el enigma del santo grial cesar orta

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Una trepidante novela de aventuras,acción e intriga; impregnada demisterio desde la primera hasta laúltima página.

Año 1367. Los dos hombres másimportantes de una clandestinasociedad cátara aparecentorturados y asesinados en la ciudadde Narbona, al sur de Francia.Pertenecen a la hermandadencargada de guardar el Santo Grialdesde hace siglos.

Raimond Guibert, jefe militar delpapa Urbano V, haciendo un favor ala mujer que lo adoptara en su

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infancia, se desplaza hasta Narbonapara indagar sobre estas muertes.Mientras lleva a cabo sus pesquisas,conocerá a Joseph Clyment, unmiembro de esta secreta sociedadcátara. Este le revelará que desdehace siglos son los responsables demantener oculto el Santo Grial, quefue guardado por sus predecesores,y necesita encontrar el lugar dondeestá escondido antes de que lohagan los que asesinaron a suslíderes, si es que no lo han hechoya. Raimond aceptará ayudarle alestar convencido de que estabúsqueda le llevará hasta el

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asesino.

La búsqueda estará llena de pistasque deberán descifrar si quierenencontrar el cáliz de Cristo. Perotambién estará llena de peligros.

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César Orta

El enigma delSanto Grial

ePub r1.0Kars 01.10.14

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Título original: El enigma del SantoGrialCésar Orta, 2014

Editor digital: KarsePub base r1.1

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Capítulo 1

Abril de 1367Narbona, al sur de Francia

Todo había sucedido en un suspiro. Dela paz y la tranquilidad en la que estabainstalado en su vivienda un instanteantes, a verse ahora maniatado yaterrorizado por aquellos hombresencapuchados.

No hacía ni una hora que DiégueCabart se había quedado solo en suopulenta vivienda. Desde hacía unos

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meses, siempre que anochecía daba porterminado el trabajo y mandaba a suscasas a todos sus subordinados, inclusoal mayordomo y los esclavos. Queríaestar solo, aspirar los recuerdos quevagaban por la casa. Los recuerdos deuna mujer perdida, una mujer que lo fuetodo para él, una suerte de amor eterno:su esposa, que falleció unos meses atrás.Sabía que se reuniría con ella en el másallá, cuando a él le llegara la hora deabandonar su cuerpo terrenal. Entoncesvolverían a fusionarse como una solaalma, y serían felices para toda laeternidad. Pero todavía le quedabanaños para reencontrarse. O no.

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Diégue se encontraba tranquilamentesentado al lado de la chimenea cuandosurgieron de la nada, por la espalda.Dos fornidos hombres lo agarraron sincontemplaciones, lo levantaron delasiento y lo colocaron frente a unhombre bajito. No podía verles la cara,tan embozados como iban y debido a lassombras que allí reinaban, exiguamentealumbrados por las llamas de lachimenea y por un par de velas en unamesa cercana.

Su mente comenzó a procesar lo queocurría, una vez que el pavor le dejópensar. Intentó liberarse, pero todas susintentonas fueron infructuosas. Eran

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mucho más fuertes que él. Tragó salivaal observar que en total eran cincopersonas las que le rodeaban, y él estabasolo amparado en la falsa seguridad desu casa. Maldijo haber decidido vivirsolo una vez que su esposa murió. Consus esclavos en la casa todo habría sidodistinto, o al menos habría podido hacerfrente a esta situación. Ahora estaba enmanos de Dios. O mejor dicho, deldiablo.

—No temas por tu vida —habló porfin el hombre bajito, que parecía llevarla voz cantante. Dejó pasar unossegundos—. Si me dices lo que quierosaber, nos marcharemos tal y como

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hemos venido.Diégue lo miró a los ojos, que era lo

único que las ropas no ocultaban. Nopodría decir de qué color eran, pero sípodía ver en ellos la determinación y lamaldad.

—¿Qué es lo que quiere? ¿Dinero?—preguntó con un hilo de voz.

—No, no se trata de dinero —contestó pausadamente. La voz estabadistorsionada por el embozo y parecíavenir del inframundo—. Quiero saber ellugar donde escondéis vuestro tesoro.

El estómago de Diégue dio unvuelco. El temor que había sentido alver peligrar su vida dio paso al terror

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puro y duro. Se quedó sin habla, nisiquiera podía pensar. Estababloqueado, sin capacidad de reacción.

—Dinos dónde se encuentra, y tedejaremos vivir —insistió.

Diégue lo miró con horror. No puedeser cierto, esto no puede estar pasando,se dijo incrédulo. Intentó calmarse unpoco y pensar. Tal vez se tratara de otraclase de tesoro. Tenía que ganar tiempoy, sobre todo, despistarles.

—¿Tesoro? Si se refieren a las joyasy todo lo que poseo de valor, puedenllevárselo. Absolutamente todo —dijocon falsa calma.

El jefe de los encapuchados

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endureció su mirada y tardó enresponder.

—No juegues conmigo. Te loadvierto. —Su voz se endureció—. Hevisto el temor en tus ojos al mencionarel tesoro. Sabes perfectamente a qué merefiero. Por tu bien, y por última vez, tepregunto: ¿Dónde se encuentra el tesorode los cátaros?

—Yo no sé nada del tesoro de loscátaros. ¡Ni siquiera soy cátaro! —sedefendió cada vez más acorralado—.¡Soy un cristiano devoto! Osconfundís… ¡os confundís de hombre!—Comenzó a jadear y a negar con lacabeza—. No sé a qué se refiere. Yo…

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En ese momento un puñetazo en elestómago cortó sus excusas.

—Amordazadlo —oyó queordenaban.

Acto seguido, fueron enrollandotodo su cuerpo con una cuerda gruesa yrasposa, dejando los brazos pegados alcuerpo y continuando por las piernas.Antes de darse cuenta, ya estabamaniatado desde los hombros hasta lostobillos. Lo llevaron en volandas hastala mesa que había en aquella estancia ylo tumbaron sobre ella. Comenzó a gritardespavorido, pidiendo ayuda, por sialguien en los alrededores podíaescucharle. Una mano poderosa le tapó

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la boca. Pero no era por su vida por loque temía.

—Quitarle los zapatos —ordenó elhombre bajito mascando su odio. Nopodía permitirse fallar otra vez.Acababan de torturar infructuosamenteal líder de la sociedad cátara. Se habíamostrado impenetrable a sus deseos, yno había conseguido información algunasobre la ubicación del tesoro. Cuandoelevaron el grado de las torturas con elfin de lograr la ansiada revelación, sucuerpo no pudo aguantar más, dada suvejez, y murió, dejándolo en la miseria.Ahora tenía una nueva oportunidad, y nopensaba desaprovecharla. Estaba ante el

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segundo hombre más importante de loscátaros en esta región.

Uno de los encapuchados, que sehabía mantenido al margen, ante un gestodel hombre bajito, sacó un afiladísimocuchillo. Se puso en cuclillas al lado dela mesa y agarró un pie desnudo deDiégue. Con maestría, dada suexperiencia en las artes de la tortura,comenzó a desollarle la planta del pie,en tiras pequeñas.

Diégue aulló enloquecido, víctimade un dolor insoportable. A pesar detener la boca tapada por una manocallosa, el grito fue ensordecedor.

—Dime dónde se encuentra vuestro

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tesoro, y todo habrá acabado —escuchóen la lejanía. Todo su entorno habíacambiado, era como si estuviera a milesde kilómetros, pero pudiendo observarlo que allí acontecía. Pero su mente seconcentraba en algo mucho másimportante. No podía revelar el secreto,era uno de los guardianes del cáliz deCristo, conservado por sus antepasadosdesde hacía más de mil años. No podíafallarles, él no. Debía mantenerse firme,y soportar el dolor.

Ante su mutismo, ordenó al verdugoque continuara. Este, impávido, desollóotra tira de la planta del pie. Un nuevoaullido reverberó en la estancia

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caldeada por la imponente chimenea.Cuando terminó de desollar la planta delpie completo, esperó instrucciones.

El jefe de los encapuchados seacercó al rostro deformado por el dolorde Diégue.

—Dime dónde está escondido elSanto Grial, o te torturaré durante todala noche —amenazó escupiendo cadapalabra.

Diégue no podía soportarlo más,pero la idea de ser el traidor era másfuerte que el dolor. Debía aguantar, Diosle ayudaría. Cerró los ojos con fuerza ycomenzó a rezar.

Cuando el verdugo terminó de

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desollarle por completo la planta delotro pie, el hombre bajito se agachópara poder susurrarle al oído.

—Esto no ha hecho más queempezar. Apenas llevaremos media horainfringiéndote dolor. Hasta el amanecerquedan más de diez horas. Y cada vez eltormento será peor. Dime lo que quierosaber, y todo habrá acabado.

Aquellas palabras sonaban tan bien.Lo cierto era que ya hacía tiempo que nopodía soportar más dolor. Era terrible.Para él había pasado una eternidad, yese hombre encapuchado venido delinframundo le aseguraba que solamentehabía transcurrido media hora. Dios,

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perdóname, se dijo entre sollozos,incapaz de aguantar ni un segundo más.

El jefe de los encapuchados escuchócon satisfacción el lugar donde estabaescondido el Santo Grial, el tesoro delos cátaros. Una nueva dimensión seabría ante él. Con el cáliz de Cristo ensu poder, podría conseguir lo que sepropusiera. Todo sería cuestión demanejar los hilos con inteligencia. Sumente vagó por múltiples posibilidades,a cual mejor, pero no debía entretenerseahora en fantasías. Debían salir de allícuanto antes.

—Terminad el trabajo —ordenó ados de ellos. Él, por su parte, se marchó

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escoltado por los otros tres hombres.Mañana sería un gran día. Mañanatendría el Santo Grial en su poder.

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Capítulo 2

En cuanto atravesó los muros de laciudad, Laurent Rollant avivó el pasohasta casi ir a la carrera. Era tarde.Incluso estuvo a punto de no poderentrar en la ciudad al haber anochecidohacía más de dos horas. El último tramodel viaje lo habían hecho en laoscuridad, intentando no romperse lacrisma al tropezar con una de lasmúltiples piedras del camino. Por suertehabía luna llena y suavizaba un tanto lospeligros del camino.

Serían alrededor de las nueve de la

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noche. Maldijo para sus adentros. Era ladesventaja de viajar en grupo, junto conjornaleros y mercaderes, pero viajarsolo era un suicidio, tentar a la suerte.Los malhechores se escondían tras losárboles al borde de cualquier camino;estaban en todas partes. El viaje, ya depor sí complicado para hacerlo en unsolo día, había tenido imprevistos, comosolía pasar cuando la premura erafundamental. Dio gracias por habersalido cuando el sol comenzaba aintuirse tras las montañas. Ese madrugónle daba la posibilidad de presentarse encasa del mercader, y no esperar al díasiguiente. Eso le habría retrasado

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demasiado, ya que esperaba salir devuelta a casa al amanecer. Así que,aunque le molestara enormementepresentarse a esas horas en casa delmercader, no tenía otra opción.

Intentó convencerse de que sealegraría de verle. No es que seconocieran demasiado, pero sí losuficiente. Llevaban varios añoshaciendo tratos importantes para ambaspartes, y aunque se vieran una vez alaño, dos como mucho, se llevabanbastante bien, surgiendo una lealamistad. Sí, se alegraría de verle. Y másque lo haría al comprobar la magnituddel encargo. Tenía un enorme pedido

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que satisfacer, y necesitaba una cantidadingente de cuero y pieles. Su negocio ibaviento en popa, como nunca antes. Si supadre viviera, se sentiría orgulloso deél. La curtiduría donde nació no teníanada que ver con la que había logradoconseguir. Había prosperado mucho, yparecía no tener fin este progreso. Cadavez eran más los pedidos, más grandeslos encargos. Esto le hacía soñardespierto, soñar con llegar a hacer unafortuna, con poder dedicarse única yexclusivamente a llevar el negocio sintener que mancharse las manos. Estabaconvencido de que ese día llegaría. Susojos resplandecieron de ilusión,

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mientras recorría las calles en direccióna la vivienda de este importante yacaudalado mercader. Tal vez un díapudiera ser como él. Sí, llegaría a serlo,sin ninguna duda. Una sonrisaespontánea brotó sin trabas. Las callesestaban desiertas a esas horas, así quenadie podría tratarlo de loco por reírsesolo.

Avivó todavía más el paso, yaquedaba poco para llegar a su destino.Sintió una leve opresión en el pecho ysuspiró resignado. Tal vez molestara almercader por presentarse tan tarde. Casiestaba convencido de ello, perointentaba pensar lo contrario para

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encontrar las fuerzas suficientes comopara presentarse a unas horas tanintempestivas. Sobre todo rezó para queno estuviera acostado, porque entoncesno dudaba que le daría un puñetazo en lacara. Esta broma tuvo un efectobalsámico, justo en el momentoapropiado, al ver la casa del mercader aunos pocos pasos.

Laurent Rollant ralentizó suendemoniado caminar, con el corazóndesbocado ante la idea de llamar a lapuerta. ¿Qué cara le pondría? Suspiróprofundamente y miró a ambos lados dela calle, totalmente desierta y envueltaen una penumbra fantasmagórica. Se

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armó de valor y dio los últimos pasoshasta plantarse frente a la puerta. Alzó lamano para golpearla, pero se detuvo enel último instante. La puerta no estabatotalmente cerrada. Una minúsculaabertura así lo confirmaba. Arrugó elentrecejo, extrañado. Tal vez habíasalido un momento de la casa y habíadejado la puerta entornada. Era unaposibilidad. Volvió a mirar a sualrededor. No se veía ni un alma, y elsilencio era inquietante. Llamó a lapuerta dos veces, tímidamente. La puertase abrió un poco. Laurent tragó saliva.¿Habría ocurrido algo? Los nervios sepusieron a flor de piel. Llamó dos veces

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más, esta vez con decisión, ayudando aespantar su creciente miedo, y la puertase desplazó un tramo más. Esperó unosinterminables segundos. Nadie salía arecibirle. Tampoco se oía nada en elinterior de la vivienda. Miró porenésima vez a su alrededor, y entródecidido. Tal vez el mercader necesitarasu ayuda. Avanzó con paso firme ypreparado por si era atacado por algúnladrón, pero se dio cuenta quenecesitaba algo contundente paradefenderse en tal caso. Mientrasencontraba algo útil, se quitó la bolsa decuero de su espalda y la puso comoescudo para prevenir un mal encuentro.

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Cuando llegó a la cocina cogió uncuchillo, y ya, más tranquilo, fue enbusca del mercader. Lo llamó a voz engrito, cada vez más seguro de que algole había ocurrido. Poco tardó en dar conél. Nunca había estado en esa sala, dehecho, sólo había estado en una estancia,en la que despachaba a los clientes, perocuando la examinó estuvo a punto dedesmayarse. Un par de velas malamentealumbraban la estancia, siendo el fuegode la chimenea lo que más contribuía aque pudiera ver la imagen más horribleque había visto jamás. Colgado deltecho por los pies, estaba DiégueCabart, el importante y acaudalado

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mercader, desangrado como un cerdo,dado el gran charco de sangre que habíaen el suelo. Le habían degollado, y lacara estaba cubierta de sangre, con losojos muy abiertos en un rictus deespanto. El pelo, tanto de la cabezacomo de la barba, todavía goteabasangre. En el torso desnudo, le habíandibujado una cruz, posiblemente con supropia sangre.

Laurent se quedó petrificado,mientras la bilis pugnaba por salir. Nopodía asegurar que fuera el mercader;era difícil saberlo, al estar bocabajo,con el rostro deformado por el horror ycubierto de sangre, pero ¿quién podía

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ser si no? Además no podía pensar conclaridad, estaba bloqueado, la imagenera dantesca. Las arcadas le hicieronreaccionar, y salió de la casa espantado,con la mente en blanco. Era incapaz depensar. Tan sólo quería salir corriendo yno detenerse hasta llegar a su casa alamparo de su familia. Al salir a lafresca noche, pudo calmar las arcadas,aunque tuvo que detenerse a recobrar elaliento, entre toses profundas.

—Por Dios bendito, ¡quién hapodido hacer algo así! —susurródespavorido, boqueando con avideztratando de serenar un poco superturbado ser. Se enderezó y se pasó la

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mano por la cara, respirandoagitadamente todavía. No podía creer loque había visto. En ese momento creyóoír voces, voces cercanas. Giró sucabeza y vio a un grupo de hombrescorriendo en su dirección, mientrasestos parecían gritarle algo. Laurenttodavía se encontraba en estado deshock, y no escuchaba con claridad, nitampoco podía pensar con lucidez.

—¡Alto ahí! ¡Tire el cuchillo! —logró oír en esta ocasión, cuandoestaban a unos pocos pasos de distancia.Laurent, en un acto reflejo, se miró lamano derecha, donde todavía asía elcuchillo. Alzó la mirada ante los

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hombres que se detuvieron ante él. Erancuatro, y tres de ellos mantenían alzadassus espadas a la vez que lo rodeaban.Las palabras se le agolpaban en lamente, pero su boca se mostraba reaciaa decir algo.

Dos de ellos le agarraron y ledesarmaron con facilidad.

—Soy el preboste. ¿Quién es vos yqué hace aquí con un cuchillo en lamano? —preguntó amenazadoramente.

—Soy… soy Laurent… LaurentRollant, de Carcasona —balbuceó.Señaló pausadamente hacia la casa delmercader—. Lo han asesinado —dijocon expresión ausente, todavía

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perturbado por lo que había visto.El preboste miró al único hombre

que no iba armado, un vecino que habíaido en su busca al escuchar gritos dentrode la casa del mercader.

—Te dije que había oído gritos —aseguró categórico al preboste. Esteordenó a uno de sus soldados que seadentrara en la casa, mientras taladrabacon la mirada a Laurent. Aquelmalnacido había asesinado a uno de loshombres más importantes de Narbona.

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Capítulo 3

Tras las obligadas y educadaspresentaciones, el enviado especial delrey de Francia exponía el motivo que lehabía llevado hasta allí. Hablaba conaltivez, acostumbrado a mirar porencima del hombro al mundo entero. Ensu tono de voz podía distinguirse unacierta exigencia. Bien era cierto quehablaba en nombre del mismísimo rey,pero aún así tenía que tener presenteante quién estaba.

Raimond Guibert asistía a aquellaentrevista, siendo un privilegiado

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espectador. Como jefe militar del papaUrbano V, debía estar presente en todassus auditorías, ejerciendo deguardaespaldas del sumo pontífice.Nunca perdía detalle de cuantasconversaciones se desarrollaran enaquella enorme sala. Para un jefe militarpapal era normal departir a posterioricon el papa todas y cada una de lascuestiones que en el auditorio setrataran. Y en este caso, más si cabe. Elsumo pontífice le respetabaenormemente.

Raimond Guibert ya llevaba casicuatro años a las órdenes del papaUrbano V. Cuando recibió la propuesta,

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no lo dudó. Por aquel entonces, conveintiséis años de edad, siendo unsoldado que servía a la Iglesia, estabaya cansado de luchar por la cristiandadasesinando herejes en nombre de Dios.Muy lejos quedaban los diecinueveaños, en los que lleno de ilusión yacérrimo creyente en Dios, se alistó porprimera vez como mercenario para laextinción total del paganismo en elnoreste de Europa, campaña emprendidapor la orden militar llamada Orden delos Caballeros Teutones, creada asemejanza de los desaparecidosCaballeros Templarios. Asítranscurrieron siete largos años. Ya no

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quedaba nada del sueño que siemprehabía añorado desde su niñez:convertirse en caballero y luchar contrala herejía. Esta vida que tanto habíaanhelado de niño le había enseñado lopeor del ser humano. Muertes y másmuertes en nombre de Dios. Así quepara él fue una liberación aquellapropuesta, sobre todo porque venía departe de un papa que, por lo quecontaban de él, podía agradarle. Nadaque ver con anteriores pontífices máspreocupados por satisfacer susvanidades que por seguir el ejemplo deCristo. Por lo que sabía, Urbano V teníaun buen corazón.

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Tras casi cuatro años a sus órdenes,podía afirmarlo. En ese tiempo, el papahabía organizado la corte pontificia demanera que fuese modelo de vidacristiana, cortando de raíz no pocosabusos. Trató de dar los cargoseclesiásticos a personas dignas. Expulsódel Palacio Papal a todas las personasociosas, reduciendo así notablemente laingente burocracia pontificia. Urbano Vmantenía con firmeza sus propósitos entodo lo que consideraba justo. Desde susprimeras actuaciones fue consideradopor todos como el verdadero Pastor dela cristiandad. Y no sólo eso: junto a lareforma de costumbres le preocupaba

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también la elevación del nivel culturaldel pueblo. En los albores delhumanismo, Urbano V no escatimabamedios para promover las ciencias ycrear nuevos centros de estudios. Aruegos del rey de Polonia erigió laUniversidad de Cracovia, autorizándolapara enseñar todas las ciencias, aexcepción de la teología. En laUniversidad de Montpellier fundó uncolegio de médicos, dotando con suspropias rentas a doce estudiantes ysufragando los gastos de otrosinnumerables alumnos en diversoscolegios. Para la cristiandad, era unabendición contar con un verdadero

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sucesor de San Pedro.—Como ya expliqué en la misiva

que envié a su señor el rey de Francia—habló el papa con voz serena y dulce— estoy decidido a regresar a Roma. Lacristiandad necesita fijar la sedepontificia en la Ciudad Eterna, algo quepor desgracia se perdiera hace yademasiado tiempo, allá por 1309,cuando el papa Clemente V la fijó aquí,en Aviñón.

—¡Pero no debéis abandonarFrancia! —replicó Esteve Moreau,indignado. Su poderosa voz reverberócomo un estallido en la enorme ysilenciosa estancia. Raimond entrecerró

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los ojos y miró con creciente ira alenviado especial del rey—. El PalacioPapal deber seguir aquí —continuó máscomedido—. Hay que pensar en elfuturo de Francia. Que la sede papal seencuentre aquí, no sólo da prestigio,sino también riquezas, queindirectamente proporcionan bienestar atodos los cristianos de estas tierras,erradicando la pobreza. Hay que pensaren esas gentes que se morirían dehambre si vos decidierais abandonar elPalacio.

Raimond Guibert se removió en suasiento, asqueado de escuchar tan vilesartimañas. Su Santo Padre no caería en

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la trampa, o eso esperaba. Las riquezasde las que hablaba sólo caían en lossacos de los ricos y poderosos. A lasgentes humildes no llegaban ni lasmigajas de sus derroches. Miró al papapara ver su reacción. Lo conocíademasiado bien como para asegurar queesas patrañas no habían hecho efecto.Volvió a acomodarse más tranquilo y suespada golpeó contra el reposabrazos dela silla. Todavía no se habíaacostumbrado a tener que sentarse con laespada al cinto, dada la incomodidad,pero así debía ser. Era el protocolo.Estaba sentado en el lateral delauditorio, con la espalda pegada a la

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pared, a unos ocho metros del tronopapal, el cual se elevaba sobre unasgradas de tres escalones, franqueado pordos miembros de la guardia papal. A suderecha estaban sentados los hombresde confianza del papa. A su izquierda,de pie, estaba su mejor amigo: EtienneMartine, soldado a sus órdenes. Frenteal Santo Padre, tres escalones pordebajo y a una distancia de unos tresmetros, se colocaba el entrevistado, enesta ocasión Esteve Moreau. Su escoltase situaba un metro por detrás de este,todos de pie frente al sumo pontífice.

—No se trata de riquezas, hijo mío—contestó afablemente el papa,

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inmutable—. San Pedro no fundó laIglesia para enriquecer al pueblo, nipara mantenerlo. Fundó la Iglesia parallevar la palabra de Dios a todos losrincones de este mundo. Para que todohombre, independientemente de sucondición o lugar, pueda unirse alcristianismo, la verdadera y únicareligión. —Aquí se detuvo un instante ybajó la cabeza, reflexivo, juntando losdedos de ambas manos. Se ajustó latiara papal, y clavó su mirada en suinterlocutor—. La Santa Sede, si quieresalvar su ecumenismo contra lasnacientes herejías y frente al pujantenacionalismo de los Estados europeos

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que están surgiendo, debe retornarurgentemente a su centro natural ehistórico: Roma.

El silencio se apoderó de la sala,mientras el enviado especial rumiaba laspalabras del papa. Raimond sonriósatisfecho, sabía que la decisión deregresar a Roma había sido como unlatigazo para el rey de Francia y paramuchos cardenales franceses. Sinembargo, las demás naciones cristianasestaban a favor de este cambio. Sólo elenriquecimiento personal nublaba lavista a estos presuntuosos.

Esteve Moreau luchaba porcontrolar su ira, saltaba a la vista. Los

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gestos le delataban.—Pero Roma… ¡Roma está muerta!

—aseguró categórico—. Sus calles y susplazas están obstruidas por losescombros. Las iglesias principales, y¡hasta el mismo palacio de los papasyacen medio derruidos! ¡Es una locuralo que vos pretendéis! —bramóapretando los puños—. Debéisrecapacitar, por el bien del cristianismo—amenazó con valentía.

Raimond Guibert comenzaba ahartarse de ese bravucón sin respeto nieducación alguna. Se removía en suasiento como si estuviera sentado sobrebrasas incandescentes. Estaba a punto de

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estallar, y si no lo había hecho ya erapor respeto al papa. Debía aguantarsentado, como un buen vasallo. A sustreinta años había visto, e inclusosoportado, toda clase de injusticias, asíque ahora no podía abandonarse a sufuria, estaba en el interior de los murosdel Palacio Papal.

Urbano V suspiró, entrelazó susmanos y bajó la mirada; parecíacansado. El silencio se apoderó de lasala, mientras Esteve Moreau seimpacientaba, cambiando de postura sincesar.

—Roma será reconstruida con laayuda de Dios. Como ya comuniqué a tu

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señor el rey Carlos V —anunció el papasin levantar la cabeza, con voz firme—,todo está preparado para que dentro deaproximadamente un mes zarpe en unagalera del puerto de Marsella rumbo alas playas de Italia, con el propósitofinal de establecerme en el Vaticano.

Esteve Moreau se puso rojo de ira ymiró desafiante al papa.

—¡Estáis loco! —vociferó fuera desí—. ¡El rey no permitirá semejantetraición al pueblo francés! ¡Será mejorque os retractéis ahora mismo! —gesticulaba presa de una furiaincontrolable.

Raimond Guibert se levantó como un

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resorte, incapaz de contenerse ni unsegundo más, y avanzó a grandeszancadas hacia aquel estúpido arrogante.

El papa Urbano V levantó la manopara tranquilizar a su jefe militar ydetener su avance. Sabía que cuando sufuria estallaba, era incontrolable.

Raimond Guibert vio al papa alzarla mano, y se detuvo a regañadientes, aunos tres o cuatro metros del enviadodel rey, que lo miraba incrédulo.

—¡Te aconsejo que muestres unpoco de respeto, estás ante el SantoPadre! —rugió Raimond, retándolo conla mirada.

Esteve miró de reojo a su escolta,

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que no habían movido ni un músculo.Entrecerró los ojos y escrutó a aquelsoldado. Por la vestimenta, nopertenecía a la guardia papal. Debía deser el guardaespaldas del papa. Habíaoído hablar de él. ¿Y quién no? Se leconocía en toda Francia.

—Y yo te aconsejaría no dirigirte amí de malos modos —contestó altivoEsteve Moreau—. Soy el enviado delrey.

—El enviado del rey… —mascullóRaimond con desprecio—. Eres escoria,¡escoria del rey! —gritó tan alto queretumbaron los muros del Palacio.

Etienne Martine, la mano derecha de

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Raimond, soltó una risa cavernosa,apenas audible. Había avanzado dospasos y tenía la mano derecha sobre elpomo de la espada, preparado por si sugran amigo y jefe militar quería dar unalección a aquel desgraciado.

—¡No tolero que me insultes!¿Quién te crees que eres? —bramóherido en su orgullo, contrariado porverse humillado públicamente.

—¿Y quién te crees que eres tú? —gritó Raimond avanzando hacia él. Enesta ocasión obvió al papa, que le pedíacalma—. Te presentas aquí, en la casade Dios, e insultas, vociferas yamenazas al papa, al representante de

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Dios en la Tierra. —Se colocó frente aél, a un palmo de distancia, amenazante.Estaba rabioso.

Esteve Moreau, lívido, buscó dereojo la ayuda de su escolta, pero estosseguían tan inmóviles como estatuas. Dehecho parecía que ni respiraran. Levantóla mirada ante aquel mercenario, que lesacaba dos palmos de altura. Se sintióminúsculo, sobre todo por su mirada,que le atravesaba como dos puñales. Loexaminó un momento: pelo castañolargo, barba recortada, y unos hombrostan anchos como un buey. Parecía apunto de arrollarle.

El jefe de la escolta del enviado del

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rey sudaba profusamente. Sabía que sisacaba la espada se produciría unacarnicería. Ellos morirían ante lasuperioridad de la guardia papal. No, élno sería el responsable de aquello. Rezópara que aquel soldado capaz deenfrentarse a un hombre tan poderosocomo Esteve Moreau no hiciera unalocura, y al final todo quedara en unenfrentamiento verbal. Sabía de quién setrataba. No podía ser otro que el jefemilitar del papa. Circulaban muchasleyendas sobre él. De hecho, se leconocía por varios sobrenombres; unode ellos era «La mano de Dios». Sehabía granjeado la fama en el campo de

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batalla, donde había salido siemprevencedor, en batallas épicas frente a losherejes. Decían que era invencible, quenunca jamás habían visto luchar a nadiecon tanta ferocidad ni maestría, que suespada la guiaba el mismísimo Dios.Sabía que seguramente exageraban, peroalgo de verdad habría. Él también habíasido soldado y había luchado para laIglesia. Lo miró nuevamente, demomento no hacía mención de llevar lamano a su espada.

El papa Urbano V se levantó de sutrono y pidió calma.

—Raimond, por favor, vuelve a tusitio —pidió con una tranquilidad

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pasmosa.Raimond dedicó una mirada

irascible a Esteve antes de dar mediavuelta y ocupar su silla.

—Creo que esta audiencia se hasalido un poco de tono. Espero quepodamos volver a hablar como gentescivilizadas que somos —intentó serenarlos ánimos el papa.

Esteve Moreau resopló aliviado,realmente había pasado miedo. Yarecompuesto, recobró su altivez.

—Aquí no hay nada de lo quehablar. He sido humillado, como unvulgar campesino. Me marcho para novolver jamás. Tendréis noticias del rey,

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tenedlo por seguro —anunciódespectivo y amenazador. Dicho esto semarchó a grandes zancadas, con lacabeza muy alta. No podía perder ladignidad.

El papa bajó de su tronocariacontecido, la audiencia había sidolamentable. Se dirigió hacia Raimond.

Raimond Guibert se levantó furioso.Se había quedado con las ganas de darlesu merecido a ese maldito Esteve comose llamara. Masculló palabrasinconfesables, presa de su ira. Notócómo una mano se apoyaba en su brazo.Era el papa.

—Raimond, Raimond, Raimond…

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—dijo pesaroso—. Cuando tu furiasobrepasa los límites de lo racional erescomo un perro rabioso —continuó sinreproche alguno—. No dudo que en elcampo de batalla esa furia te sirva paravencer al enemigo, pero tienes querecordar dónde estás ahora. —Palmeósu brazo un par de veces de formacariñosa.

Raimond bajó la cabeza un instante,sabedor de que tenía razón. En parte.

—No podía dejar que le insultara,que le faltara al respeto. Vos sois elpapa, por el amor de Dios —se defendió—. Sé que me he excedido, y le pidoperdón por ello. Pero no permitiré nunca

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que le traten así. Antes tendrán quepasar por encima de mi cadáver —aseguró categórico.

El papa sonrió tímidamente.—Hoy te has ganado un nuevo

enemigo. Bueno, nos hemos ganado unnuevo enemigo. Al rey Carlos V no legustará nada lo que su enviado le cuente.No descartaría que se presentara aquíexigiendo una explicación. Aparte denuestra negativa a mantener aquí elpapado, que eso sí que le enfurecerá —pareció pensar en alto.

—No me preocupa lo que piense elrey. Si viene con arrogancia exigiendouna explicación, mi espada está

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dispuesta a dársela —afirmó Raimondtodavía iracundo.

El papa Urbano V se escandalizó.—Raimond, estás en la casa del

Señor. Él quiere la paz por encima detodo. Y no seas tan arrogante tú también.Estás hablando del rey de Francia.

—Sabes perfectamente que podríareunir a un ejército mayor que el quepudiera reclutar el rey de Francia. Siviene aquí amenazando u ordenando queno nos desplacemos a Roma, loaplastaré como a un mosquito —asegurócon rabia.

—Será mejor que dejemos estaconversación, todavía estás muy

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alterado, y divagas —indicó el papa conmalicia, marchándose a continuación.

Raimond sonrió levemente. Habíapecado de soberbio, pero era larealidad. Podría formar un ejército muypoderoso, millares de soldados ymercenarios se ofrecerían para lucharpor el papa, incluso ante reyes. Perocomo bien le había dicho, sería mejorzanjar el tema, necesitaba templar losnervios.

—¿Nos vamos? —preguntó EtienneMartine, que se había acercado, con unamueca que parecía ser una sonrisa.

Raimond Guibert lo miró. Su mejoramigo y fiel soldado era un gruñón sin

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remisión, pero en situaciones como laque se había dado hacía un momento,disfrutaba como un enano.

—Sí, vámonos, necesito aire fresco.Tú puedes irte a casa, no necesito tusservicios por hoy.

—Muy bien, Raimond. Mi familia sealegrará —dijo con su habitual rostroceñudo—. Mañana por la mañanaregresaré. Por cierto, has estadobrillante. Ese cabrón necesitaba unacura de humildad. —Los ojoscomenzaron a brillar, y su singular risacavernosa volvió a hacer acto depresencia—. No se me va de la cabezasu expresión cuando te has enfrentado a

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él. —Otra vez esa peculiar risa—. Yapuedo morirme feliz —dijo mientras semarchaba por el patio empedrado, conuna media sonrisa.

Raimond sonrió divertido mientrasveía marchar a su compañero de armas.Pensó que su amigo estaba en lo cierto,que había valido la pena. Aquel enviadoespecial del rey bien necesitaba que lebajaran los humos, aunque comenzaba aestar un poco dolido por haber falladoal papa. Se había excedido, pero nohabía podido evitarlo. Se encaminóhacia las caballerizas para encontrar elsosiego que buscaba. Al llegar y ver asu caballo, todo su ser se serenó.

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—Hola, pequeño —le susurró condulzura, acariciando su cuello. Raimondera un amante de los animales, enespecial de los caballos. Desde niñosiempre había sentido predilección porestos animales tan poderosos, tan bellos.Y con este caballo, en particular, teníauna simbiosis difícil de explicar.Llevaban juntos desde hacía once años,exactamente desde que se alistó comosoldado para la Iglesia. Lo compró enMontpellier, y desde entonces no sehabían separado jamás. Fue su primercaballo, en un momento de su vidadonde pasó de ser escudero a caballero,donde cumplía su sueño de luchar contra

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los herejes en nombre de Dios. Quélejos quedaba todo aquello. Quisoborrar de su mente aquellos recuerdos yse concentró en su caballo. Lo acariciócon esmero, con cariño, mientrasliberaba toda la tensión y calmaba susnervios.

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Capítulo 4

Unos pasos acelerados reverberaron enlas calles prácticamente solitarias.Hacía poco que había anochecido y lasgentes de bien cerraban sus negocios oya habían regresado a sus casas detrabajar. Era la hora en la que lastabernas y las casas de prostitucióncomenzarían a llenarse y a alborotar latranquilidad de la noche.

Edgard Rollant caminaba como siestuviera poseído por el demonio.Necesitaba contarle lo ocurrido a sumadre. Desde luego, no podía ser

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portador de peores noticias y tenía unnudo en el estómago imposible dedigerir, pese a repetirse constantementeque todo se resolvería favorablemente.

Todo había comenzado una horaantes, cuando sus sobrinos regresaron ala curtiduría informándole que losmercaderes procedentes de Narbona yase veían a lo lejos. Edgard se encaminóhacia las puertas de la muralla para darla bienvenida a su hermano, que en eldía de ayer, todavía sin amanecer, sehabía marchado a Narbona a hacer unencargo importante para la curtiduríaque su familia poseía. Con el ocaso,debía regresar acompañando a

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mercaderes y jornaleros para no hacer elviaje en solitario y evitando así loshabituales peligros que acechaban en loscaminos, pero observó, un tantoextrañado, que su hermano no iba enaquella caravana de carretas y gentescaminando. Pensó que alguna razónhabría para retrasar su vuelta, y no dudóen preguntar por su hermano a unmercader que conocía, aunque no pudoobtener peor respuesta.

Cuando llegó a casa, le esperabanjubilosos sus sobrinos, su madre y sucuñada, todos ansiosos por abrazar aLaurent. Edgard todavía vivía con sumadre, aunque por poco tiempo. A sus

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veinte años, estaba a punto de casarse.Su hermano, con su esposa e hijos,vivían en otra casa. Pero ahora los teníaa todos en casa de su madre,impacientes por conocer los detalles delviaje por boca de Laurent. Se le encogióel alma ante lo que se avecinaba.Anunciar algo así le partía el corazón,un corazón ya roto de dolor.

Vio sus sonrisas demudarse cuandocomprobaron que entraba solo, aunqueno podían ni imaginar el motivo.

—¿Y tu hermano, no ha regresado?—preguntó su madre con una incipientepreocupación.

Edgar tragó saliva, tenía la boca

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seca. Se armó de valor.—No, no ha regresado —contestó

apesadumbrado.Su madre, Camille, vio el dolor de

su hijo reflejado en su cara, rasgando suserenidad. Ordenó a los niños que semarcharan a la cocina, no quería queescucharan esta conversación. Nopresentía nada bueno.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntóalarmada, levantándose de la silla,sabedora ya de que traía malas noticias.

Edgard no pudo sostener su mirada,y bajó la vista al suelo para podercontestarle.

—Laurent… —comenzó

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tímidamente, no sabiendo por dóndeempezar—. Laurent ha sido acusado deasesinato —susurró con el alma herida.

Un silencio desgarrador se instauróen la estancia. Los gestos deincredulidad fueron dando paso a los deespanto.

—¿Qué? —acertó a preguntar laesposa de Laurent, con los ojosdesorbitados, incapaz de asumir lo quesu cuñado relataba.

—Por Dios santo —se escandalizóCamille—. Pero, no puede ser esoposible, hijo. ¿Cómo va a matar Laurenta alguien? No puede ser, ¡debe de seruna equivocación!

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Eso mismo pensaba Edgard. Suhermano no sería capaz de matar anadie, a no ser que fuera en defensapropia, aunque no parecía ser ese elcaso.

Mientras, Camille no dejaba demurmurar frases inconexas, hablandopara sí. Comenzó a divagar sobre lo quele esperaba a su hijo, sin interesarse enpreguntar más detalles. La noticia latenía sumida en una desesperacióndifícil de aplacar, con su mentefuncionando tan sólo para buscarurgentemente motivos de esperanza.

—El preboste indagará, y acabarádesentrañando la verdad. Laurent es

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inocente. En unos pocos días regresará acasa, y todo esto sólo será un horriblerecuerdo. —Camille seguía hablandocomo para sí misma, con los ojosclavados en el suelo, intentando darseánimos y convencerse de ello.

La esposa de Laurent, petrificadadesde la fatal noticia, con un rictus dehorror dibujado en su cara, miró a susuegra e intentó impregnarse de esaesperanza que parecía sentir, pero eradifícil. Las palabras, al fin y al cabo,son huecas.

Edgard, sin embargo, se rascó lacabeza buscando una fuerza que nosentía. Ante las palabras de su madre,

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debía contar el resto del relato, quehasta ahora había sido incapaz.

—Madre, se le acusa de matar a dosde los hombres más importantes de laciudad. Uno de ellos es Diégue Cabart,el mercader.

—¡A dos hombres! —exclamó sucuñada—. Esto no puede estarpasando… —Comenzó a murmurarpidiendo a Dios que los ayudara en estetrance, y ya no pudo aguantar más. Lossollozos invadieron la estancia—. ¿Quéva a ser de mí?

—¡Ten fe, mujer! —le recriminóCamille—. Mi hijo es inocente, de esono hay duda. El preboste y el senescal

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indagarán y encontrarán al verdaderoasesino. Hay que confiar en la justicia.—Quería que sus palabras sonaranconvincentes. Y lo eran, aunque ellatambién estuviera a punto de venirseabajo. Pero no, debía ser fuerte.Siempre lo había sido. La peste se habíallevado a su marido y a tres de sus hijosa la tumba. Sin embargo, pudo mantenerel negocio y sobrevivir, sacandoadelante a sus otros dos hijos.

Edgard sintió una opresión en elpecho que le hizo respirar condificultad. Aún había algo más quecontar, y maldijo con furia en silencio.

—Es que… —comenzó titubeante—.

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Lo pillaron saliendo de la casa delmercader con un cuchillo en la mano —soltó de carrerilla. Decirlo en alto erauna tortura para él. Era como si aldecirlo, los hechos se convirtieran enrealidad.

Camille, asombrada, intentababuscar una respuesta.

—Pero para qué va a querer tuhermano matar al mercader —pensó envoz alta—. Eso no tiene ningún sentido.Seguro que hay una explicación para quellevara un cuchillo. —Se detuvo apensar, cada vez más contrariada. Noencontraba el significado para aquello.

Edgard, angustiado por soltar de una

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vez todo lo que sabía, no lo pensó dosveces y terminó de narrar los hechos.

—Por lo que me han dicho, laInquisición le acusa de hereje por hacerritos satánicos, y lo han llevado a lasmazmorras del Santo Oficio. —Ya está,ya había terminado. Ya había soltadotodo el veneno que había idoacumulando desde que escuchara elrelato.

Su cuñada ni se inmutó, sollozandocomo estaba desde hacía un rato, con elalma por los suelos. Seguramente no lehabía escuchado.

Camille, sin embargo, se quedóblanca como la leche, con el pavor

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dibujado en sus ojos.—La Inquisición… —susurró

Camille con un espanto en su rostro quedaba miedo. Ahogó un gemidodesgarrador al ser plenamenteconsciente de lo que le esperaba a suhijo. Súbitamente se sintió desfallecer ycayó de rodillas al suelo, gimoteando yllorando desconsoladamente. Toda esafuerza anímica que ostentaba se habíadiluido como un liviano manto de nievebajo el sol. Era más de lo que podíasoportar. La Inquisición… Sólo conpronunciarlo sentía como si ledesgarraran el alma a pedazos. Sabía aciencia cierta lo que le esperaba a su

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hijo. Lo torturarían hasta que confesaralo que ellos querían oír. Edgardintentaba consolarla, pero era inútil. Elmundo entero se le venía encima. Suhijo, su querido hijo estaba condenadode antemano. Nadie se libraba de laInquisición. Daba igual si eras inocenteo culpable. Ellos se encargarían de quete declararas culpable. Lo peor para ellaera la imagen de su hijo torturado,sufriendo tormento durante horas.Camille se quería morir. Estospensamientos eran insufribles. Sintióque se desmayaba, y se sentó en el sueloy apoyó la espalda en la pared. Nopodía dejar de llorar, de lamentarse. Su

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hijo mayor, que había sido más fuerteque la peste, sucumbiría ahora a manosde la peor plaga: la Inquisición. Por sumente, sin quererlo, desfilaronrecuerdos de la infancia de Laurent. Unasecuencia de recuerdos inconexos, conLaurent de protagonista, viviendo unainfancia feliz. Entonces, como un rayo enla noche, la esperanza se abrió paso. Enuno de esos recuerdos, un niño de lamisma edad que Laurent apareció nítido,como una revelación. Camille dejó dellorar y de gimotear y su mente comenzóa sopesar las posibilidades. No tardó endarse cuenta de que si había un hombresobre la faz de la Tierra capaz de salvar

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de las garras de la Inquisición a su hijo,era él. Sí, cada vez estaba másconvencida. Debía intentarlo. No seríaempresa fácil, la Inquisición era muypoderosa, intocable, y ese hombre, unsimple mortal, pero había un hilo deesperanza y no descansaría hastaintentarlo. Debían ir en su busca, pedirleayuda. El viaje sería largo, pero bienmerecía la pena. La vida de su queridohijo estaba en juego.

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Capítulo 5

Parecía increíble, pero había llegado aacostumbrarse al hedor fétido y a loscontinuos lamentos. También al frío queiba devorándole las entrañas poco apoco. Por no hablar del frío y húmedosuelo de tierra sobre el que estaba, o delas dos raciones diarias consistentes enun mendrugo de pan y agua. Era lo másparecido al infierno, de eso estabaseguro Laurent, pero todo eso era un malmenor, simples padecimientos físicos.Lo peor que llevaba era el sufrimientomental. Estar allí encerrado, en las

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mazmorras del Santo Oficio, acusado deherejía, era insufrible, sobre todoporque no tenía nada con lo que poderabstraerse. Eran veinticuatro horas aldía dándole vueltas a su enloquecidocerebro, pensando en el negro futuro quele esperaba y maldiciendo su malafortuna por estar en el sitio equivocadoa la hora equivocada. No se merecíaesto, se repetía una y otra vez. Pero dabaigual lo que pensara o lo que mereciera.

Laurent llevaba encerrado en lasmazmorras de la Inquisición tres díascon sus tres noches, encadenado a lapared por argollas en los tobillos. 72horas en las que apenas había podido

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dormir. Un sufrimiento continuo queacabaría en locura a no mucho tardar.

Cuando el preboste lo encerró enprisión, mientras Laurent le juraba queél no había cometido tal atrocidad, leaseguró que indagaría con premura yjusticia, dejándole más tranquilo. Perotodo cambió al amanecer. Por lo visto,la Inquisición se interesó por él al habercometido ritos satánicos. Laurent nopodía negar que algo así debió de haberocurrido dado el escalofriante escenarioque vio, pero también tenía presente quesus opciones de salir indemne sereducían notablemente, tal vez a unaentre un millón. Inmediatamente lo

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trasladaron al Santo Oficio, donde loencerraron sin más preámbulos en lasmazmorras, un lugar donde preferiríasestar muerto. Y todavía faltaba lo peor,lo sabía. Todo el mundo lo sabía. Setrataba de las famosas torturas de laInquisición. Cuando pensaba en ellastemblaba de pavor. Se maldijo una vezmás por la perra fortuna con la que elbuen Dios le había obsequiado.

Al amanecer del cuarto día, elalguacil le liberó de las argollas,mientras Laurent lo miraba horrorizado.¿Le torturarían ahora? El alguacil leagarró sin contemplaciones y lo llevó aempujones fuera de la mazmorra.

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—¿Adónde me llevas? —preguntópavoroso.

—Hoy es el día del juicio —contestó escuetamente, sin dejar dezarandearlo.

Laurent se tranquilizó un poco al oíresto. No iban a torturarlo, o al menoseso creía él. Pero enseguida llegaron lasdudas. ¿Un juicio? La verdad es que nosabía nada del procedimiento en estoscasos. Tal vez habían encontradopruebas sobre su inocencia, o quisieranoír lo ocurrido aquella nefasta noche. Loque parecía evidente era que se abría unhilo de esperanza por poder salirindemne de tal trance.

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En el pasillo de las mazmorras seencontraba un oficial y cuatro soldadospara custodiarlo hasta su destino. Eloficial abría el paso, dos soldados ibandelante de Laurent y otros dos, detrás.Atravesaron la estancia del alguacil ysubieron las escaleras, alejándose deaquel infierno. Laurent cada vez estabamás convencido de que caminaba haciala salvación, de que todo se aclararía enaquel juicio.

Después lo condujeron a través depasillos y desfiló ante frailes,sacerdotes y escribanos, los cuales seapartaban para permitirles el paso.Caminaban a grandes zancadas, sin

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importarles si empujaban de malosmodos a quien estorbara en su camino.Por fin llegaron a su destino y separaron frente a unas enormes puertas demadera de doble hoja. El oficial golpeóla puerta dos veces, con energía,después las abrió y accedieron alinterior, donde se encontraron en unasala de proporciones descomunales conricos tapices en las paredes. Lossoldados llevaron a Laurent al centro dela estancia y luego volvieron sobre suspasos para hacer guardia en la puerta,que cerraron tras de sí.

En ese momento, fue cuando se diocuenta de su aspecto. Parecía un

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pordiosero, con las ropas rotas y negrasde suciedad, desprendiendo un olornauseabundo. Por suerte no podía versela cara. Lo que sí podía asegurar era quehabía perdido bastantes kilos, dado loholgada que la ropa le quedaba. Pero noestaba para banalidades, su futuro estabaen juego, un futuro que podía llegar a sermuy negro. Miró al frente con timidez.Se sentía como un náufrago en mitad dela inmensidad del mar.

El tribunal se ubicaba detrás de unalarga mesa de madera copiosamentelabrada. Cinco hombres no perdíandetalle de su persona. En el centro de lamesa estaban el inquisidor general,

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Alfred Simonet, y el obispo de Narbona,vestidos con trajes bordados en oro. Ala derecha del inquisidor, el notario delSanto Oficio. A la derecha del notario ya la izquierda del obispo, se sentabandos dominicos vestidos de negro.

Laurent, cohibido, esperó a quedecidiesen comenzar el juicio. Ante elmutismo de estos, no pudo sostenerles lamirada y la bajó al suelo, reparando ensus pies descalzos, tan negros como susropas. Se dio asco a sí mismo, pero ¿quéesperaba?, llevaba tres días en elinfierno.

Un sacerdote se le acercó, con unasonrisa amable. Laurent lo miró

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intrigado.—Laurent Rollant, ¿quieres confesar

tu herejía?Laurent se quedó lívido, aunque

enseguida comprendió que sería partedel proceso del juicio.

—No, por supuesto. Soy inocente —contestó firme, aunque en voz baja. Notenía valor para alzarla en una estanciatan descomunal con un tribunal de laInquisición observando con avidez.

El sacerdote se acercó un poco más,sin parecer advertir el hedor quedesprendía. Su voz sonaba tan amablecomo su sonrisa.

—Laurent, debes hacerlo —le dijo

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en tono confidencial—. Debes confiaren la benevolencia de este santotribunal.

Laurent se quedó boquiabierto. Nopodía creer que alguien le instara aconfesar una herejía. Ni aunque fueraculpable. ¿Quién era ese hombre que lepedía tal desfachatez?

—Pero, señor, vos no lo entiende.Yo no cometí los asesinatos de los quese me acusa. No puedo admitir algo queno he hecho —aseguró vocalizandobien, para que lo entendiera sin génerode dudas, a la vez que echaba discretasmiradas al tribunal, que no perdíadetalle.

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—Laurent Rollant —dijo con vozpoderosa Alfred Simonet, el inquisidorgeneral—, tu abogado es un experto enderecho civil —advirtió con gestograve.

—¿Mi abogado? —se sorprendió,volviendo la mirada hacia el sacerdote,que no había variado su sonrisa—.Pero… ¿por qué insistís en que medeclare culpable? Vos tenéis quedefenderme —gritó susurrando, sinentender su proceder.

—Laurent, yo no puedo defender aun hombre acusado de herejía —confesócon voz dulce. Ante la incredulidadmanifiesta en el rostro del reo, añadió

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—: Nos tienen prohibido defender aherejes. Así reza una bula del papaInocencio III. Mi labor es únicamentelograr la confesión voluntaria del hereje.Si yo defendiera al hereje, estaríadefendiendo la herejía. ¿Comprendesahora, hijo mío?

Laurent no salía de su estupor.Aquello debía pertenecer a una especiede burla de muy mal gusto. ¿Qué clasede ley era aquella? Empezaba a perderla cordura. Aquello no podía ser cierto,no podía estar pasando. En la mirada delsacerdote veía bondad, resignación.Esto le hizo convencerse de que laspalabras del sacerdote eran ciertas, y su

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mente comenzó a aceptar la crudarealidad. De repente las piernas leflaquearon. Estaba sentenciado antes deempezar el juicio. El pánico se abriópaso nuevamente, sin impedimento. Alzólos ojos ante los cinco hombres que lemiraban como hienas, ansiosos pordevorarle. Ya comenzaba a desvariar.Cerró los ojos y rezó a ese Dios quetodo lo ve, implorando justicia.

—Laurent, confía en mí —insistió elsacerdote, muy serio—. Confiesa tuherejía y te ahorrarás mucho sufrimiento.

Aquellas palabras le estremecieron.Otra vez le vinieron a la mente lasfamosas torturas que la Inquisición

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practicaba. ¿Eso era lo que le esperabasi se declaraba inocente? ¿Y qué lepasaría si se declaraba culpable? Lamuerte, de eso no tenía duda. No, nopodía declararse culpable de algo queno había hecho, de semejante atrocidad.

—Soy inocente —asegurócategórico mirando al tribunal cara acara.

El sacerdote se retiró a una señal delinquisidor genera y Laurent volvió aquedarse solo, pero ahora muerto demiedo. Había sido un ingenuo poralbergar esperanzas en ese juicio.Estaba en la antesala del matadero.

—¿Tienes enemigos? —preguntó el

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inquisidor general.—¿Enemigos? —Laurent estaba

contrariado.—Sí, enemigos que quisieran verte

en esta situación.Laurent se quedó pensativo. Que él

supiera, no tenía enemigos, y muchomenos para que quisieran verle con lasoga al cuello.

—No. No tengo enemigos. Almenos, que yo sepa.

El notario anotaba con su pluma todocuanto se decía, rasgando el silencio. Elinquisidor general y el obispo deNarbona comenzaron a hablar en vozbaja, dedicándole de vez en cuando

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miradas de reojo. Laurent tenía un nudoen la garganta que le era difícil tragar ylos nervios se lo comían vivo. Laspiernas comenzaban a dolerle. Habíaestado tres días inerte como un cadáver,a base de un poco de pan y agua. Estabasin fuerzas. Volvió a mirarse las manos,los pies, las ropas. Se acarició la barba.Todo le repugnaba.

—Laurent Rollant, sé que haspecado —anunció con voz poderosa elinquisidor general, dando comienzo aljuicio.

Antes de que Laurent pudierareaccionar, el inquisidor continuó:

—Has cometido herejía. Un hombre

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de la ley te vio saliendo de casa deDiégue Cabart, poco después de que unvecino oyera gritos provenientes de suvivienda.

—Yo… Sí, fui a casa del mercaderpara hacerle un importante encargo.Pero yo no le maté, se lo juro por Dios.

—¿Entonces, quién lo mató? —rugióel inquisidor general.

—¡No lo sé, ya no había nadiecuando llegué! —aseguró, deseoso deque le creyeran. Su vida estaba en juego.

—Por supuesto que no había nadie,¡tú lo mataste! ¿No es cierto quellevabas un cuchillo en la mano cuandosaliste de la vivienda de Diégue Cabart?

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—¡No! Bueno, sí, pero lo cogí endefensa propia. Cuando llegué la puertaestaba entornada, y llamé varias vecespero nadie contestó. Así que entré por sile había ocurrido algo al mercader, ycogí ese cuchillo por si era atacado poralgún ladrón o qué sé yo. —Sentía unagran angustia por conseguir que locreyeran.

—¿Y para qué necesitabas elcuchillo una vez que saliste a la calle?Ese era tu cuchillo, con el quedegollaste a Diégue Cabart, ¡confiesa!

—¡Yo no podría hacer una cosa así,era mi amigo! No sé por qué salí a lacalle con el cuchillo, ni siquiera me di

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cuenta de que lo llevaba en la mano. —Los nervios comenzaban a nublarle larazón. Aquel inquisidor lo culpaba de lamuerte a voz en grito.

—Mientes —rugió el inquisidor—.El preboste asegura que saliste de lacasa huyendo a la carrera, pero que tedetuviste al ver a los soldados corriendohacia ti.

—¡Yo no huía! Eso es mentira —aseguró escandalizado.

—¿Acaso el preboste es tu enemigo?—No… Yo no he dicho eso.—¿Entonces por qué iba a

inventarse algo si no tiene nada contrati? ¿O acaso llamas mentiroso a un

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hombre de la ley?—Yo no le llamo mentiroso. Puede

ser que saliera corriendo de la casa delmercader, pero no huía. —Pidió con lamirada a los dos dominicos que lecreyeran, que le ayudaran a convencer alinquisidor.

—¡Huías, porque acababas decometer un asesinato! —ladró elinquisidor.

—¡Hiciste un rito satánico con elcuerpo de Diégue Cabart! —vociferó elobispo, interviniendo por primera vez.

—¡Y también mataste a ThomasVincent! —gritó el inquisidor,poniéndose en pie.

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—¡De la misma forma que a DiégueCabart! —continuó el obispo.

Laurent se había quedado sin hablaante esta retahíla de acusaciones. Ya nosabía ni dónde estaba, ni siquiera quiénera.

—¡Has hecho un pacto con eldiablo! —El inquisidor parecía fuera desí, de pie, señalándolo con el dedo—.¡Confiesa de una vez!

—Yo… no… No he matado a nadie—contestó con voz débil, sin fuerzas yapara soportar aquel juicio.

El inquisidor general se sentó, yreanudó los cuchicheos con el obispo deNarbona. Los dominicos le miraban

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imperturbables, con caras despectivas.El notario dejó de rasgar con su plumalos legajos que tenía delante. El silencioera total, a excepción de lasininteligibles palabras que cruzaban elinquisidor y el obispo.

Laurent cambiaba de postura sincesar, el dolor de piernas erainsoportable. Lo que no entendía era porqué se empecinaban en acusarle. ¿Quéclase de juicio era ese?

—Se suspende la sesión hastamañana —anunció el inquisidor general,con mirada amenazadora—. Mañanacomprobaremos la veracidad de loshechos.

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Laurent se estremeció. Aquello nohabía sonado nada bien. La posibilidadde que le torturaran volvió a revolotearen su cabeza. Cerró los ojos con fuerza eintentó no pensar en ello. Los soldadosle agarraron y le condujeron a lasmazmorras, mientras él comenzó a lloraren silencio, impotente ante lo que se leavecinaba.

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Capítulo 6

Camille y su hijo Edgard entraron en laciudad de Aviñón al mediodía. Estabancansados, sobre todo Camille. Tres díasy medio caminando sin cesar, parandotan sólo para pasar la noche y dormir,resultaba demoledor para los cuarenta yocho años de Camille Bernier. Porsuerte para ellos pudieron descansar enposadas, dado que podían permitirseeconómicamente ese lujo. Esto la ayudóa reponerse de las caminatas diarias,que comenzaban con el alba yterminaban al ocaso. Unas diecisiete

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leguas diarias (70 kilómetros). Pero loque más la ayudaba a sobrellevar esteviaje era la angustia que la devoraba porllegar cuanto antes a su destino, porencontrar al hombre que, tal vez, y sólotal vez, pudiera ayudar a Laurent, su hijomayor. El viaje le había servido parapensar con más calma, y sabía que habíapocas posibilidades de que aquelhombre pudiera interceder por su hijo.Pero también sabía que era su únicaesperanza, y se aferraba a ella como aun clavo ardiendo. También habíapensado sobre las acusaciones que severtían sobre su hijo y no le cabía lamás mínima duda de que Laurent era

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inocente. Lo había parido como parasaberlo. Y más si se le acusaba de ritossatánicos. Le costaba creer que algo asípudiera suceder realmente. Sabía que lavida a veces era caprichosa, y que podíaalbergar los más negros destinos, peroalgo así escapaba a su cordura.Aquellos pensamientos le acompañarondurante todo el viaje, sumida en laangustia y la desesperación.

Edgard llevaba mejor el viaje. Susveinte esplendorosos años ayudaban atal menester. Y eso que cargaba a susespaldas las dos bolsas de cuero conropa y algo de comida necesarias paratan arduo viaje. No había consentido que

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su madre llevara ninguna. Ya tenía unaedad avanzada, y el viaje en sí erademasiado para ella, a lo que había quesumar el dolor que soportaba; podíaverlo a leguas de distancia. Nunca anteshabía visto así a su madre. Ella siemprese había mostrado fuerte ante cualquierrevés, nada parecía doblegarla, perotodo había cambiado desde aquelfatídico momento, cuatro días atrás.Incluso la vio llorar por primera vez ensu vida. Ahora la veía luchando porenmascarar ese sufrimiento, pero habíamomentos en que no lo conseguía. Verlaasí hacía sufrir a Edgard, más todavía delo que ya sufría por el futuro de su

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hermano. Lo único que podía hacer eradarle cariño a su madre, arroparla en loposible, aunque al ser tan reservada sehacía más complicado.

Sin saber hacia dónde ir, sedetuvieron en una especie de plaza ymiraron a su alrededor. La ciudad, a esahora, bullía de actividad, de gentes quedeambulaban. Vieron una taberna y no lodudaron. Preguntarían allí mientrasEdgard reponía fuerzas con un buen vasode vino.

—Buenos días —saludó Edgard altabernero—. Póngame un vaso de vino.—Esperó a que se lo sirviera, mientrasse relamía viendo el contenido que

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vertía en el vaso. Camille esperabaimpaciente detrás de él, deseosa deencontrar cuanto antes al hombre quepodía salvar a Laurent.

El tabernero le acercó el vasorebosante.

—También necesito su ayuda.¿Sabría decirme la casa dónde viveRaimond Guibert?

—¿Raimond Guibert? —preguntó eltabernero con gesto reflexivo. Enseguidase le alumbró el semblante—. ¿Serefiere a «el Invencible»?

Edgard se volvió y cruzó la miradacon su madre. Edgard recordabavagamente a Raimond, tendría cuatro o

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cinco años de edad cuando lo vio porúltima vez. Incluso lo había olvidadopor completo hasta que su madre lehabló de él durante el viaje.

Camille, ante el desconcierto de suhijo, se acercó a la barra y se dirigió altabernero:

—Sí, el mismo. Creo que trabajapara el papa —aseguró con ciertoorgullo. Que hubiera llegado tan alto lehenchía de felicidad.

—Sí, así es. Es el jefe militar delpapa. Vive en el Palacio Papal —seexplicó el tabernero con amabilidad.Raimond parecía despertar simpatía enél.

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—¿Vive en el Palacio Papal? —seextrañó Camille—. Muy bien, graciaspor su ayuda —agradeció con una levesonrisa.

Sin perder ni un segundo seencaminaron hacia allí. Camille yapodía sentir el nerviosismo por elreencuentro. No lo veía desde hacíaonce años. Aunque la felicidad propiade verle se veía totalmente empañadapor el sufrimiento que la embargaba, ytambién por los nervios que laatenazaban. Durante el viaje, habíaimaginado la posibilidad de que senegara a ayudarla. Estando laInquisición de por medio era fácil que él

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se viera incapacitado para intentarayudar a su hijo, y se negara a hacerlo.Incluso cabía la posibilidad de que sehubiera vuelto una persona altiva yarrogante y le diera la espalda. Estasdudas la desesperaban. Sería comoabandonar a su suerte a su hijo, dejarlo amerced de las alimañas.

Tras preguntar en el Palacio Papal ycomprobar que Raimond no estaba peroque regresaría en una o dos horas, seencaminaron hacia una fuente cercanapara descansar y comer algo. No habíanprobado bocado desde el desayuno, ynecesitaban reponer fuerzas. Se sentaronal lado de la fuente y sacaron de una de

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las bolsas de cuero un poco de queso,pan, tocino y una botella de vino queEdgard se cuidaba mucho de rellenar encada posada. Se abstrajeron viendo eltrajín de personas de toda condición quea su alrededor fluía como un río decaudal poderoso.

Media hora después, ya casisatisfechos sus estómagos, mientrasEdgard empinaba la botella haciendoverter el tinto brebaje por su gaznate,vio pasar en la distancia a un grupo decaballeros. Tal vez fuera Raimond unode ellos. Sin dudarlo, se levantó comoun resorte para averiguarlo.

—Madre, he visto pasar por aquella

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calle a un grupo de jinetes. Usted espereaquí, yo iré a averiguar si se dirigen alPalacio Papal.

No se encontraba lejos, por lo queno tardó ni un minuto en recorrer a lacarrera el trayecto. Cuando observó enla distancia que aquellos jinetes sedetenían a las puertas del Palacio Papal,se apresuró a avisar a su madre de quetal vez Raimond había llegado. Pero,para su sorpresa, no había dado ni dospasos de regreso cuando vio acercarse asu madre dando grandes zancadas, conlas dos bolsas de cuero a cuestas.Edgard endureció su mirada, decidido areprenderla por no haberle esperado y

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por acarrear ella sola con todo el peso,cuando su madre, con los ojosdesorbitados e ignorándolo, dejó caerlas bolsas a su altura y continuó ahora altrote hacia los jinetes que se disponían atraspasar las puertas del Palacio Papal.

Camille se puso a correr al ver aaquellos jinetes. No sabía si Raimondsería uno de ellos, pero al ver queestaban a punto de desaparecer en elinterior del Palacio, la angustia quesentía desde hacía cuatro días aparecióimplacable.

—¡Raimond! —comenzó a gritar,alocada. Era como si los fuera a perderpara siempre si cruzaban las puertas del

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edificio pontificio.—¡Raimond! —volvió a llamar a

voz en grito, ahora un poco más cerca.Parecían indiferentes a sus llamadas, loque le hizo dudar si su salvador seencontraría entre ellos.

Los guardias se hicieron a un lado yordenaron abrir las puertas del PalacioPapal. Raimond Guibert y tres soldadosa sus órdenes se disponían a acceder alinterior del edificio.

Regresaban de una aldea cercanatras un encuentro con unos acaloradoscampesinos que exigían colgar al

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sacerdote por haber violado a una jovende catorce años. Se habían puesto tanmal las cosas que ni el preboste con sussoldados podía mantener a raya a unaturba de enloquecidos campesinospidiendo venganza. Solicitaron al papaayuda para disolver este altercado, yRaimond Guibert había tenido queacudir para salvar, como mínimo, de unlinchamiento al sacerdote, que semantenía parapetado en la iglesia con laayuda del preboste y su séquito.

Raimond, jefe militar del papa, nosólo ejercía como guardaespaldas delsumo pontífice. En estos cuatro años alservicio de Urbano V, le había tocado

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ocuparse de la protección de familiaresde este o de altos cargos eclesiásticos,asuntos personales del Santo padre ydiferentes tipos de reyertas, alguna deellas realmente peligrosas.

Cuando Raimond llegó a la iglesia yvio a unos veinte campesinos armadoscon todo tipo de herramientas y aperos,exaltados como demonios, sabía quehabría problemas. Sin embargo, una vezmás, su sola presencia hizo que secalmaran los ánimos de aquelloscampesinos ultrajados por aquelsacerdote incapaz de mantener a rayasus instintos más bajos. La túnica blancaque vestía con la cruz púrpura dibujada

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en el pecho, distintivo del jefe militardel papa, causaba este efecto en todaslas personas, sin importar rango nicondición. Todos se doblegaban ante supresencia, sobre todo por todas lasleyendas que corrían por Francia sobresu persona. Era temido y admirado apartes iguales, una curiosa mezcla queconseguía tal efecto en las gentes. Estehecho, sumado a su astucia, hizo queRaimond pudiera reconducir losacontecimientos y disolver aquellatrifulca valiéndose solamente depalabras. Lo que no consiguió fue dejarde sentir repugnancia por aquelsacerdote amparado en el poder de la

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iglesia para salvarse de la justicia.Cuando cruzaban las puertas del

edifico papal, creyó escuchar su nombrea lo lejos. Incrédulo, se volvió con elceño fruncido. Nadie le llamaba por sunombre salvo los más cercanos, ypodían contarse con los dedos de lasmanos. Entre el gentío, enseguida reparóen una mujer mayor de pelo entrecanocorriendo en su dirección y voceando sunombre. Raimond detuvo su caballo, y lamiró intrigado. ¿Quién sería esa mujerque parecía perseguida por el diablo?,pensó contrariado. Lo que más leextrañaba era que lo llamara por sunombre. Esperó a que llegara mientras

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seguía observándola con detenimiento, yordenó a los soldados que entraran en eledificio. Era una mujer de unoscincuenta años, regordeta, de estaturamediana para ser mujer, o incluso unpoco bajita, con mirada suplicante yrostro angustiado. ¿Acaso vendría apedirle ayuda? No sería la primera vezque alguien desesperado pedía su ayudapara interceder contra la justicia. Aveces creían que él estaba por encimade la justicia, lo que le molestabasobremanera. Era un servidor más deCristo, nada más. Pero esa mujer lollamaba por su nombre, y estaba segurode que no la conocía.

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Cuando Camille llegó a su altura seabalanzó sobre la pierna de Raimondque caía inerte a un lado de su montura,llorando desconsolada, mientraspronunciaba su nombre una y otra vez.

—Mujer, haga el favor, ycompórtese —reprochó, incómodo.

Camille alzó el rostro bañado enlágrimas, suplicando con la mirada,incapaz de pronunciar otra cosa que nofuera su nombre.

Raimond, por primera vez, vio a lamujer con claridad, y el corazóncomenzó a martillearle con fuerza. Eserostro, esos ojos, le recordaban aalguien muy especial, una mujer que en

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el pasado fuera tremendamenteimportante en su vida. ¿Podría ser ciertoque fuera ella? La miró con avidez y nole cupo ninguna duda.

—Por el amor de Dios —exclamócon un escalofrío recorriéndole laespina dorsal. Se bajó de su caballo deun brinco y se colocó frente a ella—.¡Camille! ¿Qué hace vos aquí? —preguntó feliz, y a la vez preocupado.

Camille se arrojó a sus piernas,abrazándolas, incapaz de dejar de llorar.

—Raimond, necesito tu ayuda —dijodificultosamente entre sollozos, aferradaa sus piernas con fuerza—. Tienes queayudarme, por lo que más quieras —

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gimió desesperada, incapaz decontenerse.

Raimond, con el corazón dolido porverla así, la cogió por los hombros y lairguió.

—Camille, deje de llorar, se loruego, y cuénteme qué ha pasado paraque se encuentre tan atormentada.

—Se trata de Laurent —contestócomo pudo, sollozando—. LaInquisición… La Inquisición lo tieneencerrado en las mazmorras.

Un tropel de recuerdos invadió aRaimond al escuchar aquel nombre.Laurent Rollant había sido su mejoramigo en la infancia. Desde que se

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conocieran correteando por las calles deCarcasona, se convirtieron en uña ycarne, inseparables desde el primerinstante en que sus cortas vidas seencontraron. Pero todos esos felicesrecuerdos se esfumaron al percatarse dela gravedad del asunto.

—¿La Santa Inquisición? —preguntóincrédulo. Algo no cuadraba—. Por…¿hereje? —Le costó formular lapregunta. Lo conocía como a un hermanogemelo, resultándole imposibleaceptarlo. Pero ¿por qué otro motivo ibala Inquisición a encerrarlo?

Camille asintió desmesuradamente,con los ojos enloquecidos, pudiendo

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controlar a duras penas los sollozos.Raimond no pudo ocultar su

sorpresa. Le parecía increíble aquello.Sintió la necesidad de conocer todos losdetalles, y apresurado la invitó a que lesiguiera a una de las estancias delPalacio Papal. Entonces se dio cuenta dela presencia, un tanto apartada, de unjoven con el rostro demudado por eldolor, mirándolos muy atento. Raimondentornó los párpados. Era alto, el pelonegro le colgaba hasta los hombros, conuna barba no muy larga. No le conocía,aunque había un cierto parecido conCamille, incluso con Laurent.Súbitamente recordó al hermano

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pequeño de Laurent. Podría ser él.Calculó la edad que debería de tener, yencajaba. Recordaba perfectamente queera diez años mayor que él. Lo que nopodía recordar era su nombre, por másque lo intentó.

—Tú debes de ser el hermano deLaurent, ¿verdad?

—Sí, señor. ¿Me recuerda?—Vagamente. Desde luego has

cambiado mucho desde la última vezque te vi —dijo con una sonrisa.

—Era un niño. Por cierto, le debo uncachete. Todavía me duele… —dijodivertido, llevándose la mano a lacabeza.

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Raimond no recordaba aquelcachete, pero le agradó la cercanía ybuen humor de aquel joven. Sin másdilación, los condujo hasta una estanciaen el interior del Palacio Papal, dejandoel caballo a uno de los mozos quetrabajaba en las caballerizas. Mientrascaminaban, Raimond aprovechó parainteresarse por la vida de ellos, lo quehizo que Camille saliera de su tormento.

Sentados a una mesa, en una austerasala de reducidas dimensiones, con losánimos más calmados, Raimond vio ladesazón y la angustia que invadían aCamille.

—Bien, explíqueme con calma y con

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todos los detalles lo ocurrido —quisosaber Raimond, sin desviarse del tema.

Camille suspiró profundamente,apesadumbrada, rota por el dolor.

—Será mejor que te lo expliqueEdgard, él recibió las fatales noticias —dijo con amargura.

Edgard se removió en su asiento antelos ojos marrones de mirada severa queposeía Raimond, clavados en supersona.

—La verdad es que no sé mucho, tansólo lo que narró un mercader —comenzó con nerviosismo. Después, unpoco más tranquilo, contó todo el relatode lo ocurrido.

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Raimond escuchó en silencio, eintentó no mostrar preocupación alrespecto. Camille lo miraba fijamente,esperando una respuesta que ayudara aaplacar todo el tormento que sentía.Tragó saliva cuando le tocó enfrentarsea la realidad.

—Camille, la Santa Inquisición esmuy poderosa —comenzó con tonosuave, intentando no herirla más todavía.Debía ser claro con ella, y no hacerlaalbergar falsas esperanzas. Se quedóreflexivo un momento, con la miradaclavada en la mesa—. Tiene que haberun error en esa acusación, me cuestacreer que Laurent sea culpable de algo

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tan atroz y retorcido, pero yo no tengopotestad para interceder por él. —Alzóuna mano ante la réplica que seavecinaba por parte de Camille,acallándola—. Aunque puedopresentarme en Narbona e indagar unpoco.

Camille rompió a llorar defelicidad. Sabía que Raimond no lefallaría. Lo que más le henchía dealegría era que él no había dudado enofrecer su ayuda. Lo quería como a unhijo. De hecho, durante cuatro años, fuesu «hijo». Cuando en abril de 1348 lapeste asoló Francia, Raimond se quedóhuérfano y solo en el mundo. Sus padres

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y sus dos hermanos pequeños murieron acausa de esta terrible enfermedad quedevastó el país y toda Europa. Por aquelentonces Raimond tenía once años, yCamille no dudó en ir a su casa yrescatarlo de aquel horror, haciéndosecargo de él. Desde aquel día, sumido elpaís entero en un caos, fue como un hijopara ella, suplantando en la medida delo posible la pérdida de sus tres hijas.Lo que no pudo suplantar hasta añosdespués fue la pérdida de su marido.

—No garantizo nada —se apresuró aaclarar Raimond—. Y para ser sincero,será difícil que pueda salvarlo. Si nohay pruebas que desestimen la

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acusación, no se puede hacer nada.—Lo sé, hijo mío —contestó

Camille, mortificada nuevamente—.Pero tú podrás hablar con el inquisidorgeneral, y pedirle clemencia. A ti teescuchará.

Raimond asintió. Eso sí que podíaasegurarlo. Pero tal vez llegarademasiado tarde.

—¿Cuántos días hace de esto?—Hace ya cuatro días que está

encerrado en las mazmorras del SantoOficio —contestó Edgard.

Raimond arrugó el entrecejo,preocupado. Seguramente ya habíacomenzado el juicio. Incluso podría ser

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que ya hubieran comenzado con lastorturas. El semblante se le demudó.Llegarían demasiado tarde. Al ver queCamille lo miraba fijamente, intentóocultar sus sentimientos para nopreocuparla innecesariamente. Cuantomenos supiera ella, mejor.

—Crees que ya estaráninterrogándole a base de torturas,¿verdad? —preguntó Camille con unhilo de voz.

Raimond maldijo para sus adentros.Bajó la mirada y se pasó la mano por subarba recortada. No quería herirla.Decidió esquivarla.

—Será mejor que prepare todo lo

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necesario para partir mañana alamanecer. Nos acompañaréis a mí y ami séquito, no puedo permitir queregreséis caminando. —Miró fijamentea Camille. Había hecho un esfuerzocolosal por estar allí. El viaje debía dehaber sido muy duro para ella. En elfondo de su corazón se alegraba de quehubiera pensado en él como salvador desu hijo, aunque seguramente no pudierahacer nada—. No podemos perder ni uninstante —anunció con seriedad,mientras se levantaba con premura—.Esperad aquí, mandaré que os preparenalojamiento para esta noche. —Semarchó presto, aliviado por no

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enfrentarse a la pregunta que habíadejado en el aire Camille.

—Raimond —llamó suavementeCamille. Raimond se detuvo y se giró—.Gracias —pudo decir con dificultad,embargada por una enorme emoción.

—Es lo menos que puedo hacer porun hermano y una madre —aseguró conconvicción. Para él lo habían sido. Semarchó envuelto en una pena difícil dedigerir. Laurent, su mejor amigo de lainfancia, que llegó a ser como unhermano para él, estaba en manos de laInquisición acusado de herejía. Noalbergaba demasiadas esperanzas enpoder salvarlo, pero se juró que haría

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todo lo posible por ayudarlo.Unas horas después, Raimond se

reunía con el papa Urbano V.Tras la habitual genuflexión,

Raimond se irguió y esperó su turno.—Siéntate, mi buen amigo, y dime

qué es tan importante que no puedeesperar a mañana —dijo el papa concariño.

—Guillaume —comenzó condecisión. Era uno de los pocos hombresen la Tierra que actualmente se dirigía aél por su nombre—. Necesito partirmañana al amanecer por un asuntopersonal de máxima urgencia.

Seguidamente le relató todo lo

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sabido referente a la acusación vertidapor la Inquisición sobre la persona deLaurent Rollant.

El papa asintió repetidamentemientras escuchaba con atención. Sabíala vida completa de Raimond, y sabía loque significaría para él ayudarles. Nopodía negarle algo así, pese a que no legustaba la idea de que su jefe militar seinmiscuyera en la labor de la SantaInquisición. Lo miró detenidamente. Loconocía bien para saber que no habríanada que le hiciera cambiar de decisión.Les unía una relación de amistad, derespeto mutuo, y confiaba plenamente enél, era un hombre de alma y corazón

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puro, algo difícil de encontrar hoy endía. No se equivocó cuando contrató susservicios. Había superado con crecessus expectativas, así que no podíanegarle ese favor.

—Te doy mi permiso para queacudas a ayudar a tu «hermano». Indagalo que puedas, pero sin obstaculizar elproceso inquisitorial. —Hizo una pausa,reflexivo—. Puedes llevarte contigo aEtienne y a dos soldados más. Deberásdejar a los dos soldados restantes paraque hagan tu trabajo.

Raimond asintió complacido, nonecesitaba más. Bajo su mando contabacon su mano derecha, Etienne Martine, y

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con cuatro soldados más, leales a él y alos Estados Pontificios. Cuando hacíanfalta más hombres, se contrataban,pudiendo llegar incluso a reclutar a unejército si hiciera falta.

—Lo que sí te pido —continuó elpapa—, es que, pase lo que pase,mantengas los modales ante el SantoOficio. No quiero problemas con laInquisición. —Lo miró con severidad,inquisitivo—. Mantén a raya tu geniocolérico. ¿Me he expresado conclaridad?

—Se ha expresado con sumaclaridad —afirmó asintiendorespetuosamente. Ese genio colérico al

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que el papa se refería le había traídoquebraderos de cabeza, sobre todo alsumo pontífice, y se juró que no volveríaa fallar al papa, aunque también sabíaque si le enfurecían sobremanera eraincapaz de aplacar su ira devastadora.

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Capítulo 7

El día era inmejorable para viajar.Avanzado ya el mes de abril, el calor sedejaba notar bajo un sol libre de nubes.Una bandada de pájaros sobrevolabapor encima de sus cabezas haciendo unsinfín de acrobacias en grupo, siendodigno de ver. Los sonidos de lanaturaleza lo inundaban todo, y se podíarespirar una paz y una tranquilidadenvidiables.

Marchaban a buen ritmo, y elobjetivo de llegar a Montpellier antesdel anochecer parecía posible. Raimond

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quería pasar la noche allí, con la mitaddel recorrido completado, así podríanllegar mañana al anochecer a su destino.44 leguas (184 kilómetros) en dosjornadas, no estaba nada mal. Hacía yarato que habían dejado atrás Nimes, porlo que pronto deberían atisbarMontpellier. Sabía que la carretaretrasaría un tanto el viaje, pero lanecesitaba para que Camille y Edgardfueran cómodamente sentados y notuvieran que hacer el viaje caminando.

A Raimond le gustaban aquellosviajes, esa tranquilidad que le rodeaba,montar a su caballo, disfrutar de losparajes. Podría estar así eternamente,

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pero no todo eran satisfacciones. Elrecuerdo de Laurent acusado de herejíapor la Inquisición le revolvía elestómago y sentía cierta urgencia porllegar cuanto antes a Narbona, porayudar a su amigo. El tiempo iba en sucontra. Ya habría comenzado el juicio, ytodavía tenía esperanzas de llegar atiempo antes de que comenzaran lastorturas. No era de extrañar que quisierallegar lo antes posible para intentarsalvar a su «hermano». Lo cierto era quelo había visto una vez en los últimosquince años, justo antes de marcharsecomo mercenario para la Iglesia, día quevisitó a sus seres queridos en

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Carcasona. Esto ocurrió hacía ya oncelargos años, y necesitaba despedirse porsi no volvía a verlos. Sabía que la vidadel soldado podía llegar a ser fugaz,pudiendo ser atravesado por la espadade un infiel en cualquier momento.Aquella fue la última vez que vio aLaurent. Once años después laperspectiva era bien distinta. Él estabaacomodado en un trabajo envidiable,sirviendo nada menos que al papa,mientras Laurent podría acabar en lahoguera. Este pensamiento le hizoremoverse en la silla de su caballo.Realmente lo había amado como a unhermano, y todavía esa llama estaba

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viva en su corazón.Muchos recuerdos le venían a la

mente al pensar en Laurent. Unosbuenos, otros malos, pero la mayoríaeran buenos. Sonrió al recordar cuandojugaban a caballeros en las Cruzadas,sobre todo por revivir algo que ya habíaolvidado. Su padre le hizo una espadade madera. Era pequeña, como él,todavía era un niño. Con ella jugaba díay noche incansablemente, siempresoñaba que se convertía en un caballero,que luchaba en una de esas épicasbatallas defendiendo la cristiandad quenarraban los mayores. Muchas vecesjugó con Laurent, otras muchas solo.

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Ahora sabía que aquellos inocentesjuegos le habían beneficiado añosdespués cuando cogió una espada deverdad por primera vez. Desde su niñezhabía acostumbrado su cuerpo a manejaruna espada, a que fuera parte de sucuerpo, a manejarla con soltura, conmaestría, dándole agilidad a susmovimientos de piernas. Sonriónuevamente al recordar aquella espadade madera que le regaló su padre ysintió añoranza por aquellos años, felizcomo sólo los niños pueden serlo,cuando sus padres y sus dos hermanospequeños todavía estaban en estemundo. Sus padres eran humildes,

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campesinos. Qué orgullosos estarían deél, estaba seguro. Ellos se deslomabantrabajando los viñedos que poseían, y lahuerta, que tan buenos alimentos daba.También tenían cerdos, gallinas, unamula con la que trabajaban la tierra…Raimond suspiró profundamente. Lavida ahora le sonreía, y era feliz, perosintió tristeza. Tristeza por susfamiliares fallecidos, por su niñezacabada, por aquella vida pasada.Incluso echaba de menos aquella casapequeña y desvencijada cercana alamurallado donde vivían. El abatimientole invadía cuando atisbaron la ciudad deMontpellier en la lejanía, y se alegró de

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quitarse aquellos pensamientos queauguraban nubarrones. Miró al cielo ycomprobó que todavía tardaría más deuna hora en anochecer, tiempo suficientepara llegar a la ciudad.

Raimond se giró sobre su montura,preocupado por Camille. Sabía elsufrimiento que la atenazaba. Ibacómodamente sentada en la parte traserade la carreta, sobre mantas y bolsas decuero repletas de ropa que usarían él ysus soldados. Junto a ella iba Edgard, untanto adormecido. El carretero parecióalegrarse de estar cerca de la ciudaddonde pasarían la noche, seguramenteestaría cansado de soportar la dureza

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del camino en sus nalgas. Observó a sualrededor. Nadie. A lo largo del caminohabía podido percibir sombras que semovían tras los árboles colindantes alcamino, posiblemente ladrones omaleantes, pero no habían tenido elvalor de atacarlos. Raimond pensó queestarían locos si lo hacían. Él y su fielamigo, Etienne, abrían la marcha, con lacarreta en medio y sus otros dossoldados cerrando la caravana. Cuatroexpertos guerreros bien armados sobregrandes monturas, sin contar la señalque llevaba grabada en el pecho sobrela túnica blanca como jefe militar papal.

Cuando cruzaron las puertas de la

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ciudad, todavía con el sol sobre elfirmamento, no dudaron en acercarse ala casa donde vivía un soldado al queconocían. Alegres por reencontrarse conél, se dirigieron hacia allí, mientras elcarretero arrugaba el ceño por desviarsedel trayecto que les debía conducir a laposada.

Raimond y Etienne se detuvieron ybajaron de sus cabalgaduras, levantandoexpectación en las gentes del lugar. Eldistintivo de guerrero papal despertabainterés allá donde fueran. Los imitaronlos otros dos soldados.

—Adelantaos vosotros hasta laposada, nosotros no tardaremos. Vamos

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a saludar a un viejo compañero defatigas —informó Raimond con evidentejúbilo al carretero. Caminó hacia laparte trasera hasta colocarse frente aCamille—. El carretero os llevará hastala posada, nosotros iremos enseguida.¿De acuerdo?

—Muy bien —contestó satisfecha—.Yo la verdad es que estoy molida.

Raimond sonrió levemente,haciéndose cargo. Los baches eran unmartirio, a pesar de estar cómodamentesentada. Regresó nuevamente hasta elcarretero y se dirigió a él ahora muyserio:

—Para llegar a la posada tendrás

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que dar un pequeño rodeo. No pases porel barrio de «Los pecadores», no esseguro. ¿Entendido?

El carretero lo miró extrañado. Trasunos segundos de silencio, contestó:

—Entendido. No se preocupe —dijomuy convencido.

El carretero arreó a las mulas y sepusieron en marcha, dejando atrás a loscuatro soldados. Reflexionó sobre laadvertencia de Raimond Guibert, peroenseguida la desestimó. Estaba harto deese viaje, tenía el trasero dolorido, y sele hacía la boca agua al pensar en beberun buen vaso de vino. Pasaría por aquelbarrio. Era de día, ¿qué podía ocurrirle?

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Negó varias veces con la cabezapensando en el exagerado temor deRaimond. No sonaba bien el nombre deese barrio, era cierto, pero estaban enplena ciudad, de día, con gentes portodos los lados.

La carreta avanzaba lentamente porcalles abarrotadas de gente. Muchoseran los que se quedaban mirandofijamente, y el carretero comenzó aponerse nervioso. Las apariencias nosolían engañar, y aquellos hombresapoyados sobre las paredes de lascasas, en corrillos, no parecíanprecisamente monjes. Intentó acelerar elpaso, pero era imposible al tener que

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adaptarse a las personas que caminabano se cruzaban delante de él. Sin tiempo areaccionar, tres hombres reciosasaltaron la carreta. Dos de ellossaltaron a la parte trasera, mientras otroagarró las mulas para que se detuvieran.Camille comenzó a gritar y se acurrucóen una esquina de la carreta mientrasEdgard se levantó dispuesto aenfrentarse a ellos, aunque ibadesarmado. El carretero los insultó y losamenazó, pero de nada sirvió. Aquelloshombres estaban decididos a robarles, ycomenzaron a arrojar al suelo laspertenencias que trasportaban en lacarreta, donde un cuarto hombre iba

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recogiéndolas. El carretero accedió a laparte trasera dispuesto a moler a palos aesos bribones y se enzarzó con ellos apuñetazos y agarrones. Edgardaprovechó para ayudarle, equilibrandolas cosas. Pero enseguida subió a lacarreta el hombre que iba recogiendo loque los otros lanzaban, y no tardó enaparecer el que sujetaba a las mulas.Camille estaba horrorizada,atemorizada, y no podía creer que lesatacaran en pleno día. Comenzó a gritarpidiendo ayuda, peroincomprensiblemente la gente los mirabasin intervenir.

Edgard y el carretero habían

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mantenido a raya a aquellos dos, perotodo se había complicado con losrefuerzos que aquellos maleantes habíantenido. Ahora eran cuatro contra dos, ycomenzaron a recibir puñetazos portodos los lados, debiendo centrarse enprotegerse. Los asaltantes aprovecharonpara seguir lanzando a la calle todo elcontenido de la carreta. Pero Edgard yel carretero parecían no haber tenidosuficiente, y se abalanzaron sobre ellosuna vez más. La pelea no parecía tenerfin, mientras uno de ellos comenzó arecoger todas las pertenencias arrojadasde la carreta para llevárselas a una casacercana.

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—¡Se están llevando nuestras cosas!—gritó Camille, espantada por lo quesucedía. Sobre todo por ver a su hijodefenderse de los golpes que le volvíana llover. Incapaz de mantenerse inmóvilviendo cómo les robaban, se bajó de lacarreta decidida a detener a ese ladrónque quería llevarse sus cosas y las delos soldados. Lo agarró del pelo pordetrás y tiró de él con fuerza, con unarabia inusitada. El hombre gritó de dolore intentó agarrarse el peloinfructuosamente, mientras Camille lohizo retroceder. Miró a Edgard paraindicarle que abandonara la carreta yviniera a proteger sus cosas, cuando el

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hombre que tenía agarrado por el pelose medio giró como pudo y la golpeó enel vientre. Camille se dobló por lacintura, con un dolor agudo. El ladrón,enfurecido, la tiró al suelo y se dispusoa violarla. A Camille le costaba respirartras el brutal puñetazo recibido en elestómago, y no tenía fuerzas paradefenderse, ni aun sabiendo lo que leesperaba. Era consciente de que aquelasqueroso y maloliente ladrón iba aviolarla en plena calle a la luz del día.¿Qué ciudad era esa que permitía querobaran y violaran en plena calle?Intentó defenderse ahora que podíarespirar mejor, pero él era muy fuerte y

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comenzó a romperle la ropa a tiras. Conlas manos quiso arañarle pero enseguidase las apartaba. Estaba a su merced.Miró a Edgard, pero este debía de estar,junto al carretero, tirado en el suelo dela carreta, recibiendo patadas por partede los malhechores. Cerró los ojos y seencomendó a Dios, por ella, por Edgardy por Laurent.

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Capítulo 8

La puerta se abrió y un poco de luziluminó el interior de la mazmorra. Unaveintena de sombras se movieron ehicieron tintinear las cadenas, mientrasel alguacil entraba a por una nuevavíctima. Laurent, hecho un ovillo en elsuelo, rezó para que no fuera él. Teníadolorido todo el cuerpo después de lapaliza recibida en el día de ayer. Lohabían tenido atado a una silla, mientrassus negativas a reconocer suculpabilidad le acarreaban garrotazos.Así lo tuvo el inquisidor general durante

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horas, entre dolores atroces. Pero nohabía dejado de asegurar que erainocente, que se equivocaban depersona. El procedimiento del juiciohabía cambiado considerablemente, yhabía vivido en sus propias carnes lasfamosas torturas de la Inquisición.

Laurent vio con horror cómo elalguacil le libraba de sus cadenas. Conel nuevo día, presumiblemente el juiciotuviera una nueva sesión. Laurent luchópor mantenerse tumbado allí, pero elalguacil lo arrastró hacia la salida,como un fardo de trigo. Imploróclemencia, pero no obtuvo respuesta. Losacó de la mazmorra y lo llevó por el

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pasillo subterráneo hasta la sala dondeayer le torturaron. Arrastrado por elsuelo, pataleando, Laurent vio alinquisidor general y al obispo deNarbona en el interior de la sala,imperturbables, junto al notario,preparando todo para desempañar suoficio.

Esta vez fue distinto. Lo tumbaronsobre un potro de tortura, cuan largo era,le ataron las muñecas a la cabecera y lostobillos a una cuerda que se enrollaba enun rodamiento. Era fácil imaginarse loque le esperaba, y comenzó su retahíladesesperada implorando por suinocencia, argumentando una y otra vez

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que él no era el asesino, mientraslloraba de puro terror.

El inquisidor general se acercó conpaso lento, dejando que el pánicoimpregnara al reo. El papa no permitíatorturar más de una vez al reo, pero elinquisidor general decía que sí podíatorturar más de una vez comocontinuación. Evidentemente, esto nollegaba a oídos del papa.

—Laurent Rollant —dijo con vozpoderosa el inquisidor general—.Confiesa ahora tu herejía y pongamos fina tu tormento —bramó con furia.

Laurent se estremeció más todavía.¿Cómo podría convencer a ese monstruo

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de que él era inocente? ¿Es que nuncapodría creerle? ¿No había tenido yaprueba suficiente ayer, cuando nisiquiera a base de garrotazos habíadejado de asegurar su inocencia?

—Señor inquisidor general, se lojuro por Dios que no cometí ninguno delos dos asesinatos de los que me acusa.Tiene que creerme —suplicó con todosu corazón.

El inquisidor general asintió alverdugo, y este comenzó a girar elmecanismo del potro. La tensióncomenzó a aumentar y el cuerpo del reolentamente se estiró, hasta que la tensiónfue tal que el dolor invadió cada

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centímetro de su cuerpo. Laurent aulló yapretó los dientes intentando soportar elmartirio. El verdugo dejó de girar elmecanismo pero mantuvo la tensión. Unminuto después aflojó la presión,disminuyendo el dolor. Laurent sudabaprofusamente, y sentía todas lasarticulaciones doloridas.

—Laurent Rollant, ¿por qué hicisteritos demoniacos? ¡Confiesa de una vez!—gritó furioso el inquisidor general—.Sabemos que mataste a esos dosinocentes, sólo queremos saber elmotivo de tu herejía. ¿Acaso estásposeído por el diablo?

A Laurent le daba vueltas la cabeza,

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estaba con las fuerzas debilitadas.Escuchó al inquisidor como si se tratarade una ensoñación, aunque sus palabrasle dejaron perplejo.

—Yo no estoy poseído por eldiablo, soy un buen cristiano, por elamor de Dios —contestó débilmente—.Tiene que creerme, yo no maté a esaspersonas.

El inquisidor general volvió a hacerun gesto al verdugo y este volvió a girarel mecanismo del potro, tensando elcuerpo del reo más todavía queanteriormente. Laurent aulló de dolor,parecía como si sus miembros fueran adislocarse. El dolor era insoportable. El

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verdugo mantuvo la tensión en ese punto,entre el dislocamiento y el dolorextremo, era un experto en las artes de latortura.

—¡Confiesa de una vez, hereje! —gritó por encima de los aullidos del reo—. ¡Mataste a Diégue Cabart y aThomas Vincent! ¡Hiciste un trato con eldiablo! ¡Confiesa! ¡Confiesa!

Laurent escuchaba muy lejos alinquisidor general, una voz deultratumba. No podía soportar más esedolor, atroz e inmisericorde. Semantenía reacio a asumir una culpa queera falsa, pero por primera vez dudó siconseguiría convencerles. Ya tenía claro

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que la Inquisición no cejaría en suempeño hasta que se declarara culpable.No atendían a razones, para ellos él erael culpable. Sufriendo un dolor infernal,se abría una puerta ante él, una salida aesa tortura, que era declararse culpabley así acabar de una vez con esesufrimiento constante y salvaje. Nopodía soportarlo más. Quería gritar quetenía un pacto con el diablo, que dejaranya de tensar las cuerdas. Los miembrosestaban a punto de dislocarse. Miró alinquisidor general, que se manteníaexpectante, con una sonrisa maliciosa.Esto le dio fuerzas a Laurent, que apretólas mandíbulas y juró que no le daría ese

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placer a ese maldito hijo de puta. Semantendría firme en su inocencia.

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Capítulo 9

Camille estaba a punto de ser violadapor aquel desalmado y luchaba porevitarlo con todas sus fuerzas, pero erainútil, él era mucho más fuerte que ella.Gimió de rabia, de desesperación, depánico. Estaba horrorizada ante lo quele esperaba, por ello no reparó en que lacalle se quedaba desierta en unos pocossegundos.

Cuando Camille vio, impotente, queel agresor se disponía a penetrarla, lacabeza de este desapareció como porensalmo, y un chorro de sangre apareció

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en su lugar. Se quedó petrificada, sinentender absolutamente nada.

Raimond Guibert y sus hombrescabalgaban desbocados, preocupados alcomprobar que el carretero con Camilley Edgard no habían llegado todavía a laposada. Raimond no tardó enimaginárselo. Seguramente el zoquetedel carretero no habría hecho caso desus sugerencias y se habría adentrado enel barrio de «Los pecadores». Hacia allíiban ahora como locos, sabedores deque estarían en peligro. En aquel barriovivía la escoria de Montpellier, un

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sinfín de delincuentes de la peor calañamoraban en ese sector de la ciudad,como si hubieran decidido juntarse paramayor gloria humana. No conocía peorlugar que aquel, y dudaba que existieraotro igual. Ni siquiera de día era segurotransitar por allí, sobre todo para algotan apetecible como una carreta conhumildes servidores.

Cuando se adentraron en el barrio,hubo una espantada general, y notardaron en ver a lo lejos la carretadetenida en mitad de la calle, con trestipos que no conocía de pie en la partetrasera de la carreta dando patadas. Nopodía ver a quién iban dirigidas, pero

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imaginó que se trataría de Camille,Edgard y el carretero. Apretó lasmandíbulas y maldijo para sí. Les daríaun escarmiento ejemplar, la furia loconsumía, pero todo cambió alacercarse más y distinguir a Camille enel suelo bajo un hombre sentado aahorcajadas que intentaba violarla. Dehecho se disponía a hacerlo. Su furia sedescontroló, la ira lo embargó. Sacó suespada que llevaba al cinto y se lacambió de mano. Sin detener lagalopada, se inclinó hacia su izquierdalo suficiente como para asestarle con laespada un golpe certero al pasar a sulado, cercenándole la cabeza, que cayó

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hacia atrás. Detuvo su caballo ydescabalgó de un brinco, corriendo alencuentro de Camille.

—¿Se encuentra usted bien,Camille?

Camille se encontraba histérica eintentaba quitarse de encima ese cuerpodecapitado. Raimond lo apartó y searrodilló para abrazarla y tranquilizarla.Había llegado a tiempo. Nunca se habríaperdonado si Camille hubiese sidoviolada. Miró a su derredor, entoncesrecordó a los otros hombres, y la furiavolvió a apoderarse de su ser. Selevantó impulsado por la cólera, sinembargo, no había ni rastro de ellos. El

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carretero y Edgard eran atendidos porsus dos soldados, aunque sólo parecíantener magulladuras. También vio a unhombre desangrado en la carreta.

—Ha muerto, Raimond, lo siento —dijo Ferdinand Yvain, uno de sussoldados que ayudaba a Edgard alevantarse—. Sólo quería herirle, perocalculé mal. Le he debido de seccionaralguna arteria importante.

—No lo sientas, has hecho locorrecto. Lo tiene merecido —aseguróiracundo Raimond—. ¿Y los otros dosmalnacidos?

—Los ha seguido Etienne —dijoseñalando hacia el este.

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Raimond miró en esa dirección y lovio corriendo a su encuentro.

—¡Raimond, deprisa, ven. Sé dóndese esconden! —gritó alterado EtienneMartine desde la lejanía.

Raimond se puso en marcha alinstante y fue al encuentro con él. Sepodía percibir a leguas de distancia elcabreo que llevaba encima.

—Se han metido en esa casa —leinformó su fiel y leal amigo, señalandouna vivienda cercana.

Raimond se giró y llamó a otrosoldado. Dejó a Ferdinand Yvain alcargo de Camille y los otros. No queríaque aquellos malditos cabrones se le

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escaparan. Apretó la empuñadura confuerza, con rabia.

—¿Hay alguna puerta trasera?—No. Tampoco tiene corral. Sólo la

puerta, y las ventanas de la fachada —informó Etienne con suficiencia.

La vivienda era de dos pisos. Losvecinos se asomaban mínimamente porlas ventanas y por las puertas, curiosos,y atemorizados. Podría haberrepresalias para todo el barrio, sobretodo tratándose del jefe militar del papa,como su vestimenta bien indicaba.

Raimond asintió complacido, notendrían escapatoria. Al llegar a la casa,dejó al soldado vigilando la fachada,

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por si pretendían huir por alguna de lasventanas. Él, sin contemplaciones,derribó la puerta de una patada. Su yaenorme fuerza, se veía aumentada enesta ocasión por la ira.

Al instante apareció un hombremayor con los brazos levantados,asustado.

—Yo no conozco a los hombres quehan entrado en mi casa —dijo alinstante, moviendo las manos,angustiado porque le creyeran.

Raimond le apuntaba con su espada,como si fuera a ensartarlo en cualquiermomento. Se volvió a mirar a Etienne,que le respaldaba.

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—No es uno de ellos —confirmó sinatisbo de duda.

—¿Dónde están? —preguntóRaimond al dueño de la casa.

Señaló al piso superior. Raimond leindicó con un gesto que se marchara, ysalió a la carrera.

Raimond y Etienne comenzaron asubir por la escalera con sigilo. Nopodían confiarse. Tal vez les hubieranescuchado al entrar, pero era mejor nodelatarse con facilidad, podríanarrojarles cualquier objeto contundente.Raimond no cesaba de pensar enCamille. La imagen de ella a punto deser violada la tenía grabada a fuego en

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su mente. Eran unos bárbaros, todos ycada uno de los que vivían en aquelmaldito barrio. Pero lo pagarían, y concreces. Aquel asqueroso barrio no seolvidaría de Raimond Guibertfácilmente.

Llegaron al piso de arriba, elsilencio era sepulcral. De momento nohabía ni rastro de esas ratas. Avanzaroncon sigilo, con los cinco sentidosaguzados y las espadas en guardia.Tenían constancia de que no ibanarmados cuando asaltaron la carreta,pero podían haberse armado encualquier momento. No tardaron enllegar hasta la primera puerta, que

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estaba cerrada. Raimond se pegó a ella,y aguzó el oído. Silencio. Se apartó a unlado y giró la manija de la puerta. Acontinuación la empujó violentamentepara abrirla de par en par. Un tonel salióvolando de la habitación. Por suertehabían sido precavidos y se mantuvieronapartados de la puerta. Después de esecaluroso recibimiento, Raimond seplantó en el umbral, desafiante. En elinterior se encontraban los dosmaleantes con vida que habían asaltadola carreta, dispuestos a luchar. Elproblema para ellos era que tan sólocontaban con un cuchillo cada uno. Ycuando vieron aparecer en el umbral a

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un soldado alto y fuerte empuñando unaenorme espada, con el semblanteiracundo y la cruz púrpura pintada sobrela túnica blanca, se quedaron lívidos,pero no les quedaba otra que luchar.

Para sorpresa de Raimond, aquellosmalnacidos arremetieron contra él comouna estampida de búfalos. Sólo lesquedaba la sorpresa para salir de allícon vida, pero Raimond, pese a sucorpulencia, poseía una rapidez yagilidad envidiable, y se desplazóágilmente hacia un lado esquivando laembestida. Al mismo tiempo alargó a suvez la espada para herir a uno de ellosen el brazo. Del otro tipo se encargó

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Etienne, que se mantenía detrás de sujefe dispuesto a entrar en acción cuantoantes. Lo pilló por sorpresa, tancentrados en atacar a Raimond comoestaban. Le atravesó con la espada elestómago, cayendo lánguidamente alsuelo, incrédulo, con las manostaponando la herida. El que había heridoRaimond presentaba un profundo corteen el brazo, y había caído de rodillas.Cuando se quiso levantar, Raimond lepuso la punta de la espada en el cuello,y ni respiró siquiera. La estampida debúfalos había resultado ser unespejismo.

—Ve a buscar una cuerda —dijo

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escuetamente Raimond a Etienne.Los gemidos moribundos del que

había sido ensartado en el estómagoinvadían la estancia. Raimond sabía quesería por poco tiempo, no tardaría endesangrarse. Se alegró de ello, tenía unamuerte merecida. El otro se mantenía derodillas y respiraba con dificultad.

—Por favor, señor, yo sólo soy unpobre ladrón. No era mi intenciónhacerles daño a esos muchachos —suplicó intentando ganarse el perdón.Pero sólo obtuvo una mirada severa,furiosa.

—Señor, por favor —continuó, perouna patada en el costado le acalló.

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—Cállate si no quieres enfurecermemás —masculló con unos deseosenormes de darle una paliza. Pero no, lequería intacto.

Etienne regresó con una cuerda largay gruesa. Se dispuso inmediatamente aatar a ese ladrón, cuando Raimond learrebató la cuerda.

—Abre la ventana —ordenó aEtienne. Este, sin comprender todavía,se encaminó a hacer lo que le pedía.Abrió la ventana y volvió sobre suspasos, viendo cómo Raimond le anudabala cuerda al cuello. Alzó las cejas en unprimer momento. ¿Pensaba colgarlo?¿Por la ventana? Estaba más

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sorprendido por el hecho de que locolgara por la ventana, por su aparentecomplicación, que por el hecho en sí. Sujefe, estando a las órdenes del papaUrbano V, había ajusticiado a unoscuantos malhechores, tenía potestad paraello, así que no se sorprendió. Aquelloscanallas habían propinado una paliza alhijo de su madre adoptiva, y a ella lahabían intentado violar.

Raimond lo arrastró de la camisahasta la ventana abierta, mascando surabia, mientras el ladrón suplicabaclemencia. Buscaron dónde amarrar elextremo de la cuerda, la ataronfuertemente y, después, entre los dos,

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arrojaron al desdichado por la ventana.Antes de tocar el suelo la cuerda setensó y le partió el cuello, quedandosuspendido en el aire, balanceándosemacabramente pegado a la pared.

Raimond y Etienne salieron a lacalle, miraron al ahorcado y semarcharon con el otro soldado. Era unabuena idea dejarlo allí, comoadvertencia de lo que ocurría cuandotrasgredían la ley. Camille, Edgard y elcarretero vieron el brutal desenlacedesde la distancia. Raimond, mientrascaminaba con determinación, pudoliberarse de la ira que le habíadominado. Aquellos cuatro salvajes

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habían tenido lo que se merecían. Ahorasólo pensaba en llegar a la posada ydescansar, mañana les esperaba otradura jornada de viaje, la última antes dellegar a su destino.

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Capítulo 10

Dos amaneceres después, Raimondacudía presto al edificio del SantoOficio para entrevistarse con elinquisidor general. En la jornadaanterior no tuvieron percance alguno deMontpellier a Narbona, discurriendocon normalidad. Ya habían tenido másque suficiente en el final de la primerajornada, pero aquello ya estabaolvidado por todos ellos, sobre todoestando tan cerca su objetivo. Habíanllegado a Narbona antes del anochecer,satisfechos por haber cumplido el

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trayecto según lo previsto. En cuanto seadentraron en la ciudad, crearon un granrevuelo por la llegada de una leyendaviviente, aquel guerrero que servía aDios y al papa, famoso por sus épicasbatallas contra los infieles, al queparecía protegerle el mismísimoJesucristo.

Raimond había dormido mal,ansioso porque el amanecer llegara y asípoder de una vez comprobar en quésituación se encontraba Laurent. Nopodía dejar de pensar en él, y elsufrimiento que veía reflejado enCamille no ayudaba precisamente. Haríalo que fuese por ayudarlo, y estaba

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dispuesto a ello. Pero también sabía queante la Inquisición poco podríaintermediar para ayudar a su amigo,implacable ante la herejía.

Pocos minutos después de haberllegado, fue recibido por el inquisidorgeneral. Raimond accedió a unaimponente sala donde le esperaba de pietras su mesa. Era de estatura baja, flacoy blanco como la leche, de unoscincuenta años de edad.

—Bienvenido a Narbona, y a micasa —saludó con una media sonrisa—.¿A qué debo el placer de esta visita? —Con un gesto le invitó a sentarse.

Raimond se sentó. Se alegró de

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haber dejado la espada en la posadadonde residiría durante su estancia enNarbona. Era molesta para sentarse,pero no iba desarmado, eso nunca,llevaba su inseparable puñal escondidodebajo de la túnica.

—El placer es mío, fray Alfred —contestó cordial—. Se trata de un asuntodelicado, personal, con elconsentimiento del papa,indudablemente. —Debía jugar bien suscartas. Que fuera el jefe militar papal leabría muchas puertas, y debíaaprovecharlo.

Fray Alfred Simonet arrugó la frente,no esperaba algo así. Seguramente no

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acertaba a adivinar qué podría ser. Elposterior silencio de Raimond hizo elefecto deseado.

—Bien, le escucho. Haré todo lo queesté en mi mano para ayudarle a vos, y anuestro excelentísimo papa —dijo conevidente seriedad.

Raimond sonrió para sus adentros.Haber nombrado al papa había sido todoun acierto y hasta el momento parecíatener controlado al inquisidor. Parecíaun hombre condescendiente, aunquepodría tratarse sólo de una máscara.

—Verá, hay una persona a la quetengo entendido que han acusado deherejía. Esa persona ha sido como un

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hermano para mí, y querría informarme,si no es mucha molestia, de lo ocurrido.Como entenderá, es muy importante paramí.

Alfred Simonet se removió en suasiento, entrelazó las manos apoyadassobre la mesa y endureció el gesto, conla mirada baja.

—Entiendo —contestó muy serio,molesto—. ¿Y de quién se trata?

A Raimond no le gustó su actitud. Lamáscara con la que le recibió se habíadesvanecido, y aunque trataba demantener la compostura, a la legua seveía que no le agradaba en absoluto suvisita. Aunque era comprensible, se

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estaba inmiscuyendo en su labor.—Se llama Laurent Rollant. Creo

que lo acusaron hace una semana.El rostro del inquisidor general se

descompuso brevemente, pero enseguidase recompuso. Raimond lo mirabafijamente. Los ojos irradiabaninteligencia, pero la mirada ahora eradesconfiada y dura.

—Sí, sé quién es —anunciómeditabundo—. Un vecino de un ricocomerciante llamado Diégue Cabartescuchó gritos en casa de este, y acudióraudo a casa del preboste. Cuandoestaban a punto de llegar a su casa,vieron salir al acusado de la casa de

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este comerciante con un cuchillo en lamano. Había cometido algún tipo de ritosatánico. Después descubrimos quehabía cometido otro asesinato idéntico,el de un noble llamado Thomas Vincent.

Raimond escuchó con interés, por sihabía algún dato que no supiera. Era taly como se lo habían contado. Semostraba escéptico, no podía creer queLaurent hubiera cometido esos crímenes.Bien era cierto que no lo veía desdehacía once años, pero mucho tendría quehaber cambiado para hacer algo así.

—¿Han encontrado alguna pruebaque reafirme su culpabilidad?

El inquisidor general lo miró

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extrañado.—¿Acaso necesita más pruebas?

Después de escuchar gritos en la casa, elpreboste lo pilló huyendo con uncuchillo en la mano —reafirmó.

Raimond carraspeó incómodo ycambió de postura. Desde luego nopodía negar que pareciese a todas lucesel culpable, pero le costaba admitirlo, loveía incapaz de consumar un asesinato.

—¿Y él qué explicaciones ha dado?Nuevamente el inquisidor general lo

miró extrañado.—Las habituales en estos casos. En

un primer momento alegó que él habíallegado a casa del mercader para hacer

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un encargo, y que lo encontró asesinado.Raimond vio la luz. Podía ser

inocente, tal y como pensaba. Sabía queel destino a veces jugaba malas pasadas.

—¿Y han indagado quién podría serel verdadero asesino?

Alfred Simonet bajó la mirada uninstante y se removió en su asiento conlentitud.

—No ha sido necesario —aclarómirándole a la cara—. Laurent Rollant,en el día de ayer, se declaró culpable —concluyó con voz firme, autoritaria.

A Raimond Guibert se le cayó elalma a los pies. Escuchar aquello fuecomo recibir una estocada en el corazón

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y una vorágine de malos pensamientos leinvadieron sin piedad. Se quedóderrotado en la silla, con los hombroscaídos, ya no había nada que hacer porLaurent. Gruñó sin darse cuenta,volviendo a la sala donde se encontraba.Miró al inquisidor, que le miraba conavidez. Estaba sin fuerzas, ni siquierasabía qué hacer a continuación. Laurentse había declarado culpable. Aún así semostraba reacio a creerlo. Entoncesrecordó algo que se le había pasadoinexplicablemente por alto, seguramentepor el impacto de las últimas palabrasde fray Alfred.

—Pero, hay algo que no entiendo.

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Hace un momento acaba de decir queLaurent relató su inocencia, queencontró a ese mercader asesinado en sucasa —rebatió confuso—. Y ahora diceque Laurent ha confesado suculpabilidad. Lo siento, pero no loentiendo.

Alfred Simonet se acomodó sobre elrespaldo con parsimonia, con la miradaperdida en la mesa.

—Así es. Laurent Rollant declaró suinocencia en la primera comparecenciadel juicio. Sin embargo, tras someterle ainterrogatorio en sucesivos juicios,acabó confesando su culpabilidad. Ayerprecisamente —informó con gesto

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grave. Después sacó un pañuelo de linoy se sonó tímidamente la nariz.

Raimond sabía perfectamente a quétipo de interrogatorio se refería elinquisidor general. Seguramente sehabían valido del tormento para hacerleconfesar, era muy típico de laInquisición. Esto le sembró de dudasrespecto a la culpabilidad real deLaurent. Que confesara a base detorturas no era sinónimo de veracidad.Ante él se abría una puerta a laesperanza, dejando atrás toda esaconsternación que había experimentadohacía apenas unos momentos.

—Entiendo —contestó

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escuetamente. Poco más podía decirle.Además lo de las torturas sólo eranconjeturas. Necesitaba ver a Laurent,saber cómo se encontraba, y sobre todoescuchar de su boca lo acontecido—.Quisiera ver a Laurent —pidió conafabilidad—. Sé que algo así esinimaginable, pero era como un hermanopara mí. Necesito verlo, seguro que loentiende. Se lo pido como un favor paramí, y por consiguiente para el papa.

Alfred Simonet le clavó su mirada,parecía calcular las consecuencias quetendría su respuesta. Para Raimondestaba claro que había acertadonuevamente al mencionar al papa. Para

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el inquisidor sería un dilema no dejarleque viera al reo, ya que llegaría hastalos oídos del papa y podríadesagradarle. Todo eso estaríasopesando el inquisidor, pensóRaimond.

—Es algo extraordinario, perotambién lo es su visita —contestó alcabo de unos momentos de silencio—.Le concedo el deseo de ver al reo…pero con una condición. Lo que vea enlas mazmorras, quedará entre vos y yo—advirtió categórico.

Raimond se encaminó hacia lasmazmorras acompañado por uno de losfrailes. Al llegar a la antesala donde

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anteriormente le habían recibido alentrar al edificio, el fraile le indicó unasescaleras que descendían hasta lasmazmorras.

—Baje estas escaleras, le llevaránhasta el alguacil. Infórmele que va departe de fray Alfred. —A continuaciónel fraile se despidió y le dejó quecontinuara solo.

Raimond descendió por las lóbregasescaleras y percibió la humedad queemanaba del subterráneo. Esto le hizotorcer el gesto, las condiciones enaquellas mazmorras serían corrosivaspara la salud. Llegó a una estancia bieniluminada por antorchas, donde el

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alguacil se hallaba recostado en su silla,con los pies sobre la mesa.

—Buenos días, alguacil —sepresentó Raimond con tono rudo.

El alguacil bajó lánguidamente lospies de la mesa y la silla crujió ante elorondo cuerpo que sostenía. Despuésbostezó y mostró una negra dentadura ala que también faltaban varias piezas. Elpelo y la larga barba eran de un colorrojizo oscuro, mostrando grasa ysuciedad, lo que asqueó a Raimond.

—Buenos días, señor. ¿En quépuedo ayudarle? —preguntó sin atisbode amabilidad.

—Vengo a ver a un reo llamado

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Laurent Rollant. Me envía fray Alfred.El alguacil se levantó pesadamente y

cogió un manojo de llaves.Imperturbable, y sin decir nada, con ungesto apenas imperceptible paraindicarle que lo siguiera, se adentró enun pasillo justo enfrente de lasescaleras. Raimond lo siguió. El hedorera insoportable. Las antorchasiluminaban tenuemente este pasillo,donde había cuatro puertas en el ladoderecho del mismo. Una rata saliócorriendo hacia su escondite. No eranada nuevo para él, ya había estado enalguna que otra mazmorra, y teníaconstancia de que la simple estancia allí

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era un tormento. El alguacil se detuvo enla tercera puerta y eligió la llaveadecuada, la abrió y un hedor todavíamás fuerte les recibió con los brazosabiertos. La oscuridad en el interior eracasi total, a excepción de una pequeñaventana enrejada por donde la luz sefiltraba mortecinamente. No obstante, laluz del pasillo iluminaba un poco lamazmorra. El alguacil se apartó de lapuerta.

—Es el segundo a la izquierda.Dejaré la puerta abierta para que puedaver. Yo me quedaré aquí esperando —dijo mecánicamente.

Raimond se adentró en la mazmorra

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con el corazón latiéndole con fuerza.Avanzó con paso firme hacia donde elalguacil le había indicado, viendo por elrabillo del ojo fantasmas que se movíaninquietos. Barrió con la mirada lamazmorra completa. Habría veinte reoso más. Cuando llegó hasta Laurent,sintió un dolor agudo en lo más profundode su ser. Bajo la exigua luz reinante, levio tirado en el suelo, inerte,encadenado al tobillo, como un perro.Se agachó afligido y posó su poderosamano con delicadeza en su hombro.

—Laurent —susurró con fuerza.Este se removió con dificultad y giró

su cabeza para mirarlo con verdadero

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pavor, gimiendo de puro horror. Otravez volvían a llevárselo para torturarlo.

—Tranquilo, Laurent, soy yo,Raimond —intentó tranquilizarlo con unnudo en la garganta. Al girar este lacabeza, pudo ver los moratones quepresentaba, con un ojo cerradototalmente a causa de la hinchazón.

Laurent se quedó petrificado, debíade estar en alguna ensoñación. Esehombre que tenía delante no pertenecía aeste mundo, al menos al suyo. Esehombre, que aseguraba ser Raimond,tenía el rostro que recordaba, aunquetransformado. De hecho, no lo veíadesde hacía muchos años. Pero sí, podía

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ser cierto. Podría ser Raimond, como élaseguraba, sin embargo, debía detratarse de un sueño. Raimond servía alpapa, tal y como había escuchadocientos de veces, así que no era posibleque se encontrara allí, en el mismísimoinfierno.

—Laurent, ¿no te acuerdas de mí? —preguntó contrariado, ante el mutismo desu gran amigo.

Laurent, muy lentamente, seincorporó con evidente dolor hastaquedar sentado, y alargó su mano paratocar la cara del que fuera su mejoramigo de la infancia.

Raimond se percató entonces de su

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ropa, hecha jirones, donde se podía verla piel igual de amoratada que su cara.

—Qué te han hecho, Laurent —susurró con pesar, aunque no sesorprendió por ello. Albergaba laposibilidad de que le hubieran torturado,y ahora podía corroborarlo.

Laurent lo miraba como hipnotizado.Había acariciado su cara, había sentidoel tacto de su barba. Parecía tan real,que no quería despertarse nunca.

—¿De veras eres tú, Raimond? —preguntó con un hilo de voz,esperanzado y a la vez atemorizado.

—Sí, Laurent, soy yo, tu hermano.Laurent cerró los ojos y comenzó a

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llorar. Un torbellino de recuerdos y desentimientos felices se apoderaron de él.Era como si Cristo hubiera descendidodel cielo para visitarlo y reconfortarlo.

—Raimond —dijo dificultosamente,llorando como un niño—. No puedocreer que estés aquí.

—Tu madre, nuestra madre, vino aAviñón a pedirme ayuda. Y aquí estoy,viejo amigo. —La emoción loembargaba. Ahora más que nunca se juróque haría lo posible por ayudarle,aunque ya era casi imposible al habersedeclarado culpable.

Laurent aumentó sus sollozos por laspalabras de Raimond. Su madre había

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viajado a Aviñón, había pedido ayuda aljefe militar papal. Sí, la vio capaz deeso y de más, era una luchadora. Ahorasufriría terriblemente por él.

—Raimond —dijo agarrándole coninusitada fuerza por el brazo, dando fin alos sollozos—, tienes que creerme, yono cometí esos asesinatos que meatribuyen. Tienes que ayudarme. —Peroenseguida se detuvo, sabedor de que yaera tarde.

—Tranquilo, te creo, y toda tufamilia también. Sabemos que eresinocente —aseguró muy convencido. Lohabía leído en sus ojos. No, no mentía,la sinceridad de sus palabras era

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innegable.—No podía soportarlo más, y me

declaré culpable —confesó angustiado,tragando saliva repetidamente condificultad—. Me han torturado,Raimond, salvajemente. Ellos semostraban ciegos a mis palabras, a laverdad. Sólo querían escuchar de miboca que yo había cometido aquellosterribles asesinatos. Debes creerme, yono lo hice.

Raimond asintió. No había más queverlo para saber que lo habían torturado.

—Primero me dieron garrotazos —continuó Laurent, con la mirada perdida—, pero proclamé mi inocencia. Al día

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siguiente me torturaron en el potro. Nosé cómo, pero aguanté y seguídeclarando mi inocencia. Pero al tercerdía, otra vez en el potro, no pudesoportarlo más. El dolor era atroz, y nocejaban en su empeño. Lo siento,Raimond, pero no he podido aguantar.Pobre madre… —se lamentóprofundamente.

Raimond cerró los puños con fuerza.Había escuchado en alguna ocasión quela Inquisición torturaba más de una vezal reo, algo que tenía terminantementeprohibido el papa. Ahora podíaconfirmar estas prácticas.

—Malditos hijos de puta —masculló

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iracundo. Ante él no tenía a una persona,sino a un desecho humano. Estaba en loshuesos, y parecía tan frágil como uncuenco de barro. Tenía el cuerpo molidoa palos, y la humedad y el frío eranlatentes. Si no hacía algo pronto, tal vezmoriría incluso antes de ser sentenciado.

—Raimond, no le digas a madre elestado en el que me encuentro. Miéntele,te lo pido por favor —dijo con el rostrodeformado por la desesperación.

Raimond asintió. Tenía razón, seríamejor no hacerla sufrir más de lo que yapadecía.

—No te preocupes, haré lo que mepides. —Bajó la mirada un momento,

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reflexivo—. Voy a hablar con elinquisidor. Intentaré ayudarte. No sécómo, pero no dejaré que te pudras aquí.Lo juro por nuestra santa madre —aseguró con rabia, con el rostro coléricoy los ojos humedecidos por la emociónque le embargaba. Tal vez fuera loúltimo que hiciera en su vida, pero nodejaría a su «hermano» abandonado a susuerte.

Se abrazaron de rodillas, Laurentsollozando nuevamente, agradeciendo suayuda. Su presencia lo reconfortó, le dioánimos para seguir viviendo. La llamade la esperanza, aunque débil, se abriópaso entre las tinieblas que allí lo

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envolvían.Raimond salió de la mazmorra

decidido a luchar por la justicia, a hacerfrente ni más ni menos que a la poderosaInquisición. Antes de marcharse, leentregó unas monedas al alguacil paraque tratara muy bien a Laurent,asegurándole que le entregaría másmonedas, y le instó a que cumpliera eltrato. El alguacil, ante la clara amenaza,mostró por primera vez emociones.

Raimond se personó nuevamenteante Alfred Simonet, conteniendo su ira.

—Lo han torturado salvajemente —se quejó manteniendo los modales aduras penas—. A causa de ello

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sucumbió y se declaró culpable.El inquisidor general lo miraba con

cara de pocos amigos.—Confesó gracias al tormento —

contestó alzando la voz—, no confundatérminos. Lo confesó todo, punto porpunto. Es culpable. Punto y final. Lastorturas son necesarias para que el reodiga la verdad.

Raimond apretó la mandíbula parano soltar blasfemias y agarró losreposabrazos con tanta fuerza quepodrían romperse en mil pedazos encualquier momento.

—Lo han martirizado con tanto afánque ha dicho lo que ustedes querían oír.

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Ni más ni menos. Han obligado a uninocente a que se declarara culpable, yse han valido para ello del tormentodurante más de un día, algo que el papatiene terminantemente prohibido —acusó controlando su incipiente ira.

—¿Le ha dicho eso el reo? —dijocon serenidad—. Miente. Sólotorturamos una vez, y no fue tan terrible—aseguró con malicia.

Raimond volvió a apretar lamandíbula con fuerza. Aquel malnacidose reía de él en su cara. Se levantólentamente y se aproximó a la mesa.

—Todo reo necesita un trato y unjuicio justo —anunció con voz grave—,

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y más pruebas para inculparle. No estoydispuesto a semejante atropello contra lavida de un hombre.

El inquisidor general se levantó desu asiento, con mirada amenazadora,aunque quedara cuatro palmos pordebajo de él.

—No tolero que se presente en mi«casa» y me dé lecciones —contestóaltivo y arrogante—. Se ha hecho unjuicio justo y el reo ha confesado suculpabilidad. No tengo nada más quehablar con vos.

—Exijo potestad para indagar en elcaso. —Raimond no estaba dispuesto arendirse, aunque se encontraba limitado

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ante el inquisidor.Alfred Simonet se quedó perplejo, y

soltó una carcajada forzada.—No tiene potestad para exigir tal

cosa. Además, le recuerdo que el reo seha declarado culpable. El caso estácerrado —aseguró autoritario. Sacó elpañuelo y se limpió la nariz, con aireamenazante.

Raimond podía ver ahora la clase depersona que era realmente el inquisidor,sin la máscara de la cortesía puesta. Eraorgulloso, altivo, y probablemente secreía superior a todos, incluso podríaasegurar que más bien andaba escaso debondad.

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—Entonces pediré potestad al papa—amenazó sin ambages. Necesitabajugar todas sus cartas.

Alfred Simonet palideciómomentáneamente. La Inquisición estabadirigida directamente por el papa desdehacía más de doscientos años, y a él ledebían su poder. Comenzaba a hartarsede ese fantoche, que pretendíainmiscuirse en su labor, pero era unhombre peligroso, mano ejecutora delpapa.

—No creo que sea necesariomolestar al papa. Como ya le he dicho,el reo se ha declarado culpable. No haycaso en el que indagar —dijo más

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comedido.—Se ha declarado culpable porque

no podía aguantar más el tormento que leinfligían. Lo han obligado a declararseculpable. —Asqueado ya, Raimond sedirigió hacia la puerta, incapaz depermanecer allí ni un segundo más—.Tendrá noticias mías, téngalo por seguro—amenazó antes de abandonar la salasin esperar respuesta.

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Capítulo 11

Bien entrada la noche en Narbona, doshombres caminaban por las callesdesiertas rompiendo el silencio con susapresurados pasos. El suelo de tierra delas calles suavizaba el sonido de laspisadas de sus zapatos. Tenían unencargo importante que ejecutar, y semantenían en silencio y alerta paracumplirlo debidamente.

Al llegar frente al edificio señalado,se detuvieron y uno de ellos susurró algoa los soldados apostados en la puerta.Estos se apartaron sin abrir la boca

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porque ya estaban advertidos conantelación. Los dos hombres seadentraron en el edificio con sigilo,intentando hacer el menor ruido posible,era de suma importancia que nadie lesviera. Los candelabros iluminaban laantesala, y se encaminaron hacia lapuerta derecha, donde unas escaleraspoco iluminadas descendían hacia elsubterráneo. Con paso lento y seguro,sigilosos como gatos, descendieron lashúmedas escaleras. El ritmo de susrespiraciones iba aumentandopaulatinamente por el nerviosismo, seacercaban a la fase clave. Cerca ya delúltimo escalón, a dos metros para llegar

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al pie de las escaleras, se detuvieron yaguzaron el oído. Todavía no podían veral alguacil. No se oía ni una mosca, yesto les puso nerviosos. Debería estardurmiendo y roncar como un oso. Unode ellos descendió dos peldaños máscon una sutileza digna de encomio.Después, con los dos pies bienplantados en el suelo, asomó la cabezamuy despacio, con sumo cuidado, y pudover con claridad al alguacil,repantingado sobre su silla, con lacabeza apoyada en la pared y los ojoscerrados. Pero no emitía sonido alguno,y dudaba si ya le habría hecho efecto ladroga que con anterioridad alguien

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debía administrarle. Se volvió hacia sucompañero de fatigas, y por gestos lehizo saber sus dudas. Este le pidiócalma, esperarían unos minutos paraasegurarse.

Los nervios se apoderaban de ellos,la espera se hacía eterna, y ese malditooso no roncaba. Tal vez nunca roncara,aunque les costara creerlo, a tenor de suapariencia. Incapaz ya de mantener araya su angustia, el cabecilla se asomóde nuevo, presto a comprobar si elalguacil dormía profundamente. Golpeóla bota contra el suelo dos vecesprovocando un ruido imponente dado elsilencio que reinaba. El alguacil ni se

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inmutó. Jubiloso se giró y le indicó a suacompañante que tenían vía libre.Cruzaron la estancia y pasaron delantedel alguacil, cogieron el manojo dellaves que reposaba sobre la mesa, consumo cuidado para no emitir sonidoalguno, y se encaminaron hacia elpasillo opuesto. Por ahora todo ibasegún lo planeado. Caminaron ya conmenos sigilo recorriendo el tenebrosopasillo de las mazmorras del SantoOficio. Algún lamento lejano seescuchaba y se mezclaba con unmonótono goteo que se filtraba por losmuros. Cuando llegaron a la tercerapuerta del pasillo se detuvieron, miraron

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nerviosos por donde habían venido,pero no se veía a nadie. Tragaron saliva.La adrenalina estaba en su punto álgido.Probó con la primera llave; nada.Eligieron la segunda; tampoco.Gruñeron al unísono. Seguramente seríala última llave que probaran. Pero seequivocaban; a la tercera fue la vencida,y el cerrojo se descorrió con un ruidoaparatoso. Se estremecieron ante tantoescándalo. Los sonidos allí semultiplicaban por mil. Se quedaroninmóviles, aterrados por la posibilidadde que fueran descubiertos, peroenseguida repararon en que nadie podríaescucharlos, tan sólo el alguacil, y

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estaba bajo los efectos de un somnífero.Con los nervios a flor de piel

abrieron la puerta pausadamente. Comoya suponían, el chirrido fue descomunal,y blasfemaron en voz bajarepetidamente. Accedieron a lamazmorra sin percatarse del terriblehedor, tan concentrados como estaban.Los lamentos se intensificaron y los reosse movieron inquietos. Se encaminarondirectos hacia su presa, le habíandescrito en qué lugar concreto se hallabaencadenado, qué aspecto tenía y quéropa vestía. Era fundamental cerciorarsede que cumplían bien el cometido,habían sido advertidos de que no podían

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equivocarse de hombre.Llegaron hasta el reo que estaba

encadenado el segundo comenzando porla izquierda, que se encontraba tumbadobocabajo sobre la fría tierra, y parecíadormir. Uno de ellos se agachó paraexaminarlo bien, pero la luz era tanexigua que era imposible comprobar suaspecto y sus ropas.

—Necesitamos una antorcha —declaró en susurros el cabecilla.

El otro miró en derredor connerviosismo.

—No podemos perder tiempo.Debemos hacerlo ya —gritó en susurros.

La ansiedad que sentían era latente.

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Pero debían asegurarse de que fuera esetal Laurent Rollant, y no meter la pata.El cabecilla se dirigió al pasillo agrandes zancadas, mientras sucompañero se desesperaba. Cogió unaantorcha encendida que iluminaba elpasillo y se adentró con decisión en lamazmorra. Su compañero le dirigió unamirada de reproche.

Se situó al lado del reo y le examinóahora con la luz suficiente. Las ropas,hechas jirones y negras por la suciedadacumulada, dificultaban su tarea hastatal punto que era absurdo podergarantizar si se trataban de las mismasque le habían descrito. Comenzó a

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maldecir. Seguidamente se fijó en sucalvicie, lo que sí coincidía. Era mediocalvo, y el pelo negro. Se concedió elgusto de sonreír. Debía de ser él.Además, no entendía a qué tantameticulosidad. Los reos no podíancambiarse de lugar en la mazmorra, asíque ya era prueba suficiente para queese despojo que tenían delante fuera suobjetivo.

El cabecilla, con la antorcha en alto,se apartó del reo que tenía a sus pies ymiró a su compañero.

—Es él —anunció categórico.Asintió una vez de forma pausada yclara.

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El otro hombre sacó una daga queresplandeció ante la luz de la antorcha.Avanzó dos pasos hasta llegar a Laurenty se agachó para acabar con esamiserable vida. Pensó que en el fondo lehacían un favor, ya no sufriría más enaquellas mazmorras ni a manos de laInquisición.

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Capítulo 12

Agnés Clyment estaba en su habitaciónsentada en el suelo junto a la puerta, enel piso de arriba de la enorme casa queposeían sus padres. Ya debería estardurmiendo, pero le era imposibleconciliar el sueño sabiendo que secelebraba una reunión. Ella, a susveintiún años de edad, no podía asistir,pero tenía la esperanza de que algún díapudiera llegar a ser uno de losprincipales de la sociedad. Poseía lainteligencia suficiente para ello, y conlos años adquiriría sabiduría. De

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momento tenía que conformarse conescuchar las reuniones a hurtadillas.Llevaba haciéndolo más de cinco años,y hasta ahora no la habían descubierto.

Escuchó voces en el pasillo de laplanta baja, y Agnés imaginó que habíallegado otro de los principales, eltercero. Estos iban llegando de uno enuno, a intervalos de diez o quinceminutos. Este tipo de reuniones eranclandestinas, y era sumamenteimportante que nadie en la ciudadsospechara nada. Suspiró cansada,todavía faltaba por llegar uno más. Seacarició los pies desnudos al sentirlosfríos. Pese a mantenerse las grandes

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chimeneas encendidas, el suelo sehallaba frío, pero no le importó. Debíaestar descalza para que no oyeran suspasos una vez comenzara la reunión ybajara las escaleras.

Mientras llegaba el último hombre,comenzó a tararear en voz baja unacanción para distraerse. Era feliz. Teníaunos padres que la adoraban, una vidarepleta de comodidades y, por encimade todo, le habían inculcado lasenseñanzas del amor y del Camino. Estoúltimo era lo que la colmaba defelicidad, sintiéndose una personadichosa, completa. O casi. Estabasoltera y sin compromiso. Todavía tenía

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que conocer al hombre de su vida, a sualma gemela, la persona a la que amarhasta la eternidad. Ya tenía edad másque suficiente para contraer matrimonio,pero tanto ella como su familia teníanclaro que sólo se casaría por amor.Nunca se había cansado de agradecer aDios por darle unos padres tanmaravillosos. Sabía que la mayoría delas mujeres no tenían ni voz ni voto,siendo el padre el que elegía maridopara su propia conveniencia. Después,una vez casadas, se convertían ensiervas de sus maridos. Esclavas, casi.Esto no le ocurriría a ella, ni a ningunaotra mujer perteneciente a la sociedad

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cátara. La verdad era que se compadecíade esas mujeres vilipendiadas por suspropios padres, viviendo una vidainfeliz, a veces aborrecible, pero ella nopodía hacer nada al respecto. Yallegaría el día en que su sociedadpudiera hablar al mundo abiertamente,enseñar el Camino. Pero todavía no.

Escuchó llegar al cuarto hombre, yse puso de pie de un brinco, aliviada porterminar con su larga espera. Se habíaquedado un poco fría, y se frotó ambosbrazos con energía. Esperó un momentopara que se adentraran en la sala dereuniones antes de abrir la puerta, cogióuna manta y se la echó por encima, lo

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que le agradó sobremanera. Debíahaberlo hecho antes. Ya se aproximabael buen tiempo, y, de hecho, había sidoun día caluroso, pero todavía estaban enabril y las noches refrescaban bastante.

Abrió lentamente la puerta de suhabitación y salió al pasillo. La cerrótras de sí con cuidado y se encaminóhacia las escaleras que conducían a laplanta baja. Caminaba con sigilo yaguzaba el oído por si alguien de laservidumbre la descubría. Llegó al pisode abajo y con pasos ágiles, depuntillas, avanzó con rapidez hasta lapuerta de la sala donde la reuniónacababa de empezar. Se sentó a un lado

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de la puerta, pegada a ella, con la mantapor encima de sus hombros sintiendo unreconfortante calor. Pegó la oreja a lapuerta y dejó que los sonidos de lasvoces la envolvieran. Como decostumbre, hablaban en voz baja, y tansólo podía capturar palabras sueltas,frases incompletas, pero solíaapañárselas bien para tejerlas en sucabeza e ir juntando las piezas quefaltaban. Tal y como suponía, estabanpreocupados por los acontecimientos delos últimos días. Agnés suspiróapesadumbrada, alarmada. La últimasemana había sido devastadora para supadre, para ella y para todos los cátaros.

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Desde que aparecieran muertos los doshombres más importantes de lasociedad, el miedo se iba apoderandode ellos irremisiblemente, y lo peor detodo, ya no tenían el control. Se hallabanen una tesitura muy delicada, y sesentían perdidos. Perdidos en unainmensidad inabarcable. Todavíadesconocían si había sido robado lo quellevaban guardando sus antepasadosdurante siglos, y esta incertidumbre lesmartirizaba lenta e inexorablemente. Laimpotencia amenazaba con volverloslocos.

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Capítulo 13

Raimond Guibert se removía sudorososobre el camastro, gimiendo ysusurrando palabras ininteligibles. Trasunos minutos de este modo, se despertósobresaltado. Abrió los ojos de par enpar y observó a su alrededor conangustia. Se tranquilizó al ver que estabasolo, acostado en la habitación de laposada, donde reinaba un silenciobalsámico. Había sido presa de unapesadilla. Exhaló aire con ímpetu yexpulsó toda la ansiedad que habíasentido. Había sido un sueño muy

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vívido, donde Laurent era asesinado enuna especie de celda, muy parecida a lamazmorra donde se encontraba. Estehecho le dejó sumido en una incipientepreocupación, pero enseguida larechazó. No tenía sentido que asesinarana Laurent, estaba preso en lasmazmorras del Santo Oficio esperandosu sentencia, posiblemente lo quemaríanen la hoguera. Inspiró aireprofundamente, y lo expulsó lentamente.Todavía estaba bajo los efectos de lapesadilla.

Miró a través de la ventana que seencontraba frente a él y percibiónegrura. Debía ser noche cerrada

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todavía. Cambió de postura y cerró losojos para volver a dormirse.Inconscientemente el dilema que lehabía atrapado durante todo el díasurgió nuevamente en su pensamiento.Después de la entrevista con elinquisidor general, y tras recapacitarfríamente, dudaba en si dar el paso deenfrentarse a la Inquisición o no. Teníala posibilidad de informar al papa deque el inquisidor general de Narbona sesaltaba las normas con respecto atorturar al reo en más de una ocasión,desobedeciendo un dictamen papal. Peroel mismo papa le había advertido antesde su marcha que no quería problemas

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con la Inquisición. Estaba hecho un lío,sin saber qué camino tomar. Lo ciertoera que estaba convencido de queLaurent era inocente, y que laInquisición no había dado un trato ni unjuicio justo a su amigo. Lo habíantorturado sin piedad para obtener laconfesión deseada, y semejanteinjusticia le revolvía las entrañas. Noestaba dispuesto a que condenaran a unhombre inocente, y más si este era comoun hermano para él. Raimond tan sólopedía justicia, pero el inquisidor semostraba inflexible y se refugiaba en laconfesión del reo. De todo esto ya habíahablado con Etienne, Camille y Edgard.

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Evidentemente, estaban de acuerdo conél, pedían justicia, pero el hecho deinformar al papa sólo dependía de él.

Decidió zanjar el tema hasta elamanecer, porque no quería pasarse lanoche en vela. Cambió nuevamente depostura y se tapó con la manta hasta labarbilla. No podía quitársela de lacabeza la imagen de Laurent en lamazmorra, con todo el cuerpoamoratado, famélico, hundido en esascondiciones infrahumanas. Incrédulo,volvió a regresar a su mente la pesadillaque acababa de despertarlo. Había sidotan vívida que todavía retumbaba en sucabeza. Otra vez volvió a pensar en la

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posibilidad de que ocurriera enrealidad, aunque al instante lodesestimó. Era absurdo, pero lainquietud fue apoderándose lentamentede él, sin comprender el porqué, y sintióuna fuerza interior que le obligó alevantarse rápidamente y acudir raudo alas mazmorras. Se sentía estúpido, peroalgo en su interior le decía que Laurentnecesitaba su ayuda.

Se puso unas calzas y un jubón atoda prisa, y se ajustó el cinturón con suimponente espada. Se echó una capapara protegerse del frío de la noche y seencaminó hacia el edificio del SantoOficio, que por suerte para él no se

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encontraba lejos. A grandes zancadasrecorrió la distancia, con las luminariascomo única compañía alumbrandotenuemente las calles y sin ver ni unalma por el camino.

—Soy Raimond Guibert —sepresentó a ambos soldados quevigilaban la entrada—, jefe militarpapal. Necesito acceder inmediatamentea las mazmorras —pidió con la premurareflejada en el rostro.

Los soldados se miraron nerviosos,sin dirigirse la palabra.

—Pero… vos no puede entrar ahora.Deberá esperar al amanecer —contestóuno de los soldados sumamente inquieto.

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Raimond percibió su desorbitadonerviosismo. Supuso que sería a causade las dudas que tendría en su forma deproceder.

—¡No puedo esperar a mañana! —amenazó con más urgencia—. Soy eljefe militar del papa y te ordeno que teretires inmediatamente de mi camino sino quieres acabar preso en esas mismasmazmorras —rugió impelido por unanecesidad acuciante.

El soldado empequeñeció,tremendamente asustado por laposibilidad de verse preso en aquelinfierno, pero también porque seríadescubierta su infracción por haber

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dejado pasar a aquellos dos individuospara hacer Dios sabe qué. Pero no teníaotra salida, debía dejar paso a aquelimportante soldado. La suerte ya estabaechada. Se apartó y le dejó el pasofranco. Él y su compañero deberíanabandonar inmediatamente la ciudad.

Raimond se adentróapresuradamente en el edificio y bajólas escaleras de dos en dos, ansioso porcomprobar que se había vuelto loco.Debía estarlo si daba crédito a unapesadilla sin demasiado fundamento. Nole extrañó que el alguacil estuvieradormido. ¿Qué otra cosa podía hacerallí? Carraspeó sonoramente para

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despertarlo, pero parecía profundamentedormido, aunque no emitiera sonidoalguno. Se acercó un tanto asqueado, lerepugnaba aquel hombre. Le dio unosgolpecitos en el hombro, pero ni seinmutó. Raimond puso los ojos enblanco. Se disponía a zarandearlocuando un sonido lejano, metálico, llegócon claridad desde las mazmorras.Después percibió un ruido similar apasos apresurados. Con el corazóndesbocado, zarandeó al alguacil, peroera inútil, parecía como si estuvieramuerto. Este hecho le hizo reaccionar,desenfundó la espada y se encaminóhacia el pasillo que conducía a las

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mazmorras. Avanzó con sigilo yenseguida percibió unos sonidos alfondo del pasillo. Se aproximó conrapidez y cautela, pero con la tensióndisparada. Cuando se acercaba a latercera puerta, vio que se encontrabaabierta, y no dudó de lo que estabaaconteciendo allí. Con la espada pordelante se adentró en la mazmorra dondeLaurent estaba preso, sin hacer ruidopero con determinación. La urgencia lodevoraba con ferocidad. Vio a doshombres de pie, al lado del cuerpoinerte de Laurent. Raimond tragó saliva,y maldijo para sí. Había llegado tarde,aquellos malnacidos lo habían

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asesinado, tal y como lo había soñadoen aquella macabra pesadilla. Sinembargo, cuando se encontraba a unospocos pasos de ellos, y sin haber sidoadvertido, uno de ellos se apartó y lehizo un gesto a su acompañante. Estesacó una daga, que resplandeció confulgor. Raimond, poseído ya por mildemonios, dio las tres zancadas que lefaltaban para llegar hasta él y loatravesó con su espada antes de quediera muerte a Laurent con su daga.Había llegado a tiempo. Un gemidolastimero salió del ensartado, mientrasel otro hombre, sorprendido por algo taninesperado, dejó caer la antorcha y se

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dispuso a huir tan rápido como suspiernas le dejaran. Pero Raimondadivinó enseguida sus intenciones y leagarró de la ropa con su poderosa mano,a la vez que le colocaba la punta de laespada en el cuello.

—Si intentas cualquier jugarreta,acabarás como tu amigo —mascullóiracundo. Tras echar una mirada aLaurent, que parecía despertarse, lollevó a una de las argollas que todavíase mantenían libres y lo encadenó allí,no sin antes registrarle por si ocultabaalgún arma. Volvió sobre sus pasos,enfundó la espada y miró a Laurent, quele miraba totalmente contrariado,

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incapaz de adivinar lo que habíaocurrido allí. Pero más contrariadoestaba Raimond, no podía dejar depensar en la veracidad de su sueño. Dehecho, había salvado a su amigo graciasa este aviso… ¿divino? Tal vez eltrabajar para el Santo Padre tuviera algoque ver en ello, pero se resistía acreerlo, ya había vivido mundosuficiente como para saber que Dios noobraba milagros; sin embargo no parecíaexistir otra explicación. Sin pretenderlose regodeó en uno de sus apodos.Muchos le creían protegido por Dios, yno pudo por menos que sonreír ante loocurrido, ya que tanto le acercaba a ese

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sobrenombre.

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Capítulo 14

Tuvo que esperar hasta después delamanecer para entrevistarse con frayAlfred. Aún así poco había podidodormir Raimond tras lo sucedido en lasmazmorras. Tuvo que llamar alsecretario del Santo Oficio parainformarle de todo lo ocurrido y hacerque fueran a buscar a un médico paraque atendiera al alguacil, al queparecían haber drogado. Despuésbuscaron sin fortuna a los soldados quevigilaban la entrada del edificio;quedaba claro que habían sido

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sobornados para dejar paso franco a losasesinos. Todo indicaba que se tratabade un complot que Raimond no acertabaa descifrar. Se había devanado los sesospara encontrar una respuesta, pero estano había surgido. ¿Quién querría vermuerto a Laurent? ¿Y por qué? Su menteya comenzaba a estar saturada sin haberllegado a una conclusión. Había algoque no cuadraba. Evidentemente podríanestar implicados los verdaderosasesinos del rico comerciante y delnoble, pero tampoco encajaba. Laurentno sabía quiénes eran esos asesinos, eiba a ser condenado a muerte casi contoda probabilidad. No debían estar

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preocupados por si Laurent losdesenmascaraba, sin embargo, esta erala única explicación que Raimondacertaba a argumentar; lo único quetenía un poco de sentido, aunque nodemasiado. De lo que no dudó ni uninstante fue de poner a dos de sussoldados apostados en las mazmorraspara que velaran día y noche por laseguridad de Laurent.

—Buenos días, fray Alfred —saludóal acceder a la sala del inquisidorgeneral.

—Buenos días —gruñó con cara depocos amigos—. Parece que ha tenidouna noche movida —dijo con malicia.

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Raimond se sentó resignado. Elencuentro con el inquisidor del díaanterior no había terminado bien, y hoyesperaba una entrevista tensa. Seacomodó con cuidado, llevaba la espadacolgada en el cinturón.

—Así es. Parece que en el interiorde estos muros nadie está a salvo —contestó dispuesto a no amedrentarse. Siquería guerra, la tendría.

—¿Qué quiere decir? —inquiriófurioso—. No estoy dispuesto a tolerarque me ofenda ni a mí, ni a esta santainstitución.

—No, descuide. No es mi intención—contestó socarrón—. Pero como ya le

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habrán informado, esta madrugada hanintentado asesinar a uno de sus reos.

—Lo sé. Pero el Santo Oficio no sehace responsable de ello. Y no hacefalta que le diga que los incidentesocurridos anoche no deben hacersepúblicos. Por otro lado, han indagado yparece ser que los soldados quecustodiaban anoche el edificio fueronsobornados. Como comprenderá, nopodemos hacer nada ante la maldad delas personas. Pero no se preocupe,estamos siguiendo el rastro de estossoldados, que han abandonado laciudad, y tenemos preso al hombre quevos capturó. Encontraremos a los

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culpables.Raimond carraspeó levemente y se

rascó la barba.—¿Encontrarán a los culpables tal y

como han hecho con los verdaderosasesinos del mercader y el noble?Porque después de lo ocurrido anochequeda claro que Laurent es inocente —dijo muy serio y con educaciónRaimond. Quería hacerle ver con buenosmodales que habían cometido un graveerror.

—Señor Guibert —saltó indignado—, ¡no tolero sus ofensas! LaurentRollant confesó su culpabilidad, y noestoy dispuesto a volver a entrar en una

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discusión ridícula y a la vez ofensiva.—¿Entonces puede explicarme para

qué querían asesinar a Laurent, un reo enlas mazmorras de la Santa Inquisición?—preguntó sin perder la calma. Debíamantener su furia a raya si quería abrirlelos ojos a tan orgulloso inquisidor.

—No acierto a comprender elmotivo, pero no tiene nada que ver consu supuesta inocencia. No ha delatado anadie. Y si ya no lo ha hecho, no lo haránunca. ¿Y sabe por qué? Porque él es elculpable.

Raimond le daba la razón en eseaspecto al inquisidor. No había delatadoa los verdaderos asesinos, por tanto,

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¿quién quería verlo muerto, y por qué?—Puede que tenga razón, pero aquí

huele a podrido, y voy a averiguar, cono sin su ayuda, quién asesinó realmenteal mercader y al noble. Ahora mismovoy a encargarme de interrogar alhombre que hice preso anoche y queintentó matar a Laurent. E indagaré en elcaso de Laurent Rollant. —Habíahablado con serenidad, con respeto.

El inquisidor general estaba rojocomo un tomate, congestionado por larabia.

—El caso de Laurent Rollant estácerrado —declaró apuntándole con eldedo, furioso—. Ya tuvo su juicio, y se

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declaró culpable. ¡Estoy harto de vos!Voy a escribir inmediatamente al papapara denunciar su falta de respeto a estasanta institución.

—¡Abra los ojos de una vez! —contestó Raimond perdiendo lacompostura—. Está obcecado con suculpabilidad, cuando lo acontecidoanoche muestra a las claras que hay algodetrás de esos asesinatos. Sólo le pidoque me deje indagar, nada más.

—¡No puede indagar por su cuentacuando el Santo Oficio ha dado porterminado un juicio por la confesión deculpabilidad del sospechoso! —declarócon voz chillona, rojo de ira.

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—¡Su confesión no vale una mierda!¡Estuvieron torturándolo varios días!¡Laurent ya no podía soportar más eltormento y declaró lo que ustedesquerían escuchar para dar fin de una veza las torturas!

—¡Basta ya! ¡No soporto más tantainsolencia! ¡Márchese de aquí ahoramismo!

—¡Están culpando a un inocente,valiéndose de su poder! ¡Se creen porencima del bien y del mal, ese es elverdadero problema de la Inquisición!Arrestan a muchos inocentes sólo porinterés. —Laurent ya no podía contenerla rabia que sentía por tal injusticia. No

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estaba dispuesto a que ese hombre sesaliera con la suya por el mero hecho depertenecer a una orden bendecida por elpapa que oficiaba en nombre de Dios.

—Tal vez el próximo en serarrestado por la Santa Inquisición seavos —amenazó el inquisidorvocalizando cada palabra, enfurecido.

Raimond se levantó de la sillaapretando los dientes, con los párpadosentornados y la mirada encolerizada.Era más de lo que podía soportar. Noestaba dispuesto a que aquelhombrecillo le amenazara. Avanzó elpaso que faltaba hasta llegar a la mesa ymiró al inquisidor fijamente.

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—Le advierto, por su bien, que nodesate la ira de Dios —amenazó con vozcontenida, mientras le atravesaba con lamirada—, si no quiere probar la justiciade su espada —terminó diciendomientras apoyaba la mano sobre laempuñadura de la espada.

El inquisidor palideció y seestremeció. Nunca jamás en su vida lehabían amenazado, y menos con talagravio. Aquel soldado parecíadispuesto a matarlo con sus manos allímismo, y no dudó en que pudieraconseguirlo. Era unas tres veces másgrande que él, y su mirada arrojaba unafuria devastadora. Por primera vez en

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muchos años, tuvo miedo.Raimond, encolerizado, se marchó

antes de que cometiera alguna locura.Aquel maldito inquisidor se creíasuperior al resto de los mortales, pero lehabía dado una buena cura de humildad,lo había percibido en su mirada. Ahoraestaba más convencido que nunca decomenzar a indagar por su cuenta, dandode lado al inquisidor, le gustase o no.

De camino a la salida, Raimondcruzó la antesala, donde le esperabaEtienne Martine con su habitual rostroceñudo, como si siempre estuvieracabreado. En esta ocasión Raimond nodesentonaba.

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—Vaya careto que traes —dijoEtienne con su característica voz ronca.No hacía falta ser un lince para saberque la entrevista había sido negativapara sus intereses.

Raimond gruñó y puso cara deresignación, sin querer darexplicaciones. Y tampoco queríadesacreditar al inquisidor en el interiorde esos muros.

—Voy a indagar por mi cuenta losdos asesinatos por los que ha sidoinculpado mi amigo —informó arisco,todavía furioso—. Tú te encargarás delhombre que anoche intentó matarle.Quiero que lo interrogues, que te cuente

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quién lo ordenó y por qué quierenmatarlo, si es que lo sabe. Pero noquiero que te excedas con tusprocedimientos. ¿De acuerdo? —afirmócon severidad.

Etienne lo miró un momento sincontestar, aguantando la mirada.

—Intentaré hacerlo como dices, perosi no me empleo a fondo, no cantará —contestó con seguridad.

—Nada de torturas —avisó con vozdura.

Etienne asintió con cara decircunstancias. Sabía que sin infligirdolor no obtendría la informacióndeseada. Se encogió de hombros y se

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encaminó hacia las escaleras queconducían a las mazmorras.

—Una cosa más —anunció Raimond—. Diles a Ferdinand y a Jaume que seturnen en la vigilancia tanto de Laurentcomo de nuestro preso. Las veinticuatrohoras del día. Me da igual cómo lohagan, pero los quiero frescos en todomomento.

Etienne asintió nuevamente. Era unhombre de pocas palabras, de malaspulgas y de trato difícil, pero era unsoldado fiel, listo y un combatienteformidable de corazón incorruptible.Con Raimond le unía una amistad muypoderosa, y daría su vida por él.

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Raimond se marchó del Santo Oficiointentando olvidarse de su nefastaentrevista con el inquisidor. Elenfrentamiento verbal le había nubladolas ideas, por lo que era convenientedesembarazarse lo antes posible de estenubarrón. Respiró hondo y el aire frescoa esas horas de la mañana comenzó adespejarle la cabeza. Narbona bullía deintensidad, la vida se abría paso por suscalles, en un constante ajetreo dehombres y animales de carga. Avanzócon paso rítmico, ajeno a todo, abstraídoen su propio mundo. Debía probar lainocencia de Laurent, y eso sólo loconseguiría descubriendo al verdadero

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asesino. Disponía de tiempo para ello.Ahora que la Inquisición lo habíadeclarado culpable, pasarían semanasantes de dictaminar una sentencia. Teníala certeza de que iba a pisar sobrearenas movedizas, pero no estabadispuesto a que su «hermano» acabaraen la hoguera por algo que no habíacometido. Encontrar al verdaderoasesino, esa era la clave. Si loencontraba y obtenía las pruebassuficientes, la Inquisición deberíainvalidar la confesión de Laurent.Suspiró apesadumbrado, no sería tanfácil. Había llegado tarde, y la confesiónde Laurent suponía un obstáculo difícil

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de esquivar. Se consoló pensando enque por lo menos ya no recibiría mástormento, y el alguacil se encargaría detratarlo bien en todos los aspectos.

Después de preguntar un par deveces para no perderse, accedió alcuartel general del senescal. Raimondhabía hecho avisar al preboste paraentrevistarse con él.

—Buenos días, señor Guibert —saludó cortésmente el preboste.

—Buenos días, señor…—Me llamo Vincent Hosebert. Es un

placer para mí recibir al jefe militar delpapa. Y a un hombre tan… famoso comovos.

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Raimond asintió y sonriótímidamente en forma deagradecimiento. Se sentaron en unassillas frente a frente, sin mesa de pormedio. Seguramente el preboste no teníasala propia. Era el ayudante delsenescal, el que hacía el trabajo decampo.

—Vos dirá en qué puedo ayudarle.—Se trata de los dos asesinatos que

se cometieron la semana pasada —dijocon serenidad, afable, ya se encontrabamucho más tranquilo. El prebosteparecía buena persona, y sobre todo conpredisposición para ayudarle.

—¿Se refiere a los asesinatos de

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Diégue Cabart y de Thomas Vincent?—Así es. Tengo constancia de que

vos los encontró tal y como los dejó elasesino. Quisiera que me relatara lo quevio —pidió con amabilidad.

El preboste lo miró receloso,meditabundo.

—¿Tenía vos alguna relación conellos? —preguntó intrigado.

—No, ninguna. No los conocía denada. Pero sí al acusado, LaurentRollant.

—Um, ya veo —contestó con carade circunstancias. Volvió a mostrarsemeditabundo.

Raimond lo observó sin recato. Era

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delgado, de mediana estatura, de unoscuarenta años. El pelo y la barba largade color negro. Tenía una pequeñadeficiencia, el párpado del ojo derechose abría la mitad que el del izquierdo.

—Intenta ayudar a su amigo —continuó el preboste. Era más unaconfirmación que una pregunta.

—Sí. No ha tenido un juicio justo, eintento esclarecer los hechos.

El preboste lo miró fijamente, sinmostrar sentimiento ni emoción alguna.

—Si no me han informado mal, laInquisición ya lo ha declarado culpable—informó con el ceño fruncido.

—Por desgracia, sí. Se han valido

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de torturas para arrancarle una confesiónfalsa. No tienen más pruebas que las quevos declaró, y ni siquiera se hanmolestado en indagar. Para laInquisición, desde el primer momento,Laurent era culpable.

El preboste asintió repetidamente,pesaroso.

—Todos sabemos losprocedimientos de la Inquisición —susurró acusador.

Raimond asintió. Le caía bien aquelpreboste. Ya podía confirmar que erauna buena persona, saltaba a la vista. Yparecía inteligente.

—¿Puede ayudarme?

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El preboste inclinó su peso sobre elreposabrazos derecho.

—Recuerdo que cuando vi porprimera vez a su amigo, tuve la certezade que era el asesino. Vino a mi casa unvecino de Diégue Cabart, alarmado porunos gritos que escuchó provenientes dela casa del mercader. Enseguida reuní ados soldados y marchamos hacia la casade este. Cuando restaban pocos metrospara llegar, Laurent Rollant salió de lacasa del mercader como si el diablo lepersiguiera. Huía, pero al vernos llegar,se detuvo, indeciso. Nosotros íbamos ala carrera, y debió de asustarse.Después vi que portaba un cuchillo.

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—¿Está seguro que huía?—Esa fue mi impresión, sí. Lo que

más lo inculpaba era el cuchillo. Si nohabía cometido el asesinato, ¿quésentido tenía llevar un cuchillo?

Raimond asintió. Era comprensible.—Laurent me dijo que lo llevaba en

defensa propia, por si tenía un malencuentro. Entró en la casa sabedor deque algo iba mal.

El preboste se quedó pensativo.—El caso es que cuando vi lo que

habían hecho con el pobre mercader,supe en ese instante que Laurent nohabía cometido tal atrocidad. No mediga por qué, pero tuve esa certeza. Yo

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no lo conocía, pero para hacer algo asíhay que ser un diablo o estar loco. Y esetal Laurent no es ninguna de las doscosas.

Raimond lo miró complacido,agradecía esas palabras. Las necesitaba.Necesitaba que alguien respaldara sucreencia de que Laurent era inocente.

—¿Podría describirme lo que vio alentrar en casa del mercader?

El preboste se removió en suasiento, y su cara se descompuso.

—Le advierto que no había vistonada parecido en mi vida. Y he vistomucha muerte —aseguró categórico. Setomó unos segundos para reflexionar—.

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Cuando entré en su casa el mercaderestaba colgado por los pies de una viga.Estaba desnudo. En el torso le habíanpintado con su propia sangre una cruz.Lo habían degollado después decolgarlo, por lo que la cabeza estabacubierta de sangre. Pero lo más curiosofue lo que encontramos al descolgarlo.—Se inclinó hacia delante, con los ojosresplandecientes—. Le habían desolladolas plantas de los pies.

Raimond arrugó el ceño, incrédulo.Ahora fue él quien se tomó un momentopara reflexionar. No tenía mucho sentidoaquello. ¿Para qué querrían desollarlelos pies? Sólo había una explicación.

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—¿Le torturaron?El preboste enarcó las cejas.—Yo apostaría que sí —aseguró

convencido—. Le desollaron ambospies como si se tratara de una manzana.Eso sólo puede hacerse con un cuchillomuy afilado y por manos expertas.

Raimond sentía el corazón martillarcon vehemencia. Este descubrimiento nohacía sino confirmar la inocencia deLaurent. Iba por el buen camino, perotodavía había algo que no entendía.

—¿Le robaron sus pertenencias?—No. Que sepamos no falta nada. Y

se trataba de un importante y acaudaladomercader. Sin embargo, no se llevaron

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nada, y poseía cosas de gran valor.—Tal vez lo torturaran para que

revelara algún lugar secreto dondeescondía una gran cantidad de dinero —reflexionó Raimond, intentando darsentido a aquello.

—Podría ser. Aunque lo más curiosoes que con la otra víctima, ThomasVincent, hicieron exactamente lo mismo.Punto por punto. La única diferencia eraque uno de sus pies no lo desollaron porcompleto, como si hubieran dejado eltrabajo a medias.

Raimond escuchaba muyconcentrado. Sin duda había gatoencerrado.

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—Estaban buscando algo… —reflexionó en voz alta—. ¿Pero el qué?¿Tenían algo en común las dos víctimas?

—No, aparentemente. Seasemejaban en que eran dos de laspersonas más importantes y ricas deNarbona.

Raimond procesaba todos los datos,con la mente funcionando a plenorendimiento. Los habían torturado parasonsacarles algo, era evidente. DespuésLaurent había aparecido en el momentomenos preciso, cargándose las culpas. Yahora habían intentado matar a Laurent.¿Pero para qué? ¿Acaso sabía algo queno le había contado? Tendría que hablar

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con él inmediatamente.

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Capítulo 15

Un nuevo día amanecía en Narbona, yRaimond se levantó del camastrodispuesto a emprender sus pesquisas. Laluz que penetraba por la ventana eradébil a pesar de que hacía un rato que elsol había asomado por las montañas. Sinvestirse se acercó a la ventana y un díagris le dio la bienvenida. El cielo seteñía de copiosas nubes negras. Seencaminó a vestirse apresuradamenteantes de que el frío se instalara en sucuerpo. Mientras lo hacía, su mentecomenzó a funcionar. Hoy podría ser un

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gran día, se dijo. En el día de ayer pudoaveriguar datos muy importantes sobreel caso que indagaba, el preboste lehabía sido de gran ayuda. Sin embargo,tras hablar con Laurent, no habíaobtenido más avances, anulando laposibilidad de que Laurent ocultaraalgún tipo de información, tal y comohabía creído tras hablar con el preboste.La incógnita de por qué habían queridomatar a Laurent persistía. Tampocohabían conseguido sonsacar informaciónal hombre que intentara matarlo. Losinterrogatorios duraron todo el día, perotal y como predijera Etienne, sin dolorno le harían cantar. Pero hoy sería

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distinto.Una vez vestido, sin la túnica blanca

identificativa de su cargo para pasarinadvertido, tal como había hecho desdeel primer día que llegara a Narbona, seajustó el cinturón que portaba su espada.En aquella posada residían sus soldadosy Camille. Edgard hacía unos días quehabía regresado a Carcasona parahacerse cargo del buen funcionamientode la curtiduría. Sintió pena por los queallí se hospedaban junto a él. Todosellos dormían en la soledad de sushabitaciones, lejos de sus familias, desus esposas, de sus hijos. Sería duropara ellos. Para Raimond, sin embargo,

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era la misma vida que llevaba enAviñón. Era reacio a contraermatrimonio, le gustaba la libertad, lasoledad. Y tampoco había tenido tiempopara ello durante los siete años quedefendió la Cristiandad en el noreste deEuropa. Cuando llegó a Aviñón y fueronreclamados sus servicios por el papa, suvida se asentó lo suficiente como paraconocer mujeres decentes en busca de unbuen marido, pero él siempre habíaservido a Dios en la soledad, y con ellase sentía seguro, feliz, complacido conuna vida que le llenaba de dicha, sinnecesidad de una pareja.

Salió de la habitación y se dirigió al

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encuentro de Etienne, con el que siemprequedaba al amanecer. También tuvotiempo de pensar en la misiva queescribiera en el día anterior al papaUrbano V. A regañadientes habíadecidido hacerlo para intentar quemediara ante el inquisidor y poderconseguir la potestad para indagar en uncaso que a todas luces afrentaba contrala humanidad. Había escrito punto porpunto todo lo ocurrido desde que llegaraa Narbona, sin dejarse nada en eltintero. Sobre todo había recalcado lastorturas que infligieron a Laurent durantevarios días hasta hacerle confesar algoque no había cometido. Sabía que el

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papa pondría los ojos en blanco y queno le agradaría que hubiera tenidoaquellos enfrentamientos verbales con elinquisidor general, después de haberleadvertido que los evitara. Pero no teníaotra salida, necesitaba su ayuda.

Al llegar al piso de abajo, donde seencontraba la taberna, vio que leesperaba Camille de pie, cerca de lapuerta que daba a la calle. Etiennetodavía no había llegado, se le habríanpegado las sábanas, aunque lo dudaba.Era tan buen madrugador como pocos.Lo que le extrañó sobremanera es que seencontrara allí Camille, anoche ya lehabía informado de todo lo ocurrido en

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las últimas horas.—Buenos días, Raimond. ¿Has

dormido bien? —preguntó con unafranca sonrisa.

—Buenos días, Camille. Hedormido bien. Sin embargo parece quesoy el único. —Las ojeras que mostrabaCamille eran demasiado pronunciadas,aunque ya llevaban muchos díasinstaladas bajo sus ojos.

—He decidido marcharme a casa —comunicó apenada—. Aquí no puedohacer nada por ayudar. Estoy sola, ynecesito el cariño de mi hijo Edgard, demi nuera y de mis nietos, que lo son todopara mí. —La voz se le quebró.

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—Lo entiendo —contestó Raimond,apoyando su mano sobre el hombro de laque fuese como una madre para él.

Camille no podía soportar másaquella devastadora soledad en la queanidaba todos los días. Raimond y sushombres se marchaban al amanecer y noregresaban hasta que el ocaso dejabaatrás otro día. Ella se quedaba en laposada, con sus propios demoniosatormentándola incansables. Habíallorado amargamente por su hijo Laurentcuando conoció el destino ya fijado porla Inquisición. Se había declaradoculpable, y la muerte lo esperaba.Fueron momentos en los que la zozobra

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se apoderó de su miserable vida,creyendo desfallecer. Pero Raimond nocejaba en su empeño y seguíaconvencido de poder ayudar a sucondenado hijo. Le transmitía tantaconfianza, que a pesar de que su hijoesperaba una condena, todavía la llamade la esperanza no la había abandonadodel todo. Aquel hombre al que fuera apedir ayuda no la había decepcionado enabsoluto. Todo lo contrario. A pesar dehaber sucumbido a las torturas ydeclararse Laurent culpable, el quefuese como un hijo para ella seguíaluchando enconadamente contra el mal,contra un juicio injusto que había

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llevado a su hijo a una pena que sería lamuerte.

—No puedo seguir aquí, Raimond,la soledad me va a matar —confesóapesadumbrada—. La suerte de mi hijola dejo en tus manos. Ya no espero quepuedas salvarlo, hemos llegadodemasiado tarde, pero nunca podréagradecerte lo suficiente lo que estáshaciendo por nosotros. —Las lágrimascomenzaron a brotar. La emoción laembargaba de tal manera que si hubiesepodido le habría regalado el Cielo aaquel hombretón, se lo merecía, aunqueno estaba en su mano. Se abrazó a élcomo lo hiciera tantas veces cuando era

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un niño y se aferró a la esperanza de quetodavía era posible salvar a Laurent.

—No tiene nada que agradecerme.Usted me salvó de una muerte segura, yme regaló una familia maravillosa queme acogió en su seno como si fuese unomás. Soy yo el que le estará eternamenteagradecido —confesó emocionado. Casisiempre le hablaba de usted, dado eltremendo respeto que le profesaba—. Lapena es no poder prometerle que salvaréa su hijo, pero sí puedo asegurarle queharé todo lo que esté en mi mano paraintentarlo —dijo endureciendo el gesto.

—Lo sé, hijo mío. Rezaré por ti ypor mi hijo todos los días. En cuanto

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parta una caravana hacia Carcasona memarcharé.

—No, no permitiré que vayacaminando. Usted irá acomodada en unacarreta. Yo me encargaré de contratar aun carretero, no se preocupe. Iráescoltada. Dígame qué día quiere partir,y yo me ocuparé de todo.

Camille asintió todavía con los ojosnublados por el llanto.

—Eres un buen hombre, Raimond.La vida no te ha cambiado, gracias aDios. —Se restregó los ojos con lasmanos, y desvió su mirada un instante—.Si por mí fuese, me marcharía ahoramismo.

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Raimond sintió la urgencia queemanaba de Camille. Sin duda debía deser un infierno estar sola en la posada.

—Mañana a primera hora partiráhacia su hogar —aseguró convencido.

Camille asintió y le apretó el brazocariñosamente.

—Por la noche me despediré de ti.Ahora tienes que marcharte —dijoCamille, indicando con un movimientode su barbilla hacia la barra de lataberna.

Raimond se giró y se encontró con lamirada escrutadora de Etienne, quebebía plácidamente un vaso de vino. Sedespidió de Camille hasta la noche y se

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encaminó hacia la barra.—Etienne, llevo prisa, debo

marcharme. He decidido que continúescon el interrogatorio, pero que seas másduro con el preso. Sin pasarte de la raya—advirtió Raimond muy serio.Necesitaba esa información, era vital siquerían seguir avanzando en suspesquisas. Además, no sabía hastacuándo el inquisidor general le dejaríamanejar a ese preso a su antojo.

Etienne mostró una mueca queRaimond conocía bien. Eso era una desus bonitas sonrisas que pocas vecessolía exhibir.

—El tiempo va en nuestra contra —

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opinó Etienne—. Ayer desperdiciamosel día entero, y necesitamos esaconfesión. Dame vía libre en elinterrogatorio y tendremos lo queansiamos.

—Sin pasarte de la raya —volvió aadvertir endureciendo su mirada—. Sélo que nos jugamos tan bien como tú,pero ya sabes que no me gustan lastorturas.

—Lo sé, pero tienes que recordarque estuvo a punto de matar a tu amigo.Se merece eso y más.

—Ya te he dado permiso para queendurezcas el interrogatorio, con esodebería ser suficiente —puntualizó

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Raimond—. No te excedas.Con estas palabras de advertencia se

marchó de la posada Raimond, leesperaba el preboste en la calle. El díaanterior habían quedado para visitar lascasas de los dos asesinados. No habíadudado en ofrecer su ayuda en cuantoRaimond se lo propuso. Tal vez fueseporque no tenía que dar explicaciones alsenescal, ya que se encontraba fuera dela ciudad, pero el hecho era quemostraba verdaderos esfuerzos porayudar.

Sin pérdida de tiempo seencaminaron Raimond, el preboste y dossoldados hasta la casa de Thomas

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Vincent, el primero que fue asesinado.—A Thomas Vincent lo encontraron

en un cobertizo cercano —informó elpreboste mientras cabalgaban endirección al castillo propiedad de lavíctima. Por ahora la lluvia queamenazaba refrescar el ambiente semantenía alejada—. Al parecer paseabacomo cada tarde por los alrededores conun esclavo cuando los amordazaron ylos llevaron hasta el cobertizo. Allíperpetraron la atrocidad que le narré.

—Entonces tuvieron que ser más deuno los asaltantes —opinó Raimond.

—No tiene por qué. Con reducir alesclavo sería suficiente para doblegar

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sus voluntades.Al llegar al castillo, Raimond pudo

percibir la importancia de aquel noblesalvajemente asesinado. Era un castillode considerables dimensiones, muy biencuidado.

—Debía de ser muy rico —comentóadmirado.

—Era muy rico, en efecto. Y muyrespetado, sin enemigos aparentes. Eraya anciano, tenía sesenta y cuatro años.Era viudo, su mujer murió de la peste.Poseía grandes extensiones de tierra, ymuchos campesinos vivían de ello. Eraun hombre bueno, trataba de igual a losesclavos.

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Raimond lo miró un tantocontrariado. No era normal que la genterica y poderosa tratara bien a losesclavos, ni siquiera a los que no loeran. Sintió lástima, para uno que habíacon buen corazón, lo mataban. Así era lavida que les tocaba vivir.

Al entrar al castillo el mayordomolos condujo a la sala de visitas, dondetuvieron que esperar cerca de una horahasta que les recibió una hija de lavíctima. El preboste se apresuró apresentar a su acompañante.

—Perdone que la moleste, pero miilustre acompañante está indagando lamuerte de su padre. Se trata del jefe

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militar del papa —quiso dejarconstancia cuanto antes al ver lacrispada actitud que mostraba la mujer.

—Es un honor, pero creo que ya nohay nada que investigar. El asesino demi padre declaró su culpabilidad —dijocon semblante hosco.

—Tal vez no sea él el asesino —dejó escapar Raimond.

La hija de Thomas se escandalizó, ymiró al preboste con incredulidad.

—¿Cómo puede decir algo así? ¡Esehombre se declaró culpable!

—Tan sólo queríamos cerciorarnos—intercedió rápidamente el prebostepara tranquilizar los ánimos— si ha

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echado en falta algo de valor en estosúltimos días.

La hija del noble relajópaulatinamente los músculos, reflexiva.

—No, absolutamente nada, como yale dije en su día —contestó altiva,retadora—. Está claro que no buscabadinero. Tal y como me informó frayAlfred, el asesino hizo un pacto con eldiablo y se valió de la pobre alma de mipadre. Espero que la Inquisición locondene a la hoguera, es lo que merece.Si no, yo misma lo mataré con mispropias manos —dijo echando bilis porla boca.

Raimond entornó los párpados e

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intentó calibrar las palabras de esaarrogante mujer que tenía enfrente. ¿Y sihabía sido ella la que había ordenadomatar a Laurent por venganza? Era unahipótesis que no habría que descartar.Tenía el suficiente poder y dinero paracontratar a un sicario. Se rascó la barba,pensativo. Esta suposición encajaría,pero enseguida dudó de su consistencia.Como bien había dicho ella, lo normalpara consumar una venganza seríamatarlo con sus propias manos. Pero noera descabellado. Era una posibilidadque debería estudiar con frialdad. Porotro lado, quedaba claro que no sehabían apoderado de algo valioso.

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Maldijo para sus adentros. ¿Quédemonios buscarían con tanto afán comopara torturar a dos de los hombres másricos e importantes de Narbona?

—¿Vos tiene constancia de si supadre escondía algo de sumaimportancia? —se atrevió a preguntarRaimond.

—¿Esconder algo? Que yo sepa, no—contestó arrugando el ceño, con vozcortante.

—Bien —anunció el preboste—,será mejor que nos marchemos. —Mirócon fijeza a Raimond, haciéndole verque sería lo mejor—. Gracias por sutiempo —agradeció a la hija del noble.

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Se marcharon de allí mientrasRaimond no cesaba de hacerse milpreguntas, y había una que lo martirizabaespecialmente. ¿Qué podría haber máspoderoso que el dinero? Era evidenteque el asesino o asesinos buscaban algo,y todo parecía indicar que no era dinero.Volvió a preguntarse incrédulo: ¿puedehaber algo más poderoso que el dinero?

—No recordé advertirte sobre lasingular amabilidad de la hija de lavíctima —bromeó el preboste.

—Vaya genio… Desde luego seráuna gran anfitriona —ironizó Raimond.La imagen de aquella mujer seasemejaba a la idea que tenía de los

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ricos y poderosos, nada que ver con loque el preboste le había contado sobresu difunto padre. Pero no estaba parapensar en banalidades. Ahora seencaminaban a casa de la otra víctima,donde no podrían hablar con familiares,ya que no tenía, pero sí echar un vistazocon calma. Su mente se puso a trabajar adestajo cuando un jinete al trote lointerrumpió al detenerse ante ellos. Parasu sorpresa, era Ferdinand, uno de sussoldados.

—¡Señor, me envía Etienne! —anunció alterado—. Dice que tiene queacudir a las mazmorras inmediatamente.¡El preso ha confesado!

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Raimond sintió un escalofríorecorrer su espina dorsal. Como habíavaticinado, hoy sería un gran día. Sintióun júbilo desmesurado al percibir queestaba cerca de desenmascarar a losverdaderos asesinos y librar de lahoguera a su querido Laurent. No podíaperder un instante, pero antes se diocuenta de que debería narrarle alpreboste lo ocurrido en las mazmorras.El inquisidor general le advirtió que losucedido en el interior de aquellosmuros no debía salir de allí, peronecesitaba la ayuda del preboste. Leconfiaría el secreto y le pediría queguardara discreción. Confiaba en él a

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pesar de apenas conocerle, podíapercibir su bondad, su humildad. Nosolía equivocarse.

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Capítulo 16

El padre Sébastien alzó la vista al cielo.Anochecería antes de lo normal dado elgrueso manto de nubes negras quesobrevolaban su cabeza. Aún así nodeberían de tener problemas en llegar aNarbona antes del anochecer, aunque elcamino estaba siendo tortuoso para él.Inmerso en aquella caravana dejornaleros, mercaderes y vendedoresambulantes, recorría el camino desdeCarcasona sobre una burra que un buencristiano le prestó para tal menester. Ibasentado de lado, ya que el hábito le

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imposibilitaba sentarse a horcajadas. Loque había olvidado cuando decidióhacer el viaje, fue que ya era un ancianode cincuenta y nueve años, y que noestaba para esos trotes. Sin duda creyó,inocente de él, que cómodamenteinstalado sobre aquella infernal bestiallegaría sin problemas, pero lo ciertofue que al cabo de un par de horas era unsuplicio mantenerse sobre la burra. Ledolían todos los huesos, todos losmúsculos, todos los tendones, y hasta lasuñas de los pies. Era como si todas lascarretas de esa caravana hubieranpasado por encima suyo mil veces. Perono le quedaba otra que aguantar

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estoicamente las diez u once horas quepasaría encima de aquella viga demadera con patas. Porque la realidadera que su vergüenza había omitido laparte de su cuerpo que más dolorida seencontraba. Su trasero sufría el escarniode la columna vertebral del animal quese clavaba con inusitada furia al cabo devarias horas, a pesar de llevar una mantadebajo. Después de diez horas, con cadapaso que daba el animal el sacerdoteveía las estrellas; y el sol, la luna, ytodos los planetas habidos y por haber.Como podía, aguantaba sin exteriorizarel dolor que soportaba y, ya estaba apunto de mandar al demonio a aquella

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burra, cuando vio a lo lejos la murallaque rodeaba la ciudad de Narbona.Volvió a mirar al cielo, aunque esta vezpara dar gracias a Dios por poner fin asu sufrimiento. Pero todavía faltaba unkilómetro o más para llegar hasta suspuertas, lo que le hizo pensar seriamenteen hacer el trayecto que faltabacaminando, su cuerpo ya no podíaaguantar más. Sin pensárselo dos vecesdetuvo la burra y se dispuso a bajar concuidado, pero se dio cuenta demasiadotarde de que no tenía sensibilidad en laspiernas, estaban completamenteadormecidas, y cuando posó el primerpie en tierra, no soportó su propio peso

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y cayó al suelo como un muñeco detrapo.

—Ay, Señor, por qué me castigas deesta forma —dijo con su voz débil,intentando levantarse sin éxito.

Rápidamente se acercaron aayudarle las gentes que compartíanaquel viaje, verdaderamentepreocupados.

—¿Se encuentra bien, padre? —preguntó un hombre desdentado.

—Sí, hijo, sí. Me han fallado laspiernas —contestó con agradecimiento.

Entre varios hombres lo levantarondel suelo y le sacudieron tímidamente elhábito. Reanudaron la marcha, mientras

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el sacerdote apenas podía caminar.Tenía todo el cuerpo entumecido, lasarticulaciones parecían negarse a hacersu función. Estaba muy viejo, y tantashoras a lomos de la burra lo habíandejado como una talla de madera.

Al llegar a las puertas de la ciudad,vio con horror cómo un par de soldadosque custodiaban la entrada a la ciudadsujetaban a una muchacha joven y latocaban lascivamente, mientras ellaintentaba zafarse de ellos. Por las ropasparecía campesina, y no tardó encomenzar a llorar al ver que nadie laayudaba. Las gentes que se adentrabanen la ciudad, la mayoría humildes

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trabajadores, miraban para otro ladoresignados. Nada podían hacer, sóloacabar en el calabozo si se enfrentaban alos soldados. Lo que no entendía elsacerdote era que la muchacha no fueseacompañada por su marido o padre, o ensu defecto por cualquier otro hombreconocido.

—¿Qué hacen con esta pobremuchacha? —alzó la voz el sacerdotetodo lo que pudo, que aún así sonódébil. Al tenerla tan cerca vio que setrataba de una chica muy joven deapenas catorce años.

Las carcajadas de los soldados quela magreaban sin recato cesaron, y

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miraron con desprecio al sacerdote.—No es problema suyo, cura —

contestó despectivo uno de ellos.—Es una niña, ¿no les da

vergüenza? —Endureció el gesto.Aquellos soldados no tenían respeto pornada.

—No hacemos nada malo —adujo elotro soldado.

La muchacha, que había cesado dellorar al ver la presencia del sacerdote,aprovechó que los soldados estabandespistados para zafarse de un tirón deellos y huir a la carrera.

—Maldita puta… —masculló uno deellos al comprobar cómo se les

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escapaba el entretenimiento de aquellatarde.

El padre Sébastien sonrió para susadentros. Había conseguido supropósito, aunque se quedara con lasganas de castigar a esos bellacos.

—La próxima vez no se meta dondeno le llaman —amenazó uno de elloscon furia—, o le costará varios azotes,por muy cura que sea.

La maldad de aquel hombre saltabaa la vista. El sacerdote sintió lástimapor él, un alma condenada al infiernopor los siglos de los siglos. Pordesgracia conocía a muchos que leacompañarían, el mundo estaba

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infectado de maldad. No quiso replicarpara no meterse en problemas, él ya eraviejo, y nunca había sido un valiente.Esquivó sus miradas y se adentró en laciudad llevando a la burra tras él.Buscaría primero una iglesia dondeconseguir refugio para él y para elanimal, después, si las fuerzas se lopermitían, iría en busca del hombre porel que había hecho aquel tortuoso viaje.El corazón se le llenó de alegría ante laperspectiva de reencontrarse con éldespués de tantos años. Para elsacerdote era una oportunidad única,puede que fuese la última vez quepudiera verlo antes de abandonar este

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mundo.

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Capítulo 17

Se dirigieron al edificio del SantoOficio al galope. Raimond Guibertdistinguió mucho antes de llegar lasilueta inconfundible de Etienneapoyada en la pared de la fachada.Sintió un súbito cosquilleo por todo elcuerpo. Lo había conseguido, habíahecho confesar al preso. La excitaciónque sentía en aquellos momentos erainenarrable, y la saboreó con deleite. Yapodía paladear el sabor de la victoria,restregarle al inquisidor general sumetedura de pata.

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Se detuvieron, pero nodescabalgaron. El preboste con sus dossoldados le acompañaban tras haberleexplicado el altercado ocurrido la nocheanterior y pedirle su ayuda paraencontrar al hombre que había sidodelatado por su sicario. El preboste seofreció a ayudarle de buena gana y leinformó que estaba a su disposición.

—¿Qué es lo que te ha contado? —inquirió Raimond desde lo alto de sumontura, incapaz de retener su ansia.

Etienne miró al preboste y a susacompañantes con mirada fría, inmóvil.

—Marcel Helouys —dijodirigiéndose a su jefe militar con una

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minúscula sonrisa perruna—. Ese es elhombre que le contrató para asesinar aLaurent Rollant.

Raimond se giró y miró al prebostecon intensidad.

—¿Lo conoces?El preboste estaba petrificado sobre

su montura, clavada la mirada enEtienne. Ni pestañeaba. Raimond, presade una voraz premura al ver que norespondía, volvió a dirigirse a él:

—¡Vincent!El preboste dio un respingo, estaba

pálido.—¿Conoces a ese hombre? —

preguntó Raimond ansioso.

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El preboste asintió lentamente,azorado. Tardó unos segundos enarticular palabra.

—Marcel Helouys —susurró parasí, consternado.

Raimond estaba a punto de sufrir unaparada cardiaca. El preboste parecíahipnotizado, incapaz de reaccionar.

—Bien, ¿de quién se trata? —preguntó irritado Raimond alzando lavoz.

El preboste le clavó la mirada ydespués se removió sobre la silla demontar.

—Marcel Helouys es un noble —contestó alicaído.

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Raimond comprendió el azoramientodel preboste, pero él no estaba parajuicios morales.

—¿Sabes dónde vive?El preboste asintió resignado,

todavía sin volverle el color a la piel.Raimond ordenó a Ferdinand que le

dejara el caballo a Etienne y quesiguiera con el trabajo de vigilancia enlas mazmorras, después pidió aldemudado preboste que le guiara hastaaquel noble que había ordenado matar aLaurent y, posiblemente, también aDiégue Cabart y Thomas Vincent.

—¿Qué más te ha contado? —preguntó Raimond a Etienne, mientras

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ambos marchaban detrás del preboste.—Nada más. Que le había pagado

una importante cantidad de dinero porhacerlo. Que le había dado unadescripción sobre el sujeto que tenía quematar, y que se asegurara de que no seequivocaba de reo. También le preguntési él había asesinado al mercader y alnoble, y me juró por su madre que él nohabía matado a aquellos hombres, nisabía quién lo había hecho.

Raimond asintió reflexivo. Ese talMarcel podía haber contratado a otrosicario para matar a aquellos doshombres, aunque le resultaba muyextraño. Lo lógico y normal habría sido

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contratar al mismo asesino. Aquello noencajaba, y sintió amargura por ladecepción, pero no debía precipitarse ensus conjeturas. Pronto saldría de dudas.

El castillo que poseía Marcelrivalizaba con el que acababan devisitar. Quedaba claro con quién setendrían que enfrentar, lo que enabsoluto complacía a Raimond. Gentestan poderosas y ricas solían estaramparadas por la ley; eran intocables.La tarea de desenmascararlo sería arduay complicada, y tuvo la certeza de quenecesitarían algo más que la confesiónde un asesino.

El mayordomo les informó de que su

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señor se había marchado a primera horade la mañana a atender varios asuntosque desconocía. Raimond no podíaocultar su nerviosismo.

—Tenemos que pillarlo antes de quepueda intuir que lo buscamos, podríadarse a la fuga —aseguró Raimond—.Podemos recorrer la ciudad en su busca—sugirió al preboste, que todavía semantenía perturbado.

—No creo que sea buena idea —recapacitó el preboste un momentodespués—. Las habladurías no tardaríanen aparecer al vernos merodeando porla ciudad. Además, podría regresar a sucastillo sin cruzárnoslo.

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Raimond asintió, tenía razón. Perono podía quedarse allí cruzado debrazos a esperar que regresara.

—Yo me ocuparé, no te preocupes—continuó el preboste—. Está acusadode asesinato, es mi trabajo detenerlobajo las leyes del senescal. Te mandaréaviso cuando lo detenga para informartede nuestros avances.

Raimond no pudo más que asentirnuevamente.

—Tienes toda la razón, túrepresentas la ley. Cuento con tu palabrade que me informarás de inmediato —dijo con simpatía, convencido de ello.Se marchaba ya con Etienne cuando

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detuvo su caballo—. ¿Crees posible queese tal Marcel pudiera hacer una cosaasí? —inquirió con los párpadosentornados. Necesitaba saber suopinión, comprobar si el preso los habíaengañado. Que un noble estuvieraimplicado eran palabras mayores.

El preboste se tomó un momentoantes de contestar.

—Es posible… Marcel Helouys esun hombre cruel y despiadado —aseguróen voz baja, temeroso de que alguienpudiera oírle.

Raimond y Etienne regresaron a laposada para comer y reponer fuerzas, ysobre todo para ordenar las ideas y

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serenar los nervios. Dejaron susmonturas al cuidado del mozo de lascaballerizas y se encaminaron hacia lapuerta de entrada de la posada. Allí,hablando con lágrimas en los ojos, seencontraba Camille. Raimond laobservó preocupado, y observó condetenimiento a la figura que laacompañaba, que se encontraba deespaldas a él. Vestía hábito negro,parecía anciano y estaba prácticamentecalvo, con el poco pelo que conservabade color blanco como la nieve. Cuandollegó hasta ellos para preguntar quéocurría, el corazón le dio un vuelco.

—Por todos los santos… Padre

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Sébastien… —dijo sorprendido.El sacerdote lo escrutó con avidez,

debiendo forzar el cuello para verlebien la cara. Una sonrisa afloró en suajado rostro.

—Llegó anoche a la ciudad —informó Camille con alegría—. Y te habuscado desde el amanecer.

—Te has hecho todo un hombre —saludó el sacerdote con voz débil ygesto de admiración—. Y no terecordaba tan alto, ni tan fuerte —declaró con mirada escrutadora. Sehabía quedado prendado por su porte—.Siento compasión por tus adversarios —concluyó con sonrisa cómplice.

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—No sienta compasión por ellos,mis adversarios suelen ser hijos deldemonio —contestó muy serio pero conmirada jubilosa.

El sacerdote se rio quedamente y lecogió el brazo.

—Cuánto tiempo sin vernos, hijomío… —dijo con pesar.

—La última vez yo tenía diecinueveaños —confirmó con una gran sonrisa.Le tenía un gran cariño. Ya desde niño,jugando en los alrededores de la iglesiade Carcasona, lo conoció, y desdeentonces les unía una gran amistad.Raimond percibió desde el primermomento la bondad que irradiaba aquel

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sacerdote, que invitaba a confiar en élciegamente. Fue su segundo padre, y leayudó a sobrellevar la carga dequedarse huérfano, a superar aquelespantoso trance de tales dimensiones.Sintió deseos de abrazarle, y no lo dudó.A pesar de estar en plena calle, con lasgentes yendo y viniendo, dio un paso ylo abrazó con cariño, con emotividad.Pertenecía a su pasado, a un tiempo enel que también fue feliz.

—Veo que a pesar de ser el granRaimond Guibert, «el Invencible», todauna leyenda en esta región, incluso en elpaís entero, no te importa rebajarteabrazando a un pobre anciano en mitad

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de la calle —dijo con ojos brillantes,húmedos por la emoción.

Raimond rio la gracia del sacerdote.Todas sus penas y quebraderos decabeza se habían esfumado de unplumazo al verle. Le traía recuerdos dela infancia, de una infancia feliz, lejanay añorada.

—Bueno, padre, ¿qué le ha traídopor Narbona?

—Me enteré de que habías llegado.Ya sabes, al ser famoso, la noticia deque estabas en Narbona se corrió muyrápido por Carcasona. Así que no me lopensé dos veces y aquí estoy. Era unagran oportunidad para verte, yo ya estoy

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muy viejo y no sabía si habría unapróxima vez —declaró con afecto.

Raimond sintió vergüenza por no serél el que hubiera visitado a sus seresqueridos, era imperdonable por su parte.Por otro lado, estaba henchido de dicha.Que el padre Sébastien hubiera viajadohasta Narbona por el mero hecho deverle, era muy de agradecer. Y tan viejocomo estaba. El corazón se le encogió alobservarlo detenidamente: encorvado,surcado por infinidad de arrugas, bolsasdebajo de los ojos, voz débil, manostemblorosas, casi calvo. Aunque todavíase mantenía recio, con una pequeñabarriga y la barba larga.

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—Vaya, me deja de piedra —contestó Raimond profundamenteconmovido—. No le habrá resultadofácil el viaje. Pero vamos, entremos acomer y a ponernos al día.

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Capítulo 18

Al día siguiente, nada más despuntar elalba, Raimond fue avisado por uno delos soldados del preboste. Apenas seacababa de levantar cuando recibió lasorprendente noticia de que habíanencontrado a Marcel Helouys asesinado.Acompañado de una espesa niebla y desu inseparable Etienne Martine, llegóhasta el lugar donde se había consumadoel asesinato.

El preboste saludó silenciosamente aRaimond al verlo llegar, y este sedetuvo a su lado, frente al cadáver.

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La víctima estaba tirada en el suelo,bocarriba, como si se hubiera caído deun tejado. Sin embargo, la causa de lamuerte era nítida. Lo habían degollado.

—Lo ha encontrado uno de susesclavos poco antes del amanecer,cuando se disponía a comenzar sutrabajo —informó con voz monótona elpreboste.

—¿Hay otras pruebas de violencia?—No. Lo hemos desnudado y el

cuerpo no presenta ni el más mínimomoratón. Fue una muerte rápida. Lodegollaron limpiamente.

Raimond no podía estar máscrispado. Su tabla de salvación, o mejor

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dicho, la salvación de Laurent, estabaallí tirado en el frío suelo, muerto,asesinado en un cobertizo de supropiedad. Todas las esperanzas habíanquedado tan inertes como aquel cadávery maldijo para sus adentros.

—Nadie ha visto nada, supongo —confirmó más que preguntar Raimond.

El preboste negó con la cabeza.—Aquí hay algo gordo, Raimond.

Muy gordo —dijo con énfasis—. Otronoble asesinado, y todo parece indicarque está relacionado con los otros dosasesinatos.

—Eso ni lo dudes… —aseguróRaimond, con la mirada fija en el

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cadáver—. Este hombre ordenó matar aLaurent, acusado de asesinar a DiégueCabart y Thomas Vincent. Todo estárelacionado, pero no hay por dóndecogerlo. No tenía mucho sentido quequisieran asesinar a Laurent, que yaestaba condenado por la Inquisición, yahora matan al hombre que ordenóasesinarlo. Detrás de todos estosasesinatos hay alguien muy poderoso,sin escrúpulos, que, o bien encontró loque buscaba y quiere que no quedencabos sueltos, o sigue buscándolo.

El preboste asintió levemente,abstraído en sus pensamientos.

—¿Y qué demonios puede ser lo que

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buscaba, o todavía busca?—Dinero parece que no —contestó

Raimond al recordar que no habíanrobado nada al rico mercader ni al otronoble.

—Tal vez busquen poder —opinóEtienne con su habitual voz ronca.

El preboste y Raimond lo miraron uninstante.

—Poder… —reflexionó Raimond—. Es lo único que puede rivalizar conel dinero. Sí, mi querido amigo —siguióhablando en voz alta con gestomeditabundo—, es una opción. Poder…

—Lo que es evidente es que, seaquien sea, no le tiembla el pulso en

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asesinar a quien sea necesario,independientemente de su condición. Yaha liquidado a tres de los hombres másricos y poderosos de la ciudad —informó el preboste.

—El asesino sabía que íbamos trasMarcel, y lo ha silenciado —aseguróRaimond—. Seguramente conocía alverdadero asesino, al que podríadelatarlo —reflexionó en voz alta.

—Eso sería preocupante —intervinoEtienne—. Nadie, a excepción denosotros, sabía que íbamos tras él —confirmó mirando acusadoramente alpreboste.

—Si está insinuando que mis

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hombres o yo nos hemos ido de lalengua, será mejor que rectifique ahoramismo —amenazó el preboste.

—Aquí nadie insinúa nada —intervino rápidamente Raimond—. Losánimos están caldeados, será mejor quenos tranquilicemos —recomendódedicando una mirada reprobatoria aEtienne. Confiaba ciegamente en elpreboste, y no albergaba dudas en sulealtad.

—¿Sigues sin encontrar unaconexión entre las víctimas? —preguntóRaimond con expectación, queriendozanjar la discusión.

—¿Marcel Helouys con Diégue

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Cabart y Thomas Vincent? Este hombreera una víbora sin corazón, un almaendemoniada. Diégue Cabart y ThomasVincent eran buenas personas,bondadosas. No, imposible que pudierantener la más mínima relación. Son lanoche y el día.

Raimond dejó al preboste quehiciera su trabajo y se marchó delcastillo propiedad del difunto MarcelHelouys.

—Te fias demasiado de ese hombre—recriminó Etienne mientras accedían ala calle, donde una multitud se agolpabaen los alrededores, ansiosa por loschismorreos.

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Raimond se quedó boquiabierto alver toda esa gente sin otro que hacer queindagar sobre lo ocurrido. Se trataba deun noble, pero aún así le parecióinsólito.

—El preboste es una buena persona,un hombre en quien se puede confiar. Notengo la menor sospecha de él —asegurósin reproches.

Etienne se encogió de hombros, tanreservado como siempre. Y tampoco esque tuviera nada en contra del preboste.

—Fíjate en toda esta gente —continuó Raimond, sintiendo necesidadpor explicarse—. ¿Cómo es posible quetoda la ciudad sepa lo que ha pasado si

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no hará ni una hora que lo hanencontrado muerto? Por alguna razón elasesino intuyó que íbamos tras Marcel.Nada más. No ha habido chivatazo.

Ante el mutismo de Etienne,Raimond se volvió para escrutar sumirada. Parecía estar conforme, pese atodo. Atravesaron aquella multituddispersa cuando un hombre se acercóhasta ellos.

—Buenos días, señores —saludórisueño, aunque un tanto nervioso.

Raimond se detuvo y lo observó unmomento. Estatura media alta, pelo largocastaño claro, barba larga, delgado, ojosvivaces, refinado, pero lo que más le

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llamó la atención y más claramenterevelaba su condición eran susvestimentas: una gonela blanca de telade Malinas, forrada de piel con una cotahasta las rodillas de seda roja y zapatosde seda negros. Y para completar elconjunto un manto negro forrado dearmiño y bordado en piedras preciosas.

—Me llamo Joseph Clyment —sepresentó ante el mutismo de los dosfornidos interpelados—. Vos soisRaimond Guibert, ¿verdad?

Raimond continuó impertérrito,intentando averiguar qué demoniosquerría ese hombre tan rico.

—¿Qué quiere? —preguntó arisco.

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Joseph Clyment carraspeó inquieto,se rascó la cabeza y miró a ambos lados.No esperaba tal recibimiento.

—Verá… —comenzó a explicarsetitubeante—, yo soy… o, mejor dicho,era amigo de Diégue Cabart y deThomas Vincent. Y sé que estáindagando sus muertes. Así que hepensado que tal vez yo pudiera serle deayuda —confesó con una palpableinquietud que parecía acompañarlesiempre.

Raimond frunció el ceño,sorprendido. Era algo extraña supropuesta, aunque también era cierto queno le vendría mal información de

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primera mano sobre las vidas privadasde aquellos dos asesinados. Necesitaba,ahora más que nunca, toda la ayudaposible para intentar desenmascarar alverdadero asesino e intentar salvar aLaurent.

—En efecto, soy Raimond Guibert—se presentó todavía receloso. Algoquerría a cambio aquel hombre—. Nome vendría mal que me hablara de ellos.A decir verdad necesito toda lainformación posible sobre sus vidas —declaró sin dejar de observarlo.

—Para eso he venido —contestórisueño, aunque ahora, por primera vez,sereno—. Estaré encantando de ayudar

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al jefe militar del papa. Y por otra parte,ayudar a encontrar al asesino de misamigos —confirmó poniéndose serio.

Raimond apretó los párpados hastadejarlos en unas finas líneas.

—¿Vos no cree que sea culpable deesas muertes el que ha sido acusado porla Inquisición? —inquirió con gravedad.

Joseph Clyment volvió a ponersenervioso. Se tomó un tiempo antes decontestar.

—Si quiere que le diga la verdad, nolo creo —adujo con serenidad—. Yoconocía a ese hombre. A ver si meentiende, no es que hablara nunca con él,pero le unía cierta amistad con Diégue

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Cabart, y sabía de él por lo que mecontaba mi amigo. En más de unaocasión me habló de ese tal LaurentRollant. No, no creo que sea el asesino.Es un humilde curtidor. El causante detodas estas muertes tiene que ser alguienimportante —aseguró mostrándose muyseguro de sí mismo.

Raimond estaba un poco perdido.Tan pronto se mostraba nervioso comoun momento después se mostraba sereno.Era un comportamiento raro, peroparecía buena persona. Aunquedemasiado acaudalado. Tal vez pudieraayudarle en casa de Diégue Cabart paracomprobar si faltaba algo. Sí, podría

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serle de gran ayuda.—Por cierto, esta es mi hija Agnés

—continuó Joseph, presentando a unajoven que se había mantenida un pocoapartada. Avanzó unos pasos hastasituarse al lado de su padre y susurró un«encantada».

Raimond no había reparado en ellahasta ese momento. Y sus ojos no sedetuvieron en su bonita cara y en susojos almendrados, sino quedescendieron hasta sus pies recorriendotodo su cuerpo. Era una muchacha muyatractiva y lucía un bonito vestidoadornado con perlas y pedrería, y poseíala misma seguridad en sí misma que

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mostraba su padre. Él no estabaacostumbrado a quedarse prendado porninguna mujer, pero aquella joven teníaalgo especial.

Agnés Clyment se mantuvo apartadamientras su padre se presentaba a aquelhombre del que tanto había escuchadohablar. Era famoso por sus victoriasfrente a los herejes, y la gente hablabade que Dios lo protegía. Era como se lohabía imaginado. Alto, fornido, deanchas espaldas, un hombre capaz departir en dos a una persona con suspropias manos. Ahora dependían de él,aunque él no lo supiera todavía. Supadre, y todos los principales de la

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sociedad cátara, habían pensado en eljefe militar del papa Urbano V parasalvar lo que todos sus antepasadosllevaban guardando desde hacía más demil años.

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Capítulo 19

Los días transcurrían en una opulentaagonía, esperando el momento en que laInquisición dictara su más queprevisible sentencia a muerte, perotodavía lo atormentaba más la vagaesperanza de que Raimond consiguieraprobar su inocencia. Cada hora, cadaminuto, era un suplicio esperando que lapuerta se abriera y apareciera el quefuera como un hermano para él con lacarta de su libertad bajo el brazo, antesde que la Inquisición lo mandase a lahoguera. La ansiedad lo invadía varias

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veces a lo largo del día. La espera sehacía dolorosa, invadido por losrecuerdos de sus seres queridos. Unosseres queridos que ya no volvería a verjamás, al menos en vida. Pero al finalsiempre se decía que tal vez pudieralibrarse de aquel sinsentido, que tal vezel bien venciera al mal y la justiciaprevaleciera. No podía hundirse antesde tiempo. Se cambió de postura sobreel frío y húmedo suelo. Por la pequeñaventana en lo alto de la pared pudoobservar que un nuevo amanecerdespertaba de su mundo de tinieblas, unnuevo día tortuoso y febril. Bien eracierto que sus condiciones habían

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mejorado ostensiblemente. El infiernoque conociera en los primeros díascomo reo de la Santa Inquisición sehabía tornado en una más que aceptablesubsistencia. Raimond se habíaencargado de que el alguacil se portarabien con él, de que le trajese comidacaliente una vez al día, agua potable ymantas para que se abrigase por lanoche. Debía de haberle pagado muybien. A esto había que añadir que ibarecuperándose poco a poco de lasheridas.

La puerta de la mazmorra se abrió yvio entrar a su queridísimo «hermano».El corazón comenzó a galopar

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desbocado, llevaba esperándolo todo eldía de ayer. Después de que hicieranconfesar al hombre que intentara,inexplicablemente, matarlo, sabía queRaimond y sus hombres habían ido trasesta pista, y que no podrían tardar en darcon el hombre que había pagado a unsicario para matarlo. Que no tuvieranoticias en el día de ayer supuso unadesolación y una agonía indescriptibles.

Laurent se irguió hasta quedarsentado, incapaz de controlar sus ansias,y escrutó el semblante de Raimond conavidez. La tenue luz mostraba seriedad.No traería buenas noticias.

—¿Qué tal te encuentras hoy, viejo

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amigo? —preguntó Raimond con unaleve sonrisa al llegar a su lado.

—¿Habéis dado con ese tal Marcel?—inquirió con los ojos muy abiertos,ignorando el saludo.

Raimond bajó la mirada,apesadumbrado. Se puso en cuclillas.

—No. Al menos no en vida —informó con pesar—. Lo han asesinado,Laurent. Le rebanaron el cuello.

Laurent creyó que esos tenebrososmuros se derrumbaban sobre él. Laesperanza que sintió cuando oyóconfesar al que intentó matarlo sedesvanecía ahora entre sus dedosirremisiblemente, como el agua. Estaba

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sentenciado. Su cuerpo quedó laxo,derribado anímicamente.

—Hay alguien detrás de todo estoque debe de ser muy poderoso —aclaróRaimond resignado—. Y que nos tienedesconcertados. Hay algo que se nosescapa, y que parece tener una magnitudinabarcable. —Lo miró y percibió sudesánimo, estaba hundido—. No tepreocupes, seguimos indagando.Daremos con el verdadero asesino,estoy convencido —aseguró categórico.Debía transmitir esa seguridad a Laurentsi no quería verlo sufrir. Y la verdad esque la sentía, estaba convencido de quedesenmascararía al asesino. La tarea

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sería ardua, habría que tener muchapaciencia y sobre todo tener los ojosmuy abiertos.

—¿Por qué me pasa esto a mí? —selamentó con el rostro demudado por eldolor—. He sido un buen cristiano… Nomerezco esto.

Raimond lo miró desolado, nosoportaba verlo así. No, no se lomerecía, pero nada tenía que ver elmerecimiento con lo que uno recibía.Había visto mucha muerte y destrucción,y casi siempre lo pagaban las genteshumildes, sencillas y de buen corazón.Tenía la certeza de que la gente malvadallegaba a vivir la vejez, maldita la hora.

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Puso la mano sobre su hombro conafecto, y dejó que llorara sinimpedimentos, que descargara todo elpadecimiento que había ido acumulando.

Una hora y media después accedió ala vivienda del que fuera un acaudaladoe importante mercader, e ibaacompañado por Joseph Clyment y suhija Agnés. Habían quedado en el díaanterior para indagar en la ahoradeshabitada y lujosa vivienda.

—Bueno, Joseph, tú conoces muybien esta casa, así que quiero que teconcentres en cada detalle y que medigas cualquier anomalía que veas, porinsignificante que parezca. Agradecería

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que nos mantuviéramos en silencio parapoder concentrarnos en nuestra labor —informó con tono grave Raimond. Esaera la misión que les había llevado hastaallí. A falta de familiares con los quehablar, aprovechando el interés queJoseph había mostrado por ayudarle, nodudó en proponerle indagar en lavivienda de Diégue Cabart.

Joseph se concentró en lo que lepedían, él también quería desenmascararal verdadero asesino, pero pordiferentes motivos. Todavía no sabía siaquel asesino, o asesinos, habíanconseguido robar lo que con tantodenuedo y esfuerzo habían conservado

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durante generaciones. Ellos eran loselegidos, los guardianes del cáliz deCristo, y sólo de pensar en que hubieracaído en otras manos se le quebraba elalma. No soportaría que algo asíocurriese, y tenía la certeza de queacabaría suicidándose al no soportar supropia existencia. Sería terriblementehumillante, terriblemente deshonrosoque él y los suyos fallaran tangravemente a lo que el propio Cristo lesencomendó. No, definitivamente, no loaguantaría. Pero no estaba allí sólo porel hecho de intentar ayudar a RaimondGuibert a indagar en busca de una pistapara encontrar a los verdaderos

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asesinos, sino también para conocerlemejor y decidir si se podía confiar en éllo suficiente como para confesárselotodo. Había oído hablar de él, y quiénno, y aparte de su gallardía, de susvictorias en el campo de batalla, de suinvencibilidad, también había oído decirque era un hombre recto, justo, de buencorazón. Esto le había hecho decidirse adar el paso, pero todavía queríacerciorarse mejor. No obstante, tras suprimer encuentro había tenido una muybuena impresión.

Mientras dejaba en su labor aJoseph, Raimond y su inseparableEtienne miraban cada recoveco de la

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vivienda en busca de alguna pista quehubieran podido dejar los asesinos, apesar de que sabía que el preboste habíahecho lo mismo sin encontrar nada. Perono estaba tan concentrado comoquisiera, aquella joven, Agnés, la hijade Joseph, lo tenía desconcentrado en sulabor. A cada momento posaba los ojosen ella, cada vez le parecía máshermosa. No era alta, pero tampocobaja, el pelo castaño oscuro le llegabahasta media espalda, liso y perfumado.Era muy guapa, delgada y grácil, con uncaminar seguro y la cabeza alta,rebosando sensualidad. Nunca habíaconocido mujer igual y esto lo tenía

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confundido. No era asiduo, ni lo habíasido, a los placeres carnales. De hecho,muy de vez en cuando se acostaba conuna prostituta para calmar suadormecida sed, pero con esta joventodo era distinto, sentía al verla un ardoren su interior nunca antesexperimentado.

Tras un meticuloso rastreo por todala vivienda, Joseph no reparó en nadaanormal. Todo estaba en su sitio, tal ycomo lo recordara, y no habían podidoencontrar la menor pista. Había sidoagotador, y además no había servido denada.

—Será mejor que nos marchemos a

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comer —dijo resignado Etienne, casicabreado por no haber encontrado nada.

—Muy buena idea —contestóJoseph Clyment—. Les invito a comeren mi casa —se ofreció con una sonrisafranca.

—He quedado para comer con unviejo amigo, un sacerdote al que no veíadesde hacía muchos años —contestóRaimond.

Joseph se quedó pensativo. Tenía lanecesidad de conocerlo mejor, y nadamejor que una amigable tertulia mientrascomían. No se lo pensó dos veces, nodesperdiciaría aquella oportunidad.

—Si no les importa, estaría

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encantado de acompañarles a la mesa.Es la mejor posada de la ciudad y en sutaberna se come de miedo.

Raimond iba a protestar, queríaintimidad con su viejo amigo, peroenseguida vio la posibilidad de seguirteniendo la inmejorable compañía deuna dama sin par. Aquello empezaba aasustarle de veras.

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Capítulo 20

Después de pasar toda la noche en velasopesando una decisión tremendamentecrucial, Joseph Clyment, invadido yapor la angustia, había decidido dar elpaso definitivo. No podía soportar pormás tiempo la idea de que el Cáliz deCristo hubiera sido robado, y debíacerciorarse de ello cuanto antes. La ideade fallar de tal modo a sus antepasadosy al propio Cristo era insoportable. Erael momento de actuar, y rezó a Dios paraque le ayudara en su decisión.

Antes del amanecer avisó a su hija

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Agnés, la única todavía soltera, para quese vistiera y se preparase paraacompañarlo. Con su ayuda habíallegado a la conclusión de que RaimondGuibert era el hombre que podríaayudarlos a encontrar o recuperar elSanto Grial, sabedor de que seenfrentarían a hombres sin escrúpulos ymuy peligrosos. Durante la comida quecompartieran en el día de ayer pudocomprobar el tipo de persona que sehallaba detrás de esa máquina de matar.Desde el primer momento le causóbuena impresión, y con el transcurso delas horas pudo percibir un corazón puro,y un alma bondadosa e incorruptible. O

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eso quería creer. Evidentemente no loconocía lo suficiente como paraasegurarlo, pero pudo verlo reflejado enel ajado rostro del sacerdote queconociera ayer. El padre Sébastien, unhombre a todas luces de una bondadinfinita, adoraba a Raimond, pruebasuficiente para creer a pies juntillas entodo lo que había percibido de supersona.

Al llegar a la taberna donde sehospedaba Raimond Guibert, dejó a suhija con los esclavos que losacompañaban y se internó presto alocalizarlo. Al entrar, no pudo más quecongraciarse con su buena fortuna. Tal

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vez era una señal divina de su buenadecisión. Lo encontró allí, desayunandofrugalmente junto a su inseparablesoldado, el sacerdote de Carcasona y unjoven al que no conocía de nada.

—Buenos días tengan ustedes —saludó al llegar a la mesa con sonrisafranca.

Raimond se sorprendió de verlo allí,tan temprano. Sospechó que querríaverlo por algún motivo, y pudo observarque tras su sonrisa había tensión. Teníala certeza de que ocultaba algo aparte dequerer justicia para sus amigosasesinados, pero, por ahora, estabaperdido y no sabía a qué atenerse,

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aunque no creía que fuese por una razónperversa.

—Qué agradable sorpresa, Joseph—saludó el padre Sébastien—. Siéntesey comparta nuestra mesa —ofreciócordial y sincero.

—Me temo que ahora mismo meresulta imposible —declaró resignado—. Debo hablar urgentemente conRaimond —dijo muy serio y azorado.

El padre Sébastien miró a ambosmuy preocupado. Iba a interesarse poresa urgencia cuando Raimond se levantópresto, todavía limpiándose los labioscon el dorso de la mano.

—Sentémonos en aquella mesa de la

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esquina —ofreció Raimond sin esperarconsentimiento, parecía que iba adescubrir lo que ocultaba aquelacaudalado hombre. Por boca de élsabía que trabajaba como cambista, ydecían que era el más importante de todaFrancia. Supo desde el primer momentoque la ayuda que ofrecía tendría unacontraprestación, ahora faltaba saber lamagnitud de esta. Se sentaron ensilencio, y volvió a percibir la tensiónque emanaba Joseph, ahora todavía másnítida que a su llegada.

—Bien… ¿qué ocurre? —quisosaber Raimond con calma. Suinterlocutor la necesitaba.

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Joseph Clyment suspiróprofundamente, apoyó los brazos sobrela mesa con la cabeza gacha y un rictusdescolocado.

—Raimond, lo que voy a contarte estremendamente delicado, algo que nuncahe contado ni debería hacerlo, pero hanocurrido una serie de circunstancias queno me dejan otra salida. Sé que no teconozco prácticamente de nada, peronos encontramos entre la espada y lapared, y tú pareces ser el hombreadecuado para nuestros propósitos. Loque sí te pido, es que guardes estesecreto hasta la tumba. ¿Puedo confiaren ti?

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Raimond se había mantenidoexpectante, sin intervenir. La gravedaddel asunto, fuera cual fuese, se veíareflejada en el rostro de Joseph. Tragósaliva y desvió la mirada a la mesadonde había estado sentado hacía unmomento. De momento sólo le pedía queguardara un secreto.

—Tienes mi palabra de queguardaré el secreto, siempre y cuando nohaya vidas humanas en juego —advirtiócon mirada severa.

Joseph asintió complacido. Unamuestra más de su humanidad.

—No, por guardar el secreto nopones en peligro vida alguna —aseguró

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retomando la tensión que le invadía. Setomó un momento antes de continuar, derevelar algo que no debía descubrir bajoningún concepto. Lo miró a los ojosfijamente y se armó de valor—. Verás,Diégue Cabart y Thomas Vincentpertenecían a una sociedad secreta muyantigua. Eran los dos hombres másimportantes, y Thomas era el líder. Yotambién pertenezco a ella, como tantosotros. La misión de esta sociedad demás de mil años de antigüedad esguardar el… Santo Grial —terminódiciendo en susurros y miradas de reojo.De momento no le revelaría que setrataba de una sociedad cátara.

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Raimond enarcó las cejas, incrédulo.El Santo Grial era la copa en la queCristo bebió el vino en la última cena,uno de los tesoros más preciados ybuscados de todos los tiempos. ¿Cuántasvidas había costado esa interminablebúsqueda? Miles… Ahora aquelacaudalado cambista le revelaba que lacustodiaba la sociedad a la quepertenecía. Abrió la boca parapreguntar, pero no encontró palabras.

Joseph miró a un boquiabiertoRaimond. Aquellas palabras podíandejar mudo al mayor charlatán queexistiera. Ante su mutismo, sintió lanecesidad de continuar.

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—Los torturaron para conseguir laubicación del Santo Grial, y todo pareceindicar que lo consiguieron. ConThomas no debieron de conseguirlo,pero con Diégue sí, si no hubieranseguido torturando a los demásprincipales de la sociedad.

Raimond se recompuso con lasúltimas explicaciones.

—O tal vez no sabían la identidadde los demás miembros de la sociedad—reflexionó en voz alta—. Además,debes saber si han robado el Grial…

Joseph se removió inquieto en susilla.

—No es tan fácil. Thomas, nuestro

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líder, era el único que conocía laubicación exacta del cáliz. Losprincipales de la sociedad, que somoscinco en estos momentos, tan sóloconocemos una pista que lleva a sulocalización.

—Y Diégue Cabart era uno de ellos—afirmó Raimond.

—Así es.—Pero… no lo entiendo. ¿Qué clase

de pista es? Porque ya deberíais haberlaresuelto.

Joseph gruñó resignado.—He visto con mis propios ojos la

pista multitud de veces, y los demástambién, pero nunca hemos conseguido

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resolverla. Ahora, lo que nos urge, essaber si esos desalmados hanconseguido resolverla o no.

—¿Cómo?—Desentrañando el acertijo —

confirmó enigmático Joseph.Raimond se rascó la barba, inquieto.

No podía entender en qué iba a poderayudarles él.

—Joseph, yo soy un simple soldado.Necesitas a un erudito o alguienentendido —aseguró con vehemencia.

—No tiene por qué. Para resolver unacertijo a veces sólo es necesaria laaudacia, la imaginación. Además,necesitaremos de alguien como tú para

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cazar a esos desalmados.—Lo dices como si hubieran podido

resolver el acertijo.—Es una posibilidad. No lo

sabemos. A la mañana siguiente de losasesinatos, fuimos al galope al lugardonde se encuentra la pista, por siconseguían encontrar el Santo Grial,pero ya se habían marchado.Interrogamos al cura y nos dijo quehabían estado unos hombres merodeandopor la iglesia, pero no supo darnos másinformación. Lo que no sabemos es si semarcharon con las manos vacías o con elcáliz —confesó con amargura.

—¿La pista se encuentra en una de

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las iglesias de la ciudad? —inquirióRaimond.

—No, en una aldea cercana.Raimond resopló y se recostó en la

silla, con la mirada perdida en el suelo.Bastantes problemas tenía ya como parameterse en aquel embrollo. Aunque, bienpensado, aquellos hombres que iban trasel Santo Grial eran los verdaderosasesinos a los que él buscaba paraprobar la inocencia de Laurent. Laesperanza se abrió paso una vez más.Debían ponerse en marcha cuanto antessi querían atraparlos.

—Aceptaré ayudarte porque melleva tras el rastro de los culpables de

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los asesinatos y, de capturarlos,probaría la inocencia de Laurent —confirmó con un brillo especial en losojos—. No sé si podré serte de granayuda, pero lo intentaré. ¿Cuántos díashace que estuvieron en esa iglesia de laque hablas?

—De eso hará once o doce días —contestó apesadumbrado.

—Estamos jodidos… Será mejorque nos pongamos en marcha cuantoantes.

Raimond se levantó con aplomo,decidido a marchar en aquel mismomomento. Se detuvo y miró a Joseph.

—Nos vendría bien algo de ayuda

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—recomendó Raimond, indicando conla cabeza a la mesa donde habíadesayunado.

Joseph arrugó la frente.—Cuanta menos gente lo sepa,

mejor. Tu soldado, ese tal… ¿Etienne?,sí nos puede servir de ayuda.

—No tenemos por qué contarles laverdad. Simplemente podemos decir queguardabais un tesoro, creerán que setrata de dinero y joyas. Además, cuantosmás seamos, mejor. Tenemos quedescifrar un acertijo que vosotros nohabéis podido averiguar en años —confirmó con gestos de evidencia.

Joseph reflexionó un momento. Visto

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así, tenía razón.—Está bien, puede venir el

sacerdote, me cae bien. ¿Quién es eljoven con el que está sentado? —inquirió receloso.

—Es Edgard, el hermano de Laurent.Llegó ayer poco antes del anochecer.

Joseph asintió resignado y a la vezesperanzado. Ahora sólo quedabaesperar que la suerte estuviera de sulado.

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Capítulo 21

A pesar de la urgencia que sentían,tardaron alrededor de una hora en llegara la iglesia de Nuestra señora deRominguiére, en Coursan. Apenas dosleguas de distancia (unos ochokilómetros y medio) montados en buenosy briosos caballos, pero tuvieron quehacer el recorrido con calma debido alpadre Sébastien, ya que su viejo cuerpono estaba para cabalgar a ritmos alegres.Formaban un grupo curioso, con dosfornidos guerreros, un acaudaladocambista, una muchacha joven, un

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curtidor y un sacerdote. Cada unomontando un caballo, a excepción delsacerdote, que iba montado de ladosobre el caballo de Raimond.

Llegaron a la iglesia y todosdescabalgaron con rapidez, ávidos deencontrar respuestas, excepto elsacerdote, sólo deseoso de bajarse deese enorme caballo, en el que tantomiedo había pasado. Raimond miró enderredor y escrutó receloso el paisaje.Coursan era una pequeña aldea, un lugarde descanso para los viajeros quemarchaban de paso. La iglesia se veía enmuy buen estado, posiblementeconstruida en el siglo pasado.

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Con Joseph como guía, entraron enla iglesia en silencio. A esas horas tantempranas se encontraba vacía, y parasus intereses mejor que fuera así. Erauna iglesia no muy grande, con pocasrepresentaciones bíblicas.

—La pista se halla en el pilarcentral de la iglesia —susurró Joseph aRaimond, que le pisaba los talones.Avanzaron a grandes zancadas,presurosos; Joseph invadido por unamezcla de temor y esperanza.

Se detuvo y señaló el pilar al que serefería. Mediría unos diez o doce metrosde altura, y era de forma cuadrada. Encada uno de sus lados, se podían

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apreciar pequeños dibujos diseminadospor la superficie, simples adornos.Todos se situaron alrededor de Joseph.Raimond se acercó para indagar. Alobservar el pilar más de cerca, sesorprendió al descubrir que no erandibujos, sino letras floreadasconformando palabras. Ligeramente porencima de su cabeza se encontrabaescrita la primera palabra.

—Quienes —leyó en voz altaRaimond. Descendió la mirada hasta lasiguiente palabra, escrita con letras muypequeñas, medio metro por debajo de laanterior—. Oír —pronunció un tantocontrariado. Descendió la mirada hasta

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el suelo, donde encontró un pequeñodibujo. Se agachó para cerciorarse bien.Parecía tratarse de un racimo con tresuvas de un color rojo muy oscuro. Sevolvió para mirar a Joseph, que lomiraba a su vez enigmáticamente.

—Quienes oír —leyó el sacerdotecon expresión incrédula. Aquella fraseno tenía sentido.

—El resto del texto está en losdemás lados de este pilar —informóJoseph divertido. Agnés soltó una risitagraciosa.

Raimond la miró. En el día de hoyiba vestida de manera más informal.Había dejado el vestido y llevaba

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puesto algo más cómodo para montar acaballo, y le había sorprendidogratamente lo diestra que se habíamostrado como jinete.

Joseph bordeó el pilar hacia laderecha y se detuvo en el siguiente ladodel pilar. Allí se podían ver dospalabras más, dispuestas de la mismaforma.

—En la parte de arriba puede leerse«tengan» —dijo Raimond acercándosetodo lo posible—. Y en la parte deabajo está escrito «que».

Las caras de incomprensiónvolvieron a hacer acto de presencia.

—¡Por qué no dejas de jugar —

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ladró Etienne, de malos modos,dirigiéndose a Joseph—, y nos dices lafrase completa!

Joseph sonrió a duras penas. Aquelsoldado no solía hablar, pero cuando lohacía solía soltar veneno por su boca.Intimidaba sólo con el porte que poseía,pero lo realzaba con ese mal genio y conuna fea cicatriz que tenía en la mejillaizquierda.

Agnés, ante el mutismo de su padre,quiso tener su momento de gloria:

—Hay que leerlas como si se tratasede una escalera de caracol, en el sentidode las agujas del reloj —informóorgullosa con voz alegre—. Para

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conformar correctamente la frase, hayque leer la palabra más alta de cadalado del pilar, e ir descendiendoconforme se pasa a otro lado del pilar.—Volvió sobre sus pasos hasta el ladopor el que habían comenzado—. Elpequeño racimo con las tres uvas quehay dibujado en el pilar a ras de suelo,es el símbolo que… —se interrumpióazorada, y a continuación carraspeóinquieta. No podía decir nadarelacionado con la sociedad ni con elverdadero tesoro. Tan sólo Raimondestaba al corriente de ello—. Bueno, elsímbolo que usamos las familiasposeedoras del tesoro escondido —

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mintió un poco más tranquila—. Estesímbolo indica dónde empezar a leer.Entonces, leyendo la palabra más alta,«quienes», pasamos al siguiente lado,siempre moviéndonos en círculos haciala derecha. —Avanzó como habíaexplicado, y los demás detrás de ellaexpectantes—. Aquí podemos leer«tengan». Avanzamos hasta el siguientelado y aquí leemos la palabra más alta,«oídos». Seguimos y en este lado sólohay una palabra, «para». Avanzamoshasta llegar nuevamente al primer lado,y aquí leemos la palabra de abajo:«oír». Seguimos hasta el siguiente lado,leyendo la palabra de abajo. Aquí pone

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«que». Y acabamos en el siguiente lado,con la palabra «oigan» —terminódiciendo con una enorme sonrisa.

Todos, a excepción de Joseph,habían seguido a Agnés dando vueltasalrededor del pilar y ahora Raimondintentaba recordar las palabras paraformar la frase.

—En resumen, ¿cuál es la pista? —preguntó Edgard confundido—. Yo contantas vueltas ya no sé ni dónde estoy.

—A ver —comenzó reflexivoRaimond—. Quienes tengan… ¿oídos?—dudó.

—Quienes tengan oídos escucharánmis pedos —soltó entre risas Edgard,

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sin poder contenerse.Etienne rio con su habitual risa

cavernosa y apenas audible, Raimond lofulminó con la mirada, Agnés seescandalizó y el padre Sébastien negócon la cabeza varias veces.

—Esto es muy serio —recriminóRaimond. Estuvo a punto de decirle quela vida de su hermano estaba en juego,pero finalmente se retractó. A aquelmuchacho le gustaba bromear.

—No ha tenido ninguna gracia —dijo con desdén Agnés, dedicándole unamirada reprobatoria. Después se dirigióa Raimond—. Sí, Raimond, ibas bienencaminado —alentó con voz cantarina.

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—Quienes tengan —recitóimpaciente Joseph— oídos para oír, queoigan.

—No me extraña que no hayanresuelto el acertijo —se lamentó Edgard—. Vaya mierda de pista…

—Hijo mío —contestó el padreSébastien—, yo te enseñé modalesdesde muy pequeño. Haz el favor de noblasfemar —recriminó con voz débilpero semblante duro—, estamos en lacasa de Dios.

—¡Silencio! —gritó Raimond, conla mano alzada. Todos se encogieron,menos Etienne, que estaba másacostumbrado a los sobresaltos.

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Raimond aguzó el oído y giró lacabeza lentamente, intentando percibirun sonido revelador, pero lo cierto eraque no se escuchaba ni el zumbido deuna mosca. El silencio era sepulcral. Sedetuvo a pensar en la frase, pero se viocon la mente en blanco, superado por losacontecimientos. ¿Qué demonios querríadecir ese acertijo?, maldijo para sí.Paseó la mirada por el resto de susacompañantes. No hacía falta preguntarsi alguien tenía alguna idea sobre lapista, a juzgar por sus malas caras.

—Llevamos más de una semanadevanándonos los sesos en elsignificado de esta frase, pero no hemos

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conseguido resolverla —declaróapesadumbrado Joseph—. Yo la leí porprimera vez hace unos años, y nunca hepodido entender lo que quiere decirnos.Porque la verdad, oír, no se oye nada.En una ocasión creímos que se referiríaal silencio, pero esa pista tampoco nosllevó a nada.

Todos se quedaron pensativos,rumiando la información de quedisponían. Etienne comenzaba adesesperarse, gruñendo por perder eltiempo.

—¿Qué se puede escuchar en estaiglesia? —preguntó Raimond reflexivo.

—Al cura —respondió

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instantáneamente Edgard—. Dando lamisa.

—Tal vez el cura sea la clave —opinó con renovadas energías Raimondmirando a Joseph.

—Hablamos con él, pero noconseguimos avanzar. Él no sabe nada alrespecto —confirmó Joseph.

—Bien, ¿qué más? —preguntóRaimond intuyendo que iban por el buencamino.

—El coro —susurró titubeanteAgnés.

Todos la miraron con semblantesabstraídos, rumiando esa posibilidad.

—En una iglesia —explicó muy

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seguro el padre Sébastien—, el sonidomás alto y representativo es elproducido por las campanas.

—Pero, padre —intervino Edgard—, ¿cómo va a estar escondido untesoro en una campana? —se rio de laingenuidad del sacerdote.

Raimond miró a ambos con fijeza. Elsacerdote había tenido una muy buenaidea, pero Edgard también tenía razón.A no ser que el tesoro no estuvieraescondido en la campana. Buscó con lamirada a Joseph, abstraído en suspensamientos.

—El campanario —dijo muydespacio Raimond, con fulgor en los

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ojos.Joseph levantó la mirada como un

resorte, con la boca abierta. ¿Cómo nohabía caído en eso? Era una buenaposibilidad, un sitio ideal donde nadiebuscaría, sobre todo por lo inaccesible.

—Podría ser —confirmó Josephentusiasmado—. Pero ¿cómosubiremos?

Raimond miró alrededor conpremura, y sintió la adrenalina fluir porsus venas. No sabía si encontrar eltesoro le llevaría hasta los hombres quebuscaba, pero era evidente que avanzabaen el caso. Por otra parte, todavía lecostaba creer que estuvieran tras el

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Santo Grial. No era consciente de larealidad a causa de su magnitud. Él eraun simple soldado que había idoascendiendo de «rango» a pasosagigantados, pero era un simple mortal.Sin embargo, por curiosidades deldestino, estaba a punto de descubrirdónde se escondía la copa de la que elmismísimo Jesucristo había bebido en laúltima cena.

—El acceso al campanario sueleestar en las dependencias privadas delsacerdote —informó el padre Sébastienmientras se encaminaba hacia allí conpaso renqueante—. Pero será mejor quellamemos al cura para que nos dé

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permiso, no podemos entrar así comoasí —endureció la voz. Susacompañantes serían capaces detransgredir la privacidad de unsacerdote.

Mientras seguían la lenta estela delpadre Sébastien, Joseph no cabía en síde gozo. Habían conseguido descifrar lapista que les conducía hasta el SantoGrial, y estaba casi seguro de que no lohabían robado, al menos si se fiaba delrelato del cura. En ningún momentocomentó que aquellos hombres quemerodearon en el interior de la iglesiaaccedieran a las estancias privadas, ymucho menos que subieran al

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campanario. A no ser que lo hicieran denoche, mientras el cura dormía. Estaúltima posibilidad le martirizósúbitamente. Si descubrían que habíanrobado el cáliz de Cristo, se arrojaría alvacío desde el campanario para terminarcon su miserable vida.

Sin llegar al altar, una puerta lateralse abrió y apareció un sacerdote. Losmiró un tanto extrañado al principio, yexpectante después. Tendría más decincuenta años, era delgado y se movíacon dificultad.

—Buenos días, hermano —sepresentó el padre Sébastien al comenzara subir los tres peldaños que lo

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conducían al altar—. Perdone que lemolestemos, pero necesitamos subir alcampanario —dijo con su habitualrostro risueño y amable.

—¿Al campanario? —preguntóincrédulo.

—Padre Daniel, ¿se acuerda de mí?—Joseph se apresuró a intervenir alintuir que podría beneficiarles elencuentro del otro día—. Soy JosephClyment. No sé si lo recordará, perohablamos hace semana y media.

El cura lo miró con los párpadosentornados, como si no viera bien. Trasunos segundos de confusión, su sonrisaapareció.

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—Oh, sí. Ya me acuerdo. Sí. Estuvoaquí interesándose por unos hombresque merodearon por la iglesia.

—Exacto. Veo que tiene buenamemoria —dijo con exquisitaamabilidad.

—Pues será lo único bueno queconserve —se lamentó sin perder lasonrisa.

—Verá, padre. Nos complaceríaenormemente poder otear el paisajedesde un lugar tan privilegiado como elcampanario —mintió descaradamente—.No se lo creerá, pero un siervo del papaUrbano V nos acompaña —anuncióseñalando discretamente a Raimond.

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Al cura se le iluminó el semblante,como si hubiera aparecido ante él unhereje sinceramente arrepentido. Aunquepor las ropas y el aspecto parecía unsoldado.

—Así es —confirmó un tantotitubeante. Le gustaba pasar inadvertido—. Me llamo Raimond, y soy jefemilitar del papa.

—Oh… —exclamó acercándose condificultad. Aquel hombre sería de totalconfianza para el papa, y volvió ailuminársele su faz. Además, comenzó arecordar quién era—. Vos debéis serese soldado tan famoso… Vaya, es unhonor teneros en mi humilde iglesia —

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manifestó verdaderamente orgulloso.Raimond asintió cortésmente. Era el

momento de rematar la faena.—Como bien ha dicho mi buen

amigo Joseph, nos encantaría, si fueseposible, admirar las vistas desde elcampanario —dijo con toda laamabilidad de que fue capaz.

—¡Oh, faltaría más! —exclamó. Segiró al instante y les invitó a que losiguieran. Con paso cansino e inseguro,el padre Daniel los condujo por unpasillo privado hasta detenerse frente auna gruesa puerta de madera. La abrió yante ellos aparecieron unas escaleras decaracol que ascendían—. Estas

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escaleras conducen al campanario. Si noles importa, iré detrás de ustedes. Soymuy viejo y la artrosis que padezco enlos huesos me mata poco a poco. Subanustedes, a mí me costará un buen ratohacerlo —invitó sin perder la sonrisa.

Raimond se alegró por ello. Podríanbuscar sin ser molestados, al menos porun rato. De todas formas, saltaba a lavista que se trataba de un hombreamable y risueño, lo que también lesbeneficiaba para campar a sus anchas. Ytambién reparó en que era un pocodescuidado; el hábito que vestía estabasucio.

Raimond, Edgard y Etienne

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ascendieron sin inmutarse dada su buenacondición física. Joseph y su hija Agnésllegaron boqueando. Los dos sacerdotesya era otra historia, llegarían más tarde,tal vez con el cambio de siglo.

Comenzaron a buscar desbocados,con la urgencia propia de quien ve enpeligro su propia vida. Buscaban elsímbolo perteneciente a la sociedad a laque pertenecían Joseph y su hija, ocualquier cosa que les llamara laatención. Empezaron por las campanas.Las miraron con minuciosidad ybuscaron el símbolo allí, marcado consu correspondiente ubicación del tesoro,pero no encontraron inscripción alguna.

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Al cabo de quince minutos y habiendoregistrado cada recoveco, comenzaban adesesperarse. No habían encontrado elemplazamiento donde se escondía eltesoro. Los dos sacerdotes todavía nohabían llegado, aunque los escuchabandialogar.

—Está bien, pensemos —recomendóJoseph, con el rostro demudado por latensión.

—Tal vez no esté aquí escondido —opinó decepcionado Edgard—. Puedeque no hayamos descifradocorrectamente la pista.

Todos lo miraron fijamente, era unaposibilidad.

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—Yo creo que estamos en el sitiocorrecto —aseguró altiva Agnés,desafiando a Edgard. No le caía bienaquel chico, parecía un niñato.

—Quienes tengan oídos para oír,que oigan —recitó de memoriaRaimond. Se quedó un momentoreflexivo, dando vueltas al acertijo—.Las campanas… Están en silencio. Talvez suceda algo cuando tañen. De ahíque la pista nos dicte a escuchar —reflexionó muy concentrado. Era unaidea, aunque no acababa de convencerle.Las campanas seguirían siendo lasmismas en silencio o en funcionamiento.O no.

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—¡Es una brillante idea! —exclamóalborozado Joseph, que no parecía tenerlas dudas de Raimond.

Cada una de las dos campanas teníaatada una cuerda en el extremo delbadajo para hacerla sonar desde abajo.Edgard se arrodilló junto al hueco quehabía en el suelo y estiró su brazo paraalcanzar la cuerda y tocar la campanasin necesidad de bajar las escaleras.Con esfuerzo logró asirla y se irguió conla cuerda en la mano, después esperó aque le dieran el visto bueno.

—No te quedes ahí como unpasmarote, hazla sonar —ordenó Josephincapaz de reprimir la ansiedad que

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sentía.Edgard puso los ojos en blanco.—Me aturdís —se quejó

reprobadoramente. Acto seguido, contorpeza, la hizo sonar y retumbó todo elcampanario. Todos se llevaron lasmanos a los oídos, mientras asistíanhipnotizados al tañido de la campana,concentrados observando si ocurría oveían algo. Tras unos toques más,desistieron y decidieron probar con laotra campana a ver si había más suerte.

—Es que no sabemos qué mirarexactamente, ni dónde —se quejóEtienne. Lo poco que hablaba, siempresolían ser quejas.

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—Lo sé —se lamentó Raimond—.Estamos un poco perdidos. Veamos conla otra campana, y después yadeterminaremos —dijo un tantodesolado. Aquello no iba bien. Parecíaalejarse la posibilidad de encontrar laubicación del tesoro.

Edgard, ahora un poco más segurode lo que hacía, hizo sonar la segundacampana con menos torpeza, peroinhibido por el poderoso sonido queemitía, que amenazaba con reventarlelos tímpanos.

Agnés enseguida lo vio, fue como unmilagro, no tenía otra explicación.Hechizada por lo que veía, se quedó un

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momento boquiabierta, incapaz dearticular palabra. Con la vibración de lacampana por el violento contacto delbadajo, en la superficie de la campanase dibujaba ilusoriamente el símbolo dela sociedad cátara a la que pertenecía.Finalmente pudo apartar los ojos deaquella mágica visión y los mirójubilosa. Los demás miraban otros ladosde la campana y no habían podidoobservarlo.

—¡Mirar aquí! —exclamóenfervorizada señalando la superficie dela enorme campana que tenía frente aella.

Todos acudieron al instante.

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—Hazla sonar otra vez, Edgard —instó poseída por una excitaciónmáxima.

Edgard hizo sonar nuevamente lacampana, con los oídos doloridos.Esperaba que no tuviera que hacerlasonar más veces, o se quedaría sordopara el resto de su vida.

Raimond, Joseph y Etienne sequedaron estupefactos. Donde sólohabía marcas inconexas, al tocar lacampana creaba una vibración que hacíaque apareciera casi por ensalmo laimagen del pequeño racimo con tresuvas, el símbolo que buscaban.

—Por todos los santos —susurró

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Joseph maravillado.Raimond se recuperó del trance y

enseguida comprendió que debía miraral otro lado del símbolo. Se asomó alinterior de la campana, pero las sombrasque allí moraban le impedían ver sihabía algún tipo de inscripción.

—¡Necesitamos una vela! —urgióRaimond mirando en derredor. Miró aEdgard con urgencia.

—Está bien, ya voy —dijomaldiciendo, parecía el chico de losrecados.

Al cabo de un par de minutos que sehicieron eternos, Edgard apareció conun candil encendido y un resuello

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sonoro. Se lo tendió a Raimond y pusolos brazos en jarras. Jamás habíacorrido tanto en su vida.

Raimond acercó la vela al interiorde la campana justo detrás de dondeestaba marcado el símbolo, y enseguidaapreció una inscripción.

—¡Lo hemos encontrado! —exclamóvictorioso, habían descifrado el acertijoy habían encontrado la ubicación del,nada más y nada menos, Santo Grial.

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Capítulo 22

Raimond acercó la vela al interior de lacampana donde había visto lainscripción. Aguantó la respiracióninconscientemente, allí pondría lalocalización exacta del tesoro. Todosesperaban expectantes, Joseph y su hijaAgnés desbordados por la emoción.

—¿Por qué motivo han tocado lascampanas? —preguntó sin resuello elpadre Daniel, que, justo en esemomento, aparecía tras la estela delpadre Sébastien.

Sobresaltados, se giraron dando un

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respingo porque no les habían oídollegar, tan concentrados como estaban.Raimond, sin embargo, no lo escuchó.Estaba releyendo la inscripción paraasegurarse. Era decepcionante.

—Cristo resucitado —anuncióRaimond apartando la vela y girándosehacia sus compañeros de fatigas.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó sumamente preocupado elpadre Daniel. No entendía por quémotivo el jefe militar del papa portabauna vela y miraba en el interior de unacampana. Y menos todavía soltandosemejante exclamación.

Raimond se quedó en silencio al ver

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al párroco de la iglesia. Tras unosmomentos de indecisión, apagó la velade un fuerte soplido e intentó pensar encómo salir de esta.

—Perdone, padre, pero nuncahabíamos visto una campana de estasdimensiones, y sentimos curiosidad —dijo sintiéndose como un idiota.

El padre Daniel los miró uno a unomuy despacio con incredulidad.

—¡Vaya vistas! —exclamó el padreSébastien mientras se acercaba a lasaberturas del muro del campanario,presto a despistar al cura—. Quépreciosidad…

El padre Daniel, recobrando el

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semblante amable que le caracterizaba,avanzó hasta colocarse al lado de suhomónimo y corroboró la belleza quedesde allí se disfrutaba, ignorando elextraño comportamiento de aquelloshombres.

—¿Qué has encontrado? —susurróJoseph a espaldas de los dos sacerdotes,incapaz de mantener su incertidumbrepor más tiempo. El resto rodeó aRaimond para no perderse detalle.

—Me temo que se trata de otra pista—contestó apesadumbrado.

—¿Otra pista? —gruñó condesprecio Etienne, que empezaba ahartarse de tanto jueguecito. Raimond no

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esperaba menos, lo conocía demasiadobien como para no esperar una reacciónsemejante. Haría ocho años ya que seconocieron combatiendo juntos frente ala herejía, y desde entonces habíasurgido una amistad inquebrantable.

—¿Y qué ponía en la inscripciónexactamente? —inquirió Joseph con losnervios a flor de piel.

—¿No me habéis oído? —sesorprendió Raimond—. Pone «Cristoresucitado».

—Cristo resucitado… —rumió muypensativa Agnés. La tensión que sentíale dificultaba pensar con claridad,irritándola sobremanera.

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Raimond miró a Joseph intentandoaveriguar si encontraba una respuesta.Parecía reflexionar. Después miró aEtienne y a Edgard. De Etienne no lecabía ninguna duda de que ni siquierahabía perdido un segundo en pensarlo;no era creyente, y aborrecía a la Iglesia.Edgard parecía pensativo, pero a todasluces perdido en sus disquisiciones.Desvió la mirada al padre Sébastien,ajeno a sus preocupaciones por dar cobaal cura de la iglesia. Era evidente quesería la persona ideal para resolver estenuevo acertijo al ser un fiel seguidor deCristo. Raimond había sido un acérrimocreyente desde muy pequeño, un devoto

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seguidor de las enseñanzas de Dios através de la Iglesia, pero ya hacía variosaños que su creencia había quedadoseriamente diezmada. Él mismo habíaderramado mucha sangre en nombre deCristo, sangre de hombres, mujeres yniños inocentes. Por más que se habíaquerido convencer a lo largo de losúltimos años, no le cabía duda de queCristo no podía ser el causante de tantohorror y crueldad.

—Creo que podría referirse alsustituto de Cristo —anunció Joseph conun destello en su mirada, aunque noparecía del todo convencido.

—¡Claro! —exclamó Agnés

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convencida al cabo de un momento,dedicándole una mirada admirada a supadre.

—Cristo resucitado podría tratarsedel legado que deja en la Tierra —seexplicó Joseph—, que no sería otra cosaque seguir predicando sus enseñanzas,en este caso por el apóstol másimportante, su sustituto. Al que podríaverse como un Cristo resucitado —terminó con evidente satisfacción, ahoramás convencido.

—San Pedro… —reflexionó en vozalta Raimond, con una penetrante miradaclavada en Joseph. San Pedro fue uno delos discípulos más destacados de Jesús,

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y el que «recibió» de manos deJesucristo las llaves del Reino de losCielos. Se le considera el primer papa.

—Creo haber visto representado aSan Pedro en esta iglesia —exclamóEdgard con ojos desorbitados.

—Sí, así es —confirmó el padreDaniel girándose al escuchar esto último—. Tenemos una bonita representaciónde San Pedro hecha en alabastro.¿Quieren verla? —invitó ante tantointerés mostrado.

—Por supuesto, estaríamosencantados —respondió con una abiertasonrisa Raimond. Tendrían que bajarapresuradamente para no darle tiempo al

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padre Daniel y registrar aquella obra deSan Pedro. Sin esperar más, seencaminaron con premura escalerasabajo.

—¿Qué les pasa a estos hombres?—preguntó el padre Daniel con cara decircunstancias y en voz baja al sacerdote—. Se comportan muy raros.

—La juventud, padre Daniel, lajuventud —respondió el padre Sébastienpara ocultar la realidad—. No hay quienlos entienda…

El padre Daniel asintió un par deveces, resignado.

Mientras, el resto se encaminabacasi a la carrera hacia San Pedro.

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—¡Pero no es San Pedro el!… —seinterrumpió Agnés al ver cómo su padrele apretaba con fuerza del brazo y lemiraba significativamente,comprendiendo que debía estar calladaal respecto. Como siempre ocurrieradesde que naciera, debía ocultar queeran cátaros si no querían acabar en lahoguera por herejes. El pueblo cátarohabía sufrido medio siglo depersecuciones por parte de la Iglesia,ciudades enteras habían sido pasadas acuchillo. Ellos vivían en paz, yenseñaban lo que ellos llamaban elCamino, una vida centrada en lasenseñanzas del amor. La Iglesia se

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sentía amenazada por la pureza de loscátaros, y por ello estaba dispuesta aeliminarlos, pero no podía porque setrataba de buenos cristianos, de maneraque la Iglesia lanzó falsas acusacionescontra los cátaros para poderexterminarlos.

Raimond no le prestó mayoratención al comentario inacabado deAgnés, sumido en sus propiospensamientos. Tras la decepción de unanueva pista, habían encontradofinalmente la ubicación del tesoro, o esocreía. Esperaba no encontrarse con otromolesto acertijo.

Accedieron a la iglesia y avanzaron

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a grandes zancadas hacia el apóstol. Unparroquiano rezaba sentado en lasúltimas filas de la iglesia. Cuandollegaron delante de San Pedro, sepusieron a buscar como locos elsímbolo que parecía acompañar a cadapista o cualquier inscripción que tuvieraaquella representación. No encontraronnada, por lo que buscaron la manera dedesplazar la enorme figura de SanPedro, pero sus esfuerzos fueron inútilesporque comprobaron que estaba pegadaa la pared.

—Tal vez el tesoro se encuentre alos pies de San Pedro, en el suelo —consideró Edgard. Miraron bajo sus

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pies. El suelo de la iglesia era demadera. Taconearon un poco por sisonaba a hueco, pero no lo parecía.¿Deberían levantar el suelo paraaveriguarlo?

El tiempo se les acababa, los dossacerdotes estarían a punto de apareceren la iglesia. Lo que sí pudo observarRaimond fue que tanto Agnés como supadre se mantenían al margen, sininterés. Entrecerró los ojos y los mirósorprendido. Joseph percibió su miradainquisitiva y desvió la mirada, aunqueenseguida se recompuso.

—Tal vez nos hemos equivocado endescifrar la pista… —declaró Joseph

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mirando fijamente a Raimond—. Sí,estoy convencido de nuestro error.

—Bien, pues no nos hagas perdermás el tiempo —reprochó Etiennemalhumorado.

Raimond pensó que podría ser ese elmotivo por el que Joseph se habíamostrado un tanto desinteresado en losúltimos minutos.

—Podría tratarse literalmente deCristo resucitado —explicó muy serio.

Raimond enarcó las cejas.—¿Te refieres a su resurrección?

Estamos un poco lejos de Jerusalén…—ironizó Raimond.

—Yo había pensado en una

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representación —contestó Josephmientras sus ojos resplandecían—. Simal no recuerdo, la imagen de Cristoresucitado se encuentra en la iglesia deLézignan.

—Otra iglesia… —masculló Etienne—. ¿Debemos ir a otra iglesia paraencontrar ese maldito tesoro? —preguntó directamente a Raimond.

—Eso parece… —contestóresignado.

En ese momento aparecieron los dossacerdotes conversando amigablemente.Parecía que se habían caído a las milmaravillas.

—¿Qué les parece esta

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representación de San Pedro? —dijoteatralmente el padre Daniel—.Fabulosa, ¿no es cierto?

—Oh, sí, es muy bonita —contestóeducadamente Raimond—. Pero metemo que tenemos que marcharnos ya, senos hace tarde —anunció dedicando unamirada cómplice al padre Sébastien.

—Es una lástima que se marchen tanpronto —se lamentó el padre Daniel.

—Volveremos en otra ocasión —garantizó Raimond, estrechándole lamano—. Se ha portado muy bien connosotros.

—Gracias, es lo menos que podíahacer. Ha sido un placer conocerle,

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señor Guibert.Montaron sobre sus caballos y se

marcharon rumbo a Lézignan. El padreDaniel, que había salido paradespedirse, vio alejarse a tan genuinogrupo. Sus comportamientos habían sidoextraños, a excepción del padreSébastien, pero se habían mostradoeducados en todo momento. Y tenía quesentirse agradecido porque un hombretan importante como Raimond Guibert,mano ejecutora del papa, había visitadosu humilde iglesia. Perdido en esospensamientos se encontraba cuandovarios encapuchados salieron delinterior de su iglesia y la rodearon. Poco

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después aparecieron montados encaballos encaminándose en la mismadirección por la que se acababan demarchar Raimond Guibert y sus amigos.Un estremecimiento le inundócompletamente, no vaticinó nada buenode aquello. Se puso a contarlos con eldedo mientras se alejaban sin prisas. Untotal de seis encapuchados que, alparecer, estaban escondidos en suiglesia. No sabía lo que ocurría, perodebería ponerse a rezar inmediatamente.

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Capítulo 23

Ya anochecía cuando llegaron a laiglesia Saint-Félix de Lézignan. Sieteleguas recorridas (unos 29 kilómetros)bajo un frío repentino que los acompañóbuena parte del trayecto. El viento era elculpable, que había arreciado y traíaconsigo todo el frío de los nevadospicos montañosos del norte. Hablaronpoco, cada uno iba abstraído en suspropios pensamientos.

Accedieron al interior de la iglesiaconvencidos de que allí descubrirían laubicación del Santo Grial. Por otro lado,

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no sabían qué pensar con respecto a silos asesinos habrían conseguidodescifrar las pistas y encontrado eltesoro o no. Parecía poco probable quehubieran llegado al campanario, ytodavía más difícil que hubieran hechosonar la campana y descubrir la pistaque allí habían dejado tan hábilmente.Pero no podían asegurar ninguna de lasdos opciones.

Joseph se dirigió con rapidez frentea la imagen tallada en la pared de Cristoresucitado, donde podía verse conclaridad el momento de la resurrección,apareciéndose a una mujer arrodilladaante él y agarrándole con una mano una

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especie de capa blanca que Jesúsportaba sobre los hombros; parecíasuplicarle. La imagen era cuadrada, deunos dos metros y medio por cada lado.

—Aquí está —anunció Joseph—.Cristo resucitado —confirmó con vozembriagada.

—¿Quién es la mujer? —preguntóinteresado Edgard.

—La Virgen María —contestó alinstante el padre Sébastien.

Joseph y Agnés se mordieron lalengua y no contradijeron al sacerdote.No era el momento para entrar endetalles que además podrían suponer uncontratiempo para ellos.

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—Entonces busquemos el símboloque nos marcará dónde se encuentra eltesoro —alentó con urgencia Agnés. Sepuso a buscar con los ojos muy abiertosacercándose al máximo a larepresentación de Cristo, ansiosa porcorroborar que el Santo Grial todavíaestaba bajo la protección de susociedad.

Raimond la observó un instante y sesorprendió al averiguar que le gustabamirarla. Era muy guapa, se movía congracia y elegancia, enérgica, segura desí misma. Azorado, apartó sus ojos deaquella belleza innata y se obligó aconcentrarse en el problema.

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Tras observar minuciosamente laimagen tallada, no encontraroninscripción alguna, ni el símbolo queacompañaba a cada pista. Se quedaronun momento inmóviles y en silencio. Larepresentación era de una pieza y seapoyaba sobre una especie de repisa.

—El tesoro podría estar debajo deCristo resucitado —opinó Josephmeditabundo. Todos pensaban lo mismo.

—Esto tiene que pesar unabarbaridad —dijo preocupado Edgard,viéndose incapaz de moverla.

—Somos cuatro hombres fuertes —declaró con su voz grave Etienne—. Sino conseguimos moverla es que somos

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unos afeminados —gruñó.Se dispusieron a moverla

lateralmente mientras el padre Sébastieny Agnés miraban esperanzados.

—Por si sirve de algo, yo estoyconvencida de que vais a poder moverlasin dificultad —aseguró muy sincera yexcitada.

Como había pronosticado Edgard,aquello pesaba demasiado, incluso paraellos. Echaron el resto los cuatro a lavez y sus rostros se tornaron rojos por elesfuerzo inhumano. La imagen tallada,que, tras un primer momento sinmoverse ni un milímetro parecía estarclavada a la repisa, finalmente se

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desplazó mínimamente. Agnés, al verque se les resistía, no pudo quedarsequieta y también se puso a empujar contodas sus fuerzas. Este detalle, quehablaba muy bien sobre su persona, nopasó inadvertido para Raimond.

—¡Vamos, empujad, que parecéisunas viejas! —recriminó Etienne condureza, ciertamente enfadado ante elpoco progreso que estabanconsiguiendo.

Consiguieron desplazarlo un par decentímetros, y tuvieron que parar pararecuperar el resuello. Todos seinclinaron, apoyando las manos sobrelas rodillas, exhaustos. El único sonido

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que se percibía era sus respiracionesjadeantes. Estaban preocupados por sidebían de retirar la imagen talladacompletamente, porque resultaría deltodo imposible.

—Cada vez me gusta menos estabúsqueda del tesoro —dijo Edgard condificultad, respirando ansioso—. Envaya embolado me habéis metido… —bromeó.

—Y vos, padre, ¿no echa una mano?—preguntó refunfuñando Etienne.

—Qué más quisiera yo… Pero notengo fuerzas ni para sostenerme, hijomío.

Tras un breve descanso, se pusieron

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manos a la obra nuevamente, conrenovadas energías. Empujaron contodas sus fuerzas otra vez y la movieronlenta y mínimamente; parecía queempujaran una carreta cargada depiedras. Nadie osaba a decir palabra, omejor dicho, no podían articular ni unaletra, tan sólo gemidos por el tremendoesfuerzo.

Otros dos centímetros, puede queincluso tres. A punto de desfallecer, setomaron un nuevo descanso,convencidos ahora de que si no bebíanun poco de agua, no podrían terminar demoverla. Habían conseguida desplazarlacuatro o cinco centímetros y, por ahora,

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no habían obtenido el premio queanhelaban. Lateralmente tan sólopodrían moverla otros cinco o seiscentímetros. Raimond comenzó a dudarsi no serviría de nada todo ese esfuerzo,si finalmente no encontrarían el tesoro.Se giraron para recuperar el resuello yponerse frente al sacerdote, cuando enese momento repararon en que unassombrías figuras se cernían sobre ellos.Estaban siendo rodeados por seishombres armados encapuchados.

Ante las caras de temor que sedibujaron en los rostros de suscompañeros, el padre Sébastien se girópara comprobar qué era lo que tanto

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temor les causaba.—Por el amor de Dios —susurró

invadido por un repentino pánico. Actoseguido retrocedió unos pasosinstintivamente y se puso a rezar en vozbaja. Falta les iba a hacer si queríansalir con bien de allí.

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Capítulo 24

Las sombras de la noche comenzaban aextenderse por las calles de Narbona ala vez que las gentes se adentraban enlas casas a descansar tras un nuevo díade duro trabajo. El preboste caminabacon paso decidido, abstraído en turbiospensamientos. En el día de ayer tuvieronun golpe de suerte en casa de MarcelHelouys. Bajo una baldosa habíanencontrado un pequeño escondite dondeguardaba una importante cantidad deflorines de oro y, lo más importante parasus intereses, unos documentos que lo

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relacionaban con oscuros asuntos.Siguiendo la pista a esos documentos,acababa de descubrir quiénes estabantras los últimos asesinatos, incluido eldel propio Marcel Helouys.

Torció por una esquina sombría yavivó todavía más el paso. Debíainformar inmediatamente al senescal,aunque no le gustaba que le molestaran aesas horas, incluso pese a que el soltodavía se vislumbraba tras lasmontañas dejando un color rojizo en elhorizonte. Pero era de suma importancia,así que no dudaba en su proceder. Loque todavía desconocía era larepercusión de lo que había descubierto,

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lo que aquella información podríadesencadenar. Estaba turbado,sobrecogido. Nunca pensó que llegaría aestar en una situación tan comprometida.Súbitamente, recordó a RaimondGuibert, y decidió que tras informarconvenientemente al senescal deberíaponer sobre aviso al jefe militar papal,que tan interesado se mostraba porayudar a su amigo y condenado LaurentRollant. Sí, lo avisaría aquella mismanoche. Tenía la certeza de que correríapeligro si seguía indagando por sucuenta.

Giró por otra esquina con el únicosonido de sus pasos reverberando en la

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noche. Todavía no era noche cerrada,pero pronto lo sería, y no tardarían enprender las luminarias. La noche erafría, había cambiado el tiemposúbitamente. Dejó atrás todas susturbaciones y miró al cielo parcialmentecubierto en la semioscuridad. En esemomento oyó pasos cercanos detrás deél, pasos atropellados, y se volvió justopara ver a tres hombres encapuchadosabalanzarse sobre él. En este últimomomento de lucidez, maldijo haberestado tan abstraído en sus pensamientospara darse cuenta demasiado tarde delas sombras malignas que le acechaban.Se encomendó a Dios al mismo tiempo

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que desenfundaba su espada, pero ya erademasiado tarde. Una hoja metálica fríacomo el hielo le atravesó las entrañas,cayó al suelo con un gemido lastimero ysintió cómo su vida se escapabalentamente, semejante al sol que aqueldía parecía demorarse en desaparecercompletamente en el horizonte.

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Capítulo 25

El padre Sébastien comenzó una letaníaininteligible mientras mirabahorrorizado cómo eran rodeados porseis encapuchados. Todos llevabanasidas las espadas, y se acercabanlentamente, confiados en susposibilidades. El sacerdote se percatóde que ellos también eran seis, aunque ély la chica no contaban, y el jovenparecía que tampoco, al no ir armado.

Raimond y su mano derecha,Etienne, extrajeron las espadas sin elmenor atisbo de preocupación en el

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rostro, impasibles. En los años queguerrearon aprendieron a no mostrarningún signo de debilidad ante elenemigo, ya que el aspecto psicológicoera vital, y era de suma importancia nocomenzar perdiendo la batalla moral.Joseph, por otra parte, parecíaestupefacto, y no había movido ni unmúsculo. Agnés y Edgard se encogieroncontra la pared, aterrorizados. Edgardera un humilde trabajador, y nunca en suvida había portado un arma.

—¿Quiénes son? ¿Qué es lo quequieren? —preguntó con el rostroceñudo Joseph, como si no entendieraque pudieran ser atacados. No daba

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crédito a esa posibilidad. Creía quedebía de ser un malentendido.

Los seis encapuchados se detuvierona unos cuatro metros de distancia, conlas espadas en guardia. Ninguno de elloscontestó.

Joseph miró interrogativo aRaimond, pero este estaba concentradoen los siniestros adversarios. Tenía lacerteza de que serían los hombres quebuscaba, los verdaderos asesinos deDiégue Cabart y Thomas Vincent. Loque todavía no sabía muy bien era porqué querían verlos muertos a ellostambién.

—Será mejor que desempolves esa

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bonita espada que llevas al cinto —dijoRaimond sin dejar de mirar al frente.Después giró la cabeza y se dirigió aJoseph—. ¿Sabes usarla? —inquiriómuy serio.

Joseph tragó saliva, como si en esemismo momento se percatara de lagravedad del asunto.

—Soy un caballero —aseguró muyaltivo, herido en su orgullo. Loscaballeros siempre estaban al serviciodel rey para combatir en su nombre, ysolían ser experimentados guerreros.Sacó su espada dispuesto a defender consu vida el bien más preciado.

—Nos toca a dos por barba —dijo

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con su voz ronca Etienne, sin trascendersentimiento alguno, como quien comentael tiempo que va a hacer mañana.

Raimond observó a sus adversarioscon detenimiento. Los rostros losmantenían ocultos, y eran fornidos.Formaban un semicírculo, rodeándolossin dejar vías de escape, en guardia ypreparados para atacar. Súbitamentepensó en que no sería un mal lugar paramorir. Defendía la vida de su amigoLaurent, acusado de asesinatoinjustamente, y, no había que olvidarlo,también defendía uno de los mayorestesoros de la humanidad. Sí, sería unbuen modo de morir. Apretó los dientes

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y dejó emerger la furia. Si había quemorir, moriría, pero antes se llevaría aunos cuantos por delante. Lentamente,con disimulo, subió la mano izquierdahasta el cinturón, agarró la empuñaduradel puñal y se quedó inmóvil, con lospárpados apretados.

—¿A dos por barba? Ni hablar —contestó susurrando Raimond, clavadala mirada en sus oponentes—. No voy adejaros ni las migajas.

Etienne rio cavernosamente, laespada en alto, con los dos pies bienasentados y preparado para lo que elfuturo le deparara. No sabía cómo sedesenvolverían aquellos encapuchados,

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pero sabía con certeza que sudaríansangre a pesar de su superioridad. Miróde reojo a Joseph, inseguro. Esperabaque aquel noble se manejase bien con laespada, podía ser la clave de la victoria.

Raimond no podía esperar a que losencapuchados atacaran. Debíansorprenderles, y nada mejor para elloque embestir. Apretó la mano izquierdasobre la empuñadura del puñal y seconcentró en su objetivo. Levantómínimamente el pie derecho, y con todala rapidez que pudo, sacó el puñal y lolanzó con todas sus fuerzas a la vez queadelantaba su cuerpo con el pie derecho,para favorecer el impulso.

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Sin poder de reacción, uno de losencapuchados se dio cuenta demasiadotarde de que un puñal venía en sudirección a una velocidad endiablada.Para cuando quiso moverse, ya lo teníaclavado en el pecho. Cayó desplomadoal suelo y su espada tintineó al chocarcon la piedra del piso.

Etienne gritó alocado y se abalanzócontra el que tenía más cercano.Raimond hizo lo propio, mientrasJoseph se quedó inmóvil, tansorprendido como los hombresencapuchados. No podía creer queestando en clara inferioridad hubieransido ellos los que atacaran primero.

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Raimond necesitó muy poco paraatravesar con su espada a uno de ellos.Esa furia que siempre emergía confacilidad se multiplicaba en momentoscomo aquellos, siendo devastador parasus enemigos, que no sabían cómo pararsus enfurecidas envestidas. A ello habíaque sumar el ataque sorpresa, que habíasido positivo para minar moralmente aladversario. El segundo contendiente leatacó a traición, cuando todavía nohabía sacado la espada del cuerpoherido mortalmente de su primercontrincante. Raimond tuvo que esquivarel golpe y darle un codazo en lascostillas para igualar la contienda,

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después atacó como un león heridoasestando brutales golpes con la espadaque a duras penas podía detener elhombre encapuchado. Por el rabillo delojo vio a Joseph entrar en combate enayuda de Etienne, al que estuvieron apunto de matar por la espalda mientrasluchaba contra otro adversario. Raimondemitía sonidos guturales cada vez quedescargaba su espada contra eloponente. Poco a poco fue ganándoleterreno hasta que consiguió engañarlecon un movimiento del cuerpo yensartarlo como a una lagartija. Sacó laespada del cuerpo y se volvió parabuscar su siguiente adversario, pero se

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encontró con Etienne y Joseph, ni rastrode los demás encapuchados.

—Acaban de huir los muy hijos deputa —aclaró Etienne entre dientes,sediento de más sangre.

Raimond se serenó un poco y miróalrededor. Cuatro cadáveres en el suelo.Joseph y Etienne no parecían heridos, yAgnés, Edgard y el sacerdote seguíanacurrucados bajo la protección delCristo resucitado.

—Han escapado dos —continuóEtienne—. Al parecer, no les ha gustadoesta fiesta —rio cavernosamente.

Raimond reaccionó y salió a lacarrera hacia la puerta de la iglesia, no

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podía dejarlos escapar, la vida deLaurent dependía de ello. Estaba segurode que aquellos hombres encapuchadoseran los responsables de las muertes porlas que habían condenado a su amigo.Salió a la oscuridad de la calle pero novio a nadie, seguramente habían huido acaballo, y maldijo no haber reaccionadoantes.

Etienne salió un instante después.—Hemos dejado escapar una gran

oportunidad —se quejó Raimondamargamente—. Si hubiéramos cogido auno de ellos, podríamos haber resueltoel entuerto en el que está metido Laurent.

—¿Tú crees que son los mismos

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tipos?—Es evidente —aseguró

apesadumbrado—. Buscan lalocalización del tesoro. O lo hanencontrado ya y pretenden mantenerlo.

Etienne se encogió de hombros y yase marchaba al interior de la iglesiacuando se detuvo.

—Los cogeremos, Raimond —dijoEtienne con voz grave y poderosa.

Raimond asintió. No podía quitarsede la cabeza la ocasión perdida, tal vezno tuvieran otra oportunidad. Maldijonuevamente, cabreado consigo mismo.Decidió entrar en la iglesia y olvidarsede su error.

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El cura de la iglesia, sobresaltadoante tanto ruido, había salido de susestancias privadas y hablaba con elpadre Sébastien. Los dos parecíanhorrorizados mientras comprobaban elestado de los cuerpos inertes que sehallaban en el suelo.

Joseph fue al encuentro de Raimond,preocupado al ver su semblante.

—¿Estás herido?—No —dijo escuetamente mientras

se acercaba a los sacerdotes—. ¿Quedaalguien con vida? —preguntóobservando los cadáveres.

—No, hijo. Están todos muertos —contestó el padre Sébastien con el rostro

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demudado por la pena.—No se apiade de ellos, padre —

criticó Raimond con serenidad—. Noshubieran matado a todos de haberpodido.

Minutos después, cuando el cura dela iglesia se marchó para avisar alpreboste de Lézignan y los nervios setemplaron un poco, decidieron seguircon la búsqueda del tesoro antes de queregresara el cura con el preboste y nopudieran indagar más. También habíanpodido beber agua y reponer un poco lasfuerzas.

Con la ansiedad dominando susmentes, se pusieron a desplazar la

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representación de Cristo resucitado conmás ahínco todavía. Debían hacerlorápido, y no sólo por la vuelta del cura,sino por si los dos encapuchados quehuyeron regresaban con refuerzos.Raimond había ordenado al padreSébastien que vigilara la entrada paraadvertirles de cualquier anomalía.

Aplicando toda la fuerza quealbergaban en su interior, la pesadaimagen tallada comenzó a desplazarsemínimamente. Volvieron a escucharselos gemidos por el sobre esfuerzo yalgún resoplido lastimero mientrasseguía retumbando en sus cabezas elaltercado que a punto estuvo de

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costarles la vida a alguno de ellos,incluso a todos. Pero ahora estabanplenamente concentrados en la búsquedadel tesoro, en mover al Cristoresucitado. Aquella maldita imagentallada acabaría con ellos.

—¡Aquí hay algo! —exclamó Agnésa duras penas, jadeante por el esfuerzo.

Todos se detuvieron y se acercarona la repisa. Efectivamente, allí podíaverse una letra.

—Es una R —anunció Joseph con unbrillo especial en los ojos—. Y seguidoparece haber otra letra.

Raimond y Etienne gruñeron almismo tiempo.

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—Espero que no se trate de otrapista… —refunfuñó Raimond. No queríaser pesimista, pero aquello parecía uncírculo vicioso sin fin.

—¡Vamos, empujemos! —sugirióAgnés emocionada por encontrar eltesoro, apoyando las manos sobre larepresentación dispuesta a empujar.Todos la imitaron, aunque la mayoría sintanto optimismo.

Una palabra corta apareció bajo elsímbolo del pequeño racimo con tresuvas. Agnés y Joseph no cabían en sí degozo. Recobraron el resuello antes deenfrentarse al tesoro.

—«Rosa» —leyó Agnés, dando

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saltitos jubilosa. No tenía ni idea de susignificado, pero volvían a encontrar elrastro del Santo Grial.

—Otra maldita pista —se quejóamargamente Etienne, asqueado de tantojueguecito.

—Al menos la palabra es corta —dijo Edgard—. Imagínate que estuvieraescrito «Rosa en un macetero adornadode florecitas». Tendríamos que habermovido la representación un metro… —bromeó todavía cogiendo aire en susmaltrechos pulmones.

Raimond lo miró un momento. Cadavez le caía mejor Edgard, era un chicodespierto, alegre, que en momentos

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como aquel, seguramente sinpretenderlo, rebajaba un poco la tensión.Sin remediarlo recordó a Camille y aLaurent. Un dolor agudo le oprimió elpecho súbitamente al rememorar lasimágenes que tenía grabadas a fuego enla mente. Camille sufriendo lo insufriblepor su hijo, y Laurent tirado en aquellainmunda mazmorra lleno de moratones,con el cuerpo consumido y el almaentregada. Debía acabar con aquellocostara lo que costase.

—Bien, Joseph, ¿te dice algo estapalabra? —preguntó alterado Raimond,deseoso de terminar antes de queregresara el cura, o quién sabe si más

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hombres encapuchados.Joseph enarcó las cejas con cara de

circunstancias.—No…—No sé si os habréis dado cuenta

—anunció preocupada Agnés—, perodebemos dejar la representación tal ycomo estaba.

—Señorita, no me venga conmilongas —se quejó Etienne—. Quémás da…

Un silencio incómodo invadió laiglesia.

—Me temo que Agnés está en locierto —corroboró Raimond con signosde fatiga—. Será mejor que la

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desplacemos cuanto antes, o dejaremosal descubierto la pista.

A regañadientes y con las fuerzasdebilitadas, se pusieron manos a la obranuevamente, esta vez en sentido inverso,y con menos ímpetu. Se hizo más duro alrayar el desfallecimiento por tanto sobreesfuerzo acumulado y la tensión quehabían vivido al ser atacados poraquellos hombres encapuchados, sinobviar que mentalmente tampocoestaban tan entregados como antes.

Sin llegar a desplazarla del todo, ladejaron a mitad de camino, sin fuerzasya ni para respirar, y convencidos deque nadie se daría cuenta de que la

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habían movido de sitio. En todo caso elcura, pero desistiría al comprobar suelevado peso.

Ya más tranquilos al no poder serdescubiertos por el cura, y tras beber unpoco más de agua y recobrar el aliento,se concentraron en la nueva pista.

—Deberíamos buscar algo de colorrosa —sugirió Agnés barriendo con lamirada a su alrededor. Se había sentadoen el suelo, bajo la imagen que tanto leshabía costado mover. A su lado, incapazde mantenerse en pie, se encontrabaEdgard, que le dedicaba alguna que otrasonrisa, aunque como respuesta sóloencontrara desaires.

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—O una rosa dibujada… —sugirióJoseph.

—Está bien —dijo Raimondmirándolos severamente—. Pongámonosa mirar —urgió con desesperación.Estaba cansado física y mentalmente,sobre todo de tanta inútil pista.

Todos se pusieron en marcha, unosmás animados que otros, pero todoscomenzaron a recorrer la iglesiabuscando algo que hiciera referencia a«rosa». El padre Sébastien, mientrastanto, se mantenía en su peculiar puestode vigilancia. Ya no temían la llegadadel cura ni del preboste, pero sí de máshombres encapuchados.

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Joseph iba observando conminuciosidad, emocionado por estar enel camino correcto para encontrar elSanto Grial. Sus antepasados se habíantomado muchas molestias paraesconderlo, y no era para menos.Muchos hombres a lo largo de laHistoria lo habían buscado converdadero ahínco. Por otro lado, seguíapensando en si aquellos encapuchadostodavía estarían tras el Santo Grial, o siya lo tenían en su poder y simplementequerían deshacerse de ellos antes de queconsiguieran recuperarlo. Lo únicoevidente era que habían estado a puntode morir a manos de esos desalmados.

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Sin poder evitarlo miró a Raimond yvolvió a sentir admiración por él. Nuncaantes había visto luchar a nadie de esemodo, con esa mezcla de fuerza yagilidad y con una gran coordinación demovimientos a pesar de su fornidocuerpo. Pero lo que más le habíasorprendido, fue la ferocidad con la quecombatió. Era una máquina de matar,perfecta y bien engrasada. No leextrañaba que fuese una leyendaviviente, que su fama invadiera el paísentero.

—Padre —oyó que le llamaban,interrumpiendo sus pensamientos.Joseph se detuvo y se giró. Agnés llegó

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hasta él y lo cogió del brazo con elsemblante iluminado—. Ya sé a qué serefiere exactamente «rosa».

Unos minutos después se reunieronen la salida de la iglesia para que elpadre Sébastien también escuchara loque Joseph tenía que decirles.

—Mi hija y yo creemos saber elsignificado de esta nueva pista —anunció Joseph con gravedad. No seperdonaba que él no hubiera caído en lacuenta, era un nuevo errorimperdonable, tal vez no mereciera elcargo que ocupaba. Últimamente sufríademasiados desencuentros consigomismo—. La rosa es el símbolo de todas

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las mujeres descendientes de Cristo yde… —se interrumpió, dudando decontinuar. Tenía miedo de que fuesendescubiertos, de que sus nuevos amigosse percataran de que eran cátaros. Setomó un momento para reflexionar, conla vista clavada en el suelo paraencontrar la serenidad necesaria.Llegados a este punto, pensó, qué másdaba. Alzó la mirada y continuó—: DeCristo y de María Magdalena —terminócon determinación.

El padre Sébastien dio un respingo,verdaderamente horrorizado.

—Por Dios, Joseph, cómo osasensuciar el nombre de Cristo de una

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manera tan vil —recriminó con el rostrocrispado.

—Padre, ya sé que le puede pareceruna locura, pero así es tal y comoocurrió. Cristo y María Magdalenaestuvieron casados y tuvieron hijos —aseguró muy convencido.

El padre Sébastien se santiguórepetidamente, escandalizado.

—Eso no es una locura, ¡es unablasfemia! —gritó débilmente,indignado, temblando de pies a cabeza.

—Joseph —intervino Raimond conserenidad—, María Magdalena era unaprostituta —dijo incrédulo.

—¡No era ninguna prostituta! —saltó

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horrorizada Agnés—. Eso es lo que laIglesia nos ha querido hacer creer, peroen realidad fue la esposa de Cristo —zanjó airada.

—María Magdalena es la mujercaída del Evangelio de san Lucas —replicó con severidad el padreSébastien, no dando crédito a lo queescuchaba.

—Esa fue una difamación urdida porel papa Gregorio Magno para lograr suspropósitos particulares —contradijoJoseph con calma—. María Magdalenafue la primera persona a la que el Señorresucitado bendijo tras su aparición —dijo señalando la imagen tallada que

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habían movido para descubrir la pista.El padre Sébastien se volvió a

santiguar y farfulló palabrasininteligibles.

—Es la Virgen María —concluyócon los nervios exaltados.

—Si se fija bien en la imagen,padre, la mujer es pelirroja, y va vestidade rojo. Como María Magdalena.

—Efectivamente, va vestida de rojo,como las prostitutas —rebatió el padreSébastien.

—¡No! Eso es totalmente erróneo. Elmanto y el velo rojos que viste MaríaMagdalena representan su linaje real enla tradición nazarena.

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Raimond comenzaba a hartarse deaquella discusión sin fundamento. Noestaban allí para dirimir quién fue MaríaMagdalena. A él le importaba bien pocosi fue prostituta, tal y como siemprehabía escuchado, o si fue la esposa deCristo, algo que le costaba creer, y queincluso había estado a punto de hacerlesoltar una carcajada al escucharlo.

—Señores, ¡basta ya! —recriminófurioso Raimond—. Buscamos el tesoro,y así sólo perdemos el tiempo. Y estoycansado —se quejó enojado—. Joseph,¿puedes decirnos el significado de lapista?

Joseph asintió, turbado por la

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discusión.—Como había dicho con

anterioridad, la rosa es el símbolo detodas las mujeres descendientes deCristo y de… María Magdalena —recalcó con vehemencia, consiguiendoque el padre Sébastien les diera laespalda escandalizado—. Conozco ellugar donde vivió la primeradescendiente. Se llamaba Sara Tamar, yvivió en Arques, en una caverna. Allí seencuentra un pequeño monumentolevantado en memoria de MaríaMagdalena —explicó con orgullo,excitado por dar un nuevo paso hacia elSanto Grial, que esperaba fuese el

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último.

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Capítulo 26

En la soledad de la posada, dispuestos apasar la noche antes de partir haciaArques al amanecer, Raimond pensó porenésima vez en Laurent. El reencuentrocon Camille y Laurent le había llevadoinevitablemente a recordar su infancia,una infancia feliz truncada con el horrorde la peste. En esta ocasión no pudomantener aquellos insufribles recuerdosescondidos en lo más profundo de sumemoria y salieron en tromba a lasuperficie, pillando desprevenido aRaimond. No quería revivir aquel

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trágico y espantoso episodio de su vida,pero en esta ocasión le fue imposible.Apenas era un niño de once años cuandoen abril de 1348 la peste asoló Francia.Él no acababa de entender muy bien porqué la gente se moría a su alrededor enplena calle, a decenas, a cientos. Suspropias familias echaban de sus propiascasas a los apestados, aterrados ante laposibilidad de contagiarse. ParaRaimond era una imagen dantesca, conaquellas personas agonizando conhorribles rostros por culpa de la peste,teniendo pesadillas todas las noches porello. Pero todo cambió drásticamentecuando su padre se contagió. Todo

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comenzó con un dolor de cabeza y algode fiebre. Al día siguiente la fiebrehabía aumentado considerablementeacompañado de escalofríos, pero lo quemás recordaba Raimond, con el almaencogida a pesar de tantos años después,era como comenzaron a salirle bultosrepugnantes en el cuello, primeropequeños, luego muy grandes, de uncolor negruzco. Al principio lo visitabacon lágrimas en los ojos, sabedor de loque le esperaba a su padre, despuésderrotado y asustado al comprender quemoriría. Su madre se afanó en curarlo,como tantas otras esposas y maridos quecuidaron de sus enfermos sin

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importarles el contagio, pero su padreno duró ni cuatro días.

Sus hermanos pequeños, de nueve yseis años, no tardaron ni horas en caerante la inmisericorde plaga, sumiendo aRaimond en una encrucijada desufrimiento inabarcable. Duraron menosque su padre, apenas un par de días,mientras él lloraba de rabia, de angustia,de dolor, de miedo. No entendía lo queestaba pasando, no podía ni queríaentenderlo. Rezaba a Dios todos los díaspara que sanaran a su padre y hermanos,pero los veía consumirse con rapidez,incrédulo. Fueron los peores días de suvida, un auténtico infierno. Pero lo que

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no sabía es que todavía el horror nohabía acabado.

Raimond tardó en darse cuenta deque su madre también estaba infectada.Con el dolor lacerante por la muerteespantosa de su padre y hermanos, noreparó en lo débil y enferma que seencontraba su madre, hasta quedescubrió unos de esos bultos negruzcosque intentaba ocultar con el cuello de lacamisa. Cuando Raimond lo vio, sequedó petrificado, horrorizado, mientrassu madre se quedó inmóvil con un llantosilencioso, con la mirada más triste ydesgarradora que haya visto en su vida.En su día creyó que era por el miedo a

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morir, pero después, ya con la madurezde un adulto, comprendió que esamirada era por el sufrimiento de dejarlosolo en el mundo.

Se afanó en cuidarla cuando sumadre ya no tuvo fuerzas para ello. Díay noche se sentaba en su cama al lado desu querida madre, haciendo todo lo quele pedía para intentar bajar la fiebre y eldolor. Su madre desde el primermomento se opuso a que se acercara aella por miedo a que se contagiase, perolas fuerzas fueron abandonándola y yano pudo hacer nada por impedir tener asu hijo a su lado. A él no le importabamorir, iba a perder a toda su familia,

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estaba roto de dolor y estabaaterrorizado. Prefería la muerte. Cuandosu madre exhaló el último aliento lloródurante horas, tal vez durante días. Semantuvo allí, sentado al borde de lacama mientras el cuerpo de su madre sedescomponía poco a poco. No pensabamoverse de su lado, conseguiríainfectarse él también y acompañaría atoda su familia al encuentro con Dios.Eso era lo que ansiaba. Pero el destinole tenía deparado otro futuro. Cuando yaestaba moribundo, tumbado junto alcadáver de su madre, esperandopacientemente la muerte, Camille lorescató a tiempo y lo llevó a su casa

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para curarlo al comprobar que no estabainfectado.

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Capítulo 27

Un día espléndido les acompañó duranteel viaje mientras se internaban enparajes agrestes rodeados de montañasrojizas. Estaban a punto de llegar aArques, catorce leguas (unos sesentakilómetros) recorridas a una velocidadpausada para no torturar en demasía alpadre Sébastien, quien sufría loindecible encima de aquellas bestias.Por lo demás resultó un viaje tranquilo,saboreando el sol que comenzaba acalentar con ímpetu en los últimos díasdel mes de abril. Aparte, Raimond, en

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cuanto tenía ocasión, se encerrabamentalmente en sus cuitas. Al pasar lanoche en Lézignan, aprovechó paraescribir una nueva misiva al papa ynarrarle los últimos acontecimientos,obviando la búsqueda del tesoro, parano quebrantar la promesa que hizo aJoseph sobre el Santo Grial. También lepedía refuerzos al verse amenazado porasesinos a sueldo. Seguramente habríarecibido la contestación a su primeramisiva, pero se encontraba fuera deNarbona y sería imposible leerla hastaque regresaran. Esperaba que hoyterminaran de una vez con aquellaestúpida búsqueda llena de pistas y de

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peligros. Era evidente que los queríanmuertos por entrometerse en la búsquedadel Santo Grial, pero estaba decidido allegar hasta el final para salvar la vidade su gran amigo de la infancia. Pocohabía podido averiguar de aquelloshombres que mataron en defensa propiaen la iglesia de Lézignan. El preboste deesta ciudad no supo contestarles a suspreguntas sobre la identidad de estaspersonas. No eran de por allí.Seguramente se trataran de asesinos asueldo. Una vez más maldijo no haberreaccionado a tiempo y haber salido traslos dos encapuchados que huyeron.Había dejado escapar una oportunidad

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única, tal vez la última.—¿Crees que encontraremos aquí el

tesoro? —preguntó a su espalda el padreSébastien con su voz débil.

—Espero que sí, estoy ya cansadode tanta pista —contestó Raimond conun suspiro.

—Dímelo a mí. Estos animales medestrozan los huesos —se lamentócambiando de postura una vez más.

—Está un poco mayor, padre —dijoamablemente con ternura.

—Con respecto a Joseph y su hija,¿qué opinión tienes de ellos? —inquirióobviando el último comentario.

Raimond sabía perfectamente a qué

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venía esa pregunta. La discusión en eldía de ayer había dejado al sacerdote untanto perturbado, y preocupado.

—Son buena gente —asegurócategórico.

—Lo parecen, al menos —tardó encontestar—. Pero esas afirmacionessobre Jesús y María Magdalena… —dijo con evidente dolor, dejandoescapar un gemido.

—Son buenos cristianos, pero talvez han sido influenciados por leyendasantiguas —reflexionó un tanto confuso.Él tampoco entendía aquellas creenciasque expusieron con totalconvencimiento.

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—No dudo que sean buenoscristianos, pero podrían quemarlos en lahoguera por defender esas creencias. Yoque ellos me guardaría muy mucho dedecir algo así en voz alta, la Inquisicióntiene oídos en todas partes.

—¿De dónde habrán sacado esaidea? —preguntó Raimond más para símismo que para encontrar una respuesta.

—Como tú bien dijiste, seguramenteson leyendas antiquísimas —contestó elsacerdote lastimeramente a causa delvaivén encima del caballo—. Podríanser cátaros —susurró acusadoramente,pero sin perder la bondad en su rostro—. Llevo más de cuarenta años

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sirviendo a Dios, y he conocido ahombres con esas mismas creencias. Noson mala gente, al contrario, peropiensan de forma distinta, un tantodiferente a la nuestra. Yo no los juzgo,no soy quién. Sólo soy un humildesiervo de Dios, que en la infancia pasémuchas penurias y mucha hambre —recordó con el corazón encogido alrecordar a sus padres.

En medio de la nada, rodeados demontañas rojizas y encuadrado en unterreno irregular, se encontraba unpequeño monumento. Apenas tendría dosmetros de altura en una superficie de unmetro y medio cuadrado. Descabalgaron

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ansiosos por encontrar el tesoro yterminar con aquello de una vez.Después de lo sucedido en la iglesia deLézignan, sentían que les acechaban lospeligros, y todos desconfiaban delentorno que los rodeaba, siempre alertacon miradas furtivas a su alrededor porsi veían el más mínimo indicio depeligro.

—Este es el monumento que selevantó en memoria de MaríaMagdalena, que vivió en esta regiónhasta su muerte —anunció Joseph untanto precavido. El día anterior habíanido demasiado lejos enfrascados enaquella discusión con el sacerdote. No

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podían caer en el mismo errornuevamente si no querían quesospecharan de ellos.

—¿Vivió en esta región, aquí, enFrancia? —preguntó incrédulo el padreSébastien.

—Así es como lo cuentan. Alparecer se refugió en una cavernadurante cuarenta años tras la crucifixiónde Jesús. Tuvo que huir de laspersecuciones en Tierra Santa. Ella ylos demás seguidores de Cristo sevieron obligados a la clandestinidad —contestó intentando parecer indeciso.Debería andar con pies de plomo.

Se asomaron por la abertura que

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hacía de puerta y se encontraron con lamirada apasionada de una mujer talladaen piedra de un metro de alturaaproximadamente.

—Yo diría que se trata de la VirgenMaría… —dejó caer el sacerdote muyconvencido.

—Eso mismo creen todos loshabitantes de esta región —dijo Josephtaciturno—. Como comprenderá, padre,sería herejía si supieran que en verdadse trata de María Magdalena. Pero si sefija bien, esta mujer es pelirroja y vistede rojo, como en la representacióntallada que vimos ayer en Lézignan.

—Me niego a creer que se trate de

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María Magdalena, ¡era una prostituta! —aseguró furioso el sacerdote.

—¡Otra vez no! —rugió Raimond—.Bastante tenemos con resolver un sinfínde acertijos como para tener quesoportar discusiones religiosas que nonos llevan a nada —recriminó condureza, mirando a ambos fijamente hastaque bajaron la cabeza, sumisos.

Edgard se adentró en el interior delpequeño recinto, apenas cabía, y leyó lainscripción que había debajo de la mujerrepresentada:

—«El camino sigue, tanto en laTierra como en el Cielo».

—Una nueva pista —maldijo

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Etienne. Se giró y oteó el horizonte,dando la espalda a todos.

El resto se quedó pensativo unosmomentos.

—Parece demasiado explícito —opinó Agnés dedicando una mirada aRaimond. Conforme iba conociéndolo,más le atraía. Era un hombre de mundo,apuesto, de buen corazón, recto,humilde, famoso…

—Tiene razón Agnés —confirmó supadre— «El camino sigue» puedereferirse a nuestro camino, nuestrabúsqueda.

—¿Y el resto de la frase? —quisosaber Raimond.

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—Bueno —contestó Josephtitubeante—, el Cielo lo descartamos,pero la Tierra sí está a nuestro alcance.

Raimond y el sacerdote lo miraronintrigados, dudando en que fuese tanfácil lo que pensaban. No podrían serciertas tantas facilidades.

Joseph enseguida comprendió lo quepensaban.

—A mí también me resulta difícil decreer que la lectura correcta sea esta, alparecer demasiado obvio, pero tambiénhay que comprender que nosotrossabemos lo que buscamos, sin embargo,las gentes que pasen por aquí,simplemente verán una frase que la

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interpretarán de una manera mística —seexplicó muy convencido.

Raimond y el sacerdote asintieron unpoco más persuadidos, mientras Edgardlos miraba completamente perdido.

—¿Qué es eso tan obvio? —inquirióirritado.

—Piensa un poco, lo tienes delantede tus narices —reprochó altiva Agnés.

—Parece ser, hijo mío —explicóbondadoso el padre Sébastien—, quenuestro camino sigue en la tierra, anuestros pies.

—Será mejor que no perdamos másel tiempo —aconsejó Raimond conpremura. Debían encontrar el tesoro

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antes de que pudieran volver a seratacados. La opción de descubrir a losverdaderos asesinos cada vez perdíamás fuerza. No albergaba demasiadasesperanzas de que esta búsqueda leayudara a encontrarlos y demostrar lainocencia de Laurent, pero terminaría deayudar a Joseph y tal vez, sólo tal vez,obtuviera finalmente lo que andababuscando y pudiera librarlo de unamuerte segura. Sacó su puñal y comenzóa ahondar en la tierra que había bajo laimagen de María Magdalena, el resto secolocó alrededor aguantando larespiración, incluso Etienne volvió aprestarles atención.

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Joseph y Agnés seguían el procesocon los ojos muy abiertos, con elcorazón desbocado y anhelantes porencontrar por fin el Santo Grial. Lasfuerzas del Mal estaban tras él, y muycerca, como habían podido comprobarel día anterior. De su pericia y valordependía el éxito o el fracaso, el seguircon lo que sus antecesores les habíanconfiado o hundirse en un pozo sinfondo. Joseph cerró los ojos y rezó ensilencio implorando que le ayudara unavez más.

—Aquí hay algo —anunció Raimondexcitado—, junto a la pared donde selevanta la figura.

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Todos se apretujaron más detrás deRaimond, que se mantenía de rodillasescarbando con el puñal. Raspó la tierrapegada a la enorme piedra con la que sehabían valido para tallar la figura, quese hundía por debajo del terreno.

—¡Es el símbolo! —exclamójubiloso Raimond, intuyendo que ibanpor el buen camino, y convencido, ahorasí, de que allí estaba escondido el SantoGrial. Aumentó la rapidez de susmovimientos con el puñal y ahondó másen el terreno donde estaba marcado conel símbolo de la sociedad a la quepertenecían Joseph y su hija.

Etienne, un poco más interesado, se

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acercó sin mucho entusiasmo. Estabahasta la coronilla de aquella búsqueda,que si bien podía servirle a su jefe paraavanzar en el caso que los había llevadohasta Narbona, no dejaba de ser unfastidio con tanto acertijo insulso sinavanzar lo más mínimo. Echaba demenos a su mujer y a sus hijos. Serecreó por un momento en la piel tersa ysuave de su mujer, en su cuerpo esbelto,perfecto. Eso era lo que más echaba demenos, el sexo. Ya se relamíaimaginando el rencuentro cuando unchasquido a su espalda le sobresaltó. Segiró inquieto y vio alarmado cómohombres encapuchados, amparándose en

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el irregular terreno, los atacaban porsorpresa una vez más.

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Capítulo 28

La puerta se abrió sonoramente y la luzdel tenebroso pasillo iluminótenuemente la mazmorra. Laurent sedespertó del sopor en el que estaba y seirguió despacio para indagar, mientrasel alguacil se dirigió raudo a uno de losreos, lo desencadenó y lo levantó sinmiramientos, mientras el reo comenzó asuplicar clemencia. El alguacil, sininmutarse, lo zarandeó a la vez que losacaba de la mazmorra, entre insultos yblasfemias dedicadas al famélicoprisionero, después cerró la puerta y el

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silencio lo inundó nuevamente. Laurentse acomodó mientras el resto hacía lopropio. Todos temblaban de miedocuando el alguacil aparecía. No tardaronen oírse los aullidos de dolor del reodesde una estancia cercana, tenues perodesgarradores para los allí presentes;una nueva sesión de torturas.

Laurent se colocó hecho un ovillointentando no escuchar aquellos gritosque le perturbaban sobremanera, que letraían recuerdos nefastos, hirientes,demasiado lejanos para que hubiesenocurrido hacía sólo un par de semanas.El recuerdo del dolor que sufrió a causadel tormento ya estaba casi olvidado,

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pero lo peor era la certeza de que lehabían arrebatado la vida tal y como laconocía. Atrás quedaban la familia, losseres queridos, los amigos, la curtiduría,la paz de su casa, el sol, la lluvia, lospájaros, el cielo, la naturaleza, las risas,las charlas. En definitiva, le habíanarrebatado la vida. Ahora estabaenterrado vivo en aquella mazmorrarodeado de infelices como él; unosesperando los interrogatorios y otros, lasentencia, pero todos entre gemidos,quejidos, sollozos y lamentaciones.Sería lo más parecido al infierno, de esoestaba seguro, sin embargo, él, a pesarde todo, no podía quejarse, era un

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privilegiado en aquella mazmorra.Desde que Raimond Guibert llegarapara ayudarle, todo había mejoradonotablemente, siendo más llevadera lavida allí. El alguacil se portaba muybien con él, siempre atento a susnecesidades y a su estado. Le traíacomida en abundancia, mantas por lanoche, agua toda la que quisiera. Aveces sentía vergüenza por lo quepudieran pensar los demás reos,vergüenza por tener esos privilegiosmientras los demás se pudrían. Peroposteriormente se decía que tendría elmismo final que ellos, o incluso peor.Esa certeza era devastadora, sumiéndole

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en un estado de rabia, dolor yabatimiento. No obstante, siempreencontraba un pequeño resquicio de luzentre tantas tinieblas, todavía tenía laesperanza de que su gran amigo de lainfancia consiguiera su propósito y lesacara de allí. Sabía que Raimondavanzaba en sus indagaciones y esto lehacía creer en el milagro de escapar delas garras de la Inquisición. Esperabaimpaciente noticias suyas, ya llevabados días sin visitarlo y comenzaba ainquietarse. Un sinfín de elucubracionespor su tardanza circulaban en su cabeza,ninguna tranquilizadora. Bien era ciertoque los soldados que Raimond dejó para

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su vigilancia seguían allí, al otro lado dela puerta, prueba inequívoca de quecontinuaba en Narbona, pero no dejabade preguntarse si no serían las malasnoticias las que le impedían visitarlo.Respiró hondo y se obligó a adentrarsenuevamente en el sopor, alejándole demalos y tortuosos pensamientos,mientras el eco de los aullidos deltorturado reverberaban en el silencio dela mazmorra. Dios, cómo anhelaba contoda su alma que aquel infiernodesapareciera de su existencia cuantoantes.

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Capítulo 29

Etienne tan sólo dispuso de unamilésima de segundo para reaccionar.Cinco hombres encapuchados seabalanzaron sobre ellos dispuestos aensartarlos por la espalda. Etienne, enesa milésima de segundo, totalmentelúcido, supo que iban a morir todos enmenos que cantase un gallo. Amparadosen aquel paraje irregular, losencapuchados habían ido acercándosesigilosamente hasta ellos sin poder servistos, y tan sólo aquel chasquidoadvirtió a Etienne del peligro, pero ya

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era demasiado tarde y no tendríantiempo de sacar las espadas del cintoantes de que acabaran atravesados poruna de sus espadas. Los tenían encima,dos de ellos abriendo la marcha con susespadas por delante y los otros tresencapuchados detrás, dispuestos a nodejar vivo a ninguno de ellos. Etiennecomprendió que sólo había una salida,una opción para intentar seguir vivos, yno lo dudó, aunque tampoco tenía tiempopara ello.

—¡Raimond! —gritó para advertirledel peligro, mientras él se abalanzó conlos brazos abiertos sobre los dosencapuchados que marchaban delante,

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para detener su avance y ganar untiempo precioso para que Raimond yJoseph se armaran y pudierancombatirlos.

Raimond se giró bruscamente ante elgrito alarmado de Etienne, justo atiempo para verlo abalanzarse sobre doshombres encapuchados. Los tres cayeronal suelo, mientras otros tresencapuchados los esquivaron para llegara donde estaban ellos. Extrajo su espadaa tiempo para detener la primeraacometida de uno de ellos, debiendodefenderse como gato panza arriba.Joseph había hecho lo propio, esta vezmucho más rápido en reaccionar. Si

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hubiera dudado como en el día anterior,ya estaría muerto. Agnés y el sacerdotecayeron al suelo ante la feroz acometidade los atacantes, mientras Edgard, con elpuñal que le había prestado Raimond,intentó defenderse del tercerencapuchado.

Raimond enseguida revertió lasituación ante su contrincante y pasó dedefenderse como buenamente pudo aatacar con una ferocidad brutal. Lasensación de luchar al borde de lamuerte le trajo lejanos recuerdos de lasguerras contra los herejes. El mismosabor metálico en la boca, con laadrenalina disparada recorriendo cada

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poro de su piel, luchando codo con codojunto a sus compañeros de armas. Peroen esta ocasión también había una joveny un cura a los que defender. Por elrabillo del ojo vio cómo uno de losencapuchados clavaba su espada en lapierna de Edgard, quien aulló de dolor.Raimond le dio una patada comobuenamente pudo para derribarlo alsuelo y quitárselo de encima a Edgardcon el fin de ganar un poco de tiempo, ala vez que se jugaba el todo por el todocontra su contrincante. O le vencía, oEdgard sería rematado, junto alsacerdote y a Agnés. Con la piel degallina, aumentó la intensidad en sus

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mandobles, pero su adversario era unexperimentado guerrero, de eso no habíaduda. Descargó su espada una vez más,dio un paso atrás, invitando a queatacara su adversario, le esperó con lospies bien plantados, aguantó el envite,dejó que se confiara y entonces pasó alataque con un giro rápido de su cuerpodescargando a su vez un mandoble quealcanzó el vientre de su oponente. Sinperder tiempo se giró justo para ensartarpor la espalda al encapuchado que habíaherido a Edgard y que ya se levantabadel suelo para rematarlo.

Miró a Agnés y al sacerdote, que semantenían encogidos en el suelo

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aterrorizados, mientras Joseph manteníaa raya a su oponente. Decidió ayudarlocuando en ese momento apareció otroencapuchado. En ese instante recordó aEtienne, que había cortado el ataqueabalanzándose contra los dos hombresque marchaban delante. Imaginó quesería uno de ellos y cayó en la cuenta deque tal vez Etienne había sido abatido.Arremetió contra él con una furiainhumana, incluso a él le sorprendiótanta ira. La posible muerte de Etienne,fiel soldado y buen amigo, le insuflóenergías para sacar una rabia acumuladade años. En esas estaba cuando vio aJoseph, que acababa de matar a su

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contrincante, acercarse hasta ellos ymeterle tres cuartos de acero por laespalda al encapuchado. Raimondasintió en muestras de agradecimiento,habían conseguido salir victoriosos.Seguidamente se dirigió hasta Etienne,que estaba tirado en el suelo al lado deuno de los encapuchados, que intentabaescapar en ese momento arrastrándosecomo la víbora que era. Lo agarró delpelo y lo sujetó con fuerza mientras esteintentaba zafarse sin éxito. Tenía unaherida en el muslo y perdía bastantesangre.

—Agnés —llamó a la vez que segiraba en su dirección. La vio llorando

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de puro terror, mientras el sacerdote yJoseph atendían a Edgard, que parecíano tener una herida de gravedad—.Tráeme algo para atar a este canalla, hazel favor.

—Ya voy yo —dijo Joseph al verque su hija era incapaz de moverse dedonde estaba.

Raimond se acercó a Etienne, inertebocabajo sobre la dura tierra, la sangreempapando sus ropas. Lo giró concuidado y vio una expresión en su rostroque conocía demasiado bien, pordesgracia: la expresión de la muerte, yobservó que le habían herido variasveces en el estómago. Tenía grabada a

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fuego la imagen de Etienneabalanzándose sobre los encapuchados,y un escalofrío le recorrió todo elcuerpo. Los encapuchados iban con lasespadas asidas, dispuestos a ensartarlos,y Etienne se lanzó sobre ellos y sobresus espadas, desarmado. Probablementecuando cayeron al suelo ya estaríaherido de muerte, pero pese a ello, selas había arreglado para herir a uno deellos y sujetar al otro el tiemposuficiente. Las lágrimas le asaltaronrepentinamente, reteniéndolas comobuenamente pudo. Clavó su espada en latierra con rabia y se arrodilló junto alcuerpo sin vida de Etienne. Había sido

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un suicidio por su parte, o unaheroicidad, según como se mirase, loque estaba claro es que había dado suvida por las suyas. Agarró con las dosmanos la empuñadura de la espadadonde estaba enmarcado el emblemapapal y apoyó la frente sobre ella. Quisogritar de rabia, llorar amargamente, perono pudo. Sintió un gran vacío en suinterior, como si le hubieran arrebatadoalgo propio, y no era para menos.Etienne había estado a su lado durantelos últimos ocho años guerreando contralos Infieles y posteriormente al serviciodel papa. Era un gruñón, pero era unhombre bueno. Sintió una mano

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temblorosa apoyarse sobre su hombro.—Lo siento, hijo mío —dijo con

dulzura el padre Sébastien, apretando lamano—. Dios ha querido llevárselo a sulado.

Raimond se levantó lentamente y segiró, siendo observado por todos.

—Sólo espero que su muerte no seaen vano —dijo iracundo mirandofijamente a Joseph. Se acercó a grandeszancadas al herido que había sidoamordazado y le agarró del cuellolevantándolo en el aire—. ¿Quién oscontrató? —gritó fuera de sí—. ¡Habla ote mato ahora mismo! —urgió a la vezque lo zarandeaba violentamente. Este

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se mantuvo en silencio, con quejidos dedolor. Lo dejó caer al suelo nuevamentey extrajo su espada que estaba clavadaen la tierra.

—Raimond, hijo —le sujetó delbrazo débilmente el sacerdote—. Si lomatas, nunca obtendremos su confesión.

Raimond lo miró un momento eintentó digerir la ira que sentía. Aregañadientes asintió y volvió a clavarla espada en la tierra. Gustosamentehubiera atravesado con su espada a esemalnacido y le hubiera hecho pagar lamuerte de Etienne, pero el sacerdotetenía razón, lo necesitaban vivo.

—Lo mejor será llevarlo ante el

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senescal y que lo interroguen lasautoridades —sugirió Joseph—. De estaforma se hará oficial su declaración, ylos responsables de todo esto pagaránpor lo que han hecho.

Una vez vendado convenientementeEdgard, y más tranquilos al comprobarque la herida había sido limpia,decidieron terminar el trabajo antes deir a la población más cercana a pasar lanoche, ya que faltaba poco paraanochecer, y, de paso, para que unmédico curara a Edgard.

Joseph continuó excavando conrapidez mientras Raimond depositaba elcuerpo sin vida de Etienne sobre el

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caballo y lo sujetaba para llevarlo conellos y darle el entierro que se merecía.También deberían avisar al preboste deaquella región para que se encargara delos cadáveres.

—Siento de veras lo de su amigo —oyó que le decían a su espalda. Raimondse giró para encontrarse con los bonitosojos almendrados de Agnés. Asintióagradecido.

—Hemos encontrado una nueva pista—anunció apesadumbrada—. Pensé quele gustaría saberlo.

Raimond, sorprendentemente, no seenfadó por no hallar el tesoro y sí encambio una nueva pista. Seguramente el

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dolor por la pérdida era demasiadogrande como para experimentar otrossentimientos.

—¿La habéis descifrado ya? —preguntó sin ánimo tras un largosilencio, con la mirada en el más allá.

—No, todavía no.Joseph y el sacerdote se acercaron.—Será mejor que nos vayamos

cuanto antes, Edgard necesita que lo veaun médico —sugirió Joseph un tantotriste.

—¿Y la pista? —preguntó Raimond.—La sé de memoria. Podemos

resolverla por el camino o una vez quelleguemos a una posada. Ya la hemos

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tapado con tierra, tal y como estaba.Raimond asintió. El silencio se

apoderó de ellos.—¿Y cuál es la pista? —preguntó

finalmente.—«Te he amado antes, te amo hoy, y

volveré a amarte. El tiempo vuelve» —recitó de memoria Joseph.

Raimond enarcó las cejas, parecíaun acertijo realmente complicado, y eraincapaz de poder pensar con lucidez.

—Está bien, marchémonos de aquícuanto antes —dijo poniéndose enmarcha—. Quiero enterrar a Etienneantes de que anochezca completamente.

El grupo se puso en marcha hacia la

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aldea de Arques para buscar un médico,enterrar a Etienne, informar al prebostey pasar la noche. La aldea estaba muycerca de donde se encontraban. Lo quesí tenía claro Raimond era queadvertiría al médico de que no queríaque realizara ninguna sangría a Edgard,bajo ninguna circunstancia. Los médicosquitaban más vidas de las que sanaban,lo sabía por experiencia, tan arraigadosa las sangrías para expulsar los maloshumores del cuerpo. Menuda sandez.

Joseph, Agnés y el sacerdotedebatían sobre la pista, mientras Edgardy Raimond marchaban en silencio, conel asesino a sueldo amordazado.

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Raimond ni siquiera encontrabaconsuelo ante la posibilidad de hacerleconfesar y salvar a su amigo Laurent deuna muerte segura.

—Yo estoy perdida con esta pista —confesó malhumorada Agnés, negandocon la cabeza varias veces deimpotencia. A pesar de tratarse de unafrase que conocía bien, al hallarse entrelas enseñanzas que los cátarostransmitían de generación en generación,no entendía de qué lugar podría tratarse.La frase en cuestión se refería a quehabía vida tras la muerte, que laspersonas volvían a resucitar y serencontraban con la misma persona a la

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que habían amado en otras vidas.—Tal vez no tengamos que pensar

en un lugar —sugirió Joseph con unbrillo especial en su mirada—, sinocomo algo espiritual. Creo que ese es elerror que estamos cometiendo.

Agnés se concentró en lo que supadre sugería.

—Tal vez se refiera —continuó ensusurros— al lugar dondeespiritualmente los cátaros nos reunimosen vida.

El sacerdote arrugó el entrecejo,hablaban en voz baja, y tenía la certezade que ocultaban algún secreto enrelación al tesoro que buscaban o,

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incluso, algo más relacionado con suscreencias.

—¿La catedral de San Justo y SanPastor? —inquirió Agnés con expresiónde asombro.

—Podría ser —admitió dubitativotodavía—. Es el lugar donde amamos através de los siglos a Dios y a nuestrosantepasados —dijo más convencido,reflexionando sus palabras—.Pensaremos en ello con tranquilidad,tenemos toda la noche —dijo seguro desí. Sentía cómo se acercaban al SantoGrial. La posibilidad de que estuvieraescondido en la catedral de Narbona lehizo regodearse. Qué mejor sitio que el

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lugar donde espiritualmente se reuníanen clandestinidad. La emoción loembargó una vez más. Además estabanvenciendo contra las huestes del Mal.No se había equivocado en elegir aRaimond para esta búsqueda, sin dudaDios lo había puesto en su camino. Alzóla cabeza hacia el cielo y dio las graciasuna vez más.

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Capítulo 30

A media tarde llegaron a NarbonaJoseph, Agnés y Raimond Guibert juntocon el prisionero capturado. El padreSébastien se quedó en Arquesacompañando a Edgard hasta que laherida comenzara a sanar. No debían detardar muchos días en poder regresar,vaticinó el médico.

Raimond se mantenía taciturno,verdaderamente afectado por la muertede su buen amigo Etienne. Lo que lasguerras no habían conseguido, lo habíahecho aquella absurda búsqueda del

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Santo Grial. Cada vez estaba másconvencido de que perseguían unaleyenda, una utopía, fantasías ingenuas.Bien era cierto que aquel tesoro se habíacobrado varias vidas inocentes en lasúltimas semanas, así que tal vezexistiera realmente. De momento, comohabía acordado con Joseph, dejaríanaparcado el Santo Grial hasta que elpapa le mandara refuerzos, ya habíancorrido demasiados peligros como paraseguir tentando a la suerte, sin olvidarque no podían contar con la protecciónque les había brindado Etienne. Josephse quedó apesadumbrado ante estaperspectiva, pero enseguida comprendió

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que era lo correcto, sobre todo sivaloraba su vida y la de su hija.

Llegó al edificio del senescal encompañía del prisionero, dispuesto ahacerle hablar costara lo que costase.Debía cobrar una deuda por la muerte desu fiel soldado, y qué mejor manera dehacerlo que salvando otra vida, la de suamigo de la infancia Laurent Rollant. Nosintió el entusiasmo deseado ante estaposibilidad, seguía torturándole elrecuerdo de Etienne, pero ya no podíahacer nada por él, estaba enterrado enArques. Ahora debía centrarse en ayudara Laurent.

El senescal le recibió

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inmediatamente.—Es un placer recibirlo, señor

Guibert —le estrechó la mano confuerza, invitándolo a sentarse frente a sumesa—. Hablan maravillas sobre vos…

—No haga mucho caso de lo quecuentan… —dijo taciturno.

El senescal lo miró un tantocontrariado.

—He traído conmigo a un asesino —continuó deseoso de hacer hablar aaquel malnacido—. Ayer este hombre,junto con varios más, nos atacarondispuestos a asesinarnos, y mataron a mimejor y más fiel soldado. Hay queinterrogarlo inmediatamente para que

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confiese quién los contrató —urgió, sinsentirse incómodo al ordenar de aquellamanera a todo un senescal.

—Vaya, cuánto siento su pérdida —confesó el senescal con rostro adusto—.El otro día asesinaron al preboste. Unagran pérdida, sin duda —se lamentó.Después endureció el rostro nuevamente—. No sé qué demonios ocurre en estaciudad, pero los asesinatos semultiplican, y de gentes importantes ypoderosas.

Raimond no pudo ocultar sudesasosiego.

—¿Han matado al preboste? —inquirió incrédulo y afectado—. ¿A

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Vincent Hosebert?—Sí, así es. Venía de camino hacia

aquí, al parecer. Lo asesinaron en plenacalle como si fuera un perro —escupióde rabia. Se inclinó hacia delante entono confidencial—. Creo que habíaaveriguado algo importante —susurró.

Raimond no podía creerlo. Aquelmaldito Santo Grial dejaba un reguerode sangre y muerte descomunal, sinimportar condiciones. Daba igual quefuesen ricos, nobles, poderosos. No seandaban con chiquitas. Todo el que seinterponía en su camino, acababamuerto.

—Hay que interrogar ya a este

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hombre —urgió con más ímpetu—. Élnos puede llevar hasta los verdaderosculpables de estos asesinatos. Confesarquién o quiénes son las cabezaspensantes, los que llenan las bolsas deesos asesinos a sueldo.

El senescal asintió repetidamente,con un creciente entusiasmo por verresueltos esos últimos asesinatos.Raimond no supo si era avaricia lo queveía en aquel orondo senescal, o,verdaderamente, estaba interesado enhacer justicia. Lo vio limpiarse el sudorde su frente, con las mejillas coloreadas,la papada colgando flácida. Tambiéntenía un tic en el labio, en el lado

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izquierdo. No superaría los cuarentaaños, pero parecía mucho más viejo.

—¿Y por qué cree que querríanmatarlo a vos?

—Estamos tras la pista de losverdaderos asesinos de Diégue Cabart yde Thomas Vincent. Nos acercamos ynos quieren muertos —reveló Raimond,ocultando el tesoro.

El senescal se levantó con dificultady le instó a que le siguiera, Raimond leinformó que había dejado al asesinocustodiado por uno de los soldados delsenescal, e hizo llamar a un notario parahacer oficial el interrogatorio y ordenóque llevaran al asesino a la sala de

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interrogatorios.—Si lo desea, yo le informaré

personalmente de la confesión —leanunció el senescal, dispuesto acomenzar el interrogatorio.

—Si no le importa, deseo estarpresente en el interrogatorio —pidió conseveridad. No quería perdérselo pornada del mundo, necesitaba comprobarque eran lo suficientemente eficacescomo para hacerle confesar. Y si no loeran, ya se encargaría de apretarles lasclavijas para obtener la confesión.

Tras un momento de duda, elsenescal aceptó y lo guio por ellaberinto de pasillos hasta llegar a la

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sala de interrogatorios. Se trataba de unaestancia lóbrega, con un par de sillaspara el senescal y el notario. El verdugoestaba de pie con un látigo en la mano allado del asesino, que estaba de rodillascon la espalda desnuda atado a unpesado tronco. Todavía le sangraba laherida de la pierna a pesar de las curasdel médico.

Tras hacer una breve presentaciónpara que el notario levantara el acta, elsenescal se dirigió al acusado.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntócon dureza.

El asesino a sueldo se mantuvocallado, con la cabeza gacha e inmóvil.

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El senescal asintió al verdugo. Esteasintió a su vez y comenzó a azotarlocon saña. Se detuvo tras diez latigazos.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntónuevamente.

—Jacques —contestó a duras penas,gimiendo de dolor—. Jacques Dupont—balbuceó.

El notario rasgó el pergaminoanotando con rapidez.

—¿Quién te contrató para asesinar aRaimond Guibert y los que loacompañaban?

El asesino a sueldo comenzó atemblar.

Tras un momento de silencio, el

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senescal asintió al verdugo. Este volvióa azotarlo con fuerza, esta vez veintelatigazos. Raimond seguía elinterrogatorio en silencio, asqueado anteel espectáculo, pero necesario paraconseguir llegar hasta los verdaderosculpables. De todas formas, dudaba queconsiguieran su objetivo valiéndose tansólo de latigazos. Cambió de postura ybajó la cabeza, mientras los latigazos sesucedían.

—¿Quién te contrató? —volvió apreguntar el senescal.

Jacques Dupont dejó de aullar,envuelto en sudor y con la espaldadescarnada por los brutales latigazos.

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Jadeaba y gemía de dolor.—Jacques Dupont, ¿quién te contrató

para asesinar a Raimond Guibert y susacompañantes?

El asesino a sueldo comenzó agimotear y a negar con la cabeza, eraevidente que luchaba contra sí mismo.

—Yo… yo no lo sé —confesó condificultad tragando saliva varias veces—. Yo sólo recibí el dinero de mi socio,que fue quien recibió el encargo.

El senescal miró a Raimond, y estenegó con la cabeza para hacerle ver quementía. No podían creerle, todavía no.Debían exprimirlo más si queríanconseguir la verdad. El senescal se

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dirigió al verdugo:—Cambia de látigo —dijo

escuetamente.El verdugo retiró el látigo que

llevaba en la mano y se acercó a unapared. De allí extrajo un látigo de cincopuntas rematadas con picos de metal, seacercó al asesino y esperó elconsentimiento del senescal. Jacques vioaquel látigo y comenzó a removerseespantado, asegurando que decía laverdad, que debían creerle. El senescalasintió al verdugo, y este descargó ellátigo sobre la castigada espalda delasesino a sueldo. Las puntas de metal seclavaron en la carne, y al retirar el

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látigo, arrancó pequeños trozos decarne. Los aullidos de Jacques Duponthicieron temblar el edificio.

Raimond estaba seguro de que ahorasí conseguirían su confesión. Sintiócompasión por aquel hombre, mientrasel verdugo le arrancaba la carne a tirascon cada latigazo. Bajó la miradanuevamente, asqueado. No era laprimera vez que veía algo así, pero apesar de que ese hombre quiso matarlo aél y a los demás, no se merecía aqueltormento. Ningún hombre se merecíaalgo así, por muy malvado que fuese.

Cuando el verdugo se detuvo,sudando y jadeante, Raimond suspiró

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aliviado. Tal vez se habían pasado untanto de la raya. Seguramente hacía ratoque el asesino a sueldo hubieraconfesado.

—¿Quién te contrató para matar aRaimond Guibert? —repitió una vez másel senescal.

Jacques Dupont apenas estabaconsciente, con la espalda hecha un jirónsanguinolento. El verdugo cogió un cubode agua y lo echó por encima del rostrodel atormentado. Jacques pareciórecobrar mínimamente la lucidez yemitió lamentos ahogados.

—¡Jacques Dupont! ¿Quién tecontrató para asesinar a Raimond

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Guibert y sus acompañantes?Jacques levantó la mirada a duras

penas, con el rostro deformado por eldolor.

—Fray… —musitó con dificultad—.Fray Alfred…

El senescal dio un respingo en susilla. Raimond, sin embargo, no sabía dequién se trataba, aunque quedaba claroque parecía tratarse de un dominico. Porfin la suerte parecía hacerle un guiño.

—¿Fray Alfred? —dijo incrédulo,con los ojos muy abiertos—. ¿FrayAlfred Simonet? ¡Esa es una acusaciónmuy grave! ¿Estáis seguro de lo quedecís? —preguntó vehemente.

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Jacques asintió a trompicones.—Sí, señor. Fue fray Alfred Simonet

quien nos contrató. Yo mismo recibí elencargo junto con otro socio que murióen Arques —confesó con dificultad.

Raimond se quedó pensativo. Aquelnombre, no sabía por qué, le resultabafamiliar.

—Por todos los Santos… —susurróescandalizado el senescal. Se quedó ensilencio un buen rato, incapaz de digerirlo que acababa de oír. Después clavó lamirada en el asesino a sueldo—. ¿FrayAlfred Simonet también ordenó asesinara Diégue Cabart, Thomas Vincent yMarcel Helouys?

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Jacques Dupont comenzó a gimotear.El senescal esperó pacientemente a quese decidiera a hablar, no quería ordenaral verdugo otra tanda de latigazos.

—¡Sí! —bramó entre sollozos, comoenrabietado.

—¿Quién es ese tal fray Alfred? —preguntó Raimond deseoso de saberquién era el culpable de tanta muerte, yel responsable indirecto de la suerte deLaurent, y de Etienne.

—¿No lo conocéis? —preguntócontrariado el senescal—. Fray AlfredSimonet es el inquisidor general deNarbona —anunció con gravedad,todavía trastornado por la confesión.

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Raimond se quedó boquiabierto, sinpoder reaccionar. Aquel hijo de puta erael responsable de todo, él era el queestaba detrás del Santo Grial, y ahoracomprendió su vehemencia en culpar aLaurent. Fray Alfred había sido elverdadero culpable de aquellas muertescon las que acusaba a Laurent. Apretólos puños con fuerza e intentó calmar suira. Se vengaría, juró que se vengaría deese diablo disfrazado de frailedominico. Para ello debía escribirinmediatamente una misiva al papanarrando la confesión obtenida ypidiendo autorización para arrestar alinquisidor general de Narbona y a todo

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el que estuviera implicado. No podíaperder más tiempo. Lo tenía, tenía alalcance de su mano al verdaderoculpable, y a la vez la libertad deLaurent, ahora que la Inquisición nopodría oponerse, pero debía jugar suscartas con maestría, sin dejar que su iralo dominara.

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Capítulo 31

Raimond Guibert, nada más amanecer,descendió al inframundo sumido en unaexcitación difícil de catalogar. Laconfesión de Jacques Dupont en el díade ayer le abría las puertas de laesperanza de par en par, pero todavía nopodía cantar victoria, aunque ya serelamía ante la perspectiva de hacerjusticia y librar a su gran amigo de lainfancia de una muerte segura.

—Buenos días, Georges —saludó alalguacil de las mazmorras de laInquisición.

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—Buenos días, señor Guibert —contestó educadamente poniéndose enpie.

—¿Qué tal está Laurent? —preguntóinteresado.

—Muy bien, señor. Le cuido bien,como vos ordenó.

Raimond asintió complacido. Lecostaba una fortuna, pero bien merecíala pena. No podría soportar verlonuevamente en las condiciones que loencontró el primer día, aquella imagentodavía le perturbaba en la soledad desu habitación. Extrajo una bolsa repletade monedas y se la tendió al alguacil,que la cogió con una sonrisa de oreja a

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oreja. Después se dirigió por el pasilloque conducía a las mazmorras hastadetenerse en la tercera puerta, dondeJaume Raga vigilaba. Los dos soldadosa sus órdenes se turnaban para custodiaraquella puerta y velar por la vida deLaurent.

—¡Señor, por fin ha regresado! —saludó con verdadera alegría.

—Hola, Jaume —contestórepentinamente apesadumbrado.Súbitamente recordó a Etienne, sumuerte todavía lo atenazaba—. Regreséanoche. ¿Por aquí todo ha marchadobien?

—Sí, mi señor —contestó con

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seriedad—. No ha habido novedad. Tansólo entra y sale el alguacil con algúnpobre reo. Nadie más.

—Muy bien —dijo a la vez queasentía, dudando en si debía ponerle altanto de la muerte de Etienne o no.Revelarle aquella muerte supondríaalertarle de los peligros que lesacechaban, pero, por otro lado, podríapreocuparse en exceso si preveía que suvida peligraba. Mejor, de momento,obviarlo, aunque no tardarían mucho enpreguntarle por Etienne.

—Por cierto, hace unos días llegóuna misiva para vos con el sello delpapa. La tiene guardada Ferdinand en su

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habitación de la posada —informó conprofesionalidad.

Raimond ya esperaba haber recibidola contestación del papa Urbano V a laprimera misiva que le envió. Poco leimportaba ya. Desde entonces habíaescrito otras dos misivas más, la últimade total trascendencia. Recordandoaquellas dos misivas, pensó que yadeberían de haber llegado los refuerzosque pidió en la segunda misiva. Norecordaba muy bien cuántos días habíantranscurrido, pero parecían haberpasado años. Meditó un momento enprofundidad. Pidió los refuerzos el díaque fueron atacados en el interior de la

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iglesia de Lézignan. Sí, estarían alllegar, pero lo que más deseaba ahoraera la contestación a la última misiva, enla que le detallaba el interrogatorio aJacques Dupont, acusando al inquisidorgeneral de Narbona. El mismo senescalhabía sellado aquella misiva para que elpapa, si es que dudaba de su palabra,algo que, por otra parte, desechaba,creyera lo que narraba. Hacía unosminutos que la misiva escrita anochehabía salido de Narbona a través de unmensajero, y hoy mismo llegaría aAviñón, ya que era muy urgente, comotodas las misivas papales. Losmensajeros cambiaban de caballo en

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cada posta, consiguiendo hacer elrecorrido en tiempo récord. Con un pocode suerte, mañana a última hora podríarecibir la contestación del papa.

Con las llaves que le había dejado elalguacil, abrió la puerta de la mazmorray se introdujo en ella intentandoacostumbrarse al horrible hedor que serespiraba en el ambiente. Sólo por estemotivo ya era una tortura estar allí. Seacercó con interés a Laurent, deseabasaber cómo se encontraba.

Laurent lo vio llegar nada máscruzar la puerta. Llevaba esperándolouna eternidad.

—Vaya, por fin —dijo a modo de

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saludo, irguiéndose hasta sentarse.—Hola, Laurent, ¿cómo te

encuentras? —Saltaba a la vista queestaba muy recuperado de las torturas.La buena comida y el buen trato habíanhecho milagros. Había recuperadobastantes kilos, los huesos ya no seintuían bajo las ropas y tenía muchomejor aspecto, aunque parecía estaransioso.

—Has tardado mucho en volver avisitarme —dijo sin reproche—. Me heestado preguntando si tendrías malasnoticias para mí. —Clavó su mirada condesesperación intentando leer en suspupilas, ávido por obtener respuestas,

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por obtener la verdad. Llevaba díastorturándose por el hecho de que noviniera a visitarlo, imaginando que lacausa era el fracaso, que acabaría en unahoguera por hereje.

Raimond arrugó el entrecejo, untanto contrariado. Al final comprendiólo que pensaba Laurent.

—Oh, no, no. He estado fuera de laciudad unos días, indagando —confirmócon una pequeña sonrisa dibujada en surostro. Miró a ambos lados receloso, yse preguntó si sería buena idea hablarallí de los últimos acontecimientos.Aquellos muros podrían tener oídos y elriesgo era muy grande si el inquisidor

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general se enteraba, o intuía, lo que se leavecinaba, pudiendo escapar impune.No, no podía arriesgarse. Todavía no.

—¿Y bien? —inquirió Laurent apunto de sufrir una parada cardiaca.

—He conseguido avances —afirmóintentando no desvelar la alegría quesentía—. Estoy muy cerca dedesenmascarar al verdadero asesino.

—¿De verdad? —Laurent no cabíaen sí de júbilo, y paulatinamentecomenzó a digerir lo que aquello podríasignificar, ni más ni menos que lalibertad, poder recuperar su vida. Sinpoder evitarlo, comenzó a llorarviolentamente, pero era de alegría, una

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inmensa dicha que envolvía todo su ser.Poder escapar de aquel infierno eracomo regresar de entre los muertos.

Raimond lo abrazó con fuerza,disfrutando en silencio del momento. Nopodía decirle que tal vez en pocas horastoda esta locura habría acabado, pero éllo sabía, sabía que tarde o tempranoarrestaría al inquisidor general y podríaliberar a Laurent de las acusaciones.Nada le haría más feliz. La infancia quecompartieron los unía, una unión eterna,indestructible.

—Pero todavía no podemos cantarvictoria —recomendó Raimond,considerando que no era bueno que

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Laurent albergara excesivas esperanzas.Era mejor ser precavido y no alentarleexcesivamente por si al final algo salíamal, porque podría hundirle más todavíaal pobre Laurent—. Ya sabes que noserá fácil poder sacarte de aquí —aseguró intentando calmar su optimismo,que podría llegar a volverse en sucontra.

Laurent sólo pudo cabecearafirmativamente, incapaz de pronunciaruna palabra, era presa de un sollozodesgarrador. Nunca podría agradecerlelo suficiente todo lo que estaba haciendopor él, ni más ni menos que enfrentarse ala poderosa Inquisición. Pagando

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dinero, a saber qué cantidades, para queel alguacil lo tratara muy bien. Habíasido como un hermano para él, y seregodeó al poder vanagloriarse de ello.

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Capítulo 32

Había sido una noche larga, muy larga.Había estado inmerso en un duermevelacontinuo, incapaz de conciliar un sueñoprofundo. Estaba hecho un lio. El díaanterior habían llegado los refuerzosenviados por el papa: once mercenariosjunto con uno de los soldados bajo susórdenes que dejó en el Papado cuandose marchó. Por fin había llegado lo quetanto anhelaba, pero ahora se veíaenfrascado en un dilema que prontoacabaría volviéndole loco. No sabía siesperar la contestación del papa a su

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última misiva o arrestar al inquisidorgeneral al amanecer, confiado en que elpapa autorizaría el arresto. La verdad esque no tendría que esperar mucho,confiaba en que la misiva provenientedel Palacio Papal llegara ese mismo díaantes del anochecer. Pero sería una largaespera, casi un día entero. Toda la nochehabía estado dándole vueltas al asunto.No le cabía duda de que el papa, al leerla misiva con la declaración sellada porparte del senescal, autorizaría a arrestaral inquisidor general, pero… ¿y si no?

Cuando Raimond vislumbró elamanecer desde el camastro, sintió unalivio descomunal. Por suerte acababa

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una noche interminable, sitiado por suspensamientos, dudando en su proceder.La tenue luz que penetraba por laventana puso fin a sus cuitas. Noesperaría a que llegara la misiva. Hastaun ciego podía ver que el papaautorizaría el arresto del inquisidorgeneral, las pruebas eran concluyentes.Sentía una angustia difícil de dominarpor el hecho de que el inquisidorgeneral pudiera darse a la fuga siesperaba hasta que llegara la misiva.Aquel pequeño ejército de mercenariosque había llegado anoche podría haberpuesto sobre aviso al inquisidor, y nopodía arriesgarse a que se escapara y

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quedara sin su merecido castigo. Selevantó del camastro lánguidamente,muy cansado. Hoy sería un gran día, nolo dudaba, pero no encontraba lasfuerzas necesarias para levantarse conenergía positiva. Resopló sin fuerzas,parecía que había estado toda la nochecombatiendo. ¿Se hacía viejo? Unapequeña sonrisa apareció en su rostroojeroso, a pesar de todo.

Una hora después él y su pequeñoejército de doce soldados entraron en eledificio del Santo Oficio. Raimond yahabía recobrado energías, estaba con laadrenalina disparada por la perspectivade arrestar a ese maldito hijo de puta

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que asesinaba impunemente a personasinocentes valiéndose de su poder comoinquisidor general.

Raimond, que ya sabía de sobra elcamino, se adentró por los pasillos hastallegar a la estancia donde fray Alfredsolía trabajar durante el día. Losdiferentes frailes que se encontraban ensu camino los miraban boquiabiertos yse apartaban. Sin ser anunciado, accedióa la estancia acompañado de su séquito,mientras un estupefacto Alfred Simonetlos vio entrar y se quedó petrificado conla pluma a medio camino entre el tinteroy el pergamino.

Raimond avanzó con paso decidido

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hasta llegar a su mesa.—Alfred Simonet —dijo con voz

grave y semblante amenazador,obviando premeditadamente «fray»—.Por orden del papa Urbano V, quedasarrestado por ser el responsable de lasmuertes de Diégue Cabart, ThomasVincent, Marcel Helouys, el preboste yEtienne Martine —anunció mostrandoentereza para ocultar que no poseíatodavía esa orden del papa.

A fray Alfred Simonet se le cayó lapluma de la mano, lo miró converdadero horror, con el labio inferiortemblando levemente. Parecía incapazde reaccionar. Echó un vistazo a los

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doce soldados que se mantenían firmesdetrás de Raimond. Pareció sopesar susposibilidades.

Raimond no le dejó opción arecapacitar. Con un gesto de su cabezados mercenarios franquearon la mesa,uno por cada lado, y sujetaron alinquisidor.

—Te llevaré ante el senescal, fraile—dijo esto último despectivamente,sabedor de que sería humillante para él.

—Cómo te atreves… —susurróenojado—. ¡Esto es una locura, unatropello! —gritó recobrando la lucidez—. Quiero ver esa orden, ¡ahora! ¡Soyel inquisidor general de Narbona, no

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tienes derecho a arrestarme! —vociferaba ante el mutismo de Raimond.Los dos soldados lo llevaron envolandas hacia la salida, mientras elinquisidor pataleaba y vociferaba sincontrol.

Raimond se regodeaba a gusto.Había vencido a la Inquisición, y enparticular a aquel hombre malvado conel que se enfrentó verbalmente a sullegada a Narbona. Por desgracia, elmundo no cambiaba. Seguía habiendohombres al servicio de Dios que hacíanel mal, que precisamente seaprovechaban de ello para obtenerbeneficio propio, y que, incluso,

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asesinaban a gentes inocentes. Su fe, yade por sí quebrada, se hacía añicos conel paso del tiempo. Creía en Diosfirmemente, pero tenía la certeza de quenegaría con la cabeza al ver en lo que seestaba convirtiendo el mundo que Élhabía creado.

—Quiero que arrestéis a todo elpersonal que trabaje bajo este techo yque los llevéis ante el senescal —ordenó Raimond a los diez soldadosrestantes, todavía en la estancia delinquisidor general. Allí se quedó solo unmomento, mirando a su alrededor, con lamente en blanco, sin querer pensar ennada ni en nadie.

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Con el sol desapareciendo por elhorizonte, Raimond bajó a lasmazmorras del Santo Oficio con unjúbilo ostensible, con una excitación quelo envolvía por completo. Acababa deleer la misiva del papa, y daba suautorización para arrestar al inquisidorgeneral de Narbona y a todos los quetrabajaban a sus órdenes. Tambiénanunciaba que enviaba a un inquisidor yun notario para que se encargaran de losinterrogatorios inmediatamente.Posiblemente llegaran hoy, o como muytarde mañana al mediodía, ya que veníanprocedentes de Béziers, a unas seis

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leguas (28 kilómetros) de distancia deNarbona.

Entró en la mazmorra y se dirigiócasi a la carrera hasta donde Laurentestaba prisionero. Lo había conseguido,e inevitablemente recordó a Camille,que no cabría en sí de dicha cuando seenterase.

—¡Laurent, viejo amigo! —saludócuando todavía no había llegado a suposición.

Laurent Rollant ya se incorporaba alverlo aparecer. Era evidente que traíanoticias, y por su semblante, debían deser buenas. El corazón le dio un vuelcoante la posibilidad de que hubiese

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encontrado al verdadero asesino.—Vengo a liberarte —dijo con una

satisfacción y una dicha insuperables—.He conseguido desenmascarar alculpable de los asesinatos. Heconseguido las pruebas sobre tuinocencia y tengo la autorización delpapa para liberarte —terminó diciendoemocionado. Sí, lo había conseguido. Loque parecía una quimera en un primermomento, había acabado haciéndoserealidad.

Laurent lo miró incrédulo, como siviera a un fantasma, con los ojosdesorbitados. Movió los labios pero nosalió palabra alguna, y rompió a llorar

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como un niño, sin acabar de creerse queiba a abandonar aquel infierno. Era tanmaravilloso, tan irreal, que costabadarle crédito. Era como estar en unsueño muy vívido, un sueño en el quemorías y al cabo de muchos días volvíasa la vida. Un tropel de pensamientoscruzaron su mente a una velocidadvertiginosa. Todavía recordaba como sifuera hoy el juramento que Raimond lehizo el primer día que lo visitó,asegurándole que lo sacaría de allícostara lo que costase. Lo dijo con tantaseguridad, con tanta rabia, que le creyó.En su fuero interno le creyó. Despuéssiempre se decía a sí mismo que era

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imposible que, ni siquiera él, todo unjefe militar del papa, pudiera salvarlede las garras de la Inquisición, peroahora veía que aquel hombre, al que tanbien conociese en su infancia, estabahecho de otra pasta. Pensó si no seríaverdad lo que decían de él, que estabaprotegido por el mismísimo Dios. Enaquel momento, realmente lo creyó.

Mientras abandonaban lasmazmorras, Raimond le narró losucedido en los últimos días. Laurentsólo podía articular palabras deagradecimiento, sin dejar de llorar. Lollevaría junto con su hermano Edgard,que aquel mismo día había llegado a

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Narbona junto con el padre Sébastien.Todavía debía recuperarse de la heridaen la pierna, pero ya se encontrabamucho mejor. Después se dirigió a unode sus soldados que había estadovigilando la seguridad de Laurent.

—Quiero que vayas ahora mismo acasa del cambista Joseph Clyment y ledigas de mi parte que mañana alamanecer nos reuniremos en la catedralpara continuar con nuestra búsqueda —le ordenó hablando despacio para querecordara cada palabra. En el día deayer, después de recibir los refuerzos,acudió a casa de Joseph para saber sitenía pensado seguir hasta el final en su

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búsqueda del Santo Grial. Después deconsensuarlo con su hija Agnés,decidieron que sí, que necesitabancambiarlo de escondite, que habíanllegado demasiado lejos como paradejarlo en la misma ubicación. Habíandescifrado muchas pistas, pudiendoresultar fácil encontrarlo para alguienavezado. Ahora que sus vidas ya noestaban en peligro, al ser arrestado elinquisidor general, que era el hombreque estaba detrás del Santo Grial y elque había ordenado eliminarlos, podíanterminar la búsqueda con tranquilidad,aunque en su fuero interno se preguntabasi aquella búsqueda tendría sus frutos.

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Esperaba que sí. Les prometió que lesayudaría a encontrarlo para que nocayera en manos de indeseables, yestaba dispuesto a cumplir su palabra.Al final, se dijo con cierta satisfacción,la muerte de Etienne no había sido envano, y había podido salvar la vida deLaurent, pero enseguida la amargura loenvolvió. Se trataba de un pobreconsuelo, al ser una vida a cambio deotra.

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Capítulo 33

Raimond entró en la catedral deNarbona acompañado por el padreSébastien, que no había queridoperderse un nuevo capítulo de labúsqueda del tesoro. Ahora que Edgardtenía la inmejorable compañía de suhermano Laurent, no sentía la obligaciónde quedarse a hacerle compañía.También influía el hecho de que ya nocorrerían ningún peligro, puesto quehabían arrestado al hombre que habíapagado a asesinos a sueldo paramatarlos y encontrar el tesoro. Estaba

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muy interesado en ver de qué tesoro setrataba, y realmente intrigado por ver enqué lugar secreto lo habían escondido.No tenía que haber sido fácil obtener unescondite eficaz en un lugar tan visitado.

Raimond miró impresionado a sualrededor. La catedral de San Justo ySan Pastor era realmente bonita ymajestuosa. Tenía unas dimensionescolosales, y esto le hizo arrugar elentrecejo. Iba a ser complicado buscaren un lugar tan grande, aunque, pensóaliviado, Joseph sabría dónde buscar.La catedral, recién comenzado el día, seencontraba vacía. Se alegró de ello,necesitaban estar solos y tener libertad

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de movimientos para lograr su objetivo.Le extrañó que todavía no hubieranllegado Joseph y su hija, y caminó conpaso lento observando cada detalle deaquella monumental catedral. El padreSébastien le había explicado que lasobras comenzaron allá por el año 1272,y que en 1340 se detuvieron sin estaracabada. Al parecer, para continuarlashabría sido necesario demoler una partede las murallas romanas, y los cónsulesde la villa se opusieron, originándose unpleito entre el cabildo y los cónsules.Unos años más tarde, en 1353, elPríncipe de Gales atacó la ciudad y lamuralla demostró ser una buena defensa

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de la misma, por lo que no se habíavuelto a hablar sobre su demolición.

La puerta se abrió detrás de ellos yaparecieron sonrientes Joseph y Agnés,quienes avanzaron con paso presto hastadonde se encontraban ellos.

—Buenos días —saludaron alunísono Joseph y Agnés, con unassonrisas amplias. Estaban entusiasmadospor descubrir el Santo Grial. Eraevidente que debían cambiar laubicación donde estaba escondido, a fede que había personas que sabían tantocomo ellos, y no podían arriesgarse,pero la verdad era que ansiaban podertocar con sus propias manos el cáliz de

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Cristo. Ahora que la angustia y lazozobra no les arañaba las entrañas alsaber que no lo habían robado, sesentían unos privilegiados ante laposibilidad de adorar la reliquia,aunque también era verdad que estabansumamente preocupados al verseincapaces de lograr un futuro escondite ala altura del que sus antepasados habíanconseguido tejer esa maraña deinnumerables pistas imposibles dedescifrar.

—Me alegro de que finalmente hayapodido salvar a su amigo —dijo Josephtendiéndole la mano. Raimond se laestrechó satisfecho.

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—Yo también me alegro… Despuésde la muerte de Etienne, lo necesitaba—admitió Raimond apesadumbrado.Todavía no se perdonaba que su amigohubiera tenido que dar la vida parasalvar la suya, en una búsqueda absurda.Por suerte, habían podido apresar a unode los asesinos a sueldo y obtener suconfesión, obteniendo la identidad delhombre que estaba detrás de todas esasmuertes y pudiendo liberar a Laurent.

—Padre Sébastien, ¿qué tal seencuentra Edgard? —preguntó Agnéssumamente interesada. Aunque no lecayese demasiado bien, sufrió por él.

—Mucho mejor, hija mía. Sobre

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todo ahora que tiene a su hermano allado. Anoche me hicieron llorar deemoción —recordó embelesado.

—Bueno… —suspiró Agnésnerviosa—, ¿por dónde empezamos? —Estaba deseosa por comenzar.

Raimond miró inquisitivamente aJoseph, y enseguida reparó en queestaba tan perdido como él.

—Creía que sabríais dónde buscar—dejó escapar Raimond,repentinamente desmotivado. Aquellabúsqueda iba a acabar con sus nervios.

—Sabemos… Bueno, creemos saber—confesó Joseph observando a sualrededor—, que se encuentra aquí, pero

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ahora necesitamos encontrar el símboloque nos marque la ubicación del tesoro.

Raimond suspiró hastiado. Se giró yse mordió la lengua para no soltar unaretahíla de improperios y maldiciones.Tenía deseos por marcharse de allí yregresar a Aviñón, a su hogar junto alpapa.

Joseph y Agnés habían estado en eldía de ayer en la catedral buscandodisimuladamente el símbolo o algo queles indicara dónde buscar, pero nohabían encontrado nada. Se habíandevanado los sesos intentando descifrarel significado de la anterior pista por si,aparte de revelar que la catedral de

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Narbona era el lugar, indicaba algo másconcreto, pero no habían podidoencontrar una respuesta.

El padre Sébastien, ante el mutismoy la inmovilidad de sus acompañantes,se sentó en una de las cientos de sillasque cubrían el suelo de la catedral,frente al altar. Esta era una de lascaracterísticas de esta catedral, habíansustituido los bancos de madera porsillas.

Agnés miró al sacerdote con cariño,era el hombre más bondadoso que habíaconocido. Sintió pena por su avanzadaedad, que le había obligado a sentarsepara descansar sus viejos huesos. Quiso

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sentarse junto a él para acompañarle,pero debían comenzar con la búsqueda.De repente se quedó paralizada, sindejar de mirar al sacerdote. Sus ojosfueron agrandándose paulatinamente,desorbitados.

—¡Las sillas! —susurró muyalterada.

Joseph y Raimond la miraronsobresaltados, sin entender lo que lahabía alterado tanto.

—Padre, Raimond, son las sillas —dijo convencida mirándolos convehemencia.

—¿Qué pasa con las sillas? —preguntó Raimond, que no entendía

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nada.Joseph se quedó meditabundo,

intentando alcanzar el razonamiento desu hija.

—Padre, la pista anterior tenía unsignificado que nos trajo a esta catedral:encuentro espiritual de los cátaros —relató muy concentrada y a la vezjubilosa—. Bien, dentro de la catedral,el encuentro espiritual de los cátarosserían las sillas, donde nos sentamos encompañía de nuestros hermanos paraorar, ¿no es cierto?

A Joseph se le iluminó el semblante,radiante al ver con claridad que su hijatenía razón. Se acercó hasta una de las

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filas de sillas y miró como un poseso.—Así que sois cátaros —afirmó más

que preguntar Raimond. Lo habíasospechado, pero ahora tenía la certezade ello.

A Agnés se le demudó el semblante,y buscó con la mirada la protección desu padre. Joseph se acercó lentamente aRaimond, azorado y sin saber cómoreaccionar a tal acusación.

—No creo que importe demasiadosus creencias —intervino bondadoso elsacerdote—. Lo importante es qué haydentro de cada persona,independientemente de su religión —aseguró muy convencido.

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—No los he juzgado —se defendióRaimond—, simplemente he preguntado.A mí no me importa que sean cátaros,siempre y cuando no hagan daño a nadie—confirmó. Esto le trajo recuerdos desu infancia, unos recuerdos que preferíaolvidar, al llevarle a la terribleepidemia de peste que cambió su vidadrásticamente. Todos echaron la culpade la plaga a los judíos, y aunque elpapa Clemente VI dictó una bula por laque exculpaba a los judíos, las gentesseguían acusándolos. Raimond, a susonce años de edad y huérfano por culpade la epidemia, odió a muerte a losjudíos por ser los causantes de su

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desgracia. A partir de ese momento tuvoclaro que lucharía contra la herejía paraacabar con todos los judíos quehabitaran en la Tierra. Sin embargo, conlos años, fue comprobando que losjudíos no eran tan diferentes a ellos, y elodio se esfumó al tener la certeza de quenada tenían que ver estos con la plaga dela peste que asoló medio mundo.

—Gracias —dijo aliviado Joseph—. El problema es que hay mucha genteque piensa lo contrario. Estamosmarcados por la Iglesia desde hacedemasiado tiempo —se lamentóapesadumbrado.

—¡Padre! —llamó nuevamente

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alterada Agnés, indiferente ya a lo queallí se hablaba. Estaba en medio de unafila de sillas mirando con atención elsuelo.

Joseph y Raimond se acercaron alintuir que había encontrado el símbolode la sociedad cátara.

—Aquí hay una enorme letra —dijoasombrada señalando al suelo.

Raimond y Joseph miraron conincredulidad, creyendo que Agnésdesvariaba. ¿Cómo iba a haber una letradibujada en el suelo? Sin embargo,mirando con atención, se sorprendieronde ver, tal y como había anunciadoAgnés, que entre las sillas había una

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enorme letra dibujada en el suelo enfinas líneas, del tamaño de una fila desillas. Cada fila contenía siete sillas, yhabía que mirar con cierta perspectivapara leerla con claridad, dado sudescomunal tamaño. Podía leerse una V,y se apreciaban más letras en el suelo.

—Deberemos comenzar desde unapunta de la catedral si queremos leer loque pone —sugirió Joseph,verdaderamente impresionado.

—¿Y dónde comenzamos? —inquirió dudoso Raimond—. ¿De laparte del altar o de la parte de atrás?

Joseph se quedó pensativo unmomento.

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—Yo creo que si podemos leer estaletra desde aquí, es que la palabra ofrase comienza desde la parte de atrás.

Raimond pensó lo mismo, era lológico. Sin mediar palabra se acercaronhacia la salida, hasta llegar a la últimafila de la hilera de sillas. En esemomento se percataron de que había doshileras, una a cada lado del pasillocentral de la catedral. Ellos seencontraban en la hilera de la derechasegún se accedía a ella.

—¿Y si en la otra hilera también hayun texto que leer? —se aventuró Agnéspreocupada.

—Eso ahora no importa. Nos

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centraremos en el texto que pone en estelado, después ya averiguaremos si enesa otra hilera hay escrito otro texto —sugirió Raimond.

Comenzaron a leer cada letra concierta dificultad dado el enorme tamañoque poseían y lo finas y disimuladas quese mostraban las líneas. Cuando llegaronjunto al altar, intentaron recordar eltexto completo.

—«Para ver, que vean» —dijoRaimond un tanto contrariado. Le sonabafamiliar esta frase, pero no acababa derecordar el porqué.

Agnés y Joseph, sin embargo,estaban convencidos de que faltaba la

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mitad del texto.—Debe de haber más letras en la

otra hilera —dijo convencido Joseph,que sin esperar más, se dirigió a grandeszancadas hacia la última fila de lahilera. No podía dominar su excitación,estaba suspendido en el aire, como siestuviera embriagado con el mayorelixir. Estaban a punto de descubrir unode los mayores tesoros de la humanidad.

Llegaron al altar descubriendo cadaletra dibujada disimuladamente en elsuelo. Raimond comprendió por qué lesonaba el texto anterior, era muyparecido a otra pista que habían tenidoque descifrar. Si no recordaba mal,

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había sido la primera pista.—«Quienes tengan ojos» —recitó

Agnés con voz cantarina, con unasonrisa de oreja a oreja. Habíanconseguido descubrir la que esperabanfuera la última pista.

—«Quienes tengan ojos para ver,que vean» —terminó el texto Joseph,uniendo las dos partes del texto queestaba escrito bajo las sillas. Unaenorme y larguísima frase escrita en elsuelo, a la vista de todos y, al mismotiempo, oculta. Era evidente que estapista se parecía a la primera. La recordóen silencio: «Quienes tengan oídos paraoír, que oigan». En aquella ocasión se

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refería a las campanas. ¿A qué sereferiría en esta ocasión? Se concentrósumiéndose en sus propiospensamientos, aunque los nervios letraicionaban y le resultaba difícilcentrarse.

—¿Alguna idea de qué es lo que hayque ver? —inquirió Raimond, paseandola mirada por la descomunal catedral.

El silencio se apoderó de ellos,mirando en derredor sobrecogidos.Nuevamente el descomunal tamaño de lacatedral dificultaba la tarea.

—¿Qué es lo más importante quepuede verse en esta catedral? —preguntó Raimond, recordando que hasta

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el momento siempre habían funcionadoeste tipo de preguntas.

Joseph comenzó a mirar losdiferentes santos que allí serepresentaban, concentrado en dirimircuál de ellos tendría más importancia. Atodas luces debería ser Jesucristo.Estaba a punto de dar esta opinióncuando la débil voz del padre Sébastiense adelantó:

—En esta catedral, como encualquier otra, e incluso en las iglesias,el parroquiano siempre mirará alsacerdote dando la misa —opinóenigmático.

Joseph iba a replicar pero calló en

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el último momento. Podría estar en locierto.

—Se refiere, entonces, al altar —preguntó Raimond mirando al padreSébastien. Este asintió convencido,satisfecho por poder ayudar.

Agnés, sin esperar, corrió hacia elaltar dando brincos de alegría, estabasegura de que el Santo Grial seencontraba en la catedral, podía intuirlo.Al llegar al altar comenzó a rastrear conla mirada invadida por la excitación. Elaltar era grande, de unos diez metros deancho por algo más de un metro de alto,con un fondo de más de dos metros. Erade madera, se veía pesado y

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voluminoso. En la parte frontal podíanverse infinidad de dibujos, insertados encuadrículas. Se concentró en losdibujos, pero no le decían nada. Allí nohabía dibujo que hiciera mención a loque buscaban, ni tampoco aparecía elsímbolo de la sociedad cátara. Avanzóhacia un lado para seguir indagando.

Raimond se colocó frente al altar einspeccionó los dibujos. Diez metroslineales con infinidad de ellosadornando el lugar donde el sacerdotedaba la misa. Observó a Agnés queavanzaba con rapidez, se la veíaespecialmente guapa aquel día. Sonriópara sí al percatarse de sus

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pensamientos, no era normal en él.Paseó la mirada sin demasiado interéspor aquellos dibujos y enseguida reparóen uno minúsculo en la parte de abajodel altar, casi a ras de suelo. Se agachóy, a pesar de encontrarse el dibujo alrevés, distinguió el símbolo queacompañaba a cada pista. Llamó aJoseph para que se acercara.

—Creo que he encontrado elsímbolo —anunció en cuanto llegó a sulado Joseph. Este se agachó paracomprobarlo. Junto con aquellosdibujos, el símbolo de la sociedadcátara aparecía en relieve, no midiendomás de dos centímetros y medio de

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diámetro.—¡Es cierto! Es el símbolo —

corroboró entusiasmado—. Aunque esextraño que se encuentre bocabajo —dijo contrariado. No tenía demasiadosentido.

Agnés y el sacerdote se acercaronhasta allí al escuchar a Joseph. Agnés searrodilló para contemplarlo mejor.

—Está al revés —anunciócontrariada. Enarcó las cejas y se quedópensativa. El tamaño parecía…—.Padre, parece del mismo tamaño que lamedalla.

Joseph la miró sorprendido, despuésdevolvió la vista al símbolo.

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—¿Qué medalla? —preguntóinteresado Raimond.

Joseph metió la mano por la aberturadel cuello de su jubón y extrajo unamedalla que llevaba sujeta al cuello. Erade plata, con el símbolo en relieve.

—Cada uno de los líderes de nuestrasociedad poseemos una medalla comoesta —anunció Joseph mirándolaembobado.

Raimond miró la medalla y despuésel símbolo en relieve del altar. No tuvoni la más mínima duda de que encajaríaa la perfección.

—Prueba a insertarla —urgió con elcorazón a mil.

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Joseph tardó en reaccionar,ensimismado en su medalla.

—Lo que no sospechaba —dijoJoseph sin dejar de mirarla—, es quesirviera para acoplarse y… ¿encontrarel Santo Grial?

—¿El Santo Grial? —exclamó elpadre Sébastien, que todavía desconocíaeste hecho.

Raimond lo miró compasivo.—Al parecer, el tesoro que guardan

los cátaros es el Santo Grial.—Santa madre de Dios —susurró

seriamente impactado—. No esposible… —pensó en voz alta,incrédulo. No daba crédito a la

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posibilidad de que él estuviera a puntode descubrir el cáliz que Cristo utilizópara beber vino en la última cena.

Joseph se quitó la medalla y seagachó para insertarla en el símbolo delaltar. Efectivamente, encajaba a laperfección. Dejaron de respiraresperando que algo ocurriera, pero parasu decepción, no observaron nada. Sequedaron inmóviles, contrariados.

—Tal vez hay que girar el símbolo—dedujo Raimond. Era una posibilidad,sobre todo al encontrarse al revés.

Joseph no se lo pensó dos veces ygiró la medalla. Tuvo que esforzarsepara comenzar a moverla, pero

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enseguida cedió y su pulso enloqueció alver girar la medalla. Cuando girónoventa grados y puso el símbolocorrectamente se oyó un chasquido y unaranura apareció entre aquellascuadrículas que contenían dibujos. Anteellos surgió lo que parecía una puerta,disimulada entre tanta cuadrícula.Raimond empujó con cuidado y la puertase abrió hacia dentro, lentamente, sobreunos goznes, mientras, Joseph estabaparalizado. La puerta tendría un metrocuadrado y un grosor de docecentímetros. Parecía que al fin habíanencontrado el dichoso tesoro.Embobados, observaron cómo se abría

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la puerta, apareciendo tinieblas en suinterior.

Dubitativo, y al ver que nadie movíaun músculo, Raimond se asomó alinterior. Esperó a que la vista seacostumbrara a la penumbra. El padreSébastien comprobó que la catedralsiguiera vacía, observando desde ladistancia cada recoveco. Si losdescubrían harían llamar al sacerdote dela catedral o, quién sabe si, al senescal.

Raimond examinó el interior delaltar y vio al instante una especie detrampilla que había en el suelo. Seacercó para inspeccionar másdetenidamente.

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—Aquí hay una especie de trampilla—anunció mientras asía un agarrador ytiraba de él. La trampilla de madera seabrió, pudiendo verse en su interior unasescaleras de piedra que descendíanhacia la negrura—. Necesitamos unavela.

Agnés llegó con una vela encendiday un nerviosismo que invadía todo suser.

—Será mejor que vayamos cuantoantes a recoger el Santo Grial y nosvayamos de aquí antes de que alguiennos vea —recomendó Raimond mientrascogía la vela.

—Pero… ¿vais a robar el Santo

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Grial? —exclamó el padre Sébastienhorrorizado.

—No, no lo vamos a robar —contestó Joseph—. Vamos a cambiarlode escondite.

—¿Por qué motivo? —preguntó condureza, sin comprender.

—Porque hemos desentramado todaslas pistas, y hay personas que lasconocen, como ese inquisidor general olos asesinos a sueldo. No podemosarriesgarnos —explicó muy seguro desus palabras. Aunque bien era cierto queno tenía ni idea de dónde lo esconderíade una forma tan eficaz como lo habíanhecho sus antepasados.

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—Iré yo delante —dijo Raimond—.Tened cuidado con los escalones. Detodas formas, no hace falta que bajemostodos —sugirió mirando al sacerdote y aAgnés, pero vio en sus miradas que noestaban dispuestos a quedarse allíesperando mientras ellos accedían alescondite del Santo Grial. Gruñóresignado y se dispuso a adentrarse en elinterior del altar. Se agachó para entrarpor la portezuela y comenzó a descenderpor las angostas escaleras, mientrassostenía la vela en alto para alumbrarconvenientemente no sólo sus pasos,sino también los de sus compañeros. Yatenía ganas de coger la maldita copa y

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regresar a su casa junto al papa.Tras una docena de escalones, llegó

a una estancia de unos cuatro o cincometros cuadrados. La vela barría a duraspenas las tinieblas de aquella sala, peroenseguida vio algo al fondo, una especiede mesa o algo así. Se acercóentrecerrando los párpados forzando lavista y tras unos pasos en su direcciónvio que se trataba de una tumba. El vellose le erizó y tragó saliva. ¿Quién podríaestar enterrado bajo la catedral deNarbona? Joseph se acercó a la tumba yla observó detenidamente, lo mismo queAgnés. A él no le gustaban las tumbas, ymenos en una sala tenebrosa como

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aquella.Intentaba escudriñar la tumba desde

una distancia prudencial. Desde luegoera una tumba digna de reyes, con lalosa exquisitamente esculpida, adornadaen sus paredes con fastuosos detallestallados. Quiso acercarse un poco máspara observar con detenimiento las dosfiguras esculpidas en la losa cuandoAgnés cayó fulminada al suelo derodillas, ahogando una exclamación.Raimond se sobresaltó, y seguidamentela escuchó sollozar.

—¿Qué te ocurre, Agnés? —preguntó preocupado. Todavía no habíaterminado de formular la pregunta

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cuando Joseph siguió los pasos de suhija y se arrodilló junto a la tumba.Raimond pensó que se trataría de algúnantepasado suyo, no había otraexplicación.

—Es… es la tumba… —comenzó ahablar entre sollozos Agnés—. Aquíestá enterrada… Nuestra Señora. LaReina de la Compasión —revelóincapaz de creer lo que estaba viviendo.

Raimond y el padre Sébastienintercambiaron una mirada de extrañeza.No tenían ni idea de a quién se referíaAgnés. Raimond se acercó un poco másy vio, efectivamente, escrito en la lápida«Notre Dame». ¿Quién sería aquella

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mujer que estaba enterrada allí?También le extrañó que en la lápidaestuviera esculpido a tamaño real unhombre junto a una mujer, cogidos de lamano. Habían hecho un trabajoexquisito, esculpidos al detalle,primorosamente. Las dos figurasparecían cobrar vida. Estaba claro quetendría que ser alguien muy importante,pero no tenía ni idea de quién o quiénespodrían ser.

Se agachó para susurrarle al oído aAgnés:

—¿Quién es Nuestra Señora? —preguntó casi avergonzado por no saberde quién se trataba, ya que Agnés lo

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había anunciado con tanta seguridad queparecía que ellos debían de saber quiénera.

Agnés levantó la mirada de la tumbaarrasada en lágrimas.

—Nuestra Señora, la Reina de laCompasión, es María, María Magdalena—dijo en voz baja, sumamenteemocionada.

—Aquí yace —intervino Joseph conlágrimas en los ojos— para toda laeternidad. La han esculpido junto a suesposo, Jesucristo. Están cogidos de lamano, simbolizando la unión eterna.

Raimond estaba asombrado. Miró alhombre que estaba majestuosamente

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esculpido y no le cupo ninguna duda deque, en efecto, era Jesucristo. Al finalparecía que los cátaros tenían razón, yJesucristo fue esposo de MaríaMagdalena, una prostituta según laIglesia. Miró con interés al padreSébastien, que miraba incrédulo latumba, con un rictus de horror, sorpresa,compasión. Sonrió para sí, divertido alverlo de tal guisa.

—Pero… —articuló con dificultal elpadre Sébastien—. Pero esto no puedeser posible… —dijo incapaz deencontrar palabras para explicar lo quesentía. Se resistía a creerlo, todo sumundo tal y como lo había conocido se

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desmoronaba. Sentía que lo habíanengañado, estaba descorazonado. Queríapensar con lucidez, pero su mente seresistía a hacerlo dado el impacto deaquella revelación. Jesucristo casado,humanizado, y con María Magdalena.Era más de lo que podía soportar.

—¿Y el cáliz? —preguntó Raimondobservando a su alrededor. No parecíahaber ningún objeto más en la sala.

—Me temo que no existe ningúncáliz. El tesoro es la tumba —revelóJoseph. Señaló debajo de «NotreDame».

Raimond acercó la vela y pudo leer«Sang Real».

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—¿La tumba es el Santo Grial? —preguntó incrédulo.

Joseph tardó un poco en contestar,intentando pensar con claridad.

—No estoy seguro, porque estoy tansorprendido como vos. Pero Sang Realpodría significar sangre real —explicóun emocionado Joseph—. Tal vez elSanto Grial sea la descendencia deCristo y María Magdalena.

—Nosotros somos descendientes deCristo y María Magdalena —confesóAgnés sintiendo la obligación de decirloen voz alta.

—Y como tales merecéis morir —bramó una voz iracunda a sus espaldas.

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Raimond se giró sobresaltado, loshabían descubierto. Seguramente sería elsenescal hecho una furia, pero seencontró con una imagen mucho peor dela que esperaba. Al pie de la escalerahabía cuatro hombres armados, ytodavía seguían descendiendo másindividuos. Pero no se trataba desoldados del senescal, sino que parecíanmercenarios de la peor calaña. Nosaldrían de aquella, estaba seguro. Erandos contra… de momento más de seis.No, no saldrían de aquella, al menos convida.

El padre Sébastien, como en otrasocasiones, se puso a rezar. Le había ido

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bien en las anteriores ocasiones dondetambién estuvo a punto de morir a manosde individuos como aquellos, saliendovictoriosos de aquellos lances. Perosobre todo necesitaba rezar porqueestaba aterrorizado.

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Capítulo 34

Afuera comenzó a llovertorrencialmente, convirtiendo las callesen un lodazal. Ajeno a ello, frayMaurice seguía con su plan establecido.El papa Urbano V le había encomendadola tarea de interrogar al inquisidorgeneral de Narbona y los demásmiembros del Santo Oficio de la ciudad.Había tenido que dejar a medias sutrabajo en Béziers para acatar la ordeninmediatamente, tal como le pedía elSanto Padre. No le entusiasmó la ideade interrogar a hermanos suyos, y menos

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a un inquisidor tan importante ypoderoso como fray Alfred, pero nopodía negarse bajo ningunacircunstancia. Era un hombre recto,honrado, meticuloso en su trabajo, yodiaba a las personas corruptas, sobretodo si se valían de su poder.

—Fray Alfred, ¡confiesa tuspecados! Estás ante Dios —repitió unavez más con voz potente. Llevaban cercade una hora con el interrogatorio y frayAlfred negaba con vehemencia todas lasacusaciones vertidas sobre él. Inclusohabía amenazado a fray Maurice, algoque le hizo irritarse sobremanera. Noconsentiría amenazas, él era en esos

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momentos el inquisidor, y fray Alfred, elacusado.

—Ya he dicho todo lo que tenía quedecir —contestó con voz chillona—.Soy inocente.

Fray Maurice comenzaba aimpacientarse. Desde el primermomento había percibido maldad enaquel inquisidor, y el tiempotranscurrido no había hecho sinocorroborarlo. Estaba ante un ser humanoaltivo, autoritario, arrogante, orgulloso,avaricioso, malvado. No le cabía dudade que mentía, de que escondía algooscuro. Lo que todavía no sabía era silas acusaciones eran verídicas o no. Su

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vehemencia en negarlo todo no hacíamás que intensificar la creencia de quefray Alfred estaba detrás de todas esasmuertes. Su mirada calculadora se clavóen los ojos del inquisidor general deNarbona, no estaba dispuesto a perder eltiempo, y el mismísimo papa le habíarecomendado severidad en losinterrogatorios, por lo que no dudó endar el siguiente paso. No le caía bienaquel inquisidor, a decir verdad le caíafatal, y no soportaba ver a un hermanocon un alma tan podrida. Le haríaconfesar todos sus males, inclusosuplicaría por hacerlo.

El verdugo, por orden del

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inquisidor, llevó a fray Alfred hasta unpesado tronco de un metro de altura y loobligó a arrodillarse. Fray Alfredcomenzó a chillar como un cerdo a puntode ser degollado.

—¡Cómo os atrevéis a darmetormento, rata inmunda! ¡Soy uninquisidor, no podéis hacer esto! —bramaba enloquecido y a la vezaterrorizado.

Fray Maurice apretó los puños confuerza. Jamás, en su vida, había sidoinsultado tan despreciablemente. Encuanto el verdugo lo tuvo atado altronco, dio la orden para que fueseazotado. El verdugo cogió el látigo y ya

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se disponía a azotarlo cuando fueinterrumpido por fray Maurice.

—Ese látigo no —corrigió—. Cogeel látigo de cinco puntas —ordenó conseveridad.

El verdugo, impasible, cogió ellátigo de cinco puntas rematadas controzos de metal. Fray Alfred, al ver loque se le avecinaba, se orinó encimamientras temblaba de puro horror.

—¡Confesaré! —gritó mirandosuplicante al inquisidor—. No hace faltadarme tormento. ¡Confesaré mispecados! —dijo atropelladamente.

—Por supuesto que confesarás —ladró fray Maurice, todavía herido en su

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orgullo por el grave insulto que todavíaretumbaba en su cabeza. Obviando alacusado y su supuesta confesión, ordenóal verdugo que lo azotara.

—¡Yo ordené asesinar a esoshombres! —confesó angustiado al verque el inquisidor no atendía a razones—. Soy culpable de todo lo que se meacusa —dijo atropelladamente al verque el verdugo levantaba el látigo.Después, los aullidos reverberaron en elsilencio de la estancia, mientras elverdugo azotaba sin piedad.

Fray Maurice ya tenía lo que quería.Había obtenido la confesión de aqueldemonio disfrazado de dominico, y

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ahora recibiría el correspondientecastigo por todos sus pecados, quedebían ser demasiados, aparte de loconfesado.

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Capítulo 35

Siete hombres con sus respectivasespadas asidas se interponían en laúnica vía de escape del subterráneo enel que se encontraban. Un pocoadelantado al resto había un octavohombre, posiblemente el líder, yprobablemente el que había amenazadocon matarlos. De momento estabaninmóviles, pero preparados para atacar.

Raimond observaba incrédulo elnegro futuro que les esperaba. Esta vezni la sorpresa ni su maestría iban aconseguir que salieran con vida, pero no

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iba a quedarse quieto como un niñoasustado. Sacó su imponente espadacuyo emblema papal, que consiste en latiara y dos llaves que se cruzan,resplandeció a la luz de la vela. Estabadispuesto a luchar, a vender cara suderrota. Sabía a ciencia cierta quemoriría en el intento, pero antes sellevaría a más de uno a la otra vida.

El líder y los siete mercenarios ni seinmutaron ante la valentía de Raimond.

—Al fin, y gracias a vosotros —dijocon serenidad el líder—, hemosconseguido encontrar la tumba de la quefuera la puta del falso profeta —terminódiciendo con rabia.

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Ninguno de ellos osó replicar.Raimond estaba contrariado. En unmomento de lucidez, pensó en loinexplicable de aquella situación.Habían arrestado al inquisidor generalde Narbona, cabeza pensante que estabatras el Santo Grial. Entonces, ¿quiéneseran esos tipos? ¿Había otra cabezapensante además de fray Alfred? Estaposibilidad la desechó inmediatamente,ese hombre blasfemaba sobre Dios, nopodría estar asociado con un dominico.

—No era ninguna puta —replicóAgnés tras un momento de silencio,incapaz de no reaccionar a sus hirientespalabras y al hecho de que estuvieran

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seriamente amenazados—. Y ¿cómopuede decir semejante disparate de queJesús era un falso profeta?

Raimond la miró un momento, eraevidente que tenía agallas. Sin lugar adudas era la mujer más atípica que habíaconocido jamás, y él podía alardear dehaber conocido mundo y toda clase demujeres.

Una risa cargada de tensión salió dellíder, pero enseguida la ira quedóreflejada en su mirada.

—Eres una mujer —dijo con desdén—, no puede esperarse otra cosa de tique la ignorancia. Malditos cátaros —escupió—, empecinados en tratar por

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igual a las mujeres. Pues bien, te daréuna breve lección de Historia. Juan elBautista, el verdadero y único profeta,se casó con María Magdalena y tuvieronun hijo. Sin embargo, esa puta comenzóa tener una aventura con Jesucristo. Seveían a escondidas y se solazaban, yurdieron un plan para proclamar aJesucristo como único profeta. MaríaMagdalena consiguió que HerodesAntipas encarcelara a Juan el Bautista, yfinalmente lo ejecutaran, dejando pasofranco para que Jesucristo tomara elrelevo y se convirtiera en el profeta. —Una ira milenaria escupían sus ojos.

El padre Sébastien no podía creer

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las blasfemias que ese hombreexpulsaba por su boca. No habíaescuchado semejante retahíla depalabras envenenadas en sus casisesenta años. Ardería en el infierno, deeso no tenía dudas.

—María Magdalena se casó conJuan el Bautista —recriminó Agnés conaltivez, mientras su padre parecíaabatido— por conveniencia de lossacerdotes del Templo, que urdieron unplan para ello. Sin embargo, estabadestinada desde que nació a casarse conJesucristo. María Magdalena era laúnica hija del linaje de Benjamín, y sufuturo había sido trazado desde la

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infancia. Suyo era el privilegiadodestino de la sangre real y la profecía.Estaba destinada a un matrimoniodinástico, predicho por los grandesprofetas de Israel, un matrimonio quemuchos consideraban voluntad absolutade Dios. Era descendiente del rey Saúl,y era la princesa de mayor rango deIsrael por sangre. Y Jesucristo era unHijo del León de Judá, heredero de lacasa de David, mientras que su madredescendía de la gran casta sacerdotal deAarón. Jesucristo nació rey y su madrereina. Estaba destinado a ser el futurorey de la casa de David. Y no fue MaríaMagdalena la culpable de que

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encarcelaran a Juan el Bautista…—¡Basta ya, maldita bruja! —

exclamó enloquecido el líder—, nointentes sermonearme, ¡cátara deldemonio! Lleváis siglos tergiversando laHistoria y encumbrando al falso profeta,cuando sólo se trataba de un hombredébil que fornicaba con esa puta.

—Jesucristo nunca estuvo con MaríaMagdalena mientras estuvo casada conJuan el Bautista —replicó nuevamenteAgnés, incapaz de morderse la lengua—.Tan sólo cuando enviudó, Jesucristo lepropuso matrimonio, tal como estabaescrito antes de que los sacerdotes delTemplo se inmiscuyeran. Se casaron y

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adoptaron al bebé, hijo de Juan elBautista. Después tuvieron dos hijos,Sarah Tamar…

—¡Cállate de una vez o te corto lalengua a pedazos, puta! —exclamóiracundo el líder—. Eres igual que ella—escupió señalando a la tumba—. Perohoy, vamos a poder vengar a Juan elBautista. Mis antepasados no pudieronencontrarla con vida, pero nosotrosdestruiremos su tumba y su memoriapara la eternidad —dijo con un brilloespecial en sus pupilas. Lo habíaconseguido. Sí. Desde que llegara a susoídos que unos cátaros parecían buscarel Santo Grial, se puso en marcha,

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siempre en la sombra, al acecho. Era unhombre paciente, metódico, y esperó sumomento. Pronto logró localizar a loshombres que se afanaban en labúsqueda, y todo resultó muy fácil. Sólodebía esperar su momento, vigilando lospasos de estos cátaros, y de los sicariosdel inquisidor, que andaban tras ellos:una panda de inútiles que a puntoestuvieron de dar al traste con su plan,empeñados en matar a los cátaroscreyendo antes de tiempo que ya habíanencontrado el Santo Grial. En más deuna ocasión estuvo cerca de intervenir,pero los cátaros, ayudados por dosferoces guerreros, habían conseguido

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defenderse bien.Raimond asistía en silencio a

aquella confrontación verbal. Ya teníaclaro que aquellos hombres no estabanasociados con el inquisidor general; sinembargo, buscaban lo mismo, a pesar deque tenían propósitos bien distintos. Noobstante, lo que más le preocupaba erasalir con vida de allí. Se habíadevanado los sesos para encontrar unasalida, pero para su desdicha debíanvencerles si querían seguir con vida,algo del todo imposible. Por muy malque se les diera la lucha a aquellos sietemercenarios, la superioridad eraabismal, insalvable. Además, Joseph

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parecía incapaz de reaccionar, hundidoanímicamente. No sabía si era porquehabían acabado perdiendo el SantoGrial o porque le restaban unos pocosmomentos de vida. Lo mismo daba.

—Matad a todos menos a la chica —ordenó el líder con gesto triunfante,aunque su ira seguía muy presente.

Raimond tragó saliva y asió con másfuerza su espada. Uno. A uno de ellosdebería matar antes de que cayeraderrotado, se dijo furioso, si queríaabandonar este maldito mundo con laconciencia tranquila. Miró de reojo aJoseph, que seguía tan abatido comoantes; no iba a luchar. Maldijo su suerte,

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al final eran siete contra uno. Apretó losdientes y plantó ambos pies firmemente.Uno. Sólo debía matar a uno parasentirse satisfecho cuando exhalara elúltimo aliento.

—Matadlos como a perros que son—repitió el líder—, pero dejadme a lachica, voy a disfrutar con ella. Learrancaré las uñas a esa bruja, despuésle arrancaré los ojos, para bajarle loshumos y demostrarle quién es elverdadero Dios —dijo iracundo, conuna perversa sonrisa dibujada en surostro. Avanzó lentamente con la espadaen mano, con su mirada fija en la chica,dando tiempo a sus mercenarios para

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que acabaran con los demás. Ya serelamía con el dolor que infringiría aesa maldita descendiente del falsoprofeta y de la puta. Toda una vidadedicada a encontrar el Santo Grial, alimpiar el nombre de Juan el Bautista, elverdadero profeta, generaciones enterasesperando el momento de demostrar almundo que Jesucristo era un farsante. Lohabía conseguido, y pensaba vengarsecomo se merecían. Esa maldita puta quehabía tenido la osadía de desafiarlopagaría con su sangre, con unsufrimiento atroz hasta llevarla a lamuerte lentamente para saciar una iramilenaria.

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De reojo vio a sus siete mercenariosque comenzaban a moverse para cumplirla orden que había dado, cuando derepente un tintineo le distrajo. Despuésotro, y otro en milésimas de segundo. Elsonido era inconfundible, y sin lanecesidad de girarse supo que eranespadas que caían al suelo. Sin tiempo apoder pensar, contrariado, sintió unpinchazo en la espalda y un sudor frío leinvadió. Después un dolor inimaginablese apoderó de él.

Raimond se quedó boquiabierto alver aparecer en silencio descendiendopor la escalera a hombres armados. Peromás perplejo se quedó al reconocer a

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Ferdinand Yvain y Jaume Raga junto conlos soldados que llegaron de refuerzohacía dos días. Sin tiempo parapercatarse de lo que ocurría, losmercenarios fueron acuchillados por laespalda antes de que pudieran cumplircon la orden de su líder, que también fueabatido.

Raimond y sus acompañantes nocabían en sí de gozo. En un suspirohabían pasado de verse muertos a estarmuy vivos. La diosa providencia leshabía echado una mano, Raimond, sinembargo, cuando ya recobró lacompostura, pensó que se había quedadocon las ganas de cargarse a uno de ellos.

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Sonrió divertido ante este pensamiento.A veces emergía de su interior unabravuconería que detestaba y lesatisfacía a partes iguales.

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Capítulo 36

A la mañana siguiente vinieron lasdespedidas. Cada cual se marchaba a sucasa, todos satisfechos por los logrosconseguidos. Raimond bajó a la tabernay esperó a que los demás fuesen bajandode sus habitaciones. Deseaba volver asu vida cotidiana, dejar atrás todaaquella búsqueda que tanto llegó airritarle, aunque en su fuero internoagradecía la aventura que había podidovivir. Recordaría para siempre lovivido aquellos días, sobre todo porqueestuvo muy cerca de morir, en especial

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en el día de ayer. Como le narraraFerdinand Yvain, la suerte lesacompañó aquel día, ya que estecaminaba bajo la lluvia por la ciudadcuando al pasar por la catedral vioentrar a unos mercenarios armados.Sabedor de que Raimond estaba allídentro, no dudó en llamar alarmado alresto de compañeros para ayudar a sujefe militar. No se había equivocado lomás mínimo, aquellos hombrespretendían matarlos.

Sí, había sido una aventura singular,especial, con el Santo Grial de fondo,pese a que no se trataba, como todo elmundo creía, del cáliz de Cristo, sino de

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la descendencia de Jesucristo. Y paramás inri, descubrir que aquella de la quela Iglesia afirmaba que fue una ramera,María Magdalena, fue ni más ni menosque la esposa de Jesús. Finalmente,habían decidido seguir manteniendooculta la tumba de María Magdalena,sabedores de que harían tambalearse almundo entero si revelaban aquella tumbaescondida en el subterráneo de lacatedral de Narbona. Se regocijó al serconocedor de un secreto extraordinarioy se sintió un hombre privilegiado.

Los hermanos aparecieron, seguidosdel padre Sébastien. Edgard todavíacojeaba ostentosamente, pero la herida

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no sufría peligro de infectarse, así quesólo necesitaba tiempo para que serecuperara totalmente. Laurent, por suparte, físicamente estaba muyrecuperado, de hecho, ya lo estaba antesde ser liberado, pero su estado mentalya sería otro cantar.

Sin mediar palabra, Laurent abrazó aRaimond nada más llegar hasta él.

—Gracias por salvarme la vida —dijo con voz quebrada, emocionado.

—No tienes que dármelas. Hemossido como hermanos, tú habrías hecho lomismo por mí.

—Bueno, lo habría intentado, peronunca habría conseguido librarte de la

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Inquisición —afirmó divertido.Raimond sonrió. Sabía que había

conseguido un imposible, nada menosque vencer a la Inquisición. Aunquehabía ayudado ser quien era. Ni siquieraun noble muy acaudalado podría haberhecho frente al inquisidor general deNarbona, lo que le hacía enorgullecersemás todavía.

—Dale un abrazo de mi parte a tu…a nuestra madre —se corrigió Raimond,al que le habría gustado despedirse deella, y sobre todo haber visto sureacción al librar a Laurent de lahoguera.

—Lo haré —asintió agradecido—.

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A ella, y a mí, nos gustaría que algún díanos visitaras.

—Lo sé —contestó con un hilo devoz. Ya se había reprochado a sí mismono haberlos visitado con anterioridad,por lo que no caería en el mismo errordos veces—. Lo haré. Puedes decirle anuestra madre que os visitaré.Posiblemente este año no pueda, el papaquiere partir de inmediato a Roma, peroen cuanto me sea posible, iré —asegurócon determinación. Nunca los olvidaría,ni a Laurent, ni a Camille. Estaríasiempre en deuda con ellos. Siempre.

—Bueno, hijo —se acercó condificultad el padre Sébastien, titubeando

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si abrazarlo o no. Raimond no lo dudó ylo abrazó con cariño—. Espero que notardes en visitarnos, yo estoy muy cercade irme al otro mundo —dijo divertido.

—Todavía le quedan muchos añospor delante —quiso animarlo, pero laverdad era que estaba muy viejo,encogido y arrugado. Nada que ver conel hombre al que recordaba de suinfancia. Aquella despedida iba aacabar haciéndole llorar. A él, a todo unjefe militar papal, un hombre que erauna leyenda en Francia—. Cuídese,padre.

—Y tú, hijo mío, y tú —contestóemocionado—. Rezaré todos los días

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por ti, aunque no te haga falta, ya queestás protegido por el Todopoderoso…

Los cuatro rieron abiertamente antela gracia del sacerdote, rebajando laemotividad del momento.

—Bueno, Edgard, amigo mío. Hasido un placer conocerte —dijoRaimond tendiéndole la mano.

—El placer ha sido mío. Aunque terecordaré el resto de mi vida por ser elculpable de esta herida en la pierna —dijo divertido. Volvieron a reír conganas. Había sido un final feliz a pesarde los peligros que habían encontrado enel camino.

Inevitablemente, Raimond recordó a

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Joseph y Agnés, de los que se habíadespedido el día anterior. Joseph era unhombre excepcional, a pesar de sercátaro. A partir de ahora los vería condistintos ojos. Y qué decir de su hija,Agnés, una mujer valiente, intrépida,única. Sí, esa era la palabra que mejorla definía: única. Desde el primermomento en que la vio percibió algoespecial en ella, algo que no habíapercibido en ninguna otra mujer. Alprincipio no supo el porqué de esaespecie de atracción que sintió desde elprimer momento, pero ahora lo teníaclaro. Sin embargo, él era un hombresolitario, y lo seguiría siendo.

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Mientras se marchaba de regreso aAviñón con el corazón compungido,melancólico por la despedida yacompañado por sus soldados, no pudoevitar sentir un dolor lacerante en lo máshondo de su ser al recordar a Etienne, sugran amigo y fiel soldado, que dio suvida para salvarle. Una mueca deformósu rostro al recordarlo vívidamente. Almenos su muerte no había sido en vano.Gracias a su heroicidad habíaconseguido liberar a Laurent y habíanencontrado el Santo Grial. Por suerte yano sentía culpabilidad por su muerte, noviviría atormentado el resto de sus días.Lo echaría de menos, y mucho. Alzó la

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vista al cielo con ojos húmedos y leagradeció una vez más su acción, unaacción que había salvado cinco vidasdirectamente, y otra vida másindirectamente. Estaba seguro de que elSeñor lo habría acogido en su seno, apesar de las muchas muertes que habíacometido luchando para la Iglesia.

Espoleó a su caballo y ahuyentótodos los malos sentimientos quecomenzaban a dominarle. Tenía queestar feliz, había conseguido el objetivoque le había llevado a Narbona contratodo pronóstico. Camille lloraría defelicidad cuando viera aparecer en casaa Laurent. Esta imagen le devolvió la

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dicha por completo. No tardaría envisitarla, se juró nuevamente.

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Nací en Murchante, donde vivo, unpueblo al sur de Navarra, en junio de1974.

Tardé en descubrir mi afición por lalectura, demasiado quizás. Desdeentonces estoy recuperando el tiempoperdido, leyendo a diario. Es un placer.

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Hay un antes y un después en mi vidadesde aquel día. Pero nada comparadoal impacto que fue descubrir una pasiónque tenía escondida en algún lugarrecóndito de mi ser: escribir. Tras uncomienzo difícil y titubeante, inmerso enmil dudas, logré sobreponerme ycomencé a escribir con convicción, condevoción, con ganas. Fue algo mágico, ylo sigue siendo. Escribir es mágico.Todavía recuerdo, como si fuera hoy, laprimera vez que me senté delante delordenador, allá por marzo de 2009,muerto de miedo, creyéndome incapazde escribir ni una sola frase. Ahora,fruto de aquella iniciativa, de aquel

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sueño que parecía imposible, ospresento mis obras publicadas.

En 2012 publiqué las dos novelas que yatenía escritas: El asesino bendecido porDios, un trepidante thriller, escrita en2010; y unos meses más tarde le llegó elturno a El legado, una novela negra biendotada de intriga y suspense, escrita en2011.

En 2013 he publicado mi nueva obra: Lasombra de la muerte, una demoledoranovela de acción, suspense, intriga ymisterio.