis Wolfson, tratando de asimilar la len-gua materna convirtiendo instantáneamen-te las palabras de su madre en palabrasextranjeras fonéticamente semejantes perodesprovistas de violencia49.

4. El perseguidor

Sin embargo, la decisión de unicidad noes cómoda para nadie, ni siquiera para elpsicótico. Y no lo es especialmente para elparanoico que no se refugia con tanta faci-lidad como el esquizofrénico en la ferozcueva de la palabra, en el verbo unificadorque le templa ante la multiplicidad y anar-quía que padece. En efecto, el paranoico noacierta a encerrarse en la unidad si no esobservándola en otro, en el perseguidor. Alfin y al cabo, su procedimiento consiste enrecuperar el poder perdido fuera de lugar,en la ebriedad de la persecución, en el de-leite de la intencionalidad, en el gustazo delsacrificio, en la excepcionalidad del su-perviviente. El psicótico acaba depositandosu omnipotencia en su mejor amigo: suenemigo en este caso. Estrategia sin dudahumana pero fatal. Su vínculo con los de-

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COLABORACIONES

46 I. KANT, Antropología, Madrid, Alianza, 1991,p. 137.

47 D. P. SCHREBER, Memorias de un neurópata,Buenos Aires, Petrel, 1978, p. 32.

48 R. GAUPP, El caso Wagner, Madrid, AsociaciónEspañola de Neuropsiquiatría, 1998, p. 74.

49 L. WOLFSON, Le Schizo et les Langues, París,Gallimard, 1970.

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más se establece exclusivamente en tornoal yugo de poder que mantiene con sus pró-ximos, sean reales, imaginarios o un híbri-do de los mismos. Su deseo de libertad que-da achatado en un sentimiento permanentede injusticia, donde la sola presencia delprójimo despierta antes que cualquier de-seo un reflejo de abuso y explotación. Elotro aparece siempre como un agente depoder violador. A la postre toda psicosis esun acto de posesión por el otro: en su men-te, en su lenguaje, en su goce. Privado depoderdante inicial, por un fracaso familiarque le señala y le sella, el psicótico se con-vierte con facilidad en un poseído. Artauddejó escrito que «está en la lógica anatómi-ca del hombre moderno el no haber podidovivir nunca, ni pensar en vivir, sino comoposeído»50.

Ahora bien, la omnipotencia que el para-noico inocula en el otro, sacándola del ex-ceso patológico de sí, es como la suya unaomnipotencia inválida. Sólo con esa cláu-sula el psicótico es capaz de repartir algosus bienes y alcanzar, aunque sea de modorudimentario, la necesaria capacidad parael don que permite la vida del deseo. Sinestrategia del don para garantizarse la de-volución socializadora de ese regalo que esdesear, sólo le queda, como último recursoestabilizador, cargar al enemigo de flaque-zas en un difícil pero muy característicocompromiso de omnipotencia e impotenciasimultáneas. Despojado del tenue y saluda-ble enemigo que normalmente nace, aun-que enflaquecido y por lo tanto asequible,entre los bienes de la amistad, como no hapodido crearlo entre los intersticios del de-seo se inventa uno exclusivo y absolutomerced al delirio, al que debe enseguida

debilitar en un ejercicio enloquecido yequilibrador. Debido al artificio se vuelveincapaz de hacer el duelo del enemigo, due-lo necesario –de olvido y de desprendi-miento– que supone a la vez un duelo depoder. Duelo imprescindible en el sustentodel deseo, para el que carece de recursospsíquicos, preso de una pasión de poder dela que no es capaz de liberarse ni de ceder.Duelo obligatorio para todos, pues actúa ennosotros como un requisito imprescindiblepara olvidar al enemigo y seguir vivos en larueda del deseo. Tan indesplazable que aveces, como un síntoma curioso de su nece-sidad, sentimos cierta dosis de envidia delduelo y de la tristeza de los otros aunque nosepamos sus motivos. Fruición algo insóli-ta, por pretender compartir el dolor de losdemás, pero que sin duda es la fuente pro-bable del sentimiento de igualdad queacompaña a la compasión. Como si un se-creto anhelo de pérdidas lastrase de conti-nuo la carga del deseo para permitir sunavegación, o como si el piloto de la me-lancolía reclamase una y otra vez su im-prescindible ración. La consecuencia inme-diata de todas estas penurias, para quien nollega humanamente –neuróticamente– aellas, es la invención de un enemigo omni-presente al que se debe a la vez desenmas-carar para sostenerle. Omnipotente peroimpotente, así se muestra en la lógica depoder que le protege y así aparece en losdelirios psicóticos, como resulta notorio enel ejemplo insustituible de Schreber: «Diosno es ni fue nunca, escribe, el ser de perfec-ción absoluta que la mayoría de las religio-nes ven en Él»51; está sujeto, dice en otrolugar, a «su instinto de conservación»52 y a

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COLABORACIONES

50 A. ARTAUD, Van Gogh, el suicidado de la socie-dad, Madrid, Fundamentos, 1983, p. 22.

51 D. P. SCHREBER, Memorias de un neurópata,Buenos Aires, Petrel, 1978, p. 46.

52 D. P. SCHREBER, Memorias de un neurópata,Buenos Aires, Petrel, 1978, p. 47.

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la fatalidad de «no conocer a los hom-bres»53.

De tal suerte, el psicótico, al carecer deestrategia del don, no conserva ningunacapacidad para nutrir y hacer perdurar eldeseo. La enfermedad en el dar y recibirrevela lo patológico de la posesión. Elesquizofrénico en ocasiones lo suple conuna confusa obsequiosidad con la queintenta resucitar el deseo y el reparto depoderes, pero el paranoico, que ni perdona,pues no cede ni en el perdón nada de supatético poder, ni regala, pues no tiene nadaque dar, necesita invadir y ser invadido.Quien no puede dar es poseído. El psicóti-co, y en especial el paranoico, solo sabe detener y no tener, de jerarquías y de ganar.Como un vencedor siempre vencido.

Sin embargo, esa necesidad paranoicapuesta poco antes de relieve, la de agrandary a la vez reducir la fuerza del otro, perte-nece a una disposición universal del deseoy abarca tanto su apariencia más genuina,la del histérico, que encarna a la perfecciónal obrero del deseo, como la más precariadel psicótico. Lacan, que ha intentado reve-larnos las semejanzas y diferencias clínicasde ese dar y quitar que definen al deseo,confesó en cierta ocasión: «¿Pero qué otracosa he estudiado yo siempre sino losresortes y los modos del poder?»54. En esteorden de cosas, precisamente, como unaconsecuencia simbólica de la llamada cas-tración, descubrimos que el otro no tiene elpoder que le suponíamos, aunque el mismohallazgo de la amputación se le devuelvacomo genuino poder, como poder limitadopor el de los demás, concediendo de este

modo a la castración tanto la llave de lapérdida de poder como la clave sobre elorigen misterioso del mismo que retornaincólume. Juego de tener y no tener queestructura la vida del neurótico bajo dosapretadas fórmulas: la aplicable a la histéri-ca, que en el fondo no quiere sino un amopara reinar sobre él, y la del obsesivo que lenecesita para condenar sin descanso su tira-nía. Juego, como se ve, paralelo, salvandolas agigantadas dimensiones que alcanza enel psicótico, con la estrategia psicóticaseñalada anteriormente, donde el amoabsoluto encarna finalmente el papel delenemigo omnipotente al que sin interrup-ción se deprecia y desestima. Igual que enalgunos pasajes de la teología el dios bene-factor y el bíblico sospechosamente casti-gador coinciden, y nunca han dejado decoincidir del todo. Paul Veyne, atento a laslimitaciones conceptuales del poder en losantiguos, indica que: «El descubrimientojudío del monoteísmo no consiste en queYahvé sea el único, sino en que es el másfuerte»55. El Dios del amor y del podercoinciden en su origen, como una huellaindeleble y fatal que ha marcado el cursode la historia y, por supuesto, de la psico-patología. Entendido desde el poder, el psi-cótico viene a ser el síntoma moderno ylaico de nuestro origen.

5. La escritura

Que la escritura, como un escudo pro-tector, defiende al hombre de muchosmales es una evidencia que resulta difícilcuestionar. Una certeza que se muestra tanantigua como la de los lazos que unen a lamelancolía con el escritor. ¿Quién, sintién-dose o no con suficiente destreza, no ha

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COLABORACIONES

53 D. P. SCHREBER, Memorias de un neurópata,Buenos Aires, Petrel, 1978, p. 148.

54 E. ROUDINESCO, Jacques Lacan, Barcelona,Anagrama, 1995, p. 409.

55 P. VEYNE, Le quotidien et l’intéressant, París,Les Belles Lettres, 1995, p. 159.

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recurrido en ocasiones a escribir cuando leaprieta el dolor? El psicótico también esproclive a usar ese alivio. De hecho, losescritos de los psicóticos son a menudo unode los principales documentos de estudiopara el psicopatólogo. La escritura tienepoder, un poder específico que el loco,como habitante del mundo en carne viva,esgrime con una crudeza y una naturalidadcasi irreverentes.

La fuerza expeditiva de la escritura pro-viene de diversas fuentes. De todas bebe elpsicótico con fruición y avidez. De unas,sencillamente, porque la escritura se erigeen el instrumento constructor de la historia,en la herramienta que permite la narración,ese tejido de imaginación y recuerdo con elque nos damos una historia personal, unanovela que recoge nuestras experiencias ylas da sentido. Y sucede que en esta tarea laescritura supera todas las capacidades de lamemoria cuando sólo va acompañada delos bienes de la oralidad. Se pueden argüira favor de esta ventaja diversos motivos.Uno, porque la escritura consolida con susoporte el recuerdo y tolera de este modo laconsulta indefinida, sometiendo a fácilcontrol y contraste todas las variacionespotenciales de la evocación y la compren-sión; pues al tiempo que nos ayuda a pen-sar y a formular una explicación, fortalecesus hechuras, frenando los cambios intem-pestivos e involuntarios con que el ritmovital puede sacudir y volver inconsistenteslas interpretaciones. Además, porque juntoa la tarea de facilitar una unidad estable a lavida, tan necesaria para el psicótico –aun-que sea tejida con fibra delirante–, nosayuda también a escurrirnos de la inmedia-tez del presente. La escritura es un mediolongitudinal, diacrónico, que estira laactualidad hacia el pasado o la proyecta enfantasía hacia adelante. Salir del presente,

de esa instantaneidad que agarrota al hom-bre en el momento de la psicosis, es unlenitivo que le devuelve a la temporalidaddel deseo y a su constitutiva sucesión, alcarácter alargado, a la cuerda deseantecuyos nudos habían quedado rotos.

Por otra parte, la escritura no sólo noscede el vigor que aporta la historia, la capa-cidad de revisión o el estiramiento de latemporalidad. Posee, igualmente, una vita-lidad intrínseca que la convierte en un ins-trumento de orden y de poder. Lo escrito,como notario juicioso de la palabra, tiendea canonizar lo hablado. Durante muchossiglos la verdad se ha reconocido a travésde un texto que la legitima. La ley, como lareligión, se nos ofrece siempre escrita paraque la sintamos incólume, del mismo modoque el delirante escribe como puede su des-varío para reclamar una unidad ausente, tanausente como ese amigo desconocido alque dirige su hermético mensaje de sole-dad. El poder de la escritura proviene, eneste sentido, de su condición de testigomúltiple: de la ley, de las órdenes, del debery de la verdad. Con algo de razón se hapodido defender que la escritura precede allenguaje –Derrida– o que la orden es másantigua que el habla –Canetti.

Sin embargo, la escritura no es fácil.Constituye un lento, tenaz y a veces hostilrecurso que puede rebelarse contra suautor. Pero si tiene éxito transforma a sudueño en un creador, esto es, en alguienque sobrevuela con holgura la psicosis sinnecesidad de una convicción con que atro-pellar a los demás. El psicótico tambiénprecisa crear, bien que sólo sea para enta-blillar con su obra el escuálido yo que lesujeta y con el que pretende convencer ysujetar, por su parte, a los que le rodean. Yesto le es necesario incluso en aquelloscasos en que se ha hundido por puro exce-

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COLABORACIONES

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so creativo, pues aunque haya perdido suvena imaginativa necesitará para frenar sucaída algún rudimento artístico del que sesienta artífice y ejecutor.

Por añadidura, el psicótico encuentra enlo escrito otro recurso de poder, en estecaso específico y especialmente potentepara él, como es el elemento material de laescritura, el soporte extenso y sólido de lamisma. Es decir, su tangible significante, elcuerpo de la letra, la física del signo, que leofrecen un agarradero insustituible cuandoel pensamiento tiende a difundirse y esca-

par de uno mismo o cuando las voces leasaltan y encuentra en la escritura la másapropiada manera de inhibir las formas ora-les del pensar.

Como último recurso del hombre, laescritura le presta al psicótico, en el peor delos casos, una forma postrera del poder, lade garabatear. Ya que no puede jugar comolos demás en el intercambio de poderes delamor y de la sociedad, encontrará en eldelirio una insólita capacidad para recons-truir el mundo a fuerza de deletrear la rea-lidad.

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COLABORACIONES

** Fernando Colina Pérez, Psiquiatra. Servicios de Salud Mental de Valladolid.** Correspondencia: Fernando Colina, Plaza Tenerías, 2, 5.º dcha, 47006 Valladolid.

** Fecha de recepción: 2-VI-1998.