el niÑo la mira mira- a propósito de la luna tiene una liebre

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EL NIÑO LA MIRA MIRA ‐Consideraciones para una poética infantil a propósito de La Luna tiene una liebre‐‐ El niño del romance lorquiano mira la Luna, la mira mira, la está mirando como todos los niños, siempre embelesados, miran las cosas del mundo, la realidad exterior, sus propias manos, los movimientos de la luz y de la sombra… Así el niño va tomando posesión del mundo, que sólo logrará cuando empiece a nombrar las cosas. Esa debe ser, en mi opinión, la actitud del poeta: mirar, mirar, estar mirando el mundo y asombrarse para después llegar al verso. Así que, poetas, si no os hacéis como niños no entraréis en la tierra de la poesía. El proceso, pues, es el siguiente: Primero, la mirada; después, el asombro; finalmente, expresión verbal del asombro. Así para hacer un poema sobre la Luna hay que mirarla y mirarla, estarla mirando hasta descubrir, por ejemplo, que viste un polisón de nardos de blancura almidonada y que tiene pechos de duro estaño y un corazón de plata con el que se podrían hacer collares y anillos blancos. O bien, hasta descubrir que en ella vive un leñador viejo requeteviejo y un árbol seco al que le está cortando las ramas y, además, hay una pradería cubierta de nieve, donde pasta una liebre. Para mirar y mirar, para estar mirando, es preciso que el poeta busque un buen observatorio: por ejemplo una vieja fragua donde hay un niño solo; o una fuente donde las janas –en asturiano les xanes‐ peinan sus cabellos de oro y adonde van las niñas al atardecer y por la mañana a buscar agua… El poeta ha de saber mirar con los ojos de ese niño gitano o de las niñas que van a la fuente; también con los ojos de la niña que no termina de dormirse porque quiere que le lean o le cuenten alguna historia de la Luna… Hasta aquí he tratado de dar mi opinión sobre la actitud del poeta en la llamada poesía infantil, que tal vez sea la misma que debe primar en la poesía sin adjetivos. Vayamos ahora a lo que considero más adecuado en la construcción del texto poético infantil. Me referiré exclusivamente a los poemas infantiles donde se cuenta algo, donde hay una historia. No es de mi gusto la narratividad plena (con la presencia explícita de espacio, tiempo, personajes, acción…); es decir, un discurso con la “historia” sin elipsis, sin silencios. Pienso, en cambio, que el fragmentarismo deja un espacio para que el lector –el niño- obligado a rellenar los silencios, se convierta en re- creador, en poeta. Esto precisamente me lleva a la poética machadiana que llamo “de la fuente serena” y que aparece en un poema muy conocido de su libro Soledades, el que empieza «Yo escucho los cantos». Es un poema que suele figurar en muchas antologías de poesía infantil, aunque a mi entender nada tiene de tal género. Traeré aquí algunos fragmentos:

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Conferencia pronunciada por el poeta Francisco Álvarez Velasco en el I Festival de Poesía Infantil Verso en Nubes, 13 al 15 de mayo, Ciudad de León, España, 2011

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ELNIÑOLAMIRAMIRA

‐ConsideracionesparaunapoéticainfantilapropósitodeLaLunatieneunaliebre‐‐

ElniñodelromancelorquianomiralaLuna,lamiramira,laestámirandocomo

todoslosniños,siempreembelesados,miranlascosasdelmundo,larealidadexterior,suspropiasmanos,losmovimientosdelaluzydelasombra…Asíelniñovatomandoposesióndelmundo,quesólolograrácuandoempieceanombrarlascosas.Esadebeser, en mi opinión, la actitud del poeta: mirar, mirar, estar mirando el mundo yasombrarseparadespués llegaralverso.Asíque,poetas,sinooshacéiscomoniñosno entraréis en la tierra de la poesía. El proceso, pues, es el siguiente:Primero, lamirada;después,elasombro;finalmente,expresiónverbaldelasombro.

Así para hacer un poema sobre la Luna hay que mirarla y mirarla, estarlamirando hasta descubrir, por ejemplo, que viste un polisón de nardos de blancuraalmidonadayque tienepechosdeduroestaño yuncorazónde plata conelque sepodrían hacer collares y anillos blancos.O bien, hasta descubrir que en ella vive unleñadorviejorequeteviejoyunárbolsecoalqueleestácortandolasramasy,además,hayunapraderíacubiertadenieve,dondepastaunaliebre.

Paramirarymirar,paraestarmirando,esprecisoqueelpoetabusqueunbuenobservatorio: por ejemplo una vieja fragua donde hay un niño solo; o una fuentedonde lasjanas–enasturiano lesxanes‐peinansuscabellosdeoroyadondevanlasniñasalatardeceryporlamañanaabuscaragua…Elpoetahadesabermirarconlosojosdeeseniñogitanoodelasniñasquevanalafuente;tambiéncon losojosdelaniña que no termina de dormirse porque quiere que le lean o le cuenten algunahistoriadelaLuna…

Hastaaquíhetratadodedarmiopiniónsobrelaactituddelpoetaenlallamadapoesía infantil, que talvez sea lamismaquedebeprimaren la poesía sinadjetivos.Vayamosahoraaloqueconsideromásadecuadoenlaconstruccióndeltextopoéticoinfantil. Me referiré exclusivamente a los poemas infantiles donde se cuenta algo,donde hay una historia. No es de mi gusto la narratividad plena (con la presencia explícita de espacio, tiempo, personajes, acción…); es decir, un discurso con la “historia” sin elipsis, sin silencios. Pienso, en cambio, que el fragmentarismo deja un espacio para que el lector –el niño- obligado a rellenar los silencios, se convierta en re-creador, en poeta. Esto precisamente me lleva a la poética machadiana que llamo “de la fuente serena” y que aparece en un poema muy conocido de su libro Soledades, el que empieza «Yo escucho los cantos». Es un poema que suele figurar en muchas antologías de poesía infantil, aunque a mi entender nada tiene de tal género. Traeré aquí algunos fragmentos:

Yo escucho los cantos de arcaicas cadencias, que los niños cantan cuando en corro juegan, y vierten en coro sus almas que sueñan [….] En los labios niños, las canciones llevan confusa la historia y clara la pena; [….] Cantaban los niños canciones ingenuas de un algo que pasa y que nunca llega: la historia confusa y clara la pena. Seguía su cuento la fuente serena. Borrada la historia, contaba la pena.

No importa, pues, que la historia sea confusa o que esté borrada en parte, lo relevante en poesía es que sea clara la pena –léase: la emoción, el sentimiento…-. El niño, el lector, sabrá reponer o inventar lo que falte. Una de las cumbres de nuestra lírica, sin duda, es “El romance del prisionero”, un buen ejemplo de historia confusa o borrada, fruto en este caso de la transmisión oral colectiva que fue depurando el poema hasta reducirlo a la pena del encarcelado, sumido en la pérdida de la conciencia temporal, por culpa del ballestero que le mató el avecilla que cantaba al alba.

Dejemos, pues, espacios vacíos, aunque la historia quede confusa. ¿Qué importan las circunstancias en que los viejos lagartos del poema de García Lorca perdieron sus anillitos de desposados, ni adónde se puede llevar los pájaros el capitán Sol, que pilota el globo del cielo?: El poeta ha de buscar ante todo que sus versos “cuenten” la pena de esos dos viejecitos.

Con lo dicho hasta aquí, he querido transmitir algo de mi disposición para escribir La luna tiene una liebre. Termino mi intervención con los “materiales” que me ayudaron a escribir el poema. Los más importantes son los siguientes: La literatura tradicional, los ritmos de la métrica popular, leyendas chinas que tratan de explicar las sombras de la Luna, Antonio Machado, la alondra de Lorca, el paisaje de las riberas leonesas con sus chopos y álamos (¡qué bien ha ilustrado Fernando García-Vela los

versos que dicen Y en los chopos la brisa / las hojas mueve / muerta de risa”!)…¡Y, muy especialmente, las fuentes!... En La luna tiene una liebre hay una fuente de oro al lado de un bosque. En mi infancia, había muchas fuentes; y en torno a ellas, algunas leyendas: La fuente de las Guindalicas, la de Miruete, la de Rabosa, la de La Seda… Debajo de la Fuente de Miruete los moros habían enterrado un odre lleno de monedas de oro hecho con el pellejo de un buey que mugía en las noches de vendaval. La fuente de la Seda se llamaba así porque en ella podían encontrarse algas doradas que eran hebras de la cabellera rubia de una ninfa…

De estas maravillas aquel niño que fui tuvo noticia en las largas veladas de invierno en casa de los abuelos. Al volver a casa a hombros del padre, el niño miraba y miraba la Luna de aquel limpísimo cielo leonés cuajado de estrellas.

Francisco Álvarez Velasco