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Los Cuadernos del Pensamiento EL PENSAMIENTO SENSIBLE DE T. W. ADORNO(*> (*) T. W. Adorno: Teoría estética. Trad. de Feando de Rianza, revisada por Francisco Pérez Gutiérrez. Madrid, Tau- ros, 1981. Adoo parece establecer en esta obra un modelo de reflexión estética. Este artículo busca ser un comentio sobre el signcado presente de esa misma posibilidad. Es fácil que el lector advierta, con razón, un entrecruzamiento entre la refle- xión adoiana y la del que suscribe este tículo. Desde el punto de vista metodológico tal vez no sea esto correcto, pero desde la experiencia intea, personal, constituye un hecho que me limito a trscribir, por lo que posiblemente deba_ advertirlo y excusarme t vez. El lector, en todo caso, juz- gá. Diego Romero de Sos E n el arte se ha hecho todo posible, problemático, paradójico? Las vanguar- dias de principios de siglo llegaron a adentrarse por donde nunca se había transitado, por los caminos prohibidos e inimagina- bles que a pesar de constituir un horizonte ilimitado -memoria tal vez de la ansiada totalidad- tampoco le proporcionaría al artista la prometida licidad de su aventura. El libre juego de la imaginación kan- tiana que abrió y ndamentó la verdad estética del romanticismo -memoria también de las vanguardias artísticas- entraría en un conflicto, no rmal sino ontológico, con la lta de libertad, con el mundo escindido, con las caídas tenebrosas de los valores y de los sueños. La autonomía exigida por el arte se había alimentado de la idea de humanidad, pero cayó desmoronada, como una casa en ruinas que el tiempo y la desgana inevitablemente devor, en esa carcoma de la propia deshumanización. El arte, sin embgo, es alabanza, una exaltación que a lo lgo del tiempo ha tomado posiciones comprometidas contra lo establecido (¿qué puede ser lo establecido desde el arte?, ¿qué puede ser sino muerte, esclero- sis, pereza de una imaginación debilitada por una angustia sin salida y por un estado de cosas que persiste en negarla, en oscurecerla?), que ha lu- chado en vor de la emancipación, por su propia libertad (¿y qué puede ser esta libertad tan sonante en el corazón y tan apagada en el concepto, tan regiada y metamorfoseada en el arte, tan oculta y negada como realidad ontológica?), que incluso ha pretendido ir señalando la libertad universal, la su- prema decisión, los cantos emancipatorios de la conciencia y la otorrea de la utopía. El arte es aque- llo que guna vez e, que adquiere legitimidad por aquello que ha llegado a ser y más aún por aquello que anhela ser y tal vez pueda llegar a ser. El arte, irse transrmando, como un gusano de seda, em- puja su propio concepto hacia contenidos que no tenía en dialéctica telúrica de lo espiritual. El arte lleva consigo la constancia de la muerte, como es- pejo de la bbie, de las injusticias, de la explota- ción, de la miseria humana -sobre todo, de la mez- quindad del artista, reflejo fidedigno de la totali- 8 dad-, cualidades que bullen bajo las piedras artísti- cas de la historia y bo los deseos reprimidos de las sublimadas almas que siguen a Satuo. En el con- cepto mismo de arte está oculto -como amenaza tida, como sombra tanática- su elemento negador, intrínseco a su mismo concepto, y que tiende a arrumbar (confundido t vez con la basura o con los chismes inservibles que se acumulan inexplicable- mente, por su persistencia, en las casas grandes, antiguas, de las milias tan nobles como arruina- das) al místico Arte. El arte pece comportarse como el imán y la limalla; no sólo sus elementos sino sobre todo su espectro, su constelación -lo específicamente esté- tic, encuentra su onda en la línea sinuosa, contra- dictoria que se dirige hacia el mundo. Lo artístico pudiera ser una síntesis que tiene su ndamento en el lado material de la obra, en el lado alejado del espíritu, como si la distancia del alma era inevita- ble condición para la iluminación de la palabra. El arte encuentra su antítesis en la sociedad, aunque no está determinado por ella, pues su ámbito, su se- creto, corresponde al lugar interior de las concien- cias, a la negrura amenazadora de las tempestades subjetivas, al espacio de su representación, al sueño despierto. ¿Las obras reflejan la interioridad del artista como los psicoanalistas desean tan interesa- damente? ¿No tiene algo radicalmente estúpido esa mentalidad que retrotrae todo lo que es el arte al inconsciente? La obra de arte realizada deja de ser patrimonio de la neurosis; el arte rompe con la neu- rosis, libera de la neurosis para llevar de nuevo a ella, eterno menino. El arte podría ser la misma superación del inconsciente, de su tormento, de su esclavitud. El inconsciente no deja de ser nunca problema, aportando materiales e impulsando, hin- chando la voluntad del artista, como si una bomba de aire pudiera insufl inspiración y hasta estilo, ciega voluntad de decir lo innombrable. El incons- ciente pudiera ser muerte y vida, pasión desmesu- rada ente a un Estado más o menos tirano -el molinillo de Kant-, más o menos razonable. Las obras de arte no pueden ser un thematic appercep- tion test del creador. El artista grande une su aguda conciencia de la realidad con un extremo aleja- miento de la misma. Pero no parece que pueda po- nerse demasiado en duda la lucidez desplegada por Freud con su teoría del arte como expresión univer- sal de deseos insatischos. Kant y Freud coincidie- ron en esa extraña universalidad que demanda lo estético; el camino hacia un mundo diferente, hecho de idénticos deseos, donde lo terrible, lo criminal, lo sádico, lo lurioso -sublimidad y analidad-, pudie- ran realizarse en los inocentes juegos de los niños ente a la mar -madre absoluta que nos acaricia en perpetuidad con sus olas, recuperando nuestro im- pulso deseante, puro, nuestro esperma convertido en espuma, e introduciéndonos en su infinita va- gina, húmeda siempre de placer, continuamente on- dulante, de cortesana sagrada, y que nos llama, desde el susurro celestial, infernal, del eterno me- nin.

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Page 1: EL PENSAMIENTO SENSIBLE DE T. W. ADORNO(*>también la crítica de la praxis como dominio de la brutalidad, de la autoconservación de lo estable cido. La fuerza crítica, negativa,

Los Cuadernos del Pensamiento

EL PENSAMIENTO SENSIBLE DE T. W. ADORNO(*>

(*) T. W. Adorno: Teoría estética. Trad. de Fernando de Rianza, revisada por Francisco Pérez Gutiérrez. Madrid, Tau­ros, 1981. Adorno parece establecer en esta obra un modelo de reflexión estética. Este artículo busca ser un comentario sobre el significado presente de esa misma posibilidad. Es fácil que el lector advierta, con razón, un entrecruzamiento entre la refle­xión adorniana y la del que suscribe este artículo. Desde el punto de vista metodológico tal vez no sea esto correcto, pero desde la experiencia interna, personal, constituye un hecho que me limito a transcribir, por lo que posiblemente deba_ advertirlo y excusarme tal vez. El lector, en todo caso, juz­gará.

Diego Romero de Solís

En el arte se ha hecho todo posible, problemático, paradójico? Las vanguar­dias de principios de siglo llegaron a adentrarse por donde nunca se había

transitado, por los caminos prohibidos e inimagina­bles que a pesar de constituir un horizonte ilimitado -memoria tal vez de la ansiada totalidad- tampocole proporcionaría al artista la prometida felicidad desu aventura. El libre juego de la imaginación kan­tiana que abrió y fundamentó la verdad estética delromanticismo -memoria también de las vanguardiasartísticas- entraría en un conflicto, no formal sinoontológico, con la falta de libertad, con el mundoescindido, con las caídas tenebrosas de los valores yde los sueños. La autonomía exigida por el arte sehabía alimentado de la idea de humanidad, perocayó desmoronada, como una casa en ruinas que eltiempo y la desgana inevitablemente devoran, en esacarcoma de la propia deshumanización. El arte, sinembargo, es alabanza, una exaltación que a lo largodel tiempo ha tomado posiciones comprometidascontra lo establecido (¿qué puede ser lo establecidodesde el arte?, ¿ qué puede ser sino muerte, esclero­sis, pereza de una imaginación debilitada por unaangustia sin salida y por un estado de cosas quepersiste en negarla, en oscurecerla?), que ha lu­chado en favor de la emancipación, por su propialibertad (¿y qué puede ser esta libertad tan sonanteen el corazón y tan apagada en el concepto, tanrefugiada y metamorfoseada en el arte, tan oculta ynegada como realidad ontológica?), que incluso hapretendido ir señalando la libertad universal, la su­prema decisión, los cantos emancipatorios de laconciencia y la otorrea de la utopía. El arte es aque­llo que alguna vez fue, que adquiere legitimidad poraquello que ha llegado a ser y más aún por aquelloque anhela ser y tal vez pueda llegar a ser. El arte, alirse transformando, como un gusano de seda, em­puja su propio concepto hacia contenidos que notenía en dialéctica telúrica de lo espiritual. El artelleva consigo la constancia de la muerte, como es­pejo de la barbarie, de las injusticias, de la explota­ción, de la miseria humana -sobre todo, de la mez­quindad del artista, reflejo fidedigno de la totali-

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dad-, cualidades que bullen bajo las piedras artísti­cas de la historia y bajo los deseos reprimidos de las sublimadas almas que siguen a Saturno. En el con­cepto mismo de arte está oculto -como amenaza fétida, como sombra tanática- su elemento negador, intrínseco a su mismo concepto, y que tiende a arrumbar ( confundido tal vez con la basura o con los chismes inservibles que se acumulan inexplicable­mente, por su persistencia, en las casas grandes, antiguas, de las familias tan nobles como arruina­das) al místico Arte.

El arte parece comportarse como el imán y la limalla; no sólo sus elementos sino sobre todo su espectro, su constelación -lo específicamente esté­tico-, encuentra su onda en la línea sinuosa, contra­dictoria que se dirige hacia el mundo. Lo artístico pudiera ser una síntesis que tiene su fundamento en el lado material de la obra, en el lado alejado del espíritu, como si la distancia del alma fuera inevita­ble condición para la iluminación de la palabra. El arte encuentra su antítesis en la sociedad, aunque no está determinado por ella, pues su ámbito, su se­creto, corresponde al lugar interior de las concien­cias, a la negrura amenazadora de las tempestades subjetivas, al espacio de su representación, al sueño despierto. ¿Las obras reflejan la interioridad del artista como los psicoanalistas desean tan interesa­damente? ¿No tiene algo radicalmente estúpido esa mentalidad que retrotrae todo lo que es el arte al inconsciente? La obra de arte realizada deja de ser patrimonio de la neurosis; el arte rompe con la neu­rosis, libera de la neurosis para llevar de nuevo a ella, eterno femenino. El arte podría ser la misma superación del inconsciente, de su tormento, de su esclavitud. El inconsciente no deja de ser nunca problema, aportando materiales e impulsando, hin­chando la voluntad del artista, como si una bomba de aire pudiera insuflar inspiración y hasta estilo, ciega voluntad de decir lo innombrable. El incons­ciente pudiera ser muerte y vida, pasión desmesu­rada frente a un Estado más o menos tirano -el molinillo de Kant-, más o menos razonable. Las obras de arte no pueden ser un thematic appercep­tion test del creador. El artista grande une su aguda conciencia de la realidad con un extremo aleja­miento de la misma. Pero no parece que pueda po­nerse demasiado en duda la lucidez desplegada por Freud con su teoría del arte como expresión univer­sal de deseos insatisfechos. Kant y Freud coincidie­ron en esa extraña universalidad que demanda lo estético; el camino hacia un mundo diferente, hecho de idénticos deseos, donde lo terrible, lo criminal, lo sádico, lo lujurioso -sublimidad y analidad-, pudie­ran realizarse en los inocentes juegos de los niños frente a la mar -madre absoluta que nos acaricia en perpetuidad con sus olas, recuperando nuestro im­pulso deseante, puro, nuestro esperma convertido en espuma, e introduciéndonos en su infinita va­gina, húmeda siempre de placer, continuamente on­dulante, de cortesana sagrada, y que nos llama, desde el susurro celestial, infernal, del eterno feme­nino-.

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Theodor W. Adorno.

La teoría freudiana del arte parece ser la antítesis de la kantiana. En la analítica de lo bello el momento primero del juicio estético se apoya en la compla­cencia desinteresada, una doctrina demasiado ape­gada al racionalismo burgués, al clasicismo. Hume llegó a identificar la belleza con el placer y hasta la redujo a la utilidad o interés del propietario. Pero de Kant procede el reconocimiento de que la conducta estética está libre de deseos inmediatos y por tanto de cualquier anhelo de propiedad. Kant libera al arte de ese deseo trivial que siempre quiere tocarlo, gus­tarlo, que termina por sustituir el arte por un suce­dáneo culinario o por una inversión en bolsa.

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Freud coincidirá tal vez con Kant en que las obras de arte no son satisfacciones inmediatas de deseos sino transformaciones de una líbido, primaria­mente insatisfecha en rendimiento socialmente productivo, en esa imagen que sintetiza lo que los demás ven y esperan de la obra de arte, la revela­ción de un universo que alimenta la esperanza de sus impulsos más recónditos y como tales inex­presables, impracticables, irrealizables. El hecho de que Kant haya subrayado mucho más enérgi­camente que Freud la diferencia entre el arte y los deseos contribuye a la idealización del fenómeno artístico, pero también hace que el arte quede

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constituido por la separación entre la esfera estética y la esfera empírica. ¿Será tan sólo el arte para Freud placer desexualizado y para Kant hedo­nismo castrado, placer sin placer? En cierto sen­tido el arte cumple un papel liberador de la culpa, y mencionar ésta es señalar una categoría filosó­fica central: la angustia. El arte contiene una pro­mesa de libertad, de placer, un momento catártico que no sólo se refiere al sujeto creador sino tam­bién al espectador. Culpa y angustia parecen re­solverse en la «ilusión estética», pero ésta enlaza con una intuición ancestral, con el vislumbra­miento de aquella conciencia oceánica de la que habló Freud. El arte, en cierto modo, formula una promesa utópica, pero trasciende los límites del sujeto para incrustarse en la colectividad. Para Adorno las obras de arte implican en sí mismas una relación entre el interés y la renuncia que alejan la verdad de la interpretación kantiana y freudiana. El arte sería no sólo el pionero de una praxis mejor que la dominante hasta hoy sino también la crítica de la praxis como dominio de la brutalidad, de la autoconservación de lo estable­cido. La fuerza crítica, negativa, de la obra de arte mide el abismo entre praxis y felicidad. Kafka no excita un deseo pasional precisamente, pero la angustia que crean algunas de sus obras dan lugar a una defensa que tiene que ver más con la pasión que con el antiguo desinterés, algo groseramente inadecuado para dar cuenta de sus escritos. La experiencia artística sólo es autónoma cuando re­chaza el paladeo, el goce resuelto como sabor grosero a la manera de esos artículos necios de revistas de moda ilustradas. El hedonismo es falso en un mundo falso: doble distorsión de lo huero. El propio goce artístico enlaza con la paradoja: tanto menos se goza de la obra de arte cuanto más se entiende de ella. El enfrentamiento con la obra de arte estaba antes movido por la admiración. La relación con el arte no era la posesión del mismo; era el observador el que desaparecía casi sin dejar rastro. «Por el contrario -exclama Adorno-, las obras modernas atropellan a cualquiera como lo­comotoras de cine». El ciudadano medio desea un arte voluptuoso y una vida ascética. ¿No será mejor lo contrario? La falsa relación con el arte pudiera ser hermana de la angustia por la propie­dad. En este punto, el desinterés kantiano consti­tuye un momento de lucidez estética. Hume, en un primer momento, no sólo identificó, como an­tes se dijo, la belleza con el placer sino que la redujo a la utilidad del propietario, a su interés. Aquí se está reflejando una cierta identidad entre estética y economía que arrastra una reducción ontológica. Kant, por el contrario, inicia una re­flexión bajo la insistencia de su necesaria separa­ción que Nietzsche no pareció entender en este punto. La promesa de felicidad del arte -caricia ante la angustia, soledad sonora de la culpa- no culmina en la propiedad, aunque tal vez sí en su liberación, al menos en la negativa de su momento alienante, tósigo.

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La novedad artística puede ser el signo estético de una promesa de total plenitud. La fuerza de lo anti­guo empuja hacia lo nuevo, porque lo necesita para realizarse, en cuanto pasado, en cuanto angustia memoriosa. ¿ Serán las señales de descomposición el sello de autenticidad de lo moderno? Ortega habló de la deshumanización del arte como un proceso inevitable de lo moderno. El artista parece escon­derse en la configuración geométrica del mundo circundante que tampoco aleja esa cadena sinuosa de contradicciones y desfallecimientos. El concepto de vanguardia, reservado durante decenios a la es­cuela más progresista de turno, tiene, según Adorno, algo de la comicidad de una juvent�d enve­jecida, pero frente a la autoridad tradicional parece mejor solidarizarnos con las vanguardias, con los ismos, y si pensamos generosamente que toda obra de arte es secularización de la trascendencia, cada una de ellas tendrá parte en la dialéctica de la clarifi­cación racional. ¿No será el arte nuevo tan abs­tracto como lo han llegado a ser las relaciones entre los hombres? ¿No lo será tal vez porque el miedo se hace categoría central de nuestra civilización? Lo moderno no es caduco por avanzar demasiado, al contrario, por no haber ido demasiado adelante, porque sus obras vacilan faltas de consecuencia. El arte radical parece ser hoy arte tenebroso, cuyo color protagonista es el negro que, por su contenido, pudiera ser uno de los impulsos más poderosos de la abstracción, de la muerte, que ha sido, a lo largo de la historia de la creación inspiradora y !imitadora de la experiencia artística. En nuestro tiempo sólo una cursi ingenuidad estética creería posible que la pri­mavera de Baudelaire recuperase sus aromas, su plenitud. La belleza que marchó un día llorando, huyendo de un tiempo menos terrible que el nues­tro, hunde sus raíces en una tierra humeante de libertad, ebria de esperanza por expulsar el miedo, la angustia; desde entonces, la belleza se disfraza con los atuendos de la falsedad y del horror. El imperio hitleriano y toda la ideología burguesa en general nos ha dado -recuerda Adorno- la prueba de ello: cuantas más torturas se administraban en los campos de concentración, más cuidado se tenía de que el tejado estuviese apoyado en columnas clási­cas. Si hiciéramos de la estética una nueva doctrina de la belleza sería posiblemente infecundo, porque el concepto de belleza nace de un conjunto más amplio. La belleza no existe, porque es iluminación, y por ello mismo prohibición de prohibición, una negativa que va más allá de su propio significado, de su negatividad. Si la estética fuera la sistematiza­ción de lo que alguna vez ha sido llamado bello, no habría entonces, en su concepto, ni un sólo instante de vida. La belleza, por fortuna, no puede definirse, aunque por lo mismo no puede renunciarse a su concepto (una estricta antinomia). La formulación de lo bello constituye un momento de equilibrio que es constantemente destruido, pues lo bello no puede retener la identidad para sí y tiene que encarnarse en otras figuras que en el momento del equilibrio ya no se le estaban oponiendo. No existiría nada bello sin

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«Los Hermanos Marx salvan la Ciencia». (Caricatura de la Escuela de Frankfurt. De arriba abajo, Habermas, von Friedeburg, Horkeimer y Adorno). Dibujo de Meysenburg, 1968.

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reflexión, sin meditación histórica; la belleza cruza el tiempo y su llanto sin lágrimas humedece el ca­lendario de los siglos, de las esperas sin llanto. El canto del mirlo tras la lluvia trae consigo la obedien­cia a la maldición que lo aprisiona. La percepción inconsciente tal vez sea la que llegue de veras a la belleza natural y no el canturreo de llamar bellas a las cosas, pero la experiencia estética, además de inconsciencia espontánea, necesita de conciencia, de concentración, de pensamiento. El alma de la estética parece ser contradicción: interiorizar y conceptualizar. ¿ Qué interiorizar? Lo que no existe; algo que puede llegar a convertirse en bello, iluminando desde el interior, desde el fuego del alma. ¿ Qué conceptualizar? La esencial indetermi­nación de lo estético (la estética, al ocuparse de lo que no existe, no puede abandonar el sueño del artista ni el estremecimiento colectivo de la plenitud de su ser instante, pensamiento del instante y de lo eterno).

La estética no puede ser una filosofía aplicada; es filosofía en sí misma. El arte tiene necesidad de la estética para desplegar su propio contenido y lucha contra el concepto como contra el poder, pero para oponerse a ambos necesita del concepto. El dis­curso estético, en consecuencia, está lleno de cica­trices, de problemas irresueltos. La trascendencia artística es su lenguaje hablado o escrito -en el más amplio sentido-, pero un lenguaje con significado velado, equívoco. Cuando el arte no alcanza esta trascendencia cae por debajo de su concepto, per­diendo su propia identidad. La obra de arte que objetiva el estremecimiento constituye, logra al­canzar el vehículo de su sobrevivencia. El lenguaje artístico está constituido por una corriente subte­rránea colectiva y su espíritu no es un concepto (a través de sus obras se hace conmensurable al con­cepto). Cuando la crítica que confirma una obra llega a percibir en ella su espíritu -su totalidad- está acercándose a su verdad. La reflexión tendrá que ver, en consecuencia, proceso e instante en la obra artística. La mera objetivación crea rigidez y en su tensión desaparece la huella del estremecimiento, como se disuelve la figura delicada cuando la angus­tia aprisiona sus miembros y olvida el encanto se­ductor de su anterior cuerpo relajado. La obra de arte objetivada y organizada, desentrañado su se­creto, suena a vacía, ajena a sí misma, en donde proceso e instante son tan sólo recursos formales. El arte auténtico conoce la expresión de lo que no tiene expresión, el llanto al que faltan las lágrimas. De ahí que para Adorno la estética no haya de en­tender las obras de arte como objetos hermenéuti­cos, sin embargo, a pesar de que hay un momento del pensamiento estético que se rebela contra la interpretación, el juicio estético arrastra consigo una tendencia a la misma. ¿Entender la obra no se parece a volver a crearla? No como el artista, no copiándola, sino adentrándose en ella como otra creación: la de su propio descubrimiento. ¿ Qué es lo que habría que entender? En el estado actual tal vez la imposibilidad de ser entendidas. El arte es heren-

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cia,juego, y sobre todo, enigma. Este ha de perma­necer, no hay que disolverlo; en caso contrario lo artístico desaparece en la trivialización, descen­diendo a la mentira, a la futilidad, perdiendo su llamada lejana, originante, apasionada, indescifra­ble. ¿Sería la tarea estética descifrar sólo la configu­ración del enigma? «Sólo comprenderá la música -dice Adorno- quien la escuche con la lejanía dequien no la entiende y con el conocimiento de ellaque Sigfrido tenía del lenguaje de los pájaros». Lacomprensión de la obra artística no tiene por quéhacer desaparecer su carácter enigmático, siendoalgo que pertenece, que es obra de la imaginación-un acto imaginativo que muestre la insolubilidaddel enigma-. ¿Desde dónde puede aparecer? Sola­mente en el distanciamiento, y en estética compren­der es distanciar, tomar perspectiva. El contenidode verdad de las obras artísticas no es lo que signifi­can; su verdad es lo que decide sobre _si la obra esverdadera o falsa. Aquí parece intervenir la inter­pretación filosófica y la semejanza entre su verdad yla artística. La tensión hacia la verdad hace que lagenuina experiencia estética haya de convertirse enfilosofía o no sea nada. La sensación exige el con­cepto y el juego estético puede ser serio porque esun haz abierto al horizonte brillante que el pensa­miento ilumina. La búsqueda de la verdad artísticaparece ser inevitable arrojarse al esfuerzo intelec­tual que cuelga del acto filosófico, pero no a unapositivización. Adorno piensa la posibilidad de laconvergencia entre filosofía y arte en la búsqueda deesa universalidad que posee el arte específico comolenguaje sui generis. Una universalidad, como lafilosófica, que es colectiva, cuyo signo fue en otrotiempo el sujeto trascendental y cuyo significadoestá relacionado con lo colectivo; algo que escapaal yo en la imagen estética y que deja ver que lasociedad es inmanente a su contenido de verdad;lo manifestado -por lo que la obra de arte se elevadecisivamente sobre el mero sujeto- será la eclo­sión violenta de su esencia colectiva. Un rasgopara comprender que si las obras de arte no sonconceptuales ni judicativas son, sin embargo, ló­gicas. Nada hay en el arte -aún en el más sublime,advierte Adorno- que no proceda del mundo ynada tampoco que no haya sido transfigurado, porlo que las categorías estéticas se determinan todasellas por su relación con el mundo y por su sepa­ración del mismo. El arte autónomo sería un trozode inmortalidad, de utopía y de hybris en una solapieza. La identidad de una obra de arte no puedesepararse de la facultad de juicio, de la cuestión sies buena o es mala, aunque estos términos sevuelvan contra sí mismos, por la propia torpeza,íntima torpeza que arrastran. El concepto de unaobra de arte «mala», al fracasar en su constitucióninmanente, está fallando en su concepto mismo yse hunde en un nivel inferior que el del a priori delarte. De ahí -advierte Adorno- que deban descar­tarse en arte los juicios de valor relativos, losllamamientos a la equidad, ni el dejar pasar lo quesólo se ha llevado a medias, ni todas las excusas

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del sentido común, incluidas las humanitarias, porque la falta de rigor supondría la disolución de su exigencia de verdad. Ahora bien: ¿cuándo estar seguros del rigor de nuestra condena?, ¿cuándo estar seguro de la certeza de nuestro juicio esté­tico?

La reflexión estética tendría que llevar los con­ceptos a su interior; conceptos que tienen que estar llenos de vida, de intuición, forjados por la propia experiencia estética. La reflexión estética exige el concepto y el recuerdo de su cicatriz endurecida, porque el trabajo de la inspiración no es aséptico. Una estética valorativamente neutral sería un con­trasentido, porque entender la obra artística quiere decir interiorizar sus contrarios, lo que requiere una crítica estética que paradójicamente presupone la puesta en duda de sus principios y normas genera­les: su obligación de universalidad no legitima la doctrina de los invariantes estéticos. La estética debería cumplir con su exigencia de ser reflexión sobre la obra artística, pero sin que ésta ablande el decidido carácter teórico de su reflexión; aspira a convertirse en teoría investigando el movimiento del concepto que se esconde en las categorías tradi­cionales; se dirige hacia una universalidad concreta, pero el análisis no llega a ser todavía estética; eleva a consecuencia y autoconciencia lo que en las obras singulares está mezclado, sin consecuencia, de forma insuficiente (la objetividad estética no es in­mediata, exigiendo la búsqueda de las condiciones y las mediaciones de la objetividad artística, algo que viene determinado por su componente espiritual). La conducta estética implica la capacidad de perci­bir en las cosas un más de lo que son. El estremeci­miento podría tal vez constituirse como mediación estética que hermana eros y conocimiento; como eros pide la luz amorosa de la sensibilidad que tam­bién es claroscuro de dolor; como conocimiento exige la rigurosidad, el trabajo de la reflexión. Esta paradoja -que esconde complejos problemas exis­tenciales y epistemológicos- tal vez explique el ca­rácter anticuado del concepto de estética. Un sen­timiento que no existe tan sólo en la praxis artística o en la indiferencia pública respecto de la teoríaestética, porque también en los círculos académicosdecrecen sorprendentemente, desde hace décadas,las publicaciones importante·s en esta materia.Adorno confiesa que la situación es descorazona­dora. La estética filosófica se encuentra ante unafatal alternativa: la universalidad necia y trivial o losjuicios arbitrarios procedentes de fantasías conven­cionales. El miedo institucionalizado de la cienciaante lo inseguro y discutible contribuye al desinte­rés estético. La contemplación, por otra parte, hallegado a ser sospechosa. La estética sólo fue fe­cunda -subraya- cuando conservó bien clara su dis­tancia de lo empírico y penetró en unos terrenosbien distintos al suyo, o cuando, aproximándose deltodo a las obras, las juzgó desde la interioridad de suproceso de producción, c01;no sería el caso del tes­timonio disperso de algunos artistas aislados. A lasdificultades objetivas de la estética hay que añadir,

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Los Cuadernos del Pensamiento

en lo subjetivo, cierta repulsa general: son muchos los que la creen superflua. Pero se trata de una opinión que hace suya ese prejuicio de que el arte ha de ser exclusivamente intuitivo, cuando, por el con­trario, está lleno de concepto. Hay un estricto rigor en la obra de arte y sólo la estética filosófica podría determinar su relación con la lógica no estética e incluso con la causalidad misma. La reflexión de Mozart penetraba el tratamiento de sus materiales y no era una mera reflexión abstracta. Las relaciones geométricas de los cuadros de Rafael evidencian que su obra está llena de reflexión. ¿No es, acaso, el arte sin reflexión una fantasía anacrónica en una edad reflexiva? Las investigaciones teóricas, los resultados científicos se han amalgamado siempre con el arte, sirviéndole a menudo de horizonte van­guardista, sin que los grandes artistas -dice Adorno- se asustaran por ello.

La estética filosófica profetizó, desde la atalaya hegeliana, el fin del arte, pero lo olvidó después. El arte también experimenta esta contradicción, por­que ya no puede ser lo que en otro tiempo fue; muere y resucita en algo bien diferente. La conciencia artística tiene que desconfiar con razón de esas re­flexiones que aparentan pisar terreno firme. ¿Ha existido alguna vez ese terreno firme más allá de la ideología y de los departamentos de arte? El tema de la posibilidad misma del arte se ha hecho tan dramá­ticamente actual que el arte mismo se refugia en su propia negación. Arte y felicidad son sospechosos de infantilismo; el primero se revuelve contra sí mismo y contra esa vanidosa suposición que cree poder darle desde fuera conciencia de sí mismo; la segunda expresa en demasía la estulticia de una conciencia cosificada, adhiriéndose a esa imagen del cantante de moda que vocifera los tópicos de turno o a las parejas famosas que se besan en las revistas ilustradas. La estética, mientras tanto, trota pesadamente con sus conceptos tras esa situa­ción del arte en donde todo es posible. Y si ninguna teoría, ni siquiera la estética, puede sustraerse a la universalidad, pudiera esto colocar a la estética en la pendiente de tomar partido por los factores inva­riables que el arte moderno ataca sin tregua. Esta propensión -dice Adorno- se origina en la ma­nía,propia de las ciencias del espíritu, de reducir lo nuevo a lo que siempre ha sido igual, de reducir, por ejemplo, el surrealismo al manierismo, olvidando que la historia es el índice de verdad de los valores artísticos. De ahí que todo lo que se instaura como norma estética eterna será, sin embargo, perece­dero como algo que ha llegado a ser. La exigencia de perennidad está envejecida como los a priori estéti­cos, pero la verdad de una obra de arte necesita de la filosofía, por lo que la estética actual debería confi­gurarse en la disolución razonada de las categorías estéticas al uso, y aunque hoy no esté de moda la estética filosófica, los artistas más avanzados sien­ten mucho más su necesidad. Si de acuerdo con Hegel pasó el tiempo del arte ingenuo, tiene, enton­ces, la reflexión que introducirse en el arte; tiene que ejercitarse de forma que ya no le sea algo exte-

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rior y extraño. ¿No debería consistir en esto la esté­tica actual?

El pasado estético kantiano arrastra una culpabi­lidad al apoyarse en el juicio subjetivo de gusto, separando con ello, en cierto modo, al arte de su exigencia de verdad. ¿No es, acaso, íntima la preca­riedad estética? Ni desde arriba, ni desde abajo puede ser construida; ni a partir de conceptos, ni a partir de una experiencia conceptual. Y en la me­dida que no puede seguir siendo un conjunto de normas extraestéticas ni tampoco una desangelada clarificación de lo que existe, ha de tener, según Adorno, una estructura dialéctica. ¿Qué significa esta categoría? El método dialéctico sería aquel que no se satisface con la división entre deducción e inducción, una división que domina todo pensa­miento cosificado. Cierto, pero decir «método dia­léctico» es hoy casi no decir nada; también -parece­se ha convertido en otra invariante. La dialéctica no parece ser otra cosa -cuando no es un pensamiento igualmente cosificado- que el intento reflexivo de acoger lúcidamente la razón histórica y la razón presente con su larga cadena de condicionantes. Parece correcto pensar que nadie puede estar a la altura de una sinfonía de Beethoven si no entiende los llamados procesos puramente musicales, pero tampoco si no percibe en ella el eco de la Revolución Francesa. Está también la llamada de la intimidad, el enigma hecho interior que palpita por convertirse en pensamiento. No basta la experiencia; hay que buscar un aparato conceptual que explique, que comprenda. Una obra de arte está preguntando cómo es posible algo singular bajo el dominio de lo universal. Pero la reflexión estética no puede dedi­carse a la vana empresa de encontrar la esencia originaria del arte, sino que ha de reflexionar sobre sus manifestaciones en las constelaciones históri­cas. El arte espera ser explicado. Una explicación que se realizaría, según Adorno, metódicamente mediante la confrontación de las categorías y rasgos históricos de la teoría estética con la expresión artís­tica. No hay que olvidar -advierte- que la estética carece de la continuidad del pensamiento científico, por lo que tendríamos que renunciar a la ilusión erudita de que el teórico de la estética hereda los problemas de otros y sólo tiene que continuar traba­jando sobre ellos. La estética, para ser algo más que charlatanería, tendría también que sacrificar esa se­guridad que han conseguido las ciencias. No puede juzgar el arte desde arriba ni desde fuera, porque ha de ayudar a convertir en conciencia teórica sus ten­dencias inmanentes. Esta exigencia -una concien­cia conceptual e histórica- sólo podrá esperar una pequeña parte de todo lo que la estética general engañosamente pretendía. El pensamiento sensible intenta crear un horizonte luminoso -como esos otros amaneceres que la imaginación levanta en los lugares recreados por la angustia y el do-lor- que hermana eros y conocimiento,

Qprohibiendo a la huidiza belleza cualquier clase de prohibición.