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El mar enterrado www.librosmaravillosos.com Patricio Jara Colaboración de Sergio Barros 1 Preparado por Patricio Barros

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Colaboración de Sergio Barros 1 Preparado por Patricio Barros

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Colaboración de Sergio Barros 2 Preparado por Patricio Barros

Presentación1

"El mar enterrado" es la novela que, específicamente, se refiere a las instancias

previas a la Guerra del Pacífico. Sitúa la acción en los precarios cuarteles militares

bolivianos antofagastinos en 1877, francamente abandonados por La Paz, cuyo

gobierno pareció no darse cuenta de que su negligencia sería fatal.

El héroe de la historia es el capitán de navío Eusebio Román Matrás Vernaza,

profesor de historia militar, que más que hombre de armas era un académico algo

ingenuo y bien intencionado, cuya vida transcurría apacible en La Paz. Pero fue

enviado a la lejana Antofagasta para instruir a la tropa, que resultó ser ignorante y

analfabeta, aunque no desprovista de lealtad y sentido patrio.

El brutal cambio de escenario se agudizó porque Matrás no pudo hacer clases, sino

que debió combatir piratas, enfrentar una sublevación militar y otra del monitor

Huáscar. Además, por esos años, un terremoto destruyó Antofagasta y apareció una

peste que amenazó a la población.

Presente, en todo momento, estuvo el creciente deterioro de las relaciones con los

empresarios chilenos, que no acataban la orden de pagar más impuestos por la

extracción del salitre, y con los obreros procedentes de Chile, que habían llegado en

busca de mejores horizontes.

Las aventuras de Matrás y sus subordinados se desarrollan durante esos dos

convulsionados años, hasta que sigilosamente, a fines de enero de 1879, llega a la

rada antofagastina el blindado chileno Blanco Encalada, preludio de la invasión del

14 de febrero de ese año. Apenas 6 días después, los chilenos le perdonan la vida

pero lo expulsan al desierto.

1 http://www.cambio21.cl/cambio21/site/artic/20141003/pags/20141003164131.html

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Colaboración de Sergio Barros 3 Preparado por Patricio Barros

1877. En la antesala de la Guerra del

Pacífico, el mayor conflicto armado de la

historia de Sudamérica, un erudito capitán

boliviano, Eusebio Matrás, dedicado

exclusivamente a enseñar la guerra a

través de los libros, deberá abandonar la

tranquilidad de los salones de instrucción

en La Paz para embarcarse rumbo a

Antofagasta. Ahí comprenderá, en carne

propia, lo que significa matar a otro

hombre.

A la memoria de Huberto Plaza

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Colaboración de Sergio Barros 4 Preparado por Patricio Barros

Parte I

§ 1

Aferrado a las riendas de su mula hasta sentir la sangre atorada entre sus músculos

rígidos, el capitán Eusebio Matrás se volteó por última vez hacia el embarcadero

antes de internarse en el desierto. Con los arenales extendiéndose como espinazos

petrificados a su alrededor, tenía el presentimiento de que con la llegada de las

tropas chilenas a Antofagasta nunca más volvería a ver el mar.

Según las actas levantadas por la nueva autoridad del puerto tras la invasión, el

capitán de navío Eusebio Román Matrás Vernaza fue el último militar boliviano en

abandonar la costa luego del operativo que dio paso a la Guerra del Pacífico.

Aunque se trata de anotaciones a modo de apostillas, estas permiten suponer que

no habría sido más allá del 20 de febrero de 1879 cuando, junto al sargento Nazario

Cuneo y al marinero Alonso Grillo, el oficial aceptó las mulas y provisiones ofrecidas

por la comandancia chilena para alejarse del litoral.

—El coronel ha sido claro, señores. Aprovechen que todo aún permanece en calma

—les dijo el teniente que los tuvo en custodia desde que fondearon en el muelle—.

Por las noticias que llegan, estamos seguros de que en un par de días no tendrán

las mismas facilidades para salir de aquí.

Matrás nunca supo si sentir más rabia por la lástima que causaron en el alto mando

chileno, o por ese descuidado y acaso soberbio apretón de manos ofrecido por el

teniente sureño, quien parecía haber sabido desde siempre que esos tres bolivianos

despistados que aparecieron de improviso en el puerto, jamás habrían sido capaces

de usar sus armas en un último aventón de orgullo patriota. Aquel mismo orgullo

que le impidió, por su condición irrenunciable de miembro del Batallón Colorados,

asilarse en algún consulado a la espera de que otros resolvieran el problema por la

vía diplomática.

De pie frente a sus hombres reunidos en la entrada de lo que había sido el edificio

de la gobernación, el capitán desempolvó las mangas de su chaquetón y les habló

con una firmeza que nunca antes le habían escuchado:

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Colaboración de Sergio Barros 5 Preparado por Patricio Barros

— ¡Cruzamos el desierto, o mejor será que nos encarcelen a todos, carajo!

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Colaboración de Sergio Barros 6 Preparado por Patricio Barros

§ 2

Eusebio Matrás llegó a Antofagasta al atardecer del 3 de febrero de 1877. Junto a

ocho oficiales provenientes de todo el país, fue seleccionado para ocupar una de las

diversas vacantes en las guarniciones de Cobija, Tocopilla y Antofagasta.

El capitán tenía treinta años y era el más joven de los integrantes del cuerpo de

instructores del Colegio Militar de La Paz, pero, a diferencia de sus compañeros,

había ascendido escalafones dedicado exclusivamente a las tareas de la academia,

donde para muchos fue siempre un alumno destacado.

Al término del proceso regular de formación, sus profesores vieron en él a uno de

los oficiales idóneos para llevar a cabo el proyecto de renovación de las aulas, al

hombre de carácter fuerte pero de modales pulcros que encabezaría, junto a otros

elegidos, el recambio tan esperado por el Ministerio de Guerra y la Presidencia del

país. De modo que en vez de destinarlo a alguna de las reparticiones alejadas de los

centros urbanos, lo animaron a permanecer a cargo de una clase para el curso de

reclutas.

Honrado por la invitación de los generales Antonino Araya y Virgilio Sierralta, a

quienes había asistido preparándoles material instructivo desde que terminó el

segundo año, Eusebio Matrás aceptó la propuesta y comenzó de inmediato el

trabajo.

La apacible vida académica permitió que gozara de privilegios impensables para su

corta edad y mediano rango. Pronto comenzó a ser visto y tratado como uno más

por gran parte del selecto grupo de instructores, los que le estimulaban a seguir

cultivando sus conocimientos sobre historia y política, temas en que el joven

demostraba notorio dominio.

Indiferente a la protección de la junta rectora, pasó la primera temporada

empeñado en demostrar sus condiciones ante cualquiera que las pusiera en duda. Si

bien por rumores se enteraba de que algunos compañeros de promoción

cuestionaban sus méritos, muy poco tardó el capitán en dar cuenta de su talento y

capacidad a la hora de pararse frente a un salón lleno de novatos. Eusebio Matrás

se perfiló en poco tiempo como el ejemplo a seguir, en el modelo de militar

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instruido y sobrio en el que muchos jóvenes de familias adineradas de La Paz

querían convertirse ingresando al ejército.

La pasión y energía con que narraba episodios de la historia militar del país se

transformaron en un aliciente dentro del grupo de primerizos, quienes, como él

nunca esperó, comenzaron a compararlo y a preferirlo por sobre los demás

instructores, muchos de los cuales eran comandantes y generales envejecidos que

destacaban por su rudeza. Mientras ellos respondían con severidad o con silencios

aquellas preguntas que los indisponían, Matrás se daba tiempo para discutir todo

cuanto fuese necesario, citando de memoria textos recién publicados o bien

generando intensos debates que podían exceder en varios minutos el término de la

clase.

Las herméticas relaciones al interior del Colegio Militar no evitaron, sin embargo,

que el instructor se enterara de la molestia que causaba su actitud abierta y

renovada en sus camaradas de academia. Contrariados por la clara influencia que

tenía sobre los novatos en perjuicio de su trabajo, algunos antiguos maestros —en

especial los coroneles Justo Moledera y Lucio Rocha, caudillos victoriosos de las

batallas de Santa Elvira, a mediados de 1860— comenzaron a aludir en sus clases

cada vez más directamente a Matrás, subrayando que ellos sí sabían lo que era el

combate, que todos los encargados de la enseñanza —«salvo incomprensibles

excepciones», recalcaban— habían vivido aquello que estaba escrito en los

cuadernos, porque «son los abogados los que se hacen con libros, pero nunca un

soldado».

Aunque tenía la certeza de que la dirección de la academia estaba de su lado,

Matrás evitó cualquier tipo de confrontación con aquellos oficiales que lo

degradaban. No obstante, con el correr de las temporadas y los rigores de las

campañas en la sierra, serían sus propios alumnos los encargados de advertir a los

recién llegados que dentro de los instructores había uno que estaba hecho de papel,

uno al que bastaba mirarle las manos para darse cuenta de lo poco que sabía de

fusiles y trincheras.

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Colaboración de Sergio Barros 8 Preparado por Patricio Barros

§ 3

Los últimos meses de 1874 y los primeros de 1875 estuvieron marcados por los

levantamientos populares armados en los alrededores de La Paz. Si bien las fuerzas

de gobierno lograron reducir varios focos de montoneros, en una decena de sitios

los rebeldes habían hecho retroceder a los piquetes enviados por la autoridad.

Sorprendido por la férrea organización de los insurgentes, el Ministerio de Guerra

convocó a la totalidad del cuerpo de generales para dar una solución rápida al

conflicto. Con la presión que significaban los reclamos de los comerciantes de las

principales ciudades del país, tras acaloradas reuniones se determinó llevar a las

zonas de enfrentamiento al mayor número posible de soldados, para lo cual se

dispuso el traslado de todos los cursos de instrucción, tanto del Colegio Militar como

de los Batallones Sucre e Illimani.

El anuncio corrió veloz por los pasillos y salones de cada guarnición. En menos de

cuarenta y ocho horas, más de trescientos reclutas debían salir rumbo a la periferia

en lo que sería su primera campaña como miembros del ejército. La noticia

sorprendió a Matrás en la biblioteca del colegio. Mientras preparaba una de sus

clases, recibió una nota del general Sierralta que lo convocaba a la brevedad a su

despacho.

—Hubiera preferido a otros para esta misión, pero en vista de la circunstancia... —le

dijo su superior, tras informarle que en ese preciso instante todos sus alumnos se

alistaban para el operativo.

—Entonces me corresponde acompañarlos, señor —contestó, poniéndose de pie.

El general le hizo un gesto para que regresara a su lugar.

—Usted no está considerado, Matrás. Irán Rocha y Moledera. Ellos conocen la zona

y saben de estos problemas.

—Señor, yo debo ir; son mis pupilos.

—Pero no sus hijos, capitán. Usted me sirve más acá. Muy complicado será el

asunto, pero esos carajos no pueden volvernos locos. Hay bastante trabajo que

quedará sin hacer si usted se va a la campaña.

— ¿Qué trabajo, señor?

—La clasificación de los nuevos textos de la biblioteca, por ejemplo.

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Colaboración de Sergio Barros 9 Preparado por Patricio Barros

****

Eusebio Matrás nunca le perdonó al general Sierralta haberle negado la autorización

para ir a combate. Era la ocasión propicia para terminar con las habladurías a sus

espaldas y demostrar su coraje, aquello que tanta importancia tenía dentro de las

paredes de la academia. Por meses le guardó un silencioso rencor que se esforzaba

por disimular; sin embargo, ese mismo sentimiento se incubaría en sus pupilos,

quienes comenzaron a despreciar al instructor que no les acompañó a practicar todo

cuanto había predicado. Si bien las escaramuzas nunca fueron todo lo extensas ni

agotadoras que se imaginaba, de los treinta y cinco novatos recibidos a comienzos

de temporada, solo volvieron veintiséis, los demás cayeron en el enfrentamiento

con los montoneros en Chacoma. Veintiséis futuros oficiales que, hasta el término

de su instrucción, nunca dejaron de burlarse de Matrás y de llamarlo «el soldado de

papel».

A pesar de que con el tiempo sus conocimientos sobre las materias que impartía se

profundizaron hasta obtener cada vez más prestigio —viajó en seis ocasiones a

Cochabamba y dos a Sucre a dictar conferencias sobre historia—, el capitán jamás

pudo ignorar el mote con que era reconocido también por gran parte del cuerpo de

oficiales. Lo vio escrito en las paredes del patio, en los bordes de las mesas del

comedor y en las páginas en blanco al final de los libros que con tanta eficacia había

estudiado.

Como si presintiera el derrumbe de un estante lleno de cristales a sus espaldas, de

pronto se cansó de la monótona tarea de aleccionar a los conscriptos de La Paz

sobre la historia de Bolivia, la fundación del ejército y las biografías de sus más

destacados próceres. Al término de la cuarta temporada integrando el cuerpo de

instructores, había perdido el impulso para ir de un lado a otro del salón

enumerando el día, mes y año en que Buenos Aires, Cochabamba, Santa Cruz de la

Sierra, Potosí y otras ciudades comenzaron a levantarse contra el poderío español.

Cada vez habló con menos emoción de Manuel Isidoro Belzu y los cuarenta

levantamientos subversivos a los que tuvo que hacer frente en menos de diez años

de mandato; de Adolfo Ballivián y su empeño por dignificar el ejército, la educación

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Colaboración de Sergio Barros 10 Preparado por Patricio Barros

y el crédito público. De golpe, todos aquellos héroes cuya vida y obra conocía al

dedillo le resultaron nombres extraños, distantes, como parte de una interminable

lista de la que debía dar cuenta ya que solo para eso estaba destinado.

Cada día el desánimo era más evidente. Si alguna vez, ante la menor distracción de

sus pupilos, golpeó con fuerza la mesa, pronto le bastó una mueca insípida para

captar la atención de los más inquietos.

Salvo la asistencia obligada a algunos ejercicios de campaña que poco tardó en

aprender de memoria, la máxima carga de adrenalina que podía esperar eran las

visitas a Potosí y Tarija tres veces al año, y siempre integrando delegaciones

enviadas para resolver asuntos administrativos. Dentro de ellas, Matrás siempre se

supo innecesario, ocioso, tanto o más que sus muchos camaradas que, con el doble

de experiencia que la suya, daban vueltas por los patios de los cuarteles o pasaban

el día encerrados en despachos polvorientos cubiertos de mapas y planos que

revisar, sin que sus observaciones afectaran en nada ni a nadie.

—A ellos podrían encomendarles mi trabajo. Estoy seguro de que saben más que yo

—les decía a sus compañeros de habitación cuando terminaba de preparar las

lecciones de la jornada siguiente y comenzaba a desvestirse—. ¿Por qué no los

ocupan en la instrucción?

—Siempre fuiste buen alumno, Eusebio. Lo sabes. No ocurre todos los días que

alguien destaque tanto dentro de una promoción.

— ¡Qué destaque ni qué nada! Hice lo que debí hacer —rezongaba, sacándose las

botas a tirones—. Que el resto se chingara o no cumpliera su deber es problema de

ellos.

Si antes se henchía de satisfacción por el saludo y las felicitaciones del cuerpo de

generales, complacidos por el modo en que infundía en las tropas el detalle de los

quince años de dura lucha por la emancipación, ahora todas esas palmadas de

respaldo le parecían simples protocolos, pues advirtió que jamás quiso entrar al

ejército para repetir lo aprendido en los mismos salones donde ahora pasaba

jornadas interminables. Él había cumplido todas las pruebas impuestas para

ascender de grado hasta llegar a capitán, pero no con el fin de encerrarse mañanas

completas ante un grupo de aspirantes. Y si a fin de cuentas debía hacerlo, si no

había otro destino para él que servir al país a través de la educación, entonces

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Colaboración de Sergio Barros 11 Preparado por Patricio Barros

quería hacerlo en un sitio donde cada palabra tuviera sentido, donde sus historias

no fueran caldos recocidos, donde a cada recluta al que se dirigiera pudiese

arrancarle algún gesto de asombro. Y ese lugar y esos conscriptos podían estar en

cualquier región, pero nunca en La Paz.

****

Con esta convicción presentó la solicitud de traslado hacia la costa. En ella

argumentó que su experiencia en labores de organización y enseñanza de la

disciplina tendría mayor utilidad «en aquellos sitios donde los compañeros de armas

y nuevos reclutas estén ajenos a las doctrinas del ejército, de suyo necesarias en la

encomiable labor de hacer patria lejos de los centros urbanos».

Matrás había leído con atención las crónicas de los primeros expedicionarios del

litoral que se guardaban en la biblioteca del Colegio Militar. Estaba al tanto de la

serie de dificultades y penosas travesías que debieron protagonizar aquellos

pioneros, tanto de ida como de regreso. Y si bien se evidenciaban algunas

contradicciones en sus bitácoras, todos coincidían en que pocos de esos primitivos

fondeaderos merecían el nombre de puertos.

Aquellos testimonios lo tenían sin cuidado, por más amenazantes que en ocasiones

resultaran. Había conservado textos de numerosos exploradores, entre los que

destacaba Felipe Labastié, pues no se quedó en la orilla del mar, sino que exploró el

desierto sin más resguardo que su voluntad. «Los efectos de la sequedad afligen a

la gente y particularmente a los transeúntes; cada objeto que viene de la costa

tiende a resentirse por la falta de humedad», narraba el aventurero. «Los vestidos

se achican, las personas o cosas se secan como pergaminos; en todas las épocas

del año las noches son frías y, en invierno, algunas son muy heladas; soplan vientos

constantemente, los que luego del mediodía desarrollan toda su violencia».

—Ves, Eusebio, con ese viaje que se te metió en la cabeza estás yéndote al infierno

antes de tiempo —le advertían los camaradas a quienes confiaba detalles de sus

lecturas.

Al oírlos no hacía más que sonreír, aunque hubiera pagado por tener unos segundos

para saltarse toda norma y decirles que se fueran a la mierda.

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Colaboración de Sergio Barros 12 Preparado por Patricio Barros

A pesar de que habían transcurrido varios años desde la redacción de aquellos

documentos, las noticias llegadas de los puertos en el último tiempo aumentaron su

entusiasmo, especialmente las que incidían en el rápido crecimiento económico de

la zona. El otrora «lugar siniestro, separado por un inmenso desierto de arena de la

parte habitada del país», como apuntaban viajeros de la talla de Masterton para

referirse a Santa María Magdalena de Cobija, refugio de marinos extenuados desde

1587, ahora se había transformado en un sitio óptimo para toda clase de comercio y

posibilidades de A pesar de que habían transcurrido varios años desde la redacción

de aquellos documentos, las noticias llegadas de los puertos en el último tiempo

aumentaron su entusiasmo, especialmente las que incidían en el rápido crecimiento

económico de la zona. El otrora «lugar siniestro, separado por un inmenso desierto

de arena de la parte habitada del país», como apuntaban viajeros de la talla de

Masterton para referirse a Santa María Magdalena de Cobija, refugio de marinos

extenuados desde 1587, ahora se había transformado en un sitio óptimo para toda

clase de comercio y posibilidades de desarrollo industrial.

A poco de remitida la solicitud, el capitán se enteró con sorpresa de que solo doce

oficiales de todo el país postulaban a dichos cargos. La principal causa de reticencia,

se rumoreaba, obedecía a que si bien a muchos la idea de ascender de rango de

modo más rápido que en cualquier otro sitio les resultaba seductora, terminaban

por abstenerse debido a la vida en exceso apacible que ofrecía el litoral para los

hombres de armas.

—Pierdes el tiempo, Eusebio. Allá no hay cosa que enseñar. Es ideal para coroneles

y generales que quieren envejecer frente a un escritorio —le decían sus compañeros

en el comedor.

No obstante, al cabo de unas semanas, ninguno de los oficiales dejó de felicitarlo la

tarde en que fue notificado de que su solicitud había sido aceptada. Incluso esa

misma noche, el cuerpo de tenientes pidió autorización para organizar una cena en

su honor, en vista de los nuevos desafíos que habría de enfrentar tan lejos de la

capital.

—Es un orgullo para nuestro batallón —le dijeron.

****

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Colaboración de Sergio Barros 13 Preparado por Patricio Barros

Matrás pasó un mes asistiendo a disertaciones sobre las características geográficas

de la zona. Luego de ese lapso, y tras recibir en una breve ceremonia la

documentación que autorizaba el traslado de cada uno de los oficiales, la delegación

emprendió el viaje hasta Arica, donde abordó el bergantín María Luisa, que

recorrería la costa para llevarlos a destino.

A diferencia de sus camaradas embarcados, el capitán conocía el mar desde los

tiempos en que era un niño y acompañaba a su padre a concretar negocios de

importaciones de telas a los puertos de Arica y El Callao. Recordaba nítidamente la

primera vez que introdujo los pies en la arena fría y húmeda de la playa, y los

instantes en que su padre hacía una pausa en sus labores comerciales para llevar a

su hijo de paseo por el muelle de Arica. Con los pantalones arremangados hasta las

rodillas y los zapatos bajo el brazo, disfrutaba como nadie de aquellas tardes sin

nubes, cuando bajo un cielo tan celeste que parecía falso observaba los viejos botes

meciéndose sobre el océano, confundidos entre los destellos que poblaban la

superficie con pequeñas chispas doradas.

Como distinguido hombre de negocios, don Hugo Armando Matrás hubiera querido

visitar el comedor de un buen hotel a la hora del almuerzo, pero estaba obligado a

conformarse con un pocillo de cebiche servido en la playa, mientras su hijo no

terminaba de impresionarse por el movimiento perpetuo de los granos de arena que

tenía a su alrededor, negándose a creer que fuera producto de la brisa marina,

como le explicaba don Hugo, y convencido cada vez más de que por ellos pasaba un

batallón de hormigas incoloras que dejaban sus pequeñas huellas sobre los

montículos.

—Esas hormigas van a la guerra, papá. ¿Lo sabías?

—No. ¿Quién te lo dijo?

—Sí, van a la guerra y se ponen así para que no las encuentren los enemigos —le

explicaba Eusebio con fascinación.

Al capitán le habría gustado compartir alguno de estos recuerdos con sus

compañeros de ruta, quienes durante las primeras horas de viaje se mantuvieron

sin despegarse de la cubierta del María Luisa; tan asombrados estaban que

desestimaron las advertencias de los tripulantes del barco sobre el mareo y las

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Colaboración de Sergio Barros 14 Preparado por Patricio Barros

náuseas que sobrevenían a los primerizos, hasta que al cabo de un tiempo, con la

bilis apozándose rauda bajo sus lenguas, muchos no pudieron evitar la seguidilla de

arcadas y vómitos, tan estridentes en algunos casos que terminaron desmayados o

acostados boca abajo en sus camarotes, negándose a salir de sus dormitorios hasta

que llegaran a Tocopilla, el primer destino.

—Déjenos acá, señor, por favor, que no aguantamos más —le imploraban al jefe de

cubierta los que debían seguir rumbo al sur—. Conseguimos algunas mulas y

seguimos por tierra. Usted nos indica el camino y verá que llegamos.

Al oírlos, el marinero se cruzaba de brazos esperando que terminaran sus súplicas,

para luego tomar una copia del documento que ellos mismos habían firmado antes

de salir de La Paz y zanjar así toda discusión.

«En caso de que el viajante osara negarse a cumplir el trayecto, o bien rehusare a

bajar en el sitio establecido, entonces será declarado fuera de la ley y desertor»,

rezaba aquel compromiso.

Gran parte del contingente desembarcó en Tocopilla y Cobija. Matrás hizo el

trayecto hacia Antofagasta en compañía del sargento Salvador Montero, un hombre

cinco años menor que él y que tomó la decisión de postular luego de la muerte de

su familia en el aluvión que había azotado al pueblo de Elvira el invierno pasado.

En las horas que pudieron compartir en la solitaria cubierta del barco, el capitán le

habló de las motivaciones de su partida de La Paz, las que Montero se sintió

obligado a encontrar del todo razonables y sin duda muy patriotas.

—Apuesto a que en Antofagasta sabrán valorar su trabajo, señor. No es común la

renuncia de un oficial a la seguridad del batallón.

—Con la de líos que ocurren hoy por hoy en el país, Montero, la única forma de

estar a salvo es haciéndose cura.

Conversaron todo el trayecto entre Cobija y Antofagasta. Matrás le habló de su

familia, avecindada en Lima una vez que él se enroló en el ejército y sus padres

dieron por terminada la crianza de su único hijo; le contó del negocio de las telas,

que durante años le permitió a don Hugo ahorrar lo suficiente para tener una vejez

decorosa a orillas del Rímac, donde construyó una casa para él y su mujer.

—Espero visitarlos dentro de poco —dijo—. Aunque me advirtieron que si iba, tenía

que ser con esposa y un hijo al menos.

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Colaboración de Sergio Barros 15 Preparado por Patricio Barros

—Lindo requisito, señor.

—Eso es lo que imagina, Montero. En todo este tiempo en el ejército, apenas he

tenido algunas prometidas o como quiera llamarles... Hasta antes de subirme a este

barco, lo único que he hecho en serio es enseñar.

—Entonces, Antofagasta ha de ser el lugar donde encuentre una esposa, señor —

dijo el sargento, animándolo, mientras el capitán contemplaba los cerros que se

extendían como una muralla interminable sobre la costa.

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Colaboración de Sergio Barros 16 Preparado por Patricio Barros

§ 4

Al ver el puerto desde cubierta, Matrás recordó de inmediato las advertencias de sus

compañeros. A diferencia de La Paz y otras ciudades que había conocido,

Antofagasta era un pequeño manchón de casas grises encaramándose sobre los

cerros. La ausencia de toda clase de vegetación, así como de grandes edificaciones

y lujos, habituales en otros enclaves industriales, le daban, desde la distancia de

alta mar, un aspecto tan apacible como el de cualquier pueblo incrustado en los

recovecos de la sierra. Los techos grises y cubiertos por el polvo de las ventiscas

hacían que, por momentos, el poblado se mimetizara de tal modo con la tierra

parda de los cerros, que muchos navegantes aseguraban haberlo visto desaparecer

frente a sus ojos.

Ambos militares fueron recibidos en el muelle por el general de armas del litoral,

Claudio Acosta. Junto a una decena de capitanes y tenientes, además de los

infaltables curiosos que deambulaban por el embarcadero, la autoridad pronunció

las correspondientes palabras de bienvenida, presentándoles a su comitiva.

Quienes acompañaban a Acosta no pudieron disimular la envidia que les causó la

elegancia con que vestían los recién llegados, especialmente Matrás. Como era

habitual en los miembros del Batallón Colorados, el capitán se plantó delante de

ellos con su inconfundible chaqueta roja con pollerín, pantalón gris con tiras

azuladas, sostenidas por un grueso cinturón negro y un corbae de cuero con chapa

de metal que le protegía la cabeza del sol costero.

Matrás resaltó de inmediato entre sus pares, quienes, a la espera del siempre tardío

recambio de indumentaria, debían conformarse con usar casaquillas y pantalones

desteñidos por tanto trajín. Luego de la interminable ronda de saludos, el general

pidió un momento de atención para comunicar las funciones que ambos

desempeñarían a partir de ese momento: Salvador Montero pasaba a ser

guardiamarina destinado al viejo bergantín Sucre, que desde 1843 patrullaba la

costa, y que esa misma noche partía a Tacna a recoger un cargamento de

explosivos; Eusebio Matrás, en tanto, ostentaría el rango de capitán de navío.

— ¿De cuál navío? —preguntó extrañado.

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Colaboración de Sergio Barros 17 Preparado por Patricio Barros

—Del Bernardino, nuestro patrullero —dijo Acosta, indicando hacia un extremo del

muelle.

El nuevo oficial desvió la mirada y vio un lanchón destartalado que, de no ser por la

cuadrilla de carpinteros haciéndole reparaciones, lo hubiera confundido con el

cadáver de un ballenato flotando en el embarcadero.

—Se trata de una emergencia... Una vez que lleguemos a la guarnición le pondré al

tanto.

Contenido de todo impulso de reclamo por lo que consideraba un malentendido, o

bien un yerro en los papeleos de rigor, el capitán prefirió aplicar lo que predicaba en

los cuarteles de La Paz y guardarse sus objeciones hasta enterarse de las razones

de la sorpresiva designación y de todo cuanto Acosta habría de informarle minutos

más tarde, reunidos en su despacho.

****

Matrás se enteró pronto de que, a diferencia de lo que creía, la principal

preocupación de las autoridades del litoral por ese tiempo no era supervisar el

creciente aumento de inmigrantes europeos llegados desde Valparaíso y El Callao,

que interrumpían la tranquila vida del puerto con sus extrañas costumbres y

lenguas indescifrables, sino algo de lo que no tenía antecedentes: las numerosas

bandas de asaltantes y contrabandistas que alborotaban la costa sur del

departamento desde inicios de 1876.

Alentados por los sucesivos intentos de golpe de Estado al interior del ejército, los

otrora escuálidos vándalos que de tarde en tarde amenazaban sin éxito a los navíos,

se transformaron silenciosamente en poderosas tribus dedicadas a los saqueos y la

piratería. Así, en medio de la inestabilidad que ocasionaban los levantamientos al

gobierno de turno, las bandas lograron tanta fuerza que en los últimos meses los

navegantes debían pensarlo dos veces si deseaban bordear los roqueríos del acceso

sur de Antofagasta, pues se exponían a que los asaltantes se echaran al mar en sus

esquifes y los tomaran por sorpresa.

Lo que al inicio se creyeron asoladas esporádicas o accidentes navales más allá de

caleta Coloso, luego se transformó en un problema de proporciones insospechadas.

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Colaboración de Sergio Barros 18 Preparado por Patricio Barros

Tras el aumento de las denuncias, las autoridades se dieron cuenta de que la

pandilla de gatos a la que debían mantener a raya, como bromeaban cada vez que

daban explicaciones a algún comerciante desvalijado en alta mar, era en realidad

una manada de leones y panteras que se defendían de igual a igual ante los

encargados de reprimirlos, quienes, para el caso, eran un reducido destacamento de

grumetes que habían aprendido entre balazos y golpes de garrote las destrezas de

los hombres de mar.

Según estaban informados en la prefectura, eran más de seis los grupos de piratas

asentados en la costa boliviana. Buena parte los componían nacionales, peruanos y

chilenos agrupados según su procedencia; otros estaban al mando de cabecillas

extranjeros, casi siempre franceses o belgas, que los incorporaban a cambio de una

tajada del botín.

En la guarnición habían perdido la cuenta de las veces en que cuadrillas del ejército

los enfrentaron. Ya fuese por mar o por tierra, las fuerzas de orden siempre

estuvieron en desventaja, y no solo por la falta de armamento o contingente, sino

por lo escarpado del terreno, por aquellas fortalezas naturales que se formaban

entre los roqueríos, donde los maleantes se resguardaban, tendían trampas o

esperaban el instante preciso para una emboscada.

Para enfrentar la situación, a fines de 1876 el prefecto había ordenado algunos

operativos de control que fracasaron estrepitosamente. En un primer momento fue

el bombardeo de los campamentos desde alta mar y luego el incendio de los sitios

donde almacenaban parte de sus botines en las cercanías del puerto; no obstante,

ellos lograban reorganizarse con rapidez y contestaban asaltando puntos de

vigilancia en las canteras e incluso las dependencias militares en el propio puerto,

como ocurrió en dos oportunidades durante diciembre de ese año, cuando las

hordas aprovecharon la espesa neblina para entrar a Antofagasta y arremeter con

antorchas contra los techos de la capitanía, la parroquia y el cuartel policial.

—Nunca ha sido una tarea simple, como ha de ver, pero confiamos en sus

capacidades hasta encontrar un reemplazante y así pueda usted dedicarse a la

instrucción de nuestros soldados.

Mudo por todo lo que acababa de oír, especialmente lo referido a la decena de

oficiales muertos en los patrullajes del lanchón Bernardino, el capitán no pudo hacer

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Colaboración de Sergio Barros 19 Preparado por Patricio Barros

más que asentir a la encomienda que le hiciera Acosta: velar por el orden en las

cercanías del puerto, cumpliendo con rigor y eficacia la ordenanza de la ley.

—Porque, como si esto fuera poco, estos calatos también se empecinan en

promover desmanes en las caletas, alentando a los paisanos a la desobediencia

civil.

—Nada que nos enorgullezca como ejército, general.

—Tal como usted dice. Y llevamos más tiempo del prudente tratando de

controlarlos.

Al advertir que el tono de su superior perdía el énfasis del inicio y se transformaba

en una suerte de lamento, se atrevió a comentar aquello que le atoraba desde que

supo de su nuevo cargo.

—Con toda la admiración que usted y su labor merecen, señor, me permito acotar

que dudo que con ese lanchón que acabo de ver pueda hacerse mucho —dijo,

eligiendo cuidadosamente las palabras.

—Lo sabemos, créame que lo sabemos, pero es todo lo que hay.

Confiando en que se trataría de un encargo eventual mientras destinaban a otro

para ese puesto, el capitán supervisó la última etapa de los trabajos de restauración

del Bernardino. Los carpinteros cambiaron listones, engrasaron tuercas y pulieron

los remos; renovaron las maderas de los pequeños compartimientos donde

almacenaban víveres y municiones, además de algunos metros de cuerda quemados

por la sal.

Una vez que el lanchón estuvo reparado y los albañiles terminaron de acomodar,

libre de óxido y averías, el viejo cañón Armstrong de seis libras con que contaba,

Matrás se reunió con el comandante Samuel Cavieres, quien le entregó un detallado

mapa de la zona, donde destacaban al menos cinco puntos conflictivos.

—Recuerde, querido amigo, que desde los roqueríos ellos siempre lo verán a usted

primero —le advirtió, inclinado en un mesón donde había extendido el pliego—, por

lo que ante el menor movimiento, sin importar de quién se trate, no dude en

disparar.

—Es arriesgado lo que me dice. Esta es una zona de mariscadores, también.

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Colaboración de Sergio Barros 20 Preparado por Patricio Barros

—No es inocente quien se esconde entre los peñascos ante el paso de un militar.

Nadie que se escabulla ante nuestro paso es digno de confianza. Esa es mi teoría y

hasta ahora ha sido infalible. Créame lo que le digo.

—Me cuesta... hay familias completas que se dedican a la pesca en vez de al

vandalismo.

—No lo discuto, es probable, pero le aseguro que no tendrá tiempo para preguntar

ni suponer nada —replicó el comandante, simulando modestia—. Sé que usted es el

instructor, pero, al menos acá, estimado, aquello que le dije es lo que vale.

La reunión entre ambos oficiales se prolongó por más de dos horas. Una vez

finalizada, fue el propio Cavieres quien se encargó de presentarle en el patio de la

guarnición a los que serían sus hombres.

—He aquí su contingente —le indicó el comandante sin ocultar su vergüenza.

Se trataba de cuatro grumetes sin mando luego de la última incursión del

Bernardino, en la que víctimas de certeros perdigonazos en la cabeza habían muerto

el capitán Fernando Ochoa y dos rifleros.

Si no le hubieran dicho que las personas que tenía enfrente eran miembros de la

Armada boliviana, habría creído que se trataba de obreros de las canteras o incluso

integrantes de las mismas bandas de contrabandistas que debía combatir: ojerosos,

cabizbajos, con el pelo enmarañado y cubiertos de esparadrapos, respondían con

monosílabos y susurros ininteligibles el saludo de su nuevo superior, a quien

miraban como si se tratase de alguno de los elegantes oficiales de la Marina

portuguesa que, de tarde en tarde, recalaban sus naves en Antofagasta.

—Son todo suyos. Disponga de ellos para una salida de reconocimiento a la

brevedad —dijo Cavieres, arreglándose los botones de su chaqueta—. Ahora, si me

disculpa, tengo otros asuntos que atender.

Con los brazos cruzados delante de aquellos espantapájaros, el capitán recordó

algunas de las lecciones recibidas durante sus cursos de instrucción, cuando los

viejos generales narraban en las aulas con una claridad asombrosa los pormenores

de las más grandes gestas navales al otro lado del Pacífico. Rememoró vívidamente

las avejentadas láminas que mostraba el coronel Gumucio, de pie frente a la clase,

con dibujos de marinos dándose de garrotazos, blandiendo espadas o tirándose

aparatosamente por la borda en medio de columnas de humo levantadas por todos

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los frentes. En ese instante revivió la conferencia en que escuchó por primera vez el

nombre de Trafalgar y la proeza de lord Nelson a comienzos de siglo.

Matrás sabía de carracas y de galeones, de los feroces bombardeos de la guerra de

Crimea y las decenas de fragatas en llamas que mostraban los libros. Había leído

con emoción pasajes que daban cuenta de la valentía de marinos de nombres

impronunciables que saltaban al abordaje decididos a todo, y también del coraje de

almirantes y piratas enfrentados hasta morir; pero frente a aquel piquete de

marineros de ojos vidriosos, entendió que todo lo aprendido en sus años de

formación fue escrito por gente que, como él, nunca había estado en la costa

boliviana.

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Colaboración de Sergio Barros 22 Preparado por Patricio Barros

§ 5

Los últimos navajazos del invierno altiplánico interrumpían con fuerza el calor del

verano costero. Aunque en otras ocasiones a esa hora el sol ya se encaramaba

entre los cerros, sobre las cabezas de los soldados que caminaban por las calles de

Antofagasta no había sino una gruesa capa de nubes, tan bajas y compactas que

asemejaban rocas de agua congelada.

En medio del frío, Eusebio Matrás se ajustaba al cinto una y otra vez la funda de su

sable, como si con esos movimientos persistentes y mecánicos pudiera aliviar en

algo los sonoros retortijones que le sobrevenían de pura expectación antes de

hacerse a la mar.

—Una vez superada esta emergencia, usted podrá ocuparse por completo de la

instrucción de nuestros soldados —le dijo la noche anterior el general Acosta en el

comedor de los oficiales, una vez concluida la cena.

En ese momento, mientras el muelle se hacía cada vez más próximo, lo único que

deseó fue que su superior le hubiese hablado con la verdad. Si bien a poco de su

llegada supo que las dependencias, tanto de la guarnición como de la capitanía de

puerto, no contaban con los implementos mínimos para su labor académica —todos

los espacios estaban destinados a oficinas o a bodegas donde se almacenaban

pertrechos o implementos más propios de un bazar que de una repartición militar—,

las palabras de ese general a quien apenas conocía eran todo a cuanto podía

aferrarse.

El Bernardino había mejorado notablemente su aspecto luego del trabajo de los

carpinteros. Y a pesar de que su prestigio entre los pescadores se debía más a la

cantidad de embestidas y tiroteos resistidos sin hundirse que a alguna proeza

naviera, la bandera flameando sobre un corto mástil al costado del cañón produjo

tal sensación de orgullo en el capitán, que lo hizo levantar la vista y apurar el paso.

A sus espaldas, en tanto, sus hombres lo seguían adormilados y silenciosos,

cargando sus viejos fusiles Remington como si se tratara de pesadas cruces de

fierro.

Además de los cuatro marinos con que contaba, Matrás supo a última hora de la

destinación del sargento Nazario Cuneo, quien sería su asistente. Entusiasmado por

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Colaboración de Sergio Barros 23 Preparado por Patricio Barros

la sorpresa —«al menos podré conversar con alguien», se dijo—, escuchó atento la

referencia que el general Acosta hizo de él:

—Es un hombre leal, sabrá valorarlo —le aseguró.

Cuneo llevaba tres años cumpliendo diversas labores en el puerto. Desde ayudante

de cocinería, pasando por mensajero entre Antofagasta y el mineral de Caracoles,

hasta encargado de logística de los puestos de vigilancia. Su baja estatura y el tono

amable que le caracterizaba al hablar, como buen oriundo de las empinadas

terrazas de la península de Copacabana, en la zona del Titicaca, contrastaban con la

dureza de sus rasgos incaicos, que aumentaban su edad muy por sobre los

veintiséis años que tenía. Las cejas pobladas e inexplicablemente inclinadas hacia

su breve nariz le conferían, además, un aspecto de constante enfado que hacía

mantener a distancia a cuantos lo conocían solo de vista.

Cuneo habló todo el trayecto desde la guarnición al muelle. Con el tono solemne con

que siempre se dirigía a sus superiores —y obviando los reiterados «ya lo sé», «ya

me lo contaron», de Matrás—, lo puso al tanto de las tareas a las que fue

encomendado durante sus temporadas en Antofagasta, considerándolas todas como

«experiencias de gran valor para cualquier carrera militar».

—Aquí se aprende el verdadero oficio, señor. Por lo tanto, mi deber no es solo bien

venir como corresponde a un oficial de su talla, sino serle útil en todas las materias

que estime conveniente —concluyó, siguiendo casi al trote los largos pasos que

daba su superior.

—Gracias, Cuneo, muchas gracias. Es usted muy amable.

La cuadrilla llegó al embarcadero en completo silencio. Al verla aparecer entre los

botes en reparación y las redes de pesca apelmazadas, los encargados de logística

que descansaban sobre la cubierta del lanchón se pusieron rápidamente de pie,

apresurándose a cargar los implementos para el viaje. De brazos cruzados frente a

ellos, el capitán observó un nudo de cordeles, cargas de cañón, botellas con agua,

estuches con munición para fusiles, tarros con parafina, machetes, listones de

madera y mantas de abrigo acomodados con insólita destreza en el breve espacio

disponible. Una vez que todo estuvo en orden, las miradas de los tripulantes se

dirigieron hacia Matrás.

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— ¿Nada más? —preguntó, sin salir de su asombro por la cantidad de trastos que

llevarían a bordo.

—Cuando usted disponga zarpamos, señor —dijo el sargento.

—Suelten amarras —ordenó con determinación.

Al cabo de unos minutos, el Bernardino comenzó silenciosamente a alejarse del

muelle.

****

La costa sur de Antofagasta era un largo cordón de peñascos milenarios.

Arremolinados semejando escombros, solo de vez en cuando permitían la entrada

del mar gracias a pequeños bancos de arena. Allí, los pescadores desembarcaban

sin el temor que les provocaban otros sitios más al norte, donde las fuertes

corrientes estrellaban los navíos contra las rocas, provocando el descalabro de

flotillas completas.

La tripulación había recorrido el sector decenas de veces y siempre con

improvisados oficiales a su mando, por lo que no les extrañó que quien ahora los

dirigía se quedara con la boca abierta ante los gigantescos barrancos que se abrían

al paso de la embarcación.

Acostumbrado a que por momentos los primerizos capitanes del Bernardino se

olvidaran de su labor, asombrados por el imponente paisaje, Cuneo se acercaba de

tanto en tanto al nuevo oficial para enseñarle las entradas de mar donde solían

refugiarse los vándalos.

—Bajo aquella roca terminada en punta hay dos cuevas donde en tiempos de

marejadas guardan sus balsas, señor —le indicaba con marcado afán didáctico—.

Tengo entendido que en una de sus últimas salidas el capitán Ochoa inspeccionó la

zona y encontró restos de fogatas. Pero es probable que hayan abandonado el lugar

y nunca vuelvan a ocuparlo. Saben que podemos llegar hasta allí y sorprenderlos.

Mientras Matrás y el sargento iban de pie a un costado del timón, a sus espaldas los

marinos permanecían sentados y en silencio, apenas distrayéndose cuando alguna

gaviota los sobrevolaba o el lanchón se remecía por el tironeo de la corriente.

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El Bernardino siguió avanzando hasta completar dos millas de recorrido, al cabo de

las cuales comenzaron a acercarse a la orilla en dirección al primero de los sitios

conflictivos, según el mapa entregado por Cavieres: una playa flanqueada por

montículos de arena petrificada, conocida por los navegantes como el Espinazo del

Burro. Aunque a simple vista daba la impresión de ser un lugar apacible, no pasó

mucho tiempo para que el remero apostado en la base del mástil diera el anuncio:

— ¡Balsa a estribor!

El grito alertó de inmediato a la tripulación. Los marineros tomaron sus fusiles y se

parapetaron entre los cajones y sacos con arena humedecida acondicionados a

modo de trincheras.

El capitán dirigió su catalejo al sitio indicado y vio a tres hombres intentando sacar

del agua una endeble embarcación hecha con cueros y madera.

—Son ellos —dijo Cuneo.

— ¿Está seguro? Preferiría que nos acercáramos más.

Matrás volvió a mirar a través del catalejo sin inmutarse, mientras a sus espaldas

los tiradores habían comenzado a susurrar.

—Parece que es tan tonto como el otro —decían.

—Como viene de La Paz, seguro quiere ver a esos changos más de cerca.

—Quizás quiera hacerse un retrato con ellos y llevarlo de recuerdo —siseaban otros,

conteniendo la risa.

Cuneo miró de reojo a los tripulantes. Conocía perfectamente el tipo de comentarios

que solían hacer.

—Debemos disparar ahora, señor —dijo—. ¿Doy la orden?

Durante sus años de formación, Matrás fue testigo de numerosos levantamientos,

de escaramuzas memorables en las calles de La Paz cubiertas de barricadas, donde

a muchos vio caer fulminados o heridos por los estoques en medio de las

humaredas; había integrado las brigadas del Colegio Militar que, de tanto en tanto,

ahuyentaban a los saqueadores en la oscuridad de la sierra, y también apagado

incendios en las chozas de los campesinos que se negaron a entregar animales y

comida a los montoneros rebelados contra el gobierno, pero nunca, a pesar de los

riesgos y los tiros cruzados, tuvo la responsabilidad de ordenar fuego contra

alguien.

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Colaboración de Sergio Barros 26 Preparado por Patricio Barros

Aunque muchos de sus superiores estimaban que siempre fue el mejor en los

campos de entrenamiento, él había optado sin vacilaciones por alejarse de los

fragores y convertirse en instructor, cambiando los grupos de choque por el estudio

de la historia de Bolivia y sus héroes, algo que en ese momento, en medio del

oleaje reposado del mediodía y las miradas expectantes de su tripulación, se

deshacía como la espuma impregnada en la proa del Bernardino.

— ¡Señor, están llegando a la orilla, se escapan!

—Está bien, Cuneo, pero creo que esos hombres son...

Matrás no alcanzó a terminar sus palabras cuando el sargento se encaramó sobre la

proa a dar la orden de fuego. Al oírlo, y como si llevaran días esperando, los

marineros afinaron la puntería y soltaron alocadamente más de diez tiros cada uno.

A la distancia, tres cuerpos se desplomaron sobre la arena.

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Colaboración de Sergio Barros 27 Preparado por Patricio Barros

§ 6

Por más que se tratara de un patrullaje de reconocimiento, la primera salida resultó

todo un logro para los oficiales de la guarnición.

—Como nunca, regresa sin bajas ni accidentes que lamentar. Felicitaciones, capitán.

—Algo de fortuna hay también, general —contestó—. Recuerde que mi venida a

esta repartición ha sido por motivos de academia.

—De todos modos esto habla muy bien de usted. Y espero que tenga los mismos

resultados cuando avance más al norte.

—Ojalá así sea —dijo, tratando de sonar entusiasta—. Hubo que llevar a cabo la

ordenanza, nada más... con la ayuda de Cuneo, por supuesto.

—Tenga la seguridad de que ese sargento le será de gran ayuda en sus labores.

A pesar de que sentía avinagrársele el estómago cuando recordaba a los balseros

retorciéndose en la arena traspasados por las balas, no fue esa la única vez que

Eusebio Matrás recibió el saludo orgulloso y hasta emocionado de sus camaradas,

pues en los siguientes patrullajes por la costa, el Bernardino asestó, aunque

modestos, nuevos golpes a las bandas de maleantes, entre los que se contó el

hundimiento de dos botes que transportaban agua y alimentos robados en los

alrededores de Coloso.

Luego de las reparaciones más urgentes al lanchón, la capitanía determinó el

inmediato reemplazo de aquellos fusiles defectuosos por el óxido, como también el

refuerzo del encatrado del cañón para evitar que se estremeciera más de la cuenta

cada vez que disparaba dos tiros seguidos.

La suerte de principiante que Matrás reconocía con humildad entre los oficiales se

prolongó en las siguientes jornadas. Y aunque en varias ocasiones los bandidos se

escabullían, al menos hizo que su presencia en la costa diera algo de tranquilidad a

las embarcaciones mercantes que transitaban por las primeras millas del litoral

antofagastino.

De cualquier modo, hasta ese instante las escaramuzas entre patrulleros y

asaltantes habían ocurrido a la suficiente distancia como para que el capitán jamás

conociera el rostro de sus enemigos. Y si bien nunca dejó de sentir el mismo

escozor que en su primera salida al ver los cuerpos de nuevos contrabandistas

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Colaboración de Sergio Barros 28 Preparado por Patricio Barros

cayendo al mar, un par de tiros que estuvieron a centímetros de darle en plena

cabeza terminaron por convencerlo de que cada disparo que hiciera no era sino el

único modo que tenía para defender su vida.

—Créame que no entiendo por qué estos carajos les dan tanto lío. Después de lo

que me contaron, esperaba encontrarme con tipos más feroces —le confesó una

noche al comandante Samuel Cavieres, luego del cambio de guardia.

—Es que aún no se ha alejado del puerto lo suficiente. Una vez que pase las diez

millas hacia el sur comenzarán los problemas... cuando llegue a San Antonio de los

Cabros, quiero decir... No es mi intención asustarlo, ni mucho menos, pero al

comienzo todos han dicho lo mismo: «Parece bastante sencillo y hasta abusivo

disparar a hombres que van desarmados», pero escúcheme bien: cuando caiga la

tarde y usted aún no haya comenzado el regreso, empezará lo difícil. Siempre es

igual.

Matrás escuchaba con atención las palabras del comandante y, por más que le

parecían sensatas, sintió un hielo en los brazos cuando recordó que precisamente

Cavieres había sido el encargado de aleccionar a muchos grumetes y otros tantos

capitanes de navío que ahora estaban bajo tierra o perdidos en el fondo del mar.

—Debe entender que ellos se comportan como animales: retroceden hasta saber

que el cazador está lejos de su guarida. Es entonces cuando atacan.

—Pero, comandante, ni siquiera...

—Así son —le interrumpió—. He llegado a pensar que a algunos los usan como

carnada. Llevan tanto tiempo en esto que saben cómo actuar. Usted debe ser tan

animal como ellos, tan diablo como ellos... por eso le recuerdo mi teoría: no es

inocente quien se esconde entre los roqueríos.

—No es valiente, querrá decir.

Al oírlo, Cavieres apenas esbozó una sonrisa, pero cuando Matrás le comentó que su

cargo duraría solo mientras designaban al nuevo capitán del patrullero, fue directo y

claro:

—Créale poco a Acosta, mi estimado —le dijo el comandante—. A todo dice que sí,

pero luego...

—Yo tengo las cartas, los decretos que me autorizan y obligan al trabajo de

instrucción.

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Colaboración de Sergio Barros 29 Preparado por Patricio Barros

Cavieres sonrió nuevamente.

—Espero que no tome a mal lo que le digo, pero a nadie de por acá le interesa

entrar a un salón a saber cosas. Más importa saber defenderse que enterarse de

quién fue Ballivián. Esto no es La Paz.

—Por eso pedí venir.

—Solo nosotros sabemos qué necesitamos. Allá, en el gobierno, es más lo que

imaginan que lo que saben. Siempre ocurre así. Acuérdese de que en España

imaginaban tanto sobre nosotros que al final nos tuvieron enfrente y no pudieron

pararnos. Usted enseña eso, ¿verdad?

—Se suponía que acá estaban al tanto de la razón de mi venida.

—Sí, pero allá solo disponen. ¿Sabe cuántos ministros, cuántas autoridades han

venido al litoral en los últimos años?

Matrás guardó silencio.

— ¿Ve? Acá estamos aislados, estamos solos, y eso nos da derecho a decidir por

nuestra cuenta. Todo lo demás son papeles que se firman, cartas, documentos y,

aunque no quiero ofenderlo, libros que se hacen en un escritorio por ociosos que

tienen tiempo para escribirlos. Cuando llegue a San Antonio de los Cabros sabrá de

qué le estoy hablando.

Luego de la conversación, el capitán entró a su cuarto y se quitó el uniforme. Como

todas las noches desde su llegada a Antofagasta, ponía sobre su pequeño velador

algunos libros de historia que utilizaba para preparar sus clases en La Paz y leía

hasta que el sueño terminaba por vencerlo, pero aquella vez le costó concentrarse

en sus lecturas y más aún quedarse dormido, pues la advertencia de Cavieres le

volvía una y otra vez, como un moscardón zumbando en la oscuridad. Matrás

sospechaba que, de seguir así las cosas, pasaría bastante tiempo para que pudiera

dedicarse a lo que había venido.

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Colaboración de Sergio Barros 30 Preparado por Patricio Barros

§ 7

San Antonio de los Cabros era una pequeña caleta abandonada a diez millas al sur

de Antofagasta. Fundada por un grupo de familias chinas dedicadas al trabajo en las

canteras de la cordillera de la Costa —caleta Kin Wong fue su primer nombre—, no

tuvo más de un año de actividad, pues el terreno rocoso y las constantes marejadas

impedían la entrada de navíos que proveyeran de lo necesario para la subsistencia.

Tal como detallaban los numerosos informes confidenciales que iban desde la

prefectura de Antofagasta hasta La Paz describiendo la situación de los

contrabandistas, las escuálidas carpas de sacos y otros implementos que los chinos

dejaron antes de emigrar habían sido ocupados por los asaltabarcos para instalar el

primero de los tres grandes campamentos que se extendían hacia el sur, donde,

además de almacenar parte de sus botines, fondeaban sus balsas y esquifes.

El lugar había sido bombardeado en cuatro oportunidades por el bergantín Sucre

entre octubre y noviembre de 1876; no obstante, el machacante oleaje hizo errar

muchas veces el tiro de los cañones, ocasionando que los disparos apenas

deshicieran algunos toldos o provocasen minúsculos incendios que los piratas

sofocaron al poco rato.

—Debería haber escuchado, capitán, los gritos del prefecto cuando se enteró de que

habían gastado quince cargas sin acertarle nada más que a rocas —le contaba

Nazario Cuneo antes de que los vigías avisaran de la cercanía de Terrón Amarillo, la

breve antesala a San Antonio de los Cabros.

El sargento podría haberle contado mucho más sobre los dolores de cabeza que

aquella zona ocasionaba en la comandancia; sin embargo, apenas escuchó el

anuncio, Matrás lo hizo a un lado y se plantó frente a sus marinos para repartir

instrucciones precisas a cada uno de ellos. Tratándolos por sus nombres y apellidos

como nunca otro lo hizo hasta entonces, les asignó una ubicación estratégica entre

los sacos con arena que llevaban a bordo, hasta que, sin proponérselo, sus palabras

se convirtieron de súbito en una acalorada arenga.

—No he venido yo a este puerto a combatir maleantes, como muy bien lo saben,

pero nos une un mismo uniforme y una misma bandera a la que nadie debe hacer

tambalear en su mástil —bramaba, levantando al cielo su mano derecha, tal como

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Colaboración de Sergio Barros 31 Preparado por Patricio Barros

acostumbraba a hacerlo en los salones del Colegio Militar—. Y a aquellos a los que

nos acercamos debemos hacerles sentir toda nuestra fuerza y gallardía. Han sido

muchos los caídos por engrandecer a Bolivia, y ustedes, cada uno de ustedes,

Tejerina, Chambe, Grillo y Jopia, todos los que estamos en este navío, debemos

actuar pensando en ellos, en su memoria y en su honor.

Cuando terminó, todos los marineros se quedaron mirándolo atónitos, como si se

tratara de una despedida ante el patíbulo. De nadie escapó un grito de júbilo o

ademán alguno envalentonado por el amor patrio. Y si Chambe y Grillo estuvieron a

punto de intentarlo, animados por la vehemencia del discurso, la imponente imagen

que pronto se abrió a espaldas del capitán los hizo cambiar de opinión: la vieja

caleta de San Antonio de los Cabros, la misma que varios recordaban como un

empobrecido campamento de mineros desafortunados, ahora estaba convertida en

una interminable hilera de chozas y carpas tan atestadas de gente que daba la

impresión de tratarse de una verdadera ciudad.

La elocuencia que segundos antes Matrás había exhibido se convirtió en un silencio

perplejo una vez que se volteó y supo que no se trataba de una simple guarida de

ladrones. Aunque miró a los vigías buscando alguna explicación para lo que tenían

enfrente, aunque por un largo instante pensó en ordenar la media vuelta y huir a

toda velocidad de regreso a Antofagasta, fueron los ojos cargados de bravura y

decisión del sargento Cuneo, aferrado a su fusil, los que le obligaron a levantar su

sable y ordenar la primera descarga de cañón.

El estruendo que salió del viejo Armstrong remeció por completo el esqueleto del

Bernardino. La nube de pólvora quemada que les rodeó apenas permitía ver el sitio

donde cayó la bala; sin embargo, el capitán ordenó dos nuevos disparos.

— ¡Muy bien! ¡Eso es! —animaba, sin ver más allá de la palma de su mano.

Una vez que los residuos de pólvora y tizne se despejaron, Matrás tomó su catalejo

y distinguió dos esquifes y cuatro balsas que salían de la playa, atiborradas de

hombres armados dispuestos al combate.

A menos de doscientos metros de la costa aguardó hasta tener a las embarcaciones

enemigas a suficiente distancia para acertarles un nuevo tiro, pero se detuvo al

notar que la primitiva flota, hasta ese momento avanzando en bloque, ahora

comenzaba a separarse.

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Colaboración de Sergio Barros 32 Preparado por Patricio Barros

—Se abren —gruñó.

Cuneo estaba parapetado a pocos metros de la proa, mientras dos marinos asistían

a Ernestino Jopia, el encargado de efectuar la compleja maniobra de ajuste de

palancas y engranajes que implicaba cada disparo del Armstrong.

El capitán, cubierto entre los sacos de arena alrededor de la cabina de mando, ya

había quitado el seguro de su fusil cuando las embarcaciones enemigas formaron un

semicírculo en torno al Bernardino. Desde allí, con la respiración entrecortada y la

adrenalina coleteando como una serpiente, fue él quien inició los disparos.

Lo que vino después fue un ruidoso intercambio de tiros que formó una niebla gris

entre ambos bandos. Los piratas, al ver que varios de ellos caían al agua heridos

por las balas, no se atrevieron a acorralar al lanchón y contestaron con

perdigonazos ciegos. El sargento, en tanto, asomando cuidadosamente la cabeza

entre los sacos con arena, ordenaba a los fusileros de popa apuntar a los maderos

de los esquifes para perforarlos y lograr que se mantuvieran a raya.

Cinco minutos duró el primer tiroteo, según el informe que esa misma noche

redactó el capitán, tiempo en el cual los incesantes disparos hicieron retroceder con

premura a dos de las balsas.

Podría decirse que el operativo resultaba según lo previsto teniendo en cuenta las

limitaciones de la patrulla: habían atacado el campamento y averiado sus

embarcaciones, pero nadie imaginó que al cabo de pocos minutos las demás naves

piratas también emprenderían la retirada, alejándose hacia los costados, más

empeñados en apurar sus remos que en contestar el fuego. Y si aquella inesperada

maniobra motivó que algunos tripulantes del Bernardino salieran de sus escondites

para lograr una mejor puntería, no fue precisamente alentadora la sorpresa que se

llevaron luego de que Matrás recorriera el campamento con su catalejo y viese con

espanto a un grupo de mujeres y niños que arrastraban hasta la orilla un gigantesco

cañón rayado.

— ¡Retirada, retirada! ¡Cañón a estribor! —gritó entre los pertrechos, mientras los

demás se lanzaban al piso.

Nazario Cuneo trató de llegar hacia el sitio donde se encontraba el capitán, pero un

fuerte impacto sobre la proa lo hizo caer de espaldas al agua. En medio de los

gritos, se mantuvo aleteando entre los pedazos de madera que la bala había

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Colaboración de Sergio Barros 33 Preparado por Patricio Barros

arrancado, hasta que tras varios intentos fallidos en los que solo consiguió clavarse

astillas en las manos, finalmente se pudo aferrar a una maraña de latones

retorcidos cercanos a la cubierta.

Empapado y adolorido como estaba, fue el mismo sargento quien apuró a los

remeros para alejarse mar adentro. Y si el primer impacto solo ocasionó daños

menores, el segundo cañonazo asestó un golpe brutal, rompió el mástil de la vela y

dio de lleno en Honorato Chambe y Ernestino Jopia, los dos marineros que se

encontraban cerca.

Matrás no pudo hacer más que recordar la advertencia del comandante Cavieres.

Los gritos envalentonados salidos de las gargantas de los artilleros durante el

primer tiroteo, los gestos desafiantes y ademanes patriotas al cargar el cañón,

ahora se transformaban en alaridos de horror al ver los cuerpos desmembrados de

sus compañeros ahogándose en su propia sangre.

Con los ojos enrojecidos por el humo, Cuneo había logrado llegar hasta el viejo

Armstrong, que parecía un trasto fatigado luego de lanzar su discreta andanada.

— ¡Fuego, abran fuego! —gritó con las venas marcadas en el cuello.

—No quedan cargas, señor —contestó el marinero Alonso Grillo con la voz

temblorosa y la cara salpicada de sangre.

Los esquifes y la balsa de los contrabandistas, hasta ese momento alejadas del tiro

de cañón, giraron sobre sí para rápidamente acercarse al aportillado Bernardino. Al

verlos, el grumete Tejerina, ignorando las astillas incrustadas en su pierna,

reacomodó algunos sacos de arena y se dispuso a enfrentarlos desde la popa. El

sargento no tardó en acompañarlo.

— ¡A las cabezas, disparen a las cabezas! ¡Que no queden heridos, carajo! —

bramaba el capitán desde la cabina de mando.

Nazario Cuneo era un buen tirador. Siempre acompañado de su viejo fusil Martini,

que conservaba desde que se enroló en el ejército, fueron contadas las veces en

que desperdició un cartucho. Ni siquiera erraba un blanco cuando en los días de

campaña, para aliviar las largas horas de tedio, se entretenía disparándole a

chinchillas y ratones que echaban a correr en descampado. Cuneo sacó los últimos

seis cartuchos de un cajón de municiones. Más tarde, cuando por fin habían logrado

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alejar el lanchón del peligro, seis cuerpos flotaban en el mar, todos con un agujero

de bala en la cabeza.

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§ 8

El Bernardino apareció en la rada de Antofagasta al anochecer. En medio del silencio

brumoso de las calles del puerto, no hubo pescadores presenciando el instante en

que a duras penas el navío logró recalar.

Alejados de las balaceras, Matrás se dedicó a controlar con torniquetes la herida que

Tejerina presentaba a la altura de la rodilla derecha, y a animar a Grillo, que lloraba

como niño la muerte de sus compañeros Jopia y Chambe, cuyos cuerpos mutilados

fueron cuidadosamente puestos por Cuneo sobre un rincón de la cubierta.

Nunca un viaje se le hizo tan largo al capitán. Nunca había advertido con tanto

detalle cómo los diminutos resplandores que el sol desperdigaba sobre el lomo del

Pacífico se convertían lentamente en un manto gris, como si de pronto el oleaje

hubiese coagulado y el Bernardino se desplazara en medio de un gigantesco charco

de aceite.

Tal como lo había imaginado, la sed de los sobrevivientes aumentó cuando se

enteraron de que las explosiones habían hecho saltar por los aires las provisiones de

agua; sin embargo, el terrible cuadro que formaban los cuerpos inertes de sus

compañeros evitó cualquier atisbo de queja. Nadie habló durante el lento regreso.

Al interior del lanchón solo se escuchaba el chapoteo acompasado de los remos, los

gemidos de los marineros aporreados por los cañonazos y el sollozo contenido del

sargento que montaba guardia a un costado de los cadáveres, resguardándolos de

las gaviotas y cormoranes que los seguían en procesión, esperando un descuido

para lanzarse en picada sobre los restos.

****

Eusebio Matrás se encargó personalmente de llevar a Catalino Tejerina al Hospital

del Salvador. Solo una vez que el marinero comenzó a ser atendido por los médicos

se presentó en la guarnición de Antofagasta, donde ya comenzaban a conocerse

detalles de la tragedia ocurrida en San Antonio de los Cabros.

En efecto, ni el espaldarazo del general Acosta ni las amistosas palabras de

consuelo que en voz baja le dijo el comandante Cavieres pudieron aliviar su congoja

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Colaboración de Sergio Barros 36 Preparado por Patricio Barros

cuando ingresó al salón de reuniones. Con el recuerdo fresco de los cuerpos inertes

de Jopia y Chambe, sumado a los gritos furiosos de Cuneo abriendo cráneos

enemigos con certeros disparos, el capitán de navío detalló paso a paso el

enfrentamiento ante las autoridades. Luego de una breve pausa, Matrás debió

informar a sus superiores del gigantesco cañón con que los habían atacado.

—Eso y no otra cosa fue lo que hizo pedazos a dos de los nuestros —sentenció.

Las miradas incrédulas del general Acosta se cruzaron con las del comandante

Cavieres y los mayores Silvera y Ramírez, que hasta esa hora lo único que

deseaban era que el nuevo, como le llamaban, terminara pronto de hablar para

largarse a sus dormitorios.

Por un instante todo fue murmullos y rezongos. Matrás guardó silencio y miró al

aproblemado secretario Cacaste, que anotaba a una velocidad que terminó por

alterar la cuidada caligrafía que había logrado hasta antes de que se mencionara la

palabra cañón.

— ¡Entonces usted mintió, comandante! —recriminó Acosta a Cavieres—. Nunca

estuvo seguro de que esa arma estuviera en el fondo del mar, como dijo.

—Era lo que imaginamos, señor. Así lo constató el mayor Silvera.

—No haga entrar a más personas en su diablada, comandante. Todo lo que diga su

gente debe pasar por su autorización —gruñó Acosta, golpeando la mesa—. En su

informe, usted fue tajante: el cañón rayado que desapareció en Caracoles y la

lancha que lo transportaba se hundieron en las marejadas de enero pasado. ¡Su

firma avala lo que le digo!

—Debe haber un error —balbuceó el oficial, mirando de reojo al capitán, que

escuchaba la discusión sin comprender.

— ¡No me tome el pelo, comandante! ¡Ese es el único cañón que figura extraviado!

Se lo confiscamos a Quintín Quevedo y a los locos que le acompañaban hace más

de cinco años por este puerto. Usted lo sabe muy bien.

Cavieres giró su cabeza hacia la derecha hasta quedar frente a Silvera, quien solo

atinó a bajar la vista. A un costado, ajeno a los gritos y las reprimendas, el mayor

Ubaldo Ramírez, destinado a la zona por el mismísimo general Hilarión Daza, volvía

a llenar con diligencia las copas con aguardiente para distender los ánimos, pero

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cuando llegó a la de Matrás hizo una mueca contrariada, asombrado de que

estuviese intacta.

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Colaboración de Sergio Barros 38 Preparado por Patricio Barros

§ 9

Matrás pasó por alto la cena y se encaminó rumbo al Hospital del Salvador junto a

Cuneo. La salud de Catalino Tejerina le preocupaba tanto como las cartas que debía

redactar esa misma noche a las familias de los marineros muertos.

El capitán y el sargento fueron recibidos por el cirujano Zenón Dalence, quien los

llevó donde estaba Tejerina. Aunque había perdido bastante sangre, el médico dijo

que dentro de poco podría volver a ponerse en pie.

Al verlos entrar, el marinero se quitó las sábanas y trató de incorporarse ante sus

superiores.

—No es necesario —lo detuvo Cuneo al ver el parche sanguinolento que cubría gran

parte de una de sus piernas.

Tejerina volvió a su posición con una mueca de dolor por el esfuerzo.

—Siento lo que ocurrió, señor —se lamentó—. Quizás qué impresión se ha hecho de

nosotros en estos días.

Eusebio Matrás permanecía en silencio a un costado de la cama, sin saber qué

responderle.

****

Catalino Tejerina era el más diligente y animoso de todos los marineros que

patrullaban en el Bernardino. A pesar de sus escasos trece años y las bromas que le

gastaban sus compañeros por su cabellera indomable, levantada con la firmeza de

una escobilla de acero aun cuando se la mojara con agua de limón, siempre era él

quien entonaba con más vigor los cantos militares que cada mañana se escuchaban

en el patio de la guarnición. Y si bien su dentadura comenzaba a despoblarse por

efecto de las caries, sonreía con inusitado entusiasmo cuando se le encomendaba

una tarea por engorrosa que fuera. Desde sacar a paladas la bosta de las

caballerizas hasta fregar el piso de madera de las oficinas del alto mando de la

guarnición, siempre se esmeraba por cumplir del mejor modo posible cada encargo.

Tejerina llegó a la prefectura de Antofagasta tras pasar una temporada en Cobija

como parte de un destacamento proveniente de Oruro, destinado a controlar el

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Colaboración de Sergio Barros 39 Preparado por Patricio Barros

acceso de inmigrantes. Hijo mayor de una familia dedicada a la crianza de llamas y

alpacas, fue a los diez años, luego de presenciar las últimas escaramuzas de la

batalla de Chacoma, cuando supo que lo suyo era el uniforme del Ejército boliviano.

Fue en enero de 1875, mientras deambulaba distraídamente con media docena de

animales por Viacha, a menos de una hora de la capital, cuando el estruendo de los

disparos y el olor de la pólvora que impregnaba la brisa del altiplano le hicieron

saber que, además del cuidado de un rebaño, había otros modos de transformarse

en ese hombre valiente que tanto deseaba su padre.

Aunque nunca manifestó el menor interés por sumarse a las fuerzas de gobierno ni

menos aún a los grupos que recorrían la zona levantados en armas, una vez

acabado el fuego y capturados los cabecillas rebeldes de Chacoma, Catalino regresó

a casa para contarle a su padre de sus intenciones; pero en vez de encontrar apoyo

a sus ánimos patriotas, recibió a cambio un certero puñetazo en la frente que lo

tumbó entre las gallinas que corrían escandalizadas por el criadero.

—Óyeme bien, niño: primero la familia y después esos locos que se andan

disparando entre las siembras —gruñó el viejo Celso Tejerina ante sus demás hijos,

que miraban consternados al hermano mayor tendido en el suelo.

Mareado y con la cabeza adolorida, Catalino se levantó trabajosamente y jamás

volvió a tocar el tema en presencia de su padre. Sin embargo, entre una y otra

salida con el ganado, susurraba a sus hermanos los pormenores del combate de

Chacoma. Con la piel erizada, describía con sumo detalle el modo en que las fuerzas

de gobierno, casi sin reservas de municiones y con el enemigo creyéndolas

vencidas, salieron de las chacras dando alaridos de furia para abalanzarse sobre los

montoneros, enfrentándolos con palos, piedras o machetes hasta arrinconarlos en la

quebrada de Tingo María, donde los obligaron a rendirse.

A pesar de las amenazas del viejo Celso —le prohibió terminantemente volver a

mencionar la palabra ejército mientras viviera con él—, Catalino no podía evitar

subir la voz cuando por enésima vez contaba que, desentendido por completo de los

animales a su custodia, bajó dando zancadas desde el monte donde se encontraba

para ver más de cerca la marcha triunfal de los militares de vuelta a los cuarteles de

La Paz. Los pequeños Simón y Ramiro escuchaban asombrados a su hermano mayor

narrándoles el momento en que a un lado del camino, jadeante por el esfuerzo del

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Colaboración de Sergio Barros 40 Preparado por Patricio Barros

carrerón cuesta abajo, alzó victorioso los brazos ante el paso de los infantes

liderados por el general Hilarión Daza, varios de los cuales, a pesar de las

contusiones y heridas, le contestaron el saludo.

Luego de aquel episodio, no hubo vez en que Catalino —sentado sobre una roca

mientras los animales mascaban aburridos la hierba a pocos metros— dejara de

mirar las praderas levemente teñidas de verde y, como niño, las imaginara pobladas

de aguerridos soldados disparando a un enemigo invisible, oculto detrás de los

pequeños montes que tenía enfrente. Con el calor apabullante del sol de la tarde,

casi podía ver las baterías de cañones escupiendo fuego entre bocanadas de humo

negro y combatientes moviéndose presurosos entre los senderos, los mismos que al

atardecer, de regreso a casa, se encarnaban en su ganado que guiaba con cantos

marciales.

Esas mismas melodías habría de escuchar exactamente un año después el viejo

Celso Tejerina, poco antes de enterarse de que su hijo se iba con el ejército que esa

tarde pasaba por el pueblo.

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Colaboración de Sergio Barros 41 Preparado por Patricio Barros

Parte II

§ 1

El capitán supuso que el incidente del Bernardino haría reformular las estrategias

contra los vándalos de la costa sur. Ante la clara desigualdad de fuerzas, todo

indicaba que la cúpula administrativa de Antofagasta, constituida por la prefectura

del litoral, la guarnición y la capitanía de puerto, solicitaría a La Paz el urgente envío

de nuevo y más capacitado contingente, de modo que él podría comenzar de una

buena vez las actividades que lo habían traído al litoral.

Fue por esta razón que en los días posteriores a su regreso de San Antonio de los

Cabros, mientras el alto mando se reunía en busca de alguna solución definitiva al

desbande costero, Eusebio Matrás obtuvo el permiso del general Acosta para revisar

el acopio de libros que los oficiales llamaban biblioteca. Ubicado en una pequeña

bodega a un costado del comedor de la guarnición, el depósito se había

transformado en un criadero de ratones, arañas y cucarachas que transitaban entre

decenas de libros, cuadernos, planos, mapas y carpetas con actas de reuniones,

muchas de ellas fechadas a comienzos de 1870.

Acompañado del sargento Cuneo y el marinero Grillo, dedicó al trabajo dos tardes

completas, tiempo en el que cargaron más de doce cajones con documentos de todo

orden y que posteriormente revisaron en el patio de la repartición. Ante el asombro

de algunos oficiales, Matrás quitaba el polvo y apilaba del modo más ordenado

posible una serie de textos sin tapa y deshojados, a la espera de encontrar material

útil para sus futuras clases de instrucción. A pesar de la exhaustiva revisión, fue

muy poco lo que se pudo rescatar: una edición en muy buen estado —«apenas

abierto», se dijo el capitán— de Visionarios y mártires, del célebre Nataniel Aguirre;

un raro ejemplar de la Crónica moralizadora de la orden de San Agustín en el Perú,

de fray Antonio de la Calancha; dos reproducciones incompletas, aunque valiosas,

de algunos acápites sobre los Conjurados de La Paz, escritas por el propio Pedro

Domingo Murillo, además de unas cuantas cronologías de la batalla de Ayacucho

que ya conocía de memoria. Todo esto, por supuesto, hallado entre indescifrables

bitácoras de viajes por el Pacífico y el Atlántico, media docena de cuadernillos de

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Colaboración de Sergio Barros 42 Preparado por Patricio Barros

poemas románticos, diarios revueltos e incompletos de ciudades como California,

Buenos Aires, Londres y Bruselas; manuales para el uso de procesadoras de agua

escritos en francés y otras lenguas desconocidas; bocetos para ruedas de carreta;

apuntes de diablería, brujerismo y recetas de pócimas que, por sus ingredientes,

intuyó malignas; tablas de rendiciones de cuentas con números y operaciones

matemáticas ilegibles, acompañadas de tres portafolios con historietas

pornográficas, firmadas todas por un tal Poncini, que el marinero Grillo insistió en

clasificar con insospechado entusiasmo.

Mientras tanto, y contrariamente a lo que esperaba Matrás, al interior de las salas

de reuniones de la guarnición y la prefectura aún seguían las reprimendas entre los

oficiales por el origen de aquel cañón. En medio de largas sesiones de alegatos y

revisión de documentos clasificados, el alto mando buscaba el modo más idóneo

para enfrentar el problema sin dar indicios de negligencia o errados manejos

administrativos.

—Porque será algo de suyo grave si se enteran en La Paz de que los

contrabandistas tienen esa clase de armas —musitaba en privado el general Acosta

a sus más próximos consejeros, quienes un par de días después, entre

tartamudeos, habrían de comunicarle una noticia aún peor, y que no venía

precisamente del borde costero, como era costumbre, sino desde el mineral de plata

de Caracoles.

Aunque desde el primer momento la información resultó confusa —la versión que

trajo una pareja de emisarios distaba en varios aspectos del testimonio de algunos

viajeros que presenciaron los hechos—, hubo dos cosas que el general Acosta de

inmediato sacó en claro luego de oír los antecedentes que llegaban a su escritorio:

que se trataba de una ocupación de hombres armados y que esos hombres armados

estaban al mando del coronel Rufino Carrasco.

Casi desde el momento mismo de su fundación, tanto civiles como militares de

Antofagasta se habían acostumbrado a los sobresaltos y revueltas que ocasionaban

los levantamientos al interior del ejército. Desde aquel efímero gobierno

revolucionario que instalara en el puerto el general Quintín Quevedo a mediados de

1872, hasta la cofradía de tenientes que en diciembre de 1875 tomó por asalto el

cuartel de policía, para los habitantes del puerto no era novedad que cada cierto

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Colaboración de Sergio Barros 43 Preparado por Patricio Barros

tiempo circularan rumores sobre montoneros en los campamentos del interior o el

inminente desembarco de batallones mercenarios provenientes de Arica o El Callao.

En cualquier caso, aquellos despliegues habitualmente encontraban la indiferencia

de los vecinos, quienes, a la hora de opinar, tenían siempre la misma sentencia: «Si

nos conviene, entonces adelante».

Pero esta vez, cuando a los comentarios se agregaron oscuros detalles de la

personalidad del coronel Carrasco y la supuesta brutalidad con que actuaba y

actuaría una vez llegado a Antofagasta, la mesura se transformó en terror.

«A muchos soldados los colgaron de las vigas de las casas cuando tomaron el

pueblo», se decía en los pasillos de la recova. «Y dicen que a los que trataron de

escapar los dejaron empalados en los cerros más altos», agregaban otros en los

barracones del muelle, «porque ese Carrasco, como dicen que se llama, no quiere

problemas. A la primera que usted se mueva, a la primera que algo le molesta,

manda a que le metan balas, y de las grandes, caramba, de las que dejan un forado

que no se cose ni con hilo de sacos».

****

El mineral de Caracoles había sido descubierto diez años antes por exploradores

franceses, españoles, argentinos y chilenos. Gracias a asociaciones y beneficios

entregados por el Gobierno boliviano para explotar el litoral, y luego de muchos y

desastrosos intentos por encontrar riquezas en la zona, finalmente los grupos de

inspección enviados por el barón Arnous de la Riviére, junto al chileno José Díaz

Gana, dieron con la primera de numerosas vetas argentíferas que afloraban de los

cerros. Entre los restos de miles de caracoles marinos desperdigados en lo que fue

un gigantesco océano, habían localizado los indicios del mineral de plata más

grande descubierto en aquella década.

Poco tardó el entusiasmo en convertirse en locura. Apretujados en embarcaciones

de todo tipo, cientos de cateadores desembarcaron en el puerto boliviano de Cobija,

desde donde emprendían el viaje hacia lo que algunos llamaron «El Dorado

caracolino». Internándose más de sesenta leguas en el desierto, montados en

mulas, asnos, caballos, carretas e incluso a pie, los mineros no solo pasaban por las

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Colaboración de Sergio Barros 44 Preparado por Patricio Barros

galerías de cuerpos momificados de antiguos aventureros, sino que debían sortear

las salvajes emboscadas que entre ellos se tendían para asegurar una mayor tajada

de ganancias.

Por años, las bondades del mineral fueron motivo de controversia tanto en Chile

como en Bolivia. Los diarios de las capitales de ambos países dedicaban importantes

espacios a informar de su asombroso crecimiento y de los dividendos que generaba;

no obstante, a esto pronto se agregaron los estragos que la migración estaba

causando en el extremo norte de Chile. El tema fue discutido en extenso por las

autoridades, quienes intentaban en vano poner orden al descontrolado

desplazamiento de trabajadores.

Ya los funestos efectos de la despoblación se notan en las provincias del norte:

Copiapó, Caldera, Huasco, Coquimbo, antes tan pobladas y llenas de vida y

movimiento, presentan ahora la imagen de la desolación y la tristeza, se lamentaba

la Cancillería chilena a través de la prensa. ¿Dónde están ahora sus activos y

laboriosos pobladores? Preguntádselo a Caracoles, a Iquique, a Mollendo, a

Arequipa, que en menos de cuatro años han dado ocupación a treinta mil chilenos.

Como era de esperar, las más de quince mil peticiones de explotación recibidas en

los primeros dos años convirtieron a Caracoles en un caótico campamento que

acogió a centenares de personas que instalaron carpas y tiendas de campaña en los

faldeos de los cerros o cuevas del sector.

Enteradas las autoridades del alborotado modo de vida de cateadores, peones,

artesanos, arrieros, comerciantes de baratijas, aguateros, contrabandistas,

especuladores y crecientes clanes de beodos y mendigos, además de timadores y

prostitutas, que resolvían cualquier diferencia usando el garrote o el puñal, el

gobierno destinó al lugar una subprefectura, un juez y diez gendarmes. A pesar de

que no tardaron en marcar presencia, nunca contaron con lo necesario para

ocuparse del orden de todo el enclave, por lo que muchas veces dirigían sus

esfuerzos solo a evitar que las peleas se transformaran en batallas con más muertos

que los que dejaban los habituales rodados y explosiones en las faenas.

Este último antecedente fue determinante para las intenciones revolucionarias del

coronel Rufino Carrasco. Al tanto de la vulnerabilidad de Caracoles, organizó su

arremetida contra el gobierno en el pequeño poblado de Quillagua, al interior de

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Colaboración de Sergio Barros 45 Preparado por Patricio Barros

Tocopilla. En su plan había contado con la colaboración de Juan de Dios Rivera,

antiguo y reconocido comerciante de Antofagasta, quien, se decía, financiaba gran

parte de la empresa del militar a la espera de importantes privilegios aduaneros una

vez establecida la nueva autoridad.

Así, aprovechando la lejanía del poblado en medio del desierto de Atacama, los

setenta soldados al mando del oficial rebelde se encaminaron rumbo a Caracoles,

donde llegaron al amanecer del 25 de marzo de 1877.

La gobernación del mineral organizó rápidamente la resistencia. Junto a vecinos y

dueños de almacenes que ofrecieron su ayuda, el subprefecto Ezequiel Apodaca

cerró las principales rutas de ingreso con barricadas y trincheras donde instalaron el

exiguo armamento del que disponían: una pequeña ametralladora y dos cañones de

corto alcance, además de tres parejas de fusileros apostados en los techos de las

casas de mayor altura.

A pesar de su diligencia, la jefatura nunca tuvo el apoyo de los cientos de mineros

radicados en la zona, pues muchos de ellos, con causas pendientes con la justicia,

prefirieron quedarse en los cerros hasta que finalizaran «los problemas del

ejército», como llamaron al operativo que comenzaron a ver a lo lejos.

El disminuido contingente de Apodaca hizo lo posible por contener a las huestes de

Carrasco, las que en mucho menos tiempo de lo estimado barrieron con todo foco

de resistencia.

Con sus fuerzas reducidas, el subprefecto debió abandonar el mineral y dirigirse al

sector de Los Poros, desde donde envió un par de emisarios rumbo a Antofagasta,

mientras él y los cinco militares que lograron salir vivos del enfrentamiento

inspeccionaban las cuevas aledañas para cobijarse a la espera de refuerzos.

Si bien no contaba con recursos para maniobras de esta naturaleza, en su condición

de comandante de armas, el general Acosta ordenó a la capitanía de puerto

preparar a todos los hombres que disponía para detener el avance de Carrasco. Las

instrucciones se repartieron a gritos desde la prefectura a la guarnición y de esta al

cuartel de policía, frente a la plaza de Colón. Los cabos y sargentos corrían por los

puestos de vigilancia anunciando la emergencia, mientras desde las bodegas se

recogía el armamento: carabinas belgas de mediados de siglo, fusiles de modelos y

marcas tan dispares como Comblain, Mirnet, Carcass y algunos Snyder requisados a

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las bandas de contrabandistas, se fueron amontonando entre pistolas hechizas,

bayonetas, sables chamuscados, estoques y cajones con cartuchos de diferente

calibre en las afueras de las dependencias de gobierno.

—Esto más parece una exposición de antigüedades —bromeó Matrás mientras

cerraba un saco con pólvora.

El comandante Cavieres, que en ese momento examinaba un par de rifles sin

inscripción, dejó a un lado las armas y se volteó hacia él con una mueca enfadada.

—Como a usted lo dejaron aquí y no tendrá que vérselas con esos pingones, es

mejor que trabaje en silencio, capitán —gruñó.

—No creo que sean más peligrosos que los que debo corretear a diario por la costa,

comandante.

—Parece cierto cuando dicen que usted puede saber mucho de historia y de la

academia, pero de pasarle bala a un fusil...

Matrás prefirió no contestar.

Al cabo de unas horas, en medio del nerviosismo de los vecinos —muchos

comenzaban a trancar las puertas de sus casas y a esconder bajo tierra sus objetos

de valor, temiendo saqueos—, el coronel Juan Granier, que encabezaba la

resistencia al levantamiento, formó a la tropa en los alrededores de la plaza de

Colón e inició la marcha.

Gracias a la incorporación de algunos hombres pertenecientes al bergantín Sucre,

de paso por el puerto, fueron cerca de cuarenta, entre soldados, marinos,

celadores, coraceros y gendarmes, los que partieron rumbo a Caracoles al mediodía

del 27 de marzo.

Matrás vio alejarse al destacamento desde la puerta de la prefectura. En medio del

bullicioso y estrafalario desfile que destacaba por la colorida variedad de uniformes,

el capitán distinguió en la última fila al sargento Nazario Cuneo, que lo saludaba a la

distancia, levantando con euforia su viejo fusil Martini.

****

Las dificultades que presentó el transporte del único cañón rayado con que

contaban y la inesperada rebeldía de las mulas cargadas con provisiones, hicieron

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que solo tras cuarenta horas de camino Granier lograra instalarse en las

inmediaciones de Caracoles. Era la madrugada del día 29. A pesar del frío que

penetraba en las carpas del escuálido campamento levantado en la quebrada de

San Mariano, los oficiales —a los que se habían sumado Apodaca y su modesto

grupo— determinaron entrar al pueblo al amanecer, estableciendo como primer

objetivo el edificio de la subprefectura.

El ataque comenzó apenas despuntaron los primeros rayos de sol. No hubo

ultimátum ni palabras de advertencia previos a las ráfagas y cañonazos que llenaron

de ruido el desierto. Entre la polvareda, los soldados corrían buscando algún

escondite en medio de la planicie que los ponía en la mira de los rebeldes hacia

donde fuera que se moviesen.

Las fuerzas oficiales combatieron toda la mañana sin avanzar un metro. Y al

advertir que por cada tiro que daban, ellos recibían tres, el coronel Granier se animó

para abrirse paso junto a cuatro rifleros y tres celadores hasta un acopio de

escombros desde donde ordenó el asalto a la subprefectura.

—No pueden resistir tanto estos carajos. Esto es un mineral, no un polvorín —

rezongaba.

Luego de persignarse tres veces seguidas, Granier envalentonó al piquete para

correr como nunca en su vida y llegar hasta la tapia que cerraba el patio del edificio.

Sus acompañantes lo miraron aterrados, pero ninguno se atrevió a desobedecer la

orden cuando el coronel salió de entre los morros de chatarra y desperdicios y

atravesó a toda prisa la nube de humo que inundaba las pequeñas calles de

Caracoles. Con sus siete hombres detrás, Granier se colgó al hombro su fusil y

ordenó escalar. Resistiendo el dolor por las astillas en las manos y los clavos

oxidados que les rasguñaban las rodillas, los soldados treparon la muralla

dispuestos al combate.

Una vez en el interior, Granier hizo derribar una puerta, pero sus hombres ni

siquiera alcanzaron a tomar vuelo para arrancarla de sus bisagras cuando les cayó

encima una pesada ráfaga.

En ese momento se declaraba el segundo de los cuatro incendios que afectaron a

las casas cercanas a la subprefectura durante la refriega. Granier, con la mano

derecha herida por el roce de una bala, junto a los dos soldados que sobrevivieron

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al ataque, aprovechó el humo que salía a grandes chorros tiznados para saltar a

duras penas el murallón y alejarse cuanto antes del edificio.

El combate se detuvo a las siete de la tarde. El desierto regresaba al silencio y los

cerros cambiaban de color conforme el cielo se volvía lentamente un frío telón gris.

A la distancia, los oficiales de gobierno miraban con atención los incendios que

resplandecían como diminutos fulgores en las praderas erosionadas. Nadie podía

ocultar la decepción.

****

Mientras tanto, al interior de Caracoles, el coronel Rufino Carrasco se paseaba

victorioso entre sus lugartenientes tras las escaramuzas.

—Que vengan los que sean —vociferaba—. Cien, quinientos, mil... nadie nos echará

de aquí.

Sin embargo, «El Gran Prefecto del Desierto», «El Señor de las Arenas», «El

Caudillo de los Oprimidos de la Patria Toda», como se venía haciendo llamar desde

que salió de Quillagua, pronto debió vérselas con un nuevo e inesperado enemigo,

uno que no cruzó el desierto ni utilizó carabinas para hacerle frente, sino que

apareció en la subprefectura convertido en medio centenar de airados vecinos que

le responsabilizaban por los daños que estaba sufriendo la población.

A pesar de que al inicio Carrasco se negó a conversar, amenazándolos con ponerlos

bajo arresto, fue un grupo de vecinas encabezadas por el sacerdote alemán Alberto

Beckers y las hermanas Melira y Antonieta Quezada, quienes rato después,

abriéndose paso a manotazos entre su guardia personal, llegaron a su escritorio

para pedirle que si quería continuar el combate, por favor lo hiciera en las afueras

del pueblo.

—Y no adentro, señor, donde hay gente inocente. Porque suponemos que usted

quiere ser líder de todos nosotros y no solo de los que tienen armas y pueden

usarlas para defenderse, ¿verdad? —le increpó una de las Quezada.

—Así es. Tiene todo este peladero para que encare a sus enemigos —agregó el

sacerdote—. Salga y pelee allá, no aquí.

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Colaboración de Sergio Barros 49 Preparado por Patricio Barros

A través de una ventana a espaldas de los delegados, el coronel vio que eran cada

vez más los congregados en la entrada de la subprefectura. Temiendo que la

situación se volviera en su contra por las encendidas arengas que se oían entre la

multitud, Carrasco prometió atender al requerimiento.

De inmediato llamó a sus oficiales y sin perder un minuto expuso las novedades,

consideró sus opiniones, y finalmente, poco antes de la medianoche, ordenó la

retirada a un pequeño cerro aledaño, conocido como Cabeza de Buey, donde

acamparían antes de proseguir el combate.

—Espéreme que ya regreso, curita —le dijo Carrasco al sacerdote antes de

abandonar Caracoles entre una muchedumbre que abucheaba la salida de los

revolucionarios.

Pero Carrasco nunca regresó. A las cinco de la mañana del día 30, las fuerzas de

orden —que habían seguido con sus catalejos cada detalle de la columna de

antorchas desplazándose en la oscuridad hacia el poniente— iniciaron una

sorpresiva arremetida por los cuatro costados del cerro.

Para muchos oficiales bolivianos destinados al litoral, la batalla del Cabeza de Buey

se convirtió en el principal motivo de orgullo desde la llegada de la primera

delegación de gobierno. Aunque en ciertos aspectos las versiones del

enfrentamiento resultaron disímiles —se dijo, entre otras cosas, que varios soldados

cayeron con sus mulas cerro abajo, rodando como troncos; que algunos rebeldes,

aprovechando la falta de luz, se enterraron en la arena simulando estar muertos y

que varios de los hombres más cercanos a Carrasco, al verse rodeados en la cima,

aseguraron ser espías de gobierno infiltrados para sabotear «a ese carajo mal

parido apenas salió de Quillagua»—, en lo que sí hubo certeza fue que en menos de

una hora, tras sortear el terreno escarpado y la falta de luz, las fuerzas de Granier

neutralizaron a los rebeldes con una cerrada balacera apoyada con disparos de

cañón y tiros de dinamita que volaban como pájaros en llamas.

Nadie durmió esa noche en Caracoles. Ante la incertidumbre que provocaban las

explosiones, los destellos y hasta los alaridos de muerte que algunos dijeron

escuchar, los habitantes del mineral, sin saber a qué atenerse, comenzaron a

empacar sus pertenencias en carretas y mulas para alejarse cuanto antes del

pueblo rumbo al Llano de la Paciencia, pocos kilómetros al oriente. Pero ni bien las

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primeras familias se internaban en la oscuridad del desierto, debieron detenerse

ante los gritos de júbilo de un soldado que entró a Caracoles con una bandera

boliviana flameando en su mano derecha.

El imprevisto y rápido desenlace del conflicto motivó las espontáneas muestras de

agradecimiento de los caracolinos. El paso del miedo a la alegría hizo que varios

corrieran a festejar a los combatientes que regresaban victoriosos entre los restos

de sus enemigos, los que, supusieron, algunos debían pertenecer al general

Carrasco, a quien ciertamente nadie pudo encontrar.

—Estaba todo tan oscuro, tan oscuro, que obedecimos la orden de avanzar

disparando hacia arriba, siempre hacia arriba, como gritaba nuestro comandante

Cavieres, hasta que nos encontramos en la punta del cerro —relataron después

algunos soldados en el trasnochado banquete que fue servido en las afueras de la

oficina de gobierno.

Y del mismo modo en que la hazaña del malherido coronel Granier corrió feliz de

boca en boca por las calles de Caracoles, la reacción que se tuvo a los días

siguientes en los poblados del litoral no fue menos eufórica. En Antofagasta, sin

embargo, lo que se anunciaba como un entusiasta festejo, al cabo de algunas horas

se transformó en una inesperada revuelta que ni la más aprensiva de las

autoridades del litoral pudo alguna vez imaginar.

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Colaboración de Sergio Barros 51 Preparado por Patricio Barros

§ 2

Eusebio Matrás se encontraba en el cuartel de policía al momento de conocerse la

noticia. Allí había sido destinado mientras durase la campaña en Caracoles. Junto a

cuatro gendarmes y Alonso Grillo —Tejerina estaba aún convaleciente en el

hospital— salió a la puerta a presenciar la celebración de los vecinos, quienes nunca

dudaron en acercarse a saludarlos o dedicarles palabras de admiración desde el otro

lado de la calle, invitándolos a los bailes organizados alrededor de una banda de

músicos que soplaba sus pífanos y golpeaba sus tambores en la plaza de Colón.

—En La Paz ya no se ven cosas así —decía el capitán con melancolía, esperando que

el sargento Cuneo y el comandante Cavieres, pese al entredicho antes de la partida,

se encontraran ilesos luego de la batalla.

Casi todos los antofagastinos salieron a vitorear la proeza de los militares. Sonaban

campanas y se agitaron banderas en cada casa del puerto. La luz de los faroles

rápidamente iluminó las principales calles mientras se oían himnos patrios y el

estruendo de los petardos. A pesar del frío costero, cerca de quinientas personas se

congregaron esa noche en la plaza; medio millar que poco tardó en transformar el

bullicio en carnaval cuando se supo que las autoridades habían aprobado la

repartición de cinco barriles de chicha, además de varios cajones con comida.

En medio del gentío que celebraba el triunfo patriota, una pareja de empleados

fiscales dispuso los toneles y la comida. Aunque varios llamaron al orden para que

alcanzase para todos, los funcionarios fueron sobrepasados por la muchedumbre, y

finalmente, sin perder el ánimo festivo, optaron por hacerse a un lado entre

sonrisas y dejar que los demás se arremolinaran en torno a la merienda.

—No creo que alcance para todos —susurró Matrás sin moverse de la puerta del

cuartel, desde donde observaba a la multitud pelearse a codazos y empujones por

un mejor sitio entre los barriles.

Cerca de las tres de la madrugada, los músicos dejaron de tocar y se retiraron a sus

casas. Rato antes habían hecho lo propio las mujeres con sus niños cuando reventó

el último petardo. Pensando que había llegado el fin de la celebración, el capitán

ordenó a la guardia entrar al cuartel; pero los gritos de un aguador encaramado

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Colaboración de Sergio Barros 52 Preparado por Patricio Barros

sobre uno de los toneles lo detuvieron. Del modo que podría anunciarse una

tragedia, el hombre vociferaba que la bebida se había terminado.

—¡Esto no puede ser! ¡Aún tenemos sed y la fiesta debe seguir! —bramó

pastosamente.

Aunque en ese momento varios yacían tendidos en el piso, adormilados por el

alcohol, fueron más de treinta a los que el aguador logró convencer de que cruzaran

la calle hasta la casona municipal.

—Sabemos que tienen... —decían, golpeando la puerta y las ventanas.

—Qué les cuesta, paisanos, si hoy es una noche para brindar —agregaban otros,

con la camisa fuera de los pantalones y el pelo revuelto.

—Y no les estamos pidiendo, carajo; exigimos lo que corresponde por ser

nacionales. ¿O quieren beber solitos? ¡Eso es lo que están haciendo tan callados ahí

dentro!

Las peticiones se transformaron rápidamente en alborotadas quejas y rechiflas que

alarmaron a las autoridades, por lo que al cabo de unos minutos un secretario

municipal fue obligado a asomarse a una de las ventanas para comunicar que no

había nada más que ofrecer.

—Era todo. Y por favor, señores, sean considerados y no insistan —sentenció.

—Entonces ordenen que abran los almacenes, que acá tenemos dinero para

comprar —replicaron los vecinos, transformados ya en medio centenar.

—No hay, no queda nada —se disculpó el funcionario.

—¡Mentiroso! —le gritó un ebrio con los ojos enrojecidos antes de darle un puñetazo

que lo hizo desaparecer del marco de la ventana.

Mientras el grupo permanecía en la puerta de la casona sin intenciones de retirarse,

la situación en el cuartel policial era muy similar. El nuevo jefe de guardia había

tenido que abrir tres veces la puerta para explicar a otros borrachos que no tenía

chicha para regalarles.

—Entiendo toda su alegría, pero ustedes también deben saber que esto no es un

almacén —decía, armándose de paciencia.

—Pero cómo... una botellita que sea...

—Señores, no tenemos. Y discúlpenme, que no puedo ayudarlos —concluyó.

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Colaboración de Sergio Barros 53 Preparado por Patricio Barros

En otra circunstancia, las patadas al portón y los insultos habrían hecho que los

celadores pusieran de inmediato bajo arresto a los revoltosos; no obstante, Matrás

contuvo a sus hombres y los hizo retroceder, llamándolos a la calma. Pero al cabo

de unos minutos, cuando en la plaza de Colón se oyeron gritos y un ruido tan fuerte

como el de una carreta desbarrancándose, no pudo hacer otra cosa que quitar el

broche que sostenía su corvo y salir.

Como si la victoria del Cabeza de Buey hubiera sido apenas una ilusión o una

trampa hábilmente planificada por las huestes de Carrasco, de pronto muchos de

aquellos que celebraron con orgullo la proeza del ejército patriota se habían

transformado en una turba enloquecida que se desparramaba por las calles

céntricas del puerto destruyendo todo cuanto hallaba.

Las carretas volcadas, los escaños rotos, los mástiles y letreros pateados hasta

hacerlos pedazos, sin contar tres o cuatro fogatas descontroladas, fueron apenas un

adelanto de la furia que esa noche provocó la falta de licor, pues luego,

aprovechando la escasa dotación con que contaba el ejército y la policía, recorrieron

calle de Lamar forzando los portones de las bodegas donde los comerciantes

almacenaban los barriles de chicha.

Matrás llegó al lugar cuando se iniciaban los primeros saqueos. A pesar de la

borrachera, como hábiles roedores nocturnos, varios subieron hasta el techo de los

galpones. Y mientras algunos golpeaban con lo que tenían a su alcance las cadenas

y candados de las puertas, otros amedrentaban con palos y piedras a los dueños de

los locales, que inútilmente resistían los robos.

A una cuadra de distancia, con el estómago apretado y la voz temblorosa, el capitán

hizo dar dos silbatazos a un gendarme, pero los saqueadores continuaron

paseándose por los techos y apedreando sus tablones hasta hacer un forado. Los

guardias se miraron desconcertados, temían que una advertencia más drástica

pudiese volver a la gente en su contra. Por esa razón fue el propio Matrás quien

tomó el fusil de uno de sus acompañantes y avanzó un par de metros para hacer

varios tiros al aire.

El estrépito acalló por un momento los gritos de los desbandados, que en ese

instante habían logrado entrar a un almacén y sacaban a rastras un enorme barril

de chicha de maíz. Pero no fueron precisamente esos primeros disparos lo que

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Colaboración de Sergio Barros 54 Preparado por Patricio Barros

terminó por enardecerlos, sino el siguiente, cuando Matrás volvió a cargar el arma y

dio un certero balazo en medio del tonel.

Al ver la chicha desparramándose a borbotones, los saqueadores se abalanzaron

ruidosamente contra los guardias. Casi con la misma rapidez con que se vaciaba el

barril, más de treinta personas se les vinieron encima.

El capitán ordenó la retirada hacia la guarnición. Aun sabiendo que allí contaban

apenas con seis hombres entre oficiales y soldados, era el único sitio que a esa hora

daba seguridad.

—¡Rápido, que se acercan! —gritaba, esquivando las piedras que pasaban sobre su

cabeza y la de Alonso Grillo, quien por expresa orden del sargento Cuneo debía

permanecer a su lado todo el tiempo que durase su ausencia.

Los disparos al aire habían sido escuchados por la pareja de vigilantes de la

guarnición, quienes de inmediato alertaron a los oficiales, de modo que Matrás no

tuvo que llegar hasta la misma puerta del recinto dando la alarma; a la vuelta de la

esquina de calle del Nuevo Mundo, en uno de los tantos callejones que año tras año

cambiaban de nombre, se topó con el capitán Pedro Ildefonso y tres escoltas con los

que había salido a patrullar.

Pasó menos de un minuto desde que su compañero lo pusiera al tanto de lo que

estaba ocurriendo, cuando la turba apareció. Pero a diferencia de los treinta del

principio, ahora eran setenta o más los vándalos que les cerraban toda posibilidad

de escape en ambos lados de la calle.

****

Pedro Ildefonso llevaba más de dos años en la guarnición de Antofagasta. Destinado

por el entonces ministro Hilarión Daza luego de su primera visita al puerto, en

febrero de 1875, siempre destacó por su espíritu de servicio y el trato amable para

con los vecinos sin distingo de nacionalidades. Así como podía asistir a una familia

chilena a la que un ventarrón le había desencajado el techo, tampoco le negó su

ayuda a ningún aguador que necesitara reparar su carretón. Y si bien no hablaba

otro idioma que el español, siempre halló el modo de entenderse con los

inmigrantes daneses, italianos o eslavos que solicitaban su apoyo para acelerar los

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Colaboración de Sergio Barros 55 Preparado por Patricio Barros

trámites que les permitieran levantar sus casas. Por ese motivo, por las sentidas

cartas y regalos que llegaban a la comandancia agradeciendo su colaboración, fue

que esa noche, ante la emergencia, se atrevió a hacerse reconocer por la turba que

acechaba al piquete como hienas jadeantes.

— ¡Señores! — gritó, avanzando temerariamente con una pequeña antorcha que

llevaba en su mano derecha—. Soy Pedro Ildefonso, vuestro capitán. Ustedes me

conocen y saben que podemos llegar a un acuerdo. No queremos problemas entre

vecinos. Vuelvan a sus casas... las acciones que acaban de cometer los ponen fuera

de la ley y nos obligarán a actuar.

El oficial pudo haber dicho bastante más, pudo haber ofrecido algún tipo de

mediación con los dueños de los almacenes e incluso gestionar personalmente un

último barril con tal de evitar nuevos desmanes, pero no alcanzó a proponer nada

de aquello cuando una pedrada le dio de lleno en la cabeza, tumbándolo como a un

muñeco.

Con Ildefonso tendido en el suelo y rodeados como estaban, los soldados se

dividieron en dos grupos para disparar a los vándalos. Algunos vecinos dirían más

tarde que fueron veinte o más los tiros que salieron de los fusiles del ejército, lo

suficiente para detener a los más exaltados, pero bastó con que uno diera en pleno

rostro de un saqueador para que se iniciara una alocada estampida.

—¡Que no escapen! —gritaban furiosos los gendarmes, haciendo puntería a las

sombras que se alejaban, algunas rumbo a los cerros y otras hacia la plaza de

Colón.

Confiando en que el caído y la arrancadera indicaban la vuelta a la normalidad, los

militares caminaron hasta la plaza para resguardar las oficinas de gobierno, pero

nunca imaginaron que entre las esquinas en penumbra, parapetados tras las

carretas estacionadas a un costado de las calles o apegados a las murallas, una

docena de revoltosos les esperaban para cobrarse venganza.

Solo la evidente desventaja numérica y lo inexplicable que para muchos resultó que

en ese instante los soldados no volvieran a usar sus armas, evitó que la población y

los periódicos se refirieran a la escaramuza que siguió como una carnicería, pues al

verse nuevamente rodeados, esta vez la refriega fue cuerpo a cuerpo, y si bien en

los primeros minutos los guardias permanecieron unidos lanzando patadas y

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Colaboración de Sergio Barros 56 Preparado por Patricio Barros

culatazos en la oscuridad, fue el temor a un linchamiento lo que finalmente impulsó

a varios a correr en distintas direcciones.

Otros, en cambio, no tendrían la misma suerte.

****

En el forcejeo, nadie advirtió el instante en que el marinero Alonso Grillo cayó al

piso. Rodeado por los aguadores enfurecidos, recibió numerosos puntapiés en la

espalda, algunos de ellos con tanta fuerza que creyó que el espinazo se lo habían

partido en dos. Pero, a diferencia de sus esmirriados compañeros del Bernardino,

Grillo era un hombre fuerte y corpulento, acostumbrado a dar y recibir palizas desde

los once años, cuando se escapaba de su casa en las afueras de Macha para

sumarse al tinku, la festividad que los lugareños celebraban dándose de puñetazos

por las calles, confiando en que aquel era el único modo de mantener la paz y la

armonía del ayllu por el resto de la temporada.

En medio del caos que desde las siete de la mañana se apoderaba de las calles del

pueblo, siempre animado con el estridente sonido de los sikus, En medio del caos

que desde las siete de la mañana se apoderaba de las calles del pueblo, siempre

animado con el estridente sonido de los sikus, charangos y otros instrumentos de

caña —además de botellones de chicha de maíz y singani que pasaban de mano en

mano—, nadie sospechó jamás que aquel grandulón que desafiaba a quien se le

plantara por delante tenía menos de quince años.

Alonso Grillo se frotaba las manos con grasa de cordero y, como quien se arroja al

río, se zambullía en la maraña de patadas y puñetazos.

Hijo menor de una familia de ocho mujeres, fue de su padre y su abuelo, dos

campesinos conocidos en la zona por su espíritu bélico, de quienes Grillo no solo

supo de las duras batallas que sus antepasados habían dado en las rebeliones

indígenas que alentaron la independencia boliviana, sino además de la bravura con

que se sumaron al tinku en sus años de juventud, «pero siempre dispuestos a

tender la mano al contrincante vencido», como oía en las monumentales comilonas

con que finalizaba la jornada de aporreos comunitarios.

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Colaboración de Sergio Barros 57 Preparado por Patricio Barros

En los tres años en que participó de los festejos antes de integrarse a las patrullas

camineras de la guarnición de Potosí, siempre vistió una llamativa faja de lana al

cinto y polainas adornadas con pompones de colores, indumentaria con la que

fracturó más de diez narices, arrancó varias docenas de dientes y dejó sin

respiración a más de un contendor que se desplomó ante él con una mueca de dolor

entre los gritos de las controladoras, aquellas mujeres destinadas a evitar los

ensañamientos con chillidos o bien repartiendo latigazos a los abusivos y también a

los cobardes que se negaban a la pelea.

Así también, el menor de los Grillo supo lo que eran los cortes en las cejas, los ojos

entintados y los codazos en el mentón que estuvieron a poco de desencajarle la

mandíbula. Por eso es que a sus conocidos no les extrañó escuchar que tras la

paliza de esa noche de festejos en Antofagasta, Alonso Grillo hubiera sido capaz de

levantarse en medio del terral y, tambaleándose como un resucitado, con la cara

hinchada y los labios rotos de tanto azote, se atreviera a desafiar a los borrachos

que le habían golpeado.

— ¡Qankuna! ¡Qankuna!... Imata mañank... chunka huk... achachay... machachej...

—gruñía, ofreciendo sus puños a quien quisiera dar un paso al frente.

Lo que ocurrió luego nadie de la guarnición ni del vecindario pudo comprobarlo a

cabalidad. Algunos aseguraban que Grillo se habría salvado de milagro de morir por

la nueva paliza que le propinaron; otros, en tanto, y con la única certeza de lo visto

a través de las cortinas de sus ventanas, dijeron que ninguno, por más furioso y

bebido que estuviera, se atrevió a desafiar al macheño sin más que sus manos, de

modo que al cabo de unos minutos de silencio, mientras el marino rumiaba nuevos

insultos y maldiciones, simplemente lo vieron dar la media vuelta y caminar hasta

una de las esquinas de la plaza de Colón, donde se sentó en un escaño a esperar

hasta que amaneciera.

****

A esa misma hora, pero varias cuadras hacia el cerro, la china Ang Hu Li rompía el

silencio de la mañana llamando a gritos a su esposo. Como en toda jornada, poco

antes del alba, mientras ella se disponía a baldear la tierra de la calle, Chang Yuk

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Colaboración de Sergio Barros 58 Preparado por Patricio Barros

Ming arrojaba gruesos puñados de maíz al interior de los cubículos de madera y

alambres que formaban su gallinero. Pero ese día, alarmado por los chillidos de su

mujer, el chino se desentendió del cacareo de los animales peleándose los granos y

llegó a la puerta tan rápido como pudo. Allí, su mujer no estaba sola: le

acompañaban dos cuerpos ensangrentados que yacían tendidos a sus pies.

Uno de ellos correspondía al de Eusebio Matrás.

El capitán había sido uno de los últimos en escapar de la encerrona en los

alrededores de la plaza de Colón. Luego de recibir una lluvia de puñetazos y

patadas, logró incorporarse y huyó por calle de Caracoles. Con el corazón

rebotándole sobre el pecho y la espalda hecha un saco de estopa, corrió y corrió sin

perder el tranco hasta el cruce con calle de Bolívar, pero aún no terminaba de dar la

vuelta a la esquina cuando embistió a un hombre que venía en dirección contraria.

El oficial cayó pesadamente con un profundo corte en la ceja izquierda. Desde el

suelo y sin poder reaccionar, vio una corpulenta silueta que le acechaba, un

contorno gigantesco y amenazante.

Eso fue todo lo que pudo recordar: un cuerpo que se tambaleaba moviendo sus

brazos acaso tan largos como los remos del Bernardino; brazos y manos que, entre

el mareo y la sangre que le bajaba por la frente, los imaginó empuñando un

estoque.

Matrás intentó levantarse, trató de mover las piernas para despegarse del suelo de

tierra humedecido por la camanchaca; sin embargo, lo único que pudo hacer una

vez que los zapatos de aquel hombre estuvieron frente a sus ojos fue desenfundar

su corvo y, con los últimos arrestos de fuerza, estirar su brazo hasta dejárselo

clavado en el vientre.

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Colaboración de Sergio Barros 59 Preparado por Patricio Barros

§ 3

Ni el coronel Granier ni el general Acosta podían dar crédito a todo cuanto originó la

celebración de la victoria sobre Rufino Carrasco. Al día siguiente de su regreso al

puerto, cuando decidieron, en vez de contar los pormenores de la batalla del Cabeza

de Buey, oír primero todas las explicaciones que debían darles tanto en el cuartel de

policía como en la guarnición, ambos oficiales se miraban cada vez más

sorprendidos al conocer el recuento de destrozos ocasionados por la turba. Y si

aquello los desconcertó, no pudieron sino indignarse cuando se enteraron de que los

incidentes habían terminado con dos civiles muertos y una decena de heridos.

Sin siquiera darse tiempo para que los médicos trataran la herida de su mano

derecha, Granier debió recibir a Salvador Reyes, el enfurecido cónsul de Chile en

Antofagasta, quien, en compañía de Matías Rojas, su par argentino, se apersonó

para hacer enérgicas reclamaciones por escrito ante «los impresentables

desórdenes que han puesto en riesgo tanto los intereses de nuestros connacionales

como sus vidas, afectando a compatriotas que en estas tierras representamos con

decoro y orgullo».

—¡Y extranjeros, para colmo! —bramaba Acosta, con el rostro desencajado, una vez

que los diplomáticos se fueron dando un portazo—. ¿Acaso no saben que un muerto

chileno y otro argentino son lo peor que nos puede pasar?

—Ahora sí que nos metieron en un lío —se lamentaba Granier—. Hubiera preferido

darle pelea a Carrasco aquí en el puerto si hubiera sabido lo que iba a pasar.

—¿Quiénes fueron? Quiero los nombres de los responsables —decía Acosta.

—Del argentino no lo sabemos. Se actuó sin discriminar, señor —balbuceaba el

mayor Natalio Andrade, al mando de la guarnición mientras durase la campaña en

Caracoles, y que ciertamente en ningún momento abandonó las dependencias la

noche de los desórdenes.

—¿Y del otro? El chileno no murió baleado, tengo entendido.

—Fue un corvo, señor. Pero, como le he dicho, el responsable actuó en defensa

propia.

—Deme el nombre, Andrade, por las rechingas, o creeré que lo está encubriendo.

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Colaboración de Sergio Barros 60 Preparado por Patricio Barros

****

Matrás había vuelto en completo silencio luego de que en el hospital le atendieran la

herida en la frente tras el choque con el chileno. Sus compañeros lo miraban

sorprendidos y acaso orgullosos por el modo en que se defendió desde el suelo; sin

embargo, desestimó los gestos de admiración y optó por refugiarse en su

dormitorio. Por primera vez desde su llegada comenzaba a arrepentirse de haber

salido de La Paz.

El capitán pasó largas horas tendido sobre el colchón. No podía dejar de pensar en

el sonido del corvo hundiéndose y traspasando la carne del chileno, en el grito de

animal herido que dio y en el golpe seco que vino después, cuando aquel cuerpo

amenazante cayó a su lado con el vientre perforado. Ciertamente nunca hubo un

estoque, nunca hubo un cuchillo ni nada de qué defenderse. Y si creyó verlo, si por

ese segundo en que temió por su vida se plantó ante sus ojos como una certeza, ya

nada podía volver atrás.

Hasta el regreso del destacamento de Caracoles, apenas salió de su cuarto. Con

mayor razón aún tras enterarse de que el sargento Salvador Montero, con quien

hizo el viaje que lo trajo a la costa, había muerto en el combate del Cabeza de

Buey.

—Fue uno de los primeros en caer —le dijeron después, cuando escuchó su nombre

en una conversación de dos grumetes del bergantín Sucre afirmados con endebles

muletas.

El recuerdo de Montero en la cubierta del María Luisa se le entremezclaba una y

otra vez con lo ocurrido con el sureño en esa esquina en penumbras. A pesar de que

todos sabían que actuó forzado por el alboroto de aquella jornada, la muerte,

siempre más cercana a los disparos de sus compañeros que a los suyos, ahora se

sentaba a los pies de su cama.

Por eso, ni bien supo de la citación que le había hecho el general de armas del

litoral, Matrás se animó a redactar una minuta con los pormenores de lo ocurrido en

la esquina de Caracoles con Bolívar. Quería dejar a la muerte allí, atrapada en el

papel; pero toda vez que quiso pasar de la tercera línea, se quedaba

irremediablemente paralizado. No importaban las palabras, ni el modo ni las

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Colaboración de Sergio Barros 61 Preparado por Patricio Barros

justificaciones que expusiera, pues en cada intento, como si su mano obedeciera a

una voz ajena, siempre terminaba escribiendo con letra temblorosa una frase

estancada en su cabeza como una nube espesa: «Ayer asesiné a un hombre

desarmado».

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Colaboración de Sergio Barros 62 Preparado por Patricio Barros

§4

Llegó a la comandancia poco antes del mediodía. Toda la noche anterior la había

pasado en vela tratando de poner por escrito lo ocurrido. Fiel a su deber como

soldado y con la cama sembrada de pequeños repollos de papel, antes de que

amaneciera por fin logró dar forma a ocho cuartillas donde estaba su versión del

incidente.

Aunque Cuneo se ofreció para escoltarlo —«no sabe lo culpable que me siento por

haberlo dejado solo en ese momento», le dijo acongojado—, Matrás prefirió que el

sargento se quedara allí, atento a los preparativos de la nueva salida del

Bernardino, prevista, con o sin él, para la semana entrante.

—No se preocupe. Usted cumplió bien en la campaña, pero esto, aunque agradezco

su lealtad, no le incumbe. Es mejor que supervise las reparaciones al lanchón —le

dijo, mientras se encaminaba rumbo a la prefectura.

—Como mande, señor, que así será.

Sin mayor trámite, el capitán fue anunciado por la guardia e ingresó al despacho del

general Claudio Acosta. Allí lo esperaban junto al coronel Granier, el mayor Andrade

y el comandante Cavieres, quien lucía el hombro izquierdo aparatosamente

entablillado.

—Buenos días —musitó—. Me alegro de que la campaña haya sido un éxito.

—Por suerte, Eusebio, por suerte —replicó Cavieres, con un esbozo de sonrisa que

le dio a entender que el encontrón de ambos antes de la partida ya estaba olvidado.

—Asiento —dijo Acosta con inesperada amabilidad—. Queremos escuchar lo que

tenga que decirnos del chileno que finó.

Matrás recorrió con la mirada a los presentes y luego centró la vista en un pequeño

galeón de bronce en medio de la mesa, un barco que de pronto le pareció que

comenzaba a hundirse en ese mar café, enorme y endurecido, donde se hallaba.

—Antes de leer mi declaración —dijo— debo confesar que nunca antes he asesinado

a nadie bajo ninguna circunstancia, tanto personal como militar.

Al oír sus palabras, los oficiales se escandalizaron.

—Por favor, hombre —rezongó Acosta—, no nos tome el pelo.

—Es imposible —musitó Granier—. ¿Ni a un montonero? ¿Eso nos quiere decir?

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Colaboración de Sergio Barros 63 Preparado por Patricio Barros

—A nadie, señor. Nunca en todos mis años en el ejército. Recién acá he sabido lo

que es defenderme de verdad.

Los oficiales seguían sin dar crédito a la confesión del capitán y le daban miradas de

desconfianza. Él, en tanto, sin despegar la vista del galeón de bronce y tal como si

estuviera escondido dentro de sus diminutas ventanillas, solo una vez que los

murmullos cesaron, tomó aire y comenzó a leer:

«Como habéis de saber, la intención de nuestras autoridades fue acompañar la

alegría de los vecinos con alcoholes y viandas; sin embargo, cuando los primeros se

acabaron, comenzaron las perturbaciones al orden. Es allí el instante en que el

abajo firmante y sus hombres se involucran en los hechos».

Fueron diez lentos minutos. Y aunque hubiera querido pasar y pasar las páginas

más velozmente, le fue imposible no interrumpirse para hacer complejas

digresiones sobre los deberes de un soldado de la patria o respecto de las

extravagantes costumbres de algunos habitantes del puerto, especialmente de los

extranjeros de Europa. En cambio, otras veces, cuando la comisión esperaba algún

erudito comentario al margen, se sumía en largos silencios que a Cavieres le

hicieron temer que su compañero en cualquier momento rompería en llanto. Pero

nada de eso ocurrió. Lentamente, como si sobre su espinazo llevara una pesada

carga, su voz comenzó a apagarse hasta quedar convertida en un susurro cuando

llegó a la última cuartilla y, del modo más solemne que pudo, narró el momento en

que dobló la esquina de calle de Bolívar:

«Y apareció, entre la espesura de la noche, aquella infausta figura agitando mis

ánimos y provocándome un terror tan grande que no me quedó más opción que la

defensa usando mi arma de servicio».

Cavieres abrió los ojos asombrado por el lirismo de sus palabras y buscó con la

mirada al mayor Andrade, que trataba de contener una risotada por lo que oía.

El capitán prosiguió su versión hasta el minuto en que lo encontró el matrimonio

chino que se encargó de llevarlo semiaturdido hasta el cuartel; pero en vez de

agregar comentarios sobre los deberes éticos del soldado boliviano, hizo nuevas y

desconcertantes pausas, cruzándose de brazos y mirando fijamente el barco de

metal sobre la mesa, o bien llevándose las manos a la cabeza para revolverse el

cabello opaco y grasoso de tres días sin baño.

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Colaboración de Sergio Barros 64 Preparado por Patricio Barros

«Estoy cierto, señores, de que mi testimonio escrito en estas fojas puede no

pareceros una explicación plausible, mas hago votos para que, como sapientes

oficiales, deis justo crédito a mis honestos descargos», concluyó, abriendo apenas

los labios.

Los oficiales se miraron entre sí, a la espera de que Acosta se pronunciara. Al

advertir el general que sus acompañantes lo miraban expectantes, se despejó la

garganta con un carraspeo gutural y fue directo y claro:

—No es para tanto, Matrás. No se ponga huevón, que estamos de su lado.

—Y dese un baño, que mucha falta le hace —agregó Cavieres con la completa

aprobación de sus superiores.

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Colaboración de Sergio Barros 65 Preparado por Patricio Barros

§ 5

El capitán volvió a la guarnición saludando apenas con un arqueo de cejas a Cuneo.

Avanzó por el patio rumbo a su dormitorio, buscó pantalón y camisa limpios y fue

de inmediato a los lavatorios, más que por sugerencia de sus superiores, por el

impulso que le sobrevino al momento en que se levantó de la mesa de reuniones del

alto mando: visitar a la viuda del chileno y ofrecerle sus condolencias.

Desperezado por los chorros de agua fría que se dejó caer como si cumpliera una

penitencia, luego de recortarse cuidadosamente el bigote, limpió cada pliegue y

costura de sus botas con una pequeña escobilla de madera, se miró varias veces en

un espejo para acomodarse el chaquetón y finalmente salió a la calle.

El muerto se llamaba Leonidas Aranzáez y estaba radicado en Antofagasta desde

fines de 1876. Junto a María Quitral, su mujer, se animó a viajar desde Coquimbo al

sur boliviano tras enterarse de que las procesadoras de agua del puerto necesitaban

con urgencia carpinteros y maestros de refinería. Ambos tenían veinte años.

Eso fue todo lo que supo Eusebio Matrás del hombre al que había asesinado.

Aunque en un principio se negó a aceptar que no se trataba, como creyó, de uno de

los tantos maleantes que hacían nata en el puerto, finalmente los comentarios de

los soldados de la guardia y algunos datos que Cuneo recabó entre gendarmes que

aseguraban haber conocido a Aranzáez, terminaron por borrarle la imagen

pendenciera que se había formado del chileno. De ellos, precisamente, el sargento

obtuvo la dirección de la viuda y se la entregó al capitán en un papel doblado en

cuatro partes.

—Hasta antes del problema vivía allí, señor.

En efecto, al final de calle de la Independencia, donde años antes el terreno era

ocupado como botadero de escombros, los Aranzáez consiguieron, junto a otras

veinte familias chilenas, la autorización de la prefectura para levantar dos manzanas

de casas hechas con tablones de madera, sacos harineros y algo de adobe.

Fijándose dónde ponía los pies para mantener el brillo de sus botas, caminó

lentamente hasta llegar a la salida sur de Antofagasta. Cuneo, que insistió en

acompañarle, le seguía en completo silencio y con las manos detrás de la cintura,

atento a los numerosos chilenos con que se encontraban en el camino.

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Colaboración de Sergio Barros 66 Preparado por Patricio Barros

—Es allí, señor.

—Muy bien, espéreme.

—Pensaba acompañarlo... recuerde que es un sector conflictivo.

—No es necesario, si llegamos hasta acá vivos, entonces no habrá de qué

preocuparse.

El sargento asintió con desgano mientras él daba cinco inseguros pasos hasta

quedar frente a una cortina de género deshilachado que hacía de puerta.

Desconcertado, pensó dar un grito hacia dentro, pero finalmente optó por golpear

con los nudillos una de las paredes de madera. De pie frente a la entrada de la

casa, con las palmas de las manos humedecidas y sintiendo el aroma salado que la

brisa marina arrastraba hacia los cerros, tuvo que dar muchos más golpeteos hasta

que la silueta de una mujer se asomara entre un resquicio de la cortina.

—Qué quiere.

—Capitán Eusebio Matrás, señora —se presentó.

—Pregunté qué quiere, no quién era.

—Busco a la viuda del ciudadano chileno Leonidas Aranzáez.

—Yo soy —dijo la mujer, acercándose con cautela.

El estómago pareció llenársele de bolillas de acero cuando tuvo enfrente a María

Quitral, o más bien cuando ella se paró de brazos cruzados ante él y, sin decir

palabra alguna, clavó los ojos en Cuneo, que se había aproximado sigilosamente

hasta quedar a menos de un metro de ellos.

—¿Y ese? —preguntó.

Matrás no alcanzó a voltearse cuando el sargento advirtió su intromisión y

retrocedió velozmente.

En otras condiciones hubiera pensado que la esposa de Aranzáez vivía en algún

sector acomodado del puerto y jamás en esa calle que albergaba a los faeneros más

empobrecidos de Antofagasta. A diferencia de las otras mujeres que llegaban al

litoral y, al cabo de un tiempo, tras intuir que los salarios de sus maridos nunca

serían como les prometieron, se empleaban en las cocinas de la recova o en las

ferias del muelle para ayudar a la subsistencia, María Quitral escondía en su aspecto

una inesperada delicadeza. Su cabello liso y claro bajaba por sus hombros

confundiéndose con un pálido rostro de niña del que apenas lograban distinguirse

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Colaboración de Sergio Barros 67 Preparado por Patricio Barros

las pestañas, al tiempo que sus manos de dedos largos y frágiles contrastaban con

el mameluco engrasado y acaso dos tallas más grandes que vestía al momento de

la llegada de los militares.

—No me mire tanto, oiga, y dígame a qué viene.

Aún no terminaba de llenarse los pulmones de aire para dar cuenta del motivo de su

visita cuando, por un costado, apareció una niña que se aferró a la pierna de la

mujer para observar al oficial como si se tratara de una estatua. La pequeña tenía

poco más de seis años y era una réplica perfecta de su madre. Matrás se quedó

mirándola asombrado y sin hacer más que sonreír.

—Señor, todos los papeles de mi marido están en el consulado chileno —susurró

enérgica la mujer para evitar que la niña la oyera—. Si viene a buscar algo, debe ir

allá. Ha pasado poco desde que lo enterré y comprenderá...

—Justamente de eso quiero hablarle.

****

Si en el trayecto de ida a la casa de la viuda de Aranzáez el capitán se mantuvo en

completo silencio, al regreso Nazario Cuneo sintió que caminaba junto a un

fantasma. Manteniéndose a la distancia que Matrás le ordenó permanecer, el

sargento no pudo escuchar nada de lo que alcanzó a decir su superior antes de que

María Quitral se abalanzara sobre él convertida en una gata salvaje que le dio

tantos puntapiés y manotazos que a poco estuvo de dejarlo tendido en el suelo. Sin

contener ni menos aún contestar sus golpes, todo lo que hizo Matrás fue cubrirse el

rostro hasta el momento en que la mujer pareció desfallecer entre sollozos.

Varios curiosos llegaron alarmados por el escándalo que ocurría en la entrada de la

casa. A cada uno de ellos, por cierto, Cuneo se encargó de volverlos al sitio de

donde habían salido haciendo todo tipo de ademanes.

Una vez dentro de la guarnición, con el pelo revuelto y visibles marcas rojas en las

mejillas y en el cuello, el capitán se despidió de su asistente apenas levantando la

mano y entró a su dormitorio. Allí se dejó caer sobre la cama; permaneció tendido

sin más luz que la de los faroles que se filtraba por debajo de la puerta.

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Colaboración de Sergio Barros 68 Preparado por Patricio Barros

Aún sentía en su pecho las palpitaciones por los puñetazos; aún sentía en la frente

el ardor de los surcos causados por las uñas de María Quitral, y como si con eso no

bastara, como si mereciera más castigo, no podía quitarse de encima el momento

en que esa delicada silueta que le hablaba entre las cortinas salió a la luz para luego

transformarse en la primera persona que lo miraba como si fuera un monstruo.

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Colaboración de Sergio Barros 69 Preparado por Patricio Barros

§ 6

Con las tripas revueltas y la lengua seca, Eusebio Matrás permanecía como un peso

muerto sobre el colchón apelmazado. Tenía los ojos cerrados, escuchaba su

respiración agitada entre el crujido de las maderas de su cuarto y el murmullo

lejano que provenía del patio, donde un grupo de soldados correteaba a un par de

ratones sorprendidos en la cocina de la comandancia.

Nunca supo cuánto tiempo estuvo inmóvil, pero debió resucitar como el más

urgente de los milagros cuando el coronel Granier dio tres fuertes golpes en su

puerta.

—Señor, qué sorpresa. Adelante, por favor —dijo, encendiendo su lámpara a

parafina —. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Antes dígame qué le pasó en la cara. ¿Estuvo pasando las penas en alguna

chingana que tiene esas ronchas? Me han dicho que las filipinas de calle de

Ayacucho dejan así a sus clientes, con todos esos arañazos —acotó con voz

maliciosa.

—No, señor, es un sarpullido. Me pica y me rasco. No puedo evitarlo —atinó a

decirle—. Es bastante molesto, verá usted.

Granier esbozó una sonrisa.

—He escuchado esas mentiras, hombre, pero por mí no se preocupe... de todos

modos, si le sirve, sáquele un poco de parafina a su lámpara, mézclela con aceite

quemado y échesela en la cara. Molesta pero ayuda. Sobre todo a gente como

usted, que tiene la piel tan pálida.

—Seguiré su consejo. Muchas gracias.

Granier permanecía de pie en el dormitorio, fijándose en el orden y limpieza en que

se encontraba todo: desde los dos uniformes perfectamente colgados hasta la

repisa con libros y documentos que había a un costado de la puerta. Luego de leer

sin mucho interés los títulos e inscripciones sobre sus lomos, y aún con el férreo

vendaje en su mano herida por la bala en el combate de Caracoles, se sentó en un

banquillo empotrado en una esquina.

—Antes quiero decirle que me sorprendió la forma en que dio su versión de la

muerte del chileno. Usted bien pudo haber sido poeta.

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Colaboración de Sergio Barros 70 Preparado por Patricio Barros

—Gracias, señor —respondió, dudando si lo último correspondía a un halago o a una

ofensa.

—Usted sabe lo que nosotros, como militares de este puerto, opinamos de los

chilenos, ¿no?

—Así es.

—Entonces menos congoja y más orgullo por el deber cumplido, carajo.

Matrás asentía a cada palabra del coronel, dando por hecho que se trataba de

opiniones que jamás debían traspasar las murallas de la guarnición.

—Pero también debe saber que hay cosas que debemos cumplir, querámoslo o no. Y

una de esas son las muestras de gratitud con quienes ayudan en nuestras tareas.

—Siempre inculco eso en mis alumnos, señor... cuando los tenía, a decir verdad.

—Ya habrá tiempo para sus clases de instrucción, capitán. No sea majadero.

—Es a lo que vine al puerto...

—La paciencia, como dicen, es una virtud que debemos cultivar, mi estimado.

—Así es, pero pronto tendré que enviar informes a La Paz. Tengo una orden de la

capitanía general para realizar la instrucción y espero cumplirla.

—Escúcheme bien —el coronel se acercó desafiante—: acá, en este puerto del

carajo, la capitanía general, la curia y la presidencia somos nosotros, los que ve

acá, y nadie más. ¡Qué saben allá de lo que necesitamos!... y despreocúpese de sus

informes. Sabrán entender. Se lo aseguro. Además, no es de un hombre con el

uniforme bien puesto caer en desesperación. Parece que ha sido poco conveniente

dedicarse tanto tiempo a los libros...

Matrás se mantuvo con la boca cerrada.

Granier volvió a recorrer con la mirada los volúmenes dispuestos en la muralla. Y

solo tras pasarse varios minutos leyendo con descaro algunas anotaciones que él

hacía en su cuaderno personal, el coronel volvió a hablar:

—Acosta me ha pedido que redacte una carta a los chilenos de Caracoles... una

carta agradeciendo por su apoyo en la campaña del Cabeza de Buey. Por eso me

tiene aquí.

—Justo me parece.

—Pero, como sabrá, hace años que dejé de escribir cosas de este tipo y,

honestamente, me cuesta ponerme sobre un pupitre. Aún más con el estado de mi

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mano, a pesar de que soy izquierdo, o siniestro, como le llaman. Por eso pensé en

usted y he venido a importunarlo... La falta de uso ha desmejorado mi ortografía y

no quiero pasar bochornos, si es que alguno de esos calatos sabe leer y me

sorprende en falta.

—Cuente con mi colaboración. Será un agrado.

—No me sirve su colaboración, capitán. Quiero que esa carta la escriba usted a mi

nombre —dijo el coronel, sonriendo sin el menor asomo de vergüenza.

—Basta con que me indique el tenor y algunas sentencias para que yo trabaje con

ellas.

—Lo que usted estime. Algo breve, por supuesto. No quiero que pase una semana

en eso. Confío en su buena prosapia.

Matrás sintió un golpe frío que le cruzó la espalda, pero no se atrevió a corregir al

coronel.

CARTA DEL CORONEL JUAN GRANIER A LOS HABITANTES DE CARACOLES

Guarnición de Antofagasta y Prefectura del litoral.

Antofagasta, en abril 4 de 1877.

A los nobles y valerosos habitantes de Caracoles:

Aunque postrado en el lecho del dolor, no puedo menos que apresurarme a hacer

una pública manifestación de gratitud a mis amigos en general y, muy

especialmente, a la colonia chilena residente en Caracoles.

Puesto fuera de combate por una bala fatal en el ataque del 29 de marzo último, he

sido desde aquel instante objeto de las más exquisitas manifestaciones de afecto de

parte de los ciudadanos chilenos de tan importante mineral.

No parece sino que esos laboriosos industriales, en medio del natural sobresalto que

la descabellada intentona de los enemigos del orden ocasionó, hubieran esperado el

momento de manifestarme que no les son desconocidas mis ideas y el cariño que

profeso a tan dignos huéspedes.

En aquellos momentos de amarga y dura prueba para el militar es cuando se puede

apreciar el afecto sincero y el interés que la suerte de uno pueda inspirar; y es por

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Colaboración de Sergio Barros 72 Preparado por Patricio Barros

eso que, en medio de mis dolencias, experimento la inefable satisfacción de

haberme dejado comprender por el pueblo que respeto y quiero a la vez, y por

quien no rehuiré jamás el peligro.

Reciban, pues, mis amigos y los ciudadanos chilenos en Caracoles, mis expresiones

de gratitud, y los votos que hago porque en lo sucesivo no venga el fragor de las

intestinas revueltas ni las furias inoportunas a interrumpir sus abnegadas labores

industriales.

Con gratitud entera,

Coronel Juan Granier

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Colaboración de Sergio Barros 73 Preparado por Patricio Barros

§ 7

Catalino Tejerina estaba aún internado en el Hospital del Salvador cuando

ocurrieron los desmanes tras la victoria en el Cabeza de Buey.

A causa del accidentado patrullaje a San Antonio de los Cabros, las astillas

incrustadas en su pierna derecha le habían dejado dos vistosas cicatrices a la altura

de la rodilla. Aunque por momentos los médicos temieron que las contusiones se

encaminaran, como era habitual, hacia una irremediable cojera, la buena salud y la

corta edad del marinero hicieron que saliera del Hospital del Salvador en perfectas

condiciones poco después del regreso de la tropa desde Caracoles.

Mientras en las calles del puerto los grupos de vándalos enfrentaban al piquete de

soldados y policías, al interior del hospital, Catalino estiraba el cuello para ver a

través de una ventana empavonada la estampida de siluetas borrachas que

provocaron los primeros disparos de las fuerzas de orden. Aunque ni los enfermeros

ni nadie al interior del hospital se atrevieron siquiera a asomar la nariz para

enterarse con más detalles de lo que ocurría —de hecho, pusieron dos trancas en la

puerta de entrada y apagaron las lámparas a parafina que se mantenían encendidas

toda la noche en los corredores principales—, el griterío, los balazos y los amagos

de incendio que por unos minutos iluminaron los techos de varios locales céntricos,

hicieron que Catalino temiera, así como por la suerte de su cuadrilla, por aquello

que guardaba celosamente bajo su camastro en el dormitorio de la guarnición.

****

En la temporada que había pasado en el puerto de Cobija antes de ser destinado a

Antofagasta, Tejerina supo lo que era ser discriminado por sus compañeros a la

hora de la entretención de la tropa. Debido a que siempre fue el menor —y por lo

mismo, creyeron algunos, el menos confiable—, mientras el resto gastaba el tiempo

libre organizando cacerías por los cerros y la costa, cuando no emborrachándose en

los clandestinos del embarcadero, sus doce años recién cumplidos lo confinaron en

sus tiempos de ocio a los insalubres barracones del ejército, donde, aparte de

husmear entre las pertenencias de sus compañeros, debía lidiar con la plaga de

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Colaboración de Sergio Barros 74 Preparado por Patricio Barros

pulgas que parecían formar una civilización completa entre las mantas, ponchos,

sacos viejos y gruesos rectángulos de lana prensada usados como abrigo.

Ocurrió una mañana de Viernes Santo, mientras Catalino intentaba conciliar el

sueño tras haber pasado la noche entera como guardia en la capitanía de puerto.

Aunque el estrecho dormitorio que compartía con doce compañeros a esa hora

estaba en completo silencio, los constantes pinchazos que sentía en su pierna

derecha lo habían hecho levantarse al menos tres veces y sacudir en vano las

mantas. Pero a la cuarta, cuando parecía que la picadura más semejaba la de un

roedor que la de una miserable pulga, volvió a pararse de un salto de la cama,

corrió los ponchos y agitó los sacos viejos hasta capturarla sin otro afán que la

venganza. Quería reventarla lentamente, acaso oír el crujido de su caparazón

infecto antes de que la pulga obesa se transformara en una perfecta gota de sangre

ennegrecida.

Con una sonrisa pérfida, precedida de un gesto triunfante luego de seguirla salto a

salto hasta acorralarla, tomó a la pulga que intentaba camuflarse entre las pelusas

y la mantuvo unos segundos sin abrir el puño. Aún con el dolor de las picaduras en

la pierna, la llevó hasta una mesa desvencijada donde pensaba aplastarla; sin

embargo, ni bien abrió los dedos, esta dio un pequeño salto y se quedó inmóvil

sobre la cubierta de madera.

Sin permitir que escapara, con la otra mano tanteó entre los desechos que había

acumulados en un cajón y sacó una pequeña lupa. Gracias al aumento del cristal

pudo observar cada detalle de esa criatura apenas más grande que un gránulo de

azúcar, sus diminutas antenas, su caparazón rojinegro, similar a la de un

quirquincho con dos largas patas de flamenco, pero con una fuerza que poco le

envidiaban a las de un canguro.

La pulga no se movía. Estaba empachada y casi no reaccionaba. Tejerina, entonces,

buscó algo donde meterla. Pensó en una botella de vidrio, en una bolsa de género

que conservaba un relicario, en un estuche de cuero en que se guardaban piezas de

repuesto de los fusiles, pero ninguno era el indicado, salvo un viejo reloj de bolsillo.

Con la punta de un clavo abrió el aparato y lo destripó: engranajes, resortes,

minúsculos tornillos, alambres quedaron esparcidos en el suelo mientras lo

ahuecaba.

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Colaboración de Sergio Barros 75 Preparado por Patricio Barros

****

Catalino Tejerina nunca había escuchado hablar del célebre Bertolotto, el más

afamado adiestrador de pulgas; acaso el primer hombre en sorprender a cientos de

personas en Europa con su circo de miniaturas. El italiano logró fama y

reconocimiento gracias a Una historia de pulga, el libro en que narraba

minuciosamente los procedimientos para amaestrarlas y el desconcierto que las

acrobacias de los insectos causaron en las cortes que presenciaron los números

artísticos. No en vano el texto tenía un estridente subtítulo: Conteniendo una

descripción de las extraordinarias presentaciones de las pulgas educadas tal cual

fueron vistas por la realeza europea.

El inesperado comportamiento del bicho hizo que las eternas horas de aburrimiento

del soldado se transformaran en esmerados esfuerzos por adiestrarlo, estimulado,

principalmente, por el cabo Lamberto de la Plaza, quien lo descubrió una mañana de

descanso hablándole a una pequeña caja de madera donde tenía cautivas ya no a

una, sino a tres enormes pulgas, a las que alimentaba con su sangre dejándolas

sobre su antebrazo.

Si bien el cabo De la Plaza tampoco supo jamás de la existencia de Bertolotto y sus

populares escritos, sí había visto en la frontera con Paraguay el número artístico

que un embarcado español ofrecía todas las tardes en las afueras del mercado de

Santa Lucía. Profesor Bertolete, se hacía llamar.

Aunque en un inicio se mantuvo como un secreto —Catalino temía las burlas de sus

compañeros y la reprimenda de sus superiores por malgastar el tiempo de ese

modo—, el cabo lo desafió a que lograra amaestrarlas. Tejerina dudó, lo creía

imposible, pero tras varias jornadas de fracasos y conteniéndose para no aplastarlas

de un manotazo de pura impotencia, comenzó a confeccionar una serie de

diminutos artefactos similares a los que había en los circos que nunca pasaban por

el puerto de Cobija.

Cada avance, por modesto que fuera, era sabido al detalle por Lamberto de la

Plaza, quien le daba consejos, recordando lo visto en el espectáculo en Paraguay;

aunque también conseguía algunos materiales escasos, como hilo, alfileres y

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agujas, cuando los frágiles artefactos dispuestos dentro de la caja de entrenamiento

debían ser reparados.

Hasta entonces, nadie además del cabo había prestado mucha atención a lo que

hacía Catalino en las horas muertas. Apenas algunos lo veían pasar silencioso con

su caja rumbo al acopio de cachureos, ubicado en una de las esquinas del patio de

la guarnición. Allí, sobre lo que fue una puerta, y nunca sin antes dejar a las

criaturas sobre su brazo para que se alimentaran, Tejerina se empeñaba en sus

afanes con una paciencia que finalmente tuvo una gratificación inesperada.

—Porque esto muy ingenioso será, pero aún nadie aquí ha visto estas pulgas —le

dijo De la Plaza—. El cumpleaños del capitán Matos será una buena ocasión. Lo he

conversado con algunos de mis compañeros y están de acuerdo en que es un buen

modo de festejarlo.

Catalino palideció. Aunque Matos era un hombre amable, acostumbrado a una vida

sin perturbaciones en los tres años que llevaba en la costa, la sola idea de ofrecer

un espectáculo al grupo completo de oficiales y soldados le llenó de pavor. Intentó

excusarse con el cabo De la Plaza, argumentando que el espectáculo requería

tiempo, que sus pupilas olvidaban a las cinco de la tarde lo que habían aprendido a

las cuatro y, finalmente, que tanta gente alrededor las inhibiría para ejecutar

cualquiera de los tres números que venían practicando con dispares resultados.

—Lo siento, Tejerina, la noticia está dada. El próximo domingo, al mediodía, los

oficiales te esperarán en el comedor. Incluso algunos están recopilando cuanta lupa

y lente de aumento haya en este puerto. Sé que no defraudarás.

****

Indiferente a los rumores y a las preguntas de sus compañeros y de todos los que

habitaban en la guarnición, Catalino redobló los horarios de ensayo, acostándose en

los días previos a la presentación siempre después de las dos de la madrugada.

Ayudado por una lámpara a parafina, fue autorizado a ocupar el mismo comedor

donde sus aprendices tendrían el debut para ensayar sin descanso la rutina.

Lo primero que hizo al levantarse ese domingo fue rezar. Arrodillado en una esquina

del dormitorio desierto, oró por más de media hora a la galería de santos que su

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Colaboración de Sergio Barros 77 Preparado por Patricio Barros

padre, ferviente católico, le hizo memorizar para que le protegieran a él y su rebaño

en sus salidas por las praderas de Viacha. San Antonio, Jacinto, Leandro, Ramiro,

Lorenzo y muchos más eran invocados, mientras sobre sus antebrazos las tres

pulgas se empachaban con su sangre. Acto seguido, tras revisar cada detalle de la

instalación de su caja, hizo una última práctica. Afuera, en el patio, se oía el

murmullo de los soldados que se dirigían expectantes rumbo al comedor de la

guarnición.

Entró al salón justo al mediodía. Sin perder la sonrisa amable con que saludaba a

los de mayor rango, hurgó entre sus ropas hasta sacar el reloj de bolsillo. Con sumo

cuidado, como si se tratara de material explosivo, lo dejó sobre una mesa y lo abrió

lentamente. De inmediato, los diez oficiales alrededor de la mesa levantaron sus

lupas para ver a tres pulgas gordas, casi del tamaño de un piojo, que salían del

recipiente y con un breve salto llegaban a la palma derecha del domador.

—Estas son mis artistas —dijo, levantando la mano para que el público las

observara mejor—: las señoritas Annette, Babette y Colette.

Nadie aplaudió. Solo un chiste venido desde las últimas filas causó disimuladas

sonrisas entre los soldados. Sin perder un minuto, llevó a los ejemplares a la caja.

Los insectos se quedaron inmóviles entre sus paredes, que resaltaban por un

empapelado amarillo con dibujos hechos cuidadosamente con lápices de cera. Allí,

en perfecto orden, estaban los implementos para cada una de las piruetas: el

trapecio hecho con hilos de colores, el trampolín de cáñamo donde debían saltar

sobrepasando la concha con agua y las tres carretillas confeccionadas con cáscaras

de maní.

Catalino levantó la mirada buscando al cabo De la Plaza, quien, sin quitarse la lupa

de uno de sus ojos, asintió levemente, autorizando el inicio del espectáculo. Tras

una breve reverencia al capitán festejado, el domador pidió a los presentes que se

acercaran en completo silencio. Cuando todo estuvo dispuesto, ubicó a las pulgas

sobre el trampolín y dio un leve golpe con una varilla en uno de los extremos de la

caja.

Las exclamaciones y risas de asombro no se hicieron esperar. Como si se tratara de

una carrera de cuyes, los oficiales veían cómo las pulgas daban temerarios saltos

sobre la concha cubierta con agua. A sus espaldas, en tanto, e intercambiándose las

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Colaboración de Sergio Barros 78 Preparado por Patricio Barros

pocas lupas sobrantes, el cuerpo completo de soldados se peleaba a empujones el

mejor sitio para ver las acrobacias.

Seis veces debieron las pulgas repetir el salto en el trampolín antes de pasar a la

carrera de carretas, las que, por cierto, causaron el mismo asombro. Luego de una

pausa, en que pidió un poco de espacio para dar de comer «a sus señoritas», como

les llamó, Catalino las dispuso para ejecutar el último número de la velada: el salto

en el trapecio.

Una hora duró el espectáculo de ese día, pero las palabras de admiración se

prolongaron durante la siguiente semana. Y junto con una extensa carta de

felicitación escrita por puño y letra del jefe de la guarnición de Cobija, el soldado

recibió el encargo de presentar su espectáculo cada fin de semana hasta el día en

que fue notificado de su traslado a Antofagasta.

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Colaboración de Sergio Barros 79 Preparado por Patricio Barros

§ 8

A diferencia de Catalino Tejerina, Alonso Grillo se negó a visitar el hospital para ser

curado de sus heridas tras la agresión de los borrachos. Si bien muchos lo creyeron

con más de un hueso roto, a poco de ocurrida la paliza el macheño se había sumado

a la cuadrilla encargada de reparar los portones y techumbres de los almacenes

atacados en la revuelta. Acarreando tablones y luego pegando clavos durante casi

una semana, no prestaba atención a quienes lo miraban pasar con el ojo derecho

entintado y los brazos llenos de magulladuras cubiertos por vendajes que él mismo

se hizo. Grillo levantaba las maderas y caminaba dos cuadras echándoselas en el

mismo hombro que algunos creyeron dislocado.

El macheño conocía a Manolo Zamorano solo por su chingana. Estaba al tanto de

que años antes había montado una maestranza, pero que al cabo de un tiempo, con

la instalación de empresas mayores y autosuficientes, decidió cambiar a un rubro

más rentable como el expendio de alcoholes. Sin embargo, todos los comentarios

que hasta ese momento escuchó del andaluz siempre derivaban a Marie Sabouret,

su esposa francesa, una mujer robusta cuyo metro ochenta de altura y cabello rubio

hasta la cintura provocaban más de una mirada lujuriosa en Grillo y en el resto de

soldados de la guarnición cada vez que se la topaban.

El día en que Zamorano se acercó a hablarle, precisamente iba acompañado de su

mujer. Ella era el mejor pretexto para que Alonso interrumpiera su trabajo.

—Hemos sabido de lo que le ocurrió la noche de la revuelta, Alonso. Y sepa usted

que nos ha sorprendido mucho su valentía y coraje.

Grillo lo miró intrigado, aunque luego fue incapaz de quitarle los ojos de encima a la

mujer. La francesa permanecía a un costado, enfundada en un vestido blanco y

liviano que el viento de calle de Lamar se encargaba de pegarle al cuerpo,

resaltando sus anchas caderas.

—Gracias por sus palabras —atinó a decir.

—Una persona como usted no debiera estar en el ejército, su trabajo tiene más

valor. Usted debería ser un luchador profesional, un campeón.

—Un artista —agregó ella.

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Colaboración de Sergio Barros 80 Preparado por Patricio Barros

El halago le hizo bajar la mirada. Grillo se sentía ruborizado y únicamente se limitó

a sonreír.

—Yo soy soldado, señor. Este es mi trabajo. No sé a qué se refieren con eso de

artista.

—A algo que puede darle mucho dinero —Zamorano hizo una pausa y se le acercó

como si fuese a contarle un secreto—. Combates, mi estimado, combates que se

pagan a buen precio. El arte de la lucha cuerpo a cuerpo.

—Mucho dinero, mucho —insistió la francesa.

—Todo para usted por algo que ya sabemos hace muy bien. Cinco bolivianos por

cada hombre que deje en el suelo en mi negocio. Eso le estoy proponiendo por cada

victoria. Y dos en caso de derrota. Aunque estoy seguro de que usted puede vencer

a cualquiera.

El macheño hubiera querido negarse de inmediato, apelando a su juramento de

soldado, pero Zamorano no lo dejaba hablar:

—Todo en secreto, si es que le preocupan sus superiores. No sabrán que es usted.

Con una máscara y mucha discreción nadie podrá reconocerlo. Tiene nuestra

palabra.

Grillo estaba perplejo. Mientras oía al andaluz, recordaba las batallas campales del

tinku, los puñetazos dados y recibidos, las miradas de orgullo que le dedicaban cada

vez que terminaba de azotar a sus contrincantes, siempre mayores que él. Como si

toda la gente que deambulaba a esa hora de la mañana por calle de Lamar lo

vitorease con estruendo, no fueron necesarias más arengas.

—Muy bien —dijo—, que sean cinco bolivianos y mucha discreción. Me arrestarían si

algún oficial se entera.

Zamorano levantó los brazos al cielo en señal de gratitud y luego le extendió una

mano con entusiasmo.

—¡Será un éxito! ¡Será un éxito! —repetía.

—¿Qué edad tiene usted? —preguntó Marie Sabouret.

—Diecinueve —respondió Grillo. Ella era la primera mujer a quien no debía mirar

hacia abajo para conversar.

—¡Perfecto! —exclamó Zamorano—. Muy buena edad, querido amigo. Lleno de

fortaleza y vigor. Lo convertiremos en un campeón.

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Colaboración de Sergio Barros 81 Preparado por Patricio Barros

—Sí, usted es un hombre muy saludable, muy... —agregó Marie, mirándolo con ojos

centellantes.

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Colaboración de Sergio Barros 82 Preparado por Patricio Barros

§ 9

A pesar del apoyo que le brindaron sus superiores, hubo de transcurrir bastante

tiempo para que Matrás por fin dejara de pensar, al menos por un día, en el

incidente que terminó con el chileno muerto. De su viuda, en cambio, nunca pudo

olvidarse.

El oficial entusiasta y diligente llegado desde La Paz se transformó rápidamente en

un hombre silencioso y desconfiado que intervenía en las reuniones solo cuando se

le pedía su parecer. En cada una de ellas, por cierto, medía sus palabras y siempre

terminaba sumándose a la mayoría. Nunca más volvió a hacer acotaciones eruditas

ni menos a levantar la mano para intervenir con ideas cargadas de lenguaje

refinado.

Esa misma actitud penitente lo acompañó en sus tareas en la comandancia. Fueron

varias las oportunidades en que, mientras caminaba por el frontis de la recova o la

plaza de Colón, creyó sentir las miradas rencorosas y los comentarios en voz baja

que hacían los sureños al reconocerlo en la vereda de enfrente, haciéndolo apurar el

paso, temeroso de que entre el tumulto y el bullicio de los comerciantes pudiera

salir un perdigón que saldara su deuda.

Pero del mismo modo en que el sargento Cuneo creía ver tras los pasos de su

superior, una espesa tiniebla siguiéndolo donde fuera, los inusuales y largos paseos

nocturnos que pronto comenzó a hacer por las cercanías de la comandancia, como

avisaba, de inmediato originaron cotilleos entre los guardias que lo veían salir

disimulando pequeños bultos entre sus ropas.

—Otro más que le da comida a los perros, como si no bastara con que nos

revuelvan la basura —murmuraban.

Siempre con la excusa de una vuelta por el cierre del recinto, el capitán se

encaminaba hasta la plaza de Colón para luego adentrarse por los numerosos

pasajes que conducían hacia el final de calle de la Independencia. En el más

completo silencio, como si de una estudiada maniobra de sabotaje se tratara,

llegaba hasta la casa de María Quitral y ponía cuidadosamente la bolsa en el suelo.

Con la certeza de que nadie lo veía, daba dos golpes en una pared de madera antes

de alejarse rápidamente en medio de la penumbra.

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Colaboración de Sergio Barros 83 Preparado por Patricio Barros

Desde la semana posterior a aquella accidentada visita en que se presentó por

primera vez al atardecer, nunca dejó de frecuentar cada noche, y a distintas horas,

la casa de la viuda de Aranzáez. Envueltos con la misma dedicación con que

preparaba su mochila de campaña en sus años de recluta, le llevaba trozos de

pescado, lonjas de charqui, frutas secas y frescas, porciones de queso de cabra y

todo cuanto le servían en el comedor de la guarnición. Así pasaron sus días en tierra

firme hasta que el Bernardino, reparado «en la medida de lo posible», como le

dijeron, se encontraba en condiciones para reiniciar los patrullajes por el litoral.

Después del incidente, y atendiendo a los reclamos del consulado chileno, Matrás

dudó que las autoridades lo mantuvieran al mando del patrullero; sin embargo, las

palabras de Acosta venían en sentido contrario a sus sospechas, pues a causa de las

bajas en la campaña del Cabeza de Buey, su esperado relevo había sido suspendido

para mediados de año.

—A lo menos, capitán. Y con los hombres que le quedan deberá operar. Ni siquiera

podemos reemplazar a sus caídos —le dijeron.

****

El Bernardino volvió a patrullar el 16 de abril de 1877. Aunque luego de su última

salida quienes merodeaban por el embarcadero ofrecían, más en serio que en

broma, algunos cientos de bolivianos por sus restos, gracias al trabajo de la

infatigable cuadrilla de carpinteros y albañiles de la prefectura del litoral, el lanchón

fue habilitado en lo esencial para navegar, al menos, sin riesgo de naufragio.

La proa quedó reforzada con láminas de metal y las barandas laterales elevadas

medio metro para resguardar a los tripulantes del tiroteo enemigo; en cambio, poco

lograron mejorar el cañón y debieron conformarse con un apurado raspaje de las

costras de óxido multiplicadas en los contornos como una suerte de coral rojizo.

A pesar de la conmoción que causó Rufino Carrasco y el consabido temor por lo que

habría de ocurrir si las bandas llegaban a enterarse de que el contingente armado

estaba varios kilómetros al interior, no hubo grandes sobresaltos en el litoral por

esas fechas, y si es que algún navegante se presentó en la prefectura a denunciar

ataques o saqueos, nadie se dio por enterado. Pero Matrás sabía que aquello era ni

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Colaboración de Sergio Barros 84 Preparado por Patricio Barros

remotamente indicio de que los piratas se hubieran alejado hacia el límite con Chile.

Estaban allí, como siempre, a la espera de algún barco que les ofreciera un botín

tentador para movilizarlos mar adentro.

Durante la primera semana, el Bernardino recorrió con prudencia hasta la quinta

milla al sur de Antofagasta. Haciendo breves escalas para inspeccionar algunos

restos de fogatas señalados por los vigías, los marineros desembarcaban

sigilosamente, alertas a cualquier movimiento en la playa. Hasta el más mínimo

ruido ocasionado por el viento los hacía echarse al suelo y apuntar a diestra y

siniestra. No obstante, casi siempre encontraban rastros que perfectamente podían

pertenecer a familias de mariscadores que pasaban la noche entre los roqueríos

encendiendo llaretas para ahuyentar el frío.

Lejos de sentirse decepcionado por los pobres resultados de sus inspecciones,

Matrás siempre ordenaba recorrer algunos metros a la redonda, donde, salvo en

una oportunidad, nunca reconocieron más que desperdicios escupidos por las

marejadas.

Según el cuaderno de novedades de la capitanía de puerto, el hallazgo ocurrió en

las primeras horas de la tarde del 24 de abril. En medio de un rastreo por el sector

conocido como Piedra de los Jotes, el marinero Alonso Grillo llamó a gritos al resto

de la cuadrilla cuando, en lo que más tarde el capitán describió como un «verdadero

callejón formado de piedras detrás de un montículo aparentemente inocuo»,

encontró más de diez alargados cajones de madera protegidos con mantas y

desechos.

Al oír la alerta, él se encontraba a varios metros de distancia, sobre una loma

escarpada y pedregosa, pero tal fue la alharaca de Grillo que no supo cómo se las

arregló para llegar antes que el resto y enterarse de que junto a los bultos

descubiertos, además había alguien.

—Debe ser un finado, señor —dijo Nazario Cuneo al ver el par de zapatos

polvorientos que asomaban por uno de los costados.

Matrás se abrió paso y con la punta del sable corrió una manta hasta descubrir el

cuerpo de un hombre joven flanqueado por dos botellas de aguardiente.

—Está vivo... y borracho como nadie —concluyó, al comprobar que, a pesar de las

manchas de vómito y meo seco, aún respiraba.

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Colaboración de Sergio Barros 85 Preparado por Patricio Barros

— ¿Está seguro, señor?

—Acérquese...

El sargento dio unos pasos adelante y comprobó lo que decía su superior.

—Revisen todo —dijo el capitán.

— ¿Y qué hacemos con él?

—Pónganlo a un lado. Así como está, no se dará cuenta de nada.

Grillo y Tejerina comenzaron a mover trabajosamente los pesados cajones hasta

alinearlos en un sitio más accesible para su inspección. Ocupando las puntas de sus

cuchillos y las culatas de sus viejos Remington, los destaparon uno a uno hasta

dejar a la vista más de treinta carabinas Spencer y varias decenas de cartuchos

dispuestos en bolsones de cuero.

—Son de un modelo antiguo, pero están muy bien conservadas —dijo, revisando

una—. ¿Es todo lo que hay?

—Sí, señor. Todas las cajas contienen lo mismo —contestó Cuneo, asomándose

entre los hombros de los marineros que miraban el armamento como si se tratara

del tesoro de un galeón español.

—Cierren los cajones, que nos llevamos estos regalos hasta la comandancia —

ordenó con satisfacción.

— ¿Y este, señor? —preguntó el sargento, mirando al hombre que dormía

profundamente a un costado.

—Arrástrenlo hasta la playa y pónganlo en la bodega.

— ¿Lo encadenamos?

—Solo de los pies. No creo que despierte hasta mañana.

****

La sorpresa del alto mando fue absoluta cuando el capitán dio cuenta de su

hallazgo. Si los apretones de mano que le brindaron el comandante Cavieres y el

general Acosta resultaron más efusivos de lo que pudo esperar, la reacción de

Granier al enterarse de que además de las armas traían al primer prisionero, fue

simplemente desconcertante.

Pocas veces habían visto al coronel celebrar tanto una noticia.

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Colaboración de Sergio Barros 86 Preparado por Patricio Barros

—No saben, señores, de cuánta ayuda nos puede ser ese hombre —decía mientras

hurgaba en un estante para sacar una botella de fino coñac—. Y no solo para saber

de los movimientos de esos calatos... también es la excusa perfecta para que nos

lleguen refuerzos.

El entusiasmo del coronel contagió rápidamente a los presentes en el salón de

reuniones. Ayudado por el capitán Ildefonso, que oficiaba como secretario de la

improvisada junta, Granier comenzó a despejar la mesa de libros de actas y mapas

para hacer un brindis.

—Siempre supe que aún no era la ocasión para abrir esta botella, pero ahora... —

decía con los ojos chispeantes.

—Sabio usted, señor, pues el que guarda siempre tendrá —acotaba Ildefonso,

acarreando rollos de papel y tinteros hacia un escritorio cercano.

Matrás, en tanto, permanecía en silencio y asentía con un leve movimiento de

cabeza a los comentarios de sus superiores, desviando de vez en cuando la mirada

a Ildefonso y al vistoso pelón que tenía en el centro de su cráneo, consecuencia de

la pedrada recibida.

—Me alegro de que se haya recuperado, Ildefonso —le dijo–. Aunque esa marca que

le dejaron...

—Orgulloso de llevarla, muy orgulloso de llevarla.

—Cualquiera diría que lo picotearon las gaviotas —agregó Cavieres, provocando

sonoras carcajadas.

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Colaboración de Sergio Barros 87 Preparado por Patricio Barros

§ 10

La máscara que le entregaron a Alonso Grillo estaba hecha de cuero de oveja y

cosida con grueso hilo de cáñamo. Aunque le costó acostumbrarse —las costuras

interiores le raspaban las orejas y debió ablandarlas a martillazos—, bastó que se

mirara una vez en el espejo que le pusieron delante para que el entusiasmo se

transformara en un frenesí que no vivía desde los tiempos de las festividades en su

pueblo natal.

La primera pelea fue promovida discretamente entre los clientes de la chingana de

Zamorano. Tras permanecer apretujados en un corredor, todos cuantos se

reunieron esa tarde de domingo en que el soldado hizo su estreno, fueron

conducidos por la francesa y dos ayudantes a un patio de tierra de ocho metros

cuadrados donde se delineó un círculo de cal en el centro. No había ni graderías ni

asientos de ninguna especie, de modo que los veinte asistentes, provistos todos de

jarrones de chicha o botellas de vino, se apretujaron en torno a la arena de

combate. Al cabo de unos minutos se abrió paso el andaluz, anunciando al primero

de los contendores. Desde una de las dos sábanas amarillas dispuestas a modo de

telón en las esquinas del patio, apareció un hombre rechoncho vestido con un overol

y cubierto con una capucha de género negro. Zamorano lo presentó como El horror

venezolano.

En efecto, se trataba de un mestizo llegado hacía poco al litoral y que hasta ese

entonces trabajaba esporádicamente en faenas de descarga en el muelle. La

ovación vino de inmediato. El público gritaba y aplaudía al luchador que hacía

ademanes semejando torceduras de cogote a gallinas imaginarias y lanzaba

puntapiés al aire con vehemencia. El organizador no podía ocultar su satisfacción

por las reacciones de los convocados a lo que llamó «el nuevo y gran deporte

antofagastino, el nacimiento de una merecida entretención para alegría de todos los

hombres fuertes de la costa».

Detrás de la otra sábana amarilla estaba Alonso Grillo. Sentado en una silla,

intentaba descorrer el telón para enterarse del alboroto que había afuera. Aunque

insistió en saber con quién se enfrentaría, los organizadores se negaron a darle

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Colaboración de Sergio Barros 88 Preparado por Patricio Barros

cualquier información. Las reglas eran simples: luchar usando solo manos y piernas

y, por ningún motivo, intentar desenmascarar al rival.

—De discreción hablamos, Alonso, y entonces discretos hemos de ser —sentenció el

chinganero, que tampoco le dijo el mote que tendría como luchador, salvo que haría

alusión a su procedencia, aunque, para el caso, lo bastante ambiguo con tal de no

despertar sospechas. Alonso trataba de adivinar el apelativo que recibiría, cuando

entró a verlo Marie Sabouret.

— ¿Está usted listo?

—Sí, sí.

—Espere el llamado para salir... —le indicó la mujer, al tiempo que le posaba la

mano en la entrepierna.

Grillo quedó paralizado. Tan rápida como había sido la caricia, sintió endurecerse

sus músculos bajo el pantalón.

—Que tenga suerte... —fue lo último que escuchó de la francesa antes de ser

anunciado como El espanto que vino de la sierra.

El griterío originado por su entrada al círculo de combate fue lo único que aplacó las

palpitaciones que Grillo tenía entre las piernas. Enfundado en la máscara, los

rostros desencajados por el alcohol y la expectación se repetían a su alrededor

mientras el venezolano le ofrecía llaves y puñetazos.

Zamorano y sus dos asistentes hacían lo posible por llamar a la calma. Tras varios

minutos, por fin pudieron hacerse escuchar y abrir las apuestas. Rápidamente, la

veintena de hombres agolpados frente a los contendores extendieron sus manos

con el dinero, indicando su preferido. Contrariamente a lo que esperaba el español,

nadie tuvo excesiva predilección por Grillo. El espanto que vino de la sierra

superaba apenas por dos preferencias a El horror venezolano.

****

El combate se inició con el doble tañido de una campana abollada que apenas se

escuchó entre la bullanga. El venezolano se abalanzó con un patadón que a Grillo lo

hizo caer al suelo, empujando, de paso, a dos espectadores que se fueron de

espaldas junto con él. Con el contrincante encima, solo atinó a protegerse la cabeza

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Colaboración de Sergio Barros 89 Preparado por Patricio Barros

de los más de cinco puñetazos que recibió antes de sentir que la vista se le nublaba.

Todos creyeron en la victoria inapelable del venezolano; sin embargo, Alonso logró

tomarlo de una pierna y hacerlo caer. Rodaron por el límite del círculo. A cada tanto

intentaban azotar la cabeza del rival contra el suelo con trabajosas contorsiones,

pero no lograba imponerse uno cuando el otro lo sacaba de encima con fuertes

golpes en las costillas. Al cabo de unos minutos, tras enterrarle los dedos en el

cuello, Alonso logró ponerse de pie visiblemente mareado. Su contrincante hizo lo

propio algunos segundos más tarde. La algarabía del público amenazó con

desbordar la zona de combate cuando continuaron los puñetazos entre los

contendores. El venezolano, aprovechando la fuerza de sus brazos, atacaba sin

pausa, en tanto el soldado, encorvado para resistir, alternaba sus golpes con

patadas en las canillas sin mucho éxito, hasta que en un momento de descuido,

cuando las arremetidas y retrocesos se volvieron monótonos, Grillo hizo una

inesperada pirueta y barrió con las dos piernas a su rival. Sin darle tiempo a que se

incorporara, le dio una serie de patadas en el estómago que terminaron por dejarlo

sin aire. Con la sangre escurriéndose por debajo de su capucha, el venezolano

levantó la mano acusando su derrota, pero el macheño, alentado por sus parciales,

se animó a embestirlo nuevamente.

— ¡Chaycha rayku wañunki! —bramó, levantándole la cabeza para rematarlo de un

rodillazo en la frente.

****

Tal como lo hiciera Grillo cuando Tejerina le contó de su circo de pulgas, este no le

creyó que había sido asaltado y golpeado en los alrededores de la plaza de Colón.

Por el pómulo inflamado y las heridas en los nudillos de ambas manos que lucía con

orgullo, sospechó que Alonso había peleado por algo más que evitar un atraco. A

pesar de sus dudas, lo escuchó con atención mientras detallaba el modo en que tres

paisanos, según dijo, le habían salido al paso. Grillo hizo algunas demostraciones de

cómo los enfrentó sin dejar de señalarse los sitios donde había dado y recibido

puñetazos y patadas. Catalino pudo haber creído el relato, pero cuando su

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compañero comenzó a quitarse el uniforme y sacó de un bolsillo un puñado de

monedas, se convenció de que estaba mintiendo.

—Parece que el asaltante fuiste tú, Alonso.

Grillo esbozó una sonrisa avergonzada.

— ¿Por qué no te dejas de chivas y me cuentas de dónde sacaste ese dinero?

—Pero promete quedarte callado.

Alonso debió levantarse dos veces de la cama para recrearle a su compañero el

inicio del combate contra El horror venezolano. Y aunque al oír aquel nombre,

Tejerina hizo más de un gesto de asombro, ninguno se comparó con los que

vinieron después, cuando Grillo ensayó un sinnúmero de piruetas y contorsiones a

fin de explicar cómo se había sacado de encima a su rival para luego castigarlo

hasta ganar la pelea.

—Así nadie podrá derrotarme, Catalino. Nadie.

—Eso tendría que verlo —dijo su compañero con tono desafiante.

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§ 11

La incautación del armamento fue determinante para que la patrulla regresara a

San Antonio de los Cabros. Aprovechando los datos entregados por el prisionero a

Samuel Cavieres en maratónicos interrogatorios —«terminaban cuando el paisano

caía desmayado de miedo», se comentaba en los pasillos de la guarnición—, Matrás

y Cuneo discutieron numerosas tácticas antes de volver a la zona.

El Bernardino atacó nuevamente. Poco antes de las seis de la mañana del 26 de

abril, en medio de la bruma que comenzaba a difuminarse, apenas se anunció la

cercanía del objetivo, tres rápidos cañonazos dieron en medio de las carpas que se

extendían como manchones grises en la arena. Entre uno y otro tiro, la única

respuesta que provino desde la orilla fue el eco de las balas impactando a los pies

de los acantilados.

— ¡Uno más! — ordenó el capitán entre los gritos frenéticos de Grillo y Tejerina, que

preparaban las cargas—. ¡Y apunten hacia el despeñadero, que él hará su trabajo!

Los artilleros lo miraron intrigados.

— ¡Hagan lo que les digo! ¡Al despeñadero!

Luego de limpiar con una manga del chaquetón el lente de su catalejo, se sentó

sobre cubierta para ver el derrumbe de rocas que caían sobre las chozas más

lejanas de la orilla.

****

No fue esa la última incursión a San Antonio de los Cabros. Utilizando la misma

táctica, regresaron al amanecer del día siguiente y, a pesar de que ahora algunos

contrabandistas intentaron echar al mar sus balsas para perseguirlos, el fuerte

viento que corría en el sector ayudó a que el Bernardino se alejara a toda velocidad

cada vez que estuvo expuesto al peligro.

Hasta fines de abril, la gobernación del puerto registraba tres ataques a la zona,

algo considerado por todos un éxito. Las autoridades del litoral despacharon

completos informes a La Paz, comunicando, junto al detalle de los operativos, una

nueva y más enérgica petición de aumento de contingente y armamento pesado,

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Colaboración de Sergio Barros 92 Preparado por Patricio Barros

«para convertir a nuestro noble Bernardino», como escribió el general Acosta —con

ayuda de Granier, y este, tras varias correcciones del propio Matrás—, «en una

lancha cañonera de fuste, a la altura de los requerimientos de todos los que

laboramos en el litoral, terreno plagado de malhechores que actúan en la impunidad

que les brindan estas extensas soledades».

El capitán sabía, sin embargo, que entre más felicitaciones recibiera, sus

posibilidades de realizar las clases de instrucción se tornaban proporcionalmente

más lejanas.

—Entiendo a lo que ha venido desde La Paz, pero debemos comprender que las

necesidades del ejército son también las de la patria... —le decía Cavieres—.

Prioridades, querido amigo, a eso me refiero.

A pesar del desánimo que le causaban las palabras del comandante, no había noche

en que luego de la merienda, tras la sigilosa visita a la casa de María Quitral, se

quedara sin repasar sus archivos sobre la historia de Bolivia o releyese episodios de

las biografías de sus más destacados personajes. Y aunque muchos de aquellos

datos era capaz de disertarlos de corrido, extendiéndose durante horas si era

necesario, ese instante que les dedicaba antes de apagar la vela y dormir era todo a

cuanto podía aspirar mientras estuviera encargado de bombardear San Antonio de

los Cabros.

La relativa facilidad con que se desarrollaba su trabajo por esos días —el

entusiasmo que recobraron los marineros del Bernardino fue reiterado tema de

conversación en el resto de la tropa— acarreaba un detalle que le intrigó: la nula

resistencia que ahora encontraban sus ataques al campamento. De modo que al

regreso de la quinta embestida sin respuesta, comenzó a sospechar que algo

extraño, a decir lo menos, ocurría en aquella caleta.

—No es que quiera que me contesten cada disparo, pero sigue llamándome la

atención que no respondan.

—Eso demuestra que la táctica ha dado resultado. Debiera usted estar contento.

Atacarlos al amanecer ha sido lo mejor.

—Cuneo, no sea ingenuo, por favor. Algo pasa.

—Debe ser el miedo o que no saben adónde ir. Ya vio, capitán, cuántos son los que

viven allí... tantos que se han vuelto pesados de mover.

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Colaboración de Sergio Barros 93 Preparado por Patricio Barros

—Usted no me oculta nada, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—¿Está seguro? —insistió Matrás, clavándole la mirada. El sargento guardó silencio.

—Le hice una pregunta, oiga.

Contrariado, Nazario Cuneo le pidió que lo acompañara hacia la proa del lanchón,

lejos de los rifleros que se habían acercado a oír la conversación. Allí, entre cordeles

arremolinados en el suelo y algunos tablones verdosos por la humedad, le

confidenció aquello que se comentaba en las bodegas de la recova:

—Están enfermos, señor —le dijo—. Por eso no se defienden. Dicen que la diarrea

los está matando.

El capitán apoyó sus manos sobre la baranda y agachó la cabeza como si fuera a

vomitar. Grillo y Tejerina acudieron de inmediato, pero Cuneo los hizo retroceder

con un gesto hosco.

—Pero son comentarios, señor; son cosas que suponen los paisanos que van de

paso —dijo, palmoteándole suavemente un hombro—. Poco debiera importarnos;

esos ladrones son unos monstruos, unas bestias.

El sargento no sabía si arrepentirse más por lo que acababa de decir o por haber

tocado a su superior. De cualquier modo, permaneció tembloroso todo el resto del

patrullaje luego de que Matrás se incorporara para tomarlo del cuello con tanta

fuerza que lo mantuvo por varios segundos con los zapatones a un palmo del suelo.

—Nunca más, cholo de la concha grande de tu madre, vuelvas a quedarte callado si

sabes algo, ¿me oíste? — gruñó rojo de furia—. Podría tirarte en este mismo

momento al agua, si quisiera. ¿Acaso nadie te enseñó que nunca debes disparar a

un hombre que no pueda defenderse?

Con la sensación de que el piso comenzaba a ceder, soltó con fuerza a Cuneo. El

sargento cayó aparatosamente entre los pertrechos y en un acto reflejo intentó

incorporarse, pero Matrás volvió a tumbarlo con una patada en el pecho que lo dejó

sin aire por un momento.

Mientras tanto, Grillo y Tejerina observaban en silencio la escena.

— ¡Y ustedes qué miran, carajo! —bramó el capitán fuera de sí.

****

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Colaboración de Sergio Barros 94 Preparado por Patricio Barros

Durante la primera semana de mayo, el Bernardino continuó las visitas a San

Antonio de los Cabros, pero, a diferencia de las anteriores, ahora bastaban apenas

dos cañonazos a los roqueríos —y a veces uno— para dar por terminado el

patrullaje. Sin la más mínima explicación a sus artilleros, que se quedaban con los

proyectiles en la mano, dispuestos a un nuevo disparo, el oficial ordenaba el viraje

del navío y se sentaba sobre un carrete de cordel distante del resto, especialmente

del sargento Cuneo, quien parecía no existir a bordo.

—Mejor así, Tejerina, mejor así —susurraba Grillo—. No vaya a ser que este chingón

se entusiasme y quiera desembarcar para llevarles remedios... terminaríamos todos

con un hoyo en la frente y un palo en el culo.

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Colaboración de Sergio Barros 95 Preparado por Patricio Barros

Parte III

§ 1

Desde varias décadas antes de la fundación de Antofagasta, las bitácoras de los

navegantes europeos daban cuenta de los habituales temblores de tierra en el sur

boliviano. Y tiempo después, con los primeros asentamientos, muchos de los que

llegaron en busca de minerales tendrían que aceptar que estos remezones eran el

precio por vivir en un territorio tan áspero como lleno de riquezas por explotar. De

manera que nadie prestaba gran atención o se escandalizaba cuando, en medio del

silencio de la madrugada, las tripas del suelo duro y reseco se retorcían en las

profundidades.

La noche del 9 de mayo de 1877, Eusebio Matrás se disponía a limpiar las botas de

su uniforme cuando un rugido subterráneo lo alertó; un remezón La noche del 9 de

mayo de 1877, Eusebio Matrás se disponía a limpiar las botas de su uniforme

cuando un rugido subterráneo lo alertó; un remezón intenso, como si los cerros

fueran el espinazo de un coloso malhumorado que comenzaba a despertar, se hizo

sentir en todos los departamentos de la costa. El capitán dejó los paños a un lado y

escuchó el tintineo de las repisas de su cuarto. Las paredes de madera tableada

crujían como cajones apolillados y comenzaron a azotarse entre sí, amenazando con

desencajar el techo.

Matrás abrió la puerta de su habitación y se quedó bajo el marco con el corazón

rebotándole en el pecho, mientras por los pasillos sus compañeros a duras penas

conseguían aferrarse a una viga. Por un momento creyó que el fin del mundo, del

que tanto hablaban los campesinos de La Paz cuando caían estrellas fugaces, no

eran alucinaciones por el exceso de singani, y mientras tanteaba en la penumbra

buscando una camisa se arrepentía de haber festejado los retos que su padre daba

a sus empleados en el negocio de las telas, quienes ante el más mínimo fulgor en el

cielo corrían despavoridos, temiendo porque el exterminio divino no los hallaba

confesados.

Ni bien la tierra terminaba de dar sus primeras coces cuando afuera, en las calles, la

gente se había convertido en un desparramo de siluetas torpes entre las que apenas

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Colaboración de Sergio Barros 96 Preparado por Patricio Barros

lograban distinguirse algunas mujeres arrodilladas suplicando por su alma y a sus

maridos tomándolas del pelo para que huyeran a un lugar seguro en medio del

vaivén.

Con el puerto transformado en un hormiguero a punto de derrumbarse, poco tiempo

pasó para que las campanadas que salían del cuartel de bomberos y de la parroquia

colmaran el aire. La luz de los incendios provocados por el volcamiento de lámparas

y braseros en la periferia de Antofagasta era lo único que dio un poco de claridad en

los cinco largos minutos que duró el primer remezón, pues luego de un lapso de

calma, cuando la mayoría sintió que volvía a correr sangre por sus venas, el gigante

subterráneo comenzó a mover sus brazos con más fuerza aún.

Para entonces, la voz de alarma de los puestos de vigilancia se transformaba en un

aterrador coro:

— ¡Corran, guanacos, que la mar se recoge!

****

En la esquina del pasaje Ballivián una mujer cayó aturdida por el golpe de un

madero desprendido de un techo. La lámpara a parafina que llevaba en sus manos

se transformó en una culebra azulina que la rodeó de inmediato. Matrás, que

ayudaba en las tareas de evacuación, tuvo intenciones de socorrerla, pero desistió

al ver que un par de celadores lograban apagar con tierra las llamas que

empezaban a comerle el vestido. Al ser incapaces de reanimarla y creyéndola

muerta, optaron por dejarla a un costado, confundida entre los escombros de una

muralla recién desplomada.

La vecina pudo morir tragada por las olas de no haber sido por un aguador ebrio

que se tambaleaba a pocos metros. Entre los gritos alborotados, el hombre se fijó

en el cuerpo que yacía en el suelo y tras despabilarse frotándose los ojos con las

mangas de su chaquetón, se acercó con cautela hasta comprobar que la mujer

estaba viva.

El aguador era uno de los muchos comerciantes dedicados a la venta de barriles

potables que frecuentaban el puerto. Pero tan rápido como llegaban eran

rechazados por sus modales violentos y la costumbre de gastarse toda la

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Colaboración de Sergio Barros 97 Preparado por Patricio Barros

recaudación de sus ventas en apuestas y salas de cerveza. Las autoridades debían

pensar dos veces en reprimirlos, pues se trataba de tipos duros, acostumbrados a la

soledad y a resolver sus diferencias a navajazos o en trifulcas con palos y botellas

que podían durar la noche entera en las chinganas, desde donde, a pesar de los

heridos y los desnucados, nunca se retiraban sin antes cancelar a sus dueños cada

uno de los destrozos ocasionados.

El hombre se quedó absorto al ver a la mujer tendida con el vestido rasgado. Ajeno

a todo cuanto ocurría a su alrededor, luego de un instante dubitativo y valiéndose

de un impulso cavernario, resolvió tomarla de los pies y la arrastró dos cuadras

calle arriba en busca de un lugar menos expuesto a los desprendimientos y lejos del

alcance de las olas.

Como era de esperarse, nadie prestó atención al hombre que subía a paso

aletargado con la accidentada como si cargara un estilizado saco de harina. Y menos

aún alguien pudo seguirle el rastro cuando se apartaron hacia uno de los callejones

al oriente de la plaza de Colón. Sin más perturbaciones que las que comenzaban a

provocarle las gruesas piernas de la mujer asomando entre el vestido, el hombre se

quitó su chaquetón y se arrodilló a ponerlo delicadamente a modo de una

improvisada almohada bajo su cabeza.

Fue en ese momento cuando el aguador advirtió que además se trataba de una

mujer joven como nunca había visto en las chinganas del litoral. Sin contener el

impulso que le provocaba el perfume aún rezumando del cuello de la vecina, le hizo

saltar de un tirón los seis botones del vestido. Como si fuera el último deseo del

condenado, abrió a todo su ancho los dedos para abarcar los pechos oprimidos bajo

el corsé. Habría querido el aguador quedarse la noche entera aferrado a ese busto

imponente que antes solo había visto en los volantes que anunciaban productos

femeninos. Con la sangre bajándole rauda hacia la entrepierna, ni las desesperadas

lamidas ni los mordiscos de animal que le dio a sus pezones endurecidos por el frío

hicieron reaccionar a la mujer, que permanecía aturdida y con el rostro inexpresivo.

De modo que al cabo de un instante, sin siquiera sacudirse el tizne ni la tierra de las

manos, volvió a ponerse de pie, cerciorándose de que nadie estuviera cerca. Solo

cuando supo que eran los únicos en la mitad de la callejuela, cuando advirtió que

todos ya iban camino a perderse entre los cerros, escapando de las olas, el hombre,

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Colaboración de Sergio Barros 98 Preparado por Patricio Barros

susurrando insultos ininteligibles de pura lujuria, desabotonó su pantalón, dejándolo

caer hasta las rodillas. Con la respiración entrecortada y las piernas temblorosas de

fiebre, se ensalivó la verga del modo en que aceitaría un viejo sable, para luego

echarse pesadamente sobre el cuerpo de la mujer hasta cubrirla como si la

protegiera del derrumbe del mismísimo cielo.

****

El llamado a evacuar el puerto se multiplicó en varios idiomas por todos los

rincones. Los chinos desmontaban sus repisas de fiambres sin orden ni concierto;

los franceses llenaban sacos con pescado seco luego de soltar al ganado; los

alemanes subían a sus carretas camastros e improvisados fardos de pasto, mientras

daneses y griegos se alejaban en sus mulas repartiendo antorchas para que los

vecinos no trastabillaran en las calles cubiertas de escombros. No obstante la

advertencia, hubo muchos que se negaron a abandonar sus casas, y los policías

debieron obligarlos a bastonazos a que buscaran un sitio donde ponerse a salvo. En

tanto algunas mujeres llevaban hasta tres niños en brazos, los hombres hacían lo

posible por cargar ropas de abrigo, canastos con comida y pequeños objetos de

valor, al tiempo que intentaban darle una mano a los ancianos, que arrastraban los

pies tratando de alcanzar a los que les sacaban varias cuadras de distancia, y que

desde lejos, desde sus piernas adormecidas por el pánico, se convertían en un

sendero luminoso formado por más de cinco mil vecinos que enfilaban hacia la

precordillera.

Minutos después, cuando buena parte de la población logró refugiarse en los faldeos

de los cerros, las campanadas de los bomberos cesaron, dando paso a un silencio

apenas interrumpido por los sollozos desconsolados de quienes se rendían ante lo

ocurrido. Todo pareció rodearse de un gas espeso y aceitoso, revuelto con la tierra

agitada de las calles. Fue entonces cuando frente a ellos el mar terminó de

recogerse como tragado por las fauces de un demonio negro que habría de

vomitarlo con furia sobre la costa.

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Colaboración de Sergio Barros 99 Preparado por Patricio Barros

§ 2

Los coletazos de las olas contra la bahía destruyeron las primeras cuadras de

Antofagasta. Embarcaciones de hasta diez toneladas, muchas de ellas con su

tripulación a bordo, se azotaron contra las casas, desparramando por varios metros

a la redonda sus cargamentos, mientras que cerca de la playa, entre el tumulto que

huía hacia las colinas, algunos ranchos se desplomaron sin que sus ocupantes

hubiesen podido escapar.

A la mañana siguiente, luego de pasar la noche alerta a las réplicas, poco a poco los

vecinos bajaron de sus refugios. Mientras tanto, el blindado chileno Blanco

Encalada, por esos días de paso en el puerto, había logrado retirarse mar adentro

antes del maremoto y ahora regresaba a la costa a ofrecer al prefecto De la Riva

treinta infantes armados dispuestos a colaborar en el resguardo del orden.

Las calles estaban cubiertas de todo cuanto almacenaban las bodegas y oficinas

próximas a la costa. Animales muertos, trozos de paredes y techos, bultos de

mercadería, fardos de pasto y sacos de trigo mojado dificultaban el paso de los que

merodeaban incrédulos e impotentes entre los despojos. La fuerza de las olas había

lanzado a varios metros el edificio de la aduana frente al embarcadero, estrellándola

contra una serie de casas de las que ahora solo quedaban rumas de maderas

revueltas. Nadie sabía del paradero de la oficina de correos ni tampoco del galpón

donde funcionaba una de las principales procesadoras de agua de Antofagasta.

El mar llegó hasta el centro de la plaza de Colón. Allí quedaron varadas

absolutamente todas las embarcaciones del muelle, entre ellas el Bernardino, que

terminó partido en tres pedazos desparramados como desechos informes sobre el

barro pantanoso.

—Acá se acaba esto —musitó Matrás, caminando sobre las maderas aportilladas que

correspondían a la proa del lanchón.

Al oírlo, los soldados dejaron de hurgar entre los tablones buscando algo que

pudiera rescatarse.

En medio de los escombros, sus hombres escuchaban los lamentos de quienes lo

habían perdido todo y que parecían multiplicarse por el litoral del Pacífico cuando

más tarde se supo que Mejillones, Cobija, Gatico y los asentamientos intermedios

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Colaboración de Sergio Barros 100 Preparado por Patricio Barros

quedaron borrados del mapa. Además de una cantidad de muertos difícil de

precisar, pronto comenzó a hablarse con horror de las decenas de jornaleros

atrapados al interior de las minas, producto de rodados y derrumbes en los cerros.

— ¿Qué hacemos ahora, señor? —preguntó Tejerina, desanimado.

El capitán dejó en el suelo un zapato rojo que tenía en las manos. Luego de recorrer

con la vista el enorme depósito de chatarra que eran las calles de Antofagasta, hizo

una mueca floja y apuntó hacia el sur.

—Acompáñenme —dijo.

Grillo y Tejerina se acomodaron sus armas al hombro y lo siguieron, pero Cuneo no

se movió de su sitio. Tras avanzar unos metros, Matrás se detuvo en seco y se

volteó.

— ¿Qué ocurre, hombre? ¿Algún problema?

Su asistente tenía la vista fija en el suelo y solo después de un lapso que pareció

eterno fue capaz de levantarla.

—No sé si ya le sea útil, señor.

—Avancen ustedes, yo los alcanzo —ordenó a los marineros antes de acercarse

hacia donde se había quedado el sargento.

— ¿Qué fue lo que dijo, Cuneo?

—Que ya no tengo su confianza, señor, y más vale que busque un reemplazante.

Después de lo que ocurrió en el Bernardino y su reacción, me ha demostrado que

presto poca ayuda a sus labores.

El capitán escuchaba paciente al sargento, que a cada tanto volvía a bajar la vista

como el peor de los traidores. La voz quejumbrosa con que hablaba le dio la

impresión de que lo único que le faltaba a su subordinado era decir que el

maremoto era su culpa.

—En estos últimos días usted ha podido hacer todo sin mi ayuda... basta con que lo

solicite a la comandancia y le asignarán un nuevo asistente... alguien más leal.

Matrás se quitó el guante de su mano derecha con la intención de estrechársela,

pero Cuneo se cubrió el rostro con los brazos a la espera de un puñetazo que nunca

llegó.

—No sea huevón, sargento —dijo—, no están las cosas para rencores.

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Colaboración de Sergio Barros 101 Preparado por Patricio Barros

****

En las cuadras más cercanas a los cerros fueron los desprendimientos de tierra los

causantes de los mayores daños. El grupo caminó por calle de Ayacucho hasta

llegar al sector donde se instalaban las ferias ambulantes y en el que se habían

habilitado pequeños puestos de enfermería. Tras intercambiar algunas noticias con

el teniente Cacaste, que coordinaba las acciones junto a un médico del Hospital del

Salvador y dos enfermeros del Blanco Encalada, siguieron avanzando hasta el final

de calle de la Independencia.

Contrariamente a lo que esperaban, las dos últimas manzanas, donde las familias

habían instalado su campamento, no sufrieron daño alguno gracias a lo liviano del

material con que estaban construidas.

Desde algunas puertas y ventanas se anunció a gritos la llegada de los militares,

pero muy pocos salieron a su encuentro, salvo niños que les cerraron el paso.

El capitán se distanció unos metros del resto. Miraba atentamente hacia el final de

la calle como si buscara una señal perdida entre los techos de sacos y calaminas

asoleados.

— ¿Pasa algo, oficial? —le preguntó de pronto una anciana que se acercó

sigilosamente. A pesar de que solo había pronunciado tres palabras, no tuvo dudas

de que era chilena.

—Visita de inspección, nada más.

—Teresa Quiquincha, viuda de Calvo, tanto gusto —se presentó la mujer,

extendiéndole una mano.

—Veo que no han tenido muchos daños por acá, señora.

—Con estas casuchas de papel es difícil que algo se vaya a caer —agregó la anciana

con una sonrisa despoblada.

— ¿Todos los chilenos están bien?

—A lo más se les habrán estropeado algunos cachivaches, cosas pocas. Apenas

escuchamos las campanas, nos fuimos al cerro. Bajamos antes de que aclarara.

— ¿Está segura de que todos están bien? ¿Mujeres y niños?

—Vaya a ver usted mismo si no.

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Colaboración de Sergio Barros 102 Preparado por Patricio Barros

—Le creo, señora —dijo, alejándose de la anciana para unirse a sus hombres que

permanecían rodeados por los alborotados niños chilenos.

Al verlo venir, Grillo y Tejerina despidieron a sus visitantes y se cuadraron, pero él

desatendió el saludo, acercándose a un grupo de niñas distante del barullo. Entre

ellas había distinguido a la hija de María Quitral.

Matrás se quitó su gorra de servicio y se inclinó hasta quedar casi a su misma

altura.

— ¿Cómo está su madre? —le preguntó con la voz más suave que pudo.

Ella lo miró desconfiada, abriendo los mismos ojos amielados de la viuda.

—Respóndele al caballero, tonta —la apuró una niña que estaba a su lado, varios

años mayor—. La Marina es así, casi no habla. Es que le mataron al papá... pero

pregúnteme a mí. Yo sé todo lo que pasó.

— ¿Ella está bien? —insistió el capitán, ignorando la intromisión.

La hija de María Quitral asintió levemente, sin despegar la vista de sus zapatos

salpicados de barro seco.

****

Matrás y sus soldados fueron de los últimos en entrar al patio de la prefectura. Tal

como el resto del contingente, habían sido convocados para oír el anuncio que el

prefecto haría a través del general Acosta. Hubieran regresado una hora antes de

no ser por la pareja de saqueadores que sorprendieron desmantelando una carreta

del cuerpo de bomberos atascada entre los escombros en calle de Santa Cruz.

Después de algunos disparos al aire y forcejeos —Alonso Grillo por poco desnuca de

un culatazo a uno que se abalanzó con un puñal sobre el sargento Cuneo—, la

cuadrilla redujo a los maleantes y los llevó a rastras hasta el cuartel de policía en

medio de una decena de vecinos que los reclamaba para lincharlos.

— ¿Por qué no los soltamos, capitán? —insistían a cada tanto Tejerina y Grillo,

tratando de avanzar entre los arremolinados a su paso.

—Porque no nos corresponde.

Luego de entregarlos a los gendarmes de la entrada, se retiraron en silencio rumbo

a la guarnición, donde una a una regresaban las patrullas al fin de la jornada.

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Colaboración de Sergio Barros 103 Preparado por Patricio Barros

El constante murmullo de los soldados solo se detuvo cuando apareció el

comandante Cavieres, quien se plantó de brazos cruzados delante del pelotón.

Bastó ese breve gesto para que hubiera silencio absoluto. Acto seguido ingresó al

patio Claudio Acosta. El general debió subir a un pequeño escaño para leer las dos

planas manuscritas por el prefecto del litoral:

Respetado cuerpo de oficiales y soldados: con expresa urgencia, en vista de los

acontecimientos, debo informar de las nuevas labores que tendremos en el puerto

para salir de este mal momento. Debido a que no serán pocas ni alegres las

jornadas que nos esperan, los integrantes de esta guarnición serán divididos en

cuadrillas de diez elementos cada una, siempre al mando de los oficiales y maestros

albañiles, quienes sabrán orientarnos en nuestra tarea de reconstrucción. Ya me he

reunido con las autoridades, tanto civiles como del cuerpo de policía. Serán ellos los

encargados de las rondas nocturnas para evitar los saqueos de los que algunas

familias ya han sido víctimas.

Como soldados que somos, les debemos la más irrestricta y absoluta lealtad a

nuestra patria y a nuestros conciudadanos sin distingo de nacionalidades. Es ahora

cuando debemos demostrar, con la valentía que nos caracteriza, que nuestra

presencia en estas costas castigadas por la naturaleza no es ni será en vano. Por lo

tanto, los conmino a ofrecer vuestras manos a los heridos y vuestra voluntad

solidaria a quien lo requiera. Les saluda fraternalmente, Narciso de la Riva, Prefecto

de Antofagasta.

El general hizo una pausa para acomodar los pies sobre el asiento y tomar aire

antes de abrir el cuaderno donde estaban las nóminas de cada cuadrilla. Con suma

lentitud y una buena cuota de solemnidad, Acosta leyó los nombres, mientras los

soldados, tras identificarse levantando la mano, se ubicaban con sus nuevos

compañeros. Si no hubiera sido por eso, el capitán Ildefonso, que recién se

integraba a la reunión, hubiera pensado que el general leía un interminable listado

de muertos.

****

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Colaboración de Sergio Barros 104 Preparado por Patricio Barros

Los esfuerzos de las autoridades por levantar el ánimo de la tropa resultaban

inútiles. A pesar de que las pulgas acróbatas de Catalino Tejerina hace tiempo

habían dejado de asombrar a los soldados —después de tres semanas de funciones

continuadas, tanto para la guarnición, autoridades municipales y algunos civiles

invitados, el interés por la novedad del soldado fue decayendo hasta que la caja-

circo volvió silenciosamente debajo del catre y él a su trabajo en la cocina de la

comandancia—, en algo contribuyeron las dos nuevas exhibiciones ofrecidas por

expresa orden del general Acosta y para completo asombro del capitán, que hasta

ese instante ignoraba las aptitudes circenses del menor de sus hombres.

Por así que se tratara de un grumete valeroso, dispuesto a las órdenes superiores y

mucho más experimentado que él en los patrullajes por el litoral, Matrás no podía

evitar cierto resquemor cuando, en las tediosas horas de navegación, los ojos de

Tejerina se abrían de asombro al paso de una bandada de pelícanos o ante alguna

pareja de lobos marinos que los escoltaban asomando sus lomos pardos. Cada vez

que Catalino era hipnotizado por el aleteo bullicioso de un pato negro o por las

veloces toninas que los acompañaban al atardecer, él recordaba que a bordo del

Bernardino también iba un niño.

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Colaboración de Sergio Barros 105 Preparado por Patricio Barros

§ 3

Cambiando fusiles por palas y sables por hachas y picotas, los militares se

repartieron para colaborar con los vecinos en la limpieza y habilitación de los

almacenes, bodegas y viviendas más afectados por la salida de mar. Y mientras

unos acarreaban tablones y escombros hasta formar cerros de desperdicios en las

afueras de Antofagasta, otros buscaban la manera de remover de las calles las

gigantescas rocas que trajeron las olas, sin que en las maniobras hubiera más

accidentados que los que ya había dejado el terremoto.

Matrás fue destinado por unos días al Hospital del Salvador. Allí habían llegado

varias decenas de heridos de gravedad, casi todos por caídas y aplastamientos

previos a la evacuación. Bajo las órdenes del equipo médico del recinto, tras la

demolición de dos murallas agrietadas que amenazaban con desplomarse sobre el

depósito de medicamentos, el capitán colaboró en trabajos de enfermería, para lo

cual fue instruido en diversas técnicas de entablillado de piernas y brazos

fracturados, así como en la aplicación de desinfectantes y suturas.

Las precarias condiciones en que funcionaba el hospital desde antes de la tragedia

hicieron que muchos de los enfermos fueran acomodados en pasillos y patios

interiores. Allí pasaban gran parte del día, tapados con una manta que les cubría,

con suerte, hasta las costillas.

Con el olor de los ungüentos impregnado en la nariz, Matrás se encargaba con

entusiasmo de la administración de medicinas, aunque, como muchos de sus

camaradas, siempre se las arregló para estar ocupado las veces que fue requerido

para colaborar en la amputación de manos y piernas molidas por la caída de

murallas de adobe, labor que finalmente le encomendaron a un viejo flebótomo del

puerto que una mañana apareció con un pequeño maletín de cuero del que

sobresalían puntas de serruchos, martillos, alicates y otros implementos quirúrgicos.

—Nada de saludos, carajo, lléveme a donde están los aplastados —gruñó el anciano

al gendarme que debió recibirlo en medio del pavor de algunos enfermos que

rengueaban por los pasillos.

Ni en los relatos de las batallas más terribles que leyó en sus libros se describían

situaciones como las que el capitán vivió en el Hospital del Salvador, cuando al

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Colaboración de Sergio Barros 106 Preparado por Patricio Barros

acercarse a alguna improvisada camilla reconocía heridas invadidas por la gangrena

o escuchaba las desalentadoras conversaciones de los médicos en las afueras de la

sala donde se practicaban hasta cuatro cirugías simultáneas; nada, por cierto,

comparado con las oportunidades en que constataba que enfermos con quienes

conversó animadamente minutos atrás, ahora habían dejado de respirar y sus

cuerpos machucados empezaban a endurecerse.

Eusebio Matrás supo que aquello era peor que los combates en los que nunca

participó y los enfrentamientos con montoneros a los que jamás fue convocado;

mucho más terrible, a decir verdad, que cualquiera de los patrullajes más

accidentados que había hecho hasta ese momento a San Antonio de los Cabros.

Con el temor transformado en espanto y el espanto encogiéndole el estómago como

una bola pegajosa, se sintió exhausto, abrumado, aunque con la certeza de que las

guerras narradas en los libros de historia solo habían ocurrido en las cabezas de los

sobrevivientes, en los que pudieron zafarse de las balas, las explosiones en las

trincheras y los barretines en llamas. Pero supo también que en esos días en el

hospital estaba aprendiendo tanto de la muerte como para tener derecho a sentir

temor sin saberse un cobarde.

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Colaboración de Sergio Barros 107 Preparado por Patricio Barros

§ 4

Aunque sabía que la viuda de Aranzáez estaba a salvo de las desgracias del

terremoto, le fue imposible ignorar los comentarios sobre los brotes infecciosos que

pronto atacaron a los sectores más empobrecidos del puerto, entre los que se

contaban los campamentos al final de calle de la Independencia.

La diarrea, los agudos cuadros de fiebre y la gripe dejaron a muchos vecinos

postrados en el hospital o en las tiendas de emergencia de los alrededores. A esto

debía sumarse una buena cantidad de muertos —tanto del pueblo como los traídos

de enclaves cercanos— cuyos cuerpos no La diarrea, los agudos cuadros de fiebre y

la gripe dejaron a muchos vecinos postrados en el hospital o en las tiendas de

emergencia de los alrededores. A esto debía sumarse una buena cantidad de

muertos —tanto del pueblo como los traídos de enclaves cercanos— cuyos cuerpos

no pudieron ser enterrados porque el cementerio estaba transformado en un

terreno surcado de profundas grietas de las que asomaban decenas de antiguos

cadáveres. Ante la amenaza de expandir nuevos contagios, los deudos, sin saber

qué hacer con los difuntos, optaron por incinerarlos en las afueras del puerto; una

tras otra se montaron gigantescas piras que en las noches iluminaban la periferia de

Antofagasta, llevando hasta la plaza de Colón el inconfundible olor de la carne

quemada que ni los ventarrones de la madrugada lograban disipar.

Pedro Ildefonso había sido nombrado por la prefectura como coordinador de la

ayuda a los damnificados. Gracias a su buena relación con los vecinos y a algunas

donaciones de empresarios, logró conseguir a bajo precio con el boticario austriaco

Uffe Sidegärd seis cajones con medicinas, a las que sumó una docena de botellas

con desinfectante, confiscadas a una pareja de comerciantes turcos que una tarde

llegaron al muelle fiscal.

Tal como quedó registrado en el libro de actas del municipio, aquellas donaciones

fueron llevadas al Hospital del Salvador al mediodía del 11 de mayo. Sin embargo,

poco antes, en un momento de descuido de Ildefonso, Matrás pudo quedarse con un

pequeño frasco de preparado antitusivo y un puñado de sales analgésicas. Ante la

mirada cómplice del sargento Cuneo que, para indignación del encargado,

desordenaba intencionalmente sobre el mesón los productos ya registrados, el

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Colaboración de Sergio Barros 108 Preparado por Patricio Barros

capitán guardó entre sus ropas los medicamentos con la habilidad de un

experimentado contrabandista, la misma que le haría falta un par de horas más

tarde, cuando visitara a la viuda de Aranzáez.

****

Matrás salió de la comandancia rumbo a la plaza de Colón luego de la merienda

nocturna. Tras saludar a lo lejos a una pareja de celadores que hacían rondas para

prevenir saqueos, subió por pasajes en penumbra hasta llegar a calle de la

Independencia, desde donde enfiló hacia el sur. Allí, a una cuadra de la casa de

María Quitral, y sin más luz que la salida de algunas lámparas a parafina encendidas

en callejones cercanos, hurgó entre sus ropas y sacó el paquete en que había

envuelto los medicamentos. Aferrándolo con fuerza en su mano derecha, caminó

sigilosamente apegado a los tableados irregulares y remachados con sacos que

daban forma a las paredes del vecindario. Confiando en que el rumor lejano de la

rompiente acallaría sus pasos, puso en el suelo los medicamentos, pero ni bien se

incorporó para dar el habitual golpeteo antes de huir, se encontró frente a frente

con la chilena que lo apuntaba con un grueso estoque.

—Así que era usted.

—Señora, por favor, son remedios —tartamudeó, sin que la viuda le quitara un

centímetro el fierro de su pecho—. Véalos.

Matrás intentó agacharse a recoger el paquete, pero la mujer lo detuvo hundiéndole

un poco más la punta hasta hacerle daño.

— ¿Por qué hace esto, oiga? ¿Quién lo mandó?

—Nadie me manda, señora. Lamento si la he ofendido, pero... —no pudo seguir, el

filo del estoque comenzaba a abrirle una herida.

La mujer dio dos pasos adelante, haciéndolo retroceder con los brazos en alto.

—No he querido más que pagar mi falta —balbuceó compungido.

—Y escondiéndose como un ladrón.

De pronto, la viuda escuchó un ruido a sus espaldas.

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Colaboración de Sergio Barros 109 Preparado por Patricio Barros

— ¡Déntrate, niña! —gruñó, adivinando la presencia de su hija asomada desde un

resquicio—. ¡Ya me oíste, adentro!... —y luego se volvió hacia el visitante—: ...

pude haberlo matado, ¿sabe?

—Lo sé, señora.

—Entonces váyase antes de que me vengan ganas de nuevo y lo atraviese con esto

—le advirtió, mientras arrastraba con el pie descalzo las medicinas hacia dentro de

la casa.

La viuda no dijo nada más y desapareció entre la cortina.

Él se quedó inmóvil durante un momento. Estaba adolorido. Sentía la tela de su

camisa humedeciéndose de sangre.

Los atuendos de su uniforme le pesaron como nunca esa noche. Aunque trató de

recomponerse, apenas pudo enterrar las manos en su chaquetón para resistir los

escalofríos de enfermo que le recorrían los brazos. Con la sensación de que todas

las casas del puerto ardían a sus espaldas, finalmente emprendió la retirada.

Los retazos de la camanchaca nocturna pronto se impregnaron en sus ropas. Matrás

no alcanzó a avanzar una cuadra cuando, entre los despojos de una vieja carreta

que sobresalían de una zanja, distinguió una silueta humana moviéndose cautelosa

a su paso. El capitán se detuvo en seco y desabotonó el estuche de su corvo. Temía

que esta vez sí se tratara de uno de los muchos asaltantes que merodeaban el

campamento; sin embargo, luego de advertir que, en vez de salirle al paso, el

hombre se escabullía como un gato temeroso, se acercó con determinación y,

aprovechando su estatura, alargó el cuello hasta reconocer en la penumbra las

inconfundibles facciones de Nazario Cuneo.

— ¡Qué hace ahí, hombre!

—Escoltándolo, señor —contestó.

—Por Dios, Cuneo, no sea ridículo y salga inmediatamente de ese hoyo.

Avergonzado por haber sido descubierto, el sargento forcejeó con las tablas y

alambres torcidos que lo aprisionaban hasta que logró salir, dándose cabezazos con

las maderas aportilladas de la carreta.

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Colaboración de Sergio Barros 110 Preparado por Patricio Barros

§ 5

A pesar de que al interior de la guarnición las tareas seguían orientadas a reparar

los estragos del terremoto, en las primeras horas del 19 de mayo de 1877 habría de

agregarse una nueva preocupación a las autoridades, esta vez producto de una

inesperada visita. Ni bien terminaba de difuminarse la espesa neblina de la

madrugada costera, cuando los puestos de vigilancia del muelle vieron aparecer en

la rada la inconfundible figura del acorazado peruano Huáscar.

El coronel Granier se encontraba en su despacho cuando fue comunicado de la

noticia. Poco faltaba para las ocho de la mañana. Como si se tratara de una broma

o un disparate originado por el cansancio de tantas jornadas de trabajo, pidió que el

comandante Cavieres repitiera lo que acababa de decir.

—Es el Huáscar que viene hacia acá. Puede asomarse si tiene dudas.

El coronel se levantó de la silla, descorrió la cortina de una de las ventanas y

permaneció un momento con la vista clavada en la bahía.

—Como lo ve, señor —dijo el oficial.

Granier regresó a su escritorio y alejó de un manotón los papeles que revisaba en

ese momento.

— ¡Esa nave no puede recalar en este puerto, comandante! —rezongó, inclinándose

sobre la mesa como si una mano invisible lo empujara con fuerza hacia adelante.

La inesperada reacción del coronel hizo que Cavieres retrocediera sobre sus pasos,

descolocado ante la molestia de su superior. No se atrevió a hacer ningún

comentario, menos aún cuando este le confesó, con un dejo de angustia, que las

autoridades estaban al tanto de la posible aparición del barco en la costa de

Antofagasta por esos días.

—Poco después de la salida de mar, el prefecto De la Riva convocó a una reunión.

Quería leernos una comunicación proveniente de Arica. Allí se aseguraba que la

tripulación del Huáscar se había sublevado y era probable que viniese acá en busca

de combustible —dijo Granier, como si recordara de memoria las palabras del

escrito—. Y podrá usted entender, estimado, que una información de ese tipo habría

causado en la población mucho temor, especialmente luego de la catástrofe que nos

azotó. Por eso se mantuvo en secreto. Hasta ahora.

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Colaboración de Sergio Barros 111 Preparado por Patricio Barros

—Que ya no podemos hacer nada —añadió Cavieres.

—Eso dirá usted, pero le repito: esa nave jamás debe recalar en nuestro muelle por

ningún motivo. Se trata de un motín, por lo tanto se encuentra fuera de la ley... y

espero que sea usted quien se ocupe de hacerle saber la ordenanza a esos rebeldes.

El comandante salió del despacho del coronel con la boca amarga. En ese momento

parecía que en las calles todos hubiesen olvidado por completo las obras de

reconstrucción, pues no hubo otro tema de que hablar que el inminente arribo del

barco.

Para quienes se apostaron en el muelle, sin duda constituía un verdadero honor

recibir a esta envidiable obra de ingeniería naval, motivo de orgullo para los más de

trescientos técnicos y obreros que la habían diseñado y construido en los astilleros

de Londres hacía poco más de una década. Sin embargo, aquellos vecinos que

agitaban banderas, arremolinados como pocas veces en el embarcadero, nunca se

enterarían, sino hasta algunos días después, de lo que realmente estaba ocurriendo

en la cubierta del monitor peruano.

****

La tripulación del Huáscar se había sublevado en El Callao la mañana del 7 de

mayo. Bajo las órdenes del comandante Luis Germán Astete y luego de que sus

hombres redujeran a un grupo de guardiamarinas que opuso resistencia, el oficial

ordenó dirigirse a toda máquina hacia el sur para abandonar cuanto antes el

perímetro de aguas territoriales peruanas.

Hasta ese instante todo ocurría según lo planeado por Astete y sus lugartenientes;

no obstante, ignoraba que el presidente Mariano Ignacio Prado, en conocimiento de

la situación, había ofrecido una importante recompensa por su captura, sin importar

los costos y las consecuencias que el operativo demandase.

La noticia se difundió entre las naves de diversas banderas que se encontraban en

la costa del Pacífico, y a los pocos días fueron justamente los buques ingleses Shash

y Amethyst los que le salieron al paso en las cercanías de la caleta de Pacocha.

Pero, a diferencia de lo que esperaban los europeos, los disparos que hicieron para

neutralizarlo no lograron intimidar en lo más mínimo al monitor peruano, que luego

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Colaboración de Sergio Barros 112 Preparado por Patricio Barros

de aumentar la velocidad les contestó con una feroz andanada, obligándolos a

abrirle paso para alejarse mar adentro antes de que el fuego de su hilera de

cañones y ametralladoras terminara por hundirlos.

Fuera de peligro y orgulloso por lo que consideraba una victoria sobre los ingleses,

el comandante Astete proclamó sobre cubierta como nuevo presidente del Perú a

Nicolás de Piérola, un influyente político y ex congresista que había facilitado

recursos para la calaverada y que se encontraba en Antofagasta.

Según se supo después, De Piérola no habría llegado días antes al puerto a

concretar algunos negocios con los comerciantes de la zona, ni menos a aportar con

especias a los damnificados del terremoto, como se dijo, sino a ejecutar un

estudiado plan: una vez que el Huáscar atracara en el muelle, comenzarían los

preparativos de una nueva junta de gobierno que esperaba partir rumbo a Lima a

tomar el control del país.

****

Cavieres reunió a todos los capitanes y tenientes a fin de organizar un operativo

que mantuviera al navío lo más lejano posible del embarcadero. Siguiendo las

instrucciones de Granier, el comandante estableció una serie de disposiciones para

que el movimiento de los soldados no despertara sospechas entre los vecinos,

quienes en pocas horas se habían multiplicado para presenciar la recalada de la

gigantesca mole de fierro.

Todo era expectación en el muelle. Los más optimistas afirmaban que el Huáscar,

enviado por el presidente Prado, traía alimentos y medicinas para los damnificados

del maremoto; en cambio, otros, más desconfiados, pensaban con justa razón que

el acorazado venía a ofrecer su ayuda a nombre del gobierno peruano, pero a

cambio de algo.

—Porque nadie nos visita para irse con las manos vacías —susurraban.

Mientras tanto, en uno de los salones de la guarnición, el capitán Matrás y otros

compañeros de armas se enteraban de las verdaderas razones de la presencia del

monitor peruano por parte del comandante Cavieres, quien reforzó los puntos de

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Colaboración de Sergio Barros 113 Preparado por Patricio Barros

vigilancia en la costa, destinando más de diez hombres armados con una clara

misión: impedir el desembarco sin atender motivos de ninguna clase.

A pesar de las órdenes de la comandancia —incluían además el inmediato resguardo

de las oficinas de gobierno y barracones donde se apilaba el poco combustible

rescatado antes de la salida de mar—, recién a las tres de la tarde del día siguiente

hubo señales de vida al interior del Huáscar, cuando el comandante Astete dispuso

un pequeño bote en el que un par de emisarios llevaría una nota al prefecto del

litoral. En ella manifestaba, a nombre propio y de su tripulación, «la profunda

extrañeza por aún no haber sido visitados por ninguna autoridad de vuestro

departamento. De cualquier modo», decía el texto, «me inclino a creer que esto se

ha debido exclusivamente a la no poca cantidad de obligaciones que usted debe

tener en estos días; mas es mi deber informar, evitando equívocas presunciones,

que no es sino atendiendo a razones de logística por las que he decidido anclar en la

rada, pues, en medio de tan largo viaje que hemos realizado, las provisiones

comienzan a escasear».

Matrás estaba al mando de la cuadrilla que avistó al pequeño bote descolgado desde

la popa del Huáscar con una vistosa bandera blanca. Sin soltar su catalejo, fue

justamente él quien se encargó de comunicar la novedad a Cavieres. Para su

sorpresa, la reacción del comandante fue en extremo mesurada, y tras unos

segundos de silencio, como si buscara la solución a un endemoniado acertijo, no le

ordenó preparar a sus tiradores, como él suponía, sino salir al encuentro del navío

que venía rumbo al embarcadero.

—Usted es el mejor diplomático que tenemos. Usted es el instructor —le dijo

desafiante—. Además debiera estar orgulloso, porque así podrá contarle una

aventura de verdad a sus pupilos, ¿no cree? Menos libritos y más vivencias, como

es que le llaman. Así es que aproveche para que después pueda ponerse de

ejemplo.

Matrás acusó el golpe guardando silencio y solo se limitó a asentir. En el tiempo que

llevaba en el puerto había sabido apreciar al comandante, de quien estaba seguro

era incapaz de nombrar de corrido a los fundadores del ejército, pero sería el

primero en calzarse las botas para ir a frenar a balazos cualquier perturbación

nacional.

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Colaboración de Sergio Barros 114 Preparado por Patricio Barros

—Y recuerde lo que le he dicho desde que llegó: ante cualquier detalle sospechoso,

usted debe actuar —le insistió, mientras el capitán, junto a Cuneo y un par de

remeros municipales, abordaban un esquife con dos banderas bolivianas flameando

en la popa.

Ninguno de los de a bordo había visto de cerca a un acorazado como el Huáscar.

Aunque Matrás intentaba mantener la calma y comportarse acorde a su rango, las

palabras del comandante Cavieres le habían marcado la implacable diferencia entre

las materias que enseñaba y aquello que veía a pocos metros.

La figura del monitor peruano crecía frente a ellos como una negra ballena blindada,

meciéndose imperturbable mientras la marea comenzaba a subir. El capitán se

mantenía en silencio, alerta a cualquier movimiento extraño que hubiese sobre

cubierta y los obligara a retroceder, como si alguna temeraria maniobra de sus

remeros fuera suficiente para huir de los cañones de ese monstruo que, con solo

mirarlo, infundía más temor que todas las bandas de contrabandistas juntas. Pronto

tuvo la certeza de que su seguridad, y acaso su vida, dependían del ánimo con que

les recibieran los sublevados. Cualquier arrebato de furia podía hundir al bote en

que se desplazaba y, junto con ello, todo cuanto había enseñado en los apacibles

salones del Batallón Colorados. Con el Huáscar enfrente, nuevamente volvía a sentir

miedo.

La corriente marina y el fuerte viento hicieron tardar casi una hora el encuentro con

los enviados de Astete. Al cabo de ese lapso, cuando finalmente estuvieron a pocos

metros, el emisario peruano fue el primero en hablar.

—Tranquilos, tranquilos, que tengo una carta para el prefecto... no disparen —gritó,

agitando nerviosamente un papel al ver que el sargento lo ponía en la mira de su

fusil.

—Démela —dijo Matrás, acercándose a uno de los extremos del esquife—. Yo me

encargaré de entregarla a quien corresponda. Ahora puede retirarse.

El marinero peruano lo miró con rudeza e hizo una seña a su tripulación para

regresar al Huáscar.

****

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Colaboración de Sergio Barros 115 Preparado por Patricio Barros

La carta enviada por Astete provocó la ira de las autoridades del litoral. El prefecto

De la Riva, luego de someter sus impresiones a los consejeros, contestó al

comandante peruano informándole que la determinación de negar el permiso de

arribo había sido tomada «en el absoluto conocimiento de que el buque que

comanda se ha sustraído a la obediencia del gobierno constitucional de vuestro país,

con el cual mantenemos amistosas y armónicas relaciones. Por tal razón», escribió,

«no puedo permitir el desembarco a ningún tripulante de la nave que habéis

tomado por asalto, pues ha de comprometer la neutralidad de mi gobierno y la

responsabilidad que afectaría tal complacencia».

El capitán volvió a salir del muelle poco antes del atardecer, pero ahora, además de

Cuneo y los remeros, le acompañaban Grillo y Tejerina, provistos de tanto

armamento y municiones como para resistir una semana de tiroteos.

—Uno nunca sabe, comandante —decía Catalino ante la expectación de la guardia

apostada en el embarcadero, que veía con asombro cómo su compañero arrastraba

un cajón con balas.

Contrariamente a lo que imaginaban, no hubo ningún bote extranjero que fuera a

recibir la contestación, por lo que el esquife boliviano siguió internándose mar

adentro. Conforme avanzaba, la figura del monitor peruano se hacía cada vez más

grande, hasta que su sombra terminó por ocultarles el sol.

—Cómo carajos se mantiene a flote esta mole —se preguntaba Tejerina con

fascinación a pocos metros del acorazado.

—Aray... ataku... aray —susurraba Grillo, sin que nadie le prestara mucha atención.

Debieron pasar varios minutos para que alguien se asomara sobre cubierta y notara

la presencia del esquife que, a la distancia, semejaba un pequeño insecto tratando

de encaramarse sobre el lomo de un buey de carga.

—¡Traemos la respuesta a la carta! —gritaron al guardiamarina.

Al verlos, el hombre hizo sonar una campana anunciando la visita.

—Los ojos bien abiertos, señores. Y atentos a cualquier movimiento extraño —dijo

el capitán con la boca seca y un incesante cosquilleo en las piernas.

Sus hombres, que hasta ese momento habían permanecido inmóviles, lo miraron

aterrados, sin más remedio que correr flojamente el seguro de sus fusiles y esperar.

Las aguas comenzaban a engrosarse alrededor del pequeño bote, en tanto las

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Colaboración de Sergio Barros 116 Preparado por Patricio Barros

nubes venidas del oeste tomaban la consistencia de viejos trapos sucios dispuestos

a estrujarse sobre sus cabezas.

—Eh, ustedes... —gritaron desde cubierta—. Pongan esa carta acá —y acto seguido

un marinero bajó una cuerda con un pequeño canasto de mimbre que la brisa hacía

pendular. Matrás se aproximó a uno de los extremos del bote y dejó en la cesta un

sobre sellado con el timbre de la prefectura del litoral.

****

Al día siguiente, los vigías del muelle advirtieron que del Huáscar descendía el

mismo bote, pero ahora eran cuatro los marineros que venían en él rumbo a la

costa. En vez de la bandera blanca, portaban el estandarte peruano.

—Y vienen armados, los pingones —dijeron.

El comandante Cavieres había delegado en el capitán el correo entre ambas partes,

de modo que nadie necesitó órdenes ni contraórdenes para que el viejo esquife sin

nombre volviera a hacerse a la mar.

Aunque les llamó la atención el aumento de tripulantes peruanos —Matrás evitó

cualquier riesgo haciendo subir a tres nuevos fusileros—, el encuentro no pasó más

allá de la silenciosa entrega de un segundo mensaje para el prefecto de

Antofagasta.

La extensa nota que rato después se recibió en la jefatura contenía las airadas

palabras del comandante del Huáscar, quien se dio el tiempo para exponer una serie

de argumentos que, a su juicio, hacían caer en falta a la máxima autoridad

antofagastina, «pasando por alto las más claras y precisas reglas del derecho

internacional y de los usos consuetudinarios que requieren, en las naciones

neutrales, una absoluta igualdad de proceder para con los beligerantes».

La carta de Astete terminaba con una serie de calificativos, «forzados a usar en

vista de la situación que nos afecta», denostando el proceder de la prefectura del

litoral y advertía que «tan infortunados hechos es imposible abstenerme de

informarlos, cuando sea oportuno, a las nuevas autoridades que se disponen a

conducir los destinos de nuestro bien amado Perú».

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Colaboración de Sergio Barros 117 Preparado por Patricio Barros

No terminaba el prefecto De la Riva de leer la carta cuando llegaron a su despacho

los ciudadanos peruanos Nicolás de Piérola y Guillermo Billinghurst, quienes

solicitaron formalmente la autorización para la entrada del Huáscar al muelle,

alegando razones humanitarias.

—La tripulación lleva tres días sin ingerir alimento alguno —dijo Billinghurst—. Han

venido a conseguir lo mínimo para la supervivencia.

—Y así mantener el cuerpo mientras sigan fuera de la ley, le faltó decir.

—Aquello es un tema que no impide vuestra autorización a desembarcar, señor

prefecto —añadió De Piérola.

—Pues sí. Lo que ha ocurrido al interior de esa nave nos incumbe. Pone en riesgo la

seguridad de una nación vecina y amiga —dijo el prefecto, tratando de terminar la

conversación—. Comprenderá, entonces, que no podemos amparar ni las acciones

ni a los actores que atenten contra la armonía de un país con el que tenemos

muchos años de buenas relaciones.

—Eso no debiera afectar en nada —replicó Billinghurst en tono conciliador—.

Podemos pagar un muy buen precio por todo lo que el Huáscar requiera para

continuar su camino.

—No es el punto, mi estimado. Parece que aún no advierte que después del

cataclismo que tuvimos apenas hay para dar de comer a nuestra gente y vamos a

pensar en vender mercadería...

El diálogo se extendió por algunos minutos; no obstante, la postura del prefecto se

mantuvo inflexible. De Piérola y Billinghurst salieron enfurecidos rumbo al muelle.

Allí debieron pagar cerca de quince bolivianos, casi el doble de lo que

acostumbraban a cobrar algunos pescadores por un paseo a la bahía, para que los

llevasen al barco con apenas un saco de charqui a medio llenar y tres botellones de

agua como únicas provisiones para los más de cincuenta hombres que los

esperaban hambrientos sobre cubierta.

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Colaboración de Sergio Barros 118 Preparado por Patricio Barros

§ 6

Una vez que el monitor levó anclas, la capitanía de puerto dispuso que todo el

contingente volviera a los trabajos interrumpidos por la visita. A los pocos días, en

medio de las agotadoras faenas de acarreo de escombros y levante de paredes, la

población pudo finalmente enterarse de los episodios que marcaron el regreso del

Huáscar al Perú.

Alejada de Antofagasta, la nave recaló en lo que quedó de Cobija tras el maremoto.

Allí permanecían fondeadas la barcaza chilena Rafael y dos pequeñas lanchas que

transportaban un cargamento de carbón perteneciente a industriales mineros de la

zona.

Informado del contenido de sus bodegas, el comandante Astete se reunió con sus

financistas, De Piérola y Billinghurst, antes de enviar una carta haciendo una

inmejorable oferta por el combustible.

Todos confiaban en que la respuesta de los chilenos sería positiva, por lo que a la

tripulación del Huáscar no le quedó más que esperar a que se concretara el negocio,

pero, al cabo de pocas horas, grande fue la sorpresa que se llevaron al recibir una

breve misiva del capitán del navío chileno rechazando la petición sin dar razones.

— ¡Qué se habrán imaginado estos calatos! ¡Con quién se creen que están tratando!

—bramó sobre cubierta el comandante, y sin soltar la carta arrugada que tenía

entre sus manos, ordenó de inmediato el ataque a las naves chilenas.

Entre los gritos de los guardiamarinas y fogoneros, el Huáscar comenzó a moverse

como una gran bestia marina sobre las aguas del Pacífico. El ruido profundo de sus

calderas se oía con fuerza sobre cubierta, donde se formaban cuerpos de asalto

avivados por los capitanes encargados de dirigir la maniobra.

Los comentarios entre los militares de la prefectura del litoral sobre la agresión del

barco peruano a las naves chilenas fue tema de varias jornadas. Algunas noticias

aseguraban que las escuálidas fuerzas sureñas apenas tuvieron tiempo para

disparar; en cambio, otros sostenían que los marineros peruanos hicieron abordaje

sable en mano sin dejar tripulante vivo.

Si aquellos rumores erizaban la piel de Matrás y su grupo, aún convertidos en

jornaleros de tiempo completo, cuando se enteraron de que el monitor llegó hasta

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Colaboración de Sergio Barros 119 Preparado por Patricio Barros

Pisagua para bombardearla por más de dos horas, no pudieron sino sentirse

afortunados por haber salido ilesos en los temerarios viajes como correo de la

prefectura del litoral.

En efecto, el blindado peruano había cañoneado la costa cuatro días después del

asalto a las embarcaciones chilenas. A pesar de que ahora contaba con suficiente

carbón, el comandante Astete, al tanto de que sus reservas de agua y comida aún

eran insuficientes para la tripulación, ordenó desembarcar en Pisagua, que luego del

ataque era apenas un lote de casuchas aportilladas por el incesante azote de su

artillería.

Se hicieron de todos los víveres necesarios para seguir rumbo al Perú, donde sabían

que les esperaba una dura resistencia. De acuerdo a las instrucciones de Astete,

varios infantes pasaron allí esa noche, atentos a cualquier respuesta armada que

pudieran organizar los vecinos mientras duraba el abastecimiento.

Las acciones se ejecutaban según lo estipulado. Nada hacía sospechar que a la

mañana siguiente, cuando se terminaban las tareas de carga de provisiones y

pertrechos confiscados, los vigías sobre cubierta darían un anuncio que paralizó

cualquier movimiento: a lo lejos, como un manchón que lentamente comenzaba a

definirse, el grueso de la escuadra naval peruana se acercaba a Pisagua a todo

vapor.

Sobraron versiones sobre lo que vino después, en especial de la reacción que habría

tenido el comandante Astete al saberse rodeado. Varios aseguraron que la orden

fue resistir el asedio, pero algunos testigos en el embarcadero esa mañana dijeron

que la consigna fue otra: huir rápidamente bordeando la costa. De cualquier modo,

los insurrectos se trabaron en un combate que duró cerca de tres horas. Los cuatro

cañones del blindado dispararon sin pausa, mientras las ametralladoras escupían

ráfagas que tiñeron el aire con un estruendo ensordecedor. Aprovechando la espesa

nube de pólvora quemada que envolvía el perímetro del enfrentamiento, el

comandante hizo aumentar la presión de las calderas y el Huáscar logró salir de la

rada en medio de un fuego cruzado que le provocó más de quince bajas y doble

número de heridos.

Los serios daños por los impactos recibidos y tres amagos de incendio que se

produjeron en algunos sectores de la cubierta no impidieron, finalmente, que el

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Colaboración de Sergio Barros 120 Preparado por Patricio Barros

blindado recalara en las cercanías de Cayango. Allí, el comandante Astete pensaba

recobrar energías para enfrentar a sus perseguidores; sin embargo, al ver que a la

zona habían llegado dos divisiones de infantería, supo que era el minuto de

rendirse.

—Agradezco con emoción, compañeros, vuestra valentía para con esta empresa. No

soy el primero ni seré el último en rebelarme contra los opresores de la patria, que

sabrá reconocer en su debido momento todo cuanto hemos hecho por el bien de

nuestro glorioso país —dijo a modo de despedida en medio del carraspeo y los

bufidos de las ahogadas calderas del Huáscar.

Dentro del recuento de prisioneros, ningún oficial peruano encontró ni el menor

rastro de Nicolás de Piérola, y solo tras prolongados interrogatorios supieron que,

finalizado el bombardeo a Pisagua, el financista, intuyendo la debacle, embarcó

sigilosamente en un vapor francés con rumbo al puerto chileno de Valparaíso.

El comandante Astete volvería a saber de él recién un par de años después, cuando

aquel hombre que lo había incitado a la rebelión era nombrado presidente del Perú

en medio de una multitud enardecida que coreaba su nombre en las calles de Lima.

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Colaboración de Sergio Barros 121 Preparado por Patricio Barros

Parte IV

§ 1

La reconstrucción del puerto excedió en varios meses el tiempo y dinero

presupuestados. Aunque algunos comerciantes habían colaborado con sus ahorros

para la compra de materiales, la demora fue ocasionada por un sorpresivo decreto

emanado desde La Paz, el cual disponía que veinte de los cincuenta uniformados de

la guarnición de Antofagasta fueran enviados a la brevedad a Cobija, como un modo

de compensar las bajas que la fiebre y las infecciones provocaron en aquella

repartición luego del maremoto.

Tras la ordenanza, los oficiales del puerto recibieron tareas de cada vez mayor

envergadura, al punto que se les autorizó a dejar sus respectivos uniformes y salir a

la calle con mamelucos y zapatones más adecuados para sus labores de albañilería

y remoción de escombros. Con la habitual escasez de maderas y calaminas —eran

compradas a vapores de Coquimbo o regateadas a navíos griegos y holandeses de

paso por la zona—, la refacción de la aduana, los almacenes públicos, así como los

cercos a terrenos municipales fueron los trabajos de mayor urgencia y mantuvieron

ocupados a los militares hasta las primeras semanas de 1878.

En tanto, tras saberse que los restos del Bernardino y otras embarcaciones de

gobierno habían sido declarados irreparables por la autoridad, los marineros

comenzaron a olvidarse para siempre de sus patrullajes por la entrada sur del

departamento. Y con mayor razón lo harían luego de enterarse, por boca de quienes

desembarcaban en el muelle, que San Antonio de los Cabros había sido devastada

por las olas y los derrumbes, convirtiendo la zona en un acopio de rocas

gigantescas.

—No quedó nada. A lo sumo algunas maderas flotando mar adentro —decían.

El alivio que hubo en la guarnición y en la prefectura al conocer la noticia contrastó

con la decepción de Matrás, que debió fingir satisfacción cada vez que oía detalles

del desastre en la vieja caleta. Incluso tuvo que aceptar con una sonrisa las

felicitaciones del mayor Andrade y del capitán Ildefonso, quienes le hablaban como

si los derrumbes que aplastaron al campamento hubieran sido gracias a sus

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Colaboración de Sergio Barros 122 Preparado por Patricio Barros

patrullajes. Pero él nunca hizo nada. A lo sumo, algunos daños menores. Y si a su

llegada pensó que perdía el tiempo correteando vándalos en vez de dedicarse a la

instrucción, al recibir los saludos de sus camaradas simplemente sintió que ahora

estaba haciendo el ridículo.

—¿Se da cuenta, Cuneo, se da cuenta?

—Debiera estar feliz. Se ha librado de esa tarea y de paso nosotros también.

Muchos son los que murieron peleando en San Antonio, ya lo sabe.

—Más de lo aceptable.

—Pero el Altísimo está con usted, le ha hecho un milagro. Ya lo ha visto. Esos

carajos no molestarán más.

—Hay veces en que uno no necesita milagros, sargento —replicó con decisión—.

Hay veces en que uno se pela las manos, justamente, para no tener ayudas, para

ganarse las cosas solo.

Cuneo lo miró sorprendido y guardó silencio.

Tras las sucesivas ceremonias en que las autoridades entregaron las nuevas

instalaciones, el trabajo de Eusebio Matrás se redujo considerablemente, de modo

que intuyó posible insistir, con alguna esperanza, para que de una vez por todas —y

sin mediar nuevas catástrofes o levantamientos armados— pudiera llevar a cabo el

programa de instrucción que vino a realizar con la tropa. Después de todo, se había

gastado un año esperando ese momento.

El capitán envió cuatro cartas a la prefectura del litoral solicitando autorización para

impartir los cursos postergados. En las dos primeras usó un tono respetuoso y

acaso sumiso al recordar el motivo de su destino en la costa, pero no hubo

respuestas y, cuando se atrevía a preguntar por ellas, con suerte lograba

diplomáticas evasivas, apelando a que las nuevas tareas de la guarnición esta vez

consistían en fiscalizar a los industriales establecidos en el departamento,

especialmente si se trataba de chilenos. Atendiendo a los entuertos entre ambas

cancillerías por los tributos que La Paz exigía por el salitre extraído de suelo

boliviano, se determinó que todos los esfuerzos estuviesen enfocados a mantener la

seguridad de la zona.

Para la tercera carta, en cambio, cuando se hartó de encabezar rondas de

reconocimiento por los campamentos del interior, donde lo único que conseguía era

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Colaboración de Sergio Barros 123 Preparado por Patricio Barros

asolearse mientras interrogaba a fulanos que poco y nada sabían de las tratativas

entre ambos países, el capitán se sentó en el comedor de la comandancia con una

determinación que resultó decisiva.

Tras mucho calibrar los argumentos y escoger las palabras precisas, abogó en un

texto de cinco cuartillas por «la urgente necesidad de aumentar el acervo de

nuestros soldados, especialmente en tiempos en que los valores de la nación se

comparten con los de quienes se han establecido aquí con afanes de progreso.

Empero, como anfitriones, debemos ser lumbreras, a pesar de las irreconciliables

posturas entre nuestra patria y la de los vecinos del sur en lo que a tratados

comerciales y limítrofes respecta».

Matrás revisó el párrafo y se levantó de la silla para estirar las piernas. En un rincón

de la sala, a la luz de una lámpara a parafina, Pedro Ildefonso leía en voz alta a un

grupo de soldados viejas ediciones de El Caracolino en las que el septuagenario

poeta y cronista Herminio Armendáriz publicaba ácidas notas sobre el modo poco

decoroso en que decenas de chilenos se gastaban el jornal en chinganas y casas de

apuestas clandestinas, provocando serios disturbios cada vez que la brisa marina

ayudaba a que la chicha de maíz se les fuera más deprisa a la cabeza.

Reconocido hombre de negocios del puerto, Armendáriz era dueño de más de

quince propiedades en calles de Potosí y del Nuevo Mundo, las que arrendaba, de

preferencia, a comerciantes extranjeros. Aunque para muchos siempre se trató de

un hombre culto y silencioso, con un vigor muy por sobre su edad, la buena imagen

que los inmigrantes se habían hecho de él cambió radicalmente luego del fracaso

del general Quintín Quevedo y su revolución en 1872. Aquella vez, ya restablecido

el orden, muchos lo vieron aparecer en las salas de interrogatorio vestido con

uniforme militar, entregando información que delataba a los mismos extranjeros

que eran sus arrendatarios. Su única intención, se decía, era quedarse con sus

bienes una vez que los inmigrantes fueran expulsados de Antofagasta.

Las crónicas que semana a semana Armendáriz firmaba para El Caracolino siempre

aludían a temas patrios y militares. A través de títulos como Honores al Batallón

Colorados, Un 8 de agosto de 1864, El soldado ejemplar y Los valientes de

Cochabamba, hacía gala de un oportunismo y asertividad que sorprendían a las

autoridades locales, pues jamás pasaba por alto fechas de trascendencia nacional,

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Colaboración de Sergio Barros 124 Preparado por Patricio Barros

como natalicios de próceres o batallas decisivas para los afanes independentistas

del país.

De modo paralelo a sus tareas de cronista, hasta ese instante Armendáriz había

publicado dos cuadernillos de versos llamados, respectivamente, Hijo de la patria

grande y Nuestra bandera de costa a cordillera, que gozaban de gran popularidad

entre los comerciantes venidos de los centros urbanos del país.

Esa noche, Matrás ordenó sus papeles sobre la mesa y se acercó silenciosamente a

escuchar la lectura pausada que hacía Ildefonso de uno de los textos publicados en

El Caracolino:

«Véanlos pasearse altaneros por nuestras calles, gesticulando sin pudor ante niños

y mujeres que los observan consternados, pues son aquellos nuestros huéspedes,

quienes a cambio de un puñado de empresas y puestos de trabajo, nos obligan a

soportar sus deplorables ejemplos. Atención, ciudadanos, el progreso nos está

llenando de visitantes innobles que al cabo de algunos años, cuando terminen de

llenar sus bolsillos, se irán de estas tierras, dejando tras sus huellas nada más que

el rencor entre los que a diario vemos explotar nuestro suelo para personal y

grande beneficio».

El oficial terminó la lectura en medio de los aplausos de los soldados. Entre el brillo

opaco de la lámpara, Ildefonso vio el rostro imperturbable de su camarada sentado

en una de las últimas sillas arremolinadas en torno a la mesa.

—Buenas noches, capitán —dijo, y todos los presentes repitieron el saludo,

poniéndose ruidosamente de pie.

—Notable ejercicio el que hace con sus hombres; lástima, sí, que les enseñe más

opiniones que razones. Usted sabe a lo que me refiero...

Ildefonso no le contestó.

—A propósito, ¿cuántos de ustedes saben leer?

De la boca de los soldados tampoco salió palabra.

—Ninguno —contestó Ildefonso con naturalidad—. Por eso es que me piden que les

lea. Aunque eso no desmerece su voluntad patriota, ¿no cree?

—En absoluto. Preguntaba solo por curiosidad... —dijo antes de regresar al otro

extremo del comedor, donde estaba su carta a medio terminar.

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Colaboración de Sergio Barros 125 Preparado por Patricio Barros

§ 2

Catalino Tejerina fue uno de los tres espectadores que debieron ver el combate

desde el techo de la chingana. Temeroso de que el boca a boca que corrió por el

puerto avisando de la pelea de esa tarde llegara a oídos de la prefectura del litoral,

Manolo Zamorano solo aceptó la presencia del acompañante de Alonso vestido de

civil y con la condición de que permaneciera en ese lugar alerta, como los otros dos,

a la aparición de cualquier uniformado.

Varios intentos le costó a Alonso conseguir que Zamorano aceptase la presencia de

Catalino en la chingana, y solo pudo lograrlo cuando el macheño e cedió a cambio

un porcentaje de la paga por pelea ganada.

—Pero siempre arriba del techo —le advirtió—. Por ningún motivo ese niño puede

bajar. Además, estando arriba podrá escapar más fácil en caso de problemas.

Más de cuarenta fueron los apostadores que llegaron a ver la pelea entre quienes,

se decía, eran los dos mejores luchadores que habían pasado por el círculo de tierra

del andaluz. Aunque debutó con una derrota, El cataclismo de la costa había logrado

sobreponerse de la caída inicial y hasta ese momento contaba cinco rotundas

victorias, las últimas dos en menos de tres minutos. Numerosas eran las conjeturas

de los asistentes sobre la identidad de aquel luchador. Por más que Zamorano

siempre se negara a entregar cualquier seña, algunos aseguraban —apoyados en su

inconfundible piel oscura— que se trataba de uno de los peones de Salomón y

Celestino Olembe, dos africanos que llevaban algunos meses instalados en

Antofagasta con una distribuidora de aceites y cerveza.

Por lo demás, mucho se comentaba sobre el negocio de los hermanos Olembe,

especialmente debido a su inesperado éxito, lo que llevó a más de uno a decir que

era una pantalla para encubrir el contrabando de explosivos para los enclaves

mineros clandestinos. Nunca nadie pudo comprobar tales acusaciones y al poco

tiempo la bodega creció de tal modo que incluso compraron la libertad de cinco

esclavos negros, conseguidos en las afueras de Lima, para trabajar en su empresa.

Uno de ellos, de casi dos metros y ciento cincuenta kilos de peso, se sospechaba,

podía ser El cataclismo de la costa.

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Colaboración de Sergio Barros 126 Preparado por Patricio Barros

Alonso Grillo lo había visto pelear en dos ocasiones. Si bien su estatura y

corpulencia le restaban agilidad para eludir los golpes, cada vez que lograba atrapar

a sus escurridizos rivales los azotaba con tal violencia que muchos terminaban

vomitando o escupiendo dientes ensangrentados.

Desde el techo, Catalino escuchó el estruendo de la concurrencia cuando apareció

en el círculo el rival de su compañero. Corriendo de un manotazo la sábana amarilla

que lo aislaba, El cataclismo de la costa entró saludando con los puños en alto a los

apostadores, quienes le recibieron con vítores. En el otro apartado, en tanto, Grillo

terminaba de engrasarse las manos a la espera del llamado a salir.

—Si dicen que es tan terrible, no puedes dejarte agarrar —le advirtió Catalino

camino de la chingana—. Te puede reventar las tripas de un manotazo.

—A ese lo gano usando las piernas. Así no podrá pillarme —contestaba Alonso.

Tal como ocurrió desde la primera vez, Marie Sabouret se encargaba de avisar su

ingreso y, era de esperarse, Grillo jamás salía a combate sin que antes la francesa

le acariciara la entrepierna. El estupor que al inicio le causaba la aparición de la

mujer de Zamorano, pronto se transformó en un aliciente para azotar a sus rivales.

—C’est très joli —decía ella, con la mano dentro de su pantalón.

—¡Aray! ¡Achaláh! —decía él, dejándose hacer.

Alonso entró decidido al círculo de arena. Había practicado una serie de rápidos

movimientos y golpes para evitar ser apresado por su rival. Ese, pensaba, era el

único modo de vencerlo, pues si el mastodonte con que se enfrentaba lograba

retenerlo, como a los otros contendores, sus minutos estaban contados. Una vez

que se cursaron las apuestas y el andaluz dio el inicio al combate, el macheño se

acercó a su contrincante para darle inofensivas patadas en las canillas y retroceder.

Los abucheos no se hicieron esperar. Cada vez que Grillo se alejaba, los

espectadores se encargaban de echarlo hacia adelante, donde El cataclismo de la

costa aguardaba el momento preciso para atacarlo. Desde la altura, Catalino vio

cómo su compañero, el soldado más voluminoso de la guarnición, aquel que

infundía más respeto entre la tropa, parecía encogerse frente a su contendor. A su

lado, los otros vigilantes del techo —dos niños que se encargaban de baldear el

círculo de combate tras cada jornada— miraban embelesados el trámite. Y ambos

parecieron olvidarse de las razones por las que allí estaban cuando Grillo erró un

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Colaboración de Sergio Barros 127 Preparado por Patricio Barros

golpe y a cambio recibió un certero puñetazo que estuvo cerca de desencajarle la

mandíbula. Catalino estaba horrorizado: su compañero recibía el primero de una

serie de manotazos y patadas sin oponer la más mínima resistencia. Y por más

gritos irreproducibles que dio para repeler la andanada, por más esfuerzo que hizo

por alejarse del alcance de las manos de oso de su rival, fue el octavo impacto que

contaron algunos el que terminó por dejarlo tendido en el suelo sin poder

levantarse. El espanto que vino de la sierra caía derrotado en tres minutos.

Catalino dio un brinco desde el techo y llegó hasta Grillo. Con la ayuda de la

francesa, lo tomaron de los pies y lo arrastraron hacia el rincón donde había

esperado la pelea. Solo cuando la cortina estuvo cerrada, Marie Sabouret permitió

que le quitara la máscara.

—¿Él es tu hermano? —preguntó la mujer, sin ocultar su molestia por la poca

resistencia del luchador.

—Mi compañero.

—Tan pequeño que eres... no debieras estar acá.

Él no contestó, lo único que le importaba en ese instante era el estado de Alonso. A

pesar de los azotes, su piel morena disimulaba bien los golpes, que en ese

momento se veían como manchones enrojecidos en el mentón y la frente.

—Estará bien —dijo Marie, mirándolo de brazos cruzados—. Que se levante cuando

se hayan ido todos. Yo tengo cosas que hacer ahora —agregó antes de salir.

Alonso Grillo pudo incorporarse recién dos horas después. Durante ese lapso,

Catalino había observado lo que ocurría afuera por un resquicio de la sábana

amarilla. Desde allí vio al andaluz pagando las apuestas y despidiendo con

apretones de mano y abrazos a los asistentes, a quienes los invitaba a una nueva

velada dentro de poco. Detrás del español, en tanto, Marie Sabouret conversaba

animadamente con El cataclismo de la costa. El luchador se acercaba a la francesa

para decirle cosas que la hacían reír.

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Colaboración de Sergio Barros 128 Preparado por Patricio Barros

§ 3

Quienquiera que hubiese leído los testimonios de la accidentada fundación de

Antofagasta a mediados de 1860, no habría necesitado indagar demasiado para

advertir que, en algo más de una década, el pequeño asentamiento había

conseguido progresar del modo que ya lo hubieran deseado muchos departamentos

de Bolivia e incluso de los países vecinos. En medio de tan notorios avances

promovidos por las sociedades empresariales, cualquier catástrofe natural que de

vez en cuando alarmaba a los vecinos, cualquier levantamiento o revuelta callejera

se veían como percances momentáneos en la creciente industrialización del puerto.

Antofagasta tenía todo el desierto para crecer y así lo habían entendido desde un

inicio aquellos que se arriesgaron a «meterle dinero a la tierra», como decían.

En menos tiempo de lo imaginado, Matrás presenció la inauguración de nuevos

edificios y almacenes de compraventa de materiales para las faenas del salitre.

Además de fábricas de carretas y armadurías de diversa índole, proliferaron los

sitios de recreación y fondas para vecinos de las más variadas estofas. Dos nuevas

procesadoras de agua abastecían con relativa eficiencia las necesidades de la

población, ya no precisamente encabezada por bolivianos atraídos por la riqueza

natural del territorio, sino por constantes oleadas de extranjeros provenientes de

diversas latitudes, dentro de las cuales, advirtió el capitán, los chilenos constituían

una inquietante mayoría.

Con esta idea, Matrás se sentó frente a lo que sería su cuarta petición para iniciar

los cursos formativos a la tropa. Ensayó mentalmente un par de frases antes de

entintar su pluma. Quería insistir «en los riesgos de la galopante animosidad,

justificada o no, que se extiende en todos los ámbitos. Desde los aguadores que

discuten a voz en cuello o garrote en mano hasta nuestros más ilustres literatos,

que se valen de sus tribunas en la prensa local, ya sea para hacer notar sus

efervescentes puntos de vista, o bien lamentar el clima de enfrentamiento que

merma la convivencia entre los que pisamos estos suelos tan ricos y generosos,

dedicándoles nuestro trabajo y nuestro empeño».

A pocos metros de su sitio, Ildefonso terminaba una nueva sesión de lectura de las

crónicas de Herminio Armendáriz y el comedor empezaba a quedar vacío. Para

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Colaboración de Sergio Barros 129 Preparado por Patricio Barros

entonces, Matrás había acabado la segunda página de su carta. Tras releerla, pensó

agregar un par de sentencias, pero estimó que cualquier otro comentario tendría

más efectividad diciéndolo personalmente a las autoridades.

—Ojalá estén de buen ánimo cuando la lean —se dijo mientras recogía sus papeles

del comedor.

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Colaboración de Sergio Barros 130 Preparado por Patricio Barros

§ 4

El capitán y su patrulla volvían de un recorrido por las canteras cuando le fue

notificada la respuesta de la jefatura. Sin esperar un minuto, detenido en el frontis

de la guarnición, la carta parecía deshacerse en sus manos mientras leía con la

sensación de no avanzar una línea. Con las palmas y los dedos húmedos por la

expectación, sus ojos se movieron velozmente de izquierda a derecha buscando la

resolución que, luego de trastabillar con un enjambre de frases revoloteando sobre

el papel, pudo finalmente entrever:

AUTORIZADO

Se dejó caer sobre un escaño y respiró hondo. Sintió de pronto un peso enorme

sobre sus brazos, como si hubiera pasado horas, días y hasta meses empujando

una roca colosal sin moverla un ápice. A su lado, Cuneo, Grillo y Tejerina lo miraban

intrigados.

—Escuchen esto —tartamudeó a los tres, que se mantenían a un par de metros,

estirando el cuello con curiosidad—: «En consecuencia, y atendiendo a las razones

antes expuestas, esta prefectura deja autorizado al capitán de navío Eusebio Román

Matrás Vernaza a efectuar los cursos de instrucción destinados a la tropa instalada

en este departamento, con la esperanza de que sus inestimables conocimientos y

sabiduría sean un buen modo de afianzar los más esplendorosos valores patrios del

Ilustrísimo Ejército Boliviano».

—Por fin hará sus clases, señor... espero que podamos asistir a escucharlo —dijo el

sargento, con plena aprobación de Grillo.

—Sí, felicitaciones —atinó a decir Tejerina, abrumado porque nunca había

escuchado tantas palabras extrañas juntas.

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Colaboración de Sergio Barros 131 Preparado por Patricio Barros

Parte V

§ 1

La primera clase de instrucción se inició a las nueve de la mañana del 3 de julio de

1878. Tras una breve ceremonia en la que intervinieron con escuetos discursos

representantes del gobierno, del ejército y de la junta municipal, los once soldados

que serían sus alumnos entraron en silencio a un pequeño salón habilitado a un

costado de la bodega donde se almacenaban alimentos. Allí, por primera vez desde

su llegada, Matrás había hecho una exigencia: instalar el pizarrón más grande que

se pudiera y que los carpinteros de los barracones refaccionaran las sillas y mesas

que usarían sus alumnos por tres horas diarias.

—Muy donados podrán ser esos muebles —le reclamó al teniente Evaristo Cacaste,

encargado de asistirlo en temas de logística—, pero usted debe mejorarlos. Mis

alumnos no pueden sentarse en sillas manchadas con guano de pájaro ni escribir en

mesones donde antes ponían a secar pescado.

Aunque estaba al tanto de la corta edad de muchos de sus pupilos, grande fue la

sorpresa que se llevó al enterarse, a pesar del rostro curtido de varios, de que el

más joven tenía quince años y, el mayor, diecinueve recién cumplidos.

Luego de las palabras de rigor, y con la intención de ganar rápidamente la confianza

de los alumnos —Grillo y Tejerina fueron los primeros en entrar al salón—, el

capitán contó algunos pasajes de su vida dentro del ejército, para luego pedir que

los propios soldados dieran cuenta de los motivos por los que habían elegido el

uniforme en vez de la vida civil. Así, en medio de narraciones entrecortadas y

desaforadas apelaciones al orgullo patrio, confirmó que todos los integrantes de su

grupo de instrucción provenían de caseríos y poblaciones campesinas instaladas en

los faldeos de los cerros o en los escarpados caminos que contorneaban la sierra,

por lo que poco y nada sabían de aquellas materias que sus compañeros de La Paz y

otras ciudades del país dominaban con relativa soltura.

—José Ballivián... Adolfo Ballivián. ¿Alguien los conoce?

—Es la calle que queda a poco del cuartel, señor —contestó apresuradamente uno

de la primera fila.

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Colaboración de Sergio Barros 132 Preparado por Patricio Barros

—Pasaje, querrás decir, no calle —corrigió otro desde un par de mesones más atrás.

— ¿Domingo Murillo? —preguntó sin tener más respuesta que un mutismo

generalizado—. ¿Melchor Jiménez?... ¿Ascencio Padilla?

Matrás comenzó a pasearse con los brazos cruzados. Si bien el ímpetu que imprimía

a sus palabras daba la sensación de constante enfado, se esforzó para que sus

movimientos no resultaran una amenaza cada vez que se paraba delante de algún

pupilo antes de hacerle una pregunta.

— ¿Tenienta coronela Juana Azurdy?

— ¿Mujeres en el ejército, señor? —preguntó con ojos chispeantes uno desde un

rincón.

El capitán guardó silencio y se ubicó en la mitad de la sala.

—Sí, soldado. Una mujer. Una valerosa hija de nuestra nación.

— ¿Y dónde está que no la conocemos?

—Bajo tierra.

****

Debido a que ninguno de ellos sabía leer ni menos escribir, Matrás desempolvó una

serie de láminas ilustradas en las que figuraban retratos de los próceres que, a su

juicio, mejor podían representar los valores patrios «de aquel terruño lleno de

riquezas e historias valerosas que algunos osaron llamar Alto Perú», como decía

para el asombro de varios.

Cada mañana, sin importar el rostro somnoliento de los que se atrincheraban en las

últimas filas, hablaba de las correrías de Pedro Domingo Murillo, quien desafió a los

españoles empapelando las calles con mensajes que alentaron los primeros pasos

de la independencia.

—Pasos que siguieron muchos hombres de bien, soldados. Intelectuales,

comerciantes, políticos y un sinfín de comprometidos con la causa patriota se

levantaron contra el poder europeo —decía, gesticulando con el puño en alto, para

luego detenerse teatralmente antes de terminar la frase—: ... aunque luego

conocieran los peores martirios.

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Colaboración de Sergio Barros 133 Preparado por Patricio Barros

A cada tanto el instructor respondía preguntas, aclaraba ideas y recreaba

situaciones sin el menor asomo de cansancio. Los soldados se entusiasmaron con

las historias del profesor, quien nunca se ahorró exageraciones si el caso lo

ameritaba. Como si el piso de tierra del salón estuviera sembrado de brasas, iba

clavando la mirada en los distraídos y golpeteando el hombro de aquellos que

reaccionaban ante los relatos como si estuvieran ocurriendo en ese preciso

momento en las calles de Antofagasta.

Con las manos temblorosas narró emocionado y con sumo detalle la jornada del 6

de agosto de 1825, cuando fue proclamada la independencia del país y a Simón

Bolívar como su primer presidente.

—Aquel hombre que ven allí... —decía apuntando a una marchita acuarela con el

rostro del libertador—, aquel hombre es al que todo este continente le debe lo que

ahora es. No lo olviden, soldados... ¡y cada vez que sientan temor ante el enemigo,

recuerden su gallardía y su entrega infinitas!

Similar ímpetu tuvo para enumerar también la serie de conflictos internos de la

república en sus primeros años. Motines, revueltas callejeras, atentados,

sublevaciones a cargo de mercenarios y más de un intento de invasión desfilaron

mediante dibujos explicativos que borraba y rehacía cada vez que, luego de un

enfático «¿se comprende?», tuviera como única respuesta un prolongado silencio.

Pero aquellas situaciones parecían no afectarle. Matrás confiaba en encontrar el

método adecuado para entenderse con sus soldados, de modo que alianzas, juntas

de gobiernos, legislaciones, decretos y otros conceptos intentó clarificarlos con una

paciencia que en otras circunstancias le habría sido imposible.

Así avanzó la instrucción de la tropa hasta el momento en que escribió en la pizarra

Año de 1837 y con ello dio inicio a la clase en que por primera vez nombró los

anhelos políticos que dieron vida a la Confederación Perú-Boliviana.

—Fueron días gloriosos los del mariscal Andrés de Santa Cruz —repitió durante

varias sesiones—, pero también difíciles... Nuestros vecinos, como habrán de

imaginar, se alarmaron por este gran poderío gestado de cordillera a costa y que

nos convirtió en peligro.

— ¿Por qué, señor? —preguntó Catalino Tejerina.

Matrás se tomó un segundo antes de responder:

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Colaboración de Sergio Barros 134 Preparado por Patricio Barros

—Si usted se junta con su compañero de la derecha y entre ambos firman acuerdos

de amistad y ayuda, si de pronto reúnen todo lo que tienen, todos sus fusiles y sus

municiones, toda su comida y su dinero, sus familias y sus amigos, ¿qué cree que

pensaría su compañero de la izquierda?, ¿se sentiría tranquilo y seguro al ver que

no ha sido invitado a la reunión?

—Claro que no.

— ¿Pensaría mal usted? —le preguntó al que estaba justamente a la izquierda de

Tejerina—. ¿Temería por su seguridad?

—Claro que sí.

Lo que restaba del invierno y gran parte de la primavera de 1878 hubiera querido

dedicarlos en exclusiva a disertar a sus alumnos sobre gestas militares, biografías

de estrategas y la evolución de las diversas tácticas de guerra, así como de los

armamentos utilizados a lo largo de la historia; sin embargo, los urgentes

comunicados provenientes desde La Paz y Cochabamba le obligaron a detenerse e

informar a sus alumnos de los impensados acontecimientos que se vivían en el resto

del país.

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Colaboración de Sergio Barros 135 Preparado por Patricio Barros

§ 2

—Aunque cause pánico y deserciones, debe ponerlos al corriente. No olvide que son

soldados y como tales deben enfrentar esta tragedia —le habían dicho en la

prefectura.

Matrás guardó silencio. En sus manos tenía fragmentos de periódicos, oficios y actas

municipales relatando lo que en un principio se negó a creer: cientos de

compatriotas comenzaban a morir en las calles de aldeas, pueblos y ciudades al

interior de Bolivia a causa de la peste.

Según los antecedentes, a fines de 1877 y comienzos del año siguiente, lo que se

esperaba como una estación lluviosa fue una de las más secas de la década. Y si

bien las siembras quedaron inutilizadas, provocando serios desbarajustes en el

abastecimiento de la población, a eso debió sumarse el gran número de pozos y

acequias transformados en profundas cloacas de aguas verdosas y pestilentes.

Desde los yungas de La Paz, las enfermedades causadas por nubes de mosquitos y

roedores contaminados en la cochambre terminaron por afectar a la mayoría de los

departamentos del país. Los hospitales colapsaron a los pocos días, mientras en las

calles los contagiados se paseaban moribundos buscando cobijo entre cadáveres

que nadie se atrevía a recoger.

Con los campos desiertos y sin alimentos —muchos animales habían sido robados

de los ranchos y granjas sin que los ladrones pudieran devorarlos del todo antes de

caer enfermos—, los agricultores pronto se transformaron en mendigos y los

mendigos en hordas que se peleaban reptiles y hasta insectos con que alimentarse,

mientras en las cárceles los reiterados amotinamientos hacían que las jefaturas de

algunos departamentos autorizaran a los presos a mendigar acompañados por

gendarmes.

—Si algo podemos hacer es decirle a la tropa lo que está ocurriendo. Como ve,

Eusebio, nuevamente nos cae un mazazo, y sepa Dios cuándo irá a terminar...

Pero Matrás no veía nada más que la bruma de su aplastante mala suerte.

«Tiene varias y perniciosas formas», leía en el reporte médico aparecido en El

Heraldo de Cochabamba. «Con síntomas comatosos, apopléjicos y delirantes, sus

efectos son numerosos. A los pocos días del contagio los pacientes muestran una

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Colaboración de Sergio Barros 136 Preparado por Patricio Barros

piel terrosa o amarillenta, labios pálidos, enflaquecimiento considerable,

agotamiento de fuerzas, perturbaciones gástricas y gangrena. Las autopsias han

comprobado que el bazo y el hígado aumentan mucho de tamaño, el cerebro tiene

pigmentaciones negruzcas, el estómago y los intestinos se ulceran y hay daños en

el corazón, pulmones y riñones».

Dejó el periódico a un lado. Se negaba a que sus pupilos conocieran párrafos de esa

naturaleza. Por brutal que resultara la verdad de los impresos desparramados sobre

la cama, intuyó que su lectura pública no haría más que escarbar en lo innecesario,

de modo que pasó toda la noche buscando la forma más sobria para hablar de la

catástrofe, pues, a fin de cuentas, las familias de muchos soldados vivían,

justamente, en los sitios devastados.

A la mañana siguiente, ante la consternación de la clase, más algunos sargentos y

cabos que le acompañaron, el capitán se refirió a la epidemia, esforzándose por

eludir las miradas de Grillo y Tejerina, petrificados en sus asientos en las primeras

filas de la sala.

Con todos los arrestos de paciencia que le fueron posibles, detuvo tres veces su

intervención para tranquilizar al cabo Rubén Ojena, quien, aterrado por lo que oía,

presagiaba la inminente llegada de la epidemia a la costa.

—Esto ya ha ocurrido antes... y ustedes saben que en este puerto todo siempre es

peor —se lamentaba desde un asiento cercano a la puerta, ante la impotencia de

Cuneo, que prefería golpear sus nudillos en la mesa antes que en plena nariz del

cabo.

Nadie supo cuánto tiempo duró su exposición; sin embargo, ninguno de los

reiterados intentos que junto al teniente Cacaste hiciera para llamar a la calma

evitaron que esa noche, con el mismo sigilo de los gatos que deambulaban por los

techos del puerto, el cabo Ojena y tres soldados saltaran las tapias de la guarnición

para dirigirse al muelle fiscal, donde, luego de golpear con garrotes a un vigilante,

abordaron un bote particular para huir con rumbo desconocido.

La fuga se comentó durante varias semanas entre los vecinos luego de que fuera

publicada en la prensa. En medio de la natural alarma, la prefectura, en conjunto

con el cuartel de policía y el Hospital del Salvador, invirtieron algunos recursos

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Colaboración de Sergio Barros 137 Preparado por Patricio Barros

adicionales en medicamentos y campañas de higiene ciudadana para detener

eventuales brotes.

Baños públicos, bodegas, cocinerías, criaderos de animales, patios de faena, como

también sitios de reunión y campamentos periféricos fueron inspeccionados por

médicos y enfermeros en colaboración con boticarios y cuantos tuvieran

conocimientos de salud.

Más de veinte personas trabajaron en el operativo sin hallar la menor señal de la

peste, por lo que después de un tiempo las autoridades comunicaron, a través de

carteles en las principales calles, que el puerto estaba a salvo de los estragos que

sufría el resto del país.

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Colaboración de Sergio Barros 138 Preparado por Patricio Barros

§ 3

A fines de 1878, la prefectura de Antofagasta recibió los primeros reportes que

aseguraban el control de la epidemia en las provincias más importantes. Aunque en

muchos sitios se había dispuesto de hasta media docena de nuevos cementerios

para dar cabida a los muertos, el cambio de estación y la llegada de las lluvias

rehabilitaron a la deprimida población que paulatinamente volvió a los campos.

Luego de que la noticia fuera difundida por los periódicos del puerto, el desánimo de

la tropa fue reemplazado por vistosas demostraciones de patriotismo que el propio

Matrás se encargó de promover. De hecho, fue él quien solicitó a las autoridades

algunos ascensos de rango que, aunque leves, Luego de que la noticia fuera

difundida por los periódicos del puerto, el desánimo de la tropa fue reemplazado por

vistosas demostraciones de patriotismo que el propio Matrás se encargó de

promover. De hecho, fue él quien solicitó a las autoridades algunos ascensos de

rango que, aunque leves, por no decir lisa y llanamente simbólicos, alentaron el

espíritu del contingente. Varios soldados fueron incluidos en el alferazgo, mientras

algunos cabos y sargentos recibieron el distintivo de primero y segundo, conforme

el caso.

Con este renovado entusiasmo, en las primeras horas de la mañana, mientras en

las calles y almacenes del puerto comenzaba lentamente el ajetreo, dentro del salón

el instructor recibía a sus alumnos con un fuerte apretón de manos. Y aunque

memorizó sin problemas el nombre y los dos apellidos de cada uno, aquel gesto

amable de bienvenida no terminaba de parecerle curioso a más de un oficial. Pero

eso lo tenía sin cuidado, pues contaba con el respaldo de la prefectura.

—Y si debo dar un metro de confianza para que los pupilos se sientan cómodos,

entonces habrá que darlo —respondió más de una vez a Cavieres cuando le

preguntaba por la motivación de su cordial trato.

—Sigo pensando que de poco les servirán sus clases a estos pelagatos —decía el

comandante—. Podría apostar a que ninguno de ellos saldrá algún día de aquí.

Usted sabe perfectamente cómo están los ánimos allá afuera. Cualquier llamado a la

cordura que haga, Armendáriz lo deshace de un plumazo. ¿Sabe que todos leen los

escritos de ese loco?

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Colaboración de Sergio Barros 139 Preparado por Patricio Barros

—Sí.

— ¿Sabe que es consejero del prefecto?

—No me extrañaría, pero al menos tendrán más de una razón cuando deban actuar

contra el enemigo. Con eso me conformo.

—Usted hablando de enemigos, Eusebio... quién lo hubiese oído cuando llegó.

****

Una vez que pasaron por el pizarrón los protagonistas de las batallas y hechos

políticos de mayor relevancia para el país, el capitán impartió nociones básicas

sobre la formación de los primeros ejércitos de la historia.

—Porque nunca debemos olvidar que los cambios más importantes de la humanidad

siempre han sido y serán por la vía de la fuerza.

Sin dejar a un lado el método de las láminas y cuidados dibujos a tiza —llegaba

media hora antes para terminarlos antes de iniciar la clase—, dio cuenta del invento

de la pólvora, la posterior construcción y empleo de arcabuces, fusiles, tanto a

pedernal como a chispa, y también de los primeros cañones.

Gracias a que contaba con documentos relativamente actualizados, pudo referirse

con propiedad a las bombardas de mediados del siglo XV y al fiero Gengis Khan,

cuyas acciones a la cabeza del imperio mongol asombraron a los presentes.

Con el mismo golpeteo en el pecho que sintió la primera vez que visitó la casa de

María Quitral para llevarle un trozo de pescado y dos lonjas de charqui, habló sobre

las máquinas de sitio y los ejércitos que invadían fortalezas; de las bombas de

metralla que ahuyentaban al enemigo y las tácticas empleadas por uno y otro bando

en la Guerra de los Cien Años.

Sus alumnos aplaudían entusiastas o lamentaban con abucheos el término de sus

historias. Como si se tratara de sus propias batallas, los soldados permanecían tan

atentos a las palabras del instructor, que pocos advertían el término de la clase, y

en más de una oportunidad abandonaron el salón media hora después de finalizado

el tiempo asignado. Si bien nunca tuvo llamados de atención por aquello, varios

recordarían después la impresión que se llevó el día en que concluyó el relato de la

Gran Muralla China, tan cargado de dibujos para explicar cómo se habían levantado

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Colaboración de Sergio Barros 140 Preparado por Patricio Barros

decenas de kilómetros de bloques para defenderse de los hunos, que, cuando

despidió a sus pupilos enfervorizados por las estrategias del emperador Huang Ti,

Matrás se encontró con que afuera del salón, sentados ordenadamente en sillas y

banquetas, el cuerpo completo de oficiales esperaba en silencio la salida de sus

hombres.

— ¿Terminó de construir la muralla, capitán? —le preguntaron varios con el ceño

fruncido—. ¿Podemos llevarnos a nuestra gente o aún le falta acomodar algún

bloque?

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Colaboración de Sergio Barros 141 Preparado por Patricio Barros

§ 4

Con excepción de la llegada del teniente coronel Diógenes Fierro en reemplazo de

Juan Granier, nombrado cónsul de Bolivia en Valparaíso, desde los últimos días de

1878 no hubo otro tema en las calles que la creciente tensión entre los gobiernos de

Chile y Bolivia.

Como parte de las sucesivas redestinaciones que el presidente Daza hizo en el alto

mando durante los últimos meses, la llegada al litoral de Fierro obedecía a su

intención de reforzar y endurecer la presencia militar en el territorio. Consciente de

que la falta de soldados y el exceso de oficiales en los tres batallones del país era

un problema irresoluble a corto plazo, en medio de las disputas que se vivían con

Chile determinó que el mejor modo de hacer efectivas sus ordenanzas era

disponiendo en los sitios conflictivos a aquellos oficiales que irradiaran, además del

debido respeto, una buena cuota de severidad. En ese aspecto, los masivos

fusilamientos a los saqueadores del hospital de Cochabamba en tiempos de la peste

que Fierro había ordenado, le ahorraban cualquier otra carta de presentación.

Los habitantes del puerto habían aumentado a más de seis mil en el último tiempo,

muchos de los cuales eran chilenos que apoyaban la determinación del presidente

Aníbal Pinto de negar el pago de nuevas contribuciones sobre los capitales radicados

en Antofagasta, desconociendo así la inminente firma del decreto que ordenaba a

las autoridades de la zona el embargo y posterior remate de las compañías sureñas

para cancelar la deuda por la extracción de salitre.

La mesurada preocupación que al inicio del conflicto mostraron los comerciantes

chilenos, pronto habría de convertirse en un malestar generalizado cuando la prensa

boliviana, intuyendo lo que podría ocurrir, aumentó la virulencia de las crónicas que

mencionaban a políticos y militares de Santiago, acusándolos, por lo bajo, de

sinvergüenzas y prepotentes. A las crónicas de Herminio Armendáriz se sumaron

pronto los editoriales y glosas de prensa que caricaturizaban a «los rotos del sur».

Nadie dentro de la prefectura ni de la guarnición ignoró tales descalificaciones.

Menos aún la respuesta que pronto se vio en algunas cuadras de Antofagasta,

especialmente en la entrada sur, donde los campamentos chilenos que dominaban

calle de la Independencia levantaron gigantescos carteles que aludían al litigio.

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Colaboración de Sergio Barros 142 Preparado por Patricio Barros

CUIDADO DONDE PISAN, MIDAN LA LENGUA QUE SE LAS PUEDEN

CORTAR y VIVA CHILE DONDE HAYA CHILENOS

se leía sobre los techos de las casas.

Matrás escuchaba con atención las indignadas conversaciones de soldados y

oficiales sobre los carteles, suponiendo que alguno de estos había sido escrito por la

viuda de Aranzáez. Cada vez que en los comedores o en las reuniones del alto

mando se mencionaban los campamentos de calle de la Independencia, el capitán

sentía un burbujeo en el estómago, apenas reflejado con silencios o miradas

culposas a sus compañeros cuando le cedían la palabra en las espontáneas

asambleas tras el almuerzo.

Cada vez que el comandante Cavieres despotricaba impotente contra las

provocaciones chilenas, cada vez que el siempre mesurado Ildefonso parecía salirse

de sus casillas al enterarse de alguna nueva leyenda o de los daños causados por

las pedradas al cuartel de policía, él no podía dejar de pensar en María Quitral, y

así, a medida que aumentaba el malestar de sus compañeros de armas ofendidos,

una noche, ante la sorpresa del sargento Cuneo, se atrevió nuevamente a dejar su

ración de estofado de gallina intacta y salió del comedor sin pronunciar palabra.

****

Con el mismo temor e incertidumbre con que incursionaba en San Antonio de los

Cabros, Eusebio Matrás reanudó sus visitas a calle de la Independencia. Por más

que supiera que la chilena sería incapaz de quejarse a las autoridades, reclamando

«hostigamiento y acoso», el capitán actuaba con absoluto sigilo, pues dejó de ser el

miedo a una nueva estocada o a un escándalo a deshora lo que obligaba su

discreción, sino que en caso de ser descubierto, de volver a tener el punzón

marcándose en su pecho, no tendría más razones para justificar su visita y sus

ofrendas que un insolente «porque sí».

Luego de los suaves golpes en las paredes de la casa y tras comprobar, amparado

entre las sombras, que la viuda de Aranzáez salía a recoger el paquete como un

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Colaboración de Sergio Barros 143 Preparado por Patricio Barros

acto rutinario —«y espero que no por eso menos agradecido», escribiría más tarde

en sus cuadernos—, varias veces quiso el capitán arrancar los carteles desafiantes

de los techos, pero tanta alegría le provocó saber que sus viandas eran aceptadas,

que prefería olvidarse del lío entre países y volver a la guarnición con la esperanza

de que con cada ración de comida que la mujer recibía, él podría dejar atrás parte

de la monstruosidad que era a ojos de la chilena.

Aquellas incursiones nocturnas constituyeron el único momento de la jornada en

que se abstraía de sus labores, y en especial del conflicto con los sureños. Aunque

al comienzo intentó que la contingencia no interfiriese en su labor pedagógica,

resultó inevitable mencionar en los informes quincenales sobre el desarrollo de la

instrucción «que el espíritu patriota inculcado, el amor incondicional a la bandera y

los valores más puros de la patria se han transformado, por alientos desmedidos y

visiones rencorosas, en franca animosidad contra los chilenos del puerto, situación

que cuesta controlar por el impulso con que los soldados manifiestan su parecer

ante temas que no son de su directa incumbencia».

Aunque en ocasiones se dijera lo contrario a través de la prensa, el litigio nunca fue

entendido como un tema menor ni lejano dentro de la guarnición. Menos aún en el

cuartel de policía, especialmente luego de que el nuevo prefecto de Antofagasta, el

coronel Severino Zapata, ordenara permanentes rondas de celadores por aquellos

sitios donde se reunieran más de tres chilenos, sin importar su ocupación. De este

modo, chinganas, casas de apuestas y hasta el teatro del puerto eran visitados

hasta cinco veces al día por cuadrillas armadas que exigían la documentación

respectiva a todo aquel que les pareciera sospechoso.

Como si no bastara con la creciente tensión al interior de Antofagasta ni las

radicales posturas de La Paz y Santiago, la sigilosa reaparición en la rada

antofagastina del blindado Blanco Encalada se transformó en la más clara señal de

advertencia de que el Gobierno chileno rechazaba toda avenencia, negándose

oficialmente a cancelar los impuestos adeudados por la exportación de salitre en

suelo boliviano. No obstante, desatendiendo la amenaza que resultaba el navío

estacionado frente a la costa, el prefecto Zapata se armó de valor y dispuso con

urgencia dar curso al embargo de las instalaciones chilenas.

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Colaboración de Sergio Barros 144 Preparado por Patricio Barros

—Nada debe amedrentarnos, camaradas, ni ese barco que tenemos enfrente ni los

que amenazan con carteles —repetía a sus asesores al término de cada reunión.

Fueron días tensos. Mientras los chilenos especulaban sobre lo que habría de ocurrir

en las próximas semanas, los militares bolivianos eran puestos al tanto de las

últimas novedades en el patio de la prefectura. Y tal como la orden fue mantener los

patrullajes en la periferia, donde se había informado del paso de carretas con

armamento de contrabando, las nuevas disposiciones también alcanzaron al curso

de instrucción.

—Sus clases deben ser más cortas, estimado. Media hora al día será suficiente —le

informó Cavieres luego de la merienda nocturna—. Comprenderá que la prefectura

quiere a todos dispuestos en caso de problemas, incluyéndolo a usted, sus alumnos

y sus libros.

El capitán jugueteó entre sus dedos con la notificación que le trajo el comandante y

la guardó en un bolsillo de su chaqueta en completo silencio. Hubiera querido dejar

el tema hasta ahí, pero no se contuvo.

—Me gustaría preguntarle algo, comandante.

—Diga.

— ¿Qué opina usted de esto?

— ¿De qué cosa?

—De esta carta, de lo que me están pidiendo, que acorte mis clases.

Cavieres sonrió.

—Lo que opina como camarada, como antiguo pupilo del Colegio Militar —insistió el

capitán.

—Con el tiempo que ha tenido para hacer sus clases, dese por pagado, Eusebio. Ha

sido un privilegiado. En este puerto jamás entra ni la historia ni sus próceres,

porque hasta ahora no tenemos ni lo uno ni lo otro. Acá hemos hecho todo desde

cero. Ya no espere nada más y diga a sus alumnos que estén preparados. Usted

sabe a lo que nos atenemos si embargan las empresas chilenas. Lástima que el

prefecto y todos los carajos de La Paz aún no se den cuenta de lo que nos puede

caer encima.

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Colaboración de Sergio Barros 145 Preparado por Patricio Barros

Eran las últimas horas del 27 de enero de 1879. A espaldas de Cavieres, la luna

llena, moviéndose pesadamente entre los cerros del litoral, parecía advertirle a

Matrás que luchaba contra el tiempo.

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Colaboración de Sergio Barros 146 Preparado por Patricio Barros

§ 5

El capitán decidió que los tripulantes del Bernardino debían ser los primeros en

enterarse de las novedades y lo que implicaban. A pesar de las dificultades

recientes, ellos habían guardado la suficiente lealtad para ser puestos al corriente

antes que nadie. Si bien para muchos había sido un grupo cada vez más reducido

de desafortunados marineros al mando de un desafortunado instructor, desde

aquella primera salida al mar él guardaba una gratitud que, tal como reconociera

después en sus escritos personales, «superó cualquier deber que nos emparentara».

En medio de las circunstancias que rodeaban el litigio con los chilenos, Matrás nunca

dejó de pensar en sus hombres y la inocencia que les envolvía cada vez que

estaban sin sus uniformes. «No son más que niños», pensaba, «ni nosotros, sus

jefes, más que hombres mandados por otros más viejos».

La barraca donde Tejerina y Grillo dormían era la última de las tres dispuestas para

la tropa al final del patio de la guarnición. A esa hora de la noche, iluminados con la

luz mortecina de una lámpara, los soldados que ocupaban el dormitorio

permanecían despiertos, matando las horas con chistes y conversaciones propias de

un salón de juegos mientras aguardaban el sueño entre la penumbra.

Al ver en la puerta la figura del capitán, de inmediato algunos se pusieron de pie,

mientras otros escondían entre las mantas objetos que a la visita no le interesó

conocer.

—Grillo... Tejerina... necesito conversar con ustedes —dijo.

Nadie contestó.

Extrañado, avanzó tres pasos hacia el interior.

—No están, señor —dijo un soldado.

Se retiró en silencio. Los buscó en las letrinas, en el comedor e incluso en la

guardia, pero en ningún sitio sabían de ellos. Ni siquiera Cuneo, a quien encontró

durmiendo vestido en el dormitorio de los sargentos. Matrás pensó en alguna

taberna. No era extraño que de vez en cuando los soldados se escaparan a

emborracharse o a visitar a las filipinas que les alegraban la noche por unos pocos

centavos. Y aunque el cansancio de la jornada comenzaba a vencerlo, la urgencia de

darles la noticia lo hizo esperar afuera del dormitorio.

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Colaboración de Sergio Barros 147 Preparado por Patricio Barros

****

En ese mismo instante, a pocas cuadras, Catalino y Alonso volvían de la chingana

de Manolo Zamorano. Esa noche, El espanto que vino de la sierra había derrotado a

un paisano que, antes de ser reclutado por el andaluz, intentaba sin éxito trabajar

como aguador entre el puerto y Coloso. Aunque el combate duró menos de cinco

minutos —«traten de no demorar demasiado, porque tengo poca parafina para las

lámparas», pidió el organizador—, El águila feroz de Cobija, como fue bautizado su

rival, logró partir una ceja a Grillo, la cual ahora estaba revestida con un vistoso

parche sanguinolento.

El macheño se había resistido a la curación, pues hasta las consecuencias de las

palizas más grandes que se llevó, tanto en el círculo de tierra como en el tinku, las

sanaba gracias a pomadas y aplicaciones de hierbas que disminuían en pocos

minutos cualquier magulladura, pero esta vez el corte era tan profundo que obligó

al esparadrapo.

Si bien recibió los aplausos de la cada vez más numerosa asistencia a los tres

combates programados por jornada, Grillo sabía que muchos llegaban únicamente

para ver a El cataclismo de la costa, quien se transformó en el mejor de la decena

de luchadores reclutados por Zamorano, a tal punto, pensaba, que esa era la razón

por la que tras su estrepitosa derrota nunca más recibió las caricias de Marie

Sabouret, quien, en cambio, cada vez se demoraba más detrás de la sábana

amarilla cuando debía anunciarle al africano la salida a combate.

—Me lo tocaba tan rico... aray —repetía Alonso, para envidia de Catalino.

Ya de regreso, los marineros se detuvieron en la tapia trasera del patio de la

guarnición. Allí, en uno de los extremos, habían soltado los clavos de dos tablones

que removían para salir y volver sin despertar sospechas. Ambos escogieron aquel

sitio por los diez pasos que le separaban del barracón donde dormían. En completo

silencio, Tejerina desprendía las uniones de los maderos con la misma habilidad con

que había confeccionado los implementos de su circo de pulgas, al que ciertamente

cada vez le prestó menos atención, hasta el día en que, tras dos semanas sin abrir

el reloj donde las recluía, las encontró muertas.

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Colaboración de Sergio Barros 148 Preparado por Patricio Barros

—Era bueno eso de tus pulgas, Catalino —le decía Alonso Grillo.

—Pero me aburrieron. Ya estoy grande. Además, la última vez que las mostré, luego

del terremoto, a nadie le llamó la atención. Muchos conocían la función y

aplaudieron obligados.

Grillo sonrió.

— ¿Tú crees, Alonso, que si a la francesa le hubiera mostrado mi circo me habría

sobado la tula un poquito que sea?

—Yo creo que sí, aunque ya es tarde, ya no las tienes.

—Pero puedo conseguir otras. No me cuesta nada.

Asomando sigilosamente la cabeza por el trecho, Catalino, mucho menos

voluminoso que su compañero, siempre era el primero en entrar al patio y ayudaba

a que a su amigo no se le atascaran las ropas entre las puntas que salían del resto

del tableado. Esa noche, los marineros sacaron las maderas con la cautela habitual,

pero nunca imaginaron que los estarían esperando.

—Silenciosos como ratones. Quién lo hubiera pensado —oyeron entre las sombras.

****

Media hora demoraron Grillo y Tejerina en confesar las razones y los detalles de sus

escapadas en el comedor de la guarnición. Ante la evidencia del parche en su ceja,

Alonso fue el primero en admitir, sin que nadie lo sugiriera, lo que consideraba una

falta grave. Ni Matrás ni el resto de los oficiales estaban al tanto de las peleas

organizadas en la chingana de Manuel Jesús Zamorano, el ejemplar vecino siempre

dispuesto a colaborar con la comandancia en lo que fuese necesario.

El capitán no pareció asombrarse demasiado con los pormenores que lentamente el

macheño comenzó a entregar, haciendo, en más de una ocasión, vistosos gestos y

sonidos semejantes al modo en que había propinado puñetazos y puntapiés a sus

contendores. A diferencia de su compañero, Catalino se mantuvo en un

apesadumbrado silencio que poco tardó en advertirse.

—¿Hay algo más que falte saber, soldado Tejerina?

—Señor, él no tiene que ver en esto —dijo Grillo—. A mí me pagan por pelear.

—Y a mí por vigilar desde el techo —mintió Catalino—. Yo también estoy metido.

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Colaboración de Sergio Barros 149 Preparado por Patricio Barros

Matrás se quedó en silencio. Recordó el momento en que ambos le fueron

presentados por el comandante Cavieres junto a Chambe y Jopia, sus compañeros

muertos. De aquello habían pasado dos años. El capitán nunca olvidaba el modo en

que por primera vez los vio defender al Bernardino en los patrullajes por la costa ni

el dolor que soportó Tejerina con las astillas enterradas en su pierna. Menos aún los

golpes recibidos por Grillo en la revuelta tras la victoria sobre Rufino Carrasco.

—Si eso es todo, váyanse a descansar. Los veré mañana en el salón. Hay varias

noticias de que enterarse —se puso de pie y se despidió.

—Señor... —dijo Catalino cuando Matrás se encaminaba hacia la puerta—. ¿Nos va a

acusar?

—Váyanse a sus dormitorios —contestó antes de perderse por los corredores en

penumbra.

****

Al día siguiente, el capitán leyó a sus alumnos el comunicado recibido la noche

anterior. Quiso hacer algún comentario, explicar las razones de la prefectura para

tal determinación, pero nada de aquello fue necesario porque de inmediato, apenas

dobló el papel y lo dejó a un costado del mesón, los alumnos comenzaron a

murmurar inquietos, como si acabara de darles una arenga.

—Estaremos dispuestos a defender esta tierra apenas lo ordenen —dijo un soldado

con voz solemne.

—Sí, señor, los chilenos no vendrán a quitarnos nada.

—Ellos tienen que pagar lo que deben, porque están llenándose los bolsillos.

—Así dicen los periódicos que nos lee el capitán Ildefonso —agregó otro.

Decepcionado porque ni siquiera los más cercanos habían lamentado la reducción de

clases, aunque sin abandonar un minuto su rol de instructor, Matrás dejó que

opinaran con soltura y solo intervino cuando dos o más querían hablar al mismo

tiempo, atropellándose y levantando la voz. Cada palabra pronunciada por sus

pupilos le dejaban en claro que de poco y nada sirvieron las jornadas de instrucción.

Comenzaba a tener la certeza de que perdía la batalla dentro de su propio terreno.

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Colaboración de Sergio Barros 150 Preparado por Patricio Barros

Aunque para esa jornada tenía material preparado sobre los grandes generales del

continente, tan efusivos fueron los comentarios de los soldados, que el escaso

tiempo lo consumieron despotricando por la prepotencia extranjera, algo que ellos,

según dijeron, vivían en carne propia. No obstante aquella se había convertido en la

sesión más participativa hasta ese momento, todos quedaron perplejos cuando el

instructor hizo un último intento por llamar a la cordura y les recordó que por más

injustas que fueran las situaciones, por más impotencia que sintieran, como

soldados —«soldados con formación equilibrada y renuentes al discernimiento

personal», se le ocurrió decirles—, correspondía únicamente obedecer las órdenes

de sus superiores y velar por la seguridad de la población civil, sin importar su

alcurnia ni procedencia.

—Todo lo demás —les dijo— queda en manos de las autoridades, a quienes

debemos nuestro respeto y lealtad, pues como tales sabrán guiar de la mejor

manera nuestros destinos.

—Pero, señor...

—No hay peros, soldado —bramó, aunque supiera que sí los había y eran tantos que

le estaban aplastando.

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Colaboración de Sergio Barros 151 Preparado por Patricio Barros

§ 6

Poco antes de las tres de la tarde del 9 de febrero, las cartas de navegación

indicaron que el vapor Haunted acababa de ingresar a territorio boliviano. Con sus

bodegas cargadas con tiros de dinamita, ruedas de carreta y numerosos quintales

de azúcar, harina y cajones de té, el navío sueco había salido desde Coquimbo

rumbo al norte para comercializar en diversos puertos aquellos productos que los

almacenes y ferias del sur boliviano requerían para su funcionamiento.

El capitán de navío Peter Dolving, luego de repartir las instrucciones de rutina, subió

a cubierta y dispuso bordear la costa como una suerte de bienvenida a aquellos

marineros que viajaban por primera vez al norte.

En los cinco años que llevaba al mando del Haunted, Dolving había visitado más de

diez veces los principales puertos de Bolivia y Perú. A diferencia de sus colegas

empecinados en desembarcar y descargar en el menor tiempo posible, él nunca

dejó de sorprenderse por el imponente paisaje que le recibía antes de recalar en

Antofagasta, el primer destino.

De pie sobre la proa, y como era de esperarse en un hombre de carácter afable y

bienintencionado, hizo costumbre abrir una botella de ron antillano y brindar junto a

su tripulación frente a los monumentales farellones y acantilados que se empinaban

a pocos metros de la costa.

Según se supo, para aquel viaje Dolving enroló a tres jóvenes chilenos a los que

contó las muchas travesías de los antiguos navegantes en su paso por la zona.

Sentía un gran orgullo y hasta erizarse la piel de sus brazos cuando mencionaba a

aventureros como Weapons, Le May, Jansen y tantos otros que difundieron por el

mundo la riqueza y bondades de las costas que en ese momento recorrían.

El marino no terminaba de narrar algunos episodios vividos por los exploradores

cuando fue interrumpido por sus vigías, anunciándole la presencia de un enclave

ignorado en las rutas. Más extrañado que alerta ante la novedad, y sin perder el

ánimo festivo que lograba contagiar a sus nuevos marineros, Dolving ajustó su

catalejo y se mantuvo en silencio observando una extensa hilera de carpas

aferradas a los roqueríos, pero al cabo de un instante, cuando advirtió que desde

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Colaboración de Sergio Barros 152 Preparado por Patricio Barros

ella una decena de primitivas embarcaciones se hacían al mar con sus ocupantes

blandiendo estoques, boleadoras y arpones, la novedad se transformó en pavor.

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Colaboración de Sergio Barros 153 Preparado por Patricio Barros

Parte VI

§ 1

Una de las primeras lecciones que aprendió el capitán Matrás en sus años de recluta

fue que ante cualquier revuelta o enfrentamiento armado, la población civil nunca

actuaría pensando más allá que en el beneficio propio. Y aquello lo había aprendido

tanto por boca de sus instructores como de los habitantes de La Paz, quienes,

olvidados de banderas y honores patrios, corrieron a proteger sus pertenencias tras

saberse del levantamiento de Chacoma, tal como años después, en Antofagasta,

todo el mundo hiciera exactamente lo mismo frente a la arremetida golpista de

Rufino Carrasco.

«Hay momentos en que la bandera importa un carajo. Lo entregamos todo tan fácil

que cuesta creer», anotó en su cuaderno personal, convencido cada vez más de que

en caso de conflicto un soldado jamás podía confiar en ningún civil, en nadie que no

vistiera su mismo uniforme. «Aunque debamos defenderlos, aunque nos regalen sus

vítores luego del deber cumplido».

A pesar de que a sus compañeros esta observación podía resultarles tan obvia como

innecesaria, varias veces se sorprendió recordándola a sus alumnos.

—El temor lleva a la desesperación —les decía—, y un hombre desesperado siempre

está a un paso de convertirse en traidor.

Al término de cada jornada, Matrás observaba el ajetreo de sus escasos

compatriotas en la recova o en los barracones, sin dejar de verlos como tímidos

canarios desplumados, indefensos en medio de la masa de chilenos que los miraban

con desdén cuando entraban a los almacenes o voceaban sus productos desde los

puestos ambulantes. Y si poco era lo que podía esperarse de ellos en caso de algún

levantamiento de los sureños, con el blindado Blanco Encalada estacionado frente a

la costa, imperturbable como un depredador esperando el momento justo para

atacar, también él comenzó a sentirse como una presa más ante el acecho.

—¿Cuándo dejamos de ser los que éramos, Cuneo? —se lamentaba ante la mirada

perpleja del sargento—. ¿En qué momento entregamos la costa, carajo?

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Colaboración de Sergio Barros 154 Preparado por Patricio Barros

Hubiera querido compartir aquellas preocupaciones con sus pupilos; sin embargo, a

sabiendas de que cuanto se hablaba en la clase era divulgado entre el resto de la

dotación, prefirió ahorrarse comentarios y así evitar malas interpretaciones. No en

vano había aprendido en el Colegio Militar que entre la orden y la acción jamás

habría espacio para deliberaciones.

—Algún día tendrá que explicar lo que me dice a sus futuros alumnos, capitán. A los

de aquí o de donde sea —fue el único comentario que pudo hacer el sargento.

****

Una vez que el diligenciero de Hacienda dio curso al embargo de los bienes chilenos,

tras la negativa de Santiago de cancelar un solo centavo de más por el salitre, la

tensión entre las autoridades bolivianas y el consulado sureño en Antofagasta se

hizo insostenible. Con mayor razón aún luego del pomposo arribo al puerto de una

delegación de acaudalados empresarios peruanos en la víspera del remate, fijado

para el día 14 de febrero.

Pero a diferencia de lo que podía esperarse, con excepción de algunas escaramuzas

en la plaza de Colón y los alrededores de la recova —«más por arrebatos de

borrachera que por calores patriotas», según contaban los diarios locales en un tono

extrañamente conciliador luego de la aparición del Blanco Encalada—, las

actividades comerciales parecían seguir su curso. Las carretas subían al alba rumbo

a las canteras y los vendedores transaban Pero a diferencia de lo que podía

esperarse, con excepción de algunas escaramuzas en la plaza de Colón y los

alrededores de la recova —«más por arrebatos de borrachera que por calores

patriotas», según contaban los diarios locales en un tono extrañamente conciliador

luego de la aparición del Blanco Encalada—, las actividades comerciales parecían

seguir su curso. Las carretas subían al alba rumbo a las canteras y los vendedores

transaban sus productos con normalidad en las cercanías del embarcadero. Los

aguadores y contrabandistas deambulaban bajo la mirada atenta de los puestos de

vigilancia y el bullicio tempranero de las chinganas se mantenía hasta pasada la

medianoche, cuando se acababan las reservas de aguardiente y los músicos ponían

sus guitarrones y panderos sobre la mesa para cobrar por su actuación.

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Colaboración de Sergio Barros 155 Preparado por Patricio Barros

En la prefectura del litoral, en tanto, el coronel Severino Zapata hacía esfuerzos por

mantener la compostura con Salvador Reyes, el cónsul general de Chile en

Antofagasta, quien lo visitaba hasta tres veces al día procurando infructuosamente

un acuerdo que suspendiera el remate de los bienes y terrenos confiscados para

saldar la deuda del salitre.

El calor del verano arreciaba sobre la costa y el aire tibio de las oficinas de la

jefatura se volvía irrespirable cuando llegaba el representante chileno acompañado

por su secretario.

—Ya le he dicho, señor cónsul: no podemos hacer nada por nuestra cuenta.

Entienda que solo cumplimos órdenes.

—Aún es tiempo, coronel. Con un poco de voluntad hallaremos un arreglo antes de

lamentar inconvenientes mayores.

Al oírlo, el prefecto Zapata se reclinaba sobre el sillón con una mirada desafiante.

— ¿Me está amenazando, señor Reyes?

—Solo trato de buscar una salida decorosa a este problema —respondía el cónsul

sin dejarse amedrentar—. Es mi labor.

—Y la mía, por si no se ha dado cuenta aún, el muy chingón, es acatar las órdenes

del presidente Daza.

Estos diálogos y otros comentarios repetidos en los comedores de la guarnición

arrancaron cuchicheos y risas nerviosas entre los oficiales. Todos conocían al Blanco

Encalada y su puñado de cañones que, de mantenerse la situación, podían volar de

un zarpazo el techo de la comandancia. Por lo mismo, a nadie sorprendió que la

orden ante un eventual ataque del navío chileno fuera que los treinta y dos militares

bolivianos con que contaba la guarnición en ese instante debían replegarse hacia las

canteras del interior y organizar desde allí la resistencia con ayuda de todos cuantos

desearan defender el puerto.

Desde su rol de instructor, Matrás desconfiaba de la estrategia del alto mando, y

prefirió encargarse de insistir durante sus clases en que la conducta más adecuada

de un soldado en la víspera del remate era evitar altercados con los vecinos o

discutir el tema en lugares públicos.

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Colaboración de Sergio Barros 156 Preparado por Patricio Barros

—Lo único que nos corresponde es permanecer vigilantes y obedecer a la autoridad

cuando llegue el debido momento. Ese es nuestro mejor modo de aportar a la

seguridad de la población, sea su conducta leal o no a nuestros afanes.

Contrariamente a lo que por esas noches temía, no fue la voz de alerta por el

eventual bombardeo chileno lo que despertó a Eusebio Matrás en las primeras horas

del 11 de febrero, sino algo distinto y acaso peor: a las tres de la mañana, el

comandante Cavieres golpeaba la puerta de su dormitorio para comunicarle que el

teniente coronel Diógenes Fierro quería verlo en su despacho.

— ¿A esta hora?

—Acaba de reunirse con el prefecto Zapata y me pidió que lo viniese a buscar. Es

todo lo que sé, Eusebio, pero le aconsejo que se apure, porque tiene mala cara.

Entendió de inmediato la intención de las palabras de Cavieres. Luego de

acomodarse una vieja camisa de campaña, se calzó sus botas, les pasó un paño

para desmancharlas y salió rumbo a la jefatura.

—No me imagino qué pueda ser —le dijo al comandante mientras caminaban por los

pasillos en penumbra, que al cabo de un par de metros comenzaban a definirse

levemente gracias a la luz de las lámparas que provenía de la oficina de la jefatura.

El teniente coronel estaba paseándose intranquilo cuando ambos oficiales entraron.

Aunque vestía su uniforme tradicional, daba la sensación de llevar muchas horas sin

conciliar el sueño. De todos modos, su aspecto fue un detalle menor comparado con

la sorpresa que se llevó Matrás al ver al hombre que estaba sentado sobre un

banquito en una esquina del despacho.

—Buenos días —le saludó Fierro.

El capitán se cuadró con prestancia, aunque sin quitar la vista del desconocido que

permanecía en silencio y con los ojos clavados en el suelo de madera tableada.

—Le presento a John Welch, ciudadano inglés y estibador del vapor Haunted.

Sin adivinar aún las razones de la citación, ni menos las señas que le daban de

aquel hombre que parecía haber sobrevivido a algún accidentado experimento

científico, se acercó al forastero para extenderle la mano, pero este le enseñó los

vendajes que le cubrían los brazos y se disculpó con una mueca acongojada.

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Colaboración de Sergio Barros 157 Preparado por Patricio Barros

El teniente coronel, que veía la escena desde un costado, dio tres pasos cortos

hasta quedar en medio de ambos y carraspeó ruidosamente antes de lanzar una

pregunta que Matrás sintió como un perdigonazo en el pecho.

— ¿Qué es lo último que recuerda de San Antonio de los Cabros, capitán?

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Colaboración de Sergio Barros 158 Preparado por Patricio Barros

§ 2

No hubo reportes ni constancia alguna sobre el patrullaje que Eusebio Matrás

emprendiera a la zona donde fue asaltado el barco sueco. Solo un pequeño grupo

de pescadores que transitaba por el muelle al amanecer de ese 11 de febrero fue

testigo del momento en que un destacamento de doce hombres a su mando abordó

remolonamente un lanchón fiscal que se hizo al mar.

Las órdenes que recibió habían sido precisas: identificar a la brevedad el sitio exacto

del asalto y buscar —«evitando el mínimo peligro»— posibles sobrevivientes en los

alrededores. Sin embargo, cuando al mediodía del día 12 en la guarnición seguían

sin tener noticias de la patrulla, el teniente coronel, temiendo lo peor, solicitó una

entrevista con el prefecto del litoral.

Poco se supo de aquella reunión en la víspera del remate de las empresas chilenas.

Aunque meses antes fue decretada la exigencia de dejar constancia de cualquier

encuentro entre autoridades, por más rutinario que fuera, esa vez se prescindió de

secretarios tomando notas ni actas de ninguna clase. Únicamente los guardias de la

prefectura comentaron horas después, y entre susurros, los gritos, lamentos y

reprimendas oídas en la hora y algo más que duró la conversación a puerta cerrada

entre Fierro y el prefecto Zapata.

Quizás por la expectación que provocaba el entuerto entre el gobierno y los

chilenos, fue también que el retraso del navío sueco para muchos pasó inadvertido.

No obstante, con el correr de las horas y la entrada y salida de los botes pesqueros,

comenzó a circular el rumor de que el Haunted lisa y llanamente había desaparecido

camino de Antofagasta.

«¿Habrán topado con una marejada y cambiaron de rumbo?», se preguntaban

algunos entre los barracones del muelle, en tanto otros, más vehementes y

patriotas, decían que, «como están las cosas, seguro que los chilenos más de algo

tienen que ver en esto».

Hasta ese momento todo era especulaciones, conjeturas sin mayor eco entre los

ratos de ocio, pero al cabo de unas horas, tras conocerse el testimonio de los

mariscadores llegados desde Coloso y Punta Camarones, en el embarcadero cayó

con fuerza la certeza de una calamidad.

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Colaboración de Sergio Barros 159 Preparado por Patricio Barros

—Vimos humaredas y escuchamos tiroteos —dijeron.

Las horas muertas a la espera del Haunted dieron pie a los más terribles vaticinios.

Y si a varios el cotilleo de los estibadores les resultó alarmista —«de puro aburridos

y asoleados, estos calatos andan matando a la gente; apuesto a que ese barco aún

no sale de Coquimbo», bramaban—, muy pocos desatendieron los malos presagios

cuando desde los mesones de la chingana del andaluz Manolo Zamorano salieron

voces que aseguraban, entre botellas de aguardiente y humeantes trozos de

pescado, que una delegación de furiosos comerciantes visitó la prefectura del litoral

ratificando, documentos sobre la mesa, que el Haunted efectivamente había

zarpado de Coquimbo rumbo al norte a las nueve de la mañana del día 8.

Eso fue lo último que se comentó sobre el incierto paradero del capitán Peter

Dolving y su tripulación, pues luego del 14 de febrero de 1879, tras el sorpresivo

desembarco del Ejército chileno que invadió Antofagasta para evitar el remate de

las empresas sureñas, a nadie pareció importarle gran cosa la suerte corrida por el

vapor escandinavo, su cargamento, ni menos aún por el silencioso lanchón que salió

en su búsqueda.

****

Doscientos artilleros de Marina chilenos ocuparon Antofagasta sin la más mínima

resistencia de la guarnición. Aunque algunos oficiales, como Cavieres e Ildefonso,

abrieron el depósito de armas con la intención de acordonar la jefatura, finalmente

primó la orden del prefecto de evitar el riesgo civil —No hay modo —dijo Zapata al

ver que en el muelle decenas de soldados venidos de Valparaíso eran recibidos

como héroes por sus compatriotas.

El batallón al mando del coronel Emilio Sotomayor controló de inmediato la plaza de

Colón y las calles céntricas, más preocupados por no desatar la euforia de sus

connacionales avecindados que por algún foco de rebelión. Sin embargo, al saberse

del aplastante poderío militar chileno, varios fueron los que se arremolinaron frente

a la prefectura a insultar a las autoridades bolivianas, arrancando a tirones la

bandera izada y el escudo nacional del frontis de la casona. A pesar de estos

arrebatos, la maniobra terminó sin que se disparara un solo tiro. Ni siquiera cuando

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Colaboración de Sergio Barros 160 Preparado por Patricio Barros

un grupo de vecinos se reunió frente a la casa de Herminio Armendáriz para

colgarle una bandera chilena en la puerta, además de dedicarle cánticos y

morisquetas a sus atemorizadas secretarias y empleados que se asomaban en las

ventanas.

Alarmado por los gritos y las burlas de los chilenos, el cronista, temiendo un

linchamiento, escapó por el patio de su casa y nunca más nadie supo de él hasta un

par de años después, cuando publicara Resistencia patriota. Un relato de ejemplo y

pundonor, novela de trescientas páginas impresa en La Paz sobre la vida de Virgilio

Armín-Cáriz, un valiente septuagenario antofagastino que salió a enfrentar al

Ejército chileno provisto nada más que con su escopeta.

A falta de autoridades y militares bolivianos que pudieran dar una excusa a los

pocos empresarios que se quedaron esperando al carguero sueco luego de la

ocupación —todos se embarcaron en el vapor Amazonas tras refugiarse en el

consulado peruano hasta el día 16—, debieron pasar varios días para que se supiera

la verdad de lo ocurrido con el Haunted, cuando en las primeras horas del 19 de

febrero, mientras los batallones de línea ocupaban el resto del litoral boliviano, un

grupo de artilleros de costa avistó a un pequeño navío que ingresaba

dificultosamente a la rada.

En ese preciso momento, pero al otro lado del catalejo chileno, el capitán Eusebio

Matrás, junto a los dos hombres que le acompañaban a bordo, se había convencido

de que la gigantesca bandera chilena que ahora flameaba en el sitio desde donde

habían zarpado no era un espejismo.

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Colaboración de Sergio Barros 161 Preparado por Patricio Barros

§ 3

El interrogatorio duró hasta pasado el mediodía. Aunque aún no se reponían del

esfuerzo que significó navegar en esa balsa maltrecha y de maderas desvencijadas

en que quedó convertida su embarcación, los que pudieron volver del destacamento

que salió tras el Haunted pasaron largas horas respondiendo con monosílabos las

preguntas del coronel Emilio Sotomayor y sus lugartenientes.

Matrás y los suyos permanecieron sentados en el interior de lo que hasta poco antes

había sido el despacho del prefecto Severino Zapata. Mientras el sargento Cuneo

miraba resignado las paredes llenas de clavos y chinchetas que por años habían

sostenido cuadros y galvanos de las antiguas autoridades, Grillo rechazó el caldo y

las rodajas de pan que les ofrecieron con una amabilidad que parecía ofenderlos.

Entre los ceños fruncidos y rezongos de los soldados, el capitán dio cuenta de la

misión que le alejó de Antofagasta en la víspera del remate de los bienes chilenos.

Habló de las bandas de contrabandistas y asaltabarcos que creyeron desmanteladas

luego del maremoto, de los bombardeos propinados para mantenerlos a raya y de

las enfermedades que habían sufrido, hasta finalmente llegar a lo ocurrido en el

último patrullaje.

—Hallamos el barco la mañana del día 12. Aunque teníamos orden de volver y no

arriesgar, el oleaje nos obligó a desembarcar en las cercanías de Espinazo del

Burro, donde pasamos la noche. Al amanecer seguimos rumbo al sur hasta las

quebradas cercanas a Cerro Indio. Allí dimos con el Haunted. Estaba encallado y con

la proa incendiada.

Matrás desabotonó las mangas de su chaquetón, dejando a la vista sus brazos

arañados y un extenso moretón en su muñeca derecha. Los oficiales chilenos se

miraban confundidos, intentando situar en un mapa los sitios que él mencionaba.

—No encontramos tripulantes vivos... tampoco estimé pertinente contar los

cuerpos, pero superaban la docena —hizo una pausa y se dirigió a los comandantes

que miraban las guías de ruta—: Si advierten, luego de Cerro Indio hay al menos

cinco quebradas profundas que conducen hacia el interior. Avanzamos en grupos

por dos de ellas, las que nos parecían más expeditas, durante poco menos de una

hora. Cinco elementos iban al mando de quien habla, y los otros, guiados por el

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teniente Panire, sumaban seis. A medida que nos adentrábamos pudimos recolectar

algunos vestigios menores, pertenencias de los tripulantes... hasta que caímos

como pájaros siguiendo granos de trigo.

Nazario Cuneo desvió la vista de las paredes y la dirigió hacia el capitán. A pesar de

que la hinchazón de uno de sus tobillos le hizo quitar las correas de su bota, el

sargento se puso rápidamente de pie y, esforzándose por evitar las muecas de

dolor, tomó la palabra.

—Señores, creo que no es el momento para interrogatorios. Con el respeto que

merecemos, comprenderán...

—¡Siéntese usted! —gritó Matrás—. ¡No haga más grande el ridículo!

En otras circunstancias, su asistente se habría callado de inmediato; sin embargo,

para extrañeza de los presentes, estaba decidido a seguir.

—Señor, reitero: es un momento inoportuno. Hábleles de nuestros derechos y

garantías que deben respetarse. Como su asistente debo...

—¡Después de este momento no habrá otro, carajo! ¡Cállese de una buena vez!

El sargento volvió a su asiento con la cara roja de indignación y se cruzó de brazos,

soltando el aire por la nariz como un toro a segundos de la embestida.

Los chilenos estaban perplejos por la escena que montaban los militares bolivianos

y, en vez de llamar al orden, prefirieron guardar silencio. Para entonces

desatendiendo el exabrupto de su subordinado, el capitán había retomado su

declaración.

—De pronto supimos que estábamos rodeados. Sobre las quebradas aparecieron

muchos hombres armados. No puedo precisar cuántos eran... Al sentir los disparos

corrimos a protegernos para contestar, pero fallamos y ordené la retirada. En el

trayecto perdimos a dos... de los otros solo volvió la mitad, uno de ellos aquí

presente —Matrás indicó al soldado Grillo, que endureció la mirada al sentirse

observado por los chilenos—. Todavía con el fuego a nuestras espaldas, nos

refugiamos en una cueva en altura a poco de la playa. Permanecimos allí gastando

nuestros tiros hasta que comenzó a atardecer. Sin munición para todos los fusiles,

decidimos no movernos hasta recobrar fuerzas. Pasamos toda la noche escuchando

sus amenazas... hasta el amanecer, cuando di la orden de salir, armados con

cuchillos y algunas piedras y maderas que recolectamos en la cueva.

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Un silencio espeso invadió el salón de la comandancia chilena. Con una leve seña, el

capitán declaró su intención de dar por terminado el relato, pero el coronel Emilio

Sotomayor, intrigado por conocer el modo en que habían salido con vida, dio un

paso hacia los soldados bolivianos y habló atropelladamente.

—Muy bien, entendemos la situación, pero debe decirnos cómo escaparon, si es que

también quiere salir de aquí.

Matrás miró fijamente al oficial chileno.

—Nadie sobrevive si se esconde entre los roqueríos, coronel —contestó, poniéndose

de pie—. Eso es todo lo que usted debe saber.

****

Alonso Grillo estaba seguro de que su superior jamás mencionaría palabra alguna

sobre la muerte de Catalino Tejerina. Desentendido de las declaraciones que daba

su superior, esa mañana de febrero el macheño se juró recordar por siempre el

instante en que su compañero se ofreció para ser el primero en abandonar la cueva

donde estaban refugiados.

—En esta situación no puedo obligar a nadie —había sentenciado el capitán—,

aunque para que alguno de nosotros permanezca con vida, no podemos salir todos

al mismo tiempo.

Si hasta momentos antes los soldados se miraban expectantes, esperando el paso

al frente de un voluntario, ninguno pudo sentir alivio al ver que era el menor de la

cuadrilla quien anunciaba su decisión de encarar a los vándalos primero que todos.

—Yo soy chico y más liviano, señor; puedo correr más rápido —dijo Tejerina con

entusiasmo—. Así les daré tiempo para que ustedes escapen también.

—Catalino... —musitó Alonso.

—Sí, yo salgo primero... sé que puedo hacerlo.

Matrás estaba abatido. Aunque hubiese querido ordenarle que desistiera de sus

intenciones, apuntándole con un fusil en la nuca si era necesario para mantenerlo

dentro de la cueva, no habría sido capaz de nombrar a otro en su reemplazo. Todos

habían sido sus alumnos en el curso de instrucción. Al recordarlo sintió que el

uniforme militar le pesaba sobre sus hombros como nunca hasta ese momento; en

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medio de la covacha donde estaban arrinconados, cada una de las gestas narradas,

cada arenga hecha por los generales y cada verso grandilocuente salido de sus

bocas le supieron a historias de novela y leyendas exageradas por las voces

delirantes de quienes nunca temieron por su vida. Por fin estaba aprendiendo que

sus materias en el salón, cada una de sus exposiciones que defendió con cartas

apasionadas como ya se las mereciera la mujer que nunca tuvo, eran paseos por

cementerios que almacenaban los cuerpos de cientos de hombres que la voz

soberbia de los victoriosos o el susurro cargado de rencor de los vencidos se habían

encargado de enterrar. Jamás la deshonra ni el temor tuvieron cabida en las

páginas leídas y memorizadas en sus años de formación en la seguridad de los

cuarteles de La Paz; la desesperación por salvar la propia cabeza nunca estuvo

entre esos libros colmados de un patriotismo que enseñaba de todo, menos a

sobrellevar el miedo; un pavor tan grande que en aquel instante, mientras Catalino

Tejerina se disponía a salir, al capitán Eusebio Román Matrás Vernaza apenas le

daba fuerzas para cubrirse la cara y evitar que los demás vieran sus lágrimas.

Ni las maldiciones cruzadas por el llanto ni el abrazo lleno de congoja que le dio

Alonso Grillo evitaron que se llevara a cabo el plan. El voluntario debía correr hacia

la playa, seguido por el resto de los uniformados. Nadie sabía con certeza si allí

podrían encontrar un mejor resguardo, pero en ese instante cualquier sitio era

mejor que la cueva donde estaban.

Catalino Tejerina salió diez minutos después, armado apenas con un estoque.

Dándose ánimos y empuñando el brazo derecho hacia sus compañeros, abandonó el

escondite cubierto por los últimos ocho tiros de fusil que Cuneo se encargó de no

malgastar. Segundos más tarde le seguirían los demás, encabezados por el teniente

Panire y dos soldados, de quienes Matrás siempre supo sus nombres pero nunca a

quiénes informar de su muerte.

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Colaboración de Sergio Barros 165 Preparado por Patricio Barros

§ 4

Como si de una sesión de rutina se tratara, todos los oficiales y soldados reunidos

en la sala se pusieron de pie ruidosamente. Los primeros en salir fueron tres

tenientes chilenos que prepararon a la escolta que acompañaría a los aparecidos

rumbo a la salida de Antofagasta.

—Lo más conveniente, capitán, es que se alejen de este puerto cuanto antes —le

aconsejó el coronel Sotomayor.

—Resolveré eso apenas pueda conversar con mis hombres en privado.

—A propósito... por lo que me he enterado en los documentos que sus superiores

dejaron, usted era instructor de reclutas Matrás asintió.

—Me extraña, entonces, que lo hayan destinado a esos patrullajes.

—Hay cosas que los salones y los libros nunca enseñan.

El coronel lo miró desconcertado y acto seguido le extendió la mano.

—Muy bien, señor, deberá disculparme —hizo un gesto a uno de sus oficiales para

que se acercara—. Lo dejo en manos del teniente Hermosilla, él velará por usted

hasta su salida. Espero que no tenga problemas.

Sotomayor se alejó raudamente de la sala y se perdió entre el ajetreo de los

soldados que se movían con toda propiedad por el edificio de la antigua prefectura.

—Vamos hacia afuera, sus bultos deben estar listos —le dijo el teniente Hermosilla.

A medida que avanzaban por el extenso corredor, Matrás y sus acompañantes

sentían las miradas llenas de curiosidad de los oficiales que les veían pasar. Aunque

Grillo lo hubiera preferido como excusa para descargar su rabia, hasta ese instante

no hubo el menor gesto de burla de parte de los chilenos. Y así como el macheño

deseó algún altercado para salir lo antes posible de la antigua prefectura, pronto

también lo querría el propio capitán, cuando frente a él, y acompañada por dos

soldados chilenos, se encontró frente a frente con la viuda de Aranzáez.

Ante la sorpresa, e imaginando un escándalo dentro de la comandancia de

ocupación, el sargento Cuneo de inmediato se apegó a su superior, pues en sentido

contrario, algunos metros adelante, la chilena ya levantaba la vista para clavarla en

la pálida figura del oficial.

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Colaboración de Sergio Barros 166 Preparado por Patricio Barros

—Ignórela, señor. Camine, camine... —le rogaba el sargento. Detrás de ellos, Grillo

escuchaba sin comprender.

Cuneo no pudo evitarlo. Entre el tumulto que congestionaba el pasillo, María Quitral

se aproximó. Aunque aún vestía las mismas ropas gastadas y lucía el cabello

apelmazado, Matrás notó en su mirada un brillo que le dio la impresión de que la

mujer había rejuvenecido.

—Yo lo hacía arrancado, como todos sus compañeros, oiga —le dijo—. Pensaba que

sería el primero en salir corriendo.

—Me voy, pero sin escapar de nadie.

—No se olvide de la marca que lleva ahí —la viuda le indicó el pecho, donde lo había

picado con el punzón.

—Ni usted de que siempre le ofrecí mis disculpas, señora.

****

Los marineros bolivianos salieron de la antigua prefectura del litoral a las cuatro de

la tarde. Atento al paso nervioso de las mulas, Cuneo se había apegado

nuevamente al capitán, esta vez para protegerlo de los curiosos, que a cada tanto

amenazaban con sobrepasar la escolta.

En medio del griterío, caminaron por calle de San Martín hasta el pasaje Palos

Blancos, luego subieron por calle de Bolívar hasta la ahora desalojada bodega de los

hermanos Salomón y Celestino Olembe, quienes habían abandonado Antofagasta

pocas horas después de la ocupación, temerosos de que los militares chilenos,

encargados de allanar cualquier dependencia sospechosa, advirtieran que, además

de aceites y cerveza, efectivamente almacenaban, como era el rumor, suficientes

explosivos como para volar varias manzanas a la redonda.

Aunque el carnaval por la llegada de las tropas de ocupación había terminado y las

labores del puerto volvían a la rutina, en muchos vecinos el fervor que acompañó

los festejos pareció reavivarse en las esquinas por donde pasó la silenciosa

caravana. En medio de los abucheos, Alonso Grillo quiso contestar la rechifla con

algo más que insultos, pero fue contenido por los soldados antes de que se trenzara

a golpes con un grupo de aguadores que los escupían entre el gentío.

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Colaboración de Sergio Barros 167 Preparado por Patricio Barros

—¡As allamanta chaycha raycu wañunki! —bramaba Grillo, ofreciéndoles los puños—

¡Atatá, canchis, atatá!

Como si se tratara de una procesión religiosa, fueron más de cien personas las que

los hostigaron hasta el cruce con calle de la Independencia, pues allí, atraída por el

griterío, se agregó una horda de mujeres y niños provenientes de los campamentos

de obreros chilenos, la mayoría agitando banderas y carteles que conservaban

desde antes de la llegada de los batallones.

— ¡Apure el paso, apure el paso! —le gritaban los escoltas a Cuneo, que trataba de

afirmar la carga de las mulas alteradas por el bullicio.

El capitán, en tanto, llevando un morral con algunos víveres, se esforzaba por

mantener la cabeza en alto a pesar de las piedras que le arrojaban algunos niños

desde los techos de las casas.

CUIDADO DONDE PISAN, leía el sargento entre los tironeos y coces de las mulas. Al

verlo atareado como estaba, Matrás retrocedió algunos metros y ambos lograron

atar las cuerdas de un saco con estopa que amenazaba con abrirse sobre el lomo de

uno de los animales. Sin embargo, mientras hacía un doble nudo al bulto, escuchó

que alguien le llamaba. Aunque al comienzo prefirió ignorar los gritos por temor a

que se tratara de nuevas burlas, forzado por la insistencia no pudo sino girar la

cabeza hacia la multitud, donde creyó ver entre los sombreros de ala ancha, entre

el enjambre de brazos alzando banderas y los insultos con la consistencia de un

puñetazo, que la hija de María Quitral lo miraba fijamente.

El capitán se detuvo en seco e intentó acercarse, pero un soldado le puso la punta

del fusil a la altura del pecho, obligándolo a retroceder. Él hizo una señal de

obediencia y continuó el camino, tratando en vano de no perder de vista a la niña

confundida entre el gentío.

Los vecinos los siguieron por las ocho cuadras recorridas hasta llegar a calle de

Santa Cruz. Allí, con las gargantas cansadas de tanto grito y el calor de la tarde

convertido en un pesado manto sobre sus cabezas, uno a uno se alejaron

silenciosos de vuelta a las casas, chinganas y talleres desde donde habían salido.

La despedida de la escolta ocurrió minutos después, en la salida norte del puerto.

Apenas un desganado «hasta acá llegamos» que Alonso Grillo leyó en los labios

partidos del teniente al mando.

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Colaboración de Sergio Barros 168 Preparado por Patricio Barros

Sin más sobresalto que algunos perros ladrando amenazantes al paso de las mulas,

Matrás y sus hombres enfilaron en silencio rumbo a las empobrecidas quintas que

se veían a pocos metros, donde Antofagasta, como un espejismo, lentamente

comenzaba a desaparecer.

F I N