el descensor - a01n07 - espejos y ventanas

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Revista El Descensor. Textos para leerse de izquierda a derecha y de arriba a abajo. Año 1, número 7. Espejos y ventanas. http://sites.google.com/site/revistaeldescensor

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El descensor Textos para leerse de izquierda a derecha y de arriba abajo

Julio/2009 Espejos y ventanas Página 3

http://sites.google.com/site/revistaeldescensor/

Contenido

Editorial ..................................................................... 4

Con vista al interior ................................................ 4

Desde el otero ........................................................... 4

Espejos y ventanas................................................ 4

Poesía desde el otro lado del estercolero.................. 5

Espejo roto ............................................................ 5

A tiro de piedra .......................................................... 6

Tenemos café ........................................................ 6

Historias casi verdaderas .......................................... 7

Tres muertes misteriosas (segunda parte) ............. 7

En nombre de todas las letras ................................... 8

Indeleble ................................................................ 8

La casa en el ciruelo ................................................. 9

Poema ................................................................... 9

En negro sobre blanco .............................................. 9

El otro .................................................................... 9

Memorias de una bruja… y loca .............................. 11

Ventanas y espejos ............................................. 11

El séptimo duende .................................................. 12

San Antonio ......................................................... 12

Ágape ..................................................................... 13

Espejos ................................................................ 13

Diario de un estafador ............................................. 14

Retrospección ...................................................... 14

El elefante funambulista .......................................... 15

Espejismos .......................................................... 15

El catalejo ............................................................... 15

Y tú estabas allí ................................................... 15

El sillón de orejas .................................................... 15

La ventana entablada .......................................... 15

La almadraba .......................................................... 19

Espejos y ventanas.............................................. 19

Lectores opinantes .................................................. 20

Participan en esta edición ....................................... 20

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Editorial

Con vista al interior

La redacción

Hay cosas de uso común, unas cuantas nada más, que a más de necesarias por su propósito práctico, son también imprescindibles para nuestro bagaje emocional, por la fascinación que provocan en nuestra mente infantil y habrán de acompañarnos a lo largo de nuestras vidas, y entre ellas sin duda se encuentran las que ahora nos atañen.

Espejos que reflejan nuestro rostro y nos dan una visión precisa de nuestro entorno.

Ventanas que nos llevan a otros sitios, tal vez cercanos, quizás distantes.

Espejos que nos acercan, nos empujan a explorar nuestro interior.

Ventanas que permiten la entrada al aire fresco de la tarde y oxigenan el alma.

Espejos en donde vemos los estragos del paso de los años y el peso del pasado.

Ventanas que se abren con optimismo para darnos una idea aproximada del futuro.

Espejos que son ventanas a nuestro interior.

Ventanas que son reflejo de nosotros mismos.

Y es así que ahora nos congregamos para rendir un pequeño, que no insignificante, homenaje a estos compañeros infalibles, a estos cuadros de madera o de metal que abrazan trozos de material cristalino, transparente o reflejante, y nos regalan cotidianamente, sin la crueldad de la memoria ni los artilugios del adivinador, una visión lo suficientemente clara de los que fue, de lo que es y de lo que alguna vez será, porque no hay presente sin pasado, como no habrá de haber futuro sin la mezcla de recuerdos del pasado con vivencias del presente.

Desde el otero

Espejos y ventanas

José Luis de la Fuente

Sentado en el borde de la vetusta cama, contempló un día más y como de costumbre su rostro avejentado y curtido en el espejo deteriorado de la antigua cómoda. Sintió como de su pelo canoso y corto, se deslizaban una gotas de sudor; aunque era muy temprano, el bochorno ya se hacía notar. Paseó descuidadamente la tosca mano por su barba blanca desaliñada y pensó que hoy tampoco era un buen día para rasurarse. Examinó taciturno, como hacía todos los días antes de levantar, el vacío que había en el otro lado de la cama e inspiro intentando oler su ausencia; hacía mucho tiempo que ya no lo conseguía. Se levantó pesada y pausadamente y se dirigió hacia la desvencijada ventana. Pasó la palma de su mano ruda y áspera por el batiente roto de la ventana y pensó que algún día tendría que repararlo. A través del cristal fracturado, observó con enojo sus campos yermos y asolados. A medio vestir, abrió con dificultad el portón y salió al exterior de la humilde casa. Escudriñó el cielo buscando cualquier atisbo de nubes que pudieran traer la deseada lluvia y lanzó un exabrupto al aire al no encontrar rastro alguno. La primavera debería de haber regalado, como siempre, sus temperaturas suaves y sus deseadas lluvias para que los cultivos empezaran a crecer de forma vigorosa e incontenible. Sin embargo, en el meridiano de la primavera, se instaló un calor sofocante, sorprendente e incomprensible, que había terminado por asfixiar y arrasar todos los tiernos cultivos de la comarca de forma irreparable. Paseó la vista por su labrantía y por la de los demás labriegos y solo encontró desolación. Su mirada fatigada por la edad y por el demoledor paisaje, descansó durante unos instantes en el palacete del hacendado y comprobó como sus tierras y el frondoso jardín situado en la parte anterior, estaban ahora igualmente desbastados por el inexplicable bochorno. Le llamó levemente la atención, que los ventanales de una de las alas del edificio hubieran cambiado de posición. No recordó cuando se produjeron las reformas, pero

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pensó que se había desbaratado la perfecta alineación simétrica que armonizaba con el resto de los múltiples ventanales repartidos por la fachada principal. Le pareció pueril que estos pormenores le desviaran de sus verdaderas preocupaciones y volvió a sus sombrías cavilaciones. Cariacontecido, se acicaló someramente y marchó a reunirse con el resto de labriegos; corría el rumor de que alguien conocía el origen de tamaña catástrofe.

Cuentan que pocos días después y pese a las llamadas al orden y a la serenidad de las autoridades, la mansión del hacendado fue violentamente asaltada, saqueada e incendiada por los incontenibles y enfurecidos labriegos.

-----

Como era habitual desde hacía meses, el sobrino del hacendado visitó un día más a su aquejada prima. Postrada en la cama, las altas fiebres producidas por una larga y desconocida enfermedad, extraían y arrebataban día a día un pellizco de su preciosa vida. Sentado en un butacón al lado de la cama, velaba a su prima. En los momentos en que su prima y amor secreto –secreto, conocido por toda la familia- caía en ese extraño e inquietante sopor más propio del otro mundo que de éste, el primo observaba distraído el exterior por uno de los amplios ventanales que dominaban el espacioso dormitorio. Estos, rematados en forma de arco y divididos en pequeños cuarterones que los asemejaban a una vidriera, permitían contemplar el estallido de belleza y color que el frondoso jardín concedía gracias a las bondades de una exultante – y casi zahiriente, dada la situación- recién estrenada primavera. Flanqueando los ventanales, dos grandes cortinones de tela forrada precedían a unos lujosos y majestuosos espejos de cuerpo entero de madera maciza finamente trabajada y elaborada a relieve. El doble marco en color dorado en pan de oro confería a los espejos un aspecto exclusivo y en los cuales la prima, en otros tiempos, gustaba contemplar el florecer continuo y precioso de sus diecinueve años. Ahora los espejos solo servían para que el primo, desde el sillón y prácticamente desviando levemente la mirada de los ventanales, observara reflejado el

enfermizo semblante de su prima que yacía en el lecho y en la que apenas quedaban ya vestigios de su vitalidad y belleza.

Un día en que, en uno de los desvanecimientos de su prima, alternaba la lastimosa vista de ésta reflejada en uno de los espejos con la explosión de hermosura del vergel que contemplaba a través de uno de los ventanales, le dio por pensar que pareciera que todo el esplendor que su prima estaba perdiendo, se lo estuviera arrebatando una taimada y pérfida primavera para derramarlo sobre la naturaleza. Tal era su desasosiego, que le dio por pensar que tal vez intercambiando la situación de los ventanales por la de los espejos, los procesos vitales se pudieran permutar.

Dicen, que el primo transmitió esta absurda idea a su tío y éste, sorprendido por la ocurrencia de su sobrino, pero con la misma desesperación por el estado de su desahuciada hija, pensó que nada se perdía por probar. Sin considerar adecuadamente el alcance de tan descabellado proyecto, procedió a ordenar que se efectuaran las obras oportunas para intercambiar la ubicación de los espejos por la de los ventanales en el aposento de la joven.

Poesía desde el otro lado del estercolero

Espejo roto

Carlampio Fresquet

Consciente de ser el espejo roto que devuelve fragmentos cubistas intento agrupar mis partes, pegándolas con barro, sin dejar de reflejar bocados de realidad.

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A tiro de piedra

Tenemos café

Francisco Arriaga

Seremos pobres toda la vida. Papá Jacinto así lo dice, y mi papá, Eusebio, se queda callado y no le responde. Ya sabemos que cuando Papá Jacinto habla y mi papá no dice nada entonces dijo algo que es verdad.

Mi papá dice que se friega todo el día y que el dinero no alcanza para nada, que por más que le diga al jefe que le suba las horas, que le baje los pagos del Infonavit, que lo de de baja del seguro, total, ni lo usamos y todo se arregla con pastillas y jeringas, pero el jefe le dice que no y que no y que no.

Después, Papá Jacinto le dice que estamos jodidos porque mi papá quiere, porque si él quisiera le dejaría las puertas abiertas a dos o tres contratistas por la noche; entre tanto bulto de cemento y montones y montones de arena y piedra nadie se dará cuenta si falta algo. Y total, en todos lo inventarios siempre acaban por rebajarle dizque porque faltaron clavos, alambrón, castillos, o varillas de acero. Entonces mi mamá le dice que necesitamos de todo, pero que Eusebio en la cárcel no le conviene a nadie, ni a los contratistas ni al patrón ni a Papá Jacinto. Y luego mi papá se enoja ni no le vuelve a hablar a mi mamá por días y días, hasta que todos nos olvidamos por qué se habían peleado, y Papá Jacinto vuelve a decirlo otra vez: estamos jodidos nomás porque tu papá quiere.

Pero la tarde en que papá le gritó a Papá Jacinto que dejara de estar fregando, que él conseguiría para comprarle hasta el café que tanto le gusta, Papá Jacinto se quedó serio, se le fue el color de la cara. Si de por sí era blanco, la cara se le quedó como un pedazo de veladora sin usar.

Lo primero que le dijo a mi mamá fue que cambiara las cortinas. Que tuvieran colores bonitos, esas amarillas y verdes con la orillita de sandías, y que limpiara las ventanas y pusiera un espejo nuevo en el baño, que ya estaba cansado de cortarse con el rastrillo cada vez que se rasuraba.

Mamá se compró un vestido bonito, con dibujos de flores y pájaros, se vía más bonita que nunca. El abuelo entonces ya no le decía que estábamos fregados por su culpa, nomás le decía que el café que le había comprado estaba muy rico, que las conchitas y hasta los bolillos sabían mejor remojándolos en café con leche.

Supe que ya las cosas iban mejorando fue cuando mi papá me compró una mochila nueva, de esas que venden siempre cuando se acaban las vacaciones y hay que regresar a la escuela. Olía a plástico y pintura, tenía un halcón extendido enfrente, y en los tirantes algo así como rayos pintados que echaban chispas, de color azul, y tonos plateados y dorados. Fue la primera vez que mis amigos me dijeron que sus papás nunca les habían comprado algo así, que tenía mucha suerte de tener una mochila como esa.

Así pasaron muchos meses, Papá Jacinto sacaba al patio una silla todas las tardes, y se tomaba su café despacio, hasta se le olvidó lo que a cada rato le decía a papá, aquello de que éramos pobres nomás por gusto. Las cosas habían cambiado, y mi mamá hasta compró otras dos cortinas nuevas para la ventana, y mi papá ya nunca se cortaba con el rastrillo, hasta me dejó que le pegara en el espejo unas calcomanías que me habían salido en unas sabritas, con el Batman y el Hombre Araña, y otra con la Mujer Maravilla y La Mujer Invisible, una calcomanía en cada esquinita.

Pero hace como cuatro meses llegaron los de la policía, hasta parece que ya sabían a qué hora salía mi papá de trabajar. Lo estaban esperando en la puerta. Mi mamá nos dijo a Papá Jacinto y a mí que nos fuéramos con ella para el cuarto. Mamá Juanita estaba dormida y ni cuenta se dio, y Fabián también estaba dormido, su biberón no tenía ni una gota de leche, toda se la acabó.

Estuvieron con mi papá como media hora, al salir hasta se despidieron de él. Le dijeron que a lo mejor hasta volvían a hablarle para que se presentara en el Ministerio Público, aunque también le dijeron que a como estaban las cosas eso era casi imposible. Papá les dijo que ya sabían dónde vivía, que por él no había ningún problema, sólo quería ayudar a su jefe.

Por la noche mi mamá le preguntó qué era lo que había pasado. Él le dijo que se había puesto vivo y

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que se había cansado de que Papá Jacinto le refiriera una y otra vez que no les quedaba ni para un chicle. Y que hizo lo que tenía que hacer, a él le daban el quince por ciento, otra parte igual para el velador, y el negocio era redondo. Pero algo salió mal con unos hombres de esos que echaban el material en las trocas, hacía cuatro días que habían llegado en la noche y parece que al jefe de mi papá ya le habían dado el pitazo, llegó derechito a los patios, y los encontró cargando los camiones.

Le dijo a mi mamá que a él nomás le tocó echarle un camión de volteo repleto de arena encima, que entonces le dieron un montón de billetes y le dijeron que ni se preocupara, ellos se encargarían de cubrir todos los rastros y ni quién fuera a pensar que al viejo lo habían enterrado al fondo del corralón.

Mi mamá me dijo que jamás podría decirle a nadie lo que papá nos acababa de decir, Papá Jacinto se quedó serio, pero tampoco dijo nada. Mamá Juanita no se dio cuenta, con su sordera necesitaba que uno anduviera gritándole por todo, así que nomás nosotros tres sabíamos lo que había pasado.

Lo más triste fue que aquellos hombres ya no regresaron al trabajo de mi papá. Los policías tampoco volvieron por la casa, el hijo mayor del dueño llegó y siguió manejando los negocios, pero él hacía las cosas diferentes: papá decía que facturaba notas fantasmas y que no pagaba impuestos. A ellos no les quedó de otra más que seguir trabajando más y ganando lo mismo; a nosotros se nos acabó el dinero de un día para otro.

Pero Papá Jacinto ya no le dice lo mismo a mi papá, todos sabemos que siempre seremos pobres. Y yo no sé, pero a lo mejor un día me toca abrirle la puerta a otros hombres, y entonces sí me pondré al tiro, para que no se nos acabe el dinero. Cada vez que veo las cortinas de mi mamá pienso que me gustaron mucho, así quiero que se vea siempre mi casa, con las ventanas bien bonitas, y un espejo grandote en el baño. Ya alcanzo a verme los ojos y la nariz, sin necesidad de pararme de puntitas.

Lo bueno es que Papá Jacinto aún tiene café, un bote lleno al fondo de la alacena. Ahora me da traguitos, y tiene razón, las conchitas y los bolillos bien remojados en el café con leche, saben mejor.

Historias casi verdaderas

Tres muertes misteriosas (segunda parte)

Edgardo Castillo "Zumm”

Han pasado tres meses desde que fui a dormir al garaje de la casa de Cacho. Ya tengo terminada mi novela y el editor está feliz con ella, pero me ha traído una lista de arreglos que debo hacerle para que sea más comercial.

Aprovecho para pedirle otro adelanto de dinero y me pregunta secamente que es lo que hago con la plata. Dice que me ha entregado bastante y que le llegaron rumores que paso drogado y bebiendo en cuanto piringundín o bar de mala muerte exista.

Rechazo indignado tamaña acusación y le cuento una mentira. Le explico que tengo a una mujer embarazada y tiene que hacerse un aborto, porque es casada y el marido resultó ser estéril. No podrá jamás tener hijos y ella no puede abandonarlo porque el tipo es muy rico y además la ayuda a mantener a su madre enferma y a su hermana paralítica.

Mi editor, se rió de buena gana y me felicitó por mi inventiva. Acaloradamente le respondí, indignado, que no era mentira esa historia y parece que me creyó, porque me hizo un cheque, aunque desconfiando si era verdad o mentira lo que yo le había contado. Me exigió a cambio que empezara a escribir otra novela, que sea toda ficción, pero que la historia se apoye de a ratos en el filo de la realidad.

Inmediatamente le dije que sí, aunque en realidad no había entendido nada de lo que pretendía. Pero, pensé, cuando inhale un par de líneas de cocó, tendré la mente más clara y entenderé todo.

Lamentablemente hoy es sábado y no hay Bancos. No podré cobrar mi cheque hoy y necesito la plata con urgencia. Tendré que caer en manos de alguno de los dos usureros que conozco: uno que me descontará un 10% por lo menos o aquel, que si lo

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encuentro sobrio me sacará de un 10 a un 15%. Ahora si no está sobrio, es muy capaz de no cobrarme intereses por hoy, pero mañana si vuelve a estar con la Templanza, me agarrará del cogote y me exigirá un 20%.

Pero debo conseguir el dinero para pagar mis deudas.

El cantinero del café donde para el segundo de ellos, me dice que no lo ha visto en el día de hoy. ―Mala fariña‖ pienso para mis adentros. Seguro que debe estar sobrio.

En un rapto de sinceridad le cuento al cantinero mis cuitas y le muestro el cheque. Silba de asombro al ver la cantidad y lamenta no disponer de ese dinero, pero me confía, conoce a un viejo que me lo podría cambiar, aunque ignora cuál es el interés que cobraría por hacerlo.

Estoy desesperado. Necesito mi ración y no me importa lo que me cobre. El buen cantinero me anota la dirección del prestamista en un papel y hacia allá voy.

Camino velozmente las siete cuadras hasta la casa del tipo. Es una casa enorme, vieja, descuidada, que alguna vez debió ser grandiosa. Lo dice el número de ventanas que tiene. Seis en el segundo piso, otras seis en el primero y cuatro más en la planta baja.

Golpeo la puerta con fuerza y al rato siento unos pasos lentos, como de alguien que arrastra los pies.

Se abre la puerta y una anciana vestida a la moda de hace 60 años, me mira con altivez y me pregunta que es lo que quiero.

-Debo ver al Licenciado Giusti- le digo con amabilidad

Sin decir palabra la anciana me indicó que la siguiera por el largo pasillo lleno de espejos de todo tipo y tamaño. Alcancé a contar veintiséis espejos. El más pequeño era del tamaño de un libro y desde ahí para arriba había de todas formas y tamaños. Con marcos dorados, otros de madera negra, otros de metal y lo único que tenían en común era su antigüedad.

Me indicó que esperara en un pequeño recibidor y enseguida el Licenciado me atendería.

A los cinco minutos apareció un hombre mayor de facciones conocidas. Casi me desmayo cuando lo

reconozco. Es el viejo que estaba muerto en el baño del garaje, en la casa de Cacho.

Continuará...

En nombre de todas las letras

Indeleble

Martha Silva “MarthaX”

Un sonido… extraño, demasiado cercano, me despierta. Abro los ojos tratando de ubicarlo. Busco el reflejo en el espejo y entonces comprendo: es la alarma de un celular, con una tonadita que no identifico. El celular no es mío, es del hombre que duerme al otro lado de la cama. Él no lo oye, duerme apaciblemente. Yo, que quisiera el máximo silencio para oír su respiración, aguanto estoicamente al filo del colchón. Me resisto siquiera a quitarme los cabellos de la cara, por temor a moverme y despertarlo… Silencio, por fin. Entonces recuerdo por qué debo levantarme con cuidado. Por qué debo vestirme con rapidez. No debo darle oportunidad de descubrir mucho más de lo estrictamente necesario. Porque permitirle ir más allá le dará derecho a hacer preguntas y yo seré evasiva. Siempre han quedado conformes con una explicación vaga, pero algo me dice que él no. Siento que él es diferente y a pesar de todo, temo moverme y despertarlo. Más bien temo nuevas preguntas, no tener esta vez respuestas que suenen convincentes. Convincentes también para mí misma, para sonreírle sin amargura y enterrar de una vez por todas el pasado. De pronto, otro sonido, mi sonido. De mi propio celular. Abro los ojos completamente y me quedo otra vez quieta, sin respirar. Uno, dos, tres. El trasto se queda mudo. Agudizo entonces mi oído, puedo apreciar que la respiración a mi espalda ha cambiado: ahora sí despertó. Se está moviendo hacia mí y muy quedo me pregunta si no contestaré. ―Mmm… no, que vuelva a sonar‖ digo indiferente. Esto le hace lanzar

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una risita y apretarse junto a mí. Yo ni siquiera sonrío, estoy pensando en cómo sucederán las cosas ahora que él comienza a jalar las sábanas. Va a verme, verá el tatuaje, quizá se ría o se sorprenda. Algunos ni siquiera lo notan. Los otros invariablemente preguntan el por qué. Uno no me creyó cuando le aseguré que tampoco era la ―gran historia para contar‖ pero respetó mi silencio. No he adivinado aún en qué categoría poner a este. ¡Oh no! Mi móvil comienza a sonar otra vez, y ya sea que yo me levante o siga atenta a sus caricias, él verá el tatuaje.

Un pitufo.

La casa en el ciruelo

Poema

Sergio Manganelli

Sesenta y cinco espejos, bien contados, que te sugerirán mi imagen repetida, y no sabrás por cuál reconocerme, ya fatigado o gris, vital o inmóvil, cuando temblando acuda tu mirada, al áspero costal de la memoria. El enigma es sencillo, que sea tu piel, entonces, una brújula.

En negro sobre blanco

El otro

Marcelo Choren

Tengo buena memoria, excelente.

Algunos recuerdos se me aparecen como imágenes fugaces, evocaciones momentáneas.

Pero hay otros.

Recuerdos densos, asfixiantes, donde la memoria tiembla bajo el agobio de su carga. Pertenecen a mi lejana niñez.

Para evocarlos sólo necesito observar la cicatriz lívida, acordonada, que nace al borde de mi ceja derecha y baja irregular, atravesando el pómulo, hasta perderse en la barbilla.

¿Cuántos años tendría, yo? No más de cuatro, creo. Y estaba el espejo. Enorme, en la pared de la sala, iba desde el suelo hasta el techo. Ancho, me parecía, más que la extensión de mis brazos. Allí vivía mi único amigo.

Su sala era similar a la de mi casa, y su casa -intuí-, debía ser una réplica invertida de la mía. Alguien las había construido así, adosadas y falsamente idénticas; con un cristal gigantesco interrumpiendo la continuidad de la medianera, para que nosotros pudiéramos vernos, jugar sin tocarnos.

De común acuerdo alineábamos los soldaditos de plomo, enfrentándolos, armando cruzadas sin ganadores.

En los días lluviosos, boca abajo sobre el suelo de pino, me gustaba dibujar en hojas de papel amarillento. Al terminar le mostraba el dibujo a mi amigo, él exhibía otro igual. Yo trataba, en vano, de hallar diferencias.

Había ocasiones propicias para las confidencias. Con dolor descubrí que el vidrio debía ser insonorizado, sólo se escuchaba mi propia voz menuda.

Me apenaba que mi gemelo viviera encerrado. El pelo cortado a cepillo como yo, la mirada mortecina, los hombros caídos, el mismo pecho angosto, y las rodillas nudosas articulando las piernas delgadas.

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Un mediodía de verano se desató otra batalla entre mis padres. Una más, en la guerra interminable que sostenían.

Quedé en medio, justo cuando le exhibía al prisionero del espejo un libro con ogros verdes y brujas moradas.

Los gritos iban de un extremo al otro de la casa.

Mamá, refugiada en la cocina, cortando verduras. Papá desde su despacho, tras el escritorio de roble, cubierto de carpetas negras.

No sé cómo empezó la disputa, tampoco es importante. De algún modo incierto y oscuro, yo sentía que la responsabilidad por la falta de armonía familiar se asentaba sobre mí. Que yo era el culpable.

-¡Ignacio!- la voz aguda, nerviosa, de mamá -¡Ven aquí!

Llegué trotando a sus dominios. Lo mejor era ser silencioso y diligente.

La cuchilla caía sobre una indefensa hoja de apio que mamá sostenía contra la tabla. La velocidad era alucinante. Los cortes, quirúrgicos. Mis ojos no podían seguirla: verde, plateado, verde, plateado, verde. Fin. El metal centellea, y barre los trocitos hacia un plato.

Es el turno de una zanahoria. Ahora distingo naranja contra plateado, naranja, plateado, naranja, plateado, plateado.

-¿Sí, mamá?

Se interrumpe para mirarme. En sus ojos marrones, con motas verdes y doradas, el iris tiene el diámetro de una cabeza de alfiler.

-¡Ve a preguntarle a tu padre- grita, y me apunta con la cuchilla-, si va a tomar sopa, de esta sopa!

-Sí, mamá.

Cruzo la tierra de nadie. Al pasar frente al espejo, veo de soslayo al otro Ignacio en una diligencia similar. Advierto el ceño fruncido, los hombros más cargados que de costumbre. Me pregunto si podrá llevar noticias distintas a las mías.

Papá muerde un cigarrillo, otro humea en el cenicero repleto. Escribe con fuerza, con saña. Desplaza las carpetas, golpeándolas entre sí. A sus espaldas, el

tocadiscos se arrastra. El mismo tema musical de siempre: Only you.

-Papá.

Levanta los párpados hinchados. Parece tener que arrancarse del influjo hipnótico del cigarrillo, los escritos y la música. Él también, lo sé, va a gritar.

-¡Qué quieres!

-Mamá pregunta si vas a tomar la sopa.

-¡Dile a tu madre,- estira el cuello en dirección a la cocina -que yo no tomo sopa hecha con caldo concentrado! ¡Que mi madre nunca le agregó a la sopa esa porquería! ¿Me entiendes?- recalca -¡Nunca!.

Puntualiza cada palabra con golpes del índice sobre la superficie lustrosa del escritorio.

Vuelvo con la respuesta, atento a mi doble función de mensajero y rehén. Me lo tengo merecido. Ya saben que estuve robando galletas de la lata. Ellos, lo saben todo.

Vuelvo a encontrar al otro Ignacio. ¿Qué irá a decirle a su mamá? ¿Le gustarán, como a mí, las galletas con azúcar pegado arriba? No lo sé.

Me detengo en la puerta de la cocina. De la olla se elevan nubecitas de vapor.

-Dice papá que no quiere sopa, porque es distinta a la de la abuela.

En mi ausencia, la cuchilla no ha permanecido ociosa. Ya dio cuenta de varias patatas y un trozo de ternera. Se eleva, lista para cortar en dos, el corazón amarillento de un nabo. Mamá baja el brazo, la ejecución ha sido postergada.

-Ve a sentarte a la mesa- dice, y su voz sosegada es peor que los gritos.

Ya en el comedor, arrastro la banqueta pintada de azul. Me trepo y espero.

Los minutos pasan. Pongo el dedo en el centro de cada florecita del mantel. Mentalmente digo rinnn, como si se tratara de timbres. Balanceo las piernas, me rasco las costillas. Extiendo la mano hacia la panera, pero me detengo. Aquel Ignacio, imagino, ya debe estar comiendo.

Mamá trae los platos, los distribuye con fuerza. El

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que me destina se le parte en las manos. Sobresaltado, cierro los ojos. El silencio es tan intenso que alcanzo a oír la música tenue, proveniente del escritorio. Only you. Cuando me atrevo a espiar, el plato ha sido reemplazado por otro.

Ahora mamá trae la sopera y me sirve.

-Mamá.

-¿Qué pasa, Nacho?

-Yo... tampoco quiero sopa.

No me responde enseguida. Primero, carga bien el cucharón y lo vacía en mi plato. Sus movimientos son lentos, alarmantes en su precisión. Quiero que venga papá, que la distraiga. Quiero que mamá deje de prestarme atención, tanta atención.

Pone la cuchara en mi mano y me obliga a hundirla en el pócima de la discordia. Empiezo a llorar en silencio. Su boca, pegada a mi oído, sisea:

-Eres igual a tu padre.

A mi amigo no deben pasarle estas cosas.

Papá entra en el comedor y ocupa su lugar. Me descubre tomando el brebaje tibio. Mis lágrimas caen y se mezclan con los fideos, el caldo.

-Eres igual a tu madre- murmura con desprecio, y menea la cabeza.

Esa tarde necesité contarle todo al otro. Mientras lo hacía, apoyé las manos, la mejilla, en el vidrio helado. Mirando de reojo, alcancé a ver la puerta de calle, la de su casa. ¿Estaría, también esa, cerrada con llave? Me apreté más fuerte, el marco de madera oscura se interponía en mi línea de visión. Por más que empujé, no obtuve mejores resultados.

Vencido, me paré en medio de la sala. Descubrí su mirada anhelante, parecía suplicarme en silencio.

Tomé impulso y corrí.

Embestí el cristal con la cabeza en alto, dispuesto a liberarlo de su prisión. Desde el otro lado, mi doble hizo lo mismo.

Chocamos.

El estallido, los pedazos refulgentes cayendo a mi alrededor. La sensación de rasgadura sobre mi cara. Frío, calor, más frío. Y un calor intenso.

Aturdido, noté la sangre. Caía a borbotones sobre el algodón de mi camisa blanca. La casa y mi amigo ya no estaban, los reemplazaba un cartón sucio, apolillado, salpicado de gotas oscuras. El suelo se cubría de imágenes fragmentadas, dispersas.

Retrocedí tambaleándome. Toqué la herida y mis dedos se hundieron en una pulpa asquerosa y blanda. En ese momento se presentó el dolor.

Entre el martilleo de mis sienes y un silbido que me perforaba, creí oir a mamá llamándome y a papá que gritaba, otra vez gritaba.

Me desmayé.

Hoy, al mirarme en un espejo veo a un hombre canoso, un poco miope, de sonrisa torcida y una cicatriz irregular. Cuando puedo, me acerco hasta la superficie de algún espejo y espío hacia los lados. Entonces siento una alegría feroz.

El otro Ignacio ha logrado escapar.

Memorias de una bruja… y loca

Ventanas y espejos

Claudia Palatucci “Jezabel”

Miro a través de la ventana que te ofrece el escape a un nuevo despertar, descubro poco a poco el sueño que revienta la llaga digna de un pesar, no me permite llegar al luto pernicioso que se aguanta en tu sonrisa fingida, esperando la llegada de un nuevo animal. Perturba el retoño que fluye y acaba de empezar a sentir, es imposible revivir ni siquiera el recuerdo, se ha roto un extraño presentimiento, duda y cenizas quedan, se lo ha llevado todo el viento, sin ganas de repartir ni delirar.

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Ya no vengas, espejo roto, ya no mires para allá, encontrarás solo la ilusión de un chiquillo, camisa sin fuerza para soltar, escurre el llanto silencioso, sigue sin dejarlo terminar.

El séptimo duende

San Antonio

Ana Ma. Gutiérrez

Me siento canalla cuando bebo algún licor fuerte pero más cuando le cuento a un extraño y en voz alta las andanzas que nunca tuve. El otro día en la cantina era yo una afanadora en barrio rico y trabajaba para doña Estela una cuarentona esposa de político que no hacía las labores domésticas ya no digamos por no dañarse el manicure sino porque no nació para eso. Así decía ella con su voz estirada: Yo no nací para eso.

Esa tarde hacía demasiado calor cuando me senté en la barra del Diana's y después de sopesar la potencial calidad de los parroquianos decidí tirar el anzuelo a un tipo que se sentó a mi lado, despistadamente le hice platica con la excusa ya trillada del clima. No era la primera vez que lo hacía, Úrsula y yo ya íbamos para un año trabajando de esa manera, ganábamos las dos.

Que calor hace. Dije tímidamente mirando mi vaso. Sí, mucho calor –contestó- y es que ya estamos en pleno mes de agosto, qué está tomando chula? Estoy haciendo la novena a San Antonio así que le prometí no tomar nada de licores así que bebo una limonada, me pregunta interesado por qué a pesar de no beber estoy en ése bar, por qué la novena o alguna otra cosa y es en esa parte donde empiezo a desarrollar la historia, cada hombre tiene la propia, lo que lo mueve y conmueve. El dolor y la ira son emociones humanas tanto como las fantasías o el deseo: Los sueños, lo prohibido, eso que nunca podrán hacer pero que repasan en su mente una y otra vez es materia para nosotras. No es una estafa,

es un negocio, no me malentienda, no mercamos con el sentimiento, trabajamos nomás. Ofrecemos un servicio y buscamos hacerlo con calidad. Trabajamos en equipo, somos socias, dividimos la paga en un setenta-treinta que para mi estaba bien. Creo que ninguna de las dos pensamos que algo así pueda salir o estar del todo mal. Úrsula tiene habilidades que yo no y viceversa, nos complementamos. Hasta ahora, ellos se van contentos. La clave está en saber elegir el cliente y saber diseñar la historia.

¿Que cómo lo hago? Pues verá, cuando abro el tema mencionando a mujeres como doña Estela, no precisamente voy a continuar la historia por ahí, generalmente la estrategia me lleva más a mí que yo a ella y acabo inventando primas, hermanas, amigas u otra cosa. A veces no tengo material para continuar y mejor cambio el tema y empiezo otra vez. Esa tarde a ése cliente en cuestión, le hablé de las hijas de la tal doña Estela, de cómo le rezaban a San Antonio para conseguir novio, de cómo estaban tan necesitadas de hombre que según veía yo bien le harían caso a casi cualquier muchacho. Lo fui haciendo fuerte, le hable de que están en el colegio pero que ya están grandecitas y entre charlas metí datos de cosas que sé que Úrsula tiene para trabajar. El chiste es abrirle la posibilidad de que alguna fantasía puede serle cumplida, si no del todo, al menos una parte. Como quien dice le abro una ventana desde el interior, una ventana que le da boleto directo a hacer realidad algo imposible, como es en este caso, que un tipo que es peón de la construcción acabe en la cama con una niña rica que le reza a San Antonio para tener novio a pesar de ser linda y de familia acomodada. Charlamos un buen rato y cuando veo que amarra un poco la historia y que tengo suficientes detalles me despido. Otro día le cae el cliente a Úrsula para que le cumpla la fantasía que ya le creé un poco entre charlas, un poco porque ya la traía metida y a la luz de los alcoholes me la fue contando, yo nomás voy asintiendo o repitiendo algunos detalles a manera de espejo para asegurarme de que sí va por ahí y de que el cliente es seguro, porque ya otras veces me ha pasado que gasto mi tiempo y nada de cliente, en días como esos verdad de Dios que me dan ganas de dejar la chamba. Pero otro día ahí estoy otra vez inventándole y buscando. Los hombres son muy

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básicos y yo soy más que ingeniosa así que hasta ahora ha dado resultado. ¿Que cómo después de hablar conmigo acaba precisamente con Úrsula? Yo a ella le doy las señas y le doy dato de lo que platicamos con lujo de detalle (calles, lugares, horarios, nombres) ella busca entre sus cosas algo para caracterizarse, al otro día ella se hace la encontradiza y todos contentos: Él con su fantasía, nosotras con la paga. No somos cualquier equipo, somos un par que puede elegir el cliente y que se da el lujo de saber casi con 24 horas de anticipación cuánto va a durar el trabajo, como va a ser y desde luego cuanto vamos a cobrar. ¿Que cuánto cuesta un trabajo de esos? Permítame que me guarde esa información, sólo sepa que nos alcanza para vivir bien desde que me corrieron del fábrica en la que trabajé nueve años ‗quesque por la edad‘, casi al mismo tiempo en que el Andrés dejó sola a la Úrsula con sus chiquillos ‗pa irse al otro lado y nunca más supo de él. Teníamos casi un año sin trabajar. Ella pues todavía jovencita pero yo que iba a dedicarme a esos trabajos si ya hace mucho que la piel se me hizo vieja, ella no veía otra manera pero le daba miedo así que buscamos una forma segura, le propuse lo de las ventanas y mírenos trabajando. Nos gusta decir, cuando nos preguntan, que nos dedicamos a los espejos y ventanas, porque abrimos posibilidad de cumplir fantasías y a veces materializamos el reflejo de lo que ellos no pueden ser. Usted es reportero, sabrá escribirlo mejor que yo. Creo que nos ha dado resultado porque en el Diana‘s cae todo tipo de gente y abre más tiempo que el resto de los bares. Pero cuénteme de usted, ¿dice que es periodista no? A ver, platíqueme más.

En la barra del Diana’s se ve con frecuencia a una mujer madura y humilde bebiendo a solas su trago, eventualmente platica con uno que otro hombre que por ahí se encuentre. Tenía una semana sin venir pero esta tarde de verano se le ve muy tranquila platicando con un reportero de El Sol, diario de circulación estatal, animadamente le pregunta desde cuando es reportero y le cuenta un poco de su vida. Anécdotas van y tragos vienen. Más tarde se despiden. Otro día, sospechosamente es la hora del cierre de edición y el reportero no ha hecho su entrega semanal.

Ágape

Espejos

Francisco Cenamor

Un espejo cae a gran velocidad. Apenas tenemos tiempo de apartarnos. Desde una ventana, alguien ha visto reflejado su rostro: no se reconoce. Los mirlos, deslumbrados por algún rayo de sol atrapado por el cristal, huyen de sus ramas. Ha caído junto a un perro; disimula su miedo con un pequeño salto, se lame la cola. Miles de pequeños espejos estallan en la calle, nos persiguen, nos recuerdan nuestras caras asustadas, nuestro miedo, nuestras tristezas, nuestro asombro. Terminan de asentarse en el suelo los hijos del gran espejo que vinos caer. Silencio. Shock. El llanto de un niño. Hay miradas que comprueban los daños. Otras miradas para ver que estamos bien. Alguien ve salir de su pierna una breve gota de sangre. Los coches reanudan la marcha, convierten en polvo de estrellas los mil hijos que ha sembrado el espejo. Una mujer se santigua, toma un trozo de cristal, lo envuelve en un pañuelo, lo echa al bolso. Otra se abraza a un hombre, llora. Desde las ventanas, los comentarios acechan una respuesta. Más allá, sobre las azoteas, los mirlos se reponen. Uno ha vuelto tímidamente a su nido. Echamos a andar. En ese momento la vimos caer a ella. Ya estaba rota antes de saltar. Alguien creyó verse reflejado en sus ojos mientras caía.

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Diario de un estafador

Retrospección

Jesús H. Oague Alcalá

Sentado frente a la ventana espero por lo que sin esperanza espero, cansado, lleno de desgano, necesitado solamente de un poco de calor solar que me quite el frío senil que un día sí y otro también me invade las entrañas e inmoviliza mis torpes articulaciones, y miro la tarde que afuera, serena y cálida me llama a observar a un hombre que sentado en la pradera se ve detenidamente en un espejo.

Sorprendido reconozco en su rostro mis facciones, mis gestos, mi mirada, mi sorpresa al ver que en el espejo se refleja otra ventana a las espaldas de ese yo más joven, y en ella un pasaje reciente de su vida, una imagen de soledad al entrar a la vejez, sin familia, sin dinero, sin amigos, la llegada al geriátrico de un viejo solitario de andar cansino, en busca de la compañía que hoy le hace falta, la tristeza de las tardes espiando hacia la calle en espera de una visita que conjure el dolor de la soledad.

Al fondo otro hombre un poco más joven, el mismo, yo, más joven, que se mira en otro espejo, y otra vez a sus espaldas una escena conocida en otra nueva ventana, los problemas con los hijos luego de que, viudo, se enredaba con cualquier joven mujer que se le ponía en el camino; sólo quieren tu dinero, decían, y él, -¿qué saben?, nada-, aducía mientras les apartaba de su lado, irremisiblemente, y entre mujeres, vicios y derroche, acababa en poco tiempo con cualquier vestigio de familia, propiedad, autoestima, salud. Un hombre maduro, casi viejo, encandilado por una piel blanca y tersa, por el reflejo rubio de una cabellera, por la delgadez de una figura que sostiene las vastas redondeces de una cadera y unos pechos que arrastran, porque, como reza la sabiduría popular, nunca mejor aplicada, jalan más un par de tetas que un par de carretas.

Más allá, en otro espejo y otra ventana diferentes, un hombre testifica, furioso e impotente, la muerte de una mujer, falla respiratoria, dice el certificado, consecuencia fatídica del cáncer cérvico-uterino con metástasis generalizada, que ha vencido finalmente

después de un calvario de meses de lucha, terapias radiológicas o químicas, con medicina natural y cualquier otra cosa que les diera un poco de esperanza, por asquerosa que pudiera parecer.

Así, en una sucesión de ventanas y espejos me espío en este ejercicio voyeurista, como si fuera cualquier desconocido, me observo detenidamente, me analizo, me desmenuzo, me descuartizo, me lleno de morbo algunas veces y otras de repugnancia ante cada escena que, aunque familiar, ahora que me toca ser un simple espectador, me resulta totalmente desconocida, diferente a los recuerdos que pudiéramos tener cada uno de los hombres que se asoman a la ventana, o yo, único espectador consciente, espía primigenio.

Examino momentos, malos y buenos, algunos vivos en la memoria, aún cuando pasaron hace mucho tiempo, otros relativamente recientes que habían sido sepultados sin piedad bajo la gruesa y pesada losa del olvido.

Las relaciones con la mujer, la vida en común, la convicción de que sólo la muerte.

El nacimiento de los hijos, la responsabilidad y la felicidad.

Los primeros años de matrimonio, el enamoramiento.

La locura juvenil, los primeros vicios inofensivos, si es que al juego de los jóvenes se le puede llamar vicio.

Las dificultades de la adolescencia, la furia, la timidez y el arrojo.

La infantil alegría, el desparpajo y la irresponsabilidad.

Tomo conciencia de repente, salgo del estado suspendido en el que llevo no sé cuantas horas, me sacudo los sentimientos como lo hacen los perros con el agua de lluvia que les empapa lomos y pelambre, y curioso gato, volteo por encima del hombro en busca de un espejo translúcido que me muestre, aunque sea brevemente, lo que me espera, siguiendo esta lógica de reflejos y ventanas, mas sólo encuentro oscuridad y al centro de ella un punto blanco de brillante luz que marea al acercarse vertiginosamente, mientras una dulce voz que me resulta familiar me llama por mi nombre.

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El elefante funambulista

Espejismos

Gabriel Bevilaqua

Sólo vivía para escribir. Durante todo el día colmaba páginas y páginas que de noche, temeroso de los plagios, volvía del revés con la ayuda de un espejo, a la manera del maestro Leonardo. Ignoró siempre que al otro lado, su imagen llevaba millones de ejemplares vendidos a gabela.

El catalejo

Y tú estabas allí

Andrés Portillo González

Hablo de la infancia. Del patio del colegio. De los chicos que me apartaban porque nunca supe jugar ni al balón ni a la guerra. De Milagritos, de Maruchi, que querían que fuera su doctor mientras todos pensaban que yo era el enfermo. Hablo de Don Marcelo: los niños con los niños y las niñas con las niñas, eso decía. Hablo de Papá y de Mamá, que a veces fruncían el ceño porque yo no era el que ellos esperaban. Tú ya estabas allí, princesa, lo notaba, pero nunca aparecías reflejada en el espejo.

Que adolescencia tan fea... Hablo del instituto. Del primer beso, ese que me supo amargo. Pobre Susana, era tan dulce... Hablo de Miguel, el jefe de la tribu. Él no te quería a su lado. Los chicos se reían para agradar a Miguel. Las chicas se reían para agradar a los chicos. Los chicos con las chicas, las chicas con los chicos; se equivocaba Don Marcelo, y tú y yo expulsados de la tribu. Hablo de cuando llegábamos a casa llorando y Mamá me secaba las

lágrimas. A ti no, sabía que estabas allí pero no aceptaba tu presencia. Papá nos daba la espalda y se preguntaba qué era lo que había hecho mal, a él siempre le ha costado encontrar respuestas. ¡Qué adolescencia tan cruel, princesa! ¿Por qué nunca aparecías reflejada en el espejo?

Hoy sólo hablo de ti, yo ya no estoy. Me apartaste de tu lado pero no te lo reprocho, siempre quise marcharme. Hablo del hombre que te besa cada mañana desde hace un tiempo. Él se alegra de mi ausencia. Nunca se quejó, pero sé que mi sombra le incomodaba. Hablo de Papá y de Mamá, que aún no lo entienden, pero al fin te respetan. De Milagritos y Maruchi, que enfermaron de amores y te quieren por doctora. De Don Marcelo, que cumplió años y ganó en cordura: Los niños y las niñas, las viejas y los viejos, con quien más les quiera. Ya no se equivoca Don Marcelo. Hablo de Susana, que todavía recuerda aquel beso porque otros le saben amargos. De Miguel, que al verte baja la mirada, abrumado de tanta hembra. Hablo de tu madurez, al fin en calma, el atardecer sosegado. Yo ya no estoy. Me quedé dormido en un quirófano aséptico. Eres tú quien ahora aparece reflejada en el espejo. ¡Al fin tú, princesa!

El sillón de orejas

La ventana entablada

Marcelo Choren

Ambrose Bierce (Ambrose Gwinett Bierce) nació el 24 de Junio de 1842 en Ohio, Estados Unidos. Fue el décimo de trece hermanos, hijos de Marcus Aurelius y Laura.

Alistado en el 9º de Voluntarios de Infantería de Indiana, durante la guerra civil participó en varias batallas y fue herido de gravedad en la de Kennesaw Mountain.

De esta experiencia surgirían luego los ―Cuentos de

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soldados y civiles‖ (1891) donde destacan historias como ―Parker Adderson, filósofo‖ y ―El incidente del Puente del Búho‖, en el cual Bierce anticipa un estilo dialógico que perfeccionaría James Joyce, el ―monólogo interior o flujo de conciencia‖. Jorge Luis Borges, refiriéndose a su propio cuento ―El milagro secreto‖, afirmaba que era una reescritura inspirada en ―An Occurrence at Owl Creek Bridg‖

Muchos de sus textos pertenecen al mejor género de terror. Pero, lo que marca ―el estilo Bierce‖ es la profunda ironía, el sarcasmo vitriólico del autor.

De su amplia bibliografía sólo mencionaré su conocido ―Diccionario del diablo‖ (1911).

Bierce desapareció en México durante la revolución de Pancho Villa, posiblemente a principios de 1914.

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El texto que les ofrecemos, ―La ventana entablada‖ (The Boarded Window, 1891) es un cuento corto, donde se puede encontrar a Bierce en estado puro, golpeado todavía por las secuelas de la guerra. El relato sacude al lector. Desde el sufrimiento palpable del protagonista, el autor administra las frases en una serie de tensiones y distensiones con dosis crecientes de horror hasta el terrible desenlace.

Esperamos que disfruten de esta pequeña joya.

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La Ventana Entablada

Ambrose Bierce

En 1830, hasta sólo unos kilómetros de lo que es ahora la importante ciudad de Cincinnati, había un bosque inmenso y casi continuo. Toda la región estaba poblada, escasamente, por gentes de la frontera: almas inquietas que tan pronto habían levantado con leños del bosque casas bastante habitables y alcanzado ese grado de prosperidad que

hoy llamaríamos indigencia, impelidas por algún impulso misterioso de su naturaleza lo abandonaban todo y seguían avanzando hacia el oeste para enfrentarse a nuevos peligros y privaciones en el intento de recuperar las escasas comodidades a las que habían renunciado voluntariamente. Muchos de ellos habían abandonado ya esa región buscando asentamientos más remotos, pero entre los que quedaban estaba uno de los que fueron primeros en llegar. Vivía solo en una cabaña de leños rodeado por todas partes por el gran bosque, de cuyo silencio y tinieblas parecía formar parte, pues nadie sabía que hubiera sonreído nunca ni hubiera pronunciado una palabra innecesaria. Sus necesidades simples las obtenía mediante la venta o trueque de pieles de animales salvajes en la ciudad del río, pues no crecía nada en aquella tierra que, si hubiera sido necesario, habría reivindicado por un derecho de propiedad indisputable. Sí había algunas pruebas de «mejoras»: unos cuantos acres de tierra situados inmediatamente al lado de la casa habían sido talados en otro tiempo, y los tocones podridos se encontraban medio ocultos por los árboles nuevos a los que se les había permitido reparar la desolación producida con el hacha. Evidentemente, el deseo agrícola de aquel hombre había ardido con una llama vacilante y expiró entre cenizas penitenciales.

La pequeña cabaña de leños, con la chimenea de palos, el techo de tableros combados que se mantenían en su sitio gracias a unos palos atravesados, con las grietas tapadas con arcilla, sólo tenía una puerta y, directamente en la pared de enfrente, una ventana. Sin embargo esta última estaba tapada con tablones, sin que nadie se acordara del tiempo en que no fue así. Nadie sabía tampoco por qué estaba tan cerrada; ciertamente no porque a su ocupante le desagradara la luz y el aire, pues en las raras ocasiones en que un cazador había pasado por aquel solitario lugar, normalmente había visto al propietario tomando el sol en los escalones de entrada, si el cielo había tenido a bien satisfacer sus necesidades de luz solar. Creo que hoy viven pocas personas que hayan conocido el secreto de esa ventana, pero como verá el lector, yo soy una de ellas.

Se decía que aquel hombre se llamaba Murlock. Parecía tener unos setenta años, aunque en realidad

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sólo eran cincuenta. Algo más que el paso del tiempo había colaborado en su envejecimiento. Su cabello y su barba larga y tupida eran blancos; los ojos, grises y carentes de brillo, estaban hundidos; el rostro parecía singularmente cosido por arrugas que daban la impresión de pertenecer a dos sistemas en intersección. Su figura era alta y enjuta, con cierta inclinación de hombros: la de un porteador de cargas. Nunca le vi; estas noticias las supe por mi abuelo, a quien debo también la historia de aquel hombre, que me contó cuando yo era un muchacho. Le había conocido en aquellos tiempos lejanos porque vivía cerca de él.

Un día encontraron muerto a Murlock en su cabaña. No eran tiempos ni lugares para jueces y periódicos, por lo que supongo que se acordó que había muerto por causa natural, pues si no hubiera sido así se habría comentado y yo lo recordaría. Sólo sé que con cierto sentimiento de lo que es apropiado enterraron el cadáver cerca de la cabaña, junto a la tumba de su esposa, que le había precedido hacía ya tantos años que en la tradición local apenas se había conservado algún indicio de su existencia. Con eso se cierra el último capítulo de esta historia auténtica: salvo, ciertamente, la circunstancia de que muchos años después, en compañía de otro espíritu igualmente intrépido, penetré en la región y llegué a aventurarme lo bastante cerca de la cabaña en ruinas para arrojar una piedra contra ella y escapar corriendo para evitar al fantasma que, como sabían todos los muchachos bien informados de los alrededores, habitaba en aquel lugar. Pero hay un capítulo anterior que me proporcionó mi abuelo.

Cuando Murlock construyó la cabaña y empezó a trabajar con el hacha para crear una granja —entre tanto el rifle era su medio de apoyo—, era joven, fuerte y lleno de esperanzas. En el condado más oriental de donde procedía se había casado, tal como era habitual, con una mujer joven que en todos los aspectos era merecedora de su honesta devoción, pues compartió los peligros y las privaciones del destino de Murlock con voluntarioso espíritu y corazón alegre. En ninguna parte está anotado el nombre de ella; de los encantos de su mente y su persona la tradición guarda silencio, y el que dude está en libertad para mantener sus dudas, ¡pero Dios me prohibiría que yo las compartiera! Cada día que

vivió como viudo sirve de prueba del afecto y la felicidad que les unía, ¿pues qué otra cosa, sino el magnetismo de un recuerdo bendito, podría haber encadenado a un destino semejante a un espíritu aventurero como aquél?

Un día, cuando Murlock regresaba de cazar en una zona distante del bosque, encontró a su esposa postrada por la fiebre y delirando. No había médico a muchos kilómetros, ni vecino alguno; tampoco se encontraba ella en unas condiciones que permitieran dejarla sola para ir a buscar ayuda. Así que se dispuso a alimentarla para que recuperara la salud, pero al final del tercer día ella quedó inconsciente y después murió, sin que por lo visto volviera a recuperar la razón.

Por lo que sabemos de una naturaleza como la de Murlock, podemos atrevernos a esbozar algunos detalles del cuadro perfilado por mi abuelo. Cuando se convenció de que estaba muerta, Murlock tenía todavía el suficiente sentido como para recordar que a los muertos hay que prepararlos para el enterramiento. En la ejecución de ese deber sagrado tropezó de vez en cuando, realizó algunas cosas incorrectamente, y otras, que hizo correctamente, las repitió una y otra vez. Sus ocasionales fracasos en el intento de ejecutar un acto simple y ordinario le llenaron de asombro, como el de un hombre embriagado que se sorprende de la suspensión de las leyes naturales familiares. También él se sorprendió de no llorar: se sintió sorprendido y un poco avergonzado; seguramente es poco amable no llorar por los muertos.

-Mañana tendré que hacer el ataúd y cavar la tumba -dijo en voz alta-. Entonces la echaré de menos, cuando ya no pueda verla nunca, pero ahora... está muerta, claro que sí, pero todo está bien... Debe estar todo bien, de alguna manera. Las cosas no pueden ser tan malas como parecen.

Permaneció en pie junto al cadáver bajo la luz menguante, arreglándole el pelo y dando los últimos toques a ese simple aseo, haciéndolo todo mecánicamente, sin poner el alma en ello. Pero por su conciencia transitaba una corriente subterránea de convicción de que todo estaba bien; de que volvería a tenerla como antes, y todo quedaría explicado. No tenía experiencia en la pena; el uso no había hecho

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crecer su capacidad a ese respecto. Su corazón no podía contenerlo todo, ni su imaginación concebirlo correctamente. No sabía que había sido golpeado duramente; ese conocimiento vendría más tarde, para no irse nunca. La pena es una artista de facultades tan variadas como los instrumentos con los que toca sus endechas funerarias, evocando en algunos las notas más agudas, en otros los acordes bajos y graves que palpitan recurrentemente, como el batir lento de un tambor distante. Sobresalta a algunas naturalezas; adormece a otras. Para algunos es como el golpe de una flecha que abre la sensibilidad a lo fúnebre de la vida; para otros como un mazazo que al golpear adormece. Podemos entender que Murlock se hubiera visto afectado de esa manera, pues en cuanto hubo terminado su piadoso trabajo (y aquí nos movemos en campos más seguros que el de la simple conjetura), dejándose caer en una silla al lado de la mesa sobre la que estaba el cuerpo, y observando lo blanco que era el perfil del cadáver en la creciente oscuridad, apoyó los brazos en el borde de la mesa y dejó caer el rostro sobre ellos, todavía sin lágrimas, pero indeciblemente fatigado. ¡En ese momento entró por la ventana abierta un sonido prolongado y gimiente, como el llanto de un niño perdido en las profundidades de un bosque oscuro! Pero no se movió. Otra vez, aunque más cerca que antes, sonó en sus sentidos ese grito ultraterreno. Quizás fuera un animal salvaje; o quizás un sueño: pues Murlock estaba dormido.

Unas horas más tarde, como se supo después, aquel vigilante poco cumplidor despertó, levantó la cabeza que tenía apoyada en los brazos y escuchó atentamente, aunque no sabía qué. En la negra oscuridad, al lado del cadáver, recordándolo todo sin sobresaltarse, forzó sus ojos para ver, pero no sabía qué. Todos sus sentidos estaban alerta, la respiración suspendida, la sangre había aquietado su movimiento como para ayudar al silencio. ¿Quién, qué le había despertado, y dónde estaba?

De pronto la mesa se agitó bajo sus brazos, y en ese momento oyó, o creyó oír, un paso ligero y suave... y otro más... ¡sonaba como si unos pies descalzos caminaran sobre el suelo!

Estaba tan aterrado que no podía gritar ni moverse.

Se vio obligado a esperar, a esperar allí en la oscuridad durante lo que le parecieron siglos, conociendo el máximo terror que un hombre puede conocer, y vivir para contarlo. Intentó vanamente pronunciar el nombre de su esposa muerta, estirar vanamente su mano a través de la mesa para saber si ella estaba allí. Pero su garganta se había quedado impotente y sus brazos y manos le pesaban como si fueran de plomo. Sucedió entonces algo aterrador. Un cuerpo pesado debió lanzarse contra la mesa con tal impulso que la levantó contra el pecho del hombre y llegó casi a derribarle, y en ese mismo instante oyó y sintió la caída de algo en el suelo con un golpetazo tan violento que el impacto sacudió la casa entera. Se produjo después una refriega y una confusión de sonidos imposible de describir. Murlock se había puesto en pie. Por el exceso de miedo, había perdido el control de sus facultades. Lanzó las manos sobre la mesa y no encontró nada allí.

Hay un punto en el que el terror puede convertirse en locura; y la locura incita a la acción. Sin ninguna intención definida, sin más motivo que el impulso inexplicable de un loco, Murlock saltó hacia la pared, tanteando un poco cogió el rifle cargado y disparó sin apuntar. Cuando el destello iluminó vivamente la habitación, vio una pantera enorme que arrastraba a la mujer muerta hacia la ventana, con los colmillos clavados en su garganta. Se produjo entonces una oscuridad mayor todavía que la anterior, y silencio; cuando recuperó la conciencia el sol estaba alto y en el bosque se escuchaba el canto de los pájaros.

El cadáver yacía cerca de la ventana, donde lo había dejado la pantera cuando se asustó por el destello y el sonido del rifle. Tenía las ropas arrancadas, los largos cabellos en desorden, los miembros extendidos de cualquier manera. De la garganta, terriblemente herida, había brotado un chorro de sangre que formó un charco que todavía no había terminado de coagularse. La cinta con la que él le había atado las muñecas estaba rota; las manos, apretadas. Entre los dientes tenía un fragmento de la oreja del animal.

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La almadraba

Espejos y ventanas

Ferragus, tomado de Literatura y Tercer Milenio

http://ferraguss.blogspot.com/2008/12/espejos-y-ventanas.html

Se incorporó pesadamente desde su lecho, para quedar finalmente sentado en la orilla de la cama. Una débil luz entraba por la ventana en forma de haz entre las dos cortinas, la que terminaba estrellándose en la ropa de cama ahora revuelta. Movió su cuerpo semidesnudo hasta el escritorio y contempló su trabajo nocturno. Este se hallaba en un computador portátil junto a algunos libros, recortes, lápices y fotografías puestas de manera caótica sobre la superficie de este. Le dio un ligero vistazo y se desplazó hacia el cuarto de baño. Encendió la luz y quedó observando su rostro reflejado en el espejo. Su pelo desordenado y una barba de varios días, entregaba una visión la cual contempló por un largo momento generándole pudor. Mientras abría el grifo del agua, bajó la mirada sólo para volver a pegarla contra el espejo. Luego de terminar con el baño, dio una nueva mirada a la imagen un tanto difusa esta vez por la concentración de humedad. Apagó la luz y dirigió los pasos hasta el escritorio, dispuesto a continuar con el trabajo de la noche anterior. Dejó que una mirada escapara por entre las cortinas, como lo haría un mensajero, esperando que volviera con imágenes y noticias de un mundo que estaba más allá de las personas. Leyó el último párrafo:

―…La vista más próxima que tenía desde su cuarto, era la actividad de una ciudad pequeña cercana a la costa, con sus calles angostas atestadas de gente. Un poco más distante, se apreciaba la actividad incesante que se desarrollaba en el muelle. La vista terminaba en un mar obscuro, salpicado de embarcaciones que realizaban, en su mayoría, labores de pesca. Soltó lentamente la cortina y se desplazó hacia el baño, sin antes encender un viejo anafe donde haría hervir agua y preparar un café. Encendió la luz del cuarto de baño y se quedó observando su rostro sobre el espejo. Su pelo desordenado y una barba de varios días, entregaba

una visión que le desagradaba, sitió pena por aquella imagen. Preparó la ducha con esmero, vigilando que nada le faltara al momento de encontrarse dentro de ella: Su toalla, el cepillo de dientes, la crema dental, su máquina de afeitar y la ropa que ese día vestiría. Luego de terminar y una vez vestido, dio una nueva mirada a la imagen del espejo un tanto difusa esta vez por la concentración de humedad: Sonrió. Desconectó el anafe y preparó su café. Lo bebió con calma y agrado, dejando que su mente divagara en cosas sin sentido aparente; para luego regresar a él y luego volver a divagar, casi como una respiración o un latido. Su corazón se aceleraba de emoción con la idea de su partida para ese momento. Dejó la taza vacía sobre la cama y se dirigió hasta el escritorio; corrió las cortinas y abrió la ventana por la cual presuroso, entró el ruido exterior acompañado de una brisa gratificante. La mutación ya había comenzado en su cuerpo, sintió la ligereza en sus huesos que le permitió saltar hasta la orilla del ventanal. Sus ojos brillaron de vida. Abrió sus alas y se marchó…‖

Quedó mirando por largo rato el trozo que había leído. Sintió que no podía seguir con el texto: Lo dejó. Incorporó su cuerpo y se aproximó a la ventana para abrirla; separó las cortinas y quedó contemplando imágenes sueltas de un paisaje que se volvía ajeno, no así la brisa que acariciaba su rostro. De pronto, un pájaro envuelto en toda su hermosura, se posó sobre la cornisa de la ventana y mientras dejaba sobre ésta un pequeño guijarro, abrió sus alas y desapareció. El hombre, maravillado por tan prodigiosa visita, quedó inmóvil contemplando la escena. Mientras su cuerpo se estremecía de emoción, tomó el guijarro entre sus dedos y comenzó a viajar entre las formas y colores del inesperado obsequio.

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Lectores opinantes

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Participan en esta edición

Carlos Alberto Olague Alcalá (México)

Soy publicista, director general de una agencia BTL. Nacido en la ciudad de México, pero radico en Zacatecas. Soy candidato a portador de la vela perpetua, aunque la vela perpetua no está muy de acuerdo. También soy monero, y la mayor parte del tiempo no sé qué hago aquí además de ser el responsable del diseño de portada.

José Luis de la Fuente “Kmikc” (España)

Informático de profesión y cuentero de afición. Los cuentos son su salvavidas ante la tormenta diaria de máquinas, cables y bits. Le gusta escribir cuentos directos, breves, de fácil lectura, de literatura llana y sin preciosismos. Y lo confiesa totalmente arrepentido. No sabe hacerlo de otra forma pero promete mejorar con el tiempo -de mayor quiere ser cuentero-. Un antiguo profesor una vez le dijo: ―cuando alguien pierde toda capacidad de sorpresa, de asombro, de fascinación... está muerto y no se ha dado ni cuenta‖, así que le gusta pensar que con sus cuentos, es capaz de sorprender al menos durante un segundo al lector ocasional y contribuir con su granito de arena a que continúe vivo.

Tiene cuentos publicados en www.loscuentos.net.

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Carlampio Fresquet (España)

Artista Indisciplinar comprometido con el entorno. Estudiante de Bellas Artes. Director de DIAL ART 2003 (proyecto de extensión universitaria para la difusión de la obra del alumnado de la Facultad de Bellas Artes de Valencia). Coordinador Artístico de ALEACIÓN: ANTOLOGÍA ARTÍSTICA. Sor Kampana 1991-2008. Miembro del grupo artístico interdisciplinar OROMATON (Poesía, música y pintura en vivo). Su libro ‗Somos sexo‘ puede ser adquirido o descargado desde su tienda virtual en Lulu (http://stores.lulu.com/kafre09).

Francisco Arriaga (México)

Escritor zacatecano que nació en Aguascalientes y vive en Tamaulipas. Coleccionista de libros, impresos o electrónicos, que también le hace a la música, la patrología, la historiografía, y en sus ratos libres escribe para algún periódico zacatecano, pero ya el lector verá qué va descubriendo en sus propias palabras.

Edgardo Castillo “Zumm” (Chile/Argentina)

Nació en Viña del Mar, hace ya mucho tiempo. Por motivos que no vienen al caso, vivió muchos años en un generoso país de Europa, donde quedó la mitad de su vida. Hace 17 años que vive en la Argentina, a la que considera su segunda patria, pero sin olvidar

sus raíces. Trata de escribir siempre con humor, para no tener que pensar. Se declara ateo y considera que la amistad es lo más valioso de la vida. Ha escrito una gran cantidad de libros entre los que destacan 'Mujeres. Manual de uso y mantenimiento', 'Las aventuras de Mirinda', 'Vida de ladrones y algo más...' y una serie de libros de cuentos, entre otros; disponibles para descarga gratuita en su tienda en Bubok (http://zumm.bubok.com/).

Martha Silva “MarthaX” (México)

Irónica, introspectiva y (pseudo)intelectual trata de reinventarse bajo el amparo de la sonrisa chueca señalando con dos líneas cruzadas el lugar donde habrá de encontrarse. También escribe desde la apariencia de una persona normal en el blog lafamosax.com.

Sergio Manganelli (Argentina)

Nació en Haedo, Provincia de Buenos Aires, Argentina, el 28 de febrero de 1967. Reside actualmente en San Antonio de Padua, al oeste del conurbano bonaerense. Sus poemas y artículos han sido publicados en una importante cantidad de diarios argentinos, de México, Colombia y España. Asimismo en revistas culturales y literarias de Argentina, Brasil, España, México, Estados Unidos, Puerto Rico, Francia, Colombia, Venezuela, Chile, Italia, Cuba, Nicaragua, etc... Obtuvo entre 1991 y 1999 una treintena de premios y menciones en su país. Se

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encuentra trabajando en la edición de ―Sangre de Toro‖ -poemas y banderillas-, que se editará inicialmente en Buenos Aires y posteriormente en España.

Marcelo Choren (Argentina)

Nació en la Ciudad de Buenos Aires el 5 de septiembre de 1953. En la actualidad se encuentra radicado en España, país en el que desempeña labores de escritor y docente.

Se dedica en especial a los cuentos, género literario que le apasiona.

Parte de su obra se encuentra en periódicos, revistas literarias y otras publicaciones especializadas.

Coordina talleres presenciales y virtuales, participa en tertulias, foros, y encuentros de escritores. Ha presentado libros, prologado antologías, escrito reseñas y administrado un club de lectura.

También ha programado y coordinado talleres de escritura creativa, y de técnicas y recursos, destinados a escritores noveles.

Colabora con las revistas electrónicas ―Axolotl‖, ―Zona Moebius‖, ―Fin‖ y ―Literatuya‖.

En 2006, se ha editado el libro Ritos, con varios cuentos representativos de su trabajo literario.

Claudia Palatucci “Jezabel” (México)

Oh, sicóloga (o psicóloga) (hocicóloga), de profesión;

―metiche‖ con licencia, para dar crédito a la locura de los ajenos, nieta de mulatos y de ojiazules españoles, nacida en la tierra de los alacranes, Durango, México. Gusta de la música árabe, flamenco y brasileña; se le verá danzando por ahí de vez en cuando entre letras y dibujos; diseñadora gráfica de afición, editora de fulanas revistas independientes y organizadora de eventos especiales (sobre todo en familia). Su especialidad en la cocina: changüiches y sopas Maruchan.

Ana M. Gutiérrez (México)

Contadora cuentacuentos bajacaliforniana que reside en Tecate. Se inició temprano en la lectura y tarde, porque se le da bien eso del destiempo, en la escritura de prosa poética principalmente. Aprecia humor negro y opina que es una cualidad especial en las personas. Le encantan los cuentos de finales infelices. Sus favoritos son los escritores latinoamericanos, aunque ha husmeado en uno que otro europeo principalmente en narrativa y novela. Adicta a la luna y a todo lo que tenga que ver con el desierto. Publicó alguna vez y aunque se acuerda donde apenas la conocen en su casa. Escribe desde marzo del 2004 en 7DuendeS (www.7duendes.com) y esta es la primera vez en un proyecto colectivo.

Francisco Cenamor (España)

De formación autodidacta, comienza tarde a escribir poesía. En 1999 Talasa Ediciones publica su primer

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libro, Amando nubes, lo que le posibilita viajar por toda España dando recitales. En 2003 sale su libro Ángeles sin cielo, editado por Ediciones Vitruvio, editorial que publica en 2007 su último libro, Asamblea de palabras. Ha sido incluido también en numerosas antologías y revistas impresas y digitales. Ha organizado y organiza numerosas actividades poéticas. Dirige la revista digital Asamblea de palabras. Es coordinador del Club de Lectura de la Universidad Carlos III de Madrid. Profesionalmente se dedica a la interpretación, apareciendo en televisión, teatro y cine.

Jesús Humberto Olague Alcalá (México)

Ingeniero en Sistemas Computacionales, chilango de nacimiento, zacatecano por herencia, adopción, convicción y querencia; que escribe por afición y pudo ser médico pero siente repulsión hacia las heridas; le gusta casi toda la música, en especial la trova, y casi toda la lectura, principalmente la de escritores latinoamericanos como Taibo II, Ibargüengoitia, Benedetti, entre otros; prefiere las ciudades coloniales a las playas y las corridas de toros a las peleas de gallos; y que tiene el gran problema de que todo lo demás se le olvida si tiene un aparato de TV frente a él, aunque esté apagado.

Gabriel Bevilaqua (Argentina)

Onironauta al que se le ha metido en la cabeza la vana pretensión de escribir historias breves -y no tan

breves- que lleguen a embelesar a sus ocasionales lectores. Como tal, la indisciplina es una de sus mayores ―virtudes‖; para redimirse ha prometido leer de la A a la Z a las grandes plumas que los entendidos recomiendan… Eso sí, sólo cuando termine de hacerlo con aquéllos que cuentan con su fervor aunque sean impronunciables en los círculos literarios (es que nunca le gustó la geometría). Para compensar sus deficiencias ―técnicas‖ -notorias y archiconocidas- se ha hecho fan del animé, donde jura y perjura, habitan buenas historias. Confiesa sin pudor que cuando garabatea sus escritos coloca una aguja junto al teclado ―para ayudarse a hilvanar las palabras‖. Por lo demás, aloja sus seudo-ficciones en El elefante funambulista (http://elefantefunambulista.blogspot.com/), y le han dado -insensatamente- permiso para extender sus letras hasta este Descensor. Si se obvia todo lo anterior y no se comete el pecado de leerlo, se concluirá que es un buen tipo.

Andrés Portillo González (España)

Getafe - Madrid (1967) Cuentista aeronáutico, algunos de sus relatos sobrevuelan en llamas una decena de antologías. Premio de Narrativa Villa de El Escorial 2007, ―Una imagen en mil palabras‖ 2008, o ―La Lectora Impaciente‖ 2009, colabora también con las revistas literarias ―Color Albero‖ y ―Al otro lado del espejo‖. En julio de 2008 publicó su primer libro de relatos titulado ―Nieve de La Habana‖, desde octubre de ese mismo año participa en los cursos de narrativa del Centro de Poesía José Hierro de Getafe y acaba de concluir su primera novela, titulada ―Encanto y desencanto de un hombre sin gracia‖. Se le puede encontrar en: http://imaginalebowski.blogspot.com.