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1 EL OJO DEL ETNÓGRAFO Una indagación sobre antropología colombiana Cristóbal Gnecco Herinaldy Gómez Departamento de Antropología Universidad del Cauca

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EL OJO DEL ETNÓGRAFO Una indagación sobre antropología colombiana Autores : Cristóbal Gnecco Herinaldy Gómez Departamento de Antropología Universidad del Cauca

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EL OJO DEL ETNÓGRAFO Una indagación sobre antropología

colombiana

Cristóbal Gnecco Herinaldy Gómez

Departamento de Antropología Universidad del Cauca

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CONTENIDO

Página

Introducción 3 Sobre el etnocentrismo (logocéntrico) 5 Senderos que se bifurcan 12

Etnografía sitiada: desplazamiento del lugar de enunciación 25 La retracción de la etnografía 34

Otras miradas: lo jurídico deambulando por la cultura y la política 39 Los caminos de la etnografía 54 Espacios dialógicos en la esfera pública 62

Agradecimientos 71 Referencias 71

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Introducción

Las décadas de 1970 y 1980 fueron convulsionadas en la casa de la antropología.

La agitación fue provocada por la sindicación de complicidad con el colonialismo que levantó contra la disciplina el poeta Aimé Césaire (1955) años antes. Hubo

varias respuestas a la sindicación, desde la expiación de la academia francesa mediante sonoros e inútiles golpes de pecho hasta la salida sofisticada y desactivadora de la hermenéutica humanista, pasando por la militancia anti-

colonial aliada de los movimientos indígenas y por la discusión sobre textos y autoridad. Esta última, fundamentalmente norteamericana, fue patéticamente

postmoderna: pretendió deshacerse del colonialismo localizándolo en el texto. Si la actitud colonial (la autoridad del etnógrafo, el control narrativo, el uso de informantes, la invisibilización de las voces nativas) podía ser eliminada de los

textos (a través de la polifonía, los textos con coautor, las citas con nombre, tiempo y lugar) entonces la disciplina podría hacer de la culpa un lugar

anecdótico, una equivocación textual. El monumento más visible de esa postura es el libro que editaron James Clifford y George Marcus (1986). El textualismo —la reducción a los textos del poder antropológico y de otro tipo— fue duramente

criticado por Gupta y Ferguson (2008:248): …el poder no entra en el escenario antropológico tan sólo en el momento de la representación pues la distinción cultural que el antropólogo trata de representar ha sido ya creada, existe desde siempre, en un campo de relaciones de poder. Así, se nos plantea una política de la otredad que no es reducible a las políticas de la representación… al cambiar la forma en que pensamos las relaciones entre cultura, poder y espacio se nos abre la posibilidad de cambiar mucho más que nuestros textos.

Sin embargo, el debate sobre los textos antropológicos (que es, en el fondo, el debate sobre la representación) y sobre la autoridad etnográfica amplió el significado de la etnografía desde su concepción fundacional como método hasta

su consideración adicional como texto y tuvo dos implicaciones fundamentales: (a) puso en cuestión la hegemonía excluyente de la práctica disciplinaria basada

en el totalitarismo del método y de las narrativas expertas; y (b) mostró que la etnografía no es una intermediaria neutra en el proceso de conocimiento sino un agente activo en la creación de significaciones y sentidos de “realidad.”

En este trabajo examinamos la etnografía colombiana sobre indígenas desde su perspectiva como método y como texto-traducción de las experiencias

interculturales —un tipo particular de expectativas sociales disímiles o afines, manifiestas o subyacentes, que se produce entre etnógrafo y comunidad (como sujeto/objeto investigado o como sujeto activo en el proceso de investigación). La

etnografía no se limita a elaborar textos sino que también actúa con, desde, por o sobre las sociedades investigadas, tanto así que éstas devienen, muchas veces,

participantes activos en la investigación; de hecho, algunos antropólogos arguyen que los textos son el lugar menos relevante de la intervención etnográfica y que es más básico (más político, más democrático, más pluralista) el trabajo sobre las

significaciones culturales al lado de la gente (la etnografía como práctica) que la puesta en palabras o imágenes de esa experiencia (la etnografía como texto).

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Este punto de vista no hace parte de los orígenes de la etnografía ni es extendido;

marca, más bien, una característica de la práctica antropológica, sobre todo en algunos países no metropolitanos, como Colombia, en los cuales las disciplinas

sociales han mantenido lazos orgánicos con los saberes, movimientos y reivindicaciones sociales, especialmente étnicos, cuestionando el canon científico positivo que buscó separar política de saber.1 Sin embargo, buena parte de las

experiencias etnográficas transita por el camino del texto (generalmente escrito) debido a razones relacionadas con la constitución de la disciplina y la comunidad

académica y con el poder otorgado a la escritura en el contexto de la interacción política (que contrasta con la escasa reflexión intercultural y epistemológica) entre grupos étnicos, sociedades nacionales y Estados.

Para abordar esta discusión exploraremos cuatro asertos: (a) la etnografía es una articulación “racional” (es decir, objetiva, medible y no emocional) de las

diferencias culturales por un observador externo pero no toma en consideración las prácticas, valores y racionalización discursiva del observador interno; (b) la práctica etnográfica transmuta, usualmente, diferencias en valores; (c) el dilema

etnográfico no radica tanto en la percepción de la diferencia, algo que la práctica disciplinaria se ha esforzado por realizar de manera eficiente, como en pensar con

o desde ella; y (d) en los contextos coloniales ocurren interacciones de variada índole e intensidad entre colonizadores y colonizados. El primero de esos asertos es una observación sobre el etno(euro)centrismo, el segundo sobre la axiología,

el tercero sobre la (im)posibilidad etnográfica y el cuarto sobre las relaciones interculturales en el colonialismo.

El contexto en el cual se enmarca nuestro análisis está signado por cinco aspectos que han influido los contenidos y orientaciones de las narrativas etnográficas y sus criterios de autoridad: (a) los procesos de etnización-

indigenización y empoderamiento político de las comunidades nativas; (b) la reflexión meta-disciplinaria, que incluye la adopción (no generalizada pero sí

popularizada) de una plataforma anti-esencialista en la práctica de la antropología y un cuestionamiento del estatuto epistemológico de la disciplina centrado en la desconstrucción de su escritura y en el análisis de la retórica antropológica; (c) el

contexto del conflicto armado y la manera como los etnógrafos han reaccionado ante él;2 (d) la formación de los otros étnicos como antropólogos y el desarrollo de

1 Aunque algunos textos seminales de la academia metropolitana (Fox, ed., 1991; Gupta y Ferguson, eds., 1997) cuestionaron el énfasis textual de la etnografía la diferencia señalada por Roberto Cardoso de Oliveira (1998:39-43) entre antropologías periféricas y centrales sigue siendo válida: mientras las primeras están comprometidas con la construcción de sociedades incluyentes y con preocupaciones locales las segundas están preocupadas, sobre todo, por asuntos disciplinarios y por pretensiones universales. 2 El conflicto armado ha limitado la operación de los antropólogos en algunas regiones del país; esa es una de las razones (la otra la exploraremos más adelante) que explica que el trabajo antropológico se haya orientado, de manera creciente, al estudio de las poblaciones urbanas (no en vano el setenta por ciento de la población colombiana vive en las ciudades). Sin embargo, el conflicto armado amenaza a los antropólogos, incluso en las áreas urbanas. La víctima más emblemática de esa amenaza fue Hernán Henao, un partidario del diálogo local y regional a gran escala para resolver conflictos en Medellín y

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las auto-etnografías que han impactado el método y la forma de elaborar textos; y

(e) la eclosión global de la retórica multicultural, cristalizada en el país en la Constitución de 1991 y en sus ordenamientos legales.

El texto está formado por varias partes. En la primera discutimos sobre etnocentrismo y sobre el papel de la antropología en la administración de los discursos (que también son prácticas) sobre los indígenas; allí bosquejamos el

contexto en el cual se realizó la institucionalización de la disciplina y sus contornos iniciales. Después caracterizamos las dos posturas principales que

adoptó la etnografía colombiana a partir de la década de 1960 —culturalismo relativista y etnografía política— y su influencia duradera hasta ahora. Los acontecimientos de las décadas de 1980 y 1990 son el objeto de las dos partes

siguientes: el surgimiento de voces etnográficas indígenas, que llamamos auto-etnografías, y el re-posicionamiento de la indagación académica. Ambos fueron

resultado del multiculturalismo, una retórica política global en la que confluyen los intereses y expectativas de los movimientos sociales y del capitalismo post-nacional. En Colombia cinco siglos de esencialismo sobre la cuestión indígena

fueron cerrados, en la década de 1990, con una oleada constructivista que recorrió con fuerza las disciplinas sociales, especialmente la antropología. La

movilización esencialista en las luchas étnicas contrasta con la agenda constructivista que adoptó la disciplina en los últimos años y que la llevó a desencializar lo que antes esencializó con tanto ahínco. La siguiente parte perfila

los elementos de la relación que surge de añadir lo legal a la cultura y a la política, los tropos centrales de la etnografía colombiana hasta la consagración

constitucional de derechos étnicos. La última parte recopila los argumentos del texto y los sitúa en la coyuntura social y política actual, especialmente en lo que tiene que ver con propuestas que buscan superar la violencia epistémica que

caracterizó la academia moderna y que no ha sido superada en el mundo multicultural; más bien, en éste ha tomado nuevos perfiles, algunos de ellos más

pronunciados que durante la modernidad porque ahora son estimulados desde políticas públicas que promueven la diversidad en vez de condenarla. Esta no es una contradicción sino una característica de los Estados que han adoptado el

multiculturalismo como forma de organizar la sociedad. Una academia comprometida con la superación de la violencia epistémica busca otros caminos,

justamente aquellos que exploramos en el cierre del texto. Sobre el etnocentrismo (logocéntrico)

La historia de Occidente está signada por la dominación cultural de pueblos

distintos. En contra de la visión de los académicos de Atlántico norte que consideran el colonialismo como residual a la modernidad —un producto indeseado, para algunos, o abiertamente deseado, para otros— algunos

escritores latinoamericanos (Quijano 1990; Dussel 1994) han propuesto que modernidad y colonialismo se han co-producido mutuamente. Los discursos

colonialistas están atravesados por un proyecto moralizante que supone que (a) la

sus alrededores suburbanos rurales; Henao fue baleado por paramilitares en su oficina de la Universidad de Antioquia el 4 de mayo de 1999.

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civilización moderna es superior; (b) esta superioridad supone un imperativo

moral: civi lizar, modernizar, desarrollar a los primitivos, salvajes, bárbaros, sub-desarrollados, tercer-mundistas; y (c) si este empeño moral encuentra oposición o

se concibe como imposible el uso de la violencia resulta legítimo y el victimario se resignifica en víctima y el sufrimiento de los otros aparece como inevitable. Una de las características más insidiosas de la co-producción entre modernidad y

colonialismo ha sido la violencia epistémica que ha permitido que una visión del mundo se imponga sobre las demás. Esta violencia está ejemplificada por la

arrogancia de la antropología, descrita por Leclerq (1973:36-37), y que dibuja los perfiles del etnocentrismo Occidental:

Sólo la teoría antropológica es un saber del contenido racional de... las culturas no occidentales... En un sentido estricto sólo es “racional” la teoría antropológica de la cultura primitiva y no la cultura primitiva misma. La racionalidad de esta última no es sino una racionalidad conferida y nunca por sí.

Fabian (1983:51-52) expresó una argumentación similar refiriéndose al carácter temporal de la antropología:

La verdad y la conciencia conciente están alineadas aquí con el conocedor, el antropólogo... la sumisión a los poderes de la inconciencia está en el lado del Otro. No es sorpresivo que la noción teórica de un inconciente cultural y la prescripción metodológica que va con ella se conviertan fácilmente en esquemas para influenciar, controlar y dirigir a los Otros; la antropología del Tiempo se convierte en una política del Tiempo... La presunción axiomática de que mucho de la cultura es inaccesible a la conciencia del “miembro promedio” es ya expresiva de una praxis política en la que el verdadero conocimiento sobre el funcionamiento de la sociedad es el privilegio de una elite.

El etnocentrismo pertenece al núcleo más duro de las configuraciones simbólicas,

especialmente cuando se trata del enfrentamiento de culturas que se saben distintas y que buscan imponer su idea del mundo.3 El etnocentrismo no es impermeable, sin embargo; puede ser entendido desde los discursos sobre la

cultura. Tzvetan Todorov (1987:195) propuso tres ejes para situar esos discursos: el eje axiológico, constituido por los juicios de valor; el praxiológico, por las

acciones; y el epistémico, por el conocimiento. Aunque los tres están interrelacionados no son interdependientes (por ejemplo, puede haber valoración sin que esté acompañada de propuestas de intervención o acciones que no

descansan en el conocimiento). Sin embargo, cierta interdependencia apareció con la modernidad en el siglo XIX: los discursos expertos surgieron para proveer

el conocimiento necesario para valorar y actuar sobre la diferencia cultural, concebida bajo criterios de salvajismo, inferioridad y atraso. Aunque puede decirse que la praxiología es siempre constitutiva de la etnografía —su 3 Las teorías sobre la diversidad cultural son etnocentristas, independientemente del lugar

desde donde se enuncien. Sin embargo, como señaló Clastres (1978:16) “una diferencia considerable separa el etnocentrismo occidental de su homólogo „primitivo:‟ el salvaje de cualquier tribu americana o australiana estima a su cultura superior a las demás, sin preocuparse por mantener un discurso científico sobre ellas, mientras que la etnología pretende situarse de inmediato en la esfera de la universalidad.” Por eso este apartado está referido al etnocentrismo Occidental, no al de los indígenas.

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construcción discursiva está acompañada de algún horizonte político— las

intervenciones emprendidas para tratar con la cultura (sobre todo con la cultura de los otros) se vuelven explícitas y parte de proyectos políticos más amplios a partir

de su conocimiento; en esos casos el horizonte praxiológico y el epistémico se unen o se requieren mutuamente. En cambio, la valoración (por lo menos hasta el siglo XIX) se desenvolvió en un campo más autónomo. La valoración colonial

sobre el otro fue parte del carácter moral del proyecto civilizador y, por tanto, maniquea. Cuando la retórica de la ciencia invadió el discurso sobre la identidad

en el siglo XIX la valoración se concibió neutra, convirtiéndose en “observación objetiva.” Este fenómeno se intensificó con la institucionalización de la disciplina que terminó con la valoración discursiva a través de la censura académica; la

pretensión fue convertirla en un aparato exclusivamente epistémico que se refugió en la “distancia antropológica,” menos geográfica que retórica, un cómodo lugar

de observación (neutro, distinto y distante) desde el cual los antropólogos podían ver (y registrar) el espectáculo intersocial, pretendiendo no tomar partido (aun cuando esa distancia nutriese un indigenismo romántico y segregacionista). Así

se establecieron los cánones de una retórica no adjetiva que no sólo consideraba débil cualquier intención valorativa sino un peligro inminente contra la neutralidad

científica. Para cumplir su función distanciada y objetiva se refugió en un universo aséptico del cual fue desterrada, supuestamente, la valoración.

Los primeros etnógrafos colombianos reprodujeron las enseñanzas de sus

maestros europeos, menos interesados en aceitar el funcionamiento de la máquina colonial tanto como en la celeridad de un conocimiento sobre pueblos al

margen de la extinción y en el exotismo de su cultura. La institucionalización disciplinaria hecha por Paul Rivet en 1941 estableció un canon alejado, objetivo y aséptico. Su plataforma analítica, expresada en una corta declaración de

principios publicada apenas llegó a Colombia y que no deja duda sobre sus pretensiones, reboza de un humanismo tan abstracto y amplió que alcanzó para

cobijar a los indígenas, esos sujetos que pronto verían sus territorios invadidos por los nuevos cruzados, los antropólogos:

[Los etnólogos tienen] el derecho y el deber de hacer acordar… la parte que corresponde al indio en la economía moderna de los pueblos civilizados. El sentimiento de la gran solidaridad humana necesita más que nunca ser exaltado y fortalecido. Todo hombre debe comprender y saber que, bajo todas las latitudes, bajo todas las longitudes, otros seres, sus hermanos, cualquiera que sea el color de su piel o la forma de sus cabellos, han contribuido a hacer su vida más dulce o más fácil (Rivet 1942:5).

El humanismo del texto está acompañado de un afán por conocer sin propósito distinto de ampliar el registro de la experiencia humana. La aparición explícita y

dura del horizonte epistémico en el manifiesto de Rive t eliminó cualquier posibilidad de que asomara lo axiológico y, mucho menos, lo praxiológico. La etnografía colombiana, recién estrenada, recibió el bautizo en las aguas de un

saber abstracto y humanista; por eso no es de extrañar que la mirada objetiva dominara sus primeros años, haciendo eco de la separación positivista entre

pensamiento y acción, explicación y emoción, comprensión y participación, en fin,

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entre el horizonte epistémico y el praxiológico. Alicia Dussán (1965:13) lo expresó

así: Es pues necesario distinguir, claramente, entre las funciones del etnólogo y las del antropólogo de acción. Seguramente ningún etnólogo que haya convivido con una tribu y que haya sido testigo de toda la tragedia de la desintegración de su cultura puede escapar del vehemente deseo de protegerlos y ayudarlos. Pero el etnólogo debe saber sus propios límites; debe saber que la mejor ayuda que puede prestar al indígena consiste en estudiar, escribir y analizar con objetividad su cultura, dando así a la Antropología Aplicada una base concreta sobre la que se fundamenten y orienten los planes de desarrollo.

El programa de Dussán, que navegó entre objetividad y paternalismo,4 reivindicó el conocimiento cultural y anuló el compromiso social al separar el investigador del activista. Esa agenda no fue invento suyo; fue producto de la lógica positivista

que consagró la retracción de la historia desde finales del siglo XIX y separó el saber del poder. El antropólogo debía conocer pero no actuar, debía comprender

pero no participar en consecuencia con esa comprensión.5 Este programa explica por qué el etnocentrismo no fue un problema que mereciera ser discutido en la antropología colombiana.6 El etnocentrismo “mediatiza toda percepción de las

diferencias para identificarlas y, finalmente, abolirlas” (Clastres 1978:16) desde una plataforma axiológica, la Occidental, que hace del otro un sujeto lejano en el

tiempo y el espacio (un habitante de la naturaleza), aunque este último es un espacio temporal; es decir, el lugar no es un lugar sino un tiempo (la naturaleza temporalizada). Mignolo (1995:xi) argumentó que la colonización y la modernidad

establecieron la complicidad entre el reemplazo del otro en el espacio por el otro en el tiempo y la articulación de las diferencias culturales en jerarquías

cronológicas. Fabian (1983) llamó a este fenómeno simultáneo de desespacialización y temporalización, que estableció la lógica fundante del orden colonial, negación de la coetaneidad. Por eso uno de los requerimientos

esenciales de la modernidad fue la existencia de una cronopolítica. Para que el otro (lejano en tiempo y espacio) pudiese ser “atraído” al tiempo moderno (el lugar

de la cultura) hubo que universalizar la historia. Para que el otro fuese atraído primero se necesitó su localización en un tiempo-lugar lejano: de esta manera la distancia aparece como un pre-requisito del proyecto civi lizador; sin ella ese 4 ¿Puede ser objetiva la protección del padre?; ¿puede ser objetiva la antropología aplicada, responsable política de la aplicación “fluida y no traumática” de los planes estatales de modernización? 5 La censura ejercida por la asepsia científica parece haber sido extendida. Reichel-Dolmatoff (1985:15), por ejemplo, narró que el segundo tomo de su monografía sobre los Kogi no tuvo la suerte de ser publicado por el Instituto Etnológico Nacional; el tomo fue “rechazado por mis superiores [porque] parece que algunas actitudes de los Kogi habían ofendido las sensibilidades inexcrutables de la autoridad.” 6 La antropología ha sido consciente de la limitación etnocéntrica, que Paul Feyerabend (1985:87) llamó visión "ptolomeica de la etnología," desde sus inicios. El relativismo cultural, una de las piedras angulares de la formación disciplinaria, puede considerarse un intento de superar el etnocentrismo. Pero, ¿es realmente una limitación lo que nació como un imperativo ideológico? El relativismo cultural volvió paradójico que el etnocentrismo sea una vieja marca de la antropología y siga siendo su pecado original, no superado.

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proyecto no existiría. El discurso espacio-temporal usado por occidente para

localizar el espacio-tiempo de la alteridad es un discurso distanciado que ha producido tiempos y espacios marginados de, y colonizados por, el tiempo y el

espacio occidentales. Este discurso ha tipologizado temporalidad y espacialidad con categorías políticas más que disciplinarias (como salvaje, primitivo, tribal, mítico). La constitución del otro como sujeto moral necesita un cronotopo porque

su atracción es esencial en la moral civi lizadora: el distanciamiento es una estrategia discursiva básica en la construcción de la alteridad, de un "otro"

localizado en “otro” tiempo” y otro espacio que debe ser atraído a nuestro tiempo y lugar, aquellos de la civilización (cf. Fabian 1983); sin embargo, el tiempo del otro es un tiempo detenido, un no-tiempo en el cual no ocurren los eventos que la

moral Occidental asocia con el cambio, el progreso y el desarrollo. El tiempo del otro es natural, ajeno al tiempo trasformado por la cultura. El tiempo natural de la

alteridad debe ser conquistado y dinamizado; el tiempo de la cultura civiliza el tiempo del otro. Así, la narrativa maestra en esta historia es una y simple: la alteridad étnica es distinta de la mismidad porque está en otra parte y, sobre todo,

en otra época (estática y que debe ser atraída a la nuestra, dinámica y activa). El tiempo y el espacio (temporalizado) devinieron categorías básicas en la

racionalización de las diferencias culturales. Objetivamente no hay imagen viva del pasado remoto; no es el tiempo y el espacio sino la idea cultural occidental (evolutiva) de tiempo y espacio la que genera esta visión.

¿Cómo evitar una valoración que define la historia colonial de la etnografía? La dominación colonial, tanto imperial como interna, constituyó las

diferencias al usar los referentes culturales de Occidente como un marco universal de moral y valoración. El etnocentrismo es un canon de lo decible y lo indecible, un lugar de enunciación caracterizado por la adhesión (acrítica) a la

cultura a la cual se pertenece y la correspondiente infravaloración cultural de lo distinto, distante o ajeno o de todo aquello que no hace parte de la mismidad. En

la narrativa etnocéntrica la cultura dominante se vuelve sinónima de lo habitual, de lo normal, de lo real-verdadero y establece el asiento del poder y de la moral. El etnocentrismo logocéntrico tiene particularidades adicionales: mimetizó la

distancia (in-comprensión) cultural con la objetividad, con el totalitarismo del método y con el lugar de enunciación reproducidos con las oposiciones entre

investigador e investigado y sus correlatos de observador y observado, sujeto y objeto, etnógrafo e informante, traductor y traducido, experto en la cultura del otro y “víctima” de la cultura de sí mismo. Este etnocentrismo vivió sus mejores días de

la mano de una visión positivista de la cultura edificada sobre criterios de objetividad, universalidad y exterioridad que pretendió que la dilucidación

consciente de las reglas culturales era tarea del observador experto mientras la cultura, lo no consciente, se producía y pertenecía al sujeto (¿objeto?) estudiado: "El sentido real de la cultura no [puede] ser percibido por los miembros de la

sociedad sino solamente por el observador extranjero, en virtud de la función totalizante de la visión exterior que no pertenece al sistema a estudiar” (Leclercq

1973:201). El discurso antropológico se produjo con una visión positivista y colonial: apareció como el único capaz de dar cuenta legítima de la “cultura” de los otros —reificada, fetichizada y esencializada en las narrativas etnográficas.

Así la disciplina asumió la representación de sujetos que jamás pidieron ser

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representados; asumió, con arrogancia y desdén, que los otros, como dijo Said

que dijo Marx, eran incapaces de representarse a sí mismos. A diferencia de otros países de la región, sobre todo México, el inicio

institucional de la antropología colombiana no está signado por la militancia indigenista —con una clara intervención en la configuración de los Estados-nación, como el título de la obra más programática del mexicano Manuel Gamio 7

(1960) deja ver— sino por el proyecto distanciado, objetivo y anti-praxiológico de Paul Rivet y sus alumnos. La antropología institucional hasta mediados de la

década de 1960 no fue indigenista sino naturalista y positivista. El indigenismo fue una postura minoritaria practicada por Hernández de Alba y por otros académicos no antropólogos, como Antonio García y Juan Friede; su impronta, sin embargo,

fue notoria en el trabajo institucional de los antropólogos egresados de los centros de formación —inicalmente el Instituto Etnológico Nacional y, después, tres

universidades públicas y una privada en Bogotá, Medellín y Popayán— hasta el mismo fin de la retórica nacional en 1991. El indigenismo se alejó de la neutralidad valorativa condenando el salvajismo de los indígenas y poniendo su

arsenal analítico al servicio de su civilización. Durante el segundo gobierno del liberal Alfonso López la Ley del 31 de diciembre de 1943 autorizó la adhesión de

Colombia a la convención que creó el Instituto Indigenista Interamericano;8 este hecho se protocolizó con el Decreto 1322 de mayo de 1944. Para el pensamiento liberal el mejoramiento de la vida indígena pasaba por su desaparición y su

asimilación en el río de la nación. Esta intención fue señalada por el Decreto 1634 de 1960 que creó la División de Asuntos Indígenas del Ministerio de Gobierno y

estableció que una de las sus funciones era "estudiar las sociedades indígenas estables como base para la planeación de los cambios culturales, sociales y económicos que resulten aconsejables con miras al progreso de tales

sociedades." Esta intención está retratada en una carta de Hernández de Alba, su primer jefe: "Finalmente quiero agregar que la política indígena, como la entiende

esta División, lleva en definitiva, y de manera racional y justa, a convertir el indígena, con su propio beneplácito y no con el sistema de imposiciones desgraciadamente tradicionales, en un buen y próspero campesino" (citado por

Gómez 2006). El Decreto 2413 de 1961 creó las Comisiones de Asistencia y Protección Indígena y estableció que una de sus funciones era "obtener

colaboración de Instituciones oficiales y científicas, nacionales y extranjeras, para dar aportes útiles a las campañas de protección y de integración efectiva del indígena a más altos niveles de cultura." El Estado siguió representando a las

comunidades indígenas como parias cuyo abandono por el tren de la historia 7 Para Gamio, como para tantos otros antropólogos la disciplina era, por encima de cualquier otra consideración, un arte del buen gobierno, un piñón importante en la máquina maquiavélica de la modernidad: “Es axiomático que la Antropología, en su verdadero, amplio concepto, debe ser el conocimiento básico para el desempeño del buen gobierno, ya que por medio de ella se conoce a la población, que es la materia prima con que se gobierna y para quien se gobierna. Por medio de la Antropología se caracterizan la naturaleza abstracta y la física de los hombres y de los pueblos y se deducen los medios apropiados para facilitarles un desarrollo evolutivo normal” (Gamio 1960:15). 8 El IIA, creado en 1940, surgió como una necesidad de integrar las políticas hemisféricas tendientes a resolver lo que se denominó el “problema” indígena.

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debía ser remediado a través de su asimilación. El mejor ejemplar retórico de esa

intención fue la Ley 31 de 1967 que aprobó el Convenio de Ginebra de 1957 sobre protección e integración de las poblaciones indígenas. La ley estableció que

es "necesario diluir los obstáculos que les impiden participar en el progreso ," "impeler por el desarrollo de estas comunidades en lo social, económico y cultural" y fomentar "las iniciativas individua les." También estableció que "dichas

poblaciones podrán mantener sus propias costumbres e instituciones cuando éstas no sean incompatibles con el ordenamiento jurídico nacional o los objetivos

de los programas de integración," que "se podrá trasladar a las poblaciones si el desarrollo lo exige," que "se deberá hacer una transición progresiva de la lengua vernácula a la oficial" y que "la escuela primaria deberá ayudar con conocimientos

que ayuden a la integración." El Decreto 1634 de 1960 señaló que una de las funciones de la División de Asuntos Indígenas del Ministerio de Gobierno era

“estudiar las sociedades indígenas estables como base para la planeación de los cambios culturales, sociales y económicos que resulten aconsejables, con miras al progreso de tales sociedades”y el Decreto 2117 de 1969 señaló que el Estado

debía asignar "recursos para acelerar el cambio social y cultural de las poblaciones sometidas al régimen de resguardos" (Gnecco y Londoño 2008).

La antropología, cuya presencia fue reclamada por los intelectuales modernizadores decimonónicos y de inicios del siglo XX (e.g., Isaacs 1967; Uribe 1979), décadas antes de su institucionalización, quizá produjo algunos de los

insumos epistémicos deseados pero fue mayoritariamente anti-praxiológica hasta la década de 1960. El objetivismo de la antropología hecha en Colombia por

extranjeros antes de la década de 1940 (Preuss, Koch-Grunberg) se limitó a la contemplación (romántica y fascinada) del otro y a su textualización escrita. Con la institucionalización de la antropología en 1941 el eje praxiológico siguió

sepultado: la disciplina se limitó a “dar cuenta” de los indígenas, pero sin intervenir en un horizonte explícito de acción; sin embargo, su omisión terminó

cohonestando con las políticas del Estado que propendieron por la asimilación de los indígenas. Entonces, con el uso de las disciplinas sociales por el Estado para planificar sus planes de modernización de los indígenas apareció un tímido

horizonte praxiológico en los discursos disciplinarios: su papel de amortiguadores del impacto, de traductores cultural del desarrollo (moral antropológica de la

propedéutica de la intervención). Con la revolución en marcha de Alfonso López se activó una necesidad de conocer para actuar. Antonio García ensalzó el trabajo de campo como la fuente del conocimiento directo necesario para realizar

diagnósticos sociales precisos e informados; refiriéndose a su trabajo en Caldas escribió:

No debe olvidarse que esto ocurría en 1935, esto es, en el momento cenital y más conmocionado de la República Liberal de Alfonso López Pumarejo, cuando se hizo necesario efectuar los primeros diagnósticos científico-sociales sobre la sociedad colombiana y crear, literalmente, un nuevo instrumental de análisis y un moderno y vertebrado aparato institucional de investigación, medición y registro de los fenómenos económicos y sociales… Para esta época no existían en el país escuelas de economía, de sociología, de antropología, de filosofía o de estadística y las inteligencias contemporáneas preferían continuar las huellas de los notables ensayistas del siglo XIX… antes que abordar los complejos problemas de la

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investigación científico-social y del trabajo de campo, punto de partida de cualquier proceso de formación de un pensamiento crítico (García 1978:vi).

Las ideas liberales se tradujeron en el discurso jurídico en el hecho de que desde el siglo XIX gobierno tras gobierno y política de Estado tras política de Estado trataron de solucionar un supuesto déficit de modernidad, salvar el atraso. La

legislación colombiana formó parte del aparato modernizador activado por las elites liberales para recuperar el tiempo perdido. Los dispositivos jurídicos se

caracterizaron por pretender transformar una herencia colonial, la población indígena, en un sujeto que respondiera a la necesidad de instaurar una sociedad moderna y una economía capitalista. Estos lineamientos estatales guiaron el

trabajo de varias generaciones de antropólogos que trabajaron con el Estado y con muchas ONGs para-estatales en la implementación de políticas públicas

destinadas a destruir el carácter de lo que Guillermo Bonfil (1970:50) llamó “enquistamiento” étnico, la sobrevivencia de prácticas y creencias declaradas anacrónicas por la modernidad, incluso hasta comienzos de la década de 1990,

cuando la retórica multicultural elevó a rango constitucional la promoción y protección de la diversidad cultural.

Senderos que se bifurcan

Resulta paradójico que el Liberalismo creara las condiciones institucionales de la disciplina en la década de 1940 para que produjera insumos para el buen

gobierno y la justa asimilación (el indigenismo nacionalista) y que, pocos años después, la antropología se inclinara por la heterogeneidad y la protección de los nativos, una postura convergente (a pesar de que sus intenciones fueran

“democráticas”) con la filosofía Conservadora de la exclusión. Como Adam Kuper (2001) ha mostrado el relativismo cultural, base fundacional de la antropología,

algunas veces ha sido usado con fines de exclusión, como sucedió con las políticas del apartheid en Suráfrica que condujeron a la creación de los homelands, ghettos de preservación (y aislamiento) de la alteridad étnica.

La etnografía colombiana de los últimos cuarenta años siguió varios de los senderos abiertos en los años previos, convirtiéndolos en avenidas

generosamente transitadas al amparo de la ampliación de la formación académica9 y de una militancia10 que abandonó la neutralidad valorativa. La etnografía adoptó una plataforma axiológica desde la cual hizo una valoración

positiva del legado indígena, aunque por distintas razones y con distintos propósitos; así la etnografía re-ingresó al mundo axiológico. La militancia

etnográfica vistió dos tipos distintos (y opuestos) de trajes: uno caracterizado por un culturalismo relativista, cuyo horizonte político fue ocultado deliberadamente, y

9 En seis años (1964-1970) se crearon cuatro departamentos de antropología en el país. 10 La militancia en antropología no es nueva ni exclusiva de algunas enunciaciones discursivas. Los orígenes colonialistas de la disciplina signan su militancia política, a pesar de la asepsia anti-valorativa y explícitamente “anti-política” que la antropología positivista promocionó como una moral necesaria para edificar una mirada objetiva y distanciada. La militancia manifiesta, sin embargo, no es generalizada.

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otro por un acompañamiento político explícito. Ambos se comprometieron,

abiertamente, con la causa indígena y la valoraron positivamente; ambos promovieron (cuando no construyeron) esencialismos culturales; ambos

promovieron el aislacionismo nativo, haciendo caso omiso de las interacciones culturales. El culturalismo relativista y la etnografía política confluyeron en proponer el aislamiento de los indígenas, aunque apreciaron la modernidad de

distinta manera. En las disciplinas sociales el debate sobre la modernidad giró alrededor de dos posturas principales: (a) el optimismo histórico que surgió de la

confianza depositada en las posibilidades de desarrollo de la ciencia y la tecnología para modificar las desigualdades sociales; y (b) la preocupación cultural por el impacto o daño colateral causado a las sociedades no occidentales

por ese gran salto tecnológico y científico. La posición culturalista se inscribió en el segundo aspecto ya que la extensión del progreso llevaría a los indígenas a

desaparecer. Los etnógrafos políticos asumieron que el desarrollo sólo se podía lograr y extender a los grupos marginados trasformando las relaciones de poder y las relaciones sociales de producción. El mantenimiento de los indígenas en su

pureza cultural y el sueño de contribuir a su vida al margen de la modernidad produjeron islas culturales, esencias que debían preservar sus límites y sus

especificidades. Indigenismo, culturalismo y etnografía política fueron praxiológicos: integracionismo y aislacionismo propusieron medidas concretas para actuar en contra o a favor de la preservación de la alteridad.11

El tímido indigenismo colombiano de la década de 1940 fue ahogado por la asepsia de la etnografía, a la Rivet. Sin embargo, en esa misma época empezó a

abrise camino una etnografía culturalista liderada por Gerardo Reichel-Dolmatoff. A través de la apología de las culturas indígenas la obra de Reichel levantó barreras retóricas que buscaban ponerlos a salvo de la modernidad. Los

culturalistas fueron románticos que mistificaron la cultura de los otros, criticaron los procesos de “aculturación,” creyeron que los indígenas podían y deberían

permanecer al margen de la expansión del mundo moderno-capitalista; realizaron una ferviente apología de sus logros culturales; y fueron anti-nacionalistas porque se enfrentaron al homogenismo del proyecto nacional y reivindicaron las

diferencias culturales. El argumento de Reichel fue en contra del postulado central del evolucionismo, cuya lógica estructurante occidental es el progreso

tecnológico; postuló una suerte de evolucionismo alternativo (e inquietante para esa lógica), basado en los avances “espirituales” de los indígenas, que después habría de popularizar en el mundo anglosajón, y por otros caminos, la obra de

Marshall Sahlins (e.g. 1972). Su exaltación antropológica de la diferencia y de sus logros sin necesidad de Occidente contribuyó a la densificación ontológica de los

indígenas. Por ejemplo, sobre los Kogi escribió (Reichel-Dolmatoff 1985:15-18).

11 En la década de 1930 otros académicos no antropólogos habían formulado ese debate, no desde las distancias culturales sino desde las desigualdades sociales, entre las cuales estaba el problema agrario (y dentro de éste la llamada “causa indígena”) que adquirió relieve como consecuencia de la política agrarista promovida por el gobierno de Alfonso López Pumarejo. Los trabajos de Antonio García e Ignacio Torres asumieron esta perspectiva que defendió la lucha por la tierra liderada, desde la década de 1920, por Manuel Quintín Lame.

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La cultura Kogi ha ganado la admiración y el respeto de mucha gente que ve en ella una opción válida, una filosofía trascendental e importante para nuestra época. Creo que el conocimiento de la cultura Kogi ha enriquecido la vida de tantos de mis lectores; es mucho lo que debemos a estos indios y más aún lo que podríamos aprender de ellos… Los indios son un gran recurso humano para el país, recurso irremplazable en su alto nivel moral, su gran sentido de solidaridad familiar, su fortaleza y paciencia de espíritu que les ha permitido sobrevivir siglos de persecución y difamación. La gran riqueza de un país está en la diversidad de sus componentes y no en la integración por decreto.

Buena parte de su obra es una valoración positiva del legado indígena, sobre todo

de su filosofía. En un artículo sobre los misioneros y los indígenas (Reichel-Dolmatoff 1977:422) escribió:

Al designar a ciertas sociedades con el calificativo de “primitivas” deshonramos al indio americano, pues al usar ese término tomamos como único criterio el bajo nivel tecnológico y el poco rendimiento económico de estas sociedades … aun en las sociedades tecnológicamente más atrasadas la vida espiritual del indígena, sus ideaciones abstractas y sus códigos morales pueden alcanzar niveles muy altos de elaboración y complejidad ...debemos reconocer con toda sinceridad que el indígena —mal designado como colombo-salvaje— ha creado y sigue creando valores espirituales que bien podrían ser un ejemplo para muchos que se vanaglorian de pertenecer a una sociedad civilizada.

La etnografía culturalista dio cuenta de la vitalidad y de las maravillas de las culturas indígenas y de cómo habían llegado a ser lo que eran sin necesidad de

Occidente; el contacto con la modernidad fue condenado porque la antropología asumió su papel de protectora de la diferencia. De esta manera, tomando posición

y valorando, llena de buenas intenciones protectoras, la etnografía de la exaltación (y del aislamiento) de los indígenas, sin consultarlos y asumiéndolos incapaces de tomar las riendas de sus propios destinos, configuró un racismo

“científico” que bebió un dry martini peculiar: varias partes de la ginebra de un contra-nacionalismo aparentemente democrático y pluralista y un poco del

vermouth de la segregación conservadora. El culturalismo fue doblemente moralista: por un lado, estableció al indígena como un deber ser especular, el buen salvaje en el cual la maldad de la

civilización debía mirarse para reconocer sus errores;12 por otro, estableció un deber ser para los indígenas, un modelo bucólico y patriarcal (después auto -

sostenible y ecológico) que no podían abandonar a ninguna costa, aún si eso significaba un aislamiento paternalista que, acaso, no deseaban ni buscaban. También fue conservador y escapista. Ante los males de la modernidad la cultura

indígena fue elevada a categoría alternativa; como en los románticos, sin

12 “Poco es lo que los civilizados de Colombia podemos ofrecer a nuestros hermanos salvajes… El concepto indio encierra una profunda lección de moral porque es una regla eminentemente conservadora, desde su punto de vista, que en esa parte no ha variado para los que llamándose civilizados hacen, sin embargo, el mal por placer o por utilidad imprevisora… Deseo solamente concluir que no todo es malo en las supersticiones del salvaje, ni en todo podemos presentárnosles como mejores, y que si bien meditamos casi tanto tendríamos que aprender de ellos como que enseñarles” (Uribe 1979:325).

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embargo, la referencia no fue el presente o el futuro sino el pasado —mejor, el

presente de las comunidades indígenas fue preterizado a través de su aislamiento de la modernidad; de esta manera, escamoteando su contemporaneidad y

certificando la autenticidad primordial de sus culturas, el culturalismo hizo de las comunidades indígenas reliquias vivas. Pensó que el mundo —ese lugar exótico y pastoril: la Arcadia etnográfica— estaba en otra parte y en otro tiempo, en una

esencia incontingente que busca ser recuperada. “Trajo” a los indígenas a la vida, los re-creó, pero éstos poco tenían que ver con los nativos contemporáneos; no

hizo política sino estética, sueño, deseo-reacción. Fue reaccionario, romántico, esteta, alienado (separado de las condiciones objetivas actuales). El culturalista hizo vivir a los indios, los recuperó, los hizo de la “nada” a la cual fueron

condenados con su trágica y despreciable modernidad; fue un mesías que revivió el pasado. Un esteticismo deliberadamente anti-político atravesó su valoración de

la alteridad. La etnografía de la exaltación de la alteridad y de su pureza cultural fue una apología de la conservación cultural in situ (es decir, del aislamiento) y, simultáneamente, una negación de las relaciones interculturales. Así se ignoraron

los contextos de poder y dominación en los cuales se despliega el orden colonial y se construyeron islas culturales que sólo tienen sentido en el mundo imaginado de

la separación y el atomismo sociocultural. La exaltación de la diferencia (esencializada) desconoció la configuración histórica de las identidades formadas por múltiples pertenencias y relaciones; este desconocimiento fue instaurado en

etnografías localizadas y focalizadas en diferencias marginadas de relaciones intersociales y del poder. Paradójicamente, buscó emancipar la alteridad de las

desigualdades y de la discriminación. Esta paradoja produjo una contradicción política insalvable: ¿cómo lograr la emancipación desconociendo las relaciones de poder y de articulación de las comunidades con la modernidad? El resultado

fue una apología culturalista, políticamente descontextualizada y reificada. Aunque el culturalismo relativista pareció romper con la antropología

distanciada la reprodujo en su empeño por conservar y aislar la diferencia cultural, que se estudiaba para lograr su conservación en el presente y, con un poco de suerte y mucho de romanticismo esencialista poco pragmático, en el futuro. El

referente romántico fue la cultura del otro en el pasado; su proyección al futuro (como alternativa ante la modernidad) no contempló su ya existente

transformación. El pasado fue instalado en el porvenir. Uno de sus propósitos fue la protección de la alteridad, su preservación ante el progreso y las políticas integracionistas. Reichel-Dolmatoff (1985:18) lo dijo así sobre un grupo indígena

colombiano: ¿Cuál será el porvenir de los Kogi? Al escribir la palabra integración me lleno de profunda amargura… ¿Con qué derecho se trata entonces de „integrar‟ a los Kogi? ¿Qué beneficio obtendrían ellos de una tal integración? ¿Qué podemos enseñarles?… En vista de estos y de otros peligros para la sobrevivencia física y cultural de los Kogi la única solución factible me parece ser el establecimiento de una amplia reserva biosférica… Dentro de una tal reserva los Kogi y su cultura podrían estar protegidos contra influencias destructivas.

El culturalismo relativista estaba preocupado por la extinción de las culturas nativas, un repositorio de maravillas antropológicas que corría el riesgo inminente

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de desaparecer; por eso propuso un conocimiento de urgencia, anacrónicamente

idéntico al afán que animó a los evolucionistas norteamericanos de finales del siglo XIX ante la expansión del capitalismo sobre formas tradicionales de vida.

Algunos antropólogos practicaron lo que Uribe (1980:296) llamó etnología de salvamento, motivada por la desaparición de las sociedades indígenas en Colombia y la necesidad de estudiarlas antes de que fuera demasiado tarde:

Las tribus primitivas del país están en plena transformación y muchas de sus culturas autóctonas desaparecen sin haber sido estudiadas debidamente… Es de máxima urgencia, pues, darse cuenta cabal de estos hechos y actuar de acuerdo con la gravedad de esta emergencia. La investigación etnológica de los pueblos primitivos, y sobre todo de aquellos que van desapareciendo, siempre ha sido y será la responsabilidad central de la Antropología. Con las culturas aborígenes de Colombia que actualmente se desvanecen se está perdiendo parte de la herencia de la humanidad (Dussán 1965:40).

La etnología de salvamento significó un compromiso con la disciplina (el

conocimiento de la diversidad cultural) a expensas de un compromiso político con las sociedades estudiadas, incluso al nivel más básico de sus condiciones de vida. Esta práctica disciplinaria fue extendida entre los primeros antropólogos

formados en el Instituto Etnológico Nacional; uno de ellos, Roberto Pineda (citado por Botero 1994:141), lo expresó así: Fue muy importante el hecho de trabajar muy duro en las expediciones para recuperar lo que hubiera de las comunidades indígenas que se sabía que estaban declinando. Era recopilar material en grandes cantidades para que ese material no se perdiera.

Esta urgencia etnocéntrica, paternalista y museística no desconocía las críticas,

sin embargo. Dussán (1965:11) sabía que este llamamiento nostálgico para salvar lo que se pudiera de las culturas indígenas había sido criticado duramente; no

ignoraba que el sociólogo brasileño Florestan Fernandes lo había tachado de melodramático y egoísta. En cualquier caso, la etnología de salvamento fue una “nostalgia imperialista.” Como señaló Rosaldo (1993:69) los agentes del

colonialismo …normalmente exhiben nostalgia por la cultura del colonizado como era “tradicionalmente” (esto es, cuando la encontraron por primera vez). La peculiaridad de su lamento es, desde luego, que los agentes del colonialismo suspiran por la formas de vida que alteraron o destruyeron intencionalmente… una clase particular de nostalgia, usualmente encontrada en el imperialismo, en la cual las personas deploran la muerte de lo que ellas mismas han transformado.

Este argumento sobre la desaparición inminente de los indígenas contemporáneos no fue más que la extensión de otro referido al pasado indígena. El acercamiento disciplinario al otro fue aséptico y estuvo centrado en el pasado:

los indígenas (y más tarde, aunque de manera muy incipiente, los afrocolombianos y los mestizos) fueron considerados en tanto sujetos históricos

productores de una cultura material que pasó a formar parte de la tradición nacional (el Museo del Oro, por ejemplo, fue establecido en 1939). Los indígenas

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desaparecidos fueron resucitados en excavaciones arqueológicas (especialmente

cuando éstas ponían al descubierto restos de arquitectura monumental) y exaltados como los pilares de la nacionalidad. Aunque restringidos a un marco

artístico, corrieron mejor suerte que los indígenas supérstites, alienados de su realidad contemporánea y limitados en su relación con la historia. Su presente fue declaradamente anacrónico en el discurso etnográfico: el legado indígena

importaba como reliquia y curiosidad, sin menoscabo de la sofisticación filosófica que se le otorgó. El otro no fue pensado como sujeto.

La urgencia de conservar lo que se pudiera de las culturas indígenas fue tal que se convirtió en programa. En el prólogo a la monografía que dedicó a los Desana Reichel-Dolmatoff (1968:v) escribió:

Nada se gana con lamentarnos de la desaparición o profunda transformación de las sociedades “primitivas” que han sido las reservas tan caras de la Etnología. Debemos encontrar los medios para salvar ahora lo que aún se puede salvar y debemos, entonces, actuar con rapidez y un propósito claro (sin cursivas en el original).

Para el culturalismo relativista la etnografía no era nada más que una estrategia metodológica, la manera de entender los entretelones de la cultura. La etnografía

se enseñaba, no se vivía; era un asunto de manual, no de relación (salvo que ésta formara parte de la estrategia de acercamiento al otro). Reichel-Dolmatoff trató de

institucionalizar su propuesta en el departamento de antropología que creó en la Universidad de los Andes en 1964, el primero del país. Aunque han pasado más de cinco décadas desde la publicación de sus primeros textos culturalistas su

influencia sigue siendo notoria en monografías de grado y libros que privilegian el valor de la cultura indígena por encima de su consideración contextual y del

acompañamiento de sus luchas desde la reflexión cultural. Los indígenas siguen siendo considerados como productos de la naturaleza que deben ser protegidos de la historia, no como sujetos históricos.

No todo fue culturalismo. En la década de 1960 y 1970 se consolidó una etnografía política que escogió la acción más que la protección y/o conservación,

la transformación social más que la descripción cultural. Así empezó a crecer la etnografía como práctica, oralidad y relación social a expensas de la etnografía como método de investigación. Esos etnógrafos cuestionaron la objetividad

etnográfica y la neutralidad investigativa en el marco de la agitación política y de la intervención de las disciplinas sociales en la vida del país, saliendo de su

confinamiento académico y de su relación instrumental con el Estado. Muchos de ellos siguieron los pasos del sociólogo Orlando Fals, quien cuestionó el positivismo que reinaba en el mundo académico desde lo que llamó investigación-

acción participativa (IAP); con este tipo de investigación Fals formuló la necesidad de generar una ciencia social crítica que trascendiera la extendida concepción de

la observación y neutralidad valorativa y redujera la distancia y verticalidad entre investigador e investigado, entre cuadros políticos y bases, entre conocimiento popular y conocimiento intelectual, entre ciencia del proletariado y ciencia

burguesa, entre teoría y práctica; en suma, que redujera la distancia cultural y la desigualdad social entre trabajo manual y trabajo intelectual planteando la

urgencia de asumir al otro como sujeto y no como objeto, como actor de la historia

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y no como víctima, como cooperante y no como informante, como co -investigador

y no como investigado. Fals concibió y propuso la construcción de un proceso horizontal y dialógico de la praxis investigativa:

…el paradigma de la ciencia social crítica estipula que la diferencia entre sujeto y objeto puede reducirse en la práctica de la investigación. La experiencia colombiana de investigación-acción tiende a comprobar esta tesis, que en verdad no es nueva: ya Hegel había explicado cómo, en la idea de la vida, el dualismo de sujeto y objeto queda superado por el conocimiento en una síntesis que se logra al reducir el segundo al primero. En consecuencia, el trabajo de campo en las regiones colombianas no se concibió como mera observación experimental, como simple observación con empleo de las herramientas usuales (cuestionarios, etc.), sino, también, como “diálogo” entre personas intervinientes que participaran, conjuntamente, de la experiencia investigativa como experiencia vital, utilizaran, de manera compartida, la información obtenida y prepararan y autorizaran la publicación de los resultados en forma táctica y útil para las metas de los movimientos involucrados (Fals 1978:57).

Además de criticar el positivismo Fals replanteó el objeto de la investigación

argumentando (a) que los problemas de investigación no debían provenir de las necesidades de la ciencia o de los deseos del investigador sino de los problemas

y necesidades de las comunidades y (b) que en la investigación debía primar el conocimiento de los problemas sociales colombianos sobre los problemas generales de la ciencia, producto de relaciones coloniales y su reproducción

acrítica en el país. El trabajo de estos academicos activistas (su práctica política tanto como

sus escritos) se divulgó a través de la prensa y de comunicados (debido a la

precariedad de las editoriales de entonces); estos medios imprimieron a su escritura un carácter inmediato, deliberadamente político. La escritura en esos

medios orientó a la antropología hacia la práctica y la interlocución oral debido al analfabetismo campesino e indígena. Muchos de estos escritos, especialmente documentos de trabajo o comunicados, se utilizaron para discusión en talleres o

reuniones de capacitación.13 La etnografía política propuso menos escritura (menos academia) y más práctica y acción política: más que dar cuenta del otro

había que estar con el otro en su cultura; más que decir cómo era había que confundirse con él en su vida cotidiana; más que observarlo había que participar de sus observaciones; más que enunciarlo había que re-producir sus

enunciaciones. La escritura no era la viva voz de la realidad. La crítica de la escritura señaló que la realidad no estaba en los libros ni en la universidad,14 que

la verdad y la justicia aún no estaban escritas. Por esa razón no interesaba tanto escribir sobre el otro como comprenderlo y acompañar sus agendas políticas 13 En la década de 1970 esta situación se reprodujo con la experiencia del periódico Unidad Indígena, órgano de expresión del recién creado Consejo Regional Indígena del Cauca, y otros textos producidos por antropólogos y otros “colaboradores.” 14 Esta idea está en la base del pensamiento de Quintín Lame (2004), para quien la verdad y el conocimiento estaban en la naturaleza (el lugar de las sociedades indígenas) y no en la cultura (el lugar de las sociedades “blancas”), asociada con los libros. Es tentador pensar que este postulado de la etnografía política surgió de su lectura del primer manifiesto étnico publicado en Colombia.

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desde la activación, significación y potenciación de su cultura. Luis Guillermo

Vasco (1999) enunció esta idea así: es más importante vivir la antropología (como acompañamiento político desde la cultura) que escribirla. Antes que enunciar la

cultura del otro había que denunciar el etnocidio cultural; antes que visibilizar la diferencia cultural había que visibilizar la indiferencia cultural y la exclusión social; antes que continuar con el poder instituido del Estado y la sociedad el etnógrafo

buscó empoderar al otro a través suyo. Por eso hablar con el otro en su lugar significó hablar por él en nuestro lugar. Esta práctica etnográfica propuso una

interacción social con el otro creando un campo de relaciones y sub jetividades que mostró la dimensión política de la cultura y la dimensión cultural de la política en la cual la escritura no fue determinante y se podía prescindir, por lo menos

retóricamente, de la autoridad etnográfica. El predominio de lo oral sobre lo escrito, de hablar y re-presentar al otro, fue tan fuerte que muchos textos hechos

por antropólogos aparecieron como pensamiento o escritura de los indígenas; por ejemplo, el periódico Unidad Indígena fue un espacio para recoger las denuncias de las comunidades (buena parte de las cuales eran “literalmente” transcritas

como llegaban) y hacer oír las “voces indias” mimetizadas en la “unidad indígena” d-escrita, en buena parte, por manos “blancas.” La necesidad política de acudir a

la etnografía en periódicos, folletos y cartillas para transmitir los “mensajes indios” no sustituyó la comunicación oral por la escritura sino que empoderó aquella mediante ésta; por eso los textos fueron colectivos y anónimos, una manera de

neutralizar la (cuestionada y estigmatizada) autoridad etnográfica y de imitar las estrategias orales. Vasco (1999:46-48) hizo una buena síntesis de lo que significó

el papel de quienes, como él, se denominaron “solidarios-etnógrafos”: Esas circunstancias nos llevaron a replantear nuestro quehacer como etnógrafos, no en la escritura, sino en el terreno, en el trabajo de campo, en la relación con aquellos con quienes y sobre quienes queríamos conocer. Y como resultado y durante bastante tiempo el problema de escribir sobre los indios perdió relevancia, sobre todo si de publicar se trataba, aunque muchas veces nuestras manos se convirtieron en el instrumento para que su voz y sus ideas se escucharan, se difundieran... La autoridad del etnógrafo en el campo se hizo compartida y en ocasiones —sí señor— hasta subordinada (cursivas añadidas).

La IAP tuvo una caja de resonancia en la etnografía política, que dejó de ser una

prescripción metodológica para convertirse en una forma de ser y estar (una forma de proceder politico). El acompañamiento político resignificó la convención

antropológica de la etnografía como método, sólo que esta vez no se trataba de cómo investigar (el método) sino de cómo acompañar procesos de transformación15 (la política) y ser con la cultura de los otros, compartiendo sus

proyectos de vida; de esta manera fue impugnada (y superada) la separación positivista entre reflexión cultural e intervención política. La relación con la IAP, sin

embargo, no sólo fue apologética. Vasco (Cunin 2006) la criticó afirmando que no hubo devolucion del conocimiento (uno de los aspectos centrales de esa forma de

15 El énfasis puesto sobre lo político en los procesos investigativos se puede evidenciar, incluso, en el titulo que Fals Borda dio a uno de sus primeros libros, El problema de cómo investigar la realidad para trasformarla por la praxis (Fals 1978).

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investigar/intervenir),16 lo que sí se logró, en su concepto, con la metodología de

los mapas parlantes, no tan extendida como influyente: La obra maestra de la devolución, Historia doble de la costa, de Fals Borda, en cuatro tomos, es todo lo contrario de devolución. Uno abre un tomo y a un lado está la línea con el discurso de interpretación, que es para los intelectuales y dirigentes, y al otro está la carretica, sin análisis, para la gente común y corriente, llena de fotos, lo que demuestra que ahí se quedan en la mera descripcion. Lo que hacen las reuniones de discusión, lo que hacen los mapas parlantes a través de una discusión oral, es hacer confluir todos los conocimientos acerca de un tema o una situación: los del etnógrafo, los del etnohistoriador, los del lingüista, los del sociólogo, los del agrónomo, etc. y los de cada uno de los indígenas que participan. ¿La discusión qué hace?: confrontar esos conocimientos y los fundamentos que cada uno tiene para sustentarlos. [De esta manera] se socializa el conocimiento… lo hace avanzar, lo profundiza, lo hace llegar a otros niveles que permiten, sobre esa base, que la gente tome decisiones… Todo eso funciona oralmente… Lo que se escribe se saca porque la gente en las sociedades indigenas no maneja la escritura y quién sabe si algún día la va a manejar y quién sabe si cuando la manejen todavía serán indios (Cunin 2006:37).

También se criticó su relación vertical y jerárquica con los sujetos con quienes se investigaba, quienes muchas veces devinieron sujetos investigados. Silvia Rivera (1987:53-54) señaló que

…esta propuesta epistemológica parecía ser capaz de articular las exigencias del rigor científico con las demandas pragmático-políticas de una radical transformación de la sociedad. Pero, a pesar del énfasis puesto en la interacción cotidiana con las colectividades investigadas, pienso que la razón instrumental subyacente en el positivismo sólo sufrió un desplazamiento pero no una radical transformación. Si antes se había instrumentalizado a estas colectividades en función de la verificación de hipótesis y teorías construidas asimétricamente desde fuera del espacio cognoscitivo “popular” ahora se las instrumentalizaba en aras de proyectos de cambio social y político que, si bien se legitimaban como “intereses generales” del pueblo, se situaban, igualmente, en la esfera de una intelectualidad externa, encarnada en las cúpulas de los partidos políticos que se disputaban la representación del movimiento popular.

Las investigaciones hechas por solidarios y colaboradores 17 pretendieron superar

el etnocentrismo logocéntrico, la separación entre emic y etic, entre el allá

16 “Existe, pues, una obligación de „devolver‟ la información procesada a sus legítimos dueños, esto es, de retroalimentarlos mediante una especie de popularización respetuosa y de buena calidad. Esta „devolución‟ forma parte de la praxis de la investigación participativa (no es asunto separado de ella) porque constituye otro elemento de la vivencia colectiva que impulsa las metas de la transformación social. Aquí no se acepta la disyuntiva clásica de que las encuestas vayan por un lado y las publicaciones por otro: en la IAP todo es convergente, y la publicación también se evalúa dentro del contexto de la acción y con el propósito de continuarla” (Fals 1985:112). 17 Los antropólogos e investigadores defensores de la “causa indígena” fueron denominados de dos maneras: quienes estuvieron más cerca de AICO, liderada por los guambianos, fueron solidarios mientras quienes estuvieron más cerca del CRIC, liderado

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comunitario y el acá antropológico, e instalar la posibilidad etnográfica (es decir,

hablar con y desde el otro) a través de la ampliación de las experiencias y percepciones de antropólogos e indígenas y de los emisores discursivos

(escribiendo con el otro) con el propósito de transformar sus concepciones y condiciones de existencia y sus relaciones con la sociedad nacional. Víctor Daniel Bonilla (1983:375, 377) expresó lo siguiente sobre su trabajo solidario con los

nasa (entonces llamados paeces): [Se trata de] un trabajo cuya armazón y desarrollo sólo ha sido posible ir adelantando dentro de la relación paciente y continua de colaboradores externos y de las comunidades mismas; de un ir y venir de la historia a la actualidad, de las comunidades indígenas a la sociedad nacional, de la investigación a la acción, de los archivos al campo, de la recepción a la transmisión… No se trataba, entonces, de emprender una “recuperación” etnográfica para uso de las comunidades; tampoco de mostrarles, exclusivamente, el lugar que las sociedades capitalistas o socialistas les tienen reservado sino ayudar a los paeces a reconstruir —desde adentro, desde su punto de vista— el proceso por el cual han atravesado, así como la relación real que hoy en día tienen con la sociedad global.

Luis Guillermo Vasco (Cunin 2006:19) lo expresó así:

[Se trata de] un planteamiento de trabajo con indígenas, no en función de la antropología, sino en función de las luchas de aquellos. Durante casi veinte años me definí como un solidario con la lucha indígena… una solidaridad de doble vía. El objetivo era aportar a las luchas indígenas; sin embargo, esperábamos que de eso salieran unas alternativas que permitieran a las nuevas generaciones de esa época hacer cosas distintas a las que normalmente hacían los antropólogos. Una antropología que no fuera instrumento de dominación sobre los indígenas, una antropología que participara y constituyera un aporte a la lucha que ellos estaban adelantando.

La etnografía militante no vio las tradiciones indígenas como inferiores, salvajes o vestigios del pasado sino como secuelas de la dominación y expoliación

susceptibles de ganar mayor conciencia política y fortaleza cultural. La necesidad de fortalecer la cultura y la conciencia política condujeron a la adopcion estratégica de la oralidad presencial (no mediática) como la vía más adecuada de

comunicación intercultural y de interlocucion de posiciones políticas que debían circular clandestinamente porque “cualquier texto servía a los intereses de los

países del hemisferio norte” (Mendoza 1999) o para evitar ser objeto de la generalizada represion de los organismos del Estado que veían en la antropología signos de agitacion social y subversión. La oralidad, árbol a cuya sombra se hizo

la etnografía política, habló y justificó la necesidad de acciones e investigaciones anónimas.

La exigua escritura producida en esa época (décadas de 1970 y 1980, sobre todo) estuvo menos dirigida a la academia que al ámbito de intervención de los sujetos representados; no a la etnografía de campo sino al campo como

etnografía. Renunciar al poder de la escritura fue una forma de salvaguardar el poder de la cultura. El método etnográfico no orientó el trabajo de campo; el

por los nasa, fueron colaboradores. Esta última denominación se ha conservado y ha dado origen a las investigaciones colaborativas que mencionaremos más adelante.

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campo y sus problemas definieron (o constriñeron) la etnografía. Más que hacer

avanzar la etnografía con los resultados de campo la mili tancia transformó lo dicho por la etnografía sobre el trabajo de campo. La etnografía política no

concibió la cultura como un texto pasible y exterior sino como un texto posible e interior. La participación no fue la vía para observar sino el lugar para transformar. El proceso del trabajo de campo (el acompañamiento colectivo, la transformación

en la acción) fue más importante que el producto final convencional, el texto escrito. El trabajo de campo dejó de ser medio para ser fin; dejó de ser el lugar de

recolección de información y se convirtió en espacio de interlocución social para compartir hallazgos demandados por necesidades puntuales, generalmente salidas de las urgencias de las agendas étnicas.

La cruzada contra la escritura académica fue matizada ante la necesidad de usarla para arremeter contra el positivismo metodológico que postulaba la

distancia y la división entre observador y observado, entre investigador y comunidad. La escritura debía servir a los sujetos etnográficos más que a la academia (no se trataba de acudir a la fórmula clásica de hablar con el otro para

escribir para nosotros sino de hablar con el otro para interactuar con él); así la distancia (la maldición positivista) se reduciría y la comunicación sería fluida

prescindiendo de la escritura, sobre todo porque política y oralidad eran parte de los usos indígenas que buscaban extender sus voces. Algunos antropólogos arremetieron, además, contra el uso de equipos y medios técnicos de recopilacion

oral y visual porque reproducían la distancia: …estos equipos crean, obligatoriamente, una distancia social entre el investigador y la comunidad en la cual se encuentra... La gente tiene una actitud artificial hacia ellos porque son un elemento extraño e implican un elemento de cambio dentro de la comunidad... la única justificación ética que tiene la investigación social es poner el conocimiento que se obtenga al servicio de los intereses de la comunidad. Cualquier otra forma de utilizar los datos es una explotación de las comunidades. Honestamente creo que aún el antropólogo que obtiene informacion para su tesis de grado está, en cierto sentido, explotándolas (Calle 1976:5-6).

Una postura más moderada frente a la escritura y el uso de equipos como medios de recolección y devolución de información fue propuesta por la IAP para acortar las distancias, como alternativa para la co-investigación y para garantizar la

devolución del conocimiento para su apropiación social por las bases: Las técnicas quedaban subordinadas a las lealtades, a los grupos actuantes y a las ncecesidades del proceso... y a la conciencia de „para quien‟ se trabaja. Así no se rechazaron técnicas empíricas de investigación usualmente cobijadas por la escuela clásica, como la encuesta, el cuestionario o la entrevista, por ser positivistas (sólo los grupos extremistas confundieron, erróneamente, el empirismo con el positivismo) sino que recibieron un nuevo sentido dentro del contexto de inserción con los grupos actuantes. Por ejemplo, no podia haber lugar a la distancia tajante entre entrevistador y entrevistado que dictaminan los textos ortodoxos de metodología: había que trasformar la entrevistas en una experiencia de participación y consenso entre el dador y el recibidor de la información en la cual ambos se identificaron en cuanto a la necesidad y fines compartidos de esa experiencia… Asegurar la comprensión de lo que uno hace,

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dice o escribe puede marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso en un movimeinto político o social (Fals 1978:23).

Aunque frente al poder excluyente de la escritura oficial era posible acudir a una escritura “social” era más factible acudir al poder incluyente de la tradición oral o, mejor, de la política influyente de la oralidad: la política y la movilización de las

ideas en un contexto de analfabetismo generalizado fluían más por la oralidad que por la escritura. Si no tenía sentido escribir para la comunidad académica menos

aún lo era escribir para comunidades sin “escritura;” tampoco se atribuyó sentido político a escribir por ellas. Varios etnógrafos optaron por huir de la representación, como si delegarla en otros o invisibilizarse detrás del anonimato

significara el fin de su responsabilidad (disciplinaria, sin duda, pero, sobre todo, social).

La etnografía política pareció romper con el eurocentrismo porque criticó la (im)posibilidad etnográfica positivista de la ciencia y se situó en la acción transformadora más que en la descripción explicativa, en la posibilidad política (a

veces más que etnográfica) de la interlocución intercultural (a partir de agendas políticas comunes) por vía de la oralidad más que de la escritura. Nunca antes el

país de la axiología había sido tan visitado por los antropólogos. El otro fue pensado como parte constitutiva de los problemas del nos-otros e incluido en los metarrelatos de la historia occidental (el progreso, la revolución, el cambio y la

utopía de la igualdad) que pudieran romper las relaciones de dominación y explotación. De esta manera la axiología condujo a la praxiología,18 la valoración a

la acción: las etnografías políticas cambiaron el conocimiento cultural de la alteridad étnica por su reconocimiento político fundado en la cultura. Ese centramiento implicó una distancia metodológica con la IAP al endilgarle el error

de separar la práctica de campo de la interpretación de datos; su aporte metodológico fue trasformar la práctica de campo, concebida como recopilación y

sistematización de datos conducentes a redacciones monográficas (monoculturales y monotextuales), para asumirla como proceso de recuperación, confrontación y co-elaboración activa (con los sujetos investigados) de textos

interculturales (a veces escritos) que fueron socializados al margen del canon antropológico de representación escrita de la interpretación cultural y se situaron

en modos de relación intercultural. Sin embargo, la militancia etnográfica reprodujo mucho del canon eurocéntrico de exterioridad para el cual los otros son sujetos distintos (a veces también distantes) y romantizó a las culturas indígenas tanto

como el culturalismo relativista; en ese sentido, las dos formas de hacer etnografía desconocieron las interacciones interculturales o les otorgaron poco peso en sus

interpretaciones. La etnografía política no fue acogida con unanimidad. Para algunos

antropólogos la militancia (cultural o política) traicionaba la neutralidad

disciplinaria. Cuando los indígenas se empoderaron, dinamizando sus luchas

18 Esta afirmación podría ser impugnada diciendo que todas las representaciones sociales son praxiológicas, que en todas ellas aparece un horizonte de intervención. Aunque cierto, no todas las representaciones asumen ese horizonte de manera explícita; más bien, en muchas ocasiones lo niegan, edificando su retórica política sobre esa negación.

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contra las políticas integracionistas y asimilacionistas del Estado y reclamando el

derecho a la diferencia y a la autonomía (en parte por la opción antropológica pero, fundamentalmente, por la acción política y la capacidad cultural movilizadora

de sus luchas), algunos antropólogos criticaron la práctica etnográfica que se construyó al calor de las luchas étnicas. Hernán Henao lo expresó en dos ocasiones diferentes; en 1983 (p. 579) señaló: “La correlación de poderes entre

integracionistas y autonomistas desfavorece a los segundos. Su problema se torna voz en el viento o insurgencia frente al Estado.” Seis años después fue más

contundente: “En el marco de la „antropología del debate ,‟ como la llama Arocha, se pierde el espacio propio de la mirada antropológica en aras de un proyecto deseado de nueva sociedad para la cual se piensa que es necesario romper con

las escuelas „burguesas‟ de la antropología” (Henao 1989:47). Carlos Alberto Uribe (1980:281-282) argumentó:

Debemos reasumir, consecuentemente, nuestra vocación de investigadores... ya sabemos que la propuesta de una etnología positiva y academicista no es satisfactoria y nuestra desconfianza en “un activismo antropológico” irresponsable es justificada —la experiencia nos ha demostrado que éste enfrenta, desfavorablemente, al poder constituido.

La contribución de la etnografía política no fue tanto escribir como inscribirse,

políticamente, a las luchas indígenas fundadas en el fortalecimiento de sus culturas; su opción principal no fue la escritura (sobre todo la escritura académica)

sino el acompañamiento político basado en la reflexión sobre la cultura como pilar de las luchas étnicas. A esos etnógrafos no los convocó la comunidad académica sino la comunidad indígena, aunque muchas veces desde una militancia de

izquierda que hizo de la potenciación y promoción de la lucha indígena (inicialmente subordinada a los intereses de la movilización de clase) un lugar

básico de su trabajo político. La etnografía política reivindicó el contexto, la conciencia de que la producción antropológica es producción social de sentido; se opuso al positivismo, a la retracción burguesa de la historia, a la separación de

saber y política. A diferencia de otras formas de hacer etnografía cumplió con la tarea exigida desde el campo de la acción: reconocimiento y lectura de territorios,

recuperación de lenguas y saberes, opciones por una educación diferente, potenciación de las historias locales. Su programa de investigación-acción formó parte de la agenda política. La visibilización indígena volvió estratégica la

diferencia, la cultura, el territorio, la lengua, los sistemas de gobierno en un ambiente de búsqueda de un saber compartido. La etnografía política, a diferencia

del método desarrollado y promovido académica —no políticamente— por los clásicos de la antropología del Atlántico Norte, no fue una experiencia de extrañamiento cultural sobre la lejanía sino una experiencia intercultural sobre la

cercanía, sobre la vecindad con la otredad. La práctica etnográfica no se hizo a expensas de viajar a parajes lejanos (otros continentes o latitudes, como lo

hicieron los antropólogos noratlánticos) sino sobre cómo pensar y actuar sobre los paisajes culturales cercanos. El problema metodológico no radicaba en cómo aproximarse a la distancia cultural sino en cómo comprometerse con su

proximidad. No se trataba de viajar para conocer sino de volver a mirar para reconocer. Estos aspectos la llevaron a preocuparse más por el intervenir y el

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decir que por el proscribir y el escribir; a interesarse más por participar con el otro

que en observar cómo participa.

Etnografía sitiada: desplazamiento del lugar de enunciación

El nacionalismo y la etnicidad, entonces, se alimentan mutuamente en la medida en que los nacionalistas construyen categorías étnicas que, a su vez, empujan a que otros construyan contraetnicidades de tal modo que en tiempos de crisis políticas éstos últimos reclaman contraEstados basados en estos nuevos contranacionalismos.

Appadurai (2001:171)

En la década de 1980, y siguiendo la senda de la etnografía política, las investigaciones académicas concebidas y realizadas desde un afuera étnico fueron enfrentadas con investigaciones diseñadas, llevadas a cabo y apropiadas

de manera conjunta por los etnógrafos y las comunidades. Las investigaciones colaborativas buscaron (y buscan) romper la plataforma de exterioridad y

objetividad en la que medra la etnografía académica positiva (aquella que se sigue complaciendo en el contacto, aunque efímero y distante, con el exotismo bucólico de lo indígena), reconciliando saber y poder (como capacidad de

transformación); por lo demás, se han llevado a cabo desde una amplia gama de posibilidades de colaboración y coparticipación (entre etnógrafo y comunidad) en

la producción oral o escrita de conocimiento sobre la cultura. La reflexión colectiva entre etnógrafo e indígenas sobre una problemática cultural puntual y su posterior escritura (cuando esta se realiza) contiene dos momentos: el primero hace parte

de la inter-oralidad y contiene la idea de acceder a la voz del otro creando una situación de diálogo; el segundo compromete la escritura y contiene la idea de recuperar y entrecruzar el discurso del nativo y el del antropólogo.

A pesar de que las etnografías políticas y las investigaciones en colaboración estuvieron articuladas y contribuyeron al proceso de

empoderamiento de los indígenas, desde hace unas dos décadas éstos tomaron en sus manos la interlocución ante el Estado y la sociedad nacional, en muchos casos exiliando a los etnógrafos. Ese hecho obedeció a que en la década de 1980

se consolidaron los movimientos sociales que reivindicaron la diferencia cultural, sobre todo los movimientos indígenas. El empoderamiento de la alteridad

(dinamizando sus luchas contra las políticas integracionistas del Estado y reclamando el derecho a la diferencia y a la autonomía, acogiendo asi el eco de la antropologia militante y el indigenismo) incluyó el reto al monopolio narrativo de

los etnógrafos y a su papel de intermediación cultural: ahora los otros podían hablar (escribir) por sí mismos. Cuando las voces indígenas aparecieron en

televisión y medios de comunicación radial y, por primera vez y en primera voz, hablaron de y desde la diferencia cultural al país las voces y los textos escritos de los etnógrafos fueron desplazados. En la interlocución directa de los indígenas

con los actores hegemónicos era innecesaria la presencia de los etnógrafos. Las auto-etnografías (escrituras sobre la experiencia cultural de los otros por los otros)

han empezado a construir un campo inédito de producción discursiva que prescinde de los antropólogos no nativos pero hace uso corriente del edificio

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metafísico de la antropología —sobre todo del concepto de cultura, convirtiéndolo

en proceso de autocontemplacion, identidad, oposición cultural e intervencion política. Las auto-etnografías son un fenómeno reciente, sin antecedentes en

Colombia. Los pocos etnógrafos indígenas y afrocolombianos que se formaron durante el dominio de la antropología positiva reprodujeron el canon etnográfico del distanciamiento objetivo y el estigma de la valoración. Sus etnografías fueron

monumentos verbales a la mirada del otro desde el yo (sin importar que ese yo fuera parte del otro descrito). El discurso sobre el otro en la obra de antropólogos

miembros de las minorías étnicas (como Aquiles Escalante y Rogerio Velásquez) los situó en un curioso papel: hablando sobre el “otro” desde un discurso disciplinario siendo, al mismo tiempo, “otros.” En cambio, recurrieron a la literatura

para opinar, juzgar y dar voz a la memoria y los deseos de sus pueblos (cf. Velásquez 1992).

Cuatro décadas de usos no antropológicos del concepto cultura llevaron a la disciplina a pasar del furor rabioso contra sus raptores (segura de que su concepto maestro y rector había sido obligado a salir de su jaula esotérica) a una

actitud revanchista y soberbia: está plenamente convencida de que la cultura que salió de su casa vive una vida desmañada, indisciplinada y contaminada de las

premuras cotidianas. Está convencida de que sus raptores saben poco del concepto y que lo han vilipendiado, llevándolo a abrevar en las aguas cenagosas de la política. Los “raptores” de la cultura fueron varios: movimientos sociales,

otras disciplinas (incluso nacidas para dotar al concepto de una nueva dimensión, acaso con mayor poder de intervención explícita, como los estudios culturales),

instituciones de variada índole y amplitud. Por sobre todo, la rabia y el desdén de la disciplina están dirigidos contra los movimientos sociales porque

pueden y expresan sus pretensiones culturales, no con base en teorías explícitas de la cultura sino en nombre de la autenticidad histórica. No entran al debate como académicos —o no sólo como académicos— sino como individuos situados con derechos a la historicidad. Hablan en primera persona, firmando su argumento con un “yo” o un “nosotros” en vez de invocar la voz ahistórica de la razón, la justicia y la civilización (Trouillot 2011:47).

En las últimas dos décadas las comunidades indígenas han recurrido a la escritura como camino de expresión política de su cultura; la comunicación escrita

y el alfabetismo fueron adoptados como parte de la lucha política por la legitimidad y el empoderamiento. Desde el siglo XVIII el liderazgo político se ha

formado alrededor de individuos capaces de tratar con las autoridades coloniales y republicanas, un fenómeno evidente entre los nasa del Cauca; sus capacidades han estado basadas, en gran medida, en su habilidad para leer y escribir,

notables en una sociedad básicamente analfabeta. La tendencia hacia el alfabetismo se densificó desde que el poder político se centró alrededor de

autoridades pan-étnicas como el CRIC; como resultado desde la década de 1970 el alfabetismo ha sido ampliamente promovido. Por ejemplo, el título de una cartilla producida por el CRIC, destinada a las escuelas, es Aprender a leer es

luchar. El periódico de la organización, Unidad Indígena, señaló en su número 27 publicado en 1977 que “el desarrollo de la lucha ha mostrado que los indígenas

deben aprender a leer y escribir en español.” Sin embargo, el alfabetismo como

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ideología no demanda, necesariamente, que todas las personas sepan leer y

escribir; lo que importa es la promoción de los materiales escritos como medio de expresión y comunicación y el convencimiento de que su difusión, análisis y

entendimiento implican un empoderamiento frente a la sociedad nacional que no puede ser alcanzado por otros medios. No es tanto el hecho de saber escribir o leer sino el hecho de imponer una visión del mundo y una forma de poder que

pasa por el texto escrito. En las dos décadas que siguieron a la creación del CRIC el alfabetismo fue promovido a través de la oralidad, esto es, a través de

asambleas comunales en las cuales alguien leía y otros escuchaban;19 las discusiones estaban centradas en el instrumento escrito (como los periódicos) usado con propósitos educativos.

Junto a la alfabetización el fortalecimiento de la cultura fue parte de la agenda política indígena desde la década de 1970. Sin embargo, durante el

período que va de 1971 a 1981, básicamente de recuperación territorial, no hubo mucho énfasis en la cultura; en 1981, en el documento Diez años después, la dirigencia indígena se preguntó sobre las bondades o desventajas de ser indio.

Sin embargo, lo que queda claro de un proceso de cuatro décadas es que han movilizado las esencias creadas por los discursos hegemónicos desde la Colonia.

Ese es el caso del indígena como ecólogo “primitivo” (“sensible pero no sistemático”), como protector del medio ambiente. Gillian Prance (1992:3) lo expresó de esta manera:

Donde viven estos indios no se destruye la selva y, por lo tanto, los indios conservan las selvas húmedas ricas en especies… La forma más eficiente de conservar las selvas húmedas es dejar que las cuiden los nativos, que las usarán con poca o ninguna destrucción del ecosistema.

En este escenario de alfabetismo y fortalecimiento de la cultura el papel del etnógrafo indígena empezó a ser crucial, no sólo como traductor de la cultura de los otros (es decir, como intérprete de la relación cultural entre las comunidades,

la sociedad nacional y el Estado) sino, también, de la cultura propia. En ese proceso se han escrito reflexiones etnográficas que rompen el monopolio

narrativo de los expertos; se trata de etnografías de la alteridad hecha por los otros, sin intermediaciones. Las auto-etnografías movilizan el concepto de cultura, que antes fue la marca de fábrica (y el monopolio) de la antropología, de una

manera prominente. En las auto-etnografías la cultura recogió el viejo traje esencialista desdeñado por los antropólogos en las dos últimas décadas y lo situó

19 También se generalizó la práctica de ver, no leer, el periódico Unidad indígena. Mediante esa práctica los indígenas se agrupaban en torno a las fotografías que ilustraban algunos artículos del periódico, sobre las cuales realizaban comentarios diversos a partir del conocimiento sobre las personas y/o escenas fotografiadas, dando lugar a narraciones e historias múltiples que en muchas ocasiones poco tenían que ver con el contenido de los artículos. La fotografía sirvió para conocer algunos líderes, agudizar la memoria histórica, dinamizar las luchas y motivar el interés por la lectura (especialmente si tenían muchas ilustraciones y pocos textos escritos), la escritura y la fotografía. Es posible que de allí surja el auge que ha tomado entre los indígenas jóvenes el interés por el uso político de las TICs para la creación de páginas web, elaboración y difusión de videos que informan de sus luchas y reivindicaciones.

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en el centro de la reflexión sobre la legitimidad, la coherencia y la viabilidad de la

vida indígena. El esoterismo del uso antropológico de la cultura (un concepto para especialistas distanciados, en buena medida incomprensible para sus actores) dio

paso a un uso generalizado, de base, que defiende, promueve y activa la autenticidad de la cultura indígena y la opone a la cultura (espuria, artificiosa) de los otros. Las auto-etnografías se construyen alrededor de la autenticidad cultural

y hacen de ella un elemento central en el fortalecimiento del tejido social, no sólo en términos rituales. La cultura se convierte en un pilar básico de la etnicidad en

la arena política. El contexto que dio lugar a este desplazamiento desde lo político de la política hacia lo político de la cultura puede explicarse por dos fenómenos complementarios: (a) lo político de la política pasó del campo de las

movilizaciones y confrontaciones del movimiento indígena frente al Estado al campo de las interlocuciones y negociaciones, en las cuales los manifiestos

escritos y la etnografía tienen papeles destacados que jugar; el espacio de las intermediaciones e interlocuciones requiere un conocimiento político y genera una competencia que exige un nuevo perfil de los líderes étnicos. No son las

tradicionales autoridades étnicas, que ocupaban el ámbito local de las luchas, las que se ubican en los espacios de dirección de las nuevas organizaciones. La

nueva situación requiere de actores sociales que hayan tenido más contacto con la sociedad nacional, que se desenvuelvan mejor en ella, que puedan exponer más claramente las ideas, que sus prácticas sociales y discursivas sintonicen más

con las del sistema institucional y estatal. Los factores que entran en la competencia para ocupar la mayoría de los cargos directivos de las

organizaciones ya no sólo son la identidad étnica, la trayectoria en las luchas locales y el conocimiento de prácticas sociales sino, también, la educación formal, el uso del español, el manejo de la escritura, la experiencia institucional, las

relaciones políticas con otros sectores, la disponibilidad o capacidad de poder vivir por largos períodos por fuera de los territorios indígenas; y (b) aunque lo político

de la cultura sigue siendo constitutivo de la política de la interlocución entre pueblos indígenas y Estado se va construyendo un campo específico de análisis intra-étnico debido a los procesos de desintegración social y cultural (o

comunitaria) agudizados con los procesos de modernización. Las auto-etnografías plantean que nacer en una cultura, ser socializado en

otra y volver al lugar de origen es un camino que permite romper la (im)posibilidad de la traducción cultural y la comunicación intercultural. Este camino no requeriría los métodos de la disciplina sino de participar, de manera más consciente, de los

métodos de socialización de la cultura, es decir, investigar-reconocer las prácticas culturales del grupo al que se pertenece recurriendo no a la etnografía

convencional de observar y participar ocasionalmente sino viviendo diariamente, valorando y haciendo más conscientes (mediante la lengua nativa) la comprensión de las formas y medios de socialización intracultural como los ritos,

mitos, concepciones, sentimientos y normas de la propia sociedad. Abadio Green (sf:30) lo expresó así:

Ir al otro y volver al otro, no es un problema intelectual, es un problema del corazón. Claro que uno puede estudiar al otro, es más, es un deber hacerlo. Pero comprenderlo es algo distinto. Conocer la vida de los pueblos, hacer la pregunta necesaria que conduzca al saber, no sale del conocimiento del científico, sino del

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corazón del hermano, de la hermana... Solo así es posible que las personas puedan salir de mundo y entrar a los otros mundos. De lo contrario, es posible que vayan y regresen sin comprender.

El “sentir/pensar” aparece en el horizonte auto -etnográfico como virtud y como

distancia frente a los avatares objetivos (¿insensibles?) del distanciamiento etnográfico académico. Sin embargo, la centralidad otorgada a una promoción de

un yo auténtico y su oposición a un falso otro ha producido una complacencia epidérmica (aunque políticamente efectiva en las negociaciones con el Estado y la sociedad situada por fuera de las fronteras étnicas) que ignora la crítica y la

reflexión: cae en la complacencia etnocentrista porque no se preocupa por el conocimiento crítico de la propia cultura sino por su reconocimiento a expensas de

las demás, incluidas las de otros pueblos indígenas. Hasta ahora ninguna auto-etnografía se ha dirigido al conocimiento e interlocución con otras culturas indígenas. La cultura indígena representada en las auto-etnografías no es sujeto

de indagación sino de exaltación unanimista y de elaboración como lugar básico desde el cual se dinamizan y legitiman las luchas étnicas; muchas de ellas se

limitan a hacer transcripciones de relatos culturales (una suerte de oral-grafía sin contexto, sin historia) como si la mera aparición de la cultura en el escenario del empoderamiento étnico fuera garantía de su capacidad de movilización y

construcción de tejidos sociales. Las auto-etnografías son, entonces, plenamente culturalistas:

El término culturalismo sugiere algo más que los términos etnicidad o cultura puesto que ambos pueden llegar a connotar un sentido de lo natural, lo inconsciente y lo tácito en relación con las identidades de grupo. Cuando, por el contrario, las identidades son producidas en un contexto de clasificación, mediación masiva, movilización y asignación de derechos dominado por la actividad política en el nivel del Estado-nación, tales identidades hacen de las diferencias culturales su objeto consciente (Appadurai 2001:155; cursivas en el original).

Los relatos auto-etnográficos (algunos catalogados como mitos por las tipologías Occidentales) han contribuido al surgimiento de textos (escritos) canónicos, como

ha sucedido con la historia. La transmisión de conocimiento histórico entre las comunidades étnicas ha cambiado dramáticamente desde que la comunicación

escrita y el alfabetismo fueron lentamente adoptados como parte de la lucha política por legitimidad y empoderamiento. Un efecto visible de este hecho ha sido el surgimiento de una historia “oficial” nativa antes inexistente, diseminada por

currículos escolares, instrucción política, periódicos y cartillas. Este paso a la escritura ha sido cuestionado por Vasco (Cunin 2006:38):

Hoy gran parte de la cosmovisión indígena, los “mitos indígenas” —como los siguen llamando— tienen mucho reconocimiento, pero estos han sido fosilizados, porque se han escrito y se han vuelto cartillas… Los maestros y los niños se los aprenden y los recitan, pero se viven de otra manera. Es posible convertir esas historias en literatura pero eso no juega un papel importante en la vida de la gente. Permite aparentar que se está respetando la cultura, que se está consolidando, que se está impulsando, cuando en la práctica se está colaborando en que se pierda porque se fosiliza… Pero todo eso penetra a través de los nuevos

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dirigentes, con los jóvenes que han tomado el poder… El Estado los reconoce porque se mueven en su misma lógica aunque tengan discursos distintos. Esos nuevos dirigentes son los jóvenes educados por los curas o en las escuelas o en los pueblos o con postgrados, como tienen algunos.

Las exigencias analíticas y críticas que la antropología constituyó como el canon

de las etnografías disciplinarias desaparecen bajo la pureza (acrítica) de los cuadros idílicos y bucólicos pintados por las auto-etnografías. La retórica del buen

salvaje (tan cara a Rousseau como a Quintín Lame y a Reichel-Dolmatoff) ha invadido el discurso auto-etnográfico: el romanticismo indigenista ha sido apropiado, sin distancia crítica, por algunas etnografías nativas. ¿Un mal de la

pérdida de la distancia? ¿Un bien de la cercanía? Algunas auto-etnografías prescindieron de los contextos históricos y de las

particularidades culturales y adoptaron una mirada generalista que dio lugar a una cierta “andinización” de lo indígena debido a dos aspectos complementarios: (a) históricamente las comunidades de la región andina han sido las principales

protagonistas de la lucha indígena, las más empoderadas (política, social y académicamente) y las interlocutoras legitimadas por el Estado; el Estado y la

administración publica han promovido y extendido, por razones pragmáticas de control político (funcionales al Estado pero no a la diversidad intercultural propia de muchas regiones de Colombia) y para efectos del manejo de los recursos de

trasferencias, la creación en la Amazonia de la figura del capitán como autoridad central de cada pueblo, creando una especie de veredalización ajena y distante de la composición multiétnica de dichos pueblos. Hoy se dice que existen en el

Departamento del Vaupés 260 capitanes, buena parte de los cuales no es reconocida como autoridad tradicional sino de gobierno (del Gobierno). El Estado

reproduce una práctica introducida en la región desde 1912 por los grupos misioneros. Este fenómeno ha generado una especialización (división) entre autoridades administrativas (los capitanes nombrados o elegidos) y las

autoridades tradicionales orientadores y detentadores del control social generando, internamente, el dilema de atender o escoger entre quienes ejercen

poder por manejar los recursos económicos y quienes ejercen autoridad por sus saberes míticos, culturales, sociales y ambientales. Una situación similar, aunque al parecer menos conflictiva, comenzó a ocurrir en los pueblos de la Sierra

Nevada de Santa Marta (kogi, ika, wiwa) desde 1990 con la creación de una nueva autoridad: el Cabildo Indígena; y (b) aunque sus reivindicaciones son

pensadas políticamente para todo el movimiento indígena son expresadas desde cosmovisiones, concepciones territoriales, prácticas sociales, formas de gobierno y de organización políticas andinas que poco tienen en común con las que poseen

los pueblos de la Amazonia, Orinoquia, costa Pacífica, Guajira e, incluso, Sierra Nevada de Santa Marta. Una diferencia radical que presenta hoy, por ejemplo,

buena parte de los pueblos amazónicos frente a los pueblos andinos (considerados como los protagonistas y mas empoderados de las luchas indígenas en Colombia) puede observarse en sus formas de organización política

y cultural. A diferencia de los pueblos andinos, que practican la endogamia y reprochan la exogamia —motivo por el cual son culturalmente más homogéneos

intraétnicamente—, algunos pueblos del Vaupés y la Amazonía practican la

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exogamia lingüística o cultural, razón por la cual no son pueblos monoétnicos sino

multiétnicos. En este sentido, y dadas las alianzas generadas a partir, por ejemplo, de la exogamia lingüística, no se puede hablar de pueblo indígena como

lo establecen diversas disposiciones legales nacionales e internacionales. En esa región la formula cultural impuesta desde la Colonia a los pueblos de la región andina (que éstos no solo apropiaron y resignificaron cultural y políticamente para

sí mismos sino que, incluso, han impulsado o aceptado su extensión a otros pueblos), de la costa Pacífica y del Caribe y prolongada en el Artículo 246 de la

Constitución de 1991 —un pueblo=una autoridad, una lengua y un territorio (monoculturales)— además de inexistente es inaplicable en buena parte de la región del Vaupés, la Amazonia y la Orinoquia. En estas regiones la formula es

distinta: un pueblo=varios grupos étnicos, varias lenguas, múltiples y disímiles autoridades, un único pero disímil territorio compartido (interculturalmente).

El unanimismo identitario de las auto-etnografías tiene excepciones (cada vez más numerosas). Las auto-etnografías están siendo usadas como instrumentos pedagógicos de relativización y reflexión crítica en programas como

el Proyecto de Educación Intercultural Bilingüe del Consejo Regional Indígena del Cauca, la Universidad Autónoma Indígena Intercultural, la Licenciatura en

Etnoeducación de la Universidad del Cauca, la Escuela Jurídico-Política de Tierradentro-Cauca, la Escuela de Derecho Propio del Norte del Cauca y la Escuela de Derecho Propio de los Pastos. Además, algunos indígenas han

empezado a usar las auto-etnografías como espacio de análisis de su cultura y como instrumento de confrontación reflexiva. Susana Piñacué (2005:62-63), por

ejemplo, ha analizado (y cuestionado) la concepción sobre la mujer en la sociedad nasa y las contradicciones manifiestas entre su vida como activista y como reproductora de base de la vida social:

En esta encrucijada la mujer tiene la oportunidad de mejorar su papel dentro y fuera de la comunidad reduciendo, significativamente, la actual discriminación (entre ellas, con ellos y con el otro) que sufre y creando unas condiciones más equilibradas para su contribución y participación en las decisiones y proyectos del pueblo nasa. Aquí la mujer está llamada a ocupar un lugar importante. Ante estas consideraciones creo que el liderazgo de la mujer es una oportunidad para generar y recrear el poder cultural de adentro para dentro y de adentro para fuera, así como para adecuar los valores culturales de afuera hacia dentro.

Adonías Perdomo describe los asientos de la autoridad y la autonomía de su

pueblo y muestra los problemas derivados de la falta de entendimiento inter -generacional y la intervención de grupos armados:

…creo que es urgente replantear la situación, no precisamente para formar un cuerpo cabildante represivo sino para buscar un camino que nos conduzca hacia la formación de una comunidad en la cual, apoyados por los elementos y contenidos de la modernidad, podamos entendernos y podamos vivir en convivencia, diálogo y tolerancia. Como nasa doy mis votos para que, entre todos, encontremos esa fórmula para formar a nuestro pueblo, nuestro resguardo en la mejor de las formas de convivencia pacífica. Esto implica no hacernos los ciegos y no negar la realidad de lo que está pasando a nuestro sistema de autoridad (Perdomo 2005:115).

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Jesús Piñacué (1997) planteó críticas similares al ejercicio de gobierno y de

justicia de los cabildos respecto a su empoderamiento autonómico a causa de la transferencia a ellos de un cúmulo de nuevas funciones que comienzan a afectar,

negativamente, el ejercicio tradicional de la justicia indígena: …la coexistencia de funciones de los Gobernadores, los cuales son cabeza del Cabildo en los juzgamientos, representante legal del Resguardo ante las autoridades, gestionador de proyectos y recursos y por no poder atender adecuadamente todas las funciones se sacrifica en la mayoría de los casos la función jurisdiccional creándose el desorden en la comunidad, lo cual disminuye los parámetros de legitimidad de la autoridad (Piñacué 1997:39; cursivas añadidas).

Las auto-etnografías críticas rompen la superficie complaciente (pero argüiblemente necesaria) de la unanimidad cultural y encuentran contradicciones,

dominios y hegemonías; encuentran, sobre todo, que la cultura no es un todo integrado y orgánico, ausente de diversidad y de problemas internos (una

construcción retórica del romanticismo culturalista), sino un campo en tensión alrededor del cual los actores sociales empiezan a indagar, cuestionar , construir y a diversificar intraétnica o intraculturalmente. Si a esto sumamos el hecho de que

las auto-etnografías, a diferencia de las etnografías académicas, tienen una circulación amplia en las comunidades indígenas es factible pensar que su

potencial de contribuir a la construcción de tejido social es enorme. Sin embargo, los indígenas no siempre se reconocen en ellas y piensan que los indígenas ilustrados escriben (y hablan) como si fueran otros. Quizás las auto-etnografías,

después de todo, no sean el camino menos tortuoso para enfrentar la (im)posibilidad etnográfica. Ante los reclamos y actitudes de sus comunidades los

etnógrafos nativos comienzan a sentir que su voz y escritura son más reconocidas “acá que allá;” que tienen más eco en la comunidad académica que en su propia comunidad, que su acción tiene fuerza acá pero poco poder allá; que su tránsito

por la sociedad nacional debilita su autoridad para hablar con propiedad en la comunidad; que son otros de “frontera”, como los llamó Rappaport (2005). Los

intelectuales fronterizos comparten la suerte de algunos the’ walas contemporáneos: “Cuanto más populares se vuelven hacia fuera de su comunidad más tienden a perder respeto y poder en el interior de la comunidad” (Perdomo

2005:107). En este sentido los etnógrafos nativos y los “blancos” o externos no escapan a la preocupante inquietud de hacer conciencia sobre cómo son vistos

por los sujetos que estudian. Resulta llamativo que los etnógrafos nativos padezcan, a su manera, un cuestionamiento que sólo pareciera justificado para los no nativos. No hay que descartar la posibilidad de que la multivocalidad y las

tonalidades culturales de la percepción comunitaria frente a las auto-etnografías comprometan su posición frente a los textos o re-direccione sus sentidos y

propósitos. El rechazo a los intelectuales de frontera (muchos de quienes han sido

autores de las auto-etnografías más visibles y con mayor circulación) quizás tenga

que ver con el hecho de que en la comunidades indígenas la tradición oral y la memoria que nutren el discurso y los textos sobre las experiencias sociales

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siguen primando sobre los sistemas de formalización, como la escritura y el video.

Sánchez (1986:412) señaló que la …sustitución de la comunicación verbal por la escritura supone una

transformación radical en las estructuras del intercambio de mensajes al interior de una sociedad cuyo flujo de circulación segmentará, con una diferente competencia técnica y socio-política, a los sectores emisores y receptores dado el tipo de especialización que implica la codificación escrita y el comportamiento que impone su recepción.

Además, el cuestionamiento puede deberse a que la identidad está más determinada por las prácticas del hacer que por las del decir/escribir, más por el

hecho de que el individuo sea un asiduo reproductor de las prácticas culturales de la vida intracomunitaria (como trabajar la huerta en familia y en minga, practicar la reciprocidad, casarse entre indígenas, ser cabildante o autoridad étnica) más que

un generador ocasional de procesos políticos interculturales. La identidad cultural es constitutiva de la permanencia en comunidad y no producto de la política de

identidad pregonada en la sociedad nacional. La importancia de la participación en espacios políticos extra-comunitarios de elección pública (Congreso, Cámara de Representantes, Asambleas Departamentales, Alcaldías, Consejos Municipales)

se relativiza ante la ausencia de los líderes en la resolución de los conflictos internos (los de la vida en comunidad).

El descentramiento del lugar de enunciación etnográfico puesto en marcha por las auto-etnografías no eliminó las posibilidades de colaboración. En el marco del auge de los proyectos de desarrollo los derechos políticos y económicos

comenzaron a estar fuertemente ligados a los derechos culturales y permitieron la creación de espacios para pensar lo cultural intra-étnico, es decir, para pensar las

relaciones entre el mejoramiento de las condiciones materiales de existencia y la recuperación o fortalecimiento de lo “vital cultural,” como lo llamó Jesús Piñacué (1997:34). El espacio de las interlocuciones del movimiento indígena con el

Estado y sus instituciones recuperó y redefinió las relaciones de los indígenas con la etnografía académica al concertar proyectos relacionados con la recuperación y

el fortalecimiento de saberes que se generalizaron mediante el vocablo etno (etnoeducación, etnodesarrollo, etnolingüística, etnosalud , etnomedicina, etnoecología). Además, la Constitución de 1991 reconoció y legitimó los derechos

políticos, económicos y culturales de los otros étnicos; ese reconocimiento produjo un espacio que no sólo demandó aportes del conocimiento antropológico

en sus campos tradicionales sino que re-dimensionó y dio origen a nuevos campos de análisis intercultural como antropología jurídica, médica, li ngüística y ambiental. La necesidad de explicar estos procesos, de resistirlos o dar

respuestas locales, conjuga el análisis de lo político y lo cultural desde estrategias disímiles. Las etnografías colaborativas se hacen en procesos de co-investigación

que involucran indígenas y etnógrafos y que sitúan los textos sobre las experiencias interculturales en terrenos multivocales y multidireccionales. Aunque algunos trabajos fueron escritos por los etnógrafos aparecieron con co-autoría

indígena o con reconocimiento o revisión de los pensadores o intelectuales indígenas. La década de 1980 marcó el paso de una etnografía comprometida a

una etnografía compartida. En este nuevo ámbito de relaciones con el otro la

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(im)posibilidad etnográfica se tornó en posibilidad investigativa de la diferencia

cultural de y con el otro. La observación participante de la antropología clásica fue trascendida, dando lugar a la investigación participativa o la participación

investigativa y, más precisamente, a la co-investigación etnográfica partiendo de las auto-observaciones y auto-percepciones del otro sobre sus saberes y sentires.

La retracción de la etnografía

…cada vez que el etnocentrismo es precipitado y ostentosamente echado atrás algún esfuerzo se esconde, silenciosamente, detrás de todos los espectaculares efectos por consolidar un interior y dibujar, desde él, algún beneficio doméstico.

Derrida, citado por Spivak (2003:336)

Ante el reto a su monopolio etnográfico tradicional muchos antropólogos volvieron

sus ojos hacia el horizonte positivo o hacia lugares en los cuales el enfrentamiento narrativo no estaba ocurriendo, como los contextos urbanos o las

tierras bajas tropicales. Así surgió de nuevo la distancia; se demarcó cuidadosamente el límite; se aceptó la vecindad pero se arruinó el espacio de interlocución que tanto costó construir y que marcó una diferencia, una posibilidad

etnográfica antes no prevista ni aceptada. La imposibilidad de aceptar la inversión de la asimetría de poder que reprodujo el etnógrafo sobre el otro llevó a que

cuando la alteridad ya no fue objeto sino sujeto interlocutor con quien era posible una relación “dialógica”, conflictiva, contradictoria y enriquecedora la etnografía positiva desplazó sus bártulos a otros lugares de intervención. Este

desplazamiento se ha justificado como un llamado a suplir la falta de etnografías en la cultura del propio etnógrafo; sin embargo, llama la atención que se pretenda hacerlo mediante un ojo etnográfico que mira siempre hacia abajo (desplazados,

desposeídos, destechados, marginados), que se niega a mirar hacia arriba (multinacionales, elites, Estado,20 poderes constituidos) o se distancia de los de

abajo cuando se han empoderado. No es gratuito el desinterés de las nuevas generaciones de antropólogos por la problemática indígena, un campo de estudio que, contrario a lo que se afirma, es cada vez más relevante 21 en Latinoamérica y

hace parte de la agenda política mundial actual. El empoderamiento indígena cuestiona las relaciones sociológicas

subyacentes a la etnografía. Los etnógrafos pasan de observadores a

20 Una excepción que confirma la regla es el trabajo de María Clemencia Ramírez (2001) sobre los movimientos de cocaleros en el Putumayo. 21 Véase Gómez (2000, Capítulo III) para conocer la manera como la cuestión étnica esta articulada al orden nacional en los ámbitos económicos (visión geopolítica del capital en la explotación y/o conservación de recursos estratégicos —hidrocarburos, agua, bosques, germoplasma, conocimientos tradicionales para el desarrollo de la farmacopea) y jurídico-políticos (disputas internacionales en la definición de fronteras, proceso de paz y lucha contra el narcotráfico y grupos ilegales) incidiendo, para bien o para mal, sobre los problemas regionales, nacionales e internacionales y sobre el presente y futuro de la aceptación de la práctica etnográfica por parte de los sujetos étnicos en sus territorios .

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observados, de quienes preguntan a quienes se pregunta, de entrevistadores a

entrevistados, de ser leídos a ser corregidos, de investigadores a investigados, de ser admirados a ser mirados. La investigación en comunidades indígenas debe

pasar por sus espacios de poder político dando lugar a “políticas” de investigación negociada. Una alternativa de la etnografía académica a esta situación de interlocución y/o confrontación fue la construcción de nuevos campos

antropológicos,22 nuevos objetos a observar y nuevos lugares de intervención para continuar o reasumir la práctica etnográfica al margen de cuestionamientos.

En esos lugares la reflexión y la mirada antropológica recuperan la tranquilidad y la autonomía del investigador.

Además del empoderamiento indígena y su lucha por la autonomía política

la generalización del conflicto y el poder multilocalizado y controlador de los grupos armados crearon un contexto adverso para la acción antropológica porque

impidieron su ejercicio al configurar poderes, tanto en los grupos armados como en las organizaciones indígenas, que no permiten la etnografía concebida como ajena al conflicto o a los procesos organizativos, generalizando la idea de que

quienes están dentro de los territorios indígenas son parte del conflicto o quienes están afuera, como los etnógrafos, no lo asumen o no se sienten parte de él. Ese

poder contribuyó a situar la etnografía en lugares distintos de su campo de indagación tradicional —la diferencia étnica (sobre todo indígena).

La adopción de una plataforma constructivista que muestra la cultura (y su

construcción de tejido social a través de la identidad) como situacional, fluida, coyuntural y estratégica también forma parte del contexto de retracción

etnográfica. La “nueva etnografía” colombiana se ha edificado sobre una postura militante contra los esencialismos culturales: no considera la diversidad como una naturaleza sino como un producto histórico atravesado por relaciones de poder; la

diferencia ocurre entre grupos y debe ser entendida en términos de su historicidad. Ante la nueva puesta en escena del esencialismo por parte de las

agendas étnicas y de muchas auto-etnografías la antropología ha adoptado una agenda constructivista que busca desencializar la cultura. Este es un hecho paradójico, aunque no sorpresivo, en una disciplina que tanto contribuyó a la

creación esencialista de las políticas de identidad que necesitó el proyecto moderno y que se restringieron, fundamentalmente, a dos entidades: sociedad

nacional y alteridad (étnica o de otra clase). La creación del yo moderno, que se hizo habitar en el jardín nacional, y del otro, que se situó fuera, estuvo enmarcada en una filosofía esencialista que constituyó el sentido de las identidades al

margen de tiempo y lugar: las volvió incontingentes, las reificó, las fetichizó. La antropología fue una grande productora esencialista. Hace unas pocas décadas,

sin embargo, su esencialismo mudó: empezó a hablar de des-localización, lugares-tiempos nómadas, culturas móviles y permeables; empezó a hablar desde una filosofía constructivista. Ese cambio se debe a la politización de la cultura y a

la culturización de la política. La cultura esencializada, antes su patrimonio incontestado, pasó a ser elemento central de las agendas de los movimientos

22 Un ejemplo ilustrativo fue el 13 Congreso de Antropología en Colombia, realizado en Bogotá en 2009 y denominado Antropología y nuevas experiencias sociales: de los 41 simposios aprobados sólo tres trabajaron la problemática indígena.

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sociales. Asustada, decidió actuar: ante los esencialismos movilizados en la base,

capaces de desestabilizar un sistema al cual pertenece y al cual debe su vida, vistió un traje constructivista. Ahora cultura e identidad fueron móviles,

coyunturales, estratégicas. El constructivismo no tuvo que hacer su casa a finales del siglo XX: llegó a

una casa ya hecha, ya habitada. La casa había sido levantada por el humanismo

desde el siglo XVI y ya había acogido otros huéspedes. Ahora el turno fue para la antropología re-funcionalizada por el discurso multicultural, vuelta sobre sus pasos

esencialistas (de los cuales renegó). La co-habitación produjo una mezcla potente, el humanismo constructivista, vendido como el producto más nuevo y más realista de la izquierda Occidental, esa que quiso recuperar el horizonte histórico de la

modernidad destrozado por la burguesía decimonónica. Para el humanismo constructivista los esencialismos son innecesarios, estridentes y,

fundamentalmente, peligrosos porque enfrentan formaciones sociales (muchas veces de manera violenta, como en las guerras inter-nacionales en los Balcanes y África) que, de otra manera, podrían estar sentadas en la mesa de la civi lización

negociando sus diferencias fraternalmente. Mientras el humanismo constructivista se presenta como una evolución natural y real del pensamiento sobre la sociedad

y la cultura (a la manera de la naturalización de los argumentos de Auguste Comte sobre los sistemas de pensamiento) los esencialismos, que luchan por encontrar su camino profundizando sus trincheras radicales, son presentados como irreales

y retardatarios. La gran paradoja (¿paradoja?) es que el constructivismo es una agenda nueva que descalifica, desde un naturalismo típicamente logocéntrico, los

esencialismos que el pasado de las disciplinas sociales tanto ayudó a levantar. Roberto Pineda (1981:359) lo dijo para la antropología colombiana:

La identidad étnica es, en cierta forma, un “mito” inventado por los antropólogos. Aquella varía de acuerdo con las circunstancias históricas. No hay, en realidad, una identidad fija. Esto se manifiesta etnológicamente por su calidad de “culturas de máscaras” (en las cuales los rostros tatuados asumen un papel de máscara).

Dos manifiestos constructivistas, publicados en la colección Antropologías de la

modernidad del ICANH, son explícitos sobre la nueva distancia frente a los esencialismos que tanto cuidó y ayudó a levantar la disciplina; en uno de ellos Uribe y Restrepo (1997:11-13) afirmaron:

La pregunta por una ontología de la cultura que se impondría desde lo más profundo del inconsciente como una estructura en la cual se encuentran atrapados, irremediablemente, los sujetos se disuelve en una hermenéutica de la interacción, de la apropiación y resignificación de las prácticas y representaciones culturales… Si alguna premisa teórica comparten los diferentes artículos que, de una u otra forma, se refieren a los motivos de las identidades y las etnicidades es, precisamente, la desconstrucción de una concepción ontológica o esencialista.

En el otro manifiesto Restrepo y Uribe (2000:9, 15) fueron más contundentes:

…la razón de ser de la antropología no es la búsqueda y definición de esencias culturales, la descripción de costumbres y gente exótica, sino la naturaleza de la alteridad, es decir, de la pluralidad cultural en el “actual” contexto de globalización que desborda sus supuestamente tradicionales objetos de estudio… imaginar una antropología más allá de los supuestos esencializantes y objetivantes de la cultura

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es abandonar los lugares cómodos desde los cuales los antropólogos han tratado de borrar los múltiples efectos de la historicidad de su disciplina.

La “comodidad” criticada a los antropólogos pre-constructivistas, sin embargo, es la misma que adopta la perspectiva cultural de algunos movimientos sociales en

su plataforma de lucha. Las comunidades tildadas de “imaginarias” por Restrepo y Uribe (2000:12) debido a su representación esencialista sólo aceptarían ser

“imaginarias” a riesgo de negar su propia vida —no sólo colectiva sino, incluso, individual. Las críticas anti-esencialistas cuestionan hechos “reales” e intereses colectivos que van más allá de las preocupaciones de unos cuantos académicos.

Para ponerlo en las palabras lapidarias de Friedman (1994:140) "la cultura es negociable para los profesionales expertos en ella, pero este no es el caso para

aquellos cuyas identidades dependen de una configuración particular.” Además, no deberíamos olvidar que siempre han sido las identidades de los “otros” las que son objeto de debate y cuestionamiento en la sociedad Occidental (en la

academia y fuera de ella), jamás la nuestra; ésta tiene, por razones de poder concedido, plena validez — independientemente de sus contenidos— y nadie se

pregunta si existe ni reclama su existencia o pertinencia. En suma, como nuestra identidad está garantizada y legitimada nadie necesita ocuparse de su presencia, cambios o existencia.

Las auto-representaciones esencialistas de muchas comunidades indígenas siguen, en algunos casos fielmente, la senda antropológica; sin

embargo, los etnógrafos constructivistas olvidan con frecuencia que la antropología ha sido un dispositivo de producción de la alteridad al crear esencias y mantenerlas a distancia y ha jugado un papel fundamental en el control

taxonómico de la diferencia. Este fenómeno se debe a varias razones: (a) la mediación colonial de la práctica antropológica, que la lleva a desplegar su

aparato disciplinario en la superficie del control de la diferencia; (b) el imperativo disciplinario del entendimiento de la totalidad cultural, una herencia funcionalista que impone cerramientos totalizantes (esenciales) a entidades móviles y fluidas; y

(c) la proyección a la alteridad de la moralidad de la mismidad. Esta última es especialmente clara con la proyección a la identidad del otro de las características

deseadas de la identidad del yo: homogénea, estable, con límites precisos —este es un retrato en blanco y negro de la identidad nacional. Aunque el concepto global “indígena” produce un otro abstracto y deshumanizado frente al cual las

comunidades nativas reaccionan las escaleras de la identidad son muchas y, en ocasiones, reivindican un ser indígena tan abstracto (pero tan preciso en su

definición esencialista) como el que construyó la retórica colonial. La construcción esencialista del otro fue alimentada por la antropología;

antes de su aparición no había “especialistas” en alteridad y tampoco una voz

autorizada para decir cómo era, es decir, en mostrarla como una esencia. El discurso antropológico esencializó la diferencia cultural. Si a esto sumamos que

durante más de un siglo la antropología se auto-confinó a la investigación de la alteridad étnica se entiende cómo la cultura fue demarcada y caracterizada en los territorios de la alteridad, situados más allá del tiempo y el espacio. Los

esencialismos fueron alimentados por el concepto de cultura, que retuvo una tendencia a hacer parecer la diferencia como auto-evidente, sólida, limitada y

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atemporal. Así la “cultura” (y después la etnicidad) contribuyó al encierro de la

alteridad en tiempo y lugar. No casualmente la etnografía “exagera ,” en la grafía, las diferencias culturales.

El anti-esencialismo también ignora que el renovado y fortalecido sentido del territorio desplegado por las agendas étnicas es tanto una estrategia básica de su fortalecimiento cultural autónomo y un enfrentamiento a la devaluación

postmoderna de lugar, la desterritorialización y la velocidad de los flujos globales de individuos, bienes, capitales e información como una demanda del capital

postnacional. En esa tensa y problemática convergencia estratégica se realizan las espacializaciones étnicas contemporáneas.

La etnografía constructivista, consciente del poder de los textos, se

preocupa por la trama retórica y por la manera como se construye la autoridad etnográfica; sin embargo, esta preocupación ha sido desdeñada por la etnografía

política como simple juego verbal. Vasco (1999:44) lo expresó de esta manera: En la medida en que el descentramiento de la autoridad [etnográfica] que se propone tiene lugar sólo en el texto y no en la realidad, únicamente aquí y no allá en donde viven aquellos a quienes atañen tales saberes, por graciosa concesión del autor y no por un cambio real en las relaciones sociales, las cosas no se modifican en el fondo, realmente... Todo se queda en declarar disuelta o, mejor, superada, la relación sujeto-objeto en la escritura, mientras se la mantiene y se la refuerza en la realidad del trabajo de terreno.

Aunque la militancia tiene una larga historia en el país Vasco la esgrimió para enfrentar la influencia de lo que llamó "antropología posmoderna" (la misma que nosotros llamamos etnografía constructivista), en su opinión una suerte de

irresponsable juego de lenguaje sin contundencia ni compromiso político, como no sea la desactivación de la lucha por la diferencia cultural. Aunque para Vasco (1999:45) “el texto escrito no resulta ser otra cosa que el refugio en donde vienen

a instalarse aquellos que se sienten incómodos, por decir lo menos, entre aquellas sociedades que se han levantado sobre sus propios pies y han echado a

andar por sí mismas” los antropólogos no sólo construyen “realidad” en sus relaciones con otros individuos en el contexto del "trabajo de campo" (produciendo idealizaciones, fluidos compromisos tan transitorios como

engañosos) sino en sus textos, que tienen vastos efectos de poder y capacidad de transformación. Los textos son hechos sociales y puentes de traducción

intercultural (puentes dialógicos) cuyo impacto político es más relevante que la suma de sus efectos académicos. El texto etnográfico no es un medio para describir la "realidad objetiva" ni el trabajo de campo compartido es sólo una

manera de objetivar sino también de adjetivar la realidad; a su manera uno y otro son lugares retóricos en los cuales inter-actúan, se crean y negocian efectos

metafóricos y metonímicos. La preocupación por el texto a expensas del contexto también fue banalizada por Caviedes (2007) y retrata bien la ironía de Said (1996:50): “…es

más fácil hablar de las poéticas que de las políticas.” La observación de Hale (1997) de que la crisis de la “autoridad etnográfica” refleja en la disciplina la

transmutación de objetos dóciles en sujetos empoderados (los movimientos sociales) no debe, acaso, restringirse a los antropólogos norteamericanos .

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También ha ocurrido en este país. Las recientes experimentaciones textuales de

la etnografía colombiana son variadas, aunque no originales; van desde los textos de autoría compartida entre académicos e indígenas (Dagua et al.1998) hasta los

de autoría académica pero con voces indígenas, a veces de forma bilingüe (Candre-Kinerai y Echeverri 1993).23 Otras miradas: lo jurídico deambulando por la cultura y la política

Los senderos recorridos por la mirada etnográfica desde la década de 1950 hasta hoy muestran que sus enfoques han tenido un predominio de duración que redondea, cada uno, la veintena de años. En los años cincuenta y sesenta

predominó la mirada culturalista (objetiva, escéptica, sin “compromiso”), manifiesta en concepciones positivistas que generaron posturas sobre las culturas indígenas

que oscilaron entre la visión museística y aislacionista hasta la conservacionista y proteccionista. Durante los años setenta y ochenta se produjeron miradas que reaccionaron contra el positivismo culturalista dando origen a la etnografía política

y a la IAP. En la década de 1990 se produjo la retracción etnográfica liderada por los enfoques constructivistas; su impacto dura hasta hoy, sobre todo en ciertos

círculos académicos. Sin embargo, el constructivismo no ha estado sólo en el panorama etnográfico colombiano de las dos últimas décadas. Desde hace unos diez años comenzó a tomar auge la antropología jurídica debido, principalmente, a

que buena parte de las reivindicaciones de los derechos indígenas (lengua, territorio, educación, justicia, en suma, la diversidad étnica y cultural) se había

logrado al amparo de derechos constitucionales, un fenómeno generalizado en América Latina. Esta reflexión tomó dos cauces: (a) un análisis formalista24 de las nuevas disposiciones legales consagradas en la Constitución de 1991; y (b) una

intervención aplicada que retoma mucho de la etnografía política. Uno de los resultados más notorios de la etnografía política fue la

apropiación que hicieron las comunidades y las organizaciones de sus estrategias de investigación. Las comunidades que participaron de esa experiencia comenzaron a exigirlas en todas las investigaciones antropológicas de origen

académico e incluso, según el contexto y propósito del trabajo, a aplicarlas y ampliarlas, a su manera, en los trabajos realizados por iniciativa de líderes étnicos:

la identificación y discusión de problemáticas culturales y políticas (internas o externas y sus interrelaciones) de manera grupal; la elaboración de mapas parlantes y de cartografía social; la recuperación de la memoria oral ancestral a

través de los mayores; el diálogo intra e intercultural para discutir y poner en cuestión los aportes del trabajo sobre el fortalecimiento organizativo interno; la 23 Esta forma de escribir fue impugnada por Jimeno (2000:175): “Dar la palabra al „otro,‟ hacer visible al sujeto de conocimiento, se lleva, aún hoy, hasta el extremo ingenuo de intercalar intervenciones (discursos políticos, reivindicativos, poéticos, cantos) de variedad de sujetos sociales con las de los „académicos‟, sin mediación alguna.” 24 Las reflexiones producidas al respecto fueron dirigidas a la reivindicación de los pueblos indígenas como sujetos colectivos de derecho y del derecho a la diferencia; a resaltar los avanzados desarrollos jurisprudenciales de la Corte Constitucional; y a mostrar los obstáculos, avances y bondades de las leyes que los reconocen y el posicionamiento que han alcanzado en la legislación internacional.

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“devolución” de resultados por la vía oral, en vez de la escrita, acudiendo a la

realización de talleres comunitarios. Estos aspectos no estaban ausentes en las comunidades y no fueron creados por solidarios y colaboradores; fueron resultado

del proceso dialógico entre las partes. La apropiación de esas metodologías puede verse en buena parte de los Planes de vida elaborados por los pueblos indígenas, en algunos aspectos con acompañamiento de profesionales no indígenas. Por

ejemplo, el Plan de Vida Wayúu señala: El Plan Integral de Vida se desarrollará con la metodología de la Investigación Acción Participación con énfasis en el enfoque poblacional. El conocimiento tradicional, la participación de la comunidad a través de concertación en la toma de decisiones y la tradición oral actúan como agentes dinamizadores y perpetuadores de la cosmovisión y práctica social de la comunidad Wayúu. Estas potencialidades se pueden dinamizar a través del método de Investigación Acción Participativa que tiene como punto de partida el conocimiento de la población local, dando énfasis al aprendizaje mutuo y a la participación de la población. Los principios básicos de la IAP son: está orientada hacia el cambio, parte desde la práctica, se encarna en el grupo, utiliza una metodología participativa, aplica la evaluación permanente .http://www.rtc.org.co/modulos/wayuu/piv.php).

No sólo los líderes indígenas formados en la lucha de las cuatro últimas décadas han promovido estas metodologías; también lo hacen las nuevas generaciones.

Por ejemplo, el Colectivo Guambiano Huellas Juveniles señala que su trabajo consiste en

…propiciar espacios de participación política para los jóvenes indígenas instruyéndoles en la práctica del debate y la decisión… la preservación de la cultura a través de su formación como jóvenes indígenas teniendo como fundamento la autonomía, el pensamiento propio y la defensa de su territorio. Esta labor de fortalecimiento cultural y promoción de derechos se realiza a través de “mingas de pensamiento” o diálogos con los mayores y las autoridades del Cabildo. También se realizan encuentros, reuniones y talleres donde se trabajan metodologías como la cartografía social para reconocer el territorio en sus espacios, tanto físicos como espirituales. Así mismo, se han abierto espacios de deliberación alrededor de las aspiraciones y necesidades de la juventud y canales de comunicación directa con el Cabildo en asuntos tan importantes como el Plan de Permanencia Cultural del Pueblo Guambiano. Todo lo cual fortalece la democracia local en las comunidades (http://www.saliendodelcallejon.pnud.org.co/buenas_practicas.shtml?x=7561).

Más allá de la apropiación metodológica realizada o como su consecuencia el

empoderamiento del movimiento indígena durante la década de 1980 hizo que su acción se desplazara del campo de la movilización política (apoyada por la etnografía política) hacia el espacio de la interlocución con el Estado y la sociedad

nacional. Esa interlocución estuvo en manos de los líderes indígenas (cuya formación se había realizado durante trabajos de base y capacitación política) que

veían innecesaria la presencia y, menos aún, la participación directa de antropólogos solidarios y/o colaboradores en dicho escenario; éstos tampoco estaban interesados porque por razones de seguridad personal habían asumido el

trabajo con indígenas de manera semiclandestina y les acompañaba la convicción

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de que estar contra el poder instituido no implicaba hacer parte de los lugares por

donde ese poder transitaba.25 El énfasis puesto por los líderes del movimiento indígena en la

interlocución con el Estado y sus instituciones condujo a la reducción del espacio de interlocución creado con la etnografía política y al desinterés de sus promotores por hacer nuevos espacios de intervención; optaron por no seguir

cultivando el escenario de trabajo etnográfico al que tanto habían aportado y tanto les había costado construir. La “pérdida” de ese espacio de interlocución

contribuyó al surgimiento, a principios de la década de 1990, de las auto-etnografías esencialistas y a la retracción etnográfica constructivista que, al abrigo crítico de los esencialismos culturales, orientó su mirada (enfatizando más

el discurso que la práctica de campo) hacia otros espacios, problemáticas y sectores sociales. Paralelo al auge de la retracción etnográfica el debate sobre el

énfasis puesto en uno de los dos aspectos de la relación entre cultura y política —la primera, defendida por los culturalistas, retomada por las auto-etnografías esencialistas y criticada por los constructivistas; la segunda, reivindicada por la

etnografía política y la IAP— que predominó en las miradas etnográficas hasta fines de la década de 1980 tomó un giro obligado por la plétora de

reconocimientos de derechos étnicos consagrados en la Constitución Política de 1991:26 la adición de lo legal a la relación entre cultura y política. El interés ya no se centró en la relación cultura-política sino sobre cómo pensar la cultura y su

sentido político con lo legal y, en especial, cómo se reconfigura esta relación a partir del reconocimiento constitucional de derechos étnicos.

El sentido político requiere ser explicitado en sus elementos constitutivos. El conflicto ha sido el factor dominante y estructurante de las relaciones interculturales; en Colombia lo étnico se ha reconstituido bajo esta dinámica,

presentando un proceso doble y complementario: el de las identidades "políticas" y el de sus efectos políticos. En las identidades "políticas" se encuentran las

formas de valoración que todo grupo étnico tiene de sus prácticas sociales, la necesidad de que se reproduzcan y los mecanismos ("propios," transformados, adaptados o adoptados) que cada pueblo utiliza para afrontar el conflicto

"propio" de las relaciones interculturales e intersociales. En los efectos políticos subyacen la fuerte valoración que adquiere la resistencia y la confrontación en

situaciones de dominación y las condiciones de exclusión y marginación que impone toda dominación a quienes son objeto de sujeción. En el trasfondo de estas identidades "políticas" y efectos políticos e independientemente de las

concreciones históricas que presenten las relaciones entre Estado y etnias la existencia, definición y reconstitución del fenómeno étnico están determinadas

por el carácter político que asume el enfrentamiento entre poderes: los desarrollados por el Estado y los interpuestos por los grupos étnicos. Por eso la cuestión étnica es un problema político cuya solución no se agota con el

25 Fals (1978), en cambio, pensaba que había que participar y dialogar con las instituciones estatales para trasformar, desde adentro, el poder y la política institucional. 26 En el nuevo orden jurídico fueron reconocidos derechos a los indígenas en los artículos 7, 8, 10, 63, 246, 286, 287, 330 y otros.

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reconocimiento jurídico de la diferencia sino que compromete una

transformación política de las relaciones de poder y sujeción. Estos interrogantes habían estado ausentes o alejados del análisis

etnográfico debido a que la etnografía sobre indígenas en Colombia había trabajado (en unos campos más que en otros), independientemente de sus enfoques metodológicos y conceptualización teórica, sobre las prácticas genocidas, etnocidas

y represivas del Estado, en el pasado y el presente; sus cosmovisiones, mitos y ritos; su organización social, económica y política; sus sistemas de parentesco; sus

lenguas y diversidad lingüística; sus luchas políticas, movilizaciones, relaciones de resistencia y procesos de identidad; sus relaciones y conflictos con el Estado y la sociedad nacional; sus sistemas de clasificación, uso y conocimientos de la

naturaleza; sus concepciones y prácticas de salud; su tradición oral y un largo etcétera, pero sin ponerlos en relación con los aspectos legales propios del carácter

monocultural de la nación. Entonces, a principios de la década de 1990 —aunque con antecedentes legales y de políticas públicas por más de una década— la defensa y protección de la diferencia y diversidad cultural promovida por el

culturalismo relativista27 fueron elevadas a principio constitucional. Una situación similar ocurrió con la defensa política de las reivindicaciones

del movimiento indígena, en particular las relacionadas con la defensa del territorio, del autogobierno, de la lengua, de la etnoeducación y de la participación política, cuando esas reivindicaciones no sólo fueron reconocidas sino

trascendidas por el conjunto de derechos étnicos consagrados en la Constitución de 1991.28 En las discusiones políticas de la Asamblea Nacional Constituyente y

posterior consagración legal de estos derechos las organizaciones étnicas y los tres constituyentes indígenas (dos elegidos por votación popular, Lorenzo Muelas y Francisco Rojas, y Alfonso Peña) generaron un nuevo espacio de interlocución

con los antropólogos solidarios y colaboradores (y profesionales del derecho) para que los acompañaran y asesoraran en la elaboración de las propuestas que serían

presentadas en las sesiones de la Asamblea. La acción política de la antropología tuvo una posibilidad de intervención ya no centrada, exclusivamente, en la discusión política sino ligada a lo legal. Poco se ha escrito o documentado sobre el

carácter de esta interlocución y la manera como procedió ante ella la acción antropológica. Las organizaciones indígenas y los constituyentes electos, a partir

de sus propias problemáticas y aspiraciones, demandaron de sus colaboradores y solidarios la producción y elaboración de saberes expertos que, articulados al contexto de la Asamblea, contribuyera con argumentos legales (también culturales

y políticos) a una mejor defensa y expresión legal de sus reivindicaciones históricamente negadas o desconocidas, tanto de hecho como en derecho. En los

intersticios del proceso constituyente la interlocución étnica-antropológica recobró sentido y plena validez, por lo menos con referencia a lo planteado por la IAP y la

27 Por la ausencia de una visión política explícita el culturalismo tramitó por las vías académicas sus solicitudes de buena fe o de comprensión por parte del Estado y la sociedad nacional. 28 En el nuevo orden jurídico fueron reconocidos derechos a los indígenas en los artículos 7, 8, 10, 63, 246, 286, 287 y 330 de la Constitución de 1991.

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etnografía política: los problemas de investigación no debían provenir de las

necesidades de la ciencia o de los deseos del investigador sino de los problemas y necesidades de las comunidades. La presencia de Orlando Fals en la Asamblea

no sólo fue un proceder consecuente con su idea sobre la necesidad y posibilidad de transformar las políticas y las instituciones desde su interior sino una ocasión para insistir y reclamar que la acción política, la investigación y el conocimiento

debían estar relacionados con la realidad, con la acción participativa de los sujetos sociales.

El contexto del reconocimiento constitucional de una gama extendida de derechos étnicos sitúa y orienta la acción política de la práctica etnográfica hacia un campo reconfigurado por las nuevas (y hasta novedosas) disposiciones legales. Las

luchas indígenas —a cuyo abrigo se desenvolvió la etnografía política que promovió, por la vía de la movilización de base (no por la vía de las reformas legales), el

reconocimiento de la diferencia y/o diversidad cultural, aparejada con la lucha por la democratización y transformación de las relaciones de poder intersociales— fue sorprendida, al igual que los sujetos étnicos, por la transformación de la Constitución

que regía al Estado colombiano desde 1886. La discusión seguía siendo política pero no podía sustraerse al análisis jurídico de lo cultural. Si antes la etnografía

había trabajado las tensiones de la dimensión política de la cultura y la dimensión cultural de la política ahora debía hacerlo desde sus dimensiones legales, en especial enfocando su intervención hacia cómo garantizar y llevar a la práctica el

desarrollo de los derechos étnicos conquistados. Este contexto configuró los contornos de un trabajo etnográfico que se fue orientando hacia el campo aplicado

de la antropología jurídica que, bajo el nuevo contexto, requería —por la naturaleza especializada y/o novedosa de la materia, tanto en lo legal como en lo político— la interlocución entre el saber experto (pero comprometido) y las experiencias del poder

étnico constituido. Aunque la conquista de ese cúmulo de derechos étnicos fue inicialmente

pensada como un producto doméstico los procesos legales vividos en varios países de América Latina han mostrando que se trata de un proceder de la política global dirigida a intervenir sobre una realidad cultural y política tan diversa como

conflictiva. Esa antigua tensión cultural y política ha sido reconfigurada por las nuevas lógicas culturales del capital y las disposiciones jurídicas sobre la

construcción social (¿contrato cultural?) que concilien culturas diferentes y hagan fluidas, viables y menos conflictivas las relaciones interculturales. Esa situación conflictiva llevó, según Geertz (1994:195), a que la “heterogeneidad cultural,” los

conflictos de su devenir, las luchas por su reconocimiento y “la crisis en la validez de las meta-ficciones” contribuyeran al resurgimiento de “sensibilidades legales.”

En el contexto colombiano esas sensibilidades adquieren un énfasis prominente: la defensa de la diferencia cultural asumida, políticamente, por la etnografía recupera su sentido aunque en un ámbito de mayor complejidad, el de su pleno

reconocimiento legal y no ya bajo disposiciones legales precedentes, como la Ley 89 de 1890, en las que se representaba y catalogaba la diferencia cultural como

signo de inferioridad, salvajismo y atraso. Puesto que la Ley 89 de 1890 y sus desarrollos posteriores orientaron la política pública institucional desde finales del siglo XIX hasta la promulgación de la Constitución de 1991 puede decirse que,

implícita o explícitamente (aunque desde enfoques diferentes), las varias

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perspectivas etnográficas que hemos discutido contenían el debate sobre la

modificación de las relaciones de poder y dominación culturales existentes en la ley y/o sobre cómo conciliar las diferencias culturales del Estado nacional; sin

embargo, en ese debate lo legal fue minimizado e invisibilizado. Ese hecho es extraño si se tiene en cuenta que la antropología ha señalado que toda sociedad es etnocéntrica y que no es la libre relación entre culturas la que puede resolver

los conflictos derivados de las diferencias, sobre todo en un mundo conectado por el mercado y en disputa geopolítica por recursos estratégicos. Quizá la solución a

esta problemática (cómo conciliar las diferencias culturales) fuese el telón de fondo para que en América Latina (desde la década de 1980 y, en especial, la de 1990) las reformas legales se convirtieran en propósito generalizado, dando origen

al reconocimiento constitucional de la diversidad étnica y cultural y al unísono se extendiera la institucionalización gubernamental y académica de la retórica del

multiculturalismo. Este reconocimiento no es un derecho particular pregonado por las movilizaciones étnicas y por algunos académicos del liberalismo, como ha sido pensado por la opinión pública; es el derecho fundamental y universal que tienen

todas las sociedades de ser iguales y diferentes al mismo tiempo. Cómo ejercer, garantizar y viabilizar este derecho constituye un interrogante cuyas respuestas

obligan a reconfigurar la mirada etnográfica sobre la dimensión política de la cultura y la dimensión cultural de la política en el marco constitucional del reconocimiento de la diversidad étnica y cultural que hoy está consagrado en

todas las constituciones de los países de Latinoamérica. En Colombia esta situación posibilitó el surgimiento de estudios

etnojurídicos (algo similar pasó en los años de 1980 con los estudios etnomédicos, etnolingüísticos y etnoeducativos que se promovieron a raíz de políticas y disposiciones legales que los amparaban) e hizo que los pueblos indígenas

incorporaran a sus luchas reivindicativas y a sus procesos i nternos de reconstitución cultural los nuevos reconocimientos legales. Esta situación produce

nuevas configuraciones en las luchas políticas y de resistencia cultural étnica sobre la manera de concebir la identidad, la cultura y las relaciones entre las comunidades étnicas y el Estado. Buena parte de los pueblos indígenas, en

especial los mas empoderados, situados en la región del suroccidente andino (nasa y misak) comienza a desarrollar un proceso de apropiación jurídica y política

de las disposiciones constitucionales como un mecanismo fundamental para legitimar la resistencia y lucha por la diferencia cultural y para reorientar procesos intraétnicos de organización social y cultural. Ese proceso abre las puertas para la

interlocución o diálogo con los académicos que habían trabajado en esa problemática. ¿Cuáles son los referentes constitutivos de esa interlocución?;

¿cuáles son los referentes jurídico-culturales de los académicos que apropian algunos pueblos indígenas?; ¿qué importancia tienen para la etnografía los trabajos colaborativos desarrollados?

Uno de los aspectos que más reclamó —por su carácter práctico y por los hechos que comenzaron a ocurrir en los primeros cinco años de estar rigiendo la

nueva Constitución— la necesidad de la interlocución entre comunidad étnica y académica fue la implementación de la Jurisdicción Especial Indígena. Las preguntas más recurrentes manifestadas por diferentes pueblos indígenas en ese

sentido fueron: ¿cómo garantizar que los derechos étnicos constitucionales sean

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una realidad y no se queden en la letra?; ¿cómo ejercer las formas de gobierno y

justicia propia de manera práctica y autónoma? En torno a la primera pregunta uno de los espacios de encuentro e interlocución entre pueblos indígenas y comunidad

académica se dio a partir de la idea de traducir la Constitución a las lenguas indígenas. El Centro Colombiano de Estudios de Lenguas Aborígenes (CCELA) tomó la iniciativa de realizarlo contando con recursos gubernamentales y con el

respaldo de los pueblos comprometidos en su ejecución.29 La metodología de trabajo siguió el siguiente proceso: (a) se expusieron y discutieron en cada pueblo

los objetivos y propósitos del proyecto; (b) se conformaron, en acuerdo con cada pueblo, grupos de trabajo integrados por etnolingüistas no indígenas e indígenas (donde estos existían) y por autoridades y/o líderes étnicos; (c) se promovieron

discusiones en cada lengua y, luego, en español; (d) los grupos, en ocasiones con participación amplia de la comunidad, iniciaron la lectura y re-traducción oral de

los artículos escogidos partiendo de un texto en castellano (texto 1, oficial de la Constitución); luego de entenderlo se pasó a la lengua indígena y, si fuese preciso, se crearon neologismos; entonces se tuvo un texto en lengua ind ígena (texto 2)

sobre el cual se hizo la traducción al castellano (texto 3); este último fue discutido y aprobado para su publicación escrita30 en lengua indígena y en castellano (Tulio

Rojas, comunicación personal). Refiriéndose a la metodología el coordinador del proyecto expresó:

Por la dificultad del texto castellano por traducir, por la necesidad de buscar en las lenguas indígenas palabras y giros con usos o sentidos muy poco familiares a los hablantes, era imprescindible dar un carácter colectivo a la traducción y recurrir a grandes conocedores de la tradición por un lado, a “personas puente” por otro lado. Las personas-puentes iban a ser, en primer lugar, indígenas lingüistas formados, casi todos, en nuestro centro pero, también, maestros, promotores de salud, líderes políticos, en general gente con un mejor conocimiento del mundo blanco; los conocedores de la tradición serían, según los casos, mamos, payes, chamanes, taitas y ancianos o sea líderes espirituales de las comunidades (Landaburu 1997:67).

Sobre los resultados del trabajo manifestó: …un nuevo género literario ha sido inventado, la construcción de un texto fuera de contexto, abstracto y analítico, no dialogado y complicado por la realidad de unas cosmovisiones que se oponen —la occidental frente a la indígena…31 Los grupos

29 Dada la magnitud de la tarea y los reducidos recursos para ejecutarla en todos los pueblos (85 reconocidos entonces) el proyecto fue reducido a sólo siete lenguas (de las 67 existentes en Colombia) y a 40 artículos de la Constitución considerados como los más pertinentes o relacionados con los derechos étnicos específicos. 30 Otra parte de la edición fue la producción de casetes para que un mayor número de hablantes tuviese acceso al texto constitucional. 31 Un ejemplo de las diferencias culturales de perspectiva entre la concepción constitucional y las indígenas queda ilustrado en las traducciones hechas por tres pueblos de los dos artículos más cortos del texto Constitucional: "El estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana" (Artículo 7) y "Es obligación del Estado y de las personas proteger la riquezas culturales y naturales de la Nación" (Artículo 8). Los cubeo los tradujeron, respectivamente, así: "Las autoridades que nos mandan miran y conocen e intervienen para que vivan bien y para que mantengan sus vivencias los grupos de personas que tienen otras formas de comportamiento y parecer en la tierra de nacimiento de

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indígenas, “receptores” del texto, en su mayoría no distinguen entre una orden cósmica y una orden social ni creen que la representación política es algo mecánico sino orgánico (y cuya legitimidad reside en el contacto con lo “no-visible”) y, finalmente, no consideran el espacio territorial aparte de la vida que este mismo contiene” (Landaburu 1997:109, 176).

Esta afirmación es reveladora de que las enseñanzas y aprendizajes alcanzados durante el proceso de interlocución oral realizado fueron más importante que el producto final publicado por escrito.32 Las palabras de Tulio Rojas (1997:231)

señalan la importancia del proceso de interlocución oral más que la del producto previsto: El trabajo empezó con un poco de miedo y con mucho entusiasmo a la vez. Más

que producir un texto lo que buscábamos era animar un proceso de reflexión colectiva que favoreciera, en las comunidades involucradas, la comprensión y dominio del universo jurídico y político de la sociedad dominante (Rojas 1997:231).

Carlos Cesar Perafán (1995) hizo, en acuerdo con cuatro pueblos (paez, kogi,

wayuu y tule), una investigación sobre sus “sistemas jurídicos.” La investigación se extendió, en los 8 años siguientes, a otros ocho pueblos: sikuani, cubeo, tukano,

guambiano, witoto, yukpa, u´wa y tikuna (Perafán et al. 2002). Aunque el estudio se desarrolló a la manera de la etnografía tradicional (de investigador e informantes) y su enfoque teórico fue criticado por los académicos, dada la

primacía de categorías del derecho occidental frente a las categorías indígenas, recibió pleno apoyo de las comunidades. El impacto jurídico y cultural que tuvo en

las Altas Cortes (en particular en la Corte Constitucional) fue la demostración etnográfica de que los pueblos indígenas, a pesar de su negación e invisibilización histórica, poseen concepciones, normas y procedimientos de solución conflictos

que deben ser considerados como sistemas jurídicos compatibles o comparables al nacional. En la comunidades produjo un efecto político de legitimación jurídica

de sus formas de justicia “propias” porque comenzaron a ampararse en la jurisprudencia constitucional para defenderse en los procesos judiciales iniciados contra indígenas por jueces que desconocían o se oponían a la aplicación de la

Jurisdicción Especial Indígena (JEI) reconocida por la Constitución (Artículo 246 ); además, iniciaron, fortalecieron o reestructuraron su ejercicio interno en

colombiana;" "Es trabajo del que nos manda y de todas las personas mirar e intervenir para hacer el bien y que se mantengan los bienes que en verdad tienen valor vivencial y otros que tenemos en la tierra de los nacientes" (Valencia 1994:95). Los arhuaco lo hicieron de la siguiente manera: "La fuerza creada para todos (por los no indígenas), consciente de que hay entre los habitantes de Colombia distintas maneras legítimas de vivir, las protege;" "La fuerza, creada para todos, por los no indígenas; y las personas que allí viven, cuidarán y defenderán las distintas maneras legítimas de vivir y todos los elementos naturales que existen para bien de todos" (Zalabata 1994:109-110). Los wayúu los tradujeron, así: "Aquí, dentro de la tierra colombiana, se valoran todas las maneras de ser;" "Las cabezas de apoyo que están en el mando y también todas las personas deben proteger las riquezas de la tierra y las que están dentro" (Pérez et al. 1994:98-99). 32 Esto mismo fue afirmado, sobre otros campos de conocimiento, por la etnografía política.

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consonancia con esa jurisprudencia y/o con su autonomía relativa reconocida. La

denegación del ejercido de la JEI por parte de los operadores jurídico es una muestra fehaciente de la resistencia institucional oficial al reconocimiento de la

diversidad cultural y de las formas como se acude a la exegética legal para determinar qué se reconoce y qué no. La denegación obedece a la interpretación caprichosa del Artículo 246 (“Las autoridades de los pueblos indígenas podrán

ejercer funciones jurisdiccionales.”) Algunos jueces interpretan ese “podrán” como (a) una función que sólo puede cumplirse cuando se reglamente la ley de

coordinación; como esa reglamentación no se ha realizado aún deniegan su ejercicio; (b) como sinónimo de tener capacidad (que debe demostrarse) para conocer y resolver los casos; como en su concepto esa capacidad indígena no

está demostrada —debido a que carecen de normas y procedimientos escritos— deniegan su ejercicio.

La cuestión legal y la interlocución en torno a ella entre indígenas y académicos comprometidos durante La Asamblea Nacional Constituyente, la promulgación de la Constitución de 1991 y los trabajos señalados tomaron tal

auge que en la realización del Primer Seminario Nacional sobre Jurisdicción Especial Indígena y Autonomía Territorial realizado en Popayán en 1997

convergieron practicantes etnógrafos políticos y organizaciones indígenas. El seminario contó con la asistencia y participación de 500 autoridades indígenas (cabildos, gobernadores, senadores, líderes, ex-constituyentes, intelectuales

étnicos y representantes de pueblos y comunidades), investigadores (en su mayoría los llamados solidarios y colaboradores), miembros de ONGs,

funcionarios del Estado, algunos magistrados (como Ciro Angarita) y el entonces Presidente de la Corte Constitucional, Carlos Gaviria. Se presentaron y discutieron 34 ponencias, entre orales y escritas, una parte significativa de ellas expuesta por

líderes e intelectuales indígenas y/o representantes de las organizaciones étnicas. El valor e importancia política de este espacio y del tema convocante fue descrito

por Víctor Daniel Bonilla (1997:319-320) así: Una de las cosas que sorprende y gusta es encontrar aquí a una cantidad de amigos y compañeros que desde hace muchos años han venido luchando, trabajando en una forma tesonera por los derechos indígenas, por la reivindicación de todos los pueblos nativos de Colombia y eso, me parece, tiene en sí no solamente un significado moral sino un significado práctico porque muchas de las personas que aquí nos encontramos, a través del tiempo, a través de las distintas opciones intelectuales, políticas, académicas, etc., que hemos alimentado durante tantos años estuvimos a veces en trincheras distintas, enfrascados muchas veces en discusiones que, mirándolas ahora con la perspectiva del tiempo, no ameritan o no ameritaban tanto esfuerzo y tanto desgaste. Por eso, el hecho de encontrarnos aquí personas venidas de todas las vertientes está marcando un hito en el desarrollo histórico de las luchas indígenas y en ese sentido me parece necesario rescatar ahora y es necesario puntualizar que nos demos cuenta y no dejemos pasar la posibilidad de volver a unir esfuerzos, como ya lo hicimos una vez en el año de 1991 en torno a la Asamblea Nacional Constituyente, para enfrentar el reto que ahora se nos presenta tanto a los amigos y colaboradores del movimiento indígena como a las comunidades indígenas. Este nuevo proceso, nueva etapa o esta coyuntura —si se quiere— que estamos enfrentando coincide con una situación muy concreta que es el deseo que uno observa, la solicitud permanente

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de parte de los compañeros indígenas de que se les continué colaborando en esta ardua tarea de conocer y avanzar en este proceso de ganar terreno en el tiempo históricamente perdido. Porque lo cierto es que todos ellos son conscientes de que no quieren, entrando el año 2000, volverse a encontrar con otros 500 años de soledad… pensemos en las formas como debemos seguir colaborando con los pueblos indígenas para que el sentido de esa diferencia y el sentido de respeto de esa diferencia se llegue a compartir, ojalá, por todos los colombianos para beneficio no solamente de los pueblos indígenas sino de todo el país.

El énfasis puesto por la etnografía sobre la dimensión legal muestra cómo

produce nuevas configuraciones en las luchas políticas de resistencia cultura l étnicas y en la manera de concebir la identidad, la cultura y las relaciones interculturales. Como señaló un texto de la Escuela Jurídico-Política de

Tierradentro (2005:69): La nueva realidad jurídica que se concreta con la Constitución de 1991 al reconocer la pluralidad de sistemas jurídicos hace necesario el desarrollo de procesos, acercamientos, diálogos, intercambios, que permitan ampliar el conocimiento y el reconocimiento cultural. Que, además, nos permitan evaluar las relaciones interculturales y el impacto de lo jurídico desde el derecho oficial y desde nuestras formas propias para desarrollar un diálogo de saberes para la producción y reproducción de los valores culturales e interculturales. Por lo tanto nuestras formas jurídicas parten de reconocer tradiciones y procesos de cambio, patrones y aspiraciones culturales, transformaciones, procesos de adaptación y asimilación, formas jurídicas donde predomina una aspiración colectiva pero, también, formas individuales.

En ese texto, elaborado, dialogado y escrito a varias manos, se recogen las

experiencias y voces de los alumnos y se expresan, por lo menos, cinco aspectos y /o relaciones: (a) entre lo político y lo cultural (“La Escuela aparece como un método de fortalecimiento para sembrar herramientas de resistencia

desde la capacitación y la investigación, como medios de apropiación cultural” ); (b) sobre la tensión entre textos orales y escritos (“No desconocemos la amenaza

de la academización Occidental del pensamiento del pueblo nasa por lo que se presenta una tensión entre, por un lado, la abstracción y racionalización del conocimiento a la manera occidental y, por el otro, la construcción de

pensamiento nasa a través de su aplicación dentro de las dinámicas de las comunidades antes de, siquiera, pensar en escribirlo”); (c) sobre el proceso de

investigación (“La verdad o el conocimiento no son aspectos que surjan del pensamiento de una sola persona que se encierra a iluminarse… esta es la creencia en occidente y por la cual son muy afamados los profesionales „sabios

de proyectos y escritorios.‟ Por el contrario, nosotros tenemos ideas e inquietudes y estas se ventilan y discuten en la minga, espacio en el que todos opinan y entre

todos se va llegando a las claridades necesarias”); (d) sobre la complementariedad del conocimiento cultural con el reconocimiento político (“Las tradiciones son la fuente de legitimidad del sistema político, jurídico y organizativo

nasa”); y (e) sobre los reconocimientos jurídicos (“En el proceso jurídico los pueblos indígenas hemos apropiado procedimientos y prácticas de otros sistemas

que se adecuan a nuestro pensamiento jurídico práctico… los reconocimientos

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constitucionales y la jurisprudencia constitucional conforman un marco normativo

que debe ser respetado por el Estado. Los nasa debemos exigir su aplicación ya que estas normas deben ser tenidas en cuenta para la regulación de materias en

los nuevos procesos locales, regionales, nacionales y mundiales y para la coordinación interjurisdiccional… en un marco constitucional de interlegalidad y pluralidad de sistemas jurídicos”). Las citas anteriores provienen de Escuela

Jurídico-Política de Tierradentro (2005:69-76). Esa nueva mirada no sólo apropia, jurídica y políticamente, las

disposiciones constitucionales para empoderar la resistencia y lucha por la diferencia cultural y para reorientar procesos intraétnicos de organización sociocultural; también apropia y articula a sus reflexiones las investigaciones

realizadas y/o los trabajos colaborativos desarrollados por los etnógrafos interesados en el campo de la antropología jurídica dirigida, en sus inicios, a

analizar, críticamente, los primeros fallos jurisprudenciales sobre la materia; luego, a influenciar con sus observaciones etnográficas e investigaciones académicas los fallos de las Altas Cortes; y, finalmente, en asocio con las

comunidades, a empoderar desde lo legal el amplio sentido del reconocimiento autonómico constitucional sobre el ejercicio de la JEI, articulando ese

reconocimiento con argumentos antropológicos que fueron dando contenido al principio constitucional de reconocimiento y protección de la diversidad étnica y cultural. Militantes étnicos y etnógrafos confluyen en señalar que la problemática

indígena y las justicias indígenas no pueden entenderse por fuera de un marco relacional global, nacional y local; por fuera de la relación conflictiva entre

narrativas de justicia locales y retóricas jurídicas nacionales y globales ya que la construcción de la alteridad jurídica o cultural involucra un conflicto constante en su devenir histórico. Las organizaciones indígenas conciben esta problemática

así: Por motivos históricos, políticos, sociales y culturales nuestros pueblos se han visto obligados a grandes cambios culturales lo cual se manifiesta en la pérdida de los idiomas y el debilitamiento de instituciones propias en relacion con la justicia, por lo cual entre nuestros pueblos se presentan hoy diversos grados de ejercicio de la justicia; en los años 80 nuestos pueblos se vieron obligados a fortalecer y profundizar el proceso de recuperacion, actualizacion de la ley de origen, derecho mayor o derecho propio, mediante la elaboración de reglamentos internos, la aplicación y puesta en vigencia de usos y costumbres, la reconceptualización de sistemas normativos indígenas, la aplicación de instituciones tradicionales como el consejo, las asambleas, las mingas y la proyeccion y fortalecimiento de las autoridades en instancias de decisión en materia de justicia mediante la creacción de consejos de ancianos, cabildos mayores, cabildos gobernadores y tribunales de gobernadores (ONIC 2005:6).

Algunos etnógrafos comienzan a configurar la problemática legal orientando la

investigación sobre un campo complementario: el análisis de las representaciones y/o de los efectos legales sobre la alteridad indígena. Ese campo se fue

convirtiendo para los etnógrafos (y, en ciertos aspectos, para los pueblos indígenas y el movimiento étnico) en un ámbito obligado de investigación, acción e intervención orientado a conocer las maneras como la memoria étnica resiste,

apropia, adapta, resignifica y trasforma las narrativas legales dominantes; a

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identificar y explicar cambios e impactos de la ley escrita sobre las formas de

derecho de tradición oral; a observar de qué manera la ley ha incidido en las formas intraétnicas de lo que es concebido como tradicional, propio o apropiado

por las comunidades indígenas y si contribuye o no a mantener y reproducir la diferencia cultural y social que las comunidades reivindican. Las tensiones de estos aspectos son fundamentales para analizar los retos que enfrenta la reflexión

etnográfica sobre la cuestión étnica en el escenario que reconoce su autonomía y para identificar y explicar las adaptaciones, adopciones, conflictos,

resignificaciones y alternativas que han surgido en los pueblos indígenas como consecuencia de las nuevas representaciones legales, nacionales e internacionales. Las enunciaciones legales sobre indígenas no sólo representan la

realidad sino que la crean y están dirigidas a regular los principales campos de su vida en comunidad (territorialidad, lengua, justicia, gobierno, economía, cultura) ;

además, son objeto de etnografías no sólo articuladas a la reflexión de derechos culturales, políticos y socioeconómicos de las comunidades indígenas sino, también, a la reconfiguración legal de la alteridad. Las representaciones legales

crean sujetos e identidades cuya caracterización depende de marcos de interpretación que trascienden los límites de su propio despliegue y que

determinan, en buena medida, el curso de la vida social (sobre todo la relación del Estado con los sujetos que dice representar). La juridicidad del otro no es otra cosa que su reconocimiento (negativo o positivo) en el discurso del Estado de

manera que su (in)existencia legal es, simultáneamente, el signo de su (in)visibilidad.

En el multiculturalismo el Estado ya no requiere modelar la cultura indígena sino su política y confinarla en sus territorios, delimitando su poder a las esferas donde es posible la diversidad étnica y cultural sin confrontar al Estado. El

multiculturalismo admite la existencia de formas diversas de normatividad cultural, de control social, de concepción, construcción y tratamiento de los conflictos;

admite que los conflictos entre indígenas pueden ser comprendidos y tratados bajo concepciones, significaciones y narraciones culturales disímiles a las existentes en las normas y procedimientos del derecho estatal “siempre que no

sean contrarios a la Constitución y leyes de la República” (Artículo 246, CP de Colombia). Una cuestión de límites. Charles Taylor (1993:93), uno de los

principales teóricos del multiculturalismo liberal, lo expresó así: “... el liberalismo no puede ni debe atribuirse una completa neutralidad cultural. El liberalismo es, también, un credo combatiente. La variable tolerante que apruebo, así como sus

formas más rígidas, tiene que establecer un límite.” El multiculturalismo condena las posturas radicales y alaba las complacencias ante las nuevas concesiones ; es

una política de la diferencia basada en el reconocimiento de la diversidad cultural. En ese mandato radica uno de sus problemas: reconocer no implica conocer si no aceptar; la aceptación, incluso de aquello que no nos gusta, se traduce en

tolerancia. El multiculturalismo es una forma tolerante de organizar la sociedad pero no una forma militante de conocerla ni de tender puentes interculturales que

permitan a las diferencias culturales conversar, conocerse, crear proyectos colectivos (distintos, por supuesto, del consenso hegemónico logrado alrededor de los extintos Estados nacionales). El “otro real” (que responde de maneras

diversas, no siempre pacíficas, democráticas ni humanistas, a las presiones del

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capitalismo salvaje, a la velocidad de los flujos globales y a la violencia post-

ideológica) debe dar paso, sin disonancias, al “otro imaginado” (que vive su vida bucólica y exótica en el mundo de la tolerancia y la separación). Como señaló

Slavoj Žižek (1998:157) de una manera brutal: La “tolerancia” liberal excusa al otro Otro folclórico, privado de su sustancia (como la multiplicidad de “comidas étnicas” en una megalópolis contemporánea) pero denuncia a cualquier Otro “real” por su “fundamentalismo,” dado que el núcleo de la Otredad está en la regulación de su goce: el “Otro real” es, por definición, “patriarcal,” “violento,” jamás es el Otro de la sabiduría etérea y las costumbres encantadoras. Uno se ve tentado aquí a reactualizar la vieja noción marcuseana de “tolerancia represiva,” considerándola ahora como la tolerancia del Otro en su forma aséptica, benigna, lo que forcluye la dimensión de lo Real del goce del Otro.

Conceptos devastadores, en verdad: regulación del goce de la alteridad; tolerancia represiva; estigmatización y, al mismo tiempo, promoción del primordialismo. El

multiculturalismo organiza las diferencias, nominándolas y creándolas desde un lugar de enunciación (el del Estado, los organismos multilaterales, las ONGs, la academia) que no se despojó de su traje hegemónico. El “otro real” es reprimido

por su reflejo virtual. Otra vez Žižek (1998:172): ...en el multiculturalismo existe una distancia eurocentrista condescendiente y/o respetuosa para con las culturas locales, sin echar raíces en ninguna cultura en particular... el multiculturalismo es una forma de racismo negada, invertida, autorreferencial, un “racismo con distancia:” “respeta” la identidad del Otro, concibiéndolo como una comunidad “auténtica” cerrada hacia la cual él, el multiculturalista, mantiene una distancia que se hace posible gracias a su posición universal privilegiada.

Este fenómeno tan cercano y ubicuo, el multiculturalismo, hace que las disciplinas

que quieren superarlo terminen alimentándolo. Ese parece ser el caso de la antropología: a pesar de condenar el colonialismo, a pesar de ser la caja de resonancia (auto-designada) de las luchas de la alteridad, su horizonte

praxiológico se edifica sobre la singularización (distanciada) del otro. Distancia y especificación del otro son centenarias (forman parte de discursos incluso

anteriores a la emergencia de la antropología). También lo es la manida fórmula jurídica del poder enunciada en la Constitución multicultural que rige el país desde hace veinte años: cuatro y medio siglos atrás (1542) las Leyes Nuevas también

hablaron de límites y establecieron que “En los conflictos entre indígenas se aplicarán sus propios usos y costumbres siempre y cuando no resulten

claramente injustos.” El espíritu de la ley cambia porque el proyecto también cambió. Desde la Colonia hasta la promulgación de la Constitución de 1991 el proyecto fue cultural, moral y económico: confinar a los indígenas territorialmente

para evangelizarlos, erradicar sus memorias, extirpar idolatrías y explotar su mano de obra. Aunque el proyecto cambió de propedéutica y contenido con la

Constitución de 1991 el fin es similar: articular los pueblos indígenas a la nueva lógica de reproducción del capital nacional y trasnacional. El propósito ya no es evangelizarlos (sería un costo adicional) sino ganarlos para la retórica del

desarrollo; ya no es erradicar sus creencias sino las concepciones sobre la naturaleza que obstaculizan acceder a la explotación de los recursos no

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renovables del subsuelo; ya no es explotar su mano de obra (pues no es

calificada) sino aprovechar su conocimiento sobre el medio; ya no es discriminar su cosmovisión sino valorarla para que haga parte del mercado cultural (todo ello

consultándolos, haciéndolos partícipes, pero sin capacidad de decidir). En los grandes conflictos del país (narcotráfico, guerrilla, paramilitarismo) y en los megaproyectos de explotación económica de las riquezas del subsuelo

(hidrocarburos y mineros) y de la superficie (biodiversidad) el Estado decide y establece los actores que pueden participar; en esa decisión no tienen asiento

central los indígenas a pesar de que los problemas están presentes en sus territorios y los megaproyectos se realizan o se proyectan realizar también en ellos. Como “contraparte” en sus territorios se puede hablar las lenguas nativas y

éstas pueden ser parte de la etnoeducación; pueden tener sus propios sistemas de salud y hacer parte de ellos la medicina tradicional; pueden tener sus propias

autoridades y éstas pueden administrar los recursos de transferencia; pueden resolver sus conflictos internos de conformidad con sus usos y costumbres. Esa “contraparte” es una manera distinta de resolver demandas históricas étnicas y

resarcir vejámenes eliminando, real o simbólicamente, sus signos traumáticos. También es la expresión de una política diferencial colonial embarnizada con

tintes democráticos: en los asuntos menores (para el Estado, no para los indígenas) se maximiza la autonomía indígena pero el Estado minimiza los costos de sus obligaciones (en justicia, salud, educación); en los grandes problemas

(para los pueblos indígenas y el Estado) se minimiza su participación o se les excluye de los espacios de decisión y son los indígenas quienes deben asumir los

mayores costos sociales. Estos fenómenos reclaman develar cómo lo legal reconfigura la in-diferencia cultural afectando, mediante mecanismos de derecho, los procesos

políticos de la lucha cultural y las política étnicas. Las reacciones étnicas frente a esta problemática no se han hecho esperar. Una de ellas, de significativa

importancia política y metodológica, ha sido la conformación de escuelas de derecho propio por parte de los nasa, los pastos y los embera-chamí. En ellas se da capacitación en formación legal (propia, nacional e internacional), en aspectos

políticos (autonomía territorial, gobernabilidad y gestión) y en aspectos culturales (conocimiento, recuperación y transformación de formas de autoridad ancestral,

formas de gobierno y ejercicio jurisdiccional interno e interjurisdiccional). Se trata de un espacio donde confluye la interlocución con académicos (antropólogos, abogados, magistrados, jueces), líderes indígenas de otros países y políticos

nacionales defensores de la causa indígena. Estas escuelas han comenzado a producir textos colectivos que consignan reflexiones de tipo cultural, político y

jurídico. En sus reflexiones priman los sentidos culturales de apropiación estratégica de lo legal en procura de modificar las relaciones interculturales de sujeción existentes; se trata de una respuesta política que, con la colaboración de

etnógrafos, cuestiona al Estado colombiano que asume su relación con los indígenas como un asunto que se resuelve reconociendo su existencia (no la

existencia de sus conocimientos) y estableciéndoles derechos aparte, reproduciendo una imagen parcelada de la sociedad y la nación y ajena a la sociedad diversa en permanente relación, lo cual hace pensar que se trata de una

política multicultural cimentada en una geopolítica multiterritorial dirigida a una

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nueva forma de segregación espacial de las diferencias culturales. La legalidad

multicultural re-espacializa la alteridad étnica al ligarla a territorios específicos: el otro es ahora inseparable (e impensable por fuera) de un lugar (su lugar),33

reproduciendo la discriminación cultural (un antiguo legado colonial del monoculturalismo) e impidiendo la realización democrática de la diversidad. En un contexto de relaciones entre Estado y pueblos indígenas, tan novedoso como

extraño, tan fácilmente retórico como exigente en la práctica, tan amplio en perspectivas como reducido en sus resultados, la etnografía política es renovada

en la triada de lo cultural, lo político y lo legal. Los problemas relacionados con el multiculturalismo y el reconocimiento de los sistemas jurídicos indígenas son parte fundamental de las discusiones

filosóficas, políticas, jurídicas, antropológicas y sociológicas actuales encaminadas a repensar la diversidad étnica y cultural en el marco legal de los

Estados postnacionales y las leyes internacionales. La fuerza que han tomado las reformas constitucionales en América Latina obliga a tratar y analizar las alteridades no como un asunto local y focal de cada país sino como un asunto

jurídico global que existe desde la conformación de los Estados nacionales pero que hoy adquiere un nuevo ropaje bajo el multiculturalismo. El reconocimiento de

derechos étnicos en las constituciones de América Latina es constitutivo de una política global que trasciende las explicaciones particulares de los procesos nacionales de los movimientos indígenas y señala que el reconocimiento de

derechos étnicos es parte de una política jurídico-política del capitalismo global que se propone regular y controlar las luchas étnicas en función de sus intereses

(no de las reivindicaciones étnicas), articulándolas a los aparatos y leyes del Estado. El reconocimiento constitucional genera nuevos espacios jurídico-políticos que producen tensiones en el movimiento indígena sobre cómo continuar la lucha

por la defensa de las diferencias culturales y el empoderamiento político. El constitucionalismo multicultural está conduciendo a que el movimiento

indígena pase de la esfera de las movilizaciones públicas a la participación, interlocución, concertación y negociación política con el Estado. La investigación jurídica sobre la interlegalidad es un espacio privilegiado para analizar cómo se

configuran concepciones sobre la relación entre lo político (porque se pone en relación el derecho indígena local con el nacional y el internacional) y lo cultural

(porque se confrontan las cosmovisiones, concepciones, prácticas y sentidos de la justicia indígena con la occidental); sobre la tensión entre textos orales y escritos (porque en la justicia indígena predomina la oralidad y en la nacional la

escritura); sobre el proceso de investigación (porque ocurre interlocución o construcción dialógica etnográfica entendida como lugar de confrontación,

producción, concertación, colaboración y producción de textos interculturales); y sobre la complementariedad entre conocimiento cultural y reconocimiento político del otro.

33 La legislación protege y promueve, sino co-produce, territorios y grupos indígenas. Nunca antes la legislación colombiana se preocupó de una manera tan explícita por la promoción de los territorios indígenas (e.g.,Ley 160 de 1994, Ley 199 de 1995, Decreto 2164 de 1995, Decreto 2546 de 1999).

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Los caminos de la etnografía

Siete décadas de etnografía colombiana enseñan un panorama variado: desde

una mirada objetivista y aséptica a los indígenas hasta una militancia cultural que acompaña sus reivindicaciones y expectativas; desde un esencialismo crudo e instrumental hasta una divergencia notable entre las etnografías multiculturales,

que ahora hacen textos constructivistas, y las auto-etnografías hechas por indígenas para indígenas que re-significan los discursos esencialistas.

El enfrentamiento entre constructivismo y esencialismo tiene muchas aristas; una de ellas tiene que ver con la manera como la comprensión de la cultura se despliega en el escenario de la lucha contra la dominación colonial. La

etnografía política y las auto-etnografías no dan cuenta de los procesos de hibridación o co-producción cultural que crean los marcos de significación que

llamamos culturas y la manera como se transforman: no describen las interacciones culturales en el colonialismo. Aunque la diferencia cultural fue configurada a través del contacto con las lógicas culturales dominantes en el

contexto del colonialismo (en otras palabras, es impensable por fuera de la experiencia colonial) este fenómeno fue desconocido en esas etnografías por

cuatro razones, una académica y tres políticas. Primera, en su intento por entender el “fenómeno social total”, como lo llamó Marcel Mauss (1967:1), la antropología creó totalidades auto-contenidas y discretas y, por extensión,

estáticas y esenciales. Segunda, uno de los propósitos del culturalismo, el aislamiento (proteccionista) de los indígenas y su preservación ante el avance del

progreso, condujo a la esencialización (romántica) de sus culturas. Tercera, el neo-esencialismo de los procesos de etnización y re-etnización contemporáneos usa caracterizaciones esencialistas propias de la construcción Occidental de la

alteridad; se trata de un esencialismo re-significado, puesto que ya no es un instrumento de dominación sino de empoderamiento, una suerte de orientalismo

(sensu Said 2004) invertido. Friedman (1994:137) se refirió a este fenómeno como "la inversión maniquea de los signos de dominación colonial que es internalizada por las propias comunidades nativas." Cuarta, la agenda

multicultural del Estado crea culturas y esencializa la diferencia; por ejemplo, la creación discursiva que Astrid Ulloa (2004) ha llamado nativo ecológico

(movilizada por el Estado, por ONG‟s, por organismos multilaterales y por las organizaciones nativas) está caracterizada por un esencialismo naturalista que ubica a los indígenas en un tiempo detenido (tradicional y ecológico) y en

territorios específicos y autónomos (ricos en biodiversidad y en mercancías de alto valor en el mercado actual y, sobre todo, futuro) que se preservan o

promueven. Muchas auto-etnografías son esencialistas; muestran la cultura nativa como

un fenómeno atemporal e incontingente, es decir, esencial. La disputa sobre las

esencias ignora que existen por decisión de las partes interesadas y pone de relieve que el enfrentamiento esencialista es político. Puesto que las esencias son

poderosas herramientas en la construcción de la vida social el asunto que debe ocupar a la etnografía es dónde y por qué surgen los esencialismos y cómo y por qué se despliegan. Diana Fuss (1989:xi) lo expresó de esta manera:

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… el esencialismo no es bueno ni malo, progresivo o reaccionario, benéfico o peligroso. El asunto que debemos preguntarnos no es si este texto es esencialista (y, por lo tanto, “malo”) sino qué motiva su despliegue en caso de que sea esencialista. ¿Cómo circula el signo “esencia” en varios debates críticos contemporáneos?; ¿dónde, cómo y por qué es invocado?; ¿cuáles son sus efectos textuales y políticos?

El esencialismo ha sido, hasta ahora, una estrategia básica de la resistencia de la alteridad, sobre todo étnica. Los nuevos esencialismos (o los viejos, pero

movilizados en el marco de luchas contemporáneas) son plataformas para transformar la relaciones tradicionales de poder a través de la valorización de un

yo levantado sobre lo que antes era un devaluado otro. Pero la mirada constructivista condena el esencialismo por "irreal" (o, por lo menos, por falto de realismo), haciendo caso omiso del hecho de que buena parte de las

representaciones históricas no académicas es abiertamente esencialista. La crítica anti-esencialista descalifica intereses colectivos que van mucho más allá de las

preocupaciones de unos cuantos académicos; como dijo Jonathan Friedman (1994:140) "la cultura es supremamente negociable para los profesionales expertos en ella, pero este no es el caso para aquellos cuyas identidades

dependen de una configuración particular. La identidad no es negociable. De otra manera no tiene existencia." La estigmatización de los esencialismos que hace la

plataforma constructivista milita en contra de la posibilidad de entender por qué surgen y cuáles son las consecuencias de su despliegue; esa tarea cartográfica redimensionaría los horizontes de intervención de la disciplina, alejándola de una

nueva mirada distanciada. La etnografía constructivista enfatiza las interacciones entre culturas a

expensas de las consideraciones aislacionistas y esenciales. La tradición global en la que se inscribe, el humanismo constructivista, incluso ha condenado el esencialismo por irreal, ficticio y peligroso.34 El constructivismo confunde política

con ontología: pretende que los resultados de la promoción y protección de la alteridad por las políticas multiculturales son expresiones ciertas de su naturaleza

violenta y no consecuencia de sus movilizaciones intencionadas —que fragmentan las alteridades, evitan su potencia en red y enfrentan las diferencias así fragmentadas. La confusión puede no ser deliberada pero está alimentada por un

prejuicio ideológico: ver la coexistencia de alteridades como socavamiento del

34 Edward Said, uno de los humanistas más influyentes de las últimas décadas, señaló: “Los equivalentes seculares [del fundamentalismo] son un regreso al nacionalismo y a las teorías que subrayan la radical distinción (una distinción falsamente exhaustiva, creo) entre las distintas culturas y civilizaciones… uno de los grandes avances de la moderna teoría cultural es la comprensión, casi universalmente admitida, de que las culturas son híbridas y heterogéneas… las culturas y las civilizaciones están tan interrelacionadas y son tan interdependientes que es difícil realizar una descripción unitaria o simplemente perfilada de su individualidad… cualquier tentativa de encasillar a culturas y pueblos en castas y/o esencias separadas y diferentes está expuesto no sólo a los equívocos y las falsedades consiguientes sino, también, a que nuestra comprensión se alíe con el poder para crear cosas tales como „Oriente‟ y „Occidente‟ ” (Said 2004:455-456).

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orden moderno. Por lo tanto, su desactivación, vestida de ecumenismo

trascendente, es tarea prioritaria de saberes (como la antropología) que se reconocen como guardianes de un reino sólo posible en la memoria y sólo

redimible en la nostalgia. La crítica constructivista quizás olvida que durante varios siglos la persistencia cultural tuvo entre sus estrategias el silencio, el mimetismo, la

apropiación, la adaptación y la resignificación; olvida que la diferencia cultural sólo existía en la medida en que y en el sentido como las sociedades nacionales

permitían que existiera. Hoy ese proceso se ha modificado: el silencio se ha trasformado en voces que cuestionan la autoridad y el método etnográfico, la historia oficial, las políticas culturales, la gestión gubernamental, el tipo de

sociedad predominante y el hegemonismo cultural. Este proceso recurre a esencialismos estratégicos como contraposición radical al multiculturalismo

estratégico —entendido como la promoción de la diferencia cultural que es funcional al establecimiento y a la globalización y la condena de toda aquella diferencia que se contrapone a sus propósitos. Hoy, como ayer, la diferencia

cultural no es vista como “natural” sino como un campo de intervención política (que mide la conveniencia o inconveniencia de su existencia) ante la cual los

sujetos de esa intervención responden, política y culturalmente, de igual manera. Esa respuesta ha comenzado a reconfigurarse, estratégicamente, desde la compleja relación triádica de cultura, política y ley.

La devaluación de las interacciones coloniales en beneficio de culturas específicas descontextualizadas desaparece en la etnografía constructivista

porque da cuenta de la naturaleza y la dinámica del encuentro intercultural, no ya como mundos que se oponen y se resisten sino como mundos que se co-producen; sin embargo, esta suerte de “realismo” etnográfico desactiva el

empoderamiento de la diferencia cultural al enfrentar, negar y, a veces, ridiculizar su nuevo traje esencialista. Además, no por azar la disciplina Occidental

encargada de administrar los discursos sobre el otro impugna el esencialismo de agendas culturales que son, al mismo tiempo, luchas por desplazar la preocupación focal por las diferencias a la lucha contra las desigualdades. De

hecho, las décadas posteriores a la última gran guerra, pero sobre todo las tres últimas décadas, han presenciado el abandono generalizado —en la academia,

seguro, pero también en el lenguaje cotidiano— de categorías peyorativas y estigmatizantes (razas inferiores, primitivas, subdesarrolladas) y el encumbramiento de la relativización culturalista (culturas diferentes) que desactiva

la organización amplia de base, des-racializa el racismo (pero lo conserva intacto) y reifica/funcionaliza las diferencias para dulcificar las desigualdades. Como

señaló Claudia Briones (2005:22) “Puesto que las relaciones sociales que recrean procesos de alterización se presentan y explican desvinculadas de la organización del capital y el poder internacional y nacional la diferencia cultural emerge como

propiedad cuasi-ontológica.” El reconocimiento otorgado a las culturas des-racializadas es el lugar de entrada para segregar y marginar de otra manera (la

manera multicultural) y para neutralizar la potencia de la insubordinación con el argumento, insultante pero ampliamente aceptado, de que no se trata de logros políticos de la base sino de graciosas concesiones altruistas del sistema.

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Las agendas indígenas no están solas en su lucha contra las

desigualdades. Una marca indeleble de la etnografía política es la necesidad de pensar la diferencia cultural junto con la desigualdad social; esa marca ha sido

retomada, bajo otro matiz, por antropólogos de otros países. García (2004:117) señaló que en un mundo globalizado

…cada vez es más difícil defender las diferencias sin cuestionar las iniquidades. Cuando se termina la época de los particularismos incomunicados la antropología no puede aislarse en los nativismos, así como la sociología explica poco del mundo si se dedica sólo a las grandes escalas y la política no logra volver el mundo gobernable atendiendo, únicamente, a los megaproyectos.

Para el multiculturalismo la alteridad ha concluido porque quiere que una entidad

que nació con la episteme clásica hace tres siglos se desvanezca, acaso sin ruido, y de paso a la diferencia; al desaparecer deja de ser un problema pero aparece la necesidad de administrar y organizar la diferencia. Las diferencias se multiplican,

florecen por doquier; la sociedad postmoderna es la sociedad multicultural. Para Augé (1996) asistimos a una ghetización de la diferencia. Las razones son varias:

(a) la diversidad como fenómeno de la moda plena; (b) proliferación de identidades más locales, más específicas (étnicas, por ejemplo), que militan en contra de asociaciones más fuertes y potencialmente más desestabilizadoras, como la

identidad de clase; y (c) libre circulación de capitales y, simultáneamente, limitación de la circulación de los pueblos, entre y dentro de los países

(limitaciones a la inmigración tanto como a las garantías ciudadanas de los inmigrantes). Aunque el otro sigue controlando al yo (la paranoia con el terrorismo es un buen ejemplo) esta subsistencia es menos un fenómeno propio de las

sociedades Occidentales que el resultado del choque de mundos distintos. Las tensiones entre constructivismo y esencialismo son señales

inequívocas de que el espectro etnográfico ha sido ampliado y los lugares de su enunciación desplazados e impugnados. Aunque el multiculturalismo es el signo de los tiempos el pluralismo (definido como la expresión horizontal de la

diferencia) es una moneda de poco uso que debe ser construida, promovida, discutida y consensuada constantemente, muchas veces en medio del conflicto

productivo. La etnografía no es ajena a este imperativo moral. Acaso podamos esperar que la mirada del etnógrafo sea suficientemente flexible para acomodar líneas de fuga, como la que plantean las auto-etnografías, y para generar

confluencias —temáticas (lo cultural, político y legal) y sociales. El ojo del etnógrafo testimonia la dificultad de pensar desde la alteridad cultural. El reto

etnográfico de dar cuenta de las interacciones culturales en el colonialismo se re-significa en el reto de entender (y asumir) la etnografía como otro de sus productos:

Cuando el intelectual-científico (y escritor) como observador es colocado en un espacio intermedio, el espacio en el cual la universalidad de la razón Occidental encuentra racionalidades distintas, el relativismo cultural se transforma: de marcos conceptuales relativos que pueden ser comparados y analizados a marcos conceptuales híbridos de los cuales emergen nuevas formas de conocer. En este punto el asunto no es cómo usar la guía ilustrada de las nociones Occidentales de racionalidad para entender experiencias coloniales, post-coloniales y

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tercermundistas sino, más bien, como pensar desde marcos conceptuales híbridos y espacios intermedios (Mignolo 1995:331).

Ahora existe en Colombia un jardín lleno de flores etnográficas, enunciadas desde varios lugares retóricos y por distintos actores (no siempre con intereses y miradas convergentes). Esta florescencia etnográfica podría confundirse con un

síntoma de pluralismo y horizontalidad; sin embargo, ocurre un distanciamiento progresivo de esas distintas miradas alrededor de cuatro tópicos básicos: cultura,

política, ley y retórica. Mientras las etnografías académicas constructivistas ponen en cuestión la consideración esencial de la cultura las auto-etnografías la adoptan de manera abierta. Esta dirección opuesta no debería ser problemática (al fin y al

cabo es una expresión de la multivocalidad etnográfica) si no fuera porque genera autismos (a veces despectivos, a veces críticos, a veces estigmatizantes de los

proyectos distintos del suyo) que poco aportan a la capilaridad dialógica y a la construcción horizontal de escenarios plurales. La etnografía constructivista no debería olvidar que el esencialismo que viste la etnicidad es un traje nuevo con

telas viejas y las auto-etnografías podrían aprovechar, más profundamente, el potencial de la reflexión crítica sobre la cultura como un medio fundamental para

construir tejidos sociales más abiertos al debate productivo. El sentido de lo político también ha tomado direcciones opuestas: mientras las etnografías académicas lo abandonan a favor de meta-reflexiones de gran

sofisticación teórica (que desdeñan la militancia explícita) las auto-etnografías lo abrazan y unen la exaltación cultural a la agenda política, siguiendo los pasos de

la etnografía política. La trayectoria étnica recorre el camino de la política al mismo tiempo en que la trayectoria académica lo abandona (si acaso lo transita lo hace de una manera irónica y selectiva).

Las etnografías académicas, sobre todo las que beben de la fuente constructivista, re-descubren el papel de la retórica y se abocan a explorar nuevas

formas de elaborar textos (polifónicos, multivocales), algunos decididamente subversores de la división policiva (y positiva) entre géneros textuales; en cambio, las auto-etnografías y algunas etnografías políticas recorren la dirección contraria,

las primeras porque los bajos niveles de alfabetismo militan en contra de las experimentaciones textuales y las segundas porque su simplificación del lenguaje,

pretendiendo volverlo transparente, sigue la idea de que la transformación de la etnografía “pasa por el cambio indispensable de las relaciones de poder en el trabajo de campo y, por supuesto, en una escala más vasta al nivel de la sociedad

en su conjunto” (Vasco 1999:50) pero no por los cambios en las formas de los textos. Esta aspiración moderna hacia la transparencia del texto (para que su

carácter de representador de la realidad sea tan discreto y silencioso que lo vuelva casi invisible) pasa por alto que el representador también es representado y que la etnografía participa del espectáculo de la representación en vez de

alejarse de él. Las etnografías en Colombia, con sus limitaciones y diferencias, han

contribuido al desarrollo de una antropología múltiple que hace posible, aunque no garantiza, la coexistencia crítica de diferentes lugares de enunciación desde los cuales se reconfiguran procesos políticos y culturales de creación,

conocimiento, reconocimiento y auto-reconocimiento de las diferencias culturales.

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La crítica de unas a otras y sus influencias reguladoras han evitado la hegemonía

de la etnografía académica y han limitado sus posibles excesos. Así la etnografía ha ampliado su horizonte comprensivo de las relaciones interculturales. Algunas

auto-etnografías d-escriben la cultura como soporte político de sus luchas y reivindicaciones étnicas, reconocen sus diferencias y tensiones intraculturales, critican algunas de sus concepciones y prácticas, abogan por el diálogo

intercultural y demandan, como fundamento de las relaciones con el Estado y la sociedad nacional, el respeto y el reconocimiento político de la diferencia cultural.

Las etnografías políticas argumentan que el respeto y el reconocimiento pasan por acciones críticas de las desigualdades sociales y por su transformación. Las etnografías constructivistas critican la esencialización de la diferencia hecha por la

militancia antropológica y por el activismo indígena; aunque desbordan el totalitarismo de la metodología y el hegemonismo excluyente de las etnografías

expertas corren el riesgo de evadir la construcción de textos interculturales y dialógicos que trasciendan la ghettización implícita en la retórica multicultural. La pertinencia de las críticas y sus regulaciones mutuas abren la

posibilidad de un sendero intercultural y no la extensión infinita de caminos bifurcados. Esa posibilidad comienza por reconocer que en Colombia ese sendero

implica la configuración de ojos etnográficos que acudan a escenarios donde se puedan analizar las relaciones interculturales desde los siguientes enunciados: (a) la consideración activa de los sujetos en el entramado de la cultura; (b) la

localización de la diferencia cultural en el centro del tejido social, no sólo en el escenario político; (c) la necesidad de un diálogo intercultural que cuestione la

idea de que la definición de las identidades culturales ocurre al margen de la interacción; (d) la situación y cuestionamiento de los proyectos hegemónicos sobre la vida cultural de los otros; (e) el repertorio de las culturas como limitado,

incapaz de contener toda la gama, riqueza y complejidad de la vida humana; (f) la complejidad de las relaciones sociales como evidencia de que el reconocimiento y

la aceptación conflictiva de las diferencias e identidades culturales no sólo existe en las relaciones entre culturas diversas sino, también, al interior de toda sociedad; y (g) la convicción de que los conflictos interculturales no se resuelven

con la prédica de los postulados modernos y postmodernos de democracia e igualdad formal, tan propias del constitucionalismo multicultural, porque esos

postulados no han modificado la desigualdad social y económica y porque cada sociedad contiene valores diferenciales a los cuales atribuye una importancia crucial en los que se reconoce y sin los cuales considera que la vida no es posible

o no tiene sentido. Estos enunciados resitúan la etnografía como práctica intercultural, como campo de análisis permanente, no de las culturas per se sino

de las interacciones intersociales que trascienden las auto-certezas de la cultura a la que se pertenece y los modelos narrativos monológicos de la investigación social y las convicciones de los otros.

Para ampliar (y cuestionar) el espectro de intervención del saber pregonado por las etnografías académicas y la gestión política de la cultura

proclamada por las auto-etnografías ambas pueden articularse mediante transformaciones de las relaciones interculturales que hagan viable la convivencia, contribuyan a reducir las desigualdades existentes y sitúen las

prácticas etnográficas como dimensiones políticas de la cultura (que fundamenten

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la lucha contra las desigualdades y la exclusión y posicionen formas alternativas,

no Occidentales, de concebir la vida en común) y como dimensiones culturales de la política (que fundamenten la existencia y reconocimiento de las diferencias).

Aunque estas dimensiones han sido pensadas como opuestas han estado presentes en el horizonte narrativo de la etnografía en Colombia, con énfasis desigual y con argumentos disímiles, y hoy adquieren vigencia disciplinaria y

legitimidad pública. Las diferentes miradas etnográficas producidas en las últimas décadas

permiten avizorar que la antropología colombiana transita hacia una práctica etnográfica de interlocución y diálogo que trasciende el ámbito académico y se sitúa en las relaciones interculturales públicas, alejándose de las previsiones del

canon objetivo y distanciado. Ese tránsito puede verse en las investigaciones colaborativas; en la co-teorización y co-producción de textos escritos y orales

(como talleres, capacitaciones, ponencias en congresos) o audiovisuales (videos narrados con las voces de antropólogos e indígenas); en la intercomunicación respetuosa de conocimientos diversos (como en la antropología médica); en la

etnoeducación; en la etnolingüística (como en la traducción de la Constitución a idiomas indígenas hecha por académicos y lingüistas nativos); y en la

investigación sobre las relaciones entre cultura, política y ley realizada con y/o promovida en los pueblos indígenas por la antropología jurídica mediante talleres, capacitación en las escuelas de derecho propio, defensa jurídico-cultural en

procesos judiciales y en el acompañamiento legal por la concreción real de sus derechos.

Siglos de etnografía han dejado una lección simple que es conveniente recordar de tanto en tanto: las redes de significación que llamamos culturas no se han constituido por fuera de los espacios de interacción determinados por el

colonialismo, la resistencia y los dispositivos legales. Por esa razón la mirada intercultural indaga por el sentido histórico como límite y posibilidad. La reflexión

antropológica sobre las diferencias y relaciones interculturales comporta un horizonte escatológico, una sonda retórica que tiene la intención de imaginar el devenir; su munición no es el pasado (que ha dejado de ser y cuya contemplación

sólo tiene sentido como lugar de proyección) sino la postulación del futuro. ¿Qué habrá de ser de la vida social en pocos años, en algunas décadas?; ¿florecerá la

violencia entre grupos cada vez más discriminados (desde afuera y desde adentro) a lo largo de vectores cada vez más culturales (cada vez menos económicos, aunque a veces coincidan; cada vez menos sexuales) o el orden

transnacional impondrá una paz universal predicada sobre retóricas (los derechos humanos, el libre mercado) y violencias (el derecho de intervención, la guerra

justa) globales?; ¿se disolverán las diferencias (que separan) y se formará una gran sociedad universal sobre unos principios éticos finalmente consensuados e innegociables que unen y garanticen, desde un orden jurídico inter-trans-supra-

nacional, el derecho universal a la vida buena, digna y autónoma? Predecirlo escapa a toda posibilidad etnográfica; promoverlo es una opción etnográfica que

puede hacerse desde lo político (como lo plantea la etnografía militante y colaborativa), desde el esencialismo cultural (como lo hacen muchas auto-etnografías), desde la critica a los neo-esencialismos culturales (como hace la

etnografía constructivista), desde el formalismo del análisis jurídico (como hizo la

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antropología jurídica) o desde la interculturalidad e interjurisdicidad (como están

haciendo las socio-etnografias realizadas por las escuelas de derecho propio). Trabajarlo en su triple y compleja relación (lo cultural, lo político y lo legal) es un

reto de la nueva etnografía en Colombia cuya realización reclama la reconfiguración (desde lo construido) de miradas etnográficas distintas (pero no distantes) sobre la interlocución y diálogo entre etnógrafos y sujetos étnicos. Un

ojo etnográfico que pueda ver-sentir lo que vemos y no vemos, omitimos o promovemos, en la relación signada por los lugares de observación e intereses del

nos-otros. El escenario intercultural ha permitido que el “estudio de las diferencias,

antes definido en oposición a un „yo‟ invisible, ahora se convierta en el juego de

semejanzas y diferencias relacionadas con identidades sociales explícitas” (Rosaldo 1993:206). Dos de ellas, etnógrafos y comunidades, pueden participar de

una alternativa relacional, en un sentido doble: (a) como interacción de vidas y seres (las cosas de antes, ahora parte de un universo animado); y (b) como entendimiento intersubjetivo (¿no es ese, acaso, el sentido original de la

etnografía?) De las etnografías relacionales puede esperarse, por lo menos, el derrumbe del edificio auto-referencial de la antropología. ¿En qué radica la

potencia de la etnografía para la relacionalidad de los sujetos? Esto dijo Fabian (1983): el espacio intersubjetivo del encuentro etnográfico promueve y exige el cuestionamiento del objetivismo del discurso antropológico. Nancy Scheper-

Hughes (1983) habló de explorar “la naturaleza del ser” en el encuentro etnográfico, de la etnografía como “autobiografía.” La experiencia intersubjetiva

muestra que el conocimiento no tiene objetos sino que los hace —o deshace, dudando de la mirada logocéntrica. La experiencia intersubjetiva como lugar del conocimiento, siempre localizado geo-histórica y geo-políticamente en la diferencia

epistémica colonial. La geopolítica del conocimiento es la perspectiva necesaria para disipar la presunción eurocéntrica de que el conocimiento válido y legítimo

debe ser sancionado con los estándares occidentales. El conocimiento es, cada vez más, un lugar de batalla, un lugar de contestación y de discusión.

La experiencia intersubjetiva como lugar del conocimiento ofrece otras

oportunidades: conocer deja de ser función de una prescripción metodológica para ser fruto de una relación intersubjetiva que acerca mundos distintos. Ese

acercamiento puede abrir alternativas de vida y de acción que son, en realidad, alternativas a la cosmología Occidental. Allí hay una fuente generosa de oportunidades para la etnografía, algunas ya exploradas desde la década de 1960.

Ese encuentro etnográfico intersubjetivo (el establecimiento de relaciones horizontales y participativas que eliminan la distancia entre investigador e

investigado), ya no accidental sino deliberado, constituye el escenario de una nueva moralidad que no podrá ser encontrada dentro de la disciplina y habrá de hacerse vulnerando los cerrojos disciplinarios. Esa moralidad no saldrá de la

posición privilegiada de los antropólogos sino de su compromiso, más elemental y nada jerárquico, con vidas hechas y por hacer por fuera de los designios

Occidentales. Esa nueva moral quizás encuentre una senda envolatada entre el positivismo, el culturalismo y las etnografías políticas esencialistas, las auto-etnografías y el constructivismo.

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El descontento de los intelectuales Occidentales con la modernidad y su

complicidad con el colonialismo fue sellado con el retorno a la fuente original: humanismo renacentista, razón histórica, capacidad emancipadora del

conocimiento. Las modernidades alternativas han sido edificadas sobre ese retorno. Pero esas alternativas siguen siendo modernas. La experiencia intersubjetiva como lugar del conocimiento, en cambio, ofrece otras oportunidades.

Conocer deja de ser función de una prescripción metodológica para ser fruto de una relación intersubjetiva que acerca mundos distintos. Ese acercamiento puede

abrir alternativas de vida y de acción que son, en realidad, alternativas a la cosmología Occidental. Espacios dialógicos en la esfera pública

Fijando el ojo en el presente y recorriendo la mirada realizada en el pasado en torno a las diversas formas de intervención antropológica resurgen matices que no se agotan en el claro-oscuro de este texto. ¿De qué matices hablamos? De

aquellos que la escritura nos llevó, vaya uno a saber por qué razones, a dejar escapar por las rendijas y luego, como si tuviesen vida propia, reaparecen sobre el

papel como destellos de luz que reclaman ser expuestos en relación con las inusitadas problemáticas, contextos y reacciones que crean los sujetos que han constituido los campos de investigación antropológica; sus puntos de fuga o

convergencia resurgen como problemáticas que adquieren mayor fuerza en el contexto actual. Quizás la ceguera no sólo sea nuestra. El ojo del etnógrafo no vio

esas problemáticas debido a su visión focalizada de lo indígena como algo local, extraño, exótico, singular y exterior a lo nacional o porque lo étnico carecía de su actual dinámica nacional e internacional; es decir, era visto como expresión de una

diversidad históricamente condenada a desaparecer, a extinguirse, a transformarse, a integrarse a la historia del progreso, del desarrollo. Tal fue,

palabras más, palabras menos, el vaticinio de la teoría critica eurocéntrica que tanto sustento dio al Estado nacional monocultural y a la democracia liberal. No es gratuito que bajo este enfoque, tanto gubernamental como disciplinario, se

propusiera evitar la desaparición de los indígenas por medio de labores de protección especial (museísticas y aislacionistas) y contribuir a su asimilación35 e

35 Hasta no hace mucho la asimilación, la integración étnica y la racionalidad autoritaria se consideraron como las condiciones del triunfo de la razón y el progreso, el universalismo político. El agotamiento de ese modelo, el fracaso de sus promesas, ha hecho que la razón homogeneizadora ahora sea una imagen frágil. Por eso sólo recientemente los Estados han comenzado a hablar de reconocimiento de la diversidad cultural. La inclusión de este término en el aparato legal y en el lenguaje cotidiano obedece a que lo nacional se volvió un obstáculo para la articulación y globalización del modelo económico mundial, compatible con la diversidad y la pluralidad. Si el capitalismo logra poner en marcha en el mundo entero este modelo poco le importa que el mundo siga siendo culturalmente diverso y que bajo la égida de la democracia se promulgue la política multicultural de los derechos étnicos autonómicos culturales, lingüísticos, religiosos y jurídicos. El debilitamiento de un modelo nacional que procuraba conservar el control de la modernización económica y de las identidades colectivas constituye el marco que ha vuelto un lugar común el campo de un multiculturalismo que poco tiene que ver con las

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integración mediante la propedéutica antropológica adecuada (visión aplicada del

desarrollo). Como hemos señalado, esas visiones predominaron hasta la década de 1960. Al comienzo de la década siguiente fueron resituadas en un pedestal

particular y paradójico por la etnografía política: los indígenas dejaron de ser un asunto del gobierno y del poder político instituido y deslegitimado y pasaron a ser un asunto de antropólogos, del saber legítimo constituido. Más allá de propósitos y

procedimientos del poder y del saber los indígenas fueron vistos, constituidos y representados desde la exterioridad. Poco después las empoderaradas voces

indígenas desplazaron las voces políticas de los etnógrafos: la escritura del saber antropológico fue cubierta, cuando no reemplazada, por la escritura del saber nativo, las auto-etnografias. Mientras tanto —desde los bordes, desde la barrera,

desde su panóptico epistémico— las miradas académicas constructivistas, que se vuelven dominantes en la formación curricular, constituyen escenarios que

promueven la interacción cultural, vigilan las posturas esencialistas y continúan definiendo los derroteros de las identidades étnicas.

El ojo etnográfico ha hecho de lo indígena un campo fragmentado y

múltiple, lleno de agujeros, de bocetos impresionistas que reclaman un nuevo acercamiento, un nuevo enfoque que configure el campo de interacción

investigativa desde una dimensión que sitúe lo indígena en un contexto global (expresado de forma local, regional y nacional y signado por agitaciones políticas, económicas y culturales) que exige la construcción de renovados espacios de

investigación e interlocución dialógicas que tengan en cuenta la re-configuración de la cuestión étnica en la esfera pública, sobre todo la manera como ha

constituido territorio y autonomía en categorías políticas, culturales, económicas y epistémicas fundamentales. Esos espacios de debate e interlocución interétnica e intercultural están siendo constituidos por los indígenas en las mesas regionales y

nacionales donde se debate la elaboración de la política pública gubernamental y en las que participan organizaciones de la sociedad civil y de la academia. Otro

espacio prominente es la minga de pensamiento,36 un ejercicio de participación y construcción colectiva de conocimiento. Para los guambianos es un espacio para

…intercambiar impresiones, establecer diálogos de diversas voces y perspectivas, estimular el intercambio y el flujo de ideas e impresiones y estimular la participación de los pueblos indígenas desde sus propios criterios e iniciativas en la construcción de historias plurales que visibilicen las diversas maneras de entender los procesos históricos y se estimule la emergencia de diversas miradas al respecto… Las mingas de pensamiento permiten contar con

reivindicaciones o derechos económicos de sociedades y culturas locales en unos Estados paradójicamente integrados bajo el principio de la exclusión y la reproducción a escala geométrica de la desigualdad económica. 36 Minga designa el trabajo voluntario que realiza un grupo solidariamente con el fin de llevar a cabo una obra (una carretera, una escuela, una casa) en beneficio de la comunidad. Las mingas son acciones comunitarias. El término se ha extendido para designar las jornadas de reflexión o discusión sobre temas importantes para las comunidades. En la Universidad Nacional estudiantes indígenas de más de una decenas de pueblos indígenas lo han utilizado para convocar a la discusión y análisis de temas que competen a su presencia en la universidad, su compromiso con las comunidades y sus acciones dentro y fuera como jóvenes que transitan entre culturas y mundos diversos.

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una diversidad de versiones sobre un determinado tema de reflexión y buscan refrescar el pensamiento partiendo de las distintas experiencias y capacidades de quienes participan en ellas… La minga es dispuesta como un trabajo que propicia acciones. Proceso que se desarrolla en el tiempo y que, por lo tanto, está circunscrito a un proceso de continuo aprendizaje en la relación con la sociedad nacional y en los diversos espacios de encuentro con el Estado (Resguardo indígena de Guambía. Silvia, Cauca. 29 de noviembre y 05 de diciembre de 2008).

Feliciano Valencia, vocero nasa en la minga, señaló: La Minga es un proceso, no es un aparato; si fuera un aparato mañana nos lo acaban. Segundo, la Minga no tiene dueños; la Minga tiene voceros, que es otra cosa, voceros que los ha colocado la Minga. Nos ha correspondido a mí y a la compañera Marilén, mañana serán otros de ustedes, pero el proceso es así porque la Minga a lo que le apunta es a crear procesos sociales, no a crear personas. Las personas debemos ayudar a la Minga porque un proceso debe mantenerse, las personas pasamos en los procesos y hacemos nuestro aporte. Otra claridad es que en la Minga nadie es más importante que nadie, principio de equidad e igualdad; por eso a mí me angustia cuando dicen: es que a nosotros no nos convocan a la Minga, ¿Cómo así? O sea hay que mandarles una carta para que digan es que como yo soy importante, mándenme una carta para yo poder asistir. Yo veo que hay que romper esos esquemas de formas organizativas y de formas de participación también, esto es abierto, es incluyente, es de ustedes y como es de nosotros debemos participar, compromiso número uno que debemos asumir. Hay un desafío de construir lo que aquí debe ser el proyecto de país. Ese es el otro tema que debemos seguir discutiendo porque aquí hay un país que lo propone la insurgencia, aquí hay un país que lo pone el modelo económico, un país de los políticos añejos, tradicionales, con resabios que creen que esto no ha cambiado. La pregunta que yo les hago es ¿cuál es el país que soñamos nosotros? Y hay que plantearlo para ponerlo a debatir con el resto de proyectos que hay en el país. Ese es el otro desafío que nosotros tenemos, para evitar lo que alguien decía: caer en retóricas. Yo creo que hay es que avanzar en ese sentido también y es el otro paso que hay que seguir dando. Que tenemos un gran desafío, muy grande, y es auto revisarnos, auto aprender, saber escuchar, saber entender y saber leer para dónde va esta sociedad y cómo aportamos nosotros. Retomo el desafío más grande como la contradicción, además del modelo, la contradicción interna que tenemos nosotros como procesos. Ser muy creativos, tarea número uno, porque falta mucha gente para que entienda, se vincule, acepte y se comprometa con la Minga, ser muy creativos y en eso los jóvenes tienen mucho que dar, mucho que aportar, la academia tiene mucho que aportar en ese sentido (Intervención pública en nombre de la minga, Bogotá 18 y 19 de julio de 2009).

El Centro de Investigación Indígena del Tolima asume la minga de pensamiento

como una actividad de investigación recreada por los pueblos indígenas: La minga es una apuesta política, es ver cómo se posiciona el tema del conocimiento propio porque una de las realidades más sentidas en el territorio es que a nosotros nos han enseñado que hay un conocimiento universal y que los pueblos indígenas no tienen sabiduría y no tienen conocimiento… La investigación es concebida por el Centro como un elemento clave para comprender los

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procedimientos y los tiempos y espacios que cada cultura genera para construir conocimiento: La investigación es un elemento fundamental para compartir el conocimiento que está en la memoria y las vivencias de nuestras comunidades… Es así como el CIIIT resignifica la investigación, una actividad típicamente occidental, como una herramienta propia. Este proceso de incorporar elementos externos pero desde las categorías culturales indígenas es una de las claves que el CRIC ha encontrado para revitalizar la cultura y la organización comunitaria. Primero fueron los cabildos, luego la escuela y ahora la investigación. Gentil lo dice con palabras precisas: “Nosotros consideramos que la investigación es una herramienta política. Lo que estamos mirando es que hasta hoy hay una problemática muy grave que es que la escuela es considerada como el único centro de conocimiento y precisamente la actitud de los padres de familia parte de la premisa de que ellos no son portadores del conocimiento. Por ende, lo que se busca con la estrategia de investigación es precisamente mostrarles que ellos sí son portadores del conocimiento. Su conocimiento, de hecho, puede aportar a un ejercicio directo de lo que significaría para nosotros el plan de vida, la defensa del territorio (http://tejiendoterritorios.blogspot.com/2011/06/cuando-la-investigacion-se-vuelve-minga.html).

Las concepciones y las características de la minga de pensamiento muestran

cómo el movimiento indígena comienza a revalorar y/o a hacer de la investigación una actividad de interlocución abierta y dialógica con la sociedad nacional, con el

Estado y con la academia (a) como metodología dinámica e interactiva, con procesos de ida y vuelta entre los diversos actores participantes; (b) como acción compartida con retroalimentación de los resultados obtenidos en cada caso; (c)

como actividad formadora (análisis de los problemas y su configuración étnica e n una abierta interacción con colaboradores e interlocutores externos) en la que la

amplia participación se convierte en una actividad educativa que combina aspectos informativos y formativos; (d) como actividad investigativa permanente, un contexto de interacción e intervención en que los resultados no pueden ser

definitivos pues las problemáticas, las perspectivas, los intereses y las compresiones cambian y se transforman; (e) como diálogo cuyo proceso es el

producto principal, como diálogo que no es consulta sino confrontación y acuerdo; (f) como respeto de la autonomía y del reconocimiento. Este espacio tendría poco valor si fuera para seguir hablando de la minusvalía que originó los asuntos

indígenas, ahora camuflados e inflados bajo la expresión política de reconocimiento (sin conocimiento) multicultural; tendría poco valor si lo étnico no

deja de ser algo marginal y pretérito. Tan importante como la existencia y valoración de la minga de pensamiento es redefinir y valorar en sus dimensiones más fuertes como se configura hoy la cuestión indígena, qué elementos contiene

para hacer de ella un campo de interés político, económico y cultural internacional y epistémico interdisciplinario. Esa valoración exige varias precisiones.

En primer lugar, Colombia es un Estado de fronteras étnico-culturales. El norte está habitado, fundamentalmente, por raizales y otros grupos afrocolombianos. La Guajira es un territorio habitado, casi que exclusivamente, por wayuús. La Sierra

Nevada de Santa Marta es la región ancestral de los kogui, arhuaco, wiwa y kankuamo. Urabá es un espacio de confluencia de indígenas, afros, colonos y, dada

su importancia geopolítica y económica, es una región de disputa política entre

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sectores económicos, guerrilla, paramilitares y contrabandistas. Buena parte de la

población de la costa Atlántica está más ligada, económica y socioculturalmente, a Centro América que al resto del país. Con los wayuú pasa algo similar: se sienten

más cercanos a Venezuela que a Colombia. Si a estas especificidades étnico-culturales sobreponemos las disputas jurídicas por derechos territoriales con Nicaragua y Venezuela no queda duda de lo mucho que importa para el país el

sentido de pertenencia que puedan tener estos grupos a la hora de tomar decisiones sobre el asunto en disputa. Si a ello agregamos que el Atlántico es la región por

donde se realiza el mayor comercio de Colombia también resulta importante el proceder de sus habitantes frente a disposiciones políticas de control del contrabando (actividad de impacto económico negativo para el país), si

consideramos que ha sido parte especial de su economía; lo mismo sucede con el tráfico de armas y de drogas, una de cuyas rutas principales está en esta región.

Ante un reordenamiento territorial del país estas realidades tendrán un gran peso. No es gratuito que esta región haya promovido procesos separatistas. Los raizales de San Andres se manifestaron en 1997 con un paro cívico en el que amenazaron

con separarse de Colombia ante la desatención estatal nacional. La costa Pacífica es tan diversidad como la costa norte: está habitada por un 90% de población afro,

5% indígena (emberá-eperara, emberá-catío, waunana, chamí y tule) y 5% blanca-mestiza. Esa región es considerada un espacio estratégico en la conformación del bloque económico del Pacífico, liderado por Japón. El Oriente (Orinoquía y

Amazonia) está habitado por pueblos indígenas (58 de las 81 que existen en Colombia), con presencia de población blanca-mestiza en enclaves de colonización.

En buena parte de ese territorio la máxima presencia del Estado es el inspector de Policía, el maestro y el misionero, lo que de suyo deja entrever que el control político del Estado sobre ese espacio es más simbólico que real. En el sur de la región

andina y amazónica (límites con Ecuador y Perú) la situación es la misma. Tal vez las mayores diferencias están en las regiones andina y costera, habitadas por

menores porcentajes de indígenas y afros. Es tan poca la presencia del poder del Estado en esa región que hace 6 años la guerrilla realizó en el Putumayo un paro armado que duró tres meses en los que mantuvo sitiada la región y ejerció control

absoluto sobre sus habitantes sin que las fuerzas militares del Estado pudieran hacer algo al respecto.

En segundo lugar, los territorios indígenas contienen y comprometen el desarrollo de la economía nacional. Los territorios indígenas y afros del Pacífico, a pesar de la titularidad y derechos especiales que les consagra la Constitución,

siguen siendo concebidos como espacios vacíos y deshabitados desde la geopolitica del capital; esta concepción, de la que participa el Estado y buena parte

de la sociedad nacional, da sentido a los espacios que no están integrados al modelo económico y sociopolítico dominante. Otra es la visión de sus habitantes locales, quienes construyen los lugares y los han apropiado con escasa población

debido a sus formas culturales de construcción territorial. La ausencia del Estado y de integración al territorio nacional produce la imagen refleja de espacios vacíos. En

Colombia todos los paisajes tienen las huellas seculares de lo indígena; sus marcas arqueológicas dan cuenta de la cristalización espacial de su presencia histórica. La geovisión de vacío hace que esos territorios tengan valor económico y científico para

el Estado, pero no valor cultural. Los grupos que los habitan son medios y no fines

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para explotar y conservar los recursos “naturales” y su capital tangible e intangible.

Los territorios indígenas, además, se han convertido en parte esencial del desplazamiento complementario de la economía agrícola generalizada en la región

andina hacia una economía extractiva en la Orinoquia y Amazonia. Allí se concentran las principales reservas de hidrocarburos del país, que se extienden a Venezuela y Ecuador; de ellas apenas comienza a tener conocimiento la sociedad

nacional, a pesar del ojo avizor de las multinacionales. Primero fue la explotación de quina en la región andina y el látex en la amazónica; luego la de hidrocarburos en

territorios de los barí, tunebos, siona, cofanes; ahora es la coca en ambas regiones, el carbón en territorio wayuú y el petróleo y el oro en el territorio de aproximadamente 30 pueblos indígenas de la Amazonia, Orinoquía y región andina.

Estos hechos son evidencia contundente (a) de que los territorios indígenas, desde la época colonial hasta hoy, han estado vinculados a procesos productivos de

economía extractiva mundial; y (b) de que el interés económico ha primado y se ha impuesto en detrimento y en contra del querer de las comunidades indígenas que en vez de ser las más beneficiados terminan siempre siendo las más afectadas cultural,

social y económicamente. La explotación de hidrocarburos en la Amazonia y Orinoquia tiene un

beneficio económico para algunos sectores sociales, entre los que no se cuentan los indígenas, quienes se ven obligados a ceder parte de sus territorios sin contraprestación alguna o recibiendo regalías irrisorias. Las compañías petroleras

saben varias cosas sobre los indígenas de estas regiones: (a) que su baja población se puede manipular con pequeños programas asistenciales revestidos de procesos

más paternalistas que los del Estado pero con niveles de mayor eficiencia y eficacia puesto que los recursos económicos de los que disponen superan con creces los recursos estatales para políticas sociales; (b) que dada su economía ancestral

basada en la caza, recolección y horticultura los indígenas tienen poco interés en cambiar de actividad económica y si lo quisieran tampoco podrían hacerlo debido a

que las compañías sólo utilizan su mano de obra para abrir caminos e instalar campamentos de exploración; (c) que dado lo vivo de la memoria histórica respecto al horror de las caucherías y otros fenómenos ocurridos desde la Conquista hasta

hoy en sus relaciones con la sociedad occidental los indígenas prefieren la retirada a la participación o al enfrentamiento; (d) que debido al tipo de poblamiento disperso,

a la ausencia de un poder político centralizado, a los bajos niveles de organización política y gremial y al carácter pacífico de los grupos éstos no enfrentan la exploración y explotación petrolera; y (e) que los indígenas que, por circunstancias

especiales, se ven obligados a relacionarse con sectores de la sociedad “blanca” (misioneros, compañías petroleras, guerrilla, colonos, comerciantes) terminan en un

proceso de desintegración cultural o diezmados por las enfermedades. Aunque los indígenas de estas regiones todavía ven en la mercancía del blanco un elemento de enfermedad y contagio les es difícil prescindir de los motores fuera de borda para el

transporte acuático, de los rifles y escopetas para la cacería y del arroz y otros productos incorporados a su dieta alimenticia. No son otras las baratijas que reciben

del “desarrollo petrolero” y de las cuales algunos se han vuelto dependientes. Como estos aspectos no son ignorados por los grupos económicos y políticos incrustados en el poder legislativos y ejecutivo del Estado obran en consecuencia con los

intereses de las compañías petroleras y facilitan el saneamiento jurídico, la

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legalización y el reconocimiento de grandes extensiones territoriales a los indígenas

sin que exista de por medio mayor confrontación o presión organizada. Incluso, en los lugares donde no ha sido posible reasentar colonos el Estado ha propuesto un

modelo de tenencia similar a los resguardos (las reservas campesinas) bajo el criterio de salvaguardar y extender en la región el desarrollo sustentable practicado por los grupos étnicos. Esta eficiencia estatal contrasta con el descuido e

indiferencia frente a los problemas que hoy padecen los aproximadamente tres millones de personas de población desplazada (campesinos, afrodescendientes e

indígenas) por los efectos de la disputa económico-política de control territorial entre guerrilla, paramilitares y empresas nacionales y multinacionales en muchos de los territorios étnicos.

El reconocimiento y saneamiento jurídico de los territorios étnicos no ha sido igual en todo el país. El saneamiento, legalización y reconocimiento de grandes

extensiones territoriales en la Amazonia y Orinoquía contrasta con la política estatal frente a las etnias andinas. A pesar de la estrechez territorial que padecen respecto a tierras de vocación agrícola el Estado ha procedido al reconocimiento y ampliación

de algunos resguardos debido, principalmente, a la movilización política y/o a la confrontación del movimiento indígena. Desde la presidencia de Belisario Betancourt

los distintos gobiernos han optado por impulsar la promoción y ejecución de proyectos de "desarrollo" concertado con las organizaciones gremiales indígenas departamentales con el fin político de frenar el acelerado proceso de recuperación

de tierras que realizan los indígenas del suroccidente andino desde mediados de la década de 1970. Las promesas incumplidas, pactadas mediante acuerdo entre los

gobiernos y las comunidades, explican la reciente confrontación entre las fuerzas armadas y los cabildos nasa en el norte de Cauca. El carácter político de una política diferenciada indica que en los territorios donde no hay niveles de

organización que presionen políticamente por la "tierra" (pueblos indígenas amazónicos) el Estado facilita la ampliación territorial con ausencia de programas de

política social; en cambio, en las regiones donde la necesidad de ampliación territorial es apremiante y es fuerte el movimiento indígena (zona andina) el Estado facilita recursos para programas sociales. La intencionalidad de esta política no se

ejerce sólo sobre los pueblos indígenas. También sucede con las comunidades afrocolombianas, salvo las de la escasamente poblada región del Pacífico —que

fueron objeto de la Ley 70 y no la totalidad de millones de afrocolombianos, buena parte de los cuales son pobladores rurales que carecen de tierra.

La prevalencia del sentido económico sobre lo cultural diverso saltó a la vista

cuando el Estado, de conformidad con el Artículo 330 de la Constitución (cuyo parágrafo establece que los recursos del subsuelo son propiedad de la nación),

quiso resolver el conflicto de intereses entre una multinacional petrolera y los u‟wa mediante manipulación política disfrazada de consulta democrática. El reconocimiento y protección de la diversidad étnica y cultural consagrado en el

séptimo principio constitucional obliga a reconocer las convicciones y cosmovisiones que estructuran la cultura de los pueblos indígenas, no sólo por lo que significa el

respeto a toda cosmovisión y creación humana sino porque no viola ningún derecho humano o cultural así afecte los intereses económicos de las multinacionales y de la sociedad post-nacional. Así como resulta absurdo someter a consulta los valores

más preciados de la tradición Occidental (nadie sometería a consulta si estamos o

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no de acuerdo con la libertad y la democracia) sería absurdo hacerlo sobre los

valores fundamentales de las cosmovisiones indígenas. El ojo del etnógrafo no debe pasar por alto que lo que está de por medio no

es el problema entre tradición y modernización; no se trata, como lo quieren hacer ver las multinacionales, los medios de comunicación, los analistas económicos y no pocos intelectuales, de escoger entre mitos indígenas y economía global. Esta

oposición es engañosa y reduce lo cualitativo de los valores culturales a un orden económico y cuantitativo, logrando inclinar la balanza hacia un pretendido progreso

que cada vez hace más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Lo que está en cuestión es la forma de salvaguardar la coexistencia histórica de diferentes concepciones sociales sobre asuntos tan centrales a la vida como la relación entre

lo que Occidente llama sociedad y llama naturaleza. La oposición ocurre entre cosmovisiones económicas, es decir, entre mitos-valores que orientan las relaciones

con el entorno físico. Los mitos son una forma de explicar y ordenar el mundo, de dar sentido y organizar las relaciones entre los humanos entre sí y con su entorno. El mito judeocristiano de la creación del mundo del cual somos herederos "hizo al

hombre a imagen y semejanza de Dios" y no de la naturaleza, colocándola a su libre disposición. En los mitos indígenas se concibe a los seres humanos como más

cercanos a la naturaleza, distintos pero íntimamente ligados y dependientes de ella. Cuando se refieren a la ley y la justicia los kogui, arhuacos y wiwa no hablan de normas creadas por la cultura sino que invocan la Ley de Origen que existió antes

del mundo como lo conocemos; los pueblos amazónicos hablan de la Ley de la Madre Naturaleza.

La suerte de estos aspectos, sobre los cuales los indígenas tienen por derecho un papel protagónico, está en juego debido al poder de intereses económicos globales, al predominio jurídico de los intereses generales sobre los

culturales y a la vigorización de nuevos procesos políticos étnicos. Las transformaciones globales reconfiguran las relaciones con los grupos indígenas y

pide a la etnografía dar cuenta sensible de los matices contextuales. Nada se gana con avanzar jurídicamente si los hechos políticos, sociales y económicos van por otro camino y si lo jurídico no es más que el telón de fondo para sacrificar los

intereses generales a intereses particulares que imponen las políticas neoliberales. Estas precisiones contribuyen a dimensionar la importancia político-económica de

lo étnico para el país e ir más allá de análisis folcloristas y exóticos de lo étnico; también ayudan a comprender los requerimiento para la existencia de una normatividad jurídica supraestatal que garantice y desarrolle los derechos culturales

de los pueblos indígenas. El ensimismamiento etnográfico impide ver a los indígenas como actores protagónicos de los asuntos urgentes del colectivo post-

nacional. Las siguientes palabras de Abadio Green (sf) quizás reclaman la re -constitución del ojo del etnógrafo:

Junto a un reconocimiento formal de los derechos viene el retroceso real de nuestra autonomía y la negación a que ejerzamos el derecho a decidir qué pasa en nuestros territorios. Y si no es así, ¿Para qué la jurisdicción interna? ¿Una jurisdicción para decidir sobre el robo de gallinas pero que no puede decidir sobre una carretera o un canal que nos parte el cuerpo y nos llena de enfermedades como la prostitución y la miseria? ¿Una jurisdicción para controlar a los indígenas que pescan con barbasco o tumban árboles pero que no pueden hacer nada cuando Urrá impide que nazcan

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peces o cuando Madarién arrasa un bosque? Pero no es solamente con el Estado Colombiano con el que tenemos este debate para que se nos mire integralmente. El Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, las fuerzas insurgentes, el Banco Interamericano de Desarrollo, nos ven por pedazos y escogen solo una parte, la que les interesa: como poblaciones con problemas pero sin derecho a la auto-representación; como base social para las acciones políticas paro sin derecho al control territorial; como posibles interlocutores de las políticas regionales pero sin participación en la definición de directrices globales; como merecedores de respeto a nuestras tradiciones culturales pero sin derecho a tener intereses económicos.

Las palabras de Abadio Green, Feliciano Valencia y otros líderes indígenas ponen de presente que nos encontramos ante las manifestaciones de sujetos étnicos que hacen presencia en la esfera pública, en los espacios donde se definen las

políticas sobre el presente y futuro de los pueblos ind ígenas y otras problemáticas de orden internacional, nacional y local. En ese lugar se exige y espera que estén

presentes las voces de todos los interesados (políticos, gobernantes, movimientos sociales, ONGs, gremios, académicos) para pensar el Estado y la sociedad post-nacional. El ojo del etnógrafo debe hacer conciencia que se trata de una

invocación a discutir en un lugar que —en términos metodológicos, epistémicos, sociales, políticos y culturales— trasciende el espacio comunitario (de los saberes

locales/tradicionales) y el académico (de los saberes universales/disciplinarios) para resituarse en el espacio del poder legal-político donde puede hacerse más visible, publico, importante e incuestionable el carácter político del conocimiento.

Cuando ese carácter se hace público pone en evidencia intereses y enfoques divergentes y genera preocupaciones comunes. La confrontación de esos

intereses y preocupaciones puede dar lugar a que los saberes y/o discursos constituidos y naturalizados se vuelvan constituyentes de nuevas perspectivas e intersubjetividades.

La mirada etnográfica puede reconocer que la intervención en la esfera pública trasciende, con creces, la acción participativa de la etnografía militante del

nivel comunal y las tranquilas formas de observación y reflexión intradisciplinaria de la etnografía constructivista en la medida que los movimientos sociales étnicos están convocando a la creación de una agenda de interlocución nacional e

internacional en la que se debatan, públicamente, problemáticas que comprometen la supervivencia física y cultural de los pueblos indígenas y

aspectos centrales de la economía global-local. Entre esos aspectos, cuya importancia va más allá de las fronteras de los viejos Estados nacionales, se encuentran la regulación y manejo de los recursos naturales, el modelo de

desarrollo, los derechos territoriales y autonómicos de los pueblos indígenas y las comunidades afrodescendientes y las disputas ambientales. Así lo evidencian los

debates internacionales de dos últimas décadas frente a los casos u´wa en colombia, awas tingni en Nicaragua, bagua en Perú, gualeguaychú en Argentina, yakye axa en Paraguay y sarmaka en Surinam que han llegado, incluso, a las

cortes internacionales. El debate público de estos asuntos reclama que los sujetos étnicos trasciendan el ámbito de lo comunitario e intracultural y que los etnógrafos

subviertan los lugres comunes del trabajo académico desarrollado en el aula de clase y, de vez en cuando, en las comunidades. El debate académico-político en

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la esfera donde se producen las políticas públicas es un espacio de intervención

distante (y distinto) de la asepsia académica, teñido de la confrontación de conocimientos y de perspectivas y expectativas diversas. En ese espacio tienen

lugar las prácticas y luchas políticas por el bien público, por los derechos generales y colectivos. Allí se hace más difícil, pero también más factible, la construcción etnográfica intercultural. La práctica etnográfica que crece en este

espacio no tiene un carácter autorreferencial sino derivado de debate interculturales; por lo tanto, no puede imponer los campos ni los términos de

discusión. Proceder de esta manera es comenzar a aceptar que en Colombia y América Latina desde hace treinta años las luchas más avanzadas son protagonizadas por grupos sociales irrelevantes para la crítica eurocéntrica

(indígenas, campesinos, mujeres, afrodescendeintess, desempleados) y sin sentido alguno en su historia futura. Muchos de esos grupos hoy habitan lugares

remotos, como las alturas de los Andes y las selvas amazónica, y hablan de los procesos culturales y sus luchas en términos de dignidad, respeto, reconocimiento, territorio, autonomía, resistencia, buen vivir, madre tierra,

reciprocidad y solidaridad y no en términos de socialismo, comunismo, democracia, derechos humanos, desarrollo y lucha de clases.

El debate académico en la esfera de lo público comienza por la discusión política del lenguaje, por aceptar que el símbolo es más real que lo simbolizado y que todo está en cuestión, incluido lo que hemos escrito sobre el método y la

textualización etnográfica. Participar en una minga de pensamiento en la esfera de lo público, es decir, hacerlo en el seno de los espacios constitutivos del poder,

significa aceptar que la reflexión sobre la cuestión étnica compromete y demanda una lucha por la transformación política de las relaciones instituidas de saber-poder.

Agradecimientos

Eduardo Restrepo, Joanne Rappaport, Jairo Tocancipá, Hugo Portela y Tulio

Rojas comentaron versiones preliminares de este texto. Sus comentarios evitaron que cayéramos, más profundamente, en nuestros agujeros argumentales.

Gracias.

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