el faro de los libros

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En El faro de los libros, Adiga nos habla de la vida en la pequeña ciudad de Kittur, entre los años 1984 (asesinato de Indira Ghandi) y 1991 (asesinato de su hijo Rajiv). Bramanes y descastados, musulmanes y cristianos pueblan sus páginas, como Xerox un librero que fotocopia los ejemplares que va a vender y al que no le importa haber sido arrestado en 21 ocasiones porque el suyo es un oficio mejor que el de su padre, que apilaba excrementos. O Jayamma, la pequeña de ocho hijas, quien debe ponerse a trabajar porque sólo tenía dinero para casar a las primeras y que acaba enganchada el pegamento y que sólo se consuela con la pequeña estatua de Buda que posee.

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Título original: Between theAssassinationAravind Adiga, 2008Traducción: Santiago del Rey

Editor digital: SamarcandaCorrección de erratas: ifilzmePub base r1.2

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A Ramin Bahrani

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Llegada a Kittur

Kittur se encuentra en la costa sudoestede la India, entre Goa y Calicut, en unpunto casi equidistante de ambas. Limitaal oeste con el mar de Arabia y al sur yal este con el río Kaliamma. La ciudadse halla asentada entre empinadascolinas; la tierra es negra y ligeramenteácida. Los monzones llegan en junio yasedian la ciudad hasta bien entradoseptiembre. Los tres meses siguientesson secos y cálidos, y constituyen la

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mejor época para visitar Kittur. Dada suriqueza histórica y su pintoresca

belleza, así como la diversidad dereligiones,

razas y lenguas que conviven en suscalles,

es recomendable una estancia

mínima de una

semana.

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Primer día: La estación de tren

Los arcos de la estación enmarcan elprimer atisbo de Kittur que tiene elturista al llegar en el Correo de Madrás(a primera hora de la mañana) o en elExpreso de la Costa Oeste (a mediodía).La estación, apenas iluminada, estásucia y llena de envoltorios de comidaque husmean con desgana los perroscallejeros; de noche, aparecen las ratas.

Las paredes se encuentran cubiertascon la imagen de un alegre y rollizobarrigón totalmente desnudo, con losgenitales estratégicamente tapados porsus piernas cruzadas, que flota sobre un

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rótulo escrito en canarés: «Una palabrade este hombre puede cambiar tu vida».Es el líder espiritual de la secta jainistalocal, que administra un comedor y unhospital gratuito.

El famoso templo Kittamma Devi,una estructura moderna de estilo tamil,se levanta en el mismo lugar donde secree que existía un antiguo santuario dela diosa. Se puede llegar andando desdela estación y suele ser la primera escalade los visitantes de la ciudad.

• • •

Ninguno de los demás tenderos de la

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zona de la estación le habría dadotrabajo a un musulmán, pero RamannaShetty, dueño del Ideal Store, un salónde té y samosas, le había dicho aZiauddin que podía quedarse. Siempre,eso sí, que prometiese trabajar duro y nose metiera en líos ni hiciera elsinvergüenza.

La esmirriada criatura, cubierta depolvo, dejó caer su bolsa al suelo y sellevó la mano al corazón.

—Yo soy musulmán, señor.Nosotros no hacemos el sinvergüenza.

Ziauddin era menudo y renegrido,con unos mofletes de bebé y una gransonrisa de duende que dejaba aldescubierto sus dientes de conejo.

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Calentaba el té para los clientes en unvoluminoso hervidor de aceroinoxidable que parecía picado deviruelas, y lo observaba con furiosaconcentración mientras el aguaburbujeaba y rebosaba por los bordes,haciendo chisporrotear la llama de gas.Luego hundía la mano en una de lasmagulladas cajas de hojalata que tenía allado para añadir polvo de té negro, unpuñado de azúcar o un trozo de jengibremolido. Entonces se mordía los labios,contenía el aliento e inclinaba elhervidor con el brazo izquierdo sobre uncolador, y el té hirviente se derramaba através de sus poros medio obturados enlos vasitos colocados en una caja de

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huevos de cartón.Los llevaba de uno en uno a las

mesas y dejaba maravillados a lostoscos tipos que frecuentaban el localinterrumpiendo sus conversaciones algrito de: «¡Y uno! ¡Y dos! ¡Y tres!»,mientras los plantaba ante ellos con ungolpe. Luego lo veían acuclillado en unrincón, lavando platos en una artesallena de agua turbia, o envolviendogr a s i e nt a s samosas en páginasarrancadas de libros de trigonometríapara enviarlas a domicilio; o biensacando la mugre acumulada en losorificios del colador; o bien ajustandocon un destornillador oxidado un clavosuelto del respaldo de una silla. Cuando

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alguien pronunciaba una palabra eninglés, paraba en seco, se daba la vueltay la repetía a voz en cuello («Sunday-Monday! Goodbye, Sexy!») y el salónentero estallaba en carcajadas.

A última hora, cuando RamannaShetty iba a cerrar, Thimma, el borrachodel barrio, que compraba tres cigarrilloscada noche, se partía de risa mientrascontemplaba a Ziauddin empujandotrabajosamente el gigantesco frigoríficohacia el interior del local, con el traseroy los muslos pegados al armatoste.

—¡Mira el mequetrefe! —decíaThimma, aplaudiendo—. El frigoríficoes más grande que él, ¡pero menudoluchador está hecho!

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Le pedía al mequetrefe que seacercara y le ponía en la mano unamoneda de veinticinco paisas. El chicomiraba al dueño, como solicitando suaprobación. Y cuando Ramanna Shettyasentía, cerraba el puño y gritaba eninglés.

—Thanks you, sir!Una noche, tras ponerle una mano en

la cabeza al chico, Ramanna Shetty loarrastró hacia el borracho y le preguntó:

—¿Cuántos años crees que tiene?Adivínalo.

Thimma se enteró entonces de que elmequetrefe tenía casi doce. Era el sextode los once hijos de una familiacampesina del norte del estado.

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Acabadas las lluvias, su padre lo habíasubido a un autobús y le había dicho quese bajara en Kittur y se paseara por elmercado hasta que alguien le diesetrabajo.

—Lo mandaron sin una sola paisa —dijo Ramanna—. Para que se lasingeniara por su propia cuenta.

Volvió a ponerle la mano en lacabeza.

—Y de ingenio anda más bienescaso, te lo aseguro, incluso para loque es un musulmán.

Ziauddin se había hecho amigo delos otros seis chicos que lavaban platosy atendían el salón de Ramanna.Dormían todos juntos en una tienda que

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habían montado detrás del local. Eldomingo a mediodía Ramanna bajó lapersiana y, tras subir a su vespa de colorcrema y azul, se dirigió al temploKittamma Devi lentamente, y dejó quelos chicos lo siguieran a pie. Mientrasentraba a ofrecerle un coco a la diosa,ellos se sentaron en el asiento verde dela vespa y empezaron a discutir sobrelas palabras escritas en canarés en lacornisa del templo con gruesas letrasrojas:

HONRA A TU VECINO, A TU DIOS

—Quiere decir que la persona de lacasa de al lado es tu dios —teorizó uno

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de los chicos.—No, significa que Dios está cerca

de ti si de verdad crees en Él —replicóotro.

—No, significa…, significa… —trató de explicar Ziauddin.

Pero no lo dejaron acabar.—¡Si ni siquiera sabes leer y

escribir, paleto!Cuando Ramanna gritó que entraran

en el templo, dio unos pasos con losdemás, vaciló y regresó corriendo a lavespa.

—Yo no puedo entrar, soymusulmán.

Había pronunciado la palabra eninglés y con tal solemnidad que los otros

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chicos se quedaron un momento ensilencio; luego sonrieron.

Una semana antes del comienzo delas lluvias, el chico preparó su hatillo ydijo:

—Me voy a casa.Iba a cumplir con sus deberes

familiares, o sea, a trabajar con supadre, su madre y sus hermanoslimpiando, sembrando o segando loscampos de algún propietario rico porunas pocas rupias al mes. Ramanna ledio un «extra» de cinco rupias(descontando diez paisas por cada unade las dos botellas de Thums Up quehabía roto) para asegurarse de quevolviera de su pueblo.

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Cuando regresó, cuatro mesesdespués, había contraído vitíligo y unapiel rosada le veteaba los labios y lesalpicaba de manchas los dedos y loslóbulos de las orejas. Sus mofletes debebé se habían evaporado durante elverano; había vuelto flaco y requemado,y con una expresión salvaje en los ojos.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntóRamanna, después de darle un abrazo—.Se suponía que tenías que volver haceun mes y medio.

—No ha pasado nada —dijo elchico, que se frotó los labiosdescoloridos con un dedo.

Ramanna pidió un plato de comidainmediatamente; Ziauddin lo tomó y

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metió toda la cara como un animalito, yel dueño no tuvo más remedio quedecirle:

—¿Es que no te daban de comer encasa?

Exhibieron al «mequetrefe» antetodos los clientes, muchos de los cualesllevaban meses preguntando por él.Algunos de los que se habían pasado alos otros salones de té, bastante máslimpios, que estaban abriendo alrededorde la estación, volvieron al local deRamanna sólo para verlo. Por la noche,Thimma lo abrazó varias veces y ledeslizó dos monedas de veinticincopaisas, que Ziauddin aceptó en silencioy se metió en el bolsillo. Ramanna le

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gritó al borracho:—¡No le des propinas! ¡Se ha vuelto

un ladrón!Lo habían pillado in fraganti

robando samosas, según dijo Ramanna.Thimma preguntó si hablaba en serio.

—Yo tampoco me lo habría creído—masculló Ramanna—. Pero lo he vistocon mis propios ojos. Estaba sacandouna bandeja de la cocina y… —Ramanna mordió una samosaimaginaria.

Apretando los dientes, Ziauddinhabía empezado a empujar el frigoríficohacia el interior del local.

—Pero si era un muchachito muyhonrado… —recordó el borracho.

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—Quizás haya robado siempre y nonos habíamos dado cuenta. No puedesfiarte de nadie hoy en día.

Las botellas del frigoríficotintinearon. Ziauddin se había detenidoen seco.

—¡Yo soy un pathan! —dijo,golpeándose el pecho—. ¡De la tierra delos pathanes del norte, donde haymontañas llenas de nieve! ¡No soyhindú! ¡No hago el sinvergüenza!

Y se marchó a la trastienda.—¿Qué demonios es eso? —

preguntó el borracho.El dueño le explicó que Ziauddin

ahora se pasaba el día farfullando en sujerga pathan; suponía que la había

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aprendido de algún mulá del norte.Thimma estalló en carcajadas. Puso

las manos en jarras y gritó hacia latrastienda:

—¡Ziauddin, los pathanes sonblancos como Imran Khan, y tú eres tannegro como un africano!

A la mañana siguiente se armó unabronca en el Ideal Store. Habían pilladoa Ziauddin con las manos en la masa.Tras agarrarlo del cuello de la camisa yarrastrándolo ante toda la clientela,Ramanna Shetty le gritó:

—¡Dime la verdad, hijo de mujercalva! ¿La has robado? Dime la verdadesta vez y quizá te dé otra oportunidad.

—He dicho la verdad —replicó

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Ziauddin, que se tocó con un dedo loslabios marcados de vitíligo—. No hetocado ni una samosa.

Ramanna lo agarró del hombro, lotiró al suelo y lo sacó del salón apatadas, mientras los demás chicos,impasibles, se apiñaban alrededor ymiraban la escena, como las ovejascuando esquilan a alguna de su rebaño.Entonces Ramanna soltó un alarido yalzó un dedo ensangrentado.

—¡Me ha mordido, el muy animal!—¡Soy un pathan! —le gritó

Ziauddin, incorporándose—. Vinimosaquí y construimos el Taj Mahal y elFuerte Rojo de Delhi. ¡No te atrevas atratarme así, hijo de mujer calva!

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Ramanna se volvió hacia el círculode clientes apretujados alrededor; losmiraban alternativamente a los dostratando de averiguar quién tenían razón.

—Aquí no hay trabajo para unmusulmán, ¡y él va y se pelea con elúnico que ha querido tomarlo comoempleado!

Unos días más tarde, Ziauddin pasópor delante del salón de té, conduciendouna bicicleta con un carrito adosadodonde tintineaban grandes jarras deleche.

—Mírame —le dijo, burlón, a suantiguo jefe—. ¡Los lecheros sí se fíande mí!

Pero aquel puesto tampoco le duró

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mucho; volvieron a acusarlo de robar.Él juró que no trabajaría nunca más paraun hindú.

Los inmigrantes musulmanes seestaban instalando en la otra punta de laestación y habían empezado a abrir suspropios restaurantes. Ziauddin encontrótrabajo en uno de ellos. Preparabatortillas y tostadas en una parrilla al airelibre y gritaba en urdu y en malabar:

—Hermanos musulmanes, dedondequiera que vengáis, de Yemen, deKerala, de Arabia o de Bengala, ¡venida comer a un establecimientogenuinamente musulmán!

Pero ni siquiera ese empleo le duró.Una vez más, su jefe lo acusó de robar y

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lo abofeteó cuando se atrevió areplicarle. A continuación lo vieron conun uniforme rojo en la estación detrenes, cargando en la cabeza montonesde maletas y discutiendo acaloradamentecon los pasajeros.

—¡Soy hijo de un pathan! ¡Tengosangre pathan! ¿Me oye? ¡No soy ningúntimador!

Cuando los miraba airado, parecíaque se le salían los ojos y se lemarcaban los tendones en el cuello. Sehabía convertido en uno de esos tiposdemacrados y solitarios de ojosbrillantes que rondan por las estacionesde la India, que fuman beedis por losrincones y parecen capaces de golpear o

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matar a alguien sin previo aviso. Y noobstante, cuando los antiguos clientesdel salón de Ramanna lo reconocían y lollamaban por su nombre, sonreía deoreja a oreja, y aún veían en él algo deaquel chico sonriente que plantaba degolpe los vasitos de té en sus mesas yque imitaba torpemente sus frases eninglés. Se preguntaban qué demonios lehabría pasado.

Al final, Ziauddin empezó aprovocar riñas con los demás mozos ytambién lo expulsaron de la estación.Durante varios días vagó de aquí paraallá, maldiciendo por igual a hindúes y amusulmanes. Luego apareció otra vez enla estación, cargando maletas sobre la

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cabeza. Era trabajador, eso todo elmundo lo reconocía. Y ahora habíatrabajo de sobra para todos. Habíanllegado a Kittur varios trenes llenos desoldados (en el mercado se rumoreabaque iban a construir una base delejército en la carretera de Cochín) y, unavez que hubieron partido, siguieronllegando trenes de carga durante días,con cajones enormes que había quedescargar. Ziauddin mantuvo la bocacerrada y se dedicó a bajar cajones y asacarlos de la estación, dondeaguardaban los camiones del ejércitopara llevárselos.

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Un domingo, a las diez de la mañana,yacía medio dormido en el andén,exhausto por el trabajo de toda lasemana, cuando lo despertó un ligeropicor en la nariz: un olor a jabón queimpregnaba el aire. Corrían por su ladoregueros burbujeantes de espuma. Alborde del andén, había una hilera decuerpos renegridos y macilentosdesfilando bajo una manguera.

La fragancia de la espuma lo hizoestornudar.

—¡Eh, bañaos en otra parte!¡Dejadme en paz!

Los hombres se reían a carcajadas,

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daban gritos y lo señalaban con losdedos cubiertos de espuma.

—¡Nosotros no somos suciosanimales, Zia! ¡Algunos somos hindúes!

—¡Y yo soy un pathan! —aulló—.¡A mí no me habléis así!

Había empezado a increparloscuando sucedió algo extraño; todos losque estaban bañándose se alejaron degolpe:

—¿Necesita un culi, señor? —gritaban—. ¿Necesita un culi?

Aunque no había llegado ningún tren,se había materializado en el andén unforastero: un hombre alto de tez clara,con una bolsa negra pequeña. Llevabauna impecable camisa blanca y

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pantalones de algodón, y todo en él olíaa dinero, lo cual enloqueció a losmozos, que se apretujaron a sualrededor, todavía cubiertos de espuma,como si estuvieran aquejados de unaespantosa enfermedad y él fuera elmédico que acaso podría curarlos. Peroel forastero los rechazó a todos y seacercó al único mozo desprovisto deespuma.

—¿Qué hotel? —dijo Ziauddin,poniéndose de pie con esfuerzo.

El hombre se encogió de hombros,como diciendo: «Elígelo tú», y miró condesagrado a los demás, que seguíanrondándolo casi desnudos y con elcuerpo enjabonado.

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Zia les enseñó a todos la lengua y sealejó con él.

Se dirigieron a los hoteles baratosde las inmediaciones de la estación.Tras detenerse frente a un edificiocubierto de rótulos —electricistas,perfumerías, farmacias, fontaneros—,Ziauddin señaló un cartel rojo delsegundo piso.

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TODOS LOS SERVICIOS Y COCINASDEL NORTE Y DEL SUR DE LA

INDIAPLATOS CHINOS Y TIBETANOS

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CONFERENCIAS CON TODOS LOS

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PAÍSES DEL MUNDO

—¿Qué le parece éste, señor? Es elmejor de la ciudad. —Se llevó la manoal pecho—. Le doy mi palabra.

El hotel Decoroso tenía un acuerdocon los mozos: una tajada de dos rupiasy media por cada cliente que llevaran.

El forastero bajó la voz, con aire decomplicidad.

—Pero ¿es un «buen» sitio, amigo?—preguntó, diciendo la palabra clave eninglés, como para subrayarla.

—Muy bueno —respondió Zia conun guiño—. Muy, muy bueno.

El hombre le indicó con el dedoíndice que se acercara y le dijo al oído:

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—Mi querido amigo, yo soymusulmán.

—Lo sé, señor. Yo también.—No un musulmán cualquiera. Soy

un pathan.Ziauddin, como si hubiese oído un

conjuro mágico, lo miró boquiabierto.—Perdón, señor… Yo…, yo no…

¡Alá lo ha puesto exactamente en lasmanos más indicadas! Y éste no es unhotel para usted, señor. Es muy malhotel, de hecho. Y no es el lugar…

Se cambió de mano la bolsa delforastero y le hizo rodear la estaciónhasta el otro extremo. Allí los hoteleseran de propietarios musulmanes y noles ofrecían tajada a los mozos. Se

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detuvo ante uno de ellos:—¿Qué le parece éste?

HOTEL DARUL-ISLAMALOJAMIENTO Y COMIDA

El hombre examinó el rótulo, el arcoverde de la entrada, la imagen de laGran Mezquita de la Meca sobre eldintel; entonces se metió la mano en elbolsillo de sus pantalones grises y sacóun billete de cinco rupias.

—Es demasiado, señor, por unabolsa. Deme dos rupias. —Se mordió ellabio—. No, incluso eso es demasiado.

El forastero sonrió.—Eres un hombre recto, por lo que

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veo.Le dio unos golpecitos en el hombro

con dos dedos de la mano izquierda.—Tengo un brazo malo, amigo. No

habría podido llevar la bolsa sin sentirun gran dolor. —Le apretó el billete enlas manos—. Merecerías incluso más.

Ziauddin tomó el dinero y lo miró ala cara.

—¿De verdad es usted un pathan,señor?

El chico se estremeció al oír surespuesta.

—¡Yo también! —aulló, y echó acorrer como un loco y repitió una y otravez—: ¡Yo también! ¡Yo también!

Aquella noche, Ziauddin soñó con

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montañas llenas de nieve y con una razade hombres de tez blanca y exquisitaeducación que daban majestuosaspropinas. Por la mañana, regresó a lapensión y se encontró al forasterosentado en uno de los bancos que habíafuera, dándole sorbos a una tazaamarilla.

—¿Quieres tomar el té conmigo,pequeño pathan?

Ziauddin meneó la cabeza,desconcertado, pero el hombre ya estabachasqueando los dedos. El dueño, untipo grueso con el labio superiorafeitado y una esponjosa barba blanca,como una gran luna creciente, miróhuraño al mozo harapiento y le indicó

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con un gruñido que por esta vez podíasentarse.

—Entonces —le dijo el forastero—,¿tú también eres un pathan, mi pequeñoamigo?

Ziauddin asintió y le dijo cómo sellamaba el hombre que así se lo habíaasegurado.

—Era un hombre instruido, señor.Había pasado un año en Arabia Saudita.

—Ah —dijo el forastero, moviendola cabeza—. Ya veo, ya veo.

Pasaron unos minutos en silencio.—Espero —dijo Ziauddin— que no

vaya a quedarse mucho tiempo, señor.Ésta es una ciudad mala.

El pathan enarcó las cejas.

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—Para musulmanes como nosotros,es mala. Los hindúes no nos dan trabajoni nos respetan. Hablo por experienciapropia, señor.

El forastero sacó un cuaderno yempezó a escribir. Zia lo observaba.Contempló otra vez su hermoso rostro,sus ropas caras; aspiró la fragancia desu piel. «Este hombre es un compatriotatuyo, Zia —se dijo—. Un compatriota».

El pathan terminó su té y bostezó.Como si se hubiera olvidado de él, entróen la pensión y cerró la puerta.

En cuanto desapareció su huésped,el dueño miró a Ziauddin a los ojos y lehizo un gesto seco, y el culi comprendióque su té no iba a llegar. Volvió a la

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estación, donde se apostó en su rincónhabitual y aguardó a que se le acercasealgún pasajero cargado con baúles deacero o bolsas de cuero para que se lossubiera al tren. Pero su almaresplandecía de orgullo y aquel día nose peleó con nadie.

A la mañana siguiente, lo despertóun olor a ropa recién lavada.

—Un pathan se levanta siempre alalba, amigo mío.

Bostezando y estirándose, Ziauddindespegó los párpados; un par dehermosos ojos azul pálido lo mirabandesde arriba (unos ojos de un color quesólo puede adquirir un hombre que hamirado mucho tiempo la nieve).

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Ziauddin se incorporó, dando un traspié,y se disculpó ante el forastero; luego leestrechó la mano y a punto estuvo debesarlo en la cara.

—¿Has comido algo? —preguntó elpathan.

Zia negó con la cabeza; nunca comíaantes de mediodía.

El pathan se lo llevó a uno de lospuestos de los alrededores de laestación en donde servían té y samosas.Era un sitio en el que Zia habíatrabajado tiempo atrás, y los empleadoslo miraron atónitos al ver que se sentabay gritaba:

—¡Un plato de lo mejor! ¡Aquí haydos pathanes que necesitan alimentarse!

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El forastero se inclinó hacia él.—No lo digas en voz alta. No han de

saber nada de nosotros. Es un secreto.Se apresuró a ponerle un billete en

las manos. El chico lo desarrugó y vioun tractor y un sol naciente rojo. ¡Cincorupias!

—¿Quiere que le lleve la bolsa hastaBombay? Así de lejos puede llegar estebillete en Kittur.

Se irguió en su silla cuando uncriado depositó ante ellos dos vasos deté y un plato con una samosa grande,cortada en dos pedazos y cubierta dekétchup aguado. Se pusieron a masticarcada uno su pedazo. Luego, quitándoseun trocito de comida de los dientes, el

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hombre le dijo lo que esperaba a cambiode sus cinco rupias.

Media hora más tarde, Zia se sentóen un rincón de la estación, junto a lapuerta de la sala de espera. Cuando lagente le pedía que cargase su equipaje,meneaba la cabeza:

—Hoy tengo otro trabajo —lesdecía.

Fue contando los trenes quellegaban. Como no era fácil recordar eltotal, se alejó un poco más y se sentó ala sombra de un árbol que crecía dentrode la estación; cada vez que unalocomotora pasaba silbando, hacía unamarca en el lodo con el dedo gordo delpie; cada grupo de cinco lo tachaba con

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un trazo. Algunos trenes ibanabarrotados; otros tenían vagonesenteros de soldados armados con rifles;y otros estaban casi vacíos. Sepreguntaba adónde se dirigirían aquellostrenes, toda aquella gente… Cerró losojos y empezó a dormitar. Lo sobresaltóel ruido de una locomotora y se apresuróa hacer otra marca con el dedo gordo.Cuando se puso de pie para ir a comer,se dio cuenta de que se había sentadosobre una parte de las marcas y que lashabía emborronado. Tuvo que ponerse adescifrarlas desesperadamente.

Por la noche, encontró al pathan enuno de los bancos frente a la pensión,tomando té. El hombre sonrió al verlo y

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dio tres palmadas en el espacio libreque quedaba a su lado.

—Ayer no me trajeron té —se quejóel chico, y le explicó lo que habíapasado.

El rostro del pathan se ensombreció;Ziauddin vio que era un hombre recto.También poderoso: sin decir unapalabra, se volvió hacia el dueño y lomiró con el ceño fruncido. No pasó unminuto antes de que saliera corriendo unchico con una taza amarilla y se lapusiera a Zia delante. Él aspiró lafragancia del cardamomo y de la lechehumeante.

—Han llegado a Kittur diecisietetrenes —dijo—. Y han salido dieciséis.

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Los he contado todos, como me pidió.—Bien —dijo el pathan—. Y ahora

dime: ¿cuántos de esos trenes llevabansoldados indios?

Ziauddin se lo quedó mirando.—Repito: ¿cuántos-de-esos-trenes-

llevaban-soldados-indios?—Todos llevaban soldados… No

sé…—Había seis trenes con soldados

indios —dijo el pathan—. Cuatro iban aCochín, dos volvían.

Al otro día, Ziauddin se sentó bajoel árbol media hora antes de que llegarael primer tren. Hizo una marca con eldedo gordo; en un intervalo, fue a lacafetería de la estación.

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—¡Tú no puedes entrar! —le gritó eldueño—. ¡No queremos más líos!

—No voy a armar líos. Esta veztengo dinero —dijo, poniendo un billetede una rupia en el mostrador—. Meteese billete en la caja y dame una samosade pollo.

Aquella noche, Zia informó al pathande que habían llegado once trenes consoldados.

—Buen trabajo.El hombre, tras alargar el brazo

malo, le dio un ligero apretón en cadamejilla. Luego sacó otro billete de cincorupias, que el chico tomó sin vacilar.

—Mañana quiero que mires cuántostrenes tienen una cruz roja en los lados

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de los vagones.Ziauddin cerró los ojos y repitió:—Cruz roja en los lados. —Se

levantó de un salto, hizo un saludomilitar y añadió—: ¡Gracias, señor!

El hombre se echó a reír con unarisa cálida y cordial, propia de unextranjero.

Al día siguiente, Ziauddin se sentóuna vez más a la sombra del árbol y fuehaciendo marcas con el dedo gordo entres columnas distintas. En la primera, elnúmero de trenes. En la segunda, elnúmero de trenes con soldados. En latercera, el número de trenes con una cruzroja en los vagones.

Dieciséis, once, ocho.

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Pasó otro tren; Zia levantó la vista,guiñando los ojos, y luego situó el dedosobre la primera columna.

Mantuvo el dedo así, suspendido uninstante en el aire, y lo depositó en elsuelo, procurando no emborronarninguna marca. El tren salió de laestación y, casi de inmediato, aparecióotro lleno de soldados. Pero él no loañadió a la cuenta. Se había quedadomirando las marcas, como si acabase dedescubrir algo en ellas.

El pathan estaba en la pensióncuando Ziauddin llegó a las cuatro.Llevaba rato paseándose entre losbancos con las manos detrás. Se acercórápidamente al chico.

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—¿Tienes el número?Ziauddin asintió, pero en cuanto se

sentaron, le dijo:—¿Por qué quiere que haga todo

esto?Él se inclinó sobre la mesa y trató de

acariciarle el pelo con su brazo débil.—Por fin lo preguntas —dijo con

una sonrisa.El dueño de la pensión, con aquella

barba parecida a una luna creciente,apareció sin que lo llamasen; puso dostazas de té en la mesa y retrocediófrotándose las manos y sonriendo. Elpathan lo despidió con un gesto de labarbilla y dio un sorbo de té. Ziauddinno tocó el suyo.

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—¿Sabes adónde van esos trenesllenos de soldados y marcados concruces rojas?

Meneó la cabeza.—A Calicut.El forastero acercó más su rostro. El

chico advirtió en él algunos detalles enlos que no había reparado: variascicatrices en la nariz y las mejillas, yuna marca en la oreja izquierda.

—El ejército indio está edificandouna base entre Kittur y Calicut. Por unasola y única razón… —alzó un dedo—:Para hacer con los musulmanes del surde la India lo que ya están haciendo conlos musulmanes de Cachemira.

Ziauddin contempló su taza de té. Se

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estaba formando una rizada capa de nataen la superficie.

—Yo soy musulmán —dijo—. Hijode musulmán también.

—Exacto, exacto. —Sus gruesosdedos tapaban ahora toda la taza—.Escucha: cada vez que vigiles los trenes,te ganarás una pequeña recompensa.Bueno, no siempre cinco rupias, peroalgo ganarás. Un pathan cuidando de losdemás pathanes. Es una tarea sencilla.Yo me encargaré del trabajo más duro.Tú…

—No me siento bien —dijoZiauddin—. No podré hacerlo mañana.

El forastero reflexionó un momento.—Me estás mintiendo. ¿Puedo

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preguntar por qué?El chico se pasó un dedo por los

labios descoloridos.—Soy musulmán. Hijo de musulmán

también.—Hay cincuenta mil musulmanes en

esta ciudad. —La voz del forastero sehabía llenado de irritación—. Cada unode ellos hirviendo de rabia. Dispuesto ala acción. Si te he ofrecido el trabajo hasido sólo por compasión. Porque me doycuenta de lo que te han hecho los indios.Si no, se lo habría ofrecido a cualquierotro de esos cincuenta mil hermanos.

Ziauddin apartó su silla de golpe yse puso de pie.

—Pues busque a uno de esos

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cincuenta mil para que lo haga.Cuando cruzó la cerca de la pensión,

se dio media vuelta. El pathan lo mirabafijamente y le dijo en voz baja:

—¿Es así como me pagas, pequeñopathan?

Ziauddin no dijo nada. Bajó la vista.Lentamente, trazó con el dedo gordo unafigura en el suelo: un círculo grande.Inspiró hondo y soltó un ronco silbido.

Luego echó a correr. Se alejó a todavelocidad del hotel, rodeó la estaciónhacia el lado hindú, corrió hasta el salónde té de Ramanna Shetty, dio la vuelta allocal y entró en la tienda azul de la partetrasera donde vivían los empleados. Sesentó dentro, con sus labios

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descoloridos muy apretados y los dedosentrelazados firmemente sobre lasrodillas.

—¿Qué mosca te ha picado? —ledijeron los otros chicos—. No puedesquedarte aquí, ya lo sabes. Shetty teechará.

Lo ocultaron aquella noche, en honora los viejos tiempos. Cuandodespertaron ya se había ido. Ese mismodía fue visto de nuevo en la estaciónpeleándose con los clientes y gritando:

—¡… yo no hago el sinvergüenza!

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El plano de la ciudad

En el centro geográfico de Kittur selevanta la fachada de estucodescascarillado del cine Angel una salade películas pornográficas; pordesgracia, cuando los nativos danindicaciones, utilizan el Angel comopunto de referencia. El cine está a mitadde Umbrella Street, el corazón deldistrito comercial. Una porciónimportante de la economía de Kittur sebasa en la manufactura de beedis liados

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a mano; no es de extrañar, pues, que eledificio más alto del núcleo urbano seael Engineer Beedi Building, en la mismaUmbrella Street, y que pertenece aMabroor Engineer, considerado elhombre más rico de la ciudad. No lejosde allí se encuentra la heladería másfamosa de Kittur: el salón Ideal Tradersde helados y zumos frescos. El cineWhite Stallion, el único con películasexclusivamente en inglés, es otra de lasatracciones de la zona. El Ming Palace,el primer restaurante chino de la ciudad,abrió sus puertas en Umbrella Street en1986. El templo Ganapati de esta mismacalle se inspira en un famoso templo deGoa y en él se celebra una ofrenda anual

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en honor de la divinidad con cabeza deelefante. Continúe por Umbrella Streethacia el norte del cine Angel; pasada laplaza Nehru y la estación de ferrocarril,llegará al barrio católico de Valencia,cuyo monumento más destacado es lacatedral de Nuestra Señora de Valencia.La Doble Puerta, un arco de entrada dela época colonial situado en su extremomás alejado, conduce a la zona deBajpe, en tiempos un bosque, pero hoyen día un suburbio en rápida expansión.Al sur del cine Angel, la calle asciendehacia la colina del Faro y baja despuéshasta el Pozo de Agua Fresca. Deltransitado cruce que hay junto al Pozo,arranca la carretera que va al Bunder, la

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zona portuaria.

Al sur del Bunder puede contemplarse elCañón

del Sultán, un fuerte de piedra negradesde

el que se domina la carretera que

cruza el río Kaliamma y llega

a Salt Market Village,

la población anexa

más meridional

de Kittur.

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Primer día (tarde): El Bunder

Después de bajar por la carretera delPozo de Agua Fresca, y dejar atrásMasjid Road, el visitante empezará apercibir un olor a salitre y advertirá laprofusión de puestos de pescado al airelibre, rebosantes de gambas, mejillones,camarones y ostras. Está usted a un pasodel mar de Arabia.

El Bunder, la zona alrededor delpuerto, es ahora mayoritariamentemusulmán. Su monumento principal es elDargah, la tumba-santuario de YusufAli, una cúpula blanca a la que cada añoacuden en peregrinación miles de

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musulmanes del sur de la India. El viejobaniano que hay detrás de la tumba delsanto está siempre engalanado con cintasverdes y doradas, pues se cree queposee el poder de curar a los inválidos.

Decenas de leprosos, mutilados,ancianos y víctimas de parálisis parcialse acuclillan en el exterior del santuariopidiendo limosna a los visitantes.

Si camina usted hacia el otroextremo del Bunder, encontrará una zonaindustrial con docenas de tallerestextiles ubicados en lóbregos y viejosedificios. El Bunder presenta el índicede criminalidad más alto de Kittur y, confrecuencia, se producen reyertas acuchillo, redados policiales y

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detenciones. En 1987 se desatarondisturbios entre hindúes y musulmanescerca del Dargah y la Policía clausuró lazona durante seis días. Desde entonces,los hindúes se han ido trasladando aBajpe y a Salt Market Village.

Abbasi descorchó la botella —JohnnieWalker Etiqueta Roja, el segundo mejorwhisky conocido en el cielo y la tierra— y sirvió una exigua medida en cadauno de los dos vasos, que llevaban ellogo de Air India, clase maharajá. Abrióel frigorífico, sacó un cubo de hielo ypuso tres cubitos en cada vaso. Añadióagua fría y removió las bebidas con una

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cuchara. Luego bajó la cabeza y sedispuso a escupir en uno de los vasos.

«Ah, demasiado simple, Abbasi.Demasiado simple».

Tragó la saliva. Se bajó lacremallera de sus pantalones de algodóny dejó que se le deslizaran por laspiernas. Juntando el índice y el corazónde la mano derecha, se los metió bienadentro en el recto; luego los hundió enuno de los vasos y removió.

Volvió a subirse los pantalones y lacremallera. Miró frunciendo el ceño elwhisky contaminado; ahora venía lo másdifícil: ingeniárselas para que el vasoacabara en manos del hombre adecuado.

Salió de la despensa con una

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bandeja.El funcionario del Consejo Estatal

de Electricidad, sentado a la mesa deAbbasi, sonrió de oreja a oreja. Era untipo gordo de tez oscura, con un traje desafari azul y un bolígrafo plateado en elbolsillo de la chaqueta. Abbasi colocócon cuidado la bandeja sobre la mesa,justo delante de su invitado.

—Por favor —le dijo, conedulcorada hospitalidad.

El funcionario ya se había llevado elvaso a los labios y estaban dándolesorbos y relamiéndose los labios. Seterminó el whisky poco a poco y dejó elvaso en la mesa.

—Bebida de hombres.

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Abbasi sonrió con ironía.El otro se llevó las manos a la

barriga.—Quinientas —dijo—. Quinientas

rupias.Abbasi era un hombre menudo, con

una barba veteada de gris que no tratabade disimular con ningún tinte, comohacían muchos hombres de media edaden Kittur. A él le parecía que esos trazosblancos le daban un aire perspicaz, cosaque le hacía falta, pensaba, porque eraconsciente de la fama que tenía entre susamigos de ser un tipo más bien ingenuo ypropenso a sufrir accesos de idealismo.

Sus antepasados, que habían servidoen los salones reales de Hyderabad, le

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habían legado un sofisticado sentido dela cortesía y de los buenos modales queél había adaptado a la realidad del sigloXX con toques de paródico sarcasmo.

Juntó las manos en un namasté hindúy le hizo una profunda reverencia alfuncionario.

—Sahib, ya sabe que acabamos dereabrir la fábrica. Ha habido muchosgastos. Si pudiera mostrar usted…

—Quinientas. Quinientas rupias.El funcionario le dio la vuelta al

vaso y observó el logo de Air India conel rabillo del ojo, como si una pequeñaparte de él se avergonzara de lo queestaba haciendo. Se señaló la boca conlos dedos.

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—Uno tiene que comer, señorAbbasi. Los precios suben muy deprisahoy en día. Desde que murió la señoraGandhi este país se está viniendo abajo.

Abbasi cerró los ojos. Se acercó asu escritorio, abrió un cajón, sacó unfajo de billetes, los contó y le puso eldinero delante al grueso funcionario.Éste, humedeciéndose el dedo a cadabillete, los contó uno a uno; luego sesacó del bolsillo una goma elástica y lapasó dos veces alrededor del fajo.

Pero Abbasi sabía que el suplicio nohabía concluido.

—Sahib, en esta fábrica tenemos unatradición. Nunca permitimos que uninvitado se vaya sin un regalo.

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Pulsó el timbre para llamar aUmmar, su administrador, que entró casien el acto con una camisa en las manos.Había estado esperando fuera todo elrato.

El funcionario sacó la camisa blancade la caja de cartón. Examinó el diseño:un dragón dorado cuya cola rodeabatoda la camisa hasta la espalda.

—Es preciosa.—La enviamos a los Estados

Unidos. La llevan los bailarinesprofesionales; la llaman «Baile deSalón». Se ponen esta camisa y giranbajo las luces rojas de la discoteca.

Abbasi alzó las manos por encimade la cabeza y dio un par de vueltas,

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meneando las caderas y las nalgas conaire sugerente; el funcionario lo mirócon ojos lascivos.

—Baile un poco más para mí,Abbasi —dijo, aplaudiendo.

Luego se acercó la camisa a la narize inhaló tres veces.

—Este estampado —dijo, repasandoel contorno del dragón con un dedorechoncho— es una maravilla.

—Ese dragón es el motivo de quetuviera que cerrar —dijo Abbasi—.Para coserlo hace falta un bordado muyfino. Los ojos de las mujeres que lohacen acaban dañándose. Un día, alguienme hizo reparar en ello. Y yo pensé:«No quiero tener que responder ante Alá

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del daño causado a los ojos de misempleadas». Así que les dije:«Marchaos a casa», y cerré la fábrica.

El funcionario sonrió, irónico. Otrode esos musulmanes que beben whisky einvocan a Alá a cada frase.

Volvió a meter la camisa en la caja yse la puso bajo el brazo.

—¿Qué le ha hecho volver a abrir,entonces?

Abbasi juntó los dedos y se los llevóa la boca.

—Uno tiene que comer, sahib.Bajaron juntos las escaleras; Ummar

detrás, a una distancia prudencial.Cuando llegaron abajo, el funcionariovio a su derecha una lóbrega entrada.

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Dio un paso hacia la oscuridad. En lapenumbra distinguió a las mujeres concamisas blancas en el regazo, bordandodragones aún a medio terminar. Queríaver más, pero Abbasi no se movió de susitio.

—¿Por qué no entra, sahib? Loespero afuera.

Se volvió de cara a la paredmientras Ummar se llevaba alfuncionario para enseñarle el taller,presentarle a algunos trabajadores yacompañarlo hasta la salida. Elfuncionario le tendió la mano a Abbasiantes de marcharse.

«No tendría que haberlo tocado», sedijo cuando hubo cerrado la puerta.

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A las seis, media hora después deque las mujeres hubieran abandonado lasala de bordado, Abbasi cerró lafábrica, subió a su Ambassador ycondujo desde el Bunder hacia Kittur.Sólo podía pensar en una cosa.

La corrupción. No tiene freno en estepaís.

En los últimos cuatro meses, desdeque había decidido volver a abrir lafábrica, había tenido que sobornar: alhombre de la compañía de electricidad;al del agua; a la mitad del Departamentodel Impuesto sobre la Renta de Kittur; ala mitad del Departamento de Aduanas;a seis funcionarios de la compañíatelefónica; a un funcionario de

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contribuciones territoriales delAyuntamiento de Kittur; al inspectorsanitario de la Junta de Salud del Estadode Karnataka; al inspector de la Junta deSalubridad del Estado de Karnataka; ala delegación del Sindicato deTrabajadores de la Pequeña y MedianaEmpresa de la India; a las delegacionesrespectivas en Kittur del Partido delCongreso, del Partido Popular Indio, delPartido Comunista y de la LigaMusulmana.

El Ambassador blanco ascendió porel sendero de acceso a una gran mansiónencalada. Cuatro noches a la semana,Abbasi iba al club Canara y seencerraba en una salita con aire

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acondicionado y una mesa de billar parajugar al snooker y beber con sus amigos.Tenía buen ojo, pero su puntería sedeterioraba después del segundowhisky, de manera que sus amigosprocuraban jugar largas rondas con él.

—¿Qué te preocupa, Abbasi? —ledijo Sunil Shetty, dueño de otra fábricade camisas en el Bunder—. Estásjugando al tuntún esta noche.

—Otra visita del Departamento deElectricidad. Un auténtico hijo de putaesta vez. Un tipo de tez oscura. De castabaja.

Sunil Shetty ronroneó con simpatía;Abbasi falló el tiro.

A media partida, los jugadores se

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apartaron de pronto de la mesa: un ratóncorreteaba por el suelo y recorrió lasparedes hasta encontrar un agujero ydesaparecer.

Abbasi dio un puñetazo en el bordede la mesa.

—¿Queréis decirme adónde va aparar el dinero de nuestras cuotas? ¡Nisiquiera son capaces de mantener limpioel suelo! ¿No veis lo corrupta que es ladirección de este club?

Dicho lo cual, se sentó con laespalda pegada a un cartel que decía:«Las reglas del juego deben respetarsesiempre» y miró jugar a los demás, conla barbilla apoyada en la punta del tacode billar.

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—Estás muy tenso, Abbasi —le dijoRamanna Padiwal, que tenía una tiendade telas de seda y rayón en UmbrellaStreet y era el mejor jugador de snookerde la ciudad.

Para demostrar que no era así,Abbasi pidió whisky para todos.Dejaron de jugar, alzaron los vasosenvueltos en servilletas de papel yempezaron a beber a pequeños sorbos.Como siempre, de lo primero quehablaron fue del propio whisky.

—¿Sabéis ese tipo que va de casa encasa ofreciendo veinte rupias a cambiode los cajas viejas de Johnnie WalkerEtiqueta Roja? —dijo Abbasi—. ¿Aquién se las venderá?

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Los demás se echaron a reír.—Para ser musulmán, eres ingenuo

de verdad —dijo Padiwal, el vendedorde coches de segunda mano, tras soltaruna carcajada—. Se las vende alcontrabandista de licores, desde luego.Por eso el Johnnie Walker que comprasen la tienda, aunque venga en una botellay una caja auténticas, es de contrabando.

Abbasi repuso lentamente, trazandocírculos en el aire con un dedo:

—Entonces, ¿le he vendido lacaja… a un tipo que se la venderá… alhombre que destila el mejunje y me lovende a mí? O sea, ¿me he estafado a mímismo?

Padiwal le lanzó una mirada

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alucinada a Sunil Shetty.—Para ser musulmán —dijo— este

tipo es un auténtico…Ése era el sentimiento generalizado

entre los empresarios desde que Abbasihabía cerrado su fábrica porque eltrabajo dañaba la vista de susempleadas. La mayoría de los presentesposeían o habían invertido en fábricasque empleaban a las mujeres enidénticas condiciones, y a ninguno se lehabía pasado por la cabeza cerrarlasporque alguna se quedase ciega de vezen cuando.

—El otro día —dijo Sunil Shetty—leí en el Times of India que el jefe deJohnnie Walker ha dicho que en

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cualquier ciudad pequeña de la India seconsume más Etiqueta Roja del que seproduce en toda Escocia. En estas trescosas —las fue contando con los dedos—: Mercado negro, falsificación ycorrupción, somos los campeonesmundiales. Si las incluyeran en losJuegos Olímpicos, la India se llevaríasiempre el oro, la plata y el bronce enlas tres modalidades.

Pasada la medianoche, Abbasi saliótambaleante del club y le dio unamoneda al guardia que se habíalevantado de su silla para saludarle yayudarlo a subirse al coche.

Del todo borracho a aquellas alturas,salió a toda velocidad de Kittur y llegó

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enseguida al Bunder, donde redujo lavelocidad en cuanto sintió la caricia dela brisa marina.

Se detuvo en el arcén al divisar sucasa y decidió que necesitaba otro trago.Siempre llevaba una botellita de whiskyescondida bajo el asiento para que sumujer no la viera. Al agacharse ydeslizar la mano por el suelo, se dio ungolpe en la cabeza con el salpicadero,pero encontró la botella y un vaso.

Después de echar un trago,comprendió que no podía volver a casa;su mujer notaría el tufo a alcohol encuanto cruzara el umbral y le montaríaotra escenita. Ella no entendía por québebía tanto.

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Condujo hasta el Bunder. Aparcójunto al vertedero y caminó hacia unsalón de té. Más allá de la pequeñaplaya, se veía el mar. El aire estabaimpregnado de olor a pescado frito.

En la fachada del salón de té, uncartel negro escrito con tiza decía:«Cambiamos moneda pakistaní». Lasparedes del local estaban adornadas confotografías de la Gran Mezquita de laMeca y con un póster de un chico y unachica que se inclinaban con airereverente ante el Taj Mahal. Afuerahabía una terraza con cuatro bancos. Aun lado, una cabra de manchas marronesatada a un poste masticaba hierba seca.

Había varios hombres sentados en

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uno de los bancos. Abbasi le tocó elhombro a uno de ellos, que se dio lavuelta.

—Abbasi.—Mehmood, hermano. Hazme sitio.Mehmood, un hombre grueso con

barbita y sin bigote, se removió un pocoy Abbasi se apretujó a su lado. Abbasihabía oído decir que Mehmood robabacoches; que sus cuatro hijos los llevabana un pueblo de la frontera de TamilNadu, dedicado exclusivamente a lacompraventa de coches robados.

Junto a él, Abbasi reconoció aKalam, que, según se decía, importabahachís desde Bombay y lo enviaba a SriLanka; a Saif, que había apuñalado a un

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hombre en Trivandrum, y a un tipomenudo de pelo blanco al que llamabanel Profesor, que estaba consideradocomo el más turbio de todos.

Eran contrabandistas, ladrones decoches, matones y cosas peores; peromientras permanecieran juntos tomandoté, Abbasi no corría peligro. Era la leydel Bunder. Podían apuñalarte a la luzdel día, pero nunca de noche mientrastomabas el té. En cualquier caso, elsentimiento de solidaridad entremusulmanes se había afianzado desdelos disturbios.

El Profesor estaba terminando decontar una historia ocurrida en Kittur enel siglo XII. Trataba de un marinero

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árabe llamado Bin Saad que habíaavistado la ciudad cuando yadesesperaba de encontrar tierra.Entonces, con las manos alzadas haciaAlá, había prometido que si llegabasano y salvo a la costa, no volvería abeber ni a jugar.

—¿Mantuvo su palabra?El Profesor guiñó un ojo.—Adivínalo.El Profesor siempre era bien

recibido en las tertulias nocturnas delsalón de té, porque conocía muchascosas fascinantes sobre el puerto. Porejemplo, que su historia se remontaba ala Edad Media, o que el sultán Tipuhabía instalado allí un cañón de

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fabricación francesa para ahuyentar alos británicos.

Ahora señaló a Abbasi con un dedo.—No pareces el de siempre. ¿Qué te

atormenta?—La corrupción —dijo Abbasi—.

La corrupción. Es como un demonio quese me ha metido en el cerebro y que selo está comiendo con tenedor y cuchillo.

Los demás se apiñaron paraescuchar mejor. Abbasi era un hombrerico; debía de tener un conocimiento dela corrupción que superaba con crecesel de todos ellos.

Cuando les contó lo sucedidoaquella mañana, Kalam, el traficante dedrogas, sonrió y le dijo:

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—Eso no es nada, Abbasi. —Señalóel mar con un gesto—. Yo tengo unbarco, la mitad cargado de cemento y lamitad de otra cosa, que lleva esperandoun mes entero a doscientos metros maradentro. ¿Por qué? Porque ese inspectordel puerto me está exprimiendo. Le pagoy él todavía quiere sacarme más,muchísimo más. Así que el barco sigueahí a la deriva, con la mitad de cementoy la mitad de otra cosa.

—Yo creía que la situaciónmejoraría cuando ese joven Rajiv sehizo con las riendas del país —dijoAbbasi—. Pero nos ha decepcionado atodos. Es tan malo como los demáspolíticos.

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—Necesitamos a un hombre que leshaga frente —dijo el Profesor—. Unhombre honrado y valiente. Ese hombreharía más por este país de lo quehicieron Gandhi o Nehru.

El comentario fue recibido conasentimiento general.

—Sí —dijo Abbasi, acariciándosela barba—. Y a la mañana siguienteaparecería flotando en el río Kaliamma.Así.

Adoptó el aire de un cadáver.Todos asintieron también. Pero

incluso antes de pronunciar estaspalabras, Abbasi había empezado apensar: «¿De verdad es así? ¿Nopodemos hacer nada para

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combatirlos?».En el bolsillo del Profesor entrevió

el brillo de un cuchillo. El efecto delwhisky se le estaba pasando, pero lohabía arrastrado a un lugar extraño y lamente también se le empezaba a llenarde ideas extrañas.

El ladrón de coches pidió otra rondade té, pero Abbasi, bostezando,entrelazó las manos y meneó la cabeza,rechazando la invitación.

Al otro día, se presentó al trabajo alas 10.40 con un tremendo dolor decabeza.

Ummar le abrió la puerta. Abbasisaludó con un gesto y tomó lacorrespondencia. Con la cabeza gacha,

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se dirigió a las escaleras que conducíana su despacho, pero se detuvo. En elumbral del taller, una de las costureraslo miraba fijamente.

—No te pago para que pierdas eltiempo —le espetó.

Ella se dio la vuelta y desapareció.Abbasi subió a toda prisa.

Se puso las gafas, leyó las cartas,luego el periódico, bostezó, tomó té yabrió un libro de contabilidad con ellogo del banco Karnataka. Repasó unalista de clientes donde figuraban los quehabían pagado y los que no. Seguíapensando en la partida de snooker de lanoche anterior.

Se abrió la puerta con un chirrido y

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Ummar asomó la cabeza.—¿Qué hay?—Están aquí.—¿Quién?—Los del Gobierno.Dos hombres con camisa de

poliéster y pantalones acampanadosazules apartaron a Ummar y entraron enel despacho. Uno de ellos, un tipofornido con una buena barriga y unosbigotes generosos, como los de unluchador de feria, dijo:

—Departamento del Impuesto sobrela Renta.

Abbasi se puso de pie en el acto.—¡Ummar! ¡No te quedes ahí

pasmado! ¡Que una de las mujeres corra

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a buscar té al salón de la playa! ¡Y quetraiga esas galletas redondas de Bombaytambién!

El enorme funcionario se sentó antela mesa sin aguardar a que lo invitaran.Su compañero, un tipo flaco quemantenía las manos enlazadas delante,titubeó nervioso hasta que el otro leindicó con un gesto que se sentara.

Abbasi sonrió. El funcionario de losbigotes empezó a hablar.

—Acabamos de recorrer el taller dela fábrica. Hemos visto a las mujeresque tiene empleadas y hemoscomprobado la calidad de las camisasque confeccionan.

Abbasi aguardó sonriendo.

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Esta vez la cosa no se hizo esperar.—Creemos que está ganando mucho

más dinero del que nos ha declarado.A Abbasi le palpitaba el corazón.

Pensó que debía calmarse. Siempre hayuna solución.

—Mucho, muchísimo más.—Sahib, sahib —dijo Abbasi,

peinando el aire con gestosconciliadores—, en esta fábrica tenemosuna costumbre: todo el que viene aquírecibe antes de irse un regalo.

Ummar, que sabía de sobra lo quehabía de hacer, esperaba fuera con doscamisas. Con una sonrisa aduladora,entró y se las ofreció a los funcionarios,que aceptaron el soborno sin pronunciar

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palabra, aunque el flaco, antes de tomarla suya, miró al grandullón buscando suaprobación.

—¿Qué más puedo hacer porustedes, sahibs? —dijo Abbasi.

El de los bigotes sonrió (sucompañero lo imitó) y luego alzó tresdedos.

—Cada uno.Trescientas por cabeza era

demasiado poco. Si hubieran sidoauténticos profesionales delDepartamento de Impuestos no sehabrían conformado con menos dequinientas. Abbasi dedujo que aquellosdos eran unos novatos. Al final,acabarían aceptando cien cada uno,

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además de las camisas.—Permítanme que les ofrezca

primero un pequeño estimulante.¿Toman Etiqueta Roja los sahibs?

El flaco casi saltó de su asiento dela emoción, pero el grandullón le dirigióuna mirada fulminante.

—Etiqueta Roja está bien.Seguramente, advirtió Abbasi, nunca

les habían ofrecido otra cosa que licorde garrafa.

Entró en la despensa, sacó la botellay sirvió tres vasos con el logo de AirIndia, clase maharajá. Abrió elfrigorífico, puso dos cubitos en cada unoy añadió un chorrito de agua helada.Escupió en dos de los vasos y los situó

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cuidadosamente al otro lado de labandeja.

La idea se le vino a la cabeza comoun meteorito caído de un cielo más puro.No. Lentamente, se fue desplegando enel interior de su mente. No, no podíadarles whisky a aquellos hombres.Quizá se trataba de licor adulterado,vendido en cajas adquiridas conpretextos engañosos. Pero aun así eracien veces demasiado puro para que lotocaran sus labios.

Se bebió un whisky, y luego elsegundo y el tercero.

Diez minutos después, regresó aldespacho andando pesadamente. Cerrócon llave y apoyó en la puerta todo su

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peso.El grandullón se volvió

bruscamente.—¿Por qué cierra?—Sahibs, esto es el puerto del

Bunder y tiene antiguas tradiciones ycostumbres que se remontan muchossiglos atrás. Cualquiera es libre de veniraquí por su propia voluntad, pero sólopuede marcharse con el permiso de lagente del lugar.

Abbasi se acercó silbando alescritorio, levantó el teléfono y loesgrimió como un arma ante las naricesdel grandullón.

—¿Llamo ahora mismo a la Oficinade Impuestos? ¿Averiguo si contaban

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con autorización para venir aquí? ¿Eh?Los dos parecían incómodos. El

flaco empezó a sudar. «Lo he adivinado—pensó Abbasi—. Es la primera vezque lo hacen».

—Mírense las manos. Han aceptadode mí unas camisas. Son un soborno. Ahíestá la prueba.

—Oiga…—¡No! ¡Oigan ustedes! —gritó

Abbasi—. No saldrán vivos de aquíhasta que me firmen una confesión de loque pretendían hacer. A ver cómo se lasarreglan para huir. Esto es el puerto,tengo amigos por todas partes. Bastarácon que chasquee los dedos para queacaben flotando en el río Kaliamma.

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¿No me creen?El grandullón miró al suelo; el otro

sudaba copiosamente.Abbasi abrió y sostuvo la puerta

abierta.—Fuera. —Y con una gran sonrisa,

les hizo una profunda reverencia—.Sahibs.

Los dos hombres salieron a todaprisa sin decir palabra. Oyó sus pasosapresurados en la escalera y luego elgrito de sorpresa de Ummar, que subíael té y las galletas en una bandeja.

Apoyó la cabeza en la frescasuperficie de la mesa y se preguntó quéacababa de hacer. En cualquier momentole cortarían la luz; los funcionarios

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volverían con más hombres y una ordende detención.

Empezó a pasear de un lado paraotro. «¿Qué me está pasando?». Ummarlo miraba en silencio.

Para su sorpresa, al cabo de unahora no había llamado nadie de laoficina de impuestos. Los ventiladoresseguían funcionando. La luz no se habíaido.

Abbasi empezó a albergaresperanzas. Esos tipos eran unosprincipiantes. Tal vez habían vuelto a laoficina y habían seguido trabajando.Incluso si se habían quejado, losfuncionarios del Gobierno actuaban concautela en el Bunder desde los

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disturbios; quizá no querían enemistarseahora con un hombre de negociosmusulmán. Contempló el Bunder por laventana. Aquel puerto violento ypodrido, lleno de basura, plagado decarteristas y matones armados concuchillos… parecía el único lugar dondeuno se hallaba a salvo de la corrupciónde Kittur.

—¡Ummar! —gritó—. Me voy a irmás pronto al club. Llama a Sunil Shettyy dile que vaya cuanto antes. ¡Tengo unagran noticia que darle! ¡He derrotado ala oficina de impuestos!

• • •

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Bajó las escaleras corriendo y sedetuvo en el último peldaño. A suderecha se hallaba abierta la entrada deltaller. En las últimas seis semanas,desde que había vuelto a abrir lafábrica, no había cruzado aquel umbral.Ummar se había ocupado de todo. Peroahora aquella entrada oscura se le habíavuelto ineludible.

Sintió que no le quedaba másremedio que entrar. Se daba cuentaahora de que todo lo ocurrido esamañana había sido, en cierto modo, unatrampa para llevarlo hasta allí, paraobligarle a hacer lo que había evitadodesde la reapertura.

Las mujeres estaban sentadas en el

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suelo del taller, apenas iluminado porlos fluorescentes que parpadeaban en eltecho. Cada una ocupaba un puestoindicado con un número pintado en lapared con letras rojas. Sostenían lascamisas blancas casi pegadas a los ojosy las iban cosiendo con hilo dorado. Sedetuvieron al verlo. Abbasi les indicóque continuaran. No quería que fijaransus ojos en él. Aquellos ojos que se ibandañando mientras confeccionaban lasmaravillosas camisas que él vendería alos bailarines americanos.

¿Dañando? No, ésa no era lapalabra. No era la razón de que lashubiera arrinconado en aquel cuarto.

Todas las mujeres que había allí se

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estaban quedando ciegas.Se sentó en una silla en el centro del

taller.El oculista se lo había dejado bien

claro: aquel tipo de bordado tan fino queprecisaban las camisas les destruía laretina. Incluso le había mostrado con losdedos el grosor de las cicatrices que lesdejaba. Por mucho que mejorase lailuminación, el impacto en la retina nodisminuiría. El ojo humano no estabahecho para mirar durante horas unosdibujos tan intrincados. Ya se habíanquedado ciegas dos mujeres; por esohabía cerrado la fábrica. Cuando abrióde nuevo, todas sus antiguas empleadasvolvieron de inmediato. No ignoraban su

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destino, pero no podían conseguir otrotrabajo.

Abbasi cerró los ojos. Lo único quedeseaba en ese momento era que Ummarle gritara que lo necesitaban arriba conurgencia.

Pero nadie acudió a rescatarlo ypermaneció en aquella silla mientras lasmujeres que lo rodeaban seguíancosiendo; mientras sus dedos no parabande hablarle: «¡Nos estamos quedandociegas! ¡Míranos!».

—¿Le duele la cabeza, sahib? —oyóque le decía una mujer—. ¿Quiere quevaya a buscarle una aspirina y un vasode agua?

Incapaz de mirarla siquiera, Abbasi

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dijo:—Haced el favor de marcharos a

casa. Volved mañana. Pero hoymarchaos a casa, por favor. Cobraréisigual.

—¿Está descontento con nosotras,sahib?

—No. Por favor, marchaos a casa.Cobraréis por todo el día. Volvedmañana.

Oyó el rumor de sus pasos. Yadebían de haber salido.

Habían dejado todas las camisas ensus puestos. Tomó una; el dragón estabasólo bordado a medias. Frotó la telaentre los dedos. Notaba la delicadatrama de la corrupción.

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«La fábrica está cerrada. Ya está,¿contento? La fábrica está cerrada»,habría deseado gritarle al dragón.

¿Y después? ¿Quién enviaría a suhijo al colegio? ¿Acabaría también en elmuelle con un cuchillo en el bolsillo yrobaría coches como Mehmood? Lasmujeres se irían a otra fábrica a hacer elmismo trabajo.

Se dio una palmada en el muslo.Miles y miles de hombres, sentados

en salones de té, en universidades ycentros de trabajo, maldecían lacorrupción día y noche. Pero ningunohabía encontrado el modo de matar a esedemonio sin ceder su parte del botín.Así pues, ¿por qué él, precisamente él

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—un vulgar hombre de negociosaficionado al whisky y al snooker, y alos cotilleos de los matones—, tenía queaportar una respuesta?

Pero, al cabo de un momento, cayóen la cuenta de que ya tenía unarespuesta.

Le ofreció un trato a Alá. Él iría a lacárcel, pero su fábrica seguiríafuncionando. Cerró los ojos y le rezó asu dios para que aceptara aquel trato.

Pero pasó una hora y nadie habíavenido a detenerlo.

Abbasi abrió una ventana de sudespacho. Sólo veía edificios, unacarretera congestionada y viejos muros.Abrió todas las ventanas, pero sólo veía

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muros y más muros. Subió al tejado y seagachó por debajo del tendedero parasalir a la terraza. Al llegar al borde,puso un pie en el tejadillo quesobresalía sobre la fachada de lafábrica.

Desde allí se divisaban los límitesde Kittur. Junto a la costa se sucedían,uno tras otro, un minarete, la aguja deuna iglesia y la torre de un templo, comosi fueran los postes indicadores queidentificaban las tres religiones de laciudad a los viajeros que llegaban pormar.

Abbasi contempló el mar de Arabia,que se extendía más allá de Kittur. Elsol brillaba en el cielo. Un barco salía

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del Bunder lentamente y se aproximabaa la zona donde las aguas azulescambiaban de color y adquirían un tonomás intenso; estaba a punto de entrar enun tramo destellante de sol, en un oasisde pura luz.

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Segundo día: La colina delFaro

Tras degustar un curry de gambas yarroz en el Bunder, quizá desee visitarla colina del Faro y sus alrededores. Elfamoso faro, construido por losportugueses y renovado por losbritánicos, ya no se utiliza. Un viejoguardia con uniforme azul se hallasentado al pie del monumento. Si losvisitantes van mal vestidos o le hablanen tulu o canarés, dirá: «¿No ven queestá cerrado?». Si los visitantes vanbien vestidos o hablan inglés, dirá:«Bienvenidos». Les hará entrar y subir

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por la escalera de caracol hasta arriba,donde hay una vista espectacular delmar de Arabia.

El Ayuntamiento ha montado hacepoco una sala de lectura en el interiordel faro. La colección incluye Lahistoria de Kittur, del padre Basild’Essa, S. J. El parque DeshpremiHemachandra Rao, que se extiendealrededor, fue bautizado así en honor deldefensor de la libertad que colgó en elfaro una bandera tricolor durante eldominio británico.

Ocurre al menos dos veces al año. Elpreso, con las muñecas esposadas,

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camina a grandes zancadas hacia lacomisaría de la colina del Faro con lacabeza bien alta y una expresión deinsolente aburrimiento en la cara; detrás,siguiéndole y casi correteando paramantenerse a su altura, dos agentes dePolicía sostienen la cadena adosada alas esposas. Lo raro es que parece comosi el de las esposas arrastrara a lospolicías, igual que un tipo que sacase aun par de monos de paseo.

En los últimos nueve años, estehombre, conocido como XeroxRamakrishna, ha sido detenido veintiunaveces en la acera de granito que hayfrente al parque DeshpremiHemachandra Rao por la venta —a

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precio rebajado— de librosfotocopiados o impresos ilegalmente alos alumnos del colegio San Alfonso. Unpolicía se presenta por la mañana,cuando Ramakrishna está sentado contodos sus libros desparramados en unasábana azul; pone su bastón sobre lamercancía y dice:

—Vamos, Xerox.El vendedor de libros se vuelve

hacia su hija de once años, Ritu, que leayuda en el negocio, y le dice:

—Vete a casa y pórtate bien, cariño.Y dicho esto, muestra las muñecas

para que lo esposen.Ya en la cárcel, le quitan la cadena y

lo meten en una celda. Él, aferrado a los

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barrotes, entretiene a los policías conhistorias destinadas a congraciarse conellos. Les cuenta un cuento verde sobreuna chica del colegio a la que ha vistoesa mañana con unos vaqueros de estilonorteamericano; o los informa de unanueva palabrota en tulu que ha oído en elautobús cuando iba a Salt MarketVillage; o quizá, si les apetece unadiversión más prolongada, les relata —tal como ha hecho ya muchas veces— lahistoria de lo que hizo su padre toda lavida para ganarse el sustento, es decir,limpiar la mierda de las casas de losseñores ricos: la ocupación tradicionalde la gente de su casta. Durante el díaentero, el viejo deambulaba junto al

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muro trasero de la casa, esperandopercibir el olor a mierda humana; encuanto lo notaba, se acercaba yaguardaba con las rodillas dobladas,igual que un bateador de críquetesperando la pelota. (Xerox doblaba lasrodillas para mostrarlo). Entonces, encuanto oía el ruido de la cisterna, teníaque sacar el orinal por un agujero de lapared, vaciarlo en los rosales, limpiarlobien con su taparrabos e introducirlootra vez antes de que la siguientepersona usara el retrete.

—Ése era el trabajo que hizo toda suvida, ¿pueden creerlo?

Los carceleros se ríen.Le traen samosas envueltas en papel

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de periódico y le ofrecen un chai. Loconsideran un tipo decente. Lo sueltan amediodía; él les hace una reverencia yles da las gracias. Entonces Miguel D’Souza, el abogado de los editores ylos libreros de Umbrella Street, llama ala comisaría y les grita:

—Pero… ¿cómo? ¿Lo han soltadootra vez? ¿Es que las leyes no significannada para ustedes?

El inspector de la comisaría,Ramesh, mantiene el teléfono a ciertadistancia y ojea el periódico, buscandola información de la bolsa de Bombay.Es lo único que quiere hacer en estavida: repasar las cotizaciones de bolsa.

A media tarde, Xerox ya está de

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vuelta. Los ejemplares fotocopiados ochapuceramente impresos de Karl Marx,d e Mein Kampf y de otros títulos, asícomo de películas y discos, estánesparcidos sobre la sábana azul tendidaen la acera de la colina del Faro. Lapequeña Ritu, sentada con la espaldamuy recta, vigila a los clientes quemanosean los libros y les echan unvistazo.

—Ponlo otra vez en su sitio —lesdice, cuando no se deciden a comprarlos—. Ponlo exactamente donde estaba.

—¿Contabilidad para Exámenes deIngreso? —le pregunta uno a Xerox.

—¿Obstetricia Avanzada? —gritaotro.

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—¿La alegría del sexo?—¿Mein Kampf?—¿Lee Iacocca?—¿A cuánto me lo dejas? —dice un

joven, hojeando un libro.—Setenta y cinco rupias.—Venga ya, ¿quieres matarme? Es

demasiado.El joven se aleja unos pasos, da

media vuelta y dice:—Dime el precio mínimo, no quiero

perder más tiempo.—Setenta y dos rupias. Lo tomas o

lo dejas. Tengo otros clientes.Los libros se fotocopian, o se

imprimen a veces, en una vieja imprentade Salt Market Village. A Xerox le

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encanta toda aquella maquinaria. Nopara de acariciar la fotocopiadora;adora ese modo que tiene de destellarcomo un relámpago a medida quetrabaja; sus zumbidos, el runrún quehace. No entiende el inglés, pero sí sabeque las palabras inglesas poseen unpoder y que los libros ingleses tienen unaura. Observa la imagen de Adolf Hitleren la portada de Mein Kampf y siente supoder. Mira el rostro de Kahlil Gibran,ese rostro poético y misterioso, ypercibe el misterio y la poesía. Mira lapose relajada de Lee Iacocca, sentadocon las manos detrás de la cabeza, y sesiente relajado. Por eso le dijo una vezal inspector Ramesh:

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—No pretendo crearle ningúnproblema a usted ni a los editores,señor; yo, simplemente, amo los libros:me encanta fabricarlos, tocarlos,venderlos. Mi padre limpiaba mierdapara ganarse la vida. Ni siquiera sabíaleer o escribir. Se sentiría orgulloso siviera que yo me gano la vida con loslibros.

Sólo una vez ha tenido Xeroxproblemas de verdad con la Policía. Fuecuando alguien llamó a la comisaría ydijo que estaba vendiendo copiaspirateadas de Los versos satánicos, deSalman Rushdie, lo que constituía unaviolación de las leyes de la Repúblicade la India. En aquella ocasión, cuando

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lo llevaron esposado a comisaría, nohubo cortesías ni tazas de chai.

Ramesh lo abofeteó.—¿No sabes que ese libro está

prohibido, hijo de mujer calva? ¿Quépretendes? ¿Provocar una revuelta entrelos musulmanes? ¿Que a mí y a todos losdemás agentes nos destinen a SaltMarket Village?

—Perdón —suplicaba Xerox—. Notenía ni idea de que fuera un libroprohibido, de veras… Sólo soy el hijode un hombre que limpiaba mierda,señor. Se pasaba el día esperando a quesonara la cisterna. Sé cuál es mi sitio,señor. Ni en sueños se me pasaría por lacabeza desafiarlo. Ha sido un error,

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señor. Discúlpeme.D’Souza, el abogado de los libreros,

un hombre bajito con el pelo negro yaceitoso y un pulcro bigote, se enteró delo sucedido y se presentó en lacomisaría. Examinó el libro prohibido,un abultadísimo ejemplar en rústica conla imagen de un ángel en la portada, ymeneó la cabeza con aire incrédulo.

—Este maldito hijo de intocable…se ha creído que puede fotocopiar Losversos satánicos. Menudas pelotas.

Se sentó ante el escritorio delinspector y le gritó:

—¡Ya le dije que acabaríasucediendo algo así si no lo castigaba!¡Usted es el responsable!

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Ramesh le lanzó una mirada feroz aXerox, que estaba tendido con airecontrito en la celda.

—No creo que nadie lo haya visto.No pasará nada.

Para calmar un poco al abogado, lepidió a un agente que fuese a buscar unabotella de ron Old Monk. Los dos sepusieron a charlar un rato.

Ramesh leyó en voz alta algunospasajes del libro.

—No entiendo a qué viene tantoalboroto —dijo.

—Cosas de musulmanes —dijo D’Souza, meneando la cabeza—. Genteviolenta. Violenta.

Llegó la botella de Old Monk. Se la

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bebieron en media hora y el agente fue abuscar otra. En su celda, Xerox seguíainmóvil en el camastro mirando el techo.El policía y el abogado continuaronbebiendo. D’Souza le habló a Rameshde sus frustraciones y el inspector lehabló al abogado de las suyas. Unohabría deseado ser piloto, elevarse entrelas nubes y perseguir a las azafatas… Elotro se habría conformado con estudiarel mercado de valores. Con eso lehabría bastado.

A medianoche, Ramesh le preguntóal abogado:

—¿Quiere que le cuente un secreto?—Con sigilo, acompañó al abogadohasta la celda y se lo mostró. Uno de los

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barrotes podía quitarse. El inspector lodesplazó, lo sacó y luego volvió aponerlo en su sitio—. Así es como seocultan las pruebas —le dijo—. No esque suceda a menudo en esta comisaría.Pero se hace así, cuando se hace.

El abogado soltó una risita. Sacó elbarrote, se lo puso en el hombro, comoun cetro, y dijo:

—¿A que parezco el dios Hanuman?—Igualito que en la televisión —

dijo el policía.El abogado le pidió que abriera la

puerta, y así lo hizo.Miraron al prisionero, que dormía

en el catre tapándose la cara con unbrazo para protegerse de la luz agresiva

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de la bombilla que tenía encima de lacabeza. Por debajo de la camisa baratade poliéster, se veía un tramo de pieldesnuda y asomaba un matojo de pelooscuro y tupido, que a los dos lespareció que debía proceder de la ingle.

—Este intocable hijo de puta…Mira cómo ronca.

—Su padre limpiaba mierda… ¡Y eltipo se cree que nos va a cubrir demierda a nosotros!

—Vendiendo Los versos satánicos.Sería capaz de hacerlo delante de misnarices, el tío.

—Esta gente se ha creído ahora quela India es suya, ¿no es cierto? Quierentodos los trabajos, todos los títulos

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universitarios y todos…Ramesh le bajó los pantalones al

hombre, que aún roncaba, y alzó elbarrote bien arriba mientras el abogadodecía:

—¡Hazlo como Hanuman en la tele!Xerox se despertó dando gritos.

Ramesh le pasó el barrote a D’Souza.Ahora el abogado y el policíaempezaron a turnarse: uno le machacabalas piernas a Xerox, justo a la altura dela rodilla, como hacía el dios mono enla tele, y el otro le machacaba laspiernas por debajo de la rodilla, igualque el dios mono en la tele, y luego elotro le machacaba las piernas porencima de las rodillas… Al final,

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riéndose y dándose besos, salieron losdos tambaleantes, ordenando a vocesque alguien cerrara la comisaría.

A lo largo de la noche, cada vez quese despertaba, Xerox reanudaba susgritos y lamentos.

Por la mañana, nada más entrar,Ramesh se tropezó con un agente que lecontó lo de Xerox.

—Mierda, no ha sido un sueño —dijo.

Ordenó que lo trasladaran alhospital del distrito Havelock Henry ypidió que le trajeran el periódico pararevisar las cotizaciones de bolsa.

A la semana siguiente, Xeroxapareció en la comisaría con mucho

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estrépito, porque iba con muletas,seguido de su hija.

—Podrá romperme las piernas, peroyo no voy a dejar de vender libros. Esmi destino, señor —dijo con una gransonrisa.

Ramesh también sonrió, pero rehuyósu mirada.

—Me voy a la colina, señor —dijoXerox, levantando una muleta—. Voy avender el libro.

Ramesh y los demás policías lorodearon a él y a su hija y le suplicaron.Xerox quería que llamaran a D’Souza, yasí lo hicieron. El abogado se presentócon su grasienta peluca, acompañado dedos ayudantes, que también iban con

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toga negra y peluca. Cuando supo porqué lo había llamado la Policía, D’Souza estalló en carcajadas.

—Este tipo les está tomando el pelo—le dijo a Ramesh—. Es imposible quesuba a la colina con las piernas así.

D’Souza apuntó a Xerox con un dedoen el bajo vientre.

—Y si se te ocurre venderlo deverdad, no serán sólo las piernas lo quete rompamos la próxima vez.

Un agente se rió.Xerox miró a Ramesh con su sonrisa

aduladora de siempre. Hizo unaprofunda reverencia, uniendo laspalmas, y dijo:

—Que así sea.

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D’Souza se sentó a beber ron OldMonk con el policía y empezaron unapartida de cartas. Ramesh le dijo quehabía perdido dinero en la bolsa lasemana anterior; el abogado se sorbiólos dientes, meneó la cabeza y dijo queen una gran ciudad como Bombay todosson tramposos, mentirosos o matones.

Xerox se dio media vuelta y saliócon sus muletas de la comisaría, seguidode su hija. Se encaminaron a la colinadel Faro. Les costó dos horas y mediasubir la cuesta, y tuvieron que parar seisveces para que Xerox se tomara un té oun vaso de zumo de caña de azúcar. Alllegar, su hija extendió la sábana azulfrente al parque Deshpremi

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Hemachandra Rao. Xerox se deslizóhacia el suelo, se sentó sobre la sábana,extendió las piernas poco a poco y luegopuso delante un abultado libro enrústica. Su hija se sentó también, sinquitarle ojo al libro, con la espalda muyrecta. Era una obra prohibida en toda laRepública de la India y era lo único queXerox pretendía vender aquel día: Losversos satánicos, de Salman Rushdie.

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Segundo día (tarde):Colegio San Alfonso de

enseñanzasecundaria y preuniversitaria

para chicosA poca distancia del parque se levantauna enorme torre gris de estilo góticoque luce en la fachada un escudo dearmas y el eslogan: «Lucet et ardet». Esel colegio San Alfonso de enseñanzasecundaria y preuniversitaria parachicos, fundado en 1858: una de lasinstituciones educativas más antiguas delestado de Karnataka. Esta escuelajesuita es la más famosa de Kittur y

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muchos de sus discípulos han acabadoestudiando en el Instituto Indio deTecnología, en el Colegio Regional deIngeniería del estado de Karnataka y enotras prestigiosas universidadesnacionales y extranjeras.

Habían pasado muchos segundos, quizásincluso un minuto, desde la explosión,pero Lasrado, el profesor de Química,no se había movido. Permanecía sentadoante su escritorio, con los brazosseparados y la boca abierta. El humoprocedía de un banco del fondo. Unpolvo amarillo había inundado toda elaula y el aire olía a fuegos artificiales.

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Los alumnos ya habían salido todos yobservaban a través del cristal de lapuerta.

Gomati Das, el profesor de Cálculo,llegó desde el aula contigua, seguido porla mayor parte de su clase; luegoapareció el profesor Noroña, el tipo deInglés y de Historia Antigua, con supropio rebaño de curiosos. El padreAlmeida, el director, se abrió paso aempujones entre la multitud y entró en elaula, con la boca y la nariz tapadas conla mano. Bajándola un poco para hablar,gritó:

—¿Qué significa este disparate?Sólo quedaba Lasrado en el interior

de la clase; seguía frente a su escritorio

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como el muchacho heroico que no sedecide a abandonar la cubierta enllamas.

—Una bomba en clase, fadre —respondió en tono monocorde—. En elbanco del fondo. Ha efplotado durantela lección. Como un minuto desfués deque empezara a hablar.

El padre Almeida escrutó entre elhumo espeso, guiñando los ojos, y sevolvió para mirar a los chicos.

—La juventud de este país se ha idoal diablo… ¡y acabará arruinando lareputación de sus padres y sus abuelos!

Cubriéndose la cara con el brazo,caminó con cautela hacia el banco, quese había volcado al producirse la

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detonación.—La bomba sigue echando humo —

gritó—. Cierre las puertas y llame a laPolicía.

Tocó a Lasrado en el hombro.—¿Me ha oído? Hemos de cerrar las

puertas y…Rojo de vergüenza y tembloroso de

rabia, Lasrado se volvió bruscamente y,dirigiéndose al director, a losprofesores y los alumnos, bramó:

—¡Hijos de futa! ¡Hijos de futa!En cuestión de minutos, el colegio

entero se vació; los chicos se agolparonen el jardín o en el pasillo del ala deCiencia e Historia Natural, donde elesqueleto de un tiburón encontrado unas

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décadas atrás en la playa se hallabacolgado del techo a modo de curiosidadcientífica. Un grupito de alumnos semantenía aparte bajo la sombra de unenorme baniano. Se los distinguía de losdemás por los pantalones plisados quellevaban, con la etiqueta bien visible aun lado o en el bolsillo trasero, y por suaire engreído. Eran cinco: Shabbir Ali,hijo del propietario del único videoclubde la ciudad; los gemelos Bakht —Irfany Rizvan—, hijos de un traficante delmercado negro; Shankara P. Kinni, cuyopadre trabajaba como cirujano plásticoen el Golfo, y Pinto, el vástago de losdueños de una plantación de café.

Uno de ellos había puesto la bomba.

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Los cinco habían sufrido ya múltiplesperiodos de expulsión temporal por malcomportamiento; iban un año atrasadosdebido a sus malas calificaciones y sehallaban bajo amenaza de expulsióndefinitiva por insubordinación. Sialguien había puesto una bomba, teníaque ser uno de esa pandilla.

Y eso mismo parecían pensar ellos.—¿Has sido tú? —le preguntó

Shabbir Ali a Pinto, que meneó lacabeza.

Ali miró a los demás, uno a uno,repitiendo silenciosamente la pregunta.

—Pues yo tampoco —dijo por fin.—Quizás haya sido Dios —dijo

Pinto, y todos empezaron a reírse

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tontamente.Pero eran conscientes de que todo el

mundo sospechaba de ellos. Losgemelos Bakht dijeron que se iban alBunder a comer cordero biryani y amirar las olas; Shabbir Ali debió de irseal videoclub de su padre o a mirar unapelícula pornográfica en su casa; Pintodebió de acompañarle, seguramente.

Sólo uno de ellos se quedó en laescuela.

No podía irse todavía; le gustabademasiado todo aquello: el humo, laconfusión. Mantuvo apretado el puño.

Se mezcló con los demás,

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escuchando la algarabía de voces,degustándola con delectación. Algunoschicos habían vuelto adentro; seasomaban por los balcones de las tresplantas del colegio y les hablaban agritos a los del patio, lo cual contribuíaa aumentar el zumbido general, como sila escuela fuese una colmena aporreadacon un palo. Era muy consciente de quetodo aquel jaleo era obra suya: losalumnos hablaban de él, los profesoreslo maldecían. Él era el dios de lamañana.

Durante largos años aquellainstitución lo había tratado brutalmente:los profesores lo habían golpeado con lavara, los directores lo habían enviado a

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casa, lo habían amenazado con laexpulsión definitiva. (Estaba seguro,además, de que la escuela se habíaburlado de él a sus espaldas por ser unhoyka, un miembro de las castas bajas).

Pues ahora había respondido. Seguíaapretando el puño.

—¿Tú crees que habrán sido losterroristas? —dijo un chico—. ¿Loscachemires o los punyabíes…?

«¡No, idiotas! —habría deseadogritar—. ¡He sido yo! ¡Shankara! ¡El debaja casta!».

Observó al profesor Lasrado,todavía con el pelo desaliñado yrodeado de sus alumnos preferidos, los«buenos chicos», entre los cuales

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buscaba apoyo y ayuda.Cosa extraña: sentía el impulso de

aproximarse y darle una palmadita en elhombro, como diciendo: «Tío, me hagocargo de tu dolor, comprendo tuhumillación, comparto tu rabia», yterminar así la larga lucha que manteníacon el profesor de Química. Sentía eldeseo de ser uno de los alumnos en losque Lasrado confiaba en momentoscomo aquéllos: uno de los «buenoschicos». Pero se trataba de un deseomenor. El principal era regocijarse.Observó que Lasrado sufría y sonrió.

Miró a su izquierda; alguien acababade decir: «Ya llega la Policía».

Corrió al patio trasero del colegio,

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abrió una verja y descendió por el largotramo de peldaños de piedra que dabanacceso a la escuela preuniversitaria.Desde que habían abierto un nuevopasaje a través del campo de juegos, yaprácticamente nadie usaba ese camino.

Aquella calle se llamaba Old CourtRoad. La corte de justicia había sidotrasladada hacía mucho y los abogadostambién se habían mudado; la callemisma había estado cerrada durantemucho tiempo, tras producirse allí elsuicidio de un hombre de negocios.Shankara había bajado por esa calledesde su infancia, era su zona preferidade la ciudad. Aunque habría podidodecirle a su chófer que lo recogiera en

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la puerta del colegio, el hombre teníainstrucciones de esperar en aquel lado.

La calle estaba flanqueada debanianos; pero aun caminando por lasombra, Shankara sudaba copiosamente.(Siempre le pasaba lo mismo: enseguidase ponía a sudar, como si un calorirreprimible bullera en su interior). A lamayoría de los chicos sus madres solíanponerles un pañuelo en el bolsillo, peroShankara nunca llevaba uno encima yhabía adoptado un sistema salvaje:arrancó varias hojas grandes de un árbolcercano y se frotó los brazos y laspiernas una y otra vez, hasta que la pielle quedó enrojecida e irritada.

Ahora ya se sentía seco.

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A media pendiente, salió de la calle,cruzó un grupo de árboles y entró en unclaro que quedaba completamente ocultosalvo para quienes conocían aquelescondrijo. Bajo la enramada, había unaestatua de Jesús de bronce oscuro.Shankara la conocía desde hacía mucho,desde que se había tropezado con ellade niño, jugando al escondite. Habíaalgo raro en esa estatua; con su pieloscura, con la expresión torcida de suslabios y sus ojos brillantes, parecía másuna imagen del demonio que delSalvador. Incluso las palabras quefiguraban en la base, «Yo soy laresurrección y la vida», parecíanmofarse de Dios.

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Advirtió que todavía quedaba unpoco de fertilizante al pie de la estatua:los restos del mismo polvo que habíausado para hacer detonar la bomba.Cubrió rápidamente aquel polvo conhojas secas. Luego se inclinó ante laimagen de Jesús.

—Hijos de futa —dijo, con unarisita.

Pero, al hacerlo, sintió como si sugran victoria hubiese quedado reducidaa aquella risita.

Se sentó junto a la estatua y toda latensión y la emoción se fueronaplacando poco a poco en su interior.Las imágenes de Jesús siempre loserenaban. En una época había pensado

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en convertirse al cristianismo; entre loscristianos no había castas. Cada hombreera juzgado únicamente por lo que habíahecho a lo largo de su vida. Perodespués de cómo lo habían tratado lossacerdotes jesuitas —un lunes por lamañana, lo habían apaleado en el patiodelante de todo el colegio—, se habíajurado a sí mismo que nunca se haríacristiano. No había mejor instituciónpara impedir que los hindúes seconvirtieran al cristianismo que laescuela católica.

Le dijo adiós a Jesús con la mano y,después de comprobar que no se veía elfertilizante alrededor de la base de laestatua, echó a caminar otra vez cuesta

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abajo.El chófer, un hombre de tez oscura

con un desaliñado uniforme caqui, loesperaba a media calle.

—¿Qué haces aquí? —le gritó elchico—. Te lo tengo dicho: espérame alpie de la cuesta. ¡Nunca subas por estacalle!

El hombre le hizo una reverenciacon las palmas juntas.

—No se enfade…, señor. He oído…una bomba… Su madre me ha pedidoque me asegurase…

Qué deprisa corrían las noticias. Laexplosión ya lo superaba a él mismo;había adquirido vida propia.

—Ah, la bomba… No ha sido nada

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serio —le dijo, mientras bajabancaminando. «¿No será un error?», sepreguntó enseguida. ¿No debería haberexagerado?

Tampoco resultaba muy halagadorque su madre hubiera mandado al chófera buscarlo como si fuera un crío… ¡Él,que había puesto la bomba! Apretó losdientes. El chófer le abrió la puerta delAmbassador blanco, pero él en lugar desubirse, empezó a gritarle:

—¡Cabrón! ¡Hijo de mujer calva!Hizo una pausa para recobrar el

aliento y añadió:—¡Hijo de futa! ¡Hijo de futa!Riéndose histéricamente, subió al

coche mientras el chófer no dejaba de

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mirarlo.De camino a casa, pensó que

cualquier otro señor podía contar con lalealtad de su chófer. En cambio,Shankara no esperaba nada del suyo;sospechaba que era un brahmán.

Mientras aguardaban ante unsemáforo, oyó a dos damas en elAmbassador de al lado, hablando de laexplosión:

—… la Policía ha precintado toda laescuela, eso dicen. Nadie puede salirhasta que encuentren al terrorista.

Se le ocurrió que había tenidosuerte; si se hubiera quedado más rato,habría caído en la trampa de la Policía.

Cuando llegó a su mansión, entró

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corriendo por la puerta de atrás y subióa su habitación. Al principio, habíapensado enviar un manifiesto al DawnHerald: «Ese tal Lasrado es un idiota yla bomba ha estallado en su clase parademostrárselo al mundo entero». Ahorano podía creer que se hubiera dejado elpapel encima de su escritorio; lo rompióen pedazos en el acto. Luego, pensandoque quizá sería posible unir los trozos yreconstruir el mensaje, estuvo a punto detragárselos todos, pero al final decidiótragarse sólo los que contenían lassílabas clave: «rado», «bo», «clase».Los demás los quemó con su mechero.

Además, pensó con una ligerasensación de náuseas mientras el papel

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se removía en su estómago, aquél no erael mensaje adecuado que había queenviar a la prensa, porque últimamentesu ira no apuntaba sólo a Lasrado, sinoque llegaba mucho más lejos. Si laPolicía le exigía una declaración, lo quediría sería lo siguiente: «He hechoestallar una bomba para acabar con estesistema de castas de cinco mil años deantigüedad que todavía sigue vigente ennuestro país. He hecho estallar unabomba para demostrar que ningúnhombre debe ser juzgado, como yo lo hesido, por una simple circunstancia de sunacimiento».

Esas frases tan nobles lograron quese sintiera mejor. Estaba seguro de que

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le darían un tratamiento especial en lacárcel, como a una especie de mártir.Los comités de autopromoción de loshoyka organizarían marchas en sudefensa y la Policía no se atrevería aponerle la mano encima. Quizá, cuandolo soltaran, habría multitudes que lorecibirían entre aclamaciones y que loimpulsarían a iniciar una carrerapolítica.

Ahora pensaba que tenía que enviaral precio que fuera una carta anónima alperiódico. Tomó una hoja nueva yempezó a escribir, aunque se le revolvíael estómago a causa del papel que sehabía tragado.

¡Ya la tenía! Volvió a leerla de cabo

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a rabo.«Manifiesto de un hoyka agraviado.

Por qué ha estallado hoy la bomba».Pero entonces reconsideró la idea.

Nadie ignoraba que él era un hoyka. Losabía todo el mundo. Murmuraban sobreello, de hecho, y sus cuchicheos erancomo el zumbido sin rostro queresonaba esa mañana en el exterior delas aulas. Todos en el colegio, e inclusoen la ciudad entera, sabían que por muyrico que fuera Shankara Prasad, nopasaba de ser el hijo de una mujerhoyka. Si enviaba aquella carta,deducirían que había sido él quien habíapuesto la bomba.

De repente, dio un brinco. Pero no

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era nada; sólo el grito de un vendedor deverdura, que se había detenido con sucarro detrás de la casa:

—¡Tomates, tomates! ¡Tomates rojosmaduros! ¡Vengan a por sus tomatesrojos maduros!

Le entraron ganas de bajar al Bundery alojarse en un hotel barato bajo otronombre. Allí nunca lo encontrarían.

Se paseó un rato por la habitación.Luego cerró de un portazo, se zambullóen la cama y se tapó con la sábana. Peroaun así, seguía escuchando al vendedor:

—¡Tomates! ¡Tomates rojosmaduros! ¡Apresúrense antes de que sepudran!

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Su madre estaba mirando una viejapelícula hindi en blanco y negro quehabía alquilado en el videoclub delpadre de Shabbir Ali. Así era comopasaba ahora las mañanas, entregada asu adicción a los viejos melodramas.

—Shankara, me han dicho que se haarmado un alboroto en el colegio —dijo,volviéndose, cuando lo oyó bajar.

Él, sin hacerle caso, se sentó a lamesa. Ya no recordaba la última vez quele había dirigido una frase entera a sumadre.

—Shankara —dijo su madre,poniéndole delante una tostada—, va avenir tu tía Urmila. Quédate en casa hoy.

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Él le dio un mordisco a la tostada,sin responder a su madre. La encontrabaposesiva, pesada, gritona. Pero eraconsciente de que ella temía a su hijomedio brahmán; se sentía inferior,porque era una hoyka por los cuatrocostados.

—¡Shankara! Responde, por favor:¿vas a quedarte? ¿Serás bueno conmigoal menos por hoy?

Él dejó la tostada en el plato, selevantó y caminó hacia las escaleras.

—¡Shankara! ¡Vuelve aquí!Incluso mientras la maldecía,

comprendía los temores que laasediaban. No quería enfrentarse sola auna mujer brahmán. Su único título para

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ser aceptada y volverse respetable erala producción de un hijo varón, unheredero… Y si él no estaba en casa, nole quedaba nada que mostrar. Era sólouna hoyka infiltrada en el hogar de unbrahmán.

«Es culpa suya si se siente como unamiserable en su presencia», pensó. Se lohabía dicho una y otra vez: «Madre,ignora a nuestros parientes brahmanes.No te humilles ante ellos continuamente.Si ellos no nos quieren, entonces no losqueramos nosotros tampoco».

Pero ella no podía hacerlo; aúnquería que la aceptaran. Y su únicobillete para conseguirlo era Shankara.No es que él mismo fuera del todo

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aceptable para los brahmanes. Loconsideraban más bien como el productode una arriesgada aventura de su padre ylo asociaban (estaba seguro) con todauna serie de prácticas corruptas.Mezclas una parte de sexoprematrimonial y una parte detransgresión de las castas en una ollatiznada, y ¿qué obtienes? Ese preciosodiablillo: Shankara.

Su tía Urmila y otros parientesbrahmanes lo habían visitado duranteaños, pero nunca daban la impresión dedisfrutar acariciándole las mejillas, nimandándole besos ni haciendo todasesas cosas repulsivas que las tías leshacen a sus sobrinos. Cuando estaban

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presentes, tenía la sensación de quesimplemente lo soportaban.

Joder, a él no le hacía ninguna graciaque lo soportaran.

Le ordenó al chófer que lo llevara aUmbrella Street y miró abstraído por laventanilla mientras pasaban ante lastiendas de muebles y los puestos dezumo de caña de azúcar. Se bajó en elcine White Stallion, de películas eninglés.

—No me esperes; te llamaré cuandoacabe la película.

Mientras subía los peldaños, vio aldueño de una tienda cercana haciéndoleseñas. Un pariente, de la familia de sumadre. El hombre le dirigía una sonrisa

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radiante y empezó a indicarle con gestosque fuera a sentarse un rato a su local.Sus parientes hoyka siempre lo tratabande un modo especial, puesto que él eramedio brahmán y, por lo tanto, estabamuy por encima de ellos en el sistemade castas; o porque era rico y, por lotanto, estaba muy por encima de ellos enel sistema de clases. Soltandomaldiciones en voz baja continuósubiendo las escaleras. ¿Es que nuncaiban a comprenderlo aquellos estúpidoshoyka? No había cosa que aborrecieramás que la actitud rastrera que teníancon él, sólo porque fuera mediobrahmán. Si lo hubieran tratado condesprecio, si hubiera tenido que entrar

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de rodillas en sus tiendas para expiar elpecado de ser medio brahmán, ¡entonceshabría ido a verlos cada día!

Tenía otro motivo para no querervisitar a aquel pariente en particular.Había oído que su padre, el cirujanoplástico Kinni, había mantenido a unaamante —otra chica hoyka— en esaparte de la ciudad. Sospechaba que supariente conocería a aquella mujer y queestaría pensando todo el rato: «EsteShankara, el pobre, no tiene ni idea de lainfidelidad de su padre». Pero él losabía todo sobre las infidelidades de supadre, de aquel padre al que no habíavisto en seis años, que ya ni siquieraescribía o llamaba por teléfono, aunque

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sí enviaba paquetes de caramelos ychocolatinas hechas en el extranjero. Ysin embargo, intuía que su padre sabíavivir. Una amante hoyka cerca del cine yotra bella hoyka como esposa. Ahorallevaba una vida llena de lujos en elGolfo, mientras les arreglaba las naricesy los labios a las árabes ricas. Tendríaotra amante allí, desde luego. Los tiposcomo su padre no pertenecían a ningunacasta, religión o raza; vivían para símismos. Eran los únicos hombres deverdad de este mundo.

La taquilla estaba cerrada. «Próximasesión, 8.30.» Bajó rápidamente lasescaleras, evitando la mirada de supariente, dobló un par esquinas a toda

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prisa y entró en la heladería IdealTraders, donde pidió un batido deníspero.

Se lo bebió precipitadamente y, yacon el azúcar en su cerebro, se irguió,sofocó una risotada y dijo en voz baja:

—¡Hijo de futa!Lo había conseguido: había

humillado a Lasrado por haberlohumillado a él.

—¡Otro batido! —gritó—. ¡Conración doble de helado!

Shankara siempre había sido una delas manzanas podridas del colegio.Desde los ocho o nueve años, se habíametido en líos. Pero el mayor problemade todos lo había tenido con ese

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profesor de Química que padecía undefecto del habla. Una mañana, Lasradolo había pescado fumando un cigarrilloen el puesto de zumos que había delantedel colegio.

—Fumar aptes de los veinte añosdetendrá su desarrollo como un serhumano normal —le había gritado elseñor Lasrado—. Si su fadre estuvieraaquí, y no en el Golfo, haría exactamentelo que yo estoy haciendo…

Durante el resto del día, lo tuvo derodillas fuera de clase. Shankarapermaneció cabizbajo, pensando una yotra vez: «Me hace esto porque soy unhoyka. Si fuera cristiano o un bunt no seatrevería a humillarme así».

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Esa noche, mientras yacía en lacama, se le ocurrió la idea: ya que él meha hecho daño, yo le haré daño a él. Unaidea clara y sucinta, como un rayo desol, como un credo al que atenersedurante toda su vida. Su euforia inicialse transformó en un estado de agitacióny empezó a dar vueltas en la cama,diciendo: «Mustafa, Mustafa». Teníaque encontrar a Mustafa.

El fabricante de bombas.Había oído su nombre unas cuantas

semanas atrás, en casa de Shabbir Ali.Los cinco miembros de la «pandilla

de chicos malos» acababan de ver esanoche otra película porno. A la mujeresta vez se la habían tirado por detrás;

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un negro enorme le había clavado laverga una vez tras otra. Shankara notenía ni idea de que se pudiera hacer así;ni tampoco Pinto, que no paraba de dargrititos de placer. Shabbir Ali mirabacon indiferencia cómo se divertían susamigos; había visto muchas veces aquelvideo y ya no despertaba su lujuria.Tenía tal familiaridad con el mal quenada le excitaba: ni las escenas defornicación, ni las de violación, ni lasde bestialismo siquiera; una constanteexposición al vicio lo había devuelto aun estado de inocencia.

Después de la película, los chicos seecharon sobre la cama de su anfitrión,amenazando con hacerse allí mismo una

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paja, mientras éste les advertía con aireamenazador que ni se les ocurriera hacersemejante cosa.

Para seguir divirtiéndolos, ShabbirAli sacó un condón y todos se turnaronpara meter los dedos dentro.

—¿Para quién es esto, Shabbir?—Para mi novia.—Venga ya, marica.—¡Marica lo serás tú!Los demás charlaban de sexo;

Shankara, mirando el techo como siestuviera abstraído, los escuchaba. Ledaba la sensación de que siempre lodejaban de lado en esas conversacionesporque sabían que era virgen. En elcolegio había una chica que «hablaba»

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con los hombres. Shabbir Ali había«hablado» con ella y daba a entenderque había hecho mucho más que hablar.Shankara había fingido que también élhabía «hablado» con mujeres y queincluso se había follado a una puta enOld Court Road. Pero sabía que losdemás lo habían calado.

Ali empezó a sacar otras cosas;después del condón, pasaron de mano enmano unas mancuernas que tenía debajode la cama, varios ejemplares deHustler y Playboy, y la revista oficialde la NBA.

—A ver si adivináis qué es esto —dijo.

Era un objeto pequeño de color

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negro, con un temporizador adosado.—Es un detonador —dijo, cuando

todos se rindieron.—¿Para qué sirve? —preguntó

Shankara, poniéndose de pie en la camay sosteniéndolo a la luz.

—Para detonar, idiota. —Hubo unacarcajada general—. Se utiliza paraactivar una bomba.

—Es lo más sencillo del mundohacer una bomba —dijo Shabbir—.Coges una bolsa de fertilizante, metes eldetonador dentro y ya está.

—¿Dónde lo consigues? —preguntóalguien, no Shankara.

—Me lo dio Mustafa —dijo ShabbirAli, bajando la voz.

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Mustafa, Mustafa. Shankara se aferróa aquel nombre.

—¿Dónde vive? —preguntó uno delos gemelos.

—En el Bunder. En el mercado depimienta. ¿Por qué? —le dijo Shabbir,dándole un empujón al curioso—. ¿Estáspensando en fabricar una bomba?

—¿Por qué no?Más risitas.Shankara no había dicho nada más

esa noche, mientras se repetía una y otravez: «Mustafa, Mustafa». Leaterrorizaba la idea de que se leolvidara el nombre si decía una palabramás.

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Mientras removía su tercer batido deníspero, llegaron dos hombres y sesentaron a su lado. Dos policías. Unopidió un zumo de naranja; el otropreguntó cuántos tipos de té servían allí.Shankara se levantó, pero volvió asentarse en el acto. Estaba seguro de queiban a hablar de él. Su corazón seaceleró.

—La bomba, en realidad, no eranada. Sólo que el detonador se hadisparado y ha esparcido el fertilizantepor toda la clase. El idiota que la hayapuesto se creía que fabricar una bombaconsiste simplemente en meter undetonador en una bolsa de fertilizante.

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Menos mal, porque, si no, habríanmuerto algunos de esos chicos.

—¿Adónde va ir a parar la juventudde este país?

—Hoy en día todo es sexo: sexo yviolencia. El país entero está siguiendoel camino del Punjab.

Uno de los agentes lo pescó mirandoy le devolvió la mirada. Shankaradesvió la vista. «Quizá debería habermequedado con la tía Urmila. Hoy nodebería haberme movido de casa».

Pero ¿qué garantía tenía de que ella,aunque fuera su tía, no lo traicionaría?Nunca se sabe con los brahmanes. Deniño, lo habían llevado a la boda de unode aquellos parientes. Su madre nunca

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asistía a esas celebraciones, pero supadre lo había metido en un coche yluego le había dicho que jugara con susprimos. Los chicos brahmanes loinvitaron a participar en unacompetición. Había un helado devainilla cubierto de una gruesa capa desal; se trataba de ver quién se atrevía acomérselo. «Idiota —le gritó uno de susprimos cuando Shankara se metió en laboca una cucharada de vainilla salada—. ¡Era broma!».

Siempre había sido igual a lo largode los años. Una vez, un chico brahmándel colegio lo había invitado a su casa.Decidió arriesgarse; el chico le caíabien y dijo que sí. Lo hicieron pasar a la

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sala de estar. Era una familia«moderna»: habían vivido en elextranjero. Vio una torre Eiffel enminiatura y figuras de porcelana, y setranquilizó; allí no lo maltratarían.

Le sirvieron té con galletas ylograron que se sintiera completamente asus anchas. Pero cuando ya se iba, segiró un momento y vio que la madre desu amigo tenía un trapo del polvo en lamano. Había empezado a limpiar laparte del sofá donde él se había sentado.

Incluso la gente que no tenía por quésaberlo parecía estar al corriente de sucasta. Un día, cuando había ido a jugaral críquet a la plaza Nehru, un viejo sehabía quedado mirándolo junto al muro

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del campo de juegos. Al final, llamó aShankara y le examinó el rostro, elcuello y las muñecas durante variosminutos. Él permaneció allí impotente,sin saber qué hacer. Se limitó a mirarlas arrugas que rodeaban los ojos delviejo.

—Tú eres el hijo de Vasudev Kinniy de la mujer hoyka, ¿no es cierto?

El hombre se empeñó en que dieranun paseo.

—Tu padre siempre fue un hombretestarudo. Nunca quiso aceptar unmatrimonio concertado. Un día encontróa tu madre y les dijo a todos losbrahmanes: «Marchaos al infierno». Osguste o no, voy a casarme con esta

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preciosa criatura. Yo ya sabía lo que ibaa pasar; que serías un bastardo. Nibrahmán ni hoyka. Se lo dije a tu padre.Él no quiso escucharme.

El viejo le dio unas palmaditas en elhombro. Lo hizo con tal naturalidad queno daba la impresión de ser un fanáticoni un obseso de las castas, sino unapersona que se limitaba a constatar lastristes verdades de la vida.

—Tú también perteneces a una casta—dijo el viejo—. Los brahmo-hoykas,que quedan entre una y otra. Aparecenmencionados en las Escrituras ysabemos que existen en alguna parte.Son gente totalmente separada del restode los humanos. Deberías hablar con

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ellos y casarte con una de sus mujeres.Así todo volvería a la normalidad otravez.

—Sí, señor —dijo Shankara, sinsaber por qué lo decía.

—Hoy en día no existen propiamentelas castas —dijo el viejo con pesar—.Los brahmanes comen carne. Loschatrias estudian y escriben libros. Y lascastas bajas se convierten alcristianismo y al islam. ¿Sabes lo quepasó en Meenakshipuram, no? Elcoronel Gadafi pretende destruir elhinduismo y los sacerdotes católicosestán conchabados con él.

Siguieron caminando un trecho hastala parada del autobús.

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—Debes encontrar tu propia casta—dijo el hombre—. A tu propia gente.

Le dio un ligero abrazo y subió alautobús, donde empezó a abrirse paso aempujones entre los jóvenes parahacerse con un asiento. A Shankara ledio pena el viejo brahmán. Él nuncahabía tenido que subirse a un autobús;siempre había contado con su chófer.

«Pertenece a una casta superior a lamía —pensó—, pero es pobre. ¿Quésignificado tiene entonces una casta? ¿Essólo un cuento para viejos como él? Site dijeras: “Las castas son una ficción”,¿se desvanecerían como si fueran humo?Si dijeras: “Soy libre”, ¿comprenderíasque siempre lo has sido?».

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Se había terminado su cuarto batido ytenía náuseas.

Al salir de la heladería, lo único quedeseaba era pasarse por Old CourtRoad. Sentarse junto a la estatua delJesús oscuro.

Miró alrededor para ver si le seguíala Policía. Obviamente, en un día comoaquél no podría acercase a la estatua.Sería un suicidio. Todos los caminosque llevaban al colegio estaríanvigilados.

Pensó en Daryl D’Souza. ¡Era a él aquien tenía que ir a ver! En doce años decolegio, el profesor Daryl D’Souza era

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el único que se había portado bien conShankara.

Lo había conocido en un mitinpolítico, el mitin del Día del OrgulloHoyka, que se celebró en la plazaNehru: el mayor acontecimiento políticode la historia de Kittur, dijo el diario aldía siguiente. Diez mil hoykas llenabanla plaza para exigir sus derechosintegrales como comunidad, así comouna compensación por los cincomilenios de injusticia que habíansufrido.

El primer orador habló de lacuestión de la lengua. Había quedeclarar como lengua oficial de laciudad el tulu, el idioma de la gente

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corriente, y no el canarés, que era elidioma brahmán.

Estalló una gran ovación.El profesor, aunque él mismo no era

hoyka, había sido invitado comosimpatizante y se hallaba sentado juntoal invitado de honor: el miembro delParlamento originario de Kittur, que eraun hoyka y, por lo tanto, el orgullo de sucomunidad. Había sido miembro delParlamento tres veces y había formadoparte asimismo del Consejo deMinistros de la India: un signo evidentede hasta dónde podía llegar lacomunidad entera.

Finalmente, tras muchos discursospreliminares, el miembro del

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Parlamento se puso en pie y empezó avociferar:

—Nosotros, hermanos y hermanashoyka, no podíamos entrar en el temploen los viejos tiempos, ¿lo sabíais? Elsacerdote se plantaba en la puerta ydecía: «¡Tú, casta baja!».

Hizo una pausa para que el insultoreverberase entre todos sus oyentes.

—«¡Casta baja! ¡Atrás!». Pero desdeque fui elegido para el Parlamento —por vosotros, por mi gente—, ¿seatreven los brahmanes a hablaros así?¿Se atreven a llamaros «casta baja»?¡Somos el noventa por ciento de estaciudad! ¡Nosotros somos Kittur! ¡Siellos nos golpean, nosotros

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devolveremos el golpe! ¡Si nosavergüenzan, nosotros…!

Más tarde, alguien reconoció aShankara y lo llevó a la tienda dondedescansaba el miembro del Parlamentodespués de su discurso. Lo presentaroncomo el hijo del cirujano plástico Kinni.El gran hombre, sentado en una silla ycon una bebida en la mano, dejóbruscamente el vaso, derramando partedel líquido.

Tomó a Shankara de la mano y leindicó que se sentara a su lado, en elsuelo.

—En vista de la posición de tufamilia y de tu elevado estatus social, túeres el futuro de la comunidad hoyka —

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dijo.Hizo una pausa y eructó.—Sí, señor.—¿Entiendes lo que te he dicho?

¿No? —preguntó el gran hombre.—Sí, señor.—El futuro es nuestro. Somos el

noventa por ciento de esta ciudad. Todaesa mierda brahmánica se ha acabado —dijo, con un gesto displicente.

—Sí, señor.—Si ellos te pegan, tú les pegas a

ellos. Si ellos…, si ellos…El gran hombre movió la mano en

círculo, como para completar aquellaafirmación trompicada.

Shankara tenía ganas de gritar de

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alegría. «¡Mierda brahmánica!». Sí, élmismo lo habría expresado exactamenteasí; y allí estaba aquel miembro delParlamento, un ministro del Gobierno deRajiv Gandhi, hablando como lo habríahecho él.

Un ayudante lo acompañó fuera de latienda.

—Señor Kinni —dijo, apretándoleel brazo—, si pudiese hacer un pequeñodonativo para costear el acto de estanoche. Sólo una pequeña cantidad…

Se vació los bolsillos. Cincuentarupias. Se las dio al ayudante, que lehizo una profunda reverencia y le repitióque él era el futuro de la comunidadhoyka.

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Shankara se quedó un ratoobservando. Cientos de hombres hacíancola frente al lugar donde distribuíancerveza y botellas de ron de cuarto delitro por haber asistido al mitin yvitoreado a los oradores. Meneó lacabeza con disgusto. No le gustaba laidea de formar parte del noventa porciento de su ciudad. Ahora le parecióque los brahmanes estaban indefensos:una antigua elite de Kittur que vivía conel temor constante de que les arrebataransus casas y su riqueza los hoykas, losbunts, los konkanis y todos los demás.La condición común y corriente queencarnaban los hoykas —cualquier cosaque hicieran constituía por definición el

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término medio— le inspirabarepugnancia.

A la mañana siguiente, leyó elperiódico y pensó que había sidodemasiado severo con los hoykas.Recordó al profesor que se hallaba en elescenario y el chófer le averiguó dóndevivía. Durante un rato, se paseó ante laentrada de la casa. Al fin, abrió lacancela, se acercó a la puerta principaly llamó.

Le abrió el profesor en persona.—Señor —le dijo Shankara—, soy

un hoyka. Usted es el único hombre de laciudad en el que confío. Quiero hablarcon usted.

—Sé quién eres —dijo el profesor

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D’Souza—. Pasa.El profesor y Shankara se

acomodaron en la sala de estar ymantuvieron una larga conversación.

—¿Quién es ese miembro delParlamento? ¿De qué casta es? —preguntó el profesor.

Aquella pregunta desconcertó aShankara.

—Es uno de los nuestros, señor. Unhoyka.

—No del todo —dijo el profesor—.Es un kollaba. ¿Habías oído estetérmino? No existe ningún hoyka,hablando propiamente, mi queridoamigo. La casta se subdivide en sietesubcastas. ¿Lo has entendido?

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¿Subcasta? Muy bien. El miembro delParlamento es un kollaba, la subcastamás elevada de las siete. Los kollabassiempre han sido millonarios. Ya en elsiglo XIX, los antropólogos británicos deKittur repararon en ello con interés. Loskollabas han explotado a las otras seiscastas hoykas durante años. Y ahora esehombre está recurriendo de nuevo a laidentidad hoyka para ser reelegido: paraacomodarse en un despacho de NuevaDelhi y recibir gruesos sobres llenos debilletes de los hombres de negocios quequieran instalar fábricas de ropa en elBunder.

¿Siete subcastas? ¿Los kollabas?Shankara nunca había oído nada de todo

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aquello y escuchaba boquiabierto.—Ése es el gran problema con

vosotros, los hindúes —dijo el profesor—. ¡Sois un misterio para vosotrosmismos!

Shankara se sintió avergonzado deser hindú. ¡Qué cosa tan repulsiva aquelsistema que habían concebido susancestros! Pero, al mismo tiempo, sentíairritación contra Daryl D’Souza. ¿Quiénera ese hombre para darle leccionessobre las castas? ¿Cómo se atrevían loscristianos a hacer algo así? Al fin y alcabo, ¿ellos no habían sido tambiénhindúes en un momento dado? ¿Nodeberían haber derrotado a losbrahmanes desde dentro, sin abandonar

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su condición de hindúes, en lugar detomar el camino fácil y convertirse?

Acalló su irritación con una sonrisa.—¿Y qué hacemos con el sistema de

castas, señor? ¿Cómo podemoslibrarnos de él?

—Una solución es lo que han hecholos naxalitas, o sea, hacer saltar por losaires a las castas más elevadas —dijo elprofesor.

Tenía la curiosa costumbre, máspropia de mujeres, de mojar las grandesgalletas redondas en la leche y deapresurarse a comérselas antes de quequedaran demasiado empapadas.

—Han hecho volar por los aires elsistema entero. Así se puede empezar

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otra vez de cero.—¿De cero? —Aquella expresión

foránea le comunicó a Shankara unaexcitación especial—. Yo también creoque deberíamos empezar de cero, señor.Creo que deberíamos destruir el sistemade castas y empezar de cero.

—Mi querido muchacho, tú eres unnihilista —dijo el profesor con unasonrisa de aprobación. Y le dio unrápido mordisco a su galleta empapada.

No habían vuelto a verse; elprofesor había estado de viaje yShankara era demasiado vergonzosopara atreverse a molestarlo por segundavez. Pero no había olvidado laconversación. Ahora, vagando por la

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ciudad medio aturdido, con el azúcar detodos los batidos atormentándole en elestómago, pensó: «Es el único hombrecapaz de comprender lo que he hecho.Se lo confesaré todo a él».

La casa del profesor estaba abarrotadade alumnos. Con un magnetofón, unperiodista del Dawn Herald le hacíapreguntas sobre terrorismo. Shankara,que había llegado en un autorickshaw,esperó con los estudiantes y lo observótodo.

—Se trata de un acto de absolutonihilismo por parte de algún alumno —estaba diciendo el profesor, con los ojos

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fijos en el magnetofón—. Deberíanatraparlo y encerrarlo en la prisión.

—Señor, ¿qué nos dice esteepisodio sobre la India?

—Es un ejemplo del nihilismo denuestros jóvenes —dijo el profesor D’Souza—. Están totalmente perdidos ydesorientados. Han… —una pausa—perdido los valores morales de nuestranación. Nuestras tradiciones estáncayendo en el olvido.

Shankara sintió que se ahogaba derabia. Salió furioso.

Tomó un autorickshaw hasta la casade Shabbir Ali y llamó al timbre. Leabrió un hombre barbudo con un kurtatípico del norte de la India. Tenía el

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cuello entreabierto y le asomaba lapelambrera del pecho. A Shankara lecostó unos instantes comprender quedebía de ser el padre de Shabbir Ali, alque no había visto nunca.

—Tiene prohibido hablar concualquiera de sus amigos —dijo—.Vosotros habéis corrompido a mi hijo.—Y sin más, le cerró la puerta en lasnarices.

Así que al gran Shabbir Ali, al tipoque «hablaba» con las mujeres y jugabacon condones, lo tenían encerrado a caly canto en su casa. Su propio padre. Leentraron ganas de reírse.

Ya estaba cansado de desplazarse enautorickshaw; llamó desde un teléfono

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público para que fuesen a recogerlo.De nuevo en casa, cerró con llave la

puerta de su habitación y se tiró en lacama. Tomó el teléfono y colgó; contóhasta cinco y descolgó otra vez. Al final,funcionó. En Kittur bastaba con eso paraentrometerse en la intimidad de otrapersona.

Había un cruce y estaba escuchandootra llamada.

Primero se oyó una crepitación yluego las voces. Un hombre y una mujer—seguramente, el marido y la esposa—charlaban en una lengua que no entendía.Quizá malabar, pensó; debían de sermusulmanes. Se preguntaba de quéestarían hablando. ¿Se lamentaba él de

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su salud? ¿Le pedía ella más dinero parala casa? ¿Y por qué hablaban porteléfono? ¿Vivía el hombre fuera deKittur tal vez? Fuese cual fuese susituación, dijeran lo que dijeran enaquella lengua extraña, percibía laintimidad de su conversación. Estaríabien tener una esposa o una novia,pensó. No estar solo todo el tiempo. Oun amigo de verdad. Ya sólo eso lehabría impedido poner la bomba y lehabría evitado todos aquellosproblemas.

El tono del hombre cambió derepente. Empezó a susurrar.

—Me parece que alguien nos estáespiando —dijo, o eso imaginó

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Shankara.—Sí, tienes razón. Algún pervertido

—respondió la mujer, o así se loimaginó Shankara.

Y entonces colgaron.«Llevo en la sangre lo peor de las

dos castas —pensó, tendido en la camay todavía con el teléfono en la oreja—.Tengo toda la ansiedad y el temor de unbrahmán, y también la tendencia a actuarsin pensar de un hoyka. Lo peor deambos se ha fusionado en mí, y hancreado esta personalidad monstruosa».

Se estaba volviendo loco. Sí, notenía la menor duda. Sentía el impulsode salir otra vez de casa. Le preocupabaque el chófer percibiera su inquietud.

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Salió por la puerta trasera y se alejóa hurtadillas sin que el hombre pudieraverlo.

«Pero seguramente no sospecha demí —pensó—. Debe de tomarme por unmocoso rico e inútil, como ShabbirAli».

Todos aquellos chicos ricos, se dijocon amargura, empleaban una especie decódigo peculiar. Hablaban de las cosas,pero no las hacían. Tenían condones encasa, pero no los usaban; manipulabandetonadores, pero no los hacíanexplotar. Bla, bla, bla. Así era su vida.Como la sal del helado de vainilla.Habían dejado el helado cubierto de saly bien a la vista, ¡pero no para que nadie

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lo lamiera! ¡Era sólo una broma! Todaaquella cháchara sobre bombas era sólopor hablar. Si conocías el código,comprendías que se trataba únicamentede palabras. Sólo él se las había tomadoen serio; había creído que se follaban alas mujeres y que hacían estallarbombas. Y no conocía el código porqueno acababa de ser uno ellos: ni de losbrahmanes ni de los hoykas; ni siquierade aquella pandilla de mocososconsentidos.

Él pertenecía a una casta secreta, lade los brahmo-hoykas: una casta de laque no había encontrado hasta ahora másque un representante, él mismo, y que losituaba al margen de todas las demás

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castas de la humanidad.

Tomó otro autorickshaw hasta lasinmediaciones del colegio y,asegurándose de que nadie lo vigilaba,subió por Old Court Road con la cabezagacha y las manos en los bolsillos.

Se coló entre los árboles, se acercóa la estatua de Jesús y se sentó en elsuelo. El olor a fertilizante era todavíamuy fuerte. Cerrando los ojos, procurócalmarse. Pero lo que hizo, por elcontrario, fue empezar a pensar en elsuicidio que se había producido en esacalle muchos años atrás. Se lo habíaoído contar a Shabbir Ali. Habían

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encontrado a un hombre colgado de unode los árboles, tal vez allí mismo. A suspies, había un maletín abierto. LaPolicía encontró dentro tres monedas deoro y una nota: «En un mundo sin amor,el suicidio es la única transformaciónposible». También había una cartadirigida a una mujer de Bombay.

Shankara abrió los ojos. Era como siviese a aquel hombre de Bombaycolgado justo delante, con sus piesbalanceándose ante el oscuro Jesús debronce.

¿Sería ése su destino?, se preguntó.¿Acabaría condenado y colgado?

Volvió a recordar los hechos.Después de la conversación en casa de

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Shabbir Ali, había bajado al Bunder yhabía preguntado por Mustafa, diciendoque vendía fertilizantes. Le habíanindicado que fuese al mercado. Encontróuna larga fila de verduleros, preguntópor Mustafa y le dijeron: «Arriba».Subió las escaleras y se encontró en unespacio negro como una boca de lobodonde un millar de hombres parecíantoser a la vez. También él se puso atoser. Cuando sus ojos se habituaron a laoscuridad, comprendió que estaba en elmercado de pimienta. Había gigantescossacos de arpillera apilados contra lasparedes mugrientas y los mozos,tosiendo sin parar, los arrastraban de unlado para otro. Al fondo, se disipaban

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las tinieblas y se accedía a un patiodescubierto.

—¿Dónde está Mustafa? —preguntóuna vez más.

Un hombre tumbado en una carretillade verduras pasadas le indicó una puertaabierta.

Entró y vio a tres hombres jugando alas cartas en una mesa.

—Mustafa no está —dijo uno deellos, con los ojos entornados—. ¿Quéquieres?

—Una bolsa de fertilizante.—¿Para qué?—Estoy plantando lentejas —dijo.El hombre se echó a reír.—¿De qué clase?

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—Habichuelas. Alubias. Frijolesverdes.

Riéndose otra vez y dejando lascartas, el hombre entró en un cuarto,arrastró un saco enorme y se lo pusodelante.

—¿Qué más necesitas para cultivartus habichuelas?

—Un detonador —dijo Shankara.Los hombres de la mesa dejaron las

cartas en el acto.En una habitación más resguardada

del edificio le vendieron un detonador.Le explicaron cómo debía girar el botóny programar el temporizador. Costabamás de lo que llevaba encima en aquelmomento, así que a la semana siguiente

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regresó con el dinero, se llevó el saco yel detonador en un autorickshaw y sebajó al pie de Old Court Road. Lo habíadejado todo escondido junto a la estatuade Jesús.

Un domingo, se dio una vuelta por elcolegio. Había sido como en Papillon,una de sus películas favoritas: como enla escena en que el protagonista planeacómo escapar de la prisión; igual deemocionante. Era como si viera laescuela por primera vez, con los ojosatentos de un fugitivo. Por fin, aquellunes funesto, llevó el saco defertilizante al colegio, le adosó eldetonador, lo programó para que seactivara al cabo de una hora y lo dejó

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debajo de la última fila, donde sabía queno se sentaba nadie.

Luego esperó, contando uno a unolos minutos, como el protagonista dePapillon.

A medianoche, empezó a sonar elteléfono.

Era Shabbir Ali.—¡Lasrado quieres vernos a todos

en su despacho, tío! ¡Mañana a primerahora!

Tenían que presentarse en sudespacho los cinco. La Policía estaríapresente.

—Tendrá un detector de mentiras —

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dijo Shabbir. Tras una pausa, gritó—:¡Ya sé que has sido tú! ¿Por qué noconfiesas? ¿Por qué no lo confiesas deuna vez?

A Shankara se le heló la sangre enlas venas.

—¡Que te jodan! —le replicógritando y colgó de un porrazo.

Pero luego pensó: «Dios mío, o sea,que Shabbir lo ha sabido todo eltiempo». ¡Claro! Todos lo sabían. Todala pandilla de chicos malos debía desaberlo. Y ahora lo habrían contado yapor toda la ciudad. «Tengo que confesarahora mismo. Será lo mejor», se dijo.Quizá la Policía le concedería ciertoseximentes por haberse entregado. Marcó

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el 100: el número de la Policía, creía.—Quiero hablar con el inspector

general, por favor.—¿Ajá?Sonó una interjección, como si no le

entendieran.Pensando que obtendría mejores

resultados, habló en inglés:—Quiero confesar. Yo puse la

bomba.—¿Ajá?—La bomba. He sido yo.—¿Ajá?Otra pausa. Transfirieron la llamada.Repitió las mismas palabras a otra

persona.Una pausa, de nuevo.

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—¿Cómo, cómo, cómo?Colgó, exasperado. ¡Maldita Policía

india! Ni siquiera sabían atender unallamada. ¿Cómo demonios iban aatraparlo?

Sonó el teléfono otra vez; era Irfan,le llamaba en nombre propio y en el desu hermano gemelo.

—Shabbir acaba de llamar. Diceque hemos sido nosotros, tío. Pero yo nolo he hecho. Y Rizvan tampoco.¡Shabbir miente!

Entonces lo comprendió: Shabbir loshabía llamado a todos, uno a uno, y loshabía acusado con la esperanza deobtener una confesión. Sentía alivio eindignación a la vez. ¡Por poco no lo

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había acorralado! Ahora le preocupabaque la Policía rastreara su llamada al100 y localizara su número. Necesitabaun plan. Sí, ya lo tenía; si lointerrogaban, diría que había llamadopara informar de que Shabbir Ali era elautor del delito. «Shabbir es musulmán—diría—. Quería hacerlo para castigara la India por lo sucedido enCachemira».

A la mañana siguiente, sepresentaron en el despacho del director.El padre Almeida y Lasrado, sentadostras el escritorio, miraban fijamente alos cinco sospechosos.

—Tengo pruebas cieptíficas —dijoLasrado—. Han quedado huellas

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dactilares en el fragmento de la bombaque no llegó a exflotar. —Comopercibió la incredulidad de losacusados, añadió—: También hansupsistido huellas dactilares en lashogazas de pan de la tumba del Faraón.Son indestructibles. Daremos con el hijode futa que ha hecho esto, podéis estarseguros.

Señaló con un dedo.—Y tú, Pinto, un chico cristiano,

¡qué vergüenza!—¡Yo no he sido, señor! —dijo el

chico.Shankara se preguntaba si también

tenía que proclamar su inocencia conaspavientos para permanecer a salvo.

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Lasrado les dirigió una miradapenetrante, aguardando a que el culpablese entregara. Pasaron los minutos.Shankara comprendió al fin. «No tienehuellas dactilares; ni detector dementiras. Está desesperado. Ha sufridouna humillación, se ha convertido en elhazmerreír de todo el colegio y quierevenganza».

—¡Hijos de futa! —gritó. Y añadió,con voz temblorosa—: ¿Os fitorreáis demí? ¿Os fitorreáis porque tengo undefecto de fronunciación?

Los chicos a duras penas podíancontenerse. Shankara advirtió queincluso el director había bajado lacabeza y miraba fijamente al suelo para

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reprimir la risa. Lasrado se daba cuenta;se le notaba en la cara. «Este hombre —pensó Shankara— ha soportado burlastoda su vida por ese defecto en el habla.Por eso se ha portado siempre como uncerdo. Y la explosión ha destruidodefinitivamente el trabajo de toda suvida. Ya nunca será capaz de contemplarsu trayectoria con ese orgullo, por falsoque sea, que exhiben los demásprofesores; nunca podrá decir en sufiesta de despedida: “Mis alumnos mequerían pese a mi severidad”. No, nopodría decirlo porque siempre habríaalguien cuchicheando a su espalda: “¡Sí,sí, te querían tanto que te pusieron unabomba en tu propia clase!”. Ojalá

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hubiera dejado en paz a este hombre.Ojalá no lo hubiera humillado, como noshan humillado tantos a mí y a mi madre».

—He sido yo, señor.Todos se volvieron hacia él.—He sido yo —dijo—. Deje

tranquilos a los demás y castígueme.Lasrado dio un puñetazo en el

escritorio.—¿Es una broma, hijo de futa?—No, señor.—¡Por sufuesto que es una broma!

—gritó—. ¡Te estás burlando de mí!¡Burlándote en público!

—No, señor…—¡Cierra el pico! —dijo Lasrado

—. ¡Cierra el pico!

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Señaló a todos, enloquecido.—¡Hijos de futa! ¡Hijos de futa!

¡Fuera de aquí!Shankara salió con los cuatro

inocentes. Se daba cuenta de que nohabían creído su confesión: tambiénpensaban que se había burlado delprofesor en sus propias narices.

—Esta vez te has pasado de la raya—le dijo Shabbir Ali—. Realmente nosientes respeto por nada, tío.

Shankara aguardó en la calle,fumando. Esperaba a Lasrado. Cuandose abrió la puerta del personal docente ylo vio salir, tiró el cigarrillo al suelo ylo apagó con la suela del zapato.Observó a su profesor de Química.

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Habría deseado que hubiese algún modode acercase a él y de pedirle perdón.

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Segundo día (noche):La colina del Faro(el pie de la colina)

Se halla usted en una calle flanqueadade viejos banianos. El aire estáimpregnado del olor a margosas; unáguila se desliza en lo alto. Old CourtRoad: una calle larga y desolada, confama de ser frecuentada por proxenetas yprostitutas, que desciende desde la cimade la colina hasta el colegio SanAlfonso de enseñanza secundaria ypreuniversitaria.

Junto a la escuela encontrará unamezquita enjalbegada que se remonta a

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los tiempos del sultán Tipu. Según unaleyenda local, aquí fueron torturadosunos cristianos del barrio de Valencia,porque se sospechaba que eransimpatizantes de los británicos. Lamezquita es objeto de un conflicto legalentre las autoridades del colegio y unaorganización islámica; ambas reclamanla propiedad de las tierras en las que sehalla enclavada. A los alumnosmusulmanes del colegio se les permiteabandonar las clases todos los viernesdurante una hora para que puedan oraren esta mezquita, siempre que traiganuna nota firmada por sus padres o, siéstos trabajan en el Golfo, por un tutorvarón.

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Enfrente de la mezquita hay unaparada de donde salen autobusesdirectos a Salt Market Village. En laacera hay al menos cuatro puestoscallejeros que venden zumo de caña deazúcar, bhelpuri al estilo de Bombay ycharmuri a los pasajeros que esperan enla parada.

Una ráfaga de timbres de alarma sedisparó a las nueve menos diez,anunciando que aquélla no era unamañana ordinaria. Era una Mañana deMártires, el trigésimo séptimoaniversario del día en que MahatmaGandhi había sacrificado su vida para

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que pudiese vivir la India.A miles de kilómetros, en el corazón

del país, en la fría Nueva Delhi, elpresidente estaba a punto de inclinar lacabeza ante la antorcha sagrada.Reverberando por el enorme edificiogótico de la escuela San Alfonso —através de sus treinta y seis aulas detecho abovedado, de sus dos bañosexteriores, de su laboratorio de Químicay Biología y del refectorio dondealgunos sacerdotes estaban terminandode desayunar—, los timbres de alarmaanunciaban que ya había llegado la horade que la escuela hiciera otro tanto.

En la sala de profesores, el señor D’Mello, el subdirector, dobló el

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periódico ruidosamente, como unpelícano plegando sus alas. Trasarrojarlo sobre la mesa de madera desándalo, forcejeó con su oronda panzapara ponerse de pie. Fue el último enabandonar la sala.

Seiscientos veintitrés chicossalieron de las aulas a borbotones y,fundiéndose en una larga fila, sedirigieron al patio principal. Al cabo dediez minutos, habían formado un dibujogeométrico: una ceñida cuadrículaalrededor del mástil que había en elcentro del patio.

Junto al mástil, se levantaba unavieja plataforma de madera. Y al ladode la plataforma, se hallaba el señor

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D’Mello, que se llenó los pulmones deaire matinal y gritó: «¡Firmes!».

Los alumnos se irguieron todos almismo tiempo. ¡Bruuum! Todos losmurmullos se acallaron en el acto.Ahora ya reinaba el ambiente adecuadopara iniciar la sombría ceremonia.

El invitado de honor se habíaquedado dormido. La bandera nacionaltricolor colgaba en lo alto del mástil,flácida y medio arrugada, indiferente atodas luces a los actos organizados en suhonor. Álvarez, el viejo fámulo delcolegio, tiró de un cordón azul parasacar de su sopor a aquel recalcitrantetrozo de tela y conferirle una tensiónmás respetable.

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El señor D’Mello suspiró y la dejópor imposible. Infló otra vez lospulmones: «¡Saluden!».

La plataforma de madera empezó acrujir ruidosamente: el padre Mendonza,director del colegio, estaba subiendo lospeldaños. Cuando el señor D’Mello lehizo una señal, se aclaró la garganta anteun micrófono retumbante y se embarcóen un largo discurso sobre las glorias delos jóvenes muertos por el bien de supaís.

Un par de altavoces negrosamplificaban su voz nerviosa por todo elpatio. Los chicos escuchabanembelesados a su director. El jesuita lesdecía que la sangre de Bhagat Singh y de

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Indira Gandhi había fertilizado la tierraque pisaban, y ellos rebosaban deorgullo.

El señor D’Mello guiñaba los ojoscon fuerza, pero no perdía de vista aaquellos pequeños patriotas. Sabía quetoda esa farsa concluiría de un momentoa otro. Después de treinta y tres años enuna escuela sólo para chicos, no lequedaba por descubrir ningún secreto dela naturaleza humana.

El director avanzó pesadamentehacia el momento crucial de su discurso.

—Es una vieja costumbre, claroestá, que el Día de los Mártires elGobierno entregue a cada colegio delestado entradas para la Jornada de Cine

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Gratuito del domingo siguiente —dijo.Fue como si una corriente eléctrica

hubiera sacudido todo el patio. Loschicos aguardaron conteniendo elaliento.

—Pero este año —la voz deldirector tembló— lamento anunciar queno habrá Jornada de Cine Gratuito.

Durante un momento no se oyóningún sonido. Luego el patio enterodejó escapar un enorme y dolientegruñido de incredulidad.

—El Gobierno ha cometido unterrible error —dijo el director, tratandode explicarse—. Un error terrible,terrible… Os ha pedido que vayáis auna Casa de Pecado…

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D’Mello se preguntó de quédemonios hablaba el director. Ya erahora de poner punto final al discurso yde enviar a los mocosos de vuelta aclase.

—Ni siquiera soy capaz deencontrar las palabras para decíroslo…,ha sido una confusión terrible. Losiento…, yo…

El señor D’Mello estaba buscandocon la vista a Girish cuando unmovimiento al fondo del patio captó suatención. Ya empezaban los problemas.Entorpecido por su enorme barriga,descendió trabajosamente del pódium,pero luego se deslizó con sorprendenteagilidad entre las filas y se dirigió a la

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zona conflictiva. Los alumnos se volvíande puntillas para mirarlo mientras seabría paso hacia el fondo. La manoderecha le temblaba.

Un perro marrón había trepadodesde el campo de juegos que quedabapor debajo del patio y correteaba pordetrás de la última fila. Algunosalborotadores trataban de atraerlosilbando por lo bajini y chasqueando lalengua.

—¡Basta!El señor D’Mello, que ya estaba

jadeando, dio una patada en el suelohacia el animal. Éste, un perroconsentido, se tomó aquel gesto comouna zalamería más. El orondo profesor

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embistió hacia él y lo hizo retroceder,pero cuando se detuvo para tomaraliento, el perro dio la vuelta y corrió asu encuentro.

Los chicos se reían abiertamente.Una oleada de confusión se propagó porel patio. A través de los altavoces, lavoz del director parecía tambalearse ytenía un matiz desesperado.

—… vosotros no tenéis derecho ainsubordinaros… La Jornada de CineGratuito es un privilegio, no underecho…

—¡Una pedrada! ¡Una pedrada! —legritó alguien a D’Mello.

En un acceso de pánico, el profesorobedeció. ¡Paf! La piedra le dio en el

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vientre y el animal, con un gañido dedolor (D’Mello creyó ver un brilloresentido en sus ojos), abandonó el patiode un salto y bajó al campo de juegos.

Una sensación de náuseas le atenazólas entrañas. El pobre bicho habíaquedado malherido. Al darse la vuelta,vio un mar de caras sonrientes. Uno deellos lo había incitado a apedrearlo. Serevolvió, agarró a un chico al azar —vacilando sólo una fracción de segundopara asegurarse de que no era Girish—y le dio dos bofetadas con saña.

Cuando D’Mello entró en la sala deprofesores, encontró a todos sus colegas

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reunidos alrededor de la mesa demadera de sándalo. Los hombres ibantodos iguales, con camisas de mangacorta de colores claros y pantalonesmarrones o azules acampanados; lascontadas mujeres llevaban saris de coloramarillo o melocotón de una mezcla depoliéster y algodón.

El señor Rogers, el profesor deBiología y Geología, estaba leyendo envoz alta el programa de la Jornada deCine Gratuito en un periódico publicadoen canarés.

Primera película: Salvad altigre.

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Segunda película: Laimportancia del ejercicio físico.

Cortometraje: Las ventajasde los deportes nativos.

(con especial atención alkabbadi y al kho-kho).

Después de esta lista inofensivavenía el bombazo:

Dónde enviar a su hijo o a suhija durante

la Jornada de Cine Gratuito(1985):

1. Escuela secundariamasculina Santa Milagres.

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Apellidos de la A a la N,cine White Stallion;

de la O a la Z, cine Belmore.

2. Escuela secundariamasculina San Alfonso.

Apellidos de la A a la N,cine Belmore;

de la O a la Z, cine Angel.

—¡La mitad del colegio! —Al señorRogers la voz le silbaba de puraexcitación—. ¡La mitad de nuestrocolegio al cine Angel!

El señor Gopalkrishna Bhatt, unjoven que había salido hacía sólo un añode la Universidad de Magisterio de

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Belgaum, solía asumir el papel de coroen aquellas ocasiones. Ahora alzó losbrazos con aire fatalista.

—¡Menuda confusión! ¡Mira queenviar ahí a nuestros críos!

El señor Pundit, el profesor deCanarés más veterano, se mofó de laingenuidad de sus colegas. Era unhombre de pelo plateado y opinionessorprendentes.

—¡No es ninguna confusión! ¡Lo hanhecho a propósito! El cine Angel hasobornado a esos malditos políticos deBangalore para que manden a nuestroschicos a una Casa de Pecado.

Ahora los profesores se habíandividido entre aquellos que creían que

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era una confusión y los que pensabanque se trataba de un truco deliberadopara corromper a la juventud.

—¿Usted que cree, señor D’Mello?—dijo el joven señor Bhatt.

En lugar de responder, D’Melloarrastró una silla de mimbre desde lamesa hasta la ventana abierta que habíaal fondo de la sala. Hacía una mañanasoleada y tenía ante él el cielo azul, lascolinas ondulantes y una vista del marde Arabia.

El cielo estaba deslumbrante, lo queinvitaba a la meditación. Unas pocasnubes perfectamente formadas, comodeseos perfilados y concedidos, flotabanpor el azul. El arco del cielo adquiría un

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tono más intenso a medida que seextendía hacia el horizonte para unirseal límpido trazo del mar de Arabia. Elseñor D’Mello abrió su mente agitada ala belleza de la mañana.

—Menuda confusión, ¿no?Gopalkrishna Bhatt se sentó en el

alféizar de la ventana, tapándole lavista. Balanceando las piernasalegremente, el joven le dirigió unaradiante y desdentada sonrisa a sucolega.

—La única confusión, señor Bhatt—repuso el subdirector—, fue la del 15de agosto de 1947, cuando creímos queeste país podía ser gobernado por unademocracia del pueblo y no por una

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dictadura militar.El joven profesor asintió.—Sí, cuánta razón tiene. ¿Y qué me

dice del Periodo de Emergencia?¿Acaso no estuvo bien?

—Desperdiciamos la oportunidad—dijo el señor D’Mello—. Y ahora hanmatado a tiros al único político quehemos tenido que sabía darle al país lamedicina que necesita.

Cerró los ojos y se concentró en laimagen de una playa vacía, tratando deevadirse de la presencia de su colega.

—El nombre de su alumno preferido—dijo el señor Bhatt— sale estamañana en el periódico. En la páginacuatro, casi arriba de todo. Debe

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sentirse orgulloso.Antes de que pudiera detenerlo, el

joven profesor había empezado a leer:

El club Rotary anuncia losnombres de los ganadores

de su Cuarto Concurso AnualInterescolar

de Dicción Inglesa.

Tema: La ciencia, ¿una granayuda

o una maldición para la razahumana?

Primer premio: Harish Pai,escuela secundaria Santa

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Milagres.(La ciencia como gran ayuda

para la humanidad).

Segundo Premio: Girish Rai,escuela secundaria San

Alfonso.(La ciencia como maldición).

El subdirector le arrancó de lasmanos el periódico a su joven colega.

—Señor Bhatt —gruñó—, lo hedicho públicamente a menudo: no tengofavoritos entre mis alumnos.

Volvió a cerrar los ojos, pero su pazse había disipado.

«Segundo premio…». Esas palabras

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le escocían una vez más. Se habíapasado la noche antes del concursotrabajando con Girish: el contenido deldiscurso, el modo de pronunciarlo, laposición ante el micrófono…, ¡todo! ¿Ysólo un segundo premio? Los ojos se lellenaron de lágrimas. El chicoúltimamente se estaba acostumbrando aperder.

En la sala se produjo ahora ciertaconmoción y, sin abrir los ojos, D’Mello supo que había llegado eldirector y que todos los profesores seapresuraban a rodearlo con adulación.Él permaneció sentado, aunque noignoraba que su tranquilidad no iba adurar mucho.

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—Señor D’Mello —oyó que decía,con voz nerviosa—. Es una terribleconfusión… La mitad de los chicos nopodrán ver una película gratis este año.

El profesor apretó los dientes; doblóel periódico brutalmente y se tomó sutiempo para ponerse de pie y darse lavuelta. El padre Mendonza esperabajunto a la mesa, secándose la frente. Eraun hombre alto y calvo, con mechonesde pelo aceitoso peinados sobre su testadesnuda. Sus grandes ojos miraban através de unos gruesos cristales y teníasu enorme frente perlada de sudor, comouna hoja cubierta de rocío después de unchaparrón.

—¿Puedo hacer una sugerencia,

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padre?La mano del director se detuvo con

el pañuelo a la altura de las cejas.—Si no llevamos a los chicos al

cine Angel, lo verán como un signo dedebilidad. Sólo conseguiremos tenermás problemas con ellos.

El director se mordió los labios.—Pero… los peligros…, uno oye

hablar de unos carteles horribles…, decosas malignas que ni siquiera puedendecirse en voz alta…

—Yo me ocuparé de todo —dijo els e ñ o r D’Mello gravemente—.Mantendré la disciplina, le doy mipalabra.

El jesuita asintió, esperanzado.

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Cuando ya salía de la sala deprofesores, se volvió haciaGopalkrishna Bhatt y, con una voz quedenotaba una gratitud inequívoca, ledijo:

—Usted también debería acompañaral subdirector cuando lleve a los chicosal cine Angel…

Las palabras del padre Mendonzareverberaban todavía en su mentemientras se dirigía a su clase de las 11,la primera que daba por la mañana.«Subdirector». Sabía muy bien que él nohabía sido la primera elección deljesuita. Aquel insulto aún le escocía

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después de tanto tiempo. El puesto lecorrespondía con todo derecho porantigüedad. Durante treinta años habíaenseñado hindi y aritmética y habíamantenido el orden en el colegio SanAlfonso. Pero el padre Mendonza, queacababa de llegar de Bangalore con supeinado aceitoso y seis baúles de ideas«modernas», manifestó sus preferenciaspor alguien de aspecto más «elegante». D’Mello tenía ojos y también un espejoen casa. Entendía el significado delcomentario.

Él era un hombre obeso que entrabaya en la última fase de la media edad;respiraba jadeando y le salía un matojode pelos por los orificios de la nariz. La

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parte principal de su cuerpo era suenorme barriga: una masa de carne queencerraba en sí la amenaza de unadocena de paros cardíacos. Paracaminar, arqueaba la zona lumbar,ladeaba la cabeza y fruncía la frente y lanariz en lo que parecía una mueca deasco.

—¡Ogro! —coreaban los chicos a supaso—. ¡Ogro! ¡Ogro!

A mediodía, comía junto a suventana favorita de la sala de profesoresun plato de pescado rojo al curry quetraía en una fiambrera de aceroinoxidable. El olor del currydesagradaba a sus colegas, así quecomía solo. Al terminar, llevaba

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lentamente la fiambrera al grifo públicoque había fuera. Los chicos interrumpíansus juegos. Como le era imposibleinclinarse (por su panza, claro), teníaque llenar de agua la fiambrera yllevársela a los labios. Haciendogargarismos ruidosamente, escupía untorrente azafranado varias veces. Loschicos gritaban cada vez de placer.Cuando regresaba a la sala deprofesores, se apiñaban todos alrededordel grifo: las pequeñas espinas delpescado yacían en la base, como sifueran los primeros depósitos de unarrecife de coral naciente. El asombro yel asco se mezclaba en sus voces, yentonces se ponían a corear todos al

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mismo tiempo, cada vez con más fuerza:«¡Ogro, ogro, ogro!».

«El principal inconveniente deescoger al señor D’Mello comosubdirector es que tiene una excesivainclinación a los métodos violentos másanticuados», le escribió el entoncesjoven director al Consejo Jesuita. Elseñor D’Mello usaba la vara demasiadoa menudo y con excesiva violencia. Aveces, incluso mientras escribía en lapizarra, tomaba el borrador con la manoizquierda, se daba media vuelta y lolanzaba por los aires hasta la última fila.Enseguida se oían gritos y el banco sevolcaba bajo el peso de los chicos, quese habían tirado al suelo para ponerse a

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cubierto.Había hecho cosas peores. El padre

Mendonza relató con detalle en suinforme una chocante historia que habíallegado a sus oídos. Una vez, muchosaños atrás, un niño pequeño estabahablando en la primera fila, justodelante de D’Mello. Él no dijo nada.Permaneció inmóvil en su asiento,dejando que la cólera se fueracaldeando en su interior.Repentinamente, según decían, sufrió unmomento de ofuscación. Arrancó alchico de la silla, lo levantó por los airesy, llevándolo al fondo de la clase, loencerró en un armario. El niño se pasóel resto de la clase dando puñetazos a

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las paredes. «¡No puedo respirar!»,gritaba. Los golpes se volvieron más ymás violentos; luego, poco a poco, cadavez más débiles. Cuando abrieron elarmario, unos diez minutos después,salía del interior un fuerte olor a orina yel chico, hecho un guiñapo, yacíadesmayado.

Estaba además el pequeño detalle desu pasado. El señor D’Mello habíapasado en el Seminario de Valencia seisaños, estudiando para sacerdote, pero loabandonó repentinamente, enfrentado asus superiores. Según decían losrumores, se había atrevido a desafiar eldogma católico, declarando que lapolítica del Vaticano sobre

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planificación familiar era ilógica en unpaís como la India. Así pues, lo dejótodo y tiró por la borda seis años de suvida. Otros rumores insinuaban que eraun librepensador y que no iba a misa conregularidad.

Pasaron las semanas. El ConsejoJesuita le escribió al padre Mendonzapara preguntarle si había tomado ya unadecisión. El joven director confesó queaún no había tenido tiempo. Cada díadescubría que su deber más acucianteera imponer disciplina a una larga seriede alumnos recalcitrantes. Las mismascaras surgían una mañana tras otra.Hablando en clase. Estropeando lasinstalaciones del colegio. Atosigando a

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los chicos más estudiosos.Un día, una extranjera, una mujer

cristiana de Gran Bretaña, que era unagenerosa benefactora de muchasorganizaciones humanitarias de la India,hizo una visita a la escuela. Aquellamañana el padre Mendonza untó deaceite los mechones que le quedabancon especial cuidado. Le pidió al señorPundit que le ayudara a guiar a la damabritánica por el colegio. El profesor deCanarés le habló a la extranjera con todacortesía de la gloriosa historia de SanAlfonso, de sus discípulos máseminentes, de su importante papel en lacivilización de aquella región de laIndia, en tiempos una tierra salvaje

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infestada de elefantes. El padreMendonza empezó a tener la sensaciónde que el señor Pundit era el tipo másinteligente que iba a encontrar en aquelrincón del mundo. Y entonces,súbitamente, la extranjera empezó a dargritos y a hacer aspavientos de horror.Julian D’Essa, el vástago de los dueñosde la plantación de café, se hallaba depie en el último banco de una clasemostrando sus partes pudendas, mientrassus compañeros se mondaban de risa. Elseñor Pundit corrió hacia el muyinsensato. Pero el daño ya estaba hecho.La benefactora británica se apartó deljesuita y retrocedió mirándolo con ojoshorrorizados. ¡Como si él fuese un

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exhibicionista!Esa noche, un veterano miembro del

consejo llamó al padre Mendonza desdeBangalore para consolarlo. ¿No habíaacabado vislumbrando la verdad eljoven «reformista»? Las modernas ideaseducativas estaban muy bien enBangalore. Ahora, ¿en un parajeatrasado como Kittur, a kilómetros ykilómetros de la civilización…?

—Para dirigir un colegio conseiscientos pequeños salvajes —le dijoel miembro del consejo al jovendirector, que aún gimoteaba— te hacefalta un ogro de vez en cuando.

Dos meses después de su llegada aSan Alfonso, el padre Mendonza citó

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una mañana al señor D’Mello en sudespacho. Le dijo que no tenía másremedio que pedirle que prestara susservicios como subdirector. Paramanejar una escuela semejante, declaróel jesuita, necesitaba un hombre comoél.

«Detente un momento y recobra elaliento», se dijo D’Mello. Estaba apunto de entrar en clase. A punto dedeclarar la guerra. El plan habíafuncionado bien hasta ahora; habíaentrado por la puerta trasera: un ataquepor sorpresa. Suponía que la noticia deque Mendonza había cambiado de

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opinión sobre el cine Angel ya deberíaser de dominio público. Los chicos,naturalmente, la habrían interpretadocomo una muestra de cobardía por partede las autoridades del colegio. Elpeligro era máximo ahora, pero tambiéncontaba con una oportunidad única paradarles una buena lección.

La clase se hallaba en silencio.Demasiado.

D’Mello entró de puntillas. Laúltima fila, donde se agrupaban loschicos más altos y desarrollados, erauna piña silenciosa en torno a unarevista. D’Mello se irguió junto a ellos.La revista era la habitual en estos casos.

—Julian —dijo en voz baja.

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Todos se volvieron de golpe y larevista cayó al suelo. Julian se puso depie con una sonrisa. Era el más alto, elmás desarrollado de todos los chicoscon desarrollo precoz. Un triánguloinvertido de vello asomaba ya por sucamisa entreabierta y, cuando searremangaba y alardeaba demusculatura, D’Mello veía que se lehinchaba un grueso y pálido bíceps.Siendo como era el hijo de una dinastíade plantadores de café, Julian D’Essa nopodía ser expulsado del colegio. Pero síse le podía castigar. El pequeñodemonio lo miró con una sonrisa lascivapintada en la cara. D’Mello oía en suinterior la voz de D’Essa, incitándolo a

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emplearse a fondo: «¡Ogro! ¡Ogro!¡Ogro!».

Alzó al chico por el cuello de lacamisa. ¡Ras!, se lo desgarró. El codo letemblaba; lo extendió y le dio unsopapo.

—Fuera de clase, animal…, derodillas…

Después de sacarlo de un empellón,se puso las manos en las rodillas yprocuró recobrar el aliento. Recogió larevista y fue pasando páginas para quelas vieran todos.

—Así que ésta es la clase dematerial que queréis leer, ¿no? ¿Y ahorapretendéis ir al cine Angel? ¿Os creéisque vais a ver los carteles de las

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paredes, esos murales del pecado?Recorrió la clase, con el codo aún

tembloroso, tronando con voz iracunda.Incluso a los hombres más lujuriosos lesdaba vergüenza ir al cine Angel. Setapaban con una capa y deslizabantemerosamente unos billetes en lataquilla. Dentro, las paredes del cineestaban cubiertas de carteles depelículas X, que exhibían todas lasdepravaciones conocidas. Ver unapelícula en aquella sala era corromper ala vez el cuerpo y el alma.

Arrojó la revista contra la pared.¿Acaso se creían que le daba miedodarles una tunda? ¡No! ¡Él no era uno deesos profesores de la «nueva ola»,

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formados en Bangalore o en Bombay! Laviolencia era su plato principal ytambién su postre. La letra con sangreentra.

Se desmoronó en su silla. Le faltabael aliento. Un dolor sordo extendió susraíces por todo su pecho. Observósatisfecho que su discurso había surtidoefecto. Los chicos permanecían en susitio sin decir ni pío. La imagen deJulian, de rodillas en el pasillo y con elcuello de la camisa desgarrado, loshabía aplacado. Pero el señor D’Mellosabía que era sólo cuestión de tiempo,nada más. A los cincuenta y siete añosya no se hacía ilusiones sobre lanaturaleza humana. La lujuria inflamaría

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otra vez de rebeldía sus corazones.Les ordenó que abrieran el libro de

Hindi por la página 168.—¿Quién va a leer el poema?La clase permaneció en silencio

alrededor de un único brazo alzado.—Girish Rai, lee.Un chico con unas gafas tan enormes

que resultaban cómicas se puso de pieen el primer banco. Tenía el pelo tupido,peinado con raya en medio, y un rostropequeño cubierto de granos. No le hacíafalta el libro, porque se sabía dememoria el poema.

No, dijo la flor:«No me arrojes,

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ni en el lecho de la virgenni en el carro nupcialni en la plaza de la Ciudad

Alegre».

No, dijo la flor:«No me arrojessino en esa senda solitariaque recorren los héroespara morir por su patria».

El chico volvió a sentarse. La claseentera había enmudecido,momentáneamente humillada ante lapureza de su dicción en hindi, aquellalengua extraña.

—Si todos fuerais como este chico

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—murmuró el señor D’Mello.Pero no había olvidado que su

discípulo favorito le había fallado en elconcurso del club Rotary. Les ordenó atodos que copiaran seis veces el poemaen sus cuadernos y aguardó dos o tresminutos sin prestar atención a Girish.Luego le hizo una seña para que seacercara.

—Girish. —La voz le falló—.Girish…, ¿por qué no sacaste el primerpremio en el concurso del Rotary?¿Cómo vamos a llegar a Delhi si noganas más primeros premios?

—Perdón, señor… —El chico bajóla cabeza, avergonzado.

—Girish… Últimamente no ganas

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tantos primeros premios como antes…¿Hay algún problema?

Había en él una expresiónpreocupada. El señor D’Mello sintiópánico.

—¿No te estará molestando alguien?¿Alguno de los chicos? ¿D’Essa te haamenazado?

—No, señor.El profesor miró a los grandullones

de la última fila. Se volvió hacia laderecha y le echó un vistazo a D’Essa,que seguía de rodillas, aunque con unasonrisa de oreja a oreja. El subdirectortomó una rápida decisión.

—Girish…, mañana… no quiero quevayas al cine Angel. Quiero que vayas al

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cine Belmore.—¿Por qué, señor?Él retrocedió.—¿Cómo que por qué? ¡Porque lo

digo yo, por eso! —gritó.Toda la clase los miraba ahora. ¿El

señor D’Mello le había levantado la voza su favorito?

Girish Rai se puso como la grana.Parecía al borde de las lágrimas y elcorazón del señor D’Mello se ablandó.Sonrió y le dio al chico una palmaditaen la espalda.

—Bueno, bueno, Girish, no llores…No me importan los demás. Ellos ya hanestado muchas veces en esos cines y hanvisto revistas. Ya no queda nada que

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corromper en esos chicos. Pero a ti, no;no voy a dejarte que vayas. Ve alBelmore.

Girish asintió y volvió a su asiento.Aún estaba a punto de llorar. D’Mellosintió una oleada de compasión. Habíasido demasiado duro con el pobre chico.

Cuando acabó la clase, se acercó ala primera fila y dio unos golpecitos enel pupitre.

—Girish…, ¿tienes planes para estanoche?

Qué día más horrible, qué día máshorrible. El señor D’Mello avanzabapor el camino de barro que iba de la

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escuela a su casa, en la colonia deprofesores. El ruido espantoso de lapiedra seguía dándole vueltas en lacabeza… Y aquella mirada del pobreanimal…

Caminaba con sus libros de poesíabajo el brazo. Tenía la camisa salpicadad e curry rojo y las puntas del cuellodobladas hacia dentro, como hojasabrasadas por el sol. Cada pocosminutos, se detenía para enderezar sudolorida espalda y recobrar el aliento.

—¿Se encuentra mal, señor?D’Mello se volvió. Girish Rai, con

una cartera caqui enorme a la espalda,venía detrás.

El profesor y el alumno avanzaron

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juntos unos metros. Luego el señor D’Mello se detuvo.

—¿Ves eso, chico? —dijo,señalando.

A medio camino entre el colegio y lacasa del profesor había un muro deladrillo con un ancho boquete en medio.El muro y el boquete llevaban años allí,en esa calle en la que no había cambiadoningún detalle desde que D’Mello sehabía mudado a aquel barrio, treintaaños atrás, para ocupar el alojamientoque le habían asignado. A través delboquete se veían tres farolas de la calleadyacente y, durante casi veinte años, elseñor D’Mello se había detenido cadanoche para mirarlas guiñando los ojos.

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Durante veinte años había examinado lastres farolas, buscando la explicación deun misterio.

Una mañana, dos décadas atrás,había visto al pasar por allí una fraseescrita con tiza en las tres farolas:«Nathan X debe morir».

Se había apretujado para cruzar elboquete y llegar a las farolas y habíarepasado las palabras con la punta delparaguas, mientras trataba de descifrarel misterio. ¿Qué sentido tenían aquellostres rótulos? Se acercó un viejoempujando un carro de verduras. Lepreguntó si sabía quién era Nathan X,pero el verdulero se limitó a encogersede hombros. Ernest D’Mello se quedó

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parado bajo la niebla que se retorcíaentre los árboles, preguntándose quésentido tendría aquello.

A la mañana siguiente, los rótuloshabían desaparecido. Los habíanborrado expresamente. Cuando llegó alcolegio, se puso a repasar la columna denecrológicas del periódico y no pudodar crédito a sus ojos: ¡un hombrellamado Nathan Xavier había sidoasesinado la noche anterior en elBunder! Al principio creyó que se habíatropezado con una sociedad secreta queestaba planeando un crimen. Unainquietud más sombría lo asaltó muypronto. ¿Acaso habían sido espíaschinos los que habían escrito aquellas

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palabras? Habían pasado los años, peroel misterio seguía en pie y él pensaba enello cada vez que pasaba junto al muro.

—¿Usted cree que fueron espíaspakistaníes los que lo hicieron, señor?—dijo Girish—. ¿Ellos mataron aNathan X?

El profesor soltó un gruñido. Ledaba la impresión de que no debíahabérselo contado; de que se habíapuesto en peligro al hacerlo, en ciertosentido. Siguieron adelante.

D’Mello contempló los rayos del solponiente que se filtraban entre las hojasde los banianos y manchaban el suelo atrechos, como los charcos dejados porun niño después del baño. Miró el cielo

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y, sin pensarlo, recitó un verso hindi.—«La mano dorada del sol cuando

roza las nubes…».—Conozco ese poema, señor —

susurró Girish Rai, y repitió el resto delpareado—: «… es como la mano delamante que acaricia a su ser amado».

Siguieron caminando.—¿Así que te interesa la poesía? —

preguntó D’Mello.Antes de que el chico pudiera

responder, le confesó otro secreto. En sujuventud, él había querido ser poeta: unescritor nacionalista, nada menos, unnuevo Bharati o un Tagore.

—¿Y por qué no se convirtió enpoeta, señor?

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Se echó a reír.—En este agujero de Kittur, mi

instruido amigo, ¿cómo podría unhombre vivir de la poesía?

Las farolas se encendieron, una auna. Ya casi era de noche. A lo lejos, elseñor D’Mello vio la puerta iluminadade su casa. Al aproximarse, dejó dehablar. Oía a las mocosas desde allí. Sepreguntó qué habrían destrozado hoy.

Girish Rai observaba.El señor D’Mello se quitó la camisa

y la dejó en un gancho de la pared. Elchico miró al subdirector, ahora encamiseta, mientras se aposentabalentamente en una mecedora de la salade estar. Dos niñas con vestidos rojos

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idénticos corrían en círculo por lahabitación, dando alaridos. El viejoprofesor no les prestaba la menoratención. Miró fijamente al chico,preguntándose de nuevo por qué habíainvitado a un alumno a su casa porprimera vez en toda su carrera.

—¿Por qué dejamos que lospakistaníes se salieran con la suya,señor? —le soltó Girish de repente.

—¿Qué quieres decir, muchacho? —dijo el señor D’Mello arrugando la narizy guiñando los ojos.

—¿Por qué les dejamos salirse conla suya en 1965, cuando los teníamos ennuestras garras? Usted lo dijo un día enclase, pero no lo explicó.

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—¡Ah, eso!El señor D’Mello se dio una

palmada en el muslo con entusiasmo.Otro de sus temas favoritos: la grancagada de la guerra del 65. «Los tanquesindios habían entrado ya en las afuerasde Lahore cuando nuestro propioGobierno les segó la hierba bajo lospies». Algún burócrata había sidosobornado y los tanques dieron mediavuelta.

—Desde la muerte de Sardar Pateleste país se ha ido al cuerno —dijo. Elchico asintió—. Vivimos en medio delcaos y la corrupción. Hemos delimitarnos a hacer nuestro trabajo yvolver a casa —dijo, y el chico asintió.

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El profesor suspiró con satisfacción.Se sentía profundamente halagado. Entodos los años que llevaba en la escuelaningún alumno había compartido laindignación que sentía ante la colosalmetedura de pata del 65. Tras levantarsede la mecedora, tomó un volumen depoesía hindi de la estantería.

—Quiero que me lo devuelvas, ¿eh?Y en perfecto estado. Sin manchas nirasguños, ¿estamos?

El chico asintió. Miró a su alrededora hurtadillas. La pobreza de la casa delprofesor le había sorprendido. No habíanada en las paredes de la sala de estar,sólo una imagen iluminada del SagradoCorazón de Jesús. La pintura se veía

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desconchada y había lagartosdeslizándose con todo descaro por lasparedes.

Mientras Girish hojeaba el libro, lasdos niñas se turnaban en gritarle a losoídos; luego salían corriendo y dandoalaridos.

Se le acercó una mujer vestida conun holgado vestido verde, que tenía unestampado de flores blancas, y leofreció un vaso de zumo de frutas. Elchico se quedó desconcertado al ver surostro y no acertó a responder a suspreguntas. Parecía muy joven. El señor D’Mello debía de haberse casado muytarde, se dijo. Quizás había sidodemasiado tímido, de joven, para

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acercarse a las mujeres.D’Mello arrugó el ceño y se acercó

a Girish.—¿Por qué te ríes? ¿Hay algo

gracioso?Meneó la cabeza.El profesor siguió hablándole de

otras cosas que hacían que le hirviera lasangre. La India había sido gobernada ensu momento por tres potenciasextranjeras: Inglaterra, Francia yPortugal. Ahora habían ocupado su lugartres potencias nativas: la Traición, laChapucería y la Puñalada por laEspalda.

—El problema está aquí —dijodándose golpecitos en las costillas—.

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Tenemos una bestia dentro.Empezó a contarle cosas que nunca

le había contado a nadie, ni siquiera a suesposa. Su inocencia respecto a laverdadera naturaleza de los alumnos lehabía durado solamente tres meses. Enaquellos primeros días de su carrera, leconfesó a Girish, se quedaba en labiblioteca después de clase para leer lapoesía de Tagore. Leía cada página conatención, y a veces se detenía paracerrar los ojos e imaginar que vivíadurante las luchas por la libertad: enaquellos años sagrados en los que unopodía asistir a un mitin y ver a Gandhihaciendo girar su rueca y al Nehrudirigiéndose a la multitud.

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Cuando salía de la biblioteca, lacabeza le bullía de imágenes de Tagore.A esa hora, el muro de ladrillo querodeaba el colegio, encendido por el solponiente, parecía convertirse en unaextensa lámina de oro. Había una hilerade banianos a lo largo del muro y, en suscopas frondosas y oscuras, las hojitasrelucían en largas sartas plateadas,como rosarios sujetos por un árbolpensativo. El señor D’Mello pasaba a sulado. El universo entero parecía cantarlos versos de Tagore. Entonces cruzabael campo de juegos, situado en unahondonada por debajo del colegio. Losgritos depravados que resonaban allí loarrancaban de sus ensoñaciones.

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—¿Qué son esos gritos por lasnoches? —le preguntó con candor a uncolega.

El veterano profesor tomó unpellizco de rapé. Mientras inhalabaaquel polvo abominable del borde de unpañuelo manchado, sonrió de oreja aoreja.

—Revolcones. Eso es lo que pasa.—¿Revolcones?El otro profesor le guiñó un ojo.—¿No me digas que no te pasó

cuando ibas al colegio?Por la expresión de D’Mello, dedujo

que no era ése el caso.—Es el juego más antiguo que existe

entre chicos —dijo—. Baja y

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compruébalo con tus propios ojos. Mefaltan las palabras adecuadas paradescribirlo.

Bajó a la noche siguiente. Los ruidosse volvían más fuertes a medida quebajaba las escaleras del campo dejuegos.

A la mañana siguiente, citó en sudespacho a todos los implicados:incluidas las víctimas. Trató de hablarcon calma.

—¿Qué os habéis creído que esesto? ¿Un colegio católico decente o unburdel?

Aquel día los golpeó con tremendaviolencia.

Cuando terminó, notó que le

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temblaba aún el codo derecho.A la noche siguiente, no se oía

ningún ruido en el campo de juegos. Élrecitó a Tagore en voz alta paraprotegerse del mal: «Allí dondemantiene uno la cabeza bien alta y lamente libre de temor…».

Unos días más tarde, volvió a pasarpor el campo de juegos y notó que sucodo derecho empezaba a temblar. Eloscuro y conocido rumor se elevaba otravez desde la hondonada.

—Fue entonces cuando se me cayóla venda de los ojos —dijo el señor D’Mello—. Ya no volví a hacermeilusiones sobre la naturaleza humana.

Miró preocupado a Girish. El chico

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contemplaba el vaso de zumo con unasonrisa.

—¿No te lo habrán hecho a ti,verdad, cuando juegas a críquet conellos por la noche? ¿Esos achuchones?

(El señor D’Mello ya se lo habíaadvertido a D’Essa y a su pandilla dechicos hiperdesarrollados: si lointentaban con Girish, los despellejaríavivos. Verían qué clase de ogro era).

Miró inquieto a Girish. El chicoseguía callado. De repente, dejó el vaso,se puso de pie y se le acercó con unahoja doblada. El subdirector la abrió,preparándose para lo peor.

Era un regalo: un poema, en castohindi.

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MonzónÉsta es la húmeda y

ardiente estación,cuando resuena el trueno y

luce el relámpago.Cada noche me digo

mientras el cielo se agita,¿cuál podrá ser la razón de

Diospara darnos esta húmeda y

ardiente estación?

—¿Lo has escrito tú solo? ¿Por esote ruborizabas?

El chico asintió, contento.«¡Santo Dios!», pensó. En treinta

años de profesor nadie había tenido con

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él un gesto parecido.—¿Y por qué es irregular la rima?

—dijo D’Mello, frunciendo el ceño—.Deberías ser más cuidadoso con estascosas…

Le fue señalando los defectos, uno auno. El chico asentía y escuchaba conatención.

—¿Le traigo otro mañana? —preguntó.

—La poesía está bien, Girish,pero… ¿no estarás perdiendo interés enlos concursos?

El chico asintió.—Ya no quiero continuar, señor.

Prefiero jugar al críquet después declase. Nunca tengo tiempo de jugar…

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—¡Has de presentarte a losconcursos! —dijo el señor D’Mello, quese levantó de la mecedora.

Debía aferrarse, añadió, a cualquieroportunidad que se le presentara deganar fama en aquella ciudad. ¿Es queno lo entendía?

—Primero vas a los concursos y tehaces famoso, después consigues unbuen puesto y luego ya puedes escribirpoesía. ¿De qué te va a servir elcríquet? ¿Acaso puedes hacerte famoso?Si no sales de aquí, nunca podrásescribir poesía, ¿es que no lo entiendes?

Girish asintió y se terminó el zumo.—Y mañana, Girish… Irás al

Belmore. No quiero volver a discutirlo.

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El chico asintió.Cuando se hubo ido, D’Mello se

sentó otra vez en su mecedora yreflexionó largo rato. No venía mal,pensaba, aquel nuevo interés del chicopor la poesía. Quizá podría buscar unconcurso de poesía y hacer queparticipara. Seguro que ganaría.Volvería cubierto de oro y plata. ElDawn Herald publicaría quizá su foto enla contraportada. Y él mismo apareceríarodeándole a Girish los hombros conorgullo. «El maestro que ha nutrido algenio en ciernes». Luego conquistaríanBangalore: el mismo equipo de profesory alumno que ya habría ganado todos losconcursos de poesía del estado de

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Karnataka. ¿Y después? ¡Nueva Delhi!El presidente en persona les pondría unamedalla a ambos. Entonces se tomaríanla tarde libre, subirían al autobús deAgra y visitarían juntos el Taj Mahal.Cualquier cosa era posible con un chicocomo Girish. El corazón del señor D’Mello brincaba de contento, como nolo había hecho durante años, desde susdías de joven profesor. Antes dedormirse en la mecedora, cerró los ojosy rogó con fervor: «Señor, mantén puroa ese muchacho».

A la mañana siguiente, a las diez y diez,por orden expresa del Gobierno del

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estado de Karnataka, una multitud deinocentes alumnos del colegio SanAlfonso, con apellidos comprendidosentre la O y la Z, se echaron en losbrazos acogedores de un cinepornográfico. Un ángel de estuco,acurrucado en el dintel, parecía arrojarsu dudosa bendición a la marabunta dejóvenes.

Una vez dentro, descubrieron que loshabían engañado.

Las paredes del cine Angel —aquellos infames murales dedepravación— estaban cubiertas conuna tela negra. No quedaba a la vista niuna sola imagen. El señor D’Mellohabía cerrado un trato con la dirección

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del local. Los niños quedaríanprotegidos de los murales del pecado.

—¡No os acerquéis a la tela negra!—gritó el señor D’Mello—. ¡No latoquéis siquiera!

Lo tenía todo planeado. El señorÁlvarez, el señor Rogers y el señorBhatt se mezclaron entre los alumnospara mantenerlos alejados de loscarteles. Dos empleados del cine(presumiblemente los que vendían lasentradas a los hombres cubiertos concapa) echaron también una mano.Dividieron a los chicos en dos grupos.Uno fue conducido en fila a la sala dearriba, y el otro a la de abajo. Antes deque pudieran reaccionar, se encontrarían

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encerrados cada uno en una sala. Y asíse hizo. El plan funcionó a la perfección.Los chicos estaban en el cine Angel,pero no iban a ver otra cosa que laspelículas del Gobierno; el señor D’Mello había vencido.

Cuando se apagaron las luces en lasala de arriba, un murmullo deexcitación recorrió las filas. La pantallase iluminó.

Una cinta desvaída y llena de rayasparpadeó y cobró vida.

¡SALVAD AL TIGRE!

El señor D’Mello permanecía conlos otros profesores detrás de la última

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fila. Se secó el sudor con alivio. Parecíaque todo iba a salir bien, a fin decuentas. Tras unos minutos detranquilidad, el joven señor Bhatt se leacercó para darle conversación. Él, sinhacerle caso, mantuvo los ojos fijos enla pantalla. Aparecían fotos decachorros de tigre retozando juntos yluego un cartel que decía: «Si noprotegéis ahora a estos cachorros,¿cómo va a haber tigres el día demañana?».

Dio un bostezo. Los ángeles deestuco lo miraban fijamente desde lascuatro esquinas de la sala; tenían en lanariz y las orejas grandes desconchonesde pintura, como si les hubieran salido

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ampollas. Él ya raramente iba al cine.Demasiado caro; tenía que sacarentradas también para su mujer y paralas dos mocosas. De joven, en cambio,las películas habían llegado a ser suvida. Aquella misma sala, el cine Angel,era entonces uno de sus lugarespredilectos. Se saltaba la clase, se ibaallí solo y se sentaba a mirar películas ya soñar. «Y ahora, mira cómo estátodo», pensó. Aun en la oscuridad, eldeterioro era evidente. Las paredes seveían mugrientas y con grandes manchasde humedad. Los asientos estabanagujereados. El progreso de laputrefacción y la decadencia: la historiade aquel cine era la historia del país

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entero.La pantalla quedó a oscuras. Se oyó

un coro de risitas.—¡Silencio! —gritó el señor

D’Mello.Apareció el título del cortometraje.

LA IMPORTANCIA DEL BIENESTARFÍSICO

EN EL DESARROLLO DE LOS NIÑOS

Empezaron a aparecer imágenes dechicos duchándose, bañándose,corriendo y comiendo, cada una con unrótulo apropiado. El señor Bhatt seacercó de nuevo al subdirector y estavez le susurró con deliberación:

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—Ahora le toca a usted, si quiere.D’Mello entendió las palabras, pero

no el secretismo con que las habíapronunciado. Él mismo había propuestoque los profesores patrullaran por turnospor el pasillo cubierto de tela negra paraasegurarse de que ningún chico, sobretodo los más desarrollados, se deslizarafuera de la sala y echara un vistazo a loscarteles pornográficos. PrecisamenteGopalkrishna Bhatt acababa de terminarsu turno de vigilancia. Se quedóperplejo un instante. Y de pronto, locomprendió. Por la manera de sonreírdel joven profesor, el señor D’Mello sedio cuenta de que él mismo habíamirado a hurtadillas los murales del

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pecado. Echó un vistazo a su alrededor:todos los profesores trataban dereprimir una risita.

D’Mello salió de sala sintiendo unprofundo desprecio por sus colegas.

Cruzó el pasillo, entre las paredestapadas, con absoluta indiferencia.¿Cómo podían haber caído tan bajo elseñor Bhatt y el señor Pundit? Dejóatrás la larga tela negra sin habersentido la más mínima tentación delevantarla.

Una luz parpadeaba en la escaleraque conducía a una galería superior.También allí las paredes estabancubiertas. El señor D’Mello guiñó losojos y escrutó la galería boquiabierto.

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No, no soñaba. Allá arriba divisó a unchico que se acercaba de puntillas a latela. Julian D’Essa, pensó. Cómo no. Yentonces, cuando ya alzaba la punta yatisbaba detrás, le vio la cara.

—¡Girish! ¿Qué haces?Al oír la voz del señor D’Mello el

chico se volvió, petrificado. Maestro yalumno se miraron fijamente.

—Perdón, señor… Perdón…,ellos…, ellos…

Se oían risitas detrás de él. Y derepente, como si alguien lo hubieraarrastrado, desapareció.

El señor D’Mello se apresuró asubir las escaleras de la galería. Sólosubió dos peldaños. El pecho le ardía.

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Sentía arcadas. Se aferró a labalaustrada y descansó un momento. Labombilla de la escalera continuóparpadeando. El subdirector sintióvértigo. Su corazón latía cada vez másdébilmente, como si se estuvieradisolviendo poco a poco. Trató depedirle ayuda a Girish, pero laspalabras no le salían. Dio un manotazodesesperado y atrapó una esquina de latela negra, que se desgarró y abrióbruscamente. Hordas enteras decriaturas fornicantes, congeladas enposturas de violación, de placeresilícitos y actos de bestialismo,empezaron a agitarse ante sus ojos enuna burlona cabalgata; un mundo de

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delicias angélicas que habíadespreciado hasta ahora destellaba anteél. Lo vio todo, y lo comprendió todo.Por fin.

El joven Bhatt lo encontró así, tiradosobre la escalera.

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Segundo día (noche):El mercado y la plaza Nehru

La plaza Jawaharlal Nehru (antes plazadel Rey Jorge V) es una gran explanadasituada en el centro de Kittur. Por lasnoches la gente acude en masa y juega alcríquet, vuela cometas o enseña a sushijos a montar en bicicleta. En elperímetro de la plaza, los vendedores dehelados y caramelos ofrecen sumercancía. Todas las grandesconcentraciones políticas de Kittur secelebran aquí. Hyder Ali Road discurredesde la plaza Nehru hasta el mercadoCentral, que es el mayor mercado deproductos frescos de la ciudad. El

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ayuntamiento, la nueva sala de justicia yel hospital del distrito Henry Havelock,así como los mejores hoteles de Kittur—el hotel Premier Intercontinental y elTaj Mahal Internacional— se encuentrana un paso del mercado. En 1988 se abrióal culto en las inmediaciones de la plazaNehru el primer templo destinadoexclusivamente a la comunidad hoyka deKittur.

Con un pelo como ése, y con aquellosojos, podría haber pasado perfectamentepor un hombre santo y haberse ganado lavida sentado con las piernas cruzadassobre una tela azafrán en la entrada del

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templo. Eso decían al menos lostenderos del mercado. Y sin embargo, loúnico que hacía el muy loco, mañana ytarde, era acuclillarse en la valla centralde Hyder Ali Road y mirar pasar loscoches y autobuses. Al ponerse el sol, elpelo —una cabeza de Gorgona llena derizos castaños— le brillaba como sifuese de bronce y sus ojos oscurosdestellaban. Mientras duraba la noche,era como un poeta sufí lleno de fuegomístico. Algunos comerciantes delmercado contaban historias sobre él: unanoche lo habían visto cruzar la avenida alomos de un toro negro, agitando lasmanos y dando gritos, como si el SeñorShiva en persona hubiera llegado a la

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ciudad montado en su toro Nandi.A veces se comportaba como un

hombre racional; cruzaba la avenida concuidado o se sentaba pacientemente enla entrada del templo Kittur-Devi conotros vagabundos, aguardando a que lesdieran las sobras de los banquetes deboda o de la ceremonia del cordónsagrado. Otras veces se le veía hurgandoentre los montones de mierda de perro.

Nadie sabía su nombre, su religión osu casta, así que nadie se decidía ahablar con él. Sólo un hombre, unlisiado con una pierna de madera queiba al templo una o dos noches al mes,se detenía a darle comida.

—¿Por qué fingís que no conocéis a

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este tipo? —gritaba el lisiado,señalándolo con una de sus muletas—.¡Lo habéis visto muchas veces! ¡Era elrey del autobús número cinco!

Por un momento, todo el mercadoobservaba a aquel hombre salvaje derizos castaños; pero él seguía mirando lapared en cuclillas, dándoles la espalda aellos y a la ciudad.

Había llegado a Kittur dos años atrás, yentonces tenía nombre, casta y tambiénun hermano.

—Soy Keshava, hijo deLakshminarayana, el barbero deGurupura —había repetido al menos

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seis veces, de camino a Kittur, a losconductores de autobús, a los empleadosde los peajes y a los desconocidos quele preguntaban. Esa frase depresentación, más un petate bajo elbrazo y la ligera presión de los dedos desu hermano en el codo cuando seencontraban entre una multitud, era todolo que traía consigo.

Su hermano tenía diez rupias, unpetate que llevaba también bajo delbrazo y la dirección de un pariente,escrita en un trocito de papel arrugadoque apretaba en el puño izquierdo.

Habían llegado los dos a Kittur en elautobús de las cinco de la tarde. Sehabían bajado en la terminal de

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autobuses; era su primera visita a laciudad. Justo en la mitad de la avenidaque va de la plaza Nehru al mercado, enel centro de la calle más ancha de Kittur,el revisor les había dicho que sus seisrupias con veinte paisas no alcanzabanpara ir más lejos.

Los autobuses se movíanamenazadores a su alrededor, conhombres vestidos de caqui encaramadosen las puertas, que tocaban sus silbatosestridentes y gritaban a los pasajeros:

—¡Dejad ya de mirar embobados alas chicas, hijos de perra! ¡Que vamoscon retraso!

Keshava sujetaba el faldón de lacamisa de su hermano. Dos bicicletas lo

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esquivaron bruscamente y no lo pisaronde milagro. Había coches,autorickshaws y bicicletas por todaspartes, amenazando con aplastarle losdedos de los pies. Era como si estuvieraen una playa y la calle se deslizara pordebajo, como la arena bajo las olas.

Al rato, se armaron de valor y seacercaron a un peatón, un hombre quetenía los labios descoloridos por elvitíligo.

—¿Dónde está el mercado Central,hermano?

—Ah… Está allá abajo, al lado delBunder.

—¿Queda muy lejos?El hombre les señaló un conductor

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d e autorickshaw, que se estabamasajeando las encías con un dedo.

—Tenemos que ir al mercado —ledijo Vittal.

El conductor los miró, todavía conel dedo en la boca y con sus grandesencías a la vista. Se examinó la puntahumedecida del dedo.

—¿El mercado Lakshmi o elmercado Central?

—El mercado Central.—¿Cuántos sois?Y luego:—¿Cuántas bolsas?Y luego:—¿De dónde venís?Keshava dio por supuesto que eran

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preguntas normales en una gran ciudadcomo Kittur y que un conductor deautorickshaw tenía derecho aformularlas.

—¿Está muy lejos? —preguntóVittal, con un tono desesperado.

El conductor escupió justo a los piesde los dos hermanos.

—Claro. Esto no es un pueblo; esuna ciudad. Todo está lejos.

Inspiró hondo y trazó en el aire unaserie de giros con el dedo mojado paramostrarles la ruta sinuosa que habrían deseguir. Acabó soltando un suspiro,dándoles a entender que el mercadoquedaba a una distancia incalculable. AKeshava se le cayó el alma a los pies; el

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conductor del autobús los había timado.Había prometido que los dejaría a unpaso del mercado Central.

—¿Cuánto, hermano, por llevarnosallí?

El tipo los miró de pies a cabezalentamente, como si estuvieracalculando su estatura, su peso e inclusosu valor moral.

—Ocho rupias.—¡Es demasiado, hermano! ¡Acepta

cuatro!—Siete con setenta y cinco —dijo el

conductor, y les hizo señas para quesubieran.

Luego los tuvo esperando en elrickshaw, con los petates en el regazo,

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sin darles ninguna explicación. Otrosdos pasajeros negociaron con él untrayecto y una tarifa y se apretujaron enel vehículo; uno de ellos se le sentó aKeshava encima sin advertirle siquiera.E l rickshaw seguía sin moverse. Sólocuando se les sumó otro pasajero, que sesentó delante junto al conductor (o sea,con seis personas comprimidas en unvehículo donde no cabían más que tres),se decidió el tipo a darle al pedal paraarrancar el motor.

Keshava apenas veía por dónde ibany, así, sus primeras impresiones deKittur fueron más bien las del hombreque tenía sentado en su regazo: el aromade aceite de castor que había usado para

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engrasarse el pelo y el tufillo a mierdaque emitía cada vez que se removía.Después de dejar al pasajero que ibadelante y luego a los dos hombres dedetrás, el autorickshaw serpenteó unbuen rato por una zona tranquila yoscura de la ciudad, para desembocarpor fin en otra calle ruidosa, iluminadapor la luz blanca de unas potentesfarolas de parafina.

—¿Esto es el mercado Central? —legritó Vittal al conductor. Éste le señalóun cartel:

MERCADO CENTRAL DELMUNICIPIO DE KITTUR

TODA CLASE DE FRUTAS YVERDURAS

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EXCELENTE CALIDAD Y PRECIOSRAZONABLES

—Gracias, hermano —le dijo Vittal,abrumado de gratitud; Keshava le diolas gracias también.

Al bajarse, se encontraron otra vezen medio de un torbellino de luces yruido; se quedaron inmóviles,aguardando a que sus ojos lograranordenar aquel caos.

—Oye —dijo Keshava, excitado,porque había identificado un punto dereferencia—. ¿No era de aquí de dondehemos salido?

Miraron alrededor y advirtieron queestaban a unos pasos de donde el

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autobús los había dejado. No habíanvisto el cartel del mercado, pero lohabían tenido todo el rato a su espalda.

—¡Nos ha engañado, hermano! —gritó Keshava—. ¡Ese conductor deautorickshaw nos ha engañado…!

—¡Cierra la boca! —Vittal le dio uncachete en el cogote—. ¡Toda la culpaes tuya! ¡Has sido tú el que ha queridotomar un autorickshaw!

En realidad, sólo llevaban comohermanos unos días.

Keshava era bajo y de tez oscura;Vittal, alto, delgado y blanco, y cincoaños mayor. Su madre había muerto

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años atrás y su padre los habíaabandonado; se hizo cargo de ellos untío y se habían criado con sus primos (alos que también llamaban «hermanos»).Cuando el tío murió, la tía llamó aKeshava y le dijo que acompañara aVittal, al que iban a enviar a trabajar ala gran ciudad con un pariente que teníauna tienda de comestibles. Así fue comollegaron a darse cuenta de que habíaentre ellos un vínculo más profundo quecon sus primos.

Sabían que su pariente estaba por elmercado Central de Kittur, nada más.Con paso tímido, se adentraron en lasombría zona del mercado dondevendían verduras y, por una puerta

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trasera, llegaron a un sector muchomejor iluminado donde estaba la fruta.Allí pidieron indicaciones. Subieron alsegundo piso por unas escalerascubiertas de basura putrefacta y pajahúmeda. Volvieron a preguntar:

—¿Sabes dónde está Janardhana?Tiene una tienda aquí. Es parientenuestro.

—¿Qué Janardhana? ¿Shetty, Rai oPadiwal?

—No lo sé, hermano.—¿Vuestro pariente es un bunt?—No.—¿No es bunt? ¿Un jainista,

entonces?—No.

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—¿De qué casta es, entonces?—Es un hoyka.Una risotada.—No hay hoykas en este mercado.

Sólo musulmanes y bunts.Aun así, como los dos chicos

parecían tan perdidos, el hombre seapiadó, preguntó a alguien y averiguóque sí había algunos hoykas que habíanabierto negocios por allí cerca.

Bajaron las escaleras y salieron delmercado. En la entrada de la tienda deJanardhana, les dijeron, había un granpóster de un hombre musculoso encamiseta. No tenía pérdida. Caminaronde tienda en tienda, hasta que Keshavagritó:

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—¡Allí!Bajo la imagen del tipo musculoso,

se encontraba sentado un tenderoflacucho y sin afeitar, revisando uncuaderno con las gafas en la punta de lanariz.

—Buscamos a Janardhana, deGurupura —dijo Vittal.

—¿Para qué lo buscáis? —dijo elhombre, suspicaz.

—Tío, somos de tu pueblo. Somosparientes —le soltó Vittal.

El tendero se lo quedó mirando.Humedeciéndose el dedo, pasó unapágina de su cuaderno.

—¿Por qué crees que sois parientesmíos?

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—Nos lo dijeron, tío. Nos lo dijonuestra tía. Kamala, la tuerta.

El hombre dejó su cuaderno.—Kamala, la tuerta…, ya veo. ¿Y

vuestros padres?—Nuestra madre murió hace muchos

años, cuando nació éste, mi hermanoKeshava. Y nuestro padre sedespreocupó de nosotros hace cuatroaños y se marchó por ahí.

—¿Por ahí?—Sí, tío —dijo Vittal—. Algunos

dicen que fue a Varanasi, a practicar elyoga en la orilla del Ganges. Otrosdicen que está en la ciudad santa deRishikesh. No lo hemos visto desdeentonces; nos ha criado nuestro tío

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Thimma.—¿Y él?—Murió el año pasado. Seguimos

con ellos, pero al final nuestra tía ya nopodía mantenernos. La sequía ha sidomuy intensa este año.

Al tendero le asombraba quehubieran venido de tan lejos, sin mediaraviso y basándose en un parentesco tanremoto, con la esperanza de que seocupase de ellos. Alargó el brazo bajoel mostrador, sacó una botella deaguardiente de caña y, quitando el tapón,se la llevó a los labios.

—Cada día llega gente de lospueblos, buscando trabajo. Todo elmundo se cree que aquí, en las ciudades,

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podemos mantenerlos gratis. Como si notuviéramos ya bastante con alimentarnuestros propios estómagos.

Le dio otro trago a la botella; suhumor pareció mejorar. Más bien lehabía gustado aquella ingenua manera decontar la historia del papá que se habíaido a «la ciudad santa de Rishikesh apracticar yoga». El viejo granuja debíahaberse juntado con una amante y habíatenido que hacerse cargo de una prole debastardos, pensó con una sonrisaadmirada. Hay que ver cómo puede unosalirse con la suya en los pueblos…Bostezó, estiró los brazos y se dio unapalmada en el estómago.

—¡Así que ahora sois huérfanos!

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Pobres muchachos. Uno ha de arrimarsesiempre a su familia. ¿Qué otra cosa hayen esta vida? —Se dio unas friegas en elestómago. «Fíjate cómo me miran: comosi fuera un rey», se dijo, sintiéndose depronto importante. Un sentimiento queno había experimentado a menudo desdeque había llegado a Kittur.

Se rascó las piernas.—¿Y cómo van las cosas por el

pueblo?—Aparte de la sequía, todo sigue

igual, tío.—¿Habéis llegado en autobús? —

preguntó. Y enseguida—: ¿Y habréisvenido andando desde la estación, no?—Se levantó de golpe—. ¿Un

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autorickshaw? ¿Cuánto habéis pagado?Esos tipos son unos ladrones. ¡Sieterupias! —Se puso rojo de rabia—.¡Imbéciles! ¡Sois unos cretinos!

Con la excusa de su indignaciónporque los habían timado, el tenderodejó de hacerles caso durante mediahora.

Vittal se quedó en un rincón,cabizbajo y humillado. Keshava miróalrededor. Detrás del tendero habíagrandes pilas rojas y blancas dedentífrico Colgate y Palmolive y tarrosde leche Horlicks; un montón depaquetes relucientes de polvo de maltacolgaban del techo, como banderinesnupciales; y en la entrada, amontonadas

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en pirámides, había botellas azules dequeroseno y botellas rojas de aceite decocina.

Keshava era un chico menudo ydelgado de tez oscura, con unos ojosenormes de mirada persistente. Algunosde los que lo conocían decían que teníala energía de un colibrí y que siempreandaba revoloteando por ahí y dando lalata. Otros lo consideraban perezoso ymelancólico, capaz de quedarse sentadomirando el techo durante horas. Élsonreía y miraba para otro lado cuandolo reñían por su conducta, como si notuviera una idea clara de sí mismo nisupiera muy bien qué decir.

El dueño de la tienda volvió a sacar

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la botella de aguardiente y dio otrotrago, lo cual pareció mejorar su humorde nuevo.

—Aquí no bebemos como en lospueblos —dijo, sosteniéndole la miradaa Keshava—. Sólo un traguito de vez encuando. Los clientes nunca me venborracho. —Guiñó un ojo—. Asífuncionan las cosas en la ciudad: puedeshacer lo que quieras, siempre que nadiese dé cuenta.

Después de bajar las persianas dellocal, guió a Vittal y a Keshavaalrededor del mercado. Por todas parteshabía hombres durmiendo en el suelo,apenas cubiertos con sábanas livianas.Janardhana les hizo algunas preguntas

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por el camino y los llevó a un callejón,detrás del mercado, ocupadoenteramente por una hilera de hombres,mujeres y niños que dormían tumbadosen la calzada. Keshava y Vittalretrocedieron horrorizados al ver queempezaba a negociar con uno de ellos.

—Si duermen aquí, habrán de pagaral Jefe —dijo el tipo.

—¿Y qué hago yo con ellos? ¡Enalguna parte han de dormir!

—Tú verás si quieres arriesgarte.Pero si has de dejarlos aquí, prueba alfondo.

El callejón terminaba en un muroque tenía un escape de agua permanente;las tuberías de desagüe, por lo visto,

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habían quedado mal ensambladas. En unrincón, un enorme cubo de basuradesprendía un hedor espantoso.

—¿El tío no va a llevarnos a sucasa, hermano? —susurró Keshava alver que el dueño de la tiendadesaparecía, después de darles algunosconsejos sobre cómo dormir al airelibre.

Vittal le dio un pellizco.—Tengo hambre —dijo Keshava, al

cabo de unos minutos—. ¿No podemosllamar al tío y pedirle comida?

Los dos hermanos se hallaban el unojunto al otro, muy cerca del cubo debasura.

Vittal, por toda respuesta, se cubrió

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por completo con su sábana y se quedóinmóvil allí dentro, como un capullo.

Keshava no podía creer que alguienpensara que iba dormir allí; y con elestómago vacío, encima. Por mal quehubieran estado las cosas en casa, allísiempre había habido al menos algo quecomer. Ahora todas las frustraciones dela noche se mezclaban con la fatiga y eldesconcierto, y no se le ocurrió otracosa que atizarle una patada a aquellafigura amortajada que tenía al lado. Suhermano, como si hubiese estadoesperando una provocación parecida, searrancó la sábana de un tirón, le agarróla cabeza con las dos manos y se laaporreó dos veces contra el suelo.

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—Si haces un ruido más, te juro quete dejo solo en esta ciudad. —Luego secubrió otra vez y le dio la espalda.

Y aunque le había hecho daño,Keshava tenía aún más miedo de lo quele había dicho su hermano y cerró elpico.

Allí tendido, con la cabeza dolorida,Keshava se preguntaba vagamentecuándo se decidía que tal y tal tipofuesen hermanos; y cómo llegaba lagente a la Tierra, y cómo la abandonaba.Una simple curiosidad desganada. Luegoempezó a pensar en comida. Estabametido en un túnel y ese túnel era elhambre que sentía, y al final del túnel, siseguía adelante —se prometió a sí

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mismo—, habría una gran pila de arrozcubierta de lentejas humeantes y degruesos pedazos de pollo.

Abrió los ojos; había estrellas en elcielo. Las miró fijamente paraabstraerse del hedor de la basura.

Cuando llegaron a la tienda a la mañanasiguiente, el tendero estaba colgandobolsas de polvo de malta en los ganchosdel techo con un palo muy largo.

—Tú —dijo, señalando a Vittal. Leenseñó cómo debía enganchar la bolsade plástico en la punta del palo y cómohabía de izarlas y colocarlas en losganchos—. Hacen falta tres cuartos de

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hora para hacerlo; a veces, una hora. Noquiero que te apresures demasiado. ¿Note importará trabajar, no?

Y con el tono redicho típico de losricos, añadió:

—En este mundo, si un hombre notrabaja, no come.

Mientras Vittal colgaba bolsas deplástico en el techo, el tendero le dijo aKeshava que se sentara detrás delmostrador. Le dio seis hojas impresas enlas que salían caras de actrices de cine yseis cajas de varillas de incienso. Elchico tenía que recortar las fotos,ponerlas encima de las cajas yenvolverlas enseguida con celofán ycinta adhesiva.

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—Con chicas guapas en la caja,puedes cobrar diez paisas más —le dijo—. ¿Sabes quién es? —Señaló la fotoque Keshava había recortado—. Es muyfamosa en las películas hindi.

Keshava empezó a recortar la fotode la siguiente actriz. Justo delante, bajoel mostrador, veía el hueco donde eldueño de la tienda tenía escondida labotella de licor.

A mediodía apareció la esposa conel almuerzo. Examinó a Vittal, querehuyó su mirada, y luego a Keshava,que la miró fijamente. Luego dijo:

—No hay comida para los dos.Envíale uno al barbero.

Keshava, siguiendo las instrucciones

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que se había aprendido de memoria, seabrió paso por una serie de callesdesconocidas y llegó a una zona de laciudad donde encontró a un barberotrabajando en la calle. Tenía su puestojunto a una pared y había colgado elespejo con un clavo entre un rótulo deplanificación familiar y un póster contrala tuberculosis.

Frente al espejo, había un cliente enuna silla envuelto en un trapo blanco. Elbarbero lo estaba afeitando. Keshavaesperó hasta que el cliente se hubomarchado.

El barbero lo inspeccionó de arribaabajo, rascándose la cabeza.

—¿Qué clase de trabajo puedo

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ofrecerte, muchacho?Al principio no se le ocurrió nada,

salvo que les sostuviera el espejo a losclientes para que se mirasen bien unavez afeitados. Luego le pidió a Keshavaque les cortara las uñas de los pies y loscallos mientras él les hacía la barba.Luego le dijo que barriera el pelo de laacera.

—Ponle un poco de comida también,es un buen chico —le dijo a su esposa,cuando apareció a las cuatro con té ygalletas.

—Es el chico del tendero; ya puedeconseguir comida por su cuenta. Y es unhoyka, ¿no querrás que comamos con él?

—Es buen chico, dale algo de

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comer. Sólo un poquito.Cuando el barbero vio cómo

engullía Keshava las galletas,comprendió por qué se lo había enviadoel tendero.

—¡Dios mío! ¿No has comido nadaen todo el día?

A la mañana siguiente, cuando Keshavase presentó allí, el barbero le dio unapalmadita en la espalda. Aún no sabíaexactamente qué hacer con él, pero esoya no parecía preocuparle; sabía que nopodía dejar que el pobre muchacho, conaquella cara tan dulce, se muriera dehambre todo el día en el local del

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tendero. A mediodía, le dieron dealmorzar. La esposa del barbero noparaba de gruñir, pero él le sirvió en elplato unos buenos cucharones de curryde pescado.

—Trabaja duro, se lo merece.Aquella tarde, Keshava acompañó al

barbero en la ruta que hacía a domicilio;iban de casa en casa y aguardaban en elpatio trasero a que salieran los clientes.Keshava colocaba la silla de madera yel barbero le rodeaba el cuello al clientecon el trapo blanco y le preguntabacómo quería que le cortase esta vez. Alterminar, el barbero sacudía con fuerzael trapo para quitar todos los pelos;luego, mientras salían y se dirigían a la

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siguiente cita, le hacía comentariossobre el cliente.

—A éste no se le levanta —le dijouna de las veces—; se nota por loflácido que tiene el bigote. —Al ver laexpresión perpleja de Keshava, añadió—: Me parece que aún no sabes nada deesa parte de la vida, ¿eh, chico? —Yenseguida, arrepintiéndose de laconfidencia, le susurró—. No lo repitasdelante de mi mujer.

Cada vez que cruzaban la calle, loagarraba de la muñeca.

—Esto es muy «peligroso» —decía,pronunciando la palabra clave en inglése imprimiéndole una especie de temblor,que le confería todo su exótico

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dramatismo—. En esta ciudad, tedescuidas un momento y adiós.«Peligroso».

Por la noche, Keshava regresó alcallejón, detrás del mercado. Suhermano yacía boca abajo, dormidocomo un tronco y tan agotado, alparecer, que no había tenido fuerzas nipara taparse. Keshava le dio la vuelta,desenrolló la sábana y lo cubrió hasta lanariz.

Como Vittal ya estaba dormido, sepegó bien a él con su jergón, de modoque sus brazos se tocaban, y se durmiómirando las estrellas.

Un ruido horrible lo despertó enmitad de la noche: tres gatitos se

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perseguían alrededor de su cuerpo. Porla mañana, vio que su vecino les daba uncuenco de leche. Tenían el pelajeamarillo y las pupilas alargadas, comomarcas de uñas.

—¿Ya tenéis preparado el dinero?—le dijo el vecino, cuando se acercó aacariciar a los gatitos.

Le explicó que los dos tenían quepagar una tarifa al «jefe» local, uno delos que cobraban a los vagabundos deKittur a cambio de «protección»… de élmismo, sobre todo.

—Pero ¿dónde está el Jefe? Mihermano y yo no lo hemos visto nunca.

—Esta noche lo verás. Es lo que noshan dicho. Tened preparado el dinero si

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no queréis que os dé una paliza.Durante las semanas siguientes,

Keshava adoptó una rutina diaria. Porlas mañanas trabajaba con el barbero;cuando terminaba, podía hacer lo quequisiera. Solía vagar por el mercado,que a él le parecía rebosante de cosasrelucientes y carísimas. Hasta las vacasque comían basuras le parecían muchomás grandes que las del pueblo. Sepreguntaba qué habría en las basuras delmercado para que engordaran tanto. Unavaca negra, con unos cuernos enormes,se paseaba por allí dentro como unanimal mágico de otra tierra. Él solíamontarse en las vacas del pueblo y lehabría gustado montar a aquel animal,

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pero allí, en la ciudad, le daba miedohacerlo. En Kittur parecía haber comidapor todas partes; ni siquiera los pobresse morían de hambre. Veía que losmendigos comían junto al templojainista. Observaba a un tendero quetrataba de dormir en medio del alborotodel mercado, tapándose la cabeza con uncasco de moto. Miraba las tiendas quevendían pulseras de vidrio, camisas ycamisetas envueltas en bolsas decelofán, mapas de la India con losnombres de todos los estados.

—¡Eh! ¡Quítate de en medio,pueblerino!

Era un hombre con un carro debueyes lleno hasta los topes de cajas de

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cartón. Se preguntó qué habría dentro.Le habría gustado tener una bicicleta

para recorrer a toda velocidad laavenida y sacarles la lengua a aquelloscarreteros arrogantes que lo trataban congrosería. Aunque lo que más le habríagustado era ser revisor de autobús. Secolgaban de un lado de la carrocería y legritaban a la gente que se diera prisa osoltaban improperios cuando losadelantaba un autobús rival. Tenían ununiforme caqui y un silbato negrocolgado del cuello con un cordón rojo.

Una noche, toda la gente en elmercado levantó la vista y se puso amirar a un mono que había empezado acaminar por un cable del teléfono.

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Keshava lo observó, maravillado. Elescroto rosado le colgaba entre laspiernas y sus enormes pelotas rojas sebamboleaban a ambos lados del cable.Alcanzó de un salto un edificio que teníapintado un sol azul con grandes rayosalrededor, y miró desde allí conindiferencia a la multitud.

De repente, un autorickshaw le dioun golpe a Keshava y lo derribó enmitad de la calle. Antes de que pudieraincorporarse, ya tenía delante alconductor, que le gritaba enfurecido.

—¡Levanta, hijo de mujer calva!¡Levanta! ¡Levanta! —El tipo apretabalos puños, amenazante, y Keshava secubrió la cara con las manos y empezó a

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suplicar.—¡Deja en paz al chico!Un hombre gordo con un sarong azul

se había interpuesto entre ambos yapuntaba al conductor del autorickshawcon un palo. El tipo soltó un gruñido,pero se dio media vuelta y subió a suvehículo.

Keshava quería tomarle las manos alhombre del sarong azul y besárselas,pero ya había desaparecido entre lamultitud.

Los gatos lo despertaron una vez más enmitad de la noche. Antes de que pudieravolver a dormirse, se oyó un silbido en

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el otro extremo del callejón.—¡El Hermano! —gritó alguien.Se oyó un murmullo de ropas; todos

se apresuraban a levantarse. Un tipobarrigón con camiseta blanca y unsarong azul se alzaba en la boca de lacalleja, con las manos en jarras.

—Así pues, queridos amiguitos, ¿oshabíais creído que ibais a ahorraros lacuota de vuestro pobre y afligidohermano escondiéndoos aquí?

El tipo fue examinando, uno a uno, atodos los que se hacinaban en elcallejón. Keshava descubrió con unsobresalto que era su salvador delmercado. El Hermano pinchaba con supalo a cada hombre y le preguntaba:

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—¿Cuánto hace que no me pagas,eh?

Vittal estaba aterrorizado, pero unvecino le susurró:

—No te preocupes. Te hará ponerteen cuclillas y pedirle perdón, y selargará. Sabe que aquí no hay dinero.

Cuando llegó a la altura de Vittal, elbarrigón se detuvo y lo miróatentamente.

—Y usted, caballero, mi maharajáde Mysore, si es que puedo molestarleun segundo… ¿Nombre?

—Vittal, hijo del barbero deGurupura, señor.

—¿Hoyka?—Sí, señor.

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—¿Cuándo llegaste a este callejón?—Hace cuatro meses —dijo Vittal,

sin ocultar la verdad.—¿Y cuántos pagos me has hecho en

ese periodo?Vittal dijo que ninguno.El tipo le dio una bofetada y él

retrocedió tambaleante, tropezó con sussábanas y se dio un buen costalazo.

—¡No le pegues! ¡Pégame a mí!El tipo del sarong azul se volvió

hacia Keshava.—¡Es mi hermano! ¡Mi único

pariente en este mundo! ¡Pégame a mí, yno a él! ¡Por favor!

El barrigón bajó el palo y miró alchico, entornando los ojos.

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—¿Un hoyka tan valiente? Esto esnuevo. Tu casta está llena de cobardes.O ésa es la experiencia del Hermano enKittur.

Apuntó a Keshava con el palo y sedirigió a todo el callejón.

—Vosotros, mirad cómo defiende asu hermano. Joven, voy a perdonarle lacuota a tu hermano esta noche. Lo hagopor ti.

Le tocó la cabeza a Keshava con elpalo.

—Ven a verme el jueves. A laterminal de autobuses. Tengo trabajopara los valientes como tú.

Al día siguiente, el barbero se quedópasmado cuando Keshava le contó la

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tremenda suerte que había tenido.—¿Y quién va a sostener el espejo?

—le dijo.Agarró al chico de la muñeca.—Es «peligroso» andar con esa

gente de los autobuses. Quédateconmigo, Keshava. Puedes venir adormir a mi casa; así ese Hermano nopodrá molestarte; serás como un hijopara mí.

Pero él se había enamorado de losautobuses. Ahora cada día se iba directoa la terminal, al final del mercadoCentral, para fregar los autobuses conuna bayeta y un cubo de agua. Era el másentusiasta de todos los encargados de lalimpieza. Cuando estaba dentro del

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vehículo, se ponía al volante y simulabaconducir. Brum, brum.

—Una buena pieza, ya lo creo —lesdecía el Hermano a los revisores yconductores, y ellos se reían y asentían.

Mientras se encontraba jugando alvolante, hablaba a gritos y con todaclase de palabrotas; pero si alguien lointerrumpía y le preguntaba: «¿Cómo tellamas, bocazas?», se quedabadesconcertado, ponía los ojos en blanco,se daba una palmada en la coronilla yrespondía al fin: «Keshava… Sí, eso es.Keshava. Creo que ése es mi nombre».Y ellos se echaban a reír y decían:«¡Este chico está tocado del ala!».

A uno de los revisores le había

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caído bien y le dijo que se presentara alas cuatro de la tarde.

—Sólo una vuelta, ¿entendido? —leadvirtió con aire severo—. Tendrás quebajarte a las cinco y cuarto.

Pero volvió a la estación conKeshava a las diez y media.

—Me da buena suerte —dijo,alborotándole el pelo—. Hoy hemosganado a todos los autobuses cristianos.Hemos arrasado.

Muy pronto todos los revisoresempezaron a invitarlo a sus autobuses.El Hermano, que era un hombresupersticioso, observó el fenómeno yproclamó que Keshava se había traído labuena suerte de su pueblo.

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—¡Un joven como tú, con ambición!—dijo, dándole unos golpecitos en eltrasero con el palo—. ¡Incluso podríasllegar a ser revisor algún día, bocazas!

—¿De verdad? —Keshava pusounos ojos como platos.

Se subía a los autobuses cuandosalían rugiendo por la avenida a lascinco de la tarde, que era la hora punta,encabezados por el número 77.

Se sentaba delante, junto al asientodel conductor, y lo jaleaba como si élsolo fuera un equipo de animadoresentero.

—¿Vas a dejar que nos ganen? —ledecía—. ¿Vas a permitir que losautobuses cristianos adelanten a los

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hindús?El revisor se abría paso entre la

gente apretujada, entregando billetes yrecogiendo las monedas, sin sacarse elsilbato de la boca. El autobús acelerabay no se llevaba alguna vaca por delantede milagro. Avanzando a toda velocidadpor la avenida, el número 5 se ponía a laaltura del número 243 (un motoristaaterrorizado tenía que virar bruscamentepara salvar el pellejo) y finalmenteadelantaba a su rival entre los vítores delos pasajeros. ¡El autobús hindú habíaganado!

Por las noches, fregaba losautobuses y fijaba varillas de inciensoen los retratos de los dioses Ganapati y

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Krishna que había junto al retrovisor.Los domingos tenía la tarde libre.

Exploraba el mercado Central entero,desde las verdulerías hasta las tiendasde ropa que estaban en la otra punta.

Empezó a reparar en los detalles quellamaban la atención de la gente.Aprendió a distinguir las camisas queestaban bien de precio y las que eran unrobo; qué tipos de dosas eran buenas ycuáles no. Adquirió los conocimientosrefinados del mercado. Aprendió aescupir; no como en el pasado, paraaclararse la garganta o despejarse lanariz, sino con cierta arrogancia: conestilo. Cuando volvieron a escasear laslluvias y aparecieron más caras nuevas

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en el mercado procedentes de lospueblos, se mofaba de ellos: «¡Eh,pueblerinos!». Acabó dominando la vidadel mercado. Aprendió a cruzar pese altráfico incesante, alzando la mano comosi fuese una señal de «stop» ymoviéndose deprisa, sin hacer caso delos bocinazos irritados.

Cuando había un partido de críquet,todo el mercado hablaba de lo mismo.Keshava iba de puesto en puesto y cadatendero tenía un pequeño transistornegro que crepitaba con milinterferencias mientras emitía laretrasmisión. El mercado entero parecíazumbar como un enjambre y era como sicada celdilla secretara comentarios de

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críquet.Por la noche, la gente comía junto a

la calle. Cortaban leña, encendían lascocinas y se sentaban en torno a lashogueras, cuyas llamas parpadeantes lesdaban un aire demacrado, duro ybruñido. Preparaban caldo y, a veces,pescado frito. Él les hacía trabajillos,como llevar botellas vacías, pan, arroz obloques de hielo a las tiendas cercanas;a cambio, lo invitaban a cenar.

Apenas veía a Vittal. Cuandollegaba al callejón, su hermano yaestaba envuelto en su sabana, roncandosuavemente.

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Una noche, se llevó una sorpresa. Albarbero le preocupaba que cayera bajola influencia de los tipos «peligrosos»de la estación y se lo llevó a ver a unapelícula. Lo tomó firmemente de la manoy no lo soltó durante todo el trayectohasta el cine. Al salir, le dijo queesperase mientras él iba a charlar con unamigo que vendía hojas de paan en laentrada. Durante la espera, Keshava oyógritos y un tambor y dobló la esquinapara averiguar de dónde procedía elruido. Delante de un parque infantil,había un tipo tocando un enorme tambor;a su lado, sobre una plancha metálica, se

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exhibían las imágenes de unos hombresfornidos luchando cuerpo a cuerpo enropa interior.

El tipo del tambor no lo dejó pasar.La entrada valía dos rupias, dijo.Keshava suspiró y se volvió hacia elcine. Pero mientras regresaba vio avarios chicos que escalaban el murolateral del parque y los siguió.

En la arena, en medio del parque,había dos luchadores; uno con shortsverdes, y el otro, amarillos. Junto alrecinto, vio a otros seis o sieteluchadores sacudiendo las piernas y losbrazos. Nunca había visto hombres conuna cintura tan esbelta y hombros tanmusculosos; contemplar sus cuerpos ya

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resultaba emocionante.—Govind Pehlwan combate con

Shamsher Pehlwan —anunció un hombrecon un megáfono.

Era el Hermano.Los luchadores tocaron el suelo y se

llevaron los dedos a la frente; luego seembistieron mutuamente como carneros.El de los shorts verdes tropezó yresbaló, y el de los shorts amarillos loinmovilizó en el suelo; luego lasituación se invirtió. La cosa continuó enesta tónica durante un rato, hasta que elHermano los separó, diciendo:«¡Menuda pelea, ya lo creo!».

Los dos luchadores, cubiertos depolvo, se retiraron a un lado y

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empezaron a lavarse. Debajo de losshorts, para sorpresa de Keshava,llevaban otro par de shorts y se bañabancon ellos puestos. Uno de los luchadoresalargó un brazo sin más ni más y leapretó al otro la nalga. Keshava se frotólos ojos, para asegurarse de que no veíavisiones.

—Siguiente combate: BalramPehlwan lucha con Rajesh Pehlwan —anunció el Hermano.

El pálido barro había adquirido untono oscuro en el centro, donde la luchahabía sido más intensa. Losespectadores estaban sentados en unterraplén cubierto de hierba. ElHermano daba vueltas alrededor de la

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arena, comentando las incidencias. «¡Uh,uh!», gritaba cuando un luchadorinmovilizaba a otro en el suelo. Porencima, revoloteaba una gran nube demosquitos, como si también a ellos lesexcitase la pelea.

Keshava se deslizó entre lamuchedumbre de espectadores; vio aalgunos chicos tomados de la mano, oapoyando la cabeza en el pecho del otro.Le daba envidia; le habría gustado estarallí con un amigo y estrechar su manoentre las suyas.

El Hermano se le acercó y,rodeándole los hombros con un brazo, leguiñó un ojo.

—¿Te has colado, verdad? Pues no

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es buena idea. El dinero de las entradasva directamente a mi bolsillo, ¡o sea,que me has estafado, granuja!

—He de irme —dijo Keshava,retorciéndose—. Me espera el barbero.

—¡Al diablo con el barbero! —rugió el Hermano.

Sentó a Keshava a su lado y reanudósus comentarios con el megáfono.

—Yo también fui como tú —le dijodurante un intervalo—. Un chico sinnada. Llegué de mi pueblo con lasmanos vacías. Y mira en qué me heconvertido…

Abrió los brazos, ante la miradaabsorta de Keshava, abarcando a losluchadores, a los vendedores de

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cacahuetes, a los mosquitos, al tipo deltambor en la entrada. El Hermanoparecía el dueño de todo lo que había deimportante en este mundo.

Aquella noche, el barbero sepresentó en el callejón y corrió aabrazar a Keshava, que ya se habíaechado a dormir.

—¡Eh!, ¿dónde te has metidodespués de la película? Creíamos que tehabías perdido. —Le puso la mano en lacabeza y le alborotó el pelo—. Ahoraeres como mi hijo, Keshava. Voy adecírselo a mi esposa, te acogeremos ennuestra casa. Hablaré con ella y luegovendrás conmigo. Ésta es tu últimanoche aquí.

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Keshava miró a Vittal, que habíalevantado una esquina de la manta paraescuchar, aunque volvió a taparse lacabeza enseguida y se dio la vuelta.

—Haz lo que quieras con él —masculló—. Bastante trabajo tengo yacuidando de mí mismo.

Una noche, mientras Keshava restregabael suelo del autobús, oyó a su lado losgolpes de un bastón.

—¡Bocazas! —Era el Hermano, consu camiseta blanca—. Te necesitamos enel mitin.

Subieron al autobús número 5 a unapandilla de chicos de la terminal y se

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los llevaron a la plaza Nehru. Se habíacongregado allí una enorme multitud.Había postes por toda la plaza conbanderas en miniatura del Partido delCongreso.

Habían levantado en medio un granestrado y habían colgado por encima unaimagen descomunal de un hombre conbigote y gruesas gafas negras que alzabalos brazos en una especie de bendiciónuniversal. Debajo, había seis hombresvestidos de blanco. Un locutor hablabapor un micrófono:

—¡Es un hoyka y se sienta al ladodel primer ministro Rajiv Gandhi y le daconsejos! ¡Así puede comprobar elmundo entero que los hoykas son dignos

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de confianza, por muchas falsedades quelos bunts y las demás castas superioreshayan propagado sobre nosotros!

Al cabo de un rato, el miembro delParlamento en persona, el hombre queaparecía en el cartel, se acercó almicrófono.

El Hermano siseó en el acto:—¡Empezad a gritar!Las docenas de chicos que estaban

de pie en la última fila, inflaron lospulmones y aullaron:

—¡Viva el héroe del pueblo hoyka!Lo gritaron seis veces y luego el

Hermano les ordenó callar.El gran hombre habló durante más de

una hora.

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—Habrá un templo hoyka. Digan loque digan los brahmanes; digan lo quedigan los ricos. Habrá un templo hoykaen esta ciudad. Con sacerdotes hoykas.Con dioses hoykas. Y con diosashoykas. Con puertas hoykas y campanashoykas, ¡y hasta con felpudos y pomoshoykas! ¿Por qué? ¡Porque somos elnoventa por ciento de esta ciudad!¡Porque tenemos derechos! ¡Somos elnoventa por ciento! ¡El noventa porciento!

El Hermano ordenó a los chicos quegritaran. Todos obedecieron; Keshavase le acercó y le dijo al oído:

—Pero no somos el noventa porciento. No es cierto.

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—Tú calla y sigue gritando.Al concluir el acto, empezaron a

distribuir botellas de licor desde unoscamiones. La gente se daba empujonespara llevarse una.

—Eh —le dijo el Hermano aKeshava—. Tómate un trago, venga, telo mereces. —Le dio una palmada en laespalda y los demás lo forzaron a echarun trago, que le provocó un ataque detos.

—¡Nuestro mejor vociferador deconsignas!

Aquella noche, cuando Keshavavolvió por fin al callejón, Vittal loesperaba con los brazos cruzados.

—Estás borracho.

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—¿Y qué? —replicó él,golpeándose el pecho—. ¿Quién te hascreído que eres, mi padre?

Vittal miró al vecino, que jugaba conlos gatos, y gritó:

—Este chico está perdiendo toda ladecencia en esta ciudad. Ya no es capazde distinguir el bien del mal. Anda porahí con matones y borrachos.

—No digas esas cosas del Hermano,te lo advierto —murmuró Keshava convoz ronca.

Pero Vittal no se detuvo.—¿Qué demonios haces, si no,

vagando por la ciudad a estas horas?¿Crees que no sé en qué clase de animalte has convertido?

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Agitó el puño hacia él, peroKeshava le agarró la mano.

—No me toques.Y sin saber muy bien lo que hacía,

recogió su petate y echó a andar por elcallejón.

—¿Adónde crees que vas? —gritóVittal.

—Me marcho.—¿Y dónde vas a dormir esta

noche?—Con el Hermano.Ya casi había salido del callejón

cuando oyó a Vittal llamándolo a gritos.Tenía la cara llena de lágrimas. Pero nobastaba con que lo llamara; quería queVittal corriera a buscarlo, que lo tocara

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y abrazara, que le suplicara quevolviera.

Notó una mano en el hombro; elcorazón le dio un brinco. Pero no vio aVittal al volverse, sino al vecino.Enseguida, llegaron también los gatos yse pusieron a lamerle los pies y amaullar enloquecidos.

—¡Vittal no hablaba en serio, ya losabes! Está preocupado por ti,simplemente. Te has juntado con gentepeligrosa. Olvida lo que te ha dicho yvuelve.

Keshava se limitó a menear lacabeza.

Era las diez de la noche. Caminóhasta el taller de reparación de

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autobuses. En la oscuridad, había doshombres con máscaras cortando metalcon una llama azul; saltaban chispas, seoía un chirrido estridente y le llegaba elolor acre del humo.

Al rato, sin quitarse la máscara, unode los hombres le señaló hacia delante;Keshava no entendió qué quería decir,pero siguió hacia el fondo. En lapenumbra, distinguió al Hermano,repantigado en una silla de mimbre conel torso desnudo, y a una mujer queestaba en cuclillas masajeándole lospies.

—Hermano, déjame quedarme aquí.No tengo adónde ir, Vittal me ha echado.

—¡Pobre muchacho! —Miró la

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mujer que le frotaba los pies—. ¿Ves loque sucede con la estructura familiar eneste país? ¡Hermanos que echan a lacalle a sus hermanos!

Se levantó de la silla y llevó aKeshava a un edificio cercano, que,según dijo, era un albergue quereservaba para los mejores trabajadoresde la terminal. Abrió una puerta; habíauna fila de camastros ocupados. ElHermanó sacó de un tirón una colcha. Unchico yacía dormido con la cabeza entrelas manos.

El Hermano lo despertó con unoscachetes.

—Levántate y sal de aquí.Sin protestar siquiera, el chico

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empezó a recoger sus cosas. Se refugióen un rincón y se puso en cuclillas;estaba demasiado confuso para pensaradónde ir.

—¡Fuera de aquí! ¡Llevas tressemanas sin presentarte en el trabajo! —gritó el Hermano.

Keshava se apiadó de aquella figuraacuclillada; quería gritar: «¡No lo eches,Hermano!». Pero comprendió enseguidala situación. O el chico o él. Uno de losdos ocuparía el camastro.

Unos instantes más tarde, el otrohabía desaparecido.

Había una cuerda de tendersuspendida entre dos vigas y los chicosdejaban allí colgados los sarongs

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blancos de algodón, que se solapabanunos con otros como un ejército defantasmas. Las paredes estaban cubiertasde carteles de actrices y del diosAyappa, sentado sobre su pavo real. Losdemás se habían apiñado a distancia,mirándolo y mofándose de él.

Sin hacerles caso, sacó sus cosas: sucamisa de repuesto, un peine, mediabotella de aceite para el pelo, cintaadhesiva y seis fotos de actrices de cine,que había robado de la tienda de supariente. Las pegó con la cinta junto a sucamastro.

Los otros chicos se acercaronenseguida.

—¿Sabes cómo se llaman estas

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bellezas de Bombay?—Ésta, Hema Malini —dijo—, y

esa otra, Rekha, que está casada conAmitabh Bachhan.

Su afirmación provocó una oleadade risitas.

—No es su esposa, chico. Es sunovia. Se la tira cada domingo en unacasa de Bombay.

Se enfadó tanto al oírlo que se pusode pie y empezó a gritarles como unloco. Luego se tumbó boca abajo y sequedó así una hora.

—Qué tipo más lunático. Delicado ylunático como una dama.

Se tapó la cabeza con la almohada.Se puso a pensar en Vittal, a preguntarse

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dónde estaría y por qué no se habríaquedado a su lado. Empezó a sollozar enla almohada.

Se le acercó otro chico.—¿Tú eres hoyka?Keshava asintió.—Yo también —dijo el otro—.

Todos éstos son bunts. Nos desprecian.Deberíamos mantenernos unidos tú y yo.—Y añadió, entre susurros—: Teadvierto una cosa. Uno de los chicos sededica a meneársela a los demás por lasnoches.

Keshava se sobresaltó.—¿Cuál?Se pasó la noche despierto. Cada

vez que alguien se acercaba, se

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incorporaba en el camastro. Sólo por lamañana, al ver que todos se reían de unmodo histérico mientras se cepillabanlos dientes, comprendió que le habíantomado el pelo.

Al cabo de una semana, ya daba laimpresión de que hubiera pasado toda suvida en el albergue.

Unas semanas más tarde, el Hermanofue a buscarlo.

—Ha llegado tu gran día, Keshava—le dijo—. Anoche hubo una fuerteriña en una taberna y mataron a uno delos revisores.

Le alzó un brazo, como si acabasede ganar un combate de lucha libre.

—¡El primer revisor hoyka de

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nuestra compañía! ¡Un orgullo para sugente!

Keshava fue nombrado revisor deuno de los veinticinco autobuses quehacían la ruta número 5. Le dieron ununiforme caqui nuevo, además delsilbato negro con cordón rojo y de untaco de billetes de color granate, verde ygris, todos marcados con el número 5.

Mientras circulaban, se asomabafuera del autobús con el silbato en loslabios, sujetándose en un barrote demetal; tenía que tocarlo una vez para queel conductor parara y dos para quesiguiera adelante. En cuanto se detenía,saltaba a la calzada y gritaba a lospasajeros: «¡Suban!, ¡suban!».

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Aguardaba a que el autobús empezara amoverse, trepaba de un salto a lospeldaños que colgaban de la puerta y seagarraba de la barandilla. Entre gritos yempujones, se abría paso en el interiorabarrotado, recogía el dinero yentregaba los billetes. En realidad nonecesitaba los billetes para nada:conocía a cada pasajero de vista. Peroera la costumbre y él la seguía.Arrancaba el billete del taco y se loentregada a cada pasajero, o se lolanzaba por el aire si no llegaba.

Por la noche, los demás chicos de lalimpieza, maravillados por su rápidoascenso, se apiñaron a su alrededor.

—¡Arreglad eso! —gritó, señalando

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la barra de la que se colgaba—. Estásuelta y no soporto oír cómo traqueteatodo el día.

—Tampoco es tan divertido —lesexplicó después, cuando terminaron eltrabajo y se agazaparon a su lado,mirándolo con unos ojos como platos—.Claro que hay chicas en el autobús, perono puedes atosigarlas: eres el revisor, alfin y al cabo. Y además, todo el ratotienes la preocupación de que esoscristianos hijos de puta nos adelanten ynos roben clientes. No, señor; no esnada divertido.

Al empezar las lluvias, tenía quebajar la lona de cuero de las ventanillaspara que no se mojasen los pasajeros.

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Aun así, el agua se filtraba y el autobúsacababa completamente húmedo; elparabrisas quedaba cubierto deriachuelos plateados que se pegaban alcristal como gruesas gotas de mercurio;el mundo exterior se volvía brumoso yél tenía que agarrarse de la barra yasomarse para que el conductor no seequivocara de camino.

Un día, a última hora, mientras sehallaba tendido en el camastro delalbergue (después de que uno de loschicos le secara el pelo con una toallablanca y otro le hiciera un masaje en lospies: sus nuevos privilegios), entró elHermano en el dormitorio con unabicicleta oxidada.

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—Ya no puedes ir a pie por laciudad. Ahora eres un pez gordo. Yquiero que mis revisores se muevan porahí a lo grande.

Keshava apoyó la bici en elcamastro. Y más tarde, los demásobservaron divertidos que se iba adormir con la bicicleta pegada a su lado.

Una noche vio a un lisiado en laterminal, sentado con las piernascruzadas (se le veía la punta de maderade su pierna artificial), con una taza deté humeante en las manos.

Uno de los chicos sofocó una risita.—¿No reconoces a tu patrocinador?—¿Qué quieres decir?—¡La bicicleta que tienes ahora era

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de ese hombre!El chico le explicó que el lisiado

había sido revisor como él, pero que sehabía caído del autobús y un camión lehabía aplastado las piernas. Habíantenido que amputarle una.

—¡Gracias a eso tienes tu propiabicicleta! —dijo con una risotada,dándole una efusiva palmada en laespalda.

Cuando Keshava no estaba en elautobús, el Hermano lo enviaba a hacerrepartos con la bici. Una vez tuvo queatar una barra de hielo en la partetrasera y hacer todo el trayecto hasta elcentro para dejarla en casa de MabroorEngineer, el hombre más rico de la

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ciudad, que se había quedado sin cubitospara el whisky. Pero por las nochespodía usar la bicicleta a su antojo, locual, normalmente, significaba bajar atoda velocidad por la avenida principaljunto al mercado Central. Las tiendasdestellaban a ambos lados a la luz de lasfarolas de parafina, y todas aquellasluces y colores le excitaban hasta talpunto que soltaba el manillar y gritabade alegría, y poco le faltaba a vecespara chocar con algún autorickshaw.

Todo parecía irle bien. Una mañana,sin embargo, los chicos del dormitoriose lo encontraron tirado en la cama,mirando fijamente la foto de una actriz.Se negaba a moverse.

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—Ya está otra vez enfurruñado —dijo uno de ellos—. Eh, ¿por qué no tehaces una paja? Te sentirás mejor.

Al día siguiente se fue a ver albarbero. El viejo no estaba en casa. Suesposa aguardaba en la silla delbarbero, peinándose.

—Espéralo aquí. Siempre estáhablando de ti. Te echa mucho demenos, ¿sabes?

Keshava asintió. Hizo sonar susnudillos y se paseó alrededor de la sillatres o cuatro veces.

Esa noche, en el dormitorio, losdemás chicos lo agarraron entre todosmientras se cepillaba el pelo y loarrastraron fuera.

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—Este tipo lleva días enfurruñado.Ya es hora de que lo llevemos con unamujer.

—No —dijo—. Esta noche, no.Tengo que ir a casa del barbero. Prometíque iría…

—¡Nosotros sí que te vamos a llevaral barbero, ya verás! ¡Ésa te va a afeitarde lo lindo!

Lo metieron en un autorickshaw y selo llevaron al Bunder. Había unaprostituta que se «veía» con los hombresen una casa que quedaba al lado de lafábrica de camisas y, aunque él lesgritaba que no quería, ellos lerespondían que eso lo curaría de sumalhumor y lo volvería normal, como

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todo el mundo.Y sí: pareció más normal en los días

siguientes. Una tarde, al acabar su turno,vio a un nuevo chico de la limpieza, unade las últimas adquisiciones delHermano, escupiendo en el suelomientras fregaba; Keshava lo llamó y ledio una bofetada.

—No se te ocurra escupir en elautobús, ¿entendido?

Era la primera vez en su vida queabofeteaba a alguien.

Le resultó agradable. A partir deentonces, empezó a pegar a los chicosde la limpieza, tal como los demásrevisores.

Continuaba en el autobús número 5 y

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cada vez se le daba mejor su trabajo. Nose le escapaba ni una. A los chicos quetrataban de sacarse un viaje gratis desdeel cine con sus pases escolares, lesdecía:

—Ni hablar. Los pases funcionansólo si vais o volvéis del colegio. Si esuna escapada, tenéis que pagar la tarifacompleta.

Uno de aquellos chicos era unproblema serio: un tipo alto y guapo,con una camisa confeccionada enBombay, a quien sus compinchesllamaban Shabbir. Keshava se diocuenta de que la gente miraba su camisacon envidia. Se preguntaba por quétomaría el autobús un tipo como aquél;

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la gente de su clase tenía su propiocoche, con chófer y todo.

Una tarde, cuando el autobús sedetuvo frente al colegio de chicas, elricachón se acercó a los asientosreservados a las mujeres y se inclinójunto a una joven.

—Perdone, señorita Rita. Sóloquiero hablar con usted.

Ella se volvió hacia la ventanilla,apartándose de él.

—¿Por qué no habla conmigo? —Sonreía con aire depravado; suscompañeros silbaban y aplaudían desdeel fondo.

Keshava se plantó a su lado de unsalto.

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—¡Ya basta! —Cogió del brazo alricachón y lo apartó de la chica—.Nadie molesta a las mujeres en miautobús.

El tal Shabbir le lanzó una miradafuriosa. Keshava se la devolvió.

—¿Me has oído? —Rompió unbillete y se lo tiró a la cara parasubrayar la advertencia—. ¿Me hasoído?

El ricachón sonrió.—Sí, señor —dijo, y le tendió la

mano como si pretendiera estrechársela.Keshava se la dio, perplejo, mientraslos de la última fila estallaban encarcajadas. Cuando retiró la mano, seencontró un billete de cinco rupias.

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Sin dudarlo, tiró el billete a los piesdel ricachón.

—Vuelve a intentarlo, hijo de mujercalva, y te sacaré volando del autobús.

Mientras se bajaba, la chica miró aKeshava con gratitud y él comprendióque había hecho lo que debía.

Uno de los pasajeros le susurró:—¿No sabes quién es ese chico? Su

padre es el dueño del videoclub y esamigo íntimo del miembro delParlamento. ¿Ves esa insignia que reza«CD» en el bolsillo de su camisa? Supadre le compra esas camisas en unatienda de Bombay. Cada una cuesta cienrupias, según dicen, o quizá doscientas.

—En mi autobús —dijo Keshava—,

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será mejor que se comporte. Aquí no hayricos ni pobres; todo el mundo comprael mismo billete. Y nadie molesta a lasmujeres.

Aquella noche, cuando el Hermanose enteró del incidente, le dio un abrazo:

—¡Mi valeroso revisor! ¡Estoyorgulloso de ti!

Le alzó la mano a Keshava y losdemás aplaudieron.

—¡Este chico de pueblo les haenseñado a comportarse a los ricos deciudad que suben al número 5!

A la mañana siguiente, mientras seasomaba fuera del autobús y tocaba elsilbato para darle ánimos al conductor,la barra dio un chasquido y se

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desprendió. Keshava se cayó delvehículo, que iba a toda marcha, seestrelló contra el suelo, salió rodando yacabó golpeándose la cabeza con elbordillo.

Durante los días que siguieron, suscompañeros de albergue se loencontraban acurrucado en la cama,siempre al borde de las lágrimas. Se lehabía caído la venda de la cabeza y yano le salía sangre. Pero él permanecíaen silencio. Cuando le daban unachuchón, Keshava movía la cabeza ysonreía, como diciendo: «Sí, estoybien».

—Entonces, ¿por qué no sales yvuelves al trabajo?

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Él no contestaba.—Está de mal fario todo el día.

Nunca lo habíamos visto así.Pero luego, tras cuatro días sin

presentarse en la terminal, volvieron averlo asomado al autobús y gritando alos pasajeros, con el mismo aspecto desiempre.

Pasaron dos semanas. Una mañana,notó una mano poderosa en el hombro.El Hermano en persona había ido averlo.

—Me he enterado de que en laúltima semana sólo has trabajado un día.Eso está muy mal, hijo. No puedesponerte así. Tú habrías de estar lleno devida —le dijo agitando un puño ante sus

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narices, como para demostrarle laintensidad de la vida.

El chico de al lado se llevó un dedoa la sien.

—No le afecta nada. Está chiflado.Ese golpe en la cabeza lo ha dejadoconvertido en un imbécil.

—Siempre ha sido un imbécil —dijootro, que se estaba peinando ante elespejo—. Ahora lo único que quiere esdormir y comer gratis en este albergue.

—¡Silencio! —ordenó el Hermano,blandiendo su bastón hacia ellos—.¡Nadie habla así de mi mejorvociferador de consignas!

Le tocó suavemente la cabeza aKeshava con el bastón.

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—¿Has oído lo que dicen de ti,Keshava? Que estás fingiendo pararobarle al Hermano comida yalojamiento. ¿Has oído las cosasinsultantes que dicen de ti?

Keshava rompió a llorar. Pegó lasrodillas al pecho, apoyó en ellas lacabeza y siguió sollozando.

—¡Mi pobre muchacho!Hasta el Hermano estaba al borde de

las lágrimas. Se acercó y abrazó alchico.

—Alguien tiene que avisar a lafamilia —dijo, mientras salía—. Nopodemos tenerlo aquí si no trabaja.

—Se lo hemos dicho a su hermano—dijeron los chicos.

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—¿Y?—No quiere saber nada de Keshava.

Dice que ya no existe ningún vínculoentre ellos.

El Hermano dio un puñetazo en lapared.

—¡Mirad cómo se ha deteriorado lavida familiar en nuestros días! —Agitóel puño, que le había quedado doloridodel impacto—. Ese tipo ha de cuidar desu hermano. ¡No tiene alternativa! —bramó, azotando el aire con el bastón—.¡Ya le enseñaré yo a ese pedazo demierda! ¡Le obligaré a recordar susdeberes con su hermano menor!

Nadie llegó a echarlo, pero unanoche, al regresar al albergue, Keshava

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se encontró a otro sentado en sucamastro. El tipo estaba repasando conel dedo el contorno de las caras de lasactrices y los demás se mofaban de él:

—Ah, o sea, ¿que es su esposa? ¡Nolo es, idiota!

Era como si aquel chico hubieraocupado siempre aquel sitio y como silos demás hubieran sido siempre suscompañeros.

Keshava se alejó sin más. No teníaganas de pelearse para recuperar sucamastro.

Aquella noche se sentó junto a laspuertas cerradas del mercado Central yalgunos de los vendedores callejeros loreconocieron y le dieron de comer. Él

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no les dio las gracias; ni siquiera lossaludó. La cosa se repitió unos cuantosdías. Al final, uno de ellos le dijo:

—En este mundo, un tipo que notrabaja, no come. Aún no es demasiadotarde; vete a ver al Hermano, pídeleperdón y suplícale que te vuelva a dar tuantiguo puesto. Ya sabes que él teconsidera como de la familia…

Durante varias noches, vagabundeópor los alrededores del mercado. Un díasus pasos lo llevaron al albergue. ElHermano estaba sentado en la salamientras la mujer le daba un masaje enlos pies.

—Ese vestido que llevaba Rekha enla película —estaba diciendo— era

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precioso, ¿no crees?Entonces entró Keshava.—¿Qué quieres? —dijo el Hermano,

levantándose de golpe.Keshava trató de ponerlo en

palabras. Extendió los brazos hacia elhombre del sarong azul.

—¡Este hoyka idiota está loco! ¡Yapesta! ¡Sacadlo de aquí!

Lo arrastraron afuera entre varios ylo tiraron al suelo. Luego le patearon lascostillas con sus zapatos de cuero.

Al rato, oyó pasos y alguien lolevantó. Unas muletas de maderagolpearon el suelo y una voz de hombremurmuró:

—Así que el Hermano tampoco sabe

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qué hacer contigo, ¿no?Tuvo la sensación de que le ofrecían

algo de comer. Lo husmeó; apestaba amierda y aceite de castor y lo rechazó.Notaba alrededor un olor a basura yvolvió la cabeza hacia el cielo; tenía losojos llenos de estrellas cuando loscerró.

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La historia de Kittur(Resumen de Una breve

historiade Kittur, del padre Basil

d’Essa, S. J.)

El nombre «Kittur» es al parecer unacorrupción de «Kiri Uru», CiudadPequeña, o bien de «Kittamma Uru», quealude a la diosa Kittamma,especializada en repeler la viruela, cuyotemplo se levantaba cerca de la actual

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estación de ferrocarril. En una cartaescrita en 1091, un comerciante siriocristiano recomienda a sus colegas elexcelente puerto natural de la ciudad deKittur, en la costa malabar. Durante elsiglo XII, no obstante, la ciudad parecehaberse desvanecido; los mercaderesárabes que visitaron Kittur en 1141 y1190 hablan sólo de unas tierrassalvajes. En el siglo XIV, un dervichellamado Yusuf Ali empezó a curarleprosos en el Bunder; al morir, sucuerpo fue sepultado bajo una cúpulablanca y esta estructura —el Dargah deHazrat Yusuf Ali— ha seguido siendohasta hoy un lugar de peregrinación. Afinales del siglo XV, «Kittore, también

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conocida como la ciudadela de loselefantes», figura en los registros derecaudación de impuestos de losgobernantes Vijayanagara como una delas provincias de su imperio. En 1649,una delegación de cuatro misionerosportugueses, encabezada por frayCristóforo d’Almeida, S. J., recorrió apie la costa desde Goa hasta Kittur. Loque encontró fue un «deplorable amasijode idólatras, mahometanos y elefantes».Los portugueses expulsaron a losmahometanos, destruyeron los ídolos yacabaron convirtiendo a los elefantessalvajes en un montón polvoriento demarfil. Durante los cien años siguientes,Kittur —ahora rebautizada Valencia—

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fue pasando de mano en mano entre lastres potencias en disputa, es decir, entrelos portugueses, los Maratha y el reinode Mysore.

En 1780, Hyder Ali, el soberano deMysore, derrotó cerca del Bunder a unejército de la Compañía de las IndiasOrientales. Según el Tratado de Kittur,firmado aquel mismo año, la Compañíarenunciaba a todos sus derechos sobre«Kittore, también llamada Valencia o elBunder». La Compañía violó estetratado tras la muerte de Hyder Ali, en1782, al establecer un campamentomilitar cerca del Bunder. En represalia,Tippu, el hijo de Hyder Ali, construyó elCañón del Sultán, un formidable fuerte

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de piedra negra armado de cañonesfranceses. Cuando Tippu murió, en1799, Kittur pasó a ser propiedad de laCompañía y fue anexionada a laprovincia de Madrás. La ciudad, comola mayor parte del sur de la India, notomó parte en la rebelión contra ladominación británica de 1857. En 1921,un activista del Congreso

Nacional Indio alzó la bandera tricolor

en el antiguo faro. La lucha por la

libertad había llegado

a Kittur.

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Tercer día: El cine Angel

La vida nocturna de Kittur tiene sucentro en el cine Angel. Cada jueves porla mañana, las paredes de la ciudadamanecen cubiertas de carteles pintadosa mano con el dibujo de una mujer decuerpo entero cepillándose el pelo conlos dedos; debajo, aparece el título delas películas: Sus noches, vino ymujeres, Los misterios adolescentes,Por culpa de su tío. También figurandos rótulos destacados: «ColorMalabar» y «Sólo para Adultos». Hacialas 8 de la mañana se ha formado unalarga cola de hombres desocupados

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frente al cine Angel. Hay sesiones a las10, a las 12, a las 14, a las 16 y a las19.10. Los precios van desde 2,20rupias en platea hasta 4,50 rupias por unpalco en el piso superior. No lejos delcine se halla el hotel Woodside, entrecuyas atracciones figura el célebrecabaret París, con la actuación estelarde la señorita Zeena de Bombay todoslos viernes, y de las señoritas Ayesha yZimboo, de Bahrein, dos sábados almes. Un sexólogo itinerante, el doctorKurvilla, licenciado en Medicina yCirugía, doctorado en TrastornosPsicosomáticos y máster en Sexología,visita el hotel el primer lunes de cadames. Menos caros y más sórdidos en

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apariencia que el Woodside son losbares, restaurantes, albergues yapartamentos de las inmediaciones. Lapresencia en el barrio del YMCA(Asociación de Jóvenes Cristianos)ofrece, sin embargo, a los hombresdecentes la opción de un alberguelimpio y honesto.

La puerta del YMCA se abrió a las dosde la mañana y una pequeña figura saliódel edificio.

Era un hombre menudo con unafrente prominente y desproporcionadaque le daba el aspecto de un profesor decaricatura. El pelo, tupido y ondulado

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como el de un adolescente (aunquecanoso en las sienes y las patillas), lollevaba engrasado y totalmente pegadoal cráneo. Había salido del YMCA con lacabeza gacha; y ahora, como siadvirtiera por primera vez que sehallaba en el mundo real, se detuvo,miró a uno y otro lado, y se dirigió haciael mercado.

De repente, lo sobresaltaron lospitidos de un silbato. Un policía deuniforme que bajaba en bicicleta por lacalle se detuvo a su lado y puso un pieen la acera.

—¿Nombre?—Gururaj Kamath —dijo el hombre

con cara de profesor.

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—¿Y a qué se dedica para andarsolo a estas horas de la noche?

—Busco la verdad.—No se haga el gracioso, ¿quiere?—Soy periodista.—¿De qué periódico?—¿Cuántos periódicos tenemos?El agente, que tal vez albergaba la

esperanza de sorprender a aquel hombreen alguna irregularidad y, por tanto, deintimidarlo o sacarle un soborno(actividades con las que disfrutabaparticularmente), pareció decepcionadoy se alejó con su bicicleta.

Apenas había recorrido unos metroscuando se le ocurrió una idea. Se detuvoy retrocedió hacia el hombrecillo.

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—Gururaj Kamath. Usted escribióuna columna sobre los disturbios, ¿no?

—Sí —dijo el hombre.El agente miró al suelo.—Me llamo Aziz.—¿Y?—Usted, señor, ha hecho un gran

servicio a todas las minorías de estaciudad. Me llamó Aziz. Quiero… darlelas gracias.

—Sólo hacía mi trabajo. Ya se lo hedicho: busco la verdad.

—Yo quiero darle las graciasigualmente. Si hubiera más gentehaciendo lo que hace usted, no habríamás disturbios en esta ciudad, señor.

«No es mal tipo, a fin de cuentas»,

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pensó Gururaj, mientras lo vio alejarsepedaleando. Sólo hacía su trabajo.

Siguió caminando.Nadie lo observaba, así que se

permitió una sonrisa de orgullo.Durante los días de los disturbios, la

voz de aquel hombrecillo se habíaconvertido en la voz de la razón enmedio del caos. Con prosa precisa ymordaz, había mostrado a sus lectores ladestrucción causada por los fanáticoshindúes que se habían dedicado asaquear las tiendas de los musulmanes.Con un tono sereno y desapasionado,había condenado la intolerancia ydefendido los derechos de las minoríasreligiosas. Él no había pretendido con

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sus columnas más que ayudar a lasvíctimas. Ahora descubría, sin embargo,que se había convertido en una especiede celebridad en Kittur. En una estrella.

Quince días atrás, Gururaj habíasufrido el peor golpe de su vida. Supadre había fallecido de neumonía.Cuando regresó del pueblo de su familia(después de haberse afeitado la cabeza yde haberse sentado con un sacerdotejunto a la cisterna del templo pararecitar versos en sánscrito y despedirsedel alma de su padre), descubrió quehabía sido ascendido a subdirectorejecutivo y que se había convertido en elnúmero dos del periódico en el quellevaba veinte años trabajando.

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Así era como compensaba la vidaunas cosas con otras, se había dichoGururaj.

La luna resplandecía en el cielo,rodeada de una gran aureola. Habíaolvidado ya lo hermoso que podía ser unpaseo nocturno. La luz era intensa ylímpida, y le daba una pátina a todas lascosas, perfilándolas y recortando sussombras con nitidez. Pensó que debía deser el día después de la luna llena.

Incluso a aquella hora de la noche,el trabajo proseguía. Le llegaba un ruidoapagado y continuo, como la respiraciónaudible del mundo nocturno. Estabanrecogiendo barro en un camión de cajadescubierta, seguramente para alguna

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obra en construcción. El conductor sehabía quedado dormido al volante; leasomaba un brazo por una ventanilla ylos pies por la otra. Como si hubierafantasmas trabajando detrás, veíagrumos de barro volando hacia la cajadel camión. A Gururaj se le habíahumedecido la espalda de la camisa.«Voy a pillar un resfriado, pensó;debería volver». Pero la idea misma lehizo sentirse viejo y decidió seguiradelante. Dio unos pasos hacia laizquierda y empezó a bajar porUmbrella Street. Una de sus fantasíasinfantiles había sido caminar por enmedio de una avenida, pero nunca habíalogrado zafarse de la atenta vigilancia

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de su padre el tiempo suficiente pararealizarla.

Hizo un alto justo en mitad de laavenida. Luego se metió por un callejón.

Había dos perros apareándose. Seagazapó e intentó observar lo quesucedía exactamente.

Terminado el acto, los perros sesepararon. Uno se alejó callejón abajo yel otro se dirigió hacia él. Corría con unrenovado vigor tras el coito y casi lerozó los pantalones al pasar por su lado.Gururaj lo siguió.

El perro llegó a la avenida principaly husmeó un periódico. Lo tomó entrelos dientes y regresó corriendo hacia elcallejón, siempre seguido de Gururaj. Se

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fue internando cada vez más entre lascallejuelas. Finalmente, se detuvo; sevolvió, le soltó un gruñido y empezó adesgarrar y hacer jirones el periódico.

—¡Muy bien, perrito! ¡Muy bien!Al mirar a su derecha para ver quién

había hablado, Gururaj se encontró caraa cara con una aparición: un hombre decaqui con un rifle de la época de laSegunda Guerra Mundial y con el rostroamarillento y curtido cubierto decicatrices. Tenía ojos achinados. Alacercarse un poco más, Gururaj pensó:«Claro. Es un gurkha».

El tipo estaba sentado en una silla demadera colocada en la acera, justodelante de la persiana bajada de un

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banco.—¿Por qué dice eso? —preguntó

Gururaj—. ¿Por qué felicita al perro pordestrozar un periódico?

—El perro hace bien porque ni unasola palabra del periódico es cierta.

El gurkha (Gururaj supuso que seríael guardia nocturno del banco) selevantó de la silla y dio un paso hacia elperro, que soltó el periódico deinmediato y salió corriendo. Tomandocon cuidado aquel amasijo desgarrado ylleno de babas, empezó a pasar laspáginas.

Gururaj hizo una mueca.—Dígame qué busca. Sé todo lo que

hay en esas páginas.

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El gurkha dejó caer el periódico.—Hace unas noches hubo un

accidente cerca de Flower MarketStreet. Un conductor atropelló a alguieny se dio a la fuga.

—Conozco el caso —dijo Gururaj.No había escrito él la noticia, pero seleía cada día las pruebas de todo elperiódico—. Estaba implicado unempleado del señor Engineer.

—Eso decía el diario. Pero no fue elempleado el que lo hizo.

—¿Ah, no? —Gururaj sonrió—.¿Quién fue entonces?

El gurkha lo miró a los ojos. Sonrióy lo apuntó con el cañón de suantiquísimo rifle.

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—Se lo puedo contar, pero luegotendré que dispararle.

«Estoy hablando con un loco», pensósin quitarle ojo al cañón.

Al día siguiente, Gururaj llegó a sudespacho a las seis de la mañana. Elprimero de todos, como de costumbre.Empezó revisando la máquina deteletipos: aquellos rollos medioborrosos que iba imprimiendo sin pararcon noticias de Delhi, de Colombo y deotras muchas ciudades que no visitaríaen su vida. A las siete, encendió la radioy empezó a garabatear los puntosprincipales de su columna.

A las ocho, apareció la señorita D’Mello y el traqueteo de su máquina de

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escribir desbarató la paz de laredacción.

Sin duda estaba escribiendo sucolumna habitual, «Destellos yreflejos», una sección diaria de bellezapatrocinada por el dueño de unapeluquería de señoras. La señorita D’Mello respondía a las preguntas delas lectoras sobre el cuidado del pelo,les daba consejos y las incitaba condelicadeza a consumir los productos desu patrocinador.

Gururaj nunca hablaba con laseñorita D’Mello. Le molestaba que superiódico publicara una columnapagada, una práctica que no considerabaética. Pero tenía otro motivo para tratar

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con frialdad a la señorita D’Mello: erasoltera y no quería que nadie pensaraque tenía el menor interés en ella.

Los parientes y amigos de su padrellevaban años diciéndole a Guru quedebía abandonar el YMCA y casarse, y éla punto había estado de ceder, pensandoque haría falta una mujer para cuidar desu padre, cada vez más senil a medidaque pasaba el tiempo, cuando el motivode esa necesidad desaparecióbruscamente. Ahora estaba decidido ano sacrificar su independencia pornadie.

Hacia las once, cuando Gururaj salióotra vez de su despacho, la redacciónestaba llena de humo: lo único que le

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desagradaba de su lugar de trabajo. Losperiodistas estaban ante sus escritorios,tomando té y fumando. El teletipo,colocado en un lado, seguía vomitandorollos de papel mal impreso con noticiasmal redactadas procedentes de Delhi.

Después del almuerzo, mandó alconserje a buscar a Menon, un jovenperiodista que empezaba a convertirseen una estrella del periódico. Menon sepresentó en su despacho con los dosbotones superiores de la camisadesabrochados y un reluciente collar deoro en el cuello.

—Siéntate —le dijo Gururaj.Le mostró dos artículos sobre el

accidente de Flower Market Street, que

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había sacado del archivo aquella mismamañana. El primero (se lo señaló) habíaaparecido antes del juicio; el segundo,después del veredicto.

—¿Tú escribiste los dos artículos,verdad?

Menon asintió.—En el primero, el coche que

atropelló al fallecido es un MarutiSuzuki rojo. En el segundo, un Fiatblanco. ¿Cuál fue, en realidad?

Menon examinó los dos artículos.—Yo lo redacté de acuerdo con los

informes de la Policía.—O sea, ¿que no te molestaste en

examinar el vehículo personalmente?Esa noche se tomó la cena que le

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subía la asistenta a su habitación delYMCA. La mujer hablaba por los codos,pero él se temía que pretendía casarlocon su hija y le contestaba lo másescuetamente posible.

Al acostarse, puso el despertador alas dos de la mañana.

Se despertó con el corazónacelerado; encendió la luz y miró elreloj, guiñando los ojos. Eran las dosmenos veinte. Se puso los pantalones, searregló el pelo con las manos, bajó atoda prisa las escaleras y saliócorriendo del YMCA en dirección albanco.

El gurkha estaba en la silla, con surifle de museo.

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—Escuche, ¿usted vio el accidentecon sus propios ojos?

—Claro que no. Yo estaba aquí.Éste es mi trabajo.

—Entonces, ¿cómo demonios sabíaque habían cambiado el coche encomisaría?

—El tamtan.El gurkha bajó la voz. Le explicó

que había una red de vigilantesnocturnos que se pasaban informaciónalrededor de Kittur; un vigilante seacercaba al vecino para echar uncigarrillo y le contaba algo; éste a su vezse lo transmitía al siguiente mientrasfumaba con él. Así corría la voz, sedifundían los secretos y la verdad —lo

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que había sucedido realmente durante eldía— quedaba preservada.

Mientras se secaba el sudor de lafrente, Gururaj pensó que aquello eraimposible, una auténtica locura.

—Entonces, ¿lo que pasó enrealidad fue que Engineer atropelló alhombre cuando volvía a casa?

—Lo dejó allí, dándolo por muerto.—No puede ser.Los ojos del gurkha relampaguearon.—Usted ha vivido aquí el tiempo

suficiente, señor, y sabe muy bien que sípuede ser. Engineer estaba borracho;volvía de la casa de su amante; atropellóal tipo como si fuera un perro callejeroy siguió adelante; lo dejó allí, con las

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tripas fuera. El chico del periódico loencontró así de madrugada. La Policíasabe perfectamente quién circulaborracho de noche por esa calle. Asíque a la mañana siguiente se presentandos agentes en su casa. Él ni siquiera halimpiado la sangre de las ruedasdelanteras del coche…

—Y entonces ¿por qué…?—Es el hombre más rico de la

ciudad. Dueño del edificio más alto deKittur. No pueden detenerlo. Hace queuno de los empleados de su fábricadeclare que era él quien conducía elcoche. El tipo le entrega a la Policía unadeclaración jurada. Estaba conduciendobajo los efectos del alcohol en la noche

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del 12 de mayo cuando atropellé a lainfortunada víctima. Luego el señorEngineer le da al juez seis mil rupias yun poco menos a la Policía, quizá cuatroo cinco mil (porque los jueces son máshonrados que la Policía, claro) para quemantengan la boca cerrada. Y luegoquiere recuperar su Maruti Suzukiporque es un coche nuevo, porque le daprestigio y le gusta conducirlo, así quele entrega a la Policía otras mil rupiaspara cambiar la «identidad» del cocheasesino por la de un Fiat, y ahora yatiene otra vez su coche y anda con él porla ciudad.

—Dios mío.—Al empleado le caen cuatro años.

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El juez podría haberle aplicado unasentencia más dura, pero le da pena elmuy pringado. Tampoco podía soltarlosin más, claro está. Así pues —elvigilante bajó de golpe un martilloimaginario—, cuatro años.

—No puedo creerlo —dijo Gururaj—. Kittur no es una ciudad de esa clase.

El extranjero entornó sus ojosastutos y sonrió. Miró un rato la puntaencendida de su beedi y luego se loofreció.

Por la mañana, Gururaj abrió laúnica ventana de su habitación, que dabaa Umbrella Street, en el corazón mismode la ciudad donde había nacido, dondehabía alcanzado la madurez y donde casi

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con toda seguridad moriría. A vecestenía la sensación de conocer cadaárbol, cada puerta y cada teja de lascasas y edificios de Kittur.Resplandeciendo a la luz de la mañana,Umbrella Street parecía decir: «No, lahistoria del gurkha no puede ser cierta».Las nítidas líneas de un anuncio pintadocon plantilla, los radios relucientes deuna bicicleta montada por un repartidorde periódicos decían: «No, el gurkhamiente». Pero mientras caminaba haciala redacción, vio la espesa sombra de unbaniano atravesando la calzada, comouna mancha nocturna que la mañana sehubiera olvidado de barrer, y su almavolvió a sumirse en la confusión.

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Empezó a trabajar. Retomó ciertarutina. Se serenó. Evitó a la señorita D’Mello.

Aquella tarde, el director delperiódico lo llamó a su despacho. Eraun viejo rechoncho, con los carrilloscolgando, con unas espesas cejasblancas que parecían de escarcha y unasmanos que le temblaban mientras setomaba su té. Los tendones del cuello sele marcaban bajo la piel y cada parte desu cuerpo parecía pedir a gritos lajubilación.

Si se retiraba, Gururaj heredaría supuesto.

—Respecto a esa historia que le hasdicho a Menon que vuelva a

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investigar… —dijo el director, dandosorbos a su taza—, olvídala.

—Había una incongruencia entre loscoches…

El hombre meneó la cabeza.—La Policía cometió un error en el

primer informe, simplemente. —Su vozhabía adoptado el tono tranquilo einformal que Gururaj había aprendido areconocer como definitivo. Dio un sorboa su té y luego otro.

El ruido que hacía al sorberlo, labrusquedad de los modales del viejo yla fatiga de tantas noches en velalograron que Gururaj se pusieranervioso.

—Un hombre ha sido encarcelado

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sin ningún motivo —dijo—. El culpableha quedado libre. Y lo único que puedeuno decir es: «Olvidémonos del asunto».

El viejo siguió dando sorbos. AGururaj le parecía que movía la cabeza,como afirmando.

Volvió al YMCA y subió a suhabitación. Se quedó tumbado en lacama con los ojos abiertos. Seguíadespierto a las dos de la madrugada,cuando sonó el despertador. Al salir,oyó una especie de silbido; el policíapasó por su lado y lo saludócalurosamente con la mano, como sifuese un viejo amigo.

La luna estaba menguando muydeprisa; dentro de unos pocos días, las

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noches serían del todo oscuras. Siguió apie el mismo trayecto de siempre, comosi ya fuera un ritual; primero lentamente,después cruzando al centro de la calle yluego metiéndose a toda prisa en elcallejón hasta llegar al banco. El gurkhaestaba en su silla, con el rifle al hombroy un beedi encendido entre los dedos.

—¿Qué dice el tamtan esta noche?—Esta noche nada.—Entonces cuénteme algo de noches

anteriores. O dígame qué otras cosas hapublicado el periódico que no sonciertas.

—Los disturbios. El periódico loexplicó todo mal.

Gururaj sintió que el corazón le daba

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un brinco.—¿Y eso?—El periódico decía que eran los

hindúes contra los musulmanes, ¿se dacuenta?

—Eran los hindúes contra losmusulmanes. Todo el mundo lo sabe.

—Ja.A la mañana siguiente, Gururaj no se

presentó en su despacho. Se fuedirectamente al Bunder. No había vueltoallí desde que había entrevistado a losdueños de las tiendas afectadas por losdisturbios. Recorrió de nuevo cada unode los restaurantes y puestos de pescadoque habían sido incendiados.

Volvió a la redacción, entró

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precipitadamente en el despacho deldirector y le dijo:

—Anoche oí una historiaabsolutamente increíble sobre losdisturbios entre hindúes y musulmanes.¿Te la explico?

El viejo dio un sorbo a su té.—Me han contado que los

instigadores fueron el miembro delParlamento y la mafia del Bunder. Mehan contado que esos matones y elmiembro del Parlamento han puestotodos los negocios quemados ydestruidos en manos de sus propioshombres, bajo el nombre de unacompañía ficticia llamada New KitturPort Development Trust. Los actos de

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violencia estaban planeados. Los gorilasmusulmanes quemaban tiendasmusulmanas y los gorilas hindúesquemaban tiendas hindúes. Fue unaoperación inmobiliaria presentada comouna ola de disturbios religiosos.

El director dejó la taza.—¿Quién te ha dicho eso?—Un amigo. ¿Es cierto?—No.Gururaj sonrió y dijo.—Yo tampoco lo creía. Gracias.Mientras salía, el director lo miró

preocupado.A la mañana siguiente, llegó otra vez

tarde a la redacción. El conserje seplantó ante su escritorio y le dijo a

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voces:—El director quiere verle.—¿Por qué no te has presentado hoy

en la oficina del ayuntamiento? —lepreguntó el viejo, con su eterna taza deté—. El alcalde había pedido queasistieras; ha emitido una declaración deunidad hindú-musulmana, atacando alPartido Popular Indio, algo que queríaque escucharas. Ya sabes el respeto quesiente por tu trabajo.

Gururaj se aplastó el pelo con lasmanos; no se había puesto aceite aquellamañana y lo tenía un poco rebelde.

—¿A quién le importa?—¿Cómo dices, Gururaj?—¿Crees que hay alguien en esta

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redacción que no sepa que todas estasluchas políticas son pura comedia?¿Que, en realidad, el Partido Popular yel Partido del Congreso pactan entreellos y comparten los sobornos quesacan de los proyectos de construcciónde Bajpe? Tú y yo lo sabemos desdehace años, pero disimulamos yreflejamos las cosas como si fuerandistintas. ¿No te parece raro? Escucha,hagamos una cosa. Escribamos hoy todala verdad y nada más que la verdad.Sólo por hoy. Un día en el que sólosalga la verdad. Es lo único que quiero.Quizá ni siquiera se dé cuenta nadie.Mañana volveremos a las mentirashabituales. Pero durante un día al menos

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quiero reflejar, escribir y publicar laverdad. Un día en toda mi vida quieroser un auténtico periodista. ¿Qué medices?

El director frunció el ceño, como siestuviera reflexionando.

—Ven a mi casa esta noche despuésde cenar —dijo.

A las nueve, Gururaj caminó porRose Lane hasta una casa con un granjardín y una estatua azul de Krishna consu flauta, en un nicho de la fachada, yllamó al timbre.

El director lo hizo pasar al salón ycerró la puerta. Le indicó que se sentaraen un sofá marrón.

—Será mejor que me expliques qué

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te preocupa.Gururaj se lo contó.—Vamos a suponer que tienes

pruebas y que escribes sobre ello. Nosólo estás diciendo que la Policía estácorrompida, sino también la judicatura.El juez te citará por desacato. Tedetendrán incluso si lo que dices escierto. Tú y yo y mucha gente de nuestroperiódico simula que hay libertad deprensa en este país, pero nosotrosconocemos la verdad.

—¿Qué me dices de los disturbiosentre hindúes y musulmanes? ¿Tampocopodemos decir la verdad sobre eso?

—¿Cuál es la verdad, Gururaj?Volvió a explicarle la versión

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extraoficial y el director empezó areírse. Se tapó la cara y soltó unacarcajada que le salía de las entrañas yque pareció sacudir la noche entera.

—Aunque fuera cierto lo queafirmas —le dijo el viejo, dominándose—, y observa que ni lo admito ni lodiscuto, nos sería del todo imposiblepublicarlo.

—¿Por qué?El director sonrió.—¿De quién crees que es este

periódico?—De Ramdas Pai. —Así se llamaba

el hombre de negocios de UmbrellaStreet que figuraba como propietario enla portada.

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El director meneó la cabeza.—No es suyo. O no del todo.—¿De quién más?—Usa tu cerebro.Gururaj miró al director con una

mirada nueva. Era como si el viejotuviera un aura alrededor con todas lascosas que había llegado a saber a lolargo de su carrera y que no habíapodido publicar. Aquel conocimientosecreto parecía resplandecer en torno asu cabeza como el halo que rodea a laluna casi llena. «Éste es el destino decada periodista de esta ciudad, de esteestado, de este país y quizá del mundoentero», pensó.

—¿No habías adivinado nada,

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Gururaj? Quizá sea porque aún no te hascasado. Al no tener una mujer, no hascomprendido cómo funciona el mundo.

—Y tú lo has comprendidodemasiado bien.

Se miraron a los ojos, cada unocompadeciendo inmensamente al otro.

A la mañana siguiente, mientrasentraba en la redacción, Gururaj pensó:«Estoy pisando un mundo falso. Uninocente está entre rejas y el culpablesale libre. Todo el mundo lo sabe ynadie tiene valor suficiente paracambiarlo».

Desde entonces, Gururaj bajabacada noche la sucia escalera del YMCA,mirando con aire inexpresivo las

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blasfemias y los grafitis de las paredes,y echaba a andar por Umbrella Street sinhacer caso de los perros callejeros queladraban y copulaban, hasta que llegabaa la calleja del gurkha, que alzaba elrifle a modo de saludo y sonreía. Sehabían hecho amigos.

El gurkha le hablaba de toda lacorrupción que llegaba a albergar unaciudad pequeña como aquélla; lecontaba quién había matado a quién enlos últimos años, y cuánto habíanexigido los jueces de Kittur comosoborno, y cuánto los jefes de Policía.Hablaban casi hasta el amanecer, hastaque Gururaj tenía que marcharse paradormir un rato antes del trabajo.

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—Todavía no sé tu nombre —le dijoun día, titubeando.

—Gaurishankar.Gururaj esperaba que le preguntase

el suyo; quería decirle: «Ahora que mipadre ha muerto, eres mi único amigo».

Pero el gurkha permaneció sentadocon los ojos cerrados.

A las cuatro de la mañana, mientrasvolvía al YMCA, se preguntaba quiénsería en realidad aquel hombre, aquelgurkha. Había mencionado alguna vezque había trabajado como criado de ungeneral retirado, y Gururaj deducía deello que había estado en el ejército, enel regimiento gurkha. Ahora bien, cómohabía acabado en Kittur y por qué no

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había regresado a Nepal, eso seguíasiendo un misterio. «Mañana —pensó—, se lo preguntaré; y luego puedohablarle de mí».

Cerca de la entrada del YMCA habíaun árbol asoka. Gururaj se detuvo aexaminarlo. La luna lo iluminaba delleno aquella noche y parecía distinto deotras veces. Como si estuviera a puntode transformarse en otra cosa.

• • •

«Ya no los considero miscompañeros; son más rastreros queanimales».

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Gururaj no podía ni ver a suscolegas; desviaba la mirada al llegar ala redacción, entraba a toda prisa en sudespacho y cerraba de un portazo.Aunque seguía revisando las pruebasque le entregaban, ya no soportaba mirarel periódico. Lo que más le horrorizabaera tropezar con su propio nombreimpreso; por ello, pidió que lo relevarande lo que había sido su mayor placer,redactar su columna diaria, y se empeñóen revisar sólo las pruebas. Aunque enlos viejos tiempos solía quedarse hastamedianoche, ahora salía cada tarde a lascinco y se apresuraba a regresar a suhabitación para derrumbarse en la cama.

A las dos en punto se despertaba.

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Para ahorrarse el problema de buscarlos pantalones en la oscuridad, se habíaacostumbrado a dormir vestido. Bajabadeprisa las escaleras, abría de golpe lapuerta del YMCA y corría a reunirse conel gurkha.

Hasta que, una noche, sucedió porfin: el gurkha no estaba sentado delantedel banco; había otro ocupando su silla.

—¿Qué voy a saber yo, señor? —ledijo el nuevo vigilante—. Me dieroneste puesto anoche; no me contaron quéhabía pasado con el anterior.

Gururaj corrió de tienda en tienda yde casa en casa, preguntando a cadavigilante qué había sucedido con elgurkha.

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—Se ha ido a Nepal —le dijo unofinalmente—. Ha vuelto con su familia.Se ha pasado todos estos añosahorrando y ahora se ha marchado porfin.

La noticia le sentó como unpuñetazo. Sólo había un hombre quesupiera lo que ocurría en la ciudad, yese hombre se había esfumado. Al verlojadeante y sin aliento, varios vigilantesse agolparon a su alrededor, hicieronque se sentara y le trajeron agua frescaen una botella de plástico. Él trató deexplicarles la relación que habíaestablecido con el gurkha duranteaquellas semanas, y lo que habíaperdido.

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—¿Ese gurkha, señor? —dijo uno delos vigilantes meneando la cabeza—.¿Seguro que habló de esas cosas con él?Era un idiota integral. Lo habían heridoen el cerebro cuando estaba en elejército.

—¿Y el tamtan? ¿Todavía funciona?—dijo Gururaj—. ¿Alguno de ustedesquerrá contarme ahora lo que llegue asus oídos?

Los vigilantes lo miraron. Vio en susojos que la duda se convertía en unaespecie de temor. «Me toman por loco»,pensó.

Vagó por las calles. Pasó junto agrandes edificios sumidos aún en laoscuridad, cada uno de ellos repleto de

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cuerpos aletargados, de una multitud dedurmientes. «Ahora soy el único hombredespierto», se dijo. En una colina, a suizquierda, vio luz en un bloque deapartamentos. Había siete ventanasiluminadas y el edificio resplandecía. Lepareció una criatura viviente, unaespecie de monstruo luminoso querelucía desde sus mismísimas entrañas.

Gururaj comprendió al fin: el gurkhano lo había abandonado. No había hechocon él como todos los demás. Le habíadejado algo: un don. Ahora él oiría eltamtan por sí mismo. Alzó los brazoshacia el bloque reluciente; sentía unpoder oculto.

Un día, al llegar al trabajo —tarde,

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otra vez—, oyó un cuchicheo a suespalda: «También le pasó al padre, ensus últimos días…».

Pensó: «He de ir con cuidado paraque los demás no noten el cambio que seestá produciendo en mi interior».

Cuando llegó a su despacho, vio queel mozo estaba quitando la placa de lapuerta. «Estoy perdiendo todo lo que mehe esforzado tantos años en conseguir»,se dijo. Pero no sentía pesar ni emoción;era como si aquello le estuviera pasandoa otro. Vio la nueva placa:

KRISHNA MENONSUBDIRECTORDAWN HERALD

EL ÚNICO Y EL MEJOR PERIÓDICO

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DE KITTUR

—¡Gururaj! Yo no quería, yo…—No has de darme explicaciones.

Yo habría hecho lo mismo en tu lugar.—¿Quieres que me encargue de

hablar con alguien? Podríamosarreglártelo.

—¿De qué estás hablando?—Ya sé que has perdido a tu

padre… Pero podemos concertarte unaboda con alguna chica de buena familia.

—¿Qué estás diciendo?—Creemos que estás enfermo. Ya

debes saber que muchos de nosotros lopensamos desde hace tiempo. Insisto enque te tomes una semana libre. O dos.

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Vete de vacaciones a alguna parte, a lasGhats Occidentales, por ejemplo, ycontempla las nubes desde las cumbres.

—Muy bien. Me tomaré tressemanas.

Se pasó tres semanas durmiendotodo el día y paseando por las noches.El policía de la bicicleta ya no losaludaba como antes —«Adiós, señordirector»—, y Gururaj notaba quevolvía la cabeza al pasar y se loquedaba mirando. Los vigilantestambién lo miraban de un modo raro; élles sonreía de oreja a oreja. «Inclusoaquí —pensaba—, incluso en esteHades en mitad de la noche, me heconvertido en un marginado, en un

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hombre que asusta a los demás. La ideale excitaba».

Un día compró una pizarra cuadraday un trozo de tiza. Por la noche, escribióen la parte de arriba:

LA VERDAD ACABARÁPREVALECIENDO

PERIÓDICO NOCTURNOÚNICO CORRESPONSAL,

DIRECTOR,ANUNCIANTE Y SUSCRIPTOR:SR. GURURAJ MANJESHWAR

KAMATH

Después de copiar el titular delperiódico de aquella mañana: «Elconcejal del Partido Popular Indio

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despelleja al miembro del Parlamento»,lo tachó y escribió a continuación:

2 de octubre de 1989El concejal del Partido

Popular, que necesita dinerocon urgencia para construiruna nueva mansión en RoseLane, despelleja al miembro delParlamento. Mañana recibiráun sobre marrón lleno de dinerodel Partido del Congreso ydejará de meterse con elmiembro del Parlamento.

Luego se tumbó en la cama y cerró

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los ojos, deseoso de que llegaran lassombras y transformaran otra vez suciudad en un sitio decente.

Una madrugada advirtió que aquéllaera su última noche de vacaciones.Estaba a punto de romper el alba y seapresuró a volver al YMCA. De pronto,se detuvo. No había duda: lo que veía enel exterior del edificio era un elefante.¿Estaría soñando? ¿Qué hacía unelefante a esas horas en medio de laciudad? Aquello rebasaba los límites dela razón. Y no obstante, le parecía real ytangible. Sólo una cosa le hizo pensarque no era un elefante de verdad: estabacompletamente inmóvil. Los elefantes,se dijo, no paran de moverse y de hacer

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ruido; por lo tanto, no estás viendo unelefante realmente. Cerró los ojos ycaminó hasta la entrada del YMCA; alvolver a abrirlos, lo que tenía ante susojos era un árbol. Tocó la corteza ypensó: «Ésta ha sido la primeraalucinación que he tenido en mi vida».

Cuando regresó al periódico al díasiguiente, todo el mundo comentó queGururaj volvía a ser el de siempre.Había echado de menos la redacción; lehabían entrado ganas de volver.

—Gracias por la propuesta deconcertarme una boda —le dijo aldirector, mientras tomaban té en sudespacho—, pero yo ya estoy casadocon mi trabajo.

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Sentado en la redacción con losjóvenes que acababan de salir de launiversidad, revisaba artículos con elbuen humor de los viejos tiempos.Cuando todos se habían ido, él sequedaba todavía, hurgando en losarchivos. Había vuelto con un propósitodefinido: iba a escribir una historia deKittur, una historia infernal de Kittur enla cual cada acontecimiento de losúltimos veinte años apareceríareinterpretado. Sacaba periódicosantiguos y leía atentamente la portada.Luego, con un bolígrafo rojo, tachabaalgunas palabras y añadía otras, lo cualcumplía dos objetivos: uno, los viejosperiódicos quedaban pintarrajeados; y

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dos, el proceso le permitía entender laverdadera relación entre las palabras ylos personajes que aparecían en lasnoticias. Al principio, designó el hindi(la lengua del gurkha) como la lengua dela verdad y la utilizó para reescribir lostitulares en canarés del periódico; luegocambió al inglés; y finalmente, adoptó uncódigo de acuerdo con el cual cada letradel alfabeto latino era sustituida por lasiguiente (según había leído, Julio Césarhabía inventado ese código para suejército); y para complicar todavía máslas cosas, inventó símbolos especialespara ciertas palabras. Por ejemplo, untriángulo con un punto dentrorepresentaba la palabra «banco». Otros

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símbolos tenían una inspiración irónica:una esvástica nazi, por ejemplo,representaba al Partido del Congreso; elsímbolo del desarme nuclear, al PartidoPopular Indio, y así sucesivamente.

Un día, repasando las notas quehabía ido tomando en las últimassemanas, descubrió que se le habíanolvidado la mitad de los símbolos y queya no comprendía lo que había escrito.«Está bien —pensó—; así tiene que ser.Incluso el redactor de la verdad no debeconocer la verdad completa. Cadapalabra verdadera, una vez escrita, escomo la luna llena; empieza a menguardía a día y luego entra por completo enla oscuridad. Así son todas las cosas».

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Cuando terminaba de reinterpretarcada número del periódico, borraba elrótulo, The Dawn Herald, que figurabaarriba, y escribía en su lugar: «LAVERDAD ACABARÁ PREVALECIENDO».

—¿Qué demonios estás haciendocon nuestros periódicos? —le espetóuna tarde el director, que había entradoa hurtadillas en el archivo en compañíade Menon.

Empezó a pasar las páginas de losperiódicos pintarrajeados; Menonatisbaba por encima de su hombro. Antelos ojos de ambos desfilaron losgarabatos, las marcas en rojo, lastachaduras y triángulos, los dibujos dechicas con cola de caballo y dientes

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ensangrentados, las imágenes de perroscopulando. El viejo cerró el archivadorde golpe.

—Te dije que te casaras.Gururaj sonrió.—Escucha, viejo amigo. Son

símbolos. Puedo interpretar…El director meneó la cabeza.—Sal de aquí. Ahora mismo. Lo

siento, Gururaj.Él sonrió, como si no hiciese falta

explicación. El director tenía los ojoshúmedos y los tendones de su cuellosubían y bajaban mientras tragaba salivauna y otra vez. Los ojos de Guru sellenaron también de lágrimas. «Qué durodebe de haber sido todo esto para este

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viejo —pensó—. Cómo debe de haberseesforzado para protegerme». Se imaginóuna reunión a puerta cerrada en la quetodos sus colegas habrían exigido sucabeza y sólo aquel hombre honradohabría defendido su continuidad hasta elúltimo momento. «Perdóname, viejoamigo, por haberte decepcionado»,habría deseado decirle.

Esa noche, Gururaj caminó por lascalles pensando que nunca en su vidahabía sido tan feliz. Ahora era unhombre libre. Cuando regresó al YMCAjusto antes del alba, vio otra vez alelefante. Esta vez no se fundió con elárbol asoka, ni siquiera cuando seacercó. Llegó a su lado, observó sus

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orejas inquietas, que tenían el color, laforma y el movimiento de las alas de unpterodáctilo; dio la vuelta a su alrededory vio desde detrás que cada una de lasorejas tenía un reborde rosado y estabasurcada de venas. ¿Cómo iba a ser irrealtoda esa riqueza de detalles?, pensó.Aquella criatura era real, y si los demásno podían verla, tanto peor para ellos.

«¡Haz algún ruido! —le suplicó alelefante—. Así sabré que no sufro unamera ilusión, que eres de verdad». Elelefante comprendió; alzó la trompa ysoltó un bramido tan tremendo queGururaj pensó que se había quedadosordo.

—Ahora eres libre —le dijo el

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elefante, con palabras tan atronadorasque le parecieron titulares de periódico—. Ve y escribe la verdadera historia deKittur.

Unos meses más tarde, llegaronnoticias de Gururaj. Cuatro jóvenesperiodistas fueron a investigar.

Mientras empujaban la puerta de lasala de lectura del Faro, contuvieron larisa. El bibliotecario los estabaesperando y los hizo pasar, llevándoseun dedo a los labios.

Encontraron a Gururaj sentado en unbanco, leyendo un periódico que letapaba en parte la cara. El antiguosubdirector llevaba una camisa hechajirones, pero parecía haber ganado peso,

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como si la ociosidad le hubiera sentadobien.

—Ya no dice ni una palabra —explicó el bibliotecario—. Se sienta ahí,con un periódico pegado a la cara, hastaque se pone el sol. La única vez quereaccionó fue cuando le dije que sentíauna gran admiración por sus artículossobre los disturbios. Se me puso a gritarsin más ni más.

Uno de los jóvenes puso un dedo enlo alto del periódico y lo apartó poco apoco; Gururaj no ofreció resistencia. Elperiodista dio un grito y retrocedió.

Había un agujero húmedo y oscuroen el centro de la página. Gururaj teníatrocitos de papel impreso en las

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comisuras de los labios. Y movíalentamente la mandíbula.

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Las lenguas de Kittur

El canarés, una de las lenguas másimportantes del sur de la India, es elidioma oficial del estado de Karnatakaal que pertenece Kittur. El periódicolocal, el Dawn Herald, se publica encanarés. Aunque prácticamente todo elmundo lo entienda, el canarés es sólo lalengua materna de algunos brahmanes.El tulu, una lengua regional que carecede escritura —aunque se cree que sí laposeía siglos atrás— es la lengua

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franca. Existen dos dialectos del tulu. Eldialecto de las castas superiores lo usanaún algunos brahmanes, pero está envías de extinción en la medida en quelos brahmanes de lengua tulu se vanpasando al canarés. El otro dialecto tulu,un idioma tosco y grosero apreciado porla diversidad y mordacidad de suspalabrotas, lo usan los bunts y loshoykas, y es el lenguaje que se oye enlas calles de Kittur. En los alrededoresde Umbrella Street, el centro comercialde la ciudad, el lenguaje dominante pasaa ser el konkani, el idioma de losbrahmanes Gaud-Saraswat, originariosde Goa, que poseen la mayor parte delas tiendas de la zona. (Mientras que los

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brahmanes de lengua tulu y canaresaempezaron a casarse entre ellos en losaños 60, los brahmanes de lenguakonkani han rechazado hasta ahora todaslas propuestas de matrimonio de otrosgrupos). Existe un dialecto del konkani,corrompido por el portugués, que hablanlos católicos del barrio de Valencia. Lamayoría de los musulmanes,especialmente los del Bunder, utilizanun dialecto del malabar como lenguamaterna; la minoría musulmana másadinerada, que desciende de la antiguaaristocracia de Hyderabad, habla elhiderabadi urdu. La población detrabajadores inmigrantes más numerosa,que se mueve alrededor de la ciudad de

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construcción en construcción, es delengua tamil. El inglés lo entiendeúnicamente la clase media.

Es de destacar que pocas ciudadesde la India igualan a Kittur en la riquezade expletivos y juramentos de sulenguaje popular, que provienen delurdu, el inglés, el canarés y el tulu. Laexpresión que se oye con más frecuencia—«hijo de mujer calva»— requiere unaexplicación. Las viudas de las castassuperiores tenían prohibido en tiemposvolver a casarse y estaban obligadas a

afeitarse la cabeza para evitar queatrajeran

a los hombres. El hijo de una mujer

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calva, así pues, era muy

probablemente

ilegítimo.

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Cuarto día: Umbrella Street

Si desea salir de compras mientras sehalla en Kittur, resérvese unas horaspara deambular por Umbrella Street, elcentro comercial de la ciudad. Allíencontrará tiendas de muebles,farmacias, restaurantes, tiendas decaramelos y librerías. (Aún se venalgunos vendedores de paraguas demadera hechos a mano, aunque lamayoría han cerrado a causa de losbaratos paraguas metálicos importadosde China). La calle acoge el restaurantemás famoso de Kittur, el salón IdealTraders de helados y zumos frescos, y la

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oficina del Dawn Herald, «el único y elmejor periódico de Kittur».

Todos los jueves por la noche secelebra un acto de gran interés en eltemplo Ramvittala, cerca de UmbrellaStreet. Dos juglares tradicionales sesientan en la veranda de este templo yrecitan versos del Mahábharata, la granepopeya india, durante toda la noche.

Todos los empleados de la tienda demuebles habían formado un semicírculoalrededor de la mesa del señor GaneshPai. Era una ocasión especial: la señoraEngineer en persona se había presentadoen la tienda. Había escogido una mesita

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para la televisión y ahora se acercó alseñor Pai para cerrar el trato.

Él tenía la cara embadurnada desándalo y llevaba una camisa holgada deseda por la que asomaba un triángulo devello oscuro. Detrás de su silla, teníacolgadas de la pared las imágenes enpapel de estaño dorado de Lakshmi, ladiosa de la riqueza, y del grueso dios-elefante Ganapati. Una varilla deincienso humeaba debajo de ambasimágenes.

La señora Engineer se sentó conparsimonia ante el escritorio. El señorPai hurgó en un cajón y le tendió cuatrocartas de color rojo. Ella hizo unapausa, se mordió el labio y le arrebató

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una de las cuatro.—¡Un juego de tazas de acero

inoxidable! —dijo el señor Pai,señalando la carta que había escogido—. Un regalo realmente maravilloso,señora. Lo atesorará durante años yaños.

Con una sonrisa radiante, la señoraEngineer sacó un monedero rojo, contócuatro billetes de 100 rupias y se lasdejó sobre el escritorio.

El señor Pai, tras humedecerse lapunta del dedo en un cuenco que teníasiempre dispuesto a tal efecto, contó denuevo los billetes; luego miró a laseñora Engineer y sonrió, comoesperando algo más.

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—El resto, a la entrega —dijo ella,levantándose—. Y no olvide enviar elregalo.

—Será la esposa del hombre másrico de la ciudad, pero no deja de seruna vieja y repulsiva tacaña —dijo elseñor Pai, después de acompañarlahasta la puerta.

Oyó una risita a su espalda. Se diola vuelta y le lanzó una miradafulminante a un ayudante: un chico tamilbajito y de tez oscura.

—Ve a buscar a un culi para quehaga la entrega, rápido —dijo el señorPai—. Quiero el resto antes de que se leolvide.

El tamil salió de la tienda corriendo.

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Los conductores de ciclo-carrosestaban, como siempre, tirados en suscarritos, mirando el cielo y fumandobeedis. Algunos observaban consombría codicia el local que había alotro lado de la calle, el salón-heladeríaIdeal Traders, en cuya entrada habíavarios críos rechonchos en camisetalamiendo cucuruchos de vainilla.

El chico le hizo un gesto con elíndice a uno de los tipos.

—¡Chenayya, ha salido tu número!

Chenayya pedaleaba con fuerza. Lehabían dicho que fuese directamente aRose Lane, así que tenía que pasar por

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la colina del Faro. Sacaba la lenguapara arrastrar el carrito con la mesita detelevisión encima. Una vez superada lasubida, dejó que la bicicleta se deslizaracuesta abajo. Redujo la velocidad alllegar a Rose Lane, localizó el númerode la casa, que había memorizado, yllamó al timbre.

Creía que saldría un criado, perocuando le abrió una mujer rolliza de tezclara, dedujo que era la propia señoraEngineer.

Entró la mesita y la puso donde ellale indicó.

Volvió a salir y regresó con unasierra. La llevaba pegada al cuerpo,pero cuando entró en el comedor, donde

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había dejado la mesita en dos piezasseparadas, la señora Engineer vio cómola esgrimía y, de repente, le parecióenorme: debía de medir medio metro ytenía el borde dentado cubierto deóxido, aunque en algunos tramosconservaba el color gris original.Parecía la escultura de un tiburón hechapor un artista tribal.

Chenayya vio la expresión inquietade sus ojos. Para tranquilizarla, lesonrió con aire obsequioso (con lamueca exagerada y rígida de laspersonas poco habituadas a humillarse).Luego miró alrededor, como pararecordarse a sí mismo dónde habíadejado la mesita.

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Las patas no tenían idéntica longitud.Chenayya guiñó un ojo y las examinóuna a una. Luego aplicó la sierra a cadapata, dejando una fina capa de polvo enel suelo. Movía tan despacio la sierra ycon tal precisión, que parecía como sisólo estuviera ensayando; el polvilloacumulado en el suelo era la únicaprueba de lo contrario. Examinó lascuatro patas otra vez con un ojo cerradopara asegurarse de que eran iguales ydejó la sierra. Revisó su sucio sarongblanco, la única prenda que llevabapuesta, buscando alguna esquina más omenos limpia, y le quitó el polvo a lamesita.

—Ya está lista, señora. —Entrelazó

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las manos y aguardó.Con su sonrisa zalamera, volvió a

limpiar la mesa, para asegurarse de quela señora de la casa había advertido loscuidados que se tomaba con su mueble.

Pero la señora Engineer no lo estabamirando; se había metido en otrahabitación y ahora volvió y contó ante élsetecientas cuarenta y dos rupias.

Titubeó un instante y añadió tresbilletes de una rupia.

—Deme algo más, señora —le soltóChenayya—. Deme tres rupias más, ¿no?

—¿Seis rupias? Ni hablar.—Es un camino muy largo, señora.

—Recogió la sierra y se señaló elcuello—. Lo he tenido que arrastrar

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hasta aquí, señora, en mi ciclo-rickshaw. Me deja el cuello hechopolvo.

—Ni hablar. Fuera de aquí o llamo ala Policía, granuja. Fuera. ¡Y llévate esecuchillo tan grande!

Mientras salía refunfuñando, doblóel dinero en un fajo y se lo ató con unnudo a su sucio y holgado sarong. Habíaun árbol del nim junto a la verja de lacasa y tuvo que agacharse para noarañarse con las ramas. Había dejado suciclo-carro al lado. Tiró la sierra en elcarrito, desenrolló el trapo de algodónblanco que tenía en el sillín y se lo atóalrededor de la cabeza.

Un gato pasó disparado por su lado;

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lo perseguían dos perros a todavelocidad. El gato subió de un salto alárbol del nim y trepó por sus ramas; losperros se detuvieron abajo, ladrando yarañando el tronco. Chenayya, que ya sehabía instalado en su asiento, se quedó aobservar la escena. En cuanto empezabaa pedalear, ya no percibía las cosas quepasaban a su alrededor; se convertía enuna máquina programada para regresardirectamente a la tienda. Así pues, sequedó mirando a los animales ydisfrutando de su estado de vigilia.Tomó la piel podrida de un plátano y ladejó en el suelo envuelta en hojas denim para que les diera un susto a losdueños cuando salieran.

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Se sintió tan satisfecho de sí mismoque no pudo reprimir una sonrisa. Perotodavía no tenía ganas de ponerse apedalear, lo cual venía a ser comoentregar las llaves de su personalidad ala fatiga y la rutina.

Unos diez minutos más tarde, estabaotra vez en su bicicleta, de camino aUmbrella Street. Pedaleaba, comosiempre, con el trasero levantado delasiento y la columna doblada con unainclinación de sesenta grados. Sólo enlos cruces se ponía derecho ydescansaba en el sillín. Había otra vezmucho tráfico al acercarse a UmbrellaStreet; pegó la rueda delantera en elcoche de delante y gritó: «¡Muévete,

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hijo de perra!».Finalmente vio a su derecha el rótulo

«Ganesh Pai. Muebles y ventiladores» ydetuvo el ciclo-carro.

Chenayya sentía como si le quemara eldinero entre los pliegues de su sarong;quería entregárselo a su jefe cuantoantes. Secándose las manos en la telablancuzca, empujó la puerta, entró en ellocal y se acuclilló junto al escritoriodel señor Pai. Ni él ni su ayudante tamille prestaron la menor atención. Desatóel fajo, colocó las manos entre laspiernas y miró al suelo.

Volvía a dolerle el cuello; lo movió

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a uno y otro lado para aliviar la tensiónde sus músculos.

—Deja de hacer eso.El señor Pai le hizo una seña para

que le entregara el dinero. Chenayya sepuso de pie. Lentamente, se acercó alescritorio y le tendió los billetes a sujefe, que se humedeció el dedo en elcuenco de agua y contó las setecientascuarenta y dos rupias. Chenayya miró elcuenco; observó que tenía los bordesfestoneados como si fueran pétalos deloto y que el artesano incluso habíatrazado en el fondo las rayas de unenrejado.

El señor Pai chasqueó los dedos.Había rodeado el fajo con una goma y

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ahora le tendía a Chenayya la palmaabierta.

—Faltan dos rupias.Chenayya deshizo otra vez el nudo

de su sarong y le dio dos billetes de unarupia.

Era la suma que se suponía quehabía de entregarle al señor Pai alconcluir cada entrega; una rupia por lacena que le darían hacia las nueve y otrapor el privilegio de haber sido elegidopara trabajar con el señor Ganesh Pai.

Afuera, el ayudante tamil estabadándole instrucciones a otro conductorde ciclo-carro, un joven fornido que sehabía incorporado hacía poco. Estaba apunto de echar a pedalear, cargado con

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dos cajas de cartón, y el chico tamil,dando golpecitos a las cajas, le decía:

—Va una batidora en una y unventilador de cuatro aspas en la otra.Encárgate de dejarlos enchufados antesde volver.

Le dio la dirección adonde debíallevarlas y luego se la hizo repetir alculi, como un maestro con un discípuloalgo torpe.

Todavía pasaría un rato antes de quecantaran el número de Chenayya otravez, así que caminó calle abajo hastadonde se hallaba un hombre frente a unescritorio en medio de la acera. Teníafajos de tiques rectangulares de unoscolores tan llamativos que parecían

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golosinas. Miró a Chenayya con unasonrisa y empezó a pasar los dedos poruno de los fajos.

—¿Amarillo?—Primero dime si mi número salió

la última vez —dijo Chenayya, sacandoun trozo pringoso de papel del nudo desu sarong.

El vendedor tomó un periódico ymiró al pie de la página, en la esquinaderecha.

—«Números ganadores de la lotería—leyó—: 17, 8, 9, 9, 64, 455».

Chenayya había aprendido losuficiente de los numerales ingleses parareconocer su propio número; miródurante bastante rato con los ojos

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entornados y luego soltó el tique, quecayó al suelo zigzagueando.

—La gente compra lotería durantequince o dieciséis años antes de ganar,Chenayya —dijo el hombre a modo deconsuelo—. Pero los que creenrealmente al final siempre ganan. Así escomo funciona el mundo.

Chenayya no soportaba que elvendedor pretendiera consolarlo deaquel modo; era entonces justamentecuando sentía que la gente que imprimíalos tiques estaba timándolo.

—No puedo seguir así toda la vida—dijo—. Me duele el cuello. No puedoseguir así.

El vendedor asintió.

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—¿Otro amarillo?Tras meterse el tique en su sarong,

Chenayya regresó tambaleante. Sederrumbó en su carrito y se quedótendido un rato, aunque esa manera dedescansar, más que refrescarlo, lodejaba entumecido.

Luego sintió unos golpecitos en lacabeza.

—Tu número, Chenayya.Era el chico tamil.Tenía que hacer una entrega en

Suryanarayan Rao Lane, 54. Lo repitióen voz alta: «Suryanarayan…».

—Muy bien.El itinerario le obligaba a subir otra

vez por la colina del Faro. A mitad de la

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cuesta, se apeó y empezó a empujar suciclo-carro. Los tendones del cuello sele marcaban bajo la piel como cinchasen tensión. Al inspirar, el aire lequemaba en los pulmones. «No puedesmás», le decían sus miembros cansados,su pecho abrasado. «No puedes más».Pero, al mismo tiempo, era entoncescuando su resistencia frente al destinocrecía como nunca en su interior; ymientras seguía empujando, eldesasosiego y la rabia que se habían idoacumulando en él durante todo el díaterminaban por formularse: «¡Noacabaréis conmigo, hijos de puta!¡Nunca acabaréis conmigo!».

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Si el objeto que debía entregar eraligero, como un colchón, no se lepermitía usar el ciclo-carro; tenía quecargárselo en la cabeza. Tras repetirlela dirección al tamil, echaba a andar apaso lento pero ligero, como un gordo altrote. En poco tiempo, el peso delcolchón se volvía insoportable; lecomprimía el cuello y la columna y letransmitía una corriente de dolor hastalas caderas. Casi entraba en trance.

Aquella mañana había llevado uncolchón a la estación de ferrocarril.Resultó ser para una familia del norte dela India que se iba de Kittur; el hombre,tal como había adivinado de antemano

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(por su actitud y sus modales puedesdeducir cuáles de esos ricachones tienensentido de la decencia y cuáles no), senegó a darle propina.

Chenayya se mantuvo firme.—¡Hijo de puta! ¡Dame mi dinero!Triunfó en toda regla. El hombre se

ablandó y le dio tres rupias. Mientras sedirigía a la salida, pensó: «Estoyeufórico, pero el tipo no ha hecho másque pagarme lo que me correspondía. Aesto se ha acabado reduciendo mi vida».

Los olores y ruidos de la estación leestaban revolviendo el estómago. Segiró, se agazapó junto a las vías y,alzándose el sarong, contuvo el aliento.Mientras permanecía allí en cuclillas,

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pasó rugiendo el tren. Se dio la vuelta;quería cagarse ante las narices de lospasajeros. Sí, eso estaría bien; mientrasel tren seguía atronando a su lado, soltócon esfuerzo los zurullos en la mismacara de los que miraban por laventanilla.

Muy cerca, vio a un cerdo haciendolo mismo.

«Dios, ¿en qué me estoyconvirtiendo?», pensó en el acto. Se fuea un rincón, se agachó tras un arbusto ydefecó allí. «Nunca volveré a defecarasí —se dijo—, en un sitio dondepuedan verme. Un hombre y un animalno son lo mismo. No son lo mismo».

Cerró los ojos.

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Le llegó un aroma a albahaca y lepareció la prueba de que había cosasbuenas en el mundo. Pero al abrir losojos, lo único que vio alrededor fueronespinas, mierda y animales callejeros.

Alzó la vista y respiró hondo. «Elcielo está limpio», pensó. La purezaexiste ahí arriba. Arrancó unas hojas, selimpió y luego restregó la mano derechapor la tierra para mitigar el olor.

A las dos en punto le tocó susiguiente «número»: la entrega de ungigantesco montón de cajas en el barriode Valencia. El chico tamil se aseguróbien de que había retenido con exactitudla dirección: detrás del hospital, junto alseminario donde vivían los sacerdotes

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jesuitas.—Hoy hay mucho trabajo, Chenayya

—le dijo—. O sea, que toma el caminomás rápido…, por la colina del Faro.

Chenayya soltó un gruñido, selevantó del sillín, desplazó todo su pesosobre los pedales y se puso en marcha.La cadena de hierro oxidado que unía elcarrito a las ruedas de la bicicleta sepuso a gemir mientras avanzaba.

En la avenida principal, se encontróatrapado en un atasco. Se detuvo yvolvió a tomar conciencia de su cuerpo.Le dolía el cuello y el sol le quemaba enla espalda. Una vez consciente deldolor, empezó a pensar.

«¿Por qué algunas mañanas son tan

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difíciles y otras tan sencillas?». Losdemás conductores nunca tenían días«buenos» o «malos»; se limitaban ahacer su trabajo maquinalmente. Sólo éltenía arranques de mal humor. Miró alsuelo, para aliviar la tensión de cuello, yexaminó la cadena corroída, arrolladaen torno a la barra que unía la bicicletaal carro. «Ya toca engrasarla. Que no seme olvide», se dijo.

Colina arriba otra vez. Echado haciadelante, Chenayya tiraba con todas susfuerzas; el aire le entraba en lospulmones como un atizador ardiendo. Enmitad de la cuesta, vio un elefante quebajaba hacia él con un haz de hojas nomuy abultado en el lomo; un mahout lo

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azuzaba en la oreja con un bastón.Se detuvo en seco. Aquello era

increíble.—Eh, tú —le gritó al elefante—,

¿qué haces con esas hojas? ¡Llévame micarga! ¡Ésta sí es de tu tamaño, hijo deputa!

Los coches empezaron a darbocinazos detrás. El mahout se puso agesticular y a blandir su bastón con aireamenazador. Un peatón le gritó que noobstruyera el tráfico.

—¿Es que no ves que algo va mal eneste mundo? —dijo Chenayya,interpelando al conductor de detrás, queno paraba de tocar el claxon—. ¿No vesque algo anda mal cuando un elefante se

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pasea cuesta abajo sin ninguna carga y,en cambio, un ser humano ha de arrastrarun carro tan pesado como éste?

Seguían dando bocinazos; elalboroto iba en aumento.

—¿No veis que algo anda mal? —clamó.

Ellos respondieron con sus bocinas.El mundo se enfurecía ante su furia.Quería que se quitara de en medio; peroél disfrutaba estando precisamentedonde estaba, es decir, bloqueándole elpaso a toda aquella gente rica eimportante.

Al atardecer, el cielo se llenó delargas vetas rosadas. Una vez cerrada latienda, los culis se fueron al callejón de

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detrás; compraban por turnos botellas delicor casero y se las pasaban de mano enmano, hasta que todo les daba vueltas yempezaban a canturrear canciones depelículas en canarés.

Chenayya nunca se unía a ellos.—¡Estáis malgastando vuestro

dinero, idiotas! —gritaba a veces, peroellos replicaban con mofas y burlas.

No pensaba beber; se habíaprometido a sí mismo que nodespilfarraría en alcohol el dineroganado con el sudor de su frente. Aunasí, notaba en el aire el olor de labebida y la boca se le hacía agua. Elbuen humor y la jovialidad de los demásconductores hacían que se sintiera más

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solo. Cerró los ojos un rato. Un tintineole impulsó a abrirlos de nuevo.

Muy cerca de allí, en las escalerasde una casa abandonada, se habíaapostado como de costumbre una gruesaprostituta para hacer su trabajo. Dabapalmadas y procuraba atraer la atenciónentrechocando dos monedas. Se acercóun cliente y empezaron a discutir elprecio. Al final, no se pusieron deacuerdo y el hombre se alejó soltandojuramentos.

Chenayya, tumbado en el carro conlos pies colgando fuera, habíaobservado el incidente con una sonrisasombría.

—¡Eh, Kamala! —le gritó a la

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prostituta—. ¿Por qué no me das unaoportunidad esta noche?

Ella volvió la cara hacia otro lado ysiguió entrechocando las monedas.Chenayya contempló sus pechosabultados, la ranura del escote que setransparentaba a través de su blusa, suslabios pintados de modo estridente.

Elevó los ojos al cielo: tenía quedejar de pensar en el sexo. Vetasrosadas entre las nubes. «¿No habrá undios, o alguien allá arriba, que observelo que pasa en la Tierra?», se preguntó.Una tarde, había ido a la estación aentregar un paquete y había oído a underviche musulmán lleno de fervor queperoraba en un rincón sobre el Mahdi, el

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último de los imanes, que habría devenir a la Tierra para darle a cada cuallo que le corresponde. «Alá es elCreador de todos los hombres —farfullaba el derviche—. Tanto de losricos como de los pobres. Y observanuestro dolor. Y cuando nosotrossufrimos, Él sufre con nosotros. Y, alfinal de los días, enviará al Mahdi en uncaballo blanco, con una espada defuego, para poner en su sitio a los ricosy corregir todo lo que anda mal en elmundo».

Unos días más tarde, cuandoChenayya entró en una mezquita,descubrió que los musulmanes apestabany no se quedó mucho rato. Pero no se

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había olvidado del Mahdi, y cada vezque veía el cielo veteado de rosa creíadetectar a un dios justo que vigilaba laTierra y enrojecía de cólera.

Cerró los ojos y escuchó otra vez eltintineo de las monedas. Se dio lavuelta, inquieto; se cubrió la cara con unandrajo para que el sol no le diera delleno y se puso a dormir. Media horamás tarde lo despertó un agudo dolor enlas costillas. La Policía iba pinchandocon sus bastones a los conductores paraque se quitaran de en medio y dejaranpasar a un camión que había de entrarpor aquella parte del mercado.

—¡Todos vosotros! ¡Levantaos ymoved vuestros ciclo-carros!

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El combate de cometas se desarrollabaentre dos casas vecinas. Los dueños delas cometas no estaban a la vista; loúnico que Chenayya veía, mientras sefrotaba los dientes con una ramita denim, eran las cometas negra y rojacompitiendo en el cielo. Como decostumbre, el chico de la cometa negraiba ganando; la suya era la que volabamás alto. A Chenayya le intrigaba elpobre chico de la cometa roja: ¿por quéno podía ganar nunca?

Escupió y dio unos pasos para orinarcontra el muro.

Oyó burlas a su espalda; los demás

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conductores orinaban en el mismo sitiodonde habían dormido.

No les contestó. Nunca hablaba consus colegas. No podía ni verlos; nosoportaba cómo se inclinaban yhumillaban ante el señor Ganesh Pai. Sí,él quizás hacía lo mismo, pero estabafurioso, estaba lleno de rabia por dentro.Aquellos otros tipos, en cambio, nisiquiera parecían capaces de pensar malde su jefe; y él no podía respetar a unhombre que no albergara en sí unasemilla de rebelión.

Cuando el chico tamil les llevó el té,se reunió a regañadientes con los demás;los oyó hablar otra vez, como hacíanprácticamente todas las mañanas, de los

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autorickshaws que iban a comprarsecuando salieran de allí, o de lospequeños salones de té que pensabanabrir.

«Pensadlo bien —deseaba decirles—. Pensadlo bien».

El señor Ganesh Pai les dabasolamente dos rupias por viaje; es decir,a un promedio de tres viajes diarios, sesacaban seis rupias; si descontabas losbilletes de lotería y el licor, ya teníasmucha suerte si ahorrabas dos rupias;los domingos los tenían libres, así comotodas las festividades hindúes; o seaque, a final de mes, habían ahorradosólo cuarenta o cuarenta y cinco rupias.Un viaje al pueblo, una noche con una

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puta, una borrachera más larga de lacuenta, y todos tus ahorros del mes seesfumaban. Aun suponiendo queguardaras todo lo posible, tendríassuerte si ganabas cuatrocientas al año.Un autorickshaw costaba doce o catorcemil. Un pequeño salón de té, cuatroveces más, lo cual significaba treinta otreinta y cinco años haciendo aqueltrabajo antes de poder dedicarse a otracosa. Pero ¿acaso creían que suscuerpos aguantarían tanto? ¿Conocían aun solo conductor de ciclo-carro quepasara de los cuarenta?

«¿No pensáis nunca en estas cosas,macacos?».

Y sin embargo, cuando una vez trató

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de hacérselo comprender, se negaron aexigir más dinero todos juntos. Se creíancon suerte; había miles dispuestos aocupar sus puestos en el acto. Y él sabíaque era cierto.

Pese a ello, pese a que sus temoresestaban justificados, su absolutasumisión le irritaba. Por eso, pensabaChenayya, el señor Ganesh Pai dejabaconfiadamente que un cliente leentregara mil rupias en metálico a unconductor de ciclo-carro: sabía quellegaría a sus manos hasta la últimarupia sin que el conductor se atreviera atocar una sola moneda.

Naturalmente, él tenía planeadodesde hacía mucho robar un día el

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dinero que le entregase un cliente. Sequedaría el dinero y abandonaría laciudad. Estaba decidido a hacerlo.Pronto.

Esa tarde, todos se apiñaronalrededor de un hombre vestido con untraje de safari azul: un hombreimportante y educado que les hacíapreguntas con un cuaderno de notas en lamano. Venía de Madrás, según habíadicho.

Les había preguntado su edad a losconductores. Ninguno lo sabía muy bien.Cuando les decía: «¿No lo sabesaproximadamente?», ellos se limitaban aasentir. Cuando les decía: «¿Tienesdieciocho, veinte, treinta? Al menos,

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tendrás una idea», se limitaban a asentirotra vez.

—Tengo veintinueve —le gritóChenayya desde su carrito.

El hombre asintió e hizo unaanotación en su cuaderno.

—Dígame, ¿quién es usted? —lepreguntó Chenayya—. ¿Por qué nos hacetodas estas preguntas?

El tipo dijo que era periodista y losconductores se quedaron impresionados;trabajaba en un periódico inglés deMadrás, añadió, y todavía se sintieronmás impresionados.

Les asombraba que un hombrevestido con elegancia les dirigiera lapalabra educadamente y le pidieron que

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se sentara en un catre que uno de ellossacudió primero con la mano. El hombrede Madrás se alzó los pantalones y sesentó.

Entonces se interesó por lo queestaban comiendo. Hizo una lista en sucuaderno de lo que comían cada día. Sequedó callado y empezó a garabatear unbuen rato con su bolígrafo ante lasmiradas expectantes de todos.

Finalmente, dejó su cuaderno y, conuna sonrisa casi triunfal, declaró:

—El trabajo que hacéis excede concreces la cantidad de calorías queconsumís. Con cada día de trabajo, concada viaje que hacéis, os estáis matandopoco a poco.

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Les mostró el cuaderno, lleno degarabatos, de flechas y cifras, como paraprobar su afirmación.

—¿Por qué no hacéis otra cosa,como trabajar en una fábrica o algo así?¿Por qué no aprendéis a leer y escribir?

Chenayya se levantó de su carro deun salto.

—¡No se nos ponga paternalista,hijo de perra! —gritó—. Los que nacenpobres en este país están condenados amorir pobres. No hay esperanza paranosotros, pero no necesitamoscompasión. Desde luego no la de usted,que no ha movido nunca un dedo paraayudarnos. Yo me cago en usted y en superiódico. Las cosas no cambian. Nunca

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cambiarán. Míreme. —Le mostró laspalmas abiertas—. Tengo veintinueveaños y ya estoy así de doblado. Si llegoa los cuarenta, ¿cómo estaré? Como unpalo oscuro y retorcido. ¿Cree que no losé? ¿Cree que necesito su cuaderno y suinglés para enterarme? Ustedes nosmantienen así, ¡sí, ustedes, los de lasciudades, ricachones hijos de puta! ¡Lesconviene tratarnos como ganado!¡Cabrón! ¡Cabronazo de lengua inglesa!

El hombre se guardó el cuaderno.Miró al suelo, como si estuviesebuscando una respuesta.

Chenayya notó unos golpecitos en elhombro. Era el tamil de la tienda delseñor Ganesh Pai.

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—¡Déjate de hablar tanto! ¡Ya hasalido tu número!

Algunos de los conductoresempezaron a soltar risitas, comodiciendo: «Te está bien empleado».

«¡Ahí tienes!». Le lanzó una miradafuribunda al periodista de Madrás.Como si le dijera: «Ni siquiera tenemosel privilegio de hablar. Si alzamos lavoz, nos mandan callar».

Curiosamente, el hombre de Madrásno sonreía; había vuelto el rostro, comosi estuviera avergonzado.

Mientras subía ese día por la colinadel Faro, mientras arrastraba el carrohacia la cima, no sentía su exaltaciónhabitual. «No estoy avanzando», pensó.

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Cada vuelta de la rueda lo deshacía.Con cada pedalada, hacía girar la ruedade la vida hacia atrás, machacándose losmúsculos y las fibras, que se convertíande nuevo en la pulpa a partir de la cualse habían formado en el vientre de sumadre. Se estaba deshaciendo a símismo.

De repente, en medio de todo eltráfico, se detuvo y se bajó de su ciclo-carro, poseído por un pensamiento claroy simple: «No puedo seguir así».

«¿Por qué no haces algo, trabajar en unafábrica o algo así, para progresar ymejorar tu suerte? Al fin y al cabo, te

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has pasado años entregando cosas en lapuerta de las fábricas. Sólo se trata demeterse dentro».

Al día siguiente, fue a una fábrica.Vio a miles de hombres que sepresentaban a trabajar y pensó: «¡Quéestúpido he sido! ¡Ni siquiera heintentado conseguir trabajo aquí!».

Se sentó en la entrada, pero losguardias no le dijeron nada, creyendoque estaba esperando para recoger unpaquete.

Aguardó hasta mediodía; entoncessalió un hombre. Por la cantidad degente que lo seguía, Chenayya dedujoque debía de ser el mandamás. Corrióhacía él, anticipándose al guardia, y

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cayó a sus pies de rodillas:—¡Señor! Quiero trabajar.El hombre se lo quedó mirando. Los

guardias se apresuraron a agarrarlo parasacarlo a rastras, pero el mandamásdijo:

—Tengo dos mil trabajadores y niuno solo de ellos quiere trabajar. Y estehombre, en cambio, me suplica derodillas que le dé trabajo. Ésa es laactitud que nos hace falta para hacerprogresar a este país.

Señaló a Chenayya.—No tendrás un contrato a largo

plazo. ¿Entiendes? Será día a día.—Cualquier cosa, lo que usted

quiera.

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—¿Qué trabajo sabes hacer?—Cualquier cosa, lo que usted

quiera.—De acuerdo. Vuelve mañana. No

necesitamos a un culi ahora mismo.—Sí, señor.El mandamás sacó un paquete de

cigarrillos y encendió uno.—Escuchad lo que dice este hombre

—dijo, cuando lo rodearon susacompañantes, que también estabanfumando.

Chenayya repitió que haría cualquiercosa, bajo las condiciones y con elsalario que fuera.

—¡Dilo otra vez! —le ordenó elmandamás, y otro grupo de hombres se

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acercaron y lo escucharon.Esa noche, volvió a la tienda del

señor Ganesh Pai y les gritó a losdemás:

—He encontrado un trabajo deverdad, hijos de puta. Me largo de aquí.

Sólo el chico tamil le advirtió quefuese con cautela.

—Chenayya, ¿por qué no esperas undía y te aseguras de que el otro empleovale la pena? Entonces puedes dejaréste.

—Ni hablar. ¡Lo dejo ahora mismo!—gritó, y se alejó de allí.

Al día siguiente, al alba, se presentóotra vez en la entrada de la fábrica.

—Quiero ver al jefe —dijo,

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sacudiendo los barrotes de la verja—.¡Me dijo que viniera hoy!

El guardia, que estaba leyendo elperiódico, levantó la vista conirritación.

—¡Largo!—¿No te acuerdas de mí? Vine…—¡Largo!Esperó cerca de la entrada. Una hora

más tarde, abrieron la verja y salió uncoche con cristales tintados. Corriendo asu lado, Chenayya golpeó los cristales.

—¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!Una docena de manos lo agarraron

por detrás, lo derribaron a empujones yle dieron de patadas.

Cuando regresó por la tarde a la

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tienda del señor Pai, el chico tamilestaba esperándolo.

—No le he dicho al jefe que lohabías dejado —le dijo.

Los demás conductores no seburlaron de Chenayya esa noche. Uno deellos le dejó una botella de licor todavíamedio llena.

La lluvia caía sin pausa. Pedaleaba bajoel aguacero y bajaba por la avenida,salpicando a ambos lados. Llevabaencima una larga sábana de plásticoblanco, como una mortaja, y un traponegro atado alrededor de la cabeza, quele daba todo el aspecto de un árabe con

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capa y caftán.Ésa era la época más peligrosa para

los culis. Allí donde se había abiertoalgún bache en la calzada, debía reducirla velocidad para no volcar con suciclo-carro.

Mientras aguardaba en un cruce, vioa su izquierda a un crío gordito en elasiento de un autorickshaw. La lluvia ledaba ganas de hacer tonterías; le sacó lalengua al niño, éste lo imitó y el juego seprolongó un rato, hasta que el conductordel autorickshaw reprendió al crío y lelanzó a él una mirada feroz.

El dolor en el cuello volvía aatormentarle. «No puedo seguir así»,pensó.

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Desde el otro lado de la calle, se leacercó otro de sus colegas, un chicojoven, y situó su ciclo-carro a su altura.

—He de entregar esto y volverdeprisa —le explicó—. El jefe me hadicho que necesita que vuelva antes deuna hora. —Sonrió satisfecho, yChenayya sintió ganas de borrarleaquella sonrisa de un puñetazo.

«¡Dios, qué lleno de bobos está elmundo! —pensó, y contó hasta diez paraserenarse—. ¡Qué contento parece estetipo mientras se destruye trabajando adestajo!». Deseaba gritarle: «¡Macaco!¡Tú y todos los demás! ¡Macacos!».

Bajó la cabeza y, de pronto, lepareció que le costaba muchísimo

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arrastrar el carro.—¡Tienes un neumático desinflado!

—gritó el macaco—. ¡Tendrás queparar! —Sonrió y se alejó pedaleando.

«¿Parar? —pensó Chenayya—. No,eso es lo que haría un macaco, no yo».Bajó la cabeza y pedaleó, obligando alneumático desinflado a moverse.

«¡Muévete!».Y lenta y ruidosamente, con un

chirrido de la cadena desengrasada y untraqueteo de sus viejas ruedas, el carrose movió.

«Ahora está lloviendo —pensóChenayya esa noche, tendido en su

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carrito y cubierto con la sábana deplástico para no mojarse—. Esosignifica que ha pasado medio año.Debe de ser junio o julio. Ya casi debode tener los treinta».

Apartó la sábana y alzó un poco elcuello para aliviar el dolor. No podíacreer lo que veía: ¡incluso bajo aquellalluvia, algún hijo de puta estabahaciendo volar una cometa! Era el chicode la cometa negra. Como mofándose delos cielos y desafiando a los relámpagosque podían caerle encima. Chenayyasiguió observando y se olvidó de sudolor.

Por la mañana, aparecieron doshombres de uniforme caqui: conductores

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d e autorickshaw. Habían venido alavarse las manos en el grifo que habíaal fondo del callejón. Los conductoresde ciclo-carro se apartaroninstintivamente para dejarles paso.Mientras se lavaban, Chenayya los oyóhablar de otro conductor deautorickshaw que la Policía habíametido en la cárcel por pegarle a uncliente.

—¿Por qué no? —dijo uno de ellos—. ¡Tenía todo el derecho del mundo apegarle! ¡Ojalá hubiera ido más lejos yhubiera matado a ese hijo de puta antesde que llegara la Policía!

Después de cepillarse los dientes,Chenayya se acercó al puesto de lotería.

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Había un chico desconocido sentadoante el escritorio, balanceando laspiernas alegremente.

—¿Qué ha pasado con el viejo?—Se ha ido.—¿Adónde?—Se ha metido en política.El chico le explicó que el viejo

vendedor se había unido a la campañade un candidato del Partido PopularIndio para las elecciones municipales.Al parecer, su candidato tenía muchasposibilidades de ganar. Él se apostaríaentonces en la veranda de la oficina y, sipretendías que te recibiera el ganador,tendrías que pagarle primero cincuentarupias.

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—Así es como viven los políticos.Es la manera más rápida de hacerse rico—dijo el chico. Pasó los dedos por sutaco de billetes de colores—. ¿Quéquieres, hermano? ¿Azul? ¿Verde?

Chenayya se dio media vuelta sincomprarle ninguno.

«¿Por qué —se preguntó por lanoche— no puedo ser yo el tipo que semete en política para hacerse rico?». Noquería olvidar lo que había oído, así quese pellizcó con fuerza el tobillo.

Era domingo otra vez. Su día libre.Chenayya despertó cuando empezaba ahacer demasiado calor y se cepilló los

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dientes perezosamente, levantando lavista para ver si había cometas volandoen el cielo. Los demás conductores ibana ver un nuevo templo hoyka que elmiembro del Parlamento había abiertoexclusivamente para los hoykas, con suspropios dioses hoykas y sus sacerdoteshoykas.

—¿No vienes, Chenayya? —legritaron los demás.

—¿Y qué han hecho los dioses pormí? —replicó a gritos.

Ellos se rieron de su osadía.«Macacos —pensó, mientras se

tumbaba otra vez en su carrito—. Miraque ir a rezarle a la estatua de untemplo, creyendo que habrá de hacerlos

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ricos…».«¡Macacos!».Se cubrió la cara con el brazo;

entonces oyó un tintineo.—¡Acércate, Kamala! —le gritó a la

prostituta, que estaba en su rincón desiempre, jugueteando con las monedas.

Cuando se mofó por sexta vez, ellale espetó:

—Desaparece o llamo al Hermano.Ante esa alusión al capo que

controlaba los burdeles de la zona,Chenayya dio un suspiro y se dio lavuelta en el carro.

«Quizá ya sea hora de casarme»,pensó.

Había perdido el contacto con sus

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parientes; y además, en realidad, él noquería casarse. Traer hijos al mundo,¿con qué futuro? Era el error más propiode macacos que cometían los demásculis: procrear. Como si estuvieransatisfechos con su destino, como si lesgustara la idea de repoblar el mundo queles había adjudicado aquella tarea.

No había más que rabia en suinterior y pensaba que la perdería si secasaba.

Mientras se daba la vuelta en elcarrito, notó el verdugón que tenía en elpie. Frunció el ceño, tratando derecordar cómo se lo había hecho.

A la mañana siguiente, al volver deuna entrega, dio un rodeo y pedaleó

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hasta las oficinas del Partido delCongreso en Umbrella Street. Seacuclilló en la veranda y aguardó a quesaliera alguien con aspecto importante.

Afuera, había un cartel de IndiraGandhi alzando el puño con el siguienteeslogan: «La Madre Indira protegerá alos pobres». Sonrió con sorna.

¿Estaban completamente locos? ¿Deverdad pensaban que alguien se creeríaque un político iba a proteger a lospobres?

Pero luego pensó que tal vez esamujer, Indira Gandhi, había sidoespecial, que tal vez tenían razón. Alfinal, la habían matado a tiros, ¿no?Aquello, a su modo de ver, parecía

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demostrar que había intentado ayudar ala gente. De repente, le pareció que en elmundo sí había hombres y mujeres debuen corazón y que él, con toda suamargura, se había aislado de ellos. Searrepentía de haber sido tan grosero conel periodista de Madrás…

Salió un hombre vestido con ropasblancas holgadas, seguido de dos o tresparásitos. Chenayya corrió a suencuentro y se arrodilló ante él con laspalmas juntas.

Durante toda la semana siguiente,cada vez que su número no había desalir durante un rato, se daba una vueltacon su ciclo-carro y pegaba carteles delos candidatos del Congreso por las

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calles musulmanas, gritando: «¡Vota alPartido del Congreso, el partido de losmusulmanes! ¡Derrota al PartidoPopular!».

Terminó la semana. Se celebraronlas elecciones y se publicaron losresultados. Chenayya fue hasta lasoficinas del Partido del Congreso,aparcó su ciclo-carro y le dijo alportero que quería ver al candidato.

—Ahora es un hombre muy ocupado;espera un momento —dijo el portero,poniéndole una mano en la espalda—.Tú has contribuido a que nos fueran bienlas cosas en el Bunder, Chenayya. ElPartido Popular nos ha derrotado en losdemás distritos, pero allí has conseguido

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que los musulmanes nos votaran.Chenayya sonrió satisfecho. Esperó

fuera de las oficinas, mirando los cochesque llegaban cargados de hombres ricose importantes, que se apresuraban avisitar al candidato. Al verlos, pensó:«Me apostaré aquí para recoger eldinero de los ricos. No mucho. Sólocinco rupias a cada persona que venga aver al candidato. Con eso bastará».

Tenía palpitaciones de puraexcitación. Pasó una hora.

Decidió entrar en la sala de esperapara asegurarse de que también él veíaal Gran Hombre cuando saliera por fin.Había bancos y taburetes en la sala, yuna docena de hombres esperando.

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Chenayya vio una silla vacía y sepreguntó si debía sentarse. ¿Por qué no?¿No había contribuido él a la victoria?Estaba a punto de tomar asiento cuandoel portero le dijo:

—En el suelo, Chenayya.Pasó una hora más. Habían hecho

pasar a todo el mundo para ver al GranHombre, pero él seguía allí, en cuclillas,con la cara apoyada en las palmas de lasmanos.

Finalmente, se le acercó el porterocon una caja llena de caramelos de coloramarillo:

—Coge uno.Chenayya tomó el caramelo y casi se

lo metió en la boca, pero se lo sacó en

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el último momento.—No quiero un caramelo. —

Levantó la voz—. ¡He colgado cartelesen toda la ciudad! ¡Ahora quiero ver alGran Hombre! ¡Quiero que me den unpuesto…!

El portero le dio una bofetada.«Yo soy el peor idiota de todos»,

pensó luego, ya de vuelta en el callejón.Los demás conductores estaban tiradosen sus carritos, roncando ruidosamente.Bien entrada la noche, él era el únicoque no podía dormir: «Soy el más idiotade todos; el mayor macaco que hayaquí».

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A la mañana siguiente, de camino a suprimera entrega, se encontró metido enotro atasco delante de Umbrella Street:el mayor atasco que había visto en suvida.

Avanzó lentamente, escupiendo en lacalzada cada pocos minutos paradistraer la espera y pasar el rato.

Cuando llegó por fin a su destino,descubrió que la entrega era para unextranjero. El hombre se empeñó enayudarle a descargar los muebles, cosaque dejó a Chenayya totalmentedesconcertado, y además le hablabatodo el tiempo en inglés, creyendo quizá

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que cualquiera en Kittur conocía elidioma.

Al final, le tendió a Chenayya lamano, se la estrechó y le dio un billetede cincuenta rupias.

Le entró pánico. ¿Dónde iba aencontrar cambio? Intentó explicarse,pero el europeo se limitó a sonreír ycerró la puerta.

Entonces comprendió. Se inclinó yle hizo una profunda reverencia a lapuerta cerrada.

• • •

Cuando volvió al callejón con dos

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botellas de licor, los demás lo miraronasombrados.

—¿De dónde has sacado el dinero,Chenayya?

—No es asunto vuestro.Vació una botella; luego se bebió la

segunda. Todavía se fue a la licorería acomprar otra botella. Cuando despertó ala mañana siguiente, se dio cuenta deque se había gastado todo su dinero enbebida.

Todo.Se tapó la cara con las manos y

empezó a llorar.Después de una entrega en la

estación de trenes, se acercó al grifopara echar un trago de agua y oyó a

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varios conductores de autorickshawhablando también del compañero quehabía golpeado a su cliente.

—Un hombre tiene derecho areaccionar —dijo uno de ellos—. Lasituación de los pobres se estávolviendo insoportable aquí.

Pero ellos no eran pobres, pensóChenayya, mientras se refrescaba losbrazos; ellos vivían en casas y erandueños de sus vehículos. «Has de llegara cierto nivel de riqueza antes de poderempezar a quejarte de tu pobreza —pensó—. Cuando eres tan pobre, nisiquiera tienes derecho a quejarte».

—¡Mira: en eso quierenconvertirnos los ricos de esta ciudad! —

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dijo el tipo, y Chenayya advirtió que loseñalaba a él—. ¡Quieren estafarnos yquitárnoslo todo hasta que nos volvamosasí!

Salió pedaleando de la estación,pero no dejaba de oír aquellas palabras.No conseguía silenciar su propia mente.Como un grifo mal cerrado, seguíagoteando. Tic, tic, tic. Pasó junto a unaestatua de Gandhi y empezó a pensarotra vez. Gandhi iba vestido como unpobre, como el propio Chenayya. Pero¿qué había hecho por los pobres?

Más aún, se preguntó si Gandhihabía existido. Todas aquellas cosas: laIndia, el río Ganges, el mundo más alláde la India, ¿eran reales siquiera?

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¿Cómo llegaría a saberlo nunca?Sólo había otro grupo por debajo del

suyo: el de los mendigos. Un paso enfalso y se hundiría entre ellos, pensó.Bastaría un accidente para acabarconvertido en mendigo. ¿Qué hacían losdemás para soportarlo? No hacían nada.Preferían no pensarlo.

Al pararse en un cruce aquellanoche, un viejo mendigo extendió susmanos hacia él.

Chenayya miró para otro lado ypedaleó calle abajo hacia la tienda delseñor Ganesh Pai.

Al día siguiente, subía otra vez por la

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colina con cuatro enormes cajas decartón apiladas en su carrito, y pensaba:«Porque les dejamos. Porque no nosatrevemos a fugarnos con ese fajo decincuenta mil rupias: porque sabemosque otros —tan pobres como nosotros—nos atraparán y nos llevarán a rastrasante los ricos. Los pobres nos hemosconstruido nosotros mismos una prisióna nuestro alrededor».

Al atardecer, se tumbó, exhausto.Los demás habían encendido unahoguera. Alguien vendría y le daría unpoco de arroz. Él era el que trabajabamás duro y el jefe había ordenado que loalimentaran regularmente.

Vio a dos perros follando. No había

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pasión en lo que hacían: era sólo unalivio. «Es lo único que quisiera hacerahora mismo —pensó—. Follar. Pero envez de follar, tengo que quedarme aquítirado, pensando».

La gruesa prostituta estaba sentadafuera.

—Déjame subir —le dijo.Ella meneó la cabeza sin mirarlo.—Sólo una vez. Te pagaré el

próximo día.—Lárgate o llamaré al Hermano —

dijo, refiriéndose al mafioso quecontrolaba el burdel y que se quedabaparte de lo que ganaban las mujerescada noche.

Chenayya se dio por vencido; se

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compró una botellita de licor y empezó abeber.

«¿Por qué pensaré tanto? Estospensamientos son como espinas quequisiera sacarme de la cabeza. Inclusocuando bebo siguen ahí. Me despiertopor la noche con la garganta abrasada ytodavía me encuentro todos esospensamientos».

Se quedó tumbado en su carro.Estaba convencido de que incluso ensueños los ricos habían seguidoacosándolo, porque se despertó furiosoy cubierto de sudor. Entonces oyójadeos muy cerca. Miró alrededor y vioque otro conductor se estaba follando ala prostituta. Justo a su lado. «¿Por qué

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yo no?», se preguntó. Sabía que el otrono tenía dinero, o sea, que ella lo hacíapor compasión. ¿Por qué yo no?

Cada suspiro, cada gemido deaquella pareja copulando era como uncastigo, y Chenayya ya no pudosoportarlo más.

Se bajó del carro, dio una vueltahasta encontrar un montón de estiércolde vaca y, tras recoger un puñado, se loarrojó a los amantes. Se oyó un grito;corrió hacia ellos y le embadurnó lacara de mierda a la prostituta. Incluso lemetió los dedos emporcados en la bocay los mantuvo allí dentro, a pesar de queella se los mordía. Cuanto más fuerte leclavaba los dientes, más disfrutaba. No

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sacó los dedos hasta que los demásconductores se echaron sobre él y losacaron a rastras.

Un día le dieron un encargo que lo llevóhasta Bajpe, en las afueras de la ciudad.Tenía que entregar el marco de unapuerta en una obra.

—Aquí había un gran bosque —ledijo uno de los albañiles—. Pero ahoraya sólo queda eso. —Señaló a lo lejosun trecho verde.

Chenayya miró al hombre y lepreguntó:

—¿Hay trabajo aquí para mí?En el camino de vuelta, dio un rodeo

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y se dirigió a aquel pedazo de terrenoverde. Cuando llegó, dejó el ciclo-carroy empezó a pasear. Vio un peñasco,trepó hasta arriba y contempló losárboles a sus pies. Tenía hambre,porque no había comido en todo el día,pero se sentía bien. Sí, podría vivir allíperfectamente. Con un poco de comidale bastaría. ¿Qué más podía desear? Susmúsculos doloridos podrían descansar.Apoyó la cabeza en la roca, miró haciael cielo.

Pensó en su madre. Luego recordócon qué emoción había llegado a Kitturdesde su pueblo cuando tenía diecisieteaños. Una prima suya lo había paseadoel primer día y le había mostrado los

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sitios más importantes, y él recordaba lablancura de su piel, que tenía mucho másencanto que las vistas de la ciudad. Nohabía vuelto a verla nunca más. Recordólo que vino luego: cómo se había idocontrayendo la vida, haciéndose más ymás pequeña a medida que pasaban losdías. Ahora lo comprendió de golpe: elprimer día en una ciudad estabadestinado a ser el mejor. En cuantopisabas sus calles, ya habías sidoexpulsado del paraíso.

«Podría convertirme en un sannyasa—pensó—. Comer sólo arbustos yhierbas, levantarme y acostarme con elsol». Se alzó un poco de viento; lashojas de los árboles susurraban como si

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estuvieran riéndose de él.Ya era de noche cuando regresó.

Para llegar antes a la tienda, tomó la rutaque bajaba por la colina del Faro.Mientras descendía la cuesta, vio unaluz roja y luego otra verde adosadas a laparte trasera de una gran silueta que semovía calle abajo; al cabo de unmomento, advirtió que era un elefante.

Era el mismo de la otra vez. Sóloque ahora tenía un semáforo atado en lagrupa con una cuerda.

—¿Qué significa eso? —dijo agritos al mahout.

—Bueno —gritó el otro—, he deasegurarme de que nadie choca connosotros de noche. ¡No hay luces por

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ninguna parte!Chenayya soltó una carcajada; era lo

más gracioso que había visto en su vida:un elefante con un semáforo en la grupa.

El mahout ató al animal en la cunetay se puso a charlar con él. Tenía unoscuantos cacahuetes y no queríacomérselos solo, así que le alegrabacompartirlos con Chenayya.

—No me han pagado —le explicó elmahout—. Me han hecho llevar al niñoa dar una vuelta y luego no me hanpagado; deberías haber visto cómobebían y bebían. Sin parar. Y no hanquerido pagarme cincuenta rupias, queera lo único que yo pedía.

Le dio una palmada al elefante.

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—Después de lo que Rani ha hechopor ellos…

—Así funciona el mundo —dijoChenayya.

—Entonces está podrido. —Elmahout masticó unos cacahuetes más—.Un mundo completamente podrido —añadió, dándole otra palmada al animal.

Chenayya levantó la vista paramirarlo.

Los ojos del coloso lo observaronde soslayo. Tenían un brillo oscuro, casicomo si estuviera llorando. Tambiénaquel animal parecía decir: «Las cosasno habrían de ser así».

El mahout se puso a orinar contra elmuro, arqueando la espalda y echando la

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cabeza atrás, mientras suspiraba dealivio, como si aquello fuese lo mejorde todo el día.

Chenayya seguía mirando los ojoshúmedos y tristes del elefante. «Sientohaberte insultado a veces, hermano», ledijo, acariciándole la trompa.

E l mahout, aún frente al muro,escuchaba a Chenayya hablar con elanimal con una creciente sensación detemor.

Delante de la heladería, dos críoslamían sus polos y miraban fijamente aChenayya, que yacía sobre su carrito,mortalmente cansado tras otro día de

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trabajo.«¿Es que no me veis?», habría

querido gritar por encima del estruendodel tráfico. Le rugía el estómago; estabaexhausto y hambriento, y todavía faltabauna hora para que el chico tamil salierade la tienda del señor Ganesh Pai con lacena.

Uno de los críos de la otra acera sedio la vuelta, como si la rabia delconductor de ciclo-carro se hubierahecho demasiado palpable; pero el otro,un gordito de tez clara, continuó como sital cosa, pasando la lengua por suhelado y mirando a Chenayya conindiferencia.

«¿Es que no tienes vergüenza ni

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sentido de la decencia, gordocabronazo?».

Se volvió para el otro lado y empezóa hablar en voz alta para calmar susnervios. Su mirada fue a detenerse en lasierra oxidada que tenía en un extremodel carro.

—¿Qué me impide —dijo— cruzarla calle y rebanar en rodajas a esechico?

La sola idea le transmitió unasensación de poder.

Notó unos golpecitos en el hombro.«Si es el gordito hijo de puta con supolo, cojo la sierra y lo corto en dos. Lojuro por Dios», se dijo.

Era el ayudante tamil.

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—Tu turno, Chenayya.Llevó el carro a la entrada de la

tienda, donde el tamil le entregó unpaquete pequeño envuelto en periódicoy atado con un cordel blanco.

—Es el mismo sitio adonde llevastehace días la mesita para la televisión. Lacasa de la señora Engineer. Se nosolvidó enviarle el regalo y no ha paradode quejarse.

—Oh, no —gimió—. Ésa no dapropina. Es una completa hija de puta.

—Tienes que ir Chenayya. Ha salidotu número.

Pedaleó lentamente hacia allí. Encada cruce, en cada semáforo, echaba unvistazo a la sierra.

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Abrió la puerta la propia señoraEngineer; le dijo que estaba al teléfono yque esperase fuera.

—La comida del Lion’s Clubengorda muchísimo —oyó que decía—.El año pasado me puse diez kilosencima.

Chenayya miró rápidamentealrededor. No se veía luz en las casasvecinas. Le pareció distinguir una casetapara el vigilante en la parte trasera, perotambién estaba a oscuras.

Tomó la sierra y entró. La mujerestaba de espaldas; observó la blancurade su piel entre la blusa y la falda yaspiró la fragancia de su cuerpo. Seacercó aún más.

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Ella se dio la vuelta y cubrió elauricular con la mano.

—¡Aquí no, idiota! ¡Déjalo en elsuelo y sal de aquí!

Se quedó perplejo.—¡En el suelo! —le gritó ella—. ¡Y

sal de aquí!Asintió, dejó la sierra en el suelo y

salió corriendo.—¡Eh, no te dejes esto aquí! ¡Ay,

Dios mío!Chenayya retrocedió, recogió la

sierra y salió a toda prisa de la casa,agachándose para esquivar las hojas delárbol del nim. Tiró la sierra en el carro:un estrépito metálico. ¡El regalo…!¿Dónde estaba? Tomó el paquete, entró

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corriendo en la casa, lo dejó allí enmedio y salió otra vez, dando unportazo.

Se oyó un maullido asustado. Habíaun gato en una rama del nim,observándolo atentamente. Se acercó.«Qué ojos más preciosos», pensó. Comopiedras preciosas caídas de un trono: unindicio apenas de un mundo hermosoque quedaba más allá de su alcance y desu conocimiento.

Alargó un brazo y el gato se dejóagarrar.

—Gatito, gatito —dijo,acariciándole el pelaje.

Se retorció en sus brazos, ya algoinquieto.

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«En algún lugar, así lo espero, algúnhombre pobre le asestará un golpe almundo. Porque no hay ningún Diosvigilándonos. Ni va a venir nadie aliberarnos de la cárcel en la quenosotros mismos nos hemos encerrado».

Quería decirle todo eso al gato, y talvez éste se lo dijera a su vez a otroconductor de ciclo-carro, a alguno lobastante valiente para asestar el golpe.

Se sentó junto al muro, todavía conel gato en brazos y sin dejar deacariciarlo. «Tal vez podría llevarteconmigo, gatito». Pero ¿cómo iba aalimentarlo? ¿Y quién lo cuidaríacuando él no estuviera? Lo soltó. Apoyóla espalda en el muro y miró cómo

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caminaba con cautela hacia un coche yse deslizaba debajo; estiró el cuellopara ver qué hacía allí y entonces oyó ungrito que venía de arriba. Era la señoraEngineer, gritando desde la ventana másalta de su mansión.

—Ya sé que es lo que pretendes,granuja. ¡Te leo el pensamiento! ¡Perono vas a sacarme ni una rupia más!¡Muévete!

Ya no sentía ninguna rabia; y ellatenía razón, debía regresar a la tienda.Su número volvería a salir pronto. Subióal carro y empezó a pedalear.

Había un atasco en el centro y otravez tuvo que pasar por la colina delFaro. El tráfico allí también era

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espantoso; avanzaba centímetro acentímetro, y Chenayya tenía que pararsecada vez y poner un pie en la calzadapara que el carro no se moviera. Cuandosonaban las bocinas a su espalda, selevantaba del sillín y pedaleaba;entonces una larga fila de coches yautobuses arrancaba detrás, como si éltirase del tráfico con una cadenainvisible.

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Cuarto día (tarde):El cruce del Pozo de Agua

FrescaDicen que el viejo Pozo de Agua Frescanunca se seca, pero hoy en día estáprecintado y sólo sirve de rotonda paradistribuir el tráfico. En las calles de losalrededores hay una serie deurbanizaciones de clase media. Losprofesionales de todas las castas —bunts, brahmanes y católicos— vivenaquí todos juntos, aunque losmusulmanes ricos permanecen en elBunder. El club Canara, el másexclusivo de la ciudad, se encuentra

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aquí, en una gran mansión de colorblanco rodeada de prados verdes. Éstees el barrio «intelectual» de la ciudad ydisfruta, entre otras cosas, del Lion’sClub, del club Rotary, de una logiamasónica, de un grupo educacionalBaha’i, de una sociedad teosófica y deuna sucursal de la Alliance Française duPondicherry. De las numerosasinstituciones médicas radicadas aquí, lasdos más famosas son el hospital generalHavelock Henry y la clínica ortodóncicaHappy Smile, del doctor Shambu. Laescuela de secundaria para chicas SantaAgnes, el colegio femenino mássolicitado de Kittur, se halla tambiénmuy cerca.

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La zona más distinguida del crucedel Pozo de Agua Fresca es una callebordeada de hibiscos y conocida comoRose Lane. Mabroor Engineer,considerado el hombre más rico deKittur, y Anand Kumar, miembro delParlamento nacional, tienen aquí susmansiones.

—Una cosa es tomar un poquito deganja, liarla dentro de un chapati ymascarlo al terminar el día, simplementepara relajar los músculos; eso puedoperdonárselo a un hombre, no me cuestanada. Ahora, fumar esa droga, ese jaco ocomo se llame, a las siete de la mañana

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y quedarse tirado en un rincón con lalengua fuera, eso no se lo tolero a nadieen mi obra. ¿Entendido? ¿O quieres quete lo repita en tamil o en la lengua deldemonio que habléis entre vosotros?

—Entendido, señor.—¿Qué has dicho? ¿Qué has dicho,

hijo de…?Sujetando de la mano a su hermano,

Soumya observaba angustiada cómo elcapataz regañaba a su padre. El capatazera joven, mucho más joven que supadre, pero llevaba el uniforme caquique le había dado la compañíaconstructora y hacía girar en su manoizquierda un bastón. Y los demástrabajadores, por lo que veía Soumya,

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en lugar de defender a su padre,escuchaban en silencio. El capatazestaba sentado en una silla azul sobre unterraplén de barro; un farol de gaszumbaba en lo alto de un poste clavadojunto a la silla. Detrás de él se hallabala zanja excavada alrededor de la casa,a aquellas alturas ya medio demolida:las ventanas habían sido arrancadas, elinterior se veía lleno de escombros y eltejado se había derrumbado casi deltodo. Con su bastón y su uniforme, y surostro crudamente iluminado por elfarol, el capataz parecía un reyezuelodel inframundo, apostado en la entradade su reino.

Los trabajadores habían formado

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alrededor un semicírculo. El padre deSoumya permanecía aparte y le lanzabamiradas furtivas a la madre, quesofocaba sus sollozos tapándose con unapunta del sari.

—No paro de decirle que deje eljaco —dijo con la voz quebrada por elllanto—. No paro de decírselo…

Soumya se preguntaba por qué sumadre tenía que quejarse de su padredelante de todo el mundo. Raju le apretóla mano.

—¿Por qué riñen todos a papá?Ella le devolvió el apretón.

Silencio.El capataz se levantó de repente de

la silla, bajó del terraplén y blandió su

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bastón ante el padre de Soumya.—Te lo advertí. —Y descargó el

bastón sobre él.Soumya cerró los ojos y se dio la

vuelta.

Los trabajadores habían regresado a sustiendas, esparcidas por los terrenos querodeaban la casa medio derruida. Elpadre de Soumya, tendido en su esterillaazul a cierta distancia de los demás,roncaba ya, tapándose los ojos con lasmanos. En los viejos tiempos, ellahabría ido a acurrucarse a su lado.

Ahora se le acercó y le sacudió lapierna, agarrándolo por el dedo gordo,

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pero él no reaccionó. Soumya se fue consu madre, que estaba preparando arroz,y se tumbó junto a ella.

El ruido de los mazos y lasalmádenas la despertó por la mañana.¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Con ojossoñolientos, se dirigió lentamente haciala casa. Su padre se había encaramadoen el trozo de tejado que aún quedaba enpie y, sentado en una de las negras vigasde hierro, la iba cortando con una sierra.Dos hombres golpeaban el muro dedebajo con almádenas, y la nube depolvo que levantaban cubría a su padrede pies a cabeza mientras iba serrando.Soumya sintió que el corazón le daba unbrinco.

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Corrió hacia su madre, gritando:—¡Papá está trabajando otra vez!Su madre se alejaba de la casa con

las demás mujeres; todas cargaban sobrela cabeza grandes bandejas metálicasllenas hasta los topes de escombros.

—Encárgate de que Raju no se moje—le dijo a Soumya, mientras pasaba delargo.

Sólo entonces se dio cuenta de quelloviznaba.

Raju seguía acostado sobre la mantaen la que había dormido la madre.Soumya lo despertó y lo llevó a una delas tiendas. El niño lloriqueaba y decíaque quería dormir más. Ella se acercó ala esterilla azul; su padre ni siquiera

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había tocado la noche anterior su arroz.Estaba seco, pero lo mezcló con el aguade la lluvia, lo removió hasta deshacerloen gachas y empezó a metérselas en laboca a su hermano. Él decía que no legustaba y le mordía los dedos cada vez.

Había empezado a llover con másfuerza y Soumya oyó los rugidos delcapataz:

—¡No aflojéis el ritmo, hijos demujer calva!

Cuando paró la lluvia, Raju seempeñó en subir al columpio.

—Si se va a poner a llover otravez… —dijo ella.

Pero no hubo manera de disuadirlo ytuvo que llevarlo en brazos hasta el

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viejo neumático de camión que habíacolgado cerca del muro del complejo.Lo puso encima y empezó a empujarlo.

—¡Uno! ¡Dos!Mientras columpiaba a Raju, un

hombre se le plantó delante.Su piel, húmeda y oscura, estaba

cubierta de polvo blanco y necesitó unosinstantes para reconocerlo.

—Cielo —dijo—, tienes que haceruna cosa por papá.

A Soumya se le aceleró demasiadoel corazón para poder articular palabra.Ella habría deseado que dijera «cielo»no como ahora —como si fuese sólo unapalabra, una bocanada de aire quesacaba por la boca—, sino como lo

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decía antes, cuando le salía del corazóny la estrechaba contra su pecho,abrazándola con fuerza y susurrándolecomo un loco al oído.

Continuó hablando de aquel modolento y extraño, como si se le trabara lalengua; le dijo lo que quería que hicieray luego se volvió a la casa.

Soumya encontró a Raju en el suelo;estaba cortando una lombriz en trocitoscon un pedazo de cristal que habíarobado del solar.

—Hemos de irnos —le dijo.No podía dejarlo solo, aunque para

un recado como aquél iba a ser unauténtico engorro. Una vez lo habíadejado a su aire y se había tragado un

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vidrio.—¿Adónde vamos? —preguntó.—Al Bunder.—¿Para qué?—Hay un sitio al lado del Bunder,

un jardín, donde los amigos de papáestán esperándolo. Él no puede ir ahora,porque el capataz volvería a pegarle.¿No querrás que el capataz le pegue otravez delante de todo el mundo, verdad?

—No —dijo Raju—. Y cuandolleguemos a ese jardín, ¿qué tenemosque hacer?

—Le damos a los amigos de papáunas cuantas rupias y ellos nosentregarán una cosa que necesita sinfalta.

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—¿Qué?Se lo dijo.Raju, que ya conocía el valor del

dinero, preguntó:—¿Cuánto le costará?—Diez rupias, ha dicho.—¿Te ha dado diez rupias?—No. Papá me ha dicho que

habremos de conseguirlas nosotros.Tendremos que mendigar.

Mientras bajaban por Rose Lane,ella mantenía los ojos fijos en el suelo.Una vez se había encontrado así cincorupias…, ¡sí, cinco! Nunca se sabe loque puedes encontrar en los lugaresdonde viven los ricos.

Se apartaron hacia la cuneta. Un

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coche blanco se detuvo para pasar unbache y ella aprovechó para gritarle alconductor:

—¿Dónde está el puerto, hermano?—Lejos —le respondió a gritos—.

Ve hasta la avenida y dobla a laizquierda.

Los cristales ahumados de la partede atrás estaban subidos, pero Soumyavislumbró por la ventanilla delconductor la muñeca de un pasajero,cubierta de pulseras de oro. Ella habríagolpeado la ventanilla trasera de buenagana, pero recordó la norma que habíaimpuesto el capataz a los hijos de lostrabajadores: nada de pedir limosna enRose Lane; sólo en la avenida principal.

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Así que se contuvo.Estaban demoliendo y volviendo a

construir todas las casas de Rose Lane.Soumya se preguntaba por qué querría lagente derribar aquellas elegantes ygrandes casas encaladas. Tal vez lascasas se volvían inservibles al cabo deun tiempo, como los zapatos.

Cuando el semáforo de la avenida sepuso rojo, fue de autorickshaw enautorickshaw, abriendo y cerrando lamano.

—Hermano, ten piedad, me muerode hambre.

Tenía toda una técnica, aprendida desu madre. Funcionaba así: mientraspedía, mantenía contacto visual sólo

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durante tres segundos; luego sus ojos sedesviaban hacia el siguienteautorickshaw: «Madre, tengo hambre»,decía, frotándose la barriga. «Dame algode comida», insistía, y juntaba los dedosy se los llevaba a la boca. «Hermano,estoy hambrienta». «Abuelo, aunque seauna moneda pequeña…».

Mientras ella recorría la calzada,Raju se sentaba en el suelo y había deponerse a lloriquear cada vez quepasara alguien bien vestido. Soumya noesperaba que sacara gran cosa; pero sipermanecía sentado no hacía al menosotras cosas más peligrosas, como salircorriendo detrás de un gato o ponerse aacariciar a perros callejeros que quizá

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tuvieran la rabia.Hacia mediodía, las calles se

llenaron de coches. Los cristales de lasventanillas estaban todos subidos acausa de la lluvia, y ella había de alzarlas dos manos y arañar el cristal comoun gato para llamar la atención de lospasajeros.

Un coche tenía los cristales bajadosy Soumya pensó que estaba de suerte. Ensu interior había una mujer con unosbellos dibujos dorados pintados en lasmanos y se los quedó mirandoboquiabierta. Entonces oyó que la mujerde las manos doradas le decía a otro delos ocupantes:

—Ahora hay mendigos por todas

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partes. Nunca había pasado nadaparecido.

La otra persona se echó haciadelante y miró un momento.

—Tienen la piel tan oscura… ¿Dedónde son?

—Quién sabe.Sólo cincuenta paisas después de

una hora.Luego intentó subirse a un autobús

que se había detenido en el semáforo,pero el revisor la vio venir y se plantóen la puerta.

—Ni hablar.—¿Por qué no, hermano?—¿Quién te has creído que soy? ¿Un

rico como el señor Engineer? ¡Vete a

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pedirle a otro, mocosa!Echándole una hosca mirada, alzó el

cordón rojo de su silbato, como si fueraun látigo. Ella se bajó precipitadamente.

—Es un verdadero cabronazo —leexplicó a Raju, quien por su parte teníaalgo que enseñarle: un pedazo deenvoltorio plástico lleno de botones deaire que podían reventarse.

Soumya comprobó que el revisor nola veía y, poniéndose de rodillas, colocóel plástico delante de la rueda. Raju seagazapó a su lado:

—No, ahí no. Así las ruedas no lopisarán —dijo—. Ponlo un poquito mása la derecha.

Cuando el autobús volvió a arrancar,

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las ruedas aplastaron el plástico y losbotones de aire explotaron, dando unbuen susto a los pasajeros. El revisorasomó la cabeza para ver qué habíapasado y los dos niños echaron a correr.

Había empezado a llover de nuevo.Se agazaparon debajo de un árbol.Algunos cocos caían de las ramas y seestrellaban contra el suelo. Un hombreque se había guarecido a su lado con unparaguas dio un salto, soltó unamaldición contra el árbol y saliócorriendo. Ella no pudo contener unarisita, pero a Raju le daba miedo que lecayera un coco encima.

Cuando paró de llover, tomó unaramita y trazó en el suelo un mapa de la

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ciudad, tal como ella la imaginaba. Ahíestaba Rose Lane. Aquí, el sitio al quehabían llegado, no muy lejos de RoseLane todavía. Aquí, el Bunder. Y aquí,el jardín del Bunder que andabanbuscando.

—¿Lo entiendes? —le preguntó aRaju.

Él asintió, excitado.—Para llegar al Bunder, tenemos

que pasar —trazó otra flecha— por elgran hotel.

—¿Y después?—Después vamos al jardín del

Bunder…—¿Y después?—Buscamos lo que papá quiere que

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consigamos.—¿Y después?La verdad era que no tenía ni idea de

si el hotel se encontraba en el caminohacia el puerto o no; pero la lluvia habíaacabado vaciando la calle de coches, yel hotel era el único sitio donde tal vezpodrían mendigar ahora.

—A los turistas has de pedirles eninglés —le dijo a su hermano, mientrascaminaban, para burlarse de él—.¿Sabes cómo hay que decirlo en inglés?

Se pararon enfrente del hotel paracontemplar a un grupo de cuervos que sebañaban en un charco. El sol destellabaen el agua y relucía en el plumaje negrode los cuervos, que se sacudían gotitas

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centelleantes de sus cuerposestremecidos. Raju dijo que era la cosamás bonita que había visto en su vida.

El hombre sin brazos ni piernasestaba sentado delante del hotel yempezó a soltarles improperios desde laotra acera.

—¡Fuera de aquí, niños deldemonio! ¡Os dije que no volvieraisnunca más!

—¡Vete al Infierno, monstruo! —legritó ella—. ¡Ya te dijimos nosotros queno volvieras!

Estaba sentado en una tabla conruedas. Cada vez que un coche sedetenía en el semáforo que había delantedel hotel, hacía rodar la tabla y

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mendigaba por un lado del vehículomientras ella lo hacía por el otro.

Raju, sentado en la calzada, dio unbostezo.

—¿Por qué hemos de pedir? Papáhoy está trabajando. Lo he vistocortando esas cosas… —Separó laspiernas y empezó a serrar una vigaimaginaria.

—Calla.Dos taxis se detuvieron junto al

semáforo. El hombre sin brazos nipiernas se apresuró con su tabla hacia elprimero; ella corrió hasta el segundo ymetió las manos en la ventanilla abierta.Había un extranjero dentro, que la miróboquiabierto, formando con sus labios

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una perfecta «o» rosada.—¿Has conseguido algo? —

preguntó Raju, cuando regresó.—No. Venga, levanta —dijo,

ayudándolo a ponerse de pie.Cuando llevaban dos semáforos

cruzados, sin embargo, Raju se lo figuró.—El hombre blanco te ha dado

dinero. —Señaló su puño cerrado—.¡Lo tienes ahí!

Ella se acercó a un autorickshawaparcado en la cuneta.

—¿Hacia dónde está el Bunder?El conductor dio un bostezo.—No tengo dinero. Largo.—No quiero dinero. Sólo

indicaciones para ir al Bunder.

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—Ya te lo he dicho, no voy a dartenada.

Ella le escupió en la cara; luegoagarró a Raju de la muñeca y los dossalieron corriendo como locos.

El siguiente conductor deautorickshaw al que preguntaron era unhombre amable.

—Está lejos, muy lejos. ¿Por qué notomas un autobús? El 343 te lleva allí. Apie, te costará dos horas al menos.

—No tenemos dinero, hermano.Él les dio una moneda de una rupia y

les preguntó:—¿Dónde están vuestros padres?Subieron a un autobús y fueron a

pagar al revisor.

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—¿Dónde queréis bajar? —les gritó.—En el puerto.—Este autobús no va al puerto.

Tenéis que subir al 343. Ése es elnúmero…

Se bajaron y siguieron caminando.Ahora ya estaban cerca del cruce del

Pozo de Agua Fresca. Encontraron allíal chico con un brazo y una pierna,trabajando tal como lo hacía siempre.Iba de coche en coche dando saltitos yconseguía mendigar antes de que llegaseella. Alguien le había dado un rábanoesta vez y andaba de aquí para allá conaquel rábano blanco en la mano, dandogolpecitos en los parabrisas para llamarla atención.

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—¡No os atreváis a mendigar aquí,hijos de perra! —gritó, blandiendo elrábano con aire amenazador.

Los dos le sacaron la lenguamientras gritaban:

—¡Monstruo! ¡Monstruo asqueroso!Al cabo de una hora, Raju empezó a

llorar y se negó a caminar más. Ellahurgó en un cubo de basura para buscarcomida. Había una caja con dos galletasy se comieron una cada uno.

Caminaron un poco más. Al rato,Raju notó un cosquilleo en la nariz.

—Noto el olor del mar.Ella también lo notaba.Caminaron más aprisa. Vieron a un

hombre que estaba pintando un rótulo en

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inglés en un lado de la calle; dos gatosque se peleaban en el techo de un Fiatblanco; un caballo que tiraba de un carrocargado de leña; un elefante que bajabacon un montón de hojas de nim; tambiénun coche aplastado por un accidente; yun cuervo muerto, con las garrasrígidamente pegadas al pecho y unaherida en el vientre plagada de hormigasnegras.

Por fin llegaron al Bunder.El sol se estaba poniendo ya sobre

el mar y pasaron de largo por losmercados abarrotados, buscando eljardín.

—No hay ningún jardín en elBunder. Por eso es tan malo el aire de

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aquí —les dijo un vendedor musulmánde cacahuetes—. Os han indicado mal.

Al verlos cariacontecidos, lesofreció un puñado de cacahuetes paraque mascaran algo.

Raju gimoteó. Tenía muchahambre… ¡Al Infierno los cacahuetes!Se los tiró al musulmán, que lo llamó«demonio».

Eso lo puso tan furioso que saliócorriendo sin más; su hermana tuvo quesalir tras él y perseguirlo hasta que sedetuvo.

—¡Mira! —chilló Raju, señalandouna hilera de mutilados con losmiembros vendados, que aguardabansentados delante de un edificio blanco

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con una cúpula.Rodearon con cautela a los leprosos.

Ella reparó entonces en un hombretumbado en un banco, que jadeaba y setapaba la cara con las manos. Se acercóal banco y vio, junto a la orilla del mar,un pequeño parque rodeado por unmurete de piedra.

Raju ya se había tranquilizado.Al entrar en el parque, oyeron gritos.

Un policía estaba abofeteando a unhombre renegrido.

—¿Has robado los zapatos? ¿Loshas robado?

El hombre negaba con la cabeza y elpolicía lo golpeaba aún con más saña.

—¡Hijo de mujer calva! Tomas esas

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drogas y te pones a robar cosas…, yencima…, hijo de mujer calva,encima…

Había tres hombres de pelo blancoocultos tras unos arbustos y le hicieronseñas a Soumya de que se acercara y seescondiera con ellos. Arrastró a Rajuhacia los arbustos y esperaron a que semarchara el policía.

—Soy la hija de Ramachandran —les susurró entonces—, el que derribalas casas de los ricos en Rose Lane.

Ninguno de los tres conocía a supadre.

—¿Qué es lo que quieres, niña?Ella dijo la palabra lo mejor que

pudo, según la recordaba:

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—… acoUno de los hombres de pelo blanco,

que parecía el jefe, frunció el ceño.—Dilo otra vez.Cuando pronunció aquella palabra

extraña por segunda vez, él asintió. Sesacó del bolsillo una petaca de papel deperiódico, le dio unos golpecitos y salióun polvo blanco que parecía tizamachacada. Sacó un cigarrillo de otrobolsillo, lo abrió y lo vació de tabaco,rellenó el papel con el polvo blanco yvolvió a liarlo bien apretado. Sostuvo elcigarrillo en el aire y le hizo un gesto aSoumya con la otra mano.

—Doce rupias.—Sólo tengo nueve —dijo ella—.

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Tendrás que aceptar nueve.—Diez.Le dio el dinero y tomó el cigarrillo.

Entonces la asaltó una duda espantosa.—Si me estás robando, si me has

engañado, Raju y yo volveremos con mipapá y os daremos una tunda.

Los tres hombres se agazaparon,empezaron a temblar y se pusieron a reíra la vez. No estaban bien de la cabeza.Agarró a Raju de la muñeca y salieroncorriendo.

Imaginó en una serie de fogonazos laescena que habría de producirse ahora.Ella le mostraría a su padre lo que lehabía traído de tan lejos. «Cielo», diríaél, como lo decía antes, y la alzaría en

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brazos en un frenesí de afecto, y sevolverían locos de amor el uno por elotro.

El pie izquierdo empezó a arderle alcabo de un rato; flexionó los dedos y selos miró. Raju se empeñaba en que lollevara a cuestas; pero, bueno, pensó,bastante bien se había portado, elpobrecito.

Se había puesto a llover otra vez.Raju empezó a llorar. Tuvo queamenazarlo tres veces con abandonarloa su suerte; una de las veces, lo dejó enel suelo y hubo de caminar una manzanaentera antes que de que él corriera trasella, gritando que le perseguía un dragóngigante.

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Subieron a un autobús.—Billetes —gritó el conductor.Pero ella le guiñó un ojo y le dijo:—Hermano, déjanos subir gratis,

por favor…El hombre se ablandó y dejó que se

quedaran al fondo.Era noche negra cuando llegaron al

fin a Rose Lane. Las farolas iluminabanlas mansiones. El capataz estaba sentadobajo su farol de gas, hablando con unode los trabajadores. La casa se veía máspequeña; ya habían serrado todas lasvigas.

—¿Habéis ido a mendigar por estebarrio? —gritó el capataz al verlos.

—No, no.

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—¡No me digáis mentiras! Os habéispasado todo el día fuera…, ¿haciendo,qué? ¡Mendigando en Rose Lane!

Ella alzó el labio con desdén.—¿Por qué no vas y preguntas si

hemos mendigado aquí antes deacusarnos?

El capataz los miró hoscamente,pero se quedó en silencio, derrotado porla lógica de la niña.

Raju se adelantó, llamando a sumadre a gritos. La encontraron dormida—sola— con el sari húmedo de lluvia.Raju se abalanzó sobre ella, hundió lacabeza en su costado y empezó afrotarse contra su cuerpo, como ungatito, para entrar en calor; la mujer

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gimió entre sueños y se dio la vuelta,ahuyentando a Raju con un brazo.

—Amma —decía el niño,sacudiéndola—. ¡Amma, tengo hambre!Soumya no me ha dado de comer en todoel día. Me ha hecho andar y andar, tomarun autobús y luego otro… Pero nada decomida. Un blanco le ha dado cienrupias, pero a mí no me ha dado nada debeber ni de comer.

—¡No seas mentiroso! —siseóSoumya—. ¿Qué me dices de lasgalletas?

Él siguió sacudiendo a su madre.—¡Amma! ¡Soumya no me ha dado

nada de comer ni de beber en todo eldía!

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Los dos niños empezaron a pelearse.Entonces Soumya notó unos golpecitosen el hombro.

—Cielo.Al ver a su padre, Raju sonrió

tontamente y se acurrucó junto a sumadre dormida. Soumya se retiró con supadre a un lado.

—¿Lo tienes, cielo? ¿Tienes esacosa?

Ella inspiró hondo.—Aquí está —dijo, y le puso el

cigarrillo en las manos.Él se lo llevó a la nariz, lo husmeó y

se lo guardó bajo la camisa. Soumya vioque hurgaba por debajo del sarong hastala ingle. Luego sacó una mano. Ella ya

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sabía lo que venía ahora: su caricia.La agarró de la muñeca, clavándole

las uñas.—¿Y las cien rupias que te ha dado

el hombre blanco? He oído a Raju.—Nadie me ha dado cien rupias,

papá. Te lo juro. Raju miente.—No digas mentiras. ¿Dónde están

las cien rupias?Alzó el brazo. Ella empezó a gritar.Cuando Soumya fue a tenderse junto

a su madre, Raju seguía quejándose deque no había comido nada en todo eldía, de que había tenido que andar deaquí para allá, de un lado para otro, yluego todo el camino de vuelta. Entoncesvio las marcas rojas en la cara y el

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cuello de su hermana y se calló degolpe. Ella se tumbó en el suelo y sepuso a dormir.

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Kittur: datos básicos

Población total (censo de 1981):193 432 habitantes

Análisis por castas y religiones(en porcentajes sobre la población total)

Hindús:

Castas superiores:Brahmanes:Lengua canaresa: 4%

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Lengua konkani: 3%Lengua tulu: menos del 1%Bunt: 16%Otras castas superiores: 1%

Castas inferiores:Hoykas: 24%Castas y tribus inferiores diversas: 4%Dalits (antes llamados intocables): 9%

Minorías:

Musulmanes:Suníes: 14%Chiís: 1%Ahmadiyya, Bohra, Ismailí: menos del1%

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Católicos: 14%

Protestantes (anglicanos, pentecostales,testigos de Jehová, mormones): 3%

Jainistas: 1%

Otras religiones (incluidas parsi, judía,budista,brahmo samaj y baha’i): menos de un1%

89 habitantes se declaran sin casta nireligión.

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Quinto día:Valencia (la primera

encrucijada)Valencia, el barrio católico, empieza enel hospital Homeopático del PadreStein, que toma su nombre del misionerojesuita alemán que abrió aquí unhospicio. Valencia es el barrio másgrande de Kittur. La mayoría de sushabitantes tienen educación y trabajo yson propietarios de su propia vivienda.El puñado de hindúes y de musulmanesque han comprado parcelas en Valenciano se ha tropezado con ningún problema;en cambio, los protestantes que han

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intentado vivir aquí han sido atacados enocasiones con piedras y eslóganesagresivos. Los domingos por la mañana,una multitud de hombres y mujeresacude con sus mejores ropas a lacatedral de Nuestra Señora de Valenciapara asistir a misa. En Nochebuena,prácticamente la población entera delbarrio se agolpa en la catedral para oírla misa de medianoche; el canto devillancicos y de himnos religiosos seprolonga hasta bien entrada lamadrugada.

En lo que se refería a problemas vividosy horrores padecidos, Jayamma, la

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cocinera del abogado, se empeñaba enproclamar que ella no había tenido rival.En el lapso de doce años, su queridamadre había tenido once hijos; nueve deellos, mujeres. ¡Sí, nueve! Eso sí que esun problema. Cuando Jayamma nació, enoctavo lugar, ya no quedaba leche en lospechos de su madre y tuvieron que darleleche de burra en una botella deplástico. ¡Sí, leche de burra! Eso sonproblemas. Su padre sólo habíaahorrado el oro suficiente para casar aseis hijas; las tres últimas tuvieron quepermanecer vírgenes y estériles de porvida. Sí, de por vida. Durante cuarentaaños la habían enviado en autobús deuna ciudad a otra para cocinar y limpiar

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en casas ajenas. Para alimentar yengordar a los hijos de los demás. Nisiquiera le decían adónde iban aenviarla a continuación. Solía ser denoche, mientras jugaba con su sobrino,el regordete de Brijju, cuando oía en lasala de estar a su cuñada hablando conalgún desconocido:

—Trato hecho, entonces. Si se quedaaquí, come a cambio de nada; así quenos hace usted un favor, créame.

Al día siguiente, la subían una vezmás a un autobús, y pasaban meses antesde que volviera a ver a Brijju. Así erasu vida: una novela por entregas deproblemas y horrores. ¿Quién tenía másmotivos para quejarse en este mundo?

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Aunque al menos uno de esoshorrores ya llegaba a su fin, porqueestaba a punto de dejar la casa delabogado.

Jayamma era una mujer baja yencorvada de casi sesenta años, con unamata de pelo plateada y lustrosa. Teníasobre la ceja izquierda una enormeverruga negra, de esas que suelentomarse como señal de buena suerte enun bebé. Debajo de los ojos, se leformaban unas bolsas oscuras con formade diente de ajo y siempre se la veíalegañosa a causa de las preocupacionesy el insomnio crónico.

Ya tenía preparado el equipaje: unagran maleta marrón, la misma con la que

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había llegado. Nada más. No le habíarobado al abogado ni una sola paisa,aunque la casa estaba a veces hecha undesbarajuste y con toda seguridad debíahabérsele presentado más de unaocasión. Pero ella había sido honrada.Llevó la maleta al porche de delante yaguardó a que llegara el Ambassadorverde del abogado. Había prometidodejarla en la terminal de autobuses.

—Adiós, Jayamma. ¿Nos dejas deverdad?

Shaila, la criadita de casta inferiorde la casa del abogado —y su principaltorturadora durante los últimos ochomeses— sonrió satisfecha. Aunque teníadoce años y ya sería casadera al año

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siguiente, aparentaba sólo siete u ocho.Llevaba su rostro oscuro cubierto depolvos de talco Johnson and Johnson’s ypestañeaba una y otra vez con aireburlón.

—¡Pequeño demonio de casta baja!—siseó Jayamma—. ¡Cuida tusmodales!

Una hora más tarde, el coche delabogado entró en el garaje.

—¿Todavía no te has enterado? —ledijo, cuando Jayamma se acercó con sumaleta—. Le he preguntado a tu cuñadasi podíamos usarte un poco más detiempo y ha aceptado. Creía que alguiente lo habría dicho.

Cerró el coche de un portazo y fue a

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darse su baño. Jayamma llevó la viejamaleta marrón a la cocina y empezó apreparar la cena.

—Nunca voy a salir de la casa delabogado, ¿verdad, Señor Krishna?

Era a la mañana siguiente. La vieja,de pie ante el fogón de gas de la cocina,removía un guiso de lentejas y aspirabaentre dientes de un modo sibilante, comosi le ardiera la lengua.

—Durante cuarenta años he vividoentre buenos brahmanes, Señor Krishna,en hogares donde hasta los lagartos y lossapos habían sido brahmanes en su vidaanterior. Y ahora ya ves mi destino:

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atrapada entre cristianos y comedores decarne en esta ciudad extraña. Y cada vezque creo que voy a marcharme, micuñada me dice que me quede un pocomás…

Se secó la frente y prosiguió sumonólogo preguntando qué había hechoen una vida anterior —¿había sidoasesina, adúltera, devoradora de niños odesconsiderada con los sabios y loshombres santos?— para ser condenada avivir allí, en casa del abogado, encompañía de una persona de casta baja.

Empezó a freír la cebolla, cortócilantro y lo echó en la sartén, y añadiópolvo de curry rojo y glutamatomonosódico de unas bolsitas de

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plástico.—¡Hai! ¡Hai!Jayamma dio un brinco y el cucharón

se le cayó en el caldo. Se acercó a lareja que daba a la parte posterior de lacasa y atisbó con los ojos entornados.

Shaila estaba pegada al muro deljardín dando palmas, mientras Rosie, lavecina cristiana de gruesos labios,corría por su patio trasero detrás de ungallo con un cuchillo en la mano. Trasabrir la puerta con sigilo, Jayamma salióa hurtadillas para ver mejor.

—¡Hai! ¡Hai! ¡Hai! —gritabaShaila alegremente, mientras el gallocorría cloqueando y saltaba sobre lamalla verde que cubría el pozo.

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Allí agarró Rosie por fin al pobreanimal y empezó a cortarle el pescuezo.El gallo sacaba la lengua y los ojos casise le salían de las órbitas.

—¡Hai! ¡Hai! ¡Hai!Jayamma cruzó la cocina corriendo,

entró en el oscuro cuarto de oración ycerró la puerta con llave.

—Krishna… Señor Krishna…El cuarto de oración hacía las veces

de almacén de arroz y era además lahabitación de Jayamma. Medía dosmetros por dos; el exiguo espacio quequedaba entre el altar y las bolsas dearroz, apenas suficiente para acurrucarsey echarse a dormir de noche, era loúnico que Jayamma le había pedido al

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abogado. (Había rechazado de plano lasugerencia inicial que éste le hizo decompartir el cuarto de los criados conaquella criatura de casta inferior).

Alargó la mano hacia el santuario deoración, sacó una caja negra y la abriómuy despacio. En su interior había unídolo de plata de un dios-niño desnudo,a gatas y con las nalgas relucientes: eldios Krishna, que era su único amigo yprotector.

—Krishna, Krishna —cantó en vozbaja, sosteniendo de nuevo al bebé-diosy frotando con los dedos sus nalgas deplata—. Ya ves lo que pasa aquí, lascosas que me rodean. ¡A mí, una mujerbrahmán de buena cuna!

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Se sentó sobre los sacos de arrozalineados contra la pared del cuarto deoración, que estaban rodeados deregueros amarillos de DDT. Doblandolas piernas sobre la bolsa de arroz yapoyando la cabeza en la pared, aspiróvarias veces el olor a DDT: un aromaextraño, relajante y curiosamenteadictivo. Dio un suspiro; se secó lafrente con el borde del sari bermellón.Los rayos del sol que se filtraba entrelas ramas de los bananos del patiojugaban por el techo de la exiguahabitación.

Jayamma cerró los ojos. Lafragancia del DDT la adormiló; sucuerpo se distendió, sus miembros se

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aflojaron y se quedó dormida encuestión de segundos.

Cuando despertó, el pequeño yregordete Karthik, el hijo del abogado,la enfocaba con una linternadirectamente en la cara. Era su manerade despertarla de una siesta.

—Tengo hambre —dijo—. ¿Hayalgo preparado?

—¡Hermanito! —La vieja se puso depie de un salto—. ¡Hay magia negra enel patio trasero! Shaila y Rosie hanmatado a un pollo y están haciendomagia negra.

El chico apagó la linterna y la miró,escéptico.

—¿Qué estás diciendo, vieja bruja?

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—¡Ven! —La cocinera abría unosojos como platos de pura excitación—.¡Ven!

Arrastró a su pequeño amo por elpasillo hacia el cuarto de los criados.

Se detuvieron junto a la reja delpatio de atrás. Había cocoteros bajos, untendedero y un muro negro al otro ladodel cual empezaba el jardín de susvecinos cristianos. No había nadie a lavista. Soplaba un viento muy fuerte quesacudía los árboles; una hoja de papelrevoleaba y giraba por el patio como underviche. El chico miró cómo sebalanceaban misteriosamente lassábanas en la cuerda de tender. Tambiénellas parecían sospechar lo mismo que

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sospechaba la cocinera.Jayamma le hizo señas a Karthik.

Chitón, ni un ruido. Empujó la puerta delcuarto de los criados. Estaba cerrada.

Cuando la vieja abrió, les llegó unavaharada a aceite para el pelo y apolvos de talco, y el chico se tapó lanariz.

Jayamma señaló el suelo.Había un triángulo de tiza blanca en

el interior de un cuadrado de tiza roja, ycada punta del triángulo estaba coronadacon un trozo seco de pulpa de coco.También había flores marchitas ynegruzcas desparramadas dentro de uncírculo. Una canica azul relucía en elcentro.

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—Es para hacer magia negra —dijo.El chico asintió.—¡Espías! ¡Espías!Shaila había aparecido en el umbral

y apuntaba con un dedo a Jayamma.—¡Tú…, vieja bruja! ¿No te dije

que no volvieras a fisgonear en mihabitación nunca más?

La cara de la vieja dama se contrajo.—¡Hermanito! —gritó—. ¿Has visto

cómo nos habla esta criatura de bajacasta a los brahmanes?

Karthik blandió un puño ante lachica.

—¡Eh! Esto es mi casa y voy adonde quiero, ¿lo has oído?

Shaila le lanzó una mirada

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enfurecida.—No te creas que puedes tratarme

como a un animal…Tres largos bocinazos

interrumpieron la pelea. Shaila saliócorriendo a abrir la verja; el chicocorrió a su habitación y sacó un libro detexto; Jayamma, muerta de pánico, seafanó por el comedor y puso a toda prisaen la mesa los platos de aceroinoxidable.

El señor de la casa se quitó loszapatos en el vestíbulo y los lanzó haciael estante del calzado. Shaila tendría queordenarlo después. Se lavó rápidamenteen su baño privado y apareció sin másen el comedor: un hombre alto con

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bigote que se dejaba largas patillas,como se hacía décadas atrás. A la horade cenar siempre iba con el pechodesnudo, salvo por el cordón de la castabrahmán enrollado alrededor del torsoorondo y fofo. Comió deprisa y ensilencio, deteniéndose sólo alguna queotra vez a mirar el techo. La casa seordenaba en torno a los movimientos desus mandíbulas. Jayamma servía.Karthik comía con su padre. Shaila, enel cobertizo del coche, lavaba con lamanguera el Ambassador verde y lorestregaba hasta dejarlo impecable.

El abogado leyó durante una hora elperiódico en la sala de la televisión;entonces apareció el chico y se puso a

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buscar el mando a distancia entre eldesbarajuste de papeles y libros quecubría la mesa de sándalo del centro dela habitación. Jayamma y Shaila seapresuraron a entrar y se acuclillaron enuna esquina, aguardando a que latelevisión cobrase vida.

A las diez en punto, se apagarontodas las luces de la casa. El señor yKarthik ya dormían en sus habitaciones.

En medio de la oscuridad, seguíaoyéndose un siseo envenenadoprocedente de las habitaciones de loscriados.

—¡Bruja! ¡Bruja de baja casta!¡Hechicera de magia negra!

—¡Maldita bruja brahmán! ¡Vieja

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loca!Hubo una semana de conflicto

ininterrumpido. Cada vez que Shailapasaba por la cocina, la vieja cocinerabrahmán arrojaba millares de deidadesvengativas sobre aquella cabezaaceitosa de casta inferior.

—¿Qué tiempos son éstos en los quelos brahmanes traen a sus casas a chicasde baja casta? —rezongaba mientraslimpiaba las lentejas por la mañana—.¿Adónde han ido a parar las normas decasta y religión, oh, Krishna?

—¿Otra vez hablando sola, viejavirgen? —decía la niña, asomando lacabeza, y Jayamma le arrojaba unacebolla.

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A la hora del almuerzo, hubo unatregua. La chica sacó su plato de aceroinoxidable fuera del cuarto de loscriados y se acuclilló en el suelo;Jayamma le sirvió una generosa raciónde sopa de lentejas sobre los montonesde arroz blanco de su plato. Ella no ibadejar morir a nadie de hambre, gruñómientras iba sirviendo; ni siquiera a sumás mortal enemigo. Exacto: ni a suenemigo más mortal. No era ésa lamanera de hacer las cosas de losbrahmanes.

Después del almuerzo, se puso lasgafas y desplegó el periódico justodelante de la habitación de los criados.Sin dejar de sorber el aire de aquel

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modo sibilante, iba leyendo lentamenteen voz alta, letra por letra y palabra porpalabra, hasta construir frases enteras.Cuando Shaila pasó por allí, le tiró elperiódico en la cara.

—Toma. Sabes leer y escribir, ¿no?¡Toma, lee el periódico!

La chica echaba humo; se metió ensu cuarto y cerró de un portazo.

—¿Crees que se me ha olvidado lajugarreta que le hiciste al abogado,pequeña hoyka? Él es un hombre debuen corazón; por eso, cuando subisteaquella noche con tu sonrisita de castabaja y le dijiste: «Amo, no sé leer, no séescribir; quiero aprender a leer yescribir», ¿no agarró él al momento y se

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fue con su coche a la librería Shenoy’sde Umbrella Street a comprarte esoslibros tan caros? Y todo, ¿para qué?¿Acaso los de baja casta estáis hechospara leer y escribir? —le preguntóJayamma a la puerta cerrada—. ¿No fuetodo una trampa que le tendiste alabogado?

Como era de prever, enseguidahabía perdido todo su interés en loslibros. Los tenía apilados en un rincónde su cuarto y, un día, mientras estabacotorreando con la cristiana de labiosgruesos de la casa de al lado, Jayammase los vendió todos al trapero musulmán.¡Ja! ¡Para que aprendiera!

Mientras Jayamma narraba la

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historia de la infame engañifa, la puertadel cuarto de los criados se abrió.Shaila se asomó y empezó a darle gritoscon todas sus fuerzas.

Esa noche, el abogado dijo unaspalabras mientras cenaba:

—Ha llegado a mis oídos que estasemana ha habido cada día ciertoalboroto en la casa… Es importante quehaya silencio. Karthik ha de preparar susexámenes.

Jayamma, que se llevaba en aquelmomento el guiso de lentejas, usando lapunta del sari para no quemarse, volvióa colocar la olla en la mesa.

—No soy yo la que hace ruido, amo.¡Es esa chica hoyka! Ella no sabe actuar

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como nosotros, los brahmanes.—Podrá ser una hoyka… —el

abogado se lamió los granos de arrozque se le habían pegado en los dedos—,pero es limpia y trabaja bien.

Terminada la cena, mientras ibaquitando la mesa, Jayamma temblaba deira por aquel reproche.

Sólo cuando se apagaron las lucesde la casa y ya estaba tendida en elcuarto de oración, rodeada por el aromafamiliar del DDT y con la cajita negra enlas manos, se serenó un poco. El dios-bebé le sonreía.

Oh, Krishna, cuando se trataba deproblemas y de horrores, ¿quién habíavisto lo que ella? Le contó a la paciente

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divinidad cómo había llegado porprimera vez a Kittur y lo que le habíaordenado su cuñada: «Jayamma, tienesque marcharte. La mujer del abogadoestá en un hospital de Bangalore.Alguien ha de cuidar del pequeñoKarthik». Se suponía que iba a ser sóloun mes o dos, y ya habían pasado ochodesde que había visto por última vez asu sobrinito Brijju, desde que lo habíatenido en brazos y había jugado con él alcríquet. Ah, sí, eso sí que eranproblemas, niño Krishna.

A la mañana siguiente, Karthik ledio un pinchazo desde atrás y se le cayóel cucharón en las lentejas.

Salió tras él y lo siguió hasta el

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umbral del cuarto de los criados.Observó cómo miraba el chico el dibujodel suelo y la canica azul que había en elcentro.

La vieja criada vio un destello ensus ojos: el instinto posesivo del amo,que tantas veces había visto en cuarentaaños.

—Fíjate —dijo Karthik—. Lacaradura que ha de tener esa chica paradibujar esto en mi propia casa…

Los dos se agazaparon junto a la rejaamarilla y observaron a Shaila, queestaba cruzando el jardín hacia la casade los cristianos. En la parte de detrástenían un gran pozo cubierto con unamalla verde. Las gallinas y los gallos

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correteaban alrededor, cloqueando sincesar. Rosie estaba al otro lado delmuro. Shaila se detuvo a charlar un ratocon la cristiana. Hacía una tardeinestable; el sol tan pronto brillabacomo quedaba oculto, la luz iba y veníaa intervalos muy rápidos y las copasverdes de los cocoteros resplandecían yse apagaban como estallidos de fuegosartificiales.

La chica se puso a deambular por elpatio cuando Rosie se fue. Vieron que seagachaba junto a los jazmines yarrancaba unas flores para ponérselas enel pelo. Al cabo de un rato, Jayammaadvirtió que Karthik empezaba arascarse la pierna con largas pasadas,

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como un oso arañando el tronco de unárbol. Desde los muslos, sus dedosascendían hacia la ingle. Jayamma loobservaba con cierta repugnancia. ¿Quédiría la madre del niño si viera lo queestaba haciendo ahora mismo?

La chica caminaba junto altendedero. Las finas sábanas de algodónque estaban colgadas se volvíanincandescentes, como pantallas de cine,cuando los rayos del sol emergían entrelas nubes. Detrás de una de aquellassábanas resplandecientes, la chicaformaba un bulto oscuro y redondeado,como una mancha en el interior delútero. Un alegre sonido se elevó de lasábana blanca. Había empezado a

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cantar:

Una estrella susurrade mi corazón el deseo

de verte de nuevo, mi niño,de verte de nuevo, mi rey.

—Conozco esa canción infantil… Laesposa de mi hermana se la canta aBrijju…, mi sobrinito…

—Calla. Te va a oír.Shaila había vuelto a salir de entre

las sábanas colgadas. Se deslizó haciael otro extremo del patio, donde habíaárboles del nim mezclados con loscocoteros.

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—Me pregunto si se acordará amenudo de su madre y de sushermanas… —susurró Jayamma—.¿Qué manera de vivir es ésta para unaniña, tan lejos de su familia?

—¡Ya estoy cansado de esperar! —refunfuñó Karthik.

—¡Espera, hermanito!Pero él ya había entrado en el cuarto

de los criados. Se oyó un grititovictorioso y Karthik salió con la canicaazul.

• • •

Por la tarde, Jayamma se hallaba en

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el umbral de la cocina, aventando arroz,con el ceño fruncido y las gafas casi enla punta de la nariz. Del cuarto de loscriados, que estaba cerrado por dentro,salía un murmullo de sollozos. Se volvióbruscamente y gritó:

—Deja ya de llorar. Deberíasendurecerte. Los criados, comonosotros, que trabajan para los demás,han de ser más fuertes.

Tragándose las lágrimas, Shaila lereplicó a gritos a través de la puerta:

—¡Déjame en paz con tuautocompasión, bruja brahmán! ¡Tú lehas dicho a Karthik que yo hacía magianegra!

—¡No te atrevas a acusarme de una

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cosa así! ¡Yo nunca le he dicho quehicieras magia negra!

—¡Mentirosa! ¡Mentirosa!—¡No me llames mentirosa, hoyka!

¿Para qué dibujas triángulos en el suelo,si no es para hacer magia negra? ¡A míno me engañas!

—¿Es que no sabes que esostriángulos son parte de un juego? ¿Tehas vuelto loca, vieja bruja?

Jayamma dejó de golpe el aventadory los granos de arroz se desparramaronpor el umbral de la cocina. Luego se fueal cuarto de oración y cerró la puerta.

La despertó un monólogo salpicadode sollozos, procedente del cuarto delos criados, y tan escandaloso que lo oía

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con toda claridad a través de lasparedes.

—No quiero estar aquí… Yo noquería dejar a mis amigas, ni nuestroscampos y nuestras vacas para venir aquí.Pero mi madre me dijo: «Tienes que ir ala ciudad y trabajar para el abogadoPanchinalli; si no, ¿de dónde sacarás elcollar de oro? ¿Y quién se casarácontigo sin un collar de oro?». Perodesde que llegué, no he visto ningúncollar de oro…, ¡sólo problemas,problemas y más problemas!

Jayamma gritó hacia la pared:—¡Problemas, problemas! ¡Mira

cómo habla! ¡Como una vieja! ¡Tusdesgracias no son nada! ¡Yo sí que he

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tenido problemas!Los sollozos se interrumpieron.

Jayamma le contó a la chica de bajacasta algunos de sus propios problemas.A la hora de la cena, fue al cuarto de loscriados con una artesa de arroz y llamóa la puerta, pero Shaila se negó a abrir.

—¡Ay, qué señorita tan altiva!Siguió aporreando la puerta hasta

que terminó abriéndole. Le sirvió arrozy estofado de lentejas, y la observó paracomprobar que comía.

A la mañana siguiente, las doscriadas estaban otra vez juntas en elumbral.

—Di, Jayamma, ¿qué pasa en elmundo?

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Shaila sonreía alegremente; se habíapuesto otra vez flores en el pelo ypolvos Johnson’s en la cara. Jayammalevantó la vista del periódico con unaexpresión desdeñosa.

—¿Por qué me preguntas? Tú sabesleer y escribir, ¿no?

—Vamos, Jayamma. Ya sabes quelos de casta baja no estamos hechos paraestas cosas… —La niña sonrió conzalamería—. Si los brahmanes no nosleéis, ¿cómo vamos a enterarnos de lascosas?

—Siéntate —le dijo la vieja conaire altivo.

Pasó las páginas poco a poco y leyólas noticias que más le interesaban.

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—Dicen que en el distrito deTumkur un hombre santo ha conseguidodominar el arte de volar a voluntad yque puede elevarse seis metros en elaire y volver a bajar.

—¿En serio? —La chica parecíaescéptica—. ¿Alguien le ha vistohacerlo, o simplemente se creen lo queél dice?

—¡Claro que le han visto hacerlo!—replicó Jayamma, dando golpecitos alrecuadro de la noticia, como si fuese unaprueba—. ¿Es que nunca has visto hacermagia?

A Shaila le entró una risita histérica.Salió corriendo al patio y se deslizóentre los cocoteros. Jayamma oyó de

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nuevo la canción. Aguardó hasta que laniña volvió a entrar.

—¿Qué pensará tu marido si te vecon este aspecto de salvaje? Tienes elpelo hecho una pena.

Shaila se sentó otra vez en el umbraly Jayamma le untó el pelo de aceite, selo peinó y le hizo unas relucientestrenzas negras que habrían inflamado elcorazón de cualquier hombre.

A las ocho, la vieja dama y la niñafueron juntas a ver la televisión. Lamiraron hasta las diez y, cuando Karthikla apagó, regresaron a sus habitaciones.

A medianoche, Shaila se despertó yvio que se abría la puerta de su cuarto.

—Hermanita…

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A través de la oscuridad, Shailadistinguió una cabeza plateada medioasomada por la puerta.

—Hermanita…, déjame pasar lanoche aquí… Hay fantasmas en mihabitación, de veras…

Moviéndose casi a gatas, Jayammaentró jadeando y sudando, se apoyó enla pared y hundió la cabeza entre lasrodillas. La niña salió a ver qué ocurríay volvió muerta de risa.

—No son fantasmas, Jayamma. Sondos gatos que están peleándose en lacasa de los cristianos…, nada más.

Pero la vieja dama ya se habíadormido y tenía su pelo plateadodesparramado por el suelo.

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Desde aquella noche, Jayamma seiba a dormir al cuarto de Shaila siempreque oía a los dos gatos demoniosoltando chillidos junto a su habitación.

• • •

Era la víspera del festival deNavaratri. Aún no le habían dicho nada—ni sus parientes ni el abogado— sobrecuándo podría regresar a casa. El preciodel azúcar moreno había subido.También el del queroseno. Jayammaleyó en el periódico que un hombresanto habría aprendido a volar de unárbol a otro en Kerala, aunque sólo si

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los árboles eran palmas de betel. Al añosiguiente iba a producirse un eclipse desol parcial que podría señalar quizás elfinal del mundo. V. P. Singh, unmiembro del Consejo de Ministros de laIndia, había acusado al primer ministrode corrupción. El Gobierno podía caeren cualquier momento y se iba a desatarel caos en Delhi.

Esa noche, después de cenar,Jayamma le dijo al abogado que podíaaprovechar la festividad del díasiguiente para llevar a Karthik al temploKittamma Devi que había junto a laestación de ferrocarril.

—No debería perder el hábito de laoración ahora que su madre ya no está,

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¿no cree? —le dijo en tono sumiso.—Buena idea… —El abogado

siguió leyendo el periódico.Jayamma inspiró hondo, armándose

de valor.—Si pudiera darme unas rupias para

el rickshaw…Llamó al cuarto de la chica y abrió

el puño, con aire triunfal.—¡Cinco rupias! ¡El abogado me ha

dado cinco rupias!Jayamma se dio un baño en el

lavabo de los criados, enjabonándose dearriba abajo con jabón de sándalo. Secambió su sari bermellón por otro decolor morado y subió a la habitación delniño, embriagada por la fragancia de su

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propia piel y por una repentinasensación de importancia.

—Vístete, hermanito, o nosperderemos la ofrenda de las cinco.

El chico estaba en la cama, pulsandolos botones de un pequeño juegoelectrónico. ¡Bip! ¡Bip! ¡Bip!

—Yo no voy.—Hermanito, es un templo. ¡Hemos

de ir!—No.—Hermanito… ¿Qué diría tu madre

si estuviera…?El chico dejó el juego un momento,

se acercó a la puerta y la cerró de unportazo en sus narices.

Jayamma se tendió en el cuarto de

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oración, buscando consuelo en losvapores del DDT y en la contemplaciónde las nalgas plateadas del niñoKrishna. La puerta se entreabrióchirriando. Una carita oscura, cubiertade polvos de talco Johnson andJohnson’s, le sonrió.

—Jayamma, si él no quiere, llévamea mí al templo…

Las dos se sentaron en silencio en elautorickshaw.

—Espera —dijo Jayamma en laentrada del templo.

Compró una cesta de flores concincuenta paisas de su propio dinero.

—Toma.Guió a la niña por el interior del

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templo para que pusiera la cesta en lasmanos del sacerdote.

Una multitud de devotos se habíacongregado alrededor del linga de plata.Los niños daban saltos para golpear lascampanas que rodeaban al dios. Seesforzaban en vano hasta que sus padreslos alzaban en brazos. Jayamma vio aShaila dando saltos para llegar a unacampana.

—¿Te levanto?A las cinco, se celebró la ofrenda

ritual. Las llamas se elevaron sobre unabandeja de bronce, alimentadas concubos de alcanfor. Dos mujeres hicieronsonar dos enormes caracolas; empezó aresonar un gong de latón más y más

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deprisa cada vez. Luego uno de losbrahmanes salió con un platillo de cobreencendido por un lado y Jayammadepositó en él una moneda, mientras laniña acercaba las palmas al fuegosagrado.

Se sentaron en la veranda deltemplo, de cuyos muros colgaban lostambores gigantescos que se tocaban enlas bodas. Jayamma criticóescandalizada a una mujer ataviada conuna blusa sin mangas que se dirigía a laentrada. Un padre arrastró hasta lapuerta a una cría que no paraba deberrear. Se calmó en cuanto Jayamma yShaila empezaron a acariciarla.

Las dos criadas dejaron el templo de

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mala gana. Los pájaros se alzabanvolando de los árboles mientrasesperaban a que pasara un rickshaw. Elsol se estaba poniendo ya y en el cielose amontonaban grupos de nubesincandescentes que parecíancondecoraciones militares. Jayamma sepuso a discutir con el conductor delrickshaw sobre el precio del trayecto;Shaila no podía contener una risita tontaque enfurecía por igual a la mujer y alconductor.

—Jayamma, ¿te has enterado de la grannoticia?

La vieja dama levantó la vista del

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periódico, que tenía desparramado en elumbral. Se alzó las gafas y miróparpadeando a la chica.

—¿Lo del precio del azúcarmoreno?

—No, no.—¿Lo del hombre de Kasargod que

ha dado a luz?—No, tampoco. —La niña sonrió

tímidamente—. Me voy a casar.Jayamma despegó los labios, se

quitó las gafas y se restregó los ojos.—¿Cuándo?—El mes que viene. El matrimonio

ya está concertado, me lo dijo ayer elabogado. Va a enviar mi collar de orodirectamente al pueblo.

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—O sea, que ahora te crees unareina, ¿no? —le soltó Jayamma—. ¡Sóloporque vas a casarte con algún palurdode pueblo!

La miró alejarse hacia el muro deljardín para darle la noticia a la cristianade labios gruesos.

—¡Voy a casarme, voy a casarme!—canturreó Shaila con dulzura durantetodo el día.

Jayamma la previno desde la cocina.—¿Te crees que casarse es una gran

cosa? ¿No sabes lo que le pasó a mihermana Ambika?

Pero la chica estaba demasiadohenchida de orgullo para escuchar. Noparaba de cantar:

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—¡Voy a casarme, voy a casarme!Así que fue el niño Krishna el que

tuvo que escuchar aquella noche lahistoria de la desdichada Ambika,castigada por los pecados cometidos enuna vida anterior.

Ambika, la sexta hija y la última encasarse, era la belleza de la familia. Unmédico rico la quería para su hijo.¡Excelente noticia! El novio, cuandovisitó a Ambika, fue repetidamente albaño. «Mira qué tímido es», decían lasmujeres entre risitas. La noche de laboda, se tendió en la cama dándole laespalda a Ambika. Se pasó toda lanoche tosiendo. Por la mañana, habíasangre en las sábanas. Él le explicó

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entonces que se había casado con unhombre con tuberculosis avanzada.Habría querido ser honesto, pero sumadre no se lo había permitido.

—Pobre desgraciada —le decía,mientras los accesos de tos sacudían sucuerpo—. Alguien debe de haberlehecho magia negra a tu familia.

Un mes más tarde, murió en la camade un hospital. Su madre dijo en elpueblo que la chica, y todas sushermanas, estaban malditas. Y ya nadieestuvo dispuesto a casarse con ningunade ellas.

—Ése es el verdadero motivo deque sea virgen —le hizo saber al niñoKrishna—. De hecho, yo tenía una

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cabellera tan espesa y una piel tandorada que me consideraban unabelleza, ¿lo sabías? —Arqueó las cejas,como una actriz de cine, ante lasospecha de que el diosecillo no la creíadel todo—. A veces doy gracias a misestrellas por no haberme casado nunca.¿Y si también hubiera sido engañadacomo Ambika? Mejor solterona queviuda, de todas todas. Y sin embargo,esa pequeña de baja casta no ha podidoparar de cantar en toda la mañana… —Tendida en la oscuridad, Jayamma imitólo vocecita de la chica para que laescuchara el bebé-dios—. ¡Voy acasarme, voy a casarme…!

Y finalmente, llegó el día de la

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partida de Shaila. El abogado dijo queél mismo la llevaría a casa en suAmbassador verde.

—Me voy, Jayamma.La vieja dama estaba en el umbral,

cepillándose su pelo plateado. Tuvo lasensación de que Shaila pronunciaba sunombre con deliberada acritud.

—Me voy al pueblo a casarme. —Lavieja continuó cepillándose el pelo—.Escríbeme alguna vez, ¿de acuerdo,Jayamma? Los brahmanes sois muybuenos escribiendo cartas, los mejoresde todos…

Jayamma tiró el peine de plástico aun rincón.

—¡Vete al Infierno, bichejo de casta

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baja!Pasaron las semanas. Ahora también

tenía que hacer el trabajo de Shaila.Cuando terminaba de servir la cena yfregar los platos, quedaba exhausta. Elabogado no hizo la menor alusión a laposibilidad de tomar otra criada.Jayamma comprendió que, en adelante,no tendría más remedio que realizartodas las tareas de la chica de castainferior.

Se aficionó a deambular por la tarde porel patio trasero con su largo peloplateado peinado a los lados. Unanoche, Rosie, la cristiana de gruesos

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labios, le hizo señas.—¿Qué hay de Shaila? ¿Se ha

casado?Confusa, Jayamma se limitó a

sonreír.Empezó a observar a Rosie. ¡Qué

despreocupadas eran las cristianas!Comían lo que ellas querían, se casabany divorciaban cuando les apetecía.

Una noche regresaron los dosdemonios. Durante mucho ratopermaneció tendida, totalmenteparalizada, escuchando los chillidos deaquellos espíritus disfrazados de gatos.Finalmente, se sentó sobre uno de lossacos de arroz rodeados de DDT, apretócon fuerza el ídolo del niño Krishna y,

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frotando sus nalgas de plata, empezó acantar:

Una estrella susurrade mi corazón el deseo

de verte de nuevo, mi niño,de verte de nuevo, mi rey.

A la noche siguiente, el abogado ledijo durante la cena que había recibidouna carta de la madre de Shaila.

—Decían que no estaban satisfechoscon el tamaño del collar de oro. Y esoque me gasté dos mil rupias…, ¿puedescreerlo?

—Hay gente que nunca se conforma

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con nada, amo. ¿Qué se le va a hacer?Él se rascó el pecho desnudo con la

mano izquierda y eructó.—En esta vida, uno siempre es el

criado de sus criados.Aquella noche no pudo dormir de la

angustia. ¿Y si el abogado también laestafaba a ella?

—¡Para ti! —le dijo una mañanaKarthik, tirándole una carta en elaventador.

Jayamma le sacudió los granos dearroz y la abrió con dedos temblorosos.Sólo había una persona que le escribieracartas: su cuñada, desde Salt MarketVillage. La desplegó en el suelo ydescifró las palabras una a una:

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El abogado nos ha comunicadoque va a mudarse a Bangalore.A ti, por supuesto, te devuelvencon nosotros. No esperesquedarte aquí mucho tiempo. Yaestamos buscando otra casaadonde enviarte.

Dobló la carta lentamente y se laguardó entre los pliegues del sari. Lehabía sentado como una bofetada. Elabogado no se había molestado siquieraen darle la noticia.

—Bueno, qué le vamos a hacer.¿Qué soy yo para él, sino una criadamás?

Una semana más tarde, el abogado

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apareció en el cuarto de oración y sedetuvo en el umbral, mientras Jayammase levantaba a toda prisa y trataba dearreglarse el pelo.

—Ya se le ha enviado tu dinero a tucuñada —le dijo.

Era el acuerdo habitual allí dondeJayamma trabajaba; el salario nunca lorecibía directamente.

El abogado hizo una pausa.—El chico necesita que alguien

cuide de él… Tengo parientes enBangalore…

—Le deseo todo lo mejor a usted yal amo Karthik —dijo ella, inclinándosecon ceremoniosa dignidad.

Ese domingo, acabó de recoger

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todas las pertenencias que habíaacumulado durante el último año en lamisma maleta con la que había llegado aaquella casa. Lo único que le producíatristeza era despedirse del niño Krishna.

El abogado no iba a acompañarla;tendría que ir a pie por su propia cuentaa la terminal de autobuses. Su autobúsno salía hasta las cuatro, así que sepaseó un rato por el patio, entre lasprendas que se balanceaban en eltendedero. Pensaba en Shaila, aquellachica que corría por allí con el pelosuelto, como una mocosa irresponsable,y que ahora era una mujer casada, laseñora de una casa. «Todo el mundocambia y progresa en la vida —pensó

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—. Sólo yo sigo siendo lo mismo: unavirgen». Se volvió y miró la casa con unpensamiento sombrío: «Es la última vezque veo esta casa en la que he pasadomás de un año de mi vida». Se acordabade todas las casas a las que la habíanenviado en los últimos cuarenta años,para criar y engordar a los hijos de losdemás. No había sacado nada del tiempoque había vivido en aquellas casas;seguía sin casarse, sin hijos y sin uncéntimo. Como un vaso en el que se habebido sólo agua, su vida no mostraba nirastro de los años pasados. Además sucuerpo había envejecido, su vista sehabía debilitado y le dolían las rodillas.«Nada cambiará para mí hasta que me

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muera», pensó la vieja Jayamma.De repente, su melancolía se disipó.

Había visto una pelota azul de goma,medio escondida tras un hibisco.Parecía una de las pelotas con las queKarthik jugaba a críquet; ¿se la habríadejado allí porque estaba pinchada?Jayamma se la puso casi pegada a lanariz para examinarla bien. Aunque noveía ningún orificio, cuando la apretócon fuerza notó en la piel el cosquilleode un chorro de aire.

Con el recelo instintivo de loscriados, la vieja cocinera miróalrededor. Inspiró hondo y lanzó a lapared la pelota azul, que rebotó y volviódirectamente a sus manos.

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¡No estaba mal!Jayamma dio vueltas a la pelota y

examinó su superficie, algo gastada perotodavía con un bonito brillo azul. Lahusmeó. Serviría la mar de bien.

Subió a ver a Karthik, que estabatirado en la cama: ¡Bip! ¡Bip! ¡Bip!Pensó en lo mucho que se parecía,cuando arrugaba la frente de aquel modoy se concentraba en el juego, a la imagende su madre que había visto en lasfotografías. El surco que se le formabaen el entrecejo era como un puntodejado por aquella mujer muerta entrelas páginas de un libro.

—Hermanito…—¿Hmm?

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—Me marcho hoy a casa de mihermano… Me vuelvo al pueblo. Novolveré.

—Hmm.—Que las bendiciones de tu querida

madre iluminen siempre tu camino.—Hmm.—Hermanito…—¿Qué pasa? —rezongó, irritado—.

¿Por qué tienes que molestarmesiempre?

—Hermanito…, esa pelota azul quehay en el jardín, la que está pinchada,¿no la usas, verdad?

—¿Qué pelota?—¿Puedo llevársela a mi pequeño

Brijju? A él le encanta jugar a críquet,

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pero a veces no hay dinero paracomprarle una pelota…

—No.El chico no levantó la vista siquiera.

Siguió pulsando los botones de su juego.¡Bip!¡Bip!¡Bip!—Hermanito…, le disteis un collar

de oro a la chica de baja casta… ¿Nopuedes darme una pelota azul paraBrijju?

¡Bip!¡Bip!¡Bip!Jayamma pensó horrorizada en toda

la comida con la que había alimentado a

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aquella rechoncha criatura; pensó quehabía sido el sudor de su frente, quegoteaba sobre el estofado de lentejascon el calor de la cocina, lo que habíaido nutriéndolo poco a poco. Y allíestaba ahora, mofletudo y rollizo, comoun animal engordado en el patio traserode un hogar cristiano. Tuvo una visiónde sí misma persiguiendo a aquel chicoregordete con un cuchillo de cocina; loagarraba por los pelos, alzaba el filosobre su cabeza suplicante y descargabael golpe, ¡clac!, y la lengua se lequedaba colgando y los ojos parecíansalírsele de las órbitas, y caía…

La vieja dama se estremeció.—Eres huérfano de madre y eres un

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brahmán. No quiero pensar mal de ti…Adiós, hermanito…

Salió al jardín con la maleta y echóuna última mirada a la pelota. Al llegara la verja, se detuvo. Tenía los ojosllenos de lágrimas: de las lágrimas delos justos. El sol se mofaba de ella entrelos árboles.

Entonces, Rosie salió al patio. Sedetuvo y miró la maleta que Jayammatenía en la mano. Le dijo algo. Duranteun instante, no entendió una palabra;pero luego el mensaje de la cristianasonó alto y claro en su interior: «¡Tomala pelota, brahmán estúpida!».

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Los cocoteros bamboleantes desfilabanjunto a la carretera. En el autobús que lallevaba de vuelta a Salt Market Village,Jayamma se sentó junto a una mujer quevolvía de la ciudad sagrada de Benarés.Pero no prestó atención a las historiasque le contaba aquella mujer santa sobrelos grandes templos que había visto…Todos sus pensamientos se concentrabanen el objeto que llevaba oculto en susari, muy pegado a la barriga… Lapelota azul con su diminuto orificio, lapelota que acababa de robar. ¡No podíacreer que ella, Jayamma, la hija de unosbuenos brahmanes de Salt Market

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Village, hubiera hecho algo semejante!Finalmente, la mujer santa se quedó

dormida. Sus ronquidos llenaron aJayamma de temor por su propia alma.¿Qué le harían los dioses, se preguntómientras el autobús traqueteaba por lacarretera de tierra? ¿En qué seconvertiría en su siguiente vida? ¿En unacucaracha, en un pececillo de plata queviviría entre las páginas de los librosviejos, en una lombriz, en un gusanometido en un montón de estiércol, o enalgo todavía más asqueroso?

Luego se le ocurrió una idea aún másextraña. Quizá, si pecaba lo suficienteen esta vida, regresaría en la siguienteconvertida en una cristiana…

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La idea la inundó de una exaltaciónmareante, y enseguida se quedódormida.

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Quinto día (tarde):La catedral de Nuestra

Señora de ValenciaNo es fácil explicar por qué la catedralde Nuestra Señora de Valencia continúatodavía inacabada, a pesar de losmuchos intentos llevados a cabo en losúltimos años para terminarla y de lacantidad de dinero enviada por losexpatriados que trabajan en Kuwait. Laestructura barroca original, que databade 1691, fue totalmente reconstruida en1890. Sólo quedó inacabado uncampanario, y así ha seguido hasta hoy.Esa torre norte ha estado cubierta de

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andamios casi sin interrupción desde1981: los trabajos se reanudan una yotra vez y vuelven a interrumpirse, bienpor falta de fondos, bien por la muertede algún eclesiástico importante. Aun enese estado incompleto, la catedral estáconsiderada como la atracción turísticamás importante de Kittur. Son deespecial interés los frescos del cuerpomilagrosamente incorrupto de sanFrancisco Javier, que decoran el techode la capilla, y el gigantesco muraltitulado Alegoría de Europa llevando laCiencia y la Ilustración a las IndiasOrientales, que se encuentra detrás delaltar.

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• • •

G e o r ge D’Souza, el fumigador,había encontrado a una princesa. Laspruebas de semejante afirmación laspresentaría al ponerse el sol, cuandoterminaran los trabajos en la catedral.Hasta entonces, pensaba limitarse acomer sandía, a soltarles indirectas asus amigos y a sonreír con picardía.

Se había sentado sobre una pirámidede piedras de granito, en el recinto quehabía frente a la catedral, dejando a unlado la mochila metálica y la pistolarociadora.

Las hormigoneras zumbaban a amboslados de la mole del templo, triturando

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el granito y mezclándolo con barro pararegurgitar montones de argamasa. Elcemento y el ladrillo se subían por unandamio hasta lo alto del campanario.Dos de los amigos de George seencargaban de vaciar botellas de litro deagua en la hormigonera. Las máquinaschorreaban sobre la tierra roja delrecinto y formaban riachuelos de aguaensangrentada que descendían de lacatedral, como si ésta fuese un corazónpuesto a secar en un trozo de papel deperiódico.

Al terminar su sandía, George sepuso a fumar un beedi tras otro. Cerrólos ojos y los hijos de los trabajadoresaprovecharon enseguida para rociarse

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unos a otros de pesticida. Los persiguióun rato; luego regresó a la pirámide yvolvió a sentarse.

Era un tipo bajito, ágil y de tezoscura, que parecía andar por loscuarenta y pocos, aunque considerandoque el trabajo físico envejece, tal vezfuese más joven y estuviera al borde delos treinta. Tenía una gran cicatriz bajoel ojo izquierdo y toda la cara marcadade un modo que daba la impresión quehabía sufrido hacía poco un acceso devaricela. Sus bíceps eran flexibles ydelgados; no las masas relucientes ysinuosas desarrolladas en los gimnasioscaros, sino la pura fibra tallada por lanecesidad y el trabajo: dura como la

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piedra y marcada a fuego tras una vidaentera alzando pesos para otros.

Al ponerse el sol, amontonaron leñadelante de la pirámide de piedras,encendieron una hoguera y empezaron apreparar curry de pescado en una ollanegra. Había una radio encendida y losmosquitos zumbaban sin parar. Con latez bruñida por las llamas parpadeantesy fumando beedis, se hallaban sentadosjunto a George sus antiguos colegas:Guru, James y Vinay. Los tres habíantrabajado con él en la obra antes de quelo despidieran.

Ahora sacó del bolsillo su cuadernoverde y lo abrió por la mitad, dondehabía guardado una cosa rosada, como

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la lengua de un animal que hubieracapturado y desollado.

Un billete de veinte rupias. Vinay lomanoseó maravillado. Incluso cuandoGuru ya se lo había arrebatado de lasmanos con cuidado, no podía quitarlelos ojos de encima.

—¿Te has ganado esto por echarpesticida en su casa?

—No, no. Ella me ha visto rociandocon la pistola y me imagino que se haquedado impresionada, porque me hapedido que hiciera unos trabajos dejardinería.

—Una mujer tan rica, ¿y no tienejardinero?

—Sí, pero está siempre borracho.

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Así que yo he hecho su trabajo.Había tenido que limpiar de ramas

secas el desagüe del patio trasero,amontonarlas en un rincón y quitar delconducto toda la porquería acumulada,donde se reproducían los mosquitos.Luego había recortado los setos delpatio de delante con unas podadorasgigantescas.

—¿Y nada más? —dijo Vinay,boquiabierto—. ¿Veinte rupias sólo poreso?

George dejó escapar el humo conexuberante picardía. Volvió a meter lasveinte rupias entre las páginas delcuaderno y se lo guardó en el bolsillo.

—Por eso digo que es mi princesa.

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—Los ricos poseen el mundo entero—dijo Vinay con un suspiro, a mediocamino entre la rebeldía y la aceptación—. ¿Qué son veinte rupias para ellos?

Guru, que era hindú, hablaba pocopor lo general y sus amigos loconsideraban un tipo «profundo». Habíaviajado incluso hasta Bombay y sabíaleer los rótulos en inglés.

—Dejad que os diga cómo son losricos. Dejad que os diga.

—Muy bien. Dinos.—Os voy a decir cómo son los

ricos. En Bombay, en el hotel Oberoi,que está en la zona comercial deNariman Point, hay un plato llamadoBeef Vindaloo que cuesta quinientas

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rupias.—¡No puede ser!—¡Sí, quinientas! Salía el domingo

en el periódico inglés. Ahora ya sabéiscómo son los ricos.

—¿Y si pides ese plato y te dascuentas luego de que te has equivocadoy no te gusta? ¿Te devuelven el dinero?

—No, pero si eres rico no importa.¿Sabéis cuál es la mayor diferenciaentre los ricos y nosotros? Que los ricospueden equivocarse una y otra vez.Nosotros cometemos un solo error y yaestamos listos.

Después de cenar, George se losllevó a todos a beber al garito deaguardiente. Desde que lo habían

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despedido de la obra, él había comido ybebido gracias a la generosidad de susamigos. Lo de fumigar contra losmosquitos se lo había conseguido Guru através de un contacto que tenía en elAyuntamiento, pero era sólo un día a lasemana.

—El próximo domingo —dijo Vinaycuando salieron a medianoche delgarito, borrachos perdidos—, pienso ira ver a tu jodida princesa.

—No te diré dónde vive —gritóGeorge—. Es mi secreto.

Los demás se enfurruñaron, perotampoco insistieron. Bastante contentosestaban con ver a su amigo de buenhumor, cosa más bien rara, porque era

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un hombre resentido.Se fueron a dormir a las tiendas

instaladas detrás de los terrenos enobras de la catedral. Como eraseptiembre, aún cabía el peligro de quese pusiera a llover, pero George durmióal raso, mirando las estrellas y pensandoen la mujer generosa que había hechoque aquél fuese un día feliz para él.

Al domingo siguiente, George se puso ala espalda su mochila metálica, conectóla pistola rociadora a una de susboquillas y empezó a recorrer el barriode Valencia. Se detenía en cada casaque le pillaba de camino y cada vez que

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veía un desagüe o un charco, o la bocade una alcantarilla, disparaba su pistola:zzzz…, zzzz…

Recorrió medio kilómetro desde lacatedral y luego dobló a la izquierdapara meterse en una de las callejas quedescendían de la colina. Caminó cuestaabajo, disparando su pistola a losdesagües que habían en la cuneta:zzzz…, zzzz…

Había cesado la lluvia y ya nobajaban por la pendiente furiosostorrentes de agua embarrada, pero lasramas de los árboles y los tejados de lascasas seguían goteando sobre la calle, yentre las losas sueltas se formabanregueros relucientes que corrían hacia

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los desagües con un suave murmullo. Lasuperficie de las zanjas se hallabarevestida de una espesa capa de musgo,semejante a un sedimento de bilis, y delfondo brotaban grupos de juncos. Portodas partes brillaban charcos diminutosque destellaban como esmeraldaslíquidas.

Una docena de mujeres con saris decolores llamativos, cada una con unpañuelo verde o malva en la cabeza,recortaban la hierba de la cuneta. Losobreros inmigrantes, moviéndose todosal mismo tiempo mientras iban cantandosus extrañas canciones tamiles,trabajaban en el fondo de las zanjas,raspando el musgo y arrancando las

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hierbas que crecían entre las piedras deun tirón seco, como si se las arrebatasena un niño testarudo; otros se ocupabande sacar la mugre del fondo a puñados yde tirarlos a un gran montón viscoso.

George los miró con desprecio ypensó: «¡Pero yo mismo he caído alnivel de esta gente!».

Le entró el malhumor y empezó afumigar a la ligera, e incluso dejó derociar adrede unos cuantos charcos.

Al llegar al 10A, advirtió que estabadelante de la casa de su princesa.Levantó el pestillo de la verja roja yentró.

Las ventanas estaban cerradas; peroal acercarse a la casa oyó un zumbido de

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agua en el interior. «Está duchándose enmitad del día —pensó—. Las mujeresricas hacen estas cosas».

Él había deducido de inmediato,cuando la vio la semana anterior, que sumarido estaba fuera. Con un poco deexperiencia, es fácil identificar a esasmujeres cuyos maridos trabajan en elGolfo: tienen todo el aire de no habervivido con un hombre en mucho tiempo.Su marido le había dejado sobradascompensaciones por su ausencia: elúnico coche con chófer de todo el barriode Valencia, un Ambassador blanco queestaba aparcado en el sendero, y elúnico aparato de aire acondicionado detoda la calle, que sobresalía de su

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dormitorio, por encima de los jazminesdel jardín, zumbando y goteando agua.

Al conductor del Ambassadorblanco no se le veía por ningún lado.

Debía de estar otra vez bebiendo porahí, pensó George. La vez anterior habíavisto a una vieja cocinera en el patiotrasero. Una vieja y un conductornegligente: ésa era la única compañíaque tenía aquella dama en su casa.

Había una zanja que iba desde eljardín hasta el patio trasero y él siguiósu recorrido, rociándolo todo: zzzz…,zzzz… El desagüe estaba atascado otravez. Bajó con cuidado entre la mugre yla porquería acumulada y fue disparandosu pistola en distintos ángulos,

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deteniéndose cada vez para examinar sutrabajo. Aplicó la boca de la pistolarociadora contra la pared de la zanja. Elzumbido cesó en el acto. Una espumablanca, semejante a la que se producecuando se le hace morder un vidrio auna serpiente para que suelte su veneno,se desparramó sobre las larvas de losmosquitos. Luego ajustó el mando de lapistola, la encajó en una ranura delcilindro de su mochila y fue a buscar ala mujer para que le firmara una vez másen el registro.

—¡Eh! —dijo una voz femeninadesde arriba—. ¿Tú quién eres?

—Soy el fumigador. Estuve aquí lasemana pasada.

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La ventana se cerró. Le llegarondiversos sonidos del interior: cerrojos,pasos y portazos; finalmente, surgió unavez más ante él: su princesa. La señoraGomes, la inquilina del 10A, era unamujer alta que debía rondar ya loscuarenta; llevaba los labios pintados derojo brillante y una bata de estilooccidental que dejaba a la vista susbrazos casi hasta el hombro. De las tresclases de mujeres que había:«tradicionales», «modernas» y«trabajadoras», la señora Gomespertenecía sin la menor duda a lasegunda, a la tribu de las «modernas».

—No hiciste bien tu trabajo la otravez —le dijo, mostrándole los

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verdugones rojos que tenía en las manos.Luego dio un paso atrás y alzó el bordede su larga bata verde para descubrirsus tobillos mancillados—. Tufumigación no sirvió de nada.

A George le ardía la cara devergüenza, pero al mismo tiempo nopodía quitar los ojos de lo que lemostraba.

—El problema no es mi fumigación,sino su patio trasero —le replicó—.Hay más ramas bloqueando la zanja, yyo diría que incluso hay algún animalmuerto, quizás una mangosta, que impideque corra el agua. Por eso siguenreproduciéndose los mosquitos. Venga yvéalo usted, si no me cree —le sugirió.

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Ella meneó la cabeza.—Ese patio es un asco. Yo nunca

entro ahí.—Volveré a limpiárselo —le dijo

—. Así se librará de los mosquitosmucho mejor que si se lo fumigo.

La mujer frunció el ceño.—¿Cuánto quieres por ese trabajo?A él le molestó su tono, así que

respondió:—Nada…Volvió al patio de atrás, se metió en

la zanja y empezó a quitar la porquería.«¡Esta gente se cree que nos puedecomprar como si fuésemos ganado!¿Cuánto quieres por esto? ¿Cuánto poraquello?».

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Media hora más tarde, llamó altimbre con las manos negras; tras unossegundos, oyó que ella le gritaba:

—Ven aquí.Rodeó la casa siguiendo su voz hasta

una ventana cerrada.—¡Ábrela!Metió sus manos ennegrecidas en la

rendija que había entre las dos hojas dela ventana y las abrió. La señora Gomesestaba leyendo en la cama.

George metió el bolígrafo en el librode registro y se lo tendió.

—¿Qué he de hacer con esto? —preguntó la mujer, acercándose a laventana, con una fragancia de pelorecién lavado.

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Le señaló una línea con un dedopringoso: «Número 10A, señor RogerGomes».

—¿Quieres un té? —dijo la mujer,mientras falsificaba la firma de sumarido.

Se quedó mudo de asombro. Nuncale habían ofrecido té mientras trabajaba.Dijo que sí, más que nada por miedo ala reacción que pudiera tener aquellamujer rica si lo rechazaba.

Una vieja criada, tal vez la cocinera,se asomó por la puerta trasera y loobservó con suspicacia cuando laseñora Gomes le dijo que le llevase unté.

La vieja regresó al cabo de unos

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minutos con una taza en la mano, miró alfumigador con desdén y se la dejó en elumbral.

George subió los tres peldaños,tomó la taza, bajó y retrocedió todavíaotros tres pasos antes de empezar atomarse el té.

—¿Cuánto tiempo llevas haciendoeste trabajo?

—Seis meses.Dio un sorbo y, llevado por una

repentina inspiración, añadió:—Tengo en mi pueblo una hermana a

la que he de mantener, Maria. Es unabuena chica, señora. Cocina bien. ¿Nonecesitará una cocinera?

La princesa meneó la cabeza.

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—Tengo una muy buena, lo siento.George apuró la taza y la dejó al pie

de los escalones con gran cuidado paraque no se volcara.

—¿Volverán a surgir problemas enmi patio trasero?

—Seguro. Los mosquitos sonmalignos, señora. Causan malaria yfilariasis. —Le contó que a su hermanaLucy, en el pueblo, la malaria le habíaafectado al cerebro—. Decía que iba amover sus brazos consumidos así, comoun colibrí, hasta llegar a la ciudad santade Jerusalén. —Empezó a giraralrededor del coche aparcado, agitandolos brazos, para mostrárselo.

Ella soltó una repentina y salvaje

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carcajada. George le había parecido unhombre serio y reservado, y no seesperaba aquel arranque de frivolidadpor su parte; nunca había visto a unapersona de clase inferior tan graciosa.Lo miró de pies a cabeza, como si loviese por primera vez.

Él había advertido, por su lado, queella se reía con tanto entusiasmo (y queresoplaba) como una campesina. Esotampoco se lo esperaba; las mujereseducadas no se reían tan abierta ybrutalmente, y su comportamiento,viniendo de una dama tan rica, loconfundía.

—Se supone que Matthew debelimpiar ese patio —añadió con tono

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hastiado—. Pero ni siquiera se presentalo bastante a menudo para cumplir comochófer, o sea, que del patio mejorolvidarse. Siempre anda por ahíbebiendo.

Entonces se iluminó su expresión.—Encárgate tú —dijo—. Tú puedes

ser mi jardinero a tiempo parcial. Tepagaré.

George estaba a punto de aceptar,pero algo en su interior se resistía. No legustaba el modo informal con que lehabía ofrecido el trabajo.

—Ése no es mi trabajo, limpiar lamierda de los patios. Pero lo haré porusted, señora. Haría cualquier cosa porusted, porque es una buena persona. Lo

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veo en su alma.Ella sólo otra carcajada.—Empiezas la semana que viene —

dijo, todavía con vestigios de risareverberando en su rostro, y cerró lapuerta.

Cuando George ya se había ido, lamujer abrió la puerta del patio. Casinunca salía allí. El hedor a tierraabonada y aguas residuales era muyintenso, y estaba todo invadido dehierbas. El olor del pesticida volvió allegarle de pronto y la arrastró fuera dela casa. Oía un sonido peculiar y dedujoque el fumigador todavía andaba cerca.

Zzzz…, zzzz… Siguió el ruidomentalmente por el vecindario —

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primero la casa de los Monteiros; luegola finca del doctor Karkada; después elseminario y el colegio de profesoresjesuita de Valencia: zzzz…, zzzz…—,hasta que por fin le perdió la pista.

Sentado en la pirámide de piedras,George esperó a que sus amigosterminaran para irse todos al garito yempezar a beber aguardiente.

—¿Qué mosca te ha picado? —ledijo uno de ellos, más tarde—. Hacerato que no dices palabra.

Después de una hora de risas yalboroto, se había sumido en un hoscosilencio. Pensaba en el hombre y la

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mujer…, en los que aparecían en laportada de la novela de su princesa.Estaban en un coche: ella con el peloalborotado por el viento, él sonriendo.En segundo plano se veía un avión. Unrótulo en inglés —el título del libro—en grandes letras plateadas sobrevolabala escena como una bendición del diosde la buena vida.

Pensaba en la mujer que podíapermitirse el lujo de pasarse los díasleyendo semejantes libros, cómodamenteinstalada en su casa, con el aireacondicionado puesto a todas horas.

—Los ricos abusan de nosotros.Siempre igual: «Toma, quédate veinterupias y bésame los pies. Baja a la

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zanja. Límpiame la mierda». Siempre lomismo.

—Ya está otra vez igual —dijoGuru, con una risita—. Fueron estasmonsergas las que le costaron eldespido, pero él no cambia. Siempre tanamargado.

—¿Por qué habría de cambiar?¿Acaso estoy mintiendo? —replicó agritos—. Los ricos se quedan en la camaleyendo libros, y viven solos, sinfamilia, y comen platos de quinientasrupias que se llaman…, ¿cómo era elnombre? ¿Vindoo? ¿Vindiloo?

Esa noche no pudo dormir. Salió dela tienda y deambuló por los terrenos dela obra, contemplando durante horas la

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catedral inacabada y pensando en lamujer del 10A.

A la semana siguiente, se dio cuentade que ella estaba esperándolo. Encuanto llegó, la mujer extendió un brazoy lo fue girando ante sus ojos a uno yotro lado hasta completar los 360grados.

—Ni una picadura —dijo—. Lasemana pasada la cosa fue mucho mejor.Tu fumigación está funcionando.

George se puso manos a la obra.Primero salió al patio trasero con supistola y, ajustando un mando delcilindro que llevaba a la espalda, sepuso de rodillas y roció de vermicida lazanja de su princesa. Luego, mientras

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ella observaba, arregló el desbarajusteque reinaba en aquella parte tandescuidada de su casa: cavó, fumigó,cortó y limpió durante una hora.

Aquella noche, sus amigos no dabancrédito a sus oídos.

—Ahora ya es un trabajo de jornadacompleta —les dijo George—. Laprincesa me considera tan buentrabajador que quiere que me quede yque duerma en un cobertizo del patiotrasero. Me paga el doble de lo que ganoahora. Ya no he de seguir fumigando. Esperfecto.

—Apuesto a que no volvemos averte el pelo —dijo Guru, tirando subeedi al suelo.

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—No es verdad —protestó—.Vendré a beber cada noche.

Pero tenía razón. Ya apenas lovieron desde entonces.

El lunes, una mujer blanca vestida conun salwar kameez al estilo del norte dela India apareció en la verja y lepreguntó en inglés:

—¿Está la señora?Él abrió con una reverencia.—Sí, está en casa.Era inglesa y le daba clases de yoga

y respiración a la señora. El aireacondicionado estaba apagado y Georgeoyó un sonido de inspiraciones y

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espiraciones profundas procedente deldormitorio. Media hora después, lamujer blanca salió y le dijo:

—Es increíble, ¿no? Que yo tengaque enseñar yoga.

—Sí, es triste. Los indios nos hemosolvidado de nuestra propia civilización.

La mujer blanca y la señorapasearon un rato por el jardín.

Los martes por la mañana, Matthew,con los ojos enrojecidos y un aliento queapestaba a aguardiente, llevaba a laseñora a la reunión de damas del Lion’sClub, en Rose Lane. A eso parecíalimitarse la vida social de la señoraGomes. George sostuvo la verja abiertacuando salieron. Al pasar el coche, vio

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que Matthew se volvía y le echaba unamirada hosca.

«Me tiene miedo —pensó George,mientras se ponía otra vez a recortar lasplantas del jardín—. ¿Creerá quizá quevoy a intentar quitarle el puesto dechófer?».

No se le había ocurrido hastaentonces.

Cuando volvió el coche, lo examinócon aire crítico: tenía los costadosllenos de mugre. Lo lavó con lamanguera y luego frotó la plancha con untrapo sucio y el interior con uno limpio.Se le ocurrió mientras lo hacía que lavarel coche no era tarea suya. Comojardinero, estaba trabajando de más.

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Aunque la señora tampoco se daríacuenta. Los ricos nunca muestrangratitud, ¿no es cierto?

—Has hecho un trabajo excelentecon el coche —le dijo la señora Gomespor la noche—. Te lo agradezco.

George se sintió avergonzado.Aquella mujer, pensó, era realmentedistinta de los demás ricos.

—Yo haría cualquier cosa por usted,señora —le dijo.

Siempre que hablaban mantenía conella una distancia de más de un metro; aveces, en el curso de la conversación, seaproximaban un poco y a él se ledilataban las narices al percibir superfume; automáticamente, con pequeños

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pasitos, volvía a adoptar la distanciaapropiada entre señora y criado.

La cocinera le traía té por las nochesy se quedaba a charlar con él durantehoras. George no había entrado aún en lacasa, pero por lo que contaba la viejacomprendió que las maravillas quealbergaba iban mucho más allá del aireacondicionado. La enorme caja blancaque veía cuando se abría la puerta dedetrás era una máquina que hacía lacolada —y secaba— de modoautomático, según le explicó la cocinera.

—Su marido quería que la usara yella se negaba. Nunca se ponían deacuerdo en nada. Además —susurró, conaires de conspiración—, no tienen hijos.

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Eso siempre trae problemas.—¿Qué fue lo que los separó?—La manera de reírse de ella —dijo

la vieja—. Su marido decía que se reíacomo un demonio.

Él también había reparado enaquella risa aguda y salvaje, que parecíauna risa de niño o de animal, ufana eimpúdica. Siempre se detenía en sutrabajo para escucharla cuandoempezaba a rebotar por las habitacionesde la casa; y con frecuencia le parecíaoírla también al percibir otros sonidos,incluso en el chirrido de una puerta malengrasada o en la cadencia peculiar delcanto de un pájaro. Entendía a qué sehabía referido su esposo.

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—¿Tienes estudios, George? —lepreguntó la señora Gomes un día,sorprendida al encontrárselo leyendo elperiódico.

—Más o menos, señora. Hice hastadécimo grado, pero suspendí elCertificado de Secundaria.

—¿Suspendiste? —dijo, sonriendo—. ¿Cómo es posible suspender elCertificado de Secundaria? Es unexamen facilísimo…

—Hice todas las sumas, señora.Pasé las Matemáticas con un sesentasobre cien. Sólo suspendí en Sociales,porque no supe señalar Madrás yBombay en el mapa de la India que medieron. ¿Qué podía hacer yo, señora?

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Nosotros no habíamos estudiado esascosas. Saqué treinta y cuatro en Socialesy me suspendieron.

—¿Por qué no te examinaste otravez?

—¿Otra vez? —repitió él, como sino comprendiera la pregunta—. Empecéa trabajar —dijo al fin, porque no sabíaqué responder—. Trabajé seis años,señora. Las lluvias fueron muy malas elaño pasado y no hubo cosecha. Nosenteramos de que daban trabajo a loscristianos en esa obra, en la catedral,quiero decir, y muchos nos vinimos delpueblo. Yo trabajaba de carpintero,señora. ¿Qué tiempo tenía para estudiar?

—¿Y por qué dejaste la obra?

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—Porque tengo mal la espalda.—Entonces tal vez no deberías hacer

este tipo de trabajo —dijo ella—. ¿Note acabará de lastimar la columna? ¡Yluego dirás que te he roto la espalda yarmarás un escándalo!

—Mi espalda está perfectamente,señora. Perfectamente. ¿No ve cómo meagacho y trabajo cada día?

—Entonces, ¿por qué me has dichoque tenías mal la espalda? —inquirió.George se quedó callado y ella añadió,meneando la cabeza—. ¡Ay, no hayquien os entienda a los de pueblo!

Al día siguiente, la esperó conimpaciencia. Cuando salió al jardíndespués del baño, secándose el pelo con

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una toalla, se le acercó y le dijo:—Él me dio una bofetada, señora.

Yo se la devolví.—¿De qué me hablas, George?

¿Quién te abofeteó?Entonces le explicó que se había

peleado con su capataz y, para mostrarlelo rápido y automático que había sido,hizo la pantomima de dos velocessopapos.

—Dijo que estaba echándolemiraditas a su esposa, señora. Cosa queno era verdad. En mi familia somoshonestos. Nosotros en el pueblo nosdedicábamos a arar —explicó—. Y aveces encontrábamos monedas decobre…, de la época del sultán Tipu,

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tienen más de cien años. Pero ellos melas quitaban de las manos y las fundíanpara quedarse el cobre. A mí me habríagustado mucho quedármelas, pero se lasentregaba al señor Coelho, elpropietario. No soy una personadeshonesta. Yo no robo ni miro a lamujer del vecino. Ésa es la verdad.Vaya al pueblo y pregúntele al señorCoelho. Él se lo dirá.

Ella sonrió. Como todas laspersonas de pueblo, empleaba paradefenderse unos circunloquios ingenuosy entrañables.

—Te creo —dijo, y entró en la casasin cerrar la puerta.

Él atisbó el interior y vio relojes,

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alfombras rojas, medallones de maderaen las paredes, tiestos con plantas yobjetos de bronce y plata. Entonces lapuerta volvió a cerrarse.

Ese día le llevó ella misma el té.Dejó el vaso en el umbral y él seapresuró a subir los escalones con lacabeza gacha, lo recogió y bajó otra veza toda prisa.

—Ah, señora, pero ustedes lo tienentodo y nosotros no tenemos nada. No esjusto —dijo, dando sorbos.

Ella soltó una risita. No se esperabauna salida tan directa viniendo de unpobre. Le parecía un detalle simpático.

—No es justo, señora —repitió—.Usted tiene incluso una lavadora que

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nunca utiliza. Mire si tiene cosas.—¿Me estás pidiendo más dinero?

—dijo ella, arqueando las cejas.—No, señora, ¿por qué? Usted paga

muy bien. Yo no me ando con rodeos —dijo—. Si quiero más dinero, lo pido.

—Yo tengo otros problemas que túno conoces, George. Yo también tengoproblemas. —Sonrió y volvió adentro.

Él se quedó allí de pie, esperando envano una explicación.

Un poco más tarde, se puso a llover.La profesora extranjera de yogaapareció con un paraguas entre elaguacero. Corrió a la verja para abrirley luego se sentó en el garaje, junto alcoche, y escuchó a hurtadillas el sonido

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de las profundas inspiraciones yespiraciones que hacía la señora en sucuarto. Para cuando terminó la sesión deyoga, la lluvia ya había cesado y eljardín centelleaba bajo el sol. Las dosmujeres parecían excitadas por aquellaluz deslumbrante… y por lo biencuidado que estaba el jardín. La señoraGomes hablaba con su amiga con unbrazo apoyado en la cadera; Georgeadvirtió que, a diferencia de aquellamujer europea, ella había conservado sufigura. Supuso que sería porque no teníahijos.

Hacia las seis y media se encendíanlas luces de su dormitorio y se oía elsonido del agua. Se estaba bañando.

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Tomaba un baño todas las noches. No lehacía falta, porque volvía a bañarse porla mañana y, además, tenía unamaravillosa fragancia a perfume, peroaun así se bañaba dos veces. Con aguacaliente, de eso estaba seguro;cubriéndose de espuma y relajandotodos sus miembros. Era una mujer quehacía cosas sólo por placer.

El domingo, subió la cuesta de lacolina para asistir a la misa de lacatedral; al volver, el aireacondicionado seguía en marcha. «Osea, que ella no va a la iglesia», pensó.

Los miércoles por la tarde, cadaquince días, pasaba por la casa laBiblioteca Itinerante Ideal. El

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bibliotecario llegaba montado en unaYamaha, llamaba al timbre, desataba lacaja metálica de libros que llevabasujeta en la parte trasera y la colocabasobre el maletero del coche para que laseñora Gomes pudiera examinarlos. Ellalos escudriñaba atentamente y elegía unpar. Un día, cuando ya había escogido ypagado, y había vuelto a entrar en casa,George se acercó al bibliotecarioconductor, que estaba atando de nuevola caja a su Yamaha, y le dio unosgolpecitos en el hombro.

—¿Qué clase de libros se queda laseñora?

—Novelas.El bibliotecario se detuvo y le hizo

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un guiño.—Novelas verdes. Todos los días

veo a docenas de mujeres como ella:mujeres que tienen en el extranjero a susmaridos.

Flexionó un dedo y lo meneó.—Aún les pica, ¿sabes? Así que han

de leer novelas inglesas paradesahogarse.

George sonrió abiertamente. Perocuando la Yamaha trazó un semicírculo,levantando una nube de polvo, yabandonó el jardín, corrió hacia la verjay gritó:

—¡No hables así de la señora, hijode puta!

Esa noche permaneció mucho rato

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despierto. Se paseaba sin hacer ruidopor el patio trasero. Pensaba. Leparecía, al echar la vista atrás, que suvida había consistido en cosas que no lehabían dicho que sí y cosas a las que nohabía podido decir que no. Elcertificado de secundaria no le habíadicho que sí, y él no había podidodecirle a su hermana que no. No se veíaa sí mismo abandonando a su hermana asu suerte ni volviendo a hacer el examende Secundaria para completarlo.

Salió del jardín, subió por la callejay recorrió la avenida. La catedralinacabada era una mole oscura que serecortaba contra el cielo azul marino.Encendió un beedi y deambuló

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alrededor del desbarajuste de máquinasy materiales de la obra, mirandoaquellos objetos familiares como si nolo fueran, como si se tratara de cosasextrañas.

Al otro día, aguardó a que salierapara hacerle un anuncio:

—He dejado de beber, señora —ledijo—. Tomé la decisión anoche. Nuncamás otra botella de aguardiente.

Quería que ella lo supiera; ahora sesentía con la capacidad para vivir comoquisiera. Aquella tarde, mientrasrecortaba un rosal en el jardín, Matthewlevantó el pestillo y entró. Con unahosca mirada, se alejó hacia su rincónen el patio trasero.

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Pero media hora más tarde, cuandola señora Gomes tenía que acudir a sureunión de damas del Lion’s Club,Matthew no apareció por ningún lado,aunque lo llamó a gritos seis veces.

—Déjeme conducir a mí, señora —le dijo George.

Ella lo examinó, escéptica.—¿Sabes conducir?—Señora, cuando eres pobre, hay

que aprender de todo, desde labrar hastaconducir. ¿Por qué no sube y compruebapor sí misma lo bien que conduzco?

—¿Tienes el permiso? ¿No mematarás?

—Señora —dijo—, jamás haríanada que pudiese ponerla en peligro. —

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Y añadió enseguida—: Incluso daría mivida por usted.

Ella sonrió al oírlo; pero al ver quehablaba en serio, dejó de sonreír en elacto. Subió al coche, George arrancó yse convirtió así en su chófer.

—Conduces bien —le dijo al final—. ¿Por qué no trabajas a jornadacompleta como mi nuevo chófer?

—Yo haré cualquier cosa por usted,señora.

Matthew fue despedido aquellamisma noche.

—Nunca me gustó ese hombre —ledijo la cocinera—. Me alegra que tequedes tú.

Él le hizo una reverencia.

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—Tú eres para mí como unahermana mayor —dijo, y observó lasonrisa radiante que le dirigía la mujer.

Por las mañanas lavaba el coche yluego se sentaba con las piernascruzadas en el taburete de Matthew,tarareando alegremente y aguardando aque la señora le diera la orden de salir.Cuando la llevaba a sus reuniones delLion’s Club, se paseaba alrededor delmástil de la bandera que había delantedel club y miraba pasar los autobuses ytambién la entrada de la bibliotecamunicipal. Ahora contemplaba losautobuses y la biblioteca de otro modo:no como un mero vagabundo, como unpobre obrero que había de bajar a las

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zanjas con una pala, sino como alguiencon sus propios intereses.

Una vez la llevó al mar. Ella caminóhacia el agua y se sentó junto a lasrocas, para contemplar las olasplateadas, mientras él aguardaba en elcoche observándola.

De vuelta en casa, cuando ya seapeaba, carraspeó.

—¿Qué sucede, George?—Mi hermana Maria.Lo miró con una sonrisa, animándolo

a proseguir.—Ella sabe cocinar, señora. Es

limpia, trabajadora y una buenacristiana.

—Ya tengo cocinera, George.

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—No es buena, señora. Y es vieja.¿Por qué no se libra de ella y mandavenir a mi hermana del pueblo?

La expresión de la mujer seensombreció.

—¿Te crees que no me doy cuentade lo que estás haciendo? ¡Pretendesadueñarte de mi casa! ¡Primero te quitasde encima a mi chófer y ahora a micocinera!

Entró en la casa y cerró de unportazo. Él sonrió, sin preocuparse.Había plantado la semilla y, con algo detiempo, acabaría germinando. Ahora yasabía cómo funcionaba la mente deaquella mujer.

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Aquel verano, cuando escaseó el agua,George le demostró a la señora Gomeshasta qué punto era indispensable. Subíaa la cima de la colina para esperar alcamión cisterna y bajaba él mismocargado con los cubos; así llenaba lacisterna del baño y de los retretes y leahorraba la humillación de tener queracionar el agua al tirar de la cadena,como hacía todo el mundo en elvecindario. En cuanto oyó el rumor deque el Ayuntamiento iba a restringir elsuministro de agua corriente (a vecessólo daban el agua media hora cada doso tres días), entró a toda prisa en lacasa, gritando: «¡Señora! ¡Señora!».

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Ella le dio un juego de llaves de lapuerta trasera para que entrase cada vezque oyera que habían dado el agua, fuesela hora que fuese, y llenara todos loscubos.

Gracias a todos sus esfuerzos, laseñora, en un momento en que lamayoría no podía bañarse ni siquieracada dos días, siguió tomando sus dosbaños de placer diarios.

—¡Qué absurdo —le dijo, una tarde,asomándose por la puerta trasera con elpelo húmedo, que le caía por la espalda,mientras se lo frotaba enérgicamente conuna toalla blanca— que en este país contantísima lluvia tengamos todavíacarestía de agua! ¿Cuándo cambiará la

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India de una vez?Él sonrió, apartando los ojos de su

figura y su pelo húmedo.—George, voy a subirte la paga —le

dijo, y volvió adentro, y cerró la puertacon firmeza.

Pocos días después, se produjo otrabuena noticia para él. Al atardecer vioque la cocinera abandonaba la casa conuna bolsa bajo el brazo. Cuando secruzaron, le lanzó una torva mirada y ledijo con voz sibilante:

—¡Sé lo que pretendes hacer conella! ¡Le he advertido que acabarás consu buena fama! Pero la tienes hechizada.

Una semana después de que Mariase incorporase al servicio del número

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10A, la señora Gomes se presentó en elgaraje mientras George manoseaba elmotor del coche.

— E l curry de camarones de tuhermana es excelente.

—En mi familia todo el mundo esmuy trabajador, señora.

Tan excitado estaba que alzó lacabeza de golpe, dándose un porrazocon el capó. Se hizo bastante daño, perola señora Gomes había empezado areírse con aquella risa suya, aguda yanimal, y él trató de reírse con ellamientras se frotaba el chichón de lacoronilla.

Maria era una chica menuda yasustadiza. Había llegado con dos

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maletas, sin una pizca siquiera de inglésy sin ningún conocimiento de la vidamás allá de su pueblo. La señora Gomesle había tomado simpatía y le permitíadormir en la cocina.

—¿De qué hablan la señora y esamujer extranjera? —le preguntó Georgeuna noche, cuando Maria apareció en sucobertizo con la cena.

—No lo sé —repuso la chica,sirviéndole el curry de pescado.

—¿Cómo que no lo sabes?—No prestaba atención —dijo, con

una voz estrangulada, temerosa comosiempre ante la presencia de suhermano.

—¡Pues presta más atención! No te

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quedes ahí sentada como un pasmarote,diciendo: «¡Sí, señora!» y «¡No,señora!». ¡Toma la iniciativa! ¡Manténlos ojos abiertos!

Los domingos se llevaba a suhermana a la misa de la catedral. Lostrabajos se detenían por la mañana paraque la gente pudiera entrar; pero encuanto empezaban a salir, ya veían a losjefes de obra preparándose parareanudar sus tareas.

—¿Por qué no viene la señora amisa? ¿No es cristiana también? —lepreguntó una vez Maria, cuando salíandel templo.

Él inspiró hondo.—Los ricos hacen lo que quieren.

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No nos corresponde a nosotrosjuzgarlos.

Advirtió que la señora Gomeshablaba cada vez más con Maria. Con sucarácter abierto y generoso, que nohacía distingos entre ricos y pobres,estaba empezando a dejar de ser sólo suama para convertirse además en suamiga. Era exactamente lo que habíaesperado.

George echaba de menos la bebidapor las noches, pero mataba el tiempodeambulando por el patio o escuchandola radio y divagando. «Maria puedecasarse el año que viene», pensaba.Ahora era la cocinera de una mujer ricay gozaba de una posición. Los chicos en

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el pueblo harían cola por ella.Después, suponía, ya sería hora de

casarse él mismo. Lo había idoaplazando durante tanto tiempo por unamezcla de amargura, pobreza yvergüenza. Sí, ya era hora de casarse ytener hijos. Y no obstante, a causa delcontacto con aquella mujer rica, leatormentaba la idea de que podría haberllegado mucho más lejos en la vida.

—Eres un hombre de suerte, George—le dijo la señora Gomes una tarde,contemplando cómo le sacaba brillo alcoche con un trapo húmedo—. Tienesuna hermana maravillosa.

—Gracias, señora.—¿Por qué no la llevas a dar una

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vuelta por la ciudad? Aún no ha vistonada de Kittur, ¿no?

Decidió que era la ocasión demostrar iniciativa.

—¿Por qué no vamos los tres juntos,señora?

Los tres bajaron a la playa con elcoche. La señora Gomes y Maria fuerona darse un paseo por la arena. Él lasobservaba a distancia. Cuandoregresaron, las esperaba con uncucurucho de cacahuetes tostados quehabía comprado para Maria.

—¿A mí no me toca ninguno? —preguntó la señora Gomes.

Él se apresuró a sacar unos cuantosy ella los tomó de sus manos. Así fue

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como la tocó por primera vez.

Volvió a llover en Valencia y dedujoque ya llevaba en la casa casi un año.Un día, apareció el nuevo fumigadorpara ocuparse del patio trasero. Laseñora Gomes vio que George lemostraba las zanjas y desagües y le dabainstrucciones para que no dejara ningúnrincón sin fumigar.

Esa noche, lo llamó a la casa y ledijo:

—George, tendrías que hacerlo túmismo. Por favor, fumiga la zanja. Igualque el año pasado.

Se lo dijo con una voz melosa y,

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aunque era la misma voz que empleabapara que moviera montañas por ella,esta vez se puso todo rígido. Le ofendíaque le pidiera todavía que realizaraaquella tarea.

—¿Por qué no? —gritó, irritada—.¡Trabajas para mí y harás lo que yodiga!

Se quedaron mirándose fijamente;luego él salió rezongando ymaldiciéndola, y vagó sin rumbo. Alcabo de un rato, decidió pasar por lacatedral a ver qué hacían sus viejosamigos.

No había demasiados cambios en laobra. Habían suspendido los trabajos,según le explicaron, a causa de la

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muerte del párroco de la catedral. Perose reanudarían muy pronto.

Sus otros amigos ya no estaban —habían dejado la obra y se habían vueltoal pueblo—, pero sí encontró a Guru.

—Ya que estás aquí —le dijo éste,nada más verlo— ¿por qué no vamos…?—Y terminó haciendo el gesto de vaciaruna botella.

Fueron a un garito de aguardiente ybebieron a gusto, como en los viejostiempos.

—Bueno, ¿y cómo van las cosas contu princesa?

—Bah, todos los ricos son iguales—replicó George con rencor—.Nosotros somos basura para ellos. Una

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mujer rica nunca podrá ver a un hombrepobre simplemente como un hombre. Love sólo como un criado.

Ahora recordaba su vidadespreocupada de antes, cuando noestaba atado a una casa ni a una señora,y se llenó de resentimiento por haberperdido su libertad. Se retiró temprano,poco antes de medianoche, alegando quetenía algo que hacer en la casa. Recorrióel camino de vuelta dando tumbos ycantando la canción konkani de unapelícula. Pero por debajo de aquel ritmodesenfadado, empezaba a latir unapalpitación distinta.

Al acercarse a la verja, bajó la voz yacabó callándose, y cayó entonces en la

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cuenta de que caminaba con excesivosigilo. Se preguntó por qué y sintiómiedo de sí mismo.

Levantó el pestillo sin ruido ycaminó hasta la puerta trasera. Tenía lallave en la mano desde hacía un rato; seinclinó, buscó el ojo de la cerraduraguiñando los ojos y metió la llave.Abrió con cuidado, en completosilencio, y entró. La enorme lavadora sealzaba en la oscuridad como un vigilantenocturno. Más allá, el dormitorio de ellaestaba cerrado, pero por una rendija dela puerta se escapaban volutas de airefresco.

George respiró lentamente. Su únicopensamiento, cuando avanzó

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tambaleante, fue que no debía chocarcon la lavadora.

—Oh, Dios —masculló, al notar quehabía golpeado la superficie metálicacon la rodilla y que todo el armatostereverberaba—. Oh, Dios —repitió, conla vaga y desesperada impresión dehaber hablado demasiado fuerte.

Hubo un movimiento. Se abrió lapuerta del dormitorio y surgió una mujercon el pelo suelto.

Una fría vaharada de aireacondicionado lo estremeció de pies acabeza. La mujer se cubrió un hombrocon el sari.

—¿George?—Sí.

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—¿Qué quieres?No dijo nada. La respuesta era al

mismo tiempo vaga y bien tangible: unarespuesta sumida en la penumbra pero alalcance de la mano, como ella misma enaquel momento. Él casi sabía lo quequería decir; ella no dijo nada. No habíagritado ni dado la alarma. Quizá tambiénlo deseaba. George sintió que ya sóloera cuestión de decirlo o simplementede hacer un movimiento. Haz «algo».Sucedería por sí solo.

—Fuera —dijo ella.Había esperado demasiado.—Señora, yo…—Fuera.Demasiado tarde; se dio media

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vuelta y se apresuró a salir.En cuando la puerta se cerró a su

espalda, se sintió como un estúpido. Ledio un puñetazo tan fuerte que se hizodaño.

—¡Señora, déjeme explicarle!Se puso a aporrear la puerta cada

vez con más fuerza. Ella lo habíaentendido mal. Rematadamente mal.

—¡Basta! —oyó gritar a alguien. EraMaria, que lo miraba asustada por laventana—. ¡Para de una vez, por favor!

Fue en ese momento cuandocomprendió la enormidad de lo quehabía hecho. Se dio cuenta de que losvecinos podían estar mirando. Lareputación de la señora estaba en juego.

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Se arrastró de nuevo por la cuestahasta los terrenos de la obra y se echó adormir allí.

A la mañana siguiente descubrió quese había tumbado, como solía hacermeses antes, sobre la pirámide degranito triturado.

Regresó muy despacio. Maria loesperaba junto a la verja.

—Señora —dijo la chica, entrandoen la casa.

Salió la señora, con su novela en lamano y un dedo metido entre las páginaspara no perder el punto.

—Vete a la cocina, Maria —leordenó la señora Gomes, mientras élentraba en el jardín.

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A George le gustó ese detalle; lohacía para proteger a Maria de lo que seavecinaba. Sintió gratitud por sudelicadeza. Ella no era como los demásricos; era especial. Lo perdonaría.

Dejó en el suelo la llave de la puertatrasera.

—Está bien —dijo la mujer.Tenía una actitud serena. George

comprendió que la distancia habíaaumentado; que lo situaba más y másatrás a cada segundo que pasaba. Nosabía hasta dónde debía retroceder; leparecía que ya estaba lo más retiradoposible para escuchar lo que ella decía.Le hablaba con una voz baja, distante yfría. Por algún motivo, él no podía

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quitar los ojos de la portada de sunovela: un hombre conduciendo uncoche rojo y dos mujeres blancas enbikini sentadas dentro.

—No estoy enojada —dijo—.Debería haber tomado másprecauciones. Cometí un error.

—He dejado la llave ahí, señora.—No importa —repuso—.

Cambiarán la cerradura esta tarde.—¿Puedo quedarme hasta que

encuentre a otro? —le soltó sin pensarlo—. ¿Cómo va a arreglárselas con eljardín? ¿Y qué va a hacer sin chófer?

—Me las arreglaré —dijo.Hasta entonces sólo había pensado

en ella: en su reputación, en el

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vecindario, en su tranquilidad deespíritu, en la sensación que debía tenerde haber sido traicionada en suconfianza. Pero ahora comprendía larealidad: no era de ella de quien habíaque preocuparse.

Habría querido hablarle confranqueza y decirle todo eso, pero ellase le adelantó.

—Maria también habrá demarcharse.

Se la quedó mirando, boquiabierto.—¿Dónde va a dormir esta noche?

—le dijo con voz titubeante ydesesperada—. Señora, ella dejó todolo que tenía en el pueblo y vino aquí avivir con usted.

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—Puede dormir dentro de la iglesia,supongo —respondió la señora Gomescon mucha calma—. He oído que dejanentrar a la gente por las noches.

—Señora —dijo, juntando laspalmas—. Señora, usted es cristianacomo nosotros. Le suplico en nombre dela caridad cristiana que deje a Maria almargen…

Ella cerró la puerta; George oyó quegiraba la llave en la cerradura y que lohacía con doble vuelta.

Esperó a su hermana en lo alto de lacalle, mirando la catedral inacabada.

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Sexto día: El Cañón del Sultán

El Cañón del Sultán, un gran fuerterectangular de color negro, aparece enlo alto, a su izquierda, cuando se dirigeusted desde Kittur a Salt Market Village.La mejor manera de recorrer el fuerte espedirle a alguien de Kittur que leacompañe en coche hasta allá arriba; suanfitrión tendrá que aparcar junto a lacarretera y luego los dos habrán decaminar media hora cuesta arriba.Cuando atraviese el arco de la entrada,descubrirá que el fuerte se halla en unestado ruinoso. Aunque una placa delCenso Arqueológico de la India afirma

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que se trata de un monumento protegidoy habla de su papel para «preservar lamemoria del patriota Sultán Tipu, elTigre de Mysore», no hay indicios delmenor intento de proteger la antiguafortificación de la acción de lasenredaderas, el viento, la lluvia, laerosión y los animales que pastan a suantojo.

Han crecido banianos gigantescos enel interior de las murallas y sus raíces seabren paso entre las losas como dedosretorcidos introduciéndose en unaratonera. Sortee los matorrales deespinos y los excrementos de cabra yacérquese a una de las troneras de losmuros; sostenga en sus manos un fusil

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imaginario, cierre un ojo y finja que esusted el mismísimo Tipu, en persona,disparando al ejército inglés.

Caminó deprisa hacia la cúpula blancadel Dargah con una silla plegable blancabajo el brazo y una bolsa roja en la otramano en la que llevaba su álbum defotografías y siete frascos llenos depíldoras blancas. Al llegar al Dargah,avanzó junto al muro sin prestar atencióna la larga hilera de mendigos: losleprosos sentados sobre harapos, loslisiados sin brazos y sin piernas, loshombres en silla de ruedas y los quellevaban vendados los ojos, y una

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criatura con pequeños bultos marrones,como aletas de foca, en lugar de brazos,con una pierna izquierda normal y unmuñón marrón claro donde debería tenerla otra, que yacía sobre su ladoizquierdo moviendo espasmódicamentela cadera, como un animal sometido adescargas eléctricas, y que salmodiabacon ojos inexpresivos e hipnotizados:«¡Alá! ¡Alaaá! ¡Alá! ¡Alaaá!».

Dejó atrás aquella penosa galería deengendros humanos y se metió por detrásdel Dargah.

Ahora pasó junto a los vendedoresacuclillados en el suelo a lo largo deuna fila de casi un kilómetro. Zapatitosde bebé, sujetadores, camisetas con el

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logo «Nueva York: Ciudad de Mierda»,gafas Ray-Ban falsificadas, zapatillasNike y Adidas falsificadas y montonesde revistas en urdu y malabar. Localizóun hueco entre un vendedor de Nikefalsas y otro de accesorios Gucci falsos,abrió su silla plegable y puso encimauna hoja de lustroso papel negro con unrótulo dorado.

Las letras decían:

RATNAKARA SHETTYINVITADO ESPECIAL

CUARTA CONFERENCIAPANASIÁTICA DE SEXOLOGÍA

HOTEL NEW HILLTOP PALACE.NUEVA DELHI

12-14 DE ABRIL DE 1987

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Los hombres jóvenes que habíanacudido al Dargah a rezar, a comerkebab de cordero en alguno de losrestaurantes musulmanes o simplementea contemplar el mar, empezaron aformar un semicírculo a su alrededormientras él ponía junto al rótulo elálbum de fotos y los siete frascos depíldoras blancas. Con un aire grave yceremonioso, recolocó cuidadosamentelos frascos, como si tuvieran que estaren una posición precisa para iniciar sutrabajo. En realidad, estaba aguardandoa que llegaran más mirones.

Y llegaron. Solos o de dos en dos,los jóvenes se aglomeraban en unamultitud que tenía todo el aspecto de un

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Stonehenge humano. Algunos rodeabancon el brazo los hombros de un amigo;otros permanecían solos; unos pocos seagazapaban en el suelo, como rocascaídas.

Ratna rompió a hablar de repente. Seacercaban más jóvenes a toda prisa. Laaglomeración era muy densa; había dosy hasta tres filas en cualquier punto delsemicírculo y los que estaban detrástenían que ponerse de puntillas paraatisbar aunque fuera sólo un poco alsexólogo.

Entonces abrió el álbum y mostró lasfotos que había dentro en celdillas deplástico. Los espectadores sofocaron ungrito.

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Señalando las fotografías, Ratnadisertó sobre las perversiones yabominaciones. Describió lasconsecuencias del pecado: indicó eltrayecto por el cuerpo de los gérmenesvenéreos, tocándose los pezones, losglobos oculares y las narices, y cerrandofinalmente los ojos. El sol ascendía enel cielo y la cúpula blanca del Dargahresplandecía con mayor intensidad. Loshombres del semicírculo se apretabanunos contra otros, tratando de acercarsemás a las fotografías. Ratna entróentonces a matar: cerró el libro, sujetócon las dos manos un frasco de píldorasy empezó a agitarlas.

—Con cada frasco de píldoras

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recibiréis un certificado de autenticidadde Hakim Bhagwandas, de Daryaganj,Delhi. Este hombre, un médico de granexperiencia, ha estudiado los libros dela sabiduría faraónica y ha utilizado susinstrumentos científicos para crear estasmagníficas píldoras que curarán todasvuestras dolencias. Cada frasco cuestacuatro rupias con cincuenta paisas. ¡Sí!¡Sólo tenéis que pagar esa módicacantidad para expiar vuestros pecados yganaros una segunda oportunidad!¡Cuatro rupias y cincuenta paisas!

Por la noche, mortalmente agotado acausa del calor, subió al autobús 34Bcon su bolsa roja y su silla plegable.Estaba abarrotado a esa hora, así que se

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sujetó de una correa y empezó a inspirary espirar lentamente. Contó hasta diezpara recobrar fuerzas y luego metió lamano en la bolsa y sacó cuatro folletosverdes, cada uno con la imagen de tresratas enormes en la portada. Alzó losfolletos en abanico con una mano, talcomo sostiene sus cartas un jugador, ydijo a voz en grito:

—¡Damas y caballeros! Todosustedes saben que vivimos como ratasenloquecidas en una carrera frenética,porque siempre hay pocos puestos detrabajo y muchos candidatos paraocuparlos. ¿Cómo sobrevivirán sushijos? ¿Cómo conseguirán los trabajosque ustedes tienen? Porque la vida hoy

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en día es una carrera desenfrenada.Únicamente en este folleto encontraránlos millares de datos de cultura general,ordenados en preguntas y respuestas,que sus hijos e hijas necesitarán parapasar el examen de entrada en laAdministración pública, el examen deadmisión en un banco, el examen deentrada en el cuerpo de Policía ymuchos otros exámenes imprescindiblespara ganar esta carrera enloquecida. Porejemplo —inspiró hondo—, el Imperiomogol tenía dos capitales; Delhi era una,pero ¿cuál era la otra? Cuatro capitaleseuropeas están construidas a las orillasde un mismo río, ¿cómo se llama eserío? ¿Quién fue el primer rey de

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Alemania? ¿Cuál es la moneda deAngola? Una ciudad europea ha sidocapital de tres imperios distintos, ¿quéciudad? Había dos hombres implicadosen el asesinato del Mahatma Gandhi; unode ellos era Nathuram Godse, pero ¿y elotro? ¿Cuál es la altura en metros de laTorre Eiffel?

Avanzaba tambaleante con lospanfletos en la mano derecha y seagarraba con la otra donde podía,mientras el autobús traqueteaba sobrelos baches de la calzada. Un pasajero lepidió un folleto y le entregó una rupia.Ratna llegó hasta el fondo y aguardójunto a la puerta de salida; cuando elautobús redujo la velocidad, le hizo un

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gesto al revisor con la cabeza, dándolelas gracias en silencio, y se bajó.

Al ver a un hombre esperando en laparada, intentó venderle una colecciónde seis bolígrafos de colores, primero arupia el bolígrafo; luego a una rupia dosbolígrafos y, finalmente, a una rupia tresbolígrafos. Aunque el hombre habíadicho que no iba a comprar nada, Ratnapercibía el interés en sus ojos; sacó unmuelle que podía hacer las delicias decualquier niño y un juego de piezasgeométricas que servían para hacermaravillosos dibujos. El hombre lecompró el juego de piezas geométricaspor tres rupias.

Ratna se alejó del Cañón del Sultán

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por la carretera que iba a Salt MarketVillage.

Al llegar al pueblo, fue al mercado,sacó un puñado de monedas y fueordenándolas en la palma de la manomientras caminaba. Las puso en elmostrador de una tienda y tomó acambio un paquete de beedis Engineer,que metió en la bolsa.

—¿A qué esperas? —El chico de latienda era nuevo—. Ya tienes tus beedis.

—Siempre me dan además dospaquetes de lentejas por el mismoprecio. Ése es el trato.

Antes de entrar en su casa, Ratnaabrió un paquete con los dientes y vertiósu contenido junto a la puerta. Llegaron

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corriendo siete u ocho perros del barrioy él los observó mientras mascabanruidosamente las lentejas. Cuando yaempezaban a excavar en la tierra con suspezuñas, abrió el segundo paquete yesparció también su contenido por elsuelo.

Entró en su casa sin detenerse amirar cómo devoraban la segunda raciónde lentejas. Sabía que se quedaban conhambre, pero no podía permitirse untercer paquete cada día.

Colgó la camisa en un gancho junto ala puerta y se rascó las axilas y el torsocubierto de vello. Luego se sentó en unasilla, suspiró, murmuró: «Oh, Krishna,oh, Krishna» y estiró las piernas. Sus

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hijas, aunque estaban en la cocina,sabían que había llegado por el intensoolor a pies que se esparcía por la casacomo un cañonazo de advertencia.Entonces dejaban las revistas femeninasy se afanaban en sus respectivas tareas.

Su esposa le llevó un vaso de agua.Él ya había empezado a fumar beedis.

—¿Están trabajando… lasmaharanís? —preguntó al rato.

—Sí —gritaron las tres chicas desdela cocina.

Como no se fiaba del todo, selevantó a comprobarlo.

La más joven, Aditi, acuclilladajunto a la cocina de gas, ya limpiaba lashojas del álbum de fotografías con una

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punta del sari. Rukmini, la mayor,sentada junto a un montón de píldorasblancas, las iba contando y las metía enlos frascos; Ramnika, a la que casaríandespués de Rukmini, pegaba una etiquetaen cada frasco. La esposa removía ollasy platos. Cuando vio que su marido yase había fumado el segundo beedi y quese había relajado visiblemente, se armóde coraje y se acercó:

—El astrólogo ha dicho que vendríaa las nueve.

—Hmm.Eructó, alzó una pierna y aguardó en

esa posición hasta soltar un pedo. Laradio estaba puesta; se puso el aparatosobre el muslo y empezó a golpearse la

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otra pierna con la mano, al ritmo de lamúsica, tarareando la melodía todo elrato y cantando la letra cuando se lasabía.

—Ya está aquí —susurró su esposa.Apagó la radio. El astrólogo entró

en la habitación, juntó las manos en unnamasté y, sentándose en una silla, sequitó la camisa. La mujer fue a colgarlaen un gancho junto a la de su marido;luego aguardó con sus hijas en la cocinamientras el hombre le mostraba a Ratnalos chicos que podía elegir.

Había sacado un álbum de fotos enblanco y negro, y ambos examinaban,una por una, las caras de los chicos, queles devolvían la mirada desde los

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retratos con expresiones rígidas y sinsonreír. Ratna tocó una con el pulgar. Elastrólogo la deslizó fuera del álbum.

—Este chico tiene buen aspecto —dijo Ratna, tras un momento deconcentración—. ¿A qué se dedica elpadre?

—Es el dueño de una tienda defuegos artificiales de Umbrella Street.Un negocio excelente. El chico loheredará.

—Su propio negocio —exclamóRatna, con auténtica satisfacción—. Esla única salida en esta carreraenloquecida de ratas. Dedicarse a laventa ambulante es un callejón sinsalida.

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Algo se le cayó a su esposa en lacocina. La mujer tosió y tiró otra cosa.

—¿Qué ocurre ahí? —preguntóRatna.

Una voz tímida dijo algo sobre«horóscopos».

—¡Cierra la boca! —gritó,gesticulando hacia la cocina con la fotoen la mano—. Tengo tres hijas quecasar…, ¿y esta bruja del demonio secree que puedo hacerme el exigente?

Le dejó al astrólogo la foto en elregazo. Éste le hizo una cruz en el dorso.

—Los padres esperarán algo —dijo—. Un detalle simbólico.

—Una dote —musitó Ratna, dándoleal mal su auténtico nombre—. Muy bien.

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Tengo dinero ahorrado para esta chica.—Dio un resoplido—. De dónde voy asacar una dote para las otras dos, sóloDios lo sabe.

Apretó los dientes con rabia, sevolvió hacia la cocina y llamó a sumujer a gritos.

La familia del chico se presentó ellunes siguiente. Las hermanas menoresiban de aquí para allá con una bandejade limonada; Ratna y su esposapermanecían sentados en la sala deestar. Rukmini tenía la cara blanqueadacon una gruesa capa de polvos de talcoJohnson’s y el pelo adornado conguirnaldas de jazmín. Mirando por laventana en lontananza, pulsaba las

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cuerdas de una vina y cantaba unosversos religiosos.

El padre del futuro novio, elvendedor de petardos, se hallabasentado en un colchón justo enfrente deRukmini. Era un hombre enorme, contupidos mechones de pelo plateadosaliéndole por las orejas. Llevaba unacamisa y un sarong de algodón blancosy seguía el ritmo de la canción con lacabeza, cosa que Ratna interpretó comoun signo alentador. La futura suegra, otracriatura enorme de tez clara, miraba lasmusarañas. El futuro novio tenía la tezde su madre y los rasgos de su padre,pero era mucho más pequeño que ambosy más bien parecía la mascota doméstica

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que el vástago de la familia. A mediacanción, se inclinó hacia la oreja peludade su padre y le susurró algo.

El comerciante asintió y el chico selevantó y salió. El padre alzó entoncesel dedo meñique y se lo mostró a lospresentes.

Todos sonrieron de oreja a oreja.El chico regresó y se apretujó entre

sus orondos progenitores. Las doshermanas menores aparecieron con unasegunda bandeja de limonada y elvendedor de petardos y su esposacogieron un vaso; como si lo hicierasólo por imitarlos, también el chicotomó un vaso y dio un sorbo. En cuantoel zumo tocó sus labios, le dio unos

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golpecitos al padre y volvió a decirlealgo al oído. Esta vez el hombre hizouna mueca, pero el chico saliócorriendo.

Como para distraer la atención, elvendedor de fuegos artificiales lepreguntó a Ratna con voz áspera.

—¿No tendrá un beedi de sobra,querido amigo?

A través de la rejilla de la ventana,mientras buscaba el paquete de beedisen la cocina, Ratna vio al futuro novioorinando copiosamente contra el troncode un árbol asoka del patio trasero.

Un tipo nervioso, pensó sonriendo.Pero es natural, se dijo, sintiendo unatisbo de afecto por el chico, que pronto

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formaría parte de su familia. Todos loshombres se ponen nerviosos antes de laboda. El chico parecía haber terminado;se sacudió el pene y se apartó del árbol.Entonces pareció quedarse paralizado.Tras un instante, echó la cabeza atráscomo si le faltara el aliento, igual que unhombre a punto de ahogarse.

El casamentero volvió esa nochepara anunciar que el vendedor depetardos parecía satisfecho con el cantode Rukmini.

—Fija pronto la fecha —le dijo aRatna—. Dentro de un mes, el alquilerde los salones de boda va a empezar a…—Y alzó las manos para completar lafrase.

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Ratna asintió, pero parecíadistraído.

A la mañana siguiente, se fue enautobús a Umbrella Street y caminójunto a las tiendas de muebles yventiladores hasta encontrar el local defuegos artificiales. El orondocomerciante de orejas peludas estabasentado en un taburete delante de unapared llena de cohetes y petardos, comoun emisario del dios del Fuego y de laGuerra. El futuro novio también estabaallí, sentado en el suelo, pasando laspáginas de un libro de contabilidad yhumedeciéndose los dedos con lalengua.

El comerciante lo empujó

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suavemente con el pie.—Este hombre va a convertirse en tu

suegro, ¿no vas a saludarlo? —Le sonrióa Ratna—. Es un poco tímido.

Ratna se tomó un té y charló con elpadre sin quitarle al chico los ojos deencima.

—Ven conmigo, hijo —le dijo—.Quiero enseñarte una cosa.

Caminaron los dos en silencio por lacalle hasta un baniano que se alzabafrente al templo Hanuman de UmbrellaStreet. Ratna le sugirió con un gesto quese sentaran a la sombra del árbol, deespaldas al tráfico y mirando al templo.

Dejó que el chico hablase un ratomientras él observaba sus ojos, sus

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orejas, su nariz, su boca y su cuello.De pronto, lo agarró de la muñeca.—¿Dónde te encontraste a la

prostituta con la que estuviste?El joven trató de levantarse, pero

Ratna le apretó la muñeca con fuerzapara dejarle claro que no teníaescapatoria. Y cuando se volviódesesperado hacia la calle, comopidiendo socorro, aumentó todavía másla presión.

—¿Dónde estuviste con ella? ¿Enuna cuneta, en un hotel o detrás de unedificio?

Le retorció la muñeca.—En una cuneta —le soltó el chico;

luego alzó la vista hacia él, al borde de

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las lágrimas—. ¿Cómo lo sabe?Ratna cerró los ojos, dio un bufido y

lo soltó.—Una puta de camioneros.Le soltó una bofetada. El chico

rompió a llorar.—Sólo estuve una vez con ella —

dijo, reprimiendo los sollozos.—Con una vez basta. ¿Te arde

cuando orinas?—Sí, me arde.—¿Náuseas? —le dijo en inglés.El joven preguntó qué significaba

aquella palabra y, cuando la entendió,respondió que sí.

—¿Qué más?—Es como si tuviera todo el rato

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algo grande y duro entre las piernas,como una pelota de goma. Y a veces memareo.

—¿Se te pone dura?—Sí. No.—Dime qué aspecto tiene tu pene.

¿Está negro? ¿Rojo? ¿El borde delorificio está hinchado?

Media hora después, los dos seguíansentados al pie del baniano, de cara altemplo.

—Se lo suplico… —El joven juntólas palmas—. Se lo suplico.

Ratna meneó la cabeza.—He de anular la boda, ¿qué puedo

hacer, si no? ¿Cómo voy a permitir quemi hija contraiga también la

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enfermedad?El chico miró al suelo, como si se le

hubieran agotado todas las maneras desuplicar. Una gota de sudor brillaba enla punta de su nariz como si fuese deplata.

—Le buscaré la ruina —dijo en vozbaja.

Ratna se secó las manos en susarong.

—¿Cómo?—Diré que ella se había acostado

con alguien. Diré que no es virgen. Yque por eso ha tenido que anular laboda.

Con un brusco movimiento, Ratna loagarró por los pelos, le echó la cabeza

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hacia atrás, la mantuvo así durante uninstante y luego la estampó contra eltronco del árbol. Se puso de pie y leescupió.

—Juro por el dios que se halla en eltemplo de ahí delante que, si dices eso,te mataré con mis propias manos.

Así de enfurecido actuó ese día en elDargah: clamando con voz atronadora,mientras los jóvenes se agolpabanalrededor, contra el pecado y laenfermedad; explicando cómo ascendíanlos gérmenes desde los genitales através de los pezones, de la boca, losojos y las orejas hasta llegar a la nariz.Luego les mostró fotografías: imágenesde genitales enrojecidos y corrompidos,

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algunos de color negro, o bieninflamados, e incluso con aspectocarbonizado, como corroídos por unácido. Encima de cada foto aparecía lacara del paciente, con los ojos tapadospor un rectángulo negro, como si fueseuna víctima de tortura o violación. Ésaseran las consecuencias del pecado,explicaba Ratna. Y la expiación y laredención sólo podían provenir de unasmágicas píldoras blancas.

Pasaron alrededor de tres meses.Una mañana, mientras estaba en supuesto detrás de la cúpula blanca,bramando ante una multitud de jóvenesangustiados, vio una cara que casi leprovocó un ataque al corazón.

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Más tarde, cuando ya habíaterminado su discurso, volvió aencontrársela delante.

—¿Qué quieres? —masculló—. Yaes demasiado tarde. Mi hija está casada.¿Para qué vienes ahora?

Ratna se puso la silla plegable bajoel brazo, metió los frascos en la bolsaroja y echó a caminar deprisa. Un ruidode pisadas lo seguía. El chico, el hijodel vendedor de petardos, le habló entrejadeos.

—La cosa empeora de día en día.Ya ni siquiera puedo mear sin que mearda el pene. Tiene que hacer algo pormí. Tiene que darme sus píldoras.

Ratna hizo rechinar los dientes.

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—Pecaste, hijo de perra. Estuvistecon una prostituta. ¡Ahora has de pagarpor ello!

Caminó más y más aprisa y,finalmente, los pasos se desvanecieron asu espalda y se quedó solo.

Pero a la tarde siguiente volvió a verla misma cara y lo siguieron otra vez losmismos pasos apresurados hasta laparada de autobús. La voz le decía y lerepetía: «Déjame comprarte laspíldoras», pero Ratna no se dio la vueltasiquiera.

Subió al autobús y contó hasta diez.Entonces sacó sus folletos y empezó sudiscurso sobre la carrera desenfrenadade la vida moderna. Cuando surgió a lo

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lejos la silueta oscura del fuerte, elautobús redujo la velocidad y se detuvo.Ratna se apeó; alguien bajó tras él. Echóa andar; alguien caminó a su espalda.

Se dio media vuelta bruscamente yagarró a su acosador por el cuello de lacamisa.

—¿Es que no te lo he dicho? Déjameen paz. ¿Qué mosca te ha picado?

El joven se zafó de las manos deRatna, se enderezó el cuello ycuchicheó:

—Creo que me estoy muriendo.Tiene que darme sus píldoras.

—Escucha, ninguno de esos jóvenesva a curarse con nada de lo que yovendo. ¿No lo entiendes?

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Hubo un momento de silencio yluego el chico dijo:

—Pero usted estuvo en laConferencia de Sexología… El rótulo lodice…

Ratna alzó las manos al cielo.—Encontré ese cartel tirado en el

andén de la estación.—Pero Hakim Bhagwandas, de

Delhi…—¡Hakim… y una mierda! Son

píldoras blancas azucaradas que comproal por mayor en una farmacia deUmbrella Street, justo al lado de latienda de tu padre; mis hijas lasembotellan y les ponen la etiqueta encasa.

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Para demostrárselo, abrió la bolsade cuero, destapó una botella ydesparramó las píldoras por el suelo,como difundiendo una semilla por latierra.

—¡No sirven para nada! ¡No tengonada para ti, hijo!

El chico se sentó en el suelo, tomóuna de las píldoras y se la tragó. Se pusoa gatas, las recogió todas y empezó atragárselas frenéticamente, sinlimpiarles la tierra siquiera.

—¿Te has vuelto loco?Poniéndose de rodillas, Ratna lo

sacudió con fuerza y le repitió lapregunta una y otra vez.

Y entonces le vio los ojos. Ya no

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estaban como la última vez que loshabía observado. Ahora los teníaenrojecidos y lacrimosos, comohortalizas en escabeche.

Aflojó la presión con la que losujetaba por el hombro.

—Habrás de pagarme por mi ayuda.Yo no hago caridad.

Media hora más tarde, se bajaron deun autobús cerca de la estación deferrocarril. Caminaron por calles cadavez más estrechas y oscuras hasta llegara una tienda en cuyo toldo figuraba unacruz roja enorme. Se oía en el interioruna radio a todo volumen con unacanción de una película en canarés.

—Compra aquí algo y déjame

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tranquilo.Ratna hizo ademán de alejarse, pero

el chico lo agarró de la muñeca.—Espere. Dígame qué medicina

debo escoger antes de irse.Ratna caminaba deprisa hacia la

parada de autobús, pero oyó otra vez laspisadas a su espalda. Se dio mediavuelta; allí estaba el chico, cargado conunos frascos de color verde.

Arrepentido de haber aceptadollevarlo allí, Ratna apretó el paso.Todavía oyó detrás unas pisadasamortiguadas y desesperadas, como siestuviese persiguiéndolo un fantasma.

Aquella noche permaneció muchashoras despierto, dando vueltas en la

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cama y molestando a su mujer.Al otro día, al atardecer, fue en

autobús a Umbrella Street. Se apostóenfrente de la tienda de fuegosartificiales y aguardó con los brazoscruzados hasta que el chico lo vio.

Caminaron un rato en silencio yfueron a sentarse por fin en un banco,delante de un puesto de zumo de caña deazúcar. Mientras la máquina giraba,triturando caña, Ratna le dijo:

—Ve al hospital. Ellos te ayudarán.—No puedo. Me conocen. Se lo

dirían a mi padre.Ratna tuvo una visión de aquel

hombre descomunal, con sus mechonesde pelo blanco saliéndole por las orejas,

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sentado ante un arsenal de petardos ycohetes.

Al día siguiente, mientras plegaba lasilla y guardaba sus cosas en la bolsa,Ratna percibió una sombra a su lado.Rodeó el Dargah; pasó junto a la largacola de peregrinos que aguardaban pararezar frente a la tumba de Yusuf Ali;dejó atrás a los leprosos y al hombrecon una sola pierna que yacía sobre uncostado y movía de modo espasmódicola cadera, salmodiando: «¡Alá, Alaaá!¡Alá!».

Alzó la vista un instante hacia lacúpula blanca.

Bajó hasta el mar y la sombra losiguió. Apoyó un pie en el murete de

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piedra que discurría junto a la orilla. Elmar estaba picado; las olas iban aestrellarse contra el muro y la espumablanca se alzaba en el aire,desplegándose como la cola de un pavoreal surgido del agua. Ratna se volvió alfin.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Si noles vendo píldoras a los jóvenes, ¿cómome las arreglaré para casar a mis hijas?

El chico rehuía su mirada, tenía losojos fijos en el suelo y desplazaba supeso de un pie a otro con aire incómodo.

Subieron los dos al autobús número5 y siguieron todo el trayecto hasta elcentro de la ciudad, para bajarse cercadel cine Angel. El chico cargaba ahora

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con la silla de madera y Ratna buscó porla avenida hasta localizar un gran rótuloen el que aparecían un hombre y unamujer vestidos de novios:

CLÍNICA VIDA FELIZA CARGO DEL ESPECIALISTA:

DOCTOR M. V. KAMATHLICENCIADO EN MEDICINA Y

CIRUGÍA (MYSORE)DOCTOR EN MEDICINA

(ALLAHABAD)ESPECIALISTA CLÍNICO (MYSORE)DOCTOR EN CIRUGÍA (CALCUTA)TÉCNICO SANITARIO DIPLOMADO

(VARANASI)RESULTADOS GARANTIZADOS

—¿Ves todos esos títulos detrás del

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nombre? —le cuchicheó al chico—.Éste sí es médico de verdad. Él tesalvará.

En la sala de espera había mediadocena de hombres flacuchos ynerviosos, sentados en sillas negras, asícomo un matrimonio refugiado en unrincón. Tomaron asiento entre la parejay aquellos hombres solitarios. Ratnaobservó con curiosidad a estos últimos.Eran exactamente los mismos queacudían a escucharlo, sólo queenvejecidos y con aspecto más abatido;hombres que habían tratado de zafarsedurante años de su enfermedad venérea,que habían invertido en ello un frascotras otro de píldoras blancas sin obtener

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ningún resultado y que se hallaban ahoraen la última etapa de un largo camino dedesesperación: un camino que conducíadesde su puesto en el Dargah —pasandopor una larga ristra de vendedoresambulantes parecidos— hasta la clínicade aquel médico, donde habrían deconocer por fin la verdad.

Flacos y consumidos, iban entrandouno a uno en el consultorio del médico yla puerta se cerraba tras ellos. Ratnamiró a la pareja casada. «Al menoséstos no están solos en este suplicio —pensó—. Al menos ellos se tienen el unoal otro».

Entonces el hombre se levantó paraver al médico; la mujer permaneció

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sentada. Entró luego, cuando el hombreya había salido. «No son marido ymujer, claro —se dijo Ratna—. Cuandouno contrae esta dolencia, estaenfermedad sexual, se encuentracompletamente solo en el mundo».

—¿Y qué relación tiene usted con elpaciente? —le preguntó el médico.

Habían tomado asiento, por fin,frente a la mesa del consultorio. Detrásdel médico, un gráfico gigantescoclavado en la pared mostraba unasección del aparato urinario yreproductor masculino. Ratna lo observóun momento, maravillado ante la bellezadel dibujo, y respondió:

—Soy su tío.

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El médico le dijo al chico que sequitara la camisa, se sentó a su lado, lehizo sacar la lengua, examinó sus ojos yle aplicó el estetoscopio en el pecho,primero en un lado y luego en el otro.

«¡Mira que contraer semejanteenfermedad —pensó Ratna— en suprimera experiencia! ¿Qué tiene eso dejusto?».

Tras examinarle los genitales aljoven, el médico se acercó a unlavamanos con un espejo encima; tiródel cordón y el fluorescente que habíasobre el espejo se encendióparpadeando.

Dejó correr el agua, hizo gárgaras,escupió y luego apagó la luz. Todavía

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limpió un lado del lavamanos, bajó unpoco la persiana de la ventana,inspeccionó su papelera verde.

Cuando ya no le quedaba nada másque hacer, regresó a su escritorio, semiró los pies y respiró hondo variasveces.

—Sus riñones están destrozados.—¿Destrozados?—Destrozados —dijo el médico.Se volvió hacia el joven, que

temblaba en su asiento.—¿Tienes gustos antinaturales?El chico se tapó la cara con las

manos. Ratna respondió por él.—Mire, lo contrajo con una

prostituta, lo cual no es ningún pecado.

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No es un tipo anormal. Simplemente, nosabía lo bastante del mundo en quevivimos.

El doctor asintió. Se volvió hacia eldiagrama que tenía a su espalda y señalólos riñones con un dedo.

—Destrozados.Al día siguiente, a las seis de la

mañana, fueron a la terminal los dosjuntos para tomar el autobús a Manipal.Ratna se había enterado de que había unmédico en el Medical Collegeespecializado en los riñones. Un hombrecon sarong azul, sentado en un banco,les dijo que el autobús a Manipal ibasiempre retrasado; tal vez quinceminutos o media hora, tal vez más.

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—Todo se viene abajo en este paísdesde que mataron a tiros a la señoraGandhi —dijo el hombre, pateando elsuelo—. Los autobuses van con retraso.Los trenes van con retraso. Todo se caea pedazos. Tendremos que devolverlesel país a los británicos, o a los rusos, oa algún otro, se lo aseguro. No estamoshechos para dirigir nuestro propiodestino, se lo digo yo.

Ratna le dijo al chico que esperasejunto a la parada y regresó con uncucurucho de cacahuetes de veintepaisas. «¿No has desayunado, verdad?»,le dijo. Pero él le recordó que el médicole había advertido que no comiera nadacondimentado, porque le irritaría aún

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más el pene. Así que Ratna volvió alpuesto donde los había comprado y selos cambió por otros sin sal. Mascaroncacahuetes un rato, hasta que el chicocorrió de repente hacia un rincón yvomitó. Ratna se puso a su lado y le diopalmaditas en la espalda mientras elchico daba una arcada tras otra. Elhombre del sarong azul lo observabatodo como relamiéndose; luego seacercó y le cuchicheó a Ratna:

—¿Qué tiene el muchacho? ¿Esgrave, no?

—Qué tontería, no. Es sólo la gripe.El autobús llegó a la terminal una

hora tarde.También llevaba retraso a la vuelta.

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Tuvieron que ir de pie más de una horaen el pasillo abarrotado, hasta que sevaciaron dos asientos justo a su lado.Ratna se deslizó en el asiento de laventanilla y le indicó al chico que sesentara en el otro.

—Con lo lleno que está, la verdades que hemos tenido suerte —dijo Ratnasonriendo.

Con suavidad, se soltó de la manodel chico. Éste pareció captar la señal;asintió, sacó la cartera y le fue tirandoen el regazo, uno tras otro, billetes decinco rupias.

—¿Esto qué es?—Usted dijo que quería algo a

cambio por ayudarme.

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Ratna le metió los billetes en elbolsillo de la camisa.

—A mí no me hables así, muchacho.Yo te he ayudado hasta ahora, ¿y qué hesacado de todo esto? Ha sido algodesinteresado de mi parte, no lo olvides.Nosotros no somos parientes ni tenemosla misma sangre.

El otro no dijo nada.—Escucha, no puedo seguir yendo

contigo de médico en médico. Tengo quecasar a mis hijas y aún no sé de dóndevoy a sacar la dote…

El chico se volvió hacia él y,pegándole la cara en el hombro, rompióa sollozar. Frotaba los labios contra susclavículas y empezó a chupárselas. Los

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pasajeros los miraban y Ratna estabademasiado desconcertado parareaccionar.

Pasó una hora más antes de queapareciera en el horizonte la silueta delfuerte. Se bajaron los dos juntos.Mientras el chico se sonaba la nariz y selimpiaba las flemas con los dedos,Ratna esperó en la cuneta. Contempló elrectángulo oscuro del fuerte con unasensación desesperada. ¿Cómo se habíadecidido —y quién, y cuándo, y por qué— que Ratnakara Shetty tenía el deberde ayudar al hijo del vendedor depetardos a combatir su enfermedad?Momentáneamente, contra la moleoscura del fuerte, tuvo la visión de una

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cúpula blanca y de una multitud delisiados cantando a coro. Se puso unbeedi en los labios, encendió una cerillae inhaló el humo.

—Vamos —le dijo al chico—. Hayun largo camino hasta mi casa.

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Sexto día (noche): Bajpe

Bajpe, el último trecho de bosque deKittur, fue catalogado por los padresfundadores como uno de los «pulmones»de la ciudad y, por este motivo, quedóprotegido durante treinta años de lacodicia de los promotoresinmobiliarios. El gran bosque de Bajpese extendía desde Kittur hasta las costasdel mar de Arabia y lindaba por el ladode la ciudad con la Escuela HindúGanapati para chicos y con el pequeñotemplo adyacente de Ganesha. Junto altemplo discurría Bishop Street, la únicazona del barrio donde se había

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permitido construir. Más allá de lacalle, había un gran terreno baldío y acontinuación empezaba la oscuraaglomeración de árboles. Cuando loshabitantes del centro de la ciudadvisitaban a sus parientes de BishopStreet, solían encontrárselos en susterrazas o balcones, disfrutando de labrisa fresca que soplaba al atardecerdesde el bosque. Los invitados y susanfitriones veían garzas, águilas ypájaros martín pescador sobrevolandode aquí para allá las copas de losárboles, como ideas circulando en tornoa un inmenso cerebro. El sol, que ya sehabía ocultado detrás del bosque,iluminaba de naranja y ocre los

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intersticios de la espesura como siatisbara a hurtadillas entre los árboles, ylos espectadores tenían la vívidaimpresión de que ellos, a su vez, eranobservados también. En tales momentos,los invitados del centro de la ciudadsolían decir que los habitantes de Bajpeeran los más afortunados de la Tierra.Al mismo tiempo, se daba por supuestoque si alguien construía su casa enBishop Street era porque tenía algúnmotivo para querer vivir tan lejos de lacivilización.

Giridhar Rao y Kamini, la pareja sinhijos de Bishop Street, constituían uno

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de los tesoros ocultos de Kittur, segúntodos sus amigos. ¿No eran unamaravilla?, decían. En la parte másalejada de Bajpe, en el lindero mismodel bosque, aquella pareja estérilmantenía vivo un arte en vías deextinción: el de la hospitalidad brahmán.

Era jueves por la noche y unoscuantos miembros del círculo íntimo delos Rao se dirigían, entre el lodo y lanieve medio derretida de Bishop Street,a su velada semanal. Encabezaba elgrupo, caminando a grandes pasos, elseñor Anantha Murthy, el filósofo.Detrás iba la señora Shirthadi, la esposadel director de la Compañía de Segurosde Vida de la India. Luego la señora Pai,

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el señor Bhat y, finalmente, la señoraAithal, siempre la última en bajarse desu Ambassador verde.

La casa de los Rao quedaba al finalde la calle, a unos metros de los árboles.Y por hallarse tan cerca del bosque,tenía todo el aspecto de un fugitivo delmundo civilizado, dispuesto adesaparecer en la espesura en cualquiermomento.

—¿Lo han oído?El señor Anantha Murthy se dio

media vuelta y, alzando las cejas, sellevó una mano al oído.

Soplaba un viento fresco procedentedel bosque. El grupo de «íntimos» hizoun alto, tratando de escuchar.

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—¡Creo que hay un pájarocarpintero entre los árboles!

Una voz irritada bramó desde arriba:—¿Por qué no suben primero y

escuchamos luego al pájaro carpintero?¡La comida ha requerido muchospreparativos y ya está empezando aenfriarse!

Era el señor Rao, asomado al balcónde su casa.

—Bueno, bueno —rezongó AnanthaMurthy, sorteando con cuidado loscharcos embarrados—. Pero no se oyetodos los días un pájaro carpintero. —Se volvió hacia la señora Shirthadi—.Tenemos tendencia a olvidar todas lascosas importantes cuando vivimos en

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ciudades, ¿no cree, señora?Ella respondió con un gruñido.

Estaba procurando no mancharse delodo el sari.

El filósofo entró en el portal,seguido de los demás «íntimos». Cuandoterminaron de limpiarse los zapatos ylas sandalias en el felpudo de fibra decoco, se encontraron a la vieja SharadhaBhatt, que los escrutaba con los ojosentornados. Ella era la dueña de la casa.Viuda y con un solo hijo que vivía enBombay, tenía un lejano parentesco conlos Rao. Se suponía que si éstos sehabían quedado a vivir en el exiguoapartamento de arriba, tan alejado delcentro de la ciudad, había sido en parte

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para cuidar de la señora Bhatt. Un halode profunda religiosidad rodeaba a lavieja dama. La voz monótona de M. S.Subbalakshmi cantando el Suprabhatamsonaba en un pequeño magnetófononegro que había en la habitación.Sentada con las piernas flexionadassobre una cama de madera, la mujer segolpeaba los muslos alternativamentecon la palma y el dorso de la manoizquierda, siguiendo el ritmo de lamúsica sagrada.

Algunos de los visitantes recordabana su marido, un célebre profesor demúsica carnática que había actuado enAll India Radio, y le presentaron susrespetos inclinando educadamente la

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cabeza.Cumplidas sus obligaciones con la

anciana, se apresuraron a subir por lasamplias escaleras al alojamiento de losRao. La pareja ocupaba un espaciotremendamente pequeño. La mitad delapartamento consistía en una sencillasala de estar, atestada de sillas y sofás.Había un sitial en un rincón, apoyadocontra la pared, cuyo mástil se habíadeslizado hasta formar un ángulo de 45grados.

—¡Ah! ¡Nuestros «íntimos» denuevo!

Giridhar Rao tenía un aire pulcro,modesto y sin pretensiones. Podíasdeducir a simple vista que trabajaba en

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un banco. Desde que lo habíantrasladado desde Udupi, su pueblo natal,llevaba casi una década ocupando elpuesto de subdirector en la sucursal delCorporation Bank que había en el Pozode Agua Fresca. (Los «íntimos» sabíanque el señor Rao podría haber llegadomucho más alto si no se hubiera negadorepetidamente a que lo trasladaran aBombay). Tenía el pelo ondulado,aunque se lo alisaba con aceite de cocoy se hacía la raya al lado. Lucía unosgrandes bigotes —la única anomalía desu recatada apariencia— con las puntaspulcramente curvadas hacia arriba.Llevaba una camisa de manga corta y lacamiseta se le dibujaba bajo la seda

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oscura como un esqueleto visto a rayosX.

—¿Cómo está usted, Kamini? —dijoAnantha Murthy mirando hacia lacocina.

Los muebles de la sala de estarconstituían una mezcla abigarrada: unossillones metálicos verdes que habíandesechado en el banco, un viejo sofá convarios rotos y tres sillas de mimbredeshilachado. Los «íntimos» seacomodaron en sus asientos favoritos yla conversación arrancó de modotitubeante. Tal vez percibían, una vezmás, que constituían una galería depersonajes tan variopinta como elmobiliario. No había vínculos familiares

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entre ellos. De día, Anantha Murthytrabajaba como auditor de cuentas paralos ricos de Kittur; de noche, seconvertía en un filósofo comprometidode la escuela Advaita. Había encontradoen el señor Rao a un oyente biendispuesto (aunque más bien silencioso)de sus teorías sobra la vida hindú y deahí que hubiera entrado a formar partedel círculo. La señora Shirthadi, quenormalmente iba sin su marido, siempredemasiado ocupado, se había educadoen Madrás y había adoptado muchospuntos de vista «liberales». Su inglésera impecable; resultaba una maravillaescucharlo. El señor Rao le habíapedido unos años atrás que diera una

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charla sobre Dickens en el banco. Laseñora Aithal y su marido habíanconocido a Kamini en un concierto deviolín celebrado el pasado mes demayo. Las dos procedían de Vizag.

Los «íntimos» sabían que los Raolos habían escogido por su distinción,por su refinamiento. Eran conscientes deque asumían cierta responsabilidad alingresar en aquel altillo diminuto yexclusivo. Ciertos temas eran tabú.Dentro del amplio círculo de temasaceptables —noticias internacionales,filosofía, política bancaria, la incesanteexpansión de Kittur, las lluvias del añoen curso—, los «íntimos» habíanaprendido a divagar con toda libertad.

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La brisa del bosque entraba por unbalcón y un aparato de radio colocadoen precario equilibrio en el borde delantepecho emitía el parloteo constantedel servicio nocturno de noticias de laBBC.

La aparición tardía de la señoraKarwar, que enseñaba literaturavictoriana en la universidad, sumió elapartamento en el caos. Su hija Lalitha,una vivaz criatura de cinco años, subiólas escaleras dando alaridos.

—Mira, Kamini —gritó el señorRao hacia la cocina—, ¡la señoraKarwar ha conseguido pasar decontrabando a tu amor secreto!

Kamini se apresuró a salir de la

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cocina. De tez clara y buena figura, laseñora Rao era casi una belleza. (Teníala frente abombada y el pelo algo ralopor delante). Era famosa por sus ojos«achinados»: dos estrechas ranurasmedio entornadas bajo la curva de unospárpados pesados: como dos capullosde loto prematuramente abiertos. El pelo—por algo tenía fama de mujer«moderna»— lo llevaba corto, al estilooccidental. Las mujeres admiraban suscaderas, que, al no haberse ensanchadopor la maternidad, todavía ostentabanuna silueta adolescente.

Kamini corrió hacia Lalitha, la alzóen brazos y la besó varias veces.

—Mira, vamos a esperar a que mi

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marido se dé la vuelta y entoncessubiremos a mi ciclomotor y nosfugaremos, ¿sí? Dejaremos a ese hombremalvado y huiremos a la casa de mihermana en Bombay, ¿de acuerdo?

Giridhar Rao puso los brazos enjarras y le lanzó una mirada feroz a laniña, que no paraba de reír.

—¿Estás planeando robarme a miesposa? ¿De verdad eres su «amorsecreto»?

—Tú sigue escuchando la BBC —leespetó Kamini, llevándose a Lalitha dela mano hacia la cocina.

Los «íntimos» advertían con quéplacer se entregaba el matrimonio aaquella pantomima. A los Rao,

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ciertamente, no les faltaba destreza paramantener divertido a un niño.

Las voces de la BBC seguíansonando afuera: una ensalada depalabras a la que recurrían los«íntimos» cuando la conversacióndecaía. El señor Anantha Murthy rompióun largo silencio afirmando que lasituación en Afganistán se estabadescontrolando. El día menos pensadolos soviéticos aparecerían en masa en lafrontera de Cachemira con sus banderasrojas. Entonces el país se arrepentiría dehaber despreciado en 1948 la ocasiónde aliarse con los norteamericanos.

—¿No le parece, señor Rao?Su anfitrión nunca tenía nada que

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añadir, salvo una sonrisa amistosa. Peroal señor Murthy no le importaba.Admitía que Rao era un «hombre depocas palabras», pero lo considerabaigualmente un tipo «profundo». Siempreque quisieras comprobar algún pequeñodetalle de la historia mundial —como,por ejemplo, quién fue el presidentenorteamericano que lanzó la bomba deHiroshima (no Roosevelt, sino elhombrecillo de las gafas redondas)—podías recurrir a Giridhar Rao. Lo sabíatodo, pero no decía nada. Ese tipo depersona.

—¿Cómo consigue mantener lacalma, señor Rao, pese a todo el caos ylas matanzas que la BBC le cuenta

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continuamente? ¿Cuál es su secreto? —le preguntó la señora Shirthadi, comohabía hecho ya otras veces.

El subdirector del banco sonrió.—Cuando me hace falta

tranquilidad, señora, me voy a mi playaprivada.

—¿No será usted un millonariosecreto? —dijo ella—. ¿Qué playaprivada es esa de la que siempre habla?

—Oh, nada. —Señaló a lo lejos—.Sólo un pequeño lago rodeado de grava.Un paraje muy relajante.

—¿Y cómo es que no nos haninvitado a ese lugar? —dijo el señorMurthy.

Todos tomaron asiento. La señora

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Rao entró triunfalmente en la salallevando una bandeja de plástico demúltiples compartimentos con losprimeros manjares de la noche: nuecessecas (que parecían cerebrosdiminutos), higos jugosos, pasassultanas, almendras picadas, rodajas depiña desecada…

Antes de que los invitados sehubieran recuperado del primer asalto,se anunció el siguiente:

—¡La cena está servida!Entraron en el comedor: la otra

habitación de todo el apartamento(comunicada con una cocinita habilitadaen un rincón). En el centro, había unacama enorme cubierta de almohadones.

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No podías simular que no veías aquellecho conyugal. Estaba expuesto allí enmedio con todo descaro. Había unamesa pequeña pegada a la cama y tresde los invitados se sentaron sobre ellatitubeando. Su desconcierto se disipócasi de inmediato. La informalidad desus anfitriones y la mullida consistenciade la colcha y los almohadones lespermitió relajarse y sentirse a susanchas. Entonces empezó a desfilar lacena desde la cocina de Kamini. Losplatos de sopa de tomate, idli y dosassalían uno tras otro de aquella fábrica deexquisiteces culinarias.

—Este tipo de platos dejaríanboquiabiertos incluso a los sibaritas de

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Bombay —dijo el señor AnanthaMurthy, cuando llegó a la mesa el platoprincipal: mullidos rotis del norte de laIndia, rellenos de chile en polvo.

Kamini le dirigió una sonrisaradiante, pero protestó. Estabatotalmente equivocado; ella teníamuchos defectos. Como cocinera y comoama de casa.

Al levantarse, los invitadosadvirtieron que habían dejado con sutrasero unas marcas anchas y profundasen la cama, como las huellas de unelefante en el lodo. Giridhar Raodesestimó sus disculpas con un gesto:

—Nuestros invitados son diosespara nosotros: no hacen nada mal. Ésta

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es la filosofía de esta casa.Pasaron a lavarse al baño, uno tras

otro (el agua salía de un tubo de gomaverde retorcido en un bucle alrededordel grifo). Luego regresaron a la sala deestar para disfrutar del momento cumbrede la cena: el kheer de almendras.

Kamini trajo aquel postre en unosvasos enormes. El batido, que se servíafrío o caliente, según las preferencias decada invitado, estaba tan lleno dealmendras que los invitados se quejabande que tendrían que «masticarlo»… Almirar sus vasos de cerca, se quedarontodavía más maravillados: entre lasalmendras flotaban hebras relucientes deauténtico azafrán.

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Abandonaron el apartamento ensilencio, procurando no perturbar elsueño de Sharadha Bhatt, tal como leshabía pedido el señor Rao. (La viejadama se revolvió nerviosa en su lechocuando salieron; el zumbido de lamúsica religiosa seguía sonando ensegundo plano).

—¡Vuelvan la semana que viene! —les había dicho el señor Rao desde laterraza—. ¡Es la semana del SatyaNarayana Pooja! Yo me encargaré deque Kamini se esmere un poco más conla cocina, ¡no como esta noche tandesastrosa! ¿Lo has oído, Kamini? —había gritado volviéndose hacia elinterior—. ¡Será mejor que te salga bien

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la comida la próxima vez, o te ganarásel divorcio!

Se había oído una risa y un gritoagudo en el interior.

—¡Serás tú el que se gane eldivorcio como no te calles!

En cuanto estuvieron a distanciaprudencial, los «íntimos» empezaron acotorrear.

¡Menuda pareja! ¡El marido y lamujer venían a ser la noche y el día! Élera «insulso»; ella, «salerosa». Él era«conservador»; ella, «moderna». Ellaera «rápida»; él, «profundo».

Mientras caminaban con cuidado porla calle embarrada, se pusieron a hablardel tema prohibido con toda la

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excitación y el entusiasmo de quienes loabordaban por primera vez.

—Es evidente —comentó una de lasmujeres, la señora Aithal o la señoraShirthadi—: La culpa es de Kamini. Ellase negó a someterse a la «operación».No es de extrañar que esté atormentadapor la culpa. ¿No ven cómo se lanzasobre cualquier niño con una explosiónde cariño maternal frustrado? ¿No vencómo los cubre de besos, de zalameríasy golosinas? ¿Qué otra cosa significaeso, sino sentimiento de culpa?

—¿Y por qué se negó a someterse ala operación? —preguntó AnanthaMurthy.

Pura obstinación. Las mujeres

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estaban convencidas de ello. Kamini,sencillamente, se negaba a admitir quela culpa fuera suya. Su testarudezprocedía en parte de sus orígenesprivilegiados, sin duda. Era la menor decuatro hermanas, todas de tez claracomo la leche; las hijas mimadas de uncélebre cirujano ocular de Shimoga. ¡Noera difícil figurarse cómo debíanhaberla consentido desde niña! Las otrashermanas se habían casado muy bien —un abogado, un arquitecto y un cirujano— y vivían todas en Bombay. GiridharRao era el más modesto de los cuñados.Kamini no era, de eso podían estarseguros, el tipo de mujer capaz deperdonárselo. ¿No habían visto con qué

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aire desafiante se paseaba por la ciudadcon su ciclomotor Honda, como si ellafuera el dueño y señor de su hogar?

Anantha Murthy planteó diversasobjeciones. ¿Por qué se mostraban lasmujeres tan suspicaces con el estilo«deportivo» de Kamini? ¡Mira que erararo encontrar a una mujerlibrepensadora como ella! La culpa eradel marido, no cabía duda. ¿No habíanvisto cómo rechazaba un ascenso trasotro, sólo porque ello implicaría sutraslado a Bombay? ¿Eso no les decíanada? Era un hombre apático.

—Si al menos mostrara, no sé…,algo más de «iniciativa»…, la falta dehijos podría resolverse fácilmente —

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dijo el señor Murthy, meneando sumonda cabeza con aire filosófico.

Incluso afirmó que le había dado alseñor Rao el nombre de varios médicosde Bombay que podían solventar su faltade «iniciativa».

La señora Aithal saltó indignada. ¡Elseñor Rao tenía «agallas» de sobra!¿Acaso no lucía un tupido vello facial?¿No iba cada mañana al banco montadoen una Yamaha roja, inequívocamentemasculina?

Las mujeres disfrutaban idealizandoal señor Rao. La señora Shirthadi logróirritar a Anantha Murthy sugiriendo queel modesto subdirector de banco erasecretamente «un filósofo». Una vez lo

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había sorprendido leyendo la columnade «asuntos religiosos» de la últimapágina de The Hindu. Él parecióavergonzarse y eludió sus preguntas conchistes y juegos de palabras. Pero, aunasí, ella se había llevado la impresiónde que detrás de todas esas bromashabía un temperamento innegablemente«filosófico».

—¿Cómo puede explicarse, si no,que esté siempre tan tranquilo, a pesarde no tener hijos? —dijo la señoraAithal.

—Algún secreto tiene, estoy seguro—sugirió el señor Murthy.

La señora Karwar tosió.—A veces me temo que ella esté

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pensando en divorciarse de él —dijo, ytodos adoptaron un aire preocupado. Laesposa, sin la menor duda, era lobastante «moderna» como para intentaruna cosa semejante…

Ya habían llegado a los coches, sinembargo, y el grupo se dispersó deinmediato. Subieron a sus respectivosvehículos y se alejaron uno tras otro.

Esa misma semana, los Rao fueronvistos mientras rodeaban la rotonda delPozo de Agua Fresca en la Yamaha roja.Kamini iba sentada detrás, abrazandoestrechamente a su marido, y a losobservadores les sorprendió ver que losdos parecían en aquel momento unapareja de verdad.

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Al otro jueves, cuando los «íntimos»volvieron a la residencia de los Rao, seencontraron con que acudía a abrirles lapuerta Sharadha Bhatt en persona. Lavieja dama llevaba el pelo desaliñado yles lanzó una mirada hosca.

—Tiene problemas con su hijoJimmy, el arquitecto que vive enBombay —les susurró Kamini, mientraslos acompañaba por la escalera—. Leha preguntado otra vez si podría irse avivir con él, pero su esposa no quiere.

Como aquella noche se anunciabauna comida extraordinaria, el señorShirthadi había hecho una de sus rarasapariciones en compañía de su esposa.Y al oír aquella confidencia se puso a

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perorar enérgicamente contra laingratitud de los hijos actuales y afirmóque a veces deseaba no haber tenidoninguno. La señora Shirthadi lo escuchónerviosa. Su marido casi acababa decruzar la frontera de los asuntosintocables.

En ese momento llegó la señoraKarwar con Lalitha y se repitieron losgritos y las zalamerías de siempre entreKamini y su «amor secreto».

Después del sorbete, AnanthaMurthy le pidió al señor Rao que leconfirmase un rumor: ¿era cierto quehabía rechazado otra oferta para que lodestinaran a Bombay?

El señor Rao asintió.

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—¿Por qué no quiere aceptar,Giridhar Rao? —preguntó la señoraShirthadi—. ¿No quiere ascender en elbanco?

—Ya estoy contento aquí, señora —le respondió—. Tengo mi playa privada,mis veladas con la BBC… ¿Qué máspodría uno desear?

—Es usted un perfecto hindú,Giridhar —le dijo el señor Murthy, queempezaba a aguardar la cena conimpaciencia—, lo cual equivale a decirque está satisfecho casi por completocon su destino en la Tierra.

—¿Seguirías tan contento si mefugara con Lalitha? —gritó Kaminidesde la cocina.

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—Querida, cuando te fugues mesentiré del todo satisfecho —le espetósu marido.

Ella soltó un alarido, fingiendoindignación, y los «íntimos» estallaronen aplausos.

—Bueno, y ¿qué hay de esa playaprivada de la que no para de hablar,señor Rao? ¿Cuándo vamos aconocerla? —preguntó la señoraShirthadi.

Antes de que pudiera responder,Kamini salió corriendo de la cocina y seasomó por la barandilla de la escalera.

Se oyó una respiración jadeante yapareció el rostro de Sharadha Bhatt,que iba subiendo los escalones de uno

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en uno.—¿La ayudo a subir? —dijo Kamini

—. ¿Necesita algo?La anciana meneó la cabeza. Casi

sin aliento, subió los últimos peldaños yse derrumbó en la silla más cercana.

La conversación se interrumpió. Erala primera vez que aquella mujer sesumaba a la cena semanal.

Al cabo de unos minutos, sinembargo, los comensales sedesentendieron de ella.

Anantha Murthy dio unos aplausoscuando Kamini reapareció con labandeja de aperitivos.

—¿Y qué es eso que me dicen deque se ha puesto a practicar la natación?

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—¿Qué pasa? —replicó ella con unamano en la cintura—. ¿Qué tiene demalo?

—Espero que no vaya a lucir unbikini, al estilo occidental.

—¿Por qué no? Si lo hacen enEstados Unidos, ¿por qué no podemosnosotros? ¿O vamos a ser menos queellos?

Lalitha empezó a reírse como unaloca cuando Kamini anunció que teníapensado comprar unos trajes de bañoescandalosos para ella y para la niña.

—Y si a Giridhar Rao no le gusta,nos fugaremos las dos y viviremosjuntas en Bombay, ¿verdad?

Giridhar Rao miró nervioso a la

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anciana, que tenía la vista fija en elsuelo.

—¿No la estará molestando todaesta charla «moderna», verdad, señoraSharadha?

La vieja dama respirabaruidosamente. Flexionó los dedos de lospies y se los miró.

Anantha Murthy aventuró unacomparación entre el barfi que Kaminihabía puesto en el aperitivo y el queservían en el mejor café de Bombay.

Entonces la anciana habló con vozronca:

—Está recogido en la Escrituras…—Hizo una pausa prolongada. Lahabitación quedó en completo silencio

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—. Que un hombre…, un hombre sinhijos no puede aspirar a cruzar laspuertas del Cielo. —Resopló—. Y si unhombre no entra en el Cielo, tampocopuede entrar su esposa. Pero aquí estáisvosotros hablando de bikinis y otrasnaderías, ¡y retozando con personas«modernas» en lugar de rezarle a Diospara que perdone vuestros pecados!

Jadeó ruidosamente un momento;luego se puso de pie y bajó renqueandolas escaleras.

Cuando los «íntimos» se marchaban—la velada fue más breve que deordinario—, encontraron a la vieja damaen el exterior de la casa. Estaba sentadasobre una maleta rebosante de vestidos y

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vociferaba hacia los árboles.—¡Yama Deva, ven a buscarme!

Ahora que mi hijo se ha olvidado de sumadre, ¿qué me queda para seguirviviendo?

Mientras invocaba así al Señor de laMuerte, se golpeaba la frente con lospuños, haciendo tintinear sus pulseras.

Cuando notó en el hombro la manode Giridhar Rao, la anciana se deshizoen lágrimas.

Los «íntimos» vieron que él lesindicaba con un gesto que se marcharan.La mujer había agotado ya todos susrecursos histriónicos. Hundió la cabezaen el pecho de Kamini y se puso asollozar convulsivamente.

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—Perdóname, madrecita… Losdioses nos han dado a cada una nuestropropio castigo. A ti te dieron un útero depiedra; a mí, un hijo con un corazón dehielo en el pecho.

Después de meterla en la cama entrelos dos, el señor Rao dejó que su esposasubiera primero las escaleras. Cuandose reunió con ella, estaba tendida en lacama, dándole la espalda.

Salió al balcón y apagó la radio.Kamini no dijo nada mientras recogía sucasco y bajaba de nuevo. La patada conla que arrancó la moto rasgó el silenciode Bishop Street.

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Al cabo de unos minutos ya rodaba porla carretera que cruzaba el bosque haciael mar. A ambos lados de la moto,lanzada a toda velocidad, se erizabancontra el cielo azul oscuro las siluetasapretadas de los cocoteros. La luna,suspendida a escasa altura sobre losárboles, parecía que hubiera sidopartida con un hacha. Despojada delborde superior derecho, brillaba en elcielo como una ilustración escolar de laidea de «dos tercios». Al cabo dequince minutos, la Yamaha salióbruscamente de la carretera y se internórugiendo por una pista embarrada de

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guijarros. Luego el motor enmudeció.Allí, en mitad del bosque, se abría

un pequeño lago: un reducido círculo deagua. Giridhar Rao se bajó de la moto ydejó el casco en el asiento. Lospescadores habían despejado la orillaalrededor del lago, que al otro ladotambién estaba rodeado de cocoteros. Aaquella hora debían haber dejado redespor todas partes, pero no se veía unalma. Una garza que caminaba por elagua poco profunda de la orilla era elúnico ser vivo a la vista. Giridhar sehabía tropezado con el lago años atrás,mientras recorría el bosque de noche.No comprendía cómo no iba nadie porallí; pero las ciudades pequeñas son así:

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abundan en tesoros ocultos. Caminójunto al lago unos minutos y luego sesentó en una roca.

La brillante superficie del agua,atravesada por negras ondulaciones,parecía formada por una serie de capasde cristal líquido encabalgadas unassobre otras.

La garza agitó sus alas y echó avolar. Ahora estaba solo. Se puso atararear una melodía de su época desoltero en Bangalore. Un enormebostezo expandió su rostro. Alzó lavista. Entre los jirones de una nube grisasomaban tres estrellas; junto con losdos tercios de luna, componían uncuadrilátero. El señor Rao admiró la

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estructura del cielo nocturno. Lecomplacía pensar que los elementos queconforman nuestro mundo no estabandispuestos al azar. Había algo detrás: unorden.

Bostezó otra vez y se acomodó sobrela roca, y estiró las piernas. Su paz sehabía truncado. Había empezado alloviznar. No estaba seguro de si habíaatrancado las ventanas junto a la cama;la lluvia quizá le salpicase en la cara asu esposa.

Dejando atrás su playa privada,corrió hacia la moto, se puso el casco yarrancó.

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Una mañana de 1987 toda Bishop Streetse despertó con el sordo chasquido delas hachas que golpeaban los troncos delos árboles. Al cabo de unos días,zumbaban también sierras mecánicas ylas excavadoras arrancaban enormesporciones de tierra negra. Ése fue elfinal del gran bosque de Bajpe. Lo queveían en su lugar los residentes deBishop Street era un socavón gigantescolleno de grúas y camiones, e infestadopor un ejército de obreros inmigrantesdespechugados que cargaban sobre lacabeza montones de ladrillos y sacos decemento, como hormigas que arrastraran

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granos de arroz. Un cartel descomunalen canarés e hindi proclamaba que aquéliba a ser el emplazamiento del «Estadiode deportes Sardar Patel. El Hombre deHierro de la India. Un sueño hechorealidad para Kittur». El estruendo eraincesante; el polvo ascendía del socavónen espiral como el vapor de un géiser.Los no residentes que visitaban Bajpede nuevo tenían la impresión de que latemperatura del barrio había ascendidoseis grados.

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Séptimo día: Salt MarketVillage

Si uno necesita un criado en el quepoder confiar, un cocinero que no robeel azúcar o un chófer que no beba, ha debuscarlo en Salt Market Village. Aunqueforme parte del municipio de Kitturdesde 1988, Salt Market sigue siendobásicamente rural y mucho más pobreque el resto de la ciudad.

Si se encuentra de visita en abril omayo, no debe perderse la fiesta localconocida como «la caza de ratas»: unritual nocturno durante el cual lasmujeres del suburbio desfilan por los

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campos de arroz portando antorchas enuna mano mientras con la otra aporreanla tierra con palos de hockey o bates decríquet, gritando con todas sus fuerzas.Las ratas, las mangostas y lasmusarañas, aterrorizadas por talalboroto, huyen despavoridas y terminanacorraladas en el centro del campo,donde las mujeres las matan a palos.

La única atracción turística de SaltMarket Village es un templo jainistaabandonado en donde los poetasHarihara y Raghuveera escribieron lasprimeras epopeyas en canarés. En 1990,la Iglesia Mormona de Utah, EstadosUnidos, adquirió una parte del templojainista y la convirtió en una oficina

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para sus evangelistas.

• • •

Mientras aguardaba en la despensa aque hirviera el té, Murali dio un paso ala derecha y echó una mirada furtiva porel vano de la puerta.

El camarada Thimma, sentado bajoun cartel enmarcado del Soviet, habíaempezado a interrogar a la vieja.

—¿Comprende con exactitud lanaturaleza de las diferencias doctrinalesentre el Partido Comunista de la India,el Partido Comunista de la India(Marxista) y el Partido Comunista de la

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India (Marxista-Maoísta)?«Por supuesto que no», pensó

Murali, que retrocedió hacia el interiorde la despensa y apagó el hervidor delagua.

Nadie en este mundo la comprendía.Metió la mano en una lata llena de

galletas de azúcar. Un momento mástarde, salió a la zona de recepción conuna bandeja en la que había tres tazas deté y tres galletas.

El camarada Thimma estaba mirandola pared de enfrente, donde había unaventana enrejada. La luz del atardecer lailuminaba y arrojaba en el suelo unamancha reluciente, que parecía la colade un ave incandescente que se hubiera

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encaramado en la reja.La actitud del camarada daba a

entender claramente que, dada sucompleta ignorancia doctrinal, aquellavieja no merecía recibir la asistenciadel Partido Comunista de la India(Marxista-Maoísta), sección de Kittur.

Ella tenía un aspecto frágil ydemacrado; era la esposa de un granjeroque se había ahorcado hacía dossemanas del techo de su casa.

Murali colocó la primera tazadelante del camarada Thimma, que laalzó y dio un sorbo de té. Eso mejoró suhumor.

Contemplando otra vez la reja querelucía en lo alto, el camarada dijo:

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—Tendré que hablarle de nuestra«dialéctica»; si la encuentra aceptable,entonces podemos hablar de ayudas.

La esposa del granjero asintió, comosi la palabra «dialéctica», en inglés,tuviera un sentido diáfano para ella.

Sin quitar los ojos de la ventana, elcamarada mordisqueó una de lasgalletas de azúcar; las migas le caíanpor la barbilla y Murali, después detenderle una taza a la vieja, volvió aacercarse a él y limpió las migas con losdedos.

El camarada tenía ojos pequeños ycentelleantes, y una tendencia instintivaa fijar la mirada en lo alto mientrasdesgranaba sus sabias palabras, cosa

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que hacía siempre con una pasióncontenida. Eso le daba todo el aire de unprofeta. Murali, como suele suceder conlos secuaces de los profetas, era unespécimen superior desde el punto devista físico. Era más alto y máscorpulento, y tenía una frente másdespejada llena de arrugas y una amablesonrisa.

—Dale a la señora nuestro folletosobre «dialéctica» —dijo el camaradasin apartar la vista de la ventanaenrejada.

Murali asintió y se dirigióresueltamente hacia uno de los armarios.La zona de recepción del PartidoComunista de la India (Marxista-

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Maoísta) estaba amueblada con unavieja mesa manchada de té, unos cuantosarmarios decrépitos y un escritorio parael secretario general, detrás del cualhabía un póster gigante de los primerosdías de la Revolución Soviética dondeaparecía un grupo de héroes proletariossubiendo una escalera hacia el cielo.Los obreros esgrimían mazos yalmádenas y, al fondo, varios diosesorientales se encogían atemorizados antesu avance. Tras rebuscar en dosarmarios, Murali encontró un panfletocon una gran estrella roja en la portada.Lo limpió con el faldón de la camisa yse lo llevó a la vieja.

—Ella no sabe leer.

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Quien había hablado quedamente erala hija de la mujer, que permanecíasentada a su lado, sujetando en la manoizquierda su taza de té con la galletaintacta en el platito. Tras un instante devacilación, Murali le tendió el folleto aella. Sin dejar la taza, la hija asió elpanfleto con los dedos de la manoderecha, como si fuese un pañuelo sucio.

El camarada sonrió con la vista fijaen la reja; no estaba claro si era unareacción a lo que sucedía a su alrededoro si estaba pensando en otra cosa. Eraun tipo delgado y calvo, de tez oscura ymejillas hundidas. Sus ojilloscentelleaban.

—Al principio teníamos un único

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partido en la India, el auténtico. Sinconcesiones de ninguna clase. Peroluego los líderes del partido quedaronseducidos por los encantos de lademocracia burguesa y decidieronconcurrir a las elecciones. Ése fue elprimer error que cometieron: un errorfatal, porque el partido quedó muypronto escindido. Surgieron nuevasfacciones que trataban de restaurar elespíritu original. Pero también ellasacabaron corrompiéndose.

Murali limpió los estantes delarmario e intentó enderezar lo mejor quepudo una bisagra suelta de la puerta. Élno era un criado; allí no los había. Elcamarada Thimma no permitía que se

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explotara el trabajo de los proletarios.Murali no era ningún proletario, desdeluego, sino el vástago de una influyentefamilia de hacendados brahmanes. Poreso no había inconveniente en querealizara toda clase de tareasdomésticas.

El camarada inspiró hondo, se quitólas gafas y se las limpió con una puntade su camisa blanca de algodón.

—Sólo nosotros, los miembros delPartido Comunista de la India(Marxista-Maoísta), hemos conservadola fe. Sólo nosotros seguimos ladialéctica. ¿Y sabe cuántos militantestenemos?

Volvió a ponerse las gafas y se llenó

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los pulmones de aire con satisfacción.—Dos. Murali y yo.Contempló la ventana con una tenue

sonrisa. Parecía haber concluido, asíque la vieja le puso las manos en lacabeza a su hija y dijo:

—Está soltera, señor. Lo único quele pedimos es un poco de dinero paracasarla, nada más.

Thimma se volvió hacia la hija y laexaminó abiertamente; la chica miró alsuelo. Murali hizo una mueca dedisgusto. «Ojalá tuviera un poco más dedelicadeza», pensó.

—No tenemos ninguna ayuda —dijola vieja—. Mi familia no me dirige lapalabra siquiera. Los miembros de

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nuestra propia casta no…El camarada se dio una palmada en

el muslo.—Toda esa cuestión de las castas no

es más que una manifestación de la luchade clases. Mazumdar y Shukla lodemostraron categóricamente en 1938.Me niego a aceptar en nuestraconversación el término «casta».

La mujer miró a Murali, que le hizoun gesto de asentimiento, comoanimándola a proseguir.

—Mi esposo decía que loscomunistas eran los únicos que sepreocupaban de la gente como nosotros.Decía que si los comunistas gobernasenel mundo, los pobres no pasarían

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apuros.Aquello pareció aplacar al

camarada. Miró un momento a la mujer ya la chica, y se sorbió la nariz. Parecíafaltarle algo. Murali comprendió.Mientras se dirigía a la despensa parapreparar otra taza de té, oyó que elcamarada seguía diciendo:

—El Partido Comunista de la India(Marxista-Maoísta) no es el partido delos pobres: es el partido delproletariado. Es indispensable captaresta distinción antes de que podamoshablar de asistencia o de resistencia.

Murali estaba a punto de echar lashojas de té, después de encender denuevo el hervidor, cuando se preguntó

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por qué la hija no habría tocado siquierasu taza. Le asaltó la repentina sospechade que había puesto demasiado té en elhervidor…, de que llevaba casiveinticinco años preparándolo mal.

Murali se bajó del autobús 670 en laparada de Salt Market Village y caminópor la avenida principal, sorteando losmontones de estiércol, mientras a sualrededor los cerdos husmeaban latierra. Llevaba el paraguas al hombro,tal como un luchador sostiene su maza,para evitar que la punta metálica semanchara de porquería. Tras preguntar aun grupo de chicos que jugaban a las

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canicas en mitad de la avenida, acabóencontrando la casa: un edificioimpresionante y de tamaño sorprendente,que tenía sobre el tejado de uralitavarias piedras para estabilizarlo durantelas lluvias.

Levantó el pestillo de la cancela yentró.

Junto a la puerta, había una camisade algodón tejida a mano colgada de ungancho. Sería del muerto, supuso. Comosi el tipo estuviera todavía dentro,durmiendo la siesta, y fuera a salir y aponérsela para recibir al visitante.

Habían pegado a la fachada almenos media docena de imágenescoloreadas de distintos dioses, además

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del retrato de un gurú local barrigón quetenía un nimbo enorme alrededor de lacabeza. También habían sacado un catrede mimbre deshilachado para que sesentaran los visitantes.

Murali dejó las sandalias fuera; sepreguntó si debía llamar a la puerta.Demasiado indiscreto para una casacomo aquélla, donde la muerte acababade entrar. Decidió esperar a que salieraalguien.

Dos vacas blancas reposaban enmedio del jardín; los cencerros quellevaban colgados del cuello tintineabansólo raras veces, porque apenas semovían. Delante de ellas había uncharco donde les habían mezclado la

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paja con agua. Un búfalo negro, con todoel morro salpicado de briznas verdes,miraba fijamente el muro del jardínmientras mascaba el montón de hierbaque le habían dejado en el suelo. «Estosanimales no tienen ninguna preocupaciónen este mundo —pensó Murali—.Incluso en la casa de un hombre que seha quitado la vida, siguenalimentándolos y engordándolos. Conqué facilidad imponen su ley a loshombres de este pueblo. Como si lacivilización humana hubiera confundidoa señores y a criados». Se habíaquedado embelesado. Sus ojos sedemoraban en el cuerpo fornido delanimal, en su vientre abultado, en su piel

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lustrosa. Olía los restos de estiércol quese le habían secado en los cuartostraseros; sin duda se había sentado sobresus propios excrementos.

Hacía muchísimo que Murali nopisaba Salt Market Village. La vezanterior había sido veinticinco añosatrás, cuando había acudido allí enbusca de detalles visuales con los queenriquecer un relato sobre la pobrezarural que estaba escribiendo. No habíacambiado gran cosa en un cuarto desiglo; sólo los búfalos habíanengordado.

—¿Por qué no ha llamado?La vieja había surgido de repente

del patio trasero; pasó junto a él con una

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gran sonrisa, entró en la casa y gritó:—¡Eh, tú! ¡Prepara té!Al cabo de unos instantes apareció

la chica con un vaso de té. Murali lotomó y tocó sus dedos húmedos alhacerlo.

El té, después del largo viaje, lesentó de maravilla. Nunca habíaconseguido dominar el arte de prepararel té, pese a que llevaba haciéndoselo aThimma casi veinticinco años. Quizásera una de las cosas que sólo puedenhacer bien las mujeres, pensó.

—¿Qué quiere de nosotras? —lepreguntó la vieja. Su actitud se habíavuelto más servil; como si sólo ahorahubiera colegido el propósito de su

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visita.—Quiero saber si me han dicho la

verdad —repuso con calma.La mujer llamó a los vecinos para

que Murali pudiera interrogarlos. Todosse acuclillaron alrededor del catre.Aunque él insistió en que se acomodarana su lado, los vecinos no se movían desu sitio.

—¿Dónde se colgó?—Aquí mismo, señor —dijo un

viejo de dientes mellados y teñidos depaan.

—¿Cómo que aquí mismo?El hombre señaló la viga del techo.

Murali no podía creerlo: ¿se habíamatado a la vista de todos? O sea, que

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hasta las vacas lo habían visto; ytambién el grueso búfalo.

Oyó hablar del hombre cuya camisaseguía colgada del gancho de la pared.Sus cosechas desastrosas. El préstamodel usurero, con un interés compuestodel 3 por ciento mensual.

—Se arruinó con la boda de suprimera hija. Y era consciente de quetodavía le quedaba otra por casar: estachica.

La aludida había permanecido todoel rato en un rincón. Murali vio quevolvía el rostro, mortificada.

Cuando ya se iba, se le acercócorriendo un lugareño.

—Señor…, señor… Es que… una

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tía mía se suicidó hace dos años…Bueno, hace solo uno, señor, y ella eracomo una madre para mí… ¿No podríael Partido Comunista…?

Murali lo agarró del brazo y se loapretó con fuerza. Lo miró a los ojos.

—¿Cómo se llama la hija?Caminó poco a poco hacia la parada

del autobús. Ahora iba arrastrando porel suelo la punta del paraguas. El horrorde la historia del muerto, la imagen delos búfalos bien alimentados, laexpresión afligida de aquella chica tanhermosa…, todo eso seguía dándolevueltas en la cabeza.

Se recordó a sí mismo veinticincoaños atrás, cuando había visitado aquel

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pueblo con su bloc de notas y su sueñode convertirse en un Maupassant indio.Mientras cruzaba las tortuosascallejuelas, abarrotadas de niños de lacalle entregados a sus juegos violentos yde jornaleros exhaustos durmiendo entrelas sombras —aquí y allá relucíangrandes charcos de aguas residuales—,volvió a recordar la extraña mezcla desuciedad y de belleza abrumadora queparece constituir la naturaleza decualquier pueblo indio y experimentó denuevo el impulso simultáneo deadmirarla y censurarla que había sentidoya en sus primeras visitas.

Como en el pasado, sintió lanecesitad de tomar notas.

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Entonces había visitado Salt MarketVillage todos los días a lo largo de unasemana. Escribía minuciosasdescripciones de los granjeros, de losgallos, toros y cerdos, de las zanjaspestilentes, de los juegos infantiles y losfestivales religiosos. Pretendíaincluirlas en una serie de relatos quehabía elaborado por las noches en lasala de lectura de la bibliotecamunicipal. No estaba muy seguro de siel partido aprobaría sus relatos, así queenvió un puñado de ellos bajoseudónimo («El Justiciero», nadamenos) al director de un semanario deMysore.

Una semana más tarde recibió una

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postal del director, que lo invitaba areunirse con él. Fue a Mysore en tren yaguardó la mitad del día hasta que lorecibió en su despacho.

—Ah, sí…, el joven genio de Kittur.El director buscó las gafas por

encima de la mesa y sacó del sobre elmontón de hojas dobladas que Murali lehabía enviado. Al joven autor, elcorazón le palpitaba violentamente.

—Quería verle —dijo el director,desparramando las hojas sobre la mesa— porque hay talento en su escritura. Adiferencia del noventa por ciento denuestros autores, usted se ha adentradoen la vida rural y ha observado cómovive la gente.

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Murali se sonrojó. Era la primeravez que alguien hablaba de talento alreferirse a él.

Tras tomar uno de los relatos, eldirector hojeó las páginas en silencio.

—¿Cuál es su autor preferido? —preguntó, mordiendo la punta de lasgafas.

—Guy de Maupassant —repuso.Aunque enseguida se corrigió a símismo—. Después de Karl Marx.

—Atengámonos a la literatura —replicó el director—. Cada personaje deMaupassant es así… —Flexionó elíndice y lo meneó—. Desea, desea,desea. Hasta el último día de su vida,desea. Dinero. Mujeres. Fama. Más

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mujeres. Más dinero. Más fama. Suspersonajes, en cambio —dijo,extendiendo el dedo—, no desean nadaen absoluto. Ellos simplemente sepasean por pueblos descritos con todaexactitud y se entregan a profundasreflexiones. Caminan entre vacas yárboles y gallos, y piensan; y luegovuelven a caminar entre gallos, árbolesy vacas, y piensan otro poco. Nada más.

—Piensan en cambiar y mejorar elmundo —protestó Murali—. Desean unasociedad mejor.

—¡No «desean» nada! —gritó eldirector—. ¡No puedo publicar relatosde gente que no desea nada!

Le arrojó el montón de hojas.

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—¡Cuando encuentre personas quedeseen algo, venga a verme otra vez!

Murali nunca había reescrito losrelatos. Ahora, mientras esperaba elautobús que lo tenía que llevar a Kittur,se preguntó si todavía conservaría aquelpuñado de historias en su casa.

Cuando llegó a la oficina, se encontró alcamarada Thimma con un forastero. Noera nada raro ver forasteros allí:hombres macilentos y fatigados demirada paranoica que habían huido dealgún estado vecino donde se llevaba acabo una purga rutinaria de comunistasradicales. En esos lugares, el

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comunismo radical constituía unaamenaza real para el poder establecido.Los fugitivos pernoctaban en la oficinadurante unos días, hasta que se calmabanlas cosas y podían regresar.

Pero aquel hombre no era uno detales perseguidos; tenía el pelo rubio yun extraño acento europeo.

Se había sentado junto al camaradaThimma, que aprovechaba la ocasiónpara desahogarse sin apartar la vista dela reja iluminada de la ventana. Muralise sentó y lo escuchó media hora. Eraimpresionante. Trotski no estabaperdonado; ni Bernstein, olvidado.Thimma trataba de demostrarle a aqueleuropeo que incluso en una pequeña

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ciudad como Kittur había hombres queestaban al día en la teoría de ladialéctica.

El forastero asintió profusamente ylo anotó todo en una libreta. Al final, lepuso el capuchón al bolígrafo y observó:

—Por lo que veo, los comunistas notienen prácticamente ninguna presenciaen Kittur.

Thimma se dio una palmada en elmuslo y mantuvo los ojos fijos en lareja. Dijo que los socialistas habíantenido demasiada influencia en aquellaparte del sur de la India. El problemadel feudalismo en las zonas ruraleshabía sido resuelto; las grandespropiedades se habían desmembrado y

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se habían repartido entre loscampesinos.

—Ese hombre, Devraj Urs, cuandoera el líder del Partido del Congreso,provocó una especie de revolución aquí.—Thimma soltó un suspiro—. Unaseudorrevolución, desde luego. Lafalsedad de Bernstein una vez más.

Las tierras del propio Murali habíansido sometidas a las políticas socialistasde la administración del Congreso. Supadre había perdido sus propiedades yel Gobierno le había asignado a cambiouna compensación. Pero cuando fue a laoficina municipal a cobrarla, descubrióque un funcionario había falsificado sufirma y se había fugado con el dinero. Al

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enterarse de lo sucedido, Murali habíapensado: «El viejo se lo merece; yotambién me lo merezco. Es laretribución adecuada por todo lo que leshemos hecho a los pobres». No se leescapaba, desde luego, que el dinero dela compensación no lo habían robadolos pobres, sino un funcionario corrupto.Pero había, de todos modos, ciertajusticia en ello.

Murali se ocupó de las rutinashabituales del final de la jornada.Primero barrió la despensa. Mientrasmetía la escoba por debajo delfregadero, oyó decir al forastero:

—Creo que el problema de Marx esque da por supuesto que los seres

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humanos son… demasiado honrados. Élrechaza la idea del pecado original. Yquizá sea ése el motivo de que elcomunismo esté agonizando ahora entodas partes. El Muro de Berlín…

Murali se agachó bajó el fregaderopara llegar hasta los últimos rincones; lavoz de Thimma resonaba extrañamenteen aquel espacio encajonado:

—¡Usted ha entendido totalmente alrevés el proceso dialéctico!

Murali hizo una pausa allí debajo,aguardando a ver si se le ocurría unarespuesta mejor al camarada Thimma.

Luego barrió el suelo, cerró losarmarios, apagó las luces innecesarias(para ahorrar electricidad), ajustó bien

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los grifos (para ahorrar en la factura delagua), y se fue a la terminal de autobusesa esperar al 56B, que habría de llevarloa casa.

Su casa. Una puerta azul, unfluorescente, tres bombillas desnudas ydiez mil libros. Los había por todaspartes, esperándole desde la puertacomo mascotas fieles, cubiertos depolvo en la mesa del comedor, apiladoscontra las viejas paredes como parareforzar la estructura de la casa.Ocupaban la mayor parte del espacio ysólo le dejaban un pequeño rectángulopara su camastro.

Abrió la carpeta que se habíallevado a casa: «¿Gorbachov se está

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desviando del Camino Verdadero?Notas del maestro Thimma, licenciadoen Filosofía y Letras (Kittur), doctoradoen Letras (Mysore), secretario generaldel politburó regional de Kittur, PartidoComunista de la India (Marxista-Maoísta)».

Iba a añadir esas páginas a las notasque estaba recopilando sobre elpensamiento de Thimma. La idea erapublicarlas en el futuro y repartirlasentre los obreros a la salida de lasfábricas.

Aquella noche, Murali no pudoescribir demasiado rato; los mosquitoslo acosaban y él tenía que dedicarse aaplastarlos. Encendió un repelente para

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mantenerlos a raya. Pero ni siquiera asípodía escribir; y entonces se dio cuentade que no eran los mosquitos los que loperturbaban.

Aquella manera que había tenido lachica de volver el rostro… Tendría quehacer algo por ella.

¿Cómo se llamaba? Ah, sí.Sulochana.

Empezó a revolver entre eldesbarajuste que tenía alrededor de lacama hasta que encontró la colección derelatos que había escrito tantos añosatrás. Sopló para quitarle el polvo yempezó leer.

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La fotografía del muerto estaba colgadaen la pared, junto a las imágenes de losdioses que no habían sabido salvarlo. Lafoto del gurú barrigón habíadesaparecido. Quizá se había llevado éltoda la culpa.

Murali se detuvo ante la puerta,aguardó un instante y llamó.

—Están trabajando en el campo —legritó un vecino, el viejo con los dientesmellados y teñidos de rojo.

Las vacas y el búfalo ya no estabanen el patio; sin duda los habríanvendido. A Murali la situación leparecía atroz. ¿Aquella chica de mirada

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tan noble… trabajando en el campocomo una vulgar jornalera?

«He llegado justo a tiempo», pensó.—¡Corra a buscarlas! —le gritó al

vecino—. ¡Enseguida!El Gobierno del estado tenía un

programa para compensar a las viudasde los granjeros que se hubieran quitadola vida a causa de las condiciones quesufrían, le explicó Murali a la mujer,tras hacer que se sentara en el catre demimbre. Era uno de esos programasbienintencionados para mejorar lascondiciones de los campesinos,programas que nunca llegaban a sudestino porque nadie se enteraba de suexistencia, salvo cuando alguien de la

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ciudad, como él mismo, acudía ainformar.

La viuda estaba más delgada y teníala piel requemada por la intemperie.Permanecía allí sentada, limpiándose lasmanos sin parar con el dorso del sari. Sesentía avergonzada por su suciedad.

Sulochana salió con una taza de té. Aél le maravilló que la chica, reciénllegada del trabajo, hubiera encontradotiempo para prepararlo.

Tomó la taza, tocando ligeramentesus dedos, y admiró sus facciones.Había pasado una dura jornada en elcampo y, no obstante, seguía resultandohermosa: más hermosa que nunca, dehecho. Había en su cara una sencilla

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elegancia desprovista de artificios. Nirastro del maquillaje, del pintalabios yde las pestañas postizas que se veíanactualmente en las ciudades.

Se preguntó qué edad tendría.—Señor… —La vieja entrelazó las

manos—, ¿el dinero llegará de verdad?—Si firma aquí —repuso él—. Y

aquí. Y aquí.La vieja sostuvo el bolígrafo con una

sonrisa estúpida.—No sabe escribir —murmuró

Sulochana.Murali se puso la carta sobre el

muslo y firmó por ella. Le explicó quehabía traído otro documento que debíaentregarse en la comisaría de Policía

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que había junto a la colina del Faro,para pedir el procesamiento delprestamista por haber instigado lamuerte del marido con sus manejos.Quería que la vieja lo firmase también,pero ella juntó las palmas y se inclinóante él con aire suplicante.

—Por favor, señor, no lo haga. Porfavor. Nosotras no queremos problemas.

Sulochana permaneció apoyada en lapared con la vista baja, sumándosetácitamente a la súplica de su madre.

Rompió el documento. Y al hacerlo,comprendió que ahora se habíaconvertido en el árbitro del destino deaquella familia; que ahora el patriarcaera él.

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—¿Y su boda? —dijo, señalando ala chica.

—¿Quién querrá casarse con ésta?¿Qué voy a hacer? —gimió la viejacuando su hija se retiró al sombríointerior de la casa.

Fue en el camino de vuelta hacia laparada del autobús cuando se le ocurrióla idea.

Apretó contra el suelo la puntametálica del paraguas y trazó una largalínea en el barro.

«¿Por qué no?», pensó.A ella no le quedaba otra esperanza,

al fin y al cabo.Subió al autobús. A sus cincuenta y

cinco años, todavía estaba soltero.

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Después del periodo que había pasadoen la cárcel, su familia había renegadode él y ninguno de sus tíos y tías habíaintentado concertarle una boda. YMurali, por su parte, mientras distribuíapanfletos, mientras predicaba la buenanueva del proletariado y recopilaba losdiscursos del camarada Thimma, nohabía encontrado el momento debuscarse una esposa por sí mismo.Tampoco había sentido grandes deseosde hacerlo, a decir verdad.

«Pero éste no es lugar adecuadopara una chica», pensó más tarde,tendido en la cama. Una casa mugrientallena de libros viejos…, de antiguasediciones de los veteranos del Partido

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Comunista y de autores rusos y francesesdel siglo XIX a los que ya nadie leía…

No se había dado cuenta hasta esemomento de lo mal que había vividodurante todos aquellos años. Pero lascosas cambiarían, sentía una granesperanza. Si ella entraba en su vida,todo sería distinto. Permaneció en sucamastro mirando el ventilador deltecho. Estaba apagado; raramente loencendía, salvo en los momentos mássofocantes del verano, para que nosubiera la cuenta de la luz.

Toda su vida se había sentidohostigado por la inquietud, por elsentimiento de que él estaba llamado amayores empresas de las que podían

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hallarse en una pequeña ciudad. Alterminar su licenciatura de Derecho enMadrás, su padre había confiado en quese haría cargo de su despacho deabogado. Pero Murali se había sentidomás atraído por la política. En Madráshabía comenzado a asistir a los mítinesdel Partido del Congreso y siguióhaciéndolo a su regreso a Kittur. Seacostumbró a llevar un gorro de estiloNehru y puso una foto de Gandhi en suescritorio. Su padre lo advirtió. Un díase desató la confrontación y los gritos, yMurali abandonó la casa de su padre yse unió al Partido del Congreso comomiembro a jornada completa. Ya sabíalo que quería hacer con su vida: había

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un enemigo al que derrotar. La vieja ynefasta India de las castas y losprivilegios de clase, la India de losmatrimonios infantiles, de las viudasmaltratadas, de los subalternosexplotados… había de ser derrocada.Cuando llegaron las elecciones delestado, hizo campaña con todas susfuerzas por el candidato del Congreso,un joven de casta baja llamado AnandKumar.

Una vez obtenida la victoria, Muralidescubrió que dos de sus compañeros seapostaban todas las mañanas delante delas oficinas del partido; vio que la gentedesfilaba ante ellos con cartas dirigidasal candidato vencedor y que ellos se

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quedaban con las cartas y con docerupias de cada peticionario.

Cuando los amenazó con decírselo aKumar, los dos se pusieron muy serios;se hicieron a un lado y lo invitaron apasar.

—Entra ahora mismo a quejarte, porfavor —dijeron.

Mientras entraba y llamaba a lapuerta de Kumar, oyó risas a su espalda.

Murali se unió a continuación a loscomunistas, porque había oído decir queeran incorruptibles. Las facciones másimportantes resultaron tan corruptascomo el Partido del Congreso, así quefue cambiando su afiliación de unpartido comunista a otro, hasta que un

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día, al entrar en una oficina débilmenteiluminada, distinguió la figura menudadel camarada Thimma bajo un póstergigantesco de los heroicos proletariossubiendo al cielo para derribar a losdioses del pasado. Al fin unincorruptible. En aquel entonces, supartido contaba con diecisiete militantesque llevaban a cabo programas deeducación para mujeres, campañas decontrol de la natalidad y giras deradicalización proletaria. Con un grupode voluntarios, recorrió las fábricas delos alrededores del Bunder, ydistribuían panfletos sobre el mensajede Marx y sobre los beneficios de laesterilización. La militancia del partido

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fue disminuyendo y, finalmente, seencontró trabajando solo, lo cual norepresentaba ninguna diferencia para él.La causa merecía la pena. Él nuncaactuaba de modo estridente, como losdemás comunistas; con tranquilidad yperseverancia, por el contrario, seapostaba en la cuneta y les mostraba lospanfletos a los obreros, repitiendo unmensaje que pocos de ellos llegaban atomarse a pecho: «¿No queréis sabercómo podríais vivir mejor, hermanos?».

Pensaba que también su escriturapodría contribuir a la causa, aunquetenía la honradez de reconocer quequizás era sólo su vanidad lo que leinducía a pensar así. La palabra

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«talento» había quedado alojada en sumente y le hacía albergar esperanzas;pero cuando aún estaba preguntándosecómo podría mejorar como escritor, lometieron en la cárcel.

La Policía fue a buscar un día alcamarada Thimma. Era durante elPeriodo de Emergencia.

—Hacéis bien en detenerme —habíadicho Thimma—, porque yo apoyaréabierta y libremente todos los intentosde derrocar el Gobierno burgués de laIndia.

Murali les dijo a los policías:—¿Por qué no me detienen a mí

también?La cárcel había representado para él

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una época feliz. Por las mañanas, lelavaba la ropa a Thimma y la ponía asecar. Había creído que con todo eltiempo libre de la prisión le sería másfácil concentrarse y replantear suescritura, pero no le quedaba ningúnmomento para escribir por su cuenta.Por las noches, Thimma le dictaba y éltomaba notas sobre su posición ante lasgrandes cuestiones del marxismo. Laapostasía de Bernstein. El desafío deTrotski. Una justificación de Kronstadt.

Anotaba las opiniones de Thimmacon toda fidelidad; al terminar, lo tapabacon una manta, dejándole sólo fuera losdedos de los pies para que les diera elaire.

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Por la mañana procedía a afeitarlomientras él bramaba frente al espejocontra la profanación del legado deStalin cometida por Khrushchev.

Fue el periodo más feliz de su vida.Pero luego lo habían soltado.

Con un suspiro, Murali se levantó dela cama. Caminó de un lado para otropor la casa sumida en la penumbra,mirando aquel desorden de libros, lasruinosas ediciones de Gorki y Turgénev,y diciéndose a sí mismo una y otra vez:«¿Qué he obtenido, en resumidascuentas, en mi vida? Sólo esta casadestartalada…».

Entonces vio otra vez la cara de lachica y todo su cuerpo se iluminó de

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esperanza y alegría. Tomó su colecciónde relatos y los leyó de nuevo. Con unbolígrafo rojo empezó a eliminardetalles, a realzar los motivos eimpulsos de sus personajes.

Se le ocurrió una mañana, de camino aSalt Market Village.

—Me están rehuyendo. Tanto lamadre como la hija.

«No —pensó luego—. Sulochana no.Es sólo la vieja la que se ha vuelto fríaconmigo».

Llevaba dos meses visitándolas conpretextos diversos, sólo para ver denuevo la cara de Sulochana, para rozar

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sus dedos cuando le traía su taza de téhirviendo.

Había procurado que la vieja llegaraa la conclusión de que él y su hijadebían casarse. Dejando caer indirectas,la idea se abriría camino por sí sola ensu mente. Eso había esperado. Entonces,por pura responsabilidad social, élaccedería, pese a su avanzada edad, acontraer matrimonio con ella.

Pero la vieja no había adivinado susdeseos.

—Su hija es una excelente ama decasa —le había dicho una vez, creyendoque era una insinuación bastante clara.

Cuando llegó al día siguiente, salió arecibirlo una joven desconocida. La

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viuda había subido de categoría, alparecer: había tomado una criada.

—¿Está la señora? —preguntó.La joven asintió.—¿Puedes llamarla?Pasó un minuto. Le pareció oír voces

detrás de la puerta; la criada volvió asalir.

—No —dijo.—¿No, qué?La joven desvió la mirada hacia la

casa.—Que no están. No.—¿Y Sulochana está?Ella negó con la cabeza.Y por qué no habrían de evitarle,

pensó, arrastrando el paraguas mientras

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volvía a la parada de autobús. Él habíahecho su trabajo; ya no lo necesitaban.«Así es como actúa la gente en el mundoreal», se dijo. ¿Por qué habría desentirse dolido?

Por la noche, paseando inquieto porsu lúgubre hogar, sintió que no podíasino coincidir con la vieja. Aquélla noera una morada apropiada para unachica como Sulochana. ¿Cómo iba allevar allí a una mujer? No habíapensado nunca en lo pobremente quevivía hasta que había intentadoimaginarse viviendo con otra persona.

Y no obstante, al otro día volvió atomar el autobús hasta Salt MarketVillage, donde la criada le dijo una vez

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más que no había nadie en casa.En el trayecto de regreso, apoyó la

cabeza en el respaldo y pensó: «Cuantosmás desaires me hacen, más ganas tengode arrodillarme ante esa chica y deproponerle matrimonio».

Ya en casa, intentó escribirle unacarta: «Querida Sulochana: he estadotratando de hallar el modo de decírselo.Tengo tantas cosas que decirle…».

Volvió todos los días durante unasemana entera y, en cada ocasión, lenegaron la entrada. «No volveré más —se prometió a sí mismo la séptimanoche, tal como en las seis anteriores—.De veras que no volveré. Esvergonzoso. Estoy abrumando a esta

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gente». Pero, a la vez, se sentía irritadocon la vieja y con Sulochana por tratarlode aquel modo.

En el autobús de vuelta, se levantóde golpe y le gritó al revisor.

—¡Para!Acababa de recordar sin más ni más

un relato que había escrito veinticincoaños atrás sobre un casamentero delpueblo.

Preguntó a unos niños que jugaban alas canicas. Le dijeron que fuese apreguntar a los dueños de las tiendas. Lecostó una hora y media encontrar lacasa.

El casamentero, un viejo mediociego, estaba sentado fuera fumando con

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un narguile; su esposa sacó otra sillapara que el comunista se sentara.

Murali carraspeó e hizo sonar susnudillos. No sabía qué decir ni quéhacer. El protagonista de su relato sólohabía merodeado la casa delcasamentero y luego se había ido. Nohabía llegado tan lejos.

—Un amigo mío desea casarse conesa chica: Sulochana.

—¿La hija del tipo que…? ¿Ése…?—El viejo simuló que se ahorcaba.

Murali asintió.—Su amigo ha llegado tarde, señor.

Ella ahora tiene dinero y le han llegadocientos de proposiciones —dijo elcasamentero—. Así es la vida.

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—Pero…, mi amigo…, mi amigo hapuesto todos sus deseos en ella…

—¿Quién es ese amigo? —dijo elcasamentero con un brillo sucio en losojos, un destello que parecíacomprenderlo todo.

Cada mañana, en cuanto terminabasus tareas en la oficina del partido,tomaba el autobús y la esperaba en elmercado, adonde ella iba por la tarde acomprar fruta y verdura. La seguíalentamente, examinando con ojo críticolas bananas y los mangos. Durante unadécada le había comprado fruta alcamarada Thimma. Se había convertidoen un experto en muchas tareasfemeninas. Su corazón daba un brinco

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cuando la veía escoger un mangodemasiado maduro. Si el vendedorintentaba engañarla, sentía deseos deacercarse corriendo y de defenderla agritos de su avaricia.

Por las noches, esperaba el autobúspara volver a Kittur y observaba cómovivía la gente en los pueblos. Vio a unchico pedaleando furiosamente con unbloque de hielo atado a la parte traserade su bicicleta. Había de llegar a tiempoantes de que se fundiera el hielo. Ya sele había derretido la mitad y su únicaobsesión era entregar el resto antes deque fuera demasiado tarde. Vio a unhombre con unos plátanos en una bolsade plástico, mirando inquieto alrededor:

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los plátanos ya tenían grandes manchasnegras; tenía que venderlos antes de quese le pudrieran del todo. Aquellaspersonas le transmitían a Murali unmensaje: «Querer algo en la vida —decían— significa reconocer que eltiempo es limitado».

Él tenía cincuenta y cinco años.Esa noche no tomó el autobús de

vuelta. Se dirigió a pie a la casa. Enlugar de llamar a la puerta, fue al patiotrasero. Sulochana estaba aventandoarroz; miró a su madre y entró dentro.

La criada fue a buscar una silla, perola vieja la detuvo.

—A ver —dijo—, ¿es que quierecasarse con mi hija?

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O sea, que lo había descubierto.Siempre pasaba lo mismo; haces unesfuerzo para ocultar un deseo y, derepente, resulta que está totalmente a lavista. La mayor falacia de todas: creerque puedes ocultarles a los demás lo quequieres de ellos.

Murali asintió, evitando la miradade la vieja.

—¿Qué edad tiene? —preguntó.—Cincuenta.—¿Podría darle hijos a su edad?Trató de responder. La vieja añadió:—¿Por qué habríamos de querer que

entre en nuestra familia? Mi difuntoesposo me decía siempre: «Loscomunistas traen problemas».

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Se quedó boquiabierto. ¿Se referíaal mismo esposo que tantos elogioshabía dedicado a los comunistas? ¿O selo había inventado todo la vieja?

Ahora lo comprendía. El maridojamás había dicho nada de loscomunistas. ¡La necesidad volvía astutaa la gente!

—Le aportaría muchas ventajas a sufamilia —dijo—. Soy brahmán denacimiento; licenciado en…

—Escuche —dijo la viuda,poniéndose de pie—, haga el favor deirse y nos evitaremos problemas.

«¿Por qué no? —pensó en el autobúsde vuelta—. Quizá no pueda darle hijosa mi edad, pero sí puedo hacerla feliz

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sin ninguna duda. Podemos leer juntos aMaupassant».

Él era un hombre instruido, unlicenciado en la Universidad de Madrás.Aquélla no era forma de tratarlo. Losojos se le llenaron de lágrimas.

Pensó en las obras de ficción y depoesía que conocía, pero lo que mejorexpresaba sus sentimientos era la letrade la canción de una película que habíaescuchado en el autobús. «¿Será ésa larazón de que los proletarios vayan tantoal cine?», se dijo. Se fue al centro ysacó él mismo una entrada.

—¿Cuántas?—Una.El taquillero le dedicó una sonrisa

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burlona:—¿Es que no tiene ningún amigo,

abuelo?Después de la película, le escribió

una carta a la chica y se la envió.A la mañana siguiente se despertó

preguntándose si ella llegaría a leerla.Aun suponiendo que la recibiesen, ¿nola tiraría su madre a la basura? ¡Tendríaque habérsela dado en mano!

No bastaba con un simple intento.Eso —haberlo intentado— estaba bienpara Marx y para Gandhi, no para elmundo real en el cual se hallabainmerso.

Tras considerar la cuestión una hora,escribió otra vez la carta. Esta vez le

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pagó tres rupias a un pilluelo para quese la entregara en mano a la chica.

—Ella sabe que vienes aquí a buscarla—le dijo el verdulero la siguiente vezque fue al mercado—. Has logradoahuyentarla.

Sintió una punzada en el corazón.«Me está evitando». Ahora comprendíamuchas otras canciones de las películas.«A eso se refieren: a la humillación deque te rehuya una chica a la que has idoa ver desde muy lejos…», se dijo.

Le dio la impresión de que todos lostenderos se reían de él.

Incluso diez años atrás —cuando

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tenía cuarenta— no habría sidoindecoroso que se interesara por unachica como aquélla, pensaba mientrasregresaba a casa. Ahora sólo era unviejo verde; se había convertido en unode los estereotipos que había usado enmuchos de sus relatos: el viejo brahmánlujurioso tratando de atrapar a una chicainocente de baja casta.

Pero aquellos tipos eran sólocaricaturas: malvados con privilegios declase. Ahora podría darles forma muchomejor. Al acostarse en su camastro,tomó un trozo de papel y escribió:«Algunas ideas que realmente se lepueden ocurrir a un viejo brahmánlujurioso».

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«Ahora ya sé lo suficiente —pensóMurali, mirando lo que había escrito—.Por fin puedo convertirme en escritor».

A la mañana siguiente volvieron aimperar el orden y la razón. Se peinó,hizo sus ejercicios de respiración ante elespejo, caminó pausadamente por lacalle, se aplicó a la tarea de limpiar laoficina del partido y de prepararle aThimma el té.

Hacia mediodía, sin embargo, subióuna vez más al autobús de Salt MarketVillage.

Esperó a que apareciera en elmercado y empezó a caminar tras ella,examinando las patatas y las berenjenasy echándole miraditas. Veía todo el rato

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a los vendedores mofándose de él. Viejoverde, viejo verde. Recordó con pesarel privilegio que los hombres teníantradicionalmente en la India, en la Indiavieja y nefasta: el privilegio de casarsecon una mujer más joven.

A la mañana siguiente, mientras lehervía el té a Thimma en la despensa dela oficina, todas las cosas que lerodeaban le parecieron de repentelúgubres e insoportables: los cazos y lassartenes, las cucharas mugrientas, eltarro gastado del azúcar: los rescoldosde una vida que nunca había llegado aencenderse en llamas.

«Has sido engañado», le decíantodos los objetos. «Has malgastado tu

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vida».Pensó en todas sus cualidades: en su

educación, en su agudo ingenio, en sucapacidad intelectual, en sus dotes paraescribir. En su «talento», como habíadicho el director de la revista deMysore.

Todo eso, pensó mientras llevaba elté a la zona de recepción, malgastado alservicio del camarada Thimma.

El propio Thimma se habíadesperdiciado a sí mismo. Nunca habíavuelto a casarse después la prematuramuerte de su esposa. Se había entregadoal objetivo de su vida: mejorar lasituación del proletariado de Kittur. Noera a Marx a quien había que culpar en

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último término, sino a Gandhi y a Nehru.De eso estaba convencido. Unageneración entera de jóvenes engañadapor el ejemplo de Gandhi:desperdiciando sus vidas en la tarea decrear clínicas oftalmológicas gratuitaspara los pobres y de distribuir librospor las bibliotecas rurales, en lugar deseducir a todas aquellas viudas jóvenesy chicas solteras. El viejo deltaparrabos los había enloquecido. ComoGandhi, uno tenía que reprimir susapetitos. Incluso saber lo que querías yaera un pecado; y el deseo, unaenajenación de fanáticos. ¡Pero miraadónde había ido a parar el país despuésde cuarenta años de idealismo! ¡Menudo

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desastre! ¡Si todos los jóvenes de sugeneración se hubieran convertido enunos hijos de perra, quizás aquello seríaahora como Estados Unidos!

Esa noche se obligó a sí mismo a notomar el autobús. Se quedó en la oficinay la limpió de arriba abajo dos veces.

No, pensó mientras se agachaba bajoel fregadero para barrer por segundavez, ¡no había sido un derroche inútil! Elidealismo de jóvenes como él habíatransformado Kittur y los pueblos de losalrededores. La pobreza rural se habíareducido, la viruela había sidoerradicada, la Salud Pública habíamejorado enormemente y laalfabetización se había extendido entre

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toda la población. Si Sulochana sabíaleer era gracias a voluntarios como él,gracias a todas aquellas bibliotecaspopulares…

Hizo una pausa bajo el fregadero.Una voz rezongó en su interior: «Sí, muybien, sabe leer, ¿y de qué te sirve a ti,idiota?».

Salió de aquel hueco oscuro y corrióa la zona iluminada de la recepción.

El póster cobró vida de repente. Losproletarios ascendiendo hacia el cielopara derrocar a los dioses empezaron afundirse y a cambiar de forma. Los viotal como eran: un ejército subalterno desangre, semen y carne rebelándose en suinterior. Una revolución del proletariado

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del cuerpo, tanto tiempo reprimido, peroque por fin tomaba la palabra yproclamaba: «¡Deseamos!».

Los comunistas estaban acabados. Elvisitante europeo lo había dicho y todoslos periódicos lo repetían. En ciertosentido, los norteamericanos habíanganado. El camarada Thimma seguiríahablando y hablando, pero pronto ya nohabría de qué hablar, porque Marx habíaenmudecido. La dialéctica se habíadisuelto y se había convertido en polvo.Y lo mismo Gandhi, y lo mismo Nehru.Los jóvenes conducían coches Suzukinuevos por las calles de Kittur y en susradios sonaba a todo volumen músicapop occidental; los jóvenes tomaban

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cucuruchos de helado de frambuesa,llevaban relojes relucientes de metal.

Tomó un panfleto y lo arrojó contrael póster soviético, con lo que asustó aun lagarto que estaba escondido detrás.

«¿Os creéis que ya no caben losprivilegios en la India? ¿Os creéis que aun licenciado en la Universidad deMadrás, a todo un brahmán, se le puededejar tirado tan fácilmente?».

Mientras el autobús avanzabatraqueteando, Murali sujetaba con fuerzauna carta del Gobierno del estado deKarnataka, según la cual estaba a puntode llegar otra remesa de dinero para la

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viuda del granjero Arasu Deva Gowda(siempre y cuando firmase previamente).Ocho mil rupias.

Tras pedir indicaciones, llegó a lacasa del prestamista. La divisó de lejos:era la más grande del pueblo, con lafachada pintada de rosa y un pórtico concolumnas. Ésa era la casa construida conel tres por ciento de interés compuestomensual.

El prestamista, un hombre gordo detez oscura, estaba vendiéndole grano aun grupo de granjeros; junto a él, unchico gordo de tez oscura, seguramentesu hijo, hacía anotaciones en un libro.Murali se detuvo a admirar aquellaestampa: el genio de la explotación en

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estado puro. Le vendes tu grano algranjero. Te libras así de tus existenciasdefectuosas. Y le das un préstamo paraque pueda comprártelo. Le haces pagarel tres por ciento mensual. El treinta yseis por ciento anual. ¡No: más aún,mucho más! ¡Interés compuesto! ¡Quédiabólico, qué brillante! Y pensar que éldaba por supuesto, se dijo con unasonrisa, que dominar la dialéctica erauna señal de inteligencia.

Cuando Murali se le acercó, elprestamista estaba hundiendo la mano enel grano; al sacarla, su piel de colorchocolate salió revestida de un polvilloamarillo, como el pico de un pájarocubierto de polen.

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Sin limpiarse, el hombre tomó lacarta que le tendía Murali. Detrás, en unnicho abierto en la pared de la casa,reposaba una estatua roja gigante deGanesha, con su vientre abultado. Habíauna mujer gorda, rodeada de niñosgorditos, sentada en un catre de mimbre.Y desde más allá, llegaba el hedor deuna criatura dedicada exclusivamente acomer y defecar: un búfalo de agua, sinduda.

—¿Sabía que el Gobierno le hapagado a la viuda otras ocho mil rupias?—le dijo Murali—. Si todavía le quedadeuda pendiente, ahora es el momentode cobrarla. Ella está en condiciones depagar.

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—¿Usted quién es? —le preguntó elprestamista con ojillos suspicaces.

Murali vaciló un instante:—Soy el comunista de cincuenta y

cinco años —dijo.Quería que lo supieran. La vieja y

Sulochana. Ahora ambas estaban en susmanos. Lo habían estado desde el día enque habían pisado su oficina.

Cuando volvió a su casa, encontróuna carta del camarada Thimma debajode la puerta. Seguramente la habíadejado él mismo, porque ahora no teníaa nadie para hacer entregas.

La tiró sin mirarla. Comprendió, alhacerlo, que estaba deshaciéndose parasiempre de su afiliación al Partido

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Comunista de la India (Marxista-Maoísta). El camarada Thimma, sin unataza de té que llevarse a la boca,seguiría soltando discursos él solo enaquella sala sombría, acusándolo dehaberse sumado a los Bernstein, a losTrotski y a toda la legión de apostatas.

A medianoche continuaba despierto.Permanecía tendido mirando elventilador del techo, cuyas aspas ibancortando la luz de las farolas de la calley la convertían en breves destellosblancos: llovían sobre él como lasprimeras partículas de sabiduría quehabía recibido en su vida.

Contempló mucho rato el borrónreluciente de las aspas del ventilador.

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Luego, bruscamente, se levantó de lacama.

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Cronología

31 de octubre de 1984

A través de la BBC llega a Kittur lanoticia de que Indira Gandhi, la primeraministra de la India, ha sido asesinadapor sus propios guardaespaldas. Laciudad se paraliza dos días en señal deluto. La cremación de la señora Gandhi,emitida en directo, provoca en Kittur unespectacular aumento de ventas deaparatos de televisión.Noviembre: elecciones generales.Anand Kumar, el candidato del Partidodel Congreso y uno de los ministros más

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jóvenes del Gobierno de Indira Gandhi,retiene su escaño. La ventaja de 45 557votos que obtiene sobre Ashwin Aithal,su oponente del Partido Popular de laIndia, es la mayor de la historia deKittur.

1985

Reflejando el creciente interés en elmercado de valores, el Dawn Heraldinicia la publicación de una seccióndiaria sobre las actividades de la bolsade Bombay en la página 3.El doctor Shambhu Shetty inaugura laclínica Happy Smile, la primera clínica

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ortodóncica de Kittur.

1986

Una gigantesca concentración de lacomunidad hoyka celebrada en la plazaNehru proclama su decisión de construiren Kittur el primer templo «de, para ypor las castas inferiores».Abre sus puertas el primer video club enUmbrella Street.En la catedral de Nuestra Señora deValencia, se reanudan las obras delcampanario norte, postergadas durantemás de un siglo.

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1987

La Copa del Mundo de Críquet secelebra en la India y en Pakistán. Elinterés suscitado por los partidosprovoca un aumento espectacular de laventa de televisores en color.Estallan violentos disturbios en elBunder entre hindúes y musulmanes. Dospersonas son asesinadas. Se decreta eltoque de queda de sol a sol.Por un decreto del Gobierno estatal deKarnataka, Kittur deja de ser «pueblo»para convertirse en «ciudad», y suAyuntamiento adquiere la categoría de«corporación municipal». El primer acto

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de la nueva corporación consiste enautorizar la tala del gran bosque deBajpe.Se desata una grave epidemia de cóleraque la opinión pública atribuye a lallegada masiva de trabajadores tamiles,atraídos por el boom inmobiliario deBajpe y Rose Lane.

1988

Mabroor Ismail Engineer, consideradoel hombre más rico de la ciudad, abre elprimer concesionario Maruti-Suzuki deKittur.La Rastriya Swayamsevak Sangh

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organiza una marcha desde el cine Angelhasta el Bunder. Los manifestantesexigen que la India sea declarada unanación hindú y propugnan un retorno alos valores tradicionales.Elecciones para la CorporaciónMunicipal. El Partido Popular y el delCongreso se reparten los escaños casi apartes iguales.En la catedral de Nuestra Señora deValencia se reanudan las obras delcampanario norte, postergadas duranteun año por la muerte del párroco.

1989

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Elecciones generales. Ashwin Aithal, elcandidato del Partido Popular, humillaal ministro y candidato del CongresoAnand Kumar, al convertirse en elprimer político no perteneciente alPartido del Congreso que gana el escañode Kittur.Se inaugura en Bajpe el estadio SardarPatel, el Hombre de Hierro de la India.La construcción de viviendas en elbarrio avanza a gran velocidad y, haciafinal de año, el antiguo bosque hadesaparecido casi por completo.

1990

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Explota una bomba durante una clase deQuímica en el colegio San Alfonso parachicos de enseñanza secundaria ypreuniversitaria, lo que provoca suclausura temporal. El Dawn Heraldpublica un editorial en primera páginatitulado: «¿Hay que implantar en la Indiala ley marcial?».Se inaugura el primer laboratorioinformático en el colegio San Alfonsode enseñanza secundaria ypreuniversitaria. Las demás escuelasharán otro tanto a lo largo del mismoaño.Estalla la guerra del Golfo, lo queprovoca la pérdida de las remesas de

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dinero de los expatriados de Kuwait. Sedesencadena una grave crisiseconómica. Las emisiones de la CNN,sin embargo, accesibles sólo en lostelevisores provistos de antenaparabólica, provocan un espectacularaumento de la venta de antenas porsatélite.Quedan congelados los fondos para laconstrucción del campanario norte de lacatedral y los trabajos se interrumpenuna vez más.

21 de mayo de 1991

Llega por la CNN la noticia del asesinato

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de Rajiv Gandhi. La ciudad se paralizados días en señal de luto.

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Glosario

barfi: pasta dulce elaborada a base deleche condensada.bunt: casta dirigente del sur de la India.chai: té con hierbas.chapati: pan indio plano.charmuri: aperitivos típicos a base dearroz inflado.dosas: crepe elaborada a base de arrozy lentejas.idlis: tortitas de arroz y lentejas.kheer: arroz hervido con leche y azúcaral que se añaden pistachos o almendras.kurta: camisa india que se lleva hastalas rodillas y que visten indistintamente

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hombres y mujeres.mahout: domador y conductor deelefantes.Meenakshipuram: pueblo del sur de laIndia donde en 1981 se produjo unaconversión masiva al islam.paan: mezcla de hojas de betel yespecias, que se masca con finesdigestivos.pathan: grupo étnico de Afganistán yPakistán, también conocido comopastún.Periodo de Emergencia: en 1975, elpresidente de la India, siguiendo elconsejo de la primera ministra IndiraGandhi, decretó un periodo deemergencia sin elecciones ni libertades

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que se prolongó veintiún meses.Rastriya Swayamsevak Sangh:Organización de VoluntariosNacionales. Partido de cortenacionalista.roti: pan indio plano.salwar kameez: vestido tradicionalasiático, compuesto por una túnica cortay unos pantalones holgados; lo usanigualmente hombres y mujeres.samosas: empanadilla orientaltriangular, rellena normalmente depatatas, cebolla o guisantes.sarong: pieza de tela ceñida alrededorde la cintura que llevan los hombres ylas mujeres del sureste asiático.Satya Narayana Pooja: ceremonial que

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se lleva a cabo el día de luna llena, asícomo en ocasiones señaladas.

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ARAVIND ADIGA. Periodista yescritor nacido en Chennai, India, el 23de octubre de 1974. Posee la doblenacionalidad indio-australiana.

Pasó su infancia en Mangalore,estudiando en la Canara High School yen la St. Aloysius High School, dondeterminó sus estudios secundarios con la

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mejor puntuación del estado en sucategoría. Tras emigrar junto con sufamilia a Australia, estudió en la JamesRuse Agricultural High School, asícomo en la Universidad de Columbia(Nueva York, Estados Unidos) y en elMagdalen College de la Universidad deOxford (Reino Unido).

Su carrera periodística empezó comoredactor especializado en temasfinancieros, trabajando para el FinancialTimes y el Wall Street Journal entreotros. Tras ser designado corresponsalen Asia de la revista Time, escribió lanovela Tigre blanco , su primera obra,que fue galardonada en 2008 con el

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prestigioso Premio Booker.