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El guardián del fuegoRelato de un “viaje”

Por

Alfredo García Avilés

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México 2014

© El guardián del fuegoAlfredo García Avilés

Registro INDA-SEP No. 03-2014-061011495200-01

Diseño de portada: Jessica VillarrealFotografía: Carlos Koblischek www.freeimages.comFormación editorial: Jessica Villarreal

Derechos resevados conforme a la ley.Se prohibe su reproducción parcial o total sin autorización por escrito del autor.

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“Sólo cuando tengamos concienciade nuestro papel, aún el más borroso,solamente entonces seremos felices.Solamente entonces podremos vivir en pazy morir en paz, pues lo que da sentidoa la vida, da un sentido a la muerte”.

Antonie de Saint Exupéry

Una vez un hombre, en sueños, oyó queun hombre le dijo: “escoge el mundo imaginario en el que más quieras vivir, yse te concederá”. Y respondió: “Escojo elmundo real”. “Perfecto, dijo el hombre delos sueños, es el mejor de todos, porquecontiene a los demás”.

“La palabra del escritor tiene fuerza porque brotade una situación de no-fuerza. No habla desde el Palacio Nacional, la tribuna popular o las oficinasdel Comité Central: habla desde su cuarto”.

Octavio Paz

“La vida es eterna, por eso,“sila ersinarsinivdluge”, “no tengas miedo del universo”.

Citado por Joseph Campbell, de un chamán de Alaska.

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El viaje.

Todo comenzó como un sueño, en una tarde so-leada de junio, rodeado de amigos, en una reu-nión familiar en mi casa.

--- Vámonos para Oaxaca, dijo de pronto Roque, dejando su “cuba” en la mesa, hace mucho que no salimos de viaje.

--- Chévere, dijo Asdrúbal, yo pongo mi camione-ta, entusiasmado hasta el delirio, como siempre.

Comíamos alegremente, mis amigos, mi esposa y mis hijos pequeños, y me quedé pensando en la aventura del viaje, en conocer nuevos lugares y personas, paisajes y emociones, en abandonar por unos días la tremenda ciudad enloquecedo-ra, mientras Sara, mi mujer, iba de un lado a otro preparando la comida y atendiendo la mesa.

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--- Yo también voy, dije, necesito cambiar de ai-res y elevar mi espíritu.

Brindamos por la excelente idea de Roque y nos quedamos callados un momento, cada quien imaginando su paraíso.

--- ¿Saben qué?, dijo de pronto Roque, con ojos ilusionados, después de Oaxaca nos podemos ir hasta Huatulco, un nuevo centro turístico en la costa, todavía virgen.

Asdrúbal brincó en su asiento:

--- Más nada, dijo, me han dicho que yéndose por la sierra hacia la costa, se llega a un pueblo llamado San José del Pacífico, donde se pueden conseguir hongos alucinógenos; lo único malo es que hay que cuidarse de los retenes.

Se nos cortó la respiración y nuestra imagina-ción voló por dimensiones que ya habíamos vi-sitado en otros tiempos, pero que eran siempre nuevas. Habíamos comido los hongos maravi-llosos en Chapultepec, comprados a un indio oaxaqueño, Bernardo, que los traía sobre pedi-do; y comido Peyote en Valle de Bravo, reco-rriendo las carreteras interiores por el camino de la Presa y los Colorines y Santa Catarina. Ya

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sabíamos que con esas sustancias se viajaba a otros mundos ¿imaginarios?

--- Los compramos en la sierra y nos los come-mos en la playa, dijo Roque, embelesado, y “via-jamos” como nunca.

Yo miraba por la ventana la soleada calle, pero en mi mente imaginaba el cielo azul, resplande-ciente de sol, y el mar verde, inquieto, romper en olas contra la suave playa de arena fina, acaricia-da por el viento cálido. Ese viaje era un hecho. Entonces comenté:

--- Nos vamos hasta la ciudad de Oaxaca y visi-tamos Monte Albán, un día o dos, y después nos vamos por la sierra hasta Pochutla, pasando por San José del Pacífico, y de ahí, al mar. Nuevos brindis festivos sacudieron nuestra alma. A Sarita la idea de que me fuera de via-je, no le agradaba mucho, pero como estaba em-barazada, esperando nuestro tercer hijo, no dijo nada, pues no podría ir, además de que descan-sar una semana de mí, no era mala idea… Así que estuvo de acuerdo.

--- Dicen que la carretera de la sierra está en muy mal estado, dijo Asdrúbal, pero no importa, con

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mi camioneta pasamos cualquier obstáculo; ade-más, en Huatulco conozco a una persona que nos puede dar alojamiento, un tipo raro, medio ma-fioso, vive ahí desde hace tiempo, ya me había in-vitado antes y podemos caerle. Lo conocí cuando trabajé en la policía, con el Coronel Medina.

--- Pues ya está hecho, dijo Roque, nada más fal-ta poner la fecha.

Tomamos un calendario que colgaba de la coci-na y analizando las semanas y los días, acorda-mos una fecha. Después, saqué un atlas mundial y en el mapa de México recorrimos con la imagi-nación la ruta geográfica que nos marcaba el iti-nerario del viaje. Sara destapó nuevas cervezas, sirvió el primer plato y la comida se celebró en-tre risas, brindis y recuento de las viejas anécdo-tas de viajes anteriores. Los niños también reían, y de hecho, el viaje comenzó ese día…

* * *

Era el año de 1988 y éramos aún jóvenes, de-seosos de aventuras y viajes. Lo que yo no sos-pechaba era que aquel viaje habría de ser el más significativo de mi vida, en el que descu-briría el sentido de mi existencia, gracias a los

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hongos maravillosos, en un “viaje” en todos sentidos, extraordinario.

Como éramos parte de una banda de amigos, in-vitamos también a Felipe y Enrique Lorenzo, que tenían su casa en la colonia Condesa, cuartel ge-neral de la banda, pero no podían ir por motivos desconocidos, así que el grupo quedó reducido a Roque, Asdrúbal y yo. Nos pusimos de acuer-do, hicimos nuestras maletas, yo me despedí de Sara, hermosa como siempre, de mis hijos, y par-tí con mis amigos en busca de mi destino.

* * *

¿Qué diferencia hay entre sueño y realidad? Ningu-na, pues ambas forman parte de la experiencia subjeti-va de la gente. Nadie sabe cómo es la “realidad” fuera de la visión humana, pues al observarla ya está siendo alterada. Si se estudia la filosofía con cierta seriedad o se adentra uno en el mundo de la ciencia como afi-cionado, verá que ninguna de las dos formas de cono-cimiento nos aclara el problema. Imagínense cuando además intervienen los hongos maravillosos, llama-dos en náhuatl: “teonanacatl”, o “carne de Dios”. En ese caso, la línea divisoria desaparece completamen-te. Este relato es el descubrimiento de una realidad y un sueño, que, al final de cuentas, se entremezclan y

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convierten en una sola experiencia. Es el relato de mi vivencia comiendo el hongo maravilloso en Bahía Ma-guey, una de las muchas bahías de un Huatulco aún primitivo y virgen, que me permitió descubrir “algo”, “eso”, que todos llevamos dentro pero nos es difícil des-cubrir... ¡El sentido de nuestra vida, nuestra función en la sociedad, la misión que desarrollamos en el orden cósmico! Es por tanto un “viaje” en más de un sentido.

* * *

Salimos de la ciudad de México una mañana gris atestada de tráfico y humo, por la avenida Ermi-ta, rumbo a la carretera de Puebla, llenos de en-tusiasmo y alegría, deseosos de dejar la vorágine de asfalto e internarnos en la campiña verde, cla-ra y limpia.

--- ¿Qué se siente dejar la ciudad? – dijo Roque.

--- Es como salir del infierno – contesté.

--- No más nada – reafirmó Asdrúbal.

El camino nos adentraba cada vez más en el ex-tenso valle de Puebla y después en el de Oaxaca, con el calor aumentando a cada kilómetro. En el interior de la camioneta, el ambiente era festivo,

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el “chupiloto” ya había entrado en acción y los pasajeros nos tomábamos también una cerveza por kilómetro cúbico.

* * * Cuando llegué a la cima del cerro en que se ex-tiende la plaza sagrada de Monte Albán, y con-templé desde una de sus pirámides el extenso valle de Oaxaca, cubriendo 360 grados, me di cuenta de que estaba, en el “centro del mundo”.

* * *

El paisaje de la sierra Oaxaqueña es la plena exu-berancia de la vegetación tropical. A pesar de ir en coche, como pasajero, por la ventanilla podía sentir la vibración del aire lleno de la esencia de su atmósfera olorosa, gruesa, con sabores a vaini-lla, frutas agrias y fundamento de hierbas malas. El follaje muerto, pudriéndose lentamente en el calor sofocante del clima, despedía olores amar-gos, pero no desagradables. Los árboles majes-tuosos vestían las montañas, que a esas alturas son enormes, pero sobre todo los peñascos, las piedras, todo el mundo pétreo, se hace presente mostrando el origen rocoso del planeta.

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--- ¡La carretera está de la fregada! – comentó Roque.

--- ¡Está toda rota y descuidada! – dijo Asdrúbal que conducía en aquel tramo, esquivando ba-ches y cuarteaduras.

--- Se nota que hace años no le dan mantenimien-to – dije, mientras les repartía otra cerveza bien fría, sacada de la hielera provista de vituallas. El cielo es la bóveda azul de aquel mundo que, igual ahora que siempre, es primigenio, alimen-to nutricio de hombres y animales. La naturale-za, que el hombre de la ciudad ya no sabe leer, al vivir en un mundo artificial, o que solamente por un instinto muy antiguo entiende, es nues-tro primer hogar, crudo, palpitante, lleno de vida, y que los hombres adoraron como deidad.

* * *

En San José del Pacífico, nos detuvimos en la única tienda que había al final del poblado de ca-sas de adobe y techos de palma, y mientras As-drúbal y Roque esperaban a la supuesta persona que se acercaría para ofrecernos los hongos ma-

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ravillosos, yo caminé a la orilla de la carretera, miré un cielo de azul cobalto, tan azul, que tenía uno la sensación de estar ya en la estratósfera, con la luna al alcance de la mano, astronauta es-piritual. Me subí al montículo más alto que en-contré y admiré la grandeza del paisaje: enormes montañas de una altura que daba vértigo, allá abajo, donde incluso las nubes flotaban a mis pies, entre ellas. Me paré erguido y extendiendo los brazos le grité a Roque, que estaba triste por la reciente muerte de su padre: --- Roque, mira esto, reconcíliate con la vida. Entonces me di cuenta de que estaba, en “el te-cho del mundo”, y de que había llegado a un clí-max en mi vida.

* * *

En realidad, ¿qué busca un hombre en su vida? No lo sabe, pero ya lo tiene: realizar todas sus potenciali-dades, pero él mismo y su gris vida cotidiana, sumido en la ciudad maldita, se lo ocultan, y muchas veces no es capaz de salir de ese medio para sentir su verdade-ra potencia. Otras ocasiones, por casualidad, sale de su sórdido ambiente urbano y en la naturaleza, ante la grandeza del paisaje, o ante su pequeñez frente a

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la pobreza de la gente humilde que vive en casas de carrizo, se percata por primera vez de que es un hom-bre y de que tiene potencialidades, que si desarrolla, lo harán feliz. Ningún hombre puede cambiar él solo el mundo, pero puede realizar sus capacidades y ser feliz, y al hacerlo, mejorar un grano de maíz el mun-do. Todo hombre está condenado a la soledad, tarde o temprano, pero si su soledad la toma como derrota, estará en verdad solo, si en cambio su soledad la vuel-ve fuerza creadora, estará siempre lleno y su casa será visitada continuamente por los que buscan su camino y creen que él les puede ayudar a encontrarlo.

* * *

La carretera de la sierra era un camino acciden-tado, como la vida misma; aún rodando en una camioneta de doble tracción, nos encontramos con muchos obstáculos: en realidad no había carretera, en unos tramos uno de los carriles se había deslavado a causa de las lluvias, en otros, enormes rocas tapaban el camino, o simplemen-te se tenía que transitar por tramos de piedra, barro y terracería, adivinando donde continua-ba el camino, con peligro de seguir a campo tra-viesa o caer en el precipicio. Pero no importaba, en el interior del vehículo se escuchaba música, se cantaba a voz en cuello, se comentaban los

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altibajos del camino y se bebía en proporción a la emoción.

--- ¡Mira negro! – me gritó Roque – ¿cómo ves?, ¡las nubes se ven por allá abajo, entre las montañas!

--- Es un paisaje increíble – confirmé desde el asiento de atrás.

* * *

San José del Pacífico es un poblado de casas y jacales de adobe, ubicado en lo más alto de la Sierra Madre Oriental, a doscientos kilómetros del mar; saliendo del poblado, continuando por la carretera, se llega a un pequeño “restorán” desde el cual se puede observar, por la abertu-ra de dos montañas y cuando hay buen tiempo, el Océano Pacífico, aún lejano. De ahí el nombre del poblado. Estando aún tan lejos, la visión cau-sa admiración y sobresalto, es una aparición má-gica que nos permite evocar viajes en el tiempo, lugares de ensueño, saltos en el espacio. Después de apreciar el paisaje casi sobrenatural, subimos a la camioneta y continuamos nuestro viaje.

* * *

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Después de Pochutla, se ve el mar inmenso. Se está en los linderos de la sierra, todavía en el bos-que, rodeado de su atmósfera y ya se ve el mar, se siente el soplo de su brisa salada y húmeda. El mar es símbolo de fuerza y energía concentrada; es como el hombre, parece infinito, pero tiene lí-mites. Su continuo movimiento y su extensión verde azul, nos da alegría, nos llena el espíritu, y el aire salino nos limpia y enardece. Pero no es de fiar el mar, tan apacible; en un momento se encrespa y es entonces un enemigo formida-ble que nos tragará al menor descuido; es bello, pero traicionero, hermoso, pero vengativo. Con su incesante y monótono ir y venir nos parece divertido, y nos enseña a soportar la rutina.

* * *

Bahía Maguey era una playa alejada por lancha cuarenta minutos de La Crucecita, la aldea de pescadores que en ese entonces aún existía. Era una playa desolada, aislada del mundo, sin co-nexión por tierra con la civilización, con algunas palapas y enramadas acondicionadas para turis-tas esporádicos, y, entre ellas, una que nos había prestado el narco, amigo de Asdrúbal, para pasar ahí tres días, alejados de todo contacto humano

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y sin posibilidad, en caso de accidente o enfer-medad, de regresar a Santa Cruz, ya fuera por tierra o por mar. Y nosotros, seres de la ciudad, nunca habíamos tenido semejante experiencia, que nos pareció el colmo de la aventura.

--- Es un paraíso para nosotros solos – dijo Roque.

Era emocionante pero a la vez temerario y ate-morizante. Llegamos por lancha, después de atravesar un mar turbulento y pasar por el “bu-fadero”. Nos dejó Jacinto, el lanchero designado por el narco, en la playa, con nuestras pertenen-cias y provisiones, y después regresó a la cruce-cita rugiendo su motor, siempre sonriente. Y nos quedamos solos y nuestra alma excitada. En un paquete, Asdrúbal guardaba los hongos que nos había dado La Chamán Macedonia, en San José del Pacífico. Divertidos, asustados, emociona-dos, como pudimos, nos instalamos en la cabaña del árbol. Me percaté entonces de que estaba en “el fin del mundo”, después del cual solo estaba el mar y, más allá, el cosmos infinito.

* * *

¿Cuál era la finalidad de comer los hongos? Para mis amigos, Roque y Asdrúbal, divertirse, tener

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una nueva experiencia, sentir algo nuevo. Para mi era diferente: yo le hice caso a la hechicera Macedonia, que muy claramente nos dijo: “Pre-gúntenle al hongo su duda más importante, aquello que más quieran saber, y si tienen el co-razón puro, les contestará”. Así que yo los iba a comer haciéndoles la pregunta. Pero ¿Cuál era? ¿Qué preguntar? También nos dijo que antes de comerlos debíamos lavarlos muy bien con agua dulce y pedirles perdón por comerlos, y solo en-tonces, humildemente, solicitarles la respuesta a nuestra pregunta. Pero ¿Cuál era mi pregunta?

Ya en la playa, instalados en nuestra cabaña, frente al mar, con un día esplendoroso de sol y aromas nuevos, me puse a pensar, ¿qué les pue-do preguntar a los hongos, qué pregunta era fundamental, verdadera, importante? Miraba el mar, los hongos en una vasija que había sacado Asdrúbal de la cocina de la palapa y entonces, me iluminé, mirando el cielo, la selva que empe-zaba al término de la arena, la inmensidad del mar rugiente delante y la inmensidad del mun-do. Mi pregunta era: ¿Quién soy?

Porque sabía lo que hacía y como me ganaba la vida, pero no quien era en realidad, cual era mi función en este mundo, la razón de mi existen-cia, aquella por la cual estaba ahí parado, vivo,

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sano, con treinta años, ante la inmensidad y el misterio del universo. ¿Quién soy? ¿Para qué vivo? ¿Qué vine a hacer a este mundo? Regresé a la palapa, tomé mis hongos y los fui a lavar pi-diéndoles perdón por comerlos, realizando toda la ceremonia, en silencio, mentalmente, con se-riedad. Regresé a la playa, me hinqué en la arena y los empecé a comer, haciéndoles la pregunta. Sabían a tierra, a carne, la carne de la tierra, la carne de Dios, algo ácido, cítrico, unos hongos enormes, de gran corola violeta, que azuleaba, de los que llaman “derrumbes”.

¡Ojalá y contestaran mi pregunta!

--- ¡Están bien jugosos – dijo Asdrúbal – saben a tierra con limón!

Nos reímos todos nerviosos.

Después de comerlos, me alejé de mis amigos, que por cierto, no vi que hicieran la ceremonia que nos recomendara Macedonia, y me fui cami-nando por la playa, algo inquieto, hacia las rocas que le daban término a la pequeña bahía. Llegué a los peñascos y me senté en uno de ellos. Era el atardecer y el mar y el cielo azul rojizo se mani-festaban con todo su poder. Y esperé. Las poten-cias espirituales del otro mundo, que no tengo

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idea de donde esté, habían sido convocadas. Me esperaba una revelación maravillosa y a la vez tan evidente, que me dejó fascinado, convencido de que la respuesta era la verdad absoluta.

* * * Monte Albán, o “Dani Báa”, para sus construc-tores, el pueblo “Benizáa” o Zapotecas, es un centro ceremonial que estos pueblos antiguos construyeron para fines que nosotros apenas comprendemos. Está en la cima de una enorme montaña y desde su gran explanada, aplanada artificialmente, se contempla, en todas direccio-nes, el valle de Oaxaca y parte del valle de Cuer-navaca, que para aquella gente, y para mí en aquel momento, era todo el mundo, y las pirá-mides y demás edificios, el centro del mundo, el “axis mundi” de su universo. Estaba por tanto, en el centro de mi vida, en el lugar y momento en el cual tenía que emprender mi camino y con-solidar mi vocación. Como cualesquier turistas, recorrimos la explanada, admirando las pirámi-des y los hermosos edificios antiguos, tratando de descifrar sus inscripciones y extraños símbo-los, atontados por lo maravilloso de su concep-ción arquitectónica y lo magnifico de su visión espectacular. Más tarde, casi por cerrar el mu-

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seo, nos dimos un toque de marihuana, subidos en la única pirámide que tiene una orientación diferente.

--- Vénganse – nos dijo Roque todo misterioso – Hay poca gente y aquí traigo un toque ya forjado. Nos sentamos en los escalones opuestos a la entra-da y a la vigilancia de los celadores y nos fuimos pasando el toque después de darnos “las tres”.

Después de fumar, aquello cobró otro aspecto y empezaron a suceder cosas extrañas. Nos escon-dimos de los guardias del museo, que sacaban a la gente del lugar, y nos quedamos solos en la gran plaza y sus pirámides. El sol se ocultaba y las sombras se alargaban, dándole al lugar un as-pecto sobrecogedor. Nos sentamos en una de las escalinatas al fondo de las estructuras, pasma-dos, a contemplar el imponente paisaje a nuestro entero gusto. Entonces, un viento frío, cada vez más violento, comenzó a dar vueltas por todo el lugar, silbando entre las piedras milenarias, como una serpiente invisible, y la sensación de presencias poderosas nos sacudió a los tres. Al-guien o algo, estaba ahí, muy poderoso, y nos decía, de alguna manera, que nos fuéramos, que aquel lugar no nos pertenecía. Estoy seguro de que no era el efecto de la marihuana el causan-te de aquellas sensaciones, pues ya estábamos

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acostumbrados a ella. El viento cobró tanta fuer-za y el sol desaparecía con tanta rapidez, que nos asustamos y en efecto nos fuimos, regañados por los guardias, que nos descubrieron. El lugar se quedó solo, poblado por sus antiguos espíri-tus. ¿Qué sucedería por las noches en la ciudad sagrada de Monte Albán? Quizá sus sacerdotes y guardianes guerreros reaparecían, desafiando al tiempo, y llevaban a cabo sus secretas cere-monias mágicas, alumbrados por urnas que ali-mentaba el fuego de los dioses, escuchando de nuevo su enigmática música de suaves flautas y rítmicas sonajas. Nunca lo sabremos, pero estoy seguro de que los espíritus de sus antiguos mo-radores, aún practican sus ritos en sus sagrados templos, bajo la luz de las estrellas centellantes.

* * * La ciudad de Oaxaca brilla al sol como una fruta fresca, es una ciudad colonial, remodelada para turistas, pero que aún así conserva su sabor provinciano, con su plaza principal, los edifi-cios de gobierno, el paseo, el parque, el quiosco y sus bancas donde tomar el fresco. Nos hospe-damos en el hotel “Marqués del Valle”, título que nos recordó al gran conquistador, desola-do y triste en su grandeza, solo en su gran im-

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perio, conquistado con el sudor de los nativos, que traicionaron su propia tierra para vengarse de los tiranos mexicas odiados. Nos dieron una habitación fresca, amueblada en estilo mexica-no, que tenía una bella terraza que daba a la plaza y desde la cual se veía toda la ciudad y las montañas que rodean el valle esplendoroso. Nos alojamos, y después de un merecido baño, bajamos a buscar un lugar donde comer, encon-trando un agradable restaurante lleno de flores y decorado con colores vivos y motivos alusi-vos a la “Gelagetza” y las “Tehuanas”. No obs-tante, lo que me cautivó fue el mercado central, lleno de luz y color, con sus puestos de que-sos de hebra formando pirámides, los dulces y panes de pulque, los expendedores del famo-so barro negro, el riquísimo chocolate, y el café aromático, mil variedades de mole. Los puestos de artesanías multicolores, tejidos, cestería, al-farería, juguetes tradicionales nunca conocidos por los niños globalizados. Pero la sección de comidas me gustó aún más. Cada puesto de co-mida tiene el aspecto de una casita, por lo cual en conjunto da la apariencia de un pueblito te-chado. En él almorzamos los famosos tamales, acompañados con chocolate con leche unos, y chocolate con agua otros. Todos comiendo que-sadillas con queso y pan de pulque.

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Después de desayunar, Roque y Asdrúbal se fueron por su lado para comprar las provisiones necesarias para el viaje por la sierra y a mí me encomendaron comprar el mezcal, de antigua tradición en Oaxaca.

--- Mira negrito – me dijo Asdrúbal – allá enfren-te está el expendio de mezcal, vete por dos litros, más nada. Pero fíjate que sea del bueno…

--- Hay muchos tipos – dijo Roque – no compres del más barato, pinche compadre, pide la prueba.

Salí del mercado y enfrente encontré un estableci-miento que vendía una cantidad increíble de tipos de mezcal: agüita, minero, caminero, pechuga, pe-chuga de ángel, puro, blanco, añejado, etc. Entré, y para decidir cual comprar, pedí que me dieran una prueba de cado uno de los diferentes tipos, prueba que le dan a los clientes en dedales de metal de una onza. Mientras me daban las pruebas, tanto los em-pleados como los clientes que ahí estaban se reían de mí, primero disimuladamente y después abier-tamente. Yo no sabía por qué y no hice caso, seguí probando el mezcal. Por fin me decidí por uno y compré unas garrafas, llegaron por mí mis amigos y al salir y darme el aire… ¡simplemente me des-mayé! Tan fuerte es su mezcal y tan inocente era yo, al paladear tantas pruebas, causa de las risas de

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los parroquianos. Cuando desperté, íbamos ya en la camioneta, rumbo a San José del Pacífico.

* * *

Toda vida es un viaje alucinógeno, un camino que tie-ne un principio y llega a un destino final, heroico. Es la base de la mitología, el héroe en busca del bellosino de oro, los trabajos de Hércules, el príncipe en pos de la amada cautiva, el viaje al mundo de los muertos, el regreso al hogar después de la gran batalla. El viaje tiene sus obstáculos y peligros, que el héroe debe ven-cer para lograr su objetivo. El problema entre la gente común, que también es heroica, es que no todos ven-cen los obstáculos ¿Por qué? Porque no saben qué es lo que van buscando, a quien van a salvar o qué tesoro van a encontrar. Al final llegan al término de su viaje, que es su vida, sin saber para qué han vivido, llegan vencidos. El viaje no tiene retorno, y si no reconoce-mos el tesoro que hemos encontrado, nos quedamos con las manos vacías.

* * *

En el interior de la camioneta el ambiente era estupendo, se fumaba y se bebía, cantábamos al ritmo de los Beatles, de Pink Floyd, o de los

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Doors. Aunque también oíamos música en es-pañol, como José Feliciano y su camino verde, o Fania All Star, que le gustaba en particular a Asdrúbal, como buen venezolano. Y desde lue-go, cantábamos a coro con Joan Manuel Serrat y sus cantares. Yo iba en el asiento de atrás, a mis anchas, mirando el mundo por la ventanilla y absorbiendo cada detalle del camino con los cinco sentidos alertas: el canto de las aves, el halo vibratorio de un grupo de árboles, las mon-tañas a lo lejos o los cerros cercanos, los sende-ros que se ven en el bosque y que deben llevar a lugares mágicos donde vive gente nunca vista, en caseríos escondidos en la espesura; parajes dignos de estar habitados por duendes; un ma-cizo de rocas, el verdor del follaje y el azul del cielo, todo aquello que nos hace sentirnos vivos en verdad, despiertos, con el alma alerta, y no esa especie de sonambulismo patético con que andamos de aquí para allá en la ciudad. Pues lo importante es vivir y experimentar, ver la temperatura del paisaje, el olor del color de una flor, probar la textura de los árboles en lo alto de un cerro, oír la dureza de las rocas, tocar la grandeza de una nube solitaria. Sentir el sutil sonido del viento moviendo las hojas de los ár-boles más cercanos, a pesar del ruido del motor y de la música.

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--- Bájenle un poco a la música – pedía yo, que-riendo escuchar los sonidos de la sierra.

Aunque había momentos especiales, como cuan-do bajamos de la camioneta a orinar a la orilla del camino solitario y escuchamos el silencio impo-nente del bosque lleno de ruidos diminutos, muy pequeños, como manchitas negras en un penta-grama: patitas que corren entre los matorrales, algo que se arrastra sigiloso entre las ramas, el zumbido de un abejorro, el aletear de un extraño pájaro, invisible entre el follaje, la chicharra de un grillo. Ese silencio sobrecogedor que contiene la vida entera y que nos deja absortos, dichosos de vivir para oír ese silencio armonioso. Yo es-taba emocionado con sólo ir en la carretera, sin importarme el objetivo del viaje o su destino. Lo importante era deslizarse por ese camino, el paseo mismo por la carretera curveante que se internaba en aquella naturaleza cada vez más cá-lida, húmeda y tropical, llena de misterios.

* * *

Pero teníamos que llegar a algún lado, y des-pués de varias horas de correr por una carrete-ra casi inexistente, desplazándonos por la sierra oaxaqueña a alturas increíbles, en medio de un

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bosque húmedo y con mucho calor, en un mun-do tropical, después de una curva, nos encon-tramos con un poblado que se desparramaba a ambos lados del camino, colina abajo, rodeado de palmeras y plátanos, y más debajo de pinos y bosques de coníferas, de árboles de flores de colores flamígeros, rojos, amarillos, morados, azules. Todas las calles eran de tierra apisonada, perpendiculares a la carretera, y las casas, cho-zas y jacales, estaban hechas de adobe con techos de palma y caña brava, de aspecto pobre, pero digno, sin basura y, cosa extraña, no se veía un alma por ninguna parte. Por la hora del día com-prendimos que los lugareños estaban en plena labor. Al final del poblado, nos detuvimos frente a la única tienda de víveres, la única que vimos y ahí nos detuvimos y bajamos a comprar unas cervezas: era San José del Pacífico.

--- No veo ningún reten, hermano – dijo Asdrú-bal – estamos de buenas…

Estábamos en el punto más alto de la sierra. As-drúbal estaba aliviado porque no estaba instalado ningún reten militar, como le habían dicho, y por tanto, no había peligro de conseguir los hongos alucinógenos. No sé por qué, tenía la peregrina idea de que alguien se acercaría a ofrecérnoslos, por lo que tomamos las cervezas junto a la camio-

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neta. Yo me alejé un momento para maravillar-me ante el paisaje extraordinario, bajo un cielo de azul intenso, y sobre las nubes, que flotaban entre las montañas, allá abajo. De pronto sentí cla-ramente que nadie nos iba a ofrecer nada y que nosotros teníamos que ir a buscarlos. Se los dije y estuvieron de acuerdo, así que caminamos por la orilla de la carretera, pasando por varias calles desiertas, y aspirando el aire perfumado. Enton-ces, de una de aquellas casas de adobe apareció una anciana de edad muy avanzada, toda encor-vada y arrugada y nos dirigió la palabra:

---- ¿Qué pasó? – Nos dijo -- ¿Por qué tardaron tanto? Yo los esperaba desde hace dos días.

Aquellas palabras nos dejaron estupefactos, pen-sando que nos confundía con otras personas. Ro-que se animó y muy amablemente le preguntó:

---- ¿Sabe donde podríamos conseguir hongos?

---- ¡Por eso – respondió – los tengo aquí desde anteayer, mi hermano los trajo del bosque, ya co-mienzan a descomponerse!

Nos admiramos aún más y pensando que tal vez había adivinado nuestra llegada, la seguimos a su casa, adentrándonos en la calle, desde la cual

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se veía, allá abajo, el caserío que conformaba el pueblo, luminoso bajo el sol y rodeado de plá-tanos, pequeñas palmeras, cercas de piedra y corrales para animales de granja, cerdos, cabras, pollos, gallinas, algunos guajolotes, con árboles florales en los patios y macetas de diverso colo-rido en las ventanas. La casa de la anciana era un cuarto con algunas camas, una palangana, una mesa, varias sillas de palo, una cortina que ocul-taba otra habitación, probablemente la cocina, varias imágenes de santos colgados de las pare-des, dos ventanas, una hacia la calle y otra hacia el poblado y el bosque. En una especie de altar ardía una veladora y una imagen de la virgen de Guadalupe. Sobre la mesa estaban una jícara y varios vasos de barro. Nos invitó a entrar y en-tonces de bajo de una cama sacó un envoltorio de hojas de plátano y al desenvolverlo sobre la colcha, brillaron en azul y morado unos hongos enormes, de corolas gigantes.

---- ¡Estos son – dijo – los niñitos, los santitos!

Estábamos con la boca abierta y yo le pregunté si era algo así como una hechicera y ella me contes-tó que era el Chamán del pueblo. Un Chamán, es la persona más importante de un pueblo, una es-pecie de curandero, sacerdote y psicólogo, todo en una misma persona, que se encarga de velar

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por la salud física y mental de su gente, que es capaz de comunicarse con los espíritus usando los hongos maravillosos, que ayuda a bien morir a los viejos y enfermos y da consejos y orienta-ción a los dolientes. Al escuchar su respuesta ya no me pareció una confusión de personas el que dijera que nos estaba esperando desde hacía dos días para que fuéramos por los hongos: ¡ella sa-bía que íbamos a ir! Entonces le repartió a cada quien su ración, hizo tres paquetitos con hojas de plátano, parecidos a tamales y nos los dio, ex-plicándonos que al comerlos debíamos hacerles una pregunta que nos importara mucho, que an-tes debíamos lavarlos muy bien con agua dulce y pedirles perdón por comerlos, y, si teníamos el corazón puro, nos contestarían.

Roque le quiso pagar con un billete y ella muy extrañada dijo que eso no le servía. Entonces yo tuve una corazonada repentina, tomé el billete y fui corriendo a la tienda a comprar maíz, fríjol, arroz y otras cosas útiles como sal, azúcar, café, todo lo que pude encontrar, regresé con el paque-te y se lo ofrecí. Entonces ella me dijo con sus ojos brillantes y rodeados de arrugas centenarias, que yo tenía el corazón puro y entendía… Roque le hizo la plática y nos contó que efectivamente, es-taba lloviendo mucho, que su hermano, llamado José y que era campesino, le traía los hongos y que

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los militares solo acampaban ahí por temporadas, pero que se iban pronto porque nadie los quería y casi no pasaban personas por aquella carretera que vinieran por el lado de Oaxaca, casi todas las provisiones y personas venían por el otro lado, por Pochutla, hacia donde nosotros íbamos.

--- Esta es su reina, doña – dijo de pronto Asdrúbal, mirando la imagen de la virgen de Guadalupe…

--- Esa misma – contestó Macedonia, que así se llamaba, según nos dijo – igual que de tu tierra es la virgen del Coromoto, patrona de Venezue-la. Pero es la misma reina, no te preocupes, solo que la nuestra es morena.

--- ¡Que vaina, cómo supo que era venezolano!

--- No sólo por el acento, lo traes en el aura – contestó.

Nos bendijo y salimos a toda prisa, llenos de una emoción extraña, como si hubiéramos esta-do por unos minutos en otro mundo. Nos des-pedimos a lo lejos de ella, que nos siguió con la vista, subimos a la camioneta y partimos.

--- ¡Qué anciana tan extraña! –comentamos los tres.

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* * *

¿Qué buscábamos en aquel viaje? Era un viaje de re-creo y mis amigos veían al hongo como otro elemento de diversión. Pero yo no. Yo buscaba el bosque, las montañas, la selva y el mar, buscaba mi espíritu, una verdad dentro de mí, algo con qué aferrarme a la vida, que fuera auténtico y definitivo, como la naturaleza que me rodeaba. Buscaba el fundamento del cosmos, aquello que adivinaba detrás de las cosas. Era la oc-tava vez que comía los hongos maravillosos y sabía por experiencia que te introducían en otra dimensión, una realidad detrás de la realidad “normal”, y quería ver claramente esa “otra” realidad, que en última ins-tancia está entrelazada con la realidad común, pero que ya no sabemos ver, quizá porque nos han ense-ñado que esas cosas no existen, sin prueba alguna, o porque tenemos apagado el espíritu y ya no sabemos verla. Pero estoy seguro que los hombres antiguos, en los pueblos antiquísimos, la gente veía la “otra” reali-dad, como la ven ahora los niños y los animales, y que hacían proezas con su mente, que ahora nos negamos a nosotros mismos porque alguien nos ha dicho que no es posible. Quería saber quien era en verdad.

* * *

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Bahía Maguey era un paraíso tropical. Era una pequeña playa deshabitada, con tres o cuatro palapas y enramadas que en época turística le daban de comer a los viajeros que se atrevían a llegar hasta ahí, cruzando en lancha el espacio de mar agitado que hay entre La Crucecita, la comunidad de pescadores, y las once o doce ba-hías que forman el complejo turístico de Hua-tulco. En la época en que fuimos no había luz ni ningún otro servicio. El agua se mantenía en estanques que se llenaban de vez en cuando, por lo que uno debía llevar su propia agua, si, como nosotros, pensaba quedarse a dormir ahí, lo que de hecho era una locura. Comenzaba la bahía en un promontorio peñascoso y termina-ba, unos dos kilómetros más allá, en otro peñas-co igualmente pedregoso. Al fondo de la playa, donde terminaba la arena, comenzaba una selva enmarañada, imposible de penetrar, y además, nada segura, pues la habitaban todo tipo de ali-mañas peligrosas, rastreras, arbóreas y volátiles, con patas, con escamas o con alas, casi todas con algún aguijón aparatoso o unos colmillos poco recomendables. Así que no había para donde ir: la selva tropical detrás, el mar inmenso por delante y los peñascos a los lados. Y claro está, el hermoso cielo azul, puro y limpio, despejado, hasta parecer un mar azul, en las alturas.

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--- Así es, Roque, es un paraíso – dije – lástima que no va a durar mucho cuando terminen las obras de Santa Cruz. Una vez terminados los hoteles y se deje venir el ganado humano, va a desaparecer esta maravilla.

--- Pues por lo pronto vamos a gozarlo – dijo Asdrúbal – antes de que todo esté sucio y lleno de gente. La arena era finísima y el mar golpeaba la playa con leves olas de rizada espuma, excelentes para nadar, con el agua tan cristalina que se podía ver el fondo, aún estando a doscientos o trescientos metros mar adentro. No había peligro de tiburo-nes, morenas o, medusas, si no se acercaba uno mucho a las rocas. El sol calentaba inclemente y el calor era sofocante, por lo que pasamos la ma-yor parte del día bajo el techo de la palapa o arri-ba, en la cabaña del árbol. Nadamos más a gusto por las mañanas, cuando la temperatura es más fresca y la atmósfera más clara, dándole a las co-sas ese aspecto de ser nuevas, recién creadas.

* * *

El hombre es un ser gregario, vive en sociedad y va acompañado a casi todas partes. Forma una familia,

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va a un club, tiene amigos con los que va al bar. O a un viaje. Como es el caso que nos ocupa. Pero hay en el hombre situaciones que se pueden afrontar única-mente solos, porque la verdad sobre lo que somos y podemos hacer, es algo solamente nuestro y de nadie más. Hay una soledad fundamental en el hombre, que es imposible evitar. Pero es necesaria para resolver las grandes cuestiones de la vida. El hongo maravilloso logra esto en forma absoluta: te deja solo contigo mis-mo y te muestra quien eres con una claridad dolorosa. Te “regaña”, se dice en el argot de los iniciados. Así que Roque, Asdrúbal y yo, aunque estábamos juntos en aquella pequeña playa, estábamos más solos que nunca, en una soledad relativa, acompañados por el universo todo.

* * *

Había detrás de la palapa en Bahía Maguey, un ár-bol enorme, creo que era una higuera, sobre la cual construyeron una cabaña de buen tamaño, con dos habitaciones, una de las cuales tenía incluso balcón con vista al mar, a la que se subía por una escale-ra hecha con ramas gruesas y travesaños de tablas clavadas, que subía aferrada al grueso tronco. La cabaña estaba hecha de madera, con tablas mal emparejadas y carrizos que intentaban taponar las aberturas en las junturas mal hechas, por las cuales,

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en caso de lluvia, el agua entraría sin obstáculos, al igual que toda clase de alimañas que anduvieran inspeccionando en las alturas del árbol.

--- Ojalá no llueva – dijo Asdrúbal, inspeccionan-do la cabaña – se metería el agua por todos lados. Afortunadamente, no llovió, y nunca vimos nin-gún bicho, salvo moscos; pues aunque tanto las paredes como las ventanas, que no tenían crista-les, desde luego, estaban protegidas por mosqui-teros, se las ingeniaban para entrar y chupar la sangre. La habitación principal tenía una cama matrimonial protegida con tela contra mosqui-tos y varias repisas toscamente fabricadas para poner la ropa, alguna mesa, sillas de palo, una especie de ropero, un anafre con carbón, copal, y una sustancia humeante desconocida por mí, destinada a ahuyentar a los temibles vampiros. Un espejo, una palangana y una cuerda atada a una cubeta para subir agua. La otra habitación estaba a la intemperie, atravesada por una ha-maca protegida con mosquitero y el balcón. Ahí dormía yo.

--- Vamos a echar un volado para ver quien duer-me afuera, – dijo Roque sacando una moneda –, un disparejo.

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--- No hay necesidad – dije –, yo duermo afuera, ustedes acomódense aquí.

Lo cual agradecía, pues el calor era insoportable, además de que la vista era incomparable, tanto del mar como de la selva, por lo cual pasé ratos inolvi-dables intentando leer, lo cual era inútil, pues me ganaba la magnificencia del paisaje natural. Deba-jo de la cabaña, estaba la palapa, que albergaba el “restorán”, el cual funcionaba en temporada tu-rística. En la parte de atrás había un patio, con un fregadero y una cocina muy elemental compuesta de una gran mesa de corte, una hornilla de gas, un tanque vacío, cacerolas, cuchillos, platos, destapa-dores y un gran machete que nos fue muy útil. El restorán estaba equipado con varias mesas de me-tal y sillas plegables promocionando una marca de cerveza, además de un refrigerador de hielo, ahora lleno de agua, pero también de cervezas, que em-pezamos a consumir de inmediato. En el fondo del patio estaba una caseta con una fosa séptica para ir al baño y a gicarazos, bañarse al aire libre, solo cubierto por una rejilla de medio cuerpo. Era la ca-baña de mis sueños, un Tarzán feliz en medio de la selva, frente al mar, libre de preocupaciones.

--- Me cae que de niño siempre soñé con una ca-baña como esta, – dije pensando en voz alta –, y ahora se me hace.

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--- Nomás no te vaya a picar un alacrán, negro ojete – me dijo Roque riendo.

--- No, nunca soñé con un alacrán. Además, se me hace que aquí no hay.

--- ¡Como no!, – dijo Asdrúbal afirmativo –, aquí hay de todo.

En las tres tardes que pasamos ahí, leí un poco y empecé a bosquejar este libro, mirando desde el balcón la puesta de sol, acariciado por la brisa, con una cerveza en el piso, balanceándome en la hamaca. Las noches eran alucinantes debido a la increíble cantidad de ruidos y sonidos extraños que producen los insectos y animales de la selva, invisibles, pero presentes de forma contunden-te. Escucharlos era entrar en un mundo desco-nocido y atrayente, casi hipnótico, que me hacía comprender lo que debieron sentir los primeros pobladores del planeta, hace millones de años.

* * *

Las semillas de una flor, la reproducción de las plantas y animales, son creación; el surgimiento de una nueva estrella, el nacimiento de un niño,

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son creación. Que también es cualidad del hom-bre: hacer una herramienta, escribir un poema, establecer un baile ritual, cantar, tocar una so-nata o un tambor, pintar un cuadro, escribir una novela, son creación. Plantas y animales se re-producen. El hombre inventa, hace surgir algo que antes no existía, le añade a la naturaleza algo que ella misma no puede generar: a eso le llama-mos cultura. El universo contiene en sí mismo miles de procesos creativos o reproductivos, y el hombre, parte del universo, no es la excepción, pero hace algo más, inventa, saca por así decir, de la nada, un poema, un canto, una melodía, un mecanismo; si Dios creó al universo, el hombre creo la civilización y la cultura.

* * *

La ciudad sagrada de Monte Albán, con sus pi-rámides alineadas en una dirección, menos una, sus escalinatas y edificios, sus templos y estelas, es un lugar mágico. Los turistas, quizá porque tienen tapados los poros del espíritu, no sienten nada y sólo ven piedras amontonadas inteligen-temente, toman fotos y oyen las explicaciones del guía. Pero los que tenemos el alma despierta y la sensibilidad alerta, percibimos de inmediato una especie de energía magnética que emana de

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las pirámides mismas y circula entre ellas. Es una energía que refuerza la potencia vital del cuerpo, que limpia de impurezas y agudiza la mente, así como la capacidad de sentir y emocionarse. Su emplazamiento, en la cumbre de la montaña, permite ver el valle en todas direcciones, lo cual sirve, no sólo para fines militares, como dicen los guías, sino también para ubicarnos en el “centro del mundo”. Todos los pueblos antiguos, des-de hace miles de años, se han creído el pueblo elegido y que están asentados en el centro del mundo; al construir sus pueblos, plazas o cen-tros ceremoniales, establecían un lugar, simboli-zado por una estaca, una piedra, un mástil o un edificio, que representaba el centro del cual par-tir para establecer un “espacio sagrado”, el “axis mundi”, a partir del cual se podían identificar las seis direcciones: norte, sur, este, oeste, arriba y abajo. Sin este centro, el espacio geográfico se-ría un caos, sin dirección ni rumbo, sin sentido, algo profano. Era la forma de poner orden en el caos, es decir, construir un “cosmos”. Además, el centro simbolizaba también la unión entre el cielo, la tierra y el inframundo, lugares en los que el alma iba después de la muerte; al ubicar la salida y puesta del sol, se podía medir el tiempo, y con la luna, el tiempo cósmico. El cazador es lunar, pues se cazaba principalmente de noche, mientras que el campesino es solar, pues es el sol

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el que le indica las diferentes estaciones del año, cuándo sembrar, cuándo cosechar, cuándo pre-parar la tierra. No importa que en “realidad” no exista ningún centro, ni del mundo ni del univer-so, nuestra mente humana lo necesita para orde-nar las ideas y las actividades, para darle sentido a la vida, y, si lo necesitamos, lo creamos. Por lo tanto, Monte Albán es el “centro del mundo”, así como San José del Pacifico es el “techo del mun-do”. No es mitología, es realidad, una realidad que está más allá de la ciencia, como de hecho lo está la mayor parte de lo existente. Al estar parado en lo alto de una pirámide de Monte Al-bán, contemplando el maravilloso panorama, yo estaba en el centro del mundo, de mí mun-do, no importa que cada ciudad sagrada y cada individuo dentro de ella, en muchas partes del mundo, crea lo mismo. Me ubica en el universo y le da sentido a mí existencia: soy aquí y ahora. La energía que se sentía en Monte Albán es una energía cósmica que los hombres antiguos que vivieron ahí sabían usar y que nosotros ignora-mos ahora, que incluso negamos, pero que existe a pesar de todo. Pues es claro que la vida es toda la energía del universo concentrada en un pun-to: yo. Por lo tanto, mi visita a Monte Albán me llenó de energía y me ubicó en el mundo, tan-to el externo, como el interno. Los hongos que me dio Macedonia contestarían mi gran pregun-

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ta: ¿Quién soy? Por añadidura, la belleza de las construcciones, la majestuosidad del paisaje, las inscripciones talladas en los muros, que quería-mos descifrar, me llenaron de alegría por vivir. Estando ahí, se entra en contacto con el univer-so: yo soy parte del mundo, del sol y de la luna, estoy hecho de los mismos elementos que las estrellas, estoy donde debo estar, solamente me hace falta saber para qué estoy, qué se espera, en el universo, que yo haga.

* * *

Sobre las altas montañas de la Sierra Madre Oriental, se encuentra la tierra, la vegetación y la gente necesaria, exacta, para entender como es el hombre americano. Su historia, su tremen-do drama, el hecho previsible de la conquista violenta después del descubrimiento de Amé-rica; fue el clímax y la destrucción de una for-ma de existir del hombre. Quizá el drama del hombre de Neanderthal, al encontrarse con el hombre de Cromagnon, y quedar condenado a la extinción, se puede comparar en grandeza, a la extinción de los pueblos prehispánicos. Aún quedan vestigios, cincuenta y cuatro etnias que nos hablan de un pasado milenario, que termi-nó a sangre, traición, fuego, explotación y sal-

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vaje destrucción de su cultura, tradiciones y creencias, de sus templos y códices, repartición de sus tierras y abuso de su trabajo hasta morir. Toda una civilización dejó de existir y de la in-fame mezcla, con dejo de violación, que se dio entre conquistadores y conquistadas, se gestó un ser híbrido, menguado, desposeído de su verdad, de su significado, de su sentido e iden-tidad: el mestizo, el mexicano actual, que no sabe quien es ni como debe conducirse: ¿Como indio, como español, como estadounidense?, ¿Cómo? Por su origen violento y mezquino, ha vivido siempre a la sombra de otras culturas e imitando a los poderosos: españoles, franceses, anglos sajones, despreciando al indígena y a sí mismo, enemigo de su propia sangre, corrup-to, malicioso y aprovechado, violento, fiestero y borracho, mujeriego y valentón, ignorante y pretencioso, noble por sangre india, sinver-güenza por sangre hispana. El mexicano actual, sumido en la barbarie urbana, en el narcotráfico y la violencia, en la pobreza y la podredumbre moral. Este mexicano, producto de aquella bar-barie, tiene como efecto la barbarie actual, es un ser no sólo perdido en la soledad de su labe-rinto, sino que es un pueblo sin alma, sin dio-ses, sin objetivos, sin significado y sin sentido, un pueblo al garete. No es, como dijo Octavio Paz, un ser solo. En el mundo globalizado no

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está solo, y el laberinto es ya de toda la huma-nidad. ¡Pobre México! ¡Pobre humanidad! Se ha perdido el rumbo y solamente queda abierto el camino ancho del supermercado y la plaza co-mercial, que termina en la destrucción de la na-turaleza. En la sierra madre de Oaxaca, en San José del Pacifico, vi, sentí, sufrí, gocé, me es-tremecí, con la esencia de un pueblo olvidado, resabio del pasado, pero aún en pie: los mix-tecos-zapotecas. Hombres y mujeres pobres, paupérrimos, al borde de la extinción, pero presentes, existentes, reales, verdaderos, vivos aún con su dolor y dueños eternos de su magia. El culto del hongo maravilloso, su uso ritual, es la muestra de un pensamiento todavía vivo, de un entendimiento de la constitución del uni-verso que sólo ellos tienen y que generosamen-te nos proporcionan, a cambio de arroz, maíz, frijol y aceite. Están muriendo y lo saben, pero tienen la esperanza de que entre los hombres mezclados, de los mestizos, haya algunos que tengan la visión, el entendimiento, y logren co-municarse con los demás y con sus dioses, que son los mismos dioses de toda la humanidad: la tierra, las montañas, los ríos, cañadas, bos-ques, selvas, lagos, plantas, animales, cascadas, valles, granos, frutas, mares, la lluvia que ali-menta esta tierra, que alimenta a los hombres, y detengan la locura que está por destruirlo todo.

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Que los dioses y los hombres los escuchen. Un mestizo que, por qué no, también logre traspa-sar la barrera entre los mundos, entre las reali-dades, y así, llegue al mundo de los espíritus y continúe con el legado que circula en su sangre y que es necesario comprender para salvar al mundo y entender que no estamos solos en el cosmos, que la muerte no es el fin absoluto, que puede haber entendimiento entre los pueblos y que el laberinto es sólo aparente, y la soledad, un capricho de la historia. No acabamos con la muerte, pero sí podemos acabar con la vida. No estamos solo ni perdidos, únicamente pasa que no comprendemos el mundo en que vivimos; ni este mundo “real”, material, cotidiano, ni la na-turaleza, bosques, selvas y mares que estamos matando, ni mucho menos esa “otra” realidad, espiritual, que nos acompaña cada día mientras vivimos, y que nos acoge cuando morimos. En la sierra oaxaqueña, en un puñado de pequeños poblados, en el alma de gente humilde, pobre, pero auténtica, está la llave, el hilo de Ariadna que nos sacará del laberinto, nos mostrará nues-tra identidad y nos unirá a todos los hombres de la tierra, haciendo añicos nuestra supuesta soledad. México máximo, mágico, la tierra de la verdadera vida, esta y la otra. ¡Despertemos! Si dejamos pasar el mensaje, nadie nos salvará de la ruina, de la descomposición y del suicidio

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como nación, de un pueblo mezclado, híbrido, mestizo, que, sin embargo, es hombre, y tiene su lugar en el orden cósmico.

* * *

Al llegar a Huatulco, después de pasar Pochut-la, nos encontramos con una pequeña ciudad en plena construcción: Santa Cruz Huatulco, el centro turístico de la zona. Todas las casas y edificios estaban en plena construcción, todas en obra negra. La población estaba compuesta principalmente por cerca de tres mil albañiles. No había, por tanto, nada. --- Parece Hiroshima después de la bomba – dijo Roque.

La única construcción más o menos acabada era un edificio de tres pisos, propiedad de un capo de la droga local, amigo de Asdrúbal, de los tiem-pos en que fue guardaespaldas de un coronel de la policía capitalina, edificio que hacía las veces de hotel, con cuatro o cinco cuartos a medio ter-minar, de bar con discoteque, en la planta baja, donde iban a beber los albañiles al final de cada jornada, y de casa habitación para el capo y su fa-milia. No había mujeres, por lo que cada noche se

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armaban tremendas broncas entre los albañiles, apareciendo a la mañana siguiente uno que otro muertito en las calles del pueblo en construcción.

--- Bienvenidos – nos dijo el narco –, esta es su casa. Perdonen el desorden, pero aún no termi-namos la construcción; sin embargo ya tenemos agua corriente y electricidad, trataremos de que estén lo más cómodos posible.

Aquel capo local, de cuyo nombre no quiero acor-darme, decía Asdrúbal que estaba ligado al narco-tráfico de la cocaína, bajo el mando de un famoso capo di capi de un cártel del que tampoco quiero acordarme. Como sea, era de hecho el patrón y jefe indiscutible de todo mundo; en su “hotel” se alojaba el director de turismo de la zona, el cual se quedaba ahí cuando iba a Huatulco y visitaba la casa de un ex presidente, que estaba no muy lejos de ahí, la cual vimos de lejos y no pudimos ver de cerca porque un reten de militares nos lo impi-dió. Fue él, gangster de pueblo, quien nos paseó por las bahías más cercanas, como Tangolunda, Chavé, y Conejos, y el que nos prestó la palapa y su cabaña del árbol en Bahía Maguey. Por orden suya se nos proveyó de comida, agua, cerveza y se preparó una lancha para llevarnos a la bahía, donde nos dejarían y nos recogerían tres días des-pués, los cuales pasamos completamente solos.

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--- ¿Cómo están? - nos dijo un joven lanchero –, me llamo Jacinto y soy el que los va a llevar a la bahía.

--- Mucho gusto amigo – le dijimos y seguimos a su patrón por el tour.

Por cierto que nos contó una anécdota a propósito de la cocaína. Estábamos sentados en su balcón, mirando a lo que sería la plaza central del pueblo, con una mesita del bar al centro, una botella de tequila, sal, limones, nuestros vasos, y la esmera-da mujer del capo, muy guapa, por cierto, aten-diéndonos, ocupándose del servicio y las botanas. Resulta que una avioneta, cargada de paquetes de coca, que traía para entregarlos en un lugar secre-to, una pista clandestina, (ya se imaginarán don-de), perdió el rumbo y se estrelló cerca en un po-blado de la sierra. La gente del pueblo que fue a auxiliar a los pilotos, a los que encontró muertos, creyó que el polvo blanco era cal y lo utilizó para pintar sus casas y las líneas blancas de su cam-po de fútbol. Cuando las autoridades llegaron ya no pudieron hacer nada. ¡Era el campo de fútbol más caro del mundo! Todos nos sorprendimos y brindamos en la tarde calurosa por el pobre pue-blo blanco más rico de todos.

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* * *

Al salir de Santa Cruz Huatulco, en construc-ción, rumbo a La Crucecita, la comunidad de pescadores desde donde se abordaban las lan-chas para ir a las distintas bahías, se entraba a una pequeña carretera que tras diez kilómetros de música a todo volumen, nos dejó frente al mar. Al llegar encontramos un estacionamien-to de tierra apisonada rodeado de puestos im-provisados, donde los lugareños vendían toda clase de artículos: huaraches, camisetas estam-padas con el nombre del lugar, trajes de baño, flotadores, visores, aletas, pelotas, un sin fin de suvenirs. Por cierto que estacionamos la camio-neta y antes de bajar, por la ventanilla, se nos acercó un joven a pedirnos lumbre para su ciga-rro. Los tres contuvimos el aliento, pues aquel joven era idéntico a un amigo de la banda, Kiko, el cual había muerto de cáncer hacia unos me-ses tan sólo, esposo de Margarita Lorenzo. Ese encuentro nos dejó asombrados y fue como un preludio de la magia que íbamos a vivir más adelante. Ya en las palapas, desde donde se lle-ga a un pequeño atracadero donde se abordan las lanchas que han de cruzar el mar rumbo a las bahías, nos encontramos con que nos aten-dió un joven gordo y alto, de lentes, algo bobo, que para nuestro asombro se llamaba también

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Asdrúbal, nombre raro de por sí, de origen per-sa, que nos llevó con su madre, la dueña del pequeño restaurante que ahí había, y que nos preparó un caldo de pescado, lo único que ha-bía: primitivo, rudimentario, pero exquisito, que nos cayó de mil maravillas después del lar-go viaje.

--- El restorán es nuestro – nos explicó el otro As-drúbal–, desde antes del turismo, y mi madre es la cocinera. Ya verán que buena es.

--- Lo siento, pero creo que será otra vez – dijo la madre sonriendo –, solo me queda sopa de pes-cado, la comida no está lista todavía. Pero sién-tense, siéntense.

Las tortillas estaban hechas en el comal, y el cal-do, a pesar de estar un poco aguado, sabía verda-deramente a pescado, muy alejado de los caldos de pasta que nos sirven en la ciudad. Ahí, ade-más de las provisiones que llevábamos de latas, agua, mezcal, refrescos y queso, todo metido en una hielera, nos hicimos de más agua, cervezas y pescado ahumado, ya seco, listo para comer, además de frutas y algunas verduras. Recuerdo que fui al baño y el escusado era, como en Bahía Maguey, una caseta de tablas con techo, pero la puerta sólo cubría de la mitad para abajo, por lo

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que todos te veían pujar, con una taza que de-jaba caer el contenido directamente en una fosa séptica. La regadera era un tubo que dejaba salir un chorro, protegida por una cerca de tablas que también sólo cubría las partes pudendas. En Ba-hía Maguey no había tubo, por lo que tenías que bañarte a jicarazos. Una vez listos, trepamos en la lancha junto con Jacinto, el lanchero, y parti-mos hacia nuestro destino.

* * *

La playa de Bahía Maguey era dorada al atardecer y el sol adoptaba un rojo intenso que lo hacía parecer un gran globo sideral. Aquella arena dorada, en un cierto momento de la tarde, se cubría de pronto de agujeros y de ellos emergían miles, tal vez millones de pequeños cangrejos rubios, casi transparentes, que se movían en grupos y se retiraban a cada paso que uno daba, pero que seguían su camino al mar en una marcha zigzagueante pero decidida. Llena-ban toda la playa y los rayos oblicuos del sol, al rozarlos, producían finos hilos de luz dorada que centelleaba, y como se desplazaban, aquellos hilos de luz se entremezclaban y formaban una madeja de finísima hechura multicolor, como una masca-da de seda que flotara sobre la arena para abrigarla del frió de la noche. Provocaba emoción aquel es-

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pectáculo. Y de pronto, con el sol hundido hasta la mitad de su circunferencia en el mar, desaparecían y no podías encontrar uno solo. La playa quedaba desierta. Entonces salían los caracoles, del tamaño de un pie, lentos, babeantes, también por miles, y si no los veías en la semi oscuridad, los pisabas y al aplastarlos hacían un ruido como de cáscaras de huevo al romperse, que te hacía castañetear los dientes, un escalofrío recorría tu espalda y te guar-dabas muy bien de pisar otro. De la misa forma, en un momento todos desaparecían y me preguntaba atónito donde se abrían metido.

También en el promontorio rocoso, al final de la playa vivían cangrejos, pero estos eran rojizos y de mayor tamaño. Se sentaba uno en una roca para ver romper las olas en las rocas y admirar el atardecer, y de pronto, te encontrabas rodeado por estos animales que como por ensalmo, apa-recían por cientos, con sus tenazas levantadas y los ojos fijos en uno, como si fueras un apetitoso manjar. No tenían aspecto amistoso y era mejor volver a la cabaña del árbol.

* * *

En la camioneta llevaba Asdrúbal oculto un pa-quete con marihuana, que estuvimos fumando

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todo el camino, siempre con el miedo de topar-nos de pronto con un retén militar y acabar con nuestros huesos en una cuneta, así que a cada momento lo sacaba y lo escondía. Resultó que al llegar a Pochutla, saliendo por fin de la sierra, nos topamos casi de narices con un reten militar que nos indicó la parada; como íbamos muy rá-pido, nos pasamos de la indicación de parada, y escuchamos entonces como amartillaban sus rifles. Roque frenó en seco y se echó en reversa para atender el llamado. Aquello era malo por-que solían revisar a profundidad los vehículos y a los pasajeros, y nosotros llevábamos marihua-na y hongos alucinógenos. Detuvimos la camio-neta a un lado del camino y un militar se acercó a la ventanilla del copiloto. Todos temblamos a más no poder, tratando de parecer naturales, pero resulta que el militar se identificó como sar-gento y traía fumando un cigarro de mota del ta-maño de un puro. Nos preguntó a donde íbamos y para qué, y al saber que éramos turistas, nos miró a cada uno escrutándonos y sonrió. Éramos simples jóvenes de ciudad.

--- Muy bien – dijo –, a ver, fúmenle a esto. Y nos pasó su puro de marihuana, y uno a uno tuvimos que darle grandes golpes hasta toser. Le regresa-mos el cigarro y pareció muy complacido, des-pués nos dio la señal de que podíamos seguir, ¡sin

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siquiera bajarnos del auto! Aliviados, seguimos nuestro camino, con un pasón de miedo…

* * *

El viaje de La Crucecita, la aldea de pescadores ahora perdida, en el que estaba el embarcadero de las lanchas a motor, que llevaba a los turistas a las diversas bahías, era un peligro. Para empe-zar, porque los lancheros no eran expertos en el manejo de ese tipo de lanchas, e incluso algunos no eran lancheros en absoluto; en segundo lugar, porque el mar siempre estaba tormentoso en esa región y golpeaba a la lancha siempre de frente, haciéndola saltar y volar en una montaña rusa del terror, con el peligro constante de que se partiera en dos y morir ahogados o aplastados contra las rocas en que se estrellaba el mar embravecido.

--- Cuídate negrito, – me gritaba Asdrúbal desde el otro lado de la lancha, aferrándose a la baran-da --, vamos a ver si es verdad que sabes nadar en el mar.

--- No le hagas – dijo Roque, igualmente agarra-do a un poste – que el negro sabrá nadar en el mar, pero yo no.

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De esta suerte se pasaba por las bahías de La En-trega (llamada así porque fue ahí donde entrega-ron en traición a Vicente Guerrero), el Órgano, y, después de dar una curva suicida, por el “bufa-dero”, que era una abertura en la roca por la que entraba el agua, saliendo por otra oquedad, pro-duciendo un ruido parecido al bufar de un toro enfurecido, saltar a la siguiente bahía. Llegar a la playa sanos y salvos, era un milagro y un alivio, turbado sólo por la idea del inevitable regreso.

* * *

En aquella época se encontraba abundante lan-gosta en Huatulco y el último día que estuvimos en Bahía Maguey, un sábado por la mañana, temprano, comenzaron a llegar a la playa en sus respectivas lanchas algunos grupos de personas que atendían las pocas palapas que estaban ins-taladas, preparándose para recibir turistas. Al saber que se podía conseguir langosta, le pedí a una mujer que nos trajera algunas. La mujer envió a su hijo por las langostas, y al cabo de un tiempo el niño regresó con una cubeta llena del crustáceo, unas cinco o seis langostas vivas, de buen tamaño. Cuando las vi, pensé en el enorme costo del pedido, pero cuando pregunté el pre-cio, me quedé asombrado: veinte pesos, me di-

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jeron. “¿Por cada langosta?”, pregunté. “No, me contestó la mujer, por toda la cubeta”. Entonces le solicité que las preparara y me respondió que por treinta pesos más nos las guisaba como qui-siéramos. Se las pedí “al termidor” y estuvo de acuerdo, así que por cincuenta pesos nos agasa-jamos con un festín que en cualquier restaurante nos habría salido en un ojo y medio, una prepa-ración algo tosca y rudimentaria, pero deliciosa. En la actualidad ya no hay langosta en Huatulco, pues el inteligente animalito, cuando se percata de que lo están pescando en demasía, se forma en fila india en el fondo del mar y camina cien-tos y aún miles de kilómetros buscando un lugar más seguro para vivir y reproducirse. Vendían también bolsas de plástico por diez pesos llenas de un camarón diminuto, pero ya adulto, que se podía usar como queso parmesano en sopas, arroz o ensaladas. Nunca lo he vuelto a ver en ninguna costa. Era exquisito.

* * * Las noches de Bahía Maguey, en aquella sole-dad, bajo un cielo estrellado, con los sonidos de la selva y la respiración del mar envolviéndome, me hacían sentir pequeño ante la inmensidad del mundo, bajo la infinitud de las estrellas y

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los planetas; por lo que ahí, ante la grandeza del mar oscuro, apenas un alma con su lucecita inte-rior y su escasa inteligencia, que en su inmensa vanidad pretendía entender el mundo, me que-dé mudo de maravilla. Noches en que la soledad elemental, que es parte de nuestra estructura de seres pensantes, se va sintiendo mas bien como un lleno, donde cabe todo lo que forma nuestro mundo; soledad que no es vacío, sino pleno, que no es aislamiento, sino integración, soledad fruc-tífera, alimento del poeta.

Y de pronto, ahí, de noche, frente al mar inmen-so y amorfo, poderoso y cautivo de sus litorales, pero que en la perspectiva de un hombre abarca el horizonte y es, como para los antiguos, algo infinito, me di cuenta de que estaba en el “fin del mundo”, en el límite. En ese lugar, después de esa playa, más allá de ese mar, no había nada, hasta ahí llegaba el mundo. Y por lo tanto esta-ba, en el “límite del tiempo”, más allá del mito del eterno retorno, pues, más allá del confín, ya no había tiempo, se daba comienzo a la eterni-dad, a lo indefinido, a lo indeterminado. No eran figuraciones mías, en verdad, en la otra realidad que corre paralela a la común, yo estaba real-mente en ese estado límite, en el vórtice del tiem-po, igual podía ser el presente continuo, como el pasado más remoto de la tierra, o bien, contem-

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plando un futuro lejanísimo que, ¡oh paradoja!, de todas formas era mi presente. Comprendí en-tonces que el espíritu, nuestro ser elemental for-mado de razón, sentimiento y voluntad, puede estar en cualquier tiempo, en el recuerdo, en la vigilia, en el sueño, en la anticipación del futuro. O realmente, físicamente, en otro tiempo.

* * * Estando los tres, Roque, Asdrúbal y yo, en pleno “viaje” del hongo, y mientras me acostaba en la arena junto a la cabaña para mirar el cielo, vi a Roque vagando por la playa, ya acostándose en la arena, ya reclinándose para ver el mar, de nuevo caminando con la cabeza baja, y es que estaba en pleno duelo por la reciente muerte de su padre y el dolor de su pérdida lo agobiaba a ratos. De pronto se detuvo, erecto, alto como es él y comen-zó a sostenerse ahora en un pie, ora en otro, y on-dulando sus brazos como un ave. Entonces me di cuenta de que su nahual, su animal interior, era una garza o un flamingo, elegante, esbelto, refi-nado, pero torpe para andar. Un ave que quiere remontar los cielos, cruzar los continentes, llegar más allá, pero no puede, atado espiritualmente a su estanque por un exceso de pragmatismo.

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En otro momento del “viaje”, en una noche sin más luz que la de las estrellas, me acerqué a la palapa y vi una figura a cuatro patas, oculta debajo de las mesas, osnando, emitiendo rui-dos guturales, roncos y secos. “Un cerdo, pen-sé, que se ha venido a meter por aquí”. Pero no tuve miedo, me acerqué al animal agazapado y vi claramente sus dos ojitos rojos brillando en la oscuridad, pero no era un cerdo, era Asdrúbal. Entonces comprendí que el cerdo era el nahual de Asdrúbal, dicho esto sin menosprecio, pues el nahual significa el animal interior, aquel del cual tomamos virtudes y habilidades para nues-tra sobrevivencia espiritual y material, nuestro ser afín. Me agaché debajo de la mesa y pude ver sus ojos asustados. “¿Qué soy?”, me preguntó entonces, y yo lo jalé de una mano, ayudándolo a ponerse de pie y le dije: “un hombre”. El se enderezó sorprendido y luego, feliz por la con-firmación, salió corriendo por la playa, pleno de alegría; corrió hacia el mar nocturno y se zam-bulló en un clavado, sólo para salir de inmediato dando gritos de terror.

--- ¡El mar está vivo!, – gritaba –, ¡tiene luz!

En otro momento del “viaje”, sumidos en la ple-na oscuridad de la noche intemporal, vagaba yo por la playa angustiado por las sombras, teme-

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roso de la noche desconocida que fue un espan-to también para el hombre primigenio; ansioso, pues por ser corto de vista, veía poco. De pronto se me acercó Roque y me dijo: “¿Qué es lo que más desearías en este momento, negro?” Me quedé meditando y no lo pensé mucho: “La luz”, le contesté. “Concedido”, me dijo, poniendo una pequeña linterna de baterías en mi mano. La en-cendí y su haz de luz que penetraba las tinieblas, me hizo inmensamente feliz. Se había creado la luz y disipado las tinieblas, no en el mito bíblico, sino en la realidad, porque el poder del hongo maravilloso es capaz de llevarnos al origen de las cosas, a su surgimiento primero, de tal forma que para mí, que había encendió en el pasado muchas linternas, aquella significó, en verdad, la sorpresa de ver surgir, de la nada, el mundo. ¡Se había hecho la luz!

Ya con mi linterna, Asdrúbal, que ya era un hombre y no un cerdo, me pidió que lo acom-pañara al patio trasero para recoger algunas ramas secas y formar una fogata. Fuimos hacia allá y alumbrado por mi haz de luz, comenzó a trabajar. Cual sería la fuerza que le daba el hon-go, que incluso arrancó un pequeño arbolito de cuajo. En eso, escuché un ruido de hojas en las altas ramas de un árbol, en el lindero de la sel-va y dirigí mi haz de luz hacia arriba. Entre las

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ramas, un mono me miraba directamente a los ojos, balanceándose: ¡Era yo! Los dos nos asus-tamos y gritamos, la lámpara se me cayó, me agaché a recogerla, la levanté y busqué al mono, pero había desaparecido, internándose en la sel-va; sólo quedaba la rama solitaria agitándose en el aire. Entonces comprendí que a través de las edades, mi espíritu gemelo sintió la curiosidad de conocerme y vino a verme: era mi nahual, el animal fundamental de mí ser. Era un mono, al que llamé: “mono sapiens”. Algo maravilloso había sucedido, encontré el lazo animal que nos unía, a los tres, con la naturaleza. Pero yo había de descubrir todavía, lo que me unía al cosmos y a la sociedad humana.

* * *

Estábamos solos los tres, en la bahía y no había, por tanto, mujeres. Y eso me hacía pensar. ¿Qué es una mujer para un hombre? Desde luego, una compañía y alguien con quien hacer el amor. En aquella soledad, por las noches, yo soñaba con una mujer, una mujer ideal, costeña, morena, de bellas formas, acostada a mi lado, en la hamaca. Por lo tanto, la queremos primariamente para ha-cer el amor, lo que lleva aparejado la compañía. Ahora bien, ¿qué es hacer el amor? Desde luego,

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no es sólo el hecho del coito, sino que ese coito vaya mezclado con cariño por aquella mujer, y de ser posible, que ella también nos quiera. Es enton-ces un intercambio de fluidos corporales combi-nados con amor. Los fluidos corporales dan ori-gen a un ser independiente, que al hacerse mayor, ya no tendrá nada que ver con la pareja original. ¿Y el amor? El amor es un sentimiento de apego, de necesidad, de dependencia, incluso de costum-bre. En mi hamaca, solo, ya muy noche, además de desear a la costeña imaginaria, extrañaba a mi esposa real, quisiera que estuviera aquí, pero, al mismo tiempo, como era real, me estorbaría y me impediría realizar mi búsqueda. Tendría que atenderla, darle algo de mí, y aquí, ahora, me ne-cesitaba yo todo para mí mismo. Entonces, mejor me desentendía de todo. Mi espíritu observaba los ruidos, la luz de las estrellas brillando en esa oscuridad luminosa del trópico que envuelve al sueño en su ambiente sideral. Me sentía, por así decir, realmente, en la superficie del planeta, cara a cara con el universo.

* * *

Cuando Roque me dio la lamparita de pilas y encendí la luz, esta apareció por primera vez en aquella oscuridad primigenia, No era el mito, ni

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es una metáfora, sino la realidad. La oscuridad no es más que ausencia de luz, y con ese acto, Roque convocó el poder de crear luz. En el “via-je”, las cosas son lo que son, y todo ocurre por primera vez, aunque hayamos encendido lám-paras de pilas miles de veces. Es la magia del hongo, que nos hace sentir todo como la primera vez, como si nunca antes se diera en el mundo. Pienso que es la forma de sentir de los poetas, creadores de mitos.

Ya con la lámpara, Asdrúbal, mientras yo lo alumbraba, juntó una cantidad enorme de ra-mas y troncos secos, los amontonamos a un lado de la cabaña, a una distancia prudente y trata-mos de encender fuego con encendedores de gas y cerillos, pero resultó imposible, la lumbre no perduraba. Lo intentamos muchas veces, sin éxito. Nunca pensé que fuera tan difícil encen-der una fogata, ¡qué triunfo para nuestros ante-pasados primitivos descubrir como producir el fuego, y controlarlo! Buscamos por todas partes en las palapas, y por fin, encontramos un reci-piente con algo de gasolina. Rociamos las hojas, ramas y troncos y les aventamos un cerillo. ¡Una llamarada inmensa se levantó, alumbrando toda la bahía! En ese momento me emocioné tanto, como el primer hombre que vio nacer el fuego de manos humanas, sentí el poder que eso re-

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presentaba, el final del temor, el escudo ante los animales peligrosos y las alimañas, el dominio sobre las sombras, hacer de la noche día. Grita-mos de júbilo. Los tres nos acercamos a ella para calentarnos y, acostados, “viajar” cada uno a su gusto. Desde ese momento, cada vez que la foga-ta daba muestras de debilitarse, le lanzaba otro chorro de gasolina y volvía a nacer esplendo-rosa; cuando la gasolina se acabó, me preocupé por evitar, a toda costa, que se apagara, juntan-do más combustible vegetal. De tal manera que me convertí en el encargado de impedir que el fuego se apagara. Llegó un momento en que se estabilizó y pude acostarme tranquilo de espal-das, extendido como aspa en la arena, mirando el cielo estrellado, estrellado a tal grado, que no quedaba un solo hueco negro en el cielo lechoso, y “soñar”…

* * *

La noche del “viaje”, no había luna y el cielo es-taba estrellado a un extremo que nuca vi jamás. Millones y millones de luces brillaban en dife-rentes tonos: azul, amarillo, rojo, violeta, ana-ranjado, blanco; o giraban sobre su eje y lucían distintos colores a la vez, como cuando giramos un diamante. Eran tantas, que el cielo no era ne-

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gro, sino un fondo de color crema. No se veía un espacio vacío, pues una estrella, o un planeta, lo ocupaban, enviándonos su luz a través de mi-llones de años en el espacio y en el tiempo. Era un espectáculo maravilloso, sobrecogedor por inhumano, o mejor dicho, por sobrehumano.

De pronto, Roque me preguntó:

--- ¿Qué dirías ante este cielo estrellado? ¿Qué palabra se te viene a la mente?

No lo pensé mucho:

--- ¡Gracias! – le contesté.

--- ¿Gracias a quien?

Me quedé pensando:

--- Gracias a todo – contesté de nuevo – al uni-verso, a existir, a estar aquí, gracias a Dios.

Se quedó callado un momento, absorto en su contemplación.

--- ¿Y cómo lo calificarías?

--- Es un cielo esplendente.

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--- Ándale…

Nunca antes usé esa palabra, pero no existía otra más apropiada. Y entonces pensé en Dios. Era una idea que no me gustaba mucho, por-que no sabía que concluir. Mi educación no fue religiosa, mi padre era un ateo come curas y mi formación era más bien científica y filosófica. Por lo tanto, para mí, Dios no existía, y era tan sólo una idea creada por el hombre para con-solarse de la muerte, creyendo, sin prueba al-guna, que hay una vida después de la muerte. El hombre creó a Dios y no Dios al hombre, he ahí mi pensamiento. Sin embargo, el nacimien-to de mis hijos, diversas experiencias extrañas que me han sucedido, como sentir presencias, casualidades increíbles, la maravilla de existir, contemplar la naturaleza, como esa noche, me hacen vacilar en mis opiniones, y mi respues-ta es entonces: no sé. No sé. Ojala exista, pero, si no, ¿cambiaría radicalmente en algo mi vida, mi alegría de vivir, mi amor a mi familia y mis amigos, mi interés por conocer el universo? No lo creo. Sólo habría una diferencia, que para mí no habría consuelo, que para mí el morir es el fin definitivo de la vida, para lo cual se necesita más valor que siendo creyente y poniéndose en manos de un ser imaginario; y eso, sin poderlo

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asegurar; sobre todo, después de la experiencia, precisamente, de este viaje.

Dejé de pensar en esas cuestiones insolubles y me puse a observar las estrellas con más atención, me propuse encontrar las constelaciones más co-munes: Orión, la Osa Menor, la Osa Mayor. ¡Y no estaban! Quizá fuera el exceso de estrellas. ¿Mar-te? No lo distinguía. Me incorporé y busqué con más atención. ¿Venus? Tampoco. Ninguna de las constelaciones estaba en aquellas estrellas. Enton-ces una corriente eléctrica recorrió mi espalda. ¡Ese cielo estrellado no era el de mi época! En el “viaje”, de forma increíble, entendí que ese cielo era de una época remota, antiquísima en millones de años. Un cielo prehistórico, como el mono en el que me reconocí y que se mecía en su rama, mi yo ancestral. De alguna manera inverosímil, ahí, en Bahía Maguey, esa noche, estábamos en otra época. Era, “el origen del tiempo”.

Mi pensamiento voló en espirales, junto a aquella fogata, pues nuestro viaje nos llevó a la ciudad sagrada o centro del mundo; después atravesa-mos en carretera la sierra, pasando por múltiples peligros, el camino encantado; después llegamos a San José del Pacífico, que es el techo del mun-do, encontramos al mago, Macedonia, que nos dio la posición mágica, los hongos; bajamos has-

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ta la tierra encantada, donde pasamos la prueba con el guardián armado, el sargento marihuano, en Pochutla; y encontramos el mar y la playa del fin del mundo; hicimos la luz, creamos el fuego y vimos a nuestros animales espirituales ances-trales, y después, viajamos al origen del mundo. Era un cuento de hadas, un cuento maravilloso, pero no, era la realidad, tal como la viví, tal como la sentí. Quizá de esa forma surgieron todos los cuentos, mitos y leyendas de la cultura univer-sal, quizá Aquiles, y Agamenon, Hércules y Dia-na, Palas Atenea y el mismísimo Zeus tonante, Quetzalcóatl y Tlaloc, fueron hombres como yo, que viajaron, lucharon, imaginaron, cantaron y vivieron su camino maravilloso, hasta que unos poetas, uno ciego, lleno de visión, Homero, y otro más, desconocido, en Mesoamérica, los vol-vieron a la vida en sus cuentos y leyendas. Los aedas, los poetas, los artistas creadores de mitos. El caso es que para mí aquello era cierto, era la verdad. Pero faltaba algo para culminar el cuen-to mítico de mi verdadera historia: la revelación del secreto, y el regreso al hogar.

* * * Mis amigos estaban cada uno en su “viaje”, acos-tados cerca de la fogata que yo alimentaba conti-

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nuamente. Entonces noté que cientos de hormi-gas se quemaban en el tronco principal y querían escapar, sin encontrar cómo. Entonces yo, acosta-do de lado hacia el fuego, comencé a trazar con el dedo caminos en la arena que partían de la fogata y llevaban dejos de ella, ¡y las hormigas comenza-ron a huir por esos caminos! Me quedé maravilla-do, y entonces con mayor concentración, atento, me dediqué a trazar todos los caminos que pude saliendo de la fogata en todas direcciones, y las hormigas tomaban todos, escapando por cientos del fuego. Una vez que terminé y pude constatar que los caminos eran suficientes, dejé mi labor de ingeniero ecológico y me recosté a mirarlas mar-char alegres y en un orden digno de las hormigas, unas hormigas grandes, rojas, que al huir, a pesar de subírseme al cuerpo, nunca me picaron; inclu-so pude observar que algunas se detenían y me saludaban moviendo sus antenas en actitud de agradecimiento. Yo les respondía mentalmente y ellas seguían su camino lejos de las llamas. Me sentí feliz de salvar tantas vidas y continué con mi “viaje”.

* * *

Mis amigos seguían junto a mí. Roque lloraba silenciosamente la reciente muerte de su padre;

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Asdrúbal ya reía, cacareaba, soplaba, bufaba o hacia todo tipo de ruidos. Estábamos en la fase más álgida del “viaje”. Me di cuenta de que nuestros amigos son unos desconocidos y que sabemos de ellos muy poco, sólo aquellas face-tas que nos muestran cuando estamos reunidos, mostrando en su persona, es decir, en su más-cara, aquello que precisamente quieren que vea-mos, y ocultando el resto. ¿Cómo será cuando están solos? Lo ignoraremos siempre, como lo ignoramos en general de toda la gente, incluidos nosotros mismos, quienes, a pesar de Sócrates, no podemos cumplir con el precepto del orácu-lo de Delfos que dice: ¿“Conócete a ti mismo”. También percibí que cada uno de nosotros tres tiene diferente grado de desarrollo espiritual, así como se tiene diferente grado de estudios. Ro-que era muy sutil, inteligente, fino e intuitivo, pero un pragmatismo muy acendrado le cerra-ba, casi, la puerta a las experiencias espirituales más profundas. Asdrúbal tenía un espíritu tos-co, poco inteligente, impulsivo, elemental, que le permitía sobrevivir en el mundo con astucia e intrepidez, poco sensible y poco perceptivo para cuestiones intelectuales o emocionales, aunque mostraba en ocasiones un extraño instinto de so-lidaridad compasiva por el dolor ajeno. De mi no puedo decir nada. Macedonia me dijo que te-nía el corazón puro y que era el más cercano a

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ser iniciado en los secretos de la “otra realidad”, y fue a mí al que explicó el procedimiento para tratar con los niñitos, los santitos, y obtener una revelación de ellos. Quizá esté más desarrollado espiritualmente, tal vez solamente sea diferente.

* * *

No realizábamos la menor acción, no teníamos hambre y movernos era dificultoso. Todo ocu-rría en nuestro interior. Así que me acosté, cerré los ojos o comencé a “soñar”. Soñar es el térmi-no que utilizo para que el lector me comprenda, pero en realidad ese “soñar”, es “estar” y “ser” lo que se sueña. De tal manera que primero me soñé cuando era un niño, más o menos de once años, en la casa de mi padre en Cuernavaca. Después, me soñé, a los veinte años, en la casa de mis amigos de la banda, los Lorenzo, en la co-lonia Condesa. Más tarde, ya casado, de unos 25 años, en la casa de mi madre donde viví de solte-ro, en la colonia Jardín Balbuena, después, en el patio de la prepa donde formamos un grupo de teatro varios amigos, entre ellos Roque. Por últi-mo, el sueño principal, la revelación de la “otra realidad” y la respuesta a mi pregunta, de lo que hablaré más adelante. En el viaje de hongos, esta fase es la más importante, la más reveladora,

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aunque no todos los viajantes llegan a ella, ya sea porque se asustan antes con el fuerte efecto de la droga, porque se distraen con los efectos visuales, auditivos y táctiles, o porque el hongo no tiene nada que decirles. En mi caso, soñé a más no poder. En el sueño encontré la respuesta a muchas preguntas que me preocupaban y pre-ocupan a la gente en general.

* * *

Después de comer los hongos, tras la ceremonia que me indicó Macedonia, cada uno de nosotros se fue por su lado. Serían como las cuatro de la tarde. Yo me fui hasta el extremo derecho de la pequeña bahía, a los peñascos, donde más tarde comenzaron a emerger los cangrejos agresivos. Me senté sobre una roca y me puse a contemplar el mar, una de mis más grandes fascinaciones. Ya había formulado mi pregunta: ¿Quién soy? Y solamente me quedaba esperar la respuesta, que no sabía como vendría, pues resulta que el efecto del hongo pasa por diversas etapas.

Al principio, no hay un cambio importante en la percepción, un nerviosismo invade al cuerpo y cierta sensación de ansiedad se apodera de nues-tra psique. Nos sentimos inquietos y el cuerpo es

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recorrido por sensaciones extrañas. Los colores se vuelven más vivos y se afinan los contornos de las cosas, la mirada es clara, como si viéra-mos a través de un lente limpisimo. La atención se agudiza y los cinco sentidos se magnifican: oímos más, vemos mejor, el tacto es más sutil y los olores más penetrantes. De pronto, mientras empezamos a sospechar que el mundo no es lo que siempre hemos creído, ocurre una explosión y entonces notamos ya, francamente, que la rea-lidad normal ha cambiado ¿En qué? No lo sa-bemos, pero ya no es la misma. Y, sobre todo, nuestro yo se despoja de todo su ropaje y nos vemos tal y como miserablemente somos: egoís-tas, falsos, débiles, cobardes, mentirosos. Es, “el regaño”. No existe ya auto complacencia alguna: no somos bellos, buenos, amables, generosos, como creíamos ser, desde que de niños eso nos decía mamá. Somos un montón de porquería. La angustia sube de nivel y es el momento en que muchos “pierden”, “se quedan en el mal viaje”, pues no soportan ver destruida su vanidad ego-céntrica sin la cual su yo no tiene sentido, o bien, no soportan ver que su realidad cotidiana se transforma en algo extraño, que no saben como controlar. Cuando llegué a ese punto, aparte los cangrejos, salí disparado hacia la playa, donde, al caminar, me acepté sin más como soy, y re-nuncié a controlar aquella realidad extraña, que

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sin embargo, es la misma de siempre. La sustan-cia activa del hongo alucinógeno, la silocibina, comenzó a bajar por mi garganta con un sabor acido, cítrico, ligeramente amargo, y al contem-plar el mar, el cielo al atardecer, las aves marinas buscando su alimento en la cresta de las olas, la vegetación de un verde exuberante en la selva cercana y enigmática, me calmaron, y entonces entré en un estado de paz infinita, en la que nos damos cuenta de que somos parte de todo aque-llo y que valemos lo mismo que una concha de mar, que un cangrejo o un grano de arena de la playa. No somos ya una porquería, lo que sucede es que nuestro ego, mal educado culturalmente, nos engrandece y pretendemos ser lo que no so-mos, pues en el fondo, simplemente, somos otro ser más en el universo. Entonces las palabras, los conceptos, las calificaciones para definir las cosas, pierden sustento, ya no valen nada y nos quedamos sin lenguaje: las cosas simplemente son, están, a secas.

Y es cuando llega “el prendidón”, el “big bang” interior y, en un segundos, ya está uno aquí y en otro lado, que también está aquí, pero no es igual, es decir, entramos a otra dimensión y es-tamos ya en la otra realidad, en el “viaje” verda-dero. Muchos al llegar aquí se vuelven locos o buscan desesperados, por el miedo, la forma de

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cortar el efecto de la droga. Yo lo experimenté parado frente al mar, y aunque el estallido me dejó por un momento estupefacto, y tuve un co-nato de pánico, logré dominarme y me fui ca-minando lentamente hacia donde estaban mis amigos, mientras caía la noche.

* * *

En esa noche única, cuando le revelé a Asdrúbal que no era un cerdo, sino un hombre, corrió tan jubiloso por la playa, que fue y se tiró al mar, para salir despavorido de inmediato, gritando y gesti-culando como un loco que el mar estaba vivo. Yo lo imité y me lancé al mar, y también me quedé desconcertado. ¡El mar tenía luz! Estaba ilumi-nado, y nuestros cuerpos parecían fuentes de luz neón. Incluso el fondo arenoso se distinguía cla-ramente en plena noche y veíamos nuestros pies caminar, ellos también luminosos. Eso es lo que asustó a Asdrúbal, pero cuando vio que no me pasaba nada, se metió de nuevo al mar y empe-zamos a zambullirnos, a bucear y a chapotear con el agua, que eran miles de gotas de colores, como si cada una fuera una estrellita. Lanzábamos el agua hacía arriba y el chorro simulaba miles de rallitos de luz de colores parecidos a los fuegos artificiales en un día de fiesta. En un momento,

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nos detuvimos y contemplamos el agua adheri-da a nuestro cuerpo, y vimos que eran millones de granitos de arena, que brillaban extrañamente. El agua en nuestras manos se escurría y dejaba un enjambre de estrellas que brillaban como en el cielo, y de momento nos parecía tener un peda-zo de galaxia atrapada entre los dedos. Creímos que era el efecto de los hongos, pero no, como nos explicaron más adelante, resulta que la arena de aquellas playas contiene sulfatos y otros químicos que en la noche, ante la luz de las estrellas, espe-cialmente cuando no hay luna, brilla y fosforece de esa maravillosa manera. Era arena fosfores-cente. Creímos que era un fenómeno sobrenatu-ral, casi divino, y resultó tener una causa química natural. ¡A cuantos artículos de fe no les pasará lo mismo! Por cierto, la siguiente noche, ya con luna creciente, el fenómeno no se repitió. Pero en ese momento, no sabíamos nada, y pensando en la alucinación del viaje, en el que por cierto, no se inventa nada, continuamos jugando con el agua de mar, luminoso, sin creer que fuera realmente una alucinación, y, al mismo tiempo, diciéndonos que, por qué no, bien podía ser algo extraordina-rio. No importaba, el hecho es que el agua esta-ba iluminada y por el momento, eso era lo único importante. Cuando nos enteramos del fenóme-no natural que producía la iluminación del agua, no nos disilucionámos, sino que, al contrario, re-

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conocimos que la realidad es más loca de lo que creemos, pues, sin necesidad de hongos alucinó-genos, ya era de por sí bastante alucinógena.

* * * El aislamiento tan absoluto en el que vivimos en Ba-hía Maguey, durante tres días, me permitió valorar la vida de la ciudad y la comunidad humana, que, en la cantidad masiva de la ciudad de México, es alta-mente dañina. ¿Cómo puede un hombre desarrollar sus afectos, sentimientos y emociones, su intuición y sensibilidad espiritual, en tal trafago y caos urbano, de gente y autos, de prisas y afán de consumo? Es imposible. Se desarrolla, claro, pero deforme, como un cuasimodo espiritual. ¡Que necesaria es la conviven-cia con la naturaleza y su soledad enriquecedora! Pero la gente de la ciudad le teme al silencio, lo siente como un vacío que hay que llenar con ruido, ya sea del radio o de la televisión, pues el silencio significa dejar libre lo que uno es internamente, y a eso las personas le tie-nen mucho miedo. El silencio es una amenaza: estar con uno mismo. Y estar con uno mismo es peligroso, es, lo desconocido. Por eso la gente se ataranta con ruido, conversación vana, música comercial, gritos en la televisión. Estar lejos de la ciudad, en el campo, en el mar, sana el alma, aclara, limpia. Y otra cosa, aunque llevé libros, no leí mucho, porque lo que ahí

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hay que leer es a la naturaleza, el mar, las nubes que transitan como buques el cielo azul, las hojas vibrato-rias de los árboles salvajes. Sin lenguaje, sin símbolos, pues las cosas nos hablan en otro código: por ejem-plo: una planta que va creciendo, que eleva su tallo buscando el sol, es como una antena de radio, y sus hojas verdes que brotan y van creciendo ampliando su superficie para captar más luz solar, son como una antena parabólica o un panel solar, que nos dice: aquí estoy, soy sólo esto y quiero vivir, haré todo lo posible para lograrlo. No me siento ni me creo nada especial, valgo lo mismo que cualquier otro ser que quiera vivir y se esfuerce por ello.

* * *

El tiempo que vivimos, es decir, el tiempo lineal que marcan los relojes y los calendarios, es una ilusión, es el método técnico que mide el movi-miento de la tierra sobre sí misma y alrededor del sol. Pero de hecho, no existe. De tal mane-ra que los “momentos”, los “instantes”, incluso las “horas”, “días” o “minutos”, puede uno vi-virlos, en determinadas circunstancias, en “otro tiempo”. Hay minutos que parecen años, y años que se van como días. Algo parecido a cuando nos abstraemos en el recuerdo de acontecimien-tos pasados.

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Ese otro tiempo en el que podemos colarnos es, en lo común, hacía el pasado. El futuro todavía no existe, y el que diga adivinarlo, nos es más que un charlatán, solapado por sus clientes, que pagan por que les mientan, porque eso los con-suela y les da alientos, que, bien mirado, debe-rían sacar de sí mismos. Y es que el pasado está vivo y es el semen del futuro, como las pirámides de Monte Albán, que ya no significan nada en el presente, pero aún están ahí, reconstruidas. Es por eso que en ocasiones tenemos la sensación de que lo que ocurre en el presente, “ya lo vivi-mos”, el famoso “deja vu”. El poder del hongo maravilloso es tal, que permite a nuestra mente “colarnos”, “meternos”, en otro tiempo.

Fue lo que me pasó en la noche del “viaje”, cuan-do contemplé el cielo estrellado de otra época, un pasado inimaginable de tan remoto, pero antes me instalé en mi infancia, en la casa de Cuerna-vaca. Empecé a “soñar”. De pronto “estuve” ahí, parado en el jardín, contemplando las flores, el cielo azul y las enormes mariposas amarillas y blancas. Tendría once años. Cuernavaca era en ese entonces, finales de los sesenta, un paraíso, la eterna ciudad de las flores, de las bugambilias y los colorines, de palmeras y tabachines, de clima templado a cálido, de cielos azules y luminosos,

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de turistas en minifalda y de greñudos en motoci-cleta que se reunían en el centro, en los cafés y res-taurantes, junto al Kiosco, en “La Parroquia”, que caminaban por el pasaje, comiendo nieve, viendo libros en la librería de Cristal, o simplemente pa-seando al calor del día. Una ciudad de campesi-nos zapatistas y millonarios del gobierno.

La casa en que me vi en mi “viaje” era de mi abuelo, político de altura y funcionario del go-bierno, corrupto como todos ellos, casa que fue más tarde de mi padre, un verdadero júnior que vivió siempre a la sombra de mi abuelo.

En la época a que me remitió el hongo maravillo-so, la casa estaba en su máximo esplendor. Tenía un enorme jardín, muy bien arreglado, lleno de flores que cultivaba mi abuela; una piscina de respetable tamaño, en la que aprendí a nadar, y a su lado, un enorme árbol, un colorín que dejaba caer frijoles rojos, en cuya base y tronco vivían todo tipo de insectos fabulosos, que yo inspec-cionaba, sobre todo escarabajos de variados ta-maños y diversos colores, con patas y tenazas, hormigas gigantes y arañas panzonas y peludas que poníamos a pelear con los escarabajos, que no tenían rencillas entre sí, tirándonos de a locos humanos. Ese árbol es el símbolo de mi felici-dad infantil, sobre todo cuando llovía, pues era

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cuando salían a la superficie los ejemplares más espectaculares, como gusanos, lombrices y lar-vas de seres ciegos y cartilaginosos. En el mismo nivel del jardín estaba el hall y el cuarto de las herramientas, que era la sala de castigo y tortu-ras con que nos entreteníamos los primos, de-mostrando nuestro valor, pues por su oscuridad y humedad estaba llena de espeluznantes ara-ñas y seres inimaginables: estar encerrados un rato ahí, sin llorar, te hacia todo un hombre; una sala con muebles ligeros, un bar adornado con objetos traídos por mi padre y mi abuelo de sus viajes por el mundo, una mesa para juegos de azar y un baño al que entrábamos poco porque era el dominio de las cucarachas más grandes y gordas, unas con capacidad de volar y otras de nadar y bucear en la alberca y de bañarse en la regadera. En el patio trasero, al que se salía por una puerta que llevaba al cuarto de huéspedes, siempre cerrado y por lo tanto oscuro y miste-rioso, estaba también la casita de los conserjes, que se encargaban de cuidar la casa, arreglar el jardín, limpiar la casa y darle mantenimiento a la alberca. Por ese patio se salía también a la ca-lle subiendo una gran escalera sin barandal por la que corrían las hormigas más rojas y grandes que he visto en mi vida y que a mí me encantaba observar. En la casa de los conserjes vivieron va-rias parejas memorables, a las que recuerdo con

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cariño, y cuya forma pobre de vida me asombra-ba, pues era completamente distinta a la del res-to de la casa, pero a la que iba de vez en cuando por un bolillo con frijoles o por un sope con sal-sa, que me parecían el colmo de lo delicioso. En el otro extremo del mismo nivel, donde termina-ba la alberca y la casa, estaban los vestidores, con baño de vapor, uno para los hombres y otro para las mujeres, donde se cambiaba toda la chiqui-llería sus trajes de baño y donde hicimos varias maldades, fisgoneando a las primas desnudas o metiendo a los primos odiosos en el vapor hir-viendo. Junto estaba el cuarto de máquinas con las calderas y los filtros de la alberca, en el que yo jugaba a ser el capitán de un enorme submarino o de un trasatlántico. Todo abierto, sin paredes, hacia el jardín, y entre pilar y pilar, las hamacas. El paraíso. En la planta alta estaban las recama-ras, tres en total, dos que daban al jardín y una, la que ocupaba yo siempre, que daba a la calle, pero sin vista, con unas ventanas pequeñas muy altas, con vidrios opacos, que sólo dejaban pasar la luz de la mañana, y por las noches, las conver-saciones de los compadritos campesinos que se ponían a platicar en la calle sobre el muerto en la cantina, la perfidia de las mujeres o el bajo pre-cio del maíz. Tenía dos baños completos, uno al lado del otro, de azulejos pequeñitos, verdade-ramente azules, que semejaban una alberca ver-

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tical, uno lo usaban las niñas y las señoras y otro los hombres; antes de salir de esa sección estaba la alacena, un cuarto, por lo general cerrado con llave, pero que cuando se abría dejaba ver un te-soro de latas de conserva, botellas de vino, cajas de galletas, pan, dulces, mermeladas y mil ex-quisiteces más, perfectamente alineadas en ana-queles de madera, que contenían también su rei-no animal, nidos y telarañas, algún grillo extra-viado y algunas cucarachas aburridas. Seguían la sala, el comedor, la cocina y los barandales de la escalera que bajaba al hall y al jardín, asegura-da por una puerta de metal en forma de reja, por lo que debajo de la escalera se podía jugar a la cárcel. De la estancia se salía a un balcón que fue también parte de mi felicidad, pues desde él se podía admirar gran parte del valle, destacándo-se la gran iglesia de vitrales de colores que está en la parte más alta de la ciudad-pueblo. Aún no construían altas casas en los terrenos allende el jardín, por lo que la vista del paisaje era amplia, soleada, con la transparencia de las ilusiones de un niño y la claridad de sus sentimientos. En las esquinas del techo del balcón hacían su nido, de un lado, las abejas, y del otro, las avispas, las cuales organizaban tremendas batallas aéreas y carnicerías insectíferas y que mi abuela defendía más que a sus nietos, pues a varios nos picaron, sin que consintiera en destruirlos. Sentado en

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sus sillas de metal, me ponía yo a veces a leer o me entretenía observando a mi prima favorita, mientras jugaba en el jardín o nadaba en la al-berca. El comedor de mesa redonda tenía vista también al balcón y desde el desayuno luminoso se podía apreciar la calidad de día que tendría-mos, mientras en los manteles individuales, con estampas de pinturas del impresionismo, apren-díamos arte. A mi me gustaba sentarme ante un Renoir, pero no despreciaba a Degas o a Monet, fascinándome sobre todo Van Gogh. Por el co-medor o la cocina se salía al estacionamiento, con espacio para tres autos, en cuyo fondo esta-ban las escaleras que subían desde los vestidores y llevaban en lo alto al gran cuarto de mi abuelo, que años después yo ocupé, y donde comencé a escribir, y que tenía también su balcón, a mucha más altura y desde el cual la vista era aún mejor. Hoy, debido al desarrollo urbano, todo eso ha desaparecido, un mundo entero, el de mi niñez, se extinguió y dio paso al humo, los comercios vulgares, el exceso de autos, los centros comer-ciales y toda la parafernalia horrorizante de las ciudades modernas.

El “viaje”, sin saber yo por qué, en mi “soñar”, me puso de pronto de pie, en traje de baño, sanda-lias y camiseta, en medio de aquel jardín. Y junto con él, la sensación de alegría y felicidad cristali-

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nas. Las enormes mariposas amarillas, amarillas con dibujos geométricos negros, negras con fi-ligrana amarilla, blancas y azules, revoloteaban sobre mi cabeza, zumbaban los insectos, flamea-ban las bugambilias, y las flores, de toda especie, despedían su aroma, que era la fragancia mis-ma de mi niñez. Era el atardecer, y las nubes, en grandes franjas anaranjadas, violeta, rojas, azu-ladas, surcaban los cielos. ¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué a esa hora y a esa edad? Enseguida lo supe, más bien, lo entendí cuando “regresé” del “soñar”. En ese atardecer, en especial, el sol, que era un enorme globo rojo, digno juguete de un niño contemplativo, empezaba a ocultarse, y su poniente estaba precisamente detrás de la gran iglesia de vitrales de colores. Yo estaba absorto, en transe, mirando el espectáculo. El sol se ocul-tó por fin detrás de la iglesia y entonces ocurrió el milagro: los vitrales: rojos, azules, amarillos, violeta, blancos, que representaban escenas del evangelio, estallaron en luz, se prendieron fue-go, refulgieron, emitieron sus rayos de colores en todas direcciones, y pastores, ovejas, patriar-cas con sus báculos, vírgenes, Josés, Marías y el mismo Jesús, ya crucificado, ya dando su sermón en la montaña, o afligido en el huerto, estallaron en verdadera vida y mostraron la luz misma del espíritu. Parecía que la iglesia, en cualquier mo-mento, empezaría a incendiarse. Pero no, lo que

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se incendió fue mi alma, mi mente, mis sentidos, todo yo ardí en un fuego abrasador: había senti-do la belleza, la había palpado en toda su fuer-za, directamente y sin obstáculos, y fue entonces cuando comprendí que mi vocación era el arte, que era diferente de mis primos, hermanos y amigos. No sabía a que clase de arte me dedica-ría, tal vez pintor, o músico. En la sala de la casa descansaba un piano que tocaba mi abuela más o menos bien, gracias a lo cual conocí y aprendí a amar a Chopín. Me gustaba también intentar el dibujo, pero era muy torpe y no podía precisar correctamente las figuras, así que desesperaba de ser pintor; tenía facilidad para la música y de hecho más tarde toqué algunos instrumentos y compuse canciones en la guitarra, pero aprender bien el piano, con todo el esfuerzo que requería, se me hacía cuesta arriba, así que también des-esperaba de ser músico, hasta que, meses des-pués, comencé a escribir, en verso al principio y en prosa después, identificándome plenamente con la literatura, que sigo practicando después de tantos y tantos años. Leer y escribir se convir-tió en la verdadera pasión de mi vida. Así que el “viaje”, por medio del “soñar” en que caí junto a la fogata, cansado de salvar hormigas, me llevó al momento en que hizo eclosión en mí el escritor que llevaba dentro, el artista de la palabra, el te-jedor de letras, recuerdo sepultado bajo capaz de

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tiempo y experiencias vividas. Desde entonces, en cualquier lugar en que me encuentro con una iglesia, en cuyos vitrales se enciende la luz del sol, revivo la emoción de experimentar la belleza en su pura crudeza. No quiero decir que todo vitral iluminado por el sol sea la esencia de la belleza, pues la belleza está en todas partes, sino que para mí, aquellos vitrales, transfigurados en símbolo, me revelaron el lugar más importante donde está la belleza: dentro de mí. Ahí está la luz, la alegría y la capacidad de crearla, que per-mite que nuestra vida, la de los escritores, sea es-pecial, enriquecida, y que enriquezca, por ende, la de su público. Como dijo Albert Camus: “…el que crea, vive dos veces”.

* * *

¿Qué hace que un hombre se convierta en artista? Su grado de sensibilidad, su talento, y, sobre todo, su ca-pacidad de trabajo. No todos los hombres son artistas, pero podrían serlo, pues la capacidad de crear belleza la llevamos todos dentro. Pero al que llamamos “ar-tista”, cualquiera sea su disciplina, es un ser especial. Yo suelo decir, en broma, donde la verdad asoma, que Dios hizo a todos los hombres en molde (de barro, cla-ro), pero a los artistas los hizo a mano. El artista es una persona cuya sensibilidad está exageradamente

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alerta, su mente despierta, sus sentidos certeros y, so-bre todo, está involucrado emocionalmente de mane-ra aguda con la naturaleza y el universo todo, con el mundo de los hombres y el espíritu. Se convierte en artista porque no tiene otro camino para ser, porque es la única forma de encontrarle sentido a su vida, porque ama la vida y tiene una enorme capacidad de dar. Y porque está solo, inmensamente solitario en su particularidad, en su forma muy especial de sen-tir. Esa soledad se llena con su obra y nada más. Y tal vez, como complemento maravilloso, el amor y la compañía de una mujer, o de un hombre, según sea el caso. Sólo qué, ¿cómo será la mujer o el hombre del o la artista? No importa que no entienda la obra de su compañero, lo importante es que comparta con él la luz que brilla en su interior, que le entregue todo lo que ilumina su interior. Debe ser un ser de luz. Pero el artista puede subsistir solo, pues en la soledad de su taller, de su estudio, es como mejor capta su enlace con el universo, con el constante crearse de toda vida y materia. Pues el universo es, como escribió Henri Bergson, “una máquina creadora de creadores”.

* * *

¿Por qué leer este libro que habla de hongos alucinó-genos y viajes espirituales? Porque en los libros nos buscamos, esperamos de ellos las claves que nos per-

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mitan descifrarnos, entendernos, sobre todo los libros de literatura, poesía y novela, en especial. Esos libros, los buenos, son la expresión del alma de las mejores personas que han existido, de los hombres y mujeres excelsos, maravillosos, que se buscaron y se encontra-ron, como Tolstoi, el eterno atormentado, indeciso de sí mismo. Cuando leemos “Los cosacos”, “La muerte de Iván Ilich”, “Sonata a Krausser”, “Ana Karenina”, e incluso “Guerra y Paz”, nos damos cuenta de que sabía quién era, aunque él dijera dudar; “Infancia, ado-lescencia y juventud”, su primera obra, nos muestra ya al Tolstoi que es verdad en sí mismo. Dostoievski es el gran maestro del alma atormentada, de la psicología patológica, dueño de su ser a pesar de su pasión por el juego y su epilepsia. Marcel Proust, enmarañado en el tiempo, el inconsciente, y la memoria involuntaria, es dueño de sus hilos y sabe despertar en sus lectores su propio tiempo perdido. O también Martín Luis Guz-mán, con las entretelas del caudillo y su sombra que nos abarca a todos, o José Revueltas y sus lutos huma-nos, de religiosidad inundada, o Juan Rulfo y la vida de sus muertos, más vivos que nosotros. Pero, ¿encon-trará el lector las claves que busca para encontrarse a sí mismo? Depende de varios factores, el primero, es no buscar las claves en esos libros que precisamente pregonan proporcionarlos, pues son libros mentirosos, pura mercadotecnia. Hay que amar los libros para que nos revelen sus secretos. El lector ocasional, o que lee por no tener otra cosa que hacer, no nos interesa. ¡Allá

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él! Los lectores que se acerquen a este libro, es porque aman la literatura y buscan claves que, si son intui-tivos y perceptivos, encontrarán. Pues toda literatura de calidad es pura clave, acertijo, adivinanza, certeza, juego, vida y muerte. Si la obra es verdadera, auténtica, se espera un lector verdadero y auténtico. Si no es así, que cierre el libro y se dedique a otra cosa. Además, nadie lee el mismo libro. El autor propone y el lector dispone. Cada lector le añade al libro que lee, parte de su vida, de sus recuerdos, de sus vivencias, de su alma. Son las claves que busca y que el libro solo provoca que surjan. El autor es el estímulo para que se aclare el alma del lector. Era un cielo nocturno de millones de estrellas que brillaban con máxima intensidad en Ba-hía Maguey. En mi Bahía Maguey. La magia del arte enardece la imaginación y el lector ve su propio cielo estrellado, en su propia Bahía Maguey. Ese es el cielo verdadero. Esa es la obra, ese es el lector.

* * *

De pronto, en mi “soñar”, me encontré parado, a los 17 años de edad, junto a una de las jardine-ras del patio de la prepa donde estudie y conocí a mis amigos de toda la vida: Juan, el mecánico y gran actor, Oscar, el músico, Esteban, el pintor de realidades crudas, Mario, el filósofo de barrio, Fe-lipe Lorenzo, al que decíamos “pichi”, Carlos, mi

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primo loco, y desde luego, Roque, mi compadre. Todos juntos y otros más formamos, dirigidos por Pepe Sarquiz, de nombre teatral Francisco del Villar, compañero de sexto año, el “Grupo Teatral Todos Nosotros”, que presentó, en el teatro de la escuela y en la Sala Chopin, el primer homenaje a Salvador Novo con motivo de su muerte, con la obra “El Tercer Fausto”, lo que nos valió aparecer en el periódico y tener una buena crítica; y otra obras como “A ninguna de las tres” de Fernan-do Calderón y “La noche más venturosa” de José Joaquín Fernández de Lizardi. Días gloriosos. Y ahí estaba yo, en el patio. Una llama de emoción me subió del pecho a la cabeza, en ese lugar fui inmensamente feliz. Ahí encontré la libertad des-pués de la cárcel de la secundaria. No lo podía creer, ahí estaba la cafetería de Don Chucho, cen-tro de reunión y cuartel general del grupo de tea-tro, arriba la estructura de ladrillo rojo del teatro, los salones al frente y los laboratorios de Química, Biología y Física, al fondo, la pequeña biblioteca que ahora tiene en sus anaqueles mi primer libro publicado, que les llevé como regalo; enfrente las oficinas administrativas y la dirección que conte-nía el lema de Rudyard Kipling:

“Si todo en tu camino es cuesta arriba,Si no sabes bien a do caminas,

Date una tregua, pero no claudiques”.

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A mi derecha, el anfiteatro, donde hacían sus prácticas los estudiantes de Odontología, carre-ra principal de la escuela, más allá los salones nuevos, siempre llenos del hollín que dejaban las maniobras de las locomotoras de la central de ferrocarriles de al lado. Todo estaba ahí, pero, cosa rara, en mi “soñar”, la escuela aparecía va-cía, no se veía ni un alma por ningún lado, estaba yo solo parado en medio del patio. Esa situación me causó una extraña emoción que me “desper-tó” para volver a la fogata en la playa. ¿Por qué aquel sueño? Claro, porque era otro momento clave de mi vida y el hongo me lo quería mos-trar rotundamente. Piensa, piensa, date cuenta, entiende tu propia vida.

* * *

¿Quiénes son los escritores? Hombres, desde luego, y mujeres maravillosas. Hay dos tipos de escritores, los que escriben por dinero y los que escriben por voca-ción literaria, los escritores de corazón, y los escritores cerebrales, digo yo. Hay por tanto también dos tipos de libros, los que nacen del cerebro y los que nacen del corazón. Los libros que nacen del cerebro son libros cuyos temas están pensados para gustar, para vender, independientemente de su calidad literaria; los libros

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que nacen del corazón, su autor no podía más que es-cribirlos, sean populares o no, tengan grandes o pocas ventas. Hay también, por tanto, dos tipos de editores, aquellos que aman más los libros y su labor cultu-ral, que el negocio. Ese tipo de editor, el único real y digno, publica preferentemente los libros auténticos, verdaderos y que darán enseñanza y entretenimiento de calidad a sus lectores, no interesa si el libro pro-porciona grandes ganancias. Muchos libros buenos, con pocas ventas, hacen grandes ganancias. Hay un segundo tipo de editor, al que le interesa más el nego-cio que la verdad o autenticidad de las obras. Busca preferentemente libros sensacionalistas, de evasión, o escandalosos. ¡Ojala y mi libro no se tope con ese tipo de editores! Hay, según veo, un tercer tipo de editor, el propio autor, que, en tirajes pequeños, con impreso-res de experiencia, saca su libro al público con muchos problemas. No importa cómo, lo importante es que el libro y su mensaje, llegue al lector, pues es el lector, al leer el libro, el que le da verdadera realidad al texto, el que lo hace vivir. Un libro guardado en un cajón es como un cadáver en su féretro.

* * * Desperté del “sueño” y la felicidad me embarga-ba, una inmensa paz me traspasaba y me sentía ligado, de forma estrecha, al universo y su deve-

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nir, que brillaba esplendente sobre mi cabeza, a pesar de la fogata, en aquel cielo estrellado, de quien sabe qué época, unido con más energía, en cuanto que estaba llena de alegría. La alegría no es más que la gracia divina. La persona alegre está en concordancia con la naturaleza, la perso-na triste o malhumorada está en desajuste con el universo y consigo misma. Miré a mí alrededor y vi a mis amigos “soñando” a su vez, en quien sabe que mundo interior, en qué tiempo y con qué emociones. Me incorporé para echarle más leña al fuego, que ardía con sus flamas danzan-tes, azules, amarillas, llenas de misterio, y me pregunté qué hora sería, pero me di cuenta de que la pregunta no tenía sentido. Me recosté de nuevo y todo comenzó a darme vueltas de nue-vo, cerré los ojos y, de pronto, volví a “soñar”, pero ahora tenía veinte años y estaba en el bal-cón de la casa de la familia Lorenzo, en la colo-nia Condesa, acompañando a la abuela, mirando pasar los coches y la gente por la avenida Nuevo León, esperando la llegada de mis amigos, una tarde luminosa de hace muchísimos años.

* * *

En mi experiencia onírica, a lo largo de mi vida, he podido distinguir tres tipos de sueños, los cuales son

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experimentados por todas las personas: un primer tipo, sería el sueño más común, formado por imáge-nes, escenas, sucesos sin ton ni son, alocados aconte-cimientos que no tienen ninguna significación y que se presentan a la imaginación del durmiente como consecuencia de desvanecerse el estado de vigilia. Es-tos sueños no los recordamos o apenas quedan ves-tigios de ellos al despertar, vestigios que se esfuman en cuanto hacemos un esfuerzo por recordarlos; un segundo tipo son los sueños psicológicos, aquellos que nos presentan imágenes o sucesos simbólicos, acon-tecimientos, señales, rostros, paisajes, casas o luga-res que tienen un misterio especial, que parecen tener una clave, contener un mensaje. De estos sueños sí nos acordamos al despertar, e incluso nos dejan in-trigados muchos días, y se repiten con frecuencia. En ocasiones logramos descifrarlos, pero la mayoría de las veces permanecen refractarios a cualquier inter-pretación: estos sueños son mensajes elaborados por el inconsciente de cada soñante y sólo tienen sentido para esa persona. Son los sueños de que nos hablan Freud y Jung, mensajes de alarma, de alerta, que re-suelven un problema de la vida real o que nos permi-ten salir de un estado de parálisis y seguir crecien-do en nuestra vida. Son sueños muy interesantes. El tercer tipo de sueños los llamo yo “sueños vívidos”, porque el soñante, a pesar de darse cuenta de que está soñando, sigue el hilo del sueño y se mantiene en el lugar de los acontecimientos, incluso no desea que se

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acabe el sueño, cuando es gratificante, o lo mantiene alerta cuando es aterrador. Es el tipo más extraño de sueño y pocas personas lo experimentan. Ese tipo de sueño no es imaginación, no es fantasía creada por la mente, el soñante realmente está en el lugar y con las personas que sueña. Es como si el cuerpo se desdobla-ra y la mente se separara del cuerpo que sueña y se metiera en otra realidad tan real como la del estado de vigilia. De ese mismo tipo son los sueños del hongo, con la diferencia de que el poder de la droga realza la precisión de los detalles y el sentido de realidad. Estos sueños son un misterio, generalmente son cor-tos, se recuerdan vividamente al despertar y nos dejan la intranquila sensación de haber estado en otro sitio mientras dormimos, son intensos y muy impactantes. A este tipo de sueños me refiero en este relato. Espero que el lector los pueda comparar con algunos que haya tenido y se pregunte, porqué surgen y qué significan.

* * *

El “sueño” de estar en la colonia Condesa, en casa de la familia Lorenzo, con la abuela en el balcón, esperando que llegaran los amigos o el resto de la familia, además de ser un suceso muy común para mí en esa época, significa mi encuentro primerizo con la amistad, la puerta del amor verdadero y de las experiencias eróti-

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cas y sentimentales adolescentes y su necesaria desilusión o confirmación definitiva. ¿Por qué me llevó el “viaje” del hongo a la Condesa a mis veinte años? Yo creo que la respuesta está en que ahí fue donde conocí el mundo, donde conocí a mis amigos de toda la vida y nos en-contramos con el sexo, las drogas y el rock and roll, y sobre todo, porque ahí conocí a mí mujer y viví aquellas aventuras de la juventud, en viajes, fiestas, excursiones, conectes de drogas, tocadas con nuestro grupo de rock, peleas, encuentros y desencuentros que nunca se olvidan en la vida y que forman su sedimento feliz o desgraciado. El “viaje” tenía ya, de entrada, ese itinerario.

La colonia Condesa fue antiguamente un hipó-dromo, cuya pista de carreras se convirtió en la calle de Ámsterdam, que es oval y sobre la cual, con mis amigos, entre ellos Roque y Asdrúbal, armados de cervezas caguamas, dábamos y dá-bamos vueltas hasta marearnos, trepados en mi volks wagen blanco, que era, literalmente, nues-tro caballo de batalla. En aquella época era una colonia tranquila, y mi vida trascurría entre las calles de Nuevo León, Tamaulipas, Michoacán, y calles aledañas, por las cuales, paseando con mi novia, y ahora esposa, le vaticinaba que al-gún día se convertirían en un lugar de moda lle-no de restaurantes, bares y cafés, parecido a la

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Zona Rosa, como realmente sucedió. Sus casas, de los años cuarenta, grandes y hermosas, de fi-nos herrajes, balcones volados y cornisas ador-nadas en estuco, se han convertido en restauran-tes, bares y cafés para los niños ricos. En aquella época sólo existía “La Bodega”, en Nuevo León, el “Sep´s” de Tamaulipas, el restaurante de co-mida griega “El rodas”, los tacos del “Rigo”, de carnitas, desde luego el billar, la farmacia, la tiendita de la esquina y la pescadería. Tenía sus personajes célebres, como el Champeon, antiguo luchador, que nos contaba sus anécdotas a la primera alusión, mostrándonos sus bíceps que hacia saltar con sus músculos. Chón, ayudante de la taquería y célebre bebedor. Y una banda, de baja estopa, compuesta por “el Caballito”, “el Vietnamita” y “el Carnal”, raterillos de ba-rrio, trabajadores a tiempos y buenos amigos de la banda. Los demás eran gente de clase media alta, pertenecientes a la burguesía mexicana, la comunidad árabe, la comunidad española, a la que pertenecían mis amigos los Lorenzo, y des-de luego, la comunidad judía, de hermosas hijas pelirrojas y pecosas, de grandes ojos, que tenían acaparado el parque México, con su jardín, fuen-tes y explanada para patinar, donde los sábados y domingos se amenizaban grandes reuniones espontáneas donde ir a “ligar”. Recuerdo en es-pecial a Mónica S…, nieta de un judío, dueño de

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tiendas de telas en Correo Mayor, en el centro histórico, linda, muy guapa, llena de traumas, que buscaba afanosamente su felicidad; se junta-ba mucho con nosotros, cantaba coros en nuestro grupo de rock, y nos seguía a donde fuéramos. De pronto, desaparecía semanas enteras y rea-parecía diciendo que “ya estaba bien”, que ya se había “alivianado”. Era drogadicta, como la ma-yoría. La banda la componíamos Enrique y Feli-pe Lorenzo, el Pichi, Roque, Asdrúbal, un vene-zolano caído del cielo, o del purgatorio, no estoy seguro, y yo, más algunos otros que entraron y salieron, enloquecieron o murieron y que juntos formamos un grupo de rock, yo de baterista, que sonaba regular, pero nos divertía muchísimo. El cuartel general de aquella banda de amigos inol-vidables era aquella casa enorme, en la calle de Michoacán, en la cual me “soñé” en el “viaje”.

Estaba arriba, en el balcón, junto a la abuela, una mujer gruesa, de grandes ojos, enormes cejas, de marcado tipo español, hija de españoles nacida en México, en Guadalajara, según ella misma me ex-plicara. Era el alma de aquella familia. Su nuera, doña Maricruz, era también de padres españoles, por lo que mis amigos, Joaquín, Enrique, Carlos Felipe, Margarita y la pequeña Maricruz Loren-zo, eran españoles al cien por ciento. Pues su pa-dre, Don Joaquín, era de padre también español,

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el abuelo, cuyo retrato enorme decoraba la pared de la escalera, el cual fue después cambiado por un espejo y al final, por una imagen del lago de Cómo, en Italia. Desde el balcón, con la abuela a mi lado y nadie más en la casa, tal era la confianza que me tenían, mirábamos la calle, una hermosa tarde de verano, con el sol reverberando en los cristales, sofocante por el calor y un ligero viento meciendo las palmeras de la calle de Nuevo León, yo esperando que llegaran mis amigos, y la abue-la, entreteniendo sus ocios con los sucesos de la calle, pues su gordura y la diabetes, que al fin la mataron, no la dejaban salir nunca de casa, e in-cluso nunca bajar a la sala mas que en días de fies-ta, días en que toda la familia y la casa se vestían de gala y se reunía una enorme familia española a cantar, bailar sones flamencos, oír gaita, beber je-rez y comer a toda capacidad, fiestas en las que yo participaba cantando canciones de Serrat con mi guitarra. ¿Por qué me “soñé” ahí? No lo sé de cier-to, quizá porque esa casa y esa colonia marcaron para siempre mi espíritu, forjándolo con los rojos vivos de las grandes alegrías, de la fuerte amis-tad, de la correspondencia en las emociones, reci-procidad en los sentimientos y los afectos, unión en los momentos dolorosos, ayuda mutua, placer en las alegrías compartidas, valor en los riesgos jugados, en las aventuras temerarias en el campo o en la ciudad, con la policía y los hampones, por-

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que ahí conocí a mi esposa, o todo junto, que en total convierte aquella época en la más feliz de mi vida. No siempre es claro el “viaje” del hongo, y en este episodio en particular, no sé exactamente que significado tuvo. Hay experiencias de nues-tra vida, tan complejas, que significan casi todo, y en la Condesa, con aquellos amigos, viví una de ellas. Quizá los niñitos, los santitos, me enviaron ahí porque en el momento de estar en Bahía Ma-guey era ya una época finiquitada, ya terminada y era necesario sacar una conclusión y llegar a un balance final, pues de hecho, aquel viaje fue el úl-timo que hice con la banda, el viaje “revelador”.

* * *

En el momento en que veía llegar el auto en que venían mis amigos, doblando la esquina de la calle Michoacán, mi “sueño” de la Condesa se disipó y abrí los ojos a la noche estrellada y maravillosa de la fogata crepitando en Bahía Maguey. Me incorporé y vi que Asdrúbal y Roque estaban sentados frente a frente, platicando. Me levanté y fui por más leña para la hoguera. Luego me acerqué a ellos. Esta-ban planeando remojarse la boca con una cerveza, a mitad del “viaje”, y, de manera urgente, forjarse un “toque” de marihuana en la cabaña del árbol. Me vieron despierto y se alegraron:

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--- ¿Qué onda, negro, cómo te sientes? – me dijo Roque, alegre compadre, siempre bueno conmigo.

--- Bien, compadre, el viaje, que está grueso – le contesté.

Asdrúbal, siempre práctico, ya venía con las cerve-zas, que tomamos de inmediato, amargas, de sa-bor terrestre, burbujas de ilusión, siempre festivas. Después nos levantamos y subimos a la cabaña, aquellos a forjar el toque, yo a mirar por el balcón la fosforescencia del mar y la iluminación del cie-lo, siempre viajoso, todavía con la presencia en mi espíritu de la colonia Condesa y su magia. Enton-ces, pensé en qué era lo más significativo de aquel “sueño”, y llegué a la conclusión de que eran las mujeres que había conocido, incluida la que ahora era mi esposa, amigas, compañeras de fiesta, aven-tura fugaz, noche de estrellas, hermana de amigos, condiscípula. Todos recuerdos gratos, enseñanzas perdurables, decepciones efímeras. Salieron al bal-cón conmigo mis amigos y fumamos el toque, que agregado al hongo, nos refrescaba el alma. Des-pués bajamos a la playa de nuevo y tras algunos pasos por la arena, volvimos a la fogata, a recostar-nos, a acabarnos la cerveza y volver a “viajar”. Era el hongo, que estaba en pleno efecto. Unas ramas más a la hoguera y a seguir “soñando”…

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¿Por qué es importante para un hombre, una mujer? En principio, porque es la realización de la potenciali-dad de su masculinidad, y al mismo tiempo, el medio para fecundar una nueva vida que le de trascendencia a ambos. Puede lograr los dos objetivos y después ser alejado por esa mujer, o por todas, o puede tener en su vida muchas mujeres, pues un hombre sin mujer es como un cielo sin estrellas, un ser sólo y miserable que puede caer en la tristeza y la frustración de sus potencialidades. Al final, un hombre sin mujer no es un hombre completo, puede caer en las manías, en las drogas, en la locura o incluso algo peor… Un hombre necesita una mujer: la que le apasiona, la que le gus-ta, la que ama: solo esa. Un hombre es un ser frágil, a pesar de su fuerza, un cobarde, a pesar de su valor. No cuenta con nadie y sus amigos no son más que con-trincantes que quieren algo que él tiene y le quieren quitar con sus sonrisas. Por su parte, una mujer busca en un hombre, sobre todo, seguridad, y más que nada, la posibilidad de te-ner en él la llave para abrir las puertas de su realiza-ción potencial. La relación sexual física no importa tanto, pues el sexo, en sí mismo, es absolutamente soso y repetitivo. Hacer el amor es un juego de ima-

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ginación, un acto psicológico, en el que su sentido se encuentra en la compenetración física y espiritual. El placer sexual sólo se logra si el amante busca, no su satisfacción egoísta, sino la satisfacción de su pareja. El egoísmo en el sexo es causa de pérdida de la pareja.

Pero si en lugar de egoísmo hay amor, se llega a la tras-cendencia, que son los hijos que quisiera uno que cons-tituyeran la extensión del propio ser. Pero no, resulta que los hijos son individuos en sí mismos que deben poco al padre, porque la procreación es un acto natu-ral, instintivo. Desde donde estaba, en “el confín del mundo”, mi familia me parecía tan lejana en el espacio y en el tiempo, que realmente, físicamente, pertenecían a otra realidad, la suya, no la mía, no mi extensión, no mi trascendencia, sino verdaderamente seres indepen-dientes, ajenos a mí, verdaderos ellos mismos.

Sin embargo, ¿qué pasa cuando un hombre no tiene el amor que justamente espera de la vida? No el amor de una madre, que ya es grave, o el amor del padre, que es peor. No, ¿qué pasa cuando no tiene el amor de una mujer?

El amor es una palabra vacía que podemos llenar con todo lo que queramos: cariño, necesidad, apego, cos-tumbre, pasión sexual. El amor así entendido no exis-te. Lo que en realidad se da, con el nombre de amor, es la entrega, el darse totalmente a la persona queri-

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da, desde dentro, hacia fuera, del alma al cuerpo. La mayoría lo hace al revés. Entregarse es dar todo lo que uno es en esencia, nuestro sentido de la vida, a otra persona, recibiendo recíprocamente una entrega igual. Entonces podemos llamarle amor a esa situa-ción. ¿Qué pasa si no se da? Si sólo una de las par-tes se entrega y la otra no, no hay amor. Un hombre que se entrega y no recibe de su mujer una entrega igual, está perdido. Su entrega, su alma dada a la per-sona querida, en realidad a la persona errada, se la da a la nada, y se queda vacío. En el “viaje” del hon-go maravilloso, comprendí que la mujer busca quien se le entregue, para entregarse ella. Porque es cauta. Se ha engañado muchas veces. Pero si lo encuentra, se entrega en cuerpo y alma para toda la vida. En el universo, una flor no puede serlo completamente si no fecunda a otra, igual que una estrella no lo es si no estalla en luz. Generalmente lo logran, pero hay flores y estrellas estériles. El orden cósmico no quiere eso, pero no lo puede evitar. Como no puede evitar un hombre querer a una mujer que no lo quiere a él. Su corazón se rompe y su alma queda sin destinatario. El orden cósmico no quiere eso, pero no puede evitarlo, hasta que la flor fecunda y la estrella estalla en luz y calor y se hace la vida.

* * *

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De pronto, en el “sueño”, me encontré en mi casa de Jardín Balbuena, parado frente al librero que mandó construir mi padre en la recamara de la planta baja, que servía como estudio, pero que algún tiempo, de soltero, fue mi recamara, junto con mi hermano menor. Ahí estaba yo, de unos veinticinco o veintiséis años, de visita en la casa, ya casado, examinando los libros del añorado librero. ¿Qué hacía ahí? De nuevo el hongo ma-ravilloso me jugaba un acertijo, que algo quería significar. Pero el “sueño” era tan real, que en ese momento no pensé en nada de esto, sino que me dejé llevar y realmente estaba ahí, examinando los títulos de los libros, que me eran necesarios.

En aquella casa viví de los siete a los veinticin-co años de edad y fui desgraciado y feliz. Feliz porque era una casa grande, cómoda, que estaba ubicada exactamente enfrente de la ciudad de-portiva, puertas 1 y 2, de béisbol y fútbol res-pectivamente, cuyos parques eran verdaderos bosques que veía desde mi ventana y me daban la sensación de estar fuera de la ciudad. Era la colonia Jardín Balbuena, que viví en sus mejores tiempos, incluso cuando una gran parte de sus calles no estaban pavimentadas y eran el paso de caballos, mulas, borregos y cabras que guarda-ban en pequeños establos que todavía existían. La leche nos la traía un campesino, y la vaciaba

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de un recipiente de metal que cargaba un burro de grandes orejas y ojos inquisitivos. Jugábamos en la tierra a las canicas, cascarita de fútbol, ca-rritos y futbolito con porterías que hacíamos con palitos de paleta. Los muchachos mayores juga-ban tamaladas y tochito. No estaban por enton-ces al alcance de todos los juguetes de almacén, juguetes industriales, y teníamos que hacerlos nosotros mismos, como hacíamos los carros con ruedas metálicas de patines, o las espadas con trozos de madera. Por la puerta de atrás de nues-tra casa, se salía a uno de los retornos de avenida del Taller, con un espacio intermedio de terreno no cortado donde la hierba crecía más de un me-tro de altura formando lo que nosotros llamába-mos “el llano”, y que servía de mil maravillas para jugar a la jungla con resorteras y pistolas de dardos de plástico, y donde se reproducían fan-tásticas arañas de colores. La reina era la bicicle-ta, cada niño con la suya hasta formar verdade-ros pelotones de ciclistas en los que jugábamos a lo que hace la mano hace la tras, un juego suicida pues consistía en que lo que hacia el ciclista de adelante teníamos que hacerlo los demás, bajo riesgo de en caso de no cumplir, ser “viejas”, lo que nos llevaba a realizar verdaderos malabares y proezas para no ser atropellados por un auto o estamparnos contra una pared.

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Vivíamos cerca de la Unidad Kennedy, en cuyas azoteas, en las jaulas de la ropa, jugábamos a la cárcel. Recuerdo que en una ocasión llevamos a un preso, con los ojos vendados, a una de esas jaulas y lo amarramos a la reja y después cerra-mos la puerta con candado. El chiste era que el que aguantaba más era el más macho, soportan-do encierros de media hora o más. Pero el caso es que el niño se nos olvidó y en el atardecer nos fuimos cada uno a nuestra casa. Ya en la noche, una madre enloquecida fue a tocar a nuestras puertas buscando a su hijo. Asustados, conta-mos lo que habíamos hecho y fuimos a rescatar al niño, pero la llave del candado se había perdi-do. Tuvieron que romperlo. Para nuestro asom-bro, aquel compañero no estaba trastornado, sino al contrario, muy alegre, pues al aguantar tanto, sin discusión, era el más macho de todos. Aunque eso no nos libró de unos buenos azotes en nuestras casas.

Otro de nuestros juegos de valor era subir en la noche hasta la azotea de una casa particular, sin ser vistos por sus ocupantes y bajar con una pren-da del tendedero. El que no lo hacia era “vieja”. Yo, aterrorizado, logré cumplir con la misión, casi saltándome en el pecho el corazón, pero a un niño le salió de pronto un tremendo perro pastor alemán y tuvo que ponerse a salvo dando

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tremendos gritos y subiéndose a los tinacos. Los señores de la casa salieron y se armó una gran algarabía, con policías y toda la cosa, por lo que tuvimos que explicar el juego con todo detalle. Para nuestro asombro, al dueño de la casa le pa-reció muy varonil e ingenioso el juego y no hizo cargos. Aunque eso no nos libró de la consabida golpiza en casa.

En la puerta dos de la deportiva, íbamos a ju-gar fútbol el equipo de nuestro retorno, contra el de otro retorno, en cancha grande y con las porterías profesionales. Yo siempre fui centro delantero y era buen jugador, fanático del fútbol practicado y no sólo visto por la tele, tenía buen toque de bola y, aunque era delgado y sin mayor cuerpo, siempre me seleccionaban para jugar. Los partidos eran a muerte y algunos retornos tenían fama de salvajes. Las patadas eran bes-tiales y en muchas ocasiones se armaba la bron-ca y la batalla campal. Llegábamos a casa todos magullados, pero orgullosos, aunque eso no nos libraba de ya saben qué…

En fin, son miles los recuerdos. En aquella casa cursé la primaría, la secundaría, la prepa y toda mi carrera profesional, hasta que me casé y me dediqué a tener hijos. Fui desgraciado, porque en aquella casa se divorciaron mis padres y mi

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familia se fracturó, lo que me afectó muchísimo, hasta la fecha. Seguíamos viendo a mi padre e incluso, íbamos todos juntos a la casa de Cuerna-vaca, papá, mamá y los hermanitos, pero ya no era lo mismo. Me convertí en un niño y un ado-lescente muy solitario. Sólo me alegraban la vida mi madre, muy golpeadora, pero con causa, y mi gran librero.

Resulta que, como hijo de padres divorciados, cuando me llegó la edad de las preguntas sobre el mundo y mi propia existencia, no tenía padre a quien confiarle mis dudas; mi madre era una mujer buena y muy guapa, rubia ella, pero sin muchos conocimientos, pues apenas terminó la primaria, dedicada a cuidar de su hermanita y cuidar la casa, mientras mi abuela andaba de pata de perro y difícilmente podía responder a mis cuestionamientos, y yo era muy curioso, todo lo quería saber, por lo que un día me dijo: “Búscalo en los libros, para eso está la biblioteca”, y mi vida se iluminó. En ese momento descubrí verdaderamente el valor del librero. Fui a él y comencé a hojear un volumen tras otro: ensayos, tratados, enciclopedias, diccionarios, novelas, teatro, poesía, historia, ciencia, de todo. Creí vol-verme loco. Desde ese día, los libros se convir-tieron en mis íntimos amigos, ellos respondían mis dudas y me descubrían mi vocación, susti-

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tuyendo a mi padre ausente. Eran lo más noble que conocía, no eran traicioneros, ni envidiosos, ni crueles, no se burlaban de mí, ni me pegaban, como mis amigos de carne y hueso; al contra-rio, me daban lo mejor de sí, siempre dispuestos a entregarme sus secretos, a acompañarme. No me abandonaban ni olvidaban, eran fieles y eter-nos. Empecé a quererlos más que a mi vida, y así me convertí en un ratón de biblioteca.

Todas las tardes y las noches, después de cenar tamales, tortillas de harina, tostadas, chocolate de molinillo, pozole, todo hecho por mi maravi-llosa abuela Tita, extraordinaria cocinera, como cada vez hay menos mujeres modernas, que tie-nen más de modernas que de mujeres, me iba al estudio, tomaba el libro en turno y me ponía a leer sentado en el gran sillón Reposet. No tardé mucho en dejar el libro para ponerme a escribir mis primeros barruntos de obras, recargado en el escritorio, que iluminaba con una lámpara de mesa, como los profesionales. Así pasaba feliz largas horas. Me estaba convirtiendo en un inte-lectual, futuro profesor y escritor en ciernes.

Por eso en el “sueño”, parado frente a mi librero, me pregunté, ¿Qué busco? En la sala escuchaba la voz de mi esposa y los aullidos de mi hijo, de un año de edad, la voz de mi madre consintién-

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dolo, y Tita diciendo: “callen a ese niño”. Por lo tanto, estaba ya casado. ¿Qué buscaba? Desde luego, un libro para preparar mis clases del Ins-tituto, uno de mis viejos amigos que me iba a ayudar una vez más, para salir del paso de una clase de tema difícil. Por lo tanto, ya era para entonces todo un flamante profesor de filosofía y metodología de la ciencia. ¿Por qué el hongo maravilloso me llevó a recordar aquel tiempo?

Quizá para hacerme consciente de mi función en la vida, enseñar y escribir, hacer libros, formar muchachos, arrastrar la pluma y el gis. En ese momento me di cuenta de lo trascendente de mi labor, pero igualmente en ese momento, me des-perté y volví a la playa de Bahía Maguey, junto a la fogata y mis amigos que seguían acostados, con los ojos cerrados, viajando por el espacio in-terneuronal. Me despabilé, me incorporé y me fui a dar un paseo por la playa oscura. La noche seguía hermosa, con aquellos cientos de miles de estrellas brillando a todo lo que dan, mirándonos desde miles de años luz de distancia en el espa-cio y en el tiempo. El “viaje” estaba en su pleno apogeo, recrudecido por el cigarro de marihua-na que nos fumamos ¿Hacia cuanto? El silencio era pasmoso, sólo amortiguado por las olas del mar y el susurro de las hojas de los árboles me-cidas por una ligera brisa. Pensé que el hongo

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me estaba defraudando, que la respuesta a la pregunta que me hice, ¿Quién soy? No tendría respuesta… ¿o era acaso porque no tenía puro el corazón? Me sentí triste, pero no le di mayor importancia. Me acerqué de nuevo a la fogata, con su crepitar y su luz maravillosa y me senté de nuevo junto al fuego, ya algo cansado por el “viaje”. Empecé a preocuparme por pensar qué hacer y un rayo de angustia me cruzó el cuerpo, pero lo dejé pasar. Relájate, pensé, y me volví a acostar, mis ojos se fueron cerrando poco a poco. ¿Quién me iba a decir lo que vendría a continua-ción? Con una fuerza inaudita, volví a “soñar”.

* * *

En la mitología, que vemos como cuentos irrea-les y fantasiosos, se nos habla de serpientes, caballos, halcones, héroes, dioses y diosas que representan la tierra o el sol. De héroes que rea-lizan viajes en busca de algo: como los Argonau-tas, o héroes que regresan en pavoroso viaje a su patria, como Ulises a Ítaca. O Héroes culturales que enseñaron a su pueblo a sembrar y cosechar, a ejercitar los oficios creativos o a entender el movimiento de las estrellas y los ciclos de la na-turaleza, que les mostraron las plantas curativas y las que matan, que les indicaron quienes son,

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cual es su identidad y como deben organizarse socialmente para vivir como hombres, siguien-do las leyes naturales, como Quetzalcoatl. Son mitos que leemos en la escuela y los creemos fan-tasías, imaginaciones de los antiguos, y les hace-mos muy poco caso. Pues bien, el mito es real y cada hombre realiza el suyo y, sobre todo, cada artista lo plasma, lo musicaliza, lo pinta o lo es-cribe. El artista es el gran creador de mitos, pues está conectado con la energía vital del universo, y con humildad, y una sensibilidad exacerbada, capta estas gestas y epopeyas humanas y les da expresión, no importa que acuda a la ficción, que es una alegoría de la realidad. Yo creía ser artis-ta, un escritor y, además, era maestro en el Insti-tuto. Era un artista, pero, ¿en verdad lo era? Esa era mi pregunta y en mi “sueño” dentro del viaje obtuve la respuesta. ¿Quién soy?

En tal “sueño”, mientras estaba tumbado boca arriba en la arena, junto a la fogata, que no deja-ba de alimentar, me encontré de pronto en el in-terior de una caverna. Alta, espaciosa, con varias cámaras, que olía a grasa quemada y a cadáver de animal, pero también a inciensos o yerbas aromá-ticas. No era el sueño común. ¡Estaba ahí! Parado, con mi ropa de playa y mis sandalias. En aque-lla caverna, en la que presentía presencias que no veía, había en el centro una fogata, muy parecida

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a la que teníamos en la playa de Bahía Maguey. La caverna era grande y la luz de la fogata apenas la iluminaba, pero era suficiente. Yo estaba nervio-so, incrédulo, fascinado, recorrido por un ligero temblor. De pronto, del fondo de la cueva apare-ció un hombre vestido de pieles de animales y con una máscara formada con la cabeza de una cabra u otro animal con cuernos. No le veía la cara, pero adivinaba que era un anciano. El corazón me latía acelerado. Se acercó al otro extremo de la fogata, pero cerca de mí y me dijo en un idioma extraño pero que comprendí completamente:

--- Si has llegado hasta aquí es porque posees los méritos suficientes y tu espíritu es grande y está puro, todavía. Hiciste una pregunta ¿Quién eres? Pues bien, te voy a contestar. Las tinieblas, la oscuridad y la noche, invaden el universo, sólo la luz es capaz de vencerlos y hacer posible ver, entender y hacer. El fuego es el símbolo de la inte-ligencia y la conciencia, y él mismo es la luz real y material. Pero se puede apagar, hay incluso fuerzas que quieren que se extinga y que están invadiendo con sus sombras las mentes de los hombres y llenándolos de maldad. ¡En verdad que vives en una época oscura! Por eso alimenta-mos nuestro fuego constantemente. Esa es la luz de la vida, pero es también la luz de la inteligen-cia. Tu eres nuestro y en tus cátedras, llevas la

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luz a las almas de tus alumnos, igual que con tus escritos, aún desconocidos, llevas la luz a las in-teligencias y una esperanza a los corazones. Con tu actividad, haces la luz. Eso eres, alguien que se preocupa porque el fuego no se apague, como hacías con la fogata en la playa. Eres un Guar-dián del Fuego, y tu misión en la vida, decidida por ti mismo, es que alimentes esa luz e impidas que se apague. Como maestro y escritor es como lo logras. Otros lo logran por otros medios. Para que logres tu misión de Guardián del Fuego, el supremo te ha otorgado ciertos poderes que ya iras descubriendo y aprendiendo a usar, pero de igual modo, habrá enemigos poderosos que te querrán destruir. Vivirás grandes penas, y tu alma y tu espíritu se ensombrecerán, caerás bajo, cruzarás el infierno en la tierra, pero depende de ti el que salgas adelante, triunfes de las fuerzas oscuras y seas un verdadero Guardián del Fue-go, que es un título altamente honorífico en la escala de los espíritus. No te envanezcas, por el contrario, se humilde y cumple con tu función. Quizá sufras el embate de enfermedades, traicio-nes y descalabros, pero tu obligación es impedir que la luz, que el fuego que ilumina el universo y lleva el entendimiento a los hombres, se apa-gue. Seas pues nombrado Guardián del Fuego. Esa es la respuesta, eso es lo que eres…

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Hizo algunos movimientos con un báculo que llevaba y caminando hacia atrás, quedó en la sombra. Yo quise hacer algunas preguntas pero cuando lo intenté, regresé violentamente a la playa, tumbado boca arriba en la arena, junto a la fogata. El “viaje”, es decir, el efecto de los hongos maravillosos, se había terminado, esta-ba lúcido, sobrio, despierto y con una gran paz y certeza en mi alma, profundamente admirado y sorprendido. Mis amigos dormían. ¡Ya sabía quien era! Siempre lo había sabido, como nos pasa a todos, cuando caemos en la cuenta, lásti-ma que muchos pasen sin siquiera darse cuenta que tienen enfrente lo que tanto han buscado y anhelado. De ese momento en adelante, los otros dos días, me convertí en un turista normal, que ya sabía lo que tenía que hacer y que a pesar de todos los males que cayeran sobre mí, nunca dejaría que el fuego se apagara y llevaría la luz dondequiera que fuera. Ahora, había que regre-sar a la “realidad”.

* * *

Cuando regresé de la caverna, ya el efecto del hon-go había desaparecido, pero, cosa curiosa, seguía viendo el mundo como un lugar mágico, lleno de significado y claves para entenderlo y poder es-

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cribirlo, y para ser feliz: La visión del artista es eso, ver el mundo no como algo trivial, rutinario o “normal”, sino como algo extraño, misterioso, maravilloso, al que siempre hay algo que descu-brirle, descubrimiento que nos hace felices.

* * * El hecho de que la revelación de quien soy, la res-puesta a mi pregunta, se diera en una caverna, a todas luces prehistórica, y fuera un sacerdote, brugo o chamán quien me hablara detrás de una máscara ritual, tiene un significado que he inten-tado descifrar durante años. Y ese hecho se liga con la aparición del mono en el árbol que ilumi-né con la linterna y que “comprendí” que era yo, un yo antiguo, en estado primitivo. Del mismo modo, el cielo estrellado perteneciente a otra épo-ca, seguramente muy remota, me lleva a creer que todo el evento se dio en un periodo de formación del ser humano. ¿Por qué? ¿Cómo? La prehistoria es el periodo más largo de la evolución humana, duró miles y aún millones de años y los habitan-tes de aquellas épocas fueron, sin duda alguna, los verdaderos héroes de nuestra especie, pues si no hubiera sido por su tenacidad, habilidad e inteligencia, su fortaleza y deseo de subsistir, no estaríamos aquí. Por tanto, nuestra psiquis, nues-

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tra mente, se formó en aquellos tiempos. Desde épocas remotas, se forjó, consciente e inconscien-temente, nuestra función y misión en la tierra, se establecieron las tareas de cada miembro de la comunidad: el artesano, el cazador, la recolecto-ra, el maestro, el chamán, el artista, el guerrero, el médico, el jefe de la tribu. Y desde entonces, cul-turalmente, por medio de la comunicación entre padres e hijos y, espiritualmente, entre los viejos y los jóvenes, se han ido desarrollando los carac-teres que cumplen esas tareas. No sólo de forma social y cultural, sino también, de una forma que ignoro, con base en un plan universal que dota a los hombres de la semilla de lo que será su hacer en la tierra. Para algo estamos aquí, no sólo para reproducirnos biológicamente, sino para algo más, que la religión y la ciencia se han planteado como problema desde sus orígenes. La respuesta que yo vislumbré, después de aquel viaje de hon-gos, es que venimos al mundo con una misión que cumplir, como la de las estrellas es crear mundos. El problema es descubrirlo, pues miles de hom-bres y mujeres mueren sin averiguarlo jamás, y hacen en la vida las actividades que las circuns-tancias y las necesidades apremiantes les presen-tan, que les permiten vivir, pero no desarrollarse, ni mental, ni espiritualmente. Son almas que se perdieron para ese plan universal que yo no sé cual sea, y que transitan por la tierra sin encontrar

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la verdadera felicidad. El hombre moderno, que se ufana de su tecnología y saber científico y téc-nico, es producto de un proceso que miles y mi-les de personas han desarrollado en su intelecto a través de miles de años. Así que somos nosotros, hombres modernos, el producto de esos hombres antiguos, que, a pesar de ser tan antiguos, ya ha-bían descubierto el sentido de la vida humana. Crear, transformar la naturaleza y con ello, a sí mismos, produciendo al ser humano.

¿Por qué fue un chamán el que habló conmigo en el “viaje”? Recuerdo a Macedonia, el chamán de San José del Pacífico, que fue la que me dio los hongos y me inquietó acerca de hacer la pregun-ta. Un chamán al principio y otro al final. Uno en la actualidad y otro hace miles de años. Dos seres que están unidos y para los que quizá el antes y el después no exista. Posiblemente ese era mi des-tino, fraguado ya por el chamán de la caverna y ejecutado por Macedonia ahora. Los tiempos se entrecruzan y es al chamán al que le corresponde contestar tales preguntas, hechas por un miembro de su comunidad, como yo.

Mi pregunta era muy antigua, quizá la más anti-gua que un hombre se ha hecho, y por ello, la res-puesta vino desde lo más antiguo de la comunidad humana y del fondo de mi mente. Y eso mismo

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debe sucederle a cada uno de nosotros, a todos, si lo buscamos y tenemos “puro el corazón”.

* * *

Cuando me incorporé en la arena, junto a la fo-gata, ya casi apagada, decidí que no valía la pena seguir alimentándola, era muy noche, dentro de poco amanecería. Me quedé un momento mi-rando la playa bajo el manto de la noche, como alelado, sorprendido por el tremendo significa-do del sueño de la caverna, casi asustado, pero al mismo tiempo con una inmensa alegría que me hinchaba el pecho. La primera noche que pa-saríamos en Bahía Maguey estaba por terminar. Hacía frió. En un rato más, Roque y Asdrúbal volvieron también en sí y se incorporaron, con los ojos ya en este mundo, sorprendidos, como si no supieran qué estaban haciendo aquí. Me mi-raron como si fuera un fantasma o un ser extra-terreno, hasta que la realidad se impuso y des-pertaron ya del todo.

--- ¿Qué pasó, negro – me dijo Roque –, que via-jesote, no?

--- ¡Está cañón!, – dijo Asdrúbal, con su acento venezolano –, Vamos a hacernos un toque.

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--- Yo más bien tengo hambre y sueño – dijo Ro-que –, mejor vemos si hay algo para cenar y des-pués, a la cama.

--- Más bien será desayuno – dijo Asdrúbal –, son las cinco de la mañana.

Yo pensé contarles de mis “sueños”, pero como los demás no se veían muy animados a hablar de los suyos, si es que los habían tenido, callé.

--- Pues vámonos para la cabaña entonces – dijo Roque.

--- Por ahí debemos tener una lata de atún y galletas.

Todos nos levantamos y subimos el árbol para llegar a la cabaña, que estaba fría. Encendieron la lámpara de petróleo. A mi me tocaba afuera, en el balcón, durmiendo en la hamaca tapada con un mosquitero. Roque, siempre cuate conmigo, me llevó unas mantas para cubrirme del frió de la madrugada y después me llamó para comer atún, mientras Asdrúbal bajaba por unas cerve-zas que nos supieron a gloria. Cenamos. Des-pués apagaron la lámpara y en pocos minutos ya estaban roncando. Yo me quedé todavía un

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rato viendo el mar fosforescente y escuchando los enigmáticos ruidos de la selva vecina. Al fin me acosté, me tapé y me arrullé con el vaivén de la hamaca. Cerré los ojos. Mi última imagen fue la fogata allá abajo, ya apagada, con los rescol-dos encendidos, en ascuas rojas que chispeaban.

* * *

En el silencio lleno de ruidos de la noche selvática, en aquella noche de Bahía Maguey y las siguientes, mientras me dormía, me cuestionaba, me preguntaba sin cesar. ¿Por qué quiere el hombre conocer la ver-dad? Sabe que la falsedad, aunque sea parecida a la verdad, lleva a resultados negativos, que una mentira nos puede evitar un dolor, aunque al descubrirla el dolor sea mayor. Necesita saber la verdad sobre per-sonas, cosas y acontecimientos para que sus acciones sean certeras, para que sus ilusiones puedan realizar-se, para que sus sentimientos no caigan en el vacío, para asegurarse de que lo que hace va por buen cami-no. Para saber quien es realmente. No obstante, hay personas que evitan la verdad y prefieren vivir en el engaño o el auto engaño, en un mundo ficticio que se inventan para no ser destruidas por la verdad. Esas personas ya están destruidas. Necesitamos saber la verdad para ser libres, es decir, para elegir con acierto.

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El vaivén de la hamaca me adormecía, mientras un ave madrugadora dejaba oír su canto alargado y rescoldos del “viaje” me regresaban como fino oleaje y me seguía preguntando. ¿Por qué necesita el hombre sufrir en la vida? Porque el sufrimiento enseña, me contestaba el hongo agonizante, nos hace aprender los caminos que debemos evitar, las acciones y conductas que no nos convienen, nos permite penetrar profundo dentro de nosotros mismos. Nos hace fuertes, nos alecciona. Y porque sin conocer el sufrimiento no podemos identi-ficar la felicidad. ¿Qué es la felicidad? La felicidad es un estado de satisfacción, una sensación de plenitud, y claro está, de alegría, que es “la gracia divina”. Las personas alegres son por añadidura felices, mientras que las personas que pasan por un momento fugaz de felicidad no necesariamente son alegres. La felicidad no es un estado permanente, por el contrario, es inter-mitente, se da por lapsos, por momentos mágicos. La alegría si puede ser un estado permanente. ¿Qué es la alegría? La sensación gozosa de vivir, así de simple. Le llamo la “gracia divina”, porque es una sensación que nos une con la naturaleza, a las demás personas y al cosmos. La alegría es el estado de gracia en el que, por así decirlo, constantemente estamos agradeciendo el hecho de vivir. Su contrario, la tristeza, es el estado de la persona que no encuentra en el hecho de vivir ningún sentido ni significado, que está vacía. Y como no encuentra sentido ni significado a su vida, no sien-te satisfacción, no experimenta la plenitud, se siente

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aburrida, porque no encuentra dentro de sí la fuerza espiritual para hacer realidad sus ilusiones, sus de-seos y sus sueños. Por eso está triste. Pero esa fuerza está ahí, dentro de ella, sólo que está dormida. Nece-sita un día levantarse y dar gracias por la bella ma-ñana y preguntarse seriamente ¿Quién soy? ¿Para qué estoy aquí? Y buscar en todo aquello que la rodea, las cosas y los seres, la respuesta. Interesarse por el mundo, es interesarse por uno mismo. La respuesta está ahí, aunque es difícil encontrarla de inmediato. Pero el solo hecho de dar gracias y hacerse las pre-guntas necesarias le quitará de inmediato su tristeza y dejará de estar aburrida. Si es incapaz de hacer eso cualquier día al despertar, todo está perdido, y aún así, un día se puede encender la llama y comenzar a vivir en verdad… no importa que sea el día antes de nuestra muerte.

* * *

En la mitología, la oscuridad, el caos, las som-bras, fueron eliminadas por la luz, que siempre ha estado asociada al sol, y que es, ante todo, fuego. Recordemos que prometeo robó el fuego y se lo dio al hombre, por lo cual fue castigado, siendo encadenado a una roca, mientras un ave le comía periódicamente el hígado, hasta que fue liberado por Hércules. El fuego, el calor y

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la luz, que son su efecto, le permitió al hombre cocinar sus alimentos, fundir los metales, hacer habitables las horas de la noche, ahuyentar a las bestias, calentar sus viviendas y en otro sentido, controlar a la naturaleza. Por todo eso proteger y cuidar el fuego era vital, a tal grado que había personas dedicadas exclusivamente a su cuida-do, los guardianes. Pero la luz se asocia también con la inteligencia, con la conciencia y el conoci-miento. El guardián del fuego era por tanto tam-bién aquel que cultivaba el saber y lo transmitía, evitando de esa manera que se extinguieran los conocimientos vitales para la supervivencia de la comunidad, encendiendo la luz en los más jó-venes. Eran los maestros de todos los tiempos, y junto a ellos los artistas, escribas y pintores, los escultores, los contadores de años, los reseñado-res de los hechos históricos, reales y míticos. En un sentido espiritual, es un ser de luz que ayu-da a otros a encender la suya, y en eso consiste su poder. Pero tendrá enemigos: la envidia, los celos ajenos, la enfermedad, la depresión y la locura, circunstancias en contra y sucesos inex-plicables que le impedirán llevar a cabo su la-bor. Pero él, cual guardián, sabrá sobreponerse a todo y salir victorioso, continuando con su tarea y combatiendo la oscuridad cada vez más densa en el mundo. El hombre, sin el fuego, propor-cionado durante el día por el sol, vivía noches

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verdaderamente oscuras, de ahí la importancia de la luz de la luna y sus fases y del brillo de las estrellas y su movimiento. En Bahía Maguey, en la tarde y noche del viaje, no hubo luna y a pe-sar del esplendor del cielo estrellado, en la playa la oscuridad era grande y pude sentir el temor y la zozobra que producen las densas sombras de la noche sobre el espíritu humano, los ruidos imprecisos y el miedo a los animales y las ali-mañas que nos pueden atacar sin ser vistos. Las noches sin luz son verdaderamente atemorizan-tes, verdaderamente oscuras. Al darme Roque la lamparita de pilas y encenderla, de alguna ma-nera nos hizo unos seres superiores. Con ella pu-dimos movilizarnos para hacer la fogata, fuego real, y mantenerla viva. Los hombres ancestra-les, deben haber tenido la misma sensación de poder y superioridad cuando controlaron el fue-go y supieron producirlo, poder y superioridad que fueron un tremendo acicate psicológico para su lucha por la vida. El fuego nos dio, al mismo tiempo, la inteligencia conciente y lúcida.

* * *

La mañana siguiente a la noche del “viaje”, nos levantamos ya tarde, como a las diez de la ma-ñana, lentos del cuerpo, con la sensación de ha-

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ber estado mucho tiempo fuera, en otro lugar, pero lucidos y alegres, con mucha hambre. El sol brillaba limpio y claro y las cosas más lejanas se veían nítidas, como vistas con una lupa, el mar brincaba y chisporroteaba de alegría y la selva estaba poblada de los cantos más exuberantes y entusiastas de los pájaros, que, sin embargo, no se veían. Asdrúbal se forjó de inmediato el toque de marihuana, el “mañanero”, del cual ahora si no fumé y lo consumió con Roque, en ayunas. Los tres recargados en el balcón, mirando exta-siados la belleza de la mañana tropical. Después bajamos a la palapa y Asdrúbal cocinó huevos a la venezolana, que son huevos con “porotos”, o sea, frijoles, e hizo café. Desayunamos gozando de la libertad más absoluta, con una tranquilidad difícil de lograr en la ciudad, aún en domingo, sentados a una mesa, bajo techo, cerca del mar. Después nos metimos a nadar al mar, alejándo-nos bastante de la playa y regresando hacer el muertito, sumergirnos y bucear en las aguas cris-talinas, mirando maravillados los peces de colo-res y formas más distintas. Yo me pavoneaba de ser un guardián del fuego, aunque internamente estaba más perplejo que contento, no sabiendo que pensar de todo lo ocurrido anoche. Después del baño en el mar nos dimos un baño de agua dulce en la caseta del patio trasero de la palapa y nos vestimos en la cabaña del árbol, mientras

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Roque y Asdrúbal se fumaban otro toque, el del “desempance”. Subimos unas cervezas y reposa-mos un rato. Yo me puse, inspirado, a garabatear unas notas en mi cuaderno sobre lo experimen-tado la noche anterior, base del presente libro. Más tarde, nos activamos y decidimos ir de ex-ploración a la selva, tomando nuestros cuchillos, el machete y poniéndonos zapatos y pantalones, por si las dudas. Bajamos y recorrimos la playa buscando un lugar por donde penetrar en la tu-pida maraña de hierbas, arbustos y matas, has-ta que encontramos algo parecido a un sendero. Nos internamos y a los pocos pasos la vegetación se hizo más alta y tupida teniendo que accionar el machete. El calor empezó a hacernos mella y a los pocos minutos ya estábamos todos rasgu-ñados de los brazos. Veíamos muy bien donde pisábamos, por si había víboras o cualquier otro bicho y nos cuidamos de las telas de araña que ostentaban unas moradoras de colores llamati-vos y grandes patas, ojos inquisitivos, que pare-cían estar decidiendo si éramos alimento o no. Por fin, llegamos a un claro desde el cual pudi-mos ver a las aves cantoras de llamativos colo-res en su plumaje, que amenizaron la mañana y hasta creímos divisar un movimiento de ramas y algunos monos. Yo me puse alerta por si logra-ba verme colgando de las ramas, pero los monos escapaban raudos en cuanto nos veían y mi otro

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yo parecía no querer saber nada de mí. Segui-mos por lo que parecía ser otro sendero, y para nuestra sorpresa, llegamos a una pequeña bahía, casi increíble por su pequeño tamaño, pero justa para albergar cómodamente a tres seres extrasel-váticos. Nos sacamos los pantalones y nadamos un rato para apaciguar el calor. Cuando salimos del mar nos encontramos con unas pequeñas huellas, como de pies de niños, que nos dejaron muy intrigados, pues parecían hechas la noche anterior. Pero ¿niños? ¿En esta parte de la selva, nada amigable? ¿En la noche? Asdrúbal dijo que no eran niños, sino “Chaneques”, una especie de duende nativo de estas tierras americanas, pa-recido a niños, pero con la piel verdosa. Según esto, él los había visto en Valencia, Venezuela, en Barquisimeto, lugar de mar.

--- También una vez, en Zihuatanejo – nos platicó –, ya anocheciendo, vimos en la playa a muchos niños jugando cerca de las palapas, corriendo y haciendo bulla. Ya más noche les preguntamos a las mujeres donde se había metido tanto niño y nos contestaron: “qué niños, esos son chane-ques, duendes traviesos”, y reían entre ellas.

Esto nos dio escalofrió y desde entonces tuvi-mos la sensación de ser observados por unos pequeños ojitos. De regreso, observamos las

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flores, maravillosas flores de todos colores, de enormes pétalos, rojas, amarillas, violetas, de pistilos artísticamente decorados y corolas mo-radas. Roque fue cortando una de cada especie y así llegamos a la palapa con un gran ramo de flores tropicales que decoró nuestra palapa. Lo primero que hicimos fue asaltar las cervezas que aún quedaban. Después Asdrúbal subió a la ca-baña y bajó con un frasco de ron bacardí que fue festejado con vítores, y como teníamos coca co-las, nos preparamos unas estupendas huatulco libres. Más tarde cada quien se fue por su lado, yo me puse a leer y a mirar el mar inmenso que rugía más allá de la bahía, resguardados del ca-lor. Pero de nuevo, no podía leer, la contempla-ción de la realidad natural que vivía, me ganaba, y tenía que dejar el libro a un lado. Nada puede competir con la observación directa de la natura-leza y la sensación exquisita de vivir.

* * *

Hay una pregunta importante: ¿lo que sucede, lo que se experimenta con los hongos es “real” o es solamente el efecto de una droga y todo es ilu-sión? Tal pregunta nos hacíamos mientras con-templábamos el mar, y tomábamos el ron. Para responder, yo preguntaría ¿es real la realidad en

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que vivimos? Decía un filósofo chino: “la vida es un sueño, la muerte es despertar”. ¿En los sueños vívidos, estamos ahí o sólo imaginamos que es-tamos donde soñamos? La ciencia física subató-mica se encuentra con partículas infinitesimales que son sólo cargas de energía que prácticamente están y no están, y entre los electrones que rodean el núcleo del átomo hay enormes espacios vacíos. Con base en mi experiencia puedo contestar que sí, efectivamente, existe una especie de otra di-mensión, otra realidad que está en este mismo mundo, paralela, y que en ocasiones cruzamos, como diría Carlos Castaneda en sus novelas sobre el brujo Juan Matus. Con los hongos “entramos” en otra realidad. Qué sea o de qué este compues-ta, no lo sé. Sólo puedo afirmar que no se entra en ella con el cuerpo físico, sino con la mente, el alma o como quieran llamarla, una dimensión que está en un plano, digamos, espiritual.

--- Ya le dio insolación al negro, – comentó Roque.

--- Ya va a empezar con sus rollazos, – dijo Asdrúbal.

Ahora bien, ¿qué es el espíritu? Vamos a decir que el espíritu es una forma de energía que no sabemos de qué tipo es, que nos hace vivir y que se carga o descarga, es la voluntad, la razón y las

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emociones humanas juntas, y que se conecta con nuestro cuerpo y sus funciones, con la mente o conciencia inteligente y que tiene la facultad de, en ocasiones, salirse del cuerpo y conectarse con otras formas de energía que no vemos (¿qué ener-gía vemos, por otra aparte, incluyendo la luz? Porque vemos más bien lo que la luz ilumina, pero nunca directamente la propia luz), intercam-biando experiencias e información con esa “otra” realidad de que ya hablamos. El espíritu obtiene su energía de las estrellas, del sol, la luna, la na-turaleza toda que nos rodea, y de las otras perso-nas, especialmente de las que amamos. Entonces brilla y es luz, que se refleja en nuestra alegría, buen humor, ganas de vivir y de crear. También puede descargarse, y entonces estamos enfermos, tristes, solitarios y deprimidos.

--- Andas… y hueles… - dijo Roque.

No sé como aprendí o entendí todas estas cosas, ni las puedo certificar metodológica y científica-mente, pero intuyo que es así.

Nuestro planeta es una escuela. Al vivir, de ni-ños a ancianos, enfrentamos un sin fin de proble-mas y dificultades; la prueba consiste en resol-ver esos problemas y superar esas dificultades, empleando, precisamente, nuestra fuerza espi-

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ritual. Si lo logramos, al morir pasamos a otra dimensión, esa que vemos con el hongo; si fraca-samos, al morir no pasamos y nos quedamos de este lado algún tiempo, como fantasmas erran-tes, hasta que nos diluimos y morimos entonces verdaderamente. Para lograr pasar las pruebas y problemas de la vida, espiritualmente debemos cumplir con las siguientes reglas:

Ser los últimos en todo. (No los más mediocres o tarugos, se entiende).

Hacer el bien a los demás, sea quien sea.

No buscar riquezas materiales únicamente.

Interesarnos por los demás, aunque sean dife-rentes a nosotros.

Perdonar a los que nos ofendieron.

Practicar la hermandad, la cooperación, la ayu-da mutua.

Ser humildes.

Compenetrarnos a fondo con el universo todo, es decir, amarlo.

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--- Ahora sí – comentó Asdrúbal –, ya salió el Chaman Chelero.

¡Qué sufrimiento cuesta aprender estas máxi-mas! ¡Qué trabajo llevarlas a cabo! La mayoría las conoce de oídas, otros las aprenden de sus padres, en su religión, otros, como yo, las apren-demos a base de toparnos con la realidad y su-frir, pero la gran mayoría las ignoramos y nunca las practicamos. Pero eso sí, queremos ser eter-nos. ¿Creen ustedes lograrlo?

* * *

En la noche tropical, meciéndome en la hamaca, casi por quedar dormido, después del día de excursión por la selva y de cenar unos estupendos pescados a las bra-zas, me acordé de pronto del padre de mi amigo Roque y de su reciente muerte, y eso me llevó a preguntarme por la muerte en general, para ver si el hongo, ya casi diluido, me respondía. ¿Qué es la muerte de un hom-bre? Es el término de la función de su cuerpo, que ha batallado tanto en la vida, o por accidente, o por en-fermedad. Es apagar el switch. El cuerpo biológico se detiene, desaparece y deja de existir como tal cuerpo, aunque su sustancia continúa en el mundo, germi-nando la tierra o flotando en la atmósfera en forma de humo. ¿Eso es todo? ¿Después de eso sigue la nada?

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En el “viaje” supe que no, la muerte no es el fin. Por un proceso que ignoro, “algo” de nosotros sobrevive, se separa del cuerpo físico muerto y con la energía que tenía en vida se pasa a la “otra” realidad, juntos espíritu y mente. La persona que muere se da cuen-ta de que ha muerto y entra en una nueva dinámica que desconozco, se reúne con otras personas y entra en una nueva fase de su existencia en este universo extraño. No se más, lo que he dicho lo sé porque en el “viaje” estuve por unas horas en ese otro mundo y vi gente que vivió hace miles de años.

* * *

El efecto del hongo maravilloso, al “viajar”, abre, por así decirlo, una puerta, un vórtice, una rajadura por donde se “mete” nuestra mente. Es algo similar a morir, sólo que al terminar el “via-je”, el efecto del hongo, “regresamos” a nuestra realidad. El que muere no regresa. ¿Por qué hace esto el hongo? Lo ignoro. Por eso es importante preguntar de nuevo ¿lo que se experimenta en el “viaje” es real o sólo el efecto de una droga? Opino que las dos cosas.

--- ¡Este negro ya se nos quedó en el viaje! – dijo Roque, y Asdrúbal hizo una señal significativa con la cabeza.

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--- ¡Ya perdimos al Niche!

A ciertas personas, con base en el grado de desa-rrollo de su yo interno, espiritual, de su sensibi-lidad y de su conciencia, el hongo solamente los hace alucinar, sentir cosas raras y ver el mundo desde otra perspectiva: el “viaje” es en este mun-do. Pero a otras personas, más desarrolladas es-piritualmente, les abre la puerta y los hace pasar a la “otra” realidad. Las personas que se niegan a creer en estos fenómenos simplemente nunca los experimentarán: están “cerradas”, “tapadas”, y no hay nada que hacer. Las personas que nos abrimos a la posibilidad de la existencia de esos fenómenos en este universo tan extraño de por sí, estamos “abiertas”, “receptivas”, vivas real-mente, y podemos experimentar “el otro lado”.

--- ¡Órale!

* * *

Después de la excursión a la selva, regresamos agotados y nos mantuvimos a la sombra parte de la tarde, debajo de la palapa. Nos preparamos una comida con todo lo que encontramos en la cocina de la fondita y acabamos con ella. Era el

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atardecer, el sol, rojo fosforescente, comenzaba a hundirse en el mar, dejando escapar vapor por los costados, o por lo menos así me lo parecía, de tan caliente. El aire era sofocante y tibio alterna-tivamente, pasando a templado y en la madru-gada, a frío. Queriendo entrar en actividad, nos fuimos los tres a los peñascos del limite contra-rio de la bahía, donde estuve la tarde anterior contemplando el mar y esperando el efecto del hongo, y subimos hasta la cumbre, no muy alta, con muchos trabajos y varias raspaduras y ma-gulladuras, y logramos, como premio, una vis-ta panorámica de la pequeña bahía y una parte considerable de la porción de selva que estaba detrás nuestro. Allá se veía el límite opuesto de la playa, con las olas rompiendo en las rocas, y la selva que daba la vuelta hacia el interior y de-jaba ver, detrás de la copa de los árboles, una ex-tensión de mar que lamía otras pequeñas bahías, todavía no acondicionadas para el turismo, que se esperaba en el futuro próximo, a una de las cuales llegamos como ya indiqué, además de los chaneques. Allá estaba también nuestra palapa y la cabaña del árbol y la mancha de las cenizas donde estuvo la fogata mágica de la noche del viaje. Mirando en la otra dirección estaba al mar abierto, el anchuroso océano pacifico y al fondo el sol que ya tenía media circunferencia tragada por las hondas del mar. Quisimos bajar, para es-

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perar la noche más cómodos y entonces empeza-ron los problemas, pues las rocas más bajas, ba-ñadas por el oleaje, estaban tapizadas de aquellos cangrejos rojos, de ojos saltones y tenazas agre-sivas, que no dejaban un espacio donde poner el pie. Les tiramos piedras y sólo logramos que se pusieran más agresivos, así que poniendo el pie en los bordes filosos, espantando cangrejos a como dios nos diera a entender, logramos llegar a la arena y entonces nos dimos gusto apedrean-do cangrejos, hasta pensamos poner a calentar una cubeta y hervir unos cuantos, pero no sabía-mos si eran comestibles o no. Además de que no teníamos como encenderla. Por fin los dejamos en paz y regresamos a la palapa, preocupados porque se habían terminado las cervezas y la comida, no teníamos gasolina para iniciar otra fogata y nos esperaba una noche tristona, sólo alegrada por el escenario donde estábamos. Se hizo la noche y de nuevo la oscuridad se convir-tió en un problema; Asdrúbal bajó la lámpara de la cabaña y la pusimos en la palapa, pero enton-ces los mosquitos nos empezaron a comer vivos ¿Qué hacer? Pensamos en subir a instalarnos en la cabaña con los mosquiteros, cuando oímos el zumbido de un motor de lancha que se acerca-ba, y efectivamente, al poco tiempo apareció la lancha que nos trajo al principio, conducida por un sonriente Jacinto que llegó, apagó la lancha,

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la subió a la arena y nos mostró feliz unas bol-sas: ¡Más provisiones! Pescados, latas, cervezas, una botella de ron, refrescos, verdura y muchas cosas más que nos mandaba el Capo de Santa Cruz, sospechando que andaríamos deficientes. Fue como un milagro. Todos reímos y bailamos en la playa a la luz de la luna creciente.

--- Mañana viene más gente – nos dijo –, para funcionar la palapa para los turistas, vienen las mujeres en las otras lanchas del patrón.

Siempre activo, bajó las cosas, lo ayudamos a meter todo en la cocina y después sacó un reci-piente con gasolina de la lancha, tomó el mache-te de la cocina y cortó ramas que amontonó en la mancha de cenizas de la fogata anterior, las roció de gasolina y les prendió un cerillo. Una inmensa llamarada, como la de la noche pasada, se levantó hacia el cielo e iluminó toda la bahía. Hasta los cangrejos se impresionaron. Nos acer-camos al fuego con nuestras respectivas cerve-zas y comenzó la fiesta.

--- ¡Ahora si, compañeros, vamos a gozar! –, gri-taba Jacinto, algo chispo.

Sin embargo, ¡que diferente la percepción de los acontecimientos, sobrios, que bajo el efecto del

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hongo! Ahora era una playa normal, en un tiem-po comprensible y hacedero, en el reino de este mundo, que no por eso dejaba de ser hermoso y excitante. Jacinto, de pronto, se animó, trajo de la cocina los pescados crudos, hizo un gran hoyo en la arena, lavó los pescados en el agua de mar, lo cual a la vez los salaba, después en el agujero colocó carbón que también traía en la lancha, en-cima del carbón ya encendido, una reja de la co-cina y sobre ella los pescados abiertos y rellenos de jitomate, cebolla, ajo y hierbas, sobre los pes-cados papel aluminio y sobre todo eso la arena hasta hacer desaparecer el guiso. Tomó su cer-veza y se puso a platicar con nosotros del día de mañana, sábado, que era día de abrir la palapa y en que venían muchas lanchas para las demás palapas y con turistas.

--- Se pone animado, no crean, ya verán, y train mucha comida.

Era el día de nuestro regreso. Pasado un tiem-po, se levantó, quitó la arena de encima del pa-pel aluminio, lo retiró y aparecieron los peces, borbotoneando y bien cocidos. Trajo platos des-echables y sirvió uno a cada quien.

--- Se comen con los dedos – dijo –, y empezó a comer.

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Nosotros lo imitamos y nos llevamos un alegrón, al comprobar que era el pescado más delicioso que comimos en toda la vida, pues se deshacía en la boca y su sabor era a mar, sol, estrellas, sal marina, su olor era la brisa misma del océano, su olor era a palmeras, leña, selva virgen y asado de ángel. Nos comimos todo y ya satisfechos nos acostamos junto al fuego un rato, a tomar ron con coca cola y a mirar las estrellas resplande-cientes, arrullados por las olas del mar. Esa no-che nos dormimos de un tirón nada más poner la cabeza en la almohada. Jacinto, en la playa, im-provisó una casa de campaña encima de la lan-cha y durmió dentro, muy contento, como siem-pre estaba. Yo, en mi hamaca, me mecí un rato, escuchando los ruidos de la selva e imaginando a los chaneques danzando por ahí, cerca de no-sotros, mientras Asdrúbal y Roque se fumaron “el dormilón”.

* * *

Así que un “viaje” de hongo alucinógeno es eso, per-catarse de que la felicidad está en el simple hecho de existir, lo cual ya es mucho, y la alegría y la felicidad que esto nos proporciona. ¿Qué más queremos? Una tarea, una misión, es decir, que nuestra existencia sir-

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va para algo, para los demás. Eso es todo. Si no es así, de nada sirvió vivir, fuimos una flor cuyo polen el viento llevó hacia tierra estéril, una nube que no hizo agua, un barco que se hundió, un avión que no voló, un pájaro que no cantó, un escritor que no escribió, un editor que no publicó, un lector que no leyó. Un hombre que no vivió.

* * *

La mañana siguiente era sábado, el día que de-bíamos abandonar Bahía Maguey. Desde muy temprano, los cantos de los pájaros salvajes me despertaron y vi que el sol ya iluminaba con su luz cristalina las olas del mar y que la brisa tibia con olor a selva ya mecía las copas de los árboles. Era un día espléndido. El último. Una punzada de dolor me atravesó el abdomen. Miré a la pla-ya y noté que Jacinto ya había deshecho su carpa de dormir y que andaba activo por allá abajo, en la palapa restaurante. Pronto se despertaron Ro-que y Asdrúbal y juntos bajamos a ver que desa-yunábamos, y nos alegramos lo indecible cundo vimos y olimos que el diligente Jacinto ya nos había preparado el desayuno: huevos a la mexi-cana y café.

--- Espero que les guste –, nos dijo solicito.

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--- Si los guisaste con la misma sazón que los pesca-dos de anoche, te vamos a extrañar, – dijo Asdrúbal.

Desayunamos prestos y después nos metimos un rato a chapotear en la playa con el mar trans-parente como cristal. Salimos a descansar un rato sobre la arena, aprovechando el sol de la mañana, que no quema. Entonces empezamos a oír rumor de motores de lancha. Tres o cua-tro lanchas llenas de mujeres y niños llegaban a la bahía con trastos, bultos y enceres de cocina. Eran las encargadas de dar vida a las palapas. Empezó la algarabía y el griterío. ¡Adiós soledad y paz, silencio del que se aleja de los mortales ruidosos y molestos! No pasó mucho tiempo en que más lanchas llegaran y trajeran consigo a los despreciables turistas con sus niños llorones o gritones, sus cámaras fotográficas y sus caras pá-lidas de oficinista, con ojos de no entender nada, de no comprender el mundo mágico en que es-taban: una playa más. No eran muchos, es cierto, pero eran demasiados. Los tres nos alejamos a los confines más apartados de la bahía y ahí vi-vimos los últimos momentos apacibles.

--- Nos alcanzó la ciudad – dije triste.

Por fin, resignados, regresamos a la palapa a ha-

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cer las maletas. Bahía Maguey había perdido su encanto y no era ya, más que un lugar sórdido de vacacionistas. Sin embargo, bajamos a la palapa y nos tomamos unas cervezas. La mañana trans-curría y se hacia tarde. Fue entonces cuando nos ofrecieron las langostas y comimos maravillados su exquisita carne. Pero ya Jacinto estaba listo, metimos nuestro equipaje en la lancha, la empu-jamos al mar, nos despedimos de las mujeres de la palapa, de la cabaña, de la playa, de la bahía, de la selva, de la soledad bienhechora, de la fan-tasía y la maravilla, de la aventura del “viaje”, que me parecía cada vez más increíble y lejana, así como ahora pasados tantos años me parece tan real y cercana. Nos despedimos del mundo prehistórico, de edades siderales, de la “otra” realidad y partimos en la lancha a toda veloci-dad, dando tumbos, rumbo a La Crucecita. El sol y el mar, en todo su esplendor, saltaban y reful-gían como diciéndonos adiós. Ya las bahías iban quedando atrás y en el pecho sentía un dolor, una nostalgia infinita. ¡Cuánto hubiese querido vivir para siempre ahí, alejado de la estupidez y la maldad humanas! Pero tenía una función en la vida y tenía que cumplirla.

* * *

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Al regreso de Bahía Maguey, todos cambiados por la experiencia que habíamos vivido, saluda-mos efusivos al otro Asdrúbal y a su madre y a todos aquellos que nos recibieron al llegar.

--- ¿Qué tal se la pasaron? , – nos preguntó la se-ñora del caldo de pescado memorable.

--- Es una de las bahías más bonitas – nos dijo Asdrúbal segundo.

--- Adiós, adiós, esperamos volver pronto.

Nos despedimos de Jacinto con un abrazo, di-mos una última mirada al mar que nos despe-día agitando su espuma, subimos a la camioneta y regresamos a Santa Cruz Huatulco, a la casa del capo mafioso. Estaba anocheciendo y pasa-ríamos la última noche ahí. El pueblo en cons-trucción descansaba y el bar-discoteque se pre-paraba para recibir a los albañiles que esa no-che desearan emborracharse y matarse, como todos los sábados. Y en efecto, una vez cerrada la noche, apenas podíamos dormir debido al al-boroto que se traían allá abajo. Incluso bajamos un momento y nos tomamos unas cervezas en compañía del capo y su esposa, que estaban an-siosos por escuchar nuestras experiencias con el hongo alucinógeno. Dejamos hablar a Asdrúbal,

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que vaya Dios a saber qué les platicó. Roque y yo hicimos solamente uno que otro comentario, comprendiendo que es sumamente difícil y aún inútil, hacer comprender a los demás, con pala-bras, lo que se experimenta en el “viaje”, como he podido constatar al escribir esta verdadera historia. El escándalo era ensordecedor y como estábamos muy cansados, después de cenar a costillas del mafioso, que nos invitó amablemen-te, nos fuimos a dormir.

* * *

A la mañana siguiente, domingo, muy tempra-no, nos despertamos ya repuestos del todo, arre-glamos el equipaje y después de bañarnos y de-sayunar con la familia del capo, nos aprestamos a partir. El camino era largo y más valía salir cuanto antes. Decidimos regresar por Pinotepa Nacional, pasando por Puerto Ángel, Puerto Es-condido y demás lugares turísticos, que sólo vi-mos de lejos, que ya en otras ocasiones los había-mos visitado, hasta Acapulco, y de ahí, a la ciu-dad de México. Lo cual me daba mucha tristeza y pena, solo alegrado por la perspectiva de ver a mi familia. Estoy seguro de que de haber estado soltero, quizá me quedara para siempre en aquel paraíso tropical, dedicado a enseñar a los nati-

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vos en una probable escuela, y a escribir mis his-torias en alguna cabaña perdida en alguna de las bahías más remotas. Pero eran sólo sueños, mi labor me aguardaba en la selva de concreto, en la región más turbia del aire. El sol de la maña-na, como todos los días, era límpido y brillante, alegre, y la vida estallaba en colores, sonidos y aromas a campo y selva, a mar. Nos despedimos de nuestros anfitriones, de aquel capo de mala memoria pero de buen recuerdo, por facilitarnos aquella cabaña y aquella bahía de ensueño.

--- Espero que la hayan pasado bien – nos dijo.

--- Vuelvan pronto, – nos gritó la señora guapa, algo apenada por tener poca gente con quien platicar y que se fueran tan pronto. Dentro de pocos años tendría demasiada…

Subimos al auto y partimos.

* * *

Regresar era como salir de las profundidades de la tierra, o de la historia, era como bajar de los árboles a poblar los valles y llanuras, y volver siendo otros, el hombre revelado, trasmutado, del mito. Regresaba con el tesoro encontrado, con la misión cumplida, des-

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pués de salvar todos los obstáculos y terrores, cabal en mi ser. Y sin embargo, mi regreso no constituía un triunfo y el éxito, sino todo lo contrario, pues las fuerzas oscuras de los espíritus humanos degradados se pusieron en mi contra y, peor aún, las fuerzas os-curas de mi ser interno me llevaron por el camino pe-dregoso que me obligó a ingresar en otro viaje, esta vez a través del infierno interior, del que este libro representa el regreso y la liberación. Era el costo por ser un Guardián del Fuego y tal vez en otra ocasión cuente en que consistió. Pero entonces no lo sabía y la carretera del retorno me llevaba henchido de gozo y plenitud, hacia mi destino.

* * *

Mientras la camioneta venía de regreso, hacia Pinotepa Nacional, corriendo a la vera del mar inmenso, atravesando selva y bosque, caseríos, gente y animales, venía pensando en lo vivido, alegre y triste al mismo tiempo, callado, mien-tras Roque y Asdrúbal oían a Fania All Star y tomaban mezcal. Miraba admirado al mundo por la ventanilla. Me sentía grávido, pues estaba gestándose en mí este libro. El mar, desde lejos, se despedía una vez más de mí, y la sierra, allá lejana, me dejaba ir, como si me hubiera parido. Y yo, viéndola por la ventanilla de atrás del auto,

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le decía adiós, como un hijo que se independiza de su madre para ser un hombre auténtico.

* * *

Por fin, después de horas de carretera, llegamos a la ciudad de México, a nuestro hogar desgra-ciado, destruido, degradado. Entramos por la avenida Ermita Iztapalapa y de inmediato nos hundimos en el humo, el tráfico y la oscuridad, los vocinazos, las mentadas de madre, las caras hoscas y las miradas angustiadas. ¡Dios mío! ¿Qué habíamos hecho con nosotros mismos?

--- ¿Porqué estarán todos tan enojados?, – pregunté.

--- Porque ya regresaste, – contestó Roque.

El ambiente se sentía pesado, la atmósfera densa, y cualquier residuo de magia que trajéramos se nos diluía rápidamente. ¡Aquí estaban actuando con toda su furia las fuerzas oscuras de que me hablara el Chamán de la caverna! ¡Aquí reina-ba el mal, la muerte, la corrupción! ¡Que duro trabajo para un Guardián del Fuego! ¿Dónde es-taban los demás? Porque debía de haber miles de guardianes, que juntos, debían luchar contra toda esta podredumbre. ¿Pero dónde estaban?

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¿Por qué no se notaba más su presencia? Y en-tonces me di cuenta de que nuestra labor era crear, formar nuevos guardianes, llevar la luz a todas las mentes y todos los corazones. ¡Todos deberíamos ser guardianes del fuego y difundir la luz del saber y del amor a la vida y a la huma-nidad, mantener el fuego encendido e impedir que las fuerzas oscuras, negativas, lo apagaran! Esa era la razón de ser de mi libro y de mi viaje. ¡Pero qué dura, que lenta tarea! Era necesaria la labor de todos, era necesario que nos salváramos todos a todos, que en cada mente y cada corazón naciera un Guardián del Fuego…

FIN

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