el libro de los principios

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La historia sin final que comienza cuando Arcadio Arellano, cansado de fracasar y de ver llover, se pega un tiro en la cabeza

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EL LIBRO DE LOS PRINCIPIOS o la historia sin final que empieza

cuando Arcadio Arellano,

cansado de fracasar y de ver llover,

se pega un tiro en la cabeza.

Jose Garzón

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LA LLAVE MIL TREINTA Y SIETE. ESCRITORES

SUICIDAS. ONCE PRINCIPIOS. CRIMEN EN EL

PARQUE DE LOS HERMANOS CASTRO. CIUDAD

CIEGA. UNA PISTOLA EN LA COCINA. LAS CINCO

FOTOGRAFÍAS. ARMAS DE BURDEL. EL MEJOR

ESCRITOR DEL PRIMER PÁRRAFO DEL MUNDO.

LOS ÚLTIMOS DÍAS DEL INVIERNO. CIUDAD DE

ÁRBOLES. DONDE LOS RESTOS SE PERDERÍAN.

CALLES LLENAS DE ELECTRICIDAD. AHÍ

AFUERA EN LA CIUDAD. TRES BALAS.

INTRÉPIDO MAR. LOS MUERTOS DEL NORTE.

CINCO CRUCES. LA PRIMAVERA DE LOS

SUICIDAS

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Page 7: El libro de los principios

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NC-SA). El autor permite a otros copiar, reproducir o adaptar

cualquier contenido original del texto, con la única condición de citar

la fuente y, siempre y cuando, las partes utilizadas se distribuyan

gratis o al costo, pero no con fines de lucro. Cualquier persona u

organización que desee copiar, reproducir o adaptar cualquier parte

del texto con fines comerciales, deberá primero obtener la

autorización del autor.

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A Yolanda,

dormida en un avión que aterrizó en Bangkok.

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No me paro a pensar un segundo. Me dejo llevar por el viento.

Los perros ladran a mi paso. Cada hora que transcurre me acerca al

lugar y al momento elegidos. No escucho a los profetas ni a las

gitanas que quieren leerme la palma de la mano. Llevo días sin

comer, pero no tengo hambre. Llevo noches sin dormir. En su lugar

canto canciones que, desde que las escuché por vez primera, ya

nunca he podido olvidar. Ahora que los relojes se han puesto en

marcha, el mañana no me parece tan complicado como cuando lo

imaginaba. Puede que empiece a llover o que cojan velocidad las

balas. Pero, hasta entonces, creo, estaré a salvo.

Arcadio Arellano, Desde las ventanas abiertas nos gritaban pusilánimes.

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Primer Principio: Principio de Cinemática.

Declarado hace años por la crítica el mejor escritor

del primer párrafo del mundo, Arcadio se suicidó una

mañana de mayo cuando, después de diez minutos

mirando por la ventana como la lluvia no cesaba,

supo que no vería nunca más el sol.

Rosaura, que observaba en silencio el cadáver del

escritor, sentado en la silla con la cabeza echada

hacia atrás y un agujero negro en la frente, miró a

través del cristal de la misma ventana frente a la que

Arcadio había decidido quitarse la vida y, después

de contemplar el vaivén de un mar embravecido,

comentó: qué día tan extraño. A primera hora

parecía que no iba a dejar de llover en semanas y

ahora el cielo es más azul que los ojos de mi hija

pequeña. De las manos crispadas del muerto

rescató el arma presuntamente suicida, extrajo el

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Page 14: El libro de los principios

cargador de la culata y comprobó que estaba vacío.

A continuación se agachó para recoger el casquillo

que mansamente aguardaba entre los pies de

Arcadio, lo observó durante unos segundos, preso

entre el pulgar y el índice de su mano izquierda, y lo

guardó en el bolsillo de la americana. Apostaría la

mitad del sueldo a que es un nueve corto, dijo para

nadie.

Arcadio Arellano, hombre pesimista, estrábico

cuando estaba nervioso y atormentado varios días al

mes por los dolores de una cefalea en racimos que

un teniente sabiondo le diagnosticó cuando estaba

haciendo el servicio militar, dejó escritas diez

novelas que se iniciaban de un modo magistral y

después se descomponían, como un día de

septiembre lo hicieran los dos edificios más altos de

la isla de Manhattan, tras el primer punto y aparte. El

escritor sin fin, dijo de él la crítica en ocasiones, el

eyaculador precoz de tinta china, la eterna promesa

de las letras hispanoamericanas, Carl Lewis metido

a marathonman. Arcadio leía con resignación todos

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Page 15: El libro de los principios

los adjetivos que le describían, a él y a su

efervescente obra, y archivaba las críticas en

carpetas de cartón azul ordenadas cronológicamente

en las estanterías que, como adolescentes

castigados de cara a la pared, pensaría después

Rosaura al verlas, vestían las paredes de su casa.

Trece de abril. Miércoles. Nublado. Inicio.

12.30. Trayecto desde la pensión hasta la puerta del

banco: 12.34.

San Bernardo-Plaza del Instituto. 3:30.

NOTA: tras el atraco, regresar a la pensión por un

itinerario diferente.

La sucursal tiene doble puerta de entrada.

En el espacio entre la primera y la segunda hay una

cámara de seguridad que vigila la entrada y el cajero

automático.

Dos mesas a la izquierda.

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Page 16: El libro de los principios

Mostrador de la caja. No tiene cristal de seguridad. Dos

puestos de cajera.

A la derecha del mostrador, una mesa más.

Al fondo, dos despachos con las paredes de cristal.

Director e interventor.

Una cámara de seguridad en cada esquina y, creo, dos

más dentro de la caja.

Me informo sobre los documentos necesarios para abrir

una cuenta. Hablo con Matilde Fernández, mediana

edad, agradable pero seca, apenas sonríe. No lleva

alianza. La otra cajera se llama Isabel Clavijo. Joven.

Maquillada en exceso. Sonriente. No lleva alianza.

Matilde, opción A para seguimiento si se confirma

puesto habitual.

Isabel, opción B (menos probabilidades de tener

familia).

NOTA: quemar este cuaderno antes del intento de

atraco.

Descubro nubes de formas y colores hasta ahora

desconocidos para mí.

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Segundo Principio: Principio de Dinámica Clásica.

Todas las mañanas, Adán Mesa se levantaba a las

seis y media, desayunaba un café con leche y el

zumo de un limón con una cucharada de azúcar no

totalmente disuelta, y caminaba, con el andar

truncado que la poliomielitis le había marcado, hasta

la estación de tren que gobernaba las afueras de la

ciudad. Una vez allí, en el quiosco que levantaron en

el mismo centro del edificio, bajo una claraboya que

convertía la luz del sol en un haz tamizado de color

verde por el que Adán imaginaba, como imaginaba

siempre escenas inverosímiles en lugares que, de

tan reales, se convertían en anodinos, que

descenderían, deslizándose por cabos de seis

metros, las tropas de élite cuando los rebeldes

liberaran la ciudad, compraba el periódico del día

anterior, es más barato y, aunque no lo parezca, el

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mundo no va tan rápido, decía, se sentaba en uno

de los bancos vacíos que ocupaban el andén

número cinco y aguardaba paciente la salida del tren

que se dirigía al mar. Cuando perdía de vista en el

horizonte la parte trasera del último vagón, doblaba

el periódico por la mitad y lo posaba en el banco, se

ponía en pie y, renqueante, quizás como esas viejas

cremalleras a las que le faltan dientes, regresaba a

casa. Verlo empequeñecer al alejarse, mientras la

ciudad a su alrededor se encendía, era una canción

de Los Enemigos. La otra orilla.

Algunas mañanas llegaba al andén número cinco y

el periódico de antes de ayer permanecía en el

mismo lugar donde lo había dejado.

Cuatro de mayo. Miércoles. Nublado. Seguimiento 1.

Cuarta vez que acudo al banco. Las tres primeras lo

hice antes de las 10.00. Hoy eran la 13.30.

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Sin cambios en el personal trabajador. La cajera opción

A, Matilde, ocupa el mismo puesto que en ocasiones

anteriores. Parece cansada. A su lado, el puesto de la

cajera opción B, Isabel, está vacío.

Domicilio el pago mensual de un curso a distancia.

Aguardo una cola de tres personas.

A la salida, sin haberlo planeado previamente, decido

aguardar la hora de cierre e iniciar el seguimiento de la

cajera opción A Matilde. Me siento en uno de los bancos

de la plaza, frente a la puerta de la sucursal. A las

14.57, Matilde, en adelante M, abre la puerta, sale a la

calle, cierra con llave, aunque aún quedan trabajadores

en el interior, y camina en dirección oeste hasta la

esquina. Abandona la plaza por la calle Menéndez

Valdés y pierdo contacto visual. Fin de seguimiento.

Regreso a la pensión.

NOTA: atraco a partir de las 13.00h. M se encontrará

más cansada, con la guardia más baja.

Desde la habitación se huele el mar. Si el viento llega

del norte, a ratos intensamente.

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Page 21: El libro de los principios

Tercer Principio: Principio de Inercia.

Un amanecer de marzo, en las sombras de un

garaje comunal, húmedo y frío, el sueño de Tobías

Piedehierro de llegar a ser un asesino a sueldo se

desvaneció por completo. Ocurrió cuando su primera

víctima imploraba de rodillas que le perdonara la

vida. Si te dieron dinero por matarme, yo te doy el

doble por dejarme con vida. No me mates, cabrón,

no me mates decía con la voz a punto de

desmoronarse e inundada de lágrimas. Pero Tobías

no le escuchaba. No podía. Acababa de mearse

encima. Qué mejor evidencia que esa sonrojante

humedad en la entrepierna para comprobar que no

había nacido para andar matando por ahí a gente

desconocida a cambio de dinero.

Regresó a casa, se cambió de pantalones, metió

en una bolsa de viaje la pistola, una Jericho

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Page 22: El libro de los principios

semiautomática de nueve milímetros de calibre, dos

camisetas negras, una sudadera gris y un pantalón

vaquero. Derramó un bote de colonia sobre el sofá

del salón y le prendió fuego con una cerilla. Cuando

vio que el mueble comenzaba a arder, colocó en la

cadena de música un compacto de Oasis, subió el

volumen hasta el máximo, eligió Whatever y salió

corriendo.

Devolvió la mitad del dinero pactado en el buzón

donde debía recoger la segunda mitad, una vez la

bala estuviera alojada en el cuerpo adecuado y se

dirigió a la estación para coger un tren que le llevaría

a una ciudad levantada a ochocientos kilómetros de

la que le había visto nacer y mearse encima con una

pistola en la mano derecha.

La sirena del camión de los bomberos se

escuchaba en la calle a un volumen cada vez más

alto. Las llamas alcanzaban las ventanas.

Sentado en el asiento veinticinco be, Tobías fingía

leer para ocultarse, como había visto hacer en las

películas, un periódico que encontró abandonado en

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Page 23: El libro de los principios

uno de los bancos del andén. Cerró los ojos. El

convoy inició la marcha lentamente.

Cinco de mayo. Jueves. Llueve. Seguimiento 2.

Por causas meteorológicas me es imposible realizar

seguimiento. No ha parado de llover en toda la mañana.

Imposible aguardar la salida de M en la plaza desierta

sin levantar sospechas.

Aunque no es mi intención convertir este cuaderno en

un diario de experiencias, he pasado toda la tarde en la

habitación de la pensión. Durmiendo. He intentado releer

el libro “Desde las ventanas abiertas nos gritaban

pusilánimes”, de Arellano. Lo he dejado en la página 6.

No tenía ganas. Después de la cena, me he acostado con

César, el chico que está en la recepción por las noches.

Hacía tres años que no mantenía relaciones sexuales. No

lo volveré a hacer antes del robo.

Placer y frío. Placer y frío. Placer y frío después.

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Page 24: El libro de los principios

Primero fue la detonación y después fue el

silencio.

Arcadio acercó lentamente la boca del cañón a la

piel de la frente, hasta sentir el frío ya conocido del

acero. Colocó el pulgar derecho en el gatillo,

aguardó a que finalizara la canción que había

elegido como epitafio, el mediotiempo machacón que

es Things Have Changed, de Bob Dylan, y, un

segundo después, una mano de sangre, pintada en

la pared a su espalda, albergaba en la palma el

proyectil deformado. Una bandada de palomas

emprendió el vuelo sobre los tejados, abandonando

libres las antenas a merced del nordeste. Los brazos

inertes de Arcadio permanecieron en una posición

de súplica hasta la llegada de la rigidez.

El vecino del segundo, militar olvidado en la

reserva, avisó a la policía. Fuerteviejo cinco, tercer

piso. Estoy seguro de que lo que acabo de escuchar

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Page 25: El libro de los principios

es un disparo. Si no me cree, aténgase a las

consecuencias, concluyó, hastiado de las preguntas

incrédulas de la operadora.

Diez minutos más tarde, dos policías y dos

bomberos, acompañados por el militar, llamaban con

insistencia a la puerta del piso de Arcadio. La

ausencia de respuesta les obligó a tirarla abajo.

Tendrá que disculpar que le moleste en domingo,

comisario. Se trata de un varón de mediada edad.

Está sentado en una silla. Tiene un disparo en la

frente y una pistola, una Jericho semiautomática, si

no me equivoco, entre las manos. Parece un

suicidio. No creo que se trate de un asesinato. La

casa está intacta. No hay señales de violencia o de

robo. La puerta de la calle no ha sido forzada.

Al otro lado del teléfono, Rosaura escuchaba en

silencio mientras observaba el cuerpo desnudo de

Amparo, a horcajadas sobre su sexo. No toquéis

nada.

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Page 26: El libro de los principios

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Page 27: El libro de los principios

Cuarto Principio: Principio de Gravitación.

Los libros se amontonaban desordenados encima

del sofá que ocupaba el centro del salón. Las

estanterías vacías parecían adolescentes de un

metro y ochenta centímetros de altura castigados de

cara a la pared, como los objetos que, destinados a

un uso distinto para el que han sido creados,

almacenar libros en este caso, pierden su

personalidad y se convierten en otro objeto, en otra

imagen, en otro lugar. Estanterías en adolescentes

castigados, mesas en elefantes, cuadros de trigales

mecidos por el viento en pistas de aterrizaje sin

luces de señalización. En un plato con altavoces

incorporados, que estaba en el suelo, la aguja

mediaba sobre el vinilo El Animal, de Franco

Battiato. Por encima de me roba todo, hasta el café,

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Rosaura escuchó el ruido que la puerta de la calle

hizo al abrirse.

Amparo Sutil, de nombre artístico Laura de Ley,

por aquello de nombres y apellidos cortos, bueno si

empiezan por consonante y mejor si es la misma,

cerró la puerta, se quitó el abrigo de pana blanca y lo

posó en lo alto del montón de libros. Rosaura

observó la escena durante un par de segundos y

pensó que parecía un pastel. El sofá era el bizcocho.

Los libros, las virutas de chocolate. El abrigo, el

azúcar espolvoreado en la cima. Concluyó,

preocupado, que el salón se estaba llenando de

objetos sin personalidad. Amparo vestía un jersey de

lana negra de cuello alto y un pantalón vaquero azul

elástico que abrazaba, como una segunda piel, el

perfil de sus largas piernas. Se arrodilló al lado de

Rosaura y acarició con la yema de los dedos su

nuca.

¿Qué es todo este desorden, miamor?, preguntó

mientras sonreía. Busco un libro que compré hace

años y aprovecho para cambiar de lugar los muebles

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Page 29: El libro de los principios

del salón. ¿Va todo bien? Creo que sí; pero necesito

un cambio, contestó Rosaura, con la mente puesta

en el agujero que la bala había abierto en el cráneo

del escritor. Las estanterías vacías parecen soldados

en guardia, continuó Amparo tras ponerse en pie.

Podría ser, dijo Rosaura, sin muchas ganas de

continuar la conversación. Recojo en un momento,

me lavo las manos y estoy contigo. De acuerdo,

miamor, voy a la cocina, que estoy sedienta.

Cuando el tren se detuvo, la ciudad era un cuadro

de Alejandro Quincoces donde la madrugada

mezclaba el color de los edificios y el del cielo hasta

convertirlos en el mismo. A la salida de la estación,

seis taxis aparcados en fila aguardaban, con el

motor apagado y el conductor dormido, la llegada

improbable de un cliente. Tobías se acercó al

primero y, sin tan siquiera decir buenas noches, pidió

que le llevara a algún lugar en el que poder tomar

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Page 30: El libro de los principios

una copa. El taxista miró por el espejo retrovisor, se

desperezó fingiendo que alcanzaba el cinturón de

seguridad, chasqueó los dedos de ambas manos y

sonrió en silencio.

Tobías recuerda una larga avenida de cuatro

carriles, un cielo gris en cada esquina más claro, las

luces amarillas de las farolas en ringlera y

minúsculas gotas de lluvia que se mantenían

inalterables en el cristal de la ventanilla a pesar de la

velocidad del vehículo. De pronto, echó de menos

algo. Separó la espalda del asiento para acercarse al

conductor y, aprovechando un semáforo en rojo le

dijo: disculpe, ¿dónde está el mar? El hombre miró

de nuevo por el espejo retrovisor y, al mismo tiempo

que aceleraba liberado por la luz verde, contestó: a

sus espaldas, señor. Tobías no pudo evitar girarse

hacia atrás, aunque sabía que, si bien podía ser

cierto que el mar estuviera allí, él no podría verlo.

Cuando volvió de nuevo la vista al frente, se topó

con la mirada del conductor en el espejo retrovisor.

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Page 31: El libro de los principios

Ambos la mantuvieron apenas un par de segundos.

Tobías fue el primero en mirar hacia otro lado.

Diez minutos después, la tenue luz verde de las

bombillas que enmarcaban el letrero de la Sala de

Fiestas Horóscopo iluminaba a duras penas la palma

de la mano donde Tobías contaba las monedas. Si

me dice una hora, paso a recogerlo y le llevo a ver el

mar, escuchó que decía el taxista. No se moleste,

contestó, creo que seré capaz de llegar andando.

Pagó y se bajó del coche. Pateó el suelo para

sacudirse el polvo de los zapatos y, después con las

manos, el de los pantalones.

Diez de mayo. Martes. Soleado. Seguimiento 5.

M realiza el mismo recorrido que los dos días

anteriores. Plaza del Instituto. Menéndez Valdés.

Tránsito del Convento. Marqués de Casa Valdés

(izquierda). Menéndez Pelayo (derecha). Ezcurdia. 98.

Parque de la Fábrica del Gas.

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5 fotografías.

La ciudad vibra. Tiembla.

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Quinto Principio: Principio de Dureza.

Era el único cine de la ciudad que todavía exhibía

películas del oeste y Daniel Quiroga era el único

acomodador que trabajaba en él desde hacía seis

años. En tres meses, el cine cerraría y en la

oscuridad de la sala vacía residiría para siempre, o

al menos hasta que el edificio fuera demolido, el

oficio de acomodador y las películas de indios y

vaqueros proyectadas en pantalla grande.

El mundo de Daniel era un sueldo mínimo

interprofesional, una linterna con pilas de petaca que

corrían a cuenta del trabajador a partir de la tercera

anual, descanso de lunes dos veces al mes, quince

días de vacaciones en navidad, cuando la gente se

cree demasiado buena como para sentirse

identificada con tipos tocados por sombreros de ala

ancha y que, a lomos de caballos, asesinan a sangre

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Page 34: El libro de los principios

fía sin preguntar antes el nombre de sus víctimas, y

un manojo de llaves que abrían todas las puertas,

para concederle a Daniel el poder de sentirse Cleant

Eastwwod, John Wayne, Bud Spencer, Lee Van

Cleef o, la mayoría de las veces porque era su actor

preferido desde que vio El árbol del ahorcado, Gary

Cooper. Al terminar la última sesión, Daniel cerraba

la puerta del proyector, la de los baños y, por último,

la de entrada al cine y caminaba, sin prisa, los

quince minutos que le separaban de su apartamento

en Quevedo.

En los pasos de cebra en rojo se detenía, abría un

poco las piernas para sentir el peso de su cuerpo en

las plantas de los pies, acercaba la mano izquierda,

Daniel era diestro pero los pistoleros zurdos eran

más rápidos y certeros, al bolsillo del pantalón,

elegía, mirándole a los ojos, a alguno de los

transeúntes que aguardaban en la acera de enfrente

el verde para cruzar la calle, levantaba el brazo

hasta colocarlo paralelo al suelo, extendía el índice y

el pulgar, apuntaba al corazón de su víctima y una

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Page 35: El libro de los principios

bala de aire acababa con la vida de aquel que osó

cruzarse en su camino. Soplaba entonces,

satisfecho, la punta del segundo de los dedos y

devolvía la mano al bolsillo del pantalón para

continuar la marcha.

A la hora de la cena en la cocina, mientras

escuchaba las noticias en la radio, sonreía en

silencio al recordar las caras de sus víctimas, en la

que siempre encontraba una mezcla imprecisa y

variable de temor y de sorpresa. Apuraba después,

de un trago, el vino que quedara en el vaso y

pensaba que, a pesar de haberse mantenido desde

hace tantos años limpio, siempre había un momento

del día en el que echaba de menos un pico y era, a

menudo, el momento de irse a dormir.

Sucedía en ocasiones, sobre todo por las noches,

que los objetos y la ciudad empequeñecían hasta

fundirse en negro y una soledad, nada placentera y

sí inquietante y fría, le rodeaba hasta obligarlo a

cerrar los ojos con fuerza. Permanecía tumbado,

boca abajo, en el suelo frío de la habitación, hasta

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Page 36: El libro de los principios

que, pasados unos minutos, rompía a sudar y,

creyendo que los objetos habían recuperado su

tamaño real y que la ciudad estaba de nuevo en

funcionamiento, se tranquilizaba y abría los ojos para

comprobar que no era cierto. Todo a su alrededor

continuaba pintado en negro. La soledad redoblaba

así su poder y él gemía encogido, abrazado a sus

rodillas, prometiéndose que sería la última vez. Una

última vez que, por el momento, no llegaba. Y lo

peor, pensaba, es que él ya lo sabía, ya sabía que

se mentía, que mentía a esa soledad a la que temía,

pero no tanto como a la posibilidad de no volver a

sentirse aliviado. Despertaba, para descubrir que

todo había sido un sueño.

Calentó agua, hasta hervir, para el té que siempre

bebía cuando trabajaba, introdujo en la ranura de la

cadena el compacto de Harvest Moon, de Neil

Young, se sentó en la silla y comenzó a escribir las

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Page 37: El libro de los principios

primeras frases de su nueva novela, puesta en pie la

esperanza, aunque con rasguños en las rodillas y

polvo en los pantalones, de que esta vez sí, al fin, el

último párrafo iba a ser mejor que el primero, mucho

mejor. Las palabras están ahí. Las palabras están

ahí y sólo tengo que ser capaz de atraparlas,

pensaba Arcadio.

Pero, ¿qué coño estás haciendo aquí? ¿Cómo has

entrado?

Apretó con fuerza la punta del lápiz para marcar en

el folio en blanco el primer punto y aparte, releyó lo

escrito y comprendió que esta vez, la undécima,

tampoco sería la que llevaba esperando toda la vida

o, al menos, todos los años desde aquel día de

noviembre en el que, tras descubrir que su primera

novia le había sido infiel con el cartero, decidió

mantenerse célibe y convertirse en escritor. Cerró el

cuaderno, apuró el té, se levantó de la mesa y miró

por la ventana. Un coche se perdía de vista en las

dos curvas de la calle. Una mujer desplegaba un

paraguas de color negro a la puerta del ultramarinos.

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Page 38: El libro de los principios

La mano de alguien oculto tras unas cortinas grises

levantaba la persiana en la ventana de enfrente. Dio

media vuelta y se dirigió a la cocina, donde se sirvió

una cerveza y una ginebra doble porque alguna vez

leyó que esa mezcla era el recurso recomendado por

Dickens a quienes estaban a punto de suicidarse. Se

sentó y dejó pasar el tiempo para convertir el

impulso en un acto premeditado.

El mar amenazaba con alcanzar la ciudad y

derribar los muros. La lluvia no cesaba.

Doce de mayo. Jueves. Nublado. Seguimiento 7.

M no tuerce en Ezcurdia. Continúa Menéndez Pelayo

por la acera de la izquierda y entra en un supermercado.

Decido entrar para no perder al objetivo. Compro una

bolsa de patatas fritas y una lata de cerveza. Entre M y

yo hay dos personas en la cola de la caja. Después cruza

el parque y llega al portal del que parece ser su domicilio

habitual.

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Page 39: El libro de los principios

6 fotografías. Todas de mala calidad, excepto la del

portal.

Una mujer pedía limosna en la puerta del

supermercado. Le entregué la bolsa de patatas fritas.

Nadie debería ser pobre.

El caserón fue construido al costado de la

carretera porque el negocio estaba íntimamente

ligado al tráfico, a las afueras de una ciudad que,

con el tiempo y la fiebre inmobiliaria, lo había

acorralado hasta abandonarlo a su suerte, cercado

en una parcela cubierta de malas hierbas y sin

asfaltar, ajado por la humedad, aunque repintado

una docena de veces, la última en granate, preso de

un futuro tan incierto como el de los cientos de pisos

vacíos desde cuyas ventanas, en madrugadas como

ésta, nadie observaba su ocaso.

Montero, encargado de aplicar el derecho de

admisión, modificó la posición de firmes de su

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Page 40: El libro de los principios

cuerpo y le observó de arriba a abajo y de abajo a

arriba en un gesto mecánico y profesional. ¿Qué

llevás en la bolsa?, preguntó. Algo de ropa y una

pistola, contestó Tobías, sin que aún hoy sepa por

qué. El uruguayo comenzó a reír a carcajadas y

continuó haciéndolo mientras abría la puerta.

Tobías entró en el prostíbulo, casi vacío a esas

horas. Tres clientes con aire de habituales bebían en

silencio apoyados los codos en la barra. Un par de

mesas estaban ocupadas en las sombras. En una de

ellas, un tipo joven y sonriente, acompañado de dos

mujeres, llamaba la atención de la camarera con el

tintineo que las piedras de hielo hacían al chocar

contra el cristal del vaso. En el escenario, al ritmo de

la canción Emmanuelle, cantada por Pierre Bachelet,

una muchacha de raza negra bailaba desnuda con

una boa de plumas amarillas enroscada en el cuello.

Una mujer, de unos cuarenta años de edad, con el

pelo corto teñido de rojo y vestida con un sujetador

blanco, una minifalda negra, medias de rejilla y botas

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Page 41: El libro de los principios

altas de tacón fino le encaró, mimosa: ¿me invitas a

una copa, cariño?. Prefiero beber solo.

Tobías se convirtió en el cuarto, pidió una cerveza

y pagó a la camarera con un billete de cinco euros.

Puedes quedarte con la vuelta. La camarera le miró

a los ojos y supo que no era hombre habituado a

serrallos ni a madrugadas. Gracias, generoso. Pero

son cinco cincuenta. Perdón, farfulló Tobías mientras

agachaba la cabeza avergonzado y buscaba en el

bolsillo del pantalón una moneda de dos euros que

colocó sobre la barra, al lado de la botella, sin

atreverse a mirar a la los ojos de la chica. Esto está

mejor, miel, le oyó decir.

Dejó que pasara el tiempo hasta que por las

rendijas de las venecianas se coló la luz plomiza de

un amanecer de primavera. Bebió de un trago la

cerveza tibia, posó la botella vacía y temblante en la

barra y siguió la flecha hasta el baño.

Comprobó uno por uno que estaban vacíos todos

los cubículos. Hediondos, parecían desconocer

hacía semanas la purificación de la lejía. Entró en el

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Page 42: El libro de los principios

último y cerró el pestillo. De la bolsa de viaje sacó la

pistola, se subió a la taza del váter y abandonó el

arma en el borde de la cisterna. Bajó despacio y

comprobó que desde esa posición el arma no era

visible. Orinó después de levantar la tapa con el pie

derecho y tiró de la cadena.

En el local ya no quedaba ningún cliente. Las

paredes cubiertas de espejos agrandaban la

estancia y atrapaban la misma imagen, repetida

hasta el infinito. La camarera, detrás de la barra, con

los ojos cansados, el pelo sucio y la espalda

excesivamente recta como para pensar que

conseguía mantener esa postura sin esfuerzo,

contaba billetes. Cada cincuenta, bebía un trago de

cerveza. En el escenario donde antes bailaba la

muchacha negra, ahora la mujer de pelo corto que le

recibió al entrar estaba haciéndole una felación a

Montero, mientras Charles Aznavour cantaba La

Boheme.

Sin detenerse, se despidió de la camarera

mostrándole la palma de su mano derecha. Ella le

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Page 43: El libro de los principios

sonrió ausente. Salió a la calle, donde una lluvia

leve, suspendida en el viento, humedeció su rostro.

Hacía frío. Los coches abandonaban la ciudad, como

si ardiera, en dirección al sur. Levantó las solapas

del abrigo y comenzó a caminar sin rumbo. Pensó

que, tal vez, había llegado el momento de intentar

ser lo que siempre quiso en la vida: ladrón de

bancos.

43

Page 44: El libro de los principios

44

Page 45: El libro de los principios

Sexto Principio: Principio de Masa y Peso.

Le siguen. Está seguro.

Camina por las calles de la ciudad y cada cien

metros o tres escaparates da media vuelta. Al doblar

la esquina se detiene y, apoyada la espalda contra la

pared, aguarda el instante en que su perseguidor

aparezca sudoroso e inquieto. Un puñetazo certero

en el estómago y un empujón decidido contra la

pared le esperan. Un rodillazo en los testículos y, por

último, un par de preguntas.

Cada mañana lleva a su hijo al colegio por una ruta

diferente. Comprueba que están limpios los bajos del

coche. Nunca usa el teléfono fijo. Estudia con

minuciosidad obsesiva que no hayan sido abiertas

con anterioridad las cartas que llegan al buzón. Mira

con desconfianza a los ojos del cartero. Cambia

cada siete días las contraseñas del ordenador.

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Page 46: El libro de los principios

Los domingos por la tarde se disfraza con un

sombrero y unas enormes gafas de sol y, sentado en

la terraza de algún bar en el centro de la ciudad,

entre las palomas y los mendigos, el periódico y un

café solo, escruta la calle intentando descubrir a

quienes le acechan.

Regresa a casa, ya de noche. Matilde y Javier le

observan en silencio. Hace meses ya que no

entienden nada. Todo empezó el día que aquel tipo

le apuntó con la mano en el paso de cebra. Y de eso

hace ya más de tres meses.

Amparo tenía treinta y siete años, las manos

delgadas, las uñas limpias y el cabello largo y teñido

de rubio. Su cuerpo era un mapa gastado de tanto

posar el índice en busca de calles, plazas y

esquinas, pero bello aún. Hacía seis meses había

dejado, por hastío, el trabajo que dio de comer

durante diez años a ese mapa gastado y a un gato

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Page 47: El libro de los principios

rayado de ojos negros y amarillos que aparecía y

desaparecía de la habitación de la pensión donde

vivía, con frecuencias precisas de tres o cuatro

noches, y al que nunca bautizó. Por más que le

pregunto, jamás quiere decirme su nombre, decía

seria entre risas.

Fue modelo de fotografías pornográficas para una

revista española de esas que se denominan de

adultos. Cómo si el resto no lo fueran, protestaba

enfadada de veras. Eufemismos. Potencia

incontrolable de algunas palabras: caricia,

aeropuerto, tristeza, atardecer. Tú no sabes lo difícil

que era eso, miamor, le contó a Rosaura tantas

veces que él olvidó el lugar de la memoria donde las

almacenaba. Cada palabra que salía de sus labios

era más triste que la anterior. Lo más difícil del

mundo. Había que mantener la postura, en

ocasiones, durante minutos interminables. Esos

miembros enormes en la boca, en la flor, en el

trasero, que eran las fotografías que mejor se

pagaban. Y aguantar el dolor de los músculos de la

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Page 48: El libro de los principios

cara entumecidos, los calambres en la entrepierna,

sentir como la fuerza del garañón se desvanecía

lentamente e intentar, con contracciones

imperceptibles, que durara un segundo más, un

segundo más, un segundo más.

Había nacido en un pueblo en ninguna parte, a

más de cien kilómetros de una ciudad con cines;

pero, desde los tiempos en que soñó con ser actriz y

renació con el nombre de Laura de Ley, se las daba

de sudamericana exuberante e imitaba expresiones

y acentos cuando le venía en gana, que solía ser

cuando estaba contenta. Enfadada, su forma de

hablar se asemejaba más a la de un estibador de

puerto de mar con un ataque de hemorroides.

En ocasiones, se paraba seria frente a los espejos,

mudaba la mirada y recitaba, engolando la voz:

vuelvo, porque siempre se vuelve por sendas

conocidas a los lugares de lo que fuimos, a los

recuerdos que arden como fuego del que sólo

sabemos que nos quemará. Y ese dolor de sobra

conocido no es suficiente para echarnos atrás.

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Page 49: El libro de los principios

Aunque después, zaheridos por el vitriolo de un

tiempo que ya jamás volverá a ser nuestro, digamos

por qué, por qué si ya sabía yo que el fuego de los

recuerdos se alimenta de este dolor. Cerraba los

ojos y sollozaba. Siempre conseguía que un par de

lágrimas brotaran en sus ojos y se deslizaran por las

mejillas.

¿Cómo lo haces?, le preguntaba Rosaura, ¿cómo

consigues llorar? Tendrás que torturarme, miamor.

Si no, nada te diré.

Dieciséis de mayo. Lunes. Soleado. Seguimiento 9.

M se detiene en un puesto de flores en Menéndez

Pelayo. Debo continuar la marcha y no detenerme, para

no levantar sospechas. En la esquina siguiente doy

media vuelta y recupero el contacto visual. 15.10. 15.13

M reanuda la ruta conocida hasta llegar al portal de su

casa. Sentado en un banco del parque, hago 2

fotografías. Fin de seguimiento.

49

Page 50: El libro de los principios

Ayer, en esta ciudad, un escritor bravo decidió citarse

con la muerte.

Desde que llegó a la ciudad en tren y se deshizo

del pasado en forma de pistola, Tobías inició el plan

meticuloso que le llevaría en una mañana lluviosa de

finales de primavera a intentar el atraco a un banco.

Restañado el orgullo de saberse incapaz de matar a

cambio de dinero, dedicó toda su energía a trabajar

como camarero en turno de noche en una de las

sidrerías de la calle Rosario y a radiografiar la rutina

de vida de una de las cajeras del banco por las

mañanas.

Alquiló la habitación más barata en una pensión

que ocupaba el tercer piso de un inmueble

construido a principios del siglo XX, según las modas

arquitectónicas que triunfaban en las grandes

capitales europeas, en el número treinta de la calle

San Bernardo. Un edificio erguido frente a un mar al

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Page 51: El libro de los principios

que fue capaz de hacer frente durante más de

noventa años y al que no temía, a pesar de que en

las noches de marea alta el agua amenazaba con

saltar el muro de la playa y anegar las calles.

Eligió la sucursal más cercana a la pensión, a tres

minutos andando, para, una vez perpetrado el robo,

permanecer en la calle el menor tiempo posible y

esconderse en la habitación durante unos días,

hasta que el revuelo que el atraco provocaría en la

ciudad se hubiera calmado.

Compró una cámara de fotografías digitales de

segunda mano, una Olympus te diez de color negro,

un cuaderno de hojas rayadas y un bolígrafo de tinta

roja. Durante el primer mes, acudió a la sucursal

cada tres o cuatro días para realizar las gestiones

típicas de quien llega a una ciudad: abrir una cuenta,

solicitar una tarjeta de crédito, domiciliar un pago.

Así pudo comprobar que una de las cajeras, la de

mayor edad, trabajaba en el banco de forma

continuada.

51

Page 52: El libro de los principios

Un día, sentado en uno de los bancos de la plaza

donde estaba la sucursal, aguardó la hora de cierre.

A distancia prudente, siguió los pasos de la cajera

hasta la que parecía ser su casa, entre diez y doce

minutos al sudeste de la plaza, como comprobó

después en un mapa de la ciudad que había pedido

en una oficina de turismo. Repitió el recorrido detrás

de la cajera diez días más, para cerciorarse de que

era su domicilio habitual.

En una ocasión, la mujer cambió la ruta para entrar

en un supermercado y en otra se detuvo a charlar

durante unos minutos con un vendedor de flores.

Tobías apuntó todo: horas, personas, lugares,

calles, e hizo numerosas fotografías.

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Page 53: El libro de los principios

Séptimo Principio: Principio de Ductilidad.

Te pediría que te fueras de casa, si alguna vez

estuvieras dentro. Como nunca es así, al menos

nunca cuando las niñas y yo estamos despiertas,

tengo que decírtelo por teléfono. Voy a pedir el

divorcio, Andrés. Esto ya no tiene ningún sentido.

No por esperado fue menos doloroso. Rosaura

cerró los ojos y se mordió el labio superior. Pasados

unos segundos, rompió el silencio que Teresa se

empeñaba en mantener al otro lado del teléfono.

Está bien, como quieras. Por mi parte, no tendrás

ningún problema. De acuerdo, contestó ella.

Las palabras quebradas, la voz sorda, el lugar

inhabitado al que hubo un tiempo en que pensaron

jamás llegarían, ellos dos no, tal vez los otros que no

se aman como nosotros lo hacemos. El lugar

inhabitado que ahora era de los dos, el más común,

53

Page 54: El libro de los principios

en el que se sentían resignados y, de tan

resignados, ya cómodos. Lo único que realmente,

desde hacía ya mucho tiempo, compartían. ¿Desde

cuándo?, pensó.

Escuchó un sollozo que su mujer intentó ocultar

hablando de nuevo. Una cosa más, Andrés. Las

niñas se quedan conmigo y en este punto no admito

discusión. Si quieres ir por las bravas, prepárate

para dejarte el sueldo en abogados. Podrás verlas

cuando ellas quieran. Rosaura, manso, no contestó.

No tengo prisa, prosiguió Teresa, pero estaría bien

que, dentro de dos semanas, tus cosas ya no estén

en casa.

Rosaura pensó en las niñas, de once y siete años,

en sus hijas, a pesar de lo extraño que se sentía en

ocasiones cuando le llamaban papá, de lo lejos que

estaban a menudo, de lo difícil que le resultó

siempre acercarse a ellas, aprender a mostrarse,

domeñar ese amor que sabía sentía por ambas y

que, en demasiadas ocasiones, desde el nacimiento

de la mayor, era un sentimiento doloroso, feroz,

54

Page 55: El libro de los principios

como un miedo invencible, él, que conocía

probablemente lo más oscuro y venenoso de los

hombres y sus vidas, a que algo terrible les pudiera

suceder.

Te dejo. Tengo guardia. Rosaura, rendido y sin

palabras, colgó.

Una semana después de la conversación

telefónica, aprovechó los dos días de ausencia de

las tres, que le brindó una excursión a la montaña,

para borrar todo aquello que le nombraba en la casa

de Santa Doradía, el piso que compraron dos años

después de casarse, empujados y ayudados por los

padres de Teresa, que anhelaban un futuro cerca de

su hija y de la nieta que crecía en su vientre y a las

que querían proteger, en parte, de un marido y de un

padre demasiado tiempo ausente acechando a los

malos, como decía el padre de Teresa con el poso

del desprecio sordo con el que siempre trató a

Rosaura.

Lo hizo de un modo automático, inerte, aséptico.

No se paró un segundo, ni a pensar ni a descansar,

55

Page 56: El libro de los principios

ayudado por las cervezas y por la marihuana que

decidió beber y fumar antes de enfrentarse a un

presente que se convertiría en pasado demasiado

rápido.

Si ahora lo intenta, le resulta difícil recordar con

claridad esos dos días. Y no lo intenta.

Regresó a la ciudad en el diez y, después de

bajarse en el Humedal, caminó por la Avenida de la

Costa hasta la Plaza de Europa, atravesó el parque,

dejó atrás el mercado del Sur y cruzó en diagonal la

plaza del Seis de agosto para llegar a la central de

Correos. Pensó que la estatua de Jovellanos le

observaba a su paso y sonrió al comprender que ese

pensamiento podía ser una idea literaria.

Subió primero las escaleras de piedra, después las

de mármol del vestíbulo. Las puertas de cristal se

abrieron de par en par activadas por su presencia y

Arcadio dudó un instante, preso aún, en parte, por la

56

Page 57: El libro de los principios

incapacidad de literaturizar todo lo que le estaba

sucediendo.

Entró en la sala en cuyas paredes se apilaban los

buzones de los apartados de correos y buscó el

número mil treinta y siete. Introdujo la llave en la

cerradura, giró la muñeca a la derecha y sintió alivio

al comprobar que la puerta se abría fácilmente. En el

interior aguardaban la pistola, una Jericho

semiautomática de nueve milímetros con el cargador

desmontado y la recámara abierta, una bala con la

punta de plomo y un sobre de color marrón que

estaba vacío.

Sé discreto, le había dicho Montero. Cogés la

pistola, el peine y la bala, metés todo en el sobre,

cerrás la portezuela y, al salir, arrojás la llave en la

papelera que está a la izquierda, bajo el árbol. Vos y

yo no nos conocemos. Si no querés tener

problemas, nene, y le miró fijamente a los ojos

mientras presionaba su pecho con el dedo índice de

la mano derecha, vos no me has visto jamás.

57

Page 58: El libro de los principios

Deambuló por las calles durante horas hasta que

se supo perdido. La pistola, sujeta con el cinturón en

la zona lumbar, rozaba su piel al andar y el frío del

acero, a través de la tela de la camisa, le quemaba

por desconocido y por nuevo y le permitía disfrutar la

sensación única de transitar la tarde en las calles

ocultando un arma de fuego en su espalda. Le hacía

sentirse superior. Poderoso.

Con el anochecer, recobró las señales familiares

de la ciudad y regresó a los paisajes que conocía.

Comenzó a llover. El mar golpeaba el dique de

Santa Catalina en oleadas rítmicas. Subió al barrio

por el Tránsito de las ballenas, cruzó Artillería y, por

primera vez en su vida, tuvo que pararse a

descansar en el rellano de las escaleras de Castro

Romano. La aventura de comprar una pistola le

había agotado.

Alcanzó las sombras de su calle y subió

caminando, a pesar del cansancio, hasta el tercer

piso.

58

Page 59: El libro de los principios

Abrió la puerta de casa y, como le gustaba hacer

con algunos objetos domésticos, a los que otorgaba

descanso en lugares que no estaban destinados a

ello, guardó la pistola en uno de los armarios de la

cocina, encima de una sartén pequeña que estaba al

lado de una vieja maquinilla de afeitar que no había

usado en años.

Diecinueve de mayo. Jueves. Soleado. Vigilancia pasiva

1.

7.36. Sentado en un banco del parque. Visión

diagonal del portal. Semioculto por una farola.

8.12. M sale del portal. Sola. Ezcurdia. Menéndez

Pelayo. 3 fotografías.

Los pájaros del parque se sacuden el rocío de las

plumas. Después vuelan.

59

Page 60: El libro de los principios

El siguiente paso le obligaba a madrugar, algo que

Tobías odiaba con todas sus fuerzas. Tres veces se

quedó dormido. Retrasó sus planes y le concedió

una tregua a la casualidad.

En una franja horaria de diez minutos, la cajera

salía del portal en dirección al banco. Siempre

seguía el mismo itinerario. Durante nueve días, la

mujer apareció sola en el portal. Tobías comenzó a

preocuparse. Revisó nervioso las notas escritas en

el cuaderno hasta encontrar lo que buscaba: la

cajera no llevaba alianza. Si no tenía familia, el plan

se iba al garete y tendría que empezar de cero.

El décimo día sucedió: la cajera apareció en el

portal acompañada por un niño de unos seis años al

que guiaba de la mano un hombre mucho más alto

que ella. En puntas de pie, besó al hombre en los

labios, un beso lento, como demorándose, como no

queriendo que acabara, un beso más propio de un

encuentro después de mucho tiempo sin verse que

de una despedida cotidiana antes de ir al trabajo.

Tobías pensó con tristeza que a él nunca nadie le

60

Page 61: El libro de los principios

había besado así. Después, la cajera se agachó

para besar al niño en la mejilla y se dirigió rumbo al

banco. Tobías dejó que la imagen del beso se

diluyera en su mente y sonrió satisfecho. El plan

seguía en marcha.

Olvidó a la mujer y se dispuso a seguir al hombre y

al niño que llevaba de la mano. Encendió la cámara

y los enfocó. Doblaron la esquina y se acercaron a

un coche gris que estaba aparcado bajo un plátano.

El hombre abrió la puerta derecha del vehículo y el

niño se sentó en el asiento trasero mientras el adulto

rodeaba el vehículo, se agachaba a mirar los bajos,

abría la puerta del conductor, se sentaba, la cerraba,

comprobaba el espejo retrovisor interior, encendía el

motor y, acelerando despacio, se incorporaba al

tráfico de la ciudad que se dirige al trabajo. Tobías

descubrió entonces uno de los puntos débiles del

plan de robo: si los vigilados tenían coche, él no

podría seguirlos. Tendría que limitarse a

fotografiarlos en el trayecto del portal al coche.

Peligroso porque tendría que exponerse más, a

61

Page 62: El libro de los principios

riesgo de ser visto. Pero no quedaba otra opción. Lo

memorizó todo para poder después escribirlo con

calma.

Cuando perdió de vista el coche, apuntó la

matrícula y dio media vuelta en dirección al portal.

Pulsó en el interfono el botón de un piso al azar y

esperó respuesta. Tras mirar a derecha e izquierda y

comprobar que no había nadie detrás de él, pidió por

favor a la voz de mujer que contestó, que le abriera

la puerta para dejar en los buzones unos folletos de

publicidad. Sólo la cuarta voz, también de mujer,

abrió. Entró en el portal y, frente a los buzones,

buscó Matilde Fernández, el nombre que

descansaba en la solapa de la cajera para que

cualquier cliente atrevido del banco, si lo deseaba,

se dirigiese a ella con familiaridad y ciertas dosis de

intrusismo. Lo encontró en el segundo be junto al de

José María. Bien. Y en el quinto ce junto al de

Carlos. Mierda.

Tobías se sintió cansado, agotada su reserva de

adrenalina tras el descubrimiento y breve

62

Page 63: El libro de los principios

seguimiento a la familia de una de las dos Matildes

que vivían en el edificio. Decidió dejarlo, descansar

durante el fin de semana y continuar el lunes. Nadie

dijo que atracar un banco fuese sencillo. Ni que él

hubiera nacido para eso.

Apuntó el número y letra de los pisos en el

cuaderno, hizo una fotografía a los dos buzones y

regresó a la pensión.

Sírvete lo que quieras, ya sabes donde están las

cosas. ¿Qué libro buscas?, gritó Amparo, con la

boca llena de pan, desde la cocina. Uno de un tipo

que se pegó un tiro en la cabeza. Juraría que hace

años compré una de sus novelas, contestó Rosaura

apoyado en el quicio de la puerta de la cocina.

Miamor, te pareces al gato de tan sigiloso. Creí que

seguías en el salón. Voy a cambiarme. No te bebas

toda la botella, sólo queda esa. ¿Quién era? Arcadio

Arellano. Amparo fingió pensar un instante antes de

63

Page 64: El libro de los principios

decir: no me suena. ¿Qué ocurrió? Rosaura, que ya

había abandonado el umbral, asomó de nuevo la

cabeza. Tendrás que torturarme. Si no, nada te diré.

Y guiñó el ojo izquierdo. ¿Puedo pegarme una

ducha, miamor? Dependerá de lo que tardes,

contestó Rosaura desde el dormitorio.

Ayer, de manera incomprensible si se cree cierta la

infalibilidad de los pistoleros zurdos, Daniel erró el

disparo por vez primera. La bala de aire ni tan

siquiera rozó al forajido con quien se batía en duelo.

El semáforo tornó en verde y Rosaura se acercó a

Daniel sin dejar un instante de mirarle a los ojos. El

puñetazo fracturó los huesos propios emitiendo un

ruido similar al de la madera al astillarse y Daniel

cayó inconsciente al suelo, perpendicular a las líneas

blancas del paso de cebra.

Despertó en una cama del hospital de Jove con la

nariz entablillada, una aguja clavada en la flexura del

64

Page 65: El libro de los principios

codo de su hasta ayer infalible brazo izquierdo y un

terrible dolor de cabeza.

Se abrió la puerta y Teresa Solar, delgada,

menuda pero fuerte, el pelo negro recogido en una

coleta baja, una mueca de severidad en los labios

delgados y una mirada ocre y dulce, vestida con un

uniforme blanco, un fonendoscopio colgado del

cuello y una carpeta azul entre las manos, le

preguntó: ¿cómo te encuentras? Bien, contestó

Daniel, aturdido. Se parecía tanto a la actriz que se

acostaba con Billy el Niño en la última escena de la

película que dirigió Sam Peckinpah, que podría ser

ella. Y, preso en brazos del opioide después de

tantos años, creyó enamorarse perdidamente y para

siempre, del modo en que lo había soñado tantas

veces.

65

Page 66: El libro de los principios

Veinticuatro de mayo. Martes. Nublado. Lluvia.

Vigilancia pasiva 3.

7.45

8.10. Sola.

Durante la vigilancia he retomado “Desde las ventanas

abiertas...”. Parece como si la muerte de Arellano hubiera

marchitado las palabras hasta hacerles perder su

significado, hasta borrarse. Lo dejo en la página 10.

NOTA: quemar el libro junto con el cuaderno antes del

atraco.

Pensar en César me pone de mala ostia.

66

Page 67: El libro de los principios

Octavo Principio: Principio de Energía y Trabajo.

Cuando Cecilia murió, Cosme Peralta comprendió

que era el último de una estirpe. Que nadie en el

mundo le esperaba, le pensaba, le tendría en

cuenta, le invitaría a cenar en Navidad o le visitaría

en el hospital cuando cayera enfermo. Y eso

significaba que podía hacer, desde ese momento, lo

que le viniera en gana. Cumplía ese día setenta y

tres años.

67

Page 68: El libro de los principios

Tardó ocho semanas en vender la casa donde

Cecilia y él vivieron los últimos veintitrés años y trece

el Renault Laguna de cambio automático y motor

diesel que ella condujo durante los últimos doce.

Cosme nunca fue capaz de aprobar el examen

práctico del carné de conducir. En verdad, Cosme

nunca fue capaz de hacer nada si alguien, que no

fuera Cecilia, le estaba mirando. Soy preso de un

implacable miedo escénico, decía siempre.

Siete semanas más tarde pudo retirar del banco en

metálico el dinero del fondo de pensiones. Pidió que

le entregaran todos sus ahorros en billetes de veinte

y de cincuenta y los introdujo en una bolsa de

deporte de la marca Puma que permaneció,

arrugada y polvorienta desde que abandonara las

clases de natación, en lo más alto de la más alta de

las estanterías que, como adolescentes de metro

ochenta castigados contra la pared, ocupaban las

paredes del trastero de su ya antigua casa, a la

espera de volver a ser útil. Tras pedir los billetes,

introducirlos en la bolsa, cerrar con dificultad la

68

Page 69: El libro de los principios

cremallera herrumbrosa y caminar hacia la salida, se

sintió un atracador. Imaginó que de la bolsa sacaba

una pistola y apuntaba a la cabeza del director o del

guardia de seguridad y gritaba esto es un atraco, las

manos en alto, no se muevan, denme lo que les pido

y nadie resultará herido.

Sonrió en silencio, a sabiendas de que, si Cecilia

estuviera a su lado, se lo contaría divertido y ella le

diría, anda, calla, ya estás tú con tus historias y con

tu fantasía. Si en tu vida has sido capaz de matar

una mosca.

Tobías abrió la puerta del banco y, con una

ademán hosco, le invitó a salir. Cosme, al pasar,

dijo: gracias. Tobías asintió y agachó la cabeza.

Ya en la calle, Cosme levantó la mano hasta que

paró un taxi. Se montó en el asiento de atrás y pidió

al conductor que le llevara al aeropuerto. La bolsa de

deporte permaneció en su regazo durante todo el

trayecto. El taxista, que furtivamente le observaba

por el espejo retrovisor, comprendió que algo valioso

guardaba en su interior.

69

Page 70: El libro de los principios

Buenos días, señorita. Quiero un asiento al lado de

la ventana en el próximo avión que vuele a Nueva

Orleans. ¿Me permite su documentación, si es tan

amable? Cosme le entregó el pasaporte y aguardó

paciente. ¿Cuántas maletas facturará? Ninguna.

Sólo llevo esta bolsa de mano. Muy bien, como

usted diga, le contestó extrañada la azafata.

Entonces, listo: Terminal uno, puerta ge, vuelo equis

cero cuarenta y cinco, asiento veintitrés a. La hora

prevista de embarque son las diecinueve y cuarenta

minutos. Con escalas en Madrid y Atlanta. Muchas

gracias. ¿Pago en metálico o con tarjeta de crédito?

En metálico.

Faltaban cinco horas para viajar. Cosme eligió un

lugar frente a los cristales desde el que poder ver el

aterrizaje y el despegue de los aviones, colocó de

nuevo la bolsa sobre sus rodillas y se sentó a

esperar. Pensó entonces en Cecilia y en lo orgullosa

que se sentiría de él, si pudiera verle en ese

momento. Por la megafonía anunciaban la llegada

del avión procedente de Lisboa. Lo hacía con

70

Page 71: El libro de los principios

retraso. Sintió ganas de orinar. Se levantó y buscó

un baño.

Veinticinco de mayo. Miércoles. Soleado. Vigilancia

pasiva 4.

7.45

8.10. Sola.

En el banco de al lado, una madre le da el biberón a su

cría. ¿Qué futuro aguarda a los niños que nacen hoy?

Cambió el turno de noche en el trabajo por el de

mañana, con la excusa de cuidar a una madre

enferma que Tobías no había conocido. Necesitaba

libres las noches para poder continuar con el plan de

robo.

El buen tiempo en los primeros días de junio le

echó una mano. Al anochecer se sentaba en uno de

71

Page 72: El libro de los principios

los bancos del parque que había enfrente del edificio

donde vivía Matilde. Allí permanecía oculto en las

sombras y podía vigilar, sin ser visto, las luces de las

ventanas del segundo y del quinto piso. Nada apuntó

en el cuaderno durante las siete primeras noches

porque nada sucedió. A eso de las doce o la una de

la madrugada, cerraba el cuaderno, apagaba la

cámara y después de estirar los músculos

entumecidos, regresaba caminando a la pensión.

La octava noche se apagó la luz de una de las

ventanas del segundo piso. La única que estaba

encendida. Tobías apuntó la hora. Eran las diez y

cinco. Tres minutos más tarde, apareció Matilde en

el portal, acompañada por el hombre. Les siguió con

la vista hasta que desaparecieron tras doblar una

esquina. Tobías apuntó la hora y abrió una bolsa de

patatas fritas sin sal. La espera, tal vez, sería larga.

El corazón comenzó a latir con fuerza. El

presentimiento de estar cerca del objetivo le

mantuvo despierto.

72

Page 73: El libro de los principios

A las doce y cincuenta y cuatro, Matilde abrió la

puerta y ella y el hombre se perdieron en la

oscuridad del portal. Tres minutos después, se

encendió de nuevo la luz en la ventana que Tobías

vigilaba. Sonrió orgulloso y, de nuevo y ya con

seguridad, apuntó el piso donde vivían Matilde

Fernández Álvarez, José María Blanco Lois y el niño.

Segundo be. Cerró el cuaderno, apagó la cámara de

fotos y regresó a casa.

Tumbado boca arriba en la cama cayó en la cuenta

de que, tal vez, hubiera sido más sencillo provocar

un encuentro casual con Matilde, entrar en el edificio

y subir juntos en el ascensor. De ese modo habría

descubierto con facilidad el piso en el que vivía. La

sombra del fracaso nubló un instante su mente al

comprobar, una vez más, la dificultad de la empresa,

la falta, en ocasiones, de ideas acertadas, el miedo

intenso a un nuevo fracaso. Consiguió liberarse de

todos estos pensamientos después de beber un par

de vasos de güisqui. Lo importante es que ya sabía

donde vivía Matilde.

73

Page 74: El libro de los principios

Apenas pudo conciliar el sueño.

A la mañana siguiente, se despidió del trabajo.

Sacó el dinero del banco y canceló la cuenta. No

quería dejar ningún rastro.

Tres días después, sentado en el mismo banco

desde el que realizó la vigilancia nocturna, leía en el

periódico una entrevista con el mejor tirador

parapléjico del país, días antes de participar en el

campeonato del mundo de esgrima, cuando observó,

como se observa una sucesión de actos conocidos y

repetidos hasta convertirse en rutina, como Matilde

se despedía del hombre y del niño y los tres

emprendían caminos distintos.

Dobló el periódico por la mitad y lo abandonó en el

banco. Probó suerte frente al interfono y la encontró

a la primera. Subió las escaleras de dos en dos y,

tras comprobar que nadie le veía, hizo dos

fotografías a la puerta de entrada del piso de

Matilde. Descubrió entonces el segundo punto débil

de su plan de robo: no sabía abrir puertas blindadas.

Consiguió una vez más ahuyentar el miedo al

74

Page 75: El libro de los principios

fracaso con rapidez y decidió continuar adelante. Las

fotografías de la puerta tendrían que ser suficientes.

No iba a arriesgarse. Descendió por las escaleras,

salió del portal y regresó a la habitación de la

pensión. Sentado en la cama, observó durante unos

minutos el calendario que había colgado al lado del

espejo el día que llegó a la ciudad. Un cachorro de

perro, metido en una maceta, le miraba con ojos

tristes.

El atraco sería cinco días después. Martes.

Uno de los problemas de conducta más grave que

padecía Arcadio era la literaturización de su vida.

Desde que despertaba por la mañana hasta que, ya

de madrugada, le vencía el sueño e, incluso, durante

el mismo, todo lo que Arcadio hacía, decía,

observaba, escuchaba o callaba, aspiraba a

convertirlo en parte de sus historias. Por eso se

sentía tan extraño y sorprendido mientras aguardaba

75

Page 76: El libro de los principios

en la puerta trasera del más nombrado de los

burdeles de Gijón la llegada de un tipo del que sólo

conocía, escritos en un pedazo de papel arrugado, el

nombre y el número de su teléfono. Por primera vez

en su vida, era incapaz de literaturizar.

Su editor le dijo que alguien conocía a alguien que

una vez oyó hablar a alguien que el tipo que

respondía al nombre y al número escritos en el papel

le vendería una pistola. Preguntas por él, dices que

te dio el número Claudio y que quieres comprar una

pistola.

Buenos días, ¿Montero? ¿Quién habla? Me dijeron

que usted vende una pistola.

Cuando escuchó el tono sostenido de línea,

Arcadio comprendió que se había equivocado en la

presentación y marcó de nuevo. Buenas días,

¿Montero? ¿Quién carajo sos? Claudio me dio su

número. Quiero comprar una pistola. Al otro lado del

teléfono, el silencio se mantuvo más tiempo del

necesario. Esta vez fue Arcadio quien estuvo a punto

de colgar. De pronto, escuchó: te va a costar

76

Page 77: El libro de los principios

cuatrocientos euros. De acuerdo. ¿Sabés dónde

está el Horóscopo? Arcadio construyó en su mente

el viejo prostíbulo de las afueras. Sí. Pasado

mañana a las cinco de la tarde en la puerta de atrás,

la que da a la gasolinera. Si te retrasás cinco

minutos, no estaré. Si venís acompañado, no estaré.

Si no traés los cuatrocientos en efectivo, mejor no

vengas. ¿Entendido? Entendido.

Y allí estaba él, esperando donde le dijeron por

teléfono que esperara. Inquieto y asustado. Incapaz

de literaturizar el momento. Incapaz de encontrar la

manera o el lugar donde ensamblar todo lo que le

estaba ocurriendo en una de sus historias ya escritas

o en uno de sus primeros párrafos aún por escribir.

77

Page 78: El libro de los principios

¿Para qué querés una pistola?, dijo, a modo de

saludo, Fabio Montero, montevideano alto, uno

noventa, de hombros anchos y abdomen

prominente, la cabeza rapada, dueño de uno de

esos cuerpos que durante años se esculpieron en

los gimnasios para después dejarse llevar por la

desidia y los excesos, sobre todo desde que llegó a

la ciudad, pronto haría un lustro, uno más en la corte

de amigos que acompañaba a un futbolista uruguayo

que no fue capaz de fichar por ninguno de los

equipos de la ciudad. Arcadio sintió que le

temblaban las piernas e intentó que no se le notara.

Soy escritor, contestó. Y no puedo escribir sobre lo

que no conozco. Planeo una novela sobre un

asesino a sueldo y necesito una pistola para

convertirla en su pistola y describir el arma y lo que

se siente al llevarla escondida bajo la ropa, al tenerla

entre las manos, al apuntar a alguien, al disparar, de

la forma más certera posible. Lo que escribo debe

ser cierto, debe ser posible. Aunque la historia no

sea real, aunque sea una invención mía. ¿Me

78

Page 79: El libro de los principios

entiende? Montero negó con la cabeza. ¿Y por qué

no te sacás la licencia y te comprás una pistola

legal? ¿Haría eso un asesino a sueldo? Montero se

quedó pensativo, desarmado por la pregunta con la

que Arcadio le había respondido, y apenas un par de

segundos después decidió que había llegado el

momento de concluir la conversación. ¿Tenés la

guita? Esta vez fue Arcadio el que miraba sin ver. El

dinero, boludo. Sí. Claro. Cuatrocientos, como me

dijo por teléfono. Entregámela. Arcadio sacó el sobre

de uno de los bolsillos interiores del abrigo y Montero

se lo arrancó de las manos. Demoró un tiempo que a

Arcadio se le hizo interminable, aunque las piernas

ya no le temblaban, en contar los billetes. Cuando

terminó, dobló el sobre por la mitad y se lo metió en

la bragueta. Arcadio le observaba incrédulo. Tomá.

Sacó una llave del bolsillo del pantalón y se la

entregó. Arcadio observaba el artilugio de metal en

la palma de su mano derecha y no entendía nada.

Uno cero tres siete. ¿Cómo? Uno cero tres siete.

Sos boludo de veras, vos, ¿eh? Es el número del

79

Page 80: El libro de los principios

apartado de correos donde está la pistola. Sin

munición, obvio. Las balas corren de tu cuenta.

Nueve milímetros. Corto o parabellum. Como

prefieras. Y ésta es la llave que abre la puerta.

Arcadio nunca supo por qué pero se llenó de valor.

¿Cómo sé que no me está engañando? ¿Cómo sé

que en el apartado está la pistola o que esta llave es

la que abre la puerta? No lo sabés. Tendrás que

fiarte de mí. Uno cero tres siete, no te olvidés.

Oficina principal. Montero dio media vuelta y, antes

de que Arcadio pudiera encajar las piezas que

explicaran lo sucedido, desapareció tras la puerta,

que se cerró lentamente.

Treinta de mayo. Lunes. Soleado. Vigilancia pasiva 6.

7.39

8.08. M sale del portal. Sola. 1 fotografía. 1 puta

fotografía.

80

Page 81: El libro de los principios

Escuché una canción que decía: necesito entrar en los

sueños de alguien.

Se conocieron en uno de esos bares de la zona de

Fomento en los que, a partir de ciertas horas de la

madrugada, los hombres y las mujeres buscan una

segunda oportunidad que, si no llega, el alcohol se

encargará de hacer olvidar. Andrés Rosaura,

Comisario Jefe de la Policía Nacional en Gijón desde

hacía cuatro años, evoca, a menudo y con nitidez, el

momento en el que abrió la puerta del cuarto de

baño y Amparo estaba subiéndose los pantalones.

Hola, miamor, es que el toilet de las damas estaba

ocupado y andaba urgente. No te importa, ¿verdad?

La observó de arriba a abajo, con desinhibición

alcohólica y con esa forma de mirar que tienen los

hombres cuando fingen no mirar a las mujeres que

fingen no darse cuenta. Uy, miamor, qué mirada tan

triste. Tipo duro ¿eh? Apuesto a que eres policía.

81

Page 82: El libro de los principios

Rosaura todavía no había abierto la boca y ya

estaba vencido. Te invito a una copa, miamor.

Derrotado.

Tres citas después, sin saber muy bien por qué,

pero seguro de no equivocarse, le entregó las llaves

del apartamento de la calle Cienfuegos cuyo alquiler

podía pagar con el dinero que le quedaba después

de restar a su sueldo la manutención de las niñas.

Mantenían una relación basada en la camaradería y

en el sexo. Ya estamos mayores para amores,

decía Amparo que decía su abuela. Ella era lo

suficientemente libre y honesta como para reírse de

Rosaura sin miedos ni coacciones del futuro y éste lo

suficientemente astuto como para comprender que

sin preguntas, sin obligaciones, sin fechas y sin más

palabras que las necesarias, la relación que

mantenían y en la que ambos se sentían cómodos

ocupando huecos y actuando en papeles distintos a

los que habían tenido que interpretar en las

relaciones del pasado, podía perdurar en el tiempo

inalterable, incluso, y esa era la diferencia respecto a

82

Page 83: El libro de los principios

otras relaciones que había intentado iniciar tras el

divorcio, cuando llegaran al lugar inhabitado donde

el peso de los días se hace insoportable.

83

Page 84: El libro de los principios

Disfrutaban ambos de la conversación y de la

noche, de sus cuerpos imperfectos marcados ya por

la edad adulta, de los silencios frente a una ventana

de lluvia, de las ausencias del otro. Rosaura siempre

la avisaba cuando iba a estar fuera unos días. Ella

dejaba la habitación de la pensión que nunca quiso

mostrarle y que él siempre fingió no querer conocer,

y se mudaba al apartamento vacío para disfrutar de

la soledad de un espacio que, si bien no era suyo

porque nunca quiso que lo fuera, le proporcionaba

asideros, como los alfileres que en el corcho de la

nevera sostenían las fotografías que nunca se

hicieron juntos, en los que sentirse segura. Y sabía

que lo era más cuando Rosaura no estaba, como si

la presencia del hombre la desplazara al papel de

invitada, de intrusa consentida, de mujer y de

amante. Amparo, desprovista del disfraz de mujer

exuberante, actriz sin talento ni fortuna y modelo

pornográfica recientemente retirada, conseguía

disfrutar, como nunca lo había hecho en su vida, de

la ausencia de aquel hombre lleno de silencios y de

84

Page 85: El libro de los principios

sombras en las que ella jamás buscó cobijo porque,

en lo más profundo, sabía que él jamás se lo hubiera

permitido y la habría separado de su lado para

siempre.

Después Rosaura regresaba y encontraba el

apartamento vacío, pero preñado de pequeños

rastros de mujer, retazos donde Amparo había

dejado su forma de ser o de estar y que él,

investigador avezado, apenas descubría le permitían

echarla de menos de un modo soportable y dulce y,

al igual que a Amparo antes, le ofrecían una soledad

y un espacio en el que sentirse seguro, hasta que

ella abría de nuevo la puerta y sonreía y le llamaba

miamor, y le decía volviste. Y sin preguntarle jamás

qué había hecho o dónde había estado, le hacía ver

con sus gestos, con sus caricias, con sus silencios,

que no preguntaba porque no necesitaba saber

nada. Porque ya lo sabía todo. Y juntos otra vez

durante días o, a veces, apenas unas horas,

disfrutaban el camino hacia ese lugar inhabitado en

el que nunca pensaban.

85

Page 86: El libro de los principios

Reveló las fotografías en papel mate y con un

tamaño de trece centímetros de alto por dieciocho

centímetros de largo. Quería que Matilde pudiera

fijarse bien en los detalles. Una del buzón, una de la

puerta de entrada al piso, una de Matilde caminando

por la calle en dirección al banco, una del marido y

del hijo dirigiéndose al coche y una última, de los

dos, ya dentro del vehículo. Tobías decidió que esta

última debía ser la primera que viera Matilde.

Aunque de perfil, se distinguía con claridad la cara

del niño.

Frente al espejo del baño, donde tantas veces

había ensayado, se colocó la barba y el bigote

postizos. Se vistió con un pantalón beige, una

camisa blanca y una cazadora azul. Tobías creía

que una vestimenta que no llamara la atención sería

lo más indicado para no levantar sospechas y para

que las cámaras de seguridad del banco mostraran

86

Page 87: El libro de los principios

la imagen de un tipo normal. Quemó en el lavabo el

cuaderno de notas y el libro Desde las ventanas

abiertas nos gritaban pusilánimes, de Arcadio

Arellano. Esperó a que el fuego convirtiera en

pavesas y ceniza cada una de las hojas, en una

especie de ofrenda a la suerte que necesitaba. Abrió

el grifo y, con el agua fría y las manos, limpió los

restos.

Aprovechó la ausencia de la dueña de la pensión,

que estaba en el baño, para salir sin ser visto. Bajó

por las escaleras.

En la calle, el ruido de la ciudad le convenció de

que era cierto. El momento de intentar el atraco a un

banco había llegado. Un gato rayado de ojos negros

y amarillos cruzó delante de él, le miró durante un

segundo y desapareció, tras trepar por el tronco, en

la copa de uno de los plátanos que daban sombra a

las aceras.

87

Page 88: El libro de los principios

Amparo cerró el grifo y el ruido del transcurrir del

agua por las tuberías de la casa cesó de repente.

Gritó su nombre. Rosaura abandonó encima de la

mesa el libro, se levantó del sillón y cruzó el pasillo.

Las esquinas estaban llenas de polvo. Atravesó, sin

vacilar, un rayo de sol que desde la ventana de la

cocina se estampaba en la pared a su derecha,

atravesando el espacio del pasillo. Abrió la puerta

del cuarto de baño y observó como la diferencia de

temperatura con el exterior se hacía tangible en las

gotas de humedad que descendían por el espejo.

Amparo asomó la cabeza entre las cortinas de la

ducha. Eran unas cortinas translúcidas de plástico

gris que Rosaura había comprado en un mercado de

invierno hacía un par de años, poco después de

mudarse.

¿Me alcanzas la toalla, miamor? Olvidé acercarla

cuando me metí en la ducha y ahora no llego sin

poner el suelo del toilet perdido de lluvia. Rosaura se

la entregó y regresó al salón y al libro.

88

Page 89: El libro de los principios

Amparo apareció minutos después, envuelta en la

toalla. Le besó en los labios y se sentó a su lado.

Lo encontraste. Ajá. ¿Cómo se titula? El libro de

los principios. ¿Y de qué va? De un escritor que

agota su talento en el primer párrafo de cada una de

las diez novelas que escribe y de un tipo que quiere

ser asesino a sueldo pero no tiene valor suficiente

para matar y, entonces, decide atracar un banco.

Interesante, mintió Amparo. ¿Me invitas a comer?

Las historias tristes me dan hambre. Rosaura la miró

por encima del libro y dijo tengo una lubina fresca,

aguardando su suerte en el frigorífico. Déjala

tranquila hasta la noche. Yo me encargaré de la

cena. Me visto en un ya. Antes de desaparecer tras

la puerta del dormitorio, Amparo dejó caer la toalla al

suelo; pero Rosaura había vuelto a las palabras del

libro.

89

Page 90: El libro de los principios

Estaba convencido de que iba a funcionar. No

había dejado ningún cabo suelto. Era un plan

sencillo, rápido y eficaz. Además, el hecho de

hacerlo para probarse a sí mismo que podía ser un

buen ladrón de bancos más que por la cantidad de

dinero que pudiera conseguir, facilitaba muchos las

cosas. Sólo necesitaba el dinero que estuviera

guardado en una de las cajas, no pretendía llegar

hasta la cámara interior.

Mentalmente rezó la plegaría que Germán Sanchís

recitaba antes de incendiar el bosque en uno de los

libros de su escritor favorito, Arcadio Arellano, y que

Tobías había memorizado años atrás, convencido de

que en alguna ocasión le sería útil y de que, olvidarla

justo antes de apretar el gatillo, truncó, en parte, su

futuro como asesino a sueldo.

No me paro a pensar un segundo. Me dejo llevar

por el viento. Los perros ladran a mi paso. Cada hora

que transcurre me acerca al lugar y al momento

elegidos. No escucho a los profetas ni a las gitanas

que quieren leerme la palma de la mano. Llevo días

90

Page 91: El libro de los principios

sin comer pero no tengo hambre. Llevo noches sin

dormir. En su lugar canto canciones que, desde que

las escuché por vez primera, ya no he podido

olvidar. Ahora que los relojes se han puesto en

marcha, el mañana no me parece tan complicado

como cuando lo imaginaba. Puede que empiece a

llover o que cojan velocidad las balas. Pero, hasta

entonces, creo, estaré a salvo. Descanse en paz,

señor Arellano.

Abrió la puerta del banco. Dejó salir a Cosme, que

le sonrió agradecido. Nervioso, Tobías no pudo

aguantar la mirada. El pegamento de la barba le

provocaba un intenso picor en las mejillas.

Rosaura preparó café y dejó que Amparo

continuara durmiendo. Después de comer había

llegado a casa un poco azumbrada y era mujer de

malas siestas y peores despertares, de esas de ceño

fruncido, voz baja, mueca de fastidio y mano

91

Page 92: El libro de los principios

encogida en la boca del estómago. Retomó el libro

donde lo había dejado. Leyó un par de capítulos

mientras esperaba que se enfriara el café en la taza,

a la que el humo revuelto en lo alto otorgaba una

sensación de vida que a Rosaura le inquietó. Se

oían sirenas en la calle. Alguien gritó ¡cojo yo el

teléfono! en el patio interior. La tarde avanzaba

lentamente hasta dejar el mediodía atrás.

Cerró el libro y con sigilo abrió la puerta del

dormitorio. Amparo, en decúbito supino, roncaba con

la boca abierta. Detuvo la mirada un par de

segundos para observar el color de la laca con que

había pintado las uñas de los dedos de los pies.

Blanco. De nuevo, un grito en el patio interior, esta

vez ininteligible. Amparo cesó en sus ronquidos,

entreabrió los ojos, le miró y dio media vuelta.

Rosaura cerró la puerta del dormitorio, bebió un

sorbo del café templado, se puso la americana y

salió de casa. Le apetecía pasear.

Pasaron horas y un par de ambulancias. Rosaura

pensaba en los ojos verdes de su hija mayor que,

92

Page 93: El libro de los principios

junto a la pequeña, estaría en casa de la madre. Un

dolor rabioso, como un desgarro sordo en las

entrañas, siguió el rastro de ese pensamiento. Hacía

un par de meses que no las veía. Siempre

encontraban una excusa para no quedarse con él y

la madre siempre las apoyaba. Se paró frente a un

semáforo en rojo y entonces Daniel, apuntándole

con la mano, le devolvió a la realidad.

No sabía quién era y no necesitaba saberlo.

Cuando se puso en verde, avanzó a su encuentro y,

con un puñetazo certero en el rostro, lo derribó. No

se detuvo. Siguió camino a ninguna parte.

Unos metros más allá, sintió un dolor punzante en

los nudillos inflamados. Sintió frío. Sintió duras las

ganas de regresar al apartamento y meterse en la

cama con Amparo.

Matilde Fernández, licenciada en empresariales y

cajera en la sucursal desde hacía más de diez años,

93

Page 94: El libro de los principios

observó con atención las cinco fotografías y pensó

en Jose María. Tenía razón. Le seguían. Si se puso

nerviosa o sintió miedo, no dejó que se notara.

Tobías apoyó las manos en el mostrador.

Necesitaba sentirse seguro. No podía temblarle la

voz. Un sudor frío en la espalda le hizo comprender

que, si lo pensaba demasiado, estaba perdido. Miró

a los ojos inexpresivos de la cajera, azules y fríos

como un cielo de invierno y, en voz baja, lentamente,

repitió por última vez las palabras y los gestos que,

día tras día, desde hacía meses, había ensayado

frente al espejo en su habitación. Lea esto. Después

dé la vuelta a la hoja, finja escribir algo y siga las

instrucciones al pie de la letra.

Dos de junio. Jueves. Nublado. Vigilancia pasiva 10.

7.43

8.24. M sale del portal acompañada por un hombre y

un niño. Se despiden. Inicio seguimiento al hombre y al

94

Page 95: El libro de los principios

niño. 2 fotografías. Coche gris (7788FKV). Modelo

Renault Laguna. Pierdo contacto visual. 8.33

NOTA: imposibilidad de seguimiento de vehículo ante

ausencia de medios de locomoción. De ahora en adelante,

seguimiento del hombre y del niño en la calle.

¡¡¡CUIDADO!!!

8.40 Consigo entrar en el portal.

2º B Matilde Fernández Álvarez.

5º C Matilde Fernández Ridruejo.

6 fotografías.

Aunque la casualidad es caprichosa, suele pecar de

pereza. No en este caso.

95

Page 96: El libro de los principios

Noveno Principio: Principio de Densidad.

Era noche aún cerrada y la marea baja estrechaba

el cauce en la desembocadura del río Piles en el

pedregal de la playa de San Lorenzo. El légamo de

las riberas emergía y abandonaba a su suerte a los

moluscos que dormitaban su último sueño en la

arena húmeda. Las gaviotas aprovechaban entonces

el regalo de la gravedad que la luna ejerce sobre las

aguas para darse un festín. Algunas emprendieron el

vuelo al paso del trío. Otras miraron indiferentes a

los tres humanos y continuaron la pesca.

Roque dijo: a mí no me parece bien lo que

estamos haciendo. Claro. Ahora, contestó Maro.

Antes, bien que te divertías. No parecía que tuvieras

ganas de estar en otra parte cuando te pusiste

encima de ella y culeabas, cada vez más rápido, con

los pantalones por los tobillos y los calzoncillos en

96

Page 97: El libro de los principios

las rodillas. Ya lo sé, contestó Roque al borde del

llanto. Pero a santo de qué tuviste que golpearla en

la cabeza. No me jodas, Roque. ¿No ves cómo estoy

sangrando? ¿No ves que me ha arrancado media

oreja, gilipollas? Es culpa tuya. Siempre te empeñas

en besarlas. Calla la boca y no la dejes caer, no

vaya a tener que pegarte una ostia a ti también.

¿Está muerta? Y yo qué sé, Roque. No soy médico,

joder.

Abrió la puerta y supo, de inmediato, que ella no

estaba. Había aprendido en estos meses a

reconocer su ausencia. Entró en la habitación, se

quitó la ropa y se tumbó en la cama deshecha. Al

darse la vuelta, descubrió en las sábanas el aroma

de la mujer y, mecido por el olor, como un bálsamo,

se quedó dormido.

97

Page 98: El libro de los principios

Cuenta la leyenda que, durante la pelea que

mantuvo con el lobo para salvar la vida de la

muchacha de la capucha roja, el animal le arrancó la

mano derecha para después devorarla, mientras él

observaba atónito como la muchacha corría entre los

árboles y la nieve hasta desaparecer. Y cuenta la

leyenda también que, después, con la mano

izquierda partió el cuello del animal y abrió su vientre

y recuperó la diestra. Y que caminó durante días,

más débil a cada paso que daba, hasta que una

bruja negra, de las que habitan los pantanos, lo

encontró tendido en la nieve más muerto que vivo, lo

condujo a su cabaña y, ayudada de su magia, negra

y quiromántica, unió la mano de nuevo al brazo y

curó durante días la herida. Pero esa mano ya había

conocido las entrañas del lobo, la oscuridad del mal,

el aliento del diablo y, a pesar de que intentó

oponerse con todas sus fuerzas, la mano se había

convertido en instrumento del infierno y no pudo

evitar ninguno de los trece crímenes cometidos

antes de su primera detención. La cicatriz, una

98

Page 99: El libro de los principios

pulsera serpenteante, cárdena y abultada,

permanecía en su muñeca como señal imperecedera

de que la segunda vida otorgada a la mano

arrancada por las fauces del lobo debía pagarse con

sangre. Rosaura escuchó en silencio la historia que

Arcadio le estaba contando y después decidió

adentrarse en el bosque. Tenía que encontrar a la

bruja negra y hablar con ella si quería tener, al

menos, una posibilidad de detener al asesino. Se

puso en camino y, pasado un tiempo que no fue

capaz de determinar, sintió frío. Comenzó a nevar.

Estaba perdido.

El ruido de la calle invadió la habitación por la

ventana abierta y le despertó. Tras el ruido entró la

noche. La manta se había caído a los pies de la

cama. El dolor de la mano permanecía intacto y las

sábanas estaban manchadas de sangre. Miró el reloj

que Amparo había olvidado en la mesilla. Marcaba

las diez y veinte, más de tres horas de siesta.

Estaría a punto de llegar. Había prometido

encargarse de la cena.

99

Page 100: El libro de los principios

Decidió levantarse y pegarse una ducha. Metió la

mano en hielo durante diez minutos y después

vendó la herida con un pañuelo blanco. Regresó al

salón, retomó el libro de Arellano que permanecía

inerte, tumbado en horizontal sobre los demás en la

estantería, y comenzó a leer el quinto de los

principios. Antes de zambullirse en la historia pensó

de nuevo en que el salón se había llenado de

objetos sin personalidad o, tal vez, que los libros que

no se leen están muertos, cadáveres literarios que

aguardan las manos que los abran, los dedos que

los resuciten. Era el único cine de la ciudad que

todavía exhibía películas del oeste...

El reloj del salón marcó las dos. Cansado de

esperar cerró el libro, fregó los platos y el vaso de la

cena improvisada, una tortilla de orégano, queso

fresco con nuez y zumo de naranja y una pinta de

cerveza negra, que preparó cuando el hambre pudo

más que la esperanza de su regreso, y se metió de

nuevo en la cama. Tardó un par de horas en

dormirse, pero no le importó. Le gustaba el silencio

100

Page 101: El libro de los principios

de la noche. Aguardar al acecho la presencia de

algún ruido e imaginar la historia que pudiera haber

detrás. Después lo hizo sin soñar.

A las siete y media de la mañana sonó el teléfono.

Un jubilado, en su paseo matutino, había encontrado

un cadáver en el parque de los hermanos Castro.

Se levantó, se duchó de nuevo y, mientras

aguardaba el bullir del agua en la cafetera, buscó el

lugar en un mapa de la ciudad. No estaba lejos. Iría

andando.

Seis de junio. Lunes. Noche 2.

20.15

00.00

Aprenderé a ser pausado.

101

Page 102: El libro de los principios

Matilde, ahí afuera en la ciudad, un tipo con una

pistola, un mechero y un bidón de gasolina aguarda

una llamada de teléfono. Si dentro de diez minutos

no marco su número, usará el mechero y la gasolina

para prender fuego a tu casa, a estas horas vacía, y

después la pistola para matar a tu hijo y a tu marido.

Mete de nuevo en el sobre las fotografías y mil

doscientos euros en billetes usados de veinte.

Sesenta billetes. Entrégamelo, no abras la boca y

haré esa llamada.

Él no es mi marido, no quiere serlo. Y el niño no es

hijo mío.

Pasaron seis días y nadie reclamó el cuerpo. Ella

nunca le contó que tuviera familiares o amigos

cercanos. Al séptimo, una vez concluido el examen

102

Page 103: El libro de los principios

pericial y fingiendo encargarse de la investigación

por violación y asesinato, Rosaura se hizo cargo del

cadáver, pagó los gastos de la incineración y, al

atardecer de un lunes lluvioso y, para él, irreal, dejó

atrás la ciudad en dirección al este, siguiendo la

línea de costa.

Detuvo el coche en el balcón del acantilado y

descendió a pie por la pista de cemento hasta

alcanzar el arenal. El olor de los eucaliptos aferrados

al farallón por sus raíces profundas, el ruido de los

dos brazos de mar que abrazaban el peñón, refugio

de cormoranes durante los meses de invierno, y el

frío claro de la luna llena que se agigantaba en un

cielo que oscurecía, le acompañaban. Depositó las

cenizas en la orilla. No se quedó a ver como las olas

arrastraban el rezago de a poco en cada batida.

Subió las escaleras de madera y después la pista

de asfalto. A su izquierda, el portón verde que daba

acceso a la parcela del restaurante estaba cerrado.

Amparo y él comieron allí en una ocasión. Arroz

negro con una botella de vino blanco y, de postre,

103

Page 104: El libro de los principios

tarta de queso casera. Después se sentaron frente a

los cristales y durante horas bebieron café, pacharán

y ginebra. Vieron subir la marea y hacerse noche la

tarde. Quizás el recuerdo de ese día le empujó

inconsciente hasta el lugar donde los restos de

Amparo se perderían.

Abrió la puerta del coche, se sentó, apoyó las dos

manos en el volante, miró a un horizonte de mar que

la bruma del atardecer desdibujaba en la ardentía y

no se permitió llorar. Al unísono escuchó el ruido del

motor y Mercurial Sky, de Jacob Wellington, en el

segundo exacto donde la ausencia de corriente

eléctrica la había parado al aparcar. Cerró la puerta

e inició la maniobra de marcha atrás.

A la mañana siguiente se acercó a la pensión que

figuraba en los archivos de la comisaría como

domicilio habitual de Amparo. Pagó los dos meses

que debía y cuando la dueña le preguntó si no iba a

recoger las cosas de la habitación, Rosaura le

contestó que podía quedarse con lo que quisiera y

quemar el resto. ¿Y el gato? ¿El gato?, y sonrió por

104

Page 105: El libro de los principios

vez primera desde que supo que Amparo estaba

muerta, ¿qué sé yo? Dejará de venir. Si ni tan

siquiera tiene un nombre.

Escaleras abajo, estuvo a punto de chocar con

Tobías, que subía corriendo. Reparó en su bragueta

manchada, probablemente de orín, pensó y, al pisar

la calle, olvidó lo que había visto.

Tal vez sí más rápido, pero nunca jamás tan fuerte

había sentido latir su corazón como al cerrar la

puerta de la sucursal y emprender el camino de

regreso. Cruzó la plaza y entró en el edificio del

Antiguo Instituto. Con pasos rápidos y sin levantar la

vista de las losetas de mármol, atravesó el patio

interior acristalado y en el baño de señoras se quitó

la barba y el bigote postizos y también la cazadora.

Introdujo todo en una bolsa de basura que tiró a la

papelera y, de nuevo el Tobías de siempre, salió del

edificio y se dispuso a regresar a la pensión por el

105

Page 106: El libro de los principios

itinerario marcado previamente en el mapa, escrito

en el cuaderno y memorizado.

La mano derecha metida en el bolsillo del pantalón

acariciaba el sobre y palpaba los contornos de

sesenta billetes y cinco fotografías. Sonrió levemente

al saber que, de nuevo, formaba parte del vibrar

cotidiano de una ciudad que aún desconocía lo

sucedido en aquel banco.

Aceleró el paso y dejó que la euforia invadiera,

como una riada, el interior de su cuerpo hasta los

pulpejos de los dedos. Supo entonces que había

nacido para ser ladrón de bancos. Nada le importó

mojarse bajo la lluvia ni escuchar como, a su paso,

Roque, que estaba apoyado en una esquina, le dijo

a Maro, entre risas, ¿viste ese tipo? Va meao en los

pantalones.

En el paso de cebra de Domínguez Gil con San

Bernardo, a pocos pasos del portal de la pensión,

Daniel, que aguardaba en la acera de enfrente a que

el semáforo se iluminase en verde, con la nariz aún

entablillada y el recuerdo de Teresa indeleble en la

106

Page 107: El libro de los principios

memoria, decidió que había llegado el momento de

reanudar su misión. Levantó la mano izquierda y,

mirando fijamente a Tobías, simuló que le disparaba.

107

Page 108: El libro de los principios

Décimo Principio: Principio de Fuerzas.

A Martín Menéndez, bronce en florete en el último

campeonato mundial de esgrima, le sentaron en una

silla de ruedas tres días después de cumplir los

dieciocho años. Una maleta mal colocada en el

asiento trasero del coche le partió el espinazo, tras el

frenazo previo a la colisión contra el árbol que Lucía,

su novia desde hacía dos meses, no pudo esquivar.

Ella murió en el acto. Atravesó el cristal del

parabrisas y el asfalto detuvo su vuelo.

En el lavabo de discapacitados de la terminal uno

del aeropuerto de Ranón, Cosme, que entraba a

orinar, encontró el cadáver de Martín, sentado en la

silla de ruedas donde lo posaron hace cinco años.

Rosaura condujo hasta el aeropuerto, sin poder

olvidar, un instante siquiera, los senos de Amparo,

exangües, pálidos, manchados de tierra y de sangre.

108

Page 109: El libro de los principios

A la espera del informe definitivo del forense, había

aceptado encargarse del asesinato de un parapléjico

en los lavabos del aeropuerto, con la frágil

esperanza de encontrar alguna relación entre ambos

crímenes. Pensar que lo hacía para intentar borrar

de su mente el cuerpo semidesnudo, asolado y sucio

de Amparo era absurdo. No podía.

109

Page 110: El libro de los principios

Una herida lineal que recorre todo el contorno

anterior y lateral de su cuello revela que, con toda

probabilidad, ha sido estrangulado, bien por un

cordel, bien por un cable que no hemos encontrado

en el escenario del crimen, relató Rosaura sin

atreverse a mirar a los ojos negros y duros de la

madre de Martín, que le miraba fijamente. Iba a

coger un avión a Casablanca, con escala en Madrid,

respondió ella. Y, antes de que me lo pregunte, no,

no tenía enemigos. Un hombre que vive sentado en

una silla de ruedas tiene que procurar no tener

enemigos, sobre todo si éstos pueden caminar.

Casablanca, remarcó Rosaura, como si pensara. En

Casablanca se celebran los campeonatos mundiales

de esgrima. Él quería viajar unos días antes para

entrenar. Se sentía bajo de forma y aspiraba a

conseguir la medalla de bronce, como ya hiciera en

los campeonatos anteriores, o la de plata con un

poco de suerte. Decía que ganar el oro, en su

estado, era absurdo. Un tipo en silla de ruedas con

110

Page 111: El libro de los principios

una medalla de oro colgada al cuello. Absurdo.

Menudo triunfo.

Nueve de junio. Jueves. Noche 5.

19:57

01.02

Las luces de la ciudad se encienden a las 20.17.

Mauricio Sandoval Quijano, alias “Maro”, nacido el

23 de marzo de 1989 en Salamanca, 177

centímetros de estatura, pelo rubio, ojos grises,

complexión atlética. Primera condena a los quince

años: tres años de internamiento en reformatorio por

atraco con resultado de lesiones. Dos intentos de

fuga. Condenado por robo con violencia, intento de

violación, desorden público y tráfico de

estupefacientes. En libertad condicional.

111

Page 112: El libro de los principios

Pedro Roquetas Martín, alias “Roque”, nacido el 12

de noviembre de 1987 en Gijón, 183 centímetros de

estatura, pelo moreno, ojos marrones, complexión

pícnica. Huérfano de padre y de madre. La tutela

recayó en la abuela materna hasta alcanzar la

mayoría de edad. Primera condena a los dieciséis

años: un año de internamiento en reformatorio por

tráfico de estupefacientes. Buen comportamiento.

Condenado por robo con violencia en dos ocasiones,

tráfico de estupefacientes, asalto a mano armada en

tres ocasiones y homicidio imprudente con resultado

de muerte. Tercer grado en Villabona.

Cuando el perro del jubilado, un setter inglés de

once años con capas blanca y negra, descubrió

semienterrado entre los arriates el cuerpo sin vida de

112

Page 113: El libro de los principios

Amparo, había en la boca y en los dientes, dentro de

la vagina y del ano y bajo las uñas de las manos

trazos de ADN suficientes como para asegurar, sin

temor a equivocarse, que los dos tipos, cuya ficha

policial estaba leyendo Rosaura, debían tener las

respuestas de lo sucedido. Causa de la muerte:

fractura con hundimiento de hueso parietal izquierdo

y hemorragia cerebral masiva subyacente.

Traumatismo provocado por objeto pesado de

bordes romos.

Rosaura cerró la carpeta, la tiró encima de la

mesa, se arrellanó en la silla y dejó que la tristeza y

la rabia se lo llevaran por delante.

Tobías sintió de pronto un miedo insoportable que

le atenazó los músculos y le impidió moverse. Le

habían descubierto. Estaban a punto de detenerle.

¿Cómo era posible? ¿Qué había fallado?

113

Page 114: El libro de los principios

El semáforo tornó en verde y Daniel pasó a su

lado, sonriente. Siguió su camino sin tan siquiera

mirarle. Tobías, extrañado, acertó a girar la cabeza y

observó como se alejaba hasta perderse entre la

gente que transitaba por la acera, a salvo bajo los

paraguas. Escrutó nervioso su alrededor con

movimientos rápidos de cabeza. Nadie parecía

percatarse de su presencia o acecharle.

Espoleado por el instinto, recuperó las fuerzas,

sometió el miedo apenas un segundo y, cruzando en

rojo, corrió hasta alcanzar la oscuridad del portal de

la pensión. Subió las escaleras de dos en dos y se

encerró en su habitación durante cuarenta y ocho

horas, lentas como el fluir de la miel, en las que no

pegó ojo.

Por primera vez en muchos años, Tobías se sintió

solo, además de estarlo, olvidado por el mundo en

una ciudad ciega que le lanzaba zarpazos, golpeado

hasta dejar de sentir dolor por un miedo cerval a ser

detenido, juzgado y condenado por robo. La idea de

tener que pasar unos años en la cárcel le provocó un

114

Page 115: El libro de los principios

terrible dolor de cabeza y un temblor constante en el

cuerpo que las mantas y la ventana cerrada no

pudieron mitigar. Con el transcurrir de las horas, la

conclusión que se fraguaba en su mente, terminó por

decantar: no había nacido para ser ladrón de

bancos.

Aguardó tumbado en la cama el momento en que

la policía llamara a la puerta para detenerle.

Pero nada sucedió. Y se quedó dormido.

Al amanecer del tercer día de encierro, muerto ya

más de hambre que de miedo, recogió las pocas

pertenencias que tenía y quemó las cinco fotografías

y el pliego de papel en el lavabo. Esta vez no invocó

una suerte que no esperaba. Cogió tres billetes de

los robados y metió el resto en un sobre donde

escribió para César. Lo posó, junto a la cámara de

fotografías digitales, encima de la cama desecha.

Salió corriendo. No pagó lo que debía. Sin mirar

atrás, Tobías se dirigió a la estación para coger un

tren que le llevaría a una ciudad levantada a

ochocientos kilómetros de la que le había visto

115

Page 116: El libro de los principios

diseñar y llevar a cabo el plan de atraco a un banco,

mearse encima y, casi, morir de miedo ante la

posibilidad de ir a la cárcel.

Sentado en el asiento diecinueve de, mientras,

seiscientos kilómetros al norte, César descubría que

un huésped generoso y agradecido le había dejado

mil ciento cuarenta euros en billetes de veinte y una

cámara de fotografías digitales, Tobías pensó que,

tal vez, había llegado el momento de ser lo que

siempre quiso en la vida: escritor.

Las pupilas de Maro se dilataron, hasta casi

desaparecer el color gris de sus ojos, cuando

Rosaura le apuntó con la pistola. Joder, ¿qué pasa?,

¿quién eres? ¿Qué quieres? ¿Eres tú Mauricio

Sandoval? Maro no sabía que contestar. Yo soy el

comisario Andrés Rosaura.

Una flor de sangre nació entonces en la garganta

del muchacho y durante un segundo, el que tardó la

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Page 117: El libro de los principios

bala en recorrer el cuello, dejó de sentir, sin más,

como si fuera posible estar vivo y no sentir nada. El

proyectil partió en dos el hioides y, sin apenas

resistencia, perforó primero la tráquea y después el

esófago. Antes de que Maro pudiera ahogarse con la

sangre que brotaba de los tejidos, la bala hizo añicos

el cuerpo de la quinta vértebra cervical, seccionó por

completo la médula espinal y, abriéndose paso a

través de todas las capas de la piel, abandonó el

cuerpo ya sin vida del muchacho para estamparse

contra la pared del dormitorio.

117

Page 118: El libro de los principios

Rosaura pasó por encima del cadáver, procurando

no mancharse de sangre la suela de los zapatos y,

con ayuda de la punta de una navaja, extrajo la bala

de la pared. Regresó al lugar exacto desde el que

había disparado y encontró, a un par de metros a la

derecha, la camisa de acero de la nueve milímetros

corta que había alojado en la recámara. Apostaría la

mitad del sueldo a que es un nueve corto, recordó y,

como aquella vez, guardó el casquillo en el bolsillo

izquierdo de la americana. Después la pistola en la

cartuchera que ocultaba en su espalda.

Salió de la casa, comprobó que no había nadie en

la calle y abandonó el barrio de pescadores por el

camino del Tate.

Cruzó la ciudad a pie, sin prisa.

Dos horas después, encontró a quien buscaba.

Trece de junio. Lunes. Noche 8.

20.30.

118

Page 119: El libro de los principios

22.05 Ventana izquierda (desde mi posición de

vigilancia) del 2º B se apaga.

22.08 M y su marido salen del portal.

00.54 M y acompañante entran en el portal.

00.57 Ventana izquierda (desde mi posición de

vigilancia) del 2º B se enciende.

Matilde Fernández Álvarez, cajera de la sucursal, vive

en el 2º B, junto a su marido y su hijo.

Imagino que estuvieron en el cine. ¿Para qué, si yo les

he visto besarse como lo hacen en las películas?

Estoy cerca, estoy cerca, estoy cerca.

Buenas tardes, Pedro. Rosaura posó una mano

firme en el hombro derecho del muchacho que,

asustado, dio media vuelta. Iba a decir algo, pero el

comisario no le dejó hablar. Puso frente a su cara la

placa de identificación al tiempo que le decía ayer

detuvimos a tu amigo Maro y dice que fuiste tú el

119

Page 120: El libro de los principios

que violó y mató a la mujer que encontramos en el

parque, al lado del Piles, y que, después, le llamaste

asustado para que te ayudara a esconder el

cadáver. Miente, ese hijo de la gran puta, miente. La

violó y, después de que ella le mordiera la oreja

porque quiso besarla, le pegó una ostia en la cabeza

con una piedra enorme que había en el suelo.

Queríamos llevarla a Cabueñes porque no sabíamos

si estaba muerta, pero pesaba tanto que tuvimos que

dejarla allí.

En todos los años de profesión, Rosaura no

recordaba haber obtenido una confesión con tan

poco esfuerzo.

Está bien. Te vas a venir conmigo al parque y así

me cuentas con detalle cómo ocurrió todo. Yo quiero

un abogado, contestó Roque. Claro, hombre, claro.

Muy bien. Primero vamos al parque y después, en la

comisaría, llamamos a un abogado. Tú sigue

colaborando así y verás como todo va a ir bien. Y

Rosaura le palmeó la espalda un par de veces.

120

Page 121: El libro de los principios

Dieciséis de junio. Jueves. Nublado. Abordaje del

domicilio.

7.50.

8.19 M sale del portal acompañada por el hombre y el

niño.

8.21 accedo al portal y subo por las escaleras hasta el

segundo piso.

NOTA: puerta blindada. Carezco de recursos para

intentar allanamiento. Modifico plan.

2 fotografías de la puerta.

Leí en el periódico “en mi situación, lo más inteligente

es conocer tus límites. Y son muchos”. Igual que yo.

Nervioso. Agitado. Agigantado.

Doce días después y en el mismo lugar donde el

setter encontró el cadáver de Amparo, una pareja de

121

Page 122: El libro de los principios

adolescentes bajo los influjos del alcohol y de junio,

descubrió el cuerpo sin vida de Roque, tendido boca

abajo y con dos orificios de bala en el cuello, uno de

entrada en la nuca y otro de salida en la región

lateral derecha. El informe policial concluía que no

se había hallado en la escena del crimen ni el arma,

ni el proyectil, ni el casquillo. La línea de

investigación relacionaba la violación y posterior

asesinato de la mujer del parque de los hermanos

Castro con la muerte de los dos chavales. En ese

punto, la línea se quebraba.

Rosaura guardó los papeles en la carpeta y se

levantó de la silla para dirigirse a la ventana.

El perfil de las grúas de los astilleros, sometidas y

oxidadas, recortaba un cielo naranja marcado con

brochazos grises de nubes gruesas. Los coches

cruzaban veloces el puente de Carlos Marx en

dirección a Poniente. En los cristales del edificio de

enfrente se reflejaba el cementerio de las vías

muertas. Hacía meses que los trenes no llegaban a

la ciudad.

122

Page 123: El libro de los principios

Metió la mano en el bolsillo de la americana donde

permanecían los tres casquillos, un suicida y dos

asesinos. Pensó en el color de los ojos de sus hijas,

pensó en Amparo, pensó, sin saber muy bien por

qué, en el escritor suicida, en la madre de Martín, en

el tipo al que partió la nariz en el paso de cebra y, de

nuevo, pensó en Amparo. La tristeza y la rabia que

lo habían arrasado, más afiladas y precisas ahora,

como instrumentos quirúrgicos donde antes eran

mazos, permanecían en su interior. Pensó que,

después de todo lo sucedido, no se sentía mejor. Y

que, aunque lo sabía, había albergado la esperanza

de equivocarse.

Afuera, la lluvia no cesaba.

123

Page 124: El libro de los principios

124

Page 125: El libro de los principios

Decimoprimer Principio. Principio Final:

Principio de Maleabilidad.

El viento mece la ropa tendida en el patio. Traerá

lluvia.

Teresa se levanta de la siesta y siente hambre.

Zoé está en el colegio y Eva juega en su habitación.

Se viste con una camiseta, un pantalón vaquero que

le queda grande y unas zapatillas de deporte que

compró hace años en Londres. Mientras se anuda

los cordones evoca el olor de las flores en los

puestos de un mercado del que olvidó el nombre.

¿Es que alguna vez lo supe?, piensa y sonríe.

Las primeras gotas estallan en los cristales. Teresa

cierra la ventana abatida y la canción Creature Fear,

de Bon Iver, que ocupaba el silencio del patio

interior, se detiene.

125

Page 126: El libro de los principios

Ya en la cocina abre la puerta del frigorífico y elige

una manzana. Lava la pieza de fruta bajo el agua del

grifo y no puede reprimir las ganas de mojarse la

nuca. Siempre necesitó sentir frío para despertarse,

uno de esos placeres que residen en las entrañas

del dolor. Pasado casi un minuto se yergue y deja

que el agua arroye libremente por el cuello y por la

espalda. Hace calor, a pesar del viento y de la lluvia,

y se siente mejor. El verano no tardará en alcanzar

la ciudad.

De repente, escucha su nombre y da media vuelta,

sorprendida de que el dueño de la voz esté en la

cocina. Rosaura la observa y sonríe sin malicia.

Teresa, repuesta del susto, con el pelo y la camiseta

mojados y la manzana en su mano derecha le dice:

pero, ¿qué coño estás haciendo aquí? ¿Cómo has

entrado?

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Page 127: El libro de los principios

Plan:

Martes. 21 de junio. A partir de las 13.00

Pantalón, camisa, cazadora, barba y bigote postizos

(comprados).

Elección de fotografías. 5. Sobre. Folio escrito (letras

mayúsculas grandes). Tinta negra.

Ida: San Bernardo (paso de cebra acera izquierda) –

Plaza del Instituto

Vuelta: Cruzar plaza - Antiguo Instituto (lavabos /

enfrente fondo / puerta izquierda) – Jovellanos (derecha)

– Calle de la Merced – Domínguez Gil (izquierda) – San

Bernardo.

Billete de tren (sábado 25 de junio) (comprar).

No me paro a pensar un segundo. No me paro a pensar

un segundo. No me paro a pensar un segundo. No me

paro a pensar un segundo.

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Page 128: El libro de los principios

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Page 129: El libro de los principios

ÍNDICE

Primer Principio: Principio de Cinemática

13

Segundo Principio: Principio de Dinámica Clásica

17

Tercer Principio: Principio de Inercia

21

Cuarto Principio: Principio de Gravitación

27

Quinto Principio: Principio de Dureza

33

Sexto Principio: Principio de Masa y de Peso

45

Séptimo Principio: Principio de Ductilidad

53

Octavo Principio: Principio de Energía y Trabajo

67

Noveno Principio: Principio de Densidad

95

Décimo Principio: Principio de Fuerzas

107

Decimoprimer Principio. Principio Final:

Principio de Maleabilidad

123

129