el examen - pinter

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EL EXAMEN Cuando empezamos, yo le permitía intervalos. Él nunca expresó deseo de éstos, ni tampoco objeciones. Así que yo me tomé la libertad de adjudicar su distribución y duraciones. No eran muy coherentes, pero le dieron un vuelco sustancial a lo que debo llamar la progresión de nuestras charlas. Con la tiza que obraba en mi poder yo iba marcando los horarios propuestos en el pizarrón, antes del comienzo de una sesión, para que él los examinara, y ofreciera cualquier crítica si se sentía movido a ello. Pero él no hacía objeciones, ni tampoco, durante nuestras charlas, expresaba ningún deseo de interrupción de los procedimientos. No obstante, como yo sospechaba que podrían llegar a beneficiarnos a ambos, le permitía intervalos. Los intervalos en sí mismos, cuando ocurrían, no importaba en qué coyuntura, en qué punto crucial, precedidos por no importaba qué punto muerto, se pasaban, naturalmente, en silencio. No era nada infrecuente que ellos fueran tanto precedidos como seguidos por un idéntico silencio, pero esto no equivale a decir que en tales ocasiones su propósito resultase ofendido. Normalmente su disposición era tal que muy poca cosa se podía conseguir mediante la insistencia, o mediante la persuasión. Cuando Kullus estaba dispuesto al silencio yo invariablemente se lo consentía, y me enorgullecía en tales ocasiones con táctica perspicacia. Pero no consideraba estos silencios intervalos, ya que no lo eran, y tampoco, creo, los consideraba así Kullus. Ya que si bien Kullus recaía en el silencio, no cesaba por ello de participar de nuestro examen. Nunca, en ningún momento, tuve yo razones para dudar de su activa participación, mediante palabra o mediante silencio, entre intervalo e intervalo, y yo calificaba lo que asumía era su devoción como real e inequívoca, y además, según me parecía a mí, obligatoria. Y así la naturaleza de nuestro silencio dentro del marco de nuestro examen, y la naturaleza de nuestro silencio fuera del marco de nuestro examen, eran totalmente opuestas.

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EL EXAMEN

Cuando empezamos, yo le permitía intervalos. Él nunca expresó deseo de éstos, ni tampoco objeciones. Así que yo me tomé la libertad de adjudicar su distribución y duraciones. No eran muy coherentes, pero le dieron un vuelco sustancial a lo que debo llamar la progresión de nuestras charlas. Con la tiza que obraba en mi poder yo iba marcando los horarios propuestos en el pizarrón, antes del comienzo de una sesión, para que él los examinara, y ofreciera cualquier crítica si se sentía movido a ello. Pero él no hacía objeciones, ni tampoco, durante nuestras charlas, expresaba ningún deseo de interrupción de los procedimientos. No obstante, como yo sospechaba que podrían llegar a beneficiarnos a ambos, le permitía intervalos.

Los intervalos en sí mismos, cuando ocurrían, no importaba en qué coyuntura, en qué punto crucial, precedidos por no importaba qué punto muerto, se pasaban, naturalmente, en silencio. No era nada infrecuente que ellos fueran tanto precedidos como seguidos por un idéntico silencio, pero esto no equivale a decir que en tales ocasiones su propósito resultase ofendido. Normalmente su disposición era tal que muy poca cosa se podía conseguir mediante la insistencia, o mediante la persuasión. Cuando Kullus estaba dispuesto al silencio yo invariablemente se lo consentía, y me enorgullecía en tales ocasiones con táctica perspicacia. Pero no consideraba estos silencios intervalos, ya que no lo eran, y tampoco, creo, los consideraba así Kullus. Ya que si bien Kullus recaía en el silencio, no cesaba por ello de participar de nuestro examen. Nunca, en ningún momento, tuve yo razones para dudar de su activa participación, mediante palabra o mediante silencio, entre intervalo e intervalo, y yo calificaba lo que asumía era su devoción como real e inequívoca, y además, según me parecía a mí, obligatoria. Y así la naturaleza de nuestro silencio dentro del marco de nuestro examen, y la naturaleza de nuestro silencio fuera del marco de nuestro examen, eran totalmente opuestas.

Ante mi anuncio de intervalo, Kullus cambiaba, o actuaba de tal modo que era como si sugiriese cambio. Su comportamiento, en estas ocasiones, no era coherente, ni tampoco, estoy convencido, era propulsado por motivos de resentimiento o animadversión, si bien sospecho que Kullus era conciente de mi vigilancia. No es que yo pretendiera que fuese de otro modo. Estaba obligado a señalar, y, de ser posible, verificar, cualquier cambio ostensible en sus modales, fuese por fuera del marco de nuestro examen o no. Y es sobre este punto que se me podría acusar de error. Ya que gradualmente parecía que estos intervalos procedían de acuerdo a sus términos. Y allí donde tanto la distribución como las duraciones habían sido mi derecho, y se habían vuelto mi imposición, ahora procedían de acuerdo a su dictado, y se volvían su imposición.

Ya que él viajaba de silencio en silencio, y no me quedaba otro rumbo de acción más que seguirlo. El silencio de Kullus, donde tenía derecho al silencio, se componía de numerosas características, de las cuales yo tomaba debida nota. Pero no me era posible seguir siempre sus rumbos, y allí donde no podía seguirlo, dejaba de ser su dominante.

La predilección de Kullus por las ventanas no fue dada por sentado. En cada intervalo, se retiraba a la ventana, y comenzaba desde su aventajada superioridad, como desde un origen. Al aproximarse, inicialmente, cuando se fijó la interrupción, él no le prestaba atención al aspecto más allá, ya fuera durante el día o durante la noche. Y sólo en su

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curso automático hacia la ventana, y en su falta de interés en el aspecto más allá, se mostraba coherente.

Tampoco representaba la predilección de Kullus por las ventanas una desviación respecto a épocas anteriores. Yo mismo había sufrido bajo su preocupación en ocasiones previas, cuando el orden de su habitación se había mantenido según una particular disposición de ventana y cortina, de acuerdo al día y la noche, y rara vez de acuerdo a mi gusto o mi comodidad. Pero ahora él no mantenía tal orden y no determinaba su apertura o cierre. Ya que no estábamos más en la habitación de Kullus.

Y la ventana estaba siempre abierta, y las cortinas estaban siempre abiertas.

No es que Kullus mostrara ningún interés en esta disposición constante, en los intervalos, cuando daba en notarlo. Pero así como sospecho que era conciente de mi vigilancia, de igual modo sospecho que era conciente de la disposición que yo había arreglado. Dependiendo de la intensidad de su silencio yo podía sospechar y concluir, pero allí donde su silencio resultase demasiado profundo como para producir ecos, yo ya no podía ni sospechar ni concluir. Y entonces, gradualmente, donde esto ocurría, yo empezaba a tomar el único rumbo de acción que me quedaba abierto, y puse fin a los intervalos arbitrariamente, recortando la duración propuesta, cuando ya no lo podía seguir, y no era más su dominante.

Pero esto no fue sino más tarde.

Cuando se abrió la puerta. Cuando Kullus, solo, entró, y el ínterin acabó. Me di vuelta desde la plena luz de la ventana, para prestarle la debida contemplación y bienvenida. Con lo cual, sin reserva ni duda, se movió desde la puerta como desde un refugio, y se paró en la luz de la ventana. Entonces miré cómo quedaba vacante la entrada, la que había sido su refugio. Y observé al hombre a quien le había dado la bienvenida, que había cruzado mi frontera.

De igual modo, ahora, observé los ítems escogidos, cada una en su lugar; el pizarrón, la ventana, la banqueta. Y la puerta se había cerrado y estaba ausente, y sin relevancia alguna. Inminentemente al abrirse y dar la bienvenida, la puerta había poseído relevancia. Ahora sólo un área atestiguaba actividad y padecía procedimiento, y sólo ésa era necesaria y válida. Ya que la puerta estaba cerrada y tan cerrada.

Con lo cual le ofrecí a Kullus la banqueta, la cual ubiqué para él. Él no hizo, en esta temprana coyuntura, ningún caso omiso de mis indicaciones; si bien no obedeció tanto, extendió su voluntaria cooperación. Esto alcanzaba para satisfacer mis requisitos. Que yo detectase en él deseo de aunar nuestros esfuerzos hablaba bien del progreso de nuestro examen. Era mi objetivo evitar todo aspecto de sujeción; una política común, entiendo, en exámenes similares. Aun así yo era naturalmente dominante, en virtud de poseer la habitación; habiendo él entrado por la puerta que yo ahora cerraba. Estar confrontado con los ítems especiales de mi propiedad, portadores del sello y disposición de su morador, sólo le permitía a mi visita un reconocimiento, y merced al reconocimiento, reconfirmación, y merced a la reconfirmación, apreciación, y merced a la apreciación, subordinación. Al menos, confiaba en que tal desarrollo tuviera lugar, e inicialmente pensé que así había sido. Hay que decir, no obstante, que sus modales, de vez en cuando, parecían bordear la indiferencia, si bien esto a mí no me engañaba, ni me

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ofendía. Yo la apreciaba como una utilidad a la que él estaba obligado, y autorizado, a recurrir, y asimismo como un tributo a mi propia mordacidad y paciencia. Y si entonces la apreciaba como una medida táctica, me generaba poca preocupación. Ya que parecía, en este momento, que la ventaja era mía. ¿No se había obligado a Kullus a asistir a este examen? ¿Y no era su asistencia una aceptación de aquella obligación? ¿Y no era su aceptación una reconfirmación de mi posición? ¿Y mi posición, por lo tanto, una posición de dominancia? Yo calculaba que así era, y ningún acontecimiento temprano me llevó a reevaluar este cálculo. A decir verdad, tan confiado estaba en los resultados de nuestras charlas, que decidí permitirle intervalos.

Instituir estos períodos me parecía tanto caritativo como político. Ya que esperaba que él se beneficiase de un período sin exigencia, estando así mejor equipado para los períodos de mayor exigencia que vendrían luego. Y, por un tiempo, no tuve motivos para dudar del buen criterio de este arreglo. Además, el contexto de la habitación en la cual Kullus se movía durante los intervalos era para mí de una total familiaridad y empatía, y para él no tanto. Ya que Kullus la había conocido, y ahora ya no la conocía, y ocupaba su lugar en ella como un extraño, y cuando cada interrupción era fijada, se veía obligado a recurrir a una convención particular y a un hábito de rumbo, para no enajenarse desesperadamente dentro de sus límites. Pero gradualmente se fue haciendo aparente que sólo en su curso automático hacia la ventana, y su falta de interés en el aspecto más allá, él se mostraba coherente.

Con antelación a su llegada, yo había omitido establecer un ítem en la habitación, uno que yo sabía que a él le sería familiar, y tan propenso a traerle sosiego. Y ni una sola vez comentó él la ausencia de una llama de la reja. Concluí que no reconoció esta ausencia. Para equilibrar esto, enfaticé la presencia de la banqueta, a decir verdad, la ubiqué para él, pero dado que él ni un asola vez comentó esta presencia, concluí que su incumbencia no la abrazaba. No es que fuera sencillo en ningún momento determinar por qué cosa en especial era capturada su incumbencia. No obstante, en los intervalos, cuando yo podía observarlo posiblemente con más fina separación, yo esperaba poder determinar esto.

Hasta que su inconsistencia empezó a causarme alarma, y su silencio, a confundirme.

Sólo puedo suponer que Kullus era conciente, en estas ocasiones, del escrutinio del cual era objeto, y estaba persuadido de tener que resistirse, y de actuar en contra. Así lo hizo, mediante una profundización de la intensidad de su silencio, y tomando rumbos que yo no podía seguir de ninguna manera, para que yo me viera aislado, y fuera de su silencio, y así, de insignificante influencia. Así que tomé el único rumbo que me quedaba abierto, y puse fin a los intervalos arbitrariamente, recortando la duración propuesta, cuando yo ya no lo podía seguir, y no era más su dominante.

Ya que si bien los intervalos habían sido mi imposición, ahora se habían vuelto su imposición.

Kullus no hizo objeción alguna a este ajuste, aunque sin duda notaba mi ansiedad. Ya que yo padecía ansiedad con sobrada causa, debido a la preocupación por el progreso de nuestras charlas, que ahora me parecían estar afectadas. Yo ya no tenía la certeza de si Kullus participaba de nuestro examen, ni la certeza de si él lo comprendía como el objeto de nuestra reunión. De igual modo, la naturaleza de nuestros silencios, que

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anteriormente eran claramente distintivos en su antagonismo: es decir, un silencio dentro del marco de nuestro examen, y un silencio fuera del marco de nuestro examen; ya no me parecía tan antagónica, en rigor de verdad eran indiscernibles, y eran un único silencio, dictado por Kullus.

Y así llegó el momento en que Kullus iniciaba intervalos según su propia inclinación, y recorría sus rumbos a voluntad, y yo podía reconocer cierta coherencia en su comportamiento. Ya que ahora yo lo seguía en sus rumbos sin mayor dificultad, y no había ninguna duración en especial para intervalo o examen, sino más bien una única duración, de la cual yo participaba. Mi devoción era real e inequívoca. Yo extendí mi voluntaria cooperación, y no hice objeción al procedimiento. Ya que era mi deseo aunar nuestros esfuerzos. Y cuando Kullus señaló la falta de una llama en la reja, yo estuve obligado a reconocerlo. Y cuando señaló la presencia de la banqueta, yo estuve igualmente obligado. Y cuando retiró el pizarrón, no le ofrecí crítica alguna. Y cuando cerró las cortinas no lo objeté.

Ya que ahora estábamos en la habitación de Kullus.