el jubilado de bruno shulz

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    BRUNO SCHULZ

    El jubiladoTraduccin:

    Jorge SEGOVIA y Violetta BECK

    MALDOROR ediciones

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    La reproduccin total o parcial de este libro, no autorizadapor los editores, viola derechos de copyright.

    Cualquier utilizacin debe ser previamente solicitada.

    Ttulo de la edicin original:

    Emeryt

    (texto extrado de Sanatorium pod klepsydr!)

    Wydawnictwo Literackie, Krakw 1973

    Primera edicin: 2003 Maldoror ediciones

    Traduccin: Jorge Segovia y Violetta Beck

    ISBN 10 : 84-607-7913-0

    MALDOROR ediciones, 2003

    [email protected]

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    EL JUBILADO

    oy un jubilado, en el sentido ms literal y completo deltrmino, un hombre que ha llegado muy lejos en esa

    cualidad, un jubilado que por decirlo de alguna manera hasobrepasado su propia condicin como tal.Quiz, en ese sentido, haya ido ms all de ciertos lmitesdefinitivos y admisibles. No quiero ocultarlo, y, adems,

    qu hay de extraordinario en ello? Por qu mirarme conesa fingida perplejidad y observarme con ese respeto hip-crita, con esa seriedad que en el fondo slo encierra unasecreta alegra por el dolor ajeno? Cuntas personascarecen del ms elemental tacto! Estos casos hay queaceptarlos con toda naturalidad, con una cierta distrac-cin, con la ligereza que en cada momento requieren. Hayque pasar a la orden del da un poco indolentes, canturre-ando por lo bajo, como yo lo hago: despreocupado y un

    tanto optimista. Quiz por ello me sienta poco seguro demis piernas; tengo que poner los pies en el suelo con grancuidado, un pie delante del otro, para seguir atentamentela direccin. Es muy fcil desviarse de ella en una situacin

    como la ma. El lector comprender que no pueda serdemasiado explcito. Mi modo de vida depende, en un gradomuy alto, de la perspicacia de los dems, y exige asimismomuy buena voluntad a ese respecto. Voy a recordarlo msde una vez, recordar sus matices ms sutiles, que nica-mente pueden expresarse con un guio discreto, tantoms difcil en mi caso, debido a la rigidez de una mscara

    que ha perdido la costumbre de la mmica. Adems, no meimpongo a nadie, estoy muy lejos de deshacerme en agra-

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    decimientos por ese asilo que, complacientemente, alguienestara dispuesto a otorgarme con su mejor perspicacia. Yos dara las gracias por ese favor aunque sin emocin, fr-

    amente, con una total indiferencia. Me disgustara quecon esa bondad comprensiva se me pasara factura de gra-titud. Lo mejor es tratarme con algo de ligereza, con unasana falta de respeto, buen humor y camaradera. Aqu, s,mis colegas de la oficina, bonachones y simples de espritu,los ms nuevos en la jerarqua, han encontrado el tono con-

    veniente.

    En ocasiones an paso por la oficina, por costumbre, haciaprimeros de mes, y, sin decir nada, me detengo en labalaustrada esperando a que me vean. Entonces, tienelugar la siguiente escena: en un momento dado el jefe de laoficina, Kawa"kiewicz, aparta la pluma del papel, dirige unguio a los empleados, y dice repentinamente mirndomecomo si mirara al vaco, con la mano detrs de la oreja: Si no me engaa el odo, es usted, seor consejero, quienest aqu, en algn lugar de esta habitacin, entre noso-

    tros.Sus ojos entonces miran al vaco por encima de m algobizqueantes, y en su cara se dibuja una sonrisa burlona. O una voz en los espacios celestes y enseguida pens

    que se trataba de nuestro querido seor consejero excla-ma en voz alta, con fuerza, como si se dirigiera a alguienque est muy lejos. Haga una seal, agite un poco el aireah donde se encuentra. Rase si quiere, seor Kawa"kiewicz le digo en voz baja,directamente a su cara, pero vengo a cobrar mi pensinde jubilado.

    Su pensin? exclama Kawa"kiewicz mirando al airecon sus ojos bizcos. Dijo usted su pensin? Usted bro-

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    mea, mi querido seor consejero. Hace ya mucho tiempoque ha sido borrado de la lista de jubilaciones. Cunto

    tiempo piensa cobrar la pensin, buen hombre?

    De esa manera bromea conmigo; de manera clida, vivifican-te y humana. Esa ruda jovialidad, ese modo de agarrarme delbrazo carente de toda ceremonia, me producen un extraoalivio. Salgo de all reconfortado, ms animado, y me apresuropara regresar a mi casa y llevar conmigo un poco de ese nti-mo calor humano, que ya se ha volatilizado.Sin embargo, otras personas Esa pregunta insistente,

    nunca formulada, que leo siempre en sus ojos! Imposible elu-dirla. Supongamos que es as por qu esas caras largas,solemnes, ese silencio que retrocede respetuoso, esa teme-rosa circunspeccin? Para no herirme con la menor palabra,para silenciar delicadamente mi condicinAh, cmo conoz-co ese juego! Por parte de esa gente se trata de una formasibartica de encontrarse a gusto, de satisfacerse en la suer-

    te que tienen de ser distintos, de un rechazo de mi situacin,lo cual enmascaran hipcritamente. Intercambian expresivasmiradas y se callan, dejando que la cosa se desarrolle en silen-cio. Mi condicin! Quiz no sea del todo correcta. Es posibleque contenga una insignificante tara, aunque de naturalezaesencial. Dios mo! Y qu? Esa no es razn suficiente que

    pueda justificar esa rpida y asustada manera de quererhacerme concesiones. A veces tengo ganas de rer cuandoobservo que esa comprensin se hace ms melodramtica,esa rauda aprobacin con la que dira hacen sitio a mi con-dicin. Como si fuera un argumento irreprochable, final, sinapelacin. Por qu insisten tanto sobre ese punto, por qu

    tiene para ellos una importancia capital, y por qu si lo con-

    f i r m o dejan ver entonces la satisfaccin profunda que escon-dan tras una mscara de falsa devocin?

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    Admitamos que soy, por as decirlo, un ser de peso ligeroen realidad, extraordinariamente ligero; admitamos quealgunas preguntas me molesten, por ejemplo: qu edad

    tengo, cundo celebro mi onomstica, y otras por el estilo.Se encuentra ah una razn suficiente como para dar vuel-tas una y otra vez en torno a esas cuestiones como si setratara de lo esencial? No es que me avergence de micondicin. En absoluto. Mas, no puedo soportar la exagera-cin ni la desmesurada importancia que se da a ciertoshechos, a ciertas diferencias, y, que, en realidad, son tan

    insignificantes como el espesor de un cabello. Me hace rertoda esa falsa teatralidad, ese pathos solemne con que secircunscribe mi caso, ese momento disfrazado con trgicoropaje de lgubre pompa. Pero en realidad, qu? No haynada ms desprovisto de pathos, ms natural, ms banalen el mundo. Ligereza, independencia, irresponsabilidad Ymusicalidad, una extraordinaria musicalidad de los miem-bros, si se puede expresar as. No podemos pasar al ladode un organillo sin ponernos a bailar. No de alegra, sinoporque todo nos da igual, y la meloda contiene su propia

    voluntad, su obstinado ritmo. Entonces cedemos. Oh,Margarita, tesoro de mi alma Uno es demasiado ligero,indefenso, y no puede oponerse; y, adems, por qu opo-

    nerse a una propuesta tan tentadora, tan desprovista depretensiones? Entonces, bailo, o, ms bien, doy pequeossaltos mientras sigo el ritmo de la meloda, con el diminutopaso de los jubilados, dando un brinco de vez en cuando.Por lo dems, pocos son los que se dan cuenta. Cada cualest sumido en esa carrera de los asuntos cotidianos.Pero quisiera advertir al lector de una cosa: que no se forje

    opiniones exageradas respecto a mi condicin. En estemomento quiero prevenirle contra todo tipo de sobreesti-

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    ma. Y tanto in pluscomo in minus. Nada de romanticismo.Es una condicin como otra cualquiera, que lleva implcitoel rasgo caracterstico de la comprensin ms natural y

    ms intrascendente. Todo lo paradjico desaparece cuan-do nos encontramos de este lado del asunto. Una gran ilu-minacin: as podra denominarse mi condicin actual; des-pojado de cualquier carga, una ligereza de danza, vaco,irresponsabilidad, nivelacin de las diferencias, disolucinde todos los lazos, abolicin de barreras. Nada me retiene

    y nada me oprime: no opongo resistencia, tengo una liber-

    tad libre. Esa extraa indiferencia con la que me desplazo,casi levitando, a travs de todas las dimensiones de la exis-

    tencia, debera ser agradable no les parece? No puedoquejarme de esa anodina condicin, de esa ilimitada ciuda-dana, de esa falta, casi total, de preocupacin, que se man-

    tiene sin inters por las cosas, y sin peso. Hay una expre-sin que dice: no calentar nunca el mismo sitio. Y eso, esomismo hago yo desde hace tiempo: no caliento el mismositio.Cuando desde la ventana de mi habitacin, situada en loalto, contemplo la ciudad, sus techumbres, las paredes cal-cinadas y las chimeneas entre la parda luz otoal, todo esepaisaje espesamente poblado, visto desde la perspectiva

    de un pjaro y apenas surgido de la noche, cuando apuntasu palidez hacia los amarillos horizontes, cortado en lumi-nosas estras por los tijeretazos negros y ondulantes delgraznido de las cornejas, siento, entonces siento: he ah la

    vida. Los dems se han sumido en s mismos y en algn dahacia el cual despiertan, en alguna hora que les pertenece,o solamente en un instante. All, en algn lado, en la cocina

    invadida de una tenue penumbra, hierve el caf, la cocineraha salido, y el sucio resplandor de la llama danza sobre el

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    suelo. El tiempo, engaado por el silencio, fluye de nuevounos latidos y retrocede, y, durante esos momentos margi-nales, la noche comienza a crecer bajo la delicada piel

    ondulante del gato. Zosia, en el primer piso, bosteza y seestira perezosamente, antes de abrir la ventana al comen-zar la limpieza; el aire de la noche, saciado de ronquidos ysueo, peregrina ablicamente hacia la ventana y se fundeen la parda y humeante grisura del da. La muchachahunde sus manos aletargadas en la masa de las sbanas,

    todava caliente y fermentada por el sueo. Finalmente, con

    un escalofro interior y los ojos colmados por la nochesacude el pesado edredn y entonces las vedijas, las estre-llas del plumn, el vago semen de las ensoaciones noctur-nas, vuelan sobre la ciudad.Entonces, sueo con ser un repartidor de pan fresco, unmontador de redes elctricas o bien un cobrador delSeguro de Enfermedad. O, incluso, un deshollinador. Por lamaana, al despuntar el da, se entra por un portal semia-bierto, a la luz de la linterna del portero, llevando dos dedosa la gorra como saludo, con una broma en los labios, y unose introduce en el laberinto para abandonarlo ms tarde,

    ya de noche, en el otro extremo de la ciudad. Durante el dair de ac para all, llevar una conversacin interminable,

    confusa, dividida entre los inquilinos de toda la ciudad; pre-guntar algo en una casa y recibir la contestacin en lasiguiente; bromear en un lugar dado y, pasado largo tiem-po, recoger los frutos de la risa en otra parte. Escabullirseentre puertas que crujen, por estrechos pasillos, por dor-mitorios barrocamente amueblados, revolcar orinales, gol-pearse contra chirriantes cochecillos en los que lloran los

    pequeos; agacharse a recoger los sonajeros que dejancaer los bebs. Permanecer ms de lo necesario en las

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    cocinas y vestbulos, donde trabajan los sirvientes. Lasmuchachas apresuradas tensan sus jvenes piernas,hacen resonar y brillar la baratija de sus zapatos al golpear

    el suelo con sus tacones.Esos son mis sueos en esas horas irresponsables, enesas horas marginales. No reniego de ellos, aunque soyconsciente de su falta de sentido. Todos deberamos cono-cer los lmites de nuestra condicin y saber lo que ms nosconviene.Para nosotros, los jubilados, el otoo es habitualmente una

    estacin peligrosa. Para quien sabe con qu dificultad sellega, en nuestra condicin, a un cierto equilibrio, lo compli-cado qu es precisamente para nosotros, los jubiladosevitar la dispersin, evitar perdernos de nuestras propiasmanos, comprender que el otoo, con sus borrascas, susconmociones y confusiones atmosfricas, no es favorablepara nuestra existencia, ya de por s tan mermada.No obstante, el otoo tambin tiene das diferentes, llenosde tranquilidad y ensueo, que nos reciben con clemencia.A veces sobrevienen esos das sin sol, templados, brumo-sos, con sus lejanos contornos de color mbar. En el inters-

    ticio que hay entre las casas se abre inesperadamente unaprofunda vista que da a un jirn del cielo, que parece des-

    cender cada vez ms abajo, hasta desvanecerse definitiva-mente con ese ltimo tono ambarino en los ms lejanoshorizontes. En esas perspectivas que se abren sobre elfondo del da, la mirada se demora como por las pginasarchivadas de un calendario; como en un corte transversal,percibe la estratificacin de los das, los registros infinitosdel tiempo cayendo como cantos rodados en la amarilla y

    clara eternidad. Todo eso se despliega y organiza en piza-rrosas formaciones perecederas del cielo, mientras

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    ocupan un primer plano el da actual y el instante, y seraextrao que viramos a alguien levantar la mirada hacia las

    ya lejanas huellas de ese ilusorio calendario. Con el cuerpo

    ligeramente encorvado todos se apresuran hacia algunaparte, se cruzan sin establecer contacto, y toda la calleparece dibujada por las huellas de esos pasos, de esosencuentros y desencuentros. Pero en ese intersticio quehay entre las casas, por donde la mirada puede trazar unaelipse sobre la ciudad y el panorama arquitectnico ilumi-nado en su fondo por un trazo resplandeciente que se des-

    vanece en los desangelados horizontes, hay un intervalo,una pausa en todo ese tumulto. All, en una plaza amplia yclara, se parte y corta lea para la escuela municipal.Apilada en forma de cubos y cuadrados hay quintales deuna madera sana, recia, desgajada poco a poco, leo trasleo, bajo las sierras y las hachas. Oh!, la madera, esamateria confiada, noble, llena de valor y completamenteleal: encarnacin de la honestidad y la prosa de la vida. Pormuy a fondo que se busque en el interior de su mdula nose encontrar nada que no se haya revelado en la superfi-cie, simplemente y sin restricciones, siempre con la mismasonrisa clara, con la clida y firme luminosidad de su fibro-sa pulpa tejida a semejanza del cuerpo humano. A cada

    nueva resquebrajadura de la madera aparece un rostronuevo, que, no obstante, siempre es el mismo, sonriente ydorado. Oh, extraa tez de la madera, clida sin exaltacin,enteramente sana, olorosa y agradable!Un acto verdaderamente sacramental, lleno de solemni-dad, simblico. Cortar lea! Podra permanecer horas yhoras en esa luminosa hendidura abierta en el fondo de un

    medioda tardo, contemplando esas sierras meldicas, elrtmico trabajo de las hachas. He aqu, pues, una tradicin

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    tan antigua como el gnero humano. En esa brecha del da,en esa esquina abierta hacia la eternidad ambarina y mar-chita, se corta la madera de haya desde los tiempos de

    No: los mismos movimientos patriarcales y eternos, losmismos impulsos, las mismas posturas. Hundidos hastalas axilas entre el maderamen dorado, hienden poco apoco sus sierras y hachas en esa materia clida y sana, enla masa uniforme, profundizando en ella, y, con cada golpe,sus ojos fulguran como si buscasen algo en el corazn delrbol, como si quisieran llegar a una salamanquesa de oro:

    un pequeo ser llameante que se escapa siempre hacia elfondo de la pulpa. Aunque no; simplemente dividen el tiem-po en minsculos leos, lo administran, llenan los stanosa la espera del invierno, con esa slida materia cortada enidnticos trozos.Porque una vez superado ese tiempo crtico, esas pocassemanas, comenzarn ya las pequeas heladas matinales

    y el invierno. Yo encuentro en esa obertura invernal, an sinnieve, un encanto supremo, cuando ya trae en el aire el olordel fro y del humo. Recuerdo esos mediodas de domingode un otoo tardo. Imaginemos que ha llovido durante todala semana anterior, en el largo grisor otoal, hasta que la

    tierra se hubiera saciado de agua y que, ahora, comienza

    de pronto a secarse, su superficie virando a un tono opaco,exhalando un frescor sano y vigoroso. El cielo de toda lasemana, con su desfile de andrajosas nubes, es rastrilladocomo fango hacia un borde del firmamento, por el quese extiende oscuro, amontonado, plegado, arrugado. Y des-pus, por el oeste, comienzan a asomar, como saliendo deun sueo, los colores sanos y llenos de verdor de la tarde

    otoal que tien el paisaje nuboso. Y cuando el cielo poco apoco comienza a clarear por el lado de poniente, esparcien-

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    do una ntida luminosidad, llegan entonces las sirvientasatildadas, con sus mejores ropas en grupos de tres, ode cuatro, y cogidas de la mano atraviesan la calle vaca y

    limpia, de una limpieza festiva y recin inaugurada, calle quelleva hasta las variopintas casas suburbiales envueltas enesa tonalidad cruda del aire ya purpreo antes del creps-culo; con sus sanas y robustas caras enrojecidas por el frocaminan moviendo elsticamente sus pies calzados enzapatos nuevos y estrechos. Oh, sugerente y conmovedorrecuerdo extrado de algn rincn de la memoria!

    ltimamente iba casi todos los das a la oficina. En ocasio-nes, ocurre que alguien se pone enfermo y, entonces, mepermiten trabajar en su lugar. Tambin a veces, simplemen-

    te, alguien tiene que arreglar un asunto urgente en la ciudady se deja sustituir en el trabajo. Aunque, lamentablemente,no es una ocupacin regular. Pero resulta agradable, aun-que slo sea por algunas horas, tener su propia silla concojn de cuero, reglas, lpices y plumas. Resulta confortantesentirse apoyado, ser acogido con gentileza por los colegas.Alguien se dirige a ti, otro te dir una palabra, o te gastaruna broma, una inocente burla, y vuelves a florecer por uninstante. Deseamos atenernos a algo, aferramos nuestraexistencia vagabunda, nuestra nimiedad, a lo vivo y clido.

    Este otro se va sin sentir mi peso, no se da cuenta que llevami carga encima, que durante un momento arrastra sobresus hombros una vida parasitariaPero todo eso ha terminado desde que lleg el nuevo jefede la oficina.Ahora me siento con frecuencia, cuando hace buen tiempo,en un banco de la ajardinada plazoleta que hay frente a la

    escuela municipal. De una calle vecina llega el eco de lashachas cortando la madera. Las muchachas jvenes y las

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    mujeres regresan del mercado. Algunas tienen cejas seve-ras y regulares, miran con ojos desafiantes y caminanesbeltas y sombras: ngeles con cestas repletas de verdu-

    ras y carne. En ocasiones se detienen delante de las tien-das y se miran en los escaparates. Despus, se alejanechando una mirada orgullosa y crtica hacia atrs, osobre la punta de sus zapatos. A las diez sale el conserje alumbral de la escuela y su escandalosa campanada llena lacalle con su estruendo. Entonces, el interior de la escuelaparece sacudido por un sbito y violento estrpito que ame-

    naza derrumbar el edificio. Como si fueran prfugos, salenhuyendo a travs de la puerta esos pequeos desarrapa-dos, entre gritos, saltando por las escaleras de piedra,para entregarse desde el momento en que se ven libresa temerarios ejercicios, a empresas arriesgadas, queimprovisan ciegamente. A veces, en esas locas carreras,llegan hasta mi banco y me dirigen incomprensibles inju-rias. Las caras parecen desencajarse cuando me azuzancon violentas muecas. Como una camada de monoscomentando y parodiando sus propias payasadas, pasanpor delante de m, gesticulando, con un gritero infernal.Entonces veo sus pequeas narices respingonas, apenasinsinuadas, incapaces de retener el moco, sus bocas des-

    garradas por un grito y sus labios cubiertos de pstulas, ylos pequeos puos apretados. En ocasiones se detienenfrente a m. Y, cosa extraa, me toman por alguien de suedad. Mi talla se atrofia desde hace tiempo. Mi cara relaja-da y floja adquiri una apariencia infantil. Me siento un poco

    turbado cuando me tocan sin cumplidos. En cierta ocasin,por primera vez uno de ellos me dio un golpe en el pecho y

    fui a caer debajo del banco. Pero no me enfad. Ellos mesacaron de all plcidamente, confundido y maravillado por

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    aquella actitud tan nueva como vivificante. El hecho de nomostrarme ofendido por la violencia de su impetuososavoir-vivre, me vali sus simpatas y una popularidad cre-

    ciente. Es fcil adivinar que, desde entonces, proveo misbolsillos de una conveniente coleccin de botones, piedras,bobinas y trozos de goma. Eso facilita enormemente elintercambio de puntos de vista y constituye un puente natu-ral para entablar amistades. Adems, preocupados por lascosas que son de su inters, me prestan menos atencin.Bajo la proteccin de todo el arsenal que saco de mi bolsi-

    llo, no tengo por qu temer que su indiscrecin y su curio-sidad sean demasiado molestas.Finalmente, he decidido llevar a cabo una idea que desdehace tiempo me rondaba la cabeza.Era un da sin viento, suave y amodorrado, uno de esos dasdel otoo tardo, cuando el ao, habiendo agotado los colo-res y los matices de esa estacin, parece volver a los regis-

    tros primaverales del calendario. El cielo sin sol se ordenen estras multicolores, en delicados estratos de cobalto,crdeno, amatista, cerrados en su lmite por una orla deblancura limpia como el agua. Eran los colores de abril,inexpresables y haca tiempo olvidados. Me vest con mismejores ropas y sal a la calle con cierto nerviosismo.

    Caminaba de prisa, sin encontrar obstculos, a travs de lacalma del da, sin desviarme nunca del camino recto. Casisin aliento, ascend las escalinatas de piedra. Alea iactaest!me dije, mientras golpeaba la puerta del despacho deldirector. Una vez dentro, me detuve adoptando una postu-ra modesta ante el escritorio del director, como convenaa mi nuevo papel. Estaba ligeramente confuso.

    El director extrajo de un recipiente de cristal un escaraba-jo clavado en un alfiler y lo acerc oblicuamente a sus ojos,

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    observndolo a contraluz. Tena los dedos manchados detinta, sus uas eran cortas y planas. Me mir por encimade sus gafas.

    Usted, seor consejero, quiere matricularse en el pri-mer curso? dijo. Es algo muy loable y digno de estima-cin. Lo entiendo, desea reconstruir su educacin desdela base, desde los fundamentos. Siempre lo he dicho: lagramtica y la tabla de multiplicar, esas son las bases dela instruccin. Naturalmente, seor consejero, no pode-mos tratarle como a un alumno incluido en la escolariza-

    cin obligatoria. Sino, ms bien, como un oyente, un vete-rano del abecedario, si puede ser expresado as, que, trasuna larga vida errante, retorna para amarrar en el bancoescolar. Que dirige su nave desamparada hacia estepuerto, permtame la expresin. S, s, seor consejero,pocos nos manifiestan tal agradecimiento, ese reconoci-miento a nuestros mritos, para despus de un siglo de

    trabajo y dificultades volver a nosotros y quedarse defi-nitivamente como un repetidor voluntario y vitalicio.Usted, seor consejero, disfrutar de derechos excepcio-nales. Siempre lo he dicho Perdone le interrump pero quisiera hacer notar querenuncio por completo a mis derechos excepcionales No,

    no quiero privilegios. Al contrario No quisiera diferenciar-me en nada, quiero fundirme lo ms posible con la masagris de la clase, desaparecer en ella. Todo mi proyecto per-dera su sentido si me sintiera en algn aspecto privilegia-do frente a los dems. Incluso, si se trata del castigo fsicoaqu levant un dedo acepto plenamente su influenciasaludable y moralizante; le subrayo con claridad que no

    haga ninguna excepcin conmigo.

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    Muy loable, muy pedaggico dijo el director con respe-to. Adems creo aadi que su instruccin, como con-secuencia de una larga inactividad, presenta efectivamen-

    te ciertas lagunas. En ese aspecto, nos dejamos llevarmuchas veces por ilusiones optimistas que luego se disi-pan fcilmente. Recuerda, por ejemplo, cuntas soncinco por siete? Cinco por siete repet avergonzado, sintiendo cmo eldesconcierto aflua en olas suaves a mi corazn y borrabala claridad de mis pensamientos. Confundido por mi propia

    ignorancia, maravillado por esa vuelta a la inconscienciainfantil, comenc a balbucear y repetir: cinco por siete,cinco por sieteYa ve usted dijo el director, ha llegado a tiempo parareinscribirse en la escuela. Despus, me cogi de la mano

    y me llev a la clase donde iba a estudiar.De nuevo, como medio siglo antes, me encontr entre esaalgaraba, en esa sala hormigueante, oscurecida por nume-rosas cabezas en movimiento. Estaba all en medio, de pie,muy pequeo agarrando los faldones del director, mien-

    tras cincuenta pares de jvenes ojos me observaban con laindiferencia y la cruel objetividad de los pequeos animalesal ver a un individuo de su misma especie. Me dirigan sus

    muecas desde todas partes, me hacan gestos con unarpida y fugaz hostilidad, me sacaban la lengua. Recordandola buena educacin que antao haba recibido, no reaccionante esas provocaciones. Al mirar aquellas caras que nodejaban de moverse, record una situacin semejante ocu-rrida cincuenta aos atrs. Entonces, estaba al lado de mimadre, mientras ella hablaba con la maestra. Ahora, en

    lugar de ella, el director susurraba algo al odo del profesorque asenta con la cabeza, escrutndome atentamente.

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    Es hurfano al final se dirigi a la clase, no tiene padreni madre, no le tratis mal.Al or ese breve comentario, las lgrimas, las verdaderas

    lgrimas conmovedoras asomaron a mis ojos, y, enton-ces el director, emocionado, me empuj hacia el primerb a n c o .A partir de aquel momento comenz para m una nuevaexistencia. La escuela me absorbi completamente.Jams, en la poca de mi vida pasada, haba estado ocu-pado con tantos asuntos, intrigas y cosas que me concer-

    nan. Viva en medio de un gran ajetreo. Por mi cabezapasaban mil intereses diversos. De todas partes me llega-ban seales, telegramas, gestos de complicidad, los inevi-

    tables psst psst, guios de ojo, y se me recordaba detodas las formas posibles las obligaciones que yo habasuscrito. Me impacientaba esperando el final de la clase,durante la cual, debido a mi innata decencia, soportabaestoicamente todos los ataques para no perder ni unapalabra de la leccin del profesor. As, cuando sonaba el

    timbre, la vociferante chusma se abalanzaba sobre m conun mpetu vigoroso dejndome casi hecho pedazos; llega-ban corriendo por encima de los bancos, tambaleando lospupitres a su paso, saltaban sobre mi cabeza, no paraban

    de dar volteretas. Cada uno aullaba sus pretensiones enmi odo. Me convert en el centro del inters general: lastransacciones ms serias, los asuntos ms complicados ydelicados, no podan llevarse a cabo sin mi participacin.Por la calle, caminaba siempre rodeado por una pandilla

    vociferante que gesticulaba con vehemencia. Los perrosnos presentan ya desde lejos escondiendo sus rabos

    entre las patas, los gatos saltaban a los tejados cuandonos acercbamos y los muchachos solitarios que nos cru-

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    zbamos por el camino escondan la cabeza entre loshombros con un fatalismo pasivo, esperando lo peor.El aprendizaje escolar no haba perdido para m nada de su

    novedoso encanto. Sirva como ejemplo el arte de silabear:el profesor apelaba a nuestra ignorancia, hacindola resal-tar con gran habilidad y astucia, hasta que llegaba a la tabu -la rasaque era la base de la educacin. Una vez que habaeliminado de esa manera todos nuestros prejuicios y hbi-

    tos, comenzaba la instruccin desde sus fundamentos.Entonces, con dificultad y esfuerzo pronuncibamos las

    slabas sonoras, resoplando por la nariz durante las pau-sas y apoyando el dedo sobre las letras del libro, una detrsde otra. Mi abecedario tena las mismas huellas del dedondice ms gruesas en las letras difciles que los de miscompaeros.Una vez, no recuerdo bien por qu, el director entr ennuestra clase y, en medio del repentino silencio que se hizo,seal con el dedo ndice a tres de nosotros, uno de loscuales era yo. Debimos acompaarle inmediatamente a sudespacho. Sabamos lo que iba a pasar y mis dos cmplicesse pusieron a llorar antes de que sucediera. Observ conindiferencia su precipitado arrepentimiento, sus carasdeformadas por el repentino llanto, como si con las prime-

    ras lgrimas se les hubiese desprendido la mscara huma-na y expusieran al desnudo toda la masa informe de su tezllorosa. En cuanto a m, yo estaba tranquilo y, con la deter-minacin de las naturalezas morales y justas, me abando-naba al curso de los acontecimientos dispuesto a sufrircon estoicismo las consecuencias de mis actos. Esa fuerzade carcter con aire de dureza no le gust al director cuan-

    do acudimos ante l los tres culpables (el profesor asistaa la escena con una vara en la mano). Desabroch distra-

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    damente el cinturn, y el director, percatndose de esemovimiento exclam: Qu vergenza! Es posible? A su edad! y mir escan-

    dalizado al profesor. Un extrao capricho de la naturaleza aadi con unamueca de desagrado. Despus, tras ordenar a los peque-os que se marcharan, me solt un extenso y grave ser-mn, lleno de desaprobacin y desprecio. Pero yo no leentenda. Mordiendo torpemente mis uas, mirando conapata al vaco, dije:

    Seol plofesor, fue Wacek quien escupi en el panecillodel seol plofesor.Me haba convertido verdaderamente en un nio.Para dar las clases de gimnasia y dibujo, nos trasladbamosa otra escuela donde haba aparatos y salas preparadaspara esas materias. Marchbamos en parejas charlandoapasionadamente, introduciendo en cada calle la repentinacoloratura entremezclada de nuestras voces de sopranos.Esa escuela era un enorme edificio de madera un teatro

    transformado viejo y plagado de anexos. El interior de lasala de dibujo se pareca a un gran bao pblico, cuyo

    techo estaba apuntalado por pilares de madera; una gale-ra rodeaba la pared en toda su extensin y, en ocasiones,

    subamos all, raudos, invadiendo las escaleras que resona-ban como una tormenta bajo nuestros pies. Las numero-sas habitaciones laterales se prestaban perfectamente al

    juego del escondite. El profesor de dibujo no vena nunca, ynosotros nos divertamos sin moderacin. De vez en cuan-do, irrumpa el director de la escuela, castigaba en un rin-cn a los ms alborotadores, tiraba de las orejas a los ms

    frenticos, pero apenas volva la espalda para cruzar lapuerta otra vez comenzaba la algaraba.

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    No oamos el timbre que anunciaba la terminacin de laclase. Afuera, la tarde otoal se tornaba breve y de matiza-dos colores. Algunas madres venan a buscar a sus hijos y

    se los llevaban, gruendo y soltndoles un par de azotes.Para los dems, privados de esa atencin familiar, comen-zaba entonces el verdadero juego. Slo al anochecer, cuan-do cerraba la escuela, el viejo conserje nos enviaba a casa.Por la maana, a la hora en que nos dirigamos hacia laescuela, reinaba todava una espesa oscuridad; la ciudadsegua envuelta en un sordo sueo. Avanzbamos a ciegas,

    con las manos extendidas ante nosotros, haciendo crujirlas hojas secas que se amontonaban en las calles. Con el

    tacto, adivinbamos las paredes de las casas para no per-dernos. Inesperadamente, palpbamos en algn recodo lacara de un amigo que vena en direccin opuesta. Cuntasrisas, adivinanzas y sorpresas provocaba esa situacin.Algunos llevaban velas, y, cuando las encendan, la ciudadse sembraba de pequeas luminarias que avanzaban en un

    tembloroso zigzag, encontrndose y apartndose para ilu-minar un rbol, un crculo de tierra, un montn de hojasmarchitas donde los pequeos buscaban castaas. Ya seencendan en algunas casas las primeras lmparas; unaluz opaca, aumentada por los ventanales acristalados, caa

    sobre la noche urbana y forjaba inslitas apariciones sobrela plaza situada delante de la casa, sobre el ayuntamiento,sobre las ciegas fachadas de los edificios. Y cuandoalguien, con una lmpara en la mano iba de una habitacina otra, los enormes rectngulos luminosos giraban comolas pginas de un colosal libro, y la plaza pareca moversedislocando las casas y las sombras, como si estuviese

    jugando al azar con una inmensa baraja. Finalmente, lleg-bamos a la escuela. Las velas se apagaban, nos invada la

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    oscuridad, y, a tientas y a ciegas, alcanzbamos nuestrosasientos. Ms tarde, entraba el maestro, colocaba una velaen una botella y daba comienzo a la aburrida repeticin del

    vocabulario y las declinaciones. Debido a la falta de luz, laenseanza se limitaba a lo verbal y memorstico. Mientrasalguien recitaba montonamente, nosotros mirbamos,entrecerrando los ojos, cmo surgan flechas doradas delcirio, zigzags enmaraados, y cmo se confundan chas-cando como la paja entre los ojos entornados. El profesor

    verta tinta en los tinteros, bostezaba, auscultaba la negra

    noche a travs de una pequea ventana. Debajo de los ban-cos imperaba una profunda sombra. Nos hundamos enesa seda negra, entre risas, andbamos a gatas, nos olfa-

    tebamos como animales, en voz baja y a oscuras realiz-bamos nuestras acostumbradas transacciones. Nuncaolvidar aquellas horas felices en la escuela, cuando,detrs de los cristales, lentamente creca la aurora.Lleg por fin la poca de los vientos otoales. Ese da, porla maana, el cielo se torn ambarino y tardo, moldeadopor lneas difusas y grseas de paisajes imaginarios, pordesiertos vastos y nubosos que desaparecan detrs depequeos bastidores de colinas y pliegues, multiplicados ydisminuidos en la perspectiva. Lejos, hacia el este, se inte-

    rrumpan de pronto como ante el borde ondulante de unteln corrido, y dejaban ver el plano siguiente: un cielo msprofundo, la brecha de una blancura asustada la luz pli-da y huidiza de la lejana ms lejana, diluida, que finalizaba

    y se cerraba en el horizonte con un estupor definitivo.Como en los grabados de Rembrandt, por aquellos das se

    vieron bajo seales luminosas lejanos y microscpicos

    pases que, antes nunca vistos, fueron apareciendo pordetrs del horizonte, empapados de una luz violenta y pavo-

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    rosa, mostrndose bajo esa grieta iluminada del cielo,como surgidos de otra poca y otro tiempo, igual que la tie-rra prometida que slo por un momento aparece ante los

    seres que infinitamente la aoran.En ese paisaje en miniatura, traslcido, se vea con todaclaridad cmo un tren avanzaba por la sinuosa y casiimperceptible lnea frrea, exhalando un rosario de humoplateado que se desvaneca ms tarde en la nada

    transparente.Enseguida se levant el viento. Pareca escaparse por esa

    hendidura brillante del cielo: se arremolin y se esparcipor la ciudad. Estaba compuesto de blandura y suavidad,pero en su extraa megalomana se volva brutal y vio-lento: moldeaba, derriba y torturaba el aire, que, al fin,mora beatficamente. De sbito, se tensaba en el espacio,se encabritaba, se desplegaba como las velas de una nave,grandes, crispadas, restallantes como ltigos, se retorcaen duros nudos estremecidos de tensin, con una expre-sin severa, como si quisiera apretar todo el aire contra el

    vaco; despus, tiraba del cabo suelto, deshaca el falsonudo, y, entonces, una milla ms lejos, lanzaba silbando sulazo: ese bucle estrangulador que no capturaba nada.Y qu no haca con el humo de las chimeneas! El pobre

    humo ya no saba cmo escapar a sus reprimendas, cmoinclinar la cabeza si a derecha o izquierda para evitar losgolpes. Y, as se propagaba por la ciudad, como si ese daquisiera de una vez para siempre estatuir un memorableejemplo de su ilimitada anarqua.Desde la maana tuve el presentimiento de que ira a ocu-rrir una desgracia. Atraves con mucha dificultad la bo-

    rrasca. En las esquinas de las calles, en los cruces de lascorrientes de aire, mis compaeros me sujetaban por los

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    faldones. Logr as remontar la ciudad y todo iba bien.Despus, fuimos a la otra escuela para dar la clase degimnasia. Por el camino compramos unos bizcochos. La

    larga serpiente de alumnos, que caminaba por parejascharlando con vehemencia, atravesaba el portal hacia elinterior. Un instante ms y me hubiese salvado, habraestado protegido y seguro hasta el anochecer. Incluso, encaso de necesidad, hubiese podido pasar la noche en lasala de gimnasia. Y algunos fieles colegas me hubieranhecho compaa durante ese tiempo. Pero la desgracia

    quiso que Wicek tuviera ese da un trompo nuevo y lo lan-zase con todas sus fuerzas en el umbral de la escuela. El

    trompo ronroneaba, se form una algaraba en la puerta,me empujaron hacia fuera y el torbellino me arrastr.Queridos compaeros, socorro! grit, suspendido yaen el aire. An pude ver sus brazos levantados, sus bocasabiertas en un grito, y, un momento despus, di una volte-reta y vol trazando una esplndida lnea ascendente.Ahora sobrevolaba los tejados. Sin aliento, vea con losojos de la imaginacin a mis compaeros levantando lamano en clase, agitando enrgicamente los dedos mien-

    tras le gritaban al profesor: Seor profesor, a Szymcio selo llev El profesor mir a travs de sus gafas. Se acer-

    c tranquilamente a la ventana, y, protegiendo sus ojoscon la mano, observ el horizonte. Pero ya no pudo avistar-me. Su cara, a la nique luz del cielo palidecido, se aperga-min. Hay que borrarlo del registro, dijo amargamente, yregres a su mesa. Pero yo me senta arrastrado, cada

    vez ms alto, hacia los espacios inexplorados y amarillosdel otoo.

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