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Detective: ………………………………………………………… EL CUENTO POLICIAL [SELECCIÓN LITERARIA] Colegio Domingo Savio Prof. Pablo Corcasi

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Page 1: EL CUENTO POLICIAL [SELECCIÓN LITERARIA] · En la historia del surgimiento y la definición del género, el cuento de Hemingway “Los asesinos” tiene la misma importancia que

Detective: …………………………………………………………

EL CUENTO POLICIAL

[SELECCIÓN LITERARIA]

Colegio Domingo Savio

Prof. Pablo Corcasi

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ÍNDICE GENERAL

PRÓLOGO

Sobre el género policial, por Ricardo Piglia………..………………………………………………………………………… 3

Edgar Allan Poe

La carta robada……………………..……………………………………………………………………………………………………..5

Arthur Conan Doyle

El pie del Diablo………………………………………………………………………………………………………………………….14

Leopoldo Hurtado

Pigmalión……………………………………………………………………………………………………………………………………24

Agatha Christie

Los cuatro sospechosos…………………………………………………………………………………………………………….. 29

Bustos Domecq

Las doce figuras del mundo………………………………………………………………………………………………………. 35

Jorge Luis Borges

La muerte y la brújula………………………………………………………………………………………………………………. 40

Isaac Aisemberg

Jaque mate en dos jugadas………………………………………………………………………………………………………. 44

Ricardo PIglia

La loca y el relato del crimen……………………………………………………………………………………………………..48

Raymond Chandler

Los chantajistas no disparan..…………………………………………………………………………………………………….51

Dashiel Hammett

Sólo se ahorca una vez..………………………………………………………………………………………………………..…..72

Bibliografías …………………………………………………………………………………………………………………………….…81

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PRÓLOGO

Sobre el género policial Ricardo Piglia

Los relatos de la serie negra deben ser pensados en el interior de ci erta tradición típica de la l iteratura

norteamericana antes que en relación con las reglas clásicas del relato policial. En la historia del surgimiento y la

definición del género, el cuento de Hemingway “Los asesinos” tiene la misma importancia que “Los cr ímenes de la rue Morgue”, el cuento de Poe que funda las reglas del relato de enigma. En esos dos matones profesionales que llegan a Chicago para asesinar a un ex boxeador al que no conocen, en ese crimen “por encargo” que no se explica ni se intenta descifrar están ya las formas de la policial dura, en el mismo sentido en que las deducciones del caballero Dupin de Poe

preanuncian la historia de la novela de enigma. Durante años los mejores escritores del género (Hammett, Chandler, Cain, Goodis, McBain) fueron leídos entre

nosotros con las pautas y los criterios de valor impuestos por la novela de enigma. Visto desde esa óptica, Al morir quedamos solos o La maldición de los Dain eran malas novelas policiales: confusas, informes, caóticas, parecían la

versión degradada de un género refinado y armónico. La novela policial inglesa había sido difundida con gran eficacia con Borges, que por un lado buscaba crear una

recepción adecuada para sus propios textos y trataba de hacer conocer un tipo de relato y de manejo de la intriga que

estaba en el centro de su propia poética y que por otro lado hizo un uso excelente del género: “La muerte y la brújula” es el Ulysses del relato policial. La forma llega a su culminación y se desintegra.

Las reglas del policial clásico se afirman sobre todo en el fetiche de la inteligencia pura. Se valora antes que nada la omnipotencia del pensamiento y la lógica imbatible de los personajes encargados de proteger la vida burguesa. A

partir de esa forma, construida sobre la figura del investigador como el razonador puro, como el gran racionalista que defiende la ley y descifra los enigmas (porque descifra los enigmas es el defensor de la ley), está claro que las novelas de la serie negra eran ilegibles: quiero decir eran relatos salvajes, primitivos, sin lógica, irracionales. Porque mientras en

la policial inglesa todo se resuelve a partir de una secuencia lógica de presupuestos, hipótesis, deducciones, con el detective quieto y analítico (por supuesto el caso límite y paródico resuelve los enigmas sin moverse de su celda en la penitenciaría), que en la novela negra no parece haber otro criterio de verdad que la experiencia: el investigador se lanza, ciegamente, al encuentro de los hechos, se deja l levar por los acontecimientos y su investi gación produce

fatalmente nuevos crímenes; una cadena de acontecimientos cuyo efecto es el descubrimiento, el desciframiento. Son dos lógicas, puestas una a cada lado de los hechos. En el medio, entre la novela de enigma y la novela dura,

está el relato periodístico, la página de crímenes, los hechos reales. Auden decía que el género policial había venido a compensar las deficiencias del género narrativo no ficcional (la noticia policial) que fundaba el conocimiento de la

realidad en la pura narración de los hechos. Me parece una idea muy buena. Porque en un sentido Poe está en los dos lados: se separa de los hechos reales con el álgebra pura de la forma analítica y abre paso a la narración como reconstrucción y deducción, que construye la trama sobre las huellas vacías de lo real. La pura ficción digamos, que

trabaja la realidad como huella, como rastro, la sinécdoque criminal. Pero también abre paso a la l ínea de la non -fiction, a la novela tipo A sangre fría de Capote. En “El caso de Mari Roger” que es cas i simultáneo a “Los crímenes de la rue Morgue”, el uso y la lectura de las noticias periodísticas es la base de la trama; los diarios son un mapa de la realidad que es preciso descifrar. Poe está en el medio, entre la pura deducción y el reino puro de los facts, de la non-fiction.

El policial norteamericano se mueve entre el relato periodístico y la novela de enigma. La figura que define la forma del investigador privado viene directamente de lo real; es una figura histórica que duplica y niega al detecti ve como científico de la vida cotidiana. Maurice Dobb cita varios documentos sobre la situación social en EE.UU. en los años 20 que permiten ver surgir al investigador privado en las grandes ciudades industriales como una policía privada

contratada por los empresarios para espiar y vigilar a los huelguistas y a los agitadores sociales. (El confidente de la ley: en un sentido desde Dupin, el detective es un confidente, el hombre de confianza de la

policía.)

Pero al mismo tiempo hay un modo de narrar en la serie negra que está l igado a un manejo de la realidad que yo llamaría materialista. Basta pensar en el lugar que tiene el dinero en estos relatos. Quiero decir, basta pensar en la compleja relación que establecen entre el dinero y la ley: en primer lugar, el que representa la ley sólo está motivado por el interés, el detective es un profesional, alguien que hace su trabajo y recibe un sueldo (mientras que en la novela

de intriga el detective es generalmente un aficionado que se ofrece “desinteresadamente” a descifrar el enigma); en segundo lugar, el crimen, el delito, está siempre sostenido por el dinero: asesinato, robos, estafas, extorsiones, secuestros, la cadena es siempre económica (a diferencia, otra vez, de la novela de enigma, donde en general las

relaciones materiales aparecen sublimadas: los crímenes son “gratuitos”, justamente porque la gratuidad del móvil fortalece la complejidad del enigma.

En última instancia (pienso en Cosecha roja de Hammett, en El pequeño César de Burnett, en ¿Acaso no matan a los caballos? De McCoy) el único enigma que proponen —y nunca resuelven— las novelas de la serie negra es el de

las relaciones capitalistas: el dinero que legisla la moral y sostiene la ley es la única “razón” de estos relatos donde todo

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se paga. En este sentido, yo diría que son novelas capitalistas en el sentido más literal de la palabra: deben ser leídas, pienso, ante todo como síntomas. Relatos l lenos de contradicciones, ambiguos, que a menudo fluctúan entre el cinismo (ejemplo: James Hadley Chase) y el moralismo (en Chandler todo está corrompido menos Marlowe, profesional honesto que hace bien su trabajo y no se contamina; en verdad, parece una realización

urbana del cowboy). Creo que justamente porque estos relatos son ambiguos se producen entre nosotros lecturas ambiguas, o, mejor, contradicciones; están quienes a partir de una lectura moralista condenan el cinismo de estos relatos; y están también quienes les dan a estos escritores un grado de conciencia que jamás tuvieron,

y hacen de ellos una especie de versión entretenida de Bertolt Brecht. Sin tener nada de Brecht —salvo, quizás, Hammett— estos autores deben, creo, ser sometidos, sí, a una lectura brechtiana. En ese sentido hay una frase que puede ser un punto de partida para esa lectura: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”, decía Brecht, y en esa pregunta está —si no me engaño— la mejor definición de la serie negra que conozco.

Ricardo Piglia, 1986, Crítica y ficción, Editorial Planeta Argentina S.A.I.C. / Seix Barral, 2000

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LA CARTA ROBADA Edgar Allan Poe

Nil sapientiae odiosius acumine nimio1.

Séneca Me hallaba en París en el otoño de 18… Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la

meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental

de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G…, el prefecto de la policía de París.

Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y l levábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G… nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión

de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente. -Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha - será mejor

examinarlo en la oscuridad.

-He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era «raro», por

lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de «rarezas».

-Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro vis itante y ofreciéndole un confortable asiento. -¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato.

-¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo

perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.

-Sencillo y raro -dijo Dupin.

-Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencill ísima y, sin embargo, nos deja perplejos.

-Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto -observó mi amigo.

-¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas. -Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin.

-¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?

-Un poco demasiado evidente. -¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no poder-. Dupin, usted acabará por hacerme morir de

risa.

-Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté.

-Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sil lón-. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.

1 Trad:"Nada es para la sabiduría más odioso que la excesiva agudeza ”

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-Hable usted -dije. -O no hable -dijo Dupin.

-Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder.

-¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin. -Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del documento y de que no se hayan

producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.

-Sea un poco más explícito -dije.

-Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho

poder es inmensamente valioso.

El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática. -Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin.

-¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre

el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y ello da al poseedor del documento un dominio sobre

el i lustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados. -Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como

tal. ¿Y quién osaría…?

-El ladrón -dijo G…- es el ministro D…, que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es

indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real.

Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y

no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D… Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescri to, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la

otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a l lamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.

-Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón

fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.

-En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines

políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la

desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea. -Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo- no podía haberse deseado, o

siquiera imaginado, agente más sagaz. -Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mi tal opinión.

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-Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.

Muy cierto -convino G…-. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar

cuidadosamente la mansión del ministro, aunque l a mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.

-Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones -dije-. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.

-¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una

gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son mu chos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D… Mi honor está en juego y, para confiarles

un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida.

-¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable,

éste la haya escondido en otra parte que en su casa?

-Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D…, exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibi do en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión.

-¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunte. -Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin.

-Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de

que el ministro lo l leve consigo.

-Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.

-Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo que D… no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.

-No es completamente loco -dijo G…-, pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.

-Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar -, aunque, por mi

parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.

-¿Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté. -Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en

estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta mas a, un cierto

espacio que debe ser explicado. Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.

»Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.»

-¿Porqué?

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-Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.

-Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? -pregunté. -De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón.

Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido. -Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida

la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al

de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sil las?

-Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: exami namos los travesaños de todas las sil las de la casa

y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de pol vo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura,

la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos. -Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa

de la cama, así como los cortinados y alfombras.

-Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a

la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara

ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.

-¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!

-Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme. -¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?

-Dicho terreno está pavimentado con ladril los. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues

examinamos el musgo entre los ladril los y lo encontramos intacto.

-¿Miraron entre los papeles de D…, naturalmente, y en los l ibros de la biblioteca? -Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos

cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen ha cerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente

con las agujas. -¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?

-Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopi o. -¿Y el papel de las paredes?

-Lo mismo.

-¿Miraron en los sótanos? -Miramos. -Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.

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-Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted? -Revisar de nuevo completamente la casa.

-¡Pero es inútil! -replicó G…-. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa. -No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta.

-¡Oh, sí! Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la

carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.

Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó

posesión de una pipa y un sil lón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije: -Veamos, G…, ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es

cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro. -¡El diablo se lo l leve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya

lo sabía yo de antemano.

-¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? -preguntó Dupin.

-Pues… a mucho dinero… muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres voces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho.

-Pues… la verdad… -dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo-, me parece a mí, G…, que

usted no ha hecho… todo lo que podía hacerse. ¿No cree que… aún podría hacer algo más, eh?

-¿Cómo? ¿En qué sentido? -Pues… puf… podría usted… puf, puf… pedir consejo en este asunto… puf, puf, puf… ¿Se acuerda de la historia

que cuentan de Abernethy? -No. ¡Al diablo con Abernethy!

-De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como si se tratara del de otra persona. «Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales -dijo-. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que yo le aconsejaría -repuso Abernethy- es que consultara a un médico.»

-¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar

por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto.

-En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques -, bien puede usted llenarme un

cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.

Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, l lenó y firmó un

cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento

en que Dupin le pidió que llenara el cheque.

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Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones. -La policía parisiense es sumamente hábil a su manera -dijo-. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy

versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G… nos explicó su manera de registrar la mansión de D…, tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.

-¿Hasta donde podía alcanzar? -repetí. -Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido

llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado.

Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.

-Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que

eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos

constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de «par e impar» atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en

la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro: «¿Par o impar?» Si és te adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus

adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente

superior al anterior, razonará en la siguiente forma: «Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez . Por lo tanto, diré pares.» Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas

l laman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado? -Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.

-Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba esa total identificación

en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a

la de la suya, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y Campanella.

-Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.

-Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó Dupin-, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fi jan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón

en la medida en que su propio i ngenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación

de principio en sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D…, ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas

numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una

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búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G… da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una sil la, por lo menos en algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esc onderla en un agujero hecho en la pata de una

sil la? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se util izan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas l íneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la

perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnifica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los l ímites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su

ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior

que todos los poetas son locos. -¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D… tiene un hermano, y que ambos han logrado

reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.

-Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar

bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto. -Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted

aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre c omo la razón por excelencia.

–Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toute idée publique, toute convention reçue est une

sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término «análisis» en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo

que «análisis» abarca «álgebra», tanto como en latín ambitus implica «ambición»; religio, «religión», u homines honesti, la clase de las gentes honorables.

-Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe. -Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no

sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la ra zón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la

ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma

y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor

equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los l ímites de la relación. Pero el matemáti co, l levado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, «aunque no s e cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos

consecuencias como si fueran realidades existentes». Pero, para los algebristas, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: jamás he encontrado a un matemático

en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2+px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere dec ir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo.

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»Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones - es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un ho mbre

semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una

excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G… terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no

podía dejar de ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que D… terminaría necesariamente en la simplicidad,

si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.

-Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones. -El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad

el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto para reforzar un argumento como para

embellecer una descripción. El principio de la vis inerti æ, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la di ficultad, no

menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?

-Jamás se me ocurrió pensarlo -dije. -Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide

al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños,

mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un as unto que se halla

por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.

»Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D…, en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los l ímites de las búsquedas ordinarias de dicho

funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.

»Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como

por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D… en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.

»Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya

protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped.

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»Dediqué especial cuidado a una gran mesa -escritorio junto a la cual se sentaba D…, y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos l ibros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.

»Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña peril la de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta.

Esta última parecía muy arrugada y manchada . Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D… muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.

»Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería

completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D…; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S… El sobrescrito de la

presente carta mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los

verdaderos hábitos metódicos de D…, y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento, todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.

»Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que

jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los

detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento

me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.

»A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día

anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D… corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsil lo, y la reemplacé por

un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D… con ayuda de un sello de miga de pan.

»La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien

acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo consider ándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D… se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí.»

-¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible

apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa?

-D… es un hombre resuelto a todo y l leno de coraje -repuso Dupin-. En su casa no faltan servidores devotos a su

causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de all í con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, l levaba una segunda intención. Bien conoce us ted mis preferencias

políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D… continuará presionando como si la tuviera. Esto lo l levará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan

precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos, compasión- hacia el que baja. D… es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a

quien el prefecto llama «cierta persona», se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.

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-¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella? -¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco!

Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D… me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le

dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha

mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras:

…Un dessein si funeste, S’i l n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.

»Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.»

FIN

EL PIE DEL DIABLO

Arthur Conan Doyle

Al relatar de vez en cuando algunas de las experiencias curiosas y los recuerdos interesantes que asocio con mi amistad íntima y prolongada con Mr. Sherlock Holmes, me he topado constantemente con las dificultades

que me ha causado su aversión por la publicidad. Para su carácter austero y cínico el aplauso popular siempre ha sido aborrecible, y nada le divertía más al cerrar con éxito un caso que traspasar el mérito a algún oficial ortodoxo, y escuchar con sonrisa burlona el coro general de felicitaciones equivocadas. Ha sido en realidad esta actitud por

parte de mi amigo, y no desde luego la falta de material interesante, lo que en los últimos años me ha obligado a publicar muy pocos de mis relatos. Mi participación en algunas de sus aventuras siempre ha sido un privilegio que me ha exigido discreción y reticencia.

Quedé, pues, enormemente sorprendido al recibir el martes pasado un telegrama de Holmes -nunca se

ha sabido de él que escribiera cuando bastaba un telegrama- en los términos siguientes: “¿Por qué no contarles el horror de Cornualles, el más extraño caso que se me ha encomendado?” Ignoro qué resaca de su cerebro había refrescado el caso en su memoria, o qué antojo le había hecho desear que yo lo relatase; pero me apresuré, antes de que llegara otro telegrama cancelando aquél, a rebuscar las notas que me darían los detalles exactos

del caso, y a exponerles el caso a mis lectores. Fue en la primavera del año 1897, cuando en la férrea constituci ón de Holmes aparecieron algunos

síntomas de debilitamiento frente a un trabajo duro, constante y del tipo más agotador, agravado, además, por

sus propias imprudencias ocasionales. En marzo de aquel año el doctor Moore Agar, de la calle Harley, cuya dramática presentación a Holmes quizá cuente algún día, le dio órdenes terminantes al famoso detective privado de dejar a un lado todos sus casos y entregarse a un completo descanso, si quería evitar un colapso. Su estado de salud no era asunto por el que Holmes se tomase el más mínimo interés, ya que tenía una gran capacidad de

abstracción mental, pero al final fue inducido, bajo la amenaza de quedar inhabilitado para el trabajo de forma permanente, a buscarse un cambio total de escena y de aires. Así fue como a principios de primavera de aquel mismo año nos trasladamos a una casita de campo cerca de la bahía de Poldhu, en el extremo más alejado de la península de Cornualles.

Era un lugar singular, especialmente adecuado para el humor sombrío de mi paciente. Desde las ventanas de nuestra casita encalada, construida en lo alto de una colina muy verde, dominábamos todo el siniestro semicírculo de la bahía de Mounts, esa antigua trampa mortal para los veleros, con su hilera de negros

acantilados y arrecifes azotados por las olas, contra los que habían hallado la muerte innumerables marineros. Con viento del norte la bahía permanece plácida y abrigada, invitando a las embarcaciones sacudidas por la tempestad a virar hacia ella en busca de descanso y protección.

Pero luego vienen el súbito remolino de viento, las ráfagas huracanadas del sudoeste, el ancla arrancada,

la oril la a sotavento, y la última batalla en el rompiente espumoso. El marinero prudente está siempre alejado de ese lugar maldito.

Por el lado de tierra nuestros alrededores eran tan sombríos como el mar. Era aquélla una zona de

páramos ondulantes, solitarios y grises, con un campanario aquí y allá para marcar el emplazamiento de algún que otro pueblo de tiempos pasados. En cualquier dirección de los páramos había vestigios de una raza ya desaparecida que no había dejado como constancia de su paso sino extraños monumentos de piedra, túmulos irregulares que contenían las cenizas incineradas de los muertos, y curiosas construcciones de tierra que

apuntaban a la lucha prehistórica. El embrujo y misterio de la región, con su siniestra atmósfera de naciones

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olvidadas, apelaba a la imaginación de mi amigo, quien pasaba gran parte de su tiempo dando largos paseos y sumiéndose en meditaciones solitarias en los páramos . La antigua lengua de Cornualles también había atraído su su atención, y recuerdo que se le metió en la cabeza la idea de que era muy similar al caldeo y constituía una derivación directa del lenguaje de los comerciantes de estaño fenicios.

Recibió un envío de libros de fi lología, y se disponía a consagrarse al desarrollo de su tesis cuando de repente, para pesar mío y alborozo manifiesto de él, nos encontramos, incluso en aquella tierra de sueños, sumergidos en un problema ocurrido a nuestra puerta, más intenso, más absorbente e infinitamente más misterioso que cualquiera de

los que nos habían hecho salir de Londres. Nuestra vida sencilla y plácida, nuestra saludable rutina fueron interrumpidas violentamente, y nosotros nos vimos precipitados en el centro de una serie de sucesos que provocaron una excitación extrema no sólo en Cornualles, sino también en toda la parte occidental de Inglaterra. Quizá muchos de mis lectores conserven algún recuerdo de lo que se l lamó entonces el “Horror de Cornualles”, aunque a la prensa de Londres no

llegó más que un relato muy incompleto del asunto. Ahora, trece años después, voy a dar a conocer públicamente los auténticos detalles de aquel caso inconcebible.

Ya he dicho que unos cuantos campanarios diseminados indicaban la si tuación de los pueblos que salpicaban aquella parte de Cornualles. El más cercano era la aldea de Tredannick Wollas, donde las casas de unos doscientos

habitantes se apiñaban en torno a una iglesia antigua y cubierta de musgo. El vicario de la parroquia, M r. Roundhay, tenía algo de arqueólogo, y, como tal, había trabado amistad con Holmes. Era un hombre de mediana edad, atractivo y afable, con un caudal considerable de erudición local. Invitados por él, fuimos un día a tomar el té en la vicaría,

conociendo asimismo a Mr. Mortimer Tregennis, un caballero independiente que había incrementado los escasos recursos del sacerdote alquilando habitaciones en su casa espaciosa y destartalada. El vicario, que era soltero, estaba encantado de haber l legado a un acuerdo de este tipo, a pesar de no tener apenas nada en común con su huésped, que era un hombre delgado, moreno, con gafas, y con un encorvamiento de espalda que daba la impresión de una auténtica

deformidad física. Recuerdo que durante nuestra corta visita encontramos al vicario locuaz, y a su inquilino extrañamente reservado, con expresión triste, y entregado a la introspección; todo el tiempo permaneció sentado con la mirada perdida, aparentemente absorto en sus propios asuntos.

Esos fueron los dos hombres que entraron abruptamente en nuestra sala de estar el martes 16 de marzo, poco después de la hora del desayuno, cuando estábamos fumando juntos y preparándonos para nuestra excursión diaria por los páramos.

-Mr. Holmes -dijo el vicario, con voz agitada-, durante la noche ha ocurrido un suceso de lo más trágico y

extraordinario. Es algo de verdad insólito. No podemos sino considerar como un don de la providencia que esté usted aquí en estos momentos, porque en toda Inglaterra no hay un hombre al que necesitemos más.

Clavé en el intruso vicario una mirada poco amistosa; pero Holmes se quitó la pipa de los labios y se irguió en su sil la, como un viejo sabueso que oye el grito de “¡Zorro a la vista!” Señaló el sofá con el dedo, y el palpitante vicario, con

su agitado compañero, se sentaron en él, uno junto al otro. Mr. Mortimer Tregennis se dominaba más que el sacerdote, pero el crispamiento de sus manos delgadas y el bril lo de sus ojos oscuros delataban la emoción que compartía con éste.

-¿Hablo yo, o lo hace usted? -preguntó al vicario. -Bueno, como parece ser que es usted quien ha hecho el descubrimiento, sea lo que fuere, y el vicario lo sabe

todo de segunda mano, quizá será mejor que hable, Mr. Tregennis -dijo Holmes. Lancé una mirada al vicario, vestido apresuradamente, a su inquilino, sentado junto a él, ataviado con toda

formalidad, y me divirtió la sorpresa que había producido en sus rostros la simple deducción de Holmes. -Quizá será mejor que diga primero unas palabras -dijo el vicario-, y entonces usted mismo juzgará si prefiere

escuchar los detalles de Mr. Tregennis, o salir corriendo sin pérdida de tiempo hacia el escenario de tan misterioso suceso. Explicaré, pues, que nuestro amigo aquí presente pasó la velada de ayer en compañía de sus dos hermanos,

Owen y George, y en la de su hermana, Brenda, en su casa de Tredannick Wartha, que está cerca de la vieja cruz de piedra de l páramo. Les dejó poco después de las diez, jugando a cartas en torno a la mesa del comedor, de buen humor y con excelente salud. Esta mañana, como es hombre madrugador, ha salido de paseo en esa dirección antes de

desayunar, siendo alcanzado por el coche del doctor Richards, quien le ha explicado que acababan de mandarle l lamar urgentemente desde Tredannick Wartha. Como es natural, Mr. Mortimer Tregennis ha ido con él. Al l legar a Tredannick Wartha se ha encontrado con un estado de cosas extraordinario. Sus tres hermanos estaban sentados en torno a la mesa, tal como él los había dejado, con las cartas aún extendidas ante ellos y las vela s consumidas hasta la base. La

hermana estaba reclinada en su sil la, muerta, con los dos hermanos sentados a cada lado, riendo, gritando y cantando, con la mente totalmente perturbada. Los tres, la mujer muerta y los dos hombres enloquecidos, tenían en el rostro una expresión de horror desaforado, una convulsión de terror que daba miedo mirarla. No había indicios de la presencia de

nadie en la casa, excepto de Mrs. Porter, la vieja cocinera y ama de llaves, que ha declarado que durmió profundamente y no oyó ningún ruido durante la noche. No habían robado ni desordenado nada, y no existe ninguna explicación sobre cuál pudo ser la visión espantosa que mató de pánico a una mujer e hizo perder el juicio a dos hombres fuertes. Esta es, en dos palabras, la situaci ón, Mr. Holmes; si puede ayudarnos a esclarecerla habrá realizado un gran trabajo.

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Yo esperaba poder engatusar de algún modo a mi compañero para continuar con la vida tranquila que era el objetivo de nuestro viaje; pero una sola mirada a la expresión intensa de su rostro y a sus cejas contraídas me indicaron lo vano de mi esperanza. Estuvo un rato sentado en silencio, absorbido por el extraño drama que había venido a romper nuestra paz.

-Voy a estudiar el asunto -dijo, por fin-. A primera vista, parece tratarse de un caso excepcional. ¿Ha estado ya all í, Mr. Roundhay?

-No, Mr. Holmes. Mr. Tregennis me lo ha contado todo al volver a la parroquia, y al instante hemos corrido

a consultarle a usted. -¿A qué distancia está la casa donde ocurrió esa singular tragedia? -A una milla tierra adentro, más o menos. -En ese caso iremos caminando juntos. Pero, antes de salir, he de hacerle unas pocas preguntas, Mr.

Mortimer Tregennis. El interpelado había permanecido callado todo el tiempo, pero yo había observado que su excitación más

controlada era incluso superior a la emoción agresiva del clérigo. Estaba sentado con el rostro pálido y contraído, la mirada ansiosa clavada en Holmes, y sus manos delgadas unidas convulsivamente. Sus labios pálidos habían

temblado al escuchar la espantosa experiencia que había vivido su familia, y en sus ojos oscuros parecía reflejarse parte del horror de la escena.

-Pregunte lo que quiera, Mr. Holmes -dijo, anhelante-. Es un tema del que se me hace difícil hablar, pero

le contestaré la verdad. -Hábleme de la noche pasada. -Verá, Mr. Holmes; cené all í, como le ha dicho el vicario, y mi hermano mayor, George, propuso luego una

partida de Whist. Nos sentamos a jugar a eso de las nueve. Eran sobre las diez y cuarto cuando me puse en pie

para marcharme. Les dejé en torno a la mesa, le más alegres que imaginarse pueda. -¿Quién salió a despedirle? -Mrs. Porter ya se había acostado, así que salí yo solo. Cerré la puerta del vestíbulo desde fuera. La ventana

del salón estaba cerrada, aunque no habían echado la cortinilla. Esta mañana no había ningún cambio ni en la puerta ni en la ventana, ni tampoco razón para creer que un desconocido había entrado en la casa. Sin embargo all í estaban, totalmente enloquecidos por el terror, y Brenda muerta de miedo, medio reclinada, con la cabeza colgando sobre el brazo de la butaca. En toda mi vida no lograré borrar de mi memoria la escena que he

contemplado es esa habitación. -Los hechos, tal y como usted los presenta, son sin duda extraordinarios -dijo Holmes-. Supongo que no

tendrá ninguna teoría propia capaz de explicarlos. -Es algo demoníaco. Mr. Holmes; ¡demoníaco! -exclamó Mortimer Tregennis-. No es de este mundo. Algo

entró en esa habitación, que apagó de un soplo la luz de la razón que había en sus mentes. ¿Q ué fuerza humana podría hacer una cosa así?

-Me temo -replicó Holmes- que si el asunto está por encima de la humanidad, también estará por encima

mío. Pero en cualquier caso debemos agotar todas las explicaciones naturales antes de apoyarnos en una teoría como ésta. En cuanto a usted, Mr. Tregennis, parece ser que por alguna razón no estaba muy unido a su familia, ya que ellos vivían juntos y usted tiene habitaciones aparte.

-Cierto, Mr. Holmes, aunque todo está pasado y olvidado. Éramos una familia de mineros de estaño de

Redruth que vendimos nuestro negocio a una empresa y nos retiramos con dinero suficiente para vivir. No negaré que hubo, al repartir el dinero, ciertas desavenencias que nos mantuvieron distanciados durante un tiempo; pero todo quedó perdonado y arreglado, y ahora éramos los mejores amigos del mundo.

-Volviendo a la velada que pasaron juntos, ¿no ha quedado nada grabado en su memoria que pudiera

arrojar luz sobre la tragedia? Piense despacio, Mr. Tregennis; busque cualquier pista que pueda ayudarme. -No recuerdo nada en absoluto, señor. -¿Sus hermanos estaban del humor habitual?

-Nunca les vi mejor. -¿Estaban nerviosos? ¿En algún momento dieron muestras de aprensión ante un peligro inminente? -No, nada de eso. -¿Entonces no tiene nada que agregar que pueda serme útil? Mortimer Tregennis estuvo unos instantes

meditando seriamente. -Sólo se me ocurre una cosa -dijo por fin-. Cuando nos sentamos a la mesa yo me coloqué de espaldas a

la ventana y mi hermano George, que era mi compañero en la partida, de cara a ella. Una vez le vi mirar con

atención por encima de mi hombro, así que me di la vuelta y me puse a mirar yo también. La cortinil la estaba levantada y la ventana cerrada, pero pude vislumbrar los arbustos del prado, y por un instante me pareció que algo se movía entre ellos. No podría ni siquiera afirmar si era una persona o un animal, sólo sé que había algo all í. Cuando le pregunté a George qué estaba mirando, me comentó que él había tenido la misma sensación. Eso

es todo cuanto puedo decirl e.

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-¿No investigaron? -No; no nos pareció importante. -Así que les dejó sin ninguna premonición de la desgracia. -Ninguna en absoluto.

-No acabo de comprender cómo se ha enterado de la noticia esta mañana temprano. -Soy muy madrugador, y suelo dar un paseo antes del desayuno. Esta mañana, acababa de salir cuando el doctor

me ha alcanzado en su coche. Me ha dicho que la vieja Mrs. Porter le había enviado un chico con un mensaje urgente.

He subido de un salto al vehículo y hemos seguido el viaje. Al l legar, hemos entrado en esa estancia espantosa. Las velas y el fuego del hogar debían haberse apagado hacía horas, y ellos habían permanecido sentados en la oscuridad hasta romper el día. El doctor ha dicho que Brenda llevaba muerta por lo menos seis horas. No hab ía señales de violencia. Estaba caída sobre el brazo de su butaca, con aquella expresión en el rostro. George y Owen estaban cantando

fragmentos de canciones y gesticulando como dos grandes simios. ¡Oh, qué visión tan horrible! Yo no he podido soportarlo, y el doctor estaba tan blanco como el papel. Incluso se ha desplomado en una sil la, como en una especia de desmayo, y casi hemos tenido que atenderle a él también.

¡Extraordinario! ¡Realmente extraordinario! -dijo Holmes, levantándose y asiendo su sombrero-. Creo que quizá

lo mejor será ir a Tredannick Wartha sin más dilatación. Confieso que rara vez me he enfrentado con un caso que a primera vista presentara un problema más singular.

Nuestras primeras gestiones no sirvieron apenas para avanzar en la investigación. Pero de todos modos la

mañana estuvo marcada, en su mismo inicio, por un incidente que produjo en mi ánimo la más siniestra impresión. Se acerca uno al lugar de la tragedia por un sendero campestre estrecho y serpenteante. Caminábamos por él cuando oímos el traqueteo de un coche que venía hacia nosotros, y nos hicimos a un lado para dejarle paso. Al cruzarse con nosotros pude entrever por la ventanilla cerrada un rostro horriblemente contorsionado y sonriente que se nos quedaba

mirando. Aquellos ojos desorbitados y bril lantes, y aquellos dientes que rechinaban pasaron junto a nosotros como una visión espantosa.

-¡Mis hermanos! -exclamó Mortimer Tregennis, l ívido hasta los labios -. Se los l levan a Helston.

Nos volvimos para mirar el negro carruaje, que se alejaba dando tumbos. Luego dirigimos nuestros pasos hacia aquella casa malhadada donde les había sorprendido su extraña suerte.

Era una morada espaciosa y l lena de luz, más mansión que simple casa de campo, con un jardín de considerable extensión que, con el aire de Cornualles, abundaba ya en flores primaverales. A este jardín se abría la ventana del salón,

y, según Mortimer Tregennis, era por all í por donde tenía que haberse acercado el ser maléfico que en un instante, mediante el horror puro, había hecho estallar sus mentes. Holmes caminó despacio y pensativo por entre los tiestos de flores y por el sendero que conducía al porche. Tan absorto estaba en sus pensami entos, que recuerdo que tropezó contra la regadera, derramó su contenido e inundó nuestros pies y también el sendero del jardín. Ya en la casa salió a

recibirnos la anciana ama de llaves cornualles, Mrs. Porter, que con la ayuda de una muchacha joven atendía a las necesidades de la familia. Respondió de buen grado a todas las preguntas de Ho lmes. No había oído nada durante la noche. Últimamente sus amos habían estado de un humor estupendo, y nunca les había visto tan alegres y prósperos.

Se había desmayado de espanto al entrar por la mañana en la estancia y ver aquella reunión espantosa alred edor de la mesa. Tras recuperarse había abierto la ventana de par en par para que pasara el aire, y había ido corriendo hasta el camino principal, desde donde había enviado a un joven granjero en busca del médico. La señorita estaba arriba en su cama, si deseábamos verla. Habían sido necesarios cuatro hombres fuertes para meter a los hermanos en el coche del

manicomio. Ella no pensaba permanecer en la casa ni un día más; aquella misma tarde se iría a St. Ives, para reunirse con su familia.

Subimos la escalera y examinamos el cadáver. Miss Brenda Tregennis había sido una muchacha muy bonita, aunque ahora ya había entrado en la madurez. Su rostro de tez oscura y rasgos bien dibujados era hermoso, incluso

muerta, aunque aún se adivinaba en él algo de aquella convulsión de horror que había sido su última emoción humana. Desde su dormitorio bajamos al salón donde había ocurrido la extraña tragedia. En la chimenea se apiñaban las cenizas carbonizadas del fuego de la noche. Seguían sobre la mesa las cartas, desparra madas en su superficie. Las butacas

habían sido colocadas contra la pared, pero todo lo demás había quedado como la víspera. Holmes recorrió la estancia con paso ligero y rápido; se sentó en las diversas sillas, acercándolas a la mesa y reconstruyendo sus posiciones. Comprobó cuanta extensión de jardín se veía desde all í; examinó el suelo, el techo y la chimenea, pero ni una sola vez percibí aquel súbito bril lo en sus ojos ni la contracción de los labios que me indicaban que veía un resquicio de luz en la

oscuridad. -¿Por qué fuego? -preguntó una vez-. ¿Lo tenían siempre encendido en las noches primaverales, en una

habitación tan pequeña?

Mortimer Tregennis le explicó que la noche era fría y húmeda. Por esa razón habían encendido el fuego después de su l legada.

-¿Qué va a hacer ahora, Mr. Holmes? -preguntó. Mi amigo sonrió y apoyó su mano en mi brazo, diciendo:

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-Creo, Watson, que voy a reanudar esas sesiones de envenenamiento por tabaco que usted ha condenado tan frecuente y justamente. Con su permiso, caball eros, vamos a volver a nuestra casa, porque no me parece que aquí vaya a aparecer nada nuevo digno de atención. Voy a dar vueltas en mi cabeza a todos estos hechos, Mr. Tregennis, y si se me ocurre algo desde luego me pondré en contacto con usted y el vica rio. Mientras tanto

les deseo muy buenos días. Hasta pasado un buen rato de nuestro regreso a Poldhu Cottage Holmes no rompió su mutismo completo

y ensimismado. Permaneció todo ese rato hecho un ovillo en su sil lón, con su rostro macilento y ascético apenas

visible en el torbellino azul del humo de su tabaco, las oscuras cejas fruncidas, la frente arrugada y la mirada vacía y perdida. Por fin, dejó a un lado su pipa y se puso en pie de un salto.

-Es inútil, Watson -dijo, con una risotada-. Vayamos a caminar juntos por los acantilados en busca de flechas de pedernal. Es más fácil encontrar eso que una pista en este asunto. Hacer trabajar al cerebro sin

suficiente material es como acelerar un motor. Acaba estallando en pedazos. Brisa del mar, sol, y paciencia, Watson; todo se andará.

“Ahora definamos con calma nuestra posición -prosiguió mientras bordeábamos juntos los acantilados-. Agarrémonos con firmeza a lo poquísimo que sabemos, para que cuando aparezcan hechos nuevos seamos

capaces de colocarlos en sus lugares correspondientes. En primer lugar, daré por sentado que ninguno de los dos está dispuesto a admitir intrusiones diabólicas en los asuntos humanos. Empecemos por borrar por completo de nuestra mente esa posibil idad. Nos quedan pues tres personas que han sido gravemente lastimadas por un

agente humano, consciente o inconsciente. Ese es terreno firme. Bien, ¿y cuándo ocurrió eso? Evidentemente, y suponiendo que su relato sea cierto, muy poco después de que Mr. Mortimer Tregennis abandonase la estancia. Ese es un punto muy importante. Hay que presumir que fue sólo unos minutos después. Las cartas aún estaban sobre la mesa. Era ya más tarde de la hora en que solían acostarse, y sin embargo no habían cambiado de posición

ni apartado las sillas para levantarse. Repito, pues, que lo que fuera ocurrió inmediatamente después de su marcha, y no después de las once de la noche.

“El siguiente paso obligado es comprobar, dentro de lo posible, los movimientos de Mortimer Tregennis

después de abandonar la estancia. No es nada difícil y parecen estar por encima de toda sospecha. Conociendo como conoce mis métodos, habrá advertido, sin duda, la burda estratagema de la regadora, mediante la cual he obtenido una impresión de las huellas de sus pies, más clara que la que habría podido conseguir de otro modo. En el sendero húmedo y arenoso se han dibujado admirablemente. La noche pasada también había humedad,

como recordará, y no era difícil , tras obtener un botón de muestra, distinguir sus pisadas entre otras y seguir sus movimientos. Parece que se alejó rápidamente en dirección de la vicaría.

“Si Mortimer Tregennis había desaparecido de la escena, y alguna persona afectó desde el exterior a los jugadores de cartas, ¿cómo podemos reconstruir a esa persona, y cómo es que infund ió en ellos tal sentimiento

de horror? Podemos eliminar a Mrs. Porter. Se ve que es inofensiva. ¿Hay alguna evidencia de que alguien se encaramó a la ventana del jardín y de un modo u otro produjo a quienes la vieron un efecto tan terrorífico que les hizo perder la razón? La única sugerencia es esa dirección fue expresada por el mismo Mortimer Tregennis,

que afirma que su hermano habló de cierto movimiento en el jardín. Eso es realmente extraño, ya que la noche estaba lluviosa, encapotada y oscura. Cualquiera que tuviera el propósito de asustar a esas personas estaría obligado a aplastar su cara contra el cristal antes de ser visto. Hay un parterre de flores de tres pies fuera de la ventana, y sin embargo no hay en él ni la sombra de una huella. De modo que es difícil imaginar cómo alguien

ajeno a la familia pudo producir en los tres hermanos una impresión tan terrible; y por otra parte no hemos hallado ningún móvil para una agresión tan rara y complicada. ¿Se da cuenta de nuestras dificultades, Watson?

-Demasiado bien -respondí, con convicción. -Y sin embargo, con un poco más de material, quizá demostremos que no son insuperables -dijo Holmes-

. Me imagino que entre nuestros abundantes archivos, Watson, encontraríamos algunos casos casi tan oscuros como éste. Mientras tanto, dejaremos el asunto a un lado hasta que consigamos datos más concretos, y consagraremos el resto de la mañana a la persecución del hombre neolítico.

Quizá haya hablado ya del poder de abstracción mental de mi amigo, pero nunca me maravilló tanto como aquella mañana primaveral en Cornualles, cuando se pasó dos horas platicando sobre celtas, puntas de flechas y restos diversos, con tanta despreocupación como si no hubiera un misterio siniestro esperando a ser resuelto. Fue al regresar a casa por la tarde y encontrar a un visitante aguardándonos, cuando nuestras mentes volvieron

a concentrarse en el asunto pendiente. Ninguno de los dos necesitamos que nadie nos dijera quién era nuestro visitante. Aquel cuerpo imponente, aquel rostro agrietado y l leno de costurones, de ojos l lameantes y nariz de halcón, aquel cabello encrespado que casi rozacepillaba el techo de nuestra casa, aquella barba dorada en las

puntas y blanca junto a los labios, salvo por la mancha de nicotina de su cigarrillo perpetuo, aquellos rasgos, en suma, eran tan conocidos en Londres como en África, y sólo podían asociarse con la tremenda personalidad del doctor Leon Sterndale, el gran explorador y cazador de leones.

Habíamos oído hablar de su presencia en la región, y en una o dos ocasiones habíamos percibido su alta

silueta en los caminos de los páramos. Sin embargo, ni él hizo nada por trabar conocimiento con nosotros, ni a

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nosotros se nos había ocurrido trabarlo con él, ya que era del dominio público que era su amor por el reco gimiento lo que le impulsaba a pasar la mayor parte de sus intervalos entre una expedición y otra en un pequeño bungalow sepultado en el solitario bosque de Beauchamp Arriance. All í, con sus l ibros y sus mapas, l levaba una existencia totalmente solitaria, atendiendo él mismo a sus sencillas necesidades, y prestando en apariencia poca atención a los

asuntos de sus vecinos. Así que fue una sorpresa para mí oírle preguntar a Holmes con voz anhelante si había algo en su reconstrucción del misterioso episodio.

-La policía del condado está totalmente perdida -dijo-; pero quizá su vasta experiencia le haya sugerido alguna

explicación verosímil. Mi único derecho a reclamar su confianza es que durante mis muchas residencias aquí he llegado a conocer muy bien a la familia Tregennis (en realidad, podría l lamarles primos por l ínea materna) y su extraño final me ha causado, como es natural, un gran impacto.

“Estaba ya en Plymouth, camino de África, pero me he enterado de la noticia esta ma ñana y he venido sin pérdida

de tiempo para ayudar en la investigación. Holmes arqueó las cejas. -¿Y ha perdido el barco por eso? -Tomaré el próximo.

-¡Caramba, esto sí que es amistad! -Ya le digo que éramos parientes. -Sí, sí; primos por parte de madre. ¿Estaba ya su equipaje a bordo?

-Algo de él había, pero la mayor parte estaba en el hotel. -Comprendo. Pero no creo que el suceso haya sido publicado todavía en los periódicos matutinos de Plymouth. -No, señor; he recibido un telegrama. -¿Puedo preguntar de quién?

Una sombra cruzó el demacrado rostro del explorador. -Es usted muy inquisitivo, Mr. Holmes. -Es mi trabajo.

Con un esfuerzo, el doctor Sterndale recuperó su enfurruñada compostura. -No veo objeción para decírselo. Ha sido Mr. Roundhay, el vicario, quién me ha enviado el telegrama que me ha

hecho venir. -Gracias -dijo Holmes-. En respuesta a su original pregunta puedo decirle que aún no tengo la mente clara en

relación con el caso, pero abrigo esperanzas de llegar a alguna conclusión. Sería prematuro decir nada más. -Quizá no le importaría decirme si sus sospechas apuntan en alguna dirección determinada. -No puedo responder a eso. -Entonces he perdido el tiempo, y no necesito prolongar mi visita. -El famoso doctor salió de nuestra casa de un

patente mal humor, y a los cinco minutos Holmes le siguió. No volví a verle hasta después del anochecer, cuando volvió con un paso lento y una expresión huraña, que me

hicieron comprender que no había progresado mucho en su investigación. Le echó una mirada al telegrama que le

aguardaba, y lo tiró al hogar. -Del hotel de Plymouth, Watson -dijo-. Me ha dado el nombre el vicario, y he telegrafiado para asegurarme de

que la historia del doctor Leon Sterndale era cierta. Parece ser que en efecto ha pasado la noche all í, y que ha dejado parte de su equipaje camino a África, y ha vuelto para estar presente en la investigación. ¿Que opina, Watson?

-Que está vivamente interesado. -Vivamente interesado, sí. Hay en esto un hilo, que aún no hemos sabido encontrar, y que nos guiaría por esta

maraña. Anímese, Watson, porque estoy convencido de que aún no ha caído en nuestras manos todo el material necesario. Cuando eso suceda, pronto quedarán atrás nuestras dificultades.

Poco sabía yo entonces lo pronto que se harían realidad las palabras de Holmes, y lo extraño y siniestro que sería el acontecimiento inminente que había de abrir ante nosotros una nueva línea de investigación. A la mañana siguiente, me estaba afeitando junto a la ventana, cuando oí ruido de cascos y, al levantar la vista, vi un dogcart que se acer caba

a todo galope por la senda. Se detuvo delante de nuestra puerta, y nuestro amigo el vicario se apeó de él apresuradamente y se acercó corriendo por el sendero de nuestro jardín. Holmes ya estaba vestido, y ambos salimos prestos a recibirle.

Nuestro visitante estaba tan excitado que apenas podía articular palabra, pero por fin, entre jadeos y estall idos,

salió la trágica historia de sus labios. -¡Estamos poseídos por el diablo, Mr. Holmes! ¡Mi pobre parroquia está poseída por el diablo! -gritó-. ¡El

mismísimo Satanás anda suelto por ella! ¡Nos tiene en sus manos! -En su agitación iba bailando de un lado para otro,

salvándose sólo del ridículo por su rostro ceniciento y sus ojos desorbitados. Por fin nos disparó la terrible noticia. -Mr. Mortimer Tregennis ha muerto durante la noche, con idénticos síntomas que el resto de su familia. Holmes

se puso en pie de un salto, todo energía en un instante. -¿Cabríamos los dos en su dogcart?

-Sí.

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-Entonces, Watson, tendremos que posponer el desayuno. Mr. Roundhay, estamos a su entera disposición. Deprisa, deprisa, antes de que revuelvan las cosas.

El huésped ocupaba en la vicaría dos habitaciones, situadas una encima de la otra, que formaban una de las esquinas. La de abajo era una amplia sala de estar y la de arriba el dormitorio. Daban a un terreno de croquet

que se prolongaba hasta las mismas ventanas. Nosotros l legamos antes que el médico y la policía, así que todo estaba intacto. Permítaseme describir la escena tal y como la vimos aquella mañana de marzo envuelta en bruma. Ha dejado una impresión imborrable en mi memoria.

La atmósfera en la estancia era de asfixia horrible y deprimente. La criada que entró primero abrió la ventana, de lo contrario aún habría sido más intolerable. Aquel ahogo podía deberse en parte a que en la mesa central había una lamparilla ardiendo y humeando. Junto a ella estaba sentado el muerto, apoyado en su silla, con la escueta barba proyectada hacia fuera, los lentes subidos a la frente y el rostro, enjuto y moreno, vuelto

hacia la ventana y convulsionando por el mismo rictus de terror que había marcado los rasgos de su difunta hermana. Tenía los miembros contorsionados y los dedos retorcidos como si hubiera muerto en un auténtico paroxismo de miedo. Estaba totalmente vestido, aunque algunos indicios mostraban que lo había hecho con prisas. Sabíamos ya que había dormido en su cama y que le había sobrevenido su trágica muerte a primera hora

de la mañana. Podía adivinarse la energía al rojo vivo que se ocultaba debajo del exterior flemático de Holmes, con sólo

observar el cambio brusco que se operaba en él al entrar en el fatal apartamento. En un instante se puso tenso

y alerta, con los ojos brillantes, el rostro rígido y los miembros temblando de actividad febril. Salió al césped, entró por la ventana, recorrió la sala de estar y subió al dormitorio, como el osado sabueso registra la madriguera. Dio un rápido vistazo por el dormitorio y acabó de abrir la ventana, lo que pareció proporcionarle un nuevo motivo de excitación, ya que se asomó a el la con sonoras exclamaciones de interés y júbilo. A continuación bajó

la escalera apresuradamente, salió por la ventana abierta, se tiró boca abajo en el césped, se puso en pie de un salto y volvió a entrar en la estancia, todo ello con la energía de un ca zador que le pisa los talones a la pieza. Examinó la lamparilla, que era de las corrientes, con minucioso cuidado y tomando ciertas medidas en su

depósito. Hizo, con su lupa, un puntil loso escrutinio de la pantalla de talco que recubría la parte superior de la misma, y rascó algunas cenizas que había adheridas a su superficie, poniendo algunas de ellas en un sobre, que acto seguido se guardó en su cuaderno de bolsil lo. Por fin, en el momento en que hacían su aparición el médico y la policía oficial, l lamó aparte al vicario y salimos los tres al césped.

-Me complace decirles que mi investigación no ha sido del todo estéril -comentó-. No puedo quedarme para discutir el asunto con la policía, pero le agradeceré mucho, Mr. Roundhay, que le presente mis saludos a l inspector y dirija su atención hacia la ventana del dormitorio y la lamparil la de la sala de estar. Son sugerentes, por separado, y juntas casi concluyentes. Si la policía necesita más información, me sentiré muy honrado de

recibirles en mi casa. Y ahora, Watson, creo que aprovecharemos mejor el tiempo en otro lugar. Quizá a la policía le molestara la intrusión de un aficionado, o quizá imaginase haber encontrado por sí

sola una esperanzadora línea de investigación; el caso es que nada supimos de ella en los dos días siguientes.

Durante los mismos, Holmes pasó una parte de su tiempo en casa, fumando y ensimismado, pero una parte mucho mayor la consagró a dar largos paseos por el campo, siempre solo, regresando después de muchas horas sin comentar dónde había estado. Un experimento me sirvió para comprender su l ínea de investigación.

Se había comprado una lamparilla idéntica a la que ardía en el dormitorio de Mortimer Tregennis la

mañana de la tragedia. La l lenó con el mismo aceite que se util izaba en la vic aría, y cronometró con exactitud el tiempo que tardaba en consumirse. También realizó otro experimento de cariz más desagradable, que no creo que consiga olvidar nunca.

-Observará, Watson -comentó una tarde- que sólo hay un punto común de similitud entre l os distintos

informes que nos han llegado. Se trata del efecto producido por la atmósfera de ambas estancias en las personas que primer o entraron en ellas. Recordará que Mortimer Tregennis, al describir el episodio de su última visita a casa de sus hermanos, nos contó que el doctor se desplomó sobre una sil la al entrar al salón. ¿Lo había olvidado?

Bueno, pues yo le aseguro que ocurrió así. Recordará también que Mrs. Porter, el ama de llaves, nos dijo que había desfallecido al entrar en la estancia y luego había abierto la ventana. En nuestro segundo caso (el de Mortimer Tregennis), no puede haber olvidado la terrible sensación de asfixia que producía el aposento cuando llegamos nosotros, a pesar de que la criada había abierto la ventana. Esa misma criada, según averigüé luego, se

había encontrado tan mal que había tenido que acostarse. Admitirá, Watson, que todos estos hechos son muy sugerentes. En ambos casos tenemos evidencias de una atmósfera envenenada. En ambos casos también, tenemos una combustión en la sala: un fuego en el primero, y una lamparil la en el segundo. El fuego había sido

necesario, pero la lamparilla fue encendida (como demostrará una comparación con el aceite consumido) mucho después del alba. ¿Por qué? Sin duda porque existe una relación entre las tres cosas; la combustión, la atmósfera asfixiante y la muerte o locura de esos desdichados. Eso está claro, ¿no?

-Así parece.

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-Por lo menos podemos aceptarlo como una hipótesis probable. Supongamos, pues, que en ambos casos quemaron algo que produjo una atmósfera de extraños efectos tóxicos. Muy bien. En el salón de los hermanos Tregennis esa sustancia fue colocada en la chimenea. La ventana estaba cerrada, pero como es natural, parte del humo se perdió por el cañón de la chimenea. De ahí que los efectos del veneno quedasen más atenuados que en el otro caso, donde

era más difícil que se escaparan los vapores. El resultado parece indicar que fue así, ya que en el primer caso la mujer, que presumiblemente tenía un organismo más sensible, fue la úni ca que murió, siendo los otros presa de esa demencia pasajera o permanente que es, sin duda, el primer efecto de la droga. En el segundo caso el resultado fue completo. De

modo que los hechos parecen corroborar la teoría del veneno activado por combustión. “Con este hilo de razonamiento en mente registré la habitación de Mortimer Tregennis, buscando restos de la

sustancia venenosa. El lugar más obvio era la pantalla o guardahumos de la lamparilla. All í, como era de esperar, vi cierto número de cenizas escamosas, y alrededor de los bordes una orla de polvo amarronado que aún no se había

consumido. Como sin duda observó, me guardé en un sobre la mitad de esas cenizas. -¿Por qué la mitad, Holmes? -Mi querido Watson, no soy quién para interponerme en el camino de la policía oficial. Les dejo la misma

evidencia que encontré yo. El veneno quedó en el talco, si fueron lo bastante sagaces para encontrarlo. Y ahora, Watson,

encendamos nuestra lamparilla, aunque tomaremos la precaución de abrir antes la ventana, para evitar la defunción precoz de dos meritorios miembros de la sociedad; usted se sentará en un sil lón, cerca de la ventana abierta a no ser que, como persona sensata, decida que no tiene nada que ver con este asunto. ¡Oh! ¿Así que quiere ver qué pasa? Sabía

que conocía bien a mi Watson. Colocaré esta sil la frente a la suya, de forma que quedemos a la misma distancia del veneno, cara a cara. Dejaremos la puerta entreabierta. Ahora estamos ambos en una posición que nos permite vigilar al otro e interrumpir el experimento si los síntomas nos parecen alarmantes. ¿Está todo claro? Bien. Entonces, sacaré el polvil lo, o lo que queda de él, del sobre, y lo dejaré encima de la lamparil la encendida. ¡Así! Ahora, Watson,

sentémonos y esperemos acontecimientos. No tardaron en producirse. Apenas me había arrellanado en mi asiento, cuando llegó hasta mí un olor intenso,

almizcleño, sutil y nauseabundo. A la primera bocanada mi cerebro y mi imaginación perdieron por completo el control.

Ante mis ojos se arremolinó una nube densa y negra, y mi mente me dijo que en aquella nube, aún imperceptible, pero dispuesto a saltar sobre mis sentidos consternados, se ocultaba, al acecho, todo cuanto había en el universo de vagamente horrible, monstruoso e inconcebiblemente perverso. Había formas imprecisas arremolinándose y nadando en el oscuro banco de nubes, todas ellas amenazas y advertencias de algo que iba a ocurrir, del advenimiento en el

umbral de un morador inefable, cuya sola sombra haría estallar mi alma. Se apoderó de mí un terror glacial. Sentía que el pelo se me erizaba, los ojos se me salían de las órbitas, la boca se me abría y la lengua se me ponía como el cuero. Tenía tal torbellino en mi mente que sabía que algo iba a estallar. Intenté gritar, y tuve una vaga conciencia de u n gruñido ronco, que era mi propia voz, pero que sonaba distante e independiente de mí. En aquel momento, al hacer un

débil esfuerzo por escapar, mi vista se abrió paso en aquella nube de desesperanza, y se posó un instante en la cara de Holmes, blanca, rígida, y contraída de horror: la misma expresión de que había visto en los rasgos de los fallecidos. Fue aquella visión lo que me proporcionó unos segundos de cordura y fuerza. Salí disparado de mi asiento, rodeé a Holmes

con los brazos y juntos franqueamos , dando tumbos, la puerta; al instante siguiente nos habíamos dejado caer sobre el césped y yacíamos uno junto al otro, conscientes sólo de los gloriosos rayos solares que se fi ltraban bruscamente a través de la demoníaca nube de terror que nos había envuelto. Esta última se fue levantando de nuestras almas, igual que la niebla del paisaje, hasta que regresaron la paz y la razón, y nos sentamos en la hierba, enjugándonos las frentes

pegajosas, y escudriñándonos el uno al otro, para descubrir, con temor, las últimas huellas de la terrible experiencia que acabábamos de vivir.

-¡Por todos los cielos, Watson! -dijo Holmes por fin, con voz insegura-; le debo mi agradecimiento y también una disculpa. Era un experimento injustificado incluso para mí solo, así que doblemente para un amigo. Le aseguro que lo

siento de veras. -Ya sabe —respondí, algo emocionado, porque hasta entonces Holmes nunca me había dejado entrever tanto su

corazón—, que es para mí una alegría y un gran privilegio ayudarle.

En seguida volvió a encauzarse en la vena mitad humorística y mitad cínica que constituía su actitud habitual con quienes le rodeaban, y dijo:

-Sería superfluo hacernos enloquecer, mi querido Watson. Cualquier observador cándido declararía sin duda ninguna que ya lo estábamos antes de embarcarnos en un experimento tan irracional. Confieso que no imaginaba que

sus efectos fueran tan repentinos y graves. -Entró a toda prisa en la casa, y apareció de nuevo sujetando la lamparilla, que aún quemaba, con el brazo extendido, y la tiró a un zarzal-. Hemos de esperar un poco a que se ventile la habitación. Supongo, Watson, que no le quedará ni una sombra de duda sobre cómo se produjeron las tragedias.

-Ninguna en absoluto. -Pero el móvil sigue siendo tan oscuro como antes. Vayamos hasta esa glorieta y discutamos juntos el asunto.

Ese preparado infernal parece estar aún metido en mi garganta. Creo que hemos de admitir que toda la evidencia apunta hacia Mortimer Tregennis, el cual podría haber sido el criminal en la primera tragedia y la víc tima en la segunda.

Debemos recordar, en primer lugar, que existe una historia de pelea familiar, con reconciliación posterior, aunque

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ignoramos hasta qué punto fue cruda la pelea o superficial la reconciliación. Cuando pienso en Mortimer Tregennis, con su cara de zorro y sus oji l los astutos y brillantes agazapados detrás de sus gafas, no veo en él a un hombre predispuesto a perdonar. En segundo lugar, tengamos presente que esa idea de que había algo moviéndose en el jardín, que distrajo de momento nuestra atención de la auténtica causa de la tragedia, surgió

de él. Tenía un motivo para desorientarnos. Y por último, si no fue él quien echó esa sustancia al fuego en el momento de abandonar la estancia, ¿quien lo hizo? El suceso ocurrió inmediatamente después de su marcha. Si hubiera entrado alguna otra persona, sin duda la familia se habría levantado de la mesa. Y además, en el pacífico

Cornualles no llegan visitas pasadas las diez de la noche. Así que podemos afirmar que todas nuestras evidencias señalan a Mortimer Tregennis como culpable.

-¡Entonces su muerte fue un suicidio! -Bueno, Watson, a primera vista no es una suposición absurda. Un hombre sobre cuya alma pesaba el

haber condenado a su familia a un final como éste podría, l levado por el remordimiento, infl igirse ese final a sí mismo. Sin embargo, existen poderosas razones en contra. Por fortuna, hay un hombre en Inglaterra que lo sabe todo, y lo he dispuesto todo para que podamos oír los hechos de sus labios esta misma tarde. ¡Ah! Llega con un poco de adelanto. Le ruego que venga por aquí, doctor Leon Sterndale. Hemos estado realizando dentro un

experimento químico, que ha dejado la habitación poco adecuada para la recepción de tan distinguido visitante. Oí el rechinar de la verja del jardín y apareció en el camino la figura majestuosa del gran explorador de

África. Se volvió algo sorprendido hacia la rústica glorieta donde estábamos sentados.

-Me ha hecho llamar, Mr. Holmes. He recibido su nota hará una hora, y aquí me tiene, aunque en realidad no sé por qué he de obedecer a su requerimiento.

-Quizá podamos aclarar ese punto antes de separarnos -dijo Holmes-. Mientras tanto, le agradezco sinceramente su cortés aquiescencia. Discúlpenos por esta recepción informal al aire l ibre, pero mi amigo

Watson y yo hemos estado a punto de aportar nuevo material para un nuevo capítulo de lo que los periódicos l laman el “Horror de Cornualles”, y de momento preferimos una atmósfera l impia. Quizá, ya que los asuntos que tenemos que discutir le afectan personalmente y de forma muy íntima, será mejor que hablemos donde no

puedan oírnos. El explorador se apartó el cigarro de los labios y miró a mi compañero con severidad. -No acabo de comprender, señor -dijo-, de qué puede tener que hablarme que me afecte personalmente

y de forma muy íntima.

-Del asesinato de Mortimer Tregennis -dijo Holmes. Por un momento deseé estar armado. La cara fiera de Sterndale se tornó purpúrea, sus ojos centellearon

y sus venas, agarrotadas y apasionadas, se le abultaron en la frente, mientras daba un salto adelante, hacia mi amigo, con los puños cerrados. Entonces se detuvo y con un esfuerzo violento adoptó una actitud de calma fría

y rígida, que quizá presagiaba más peligro que su vehemente arrebato. -He vivido tanto tiempo entre salvajes y fuera de la ley -dijo-, que me he acostumbrado a hacerme la ley

yo mismo. Le suplico, Mr. Holmes, que no lo olvide, porque no deseo causarle ningún daño.

-Tampoco yo tengo deseos de causarle daño a usted, Dr. Sterndale. La mejor prueba de ello está en que, sabiendo lo que sé, le he hecho llamar a usted y no a la policía.

Sterndale se sentó jadeante, intimidado quizá por primera vez en su aventurera vida. En las maneras de Holmes había una serena afirmación de fuerza, a la que no podía uno sustraerse. Nuestro visitante estuvo unos

instantes balbuceando, cerrando y abriendo las manazas con agitación. -¿Qué quiere decir? -preguntó por fin-. Si es un farol, Mr. Holmes, ha escogido al hombre equivocado para

su experimento. Dejémonos ya de andarnos por las ramas. ¿Qué quiere decir? -Voy a decírselo -respondió Holmes- y la razón por la que se lo digo es que espero que la franqueza

engendre franqueza. Mi próximo paso dependerá por entero de la naturaleza de su defensa. -¿Mi defensa? -Sí, señor.

-¿Mi defensa contra qué? -Contra la acusación de haber asesinado a Mortimer Tregennis. Sterndale se secó la frente con el pañuelo. -Por vida mía, está usted progresando -dijo-. ¿Dependen todos sus éxitos de su prodigiosa capacidad para

farolear?

-Es usted -dijo Holmes, con tono severo- quien está faroleando, doctor Sterndale, no yo. Como prueba le expondré algunos de los hechos sobre los que se basan mis conclusiones. De su regreso desde Plymouth, dejando que gran parte de sus pertenencias zarparan sin usted rumbo a África, diré tan só lo que fue lo primero que me

hizo comprender que era usted uno de los factores a tener en cuenta en la reconstrucción de este drama… -Volví… -He escuchado sus razones y me parecen fútiles y poco convincentes. Pero pasemos eso por alto. Vino

aquí a preguntarme de quién sospechaba. Me negué a contestar. A continuación, fue a la vicaría, estuvo un rato

esperando fuera, y por fin volvió a su casa.

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-¿Cómo lo sabe? -Le seguí. -No vi a nadie. -Eso es lo que le sucederá siempre que sea yo quien le siga. Pasó en su casa una noche inquieta, y fraguó cierto

plan, que puso en práctica a primera hora de la mañana. Abandonó su morada al alba y se l lenó el bolsillo de una gravilla rojiza que había amontonada junto a su puerta.

Sterndale dio un respingo violento y miró atónito a Holmes.

-Luego recorrió a toda prisa la milla que le separaba de la vicaría. Llevaba, si me permite la observación, el mismo par de zapatos de tenis con suela acanalada que calza en este momento. Ya en la vicaría, cruzó la huerta y el seto lateral, saliendo debajo de la ventana del inquilino Tregennis. Era ya pleno día, pero todos dormían en la casa. Se sacó del bolsil lo parte de la gravil la, y la lanzó contra la ventana superior.

Sterndale se puso en pie de un salto, y exclamó: -¡Creo que es usted el mismísimo diablo! Holmes sonrío al oír el cumplido, y prosiguió. -Tuvo que tirar dos puñados o quizá tres, antes de que el inquilino saliera por la ventana. Le hizo señal de bajar.

Él se vistió apresuradamente y descendió a la sala de estar. Usted entró por la ventana. Sostuvieron una breve

entrevista, durante la cual usted estuvo caminando de un lado a otro de la estancia. Luego salió, cerrando la ventana, y se quedó en el césped de fuera fumando un cigarro y observando lo que ocurría. Por fin, tras la mu erte de Tregennis, se retiró por donde había venido. Y ahora, doctor Sterndale; ¿cómo justifica esa conducta, y cuáles son los motivos por

los que actuó como lo hizo? Si miente o trata de jugar conmigo, le aseguro que este asunto pasará a otras manos definitivamente.

A nuestro visitante se le había puesto la cara cenicienta mientras escuchaba las palabras de su acusador. Estuvo un rato sentado meditando, con el rostro oculto entre las manos. Luego, con un súbito gesto impulsivo, se sacó una

fotografía del bolsil lo superior y la tiró sobre la mesa rústica que teníamos delante. -Este es mi motivo -dijo. En ella aparecía el rostro y el busto de una mujer muy hermosa. Holmes se inclinó para verla, y dijo:

-Brenda Tregennis. -Sí, Brenda Tregennis -repitió nuestro visitante-. La he amado durante años, Y durante años me ha amado ella a

mí. Ese es el secreto de mi recogimiento en Cornualles que tanto sorprende a la gente: me ha acercado a la única persona en el mundo que quería de verdad. No podía casarme con ella, porque tengo ya esposa; aunque me abandonó

hace años, por culpa de las deplorables leyes inglesas, no puedo divorciarme. Brenda estuvo años esperando. Yo estuve años esperando. Y todo para l legar a este final. -Un terrible sollozo sacudió su corpulenta masa, y se oprimió la garganta con la mano por debajo de su barba moteada. Luego, haciendo un esfuerzo, se dominó y siguió hablando.

-El vicario lo sabía. Era nuestro confidente. Él le diría que Brenda era un ángel bajado a la tierra. Por eso me

telegrafió y regresé. ¿Qué me importaban ni mi equipaje ni Africa al enterarme de que la mujer amada había muerto de aquella manera? Ahí tiene la clave que le faltaba para explicar mi acto, Mr. Holmes.

-Prosiga -dijo mi amigo.

El doctor Sterndale se sacó del bolsillo un paquetito de papel y lo depositó sobre la mesa . En el exterior había escrito: “Radix pedis diaboli”, con una etiqueta roja de veneno debajo. Empujó el paquetito hacia mí.

-Tengo entendido que es usted médico, señor. ¿Ha oído hablar alguna vez de este preparado? -¡Raíz del pie del diablo! No, nunca he oído hablar de él.

-Eso no va en menoscabo de su erudición profesional, porque creo que, exceptuando una muestra en un laboratorio de Buda, no existe ningún otro espécimen en Europa. Todavía no ha tenido acces o ni a la farmacopea ni a los l ibros de toxicología. Su raíz tiene forma de pie, mitad humano, mitad caprino; de ahí el nombre fantástico que le dio un misionero botánico. Es util izada como veneno probatorio por los brujos de ciertas regiones del oeste de Africa,

que la guardan en secreto. Obtuve este espécimen en circunstancias extraordinarias, en el país de los Ubanghi. -Abrió el papel mientras hablaba, mostrándonos un montoncito de un polvil lo parduzco, similar al rapé.

-¿Y bien, señor? -preguntó Holmes con tono grave.

-Voy a contarle lo ocurrido, Mr. Holmes, porque es tanto lo que ya sabe que evidentemente me interesa que lo sepa todo. Ya le he explicado mi relación con la familia Tregennis. Por la hermana era amable con los tres varones. Hubo una pelea por dinero que causó el alejamiento de Mortimer, pero pareció que las cosas se arreglaban y volví a tratarme con él como con los otros. Era un hombre taimado, sutil y calculador, y observé en él algunos detalles que despertaron

mis sospechas; pero no tenía motivo para un enfrentamiento. “Un día, hace un par de semanas, vino a visitarme y le mostré algunas de mis curiosidades africanas. Entre otras,

le enseñé este polvil lo y le hablé de sus extrañas propiedades, de cómo estimula los centros cerebrales que c ontrolan

la emoción del miedo y cómo la muerte o la locura es la suerte que corre el infortunado indígena que es sometido a un juicio probatorio por el sacerdote de la tribu. Le conté también lo impotente que es la ciencia europea para detectarlo. No puedo decirles de qué forma se lo apropió porque no salí de la estancia; pero no hay duda de que mientras yo estaba abriendo armarios y encorvándome sobre cajas, se las ingenió para sustraer parte de la raíz del pie del diablo. Recuerdo

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bien que me acosó a preguntas relativas a la cantidad y tiempo necesarios para que surtiese efecto, pero ni por un instante imaginé que pudiera tener razones personales para querer saber todo aquello.

“No pensé más en el asunto hasta recibir en Plymouth el telegrama del vicario. El rufián pensaba que yo estaría mar adentro antes de que se publicase la noticia, y que permanecería años perdido en África. Pero volví

en seguida. Desde luego, no pude escuchar los detalles sin quedar convencido de que se había util izado mi veneno. Vine a verle de rondón, por si se le había ocurrido cualquier otra explicación. Pero no podía haberla. Sabía que Mortimer Tregennis era el asesino; que por dinero, y quizá con la idea de que si los demás miembros

de su familia enloquecían se convertiría en el único administrador de sus bienes conjuntos, había usado contra ellos el polvo del pie del diablo, causando la demencia de dos de ellos, y la muerte de su hermana Brenda, el único ser humano al que he amado y que me ha correspondido. Ese era su crimen; ¿cuá l había de ser su castigo?

“¿Debía recurrir a la justicia? ¿Dónde estaban mis pruebas? Sabía que los hechos eran ciertos, ¿pero

lograría hacer creer aquella historia fantástica a un jurado de campesinos? Quizá sí y quizá no; y no podía permitirme fracasar. Mi alma clamaba venganza. Ya le he dicho antes, Mr. Holmes, que he pasado gran parte de mi vida fuera de la ley, y que he acabado por hacérmela yo a mi manera. Y eso fue lo que hice esta vez. Decidí que debía compartir el destino que había infl igido a otros. O eso, o le ajusticiaría con mis propias manos. En toda

Inglaterra no hay en estos momentos un solo hombre que le tenga menos aprecio a su existencia que yo a la mía. “Ahora ya sabe todo. Usted mismo ha explicado el resto. Como ha dicho, tras una noche sin descanso, salí

por la mañana temprano de mi casa. Preví la dificultad de despertarle, así que recogí grava del montón que ha

mencionado, y la util icé para tirarla contra la ventana. Él bajó y me dio entrada por la ventana de la sala de estar. Le expuse su crimen y le dije que venía como juez y como verdugo. El desdichado se hundió paralizado en una sil la al ver mi revólver. Encendí la lamparilla, puse el polvil lo sobre ella y permanecí junto a la ventana, dispuesto a cumplir mi amenaza de disparar si trataba de abandonar la estancia. Murió a los cinco minutos. ¡Dios mío! ¡Y

cómo murió! Pero mi corazón fue de piedra, porque no soportó nada que mi amada Brenda no hubiera sentido antes que él. Esa es mi historia, Mr. Holmes. Quizá si amase a alguna mujer habría hecho lo mismo. En cualquier caso, estoy en sus manos. Puede dar los pasos que le plazca. Como ya le he dicho, no hay ningún ser viviente que

pueda temer menos a la muerte que yo. Holmes permaneció un rato sentado en silencio. -¿Qué planes tenía? -preguntó, por fin. -Tenía la intención de sepultarme en el centro de África. Mi trabajo all í está a medio acabar.

-Vaya a acabarlo -dijo Holmes-. Yo, por lo menos, no pienso impedírselo. El doctor Sterndale irguió su figura gigantesca, hizo una grave reverencia, y se alejó de la glorieta. Holmes

encendió su pipa y me alargó su tabaquera, diciendo: -No nos vendrán mal, para variar, unos vapores que no sean venenosos. Creo que estará de acuerdo, mi

querido Watson, en que no es éste un caso en el que tengamos que interferir. Nuestra investigación ha sido independiente, y también lo serán nuestras acciones. ¿Va usted a denunciar a ese hombre?.

-Por supuesto que no -respondí.

-Nunca he amado, Watson, pero supongo que si lo hubiese hecho y el objeto de mi amor hubi era tenido un final como éste, habría actuado igual que nuestro ilegal cazador de leones. ¿Quién sabe? Bueno, Watson, no ofenderé a su inteligencia explicándole lo que ya es obvio. La gravil la en el alféizar de la ventana fue, desde luego, el punto de partida de mis pesquisas. No había nada que encajara con ella en el jardín de la vicaría. Sólo cuando

el doctor Sterndale y su casa atrajeron mi atención di con el complemento que me faltaba. La lamparilla encendida en pleno día y los restos del polvillo en la pantalla fueron eslabones sucesivos de una cadena bastante clara. Y ahora, mi querido Watson, creo que podemos borrar este caso de nuestras memorias y reanudar con la conciencia l impia el estudio de esas raíces caldeas que sin duda encontraremos en la ramificación de Cornualles

de la fantástica lengua céltica.

FIN

PIGMALIÓN Leopoldo Hurtado

—Veintiocho, treinta y dos, treinta y nueve, cuarenta y siete, cuarenta y siete, cincuenta y tres, cincuenta

y cinco, l levo cinco; siete, once, diecinueve... —Seguía sumando una factura cuando oyó los tiros. Sonaron secos,

duros, apagados por las alfombras y las paredes. El señor Dussek levantó la cabeza azorado y miró hacia el la do de los estampidos. Durante un instante

quedó inmóvil y luego se lanzó hacia fuera. Tomó por el corredor, atravesó dos salas pequeñas y l legó al salón grande, del frente. A esa hora, con las luces apagadas, con la puerta de calle entornada, todo estaba en la

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penumbra. Alcanzó a divisar un bulto caído en el suelo y le l legó a las narices el olor de la pólvora. En la sala no había nadie, y la quietud del ambiente hada el cuadro más impresionante aún.

Con ojos desorbitados, el señor Dussek se acercó al bulto. Era el de un hombre de edad madura, caído de costado. En la alfombra comenzaba a ensancharse una mancha oscura. Abrió la cancela de vidrio, corrió por el corto zaguán que

daba hacia la calle, abrió la puerta y se lanzó despavorido por la vereda, en busc a de un agente de policía. Algunos transeúntes lo miraron, aunque un hombre corriendo por la calle no les l lamó mucho la atención. Con ademanes desordenados y gritos histéricos l lamó al vigilante de la esquina.

—Venga, venga —gritaba agitando los brazos—. Han matado a un hombre. El vigilante se dio vuelta y lo miró; luego se acercó. Echaron a correr por la vereda y l legaron a la casa.

Instintivamente, el vigilante echó mano al si lbato y tocó la pitada de auxilio; a esa hora, con el bullicio del tránsito, era muy improbable que algún otro agente la oyera. Lo único que consiguió fue que la gente se arremolinara.

Luego entraron. El vigilante se dirigió al bulto que yacía en el suelo, lo dio vuelta y lo examinó rápidamente. El hombre estaba exánime y las manchas rojas de las ropas y del suelo se hacían cada vez más grandes. Luego llamó por teléfono a la comisaría y a la Asistencia Pública. Algunos curiosos se asomaban ya por la cancela. El agente los echó con dureza y se plantó delante de ella. Por el momento, no había más que esperar.

El señor Dussek no sabía qué hacer; se paseaba por el salón, entre los bustos, las cabezas; se detenía delante del muerto —o del herido, vaya uno a saber—; luego volvía a reanudar la marcha, con todo el aspecto de un loco. Hasta el pelo se le había desordenado, ese largo mechón cuidadosamente engominado que daba zigzags por su cabeza tratando,

inútilmente, de ocultar la calva. El señor Dussek —perdón, Adolfo Dussek, de Hamburgo—, gerente de la Galería Rosenberg, sucursal argentina, era un hombre regordete, bajo, de anteojos dorados, de mejil las sonrosadas y mofletudas. Por lo general plácido y cordial, tenía ahora tal aspecto de susto que hubiera sido muy difícil reconocerle, de primera intención.

Durante unos minutos, lo único que se agitó en el salón fue el señor Dussek. El agente se mantenía junto a la puerta, y las esculturas —ni que decirlo— mantenían su acostumbrada inmovilidad. Las cabezas, los escorzos, surgían aquí y allá, en la penumbra, sin dar muestras de que el suceso los afectara. Hasta la estatua que estaba en el centro del

salón —una hermosa figura de muchacha— miraba hacia lo lejos, sin dignarse bajar los ojos hacia el bulto que yacía a sus pies.

Algunos oficiales de policía irrumpieron en el salón. Mandaron al agente que se apostara en la puerta de calle y se dirigieron hacia el bulto; lo examinaron de cerca, sin decir palabra. Casi simultáneamente sonó en la calle la sirena

de la Asistencia Pública. Entraron dos hombres con guardapolvos. Uno de ellos dio vuelta a l bulto, le levantó la cabeza, le alzó un párpado; luego le tomó el pulso y puso el oído en el pecho.

—Está muerto —dijo—. No hay nada que hacer. Cubrieron al muerto con una sábana y se pusieron a esperar al juez de instrucción. Los oficiales de policía se

l levaron adentro al señor Dussek y empezaron a interrogarlo. Este dijo que, como de costumbre, a eso de las doce y media había apagado las luces del salón y entornado la puerta. A esa hora se cerraba la Galería hasta las quince y media, en que volvía a abrirse. Luego se había puesto a ordenar unas cuentas en su escritorio, cuando oyó los tiros. No había

visto a nadie, ni había oído que alguien hubiera entrado o salido. Como él estaba todavía adentro, no había creído necesario cerrar con llave la puerta de calle.

Le dijeron al señor Dussek que estaba detenido; y a decir verdad, por el aspecto despavorido que presentaba, parecía el asesino. Fue palpado de armas y l levado a la comisaría por un agente.

Lo difícil fue poder salir. A esa hora transita por la calle Florida un mundo de gente, y ya toda la cuadra parecía el centro de una manifestación política. A duras penas pudo el señor Dussek ser sacado, y subido a un auto de la policía.

Poco después, por orden del juez de instrucción, el bulto fue levantado y l levado en una camilla hasta la ambulancia. La policía inició un minucioso registro del local. Hasta los bustos y los cuerpos fueron levantados de sus

pedestales y examinados por dentro, pero inútilmente se buscó el arma. La pesquisa más cuidadosa no dio resultado alguno. Sólo se hallaron objetos personales del señor Dussek, algunos no muy recomendables; pero, como no hacen al caso, no es menester detallarlos.

Tres artistas exponían sus obras en ese momento en la Galería Rosenberg: en las dos salas inter iores, un paisajista y un grabador; en la sala grande del frente, el escultor Bronzini exponía cabezas, algunos estudios, torsos y tres figuras de tamaño natural. Todo esto fue revuelto, como ya dijimos, y puesto patas arriba, pero nada se pudo hallar.

La identificación del muerto se hizo inmediatamente. No sólo l levaba consigo su cédula, sino también tarjetas y

cantidad de documentos personales. Resultó ser una persona sumamente conocida en el mundo de los negocios y de las finanzas: el señor Luis Milani, director de la compañía de seguros “La Mutual”.

Pudo también reconstruirse perfectamente el empleo que había hecho el señor Milani del que debía ser el último

día de su vida. Estuvo en su despacho toda la mañana, atendiendo los asuntos de rutina de la compañía. A eso de las once y media recibió un llamado telefónico de su amigo Carlos Paglioretti —la telefonista le reconoció la voz— diciéndole que estaba con dos amigos en el “gril l” del Plaza, y que se reuniera con ellos para tomar algo y conversar. El director resolvió rápidamente algunas cuestiones y cerró con llave los cajones de su escritorio. Dio órdenes a su

secretaria y le dijo que volvería a eso de las tres; después salió.

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Momentos después l legaba al Plaza. Buscó a su amigo y lo encontró conversando animadamente con los otros, alrededor de una mesa. Paglioretti los presentó. Milani estuvo cordial con todos. No sólo conocía a aquél de tiempo atrás, sino que en ese momento lo necesitaba como agente de enlace o algo así. No podía decirse que “La Mutual” anduviera mal, o que se encontrara en dificulta des; los negocios se mantenían firmes, pero el rubro

de los seguros se mostraba cada día más incierto. Existía la perspectiva de una crisis o de que el Gobierno, como lo había anunciado varias veces, oficializara las compañías y se hiciera cargo de los seguros en todo el país. El plan que Milani quería l levar a la práctica consistía en derivar hacia la capitalización o la financiación de

construcciones colectivas; pero para ello necesitaba nuevos capitales, y aquí entraba a tallar Paglioretti. Aunque durante la tertulia no se habló para nada de negocios, Milani tuvo la clara impresión de que los

otros dos tenían alguna relación oculta con la gestión en que estaba empeñado. Su aspecto no le resultó grato. Uno de ellos —Rívoli o Rígoli, Milani no entendió bien— era un hombre pequeño, vestido con llamativa elegancia,

de una insoportable vulgaridad, que denunciaba a la legua al advenedizo, al recién subido. El otro era un chinazo gordo, callado, no acostumbrado todavía a su traje nuevo, a quien Paglioretti dio u n nombre ridículo, Crisanto Rodríguez, o algo por el estilo.

Conversaron de bueyes perdidos, y a eso de las doce y media Milani se despidió, después de convenir

entrevistarse nuevamente con ellos. Salió del Plaza y tomó por Florida, para ir a almorzar al Jockey. Al pasar frente a la Galería Rosenberg vio en el cartel el nombre de Bronzini y se acordó que tenía interés en ver sus esculturas. (Sobre su escritorio se encontró el último suplemento dominical de “La Prensa”, con la reproducción

de las obras del escultor.) La puerta estaba entornada; la empujó y entró despacio. Un chico que estaba parado enfrente declaró después que había visto salir un hombre, vestido de gris o de oscuro —no recordaba bien—, que había caminado de prisa por Florida y doblado por Paraguay hacia el río.

Los tres contertulios se quedaron en el “gril l”. Después, Paglioretti se despidió; dijo que era el cumpleaños

de su mujer y que tenía que ir a almorzar a su casa. Los otros, después de un rato, también salieron y tomaron por Florida. Al acercarse a la Galería Rosenberg advirtieron el gentío y tomaron prudentemente por la vereda de enfrente. De la Galería sacaban una camilla y la metían en una ambulancia. Varios agentes de policía contenían

al público. * * * Lo que desde un principio confundió a la policía no fue tanto la falta de pistas, para dar con el asesino,

como la abundancia de éstas. Cada detalle suministró el hilo de una pesquisa, y hubo que hacer innumerables

averiguaciones. Pero todas ellas condujeron a una vía muerta. Quien más indicios procuró fue el propio Milani. Una somera indagación de su vida dio detalles

interesantes. Por lo pronto, se supo que tenía dos casas, y en cada una de ellas mujer e hijos, que ninguna relación tenían entre sí. El suceso dio motivo a que se conocieran e intimaran. Las dos viudas —l lamémoslas así —se

unieron en la desgracia y se ofrecieron para coadyuvar en la pesquisa, pero poco es lo que pudieron aportar. Salió también a relucir una liaison anterior con una mujer del ambiente artístico, per o ya había muerto y poco o nada se sacó de ello.

Cuando se revisaron los cajones de su escritorio, la caja de hierro y la del Banco, se reunió un material que hubiera sido muy interesante para un estudio de costumbres —o de malas costumbres—, pero nada que arrojara alguna luz sobre el crimen. Los cajones de su escritorio fueron vaciados uno por uno, y revisados por los pesquisas. Durante un momento, cierta fotografía de mujer estuvo peligrosamente cerca de la página en

rotograbado de un suplemento dominica l, pero los de la policía —por suerte— estuvieron demasiado atareados para constatar el extraordinario parecido de algunas figuras. Durante unos segundos, dos reproducciones muy se¬mejantes estuvieron una junto a otra, y un hombre corrió inminente peligro de pudrirse toda su vida en la cárcel; pero el empleado hizo un montón de todos los papeles y los apiló a un costado del mue¬ble. Cada uno de

estos papeles significó una maraña difícil de descifrar, y parecía que a cada momento se estaba sobre la pista del criminal, pero todo, luego, se desvanecía como por encanto. Para colmo, los diarios mantenían pendiente al público acerca de la pesquisa y de las peripecias de la investigación.

El tal Paglioretti también tuvo muy ocupada a la policía durante un tiempo. Para empezar, no pudo dar ninguna explicación satisfactoria de su reciente y cuantiosa fortuna. Por último, hubo de confesar que la debía a negociados, a especulaciones tortuosas y a negocios de agio en la bolsa negra. Sus relaciones turbias y nada recomendables con Milani parecieron, por un tiempo, orientar la indagación, pero Paglioretti pudo probar que

se había retirado del Plaza después de la hora del crimen y que no tenía nada que ver con él. Por otra parte, aunque Milani mantenía el control de la mayoría de las acciones de “La Mutual” y Paglioretti era su posible sucesor, este interés y esta rivalidad no pasó de ser una presunción en su contra. De all í no se pudo pasar.

Los otros dos compinches tampoco salieron bien parados, aunque sólo desde el punto de vista moral. La justicia les sacó los trapitos al sol, pero ellos lograron escapar de sus garfios. El tal Rígoli resultó un truhán de opereta, aparentemente sospechoso, pero en el fondo un infeliz. No era más que el testaferro de Paglioretti para sus negocios sucios; el otro, Crisanto Rodríguez, resultó no ser más que un provinciano rico, dueño de vastísimos

campos por el norte, atraído por el cebo de los negocios suntuosos.

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Otros muchos testigos desfilaron: el escultor Bronzini y los otros expositores , quienes poco es lo que pudieron decir acerca de la concurrencia a la exposición; el personal de la oficina —empleados, telefonistas, ascensoristas, porteros, etc.—, el personal de servicio, amigos y conocidos que no hicieron más que complicar las cosas s in aportar nada útil.

Quedaba el pobre señor Dussek, que seguía detenido e incomunicado, en su calidad de casi testigo presencial del crimen. El señor Dussek revivió, poco más o menos, los días de sus pasadas andanzas con la Gestapo, pero nada se le pudo probar que indujera a sospechar la mínima relación con el crimen. Después de dos meses de encierro tuvo que

ser puesto en libertad y sobreseído. Los diarios dejaron por fin de ocuparse del crimen, y la policía, desorientada, confió en que el azar y el tiempo le trajeran el esclarecimiento deseado.

* * *

El señor Dussek estaba en su escritorio arreglando papeles cuando oyó pasos en el corredor. Levantó la vista y

se encontró con el escultor Bronzini. Se dieron cordialmente la mano.

—Venía a felicitarlo —le dijo éste—, por la feliz terminación de sus penurias. Nunca hemos dudado un minuto, ni yo ni todos los que lo conocemos, de que usted fuera inocente.

El señor Dussek sonrió detrás de sus anteojos.

—Yo tampoco he dudado nunca —dijo, e invitó al escultor a sentarse—. Pero han sido largos estos dos meses —añadió, y quedó un rato en silencio—. Hablando de otra cosa, ¿cómo le fue con su exposición?

—Magníficamente. Fue una romería; todo el mundo quería ver la sala, no por los trabajos, claro está, sino por el crimen; y eso que cometieron la tontería de lavar la alfombra

—¿Vendió mucho? —Prácticamente, todo. Ahora ya tengo la clave del éxito; cada vez que haga mis exposiciones trataré de que se

cometa un crimen.

—¿Vendió la “Flora” también? —La “Flora”, no. —¿A pesar del ofrecimiento que le hicieron del Museo de Bellas Artes? —A pesar de ese ofrecimiento.

—Me lo figuraba. —¿Por qué se lo figuraba? El señor Dussek no contestó. Después de un instante, dijo: —Y si yo le ofreciera comprársela, ¿me la vendería?

—Esa figura no la vendo, Dussek, por todo el oro del mundo. Dussek miró al escultor con sus oji l los risueños. —Lo comprendo —dijo al cabo—. Es lo mejor que usted ha hecho. Es el trabajo de un maestro, en toda la

extensión de la palabra. Pero es curioso que no haya querido cederla al Museo. ¿Quizá tiene para usted algún otro valor que no sea el exclusivamente artístico?

—Quizá... —Me parece que recuerdo a esa modelo. Creo haberla visto alguna vez por a quí. Además, usted me ha mostrado

una serie de dibujos y esbozos preparatorios; debe ser una mujer encantadora. ¿La conoce usted bien, Bronzini? —La conocía. Ya murió —dijo Bronzini en voz baja. El señor Dussek siguió hablando como para sí: —¡Qué magnífica figura! Tengo aquí el recorte del suplemento donde salió reproducida, Y no me canso de

contemplarla. La calidad del modelo, la vibración del busto bajo el chal que lo cubre, la perfección de los brazos, la forma en que están equilibradas las l íneas, todo, me parece magistral. —Buscó entre unos papeles y quedó mirando una figura...— Con unos años menos, yo también me hubiera animado a cometer cualquier atrocidad por ella...

_¿Qué quiere usted decir? —Quiero decir, mi querido Bronzini, que yo también me he ocupado de este enigma, Y que tengo mi hipótesis,

mi hipótesis particular sobre el criminal. —¿Cómo así?

Dussek quedó un instante en silencio. Luego dijo en voz baja: —En estos dos meses de cárcel he meditado mucho sobre este suceso. Un poco por matar horas perdidas, otro

poco por instinto de salvación. Era el primer interesado en que el crimen se aclarara cuanto antes.

—¿Y qué ha descubierto? —Eran largas las horas en la celda —continuó Dussek sin contestar la pregunta—. E infinidad de veces me he

preguntado cómo y con qué fin pudo cometerse el crimen. No sabía nada de la víctima, ni tenía noticia de su existencia; pero poco a poco he ido concretando una hipótesis.

Bronzini lo miró interrogativo.

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—Sí, como le digo— continuó Dussek—, no sabía si tenía enemigos y si alguien deseaba matarlo. Pero me he leído un montón de diarios, y despacio, despacio, he ido atando cabos hasta hacer me una idea de lo que ocurrió.

—¿Y qué cree usted que ocurrió?

—Para decírselo en pocas palabras, tengo la impresión de que Milani cayó en una trampa... —Hizo un paréntesis, miró de soslayo con sus oji llos a Bronzini, y continuó—: Si alguien deseaba matar a Milani, el salón, a esa hora, se prestaba admirablemente. La víctima estaba sola y el asesino pudo ultimarla tranqu ilamente, y luego

huir sin peligro. Pero, para aprovechar esa oportunidad, era menester que el asesino hubiera seguido a la víctima, y no hubo nadie que siguiera a Milani. ¡El asesino estaba aquí adentro, Bronzini! Pudo haber entrado por casualidad, aprovechando la puerta entornada. El chico —ese chico que estaba aquí enfrente y que vio entrar a Milani— ha declarado que no vio a nadie detrás de él y que, por el contrario, alguien que no era Milani salió

apresuradamente instantes después. ¿Qué hacía ese hombre aquí sino esperar a la víctima, y no a una víctima cualquiera, sino precisamente a él? ¿Cómo podía saber ese hombre que Milani entraría a la casa de exposición? ¿Y cómo pudo esconderse aquí sin que yo, que había apagado las luces y entornado la puerta, lo viera? Ese fue el enigma que me planteé en la cárcel. Y después de mucho pensar, he llegado a una solución...

—¿Cuál es la solución? —Yo no soy un detective, Bronzini. No soy más que un pobre comerciante, vapuleado por la policía de

dos continentes. Pero, quizá por motivos profesionales, me intereso mucho por las cosas del arte. Créame, su

exposición ha sido magnífica, pero nada de ella ha sido comparable a esa “Flora”. He repasado una por una las fotografías del catálogo, y cada vez me convenzo más de que fue esa figura la que sirvió de cebo.

—¿De cebo? —Sí. Se me ocurre que el asesino no conocía al hombre a quien deseaba matar, que tenía algún viejo y

tremendo rencor contra alguien a quien deseaba individualizar a toda costa. Milani, al enfrentarse a la “Flora”, debió haber hecho algún gesto, pronunciado una palabra que lo delató. Y entonces el hombre, agazapado en la sombra, no titubeó: tuvo la súbita intuición de que ésa era la persona a quien buscaba y disparó contra ella.

—Todo eso es muy hipotético —dijo Bronzini con aire de duda—. ¿Cómo podía saber el asesino... el hombre, digamos, que Milani visitaría la exposición, y cómo podía saber que era él a quien buscaba?

—Todo eso ya lo he pensado —dijo Dussek—. He tenido muchas horas para pensarlo. En realidad, creo que no necesitaba descubrir a su hombre en ese instante; podía saber muy bien que el objeto de su venganza, o

de su rencor, o de su odio —qué sé yo—, era precisamente Milani, y al verlo allí pudo ese odio exacerbarse. Y en cuanto a su visi ta a la exposición, recuerdo que la noticia de la misma se publicó en todos los diarios, y que varias esculturas salieron reproducidas en el suplemento de “La Prensa”. Precisamente tengo aquí el recorte de “Flora”... ¡Qué hermosura! —dijo, contemplándola una vez más—. Sería cuestión de saber —agregó al cabo de

un instante—, si Milani tuvo algo que ver, alguna vez, con esta muchacha. Eso le sería muy fácil averiguarlo a la policía. En ese caso, estaríamos casi sobre la pista del criminal.

Bronzini levantó la cabeza.

—¿Piensa usted —preguntó después de un momento— comunicar su hipótesis a la policía? —Quizá —contestó Dussek sin mirarlo— quizá... —En ese caso, puede agregar algo más: que Milani fue un perfecto canalla, y que Flora ya está vengada.

Ahora lo que venga no me importa.

Dussek se levantó de su sil lón y le puso una mano sobre el hombro. —Mi querido Bronzini —le dijo, saboreando la escena como si fuera espectador de la misma—. Mañana

me embarco para Hamburgo. No he tenido suerte en este país, y, por mal que me vaya por allá, no me va a ir peor que aquí. Usted es para mí el primer escultor de la Argentina y tiene toda una vida de triunfos p or delante.

Sólo quiero pedirle un favor —agregó—. Aquí tiene mi dirección en Hamburgo —y le alcanzó una tarjeta—. Cuando tenga tiempo, sáquele un calco a la cabeza de la “Flora” y mándemelo. Yo también estoy enamorado de esa figura. ¿Fuma usted?

Y le ofreció su cigarrera con gesto amistoso.

FIN

LOS CUATRO SOSPECHOSOS Agatha Christie

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La conversación giraba en torno a los crímenes que quedaban sin resolver y sin castigo. Cada uno por turno dio su opinión: el coronel Bantry, su simpática y gordezuela esposa, Jane Helier, el doctor Lloyd e incluso la señorita Marple. El único que no habló fue el que, en opinión de la mayoría, estaba más capacitado para ello. Don Henry Clithering, ex comisionado de Scotland Yard, permanecía silencioso, retorciéndose el bigote o, más bien dicho, tirando de él, y con

una media sonrisa en los labios, como si le divirtiera algún pensamiento. -Don Henry -le dijo finalmente la señora Bantry-, si no dice usted algo, gritaré. ¿Hay muchos crímenes que quedan

impunes?

-Usted piensa en los titulares de la prensa, señora Bantry: SCOTLAND YARD FRACASA DE NUEVO y, a continuación, la l ista de crímenes sin resolver.

-Que en realidad debe ser un porcentaje muy pequeño, supongo -dijo el doctor Lloyd. -Sí, los cientos de crímenes que se resuelven y los responsables castigados rara vez se pregonan. Pero eso no es

precisamente lo que discutimos. Los crímenes no descubiertos y los crímenes que quedan impunes son dos cosas por completo distintas. En la primera categoría entran todos los crímenes de los que Scotland Yard ni siquiera ha oído hablar, los que nadie ni siquiera sabe que se han cometido.

-Pero supongo que no debe haber muchos de ésos -dijo la señora Bantry.

-¿No? -¡Don Henry! ¿No querrá usted decir que sí los hay? -Yo creo -dijo la señorita Marple pensativa- que debe de haber muchísimos.

La encantadora anciana, con su aire tranquilo y anticuado, hizo esta declaración con la mayor placidez. -Mi querida señorita Marple… -empezó el coronel Bantry. -Claro que muchas personas son estúpidas -dijo la señorita Marple-. Y a las personas estúpidas se las descubre

hagan lo que hagan. Pero también hay muchas que no lo son y uno se estremece al pensar lo que serían capaces de

hacer de no tener principios muy arraigados. -Sí -replicó don Henry-, hay muchísimas personas que no son estúpidas. Muchas veces un crimen llega a

descubrirse por un fallo insignificante y uno no deja de hacerse siempre la misma pregunta. De no haber sido por aquel

fallo, ¿hubiese llegado a descubrirse? -Pero esto es muy serio, Clithering -dijo el coronel Bantry-, pero que muy grave. -¿De veras? -¿Pero qué dice usted? ¡Lo es! Claro que es serio.

-Usted dice que hay crímenes que quedan impunes, pero ¿es eso cierto? Tal vez no reciban el castigo de la ley, pero la causa y el efecto actúan aun fuera de la ley. Decir que cada crimen conlleva su propio castigo parecerá muy tópico y, no obstante, en mi opinión, nada hay más cierto.

-Tal vez -dijo el coronel Bantry-, pero eso no altera la gravedad.., la gravedad…

Se detuvo desorientado. Don Henry Clithering sonrío. -El noventa y nueve por ciento de la gente sin duda comparte su opinión -comentó-. Pero, ¿sabe usted?, no es la

culpabilidad lo importante, sino la inocencia. Eso es lo que nadie aprecia. -No lo entiendo -exclamó Jane Helier. -Yo sí -replicó la señorita Marple-. Cuando la señora Trent descubrió que le faltaba media corona que llevaba en

el bolso, la persona más afectada fue la asistenta, la señora Arthur. Desde luego los Trent pensaron que había sido ella,

pero eran buenas personas y, como sabían que tenía una familia numerosa y un marido aficionado a la bebida, pues… naturalmente no quisieron tomar medidas extremas. Pero cambiaron totalmente su actitud hacia ella. Ya no la dejaban al cuidado de la casa cuando se aus entaban y otras personas empezaron a comportarse con ella de un modo semejante. Y luego se descubrió de pronto que había sido la institutriz. La señora Trent la descubrió, a través de una puerta que se

reflejaba en un espejo, por pura casualidad, a la que yo prefiero llamar Providencia. Y creo que eso es lo que quiere decir don Henry. La mayoría de las personas se hubieran interesado únicamente por saber quién cogió el dinero, que resultó ser la más insospechada, como en las novelas policíacas. Pero, para quien realmente era importante, casi

cuestión de vida o muerte, descubrir la verdad era para la señora Arthur, que no había hecho nada. Eso es lo que quiso usted decir, ¿verdad, don Henry?

-Sí, señorita Marple, ha dado usted en el clavo. La asistenta de su historia tuvo suerte en el caso que ha expuesto: se demostró su inocencia. Pero algunas personas pueden pasar toda su vida oprimidas por el peso de una sospecha

completamente injusta. -¿Se refiere usted a algún caso en particular, don Henry? -preguntó la señora Bantry con astucia y con verdadera

curiosidad.

-Pues, a decir verdad, sí, señora Bantry. Uno muy curioso. Un caso en el que pensábamos que se había cometido un crimen, pero no teníamos la más remota posibil idad de probarlo.

-Veneno, supongo -exclamó Jane-. Algo que no deja rastro. El doctor Lloyd se removió inquieto y don Henry negó con la cabeza.

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-No, querida señorita. ¡No fue el veneno secreto de las flechas de los indios sudamericanos! ¡Ojalá hubiera sido algo así! Tuvimos que habérnoslas con algo mucho más prosaico, tanto, que no cabe la esperanza de dar con el responsable. Un anciano que se cayó por la escalera y se desnucó, uno de tantos accidentes, lamentables accidentes, que ocurren a diario.

-¿Y qué sucedió en realidad? -¿Quién puede decirlo? -don Henry se encogió de hombros-. ¿Lo empujaron por detrás? ¿Ataron un

cordón de lado a lado de la escalera, que luego fue quitado cuidadosamente? Eso nunca lo sabremos.

-Pero usted cree que… bueno, que no fue un accidente ¿Por qué? -quiso saber el médico. -Ésa es una historia bastante larga, pero… bueno, sí, estamos casi seguros. Como les digo, no hay

posibilidad de poder culpar a nadie, las pruebas serían demasiado vagas. Pero el caso se puede mirar también desde otra perspectiva, la que mencionaba antes . Cuatro son las personas que pudieron hacerlo. Una es culpable,

pero las otras tres son inocentes. Y, a menos que se averigüe la verdad, permanecerán bajo la terrible sombra de la duda.

-Creo -dijo la señora Bantry- que será mejor que nos cuente usted toda la historia. -En realidad no creo que sea necesario que me extienda tanto -replicó don Henry-. Puedo resumir el

principio. Es sobre una sociedad secreta alemana: “La Mano Vengadora”, algo parecido a la Camorra o a la idea que la gente tiene de ella. Una organización dedicada a la extorsión y el terrorismo. La cosa empezó repentinamente después de la guerra y se extendió con sorprendente rapidez, y fueron numerosas las víctimas

de la organización. Las autoridades no pudieron con ella, porque sus secretos eran guardados celosamente y era casi imposible encontrar a nadie que quisiera traicionarlos.

“En Inglaterra no se oyó hablar mucho de ella, pero en Alemania estaba causando un efecto paralizador Finalmente fue disuelta gracias a los esfuerzos de un hombre, un tal doctor Rosen, que en un tiempo fue un

miembro notable del Servicio Secreto. Se hizo miembro de la sociedad, se infi ltró en sus círculos más íntimos y fue, tal como les digo, el instrumento que la desmoronó.

“Pero, en consecuencia, se convirtió en un hombre marcado y se consideró prudente que abandonara

Alemania, al menos durante algún tiempo. Se vino a Inglaterra y fuimos informados por la policía de Berlín. Se entrevistó personalmente conmigo y advertí enseguida lo resignado de su actitud. No le ca bía la menor duda de lo que le reservaba el futuro.

“-Me cogerán, don Henry -me dijo-, no cabe la menor duda. -Era un hombre alto, de hermosas facciones

y voz profunda, que sólo delataba su nacionalidad por su l igera pronunciación gutural -. Es una conclusión inevitable. No me importa, estoy preparado. Ya afronté ese riesgo al emprender esta empresa. He hecho lo que me propuse. La organización no podrá volver a levantarse, pero quedan muchos de sus miembros en libertad y se vengarán de la única manera que pueden: con mi vida. Es sólo cuestión de tiempo, pero desearía alargarlo lo

más posible. Estoy reuniendo y preparando material muy interesante, el resultado de toda una vida de trabajo. Y si fuera posible, me gustaría poder completar mi tarea.

“Habló con sencil lez, pero con cierta grandeza que no pude dejar de admirar. Le dije que tomaríamos toda

clase de precauciones, pero no me dejó insistir . “-Algún día, más pronto o más tarde, me cogerán -repetía-. Y cuando ese día l legue, no se preocupe. No

me cabe la menor duda de que habrá hecho todo lo posible por evitarlo. “Luego me expuso sus proyectos, que eran bastante sencillos. Se proponía adquirir una casita en el campo

donde vivir tranquilamente y continuar su trabajo. Por fin escogió un pueblecito de Somerset, King’s Gnaton, situado a unas siete millas de la estación de ferrocarril y singularmente preservado de la civilización. Compró una casita preciosa en la que llevó a cabo algunas reformas y mejoras, y se instaló en ella muy contento, acompañado de su sobrina Greta, un secretario, una vieja criada alemana que le había servido fielmente durante casi cuarenta

años y un mañoso jardinero externo, que era nativo de King’s Gnaton.” -Los cuatro sospechosos -comentó el señor Lloyd con voz apagada. -Exacto, los cuatro sospechosos. No hay mucho más que decir. La vida transcurrió apaciblemente en King’s

Gnaton durante cinco meses y entonces ocurrió la desgracia. El doctor Rosen se cayó una mañana por la escalera y fue hallado muerto media hora más tarde. En el momento en que debió ocurrir el accidente, Gertrud estaba en la cocina con la puerta cerrada y no oyó nada, o por lo menos eso dijo. la señorita Greta estaba en el jardín plantando unos bulbos, también según dijo. El jardinero, Dobbs, estaba en el cobertizo, desayu nando, según dijo.

Y el secretario había ido a dar un paseo y tampoco tenemos otra cosa mejor que su palabra. “Ninguno de ellos tiene una coartada ni es capaz de atestiguar la declaración de los demás. Pero una cosa

es cierta: nadie del exterior pudo hacerlo ya que la presencia de un extraño hubiera sido advertida con seguridad

en el pueblecito de King’s Gnaton. La puerta principal y la de atrás estaban cerradas, y cada uno de los habitantes de la casa tenía su l lave. De modo que ya ven que los sospechosos se reducen a estos cuatro: Greta, la hija de su propio hermano; Gertrud, que llevaba cuarenta años sirviéndole fielmente; Dobbs, que nunca había salido de King’s Gnaton, y Charles Templeton, el secretario.”

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-Sí -intervino el coronel Bantry-. ¿Qué nos dice de él? A mí me parece el más sospechoso. ¿Qué sabía usted de él?

-Pues lo que sé de él es lo que lo deja completamente al margen de sospechas, por lo menos de momento -dijo don Henry en tono grave-. Charles Templeton era uno de mis hombres.

-¡Oh! -exclamó el coronel Bantry visiblemente sorprendido. -Sí, quise tener a alguien en la casa y que al mismo tiempo no llamara la atención en el pueblo. Rosen realmente

necesitaba un secretario y yo le proporcioné a Templeton. Es un caballero, habla alemán a la perfec ción y es, en

conjunto, un tipo muy capacitado. -Pues entonces, ¿de quién sospecha usted? -preguntó la señora Bantry con extrañeza-. Todos parecen tan…

buenos y tan inocentes. -Sí, eso parece, pero podemos considerar el caso desde un ángulo distinto. Fraül ein Greta era su sobrina y una

muchacha encantadora, pero la guerra nos ha demostrado a menudo que un hermano puede volverse contra su hermana, un padre contra su hijo, etcétera, etcétera, y que las más encantadoras y gentiles jovencitas eran capaces de cosas sorprendentes. Lo mismo puede aplicarse a Gertrud y quién sabe qué otros factores pudieron obrar en su caso. Tal vez una disputa con su señor, un creciente resentimiento más intenso debido a los largos años de fidelidad. Las

mujeres que tienen tantos años y pertenecen a esa clase, algunas veces pueden vivir increíblemente amargadas. ¿Y Dobbs? ¿Queda eliminado por no tener relación alguna con la familia? Con dinero se consiguen muchas cosas. Pudieron aproximarse a él de algún modo y sobornarlo.

“Una cosa parece segura: debió l legar algún mensaje u orden del exterior. De otro modo, ¿por qué aquellos cinco meses de espera? No, los agentes de “La Mano Vengadora” debieron estar trabajando. No estarían seguros de la perfidia de Rosen y debieron retrasar su venganza hasta asegurarse de su posible traición sin ninguna duda. Luego, cuando verificaron sus sospechas, debieron enviar su mensaje al espía que tenían dentro de su misma casa. El mensaje que

decía: «Mata».” -¡Qué horror-! -dijo Jane Helier con un estremecimiento. -Pero ¿cómo llegaría el mensaje? Ese es el punto que traté de aclarar como única esperanza para resolver el

misterio. Una de esas cuatro personas debió de ser abordada por alguien o comunicarse con ellos de alguna manera. La orden debía ser ejecutada, lo sabía muy bien, tan pronto como fuera recibido el aviso. Era la peculiaridad de “La Mano Vengadora”.

“Me puse a trabajar de una forma que probablemente les parecerá ridículamente meticulosa. ¿Quiénes habían

estado en la casa aquella mañana? No descarté a nadie. Aquí está la l ista.” Y sacando un sobre de su bolsil lo, escogió un papel entre los que contenía. -El carnicero, que trajo la carne de ternera. Hice averiguaciones y resultaron exactas. “El chico del colmado trajo un paquete de harina de maíz, dos l ibras de azúcar; una de mantequilla y otra de café.

Fueron investigados y resultaron correctos. “El cartero trajo dos circulares para la señorita Rosen, una carta de la localidad para Gertrud, tres para el doctor

Rosen, una con sello extranjero, y dos para el señor Templeton, una de ellas también con sello extranjero.”

Don Heniy hizo una pausa y luego extrajo varios documentos del sobre. -Tal vez les interese verlos. Me fueron entregados por los interesados o bien recogidos de la papelera. No

necesito decirles que fueron examinados por expertos para ver si se encontraban en ellos rastros de tinta invisible, etc., etc. No se ha encontrado nada.

Todos se acercaron para mirar Las catálogos para la señorita Rosen eran de un jardinero y de un establecimiento de peletería de Londres muy importante. El doctor Rosen recibió una factura de las semillas compradas a un jardinero local para su jardín y otra de una papelería de Londres. La carta dirigida a él decía lo siguiente:

Mi querido Rosen: Acabo de regresar de la finca del señor Helmuth Spath. El otro día vi a Udo Johnson. Había venido para visitar a

Ronald Periy, y me dijo que él y Edgar Jackson acaban de llegar de Tsingtau. Con toda Ecuanimidad, no puedo decir que

envidie su viaje. Envíame pronto noticias tuyas. Como ya te dije antes: guárdate de cierta persona. Ya sabes a quién me refiero, aunque no estés de acuerdo conmigo. Tuya,

Georgine

-El correo del señor Templeton consistía en esta factura que como ustedes ven enviaba su sastre y una carta de un amigo de Alemania -prosiguió don Henry-. Esta última, desgraciadamente, la rompió durante su paseo. Y por último tenemos la carta que recibió Gertrud.

Querida señora Smvartz: Esperamos que pueda usted asistir a la reunión del viernes por la noche. El vicario dice que tiene la esperanza de

que vendrá y será usted bienvenida. La receta de tocineta era estupenda y le doy las gracias por ella. Confío en que se

encuentre bien de salud y podamos verla el viernes.

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Queda de usted afectísima. Emma Greene El doctor Lloyd sonrió afablemente, al igual que la señora Bantry.

-Creo que esta última carta puede eliminarse -dijo el doctor. -Yo opino lo mismo -replicó don Henry-, pero tomé la precaución de comprobar que existía esa tal señora

Greene y que se celebraba la reunión. Ya saben, nunca está de más ser precavido.

-Esto es lo que dice siempre nuestra amiga la señorita Marple -comentó el doctor Lloyd sonriendo-. Está usted ensimismada, señorita Marple. ¿En qué piensa?

La aludida se sobresaltó. -¡Qué tonta soy! -exclamó-. Me estaba preguntando por qué en la carta del doctor Rosen la palabra

Ecuanimidad estaba escrita con mayúscula. La señora Bantry exclamó: -Es cierto. ¡Oh! -Sí querida -respondió la señorita Marple-. ¡Pensé que usted lo notaría!

-En esa carta hay un aviso definitivo -dijo el coronel Bantry-. Es lo primero que me llamó la atención. Me fi jo más de lo que ustedes creen. Sí, un aviso definitivo… ¿contra quién?

-Hay algo muy curioso con respecto a esa carta -explicó don Henry-. Según Templeton, el doctor Rosen la

abrió durante el desayuno y se la alargó diciendo que no sabía quién podía ser aquel individuo. -¡Pero si no era un hombre! -dijo Jane Helier-. ¡Está firmada por una tal «Georgina»! -Es difícil decirlo -dijo el doctor Lloyd-. Tal vez el nombre sea Georgey y no Georgina, aunque parezca más

bien lo contrario. En todo caso, resulta un tanto chocante, porque esta letra no parece de mujer

-Eso es igualmente curioso -dijo el coronel Bantry-, que la enseñara fingiendo no saber quién se la escribía. Tal vez pretendía observar la reacción de alguien al verla, pero ¿de quién?, ¿del chico o de ella?

-¿Tal vez de la cocinera? -insinuó la señora Bantry-. Quizá se encontrase en la habitación sirviendo el

desayuno. Pero lo que no comprendo es… es muy curioso que… Frunció el entrecejo contemplando la carta. La señorita Marple se acercó a ella y, señalando la hoja de

papel con un dedo, cuchichearon entre sí. -Pero, ¿por qué rompió la otra carta el secretario? -preguntó Jane Helier de pronto-. Parece… ¡oh! No sé…

parece extraño. ¿Por qué había de recibir cartas de Alemania? Aunque, claro, si como usted dice está por encima de toda sospecha…

-Pero don Henry no ha dicho eso -replicó la señorita Marple a toda prisa, abandonando su conversación con la señora Bantry-. Ha dicho que los sospechosos son cuatro. De modo que incluye a el señor Templeton.

¿Tengo razón, don Henry? -Sí, señorita Marple. La amarga experiencia me ha enseñado una cosa: nunca diga que nadie está por

encima de toda sospecha. Acabo de darles razones por las cuales tres de estas personas pudieran ser culpables,

por improbable que parezca. Entonces no apliqué el mismo procedimiento a Charles Templeton, pero al fin tuve que seguir la regla que acabo de mencionar.

“Y me vi obligado a reconocer esto: que todo ejército, toda marina y toda policía tienen cierto número de traidores en sus fi las, por mucho que se odie admitir la idea. Y por ello examiné el caso contra Charles Templeton

sin el menor apasionamiento. “Me hice muchas veces la pregunta que la señorita Helier acaba de exponer. ¿Por qué fue el único que no

pudo presentar la carta que recibiera con sello alemán? ¿Por qué recibía correspondencia de Alemania? “Esta última pregunta era del todo inocente y por lo tanto se la hice a él, siendo su respuesta bastante

sencil la. La hermana de su madre estaba casada con un alemán y la carta era de una prima suya alemana. De modo que me enteré de algo que ignoraba hasta entonces, que Charles Templeton tenía parientes alemanes. Y eso lo colocó inmediatamente en la l ista de sospechosos. Es uno de mis hombres, un muchacho en el que siempre

he confiado, pero para ser justo y ecuánime debo admitir que es el que encabeza la l ista. “Pero ahí lo tienen: ¡No lo sé! No lo sé y, con toda probabilidad, nunca lo sabré. No se trata sólo de cas tigar

a un asesino, sino de algo que considero cien veces más importante. Se trata, quizá, de la posibilidad de haber arruinado la carrera de un hombre honrado a causa de meras sospechas, sospechas que por otra parte no me

atrevo a despreciar.” La señorita Marple carraspeó y dijo en tono amable: -Entonces, don Henry, si no le he entendido mal, ¿de quien sospecha principalmente es del joven

Templeton? -Sí, en cierto sentido. Y en teoría los cuatro habrían de verse igualmente afectados por esta situación,

pero no es ése el caso. Dobbs, por ejemplo, aun cuando yo lo considere sospechoso, eso no altera en modo alguno su vida. En el pueblo nadie recela de que la muerte del doctor Rosen no fuese accidental. Gertrud tal vez

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se haya visto algo más afectada. La situación puede representar alguna diferencia, por ejemplo, en la actitud de Fraülein Rosen hacia ella, aunque dudo de que eso le afecte excesivamente.

“En cuanto a Greta Rosen… bueno, aquí l legamos al punto crucial de todo este asunto. Greta es una joven muy hermosa y Charles Templeton un muchacho apuesto, convivieron cinco meses bajo el mismo techo sin otras

distracciones exteriores y ocurrió lo inevitable. Se enamoraron el uno del otro, aunque no quieren admitir el hecho con palabras.

“Y luego ocurrió la catástrofe. Ya habían transcurrido tres meses, y un día o dos después de mi regreso, Greta

Rosen vino a verme. Había vendido la casita y regresaba a Alemania, una vez arreglados los asuntos de su tío. Acudió a mí, aunque sabía que me había retirado, porque en realidad deseaba verme por un asunto personal. Tras dar algunos rodeos al fin me abrió su corazón. ¿Cuál era mi opinión? Aquella carta con sello alemán, la que Charles había roto, la había preocupado y seguía preocupándola. ¿Había dicho la verdad? Sin duda debió decirla. Claro que creía su historia,

pero… ¡oh!, si pudiera saberlo con absoluta certeza. “¿Comprenden? El mismo sentimiento, el deseo de confiar, pero la terrible sospecha persistiendo en el fondo de

su mente, a pesar de luchar contra ella. Le hablé con absoluta franqueza, pidiéndole que hiciera lo mismo, y le pregunté si Charles y ella estaban enamorados.

“-Creo que sí -me contestó-. Oh, sí, eso es. Éramos tan felices. Los días pasaban con tanta alegría. “Los dos lo sabíamos, pero no había prisa, teníamos toda la vida por delante. Algún día me diría que me amaba

y yo le contestaría que yo también. ¡Ah! ¡Pero puede usted imaginárselo! Ahora todo ha cambiado. Una nube negra se

ha interpuesto entre nosotros, nos mostramos retraídos y cuando nos vemos no sabemos qué decirnos. Quizás a él le ocurre lo mismo. Nos decimos interiormente: ¡Si estuviéramos seguros! Por eso, don Henry, le suplico que me diga: «Puede estar segura, quienquiera que matase a su tío no fue Charles Templeton». ¡Dígamelo! ¡Oh, se lo suplico! ¡Se lo suplico, se lo suplico!

“Y maldita sea -exclamó don Henry, dejando caer su puño con fuerza sobre la mesa -, no pude decírselo. Se fueron separando más y más los dos. Entre ellos se interponía la sospecha como un fantasma que no podían aparta r.”

Se reclinó en la butaca con el rostro abatido y grave mientras movía la cabeza con desaliento.

-Y no hay nada más que hacer, a menos -volvió a enderezarse con una sonrisa burlona - a menos que la señorita Marple pueda ayudarnos. ¿Puede usted, señorita Marple? Tengo el presentimiento de que esa carta está en su l ínea. La de la reunión benéfica. ¿No le recuerda alguien o algo que le haga ver este asunto muy claro? ¿No puede hacer algo por ayudar a dos jóvenes desesperados que desean ser felices?

Tras la sonrisa burlona se escondía cierta ansiedad en su pregunta. Había l legado a formarse una gran opinión del poder deductivo de aquella solterona frágil y anticuada, y la miró con cierta esperanza en los ojos.

La señorita Marple carraspeó y se arregló la mantel eta de encaje. -Me recuerda un poco a Annie Poultny -admitió-. Claro que la carta está clarísima, para la señora Bantry y para

mí. No me refiero a la que habla de la reunión benéfica, sino a la otra. Al haber vivido tanto en Londres y no tener ninguna afición por la jardinería, don Henry, no es de extrañar que no lo haya notado usted.

-¿Eh? -exclamó don Henry-. ¿Notado qué?

La señora Bantry alargó la mano y escogió una de las cartas, un catálogo que abrió y leyó pausadamente: El señor Helmuth Spath. Lila, una flor maravillosa, su tallo alcanza una altura inusitada. Espléndida para cortar y

adornar el jardín. Una novedad de sorprendente belleza.

Udo Johnson. Amarilla y cálida. De aroma peculiar y agradable. Edgar Jackson. Crisantemo de hermosa forma y color rojo ladrillo muy brillante. Ronald Perry. Rojo brillante. Sumamente decorativa. Tsingtau. Color naranja brillante, flor muy vistosa para jardín y de larga duración una vez cortada.

Ecuanimidad… -Recordarán ustedes que esta palabra aparecía en la carta es crita también en mayúscula.

Flor de extraordinaria perfección en su forma. Tonos rosa y blanco. La señora Bantry, dejando el catálogo, terminó diciendo con una gran excitación: -Y ¡Dalias! -Las letras iniciales de sus nombres componen la palabra «MUERTE» -explicó la señorita Marple satisfecha.

-Pero la carta la recibió el propio doctor Rosen -objetó don Henry. -Esa fue la maniobra más inteligente -explicó la señorita Marple-. Eso y la amenaza que se encerraba en ella.

¿Qué es lo que haría al recibir una carta de alguien desconocido y l lena de nombres extraños para él? Pues,

naturalmente, mostrársela a su secretario y pedirle su opinión. -Entonces, después de todo… -¡Oh, no! -exclamó la señorita Marple-. El secretario, no. Vaya, eso precisamente demuestra que no fue él. De

ser así, nunca hubiera permitido que se encontrase la carta e igualmente no se le hubiese ocurrido destruir una carta

dirigida a él y con sello alemán. Su inocencia resulta evidente y , si me permito decirlo, deslumbrante.

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-Entonces, ¿quién…? -Pues parece casi seguro, todo lo seguro que puede ser algo en este mundo. Había otra persona presente

durante el desayuno y pudo… es natural, dadas las circunstancias, alargar la mano y leer la carta. Y así fue. Recuerden que recibió un catálogo de jardinería en el mismo correo…

-Greta Rosen -dijo don Henry despacio-. Entonces su visita… -Los caballeros nunca saben ver a través de estas cosas -replicó la señorita Marple-. Y me temo que

muchas veces a las viejas nos ven como a… brujas, porque vemos cosas que a ellos les pasan inadvertidas, pero

es así. Una sabe mucho de las de su propio sexo, por desgracia. No me cabe la menor duda de que se alzó una barrera entre ellos. El joven sintió una repentina e inexplicable aversión hacia ella. Sospechaba puramente por instinto y no podía ocultarlo. Y creo que la visita que le hizo la joven a usted fue sólo puro despecho. En realidad se sentía bastante segura, pero antes de marcharse quiso que usted fi jara definitivamente sus sospechas en el

pobre señor Templeton. Debe usted reconocer que, hasta después de su visita, no le parecieron completamente justificadas sus propias sospechas.

-Estoy convencido de que no fue nada de lo que ella dijo… -comenzó a decir don Henry. -Los caballeros -continuó la señorita Marple con calma- nunca ven estas cosas.

-Y esa joven… -se detuvo-… ¡comete semejante crimen a sangre fría y queda impune! -¡Oh, no, don Henry! -dijo la señorita Marple-. Impune no. Usted y yo no lo creemos. Recuerde lo que dijo

no hace mucho rato. No. Greta Rosen no escapará a su castigo. Para empezar, deberá vivir entre gente extraña,

chantajistas y terroristas, que no le harán ningún bien y probablemente la arrastrarán a un final miserable. Como usted dice, no vale la pena preocuparse por el culpable, es el inocente quien importa. El señor Templeton, me atrevo a aventurar, se casará con su prima alemana ya que el hecho de que rompiera su carta resulta… bueno, un tanto sospechoso, empleando la palabra en un sentido distinto al que le hemos dado toda la noche. Parece

ser que lo hizo como si temiese que Greta la viera y le pidiera que se la dejase leer. Sí, creo que entre ellos debió de haber algo. Y luego está Dobbs, a quien, como usted dice, las sospechas no le afectarán mucho. Probablemente lo único que le interesa s on sus desayunos. Y la pobre Gertrud, que me recuerda a Annie Poultny.

Pobrecil la Annie Poultny. Cincuenta años sirviendo fielmente a la señorita Lamh y luego sospecharon que había hecho desaparecer su testamento, aunque no pudo probarse. Aquello destrozó el corazón de aquella criatura tan fiel. Y después de su muerte, se encontró en un compartimiento secreto en la caja donde guardaban el té y donde la propia la señorita Lamb lo había guardado para mayor seguridad. Pero era ya demasiado tarde para la

pobre Annie. “Por eso me preocupa esa pobre mujer alemana. Cuando se es viejo, uno se amarga fácilmente. Lo siento

mucho más por ella que por el señor Templeton, que es joven, bien parecido y, según comentaba usted, goza de bastante popularidad entre las damas. ¿Querrá usted escribirle a ella, don Henry, para decirle que su inocencia

está fuera de toda duda? Con su señor muerto y el peso de las sospechas… ¡Oh! ¡No quiero ni pensarlo!” -Le escribiré, señorita Marple -dijo don Henry mirándola con curiosidad-. ¿Sabe una cosa? Nunca llegaré

a comprenderla. Siempre repara usted en algo que no esperaba.

-Me temo que mi experiencia resulta insignificante -replicó la señorita Marple humildemente-. Apenas si salgo de St. Mary Mead.

-¡Y no obstante ha resuelto usted lo que podríamos llamar un problema internacional! -dijo don Henry-. Porque lo ha resuelto. De eso estoy completamente convencido.

La señorita Marple enrojeció y luego, parpadeando, explicó: -Creo que fui bien educada para lo que se acostumbraba en mis tiempos. Mi hermana y yo tuvimos una

institutriz alemana, una persona muy sentimental. Nos enseñó el lenguaje de las flores, un estudio casi olvidado hoy en día, pero encantador. Un tulipán amarillo, por ejemplo, simboliza el Amor Sin Esperanza, mientras un

Aster Chino significa Muero de Celos a Tus pies. Esa carta estaba firmada: Georgine, que me parece recordar significa dalia en alemán y eso lo dejaba todo muy claro. Ojalá pudiera recordar el significado de dalia, pero escapa a mi memoria, que ya no es tan buena como antes.

-De todas formas, no significa MUERTE. -No, desde luego. Horrible, ¿no? En este mundo hay cosas muy tristes. -Sí -replicó la señora Bantry con un suspiro-. Es una suerte tener flores y amigos. -Observen que nos coloca en último lugar -dijo el doctor Lloyd.

-Un admirador solía enviarme orquídeas rojas cada noche -dijo Jane Helier con aire soñador. -«Espero sus favores», eso es lo que significa -dijo la señorita Marple con agudeza. Don Henry carraspeó de un modo peculiar y volvió la cabeza.

La señorita Marpie lanzó una repentina exclamación. -Acabo de recordarlo. La dalia significa «Traición y Falsedad». -Maravilloso -replicó don Henry-. Absolutamente maravilloso. Y suspiró.

FIN

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LAS DOCE FIGURAS DEL MUNDO

Bustos Domecq

A la memoria de José S. Álvarez

El Capricornio, el Acuario, los Peces, el Carnero, el Toro, pensaba Aquiles Molinari, dormido. Después, tuvo un momento de incertidumbre. Vio la Balanza, el Escorpión.

Comprendió que se había equivocado; se despertó temblando.

El sol le había calentado la cara. En la mesa de luz, encima del Almanaque Bristol y de algunos números de La

Fija, el reloj despertador Tic Tac marcaba las diez menos veinte. Siempre repitiendo los signos, Molinari se levantó. Miró

por la ventana. En la esquina estaba el des conocido. Sonrió astutamente. Se fue a los fondos; volvió con la máquina de afeitar, la brocha, los restos del jabón amarillo

y una taza de agua hirviendo. Abrió de par en par la ventana, con enfática serenidad miró al desconocido y lentamente

se afeitó, silbando el tango Naipe Marcado. Diez minutos después estaba en la calle, con el traje marrón cuyas últimas dos mensualidades aún las debía a las

Grandes Sastrerías Inglesas Rabuffi. Fue hasta la esquina; el desconocido bruscamente se interesó en un extra cto de la

lotería. Molinari, habituado ya a esos monótonos disimulos, se dirigió a la esquina de Humberto I. El ómnibus l legó enseguida; Molinari subió. Para facilitar el trabajo a su perseguidor, ocupó uno de los asientos de adelante. A las dos o tres cuadras se dio vuelta; el desconocido, fácilmente reconocible por sus anteojos negros, leía el diario. Antes de llegar

al Centro, el ómnibus estaba completo; Molinari hubiera podido bajar sin que el desconocido lo notara, pero su plan era mejor. Siguió hasta la Cervecería Palermo.

Después, sin darse vuelta, dobló hacia el Norte, siguió el paredón de la Penitenciaría, entró en los jardines; creía

proceder con tranquilidad, pero, antes de llegar al puesto de guardia, arrojó un cigarrillo que había encendido poc o antes. Tuvo un diálogo nada memorable con un empleado en mangas de camisa. Un guardiacárceles lo acompañó hasta la celda 273.

Hace catorce años, el carnicero Agustín R. Bonorino, que había asistido al corso de Belgrano disfrazado de

cocoliche, recibió un mortal botellazo en la sien. Nadie ignoraba que la botella de Bilz que lo derribó había sido esgrimida por uno de los muchachos de la barra de Pata Santa. Pero como Pata Santa era un precioso elemento electoral, la policía

resolvió que el culpable era Is idro Parodi, de quien algunos afirmaban que era ácrata, queriendo decir que era espiritista. En realidad, Isidro Parodi no era ninguna de las dos cosas: era dueño de una barbería en el barrio Sur y había cometido la imprudencia de alquilar una pieza a un escribiente de la comisaría 8, que ya le debía de un año. Esa conjunción de circunstancias adversas selló la suerte de Parodi: las declaraciones de los testigos (que pertenecían a la barra de Pata

Santa) fueron unánimes: el juez lo condenó a veintiún años de reclusión. La vida sedentaria había influido en el homicida de 1919: hoy era un hombre cuarentón, sentencioso, obeso, con la cabeza afeitada y ojos singularmente sabios. Esos ojos, ahora, miraban al joven Molinari.

—¿Qué se le ofrece, amigo? Su voz no era excesivamente cordial, pero Molinari sabía que las visitas no le desagradaban. Además, la posible

reacción de Parodi le importaba menos que la necesidad de encontrar un confidente y un consejero. Lento y eficaz, el viejo Parodi cebaba un mate en un jarrito celeste. Se lo ofreció a Molinari. Éste, aunque muy impaciente por explicar la aventura irrevocable que había trastornado su vida, sabía que era inútil querer apresurar a Isidro Parodi; con una tranquilidad que lo asombró, inició un diálogo trivial sobre las carreras, que son pura trampa y nadie sabe quién va a

ganar. Don Isidro no le hizo caso; volvió a su rencor predilecto: se despachó contra los italianos, que se habían metido

en todas partes, no respetando tan siquiera la Penitenciaría Nacional. —Ahora está l lena de extranjeros de antecedentes de lo más dudosos y nadie sabe de dónde vienen.

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Molinari, fácilmente nacionalista, colaboró en esas quejas y dijo que él ya estaba harto de italianos y drusos, sin contar los capitalistas ingleses que había n llenado el país de ferrocarriles y frigoríficos. Ayer nomás entró en la Gran Pizzería Los Hinchas y lo primero que vio fue un italiano.

—¿Es un italiano o una italiana lo que lo tiene mal?

—Ni un italiano ni una italiana —dijo sencillamente Molinari—. Don Isidro, he matado a un hombre.

—Dicen que yo también maté a uno, y sin embargo aquí me tiene. No se ponga nervioso; el asunto ese de los drusos es complicado, pero, si no lo tiene entre ojos algún escribiente de la 8, tal vez pueda salvar el cuero.

Molinari lo miró atónito. Luego recordó que su nombre había sido vinculado al misterio de la quinta de

Abenjaldún, por un diario inescrupuloso —muy distinto, por cierto, del dinámico diario de Cordone, donde él hacía los deportes elegantes y el football —. Recordó que Parodi mantenía su agil idad espiritual y, gracias a su viveza y a la generosa distracción del subcomisario Grondona, sometía a lúcido examen los diarios de la tarde.

En efecto, don Isidro no ignoraba la reciente desaparición de Abenjaldún; sin embargo le pidió a Molinari que le contara los hechos, pero que no hablara tan rápido, porque él ya estaba medio duro de oído. Molinari, casi tranquilo, narró la historia:

—Créame, yo soy un muchacho moderno, un hombre de mi época; he vivido, pero también me gusta

meditar. Comprendo que ya hemos superado la etapa del materialismo; las comuniones y la aglomeración de gente del Congreso Eucarístico me han dejado un rastro imborrable. Como usted decía vez pasada, y, créame, la

sentencia no ha caído en saco roto, hay que despejar la incógnita. Mire, los faquires y los yoguis, con sus ejercicios respiratorios y sus macanas, saben una porción de cosas. Yo, como católico, renuncié al centro espiritista Honor y Patria, pero he comprendido que los drusos forman una colectividad progresista y están más cerca del misterio

que muchos que van a misa todos los domingos. Por lo pronto, el doctor Abenjaldún tenía una quinta papal en Villa Mazzini, con una biblioteca fenómeno. Lo conocí en Radio Fénix, el Día del Árbol. Pronu nció un discurso muy conceptuoso, y le gustó un sueltito que yo hice y que alguien le mandó. Me llevó a su casa, me prestó libros serios y me invitó a la fiesta que daba en la quinta; falta elemento femenino, pero son torneos de cultura, yo le

prometo. Algunos dicen que creen en ídolos, pero en la sala de actos hay un toro de metal que vale más que un tramway. Todos los viernes se reúnen alrededor del toro los akils, que son, como quien dice, los iniciados. Hace tiempo que el doctor Abenjaldún quería que me iniciaran; yo no podía negarme, me convenía estar bien con el viejo y no sólo de pan vive el hombre. Los drusos son gente muy cerrada y algunos no creían que un occidental

fuera digno de entrar en la cofradía. Sin ir más lejos, Abul Hasán, el dueño de la flota de camiones para carne en tránsito, había recordado que el número de electos es fi jo y que es i l ícito hacer conversos; también se opuso el tesorero Izedín; pero es un infeliz que se pasa el día escribiendo, y el doctor Abenjaldún se reía de él y de s us

l ibritos. Sin embargo, esos reaccionarios, con sus anticuados prejuicios, siguieron el trabajo de zapa y no trepido en afirmar que, indirectamente, ellos tienen la culpa de todo.

»El 11 de agosto recibí una carta de Abenjaldún, anunciándome que el 14 me someterían a una prueba

un poco difícil , para la cual tenía que prepararme. —¿Y cómo tenía que prepararse? —inquirió Parodi.

—Y, como usted sabe, tres días a té solo, aprendiendo los signos del zodiaco, en orden, como están en el Almanaque Bristol. Di parte de enfermo a las Obras Sanitarias, donde trabajo por la mañana. Al principio, me asombró que la ceremonia se efectuara un domingo y no un viernes, pero la carta explicaba que para un examen

tan importante convenía más el día del Señor. Yo tenía que presentarme en la quinta, antes de medianoche. El viernes y el sábado los pasé de lo más tranquilo, pero el domingo amanecí nervioso. Mire, don Isidro, ahora que pienso, estoy seguro que ya presentía lo que iba a suceder. Pero no aflojé, estuve todo el día con el l ibro. Era cómico, miraba cada cinco minutos el reloj a ver si ya podía tomar otro vaso de té; no sé para qué miraba, de

todos modos tenía que tomarlo: la garganta estaba reseca y pedía l íquido. Tanto esperar la hora del examen y sin embargo llegué tarde a Retiro y tuve que tomar el tren carreta de las veintitrés y dieciocho en vez del anterior.

»Aunque estaba preparadísimo, seguí estudiando el almanaque en el tren. Me tenían fastidiado unos imbéciles que discutían el triunfo de los Millonarios vers us Chacarita Juniors y, créame, no sabían ni medio de football. Bajé en Belgrano R. La quinta viene a quedar a trece cuadras de la estación. Yo pensé que la caminata iba a refrescarme, pero me dejó medio muerto. Cumpliendo las instrucciones de Abenjaldún, lo l lamé por

teléfono desde el almacén de la calle Rosetti.

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»Frente a la quinta había una fi la de coches; la casa tenía más luces que un velorio y desde lejos se oía el rumorear

de la gente. Abenjaldún estaba esperándome en el portón. Lo noté envejecido. Yo lo había visto muchas veces de día;recién esa noche me di cuenta que se parecía un poco a Repetto, pero con barba. Ironías de la suerte, como quien

dice: esa noche, que me tenía loco el examen, voy y me fi jo en ese disparate. Fuimos por el camino de lad rillos que rodea la casa, y entramos por los fondos. En la secretaría estaba Izedín, del lado del archivo.

—Hace catorce años que estoy archivado —observó dulcemente don Isidro—. Pero ese archivo no lo conozco. Descríbame un poco el lugar.

—Mire, es muy sencillo. La secretaría está en el piso alto: una escalera baja directamente a la sala de actos. Ahí

estaban los drusos, unos ciento cincuenta, todos velados y con túnicas blancas, alrededor del toro de metal. El archivo es una piecita pegada a la secretaría: es un cuarto interior. Yo siempre digo que un recinto sin una ventana como la gente, a la larga resulta insalubre. ¿Usted no comparte mi criterio?

—No me hable. Desde que me establecí en el Norte me tienen cansado los recintos. Descríbame la secretaría. —Es una pieza grande. Hay un escritorio de roble, donde está la Olivetti, unos sil lones comodísimos, en los que

usted se hunde hasta el cogote, una pipa turca medio podrida, que vale un dineral, una araña de caireles, una alfombra persa, futurista, un busto de Napoleón, una biblioteca de libros serios: la Historia Universal de César Cantú, Las Maravillas del Mundo y del Hombre, la Biblioteca Internacional de Obras Famosas, el Anuario de «La Razón», El Jardinero Ilustrado de Peluffo, El Tesoro de la Juventud, La Donna Delinquente de Lombroso, y qué sé yo.

»Izedín estaba nervioso. Yo descubrí enseguida el porqué: había vuelto a la carga con su literatura. En la mesa

había un enorme paquete de libros. El doctor, preocupado con mi examen, quería zafarse de Izedín, y le dijo:

»—Pierda cuidado. Esta noche leeré sus l ibros. »Ignoro si el otro le creyó; fue a ponerse la túnica para entrar en la sala de actos; ni siquiera me echó una mirada.

»En cuanto nos quedamos solos, el doctor Abenjaldún me dijo: »—¿Has ayunado con fidelidad, has aprendido las doce figuras del mundo?

»Le aseguré que desde el jueves a las diez (esa noche, en compañía de algunos tigres de la nueva sensibilidad,

había cenado una buseca liviana y un pesceto al horno, en el Mercado de Abasto) estaba a té solo.

»Después Abenjaldún me pidió que le recitara los nombres de las doce figuras. Los recité sin un solo error; me

hizo repetir esa l ista cinco o seis veces. Al fin me dijo:

»—Veo que has acatado las instrucciones. De nada te valdrían, sin embargo, si no fueras aplicado y valiente. Me consta que lo eres; he resuelto desoír a los que niegan tu capacidad: te someteré a una sola prueba, la más desamparada y la más difícil. Hace treinta años, en las cumbres del Líbano, yo la ejecuté con felicid ad; pero antes los maestros me concedieron otras pruebas más fáciles: yo descubrí una moneda en el fondo del mar, una selva hecha de aire, un cáliz

en el centro de la Tierra, un alfanje condenado al Infierno. Tú no buscarás cuatro objetos mágicos; buscarás a los cuatro maestros que forman el velado tetrágono de la Divinidad. Ahora, entregados a piadosas tareas, rodean el toro de metal; rezan con sus hermanos, los akils, velados como ellos; ningún indicio los distingue, pero tu corazón los reconocerá. Yo

te ordenaré que traigas a Yusuf; tú bajarás a la sala de actos, imaginando en su orden preciso las figuras del cielo; cuando llegues a la última figura, la de los Peces, volverás a la primera, que es Aries, y así, continuamente; darás tres vueltas alrededor de los akils y tus pasos te l levarán a Yusuf, si no has alterado el orden de las figuras. Le dirás: “Abenjaldún te l lama” y lo traerás aquí. Después te ordenaré que traigas al segundo maestro; luego al tercero, luego al cuarto.

»Felizmente, de tanto leer y releer el Almanaque Bristol, las doce figuras se me habían quedado grabadas; pero

basta que a uno le digan que no se equivoque, para que tema equivocarse. No me acobardé, le aseguro, pero tuve un

presentimiento. Abenjaldún me estrechó la mano, me dijo que sus plegarias me acompañarían, y bajé la escalera que da a la sala de actos. Yo estaba muy atareado con las figuras; además esas espaldas blancas, esas cabezas agachadas, esas máscaras l isas y ese toro sagrado que yo no había visto nunca de cerca me tenía n inquieto. Sin embargo, di mis tres vueltas como la gente, y me encontré detrás de un ensabanado, que me pareció igual a todos los otros; pero, como

estaba imaginando las figuras del zodiaco, no tuve tiempo de pensar, y le dije: “Abenjaldún lo l lama”. El hombre me

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siguió; siempre imaginándome las figuras, subimos la escalera, y entramos en la secretaría. Abenjaldún estaba rezando; lo hizo entrar a Yusuf al archivo, y casi enseguida volvió y me dijo: “Trae ahora a Ibrahim”. Volví a la sala de actos, di mis tres vueltas, me paré detrás de otro ensabanado y le dije: “Abenjaldún lo l lama”. Con él volví a la secretaría.

—Pare el carro, amigo —dijo Parodi—. ¿Está seguro de que mientras usted daba sus vueltas nadie salió

de la secretaría?

—Mire, le aseguro que no. Yo estaba muy atento a las figuras y todo lo que quiera, pero no soy tan sonso.

No le quitaba el ojo a esa puerta. Pierda cuidado: nadie entró ni salió.

»Abenjaldún tomó del brazo a Ibrahim y lo l levó al archivo; después me dijo: “Trae ahora a Izedín”. Cosa rara, don Isidro, las dos primeras veces había tenido confianza en mí; esta vuelta estaba acobardado. Bajé, caminé tres veces alrededor de los drusos y volví con Izedín. Yo estaba cansadísimo: en la escalera se me nubló la vista, cosas del riñón; todo me pareció distinto, hasta mi compañero. El mismo Abenjaldún, que ya me tenía

tanta fe que en lugar de rezar se había puesto a jugar al solitario, se lo l levó a Izedín al archivo, y me dijo, hablándome como un padre:

»—Este ejercicio te ha rendido. Yo buscaré al cuarto iniciado, que es Jali l . »La fatiga es el enemigo de la atención, pero en cuanto salió Abenjaldún me prendí a los barrotes de la

galería y me puse a espiarlo. El hombre dio sus tres vueltas lo más chato, agarró de un brazo a Jali l y se lo trajo

para arriba. Ya le dije que el archivo no tiene más puerta que la que da a la secretaría. Por esa puerta entró Abenjaldún con Jali l; enseguida salió con los cuatro drusos velados; me hizo la señal de la cruz, porque son gente muy devota; después les dijo en criollo que se quitaran los velos; usted dirá que es pura fábula, pero ahí estaban

Izedín, con su cara de extranjero, y Jali l , el subgerente de La Formal, y Yusuf, el cuñado del que es gangoso, e Ibrahim, pálido como un muerto y barbudo, el socio de Abenjaldún, usted sabe. ¡Ciento cincuenta drusos iguales y ahí estaban los cuatro maestros!

»El doctor Abenjaldún casi me abrazó; pero los otros, que son personas refractarias a la evidencia, y l lenas de supersticiones y agüerías, no dieron su brazo a torcer y se le enojaron en druso. El pobre Abenjaldún quiso convencerlos, pero al fin tuvo que ceder. Dijo que me sometería a otra prueba, dificilísima, pero que en esa prueba se jugaría la vida de todos ellos y tal vez la suerte del mundo. Continuó:

»—Te vendaremos los ojos con este velo, pondremos en tu mano derecha esta larga caña, y cada uno de

nosotros se ocultará en algún rincón de la casa o de los jardines. Esperarás aquí hasta que el reloj dé las doce;

después nos encontrarás sucesivamente, guiado por las figuras. Esas figuras rigen el mundo; mientras dure el examen, te confiamos el curso de las figuras: el cosmos estará en tu poder. Si no alteras el orden del zodiaco, nuestros destinos y el destino del mundo seguirán el curso prefijado; si tu imaginación se equivoca, si después de la Balanza imaginas el León y no el Escorpión, el maestro a quien buscas perecerá y el mundo conocerá la

amenaza del aire, del agua y del fuego. »Todos dijeron que sí, menos Izedín, que había ingerido tanto salame que ya s e le cerraban los ojos y que

estaba tan distraído que al irse nos dio la mano a todos, uno por uno, cosa que no hace nunca.

»Me dieron una caña de bambú, me pusieron la venda y se fueron. Me quedé solo. Qué ansiedad la mía: imaginarme las figuras, sin alterar el orden; esperar las campanadas que no sonaban nunca; el miedo que sonaran y echar a andar por esa casa, que de golpe me pareció interminable y desconocida. Sin querer pensé en la

escalera, en los descansos, en los muebles que habría en mi camino, en los sótanos, en el patio, en las claraboyas, qué sé yo. Empecé a oír de todo: las ramas de los árboles del jardín, unos pasos arriba, los drusos que se iban de la quinta, el arranque del viejo Issota de Abd-el-Melek: usted sabe, el que se ganó la rifa del aceite Raggio. En fin, todos se iban y yo me quedaba solo en el caserón, con esos drusos escondidos quién sabe dónde. Ahí tiene,

cuando sonó el reloj me llevé un susto. Salí con mi cañita, yo, un muchacho joven, pletórico de vida, caminando como inválido, como un ciego, si usted me interpreta; agarré enseguida para la izquierda, porque el cuñado del gangoso tiene mucho savoir faire y yo pensé que iba a encontrarlo bajo la mesa; todo el tiempo veía patente la

Balanza, el Escorpión, el Sagitario y todas esas i lustraciones; me olvidé del primer descanso de la escalera y seguí bajando en falso; después me entré en el jardín de invierno. De golpe me perdí. No encontraba ni la puerta ni las paredes. También hay que ver: tres días a puro té solo y el gran desgaste mental que yo me exigía. Dominé, con todo, la situación, y agarré por el lado del montaplatos; yo malicié que alguno se habría introducido en la

carbonera; pero esos drusos, por instruidos que sean, no tienen nuestra viveza criolla. Entonces me volví para la

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sala. Tropecé con una mesita de tres patas, que usan algunos drusos que todavía creen en el espiritismo, como si estuvieran en la Edad Media. Me pareció que me miraban todos los ojos de los cuadros al óleo (usted se reirá, tal vez; mi hermanita siempre dice que tengo algo de loco y de poeta). Pero no me dormí y enseguida lo descubrí a Abenjaldún: estiré el brazo y ahí estaba. Sin mayor dificultad, encontramos la escalera, que estaba mucho más cerca de lo que yo

imaginaba, y ganamos la secretaría. En el trayecto no dijimos ni una sola palabra. Yo estaba ocupado con las figuras. Lo dejé y salí a buscar otro druso. En eso oí como una risa ahogada. Por primera vez tuve una duda: l legué a pensar que se reían de mí. Enseguida oí un grito. Yo juraría que no me equivoqué en las imágenes; pero, primero con la rabia y después

con la sorpresa, tal vez me haya confundido. Yo nunca niego la evidencia. Me di vuelta y tanteando con la caña entré en la secretaría. Tropecé con algo en el suelo. Me agaché. Toqué el pelo con la mano. Toqué una nariz, unos ojos. Sin darme cuenta de lo que hacía, me arranqué la venda.

»Abenjaldún estaba tirado en la alfombra, tenía la boca toda babosa y con sangre; lo palpé; estaba calentito todavía, pero ya era cadáver. En el cuarto no había nadie. Vi la caña, que se me había caído de la mano: tenía sangre en la punta. Recién entonces comprendí que yo lo había matado. Sin duda, cuando oí la risa y el grito, me confundí un momento y cambié el orden de las figuras: esa confusión había costado l a vida de un hombre. Tal vez la de los cuatro

maestros… Me asomé a la galería y los l lamé. Nadie me contestó. Aterrado, huí por los fondos, repitiendo en voz baja el Carnero, el Toro, los Gemelos, para que el mundo no se viniera abajo. Enseguida llegué a l a tapia y eso que la quinta tiene tres cuartos de manzana; siempre el Tullido Ferrarotti me sabía decir que mi porvenir estaba en las carreras de

medio fondo. Pero esa noche fui una revelación en salto en alto. De un saque salvé la tapia, que tiene casi do s metros; cuando estaba levantándome de la zanja y sacándome una porción de cascos de botella que se me habían incrustado por todos lados, empecé a toser con el humo. De la quinta salía un humo negro y espeso como lana de colchón. Aunque no estaba entrenado, corrí como en mis buenos tiempos; al l legar a Rosetti me di vuelta: había una luz como de 25 de

Mayo en el cielo, la casa estaba ardiendo. ¡Ahí tiene lo que puede significar un cambio en las figuras! De pensarlo, la boca se me puso más seca que lengua de loro. Divisé un agente en la esquina, y di marcha atrás; después me metí en unos andurriales que es una vergüenza que haya todavía en la Capital; yo sufría como argentino, le aseguro, y me tenían

mareado unos perros, que bastó que uno solo ladrara para que todos se pusieran a ensordecerme desde muy cerca, y en esos barriales del oeste no hay seguridad para el peatón ni vigilancia de ninguna especie. De pronto me tranquilicé, porque vi que estaba en la calle Charlone; unos infelices que estaban de patota en un almacén se pusieron a decir “el Carnero, el Toro” y a hacer ruidos que están mal en una boca; pero yo no les l levé el apunte y pasé de largo. ¿Quiere

creer que sólo al rato me di cuenta que yo había estado repitiendo las figuras, en voz alta? Volví a perderme. Usted sabe que en esos barrios ignoran los rudimentos del urbanismo y las calles están perdidas en un laberinto. Ni se me pasó por la cabeza tomar algún vehículo: l legué a casa con el calzado hecho una miseria, a la hora en que salen los basurero s. Yo estaba enfermo de cansancio esa madrugada. Creo que hasta tenía temperatura. Me tiré en la cama, pero resolví no

dormir, para no distraerme de las figuras. »A las doce del día mandé parte de enfermo a la redacción y a las Obras Sanitarias. En eso en tró mi vecino, el

viajante de la Brancato, y se hizo firme y me llevó a su pieza a tomar una tallarinada. Le hablo con el corazón en la mano: al principio me sentí un poco mejor. Mi amigo tiene mucho mundo y destapó un moscato del país. Pero yo no estaba para diálogos finos y, aprovechando que el tuco me había caído como un plomo, me fui a mi pieza. No salí en todo el día. Sin embargo, como no soy un ermitaño y me tenía preocupado lo de la víspera, le pedí a la patrona que me trajera

las Noticias. Sin tan s iquiera examinar la página de los deportes, me engolfé en la crónica policial y vi la fotografía del siniestro: a las cero veintitrés de la madrugada había estallado un incendio de vastas proporciones en la casa-quinta del doctor Abenjaldún, sita en Villa Mazzini. A pesar de la encomiable intervención de la Seccional de Bomberos, el inmueble fue pasto de las l lamas, habiendo perecido en la combustión su propietario, el distinguido miembro de la colectividad

siriolibanesa, doctor Abenjaldún, uno de los grandes pioneers de la importación de sustitutos del l inóleum. Quedé horrorizado. Baudizzone, que siempre descuida su página, había cometido algunos errores: por ejemplo, no había mencionado para nada la ceremonia religiosa, y decía que esa noche se habían reunido para leer la Memoria y renovar

autoridades. Poco antes del siniestro habían abandonado la quinta los señores Jali l , Yusuf e Ibrahim. Éstos declararon que hasta las 24 estuvieron departiendo amigablemente con el extinto, que, lejos de presentir la tragedia que pondría un punto final a sus días y convertiría en cenizas una residencia tradicional de la zona del oeste, hizo gala de su habitual sprit. El origen de la magna conflagración quedaba por aclarar.

»A mí no me asusta el trabajo, pero desde entonces no he vuelto al diario ni a las Obras, y ando con el ánimo por

el suelo. A los dos días me vino a visitar un señor muy afable, que me interrogó sobre mi participación en la compra de

escobillones y trapos de reji l la para la cantina del personal del corral ón de la calle Bucarelli; después cambió de tema y habló de las colectividades extranjeras y se interesó especialmente en la siriolibanesa. Prometió, sin mayor seguridad, repetir la visita. Pero no volvió. En cambio, un desconocido se instaló en la esquina y me sigue con sumo disimulo por todos lados. Yo sé que usted no es hombre de dejarse enredar por la policía ni por nadie. Sálveme, don Isidro, ¡estoy

desesperado!

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—Yo no soy brujo ni ayunador para andar resolviendo adivinanzas. Pero no te voy a negar un a manito.

Eso sí, con una condición. Prométeme que me vas a hacer caso en todo.

—Como usted diga, don Isidro. —Muy bien. Vamos a empezar enseguida. Decí en orden las figuras del almanaque.

—El Carnero, el Toro, los Gemelos, el Cangrejo, el León, la Virgen, la Balanza, el Escorpión, el Sagitario, el Capricornio, el Acuario, los Peces.

—Muy bien. Ahora decilos al revés. Molinari, pálido, balbuceó:

—El Ronecar, el Roto… —Salí de ahí con esas compadradas. Te digo que cambies el orden, que digas de cualquier modo las

figuras.

—¿Que cambie el orden? Usted no me ha entendido, don Isidro, eso no se puede…

—¿No? Decí la primera, la última y la penúltima. Molinari, aterrado, obedeció. Después miró a su alrededor.

—Bueno, ahora que te has sacado de la cabeza es as fantasías, te vas para el diario. No te hagás mala sangre. Mudo, redimido, aturdido, Molinari salió de la cárcel. Afuera, estaba esperándolo el otro.

FIN

LA MUERTE Y LA BRÚJULA

Jorge Luis Borges

A Mandie Molina Vedia

De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño —tan rigurosamente extraño, diremos— como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste- le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último

crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y

hasta de tahúr. El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen

el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibil idad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día tres de diciembre el

delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que l e había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en

el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetraca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la luz. (Así lo declaró el chofer del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y 3 minutos A.M., lo l lamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor

Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus

y Lönnrot debatían con serenidad el problema. —No hay que buscarle tres pies al gato —decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro—. Todos

sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?

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—Posible, pero no interesante —respondió Lönnrot—. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.

Treviranus repuso con mal humor: —No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este

desconocido. —No tan desconocido —corrigió Lönnrot —. Aquí están sus obras completas—. Indicó en el placard una fi la de

altos volúmenes; una Vindicación de la cábala; un Examen de la fi losofía de Robert Fludd; una traducción literal del

Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.

—Soy un pobre cristiano —repuso—. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.

—Quizás este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías —murmuró Lönnrot.

—Como el cristianismo —se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido. Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel

con esta sentencia inconclusa

La primera letra del Nombre ha sido articulada.

Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con los

l ibros del muerto y los l levó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las

virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia), su noveno atributo, la eternidad, es decir, el conocimiento inmediato de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto

número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre. El Nombre Absoluto.

De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zaitung. Este quería hablar

del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier l ibro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.

El segundo crimen ocurrió la noche del tres de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza.

El gendarme las deletreó... Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de

algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simó Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las pa labras en tiza

eran las siguientes:

La segunda letra del Nombre ha sido articulada.

El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del

comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se l lamaba Ginzberg (o Ginsburg), y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y

Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Desp ués, la comunicación se cortó. Sin

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rechazar la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval), Treviranus indagó que le habían hablado desde el Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon —esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias. Treviranus habló con el patrón. Este (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono

de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue enseguida al Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afi lados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que

destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; ap enas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del

cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish —él en voz baja, gutural, ellos con las voces falsas, agudas— y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices;

Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres

subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.

Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible; decía:

La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Examinó, después, la piecita de Gryphius —Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en

los rincones, restos de cigarrillo de marca húngara; en un armario, un libro en latín —el Philologus hebraeograecus (1739), de Leusden— con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Este, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toul on, cuando pisaban

las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo: —¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro? Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación

trigésima tercera del Philologus: Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei sequentis. Esto quiere decir —agregó—, que el día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.

El otro ensayó una ironía.

—¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche? —No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg. Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó

con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Erns Pa last, en El Mártir, reprobó “las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para l iquidar tres judíos”; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, “aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio”; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red

Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.

Este recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una

carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el tres de marzo no habría un cuarto cri men, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hôtel du Nord eran “los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico”; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more

geométrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot, indiscutible merecedor de tales locuras. Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de

diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); s imetría en el espacio también... Sintió, de pronto, que estaba por descifrar

el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y l lamó por teléfono al comisario. Le d ijo:

—Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.

—Entonces, ¿no planean un cuarto crimen?

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—Precisamente, porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos. —Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta

abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de a guas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los

pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado —Red Scharlach— hubiera dado cualquier cosa por conocer su clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó... Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la

realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios) apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.

El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. El aire de la turbia l lanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía del agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor

en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre. Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot,

sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el porton infranqueable, metió la mano entre los

barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.

Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un

nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó: bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.

La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivino que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.

Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes

cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por ante comedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amaril las y arañas embaladas en tarlatán. un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una

sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.

Por una escalera espiral l legó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso. Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:

—Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.

Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Este, al fin, encontró su voz. —Scharlach, ¿usted busca el Nombre Secreto?

Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para recibir

el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza

no menor que aquel odio. —No —dijo Scharlach—. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito

de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me

arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daban horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, l legué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan mo nstruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goim: “Todos los caminos

l levan a Roma”. De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al Norte o al Sur, i ban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno d el hombre que

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había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.

El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas —entre ellos, Daniel Azevedo— el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le

habíamos adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perd ió; hacia las dos de la madrugada irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Este, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras La

primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar... A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de

Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos... Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.

Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo “sacrificio” elegí la del tres de enero.

Muró en el Norte; para el segundo “sacrificio” nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la

víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.

El tercer “crimen” se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro.

Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura

divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton —el nombre de Dios, JHVH— consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en

el manual de Leusden: ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las

soledades de Triste-le-Roy. Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente

amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde

el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas.

—En su laberinto sobran tres l íneas —dijo por fin—. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa l ínea se han perdido tantos fi lósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando

en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, en 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.

Para la otra vez que lo mate —replicó Scharlach—, le prometo ese laberinto, que consta de una sola l ínea recta y que es indivisible, incesante.

Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego

FIN

JAQUE MATE EN DOS JUGADAS

Isaac Aisemberg Yo lo envenené. En dos horas quedaba liberado. Dejé a mi tío Néstor a las veintidós.

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Lo hice con alegría. Me ardían las mejil las. Me quemaban los labios. Luego me serené y eché a caminar tranquilamente por la avenida en dirección al puerto.

Me sentía contento. Liberado. Hasta Guillermo resultaba socio beneficiario en el asunto. ¡Pobre Guillermo! ¡Tan tímido, tan mojigato! Era evidente que yo debía pensar y obrar por ambos. Siempre sucedió así. Desde el día en que

nuestro tío nos l levó a su casa. Nos encontramos perdidos en su palacio. Era un lugar seco, sin amor. Únicamente el sonido metálico de las monedas. -Tenéis que acostumbraros al ahorro, a no malgastar. ¡Al fin y al cabo, algún día será vuestro!- bramaba. Y nos

acostumbramos a esperarlo. Pero ese famoso y deseado día se postergaba, pese a que tío sufría del corazón. Y si de pequeños nos tiranizó,

cuando crecimos colmó la medida. Guillermo se enamoró un buen día. A nuestro tío no le agradó la muchacha. No era lo que ambiciona ba para su

sobrino. -Le falta cuna..., le falta roce..., ¡puaf! Es una ordinaria –sentenció. Inútil fue que Guillermo se prodigara en encontrarle méritos. El viejo era terco y caprichoso. Conmigo tenía otra suerte de problemas. Era un carácter contra otro. Se empeñó en doctorarme en bioquímica.

¿Resultado? Un perito en póquer y en carreras de caballos. Mi tío para esos vicios no me daba ni un centavo. Debí exprimir la inventiva para birlarle algún peso.

Uno de los recursos era aguantarle sus interminables partidas de ajedrez; entonces cedía cuando le aventajaba

para darle ínfulas, pero él, en cambio, cuando estaba en posición favorable alargaba el final, anotando las jugadas con displicencia, sabiendo de mi prisa por disparar al club, Gozaba con mi infortuni o saboreando su coñac.

Un día me dijo con aire de perdonavidas: -Observo que te aplicas en el ajedrez. Eso me demuestra dos cosas: que eres inteligente y un perfecto holgazán.

Sin embargo, tu dedicación tendrá su premio. Soy justo. Pero eso sí, a falta de diplomas, de hoy en adelante tendré de ti bonitas anotaciones de las partidas. Sí, muchacho, l levaremos sendas l ibretas con las jugadas para cotejarlas. ¿Qué te parece?

Aquello podría resultar un par de cientos de pesos, y acepté. Desde entonces, todas las noches, la estadística. Estaba tan arraigada la manía en él, que en mi ausencia comentaba las partidas con Julio, el mayordomo.

Ahora todo había concluido. Cuando uno se encuentra en un callejón sin salida, el cerebro trabaja, busca, rebusca, escarba. Y encuentra. Siempre hay salida para todo. No siempre es buena. Pero es salida.

Llegaba a la Costanera. Era una noche húmeda. En el cielo nublado, alguna chispa eléctrica. El calorcillo mojaba las manos, resecaba la boca.

En la esquina, un policía me encabritó el corazón. El veneno, ¿cómo se llamaba? Aconitina. Varias gotitas en el coñac mientras conversábamos. Mi tío esa noche

estaba encantador. Me perdonó la partida. Haré un solitario –dijo-. Despaché a los sirvientes... ¡Hum! Quiero estar tranquilo. Después leeré un buen libro.

Algo que los jóvenes no entienden... Puedes irte.

-Gracias, tío. Hoy realmente es... sábado. -Comprendo. ¡Demonios! El hombre comprendía. La clarividencia del condenado. El veneno surtía un efecto lento, a la hora, o más, según el suj eto. Hasta seis u ocho horas. Justamente durante

el sueño. El resultado: la apariencia de un pacífico ataque cardíaco, sin huellas comprometedoras. Lo que yo necesitaba. ¿Y quién sospecharía?

El doctor Vega no tendría inconveniente en suscribir el certificado de defunción. No en balde era el médico de cabecera. ¿Y si me descubrían? Imposible. Nadie me había visto entrar en el gabinete de química. Había comenzado con

general beneplácito a asistir a la Facultad desde varios meses atrás, con ese deliberado pro pósito. De verificarse el veneno faltante, jamás lo asociarían con la muerte de Néstor Alvarez, fallecido de un sincope cardíaco. ¡Encontrar unos miligramos de veneno en setenta y cinco kilos, imposible!

Pero, ¿y Guillermo? Sí. Guillermo era un problema, Lo hallé en el hall después de preparar la “encomienda” para el infierno. Descendía la escalera, preocupado.

-¿Qué te pasa? –le pregunté jovial, y le hubiera agregado de mil amores: “¡Si supieras, hombre!”. -¡Estoy harto! –me replicó.

-¡Vamos! – le palmoteé la espalda- Siempre está dispuesto a la tragedia... -Es que el viejo me enloquece. Últimamente, desde que volviste a la Facultad y le l levas la corriente con el ajedrez,

se la toma conmigo. Y Matilde...

-¿Qué sucede con Matilde? -Matilde me lanzó un ultimátum: o ella, o tío. -Opta por ella. Es fácil elegir. Es lo que yo haría... -¿Y lo otro?- Me miró desesperado. Con bril lo demoníaco en las pupilas; pero el pobre tonto jamás buscaría el

medio de resolver su problema.

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-Yo lo haría –siguió entre dientes-; pero, ¿con qué viviríamos? Ya sabes como es el viejo... Duro, implacable. ¡Me cortaría los víveres!

-Tal vez las cosas se arreglen de otra manera... –insinué bromeando- ¡Quién te dice! -¡Bah!... –sus labios se curvaron con una mueca amarga - No hay escapatoria. Pero yo hablaré con el viejo

sátiro. ¿Dónde está ahora? Me asusté. Si el veneno resultaba rápido... Al notar los primeros síntomas podría ser auxiliado y... -Está en la biblioteca –exclamé-; pero déjalo en paz. Acaba de jugar la partida de ajedrez, y despachó a la

servidumbre. ¡El lobo quiere estar solo en la madriguera! Consuélate en un cine o en un bar. Se encogió de hombros. -El lobo en la madriguera... –repitió. Pensó unos segundos y agregó, aliviado-: Lo veré en otro momento.

Después de todo...

-Después de todo, no te animarías, ¿verdad? –gruñí salvajemente. Me clavó la mirada. Por un momento centelleó, pero fue un relámpago. Miré el reloj: las once y diez de la noche. Ya comenzaría a surtir efecto. Primero un leve malestar, nada más. Después un dolorcillo agudo, pero

nunca demasiado alarmante. Mi tío refunfuñaba una maldición para la cocinera. El pescado indigesto. ¡Qué poca cosa es todo! Debía de estar leyendo los diarios de la noche, los últimos. Y después, el l ibro, como gran epílogo. Sentía frío.

Las baldosas se estiraban en rombos. El río era una mancha sucia cerca del paredón. A lo lejos luces verdes, rojas, blancas. Los automóviles se deslizaban chapoteando en el asfalto. Decidí regresar, por temor a l lamar la atención. Nuevamente por la avenida hasta Leandro N. Alem. Por

all í a Plaza de Mayo. El reloj me volvió a la realidad. Las once y treinta y seis. Si el veneno era eficaz, ya estaría

todo listo. Ya sería dueño de millones. Ya sería l ibre... ya sería asesino. Por primera vez pensé en el adjetivo substantivándolo. Yo, sujeto, ¡asesino! Las rodillas me flaquearon.

Un rubor me azotó el cuello, subió a las mejil las, me quemó las orejas, martil ló mis sienes. Las manos

transpiraban. El frasquito de aconitina en el bolsillo l legó a pesarme una tonel ada. Busqué en los bolsillos rabiosamente hasta dar con él. Era un insignificante cuentagotas y contenía la muerte; lo arrojé lejos.

Avenida de Mayo. Choqué con varios transeúntes. Pensarían en un beodo. Pero en lugar de alcohol, sangre.

Yo, asesino. Esto sería un secreto entre mi tío Néstor y mi conciencia. Un escozor dentro, punzante. Recordé la descripción del tratadista: “En la lengua, sensación de hormigueo y embotamiento, que se inicia en el punto de contacto para extenderse a toda la lengua, a la car a y a todo el cuerpo”.

Entré en un bar. Un tocadiscos atronaba con un viejo rag-time. Un recuerdo que se despierta, vive un

instante y muere como una falena. “En el esófago y en el estómago, sensación de ardor intenso”. Millones. Billetes de mil, de quinientos, de cien. Póquer. Carreras. Viajes... “Sensación de angustia, de muerte próxima, enfriamiento profundo generalizado, trastornos sensoriales, debilidad muscular, contracturas, impotencia de los

músculos”. Habría quedado solo. En el palacio. Con sus escaleras de mármol. Frente al tablero de ajedrez. All í el rey,

y la dama, y la torre negra. Jaque mate. El mozo se aproximó. Debió sorprender mi mueca de extravío, mis músculos en tensión, l istos para saltar.

-¿Señor? -Un coñac... -Un coñac... –repitió el mozo-. Bien, señor –y se alejó. Por la vidriera la caravana que pasa, la misma de siempre. El tictac del reloj cubría todos los rumores.

Hasta los de mi corazón. La una. Bebí el coñac de un trago. “Como fenómeno circulatorio, hay alteración del pulso e hiper tensión que se derivan de la acción sobre

el órgano central, l legando, en su estado más avanzado, al síncope cardíaco...” Eso es. El síncope cardíaco. La

válvula de escape. A las dos y treinta de la mañana regresé a casa. Al principio no lo advertí. Hasta que me cerró el paso. Era

un agente de policía. Me asusté. -¿El señor Claudio Álvarez?

-Sí, señor... –respondí humildemente. -Pase usted... –indicó, franqueándome la entrada. -¿Qué hace usted aquí? –me animé a farfullar.

-Dentro tendrá la explicación –fue la respuesta, seca, torpona. En el hall, cerca de la escalera, varios individuos de uniforme se habían adueñado del palacio. ¿Guillermo?

Guillermo no estaba presente. Julio, el mayordomo, amarillo, espectral, trató de hablarme. Uno de los uniformados, cano so, adusto, el

jefe del grupo por lo visto, le selló los labios con un gesto. Avanzó hacia mí, y me inspeccionó como a un cobayo.

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-Usted es el mayor de los sobrinos, ¿verdad? -Sí, señor... –murmuré. -Lamento decírselo, señor. Su tío ha muerto... asesinado –anunció mi interlocutor. La voz era calma, grave-. Yo

soy el inspector Vil legas, y estoy a cargo de la investigación. ¿Quiere acompañarme a la otra sala?

-¡Dios mío! –articulé anonadado-. ¡Es inaudito! Las palabras sonaron a huecas, a hipócritas. (¡Ese di choso veneno dejaba huellas! ¿Pero cómo...cómo?). -¿Puedo... puedo verlo? –pregunté

-Por el momento, no. Además, quiero que me conteste algunas preguntas. -Como usted disponga... –accedí azorado. -Lo seguí a la biblioteca vecina. Tras él se deslizaron suavemente dos acólitos. El inspector Vil legas me indicó un

sil lón y se sentó en otro. Encendió con parsimonia un cigarril lo y con evidente grosería no me ofreció ninguno.

-Usted es el sobrino... Claudio –Pareció que repetía una lección aprendida de memoria. -Sí, señor. -Pues bien: explíquenos que hizo esta noche. Yo también repetí una letanía.

-Cenamos los tres, juntos como siempre. Guillermo se retiró a su habitación. Quedamos mi tío y yo charlando un rato; pasamos a la biblioteca. Después jugamos nuestra hab itual partida de

ajedrez; me despedí de mi tío y salí. En el vestíbulo me topé con Guillermo que descendía por las escaleras rumbo a la

calle. Cambiamos unas palabras y me fui. -Y ahora regresa... -Sí... -¿Y los criados?

-Mi tío deseaba quedarse solo. Los despachó después de cenar. A veces le acometían esas y otras manías. -Lo que usted manifiesta concuerda en gran parte con la declaración del mayordomo. Cuando éste regresó, hizo un recorrido por el edificio. Notó la puerta de la biblioteca entornada y luz adentro.

Entró. All í halló a su tío frente a un tablero de ajedrez, muerto. La partida interrumpida... De manera que jugaron la partidita, ¿eh?

Algo dentro de mí comenzó a botar como una pelota contra las paredes del frontón. Una sensación de zozobra, de angustia, me recorría con la velocidad de un buscapiés.

En cualquier momento estallaría la pólvora. ¡Los consabidos solitarios de mi tío! -Sí, señor... –admití. No podía desdecirme. Eso también se lo había dicho a Guillermo. Y probablemente Guillermo al ins pector

Vil legas. Porque mi hermano debía estar en alguna parte. El sistema de la policía: aislarnos, dejarnos solos, inertes,

indefensos, para pil larnos. -Tengo entendido que ustedes l levaban un registro de las jugadas. Para establecer los detalles en su o rden,

¿quiere mostrarme su libreta de apuntes, señor Álvarez?

Me hundía en el cieno. -¿Apuntes? Sí, hombre –el policía era implacable-, deseo verla, como es de imaginar. Debo verificarlo todo, amigo; lo dicho

y lo hecho por usted. Si jugaron como siempre...

Comencé a tartamudear. -Es que... –Y después de un tirón-: ¡Claro que jugamos como siempre! Las lágrimas comenzaron a quemarme los ojos. Miedo. Un miedo espantoso. Como debió sentirlo tío Néstor

cuando aquella “sensación de angustia... de muerte próxima..., enfriamiento profundo, generalizado... Algo me

taladraba el cráneo. Me empujaban. El si lencio era absoluto, pétreo. Los otros también estaban callados. Dos ojos, seis ojos, ocho ojos, mil ojos. ¡Oh, que angustia!

Me tenían... me tenían... Jugaban con mi desesperación... Se divertían con mi culpa...

De pronto el inspector gruñó: -¿Y? Una sola letra, ¡pero tanto! -¿Y? – repitió - Usted fue el último que lo vio con vida. Y además, muerto. El señor Álvarez no hizo anotación

alguna esta vez, señor mío. No sé por qué me puse de pie. Tieso. Elevé mis brazos, los estiré. Me estrujé las manos, clavándome las uñas, y

al final chil lé con voz que no era la mía:

-¡Basta! Si lo saben, ¿para qué lo preguntan? ¡Yo lo maté! ¡Yo lo maté! ¿Y qué hay? ¡Lo odiaba con toda mi alma! ¡Estaba cansado de su despotismo! ¡Lo maté! ¡Lo maté! El inspector no lo tomó tan a la tremenda. -¡Cielos! –dijo- Se produjo más pronto de lo que yo esperaba. Ya que se le soltó la lengua, ¿dónde está el revólver?

-¿Qué revólver?

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El inspector Vil legas no se inmutó. Respondió imperturbable. -¡Vamos, no se haga el tonto ahora! ¡El revólver! ¿O ha olvidado que lo l iquidó de un tiro? ¡Un tiro en la

mitad del frontal, compañero! ¡Qué puntería!

FIN LA LOCA Y EL RELATO DEL CRIMEN

Ricardo Piglia

I

Gordo, difuso, melancólico, el traje de fi lafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando

un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento. Las calles se aquietaban ya; oscuras y lustrosas bajaban con un suave declive y lo hacían avanzar plácidamente, sosteniendo el ala del sombrero cuando el viento del río le tocaba la cara. En ese momento las coperas entraban en el primer turno. A cualquier hora hay hombres buscando una mujer, andan por la ciudad bajo el sol pálido, cruzan furtivamente hacia los dancings que en el

atardecer dejan caer sobre la ciudad una música dulce. Almada se sentía perdido, l leno de miedo y de desprecio. Con el desaliento regresaba el recuerdo de Larry: el cuerpo distante de la mujer, blando sobre la banqueta de cuero, las rodillas abiertas, el pelo rojo contra las lámparas celestes del New Deal. Verla de lejos, a pleno día, la

piel gastada, las ojeras, vacilando contra la luz malva que bajaba del cielo: altiva, borracha, indiferente, como si él fuera una planta o un bicho. “Poder humillarla una vez”, pensó. “Quebrarla en dos para hacerla gemir y entregarse.”

En la esquina, el local del New Deal era una mancha ocre, corroída, más pervertida aun bajo la neblina de

las seis de la tarde. Parado enfrente, retacón, ensimismado, Almada encendió un cigarril lo y levantó la cara como buscando en el aire el perfume maligno de Larry. Se sentía fuerte ahora, capaz de todo, capaz de entrar al cabaret y sacarla de un brazo y cachetearla hasta que obedeciera. “Años que quiero levantar vuelo”, pensó de pronto.

“Ponerme por mi cuenta en Panamá, Quito, Ecuador.” En un costado, tendida en un zaguán, vio el bulto sucio de una mujer que dormía envuelta en trapos. Almada la empujó con un pie.

—Che, vos —dijo. La mujer se sentó tanteando el aire y levantó la cara como enceguecida.

—¿Cómo te l lamás? —dijo él. —¿Quién? —Vos. ¿O no me oís? —Echevarne Angélica Inés —dijo ella, rígida—. Echevarne Angélica Inés, que me dicen Anahí.

—¿Y qué hacés acá? —Nada —dijo ella—. ¿Me das plata? —Ahá, ¿querés plata?

—La mujer se apretaba contra el cuerpo un viejo sobretodo de varón que la envol vía como una túnica. —Bueno —dijo él—. Si te arrodillás y me besás los pies te doy mil pesos. —¿Eh? —¿Ves? Mirá —dijo Almada agitando el bil lete entre sus deditos mochos —. Te arrodillás y te lo doy.

—Yo soy ella, soy Anahí. La pecadora, la gitana. —¿Escuchaste? —dijo Almada—. ¿O estás borracha? —La macarena, ay macarena, l lena de tules —cantó la mujer y empezó a arrodillarse contra los trapos

que le cubrían la piel hasta hundir su cara entre las piernas de Almada. Él la miró desde lo alto, majestuoso, un

bril lo húmedo en sus ojitos de gato. —Ahí tenés. Yo soy Almada —dijo y le alcanzó el bil lete—. Comprate perfume. —La pecadora. Reina y madre —dijo ella—. No hubo nunca en todo este país un hombre más hermoso

que Juan Bautista Bairoletto, el jinete. Por el tragaluz del dancing se oía sonar un piano débilmente, indeciso. Almada cerró las manos en los

bolsil los y enfiló hacia la música, hacia los cortinados color sangre de la entrada. —La macarena, ay macarena —cantaba la loca—. Llena de tules y sedas, la macarena, ay, l lena de tules

— cantó la loca. Antúnez entró en el pasil lo amarillento de la pensión de Viamonte y Reconquista, sosegado, manso ya,

agradecido a esa sutil combinación de los hechos de la vida que él l lamaba su destino. Hacía una semana que vivía con Larry. Antes se encontraban cada vez que él se demoraba en el New Deal sin elegir o querer admitir que iba por ella; después, en la cama, los dos se usaban con frialdad y eficacia, lentos, perversamente.

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Antúnez se despertaba pasado el mediodía y bajaba a la calle, olvidado ya del resplandor agrio de la luz en las persianas entornadas. Hasta que al fin una mañana, sin nada que lo hiciera prever, ella se paró desnuda en medio del cuarto y como si hablara sola le pidió que no se fuera.

Antúnez se largó a reír: “¿Para qué?”, dijo. “¿Quedarme?”, dijo él, un hombre pesado, envejecido. “¿Para

qué?”, le había dicho, pero ya estaba decidido, porque en ese momento empezaba a ser consciente de su inexorable decadencia, de los signos de ese fracaso que él había elegido llamar su destino. Entonces se dejó estar en esa pieza, sin nada que hacer salvo asomarse al balconcito de fierro para mirar la bajada de Viamonte y verla venir,

lerda, envuelta en la neblina del amanecer. Se acostumbró al modo que tenía ell a de entrar trayendo el cansancio de los hombres que le habían pagado copas y arrimarse, como encandilada, para dejar la plata sobre la mesa de luz. Se acostumbró también al pacto, a la secreta y querida decisión de no hablar del dinero, como si los dos su pieran que la mujer pagaba de esa forma el modo que tenía él de protegerla de los miedos que de golpe le daban de morirse o de

volverse loca. “Nos queda poco de juego, a ella y a mí”, pensó llegando al recodo del pasil lo, y en ese momento, antes de abrir

la puerta de la pieza supo que la mujer se le había ido y que todo empezaba a perderse. Lo que no pudo imaginar fue que del otro lado encontraría la desdicha y la lástima, los signos de la muerte en los cajones abiertos y los muebles

vacíos, en los frascos, perfumes y polvos de Larry tirados por el suelo; la despedida o el adiós escrito con rouge en el espejo del ropero, como un anuncio que hubiera querido dejarle la mujer antes de irse.

Vino él vino Almada vino a l levarme sabe todo lo nuestro vino al cabaret y es como un bicho una basura oh dios

mío andate por favor te lo pido salvate vos Juan vino a buscarme esta tarde es una rata olvidame te lo pido olvidame como si nunca hubiera estado en tu vida yo Larry por lo que más quieras no me busques porque él te va a matar.

Antúnez leyó las letras temblorosas, dibujadas como una red en su cara reflejada en la luna del espejo.

II A Emilio Renzi le interesaba la l ingüística pero se ganaba la vida haciendo bibliográficas en el diario El Mundo.:

haber pasado cinco años en la Facultad especializándose en la fonología de Trubetzkoi y terminar escribiendo reseñas de media página sobre el desolado panorama literario nacional era sin duda la causa de su melancolía, de ese aspecto concentrado y un poco metafísico que lo a cercaba a los personajes de Roberto Arlt.

El tipo que hacía policiales estaba enfermo la tarde en que la noticia del asesinato de Larry l legó al diario. El viejo

Luna decidió mandar a Renzi a cubrir la información porque pensó que obligarlo a mezclarse en esa historia de putas baratas y cafishios le iba a hacer bien. Habían encontrado a la mujer cosida a puñaladas a la vuelta del New Deal; el único testigo del crimen era una pordiosera medio loca que decía l lamarse Angélica Echevarne. Cuando la encontraron acunaba el cadáver como si fuera una muñeca y repetía una historia incomprensible. La policía detuvo esa misma

mañana a Juan Antúnez, el tipo que vivía con la copera, y el asunto parecía resuelto. —Tratá de ver si podés inventar algo que sirva —le dijo el viejo Luna—. Andate hasta el Departamento que a las

seis dejan entrar al periodismo.

En el Departamento de policía Renzi encontró a un solo periodista, un tal Rinaldi, que hacía crímenes en el diario La prensa. El tipo era alto y tenía la piel esponjosa, como si recién hubiera salido del agua. Los hicieron pasar a una salita pintada de celeste que parecía un cine: cuatro lámparas alumbraban con una luz violenta una especie de escenario de madera. Por all í sacaron a un hombre altivo que se tapaba la cara con las manos esposadas: enseguida el lugar se l lenó

de fotógrafos que le tomaron instantáneas desde todos los ángulos. El tipo parecía flotar en una niebla y cuando bajó las manos miró a Renzi con ojos suaves.

—Yo no he sido —dijo—. Ha sido el gordo Almada, pero a ése lo protegen de arriba. Incómodo, Renzi sintió que el hombre le hablaba sólo a él y le exigía ayuda.

—Seguro fue éste —dijo Rinaldi cuando se lo l levaron—. Soy capaz de olfatear un criminal a cien metros: todos tienen la misma cara de gato meado, todos dicen que no

fueron y hablan como si estuvieran soñando.

—Me pareció que decía la verdad. —Siempre parecen decir la verdad. Ahí está la loca. La vieja entró mirando la luz y se movió por la tarima con un

leve balanceo, como si caminara atada. En cuanto empezó a oírla. Renzi encendió su grabador.

—Yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que pertenece que perteneció y va a pertenecer a Juan Bautista Bairoletto el jinete por ese hombre le estoy diciendo váyase de aquí enemigo mala entraña o no ve que quiere sacarme la piel a lonjas y hacer visos encajes ropa de tul trenzando

el pelo de la Anahí gitana la macarena, ay macarena una arrastrada sos no tenés alma y el brillo en esa mano un pedernal tomo ácido te juro si te acercás tomo ácido pecadora loca de envidia porque estoy limpia yo de todo mal soy una santa Echevarne Angélica Inés que me dicen Anahí tenía razón Hitler cuando dijo hay que matar a todos los entrerrianos soy bruja y soy gitana y soy la reina que teje un tul hay que tapar el bril lo de esa mano un pedernal, el bril lo que la hizo

morir por qué te sacas el antifaz mascarita que me vio o no me vio y le habló de ese dinero Madre María Madre María

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en el zaguán Anahí fue gitana y fue reina y fue amiga de Evita Perón y dónde está el purgatorio si no estuviera en Lanús donde llevaron a la virgen con careta en esa máquina con un moño de tul para taparle la cara que la he tenido blanca por la inocencia.

—Parece una parodia de Macbeth —susurró, erudito, Rinaldi—. Se acuerda ¿no? El cuento contado por

un loco que nada significa. —Por un idiota, no por un loco —rectificó Renzi—. Por un idiota. ¿Y quién le dijo que no significa nada?

La mujer seguía hablando de cara a la luz.

—Por qué me dicen traidora sabe por qué le voy a decir porque a mí me amaba el hombre más hermoso en

esta tierra Juan Bautista Bairoletto jinete de poncho inflado en el aire es un globo un globo gordo que flota bajo la luz amarilla no te acerqués si te acercás te digo no me toqués con la espada porque en la luz es

donde yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que perteneció que pertenece y que va a pertenecer.

—Vuelve a empezar —dijo Rinaldi. —Tal vez está tratando de hacerse entender. —¿Quién?

¿Esa? Pero no ve lo rayada que está —dijo mientras se levantaba de la butaca—. ¿Viene? —No. Me quedo. —Oiga viejo. ¿No se dio cuenta que repite siempre lo mismo desde que la encontraron?

—Por eso —dijo Renzi controlando la cinta del grabador—. Por eso quiero escuchar: porque repite siempre lo mismo. Tres horas más tarde Emilio Renzi desplegaba sobre el sorprendido escritorio del viejo Luna una

transcripción literal del monólogo de la loca, subrayado con lápices de distintos colores y cruzado de marcas y

de números. —Tengo la prueba de que Antúnez no mató a la mujer. Fue otro, un tipo que él nombró, un tal Almada, el

gordo Almada.

—¿Qué me contás? —dijo Luna, sarcástico—. Así que Antúnez dice que fue Almada y vos le creés. —No. Es la loca que lo dice; la loca que hace diez horas repite siempre lo mismo sin decir nada. Pero

precisamente porque repite lo mismo se la puede entender. Hay una serie de reglas en lingüística, un código que se usa para analizar el lenguaje psicótico.

—Decime pibe —dijo Luna lentamente—. ¿Me estás cargando? —Espere, déjeme hablar un minuto. En un delirio el loco repite, o mejor, está obligado a repetir ciertas

estructuras verbales que son fi jas, como un molde ¿se da cuenta? un molde que va l lenando con palabras. Para analizar esa estructura hay 36 categorías verbales que se l laman operadores lógicos. Son como un mapa, usted

los pone sobre lo que dicen y se da cuenta que el delirio está ordenado, que repite esas fórmu las. Lo que no entra en ese orden, lo que no se puede clasificar, lo que sobra, el desperdicio, es lo nuevo: es lo que el loco trata de decir a pesar de la compulsión repetitiva. Yo analicé con ese método el delirio de esa mujer. Si usted mira va

a ver que ella repite una cantidad de fórmulas, pero hay una serie de frases, de palabras que no se pueden clasificar, que quedan fuera de esa estructura. Yo hice eso y separé esas palabras y ¿qué quedó?

—dijo Renzi levantando la cara para mirar al viejo Luna —. ¿Sabe qué queda? Esta frase: El hombre gordo la

esperaba en el zaguán y no me vio y le habló de dinero y bril ló esa mano que la hizo morir. ¿Se da cuenta? — remató Renzi, triunfal—. El asesino es el gordo Almada. El viejo Luna lo miró impresionado y se inclinó sobre el papel. —¿Ve? —insistió Renzi—. Fíjese que ella va diciendo esas palabras, las subrayadas en rojo, las va diciendo

entre los agujeros que se puede hacer en medio de lo que está obligada a repetir, la historia de Bairoletto, la virgen y todo el delirio. Si se fi ja en las diferentes versiones va a ver que las únicas palabras

que cambian de lugar son esas con las que ella trata de contar lo que vio.

—Che, pero qué bárbaro. ¿Eso lo aprendiste en la Facultad? —No me joda. —No te jodo, en serio te digo. ¿Y ahora qué vas a hacer con todos estos papeles? ¿La tesis? —¿Cómo qué voy a hacer? Lo vamos a publicar en el diario. El viejo Luna sonrió como si le doliera algo.

—Tranquilizate pibe. ¿O te pensás que este diario se dedica a la l ingüística? —Hay que publicarlo ¿no se da cuenta? Así lo pueden usar los abogados de Antúnez. ¿No ve que ese tipo

es inocente?

—Oíme, el tipo ese está cocinado, no tiene abogados, es un cafishio, la mató porque a la larga siempre terminan así las locas esas. Me parece fenómeno el jueguito de palabras, pero paramos acá. Hacé una nota de cincuenta líneas contando que a la mina la mataron a puñaladas.

—Escuche, señor Luna —lo cortó Renzi—. Ese tipo se va a pasar lo que le queda de vida metido en cana.

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—Ya sé. Pero yo hace treinta años que estoy metido en este negocio y sé una cosa: no hay que buscarse problemas con la policía. Si ellos te dicen que lo mató la Virgen María, vos escribís que lo mató la Virgen María.

—Está bien —dijo Renzi juntando los papeles —. En ese caso voy a mandarle los papeles al juez. —Decíme ¿vos te querés arruinar la vida? ¿Una loca de testigo para salvar a un cafishio? ¿Por qué te querés

mezclar? —En la cara le bril laban un dulce sosiego, una calma que nunca le había visto—. Mirá, tomate el día franco, andá

al cine, hacé lo que quieras, pero no armés lío. Si te enredás con la policía te echo del diario.

Renzi se sentó frente a la máquina y puso un papel en blanco. Iba a redactar su renuncia; iba a escribir una carta al juez. Por las ventanas, las luces de la ciudad parecían grietas en la oscuridad. Prendió un cigarrillo y estuvo quieto, pensando en Almada, en Larry, oyendo a la loca que hablaba de Bairoletto. Después bajo la cara y se largó a escribir casi sin pensar, como si alguien le dictara:

Gordo, difuso, melancólico, el traje de fi lafil verde nilo flotándole en el cuerpo —empezó a escribir Renzi—, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento.

FIN

LOS CHANTAJISTAS NO DISPARAN

Raymond Chandler

1

El hombre del traje verde azulado —que no era verde azulado bajo las luces del Club Bolívar— era alto y tenía

ojos algo separados, la nariz estrecha y una mandíbula prominente. Tenía también una boca bastante sensual. Su cabello era negro y ondulado, con algunas hebras grises casi imperceptibles. El traje se adaptaba a su cuerpo como si tuviera un alma propia y no sólo un pasado dudoso. El hombre se l lamaba Mallory.

Sostenía un cigarrillo entre los dedos fuertes y precisos de la mano. Puso la otra sobre el blan co mantel y dijo:

—Las cartas le costarían diez grandes, señorita Farr. No es demasiado. Miró muy brevemente a la chica que tenía delante; luego miró por encima de las mesas vacías hacia el espacio

en forma de corazón donde los bailarines se movían bajo la s luces policromas intermitentes. Los clientes se distribuían en la pista de baile aprovechando tanto el reducido espacio que los camareros tenían que balancearse como acróbatas

entre las mesas. Pero cerca de donde se hallaba Mallory había sólo cuatro pers onas. Una mujer morena y esbelta tomaba whisky frente a un hombre cuyo cuello grueso y enrojecido bril laba de

humedad. La mujer miraba fi jamente su vaso con apatía y manoseaba un gran frasco de plata que tenía en la falda. Un

poco más allá, dos hombres ceñudos y aburridos fumaban cigarros sin hablar entre sí. Mallory observó con seriedad: —Diez grandes es un buen precio, señorita Farr. Rhonda Farr era muy hermosa. Vestía un conjunto negro, exceptuando el cuello de suave piel blanca de su abrigo

de noche. Exceptuando también una peluca blanca cuya misión era disfrazarla y que le daba un aspecto muy aniñado. Sus ojos eran azules y tenía la clase de cutis con que suelen soñar los viejos calaveras.

Rhonda replicó en tono desagradable, sin levantar la cabeza: —Esto es ridículo.

—¿Por qué ridículo? —inquirió Mallory, algo sorprendido y bastante molesto. Rhonda Farr levantó la cabeza y le dirigió una mirada dura como el mármol. A continuación sacó un cigarrillo de

la caja de plata que había abierto sobre la mesa y l o introdujo en una larga y fina boquilla, también negra. Prosiguió:

—Las cartas de amor de una actriz de cine no valen tanto. El público ha dejado de ser esas dulces ancianitas con bombachas de encaje.

Una luz bril laba despreciativa en sus ojos. Mallory le dedicó una mirada penetrante… —Pero ha venido muy de prisa aquí a hablar de ellas con un perfecto desconocido —observó.

Ella movió en el aire la boquilla y dijo: —Debí estar loca. Mallory sonrió con los ojos, sin mover los labios.

—No señorita Farr. Tenía usted un estupendo motivo. ¿Quiere que le diga cuál? Rhonda Farr lo miró con furia. Luego desvió los ojos y casi pareció olvidarlo. Levantó una mano, la que sostenía

la boquilla, y la miró, haciendo una pose. Era una mano muy bella, sin anillos. Las manos bellas son tan raras como un jacarandá en flor en una ciudad donde las caras bonitas son tan comunes como las medias corridas.

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Volvió la cabeza, echó una mirada a la mujer de ojos apáticos y dejó vagar sus ojos por las mesas que rodeaban la pista de baile. La orquesta seguía tocando música almibarada y monótona.

—Odio estos antros —comentó con voz fina—. Dan la impresión de existir sólo por la noche, como los profanadores de tumbas. La gente es viciosa sin gracia, pecadora sin ironía. —Posó la mano sobre el mantel

blanco—. Ah, sí, las cartas. ¿Qué las hace tan peligrosas, chantajista? Mallory se echó a reír. Tenía una risa sonora, con un matiz duro e irritante. —Lo hace usted muy bien —aprobó—. Tal vez las cartas no sean gran cosa. Sólo una sarta de tonterías

eróticas. Las memorias de una colegiala que ha sido seducida y es incapaz de cerrar la boca. —Eso es desagradable —murmuró Rhonda Farr con voz glacial. —Es el hombre al que van dirigidas lo que las hace importantes —aclaró fríamente Mallory—. Un

estafador, un jugador, un oportunista. Y todo lo que eso implica. Un tipo con quien usted no podría ser vista sin

perder su lugar en la sociedad. —Ya no hablo con él, chantajista. Hace años que no hablo con él. Landrey era un buen muchacho cuando

lo conocí. La mayoría de nosotros tiene algo en su pasado que prefiere no recordar. En mi caso, pertenece realmente al pasado.

—Con que sí, ¿eh? Y ahora cuénteme una historia de hadas —replicó Mallory con repentino desdén—. Acaba usted de pedir que la ayude a recuperar la s cartas.

Rhonda hizo un movimiento espasmódico con la cabeza. Su rostro pareció desintegrarse, convertirse en

un grupo de facciones privadas de todo control. Sus ojos parecieron el preludio de un grito… sólo por un segundo. Casi instantáneamente recobró el dominio de sí misma. Ahora sus ojos parecían casi tan grises como los

de él. Dejó la boquilla negra sobre la mesa con una lentitud exagerada y entrelazó los dedos. Los nudillos estaban blancos.

—¿Tan bien conoce usted a Landrey? —preguntó con amargura. —Quizás es que voy de un lado a otro, averiguo cosas… ¿Cerramos el trato o seguimos insultándonos

mutuamente?

—¿Dónde consiguió las cartas? —La voz de Rhonda era todavía áspera y amargada. Mallory se encogió de hombros. —En mi negocio no se revelan las fuentes. —Tengo una razón para preguntárselo. Otras personas han intentado venderme esas malditas cartas. Por

eso estoy aquí. Sentía curiosidad. Pero supongo que es usted uno más de los que intentan asustarme y hacerme temblar aumentando el precio.

—No, yo trabajo por mi cuenta —repuso Mallory. Ella asintió. Su voz era apenas un susurro.

—Eso me consuela. Quizás algún superdotado pensó en hacer una edición privada de mis cartas. Pues no voy a pagar. No hay trato, chantajista. Me importa un bledo si una noche os cura sale usted del anonimato con sus asquerosas cartas.

Mallory arrugó la nariz y bizqueó con aire de gran concentración. —Muy bien expresado, señorita Farr. Pero no nos l leva a ninguna parte. Ella replicó pausadamente: —Ni hace falta. Puedo expresarlo mejor. Si se me hubiera ocurrido traer mi pequeño revólver con

empuñadura de nácar, podría decirlo con balas y, además, impunemente. Pero no estoy buscando esa clase de publicidad.

Mallory levantó dos delgados dedos y los examinó críticamente. Parecía divertido, casi satisfecho. Rhonda Farr se l levó la mano a la peluca blanca, la mantuvo all í un momento y la dejó caer.

Un hombre que estaba sentado a una mesa no lejos de ellos, se levantó en seguida y se acercó con rapidez, caminando con pasos l igeros y ágiles y haciendo oscilar un sombrero negro contra el muslo. Lucía un elegante smoking.

Mientras se aproximaba, Rhonda Farr dijo: —No habrá pensado que iba a venir aquí sola, ¿verdad? No voy sola a un club nocturno. Mallory rió entre dientes. —No debe hacerlo nunca, muñeca —dijo secamente.

El hombre llegó a la mesa. Era bajo, bien proporcionado y moreno. Llevaba un pequeño bigote, bril lante como el satén, y tenía la clara palidez que los latinos valoran más que los rubíes.

Con un gesto suave y algo teatral, se apoyó en la mesa y tomó de la cigarrera de plata uno de los cigarrillos

de Rhonda, que encendió con un gesto ceremonioso. Rhonda Farr se tapó la boca con la mano y bostezó. —Es Erno, mi guardaespaldas —presentó—. Cuida de mí. Qué bien, ¿verdad? Se levantó con lentitud y Erno la ayudó a ponerse el abrigo, tras lo cual abrió sus labios en triste sonrisa,

miró a Mallory y dijo:

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—Hola, muñeco. Sus ojos eran oscuros, casi opacos y había en ellos un ardiente destello. Rhonda Farr se envolvió en el abrigo, inclinó l igeramente la cabeza, esbozó una sonrisa breve y sarcástica con

sus delicados labios y se alejó entre las mesas. Iba con la cabeza alta y el rostro tenso y circunspecto, como una reina

en apuros. No temeraria, sino reacia a demostrar su miedo. Fue una gran actuación. Los dos hombres aburridos le dirigieron una mirada de interés. La mujer morena se concentraba, con aire

melancólico en la tarea de mezclar una bebida que habría derribado a un caballo. El hombre del cuello sudoroso parecía

haberse dormido. Rhonda Farr subió los cinco escalones tapizados de rojo que conducían a la entrada, pasó frente a un obsequioso

maìtre, pasó entre cortinajes dorados y desapareció. Mallory la vio desaparecer y miró a Erno.

—Está bien, patán, ¿de qué se trata? Había hablado en tono insultante, con una sonrisa glacial. Erno se puso rígido; su mano izquierda, enguantada,

se movió con tal brusquedad que cayó algo de ceniza del cigarril lo que sostenía. —¿Está bromeando, muñeco? —preguntó enseguida.

—¿Sobre qué, patán? En las pálidas mejil las de Erno aparecieron unas manchas rojas. Sus ojos se convirtieron en hendiduras negras.

Movió un poco la mano derecha, sin guante, y curvó los dedos, haciendo bril lar las pequeñas uñas rosadas.

—En cuanto a esas cartas, muñeco, ¡olvídese! Se acabó, muñeco, se acabó. Mallory lo miró con cínico y exagerado interés, se pasó la mano por el cabello negro y ondulado y dijo lentamente: —Quizá no sepa a qué te refieres, pequeño. Erno se echó a reír. Un sonido metálico, un sonido forzado y mortífero. Mallory conocía esa clase de risa: en

algunos círculos era el preludio de una ráfaga de disparos. Vigiló la mano derecha de Erno y habló en tono cortante: —Lárgate, patán. Podrían entrarme ganas de afeitarte a bofetadas esa pelusa que tienes sobre el labio. El rostro de Erno se contorsionó. Las manchas rojas de sus mejil las se intensificaron. Levantó la mano que

sostenía el cigarrillo y lo hizo saltar de repente a la cara de Mallory. Éste ladeó un poco la cabeza y el cil indro blanco pasó sobre su hombro.

No había expresión en su rostro delgado y frío. Con voz distante y vaga, como si proviniera de otra persona, profirió en tono amenazador:

—Cuidado, patán. La gente muere por cosas como ésa. Erno soltó la misma risa forzada y metálica. —Los chantajistas no disparan, muñeco —gruñó—. ¿O sí? —¡Largo, italiano asqueroso!

Estas palabras, el tono burlón y frío, provocaron la furia de Erno, cuya mano derecha se movió como una serpiente. Un revólver salió con ella desde una pistolera de hombro. Mallory se inclinó un poco h acia delante, con las manos aferradas al borde de la mesa. Las comisuras de sus labios, esbozaron una tenue sonrisa. Se oyó un agudo grito

procedente de la mujer morena. Las mejil las de Erno palidecieron. Con voz desfigurada por la ira, murmuró: —Está bien, muñeco. Saldremos afuera. En marcha imbé… Uno de los hombres aburridos, tres mesas más allá, hizo un movimiento repentino, sin importancia. Fue muy

breve, pero aun así l lamó la atención de Erno, cuya mirada centelleó. Entonces la mesa se levantó contra s u estómago

y lo tiró al suelo. Era una mesa ligera y Mallory era un peso pesado. Se produjo un complicado sonido; tintinearon algunos platos

y algunos objetos de plata. Erno yacía en el suelo con la mesa sobre sus muslos. La pistola fue a parar a medio metro de su mano abierta. Su rostro estaba convulso.

Por un instante fue como si la escena estuviese congelada y no fuera a cambiar jamás. Entonces la mujer morena volvió a gritar, esta vez con más fuerza. Todo se transformó en un remolino. Por todas partes h abía personas levantándose. Dos camareros alzaron los brazos al aire y empezaron a declamar en violento napolitano. Un ayudante

sudoroso acudió a toda velocidad, más asustado de maìtre que de una muerte repentina. Un hombre rechoncho de cabello pajizo corrió escaleras abajo agitando un montón de menús.

Erno liberó sus piernas, se puso de rodillas y agarró su revólver. Giró sobre sí mismo, escupiendo maldiciones. Mallory solo, indiferente en el centro de la confusión, se inclinó y propinó un derechazo sobre la mejil la endeble de

Erno. Los ojos de éste se nublaron. El guardaespaldas se desplomó como un saco de papas medio vacío. Mallory lo observó cuidadosamente durante un par de segundos. Luego recogió su cigarrera de suelo; aún

quedaban en ella dos cigarrillos, se puso uno entre los labios y la guardó: Sacó unos billetes del bolsillo del pantalón, dobló uno a lo largo y se lo pasó al camarero.

Se dirigió sin prisa hacia los cinco escalones tapizados de rojo que conducían a la entrada.

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El hombre del cuello grueso abrió un ojo vidrioso y precavido. La mujer borracha se puso de pie tambaleándose para ceder a una inspiración: recogió un puñado de cubos de hielo con sus manos enjoyadas y los lanzó contra el estómago de Erno con bastante puntería.

2 Mallory salió de debajo del toldo del club nocturno con el sombrero bajo el brazo. El portero lo miró

inquisitivamente y él movió la cabeza y caminó un poco por la acera que bordeaba el semicircular camino de

acceso privado. Se detuvo en la oscuridad y al cabo de un rato se deslizó por su lado con mucha lentitud un Isotta-Fraschini.

Era un convertible enorme, incluso para la ostentación de Hollywood. Centelleó como un coro de Ziegfield al pasar ante las luces de la entrada, recobrando luego su tono gris mate. Un chofer con librea iba al volante,

tieso como un palo, con la gorra ladeada sobre un ojo. Rhonda Farr estaba en el asiento trasero, con la rígida inmovilidad de una figura de cera.

El coche rodó inaudible por la avenida, pasó entre dos columnas de piedra y desa pareció entre las luces

del bulevar. Mallory se puso distraídamente el sombrero. Algo se movió detrás de él en la oscuridad, entre los cipreses. Se volvió y vio la tenue luz que bril laba en

el cañón de una pistola. El hombre que sostenía el arma era muy al to y corpulento. Llevaba un informe sombrero de fieltro, y un

abrigo igualmente informe se le abría sobre el estómago. La luz difusa de una ventana revelaba sus cejas tupidas y una nariz ganchuda. Había otro hombre detrás de él.

—Esto es una pistola, compañero —dijo el hombre armado—. Hace pum-pum y los tipos caen al suelo

¿Quieres probar? Mallory lo miró sin expresión y repuso: —Crece un poco, enano. ¿Qué juego es éste? El hombre corpulento se echó a reír. Su risa tenía un sonido sordo, como el de las olas rompiendo contra

un acantilado bajo la niebla. Exclamó con sarcasmo: —El niño prodigio os ha olido, Jim. Uno de nosotros debe parecer un policía. —Echó una ojeada a Mallory

y añadió—: Te hemos visto vapulear a un hombrecillo ahí dentro. ¿Te parece bien es o? Mallory tiró el cigarril lo y miró mientras describía un arco en la oscuridad. Respondió con cautela:

—¿Les parecería bien a ustedes por veinte dólares? —Esta noche, no, señor. Casi todas las noches sí, pero no ésta. —¿Y un bil lete de cien?

—Ni siquiera eso, señor. —En tal caso —dijo Mallory con gravedad—, el asunto ha de ser muy serio. El hombre volvió a reír y se acercó un poco más. El que estaba a sus espaldas emergió de las tinieblas y

plantó una mano sobre el hombro de Mallory. Éste se hizo a un lado sin mover los pies. La mano cayó y Mallory

dijo: —¡No me pongas las pezuñas encima, polizonte! El otro hombre gruñó. Algo silbó en el aire y golpeó con fuerza a Mallory detrás de la oreja izquierda. Éste

cayó de rodillas y permaneció así un momento, balanceándose y moviendo con violencia la cabeza. Sus ojos se

aclararon; vio el dibujo de rombos de la acera. Se puso de pie con bastante lentitud. Miró al hombre que lo había golpeado con su cachiporra y lo maldijo con una ferocidad concentrada que

hizo retroceder al individuo mientras los labios le temblaban como gelatina.

El hombre corpulento reprendió: —¡Maldita sea, Jim! ¿Por qué diablos has hecho eso? El hombre llamado Jim se l levó la mano a la boca y se la mordió al tiempo que devolvía la cachiporra al

bolsil lo del abrigo.

—¡Olvídalo! —replicó—. Llevémonos a éste… y acabemos de una vez. Necesito un trago. Echó a andar por la avenida. Mallory se volvió despacio y lo siguió con la mirada mientras se frotaba el

lado izquierdo de la cabeza. El grandote movió l a pistola con gesto rutinario y anunció:

—Vamos compañero. Daremos un paseo a la luz de la luna. Mallory empezó a andar y el gigante se puso a su lado. El hombre llamado Jim esperó hasta que llegaron

adonde estaba él y se sumó a la caminata. Se dio una pal mada en la boca del estómago, diciendo: —Necesito un trago, Mac, estoy muy nervioso. —El hombre corpulento repuso en tono conciliador:

—¿Y quién no lo está, querido?

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Llegaron a un coche estacionado en doble fi la cerca de las columnas que marcaban el final del camino privado. El hombre que había golpeado a Mallory se sentó al volante. El gigante hizo subir a Mallory al asiento trasero y se sentó a su lado. Colocó la pistola sobre su abultado muslo, se echó el sombrero un poco más hacia la nuca y sacó un arru gado paquete de cigarril los. Encendió uno trabajosamente con la mano izquierda.

El coche entró en el océano de faros, se dirigió hacia el este durante un rato y luego giró hacia el sur por la gran pendiente. Las luces de la ciudad eran una interminable cas cada luminosa. Los letreros de neón se encendían y apagaban. El lánguido rayo de un reflector aparecía entre jirones de nubes.

—Ha ocurrido lo siguiente —explicó el gigante exhalando humo por las anchas ventanas de la nariz—: te hemos pescado tratando de vender unas cartas falsas a esa tal Farr.

Mallory soltó una carcajada breve y áspera. —Los dos me dan náuseas.

El hombre pareció reflexionar, mirando fi jamente hacia delante. Los faros de los coches proyectaban ondas de luz sobre su ancho rostro. Al cabo de unos momentos dijo:

—Eres el mismo tipo, desde luego. Esas cosas se saben en nuestro negocio. Los ojos de Mallory se entornaron en la oscuridad y sus labios esbozaron una sonrisa.

—¿Qué negocio, polizonte? —preguntó. El hombre abrió mucho la boca y volvió a cerrarla. —Será mejor que hables, y no te hagas el tonto. Ahora sería un buen momento. Jim y yo somos bastante

sociables, pero tenemos amigos que no lo son tanto. —¿De qué debo hablar, teniente? El hombre se estremeció con una risa silenciosa y no contestó. El coche pasó por delante del pozo de petróleo

que se yergue en medio del bulevar La Ciénaga y giró hacia una calle tranquila, bordeada de palmeras. Se detuvo a mitad

de cuadra frente a un baldío. Jim apagó el motor y los faros y luego sacó una botell a plana de la guantera, se la l levó a la boca, suspiró profundamente y la pasó por encima de su hombro.

El gigante bebió un trago, agitó la botella y dijo:

—Tenemos que esperar a un amigo. Hablemos, mientras tanto. Mi nombre es Macdonald, del departamento de detectives. Estabas tratando de chantajear a la chica Farr. Su guardaespaldas se puso delante de ella y tú lo dejaste fuera de combate. Fue una bonita demostración y nos gustó. Pero no nos gustó la otra parte.

Jim alargó el brazo para agarrar la botella de whisky, tomó otro trago, aspiró y explicó de repente:

—Te teníamos puesto el ojo. Pero no pensamos que actuaras tan indiscretamente. No es normal. Mallory apoyó el brazo en el muslo y miró hacia el firmamento azul, sereno y estrellado. Después replicó: —Sabe usted demasiado, polizonte. Y no ha sido la señorita Farr quien se lo ha contado. Ninguna estrella de cine

iría a la policía por un asunto de chantaje.

Macdonald volvió su voluminosa cabeza. Sus ojos centellaban débilmente en el oscuro interior del vehículo. —No hemos dicho nada de cómo estamos al corriente. De modo que es cierto lo del chantaje ¿eh? Mallory contestó con gravedad:

—La señorita Farr es una vieja amiga mía. Alguien intenta chantajearla, pero yo no. Sólo tengo un presentimiento. Macdonald preguntó con rapidez: —¿Por qué te sacó la pistola ese italiano? —No le caía simpático —respondió Mallory con voz cansada—. Me porté mal con él.

—¡Huevadas! —exclamó Macdonald, encolerizado. El hombre del asiento delantero sugirió: —Dale un golpe en la boca, Mac. ¡Haz que desembuche el hijo de…! Mallory estiró el brazo hacia abajo, torciendo los hombros, como si estar sentado le causara calambres. Sintió el

bulto de su Luger bajo el brazo izquierdo y dijo con lentitud:

—Usted ha dicho que yo intentaba vender unas cartas falsas. ¿Por qué cree que las cartas son falsas? Macdonald repuso con voz suave: —Quizá sepamos dónde están las auténticas.

—Eso es lo que yo pensé, polizonte —replicó Mallory, y se echó a reír. Macdonald se movió de repente, levantó un puño cerrado y lo descargó contra la cara de Mallory, pero no con

mucha fuerza. Mallory volvió a reír y luego se tocó el lugar dolorido detrás de la oreja, con dedos cautelosos. —Eso ha dado en el blanco, ¿verdad? —inquirió.

Macdonald masculló una maldición. —Tal vez seas demasiado listo. Me parece que vamos a averiguarlo dentro de poco. Enmudeció. El hombre del asiento delantero se quitó el sombrero y se rascó la mata de cabellos grises. Del

bulevar que estaba a media cuadra de distancia, l legaba el sonido estridente de las bocinas. Los faros refulgían al pasar por el extremo de la calle. Al cabo de un raro un par de ellos describieron una amplia curva y lanzaron rayos blancos contra las palmeras. Un bulto oscuro recorrió la media cuadra y se deslizó junto a la acera hasta quedar delante del otro coche. Los faros se apagaron.

Un hombre se bajó. Macdonald lo interpeló enseguida:

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—Hola, Slippy. ¿Cómo te fue? El hombre era alto y delgado y su rostro apenas se distinguía bajo el ala del sombrero. Habló con un ligero

ceceo: —Sin novedad. No tuvimos problemas.

—Está bien —gruñó Macdonald—. Deja ese coche y ven a conducir este cacharro. Jim se trasladó a la parte trasera del coche y se sentó a la izquierda de Mallory, dándole un fuerte codazo.

El hombre delgado se sentó al volante, puso el motor en marcha y volvió a La Ciénaga, después a Wiltshire, hacia

el sur, y finalmente al oeste otra vez. Conducía de prisa y con brusquedad. Pasaron de largo un semáforo en rojo y el gran edificio de un cine cuyas luces estaban apag adas en su

mayoría y en cuya boletería de cristal nadie vendía entradas; luego atravesaron Beverly Hills. El caño de escape hizo más ruido al subir una colina por una carretera trazada entre dos altos terraplenes. Macdonald habló de

improviso: —Diablos, Jim. He olvidado revisar a este tipo. Sostén mi arma un momento. Se inclinó hacia Mallory respirando contra su cara una bocanada de whisky. Una gran mano rebuscó en

los bolsillos de dentro y fuera de la chaqueta, en los pantalones y luego subió hasta la axil a izquierda, donde se

detuvo un momento, descansando sobre la Luger enfundada en la pistolera de hombro. Por fin buscó en la otra axila y se retiró.

—Está bien, Jim. El sabihondo va desarmado.

Una chispa de asombro prendió en el cerebro de Mallory, que frunció las cejas y sintió cierta sequedad en la boca.

—¿Puedo encender un cigarril lo? —preguntó tras una pausa. Macdonald contestó con burlona cortesía:

—Por supuesto, ¿por qué íbamos a prohibirte una tontería como ésa, ricura?

3 El edificio se levantaba sobre una colina que dominaba el Westward Village y era nuevo y de aspecto

bastante barato. Macdonald, Mallory y Jim se bajaron frente a él y el coche desapareció tras una esquina.

Los tres hombres cruzaron un tranquilo vestíbulo dotado de un conmutador ante el que no había nadie en aquel momento y subieron en el ascensor hasta el séptimo piso. Fueron por un pasil lo y se detuvieron ante una puerta. Macdonald se sacó del bolsil lo una llave suelta y abrió la puerta. Entraron.

Era una habitación muy nueva, con mucha luz y l lena de humo de cigarrillo. Los muebles estaban tapizados

con telas de colores chillones y la alfombra tenía confusos cuadros verdes y amarillos. Sobre la repisa de la chimenea se alineaban varias botellas.

Dos hombres se hallaban sentados ante una mesa octogonal con vasos altos frente a sí. Uno era pelirrojo

y tenía cejas muy oscuras, rostro blanco y muerto y ojos oscuros y hundidos. El otro tenía una nariz ridícula, parecida a un bulbo, carecía de cejas y su cabello era del mismo color que el interior de una lata de sardinas. Dejó unos naipes sobre la mesa con movimientos muy pausados y cruzó la habitación con una gran sonrisa. Tenía una boca de rictus amable y una expresión cordial.

—¿Algún problema, Mac? —preguntó. Macdonald se frotó la barbilla y negó con la cabeza. Miró al hombre de la nariz como si lo odiara. El

hombre de la nariz continuó sonriendo. —¿Lo has revisado? —quiso saber.

Macdonald torció la boca para formar una sonrisa despectiva y se acercó a grandes zancadas a la repisa y las botellas. Desde all í replicó en tono insolente:

—El sabihondo no lleva armas. Trabaja con la cabeza. Es muy listo.

Volvió a cruzar súbitamente la habitación y golpeó a Mallory en la boca con el dorso de la mano. Mallory sonrió un poco y se movió; estaba delante de un sofá tapizado de un color parecido al de la bilis, salpicado de chillones cuadros rojos. Las manos le colgaban a los lados y el humo del cigarrillo ascendía desde sus dedos hacia la niebla que ya cubría el tosco y curvado techo.

—No te acalores tanto, Mac —aconsejó el hombre de la nariz—. Ya has interpretado tu papel. Ahora lárgate con Jim.

Macdonald rugió:

—¿A quién crees que estás dando órdenes? No me iré de aquí hasta que este chantajista reciba su merecido, Costello.

El hombre llamado Costello se encogió de hombros brevemente. El pelirrojo de la mesa se volvió un poco en su sil la y miró a Mallory con el aire impersonal del coleccionista que estudia un escarabajo sobre un alfiler.

Luego sacó un cigarril lo de una caja negra y lo encendió c uidadosamente con un encendedor de oro.

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Macdonald volvió a la repisa, se sirvió whisky de una botella cuadrada y lo bebió de un trago. Después se apoyó en la repisa con el entrecejo fruncido.

Costello se plantó delante de Mallory haciendo crujir las articulaciones de sus dedos largos y huesudos. —¿De dónde saliste? —preguntó.

Mallory lo miró con aire ausente y se puso el cigarril lo entre los labios. —De McNeil’s Island —contestó con cierto regocijo. —¿Cuándo?

—Hace diez días. —¿Por qué te encerraron? —Falsificación —Mallory daba la información con voz suave y complacida. —¿Habías estado antes aquí?

—Nací aquí —repuso Mallory—. ¿No lo sabías? La voz de Costello era dulce, casi conciliadora. —No-o-o —contestó—. No lo sabía. ¿Por qué has vuelto… hace diez días? Macdonald cruzó de nuevo la habitación, haciendo oscilar sus macizos brazos. Abofeteó otra vez a Mallory en la

boca, apoyándose en los hombros de Costello para hacerlo. En la cara de Mallory apareció una marca roja. Sacudió la cabeza hacia delante y hacia atrás; en sus ojos ardía una cólera sorda.

—Oye, Costello, este tipo no viene de McNeil’s. Te está tomando el pelo. —La voz potente de Macdonald era

atronadora—. El sabelotodo no es más que un barato chantajista de Brooklin o uno de esos lugares calientes donde los policías son todos lisiados.

Costello levantó una mano y empujó suavemente el hombro de Macdonald. —No te necesitamos en esto —dijo con voz átona.

Dominado por la ira, Macdonald cerró el puño. Enseguida se echó a reír, se abalanzó sobre Mallory y le clavó el taco en el pie. Mallory exclamó «¡Maldita sea!» y se desplomó sobre el sofá.

El aire de la habitación ya no tenía oxígeno. Sólo había ventanas en una pared, y estaban cubiertas por unas

pesadas cortinas. Mallory sacó un pañuelo para secarse l a frente y los labios. Costello ordenó: —Tú y Jim lárguense, Mac. —Su voz seguía siendo átona. Macdonald bajó la cabeza y lo observó fi jamente por debajo de las espesas cejas. El sudor perlaba su rostro. Aún

no se había quitado el viejo y arrugado abrigo. Costello ni siquiera volvió la cabeza. Al cabo de un momento Macdonald

se precipitó de nuevo hacia la repisa, apartó de un codazo al de cabellos grises y agarró la botella cuadrada de whisky. —Llama al jefe, Costello —rugió por encima del hombro—. Tú no tienes cerebro para este asunto. ¡Por todos los

diablos, haz algo en vez de hablar! —Se volvió hacia Jim y le dio una fuerte palmada en la espalda, preguntando en tono burlón—: ¿No querías otro trago, polizonte?

—¿Por qué has venido aquí? —preguntó Costello a Mallory una vez más. —A buscar un enlace. —Mallory le dirigió una mirada perezosa. El fuego se había extinguido en sus ojos. —Pues lo estás buscando de un modo muy extraño, muchacho.

Mallory se encogió de hombros. —Pensé que si hacía un poco de teatro podría ponerme en contacto con las personas adecuadas. —Quizá te has equivocado de pueblo —replicó Costello en voz baja. Cerró los ojos y se rascó la nariz con la uña

del pulgar—. A veces es difícil acertar en estas cosas.

La voz áspera de Macdonald resonó en la habitación. —El sabelotodo no comete errores. No con ese cerebro suyo. Costello abrió los ojos y miró por encima del hombro al pelirrojo. Éste giró levemente en su sil la; tenía sobre la

pierna la mano derecha, inerte, medio cerrada. Costello desvió la mirada y la dirigió inmediatamente a Macdonald.

—¡Afuera! —dijo secamente, con frialdad—. Afuera inmediatamente. Estás borracho y no quiero discutir contigo.

Macdonald apretó con fuerza los hombros contra la repisa y metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Su

sombrero se ladeaba informe y arrugado, sobre la parte posterior de la cabeza cuadrada. Jim se apartó un poco de él y lo miró con expresión tensa y los labios trémulos.

—¡Llama al jefe, Costello! —bramó Macdonald—. No admito que me des órdenes. No me gustas lo suficiente como para obedecerte.

Costello vaciló y luego se dirigió al teléfono. Clavó los ojos en una mancha de la pared, levantó el auricular y marcó el número de espaldas a Macdonald. Después se apoyó contra la pared y sonrió a Mallor y mientras esperaba.

—Hola… si… Costello. Toda va bien excepto que Mac está borracho. Se porta con cierta hostil idad… no quiere

largarse. No sé todavía… un forastero. Está bien. Macdonald hizo un ademán y dijo: —No cuelgues. Costello sonrió y dejó el auricular sin ninguna prisa. Los ojos de Macdonald lo miraron con furia concentrada.

Escupió sobre la alfombra, en el rincón que había entre una sil la y la pared.

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—Eso es jugar sucio. Muy sucio. No te puedes comunicar con Montrose desde aquí. Costello movió vagamente las manos. El pelirrojo se puso de pie, se apartó de la mesa y permaneció a la

expectación, tirando la cabeza hacia atrás para que el humo de su cigarril lo no le entrara en los ojos. Macdonald se balanceaba sobre los talones, furioso. Su mandíbula era una línea blanca y dura en torno a

la cara enrojecida. Sus ojos tenían un bril lo duro y profundo. —Supongo que será mejor jugar de esta manera —profirió. Sacó las manos de los bolsillos de modo casual,

y su azulado revólver se movió en in arco rígido.

Costello miró al pelirrojo y ordenó: —Ocúpate de él, Andy. —El pelirrojo se enderezó, escupió el cigarril lo que tenía en la boca y levantó una mano como un rayo. Mallory dijo:

—Demasiado despacio. Se había movido tan de prisa y tan poco que no dio la impres ión de moverse. Sólo se inclinó un poco hacia

delante en el sofá. La Luger, larga y negra, apuntaba directamente al vientre del pelirrojo. La mano de éste bajó lentamente de la solapa, vacía. En la habitación reinó el si lencio. Costello miró a

Macdonald con infinita repugnancia y luego extendió los brazos delante de sí, con las palmas hacia arriba, y las miró con una sonrisa insulsa.

Macdonald habló con lentitud y amargura.

—El secuestro es demasiado para mí, Costello. No quiero tener nada que ver. Voy a abandonar esta banda de pacotil la. Por suerte, el sabelotodo ha acudido en mi ayuda.

Mallory se levantó y se acercó al pelirrojo. Cuando había recorrido la mitad de la distancia, Jim profirió una especie de grito ahogado y se abalanzó sobre Macdonald con la mano en el bolsillo. Macdonald lo miró con

asombro, alargó el brazo izquierdo y agarró con violencia las dos solapas del abrigo de Jim. Éste lo atacó con ambos puños y le pegó dos veces en la cara. Macdonald apretó los dientes y gritó a Mallory:

—Vigila a esos tipos.

Con mucha calma, dejó la pistola sobre la repisa, metió la mano en el bolsil lo de abrigo de Jim y sacó la cachiporra.

—Eres un canalla, Jim. Siempre fuiste un canalla. Lo dijo con expresión pensativa, sin rencor. Hizo oscilar la porra y golpeó con ella al hombre canoso en la

sien. Éste se desplomó sobre sus rodillas, agarrándose al abrigo de Macdonald, que volvió a golpearlo con la porra, en el mismo sitio, con mucha fuerza.

Jim cayó de lado y quedó en el suelo sin sombrero y con la boca abierta . Macdonald siguió haciendo oscilar la porra. Una gota de sudor le bajaba por la nariz.

Costello exclamó: —Eres un duro, ¿verdad, Mac? —Lo dijo con mirada ausente, como si le interesaran muy poco los

acontecimientos.

Mallory siguió hacia el pelirrojo y cuando estuvo detrás de él, ordenó. —Arriba las manos, gusano. Cuando el pelirrojo hubo obedecido, Mallory lo palpó con su mano libre. Desenfundó un revólver de la

pistolera de hombro y lo tiró detrás de sí. Buscó en el otro lado, palpó los bolsillos, retrocedió y fue hacia Costello.

Éste se hallaba desarmado. Entonces se acercó a Macdonald y se colocó de modo que tuviera delante a todos los ocupantes de la

habitación. —¿A quién han secuestrado? —preguntó.

Macdonald recogió su arma y el vaso de whisky. —A la chica Farr —contestó—. Supongo que la sorprendieron cuando volvía a su casa. Lo planearon al

enterarse por el guardaespaldas italiano de la cita en el Bolívar. No sé donde se la han llevado.

Mallory separó los pies y frunció la nariz. Sostenía la pistola de manera relajada, con la muñeca floja. Inquirió:

—¿Qué significa tu pequeña representación? Macdonald repuso con aire sombrío:

—Háblame de la tuya. Te di una oportunidad, al fin de cuentas. —Claro —asintió Mallory—. Para tu propia conveniencia. Yo recibí el encargo de buscar unas cartas que

pertenecen a Rhonda Farr. —Miró a Costello, pero éste seguía impasible.

—Por mí está bien —dijo Macdonald—. Yo ya pensé que debías ser una especie de farol. Por eso me arriesgué. En cuanto a mí, sólo quiero alejarme de esta pandilla, eso es todo. —Hizo un ademán ampuloso, como incluyendo a la habitación y todo cuanto contenía.

Mallory tomó un vaso, lo examinó para ver si estaba limpio y luego se sirvió whisky y lo bebió a pequeños

sorbos, paseando la lengua por la boca.

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—Hablemos del secuestro —dijo—. ¿A quién telefoneaba Costello? —A Atkinson. Un importante abogado de Hollywood. Una pantalla para los muchachos. También es el abogado

de la chica Farr. Buen muchacho, Atkinson. Una rata de albañal. —¿Ha tomado parte en el secuestro?

Macdonald se echó a reír y contestó: —Seguro. Mallory observó, encogiéndose de hombros.

—Parece un riesgo tonto… para él. Dejó a Macdonald para ir hacia Costello. Puso la boca de la Luger contra el mentón de Costello y lo obligó a

apoyar la cabeza contra la pared. —Costello es un buen chico —dijo con expresión pensativa—, nunca secuestraría a una chica. ¿Verdad que no,

Costello? Un pequeño chantaje, tal vez, pero nada desagradable. ¿Tengo razón, Costello? Costello puso los ojos en blanco y tragó sa liva. Dijo entre dientes: —Cierra la boca. No me haces gracia. —Pues cada vez es más gracioso —replicó Mallory—. Pero es posible que tú no lo sepas todo.

Levantó la Luger y la deslizó con fuerza por un lado de la nariz de Costello. Dejó una marca blanca qu e pronto se convirtió en una línea amoratada. Costello pareció inquietarse un poco.

Macdonald acabó por meterse una botella de whisky casi l lena en un bolsil lo del abrigo y exclamó:

—¡Déjamelo! Mallory negó con la cabeza gravemente, mirando a Costello. —Demasiado ruido. Ya sabes cómo construyen estas casas, Atkinson es a quien debemos ver. Busca siempre al

jefe… si puedes encontrarlo.

Jim abrió los ojos y se apoyó débilmente en las manos, tratando de incorporarse. Macdonald levantó un pie y lo plantó sobre la cara del hombre de cabellos grises, que volvió a caer.

Mallory echó una ojeada al pelirrojo y fue hacia el teléfono. Levantó el auricular y marcó torpemente un número

con la mano izquierda. Explicó: —Estoy llamando al hombre que me contrató… Tiene un coche grande y muy rápido. Pondremos a estos

muchachos en remojo una buena temporada.

4

El gran Cadillac negro de Landrey ascendía sin ruido por la larga pendiente que conducía a Montrose. Abajo, a la

izquierda, en el fondo del valle, refulgían unas luces. El aire era fresco y diáfano, y las estrellas, muy bril lantes. Landrey miró hacia atrás desde el asiento delantero y puso un brazo sobre el respaldo, un brazo largo y negro que terminaba en un guante blanco.

Dijo por tercera o cuarta vez. —De modo que es su propio abogado quien la traiciona. Vaya, vaya, vaya. Sonrió con suavidad, deliberadamente. Landrey era un hombre alto y pálido, de dientes blancos y ojos muy

negros que centelleaban bajo la luz de techo.

Mallory y Macdonald ocupaban el asiento trasero. Mallory no contestó; siguió mirando por la ventanilla. Macdonald tomó un trago de whisky de la botella cuadrada, perdió el tapón en el suelo del coche y lanzó una maldición mientras se agachaba para buscarlo. Cuando lo hubo encontrado, se recostó y miró malhumorado el rostro franco y pálido de Landrey sobre la bufanda de seda blanca.

—¿Todavía tiene esa casa en Highland Drive? —preguntó. —Sí, polizonte, aún la tengo. Pero no en tan buen estado. Macdonald gruñó:

—Es una verdadera lástima, señor Landrey. Entonces apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. El Cadillac salió de la autopista; el conductor parecía saber muy bien lo que hacía. Dio la vuelta y entró en una

zona residencial con varias casas aisladas, grandes y lujosas. Las ranas croaban en la oscuridad, y se olía la fragancia del

azahar. Macdonald abrió los ojos y se enderezó. —La casa de la esquina —dijo al chofer.

La casa estaba bastante apartada por una amplia curva. Tenía un amplio tejado, una entrada que parecía un arco normando y faroles de hierro forjado a ambos lados de la puerta. Junto a la acera había una pérgola cubierta de rosas. El conductor apagó los faros y deslizó el coche con pericia hasta la pérgola.

Mallory bostezó y abrió la puerta del coche. Más allá de la esquina había muchos automóviles estacionados. Las

puntas de los cigarril los de un par de chóferes salpicaban la suave y azulada oscuridad.

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—Una fiesta —murmuró. Qué bien. Se bajó y caminó por un sendero de piedras espaciadas en forma tal que la hierba crecía entre ellas. Se

detuvo entre los faroles de hierro forjado y pulsó el timbre. Una doncella con delantal y cofia abrió la puerta.

—Lamento molestar al señor Atkinson, pero es importante —dijo Mallory—. Me llamo Macdonald. La doncella titubeó un momento y luego entró en la casa, dejando la puerta entornada. Mallory la empujó

tranquilamente y entró en un vestíbulo decorado con alfombras indias en el suelo y las paredes.

Unos metros más allá había una puerta que daba a una habitación sumida en la penumbra, tapizada de libros y saturada por la fragancia de buenos cigarros. Sobre las sil las había sombreros y abrigos. Desde la parte posterior de la casa l legaba música.

Mallory sacó la Luger y se apoyó en el vano de la puerta, dentro de la habitación.

Un hombre vestido de smoking cruzaba el vestíbulo. Era rechoncho y tenía una espesa cabellera blanca y un rostro astuto, sonrosado e irascible. Sus hombros enfundados en un saco de corte perfecto no lograban distraer la atención de un estómago demasiado abultado. Sus tupidas c ejas estaban fruncidas. Caminaba de prisa y parecía furioso.

Mallory se plantó ante la puerta y clavó el arma en el estómago de Atkinson. —Usted me está buscando —dijo. Atkinson se detuvo, dio un respingo y emitió un grito ahogado. En sus ojos dilatados ha bía un gran

sobresalto. Mallory subió la Luger y puso el frío caño contra la garganta de Atkinson. El abogado levantó parcialmente un brazo, como para apartar el arma, y enseguida se detuvo con el brazo en el aire.

—No hable —aconsejó Mallory—, sólo piense. Lo han traicionado, Macdonald ha cantado todo sobre usted. Costello y los otros dos muchachos están encerrados en Westwood. Queremos a Rhonda Farr.

Los ojos de Atkinson eran de un azul turbio, opaco, sin luz. La mención del nombre de Rhonda Farr no pareció impresionarlo mucho.

—¿Por qué viene a verme a mí?

—Creemos que usted sabe dónde está ella —repuso Mallory sin tono—, pero no hablaremos aquí. Salgamos afuera.

Atkinson se removió y farfulló, asustado: —No… no, tengo invitados.

Mallory dijo fríamente: —La invitada que queremos no está aquí —y apretó el arma contra la garganta de Atkinson. En el rostro del abogado apareció una emoción repentina. Retrocedió un paso e intentó apoderarse de la

Luger. Mallory cerró los labios, giró con fuerza la muñeca y el caño de la pistola rozó la boca de Atkinson, cuyos

labios se tiñeron de sangre y empezaron a hincharse. El abogado palideció. —No pierdas la cabeza, gordinflón, o no vivirás para contarlo. Atkinson dio media vuelta y se encaminó directamente a la entrada, de prisa, como un autómata.

Mallory lo tomó del brazo y lo l levó hacia la izquierda, por el jardín. —Despacito —murmuró. Rodearon la pérgola. Atkinson extendió los brazos hacia delante y caminó torpemente hasta el coche. Un

largo brazo salió de la puerta y lo agarró. Subió al automóvil y cayó contra el asiento. Macdonald le puso la mano

sobre la cara y lo obligó a sentarse. Mallory subió y cerró la puerta de golpe. Los neumáticos chirriaron cuando el coche giró con rapidez y salió disparado. El conductor rec orrió una

cuadra antes de volver a encender los faros. Entonces volvió un poco la cabeza y preguntó: —¿Adónde, jefe?

Mallory contestó: —A cualquier lado. Vuelve a la ciudad y tómatelo con calma. El Cadillac volvió a la autopista y empezó a bajar la larga pendiente. Una vez más aparecieron las luces del

valle, pequeñas luces blancas que se movían con mucha lentitud por el fondo del valle. Faros. Atkinson se incorporó en el asiento, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la boca. Miró de reojo a

Macdonald y dijo con voz casi normal: —¿De qué se trata, Mac? ¿Extorsión?

Macdonald soltó una carcajada. Luego hipó. Estaba un poco borracho. Con voz espesa, dijo: —Diablos, no. Los muchachos han raptado a la chica Farr esta noche, y a estos amigos no les gusta. Pero

usted no sabe nada de ella, ¿verdad, gordo? —Volvió a reír en son de burla.

Atkinson enunció con lentitud: —Es gracioso… pero no sé nada. —Levantó un poco más la cabeza y prosiguió—. ¿Quiénes son estos

hombres? Macdonald no respondió. Mallory encendió un ci garrillo, protegiendo la l lama con las manos. Entonces

dijo lentamente:

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—Eso no tiene importancia. O nos dice usted dónde está Rhonda o al menos nos da una pista. Piénselo. Tenemos mucho tiempo.

Landrey volvió la cabeza para mirarlos. Su rostro era una mancha pálida en la oscuridad. —No es mucho pedir, señor Atkinson —observó gravemente. Su voz era serena, suave, agradable. Dio unos

golpecitos en el respaldo con sus dedos enguantados. Atkinson lo miró con fi jeza unos instantes y luego volvió a apoyar la cab eza. —Supongamos que no sé nada de este asunto —dijo con voz cansada.

Macdonald levantó la mano y le pegó en la cara. La cabeza del abogado cayó contra el respaldo. Mallory dijo en un tono frío y desagradable:

—Basta de tonterías. Macdonald le lanzó una maldición y miró hacia el otro lado. El coche continuó la marcha.

Ahora ya estaban en el valle. El faro tricolor del aeropuerto recorría el cielo a poca distancia. Empezaron a verse laderas arboladas y pequeños valles entre oscuras colinas. Un tren bajaba del túnel de Newhall, aceleró y pasó de largo con ruido ensordecedor.

Landrey dijo algo al conductor. El Cadillac giró hacia un camino sin asfaltar. El conductor apagó los faros y siguió

avanzando a la luz de la luna. El camino moría en una extensión de hier ba reseca y pequeños arbustos, donde se vislumbraban latas vacías y trozos de periódicos amarillentos.

Macdonald sacó su botella, la levantó y bebió un trago. Atkinson dijo con voz pastosa:

—Estoy algo débil. Dame un poco. Macdonald se volvió, alargó la botella, gruñó: «¡Vete al infierno!», y se la guardó en el bolsillo. Mallory sacó una

linterna de la guantera, la encendió y la enfocó a la cara de Atkinson, ordenando: —Habla.

Atkinson se puso las manos sobre las rodillas y miró directamente a la l interna. Sus ojos estaban vidriosos y tenía sangre en la barbilla.

—Esto es una trampa de Costello, no conozco ningún detalle. Pero si es obra de Costello, Slippy Morgan ha de

tener algo que ver. Posee una casa en la colina cercana a Baldwin Hills. Quizás han ocultado en ella a Rhonda Farr. Cerró los ojos y una lágrima bril ló al resplandor de la l interna. Mallory observó lentamente: —Macdonald debería saber eso. Atkinson repuso sin abrir los ojos:

—Supongo que sí. —Su voz era extraña e indiferente. Macdonald cerró el puño y volvió a pegarle en la cara. El abogado gimió y cayó de costado. La mano de Mallory

tembló e hizo temblar la l interna. Su voz vibraba de furia cuando dijo: —Haz eso otra vez y te meteré una bala en el vientre. Te aseguro que lo haré.

Macdonald se apartó con una risa insulsa. Mallory apagó la l interna y manifestó, ya más calmado: —Creo que ha dicho la verdad, Atkinson. Iremos a esa casa de Slippy Morgan. El conductor giró, dio marcha atrás y se dirigió nuevamente a la autopista.

5

Una valla blanca de estacas puntiagudas apareció un momento antes de que se apagaran los faros. Detrás, sobre un promontorio, se perfi laban las sombras espectrales de un par de almenas apuntando al cielo. El coche avanzó a oscuras y se detuvo a la altura de una pequeña casa de madera, en la acera opuesta. No había casas en aquel lado de la calle, sólo el coche y el campo petrolífero. La casa no tenía ninguna luz.

Mallory se bajó y cruzó la calle. Un sendero de grava conducía a un garage sin puerta en la que estaba esta cionado un coche. En la parte posterior del terreno había algo que pudo haber sido un cuadrilátero de pasto. En un rincón se veía un alambre para tender ropa y, adosada a la casa, una pequeña galería con una puerta de alambre oxidado. La luna

iluminaba todo eso. Una única ventana daba a la galería; la persiana estaba baja pero se veían dos finas rendijas de luz. Mallory volvió

al coche caminando sin ruido sobre el pasto seco y la superficie sin asfaltar del camino. Ordenó: —Vamos, Atkinson.

Atkinson salió del coche torpemente y cruzó la calle tambaleándose como un sonámbulo. Mallory lo agarraba del brazo. Subieron los escalones de madera y cruzaron el porche en silencio. Atkinson buscó a tientas el timbre y lo apretó. Se oyó un zumbido sordo dentro de la cas a. Mallory se pegó a la pared de manera tal que la puerta de alambre

tejido no le cerrara el paso al abrirse. Alguien abrió la puerta interior y su silueta se perfi ló detrás de la cortina de alambre tejido. No había luz a sus

espaldas. El abogado tartamudeó. —Soy Atkinson.

El cerrojo se descorrió y la puerta se abrió hacia fuera.

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—¿Qué diablos significa esto? —preguntó una voz ceceante que Mallory ya había oído antes. Mallory se movió, con la Luger a la altura de la cintura. El hombre del umbral giró hacia él, pero Mallory

lo interceptó rápidamente, chasqueando la lengua y meneando la cabeza con reprobación. —No llevarás un arma, ¿verdad, Slippy? —dijo, empujándolo con la Luger—. Date vuelta, Slippy, muy

despacio. Cuando sientas algo contra tu espalda, entra . Nosotros te seguiremos. El hombre flaco levantó las manos y se volvió. Caminó hacia la oscuridad, con el arma de Mallory contra

su espalda. La pequeña sala olía a polvo y restos de comida. Bajo una puerta se veía luz. El hombre bajó

lentamente una mano y la abrió. Del centro del techo colgaba una bombilla, y debajo se encontraba una mujer delgada, con un sucio

delantal blanco y los brazos colgando a los costados. Unos ojos incoloros miraban bajo la cabellera rojiza. Sus dedos se movían y temblaban en involuntarias contracciones de los músculos. La voz emitió un sonido plañidero,

como el de un gato hambriento. El hombre flaco se colocó contra la pared al otro extremo de la habitación, con las palmas de las manos

sobre el papel pintado. En su rostro había una sonrisa fi ja e insensata. La voz de Landrey dijo a sus espaldas:

—Yo me encargo de los amigos de Atkinson. Y entró en la habitación con un gran revólver automático en la mano enguantada. —Un hogar acogedor —comentó en tono amistoso.

En un rincón de la habitación había una cama de metal y en ella yacía Rhonda Farr, tapada hasta la barbilla con una parda manta del ejército. La peluca blanca sólo cubría parcialmente su cabeza y por debajo asomaban unos rizos dorados y húmedos. Su rostro era de una palidez azulada, una máscara en la que destacaban el colorete y la pintura de los labios. Estaba roncando.

Mallory pasó la mano por debajo de la manta y le tomó el pulso. Luego alzó un párpado y miró la pupila. —Drogada —anunció. La mujer del delantal se humedeció l os labios.

—Le di una inyección de morfina —dijo con voz delgada—, no le hará ningún daño, señor. Atkinson tomó asiento en una sil la que tenía una toalla sucia colgada del respaldo. La camisa del smoking

era deslumbrante bajo la luz desnuda. La parte infer ior de su rostro estaba salpicada de sangre coagulada. El hombre flaco lo miraba con desprecio mientras daba palmaditas a la pared. Entonces Macdonald entró en la

habitación. Tenía la cara enrojecida y sudorosa. Se tambaleó un poco y apoyó una mano en la p uerta. —Hola, muchachos —saludó sin expresión—. Deberían ascenderme por esto. El hombre flaco dejó de sonreír. Bajó muy de prisa la cabeza y un arma apareció en su mano. La habitación

se l lenó de ruido, un ruido atronador, seguido inmediatamente por otro. El hombre flaco se fue deslizando poco a poco y cayó al suelo. Quedó tendido sobre la alfombra en una

posición reposada, inmóvil, con un ojo entornado que parecía mirar a Macdonald. La mujer del delantal abrió la

boca, pero no emitió ningún sonido. Macdona ld puso la otra mano en el marco de la puerta, se inclinó hacia delante y empezó a toser. Un reguero de sangre roja le bajaba hasta la barbilla. Sus manos fueron resbalando lentamente por el marco de la puerta. Entonces el hombro le hizo un movimiento espa smódico hacia delante, su cuerpo se inclinó como el de un nadador dispuesto a salvar una ola, y se desplomó, de cara, con el sombrero

todavía en la cabeza, bajo el que asomaba un mechón castaño. Mallory dijo: «Dos menos» y miró a Landrey con expresión de r epugnancia. Landrey dio una ojeada a su

pistola automática y la ocultó en el bolsil lo de su fino abrigo negro. Mallory se agachó sobre Macdonald y le apoyó dos dedos en la sien. No había pulso. Probó la vena yugular

con el mismo resultado. Macdonald estaba muerto, y seguía oliendo terriblemente a whisky. Un humo tenue difuminaba la bombilla desnuda: el acre vaho de la pólvora. La mujer del delantal avanzó

hacia la puerta. Mallory le puso una mano enérgica contra el pecho y le dio un empujón, obligándola a r etroceder

unos pasos. —Estás muy bien donde estás. Atkinson se quitó las manos de las rodillas y las frotó una contra otra como si se le hubieran dormido.

Landrey se acercó a la cama y tocó los cabellos de Rhonda Farr con su mano enguantada.

—Hola, nena —dijo en tono ligero—. Hacía tiempo que no nos veíamos. —Salió de la habitación diciendo—: Traeré el coche.

Mallory miró a Atkinson y preguntó:

—¿Quién tiene las cartas, Atkinson? Las cartas que pertenecen a Rhonda Farr. Atkinson levantó con lentitud su rostro inexpresivo y parpadeó como si la luz hiriera sus ojos. Habló con

una voz vaga y remota: —No… no lo sé. Costello, quizás. Yo no las he visto nunca.

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Mallory soltó una breve y áspera carcajada que no produjo ningún cambio en la acerada expresión de su ros tro. —Sería muy gracioso si resultara cierto. Se inclinó sobre la cama del rincón y envolvió con la manta a Rhonda Farr. Cuando la levantó, ella dejó de roncar,

pero no se despertó.

6

Había luz en un par de ventanas del edificio. Mallory alzó la muñeca para echar una ojeada al reloj. Las manecillas débilmente luminosas señalaban las tres y media. Se volvió hacia el coche:

—Dame unos diez minutos y sube. Yo me ocuparé de las puertas. La entrada principal del edificio estaba cerrada con llave. Mallory l a abrió con una llave maestra y la dejó

entornada. El vestíbulo estaba iluminado por una lámpara de pie y un globo de pared sobre el conmutador, junto al cual dormía en una sil la un hombre de cabellos blancos, con la boca abierta. Sus ronquidos parecían lamentos de un animal herido.

Mallory subió un tramo de escaleras alfombradas. En el primer piso pulsó el botón del ascensor. Cuando éste

l legó desde arriba, entró y apretó el botón del piso 7. Bostezó. La fatiga nublaba sus ojos. El ascensor se detuvo con una sacudida y Mallory salió al silencioso y bien iluminado pasillo. Se paró ante una

puerta gris de madera y aplicó la oreja al panel. Luego metió la l lave maestra en la cerradura, abrió la puerta unos

centímetros, escuchó otra vez y entró. La luz provenía de una lámpara de pantalla roja colocada junto a un sil lón. En el si l lón había un hombre, con la

cara a plena luz. Tenía los tobillos y las muñecas atados con cinta adhesiva y un trozo de la misma cinta le cubría la boca. Mallory

cerró la puerta y cruzó la habitación con pasos rápidos y silenciosos. El hombre maniatado era Costello. Sobre la cinta adhesiva que le cerraba los labios, el rostro tenía un tono violáceo. El pecho se movía a sacudidas y la abultada nariz hacía una especie de resoplido al expeler el aire.

Mallory despegó de un tirón la cinta de la boca y puso la mano sobre el mentón de Costello para obligarle a abrir los labios. La cadencia de la respiración cambió un poco. El pecho dejó de dar sacudidas, y el violáceo del rostro palideció. El hombre se movió y exhaló un gemido.

Mallory tomó una botella de medio litro de whisky de la repisa y arrancó la arandela de metal del tapón con los

dientes. Echó la cabeza de Costello hacia atrás, vertió algo de whisky en su boca y lo abofeteó con fuerza. Cos tello se atragantó y tosió convulsivamente. Algo de whisky le salió por la nariz. Abrió los ojos y los fi jó con dificultad. Murmuró algo confuso.

Mallory pasó entre unas cortinas de terciopelo que flanqueaban un umbral al fondo de la habitación y entró en

un pequeño vestíbulo. La primera puerta conducía a un dormitorio con camas gemelas, en cada una de las cuales yacía un hombre atado.

Jim, el policía, estaba dormido o todavía inconsciente. En la sien tenía una gran mancha de sangre coagulada. La

piel de su rostro tenía un color gris sucio. Los ojos del hombre pelirrojo estaban abiertos de par en par y bril laban de furia. Sus labios se movían bajo la cinta adhesiva, intentando morderla. Se había puesto de lado y casi caído de la cama. Mallory lo acomodó en el centro del colchón y dijo:

—Todo es parte del juego.

Volvió a la sala y encendió más luces. Costello había conseguido incorporarse en el si l lón. Mallory sacó un cortaplumas y por detrás le cortó la cinta que maniataba sus muñecas. Costello separó los bra zos, gruñó y frotó los lugares donde la cinta le había marcado la piel. Luego se agachó y se arrancó la cinta que le sujetaba los tobillos.

—No hubiera aguantado mucho más —se quejó—. Sólo puedo respirar por la boca. —Su voz era floja, átona y

sin acento. Se incorporó, se sirvió dos dedos de whisky, lo bebió de un trago, volvió a sentarse y se apoyó en el respaldo. La

vitalidad había vuelto a su rostro y en sus ojos apagados había una pequeña chispa.

—¿Qué novedades hay? —preguntó. Mallory rebuscó en una hielera, frunció el entrecejo y bebió el whisky puro. Frotó suavemente el lado izquierdo

de su cabeza con las yemas de los dedos, se sentó y encendió un cigarril lo. —Varias —contestó—. Rhonda Farr está en su casa. Macdonald y Slippy Morgan han muerto. Pero eso no es

importante. Estoy buscando unas cartas que tú has intentado vender a Rhonda Farr. Tendrá que dármelas. Costello levantó la cabeza y gruñó: —Yo no tengo esas cartas.

—Búscamelas, Costello. Ahora mismo —ordenó Mallory, echando la ceniza con mucho es mero para que cayese en medio de un rombo verde y amarillo del dibujo de la alfombra.

Costello hizo un movimiento impaciente. —No las tengo —insistió—. No las he visto nunca.

Los ojos de Mallory se volvieron metálicos casi y su voz cobró un tono agudo.

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—Es lamentable lo mucho que ignoran ustedes los matones sus propios negocios —observó—. Estoy cansado, Costello, y no me atrae una discusión. Tendrías un aspecto horrible con esa gran narizota hundida en la mejil la por el caño de mi pistola.

Costello alzó su mano huesuda y frotó la piel enrojecida por la cinta adhesiva en torno a su boca. Echó un

vistazo a la habitación. Las cortinas de terciopelo se movieron ligeramente, como rozadas por la brisa. Pero no había brisa. Mallory miraba la alfombra con fi jeza.

Costello se levantó con lentitud y dijo:

—Tengo una caja fuerte en la pared. Voy a abrirla. Se dirigió hacia la pared donde estaba la puerta, levantó un cuadro y giró el disco de una caja fuerte

circular. Abrió la pequeña puerta redonda y metió la mano dentr o. —Quédate como estás, Costello —ordenó Mallory.

Cruzó la habitación perezosamente y metió la mano izquierda en la caja por debajo del brazo de Costello. Cuando la sacó, tenía un pequeño revólver automático con empuñadura de nácar. Silbó y se guardó el ar ma en el bolsil lo.

—Nunca aprenderás, ¿verdad, Costello? —dijo con voz cansada.

Costello se encogió de hombros y volvió a cruzar la habitación. Mallory metió la mano en la caja fuerte y tiró al suelo todo lo que contenía. Después se acuclilló. Había varios sobres blancos y largos, un fajo de recortes de periódico sujetos con un gancho, un talonario grueso y estrecho, un pequeño álbum de fotografías, una

agenda, algunos papeles sueltos y unos informes bancarios con talones dentro. Mallory abrió uno de los so bres largos distraídamente, sin mucho interés.

Las cortinas de la puerta del extremo volvieron a moverse. Costello estaba rígido frente a la chimenea. Entre las cortinas asomó una pistola sostenida por una mano pequeña y muy firme. Un cuerpo delgado siguió a

la mano, y una cara blanca con ojos ardientes: Erno. Mallory se puso de pie y levantó las manos, vacías. —Más arriba, muchacho —gritó Erno—. ¡Mucho más arriba, muñeco!

Mallory levantó un poco más las manos; tenía en entrecejo fruncido. Erno entró en la habitación con la cara sudorosa. Un mechón de cabello negro y graso le caía sobre una ceja. La sonrisa forzada mostraba su dentadura.

—Creo que vas a recibir tu merecido aquí mismo, soplón.

Su voz tenía una inflexión interrogante, como si esperase la confi rmación de Costello. Costello no dijo nada. Mallory movió la cabeza. Tenía la boca muy seca. Observaba los ojos de Erno y veía en ellos una gran

tensión. Dijo con voz algo pastosa:

—Has sido engañado, primo, pero no por mí. La sonrisa de Erno dio paso a un gruñido y la cabeza se bamboleó. El dedo del gatil lo se paralizó en la

primera articulación. Entonces se oyó un ruido detrás de la puerta y ésta se abrió.

Landrey entró en la habitación. Cerró la puerta con un golpe de hombro y se apoyó en ella con un movimiento ampuloso. Tenía las dos manos en los bolsillos laterales de su abrigo. Los ojos, bajo el sombrero negro, eran bril lantes y demoníacos. Parecía satisfecho. Movió la barbilla sobre la bufanda de seda blanca que llevaba anudada descuidadamente al cuel lo. Su rostro pálido y bien parecido daba la impresión de haber sido

tallado en marfil. Erno movió un poco su pistola y esperó. Landrey exclamó en tono alegre: —¡Te apuesto mil dólares a que tú tocas primero el suelo! Los labios de Erno temblaron bajo el pequeño bigote. Dos pistolas se dispararon al mismo tiempo. Landrey

osciló como un árbol doblado por una ráfaga de viento; la densa detonación de su 45 sonó una vez más, semiahogada por la tela y la proximidad de su cuerpo.

Mallory se zambulló detrás del sofá, rodó y asomó con la Luger en la mano. Pero el rostro de Erno ya no

tenía expresión. Cayó lentamente; su cuerpo ligero parecía atraído hacia el suelo por el peso del arma que sostenía en l

mano derecha. Se le doblaron las rodillas al caer, y su espalda se arqueó una vez, antes de quedar inmóvil. Landrey sacó la mano izquierda del bolsillo de su abrigo y extendió los dedos en el aire como si quisiera

l ibrarse de algo. Lentamente y con dificultad, extrajo la gran pistola automática del otro bolsil lo y fue estirando el brazo, centímetro a centímetro, girando sobre las plantas de los pies. Inclinó el cuerpo hacia la rígida figura de Costello y apretó de nuevo el gatil lo. Un poco de yeso de la pared saltó junto al hombro de Costello.

Landrey sonrió vagamente y exclamó: «Maldición» en voz baja. Puso los ojos en blanco y la pistola cayó de sus dedos y rebotó sobre la alfombra. Landrey cayó suave y armoniosamente, se arrodilló y osciló un momentos antes de desplomarse de costado sin el menor ruido. Mallory miró a Costello y murmuró con voz tensa y airada:

—¡Dios mío, que suerte la tuya!

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El timbre zumbaba con insistencia. Tres luces rojas parpadeaban en el panel del conmutador. El viejo de cabellos blancos cerró la boca de pronto y se levantó, adormilado.

Mallory pasó junto al viejo, atravesó corriendo el vestíbulo, salió a la calle, bajó los tres escalones de mármol y vio que el conductor del coche de Landrey ya pisaba el acelerador. Mallory se sentó a su lado, sin aliento y cerró la

portezuela de un golpe. —¡Date prisa —jadeó— y mantente alejado del bulevar! ¡La policía l legará en unos minutos! El conductor preguntó:

—¿Dónde está Landrey…? He oído unos disparos. Mallory levantó la Luger y dijo con frialdad: —¡Muévete, muñeco! El conductor metió la marcha y aceleró hacia la esquina, mirando la pistola con el rabillo del ojo.

—Landrey tiene el cuerpo lleno de plomo —explicó Mallory—. Está muerto. —Levantó más la Luger y la puso bajo la nariz del conductor—. Pero no lo ha hecho mi pistola. Huélela, amigo. No ha sido dis parada.

El conductor exclamó: «¡Diablos!» con voz entrecortada y dobló la curva en maniobra tan cerrada que por escasos milímetros no rozó la acera.

Estaba a punto de amanecer.

7 Rhonda Farr decía: —Publicidad, querido, sólo eso. Cualquier clase de publicidad es mejor que ninguna. No estoy muy segura de que

renueven mi contrato y es probable que la necesite. Estaba sentada en un sil lón, en medio de una habitación enorme. Miraba a Mallory con sus ojos violáceos,

perezosos e indiferentes, mientras sostenía en la mano un vaso alto, de cristal traslúcido. Bebió un sorbo.

El piso estaba cubierto de alfombras chinas de suaves colores. Había mucha madera y mucha laca. En las paredes centelleaban marcos de oro y el techo era remoto y vago, como el atardecer de un día agobiante. Una voluminosa radio de madera despedía cadencias ahogadas e irreales.

Mallory frunció la nariz y pareció divertido aunque gravemente.

—Es usted una mujer sin escrúpulos —dijo—. No me gusta. —Oh, sí, claro que te gusto, encanto. Estás loco por mí —dijo Rhonda Farr. Sonrió y metió un cigarrillo en una boquilla verde jade que hacía juego con su pijama verde. Después alargó su

mano escultural y apretó un timbre empotrado en la superficie de una mesa baja de nácar y madera. Un criado japonés,

silencioso y vestido de blanco, entró en la habitación y preparó otro whisky con agua y hielo. —Eres un chico listo, ¿verdad, querido? —continuó Rhonda Farr cuando el criado se hubo ido—. Y tienes en el

bolsillo unas cartas que crees que yo considero inestimables. Pues te equivocas, encanto, te equivocas. —Bebió un

sorbo del vaso recién servido—. Las cartas que tienes en tu poder son falsas. Se escribieron hace un mes. Él me devolvió sus cartas hace mucho tiempo… Lo que tú tienes no vale nada. —Se llevó una mano al cabello ondulado. La experiencia de la noche anterior no parecía haberla afectado.

Mallory la miró con atención y preguntó:

—¿Puede probar eso? —El papel de las cartas… si es que hace falta probarlo. Hay un hombrecillo en la esquina de la Cuarta c on Spring

que se dedica a analizar esas cosas. —¿Y la caligrafía? —inquirió Mallory.

Rhonda Farr sonrió. —La escritura es fácil de falsificar, si se dispone de mucho tiempo. O así tengo entendido. En fin, ésta es la verdad. Mallory asintió y sorbió su whisky. Metió la mano en el bolsil lo interior de su chaqueta y sacó un sobre de papel

madera. Lo colocó sobre su rodilla. —Anoche mataron a cuatro hombres por culpa de estas cartas falsas —observó como de paso. Rhonda Farr lo miró con indulgencia. —Dos estafadores, un policía traidor, eso es todo. ¿Debo perder el sueño por esa basura? Como es natural, siento

lo de Landrey. Mallory comentó cortésmente: —Muy amable de su parte.

—Landrey era un chico muy simpático hace años, cuando intentaba entrar en el cine. Per o eligió otra profesión, y en esa profesión hay muchas oportunidades de recibir una bala un día u otro.

Mallory se frotó la barbilla. —Es curioso que no recordara haberle devuelto a usted las cartas, muy curioso.

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—No le importaba, querido. Era esa clase de actor, y le gustaba el espectáculo. Le dio la ocasión de hacer una representación excelente. Seguro que le entusiasmó.

Mallory dejó que su rostro expresara disgusto. —El empleado me pareció decente. Yo no sabía gran cosa de Landrey, pero él conocía a un b uen amigo

mío de Chicago. Se le ocurrió un plan para descubrir a los muchachos que la vigilaban a usted, y yo me fié de su criterio. Han sucedido cosas que lo han facil itado, pero que han hecho mucho más ruido.

Rhonda Farr dio unos golpecitos a sus bril lantes y pequeños dientes con sus bril lantes y pequeñas uñas.

Preguntó: —¿Qué eras tú en tu barrio, querido? ¿Uno de esos rufianes que se hacen llamar detectives privados? Mallory soltó una seca carcajada, hizo un movimiento vago y pasó la mano por sus cabell os oscuros. —Suéltelo ya, muñeca —dijo en voz baja—, suéltelo ya.

Rhonda Farr le dirigió una mirada sorprendida y luego se echó a reír. —Nos impacientamos, ¿verdad? —preguntó con voz dulce, y continuó con voz aguda —: Atkinson me ha

estado chantajeando durante años, de un modo u otro. Escribí las cartas y las dejé donde pudiera apoderarse de ellas. Desaparecieron. Pocos días después l lamó una voz masculina, de esas que meten miedo y empezó a

presionarme. Dejé que la cosa siguiera adelante. Pensé que ya arreglaría las cuentas con Atkinson y que nuestras dos reputaciones juntas servirían para crear un pequeño escándalo que no me haría demasiado daño. Pero el asunto empezó a escapárseme de las manos y me asusté. Se me ocurrió pedirle a Landrey que me ayudara.

Estaba segura de que le gustaría. —Sencilla y directa, ¿verdad? —replicó Mallory con violencia—. ¿Piensa que voy a tragarme eso? —No sabes mucho del mundo de Hollywood, ¿verdad, querido? —dijo Rhonda Farr. Movió la cabeza y

tarareó—: Es una melodía estupenda… Copiada de una sonata de Weber… Aquí, la publicidad tiene que doler un

poco. De lo contrario, nadie la cree. Mallory se levantó con el sobre en la mano y lo depositó en la falda de ella. —Le va a costar cinco grandes.

Rhonda Farr se recostó en el si l lón y cruzó sus piernas verde jade. Una de las pantuflas verdes resbaló de su pie desnudo y cayó a la alfombra, y el sobre cayó tras ella. Rhonda no se movió. Preguntó:

—¿Por qué? —Soy un hombre de negocios, nena. Mi trabajo tiene su precio. Landrey no me pagó los cinco mil

convenidos. Ese era el precio para él y ése es ahora el precio para usted. Rhonda Farr lo miró vagamente con sus ojos plácidos. —No hay trato, chantajista. Ya te lo dije en el Bolívar. Agradezco mucho tus servicios, pero mi dinero lo

gasto en otras cosas.

—Ésta podría ser una ocasión muy buena para invertir algo de él —insinuó Mallory. Se inclinó, recogió el vaso de la chica y bebió un sorbo. Cuando lo dejó sobre la mesa, le dio unos golpecitos

con las uñas. Una ligera sonrisa curvaba sus labios. Encendió un cigarrillo y tiró el fósforo a un florero de jacintos.

Dijo lentamente: —El chofer de Landrey ha hablado, como era de esperar. Los amigos de Landrey quieren verme. Quieren

saber por qué han liquidado a Landrey en Westwood. La poli no tarda rá en ir a mi casa; estoy seguro de que alguien la pondrá sobre mi pista. Presencié cuatro asesinatos anoche y, como comprenderá, no voy a salirme de

ésta tan fácil. Tendré que contar toda la historia. La policía le dará mucha publicidad, nena. En cuanto a los amigos de Landrey, no sé lo que harán, pero supongo que algo muy doloroso.

Rhonda Farr se puso de pie de un salto, buscando con el pie la zapatilla verde. Tenía los ojos muy abiertos. —¿Me… denunciarías? —susurró.

Mallory se echó a reír. Sus ojos bril laban, implacables, fi jos en el área luminosa de una de las lámparas. Contestó con la voz l lena de tedio:

—¿Por qué diablos habría de protegerla? No le debo nada. Y su maldita tacañería le impide contratarme.

No soy un delincuente, pero ya sabe usted cómo adoran los muchachos de la ley a los hombres como yo. Y los amigos de Landrey sólo verán un asunto sucio que causó la muerte de un buen muchacho. Por todos los diablos, ¿por qué iba yo a defender a una estafadora como usted?

Dio un bufido y en sus mejil las aparecieron dos manchas rojizas. Rhonda Farr, muy quieta ahora, sacudió

la cabeza y dijo: —No hay trato, chantajista… no hay trato. —Su voz era tenue y cansada, pero el mentón conservaba su

orgullosa altivez.

Mallory alargó la mano y recogió el sombrero. —Es usted todo un hombre —aprobó, sonriendo. —¡Debe ser difícil convivir con el sexo débil de Hollywood! Se inclinó de improviso hacia delante, puso la mano izquierda en la nuca de ella y la besó con fuerza en la

boca. Luego pasó los dedos por su mejil la.

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—Eres una chica simpática… en ciertos aspectos —declaró—. Y una embustera mediocre. Sólo mediocre. Tú no has falsificado ninguna carta, nena. Atkinson no hubiera caído en una trampa como ésa.

Rhonda Farr se agachó, agarró el sobre que yacía en la alfombra y sacó todo lo que contenía —una serie de páginas grises con fino monograma de oro. Las miró fi jamente con labios trémulos y murmuró —:

—Te enviaré el dinero. Mallory le puso la mano en la barbilla y empujó su cabeza hacia atrás. Entonces dijo con suavidad: —Estaba bromeando, nena. Tengo esa mala costumbre. Pero hay dos cosas muy extrañas en estas cartas. No

tienen sobres y nada implica la identidad de la persona a quien fueron escritas, nada en absoluto. La segunda es que Landrey las l levaba en el bolsil lo cuando lo mataron.

Saludó con la cabeza y se volvió. Rhonda Farr exclamó a sus espaldas, con voz súbitamente aterrada: —¡Espera!

—Suele pasar, en estos casos. Lo sé —dijo Mallory—. Toma un trago. Dio unos pasos hacia la puerta y movió la cabeza. —Tengo que irme; tengo una cita que podría ser mi funeral. Envíame flores. Flores silvestres y azules, como tus

ojos.

La puerta se abrió y cerró pesadamente. Rhonda Farr permaneció sentada sin moverse durante largo rato.

8 El humo de los cigarrillos flotaba en el aire. Un grupo de personas sorbía cócteles junto al cortinado que conducía

a las salas de juego. Al otro lado la luz inundaba el extremo de una mesa de ruleta.

Mallory puso los codos en la barra. El barman dejó a dos jovencitas vestidas de fiesta y fue hacia él deslizando un paño blanco por la madera.

—¿Qué quiere, jefe?

—Cerveza —contestó Mallory. El barman se la sirvió con una sonrisa y volvió con las dos muchachas. Mallory bebió despacio, hizo una mueca y

miró al espejo, que era tan largo como el bar y estaba un poco inclinado hacia adelante, por lo que reflejaba toda la sala hasta la pared del fondo. En esa pared se abrió una puerta y entró un hombre vestido de smoking. Tenía el rostro

moreno y arrugado y el cabello del mismo color que la viruta de a cero. Su mirada se cruzó con la de Mallory en el espejo mientras atravesaba la sala.

Soy Mardonne —se presentó—. Muy amable de su parte por venir aquí. Tenía una voz calma y tersa, la voz de un hombre obeso, pero no era obeso.

—No es una visita social —replicó Mallory. —Subamos a mi despacho —propuso Mardonne. Mallory bebió un poco más de cerveza, hizo otra mueca y apartó de sí la copa redonda. Pasaron por una puerta

y subieron una escalera alfombrada que se unía con otra escalera a medio camino. Entraron en una habitación iluminada.

Había sido un dormitorio y no se emplearon muchos esfuerzos par convertirlo en un despacho. Tenía paredes grises y dos o tres grabados de marcos estrechos. Había un gran archivo, una buena caja fuerte y varias sillas. Sobre una

mesa de madera de nogal había una lámpara con pantalla de pergamino. Un joven muy rubio estaba sentado en un extremo de la mesa con las piernas cruzadas. Llevaba un sombrero de cinta multicolor.

—Está bien, Henry. Estoy ocupado —dijo Mardonne. El joven rubio se levantó, bostezó y se l levó la mano a la boca con un afectado movimiento de muñeca. En uno

de sus dedos refulgía un gran bril lante. Miró a Mallory, sonrió y salió despacio de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Mardonne se sentó en una sil l a giratoria de cuero azul y encendió un cigarrillo delgado. Mallory se sentó en una

sil la al extremo de la mesa, entre la puerta y dos ventanas abiertas de par en par. Había otra puerta, pero la caja fuerte estaba delante de ella. Encendió un cigarril lo y declaró:

—Landrey me debía algún dinero. Cinco grandes. ¿Hay alguien aquí interesado en pagármelos? Mardone puso las manos morenas en los brazos de su sil lón y se balanceó hacia delante y hacia atrás.

—No se trata de eso —contestó. —Está bien. ¿De qué se trata? Mardonne entornó sus ojos pardos.

—De saber cómo ha muerto Landrey. Mallory se puso el cigarrillo en la boca y juntó las manos en la nuca. Exhaló el humo y habló a la pared que había

sobre la cabeza de Mardonne.

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—Traicionó a todo el mundo y se traici onó a sí mismo. Interpretaba demasiados papeles y confundió los diálogos. Estaba borracho de pólvora. Cuando tenía un arma en la mano, se veía obligado a disparar contra alguien. Y alguien disparó contra él.

Mardonne siguió balanceándose y dijo:

—Quizá pueda explicarse con más claridad. —Naturalmente… Podría contarle una historia… sobre una chica que escribió unas cartas una vez. Creía

que estaba enamorada. Eran cartas atrevidas, la clase de cartas que escribiría una chica imprudente. Pasó el

tiempo y acabaron en manos de un chantajista. Algunos matones empezaron a amenazar a la chica. Nada que pudiera asustarla, pero parece que a la chica le gustan las cosas difíciles. Landrey pensó que podría ayudarla; tenía un plan, y el plan requería a un hombre que supi era l levar un smoking, usara los cubiertos adecuados y no fuera conocido en esta ciudad. Me encontró a mí. Dirijo una pequeña agencia en Chicago.

Mardonne giró la sil la hacia las ventanas abiertas y contempló las anchas copas de los árboles. —Con que detective privado, ¿eh? —gruñó con indiferencia. De Chicago. Mallory asintió, lo miró un momento y volvió a contemplar la pared. —Y con fama de hombre honrado, Mardonne, lo cual podría darse a juzgar por la gente con que me he

mezclado últimamente. Mardonne hizo un rápido e impaciente ademán y guardó silencio. Mallory prosiguió: —Pues bien, acepté el encargo, cometiendo así mi primera equivocación. Estaba progresando un poco

cuando la extorsión se convirtió en secuestro. El asunto empeoró. Me puse en contacto con Landrey, que decidió ayudarme. Encontramos a la chica sin muchas dificultades y la l levamos a su casa. Faltaba conseguir las cartas. Mientras yo intentaba arrancárselas al tipo que parecía tenerlas, uno de los rufianes entró por la puerta trasera y quiso usar su arma. Landrey hizo una gran entrada, adoptó su pose y estuvo magnífico eliminando al matón,

pero también él detuvo una bala. Fue bonito, si a uno le gustan esos espectáculos, pero me quedé solo, así que tuve que largarme y ordenar mis ideas.

Los ojos pardos de Mardonne se i luminaron con una chispa de emoción pasajera.

—La historia de la chica también podría ser interesante —observó en tono glacial. Mallory exhaló una pálida nube de humo. —La drogaron y no recuerda nada. Aunque tampoco hablaría si s upiera algo. Y yo ignoro su nombre. No

tengo la más remota idea de quien puede haber escrito esas cartas.

—Yo lo sé —replicó Mardonne—. El chofer de Landrey también habló conmigo, de modo que no tendré que molestarlo con esa pregunta.

Mallory siguió hablando, con voz sosegada: —Ésa es la versión de los hechos, sin mis notas al pie. Las notas al pie le dan mucho más interés… y mucha

más suciedad. La chica no pidió ayuda a Landrey, pero éste sabía de la extorsión. Había tenido las cartas, ya que habían sido escritas para él. Su plan consistía en que yo me pusiera en contacto con la muchacha, le hiciera sospechar que tenía las cartas y me citara con ella en un club nocturno donde pudiéramos ser vistos por la gente

que la chantajeaba. Ella acudiría, porque no le faltaba valor, e iría vigilada: cerca de ella habría una camarera, chofer o algo parecido. Los muchachos querrían saber quién era yo. Me llevarían con ellos y, si no acababa muerto, podría enterarme de quienes participaban en el chantaje. Precioso plan, ¿no le parece?

—Hay algunas lagunas —opinó fríamente Mardonne—, pero continúe.

—Cuando el señuelo empezó a surtir efecto, comprendí que era una trampa, pero seguí en el juego porque no tenía otro remedio. Al cabo de un rato hubo otro juego sucio, esta vez s in ensayo previo. Uno que recibía dinero de la banda tuvo miedo de repente y los dejó plantados. No le importaba alguno que otro chantaje, pero un secuestro era harina de otro costal. Su traición me facil itó las cosas y no perjudicó en nada a Landrey, ya

que el tipo no conocía los secretos de la banda. El matón que liquidó a Landrey tampoco los conocía; era sólo un despechado, que temía no estar recibiendo toda su parte.

Mardonne deslizaba sus manos morenas por los brazos del sillón, como un viajante inquieto durante una

conversación de negocios. —¿Alguien contaba con que usted dedujera todo esto? —preguntó en tono de burla. —He usado el cerebro, Mardonne. No muy rápido que digamos, pero lo he usado. Tal vez no me

contrataron para pensar, pero no me dijeron nada al respecto. Si me daba cuenta antes, sería mala suerte para

Landrey, que debería encontrar una salida al asunto. Y si no me convertiría en lo más parecido a un hombre honrado que él pudiera contratar jamás.

Mardonne comentó suavemente:

—Landrey tenía mucho dinero y algo de cerebro. No mucho, pero algo. No creo que ideara un chantaje tan barato.

Mallory rió con aspereza. —Para él no era tan barato, Mardonne. Quería a la chica. Ella se había elevado demasiado por sobre él y

su clase, y como Landrey no podía subir tan alto, tenía que arrastrarla a ella hacia abajo. Las cartas no eran

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suficientes para conseguirlo. Añadamos un secuestro y un rescate simulado por un antiguo amante convertido en mafioso, y tendremos una historia que ningún diario dejaría de publicar. Y esto bastaría para que la chica perdiera el empleo. Adivine usted el precio de que no se publicara, Mardonne.

Mardonne murmuró «Ya, ya» y siguió mirando por la ventana.

—Pero todo ha terminado —continuó Mallory—. Me contrataron para encontrar unas cartas y las he encontrado… en el bolsil lo de Landrey, cuando lo l iquidaron. Me gustaría cobrar por mi tiempo.

Mardonne dio media vuelta al si l lón y puso las manos sobre la mesa.

—Pásemelas —dijo—. Veré lo que valen para mí. Los ojos de Mallory expresaron dureza y amargura. —Lo malo de ustedes los rufianes es que no creen que haya nadie honrado. Las cartas están fuera de circulación.

Han pasado por muchas manos y están demasiado gastadas.

—Es una idea encantadora —se burló Mardonne—. Landrey era mi socio y le tenía gran estima… Así que usted regala las cartas y yo le pago por dejar que liquiden a Landrey. Me gustaría escribir esto en mi diario. Tengo la sospecha de que ya ha cobrado usted bastante… de la señorita Rhonda Farr.

Mallory replicó con sarcasmo:

—Ya sabía que lo vería de ese modo. Quizá le guste más otra versión de la historia… La chica se hartó de las atenciones de Landrey. Escribió unas cartas y las puso donde su inteligente abogado pudiera robarlas para pasarlas a un hombre que dirige una agencia de guardaespaldas, conocida por el abogado porque suele util izarla en sus negocios.

La chica escribió a Landrey pidiendo ayuda y él me contrató para l iquidar a Landrey. Yo simulé trabajar para él hasta que lo puse delante de un matón que pretendía l iquidarme. El matón lo dejó seco y yo liquidé al matón con la pistola de Landrey, para que todo saliera redondo. Después tomé un trago y me fui.

Mardonne se inclinó hacia delante y pulsó un timbre que había junto a la mesa.

—Me gusta mucho más esta versión. Me pregunto si podría darle consistencia. —Inténtelo —contestó Mallory—. No creo que sea la primera vez que trata de pasar un dólar falso.

9

Se abrió la puerta y entró el muchacho rubio. Sus labios dibujaron una sonrisa complacida y la lengua asomó

entre ellos. Sostenía en la mano una pistola automática. —Ya no estoy ocupado, Henry —dijo Mardonne. El muchacho rubio cerró la puerta. Mallory se levantó y retrocedió lentamente hacia la pared. —Ahora viene la parte graciosa, ¿eh? —preguntó.

Mardonne levantó sus dedos morenos y se pellizcó la barbilla. Contestó secamente: —No habrá disparos aquí. A esta casa viene gente muy distinguida. Tal vez no mató usted a Landrey, pero no

quiero verlo más. Me estorba.

Mallory continuó retrocediendo hasta que sus hombros chocaron contra la pared. El muchacho rubio frunció el entrecejo y dio un paso hacia él. Mallory dijo:

—Quédate donde estás, Henry. Necesito espacio para pensar. Podrías meterme una bala en el cuerpo, pero no podrías evitar que mi pistola hiciese algo de ruido, y a mí el ruido no me molestaría en absoluto.

Mardonne, inclinado sobre la mesa, miró hacia un costado. El muchacho rubio se detuvo, con la lengua todavía asomando entre los labios. Mardonne dijo:

—Tengo algunos bil letes de cien dólares en la mesa. Voy a darle diez de ellos a Henry. Él lo acompañará al hotel, e incluso lo ayudará a hacer las maletas. Cuando lleguen al tren que sale de la ciudad, le entregará el dinero. Si vuelve

aquí, habrá un nuevo trato… en el que usted saldrá con los pies por delan te. Bajó lentamente la mano y abrió el cajón de la mesa. Mallory tenía los ojos fi jos en el muchacho rubio. —Henry podría cambiar de plan por el camino —observó como si bromeara—. Henry me parece un poco

inestable. Mardonne se levantó y sacó la mano del ca jón. Dejó caer un fajo de bil letes sobre la mesa y contestó: —No lo creo. Henry suele hacer lo que le dicen. Mallory rió entre dientes.

—Quizá sea eso lo que me inquieta —replicó. Su sonrisa se hizo más irónica. Los dientes brillaban entre sus labios pálidos—. Usted dijo que tenía gran estima por Landrey, Mardonne. Eso es una mentira. Landrey no le importa un comino, especialmente ahora que está muerto. Es probable que se adueñe de su parte en el negocio, sin nadie alrededor

que se atreva a hacer preguntas. Usted quiere perderme de vista porque cree que aún puede vender su mierda, en el lugar adecuado, por más de lo que ganaría en este tugurio durante un año. Pero no puede venderla, Mardonne. El mercado no existe. Nadie va a darle un solo céntimo por publica r esa noticia.

Mardonne carraspeó. Estaba en la misma posición, de pie, inclinado sobre la mesa con las manos apoyadas en

ella y el fajo de bil letes entre las manos. Se lamió los labios y dijo:

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—Muy bien, supermente. ¿Por qué no? Mallory hizo un ademán rápido pero expresivo con el pulgar derecho. —Yo soy el tonto en este trato y usted es el tipo listo. Le he contado la historia verdadera la primera vez

y tengo la sospecha de que Landrey no estaba solo en este primoroso plan. Usted estaba metido hasta el cuello.

Pero cometió un error dejando que Landrey se paseara con esas cartas encima. Ahora la chica puede hablar. No mucho, pero lo suficiente para conseguir apoyo de cierta gente que no va a tirar por la ventana una magnífica inversión porque un rufián barato quiera pasarse de listo… Si su ambición le dice otra cosa, acabará recibiendo

un susto mayúsculo y siendo la coartada más encantadora que Hollywood se inventó jamás. Se interrumpió y dirigió una rápida mirada al muchacho rubio. —Otra cosa, Mardonne. Cuando planee amenazar a alguien en serio, búsquese a un matón que tenga

experiencia. Este gallardo caballero ha olvidado quitar el seguro.

Mardonne se inmovilizó. Los ojos del muchacho rubio bajaron hasta su pistola durante una fracción de segundo. Mallory saltó junto a la pared y la Luger apareció en su mano. El rostro del muchacho rubio se puso tenso y su arma se disparó. Inmediatamente se oyó el sonido de la Luger y una bala se empotró en la pared, junto al sombrero de fieltro del muchacho rubio. Henry se a gachó con elegancia y volvió a disparar. La bala envió a

Mallory contra la pared. Su brazo izquierdo parecía muerto. Sus labios se retorcieron de ira. Recuperó el equilibrio y disparó dos veces, rápidamente. El brazo derecho del muchacho rubio se levantó con violencia y la pistola salió disparada contra la parte

alta de la pared. Sus ojos se ensancharon, y la boca se le abrió en un grito de dolor. Entonces, dio varias vueltas, abrió la puerta con el cuerpo y cayó con estrépito en el descansil lo.

Alguien gritó en alguna parte. Una puerta se cerró de golpe. Mallory miró a Mardone y dijo con voz tranquila:

—Me ha herido en el brazo. Podría haber matado cuatro veces a este bastardo. La mano de Mardonne se levantó de la mesa empuñando un revólver azulado. Una bal a se clavó en el

suelo a los pies de Mallory. Mardonne se tambaleó como si estuviera borracho y tiró el arma como si le quemara.

Después alzó las manos al aire y las agitó. Estaba muerto de miedo. —Pase delante de mí, Mardonne —dijo Mallory—. Nos marchamos de aquí. Mardonne salió de detrás de la mesa con movimientos espasmódicos de marioneta. Tenía los ojos

muertos como dos ostras podridas. Dos regueros de saliva le bajaron por el mentón.

Algo apareció en el umbral. Mallory saltó a un costado, disparando a ciegas. Pero el sonido de la Luger fue ahogado por el terrible estampido de una escopeta. Un dolor lacerante en el costado derecho casi dobló a Mallory. Mardonne recibió el resto de la munición; cayó de bruces, muerto antes de llegar al piso.

Una escopeta de caño recortado cayó por la puerta abierta. Un hombre rechoncho que iba en mangas de

camisa se desplomó en el umbral, profiriendo un sollozo. La sangre se extendió sobre su camisa. Abajo se desencadenó un súbito estruendo. Gritos, pasos apresurados, una extraña risa desafinada, un

sonido que podría haber sido alarido. Afuera se pusieron en marcha varios coches y los neumáticos chirriaron

sobre la grava. Los clientes huían. El cristal de una ventana se hizo añicos en alguna parte. En el hall i luminado no se movía nada. El muchacho rubio gemía suavemente en el piso, detrás del

rechoncho hombre muerto. Mallory cruzó pesadamente la habitación y se dejó caer en una sil la que había junto a la mesa. Se secó los

ojos con el dorso de la mano que sostenía el arma. Apoyó el torso en la mesa, jadeando y observando la puerta. El brazo izquierdo le palpitaba, y la pierna derecha le dolía como una plaga de Egipto. Dentro de la manga

fluía sangre que iba a parar a la mano y las yemas de los dedos. Al cabo de un rato desvió la mirada de la puerta y la posó en el fajo de bil letes que había en la mesa,

debajo de la lámpara. Alargó la mano y los empujó con el caño de la Luger hasta que cayeron en el cajón abierto. Con los dientes apretados por el dolor, se inclinó lo suficiente para cerrar el cajón. Entonces abrió y cerró de prisa los ojos varias veces apretándolos con fuerza. Esto le aclaró un poco la cabeza. Acercó el teléfono hacia sí.

En la planta baja reinaba el si lencio. Mallory dejó la Luger, levantó el auricular y lo pus o junto a la pistola. Dijo en voz alta: —Lástima, nena… Quizás me equivoqué, después de todo… Quizás el canalla no tenía el valor de hacerte

daño… En fin… ahora habrá que hablar.

Cuando empezó a marcar un número, se oyó acercarse el gemido de una sirena.

10 El agente uniformado que estaba detrás de la máquina de escribir terminó de hablar por el interno, miró

a Mallory y señaló con el pulgar la puerta de cristal que decía: «Capitán de Detectives. Privado».

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Mallory se levantó rígidamente de la silla, cruzó la habitación, se apoyó en la pared para abrir la puerta de cristal y entró.

La habitación tenía un sucio linóleo marrón y estaba amueblada con ese sórdido mal gusto que sólo las comisarías son capaces de mostrar. Cathcart, el capitán de detectives, estaba sentado entre un abarrotado escritorio de tapa

corrediza que tenía al menos veinte años y una mesa de roble del tamaño de una de ping-pong. Cathcart era un corpulento y desprolijo irlandés, de rostro sudoroso y amplia sonrisa. Su bigote blanco estaba

manchado de nicotina en el centro. En las manos tenía numerosas verrugas.

Mallory fue hacia él lentamente, apoyándose en un grueso bastón con regatón de goma. Su pierna derecha estaba hinchada y caliente. Llevaba el brazo izquierdo vendado, colgando de un pañuelo de seda negra. Estaba pálido, recién afeitado y sus ojos eran oscuros como el carbón.

Se sentó frente al capitán de detectives, puso el bastón sobre la mesa, golpeó contra ella un cigarrillo y lo

encendió. Entonces dijo sin darle importancia. —¿Qué pasará conmigo ahora, jefe? —¿Cómo se siente, muchacho? —preguntó a su vez Cathcart, sonriente—. Parece un poco abatido. —No mucho. Sólo un poco tieso.

Carhcart asintió, carraspeó y rebuscó innecesariamente entre unos papeles que tenía delante. —Está usted exonerado —contestó—, l ibre de toda culpa. Chicago recibirá un historial suyo condenadamente

limpio. Su Luger eliminó a Mike Corliss, convicto dos veces. Voy a guardármela como recuerdo. ¿Le parece bien?

—Me parece bien —asintió Mallory—. Yo me compraré una 25 con balas de cobre. No para impresionar, sólo porque combina mejor con un elegante smoking.

Carhcart lo observó detenidamente unos momentos y luego continuó: —En la escopeta descubrimos las huellas de Mike. La escopeta mató a Mardonne. Nadie lo l lo rará demasiado. El

muchacho rubio no tiene heridas graves. El revólver automático que encontramos en el suelo tiene sus huellas y esto lo mantendrá a la sombra durante un tiempo.

Mallory se frotó la barbilla, pensativo.

—¿Qué hay de los demás? El capitán enarcó sus pobladas cejas; su mirada parecía ausente. Respondió: —No hay nada ahí que pueda implicarlo a usted. ¿Está de acuerdo? —Desde luego —repuso Mallory—. Sólo me lo preguntaba.

El capitán dijo en tono concluyente: —Pues no se lo pregunte. Y no se pase de listo, si alguien le hace preguntas… El asunto de la casa de Baldwin

Hills, por ejemplo. A nuestro juicio, Macdonald murió en acto de servicio, l levándose consigo a un traficante de drogas l lamado Slippy Morgan. Podríamos acusar a la esposa de Slippy, pero no creo que lo hagamos. Mac no estaba en la

brigada de narcóticos, y esa noche era su franco. Pero Mac siempre se distinguió por su actividad en las horas l ibres. Adoraba su trabajo.

Mallory sonrió cortésmente.

—Seguro. —Volviendo a lo nuestro, parece ser que el tal Landrey, un conocido tahúr que además era socio de Mardonne,

qué curiosa coincidencia, fue a Westwood a recaudar dinero en lo de un tipo llamado Costello que cubría las apuestas de caballos de la Costa Oeste. Jim Ralston, uno de nuestros muchachos, lo acompañó. No tenía que hacerlo, pero

conocía bastante bien a Landrey. Hubo algunos problemas con el dinero. Jim recibió un golpe de cachiporra y Landrey y un rufián de poca monta se eliminaron mutuamente. Intervino otro tipo del que no tenemos ninguna pista. Atrapamos a Costello, pero no quiere hablar, y no nos gusta presionar a un tipo de su edad. Supongo que recibirá una reprimenda por lo de la cachiporra, y se defenderá legalmente.

Mallory se acomodó en la sil la hasta que la nuca reposó en el respaldo. Envió el humo hacia el techo y preguntó: —¿Y qué hay de la última noche? El capitán de detectives se frotó con fuerza las mejil las húmedas y luego sacó un enorme pañuelo y se sonó.

—Oh, eso —repuso con negligencia—, no fue nada. El muchacho rubio, Henry, dice que fue culpa suya. Era el guardaespaldas de Mardonne, pero eso no quiere decir que podía disparar a quien se le antojara. El caso es que no vamos a hacerle las cosas muy difíciles, ya que se ha mostrado dispuesto a contarnos toda la histor ia.

El capitán se interrumpió de improviso y miró fi jamente a Mallory, que estaba sonriendo.

—Como es natural, si a usted no le gusta esa historia… —dijo con frialdad el capitán. Aún no la conozco. Estoy seguro de que será estupenda. —Está bien —gruñó Cathcart, apaciguado—. Pues bien. Henry dice que Mardonne lo l lamó mientras hablaban

usted y su jefe. Usted estaba haciendo un reclamo, tal vez sobre una mesa de ruleta «arreglada» de la planta baja. Había dinero sobre la mesa y Anson concibió la idea de que era un soborno. Usted le pareció bastante peligroso y, no sabiendo que era policía, los nervios se adueñaron de él: Se le disparó el arma. Usted no disparó enseguida, pero el pobre idiota disparó otra vez y lo hirió. Entonces usted le puso una bala en el hombro, y quién no lo hubiera hecho… Yo le habría

agujereado las tripas. Entonces irrumpe el tipo de la escopeta, dispara sin hacer ninguna pregunta, l iquida a Mardonne

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y recibe una bala de usted. Nosotros pensábamos al principio que el tipo había ido a mata r a Mardonne, pero el muchacho dice que no, que tropezó al entrar… Diablos, no nos gusta que usted haya disparado tantas veces, es de aquí y todo eso, pero los hombres honrados, hemos de tener derecho a defendernos de armas ilegales.

Mallory dijo con suave entonación:

—El fiscal del distrito y el forense… ¿Qué de dice de ellos? Me gustaría irme tan limpio como llegué. Cathcart frunció las cejas mirando el sucio l inóleo y se mordió el pulgar como si disfrutara haciéndose

daño.

—Al forense le tiene sin cuidado esa basura. Y si el fiscal tiene ganas de revolver el asunto, puedo hablarle de unos cuantos casos que su oficina no aclaró demasiado bien.

Mallory levantó el bastón de la mesa, empujó su sil la hacia atrás, se apoyó en el bastón y se puso de pi e. —Tienen ustedes un magnífico departamento de policía —dijo—. Nadie diría que pueda haber criminales

por aquí. Se dirigió hacia la puerta. El capitán preguntó a sus espaldas: —¿Vuelve a Chicago? Mallory encogió cuidadosamente el hombro sano.

—Es posible que me quede algunos días —repuso—. Uno de los estudios de cine me ha hecho una proposición. Chantaje, extorsión y cosas parecidas.

El capitán sonrió cordialmente.

—Magnífico —dijo—. Esa gente siempre se ha portado bien conmigo. Un trabajo fácil y agradabl e, el chantaje. No tiene por qué convertirse en algo turbio.

Mallory asintió solemnemente. —Sólo un trabajo fácil, jefe. Casi afeminado, si comprende lo que quiero decir.

Salió, l legó al vestíbulo, al ascensor y por fin, a la calle. Subió a un taxi. Hacía calor dentro y Mallory se sentía débil y mareado camino del hotel.

FIN

SOLO SE AHORCA UNA VEZ Dashiell Hammett

Samuel Spade dijo: -Me llamo Ronald Ames y quiero ver al señor Binnett…, al señor Timothy Binnett.

-Señor, en este momento el señor Binnett está descansando -respondió indeciso el mayordomo. -¿Sería tan amable de averiguar en qué momento podrá recibirme? Es importante -Spade carraspeó-. Yo…

jummm… acabo de llegar de Australia y vengo a verlo en relación con algunas propiedades que tiene en aquel país.

El mayordomo se volvió al tiempo que decía que vería qué podía hacer y subió la escalera principal

mientras aún hablaba.

Spade lió un cigarril lo y lo encendió. El mayordomo volvió a bajar la escalera.

-Lo siento mucho. En este momento no se le puede molestar, pero lo recibirá el señor Wallace Binnett, sobrino del señor Timothy.

-Gracias -dijo Spade y siguió al mayordomo escaleras arriba.

Wallace Binnett era un hombre moreno, delgado y apuesto, de la edad de Spade -treinta y ocho años-, que se levantó sonriente de un sil lón decorado con brocados y preguntó:

-Señor Ames, ¿cómo está? -señaló otro sil lón y volvió a tomar asiento-. ¿Viene de Australia? -Llegué esta misma mañana. -¿Por casualidad es socio de tío Tim?

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Spade sonrió y negó con la cabeza. -No, pero dispongo de cierta información que creo que debería conocer… en seguida.

Wallace Binnett miró el suelo pensativo y luego clavó la mirada en Spade. -Señor Ames, haré lo imposible por persuadirle de que lo reciba pero, sinceramente, no sé si tendré éxito.

Spade se mostró ligeramente sorprendido. -¿Por qué?

Binnett se encogió de hombros. -A veces adopta una actitud extraña. Entiéndame, su mente parece estar bien, pero posee la irritabilidad y la

excentricidad de un anciano con la sal ud quebrantada y… bueno… por momentos es difícil tratar con él. -¿Ya se ha negado a verme? -preguntó Spade morosamente. -Sí.

Spade se puso de pie y su rostro satánico adoptó una expresión indescifrable. Binnett alzó velozmente la mano.

-Espere, espere -pidió-. Haré cuanto esté en mis manos para que cambie de parecer. Tal vez, si… -súbitamente

sus ojos oscuros se mostraron cautelosos -. ¿No estará intentando venderle algo?

-No. Binnett volvió a bajar la guardia.

-En ese caso, creo que podré… Apareció una joven que gritó colérica:

-Wally, el viejo cretino ha… -se interrumpió y, al ver a Spade, se l levó la mano al pecho. Spade y Binnett se levantaron simultáneamente. El anfitrión dijo con afabilidad:

-Joyce, te presento al señor Ames. Mi cuñada, Joyce Court. Spade hizo una reverencia.

Joyce Court soltó una risil la incómoda y añadió: -Le ruego me disculpe por esta entrada tan precipitada.

Era una mujer morena, alta, de ojos azules, de veinticuatro o veinticinco años, con buenos hombros y un cuerpo

fuerte y esbelto. La calidez de sus facciones compensaba su falta de armonía. Vestía un pijama de raso azul de perneras

anchas. Binnett sonrió amablemente a su cuñada y preguntó:

-¿A qué se debe tanta agitación? La cólera enturbió la mirada de la mujer, comenzó a hablar, pero miró a Spade y prefirió decir:

-No deberíamos molestar al señor Ames con nuestras ridículas cuestiones domésticas. Pero si… -titubeó. Spade volvió a hacer una reverencia y dijo:

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-Por supuesto, no se preocupe por mí. -Tardaré un minuto -prometió Binnett y abandonó la sala en compañía de su cuñada. Spade se acercó a la puerta abierta que acababan de franquear y, sin salir, se puso a escuchar. Las pisadas

se tornaron imperceptibles. No oyó nada más. Spade estaba all í, con sus ojos gris amaril lento perdidos en un ensueño, cuando oyó el grito. Fue un grito de mujer, agudo y cargado de terror. Spade ya había cruzado la puerta cuando sonó el disparo. Fue un disparo de pistola que las paredes y los techos amplificaron e hicieron retumbar .

A seis metros de la puerta Spade encontró una escalera y subió saltando tres escalones por vez. Giró a la

izquierda. En mitad del pasil lo vio a una mujer tendida en el suelo, boca arriba.

Wallace Binnett estaba arrodillado a su lado, le acariciaba desesperado una mano y gemía en voz baja y suplicante:

-¡Querida, Molly, querida!

Joyce Court permanecía de pie a su lado retorciéndose las manos mientras las lágrimas surcaban sus

mejil las.

La mujer tendida en el suelo se parecía a Joyce Court, aunque era mayor y su rostro poseía una dureza de

la que carecía el de la más joven.

-Está muerta, la han matado -declaró Wallace Binnett sin poder creer lo que ocurría y alzó su cara pálida hacia Spade.

Cuando Binnett movió la cabeza, Spade vio el orificio abierto en el vestido marrón de la mujer, a la altura del corazón, y la mancha oscura que se extendía rápidamente por debajo.

Spade tocó el brazo de Joyce Court.

-Telefonee a la policía o a urgencias… -pidió. Mientras la joven corría hacia la escalera, el detective se

dirigió a Wallace Binnett-. ¿Quién fue…?

Una voz gimió débilmente a espaldas de Spade. Se volvió deprisa. A través de una puerta abierta divisó a un anciano de pijama blanco, despatarrado sobre

la cama deshecha. La cabeza, un hombro y un brazo colgaban del borde la cama. Con la otra mano se sujetaba

firmemente el cuello. Volvió a gemir y, pese a que movió los párpados, no abrió los ojos. Spade alzó la cabeza y los hombros del anciano y lo puso sobre las almohadas. El viejo volvió a quejarse y

apartó la mano del cuello, que estaba rojo y exhibía media docena de morados. Era un hombre demacrado y con la cara surcada de arrugas, lo que le hacía aparentar más edad de la que probablemente tenía.

En la mesilla de noche había un vaso de agua. Spade mojó el rostro del anciano, y cuando éste movió nuevamente los ojos, se agachó y preguntó en voz baja:

-¿Quién fue?

Los párpados se abrieron lo suficiente como para mostrar una franja delgada de ojos grises inyectados de

sangre. El anciano habló con dificultad y volvió a sujetarse el cuello.

-Un hombre.., que… -tosió. Spade se impacientó. Sus labios casi rozaron la oreja del viejo cuando preguntó con tono apremiante:

-¿Adónde se dirigió?

La mano arrugada se movió débilmente para señalar la parte trasera de la casa y volvió a caer sobre la cama.

El mayordomo y dos criadas asustadas se habían reunido con Wallace Binnett en el pasil lo, junto a la muerta.

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-¿Quién fue? -les preguntó Spade. Lo miraron azorados.

-Que alguien se ocupe del anciano -gruñó y echó a andar por el pasil lo. Al final del pasillo había una escalera de servicio. Bajó dos pisos y entró en la cocina atravesando la despensa. No

vio a nadie. Aunque la puerta de la cocina estaba cerrada, cuando accionó el picaporte comprobó que no tenía echa do el cerrojo. Cruzó un estrecho patio trasero hasta un portal que también estaba cerrado, aunque no con llave. Abrió el portal. En el callejón no había un alma.

Suspiró, cerró el portal y regresó a la casa.

Spade estaba cómodamente instalado en un mulli do sil lón de cuero en una habitación que ocupaba la fachada del primer piso de la casa de Wallace Binnett. Contenía varias l ibrerías y las luces estaban encendidas. Por la ventana se vislumbraba la oscuridad exterior, apenas disimulada por una lejana farol a. Frente a Spade, el sargento Polhaus, de la Brigada de Detectives -un hombre fornido, mal afeitado y colorado, vestido con un traje oscuro que pedía a gritos una

plancha-, estaba repantigado en otro sil lón de cuero; el teniente Dundy -más pequeño, de figura compacta y cara cuadrada- permanecía de pie, con las piernas separadas y la cabeza ligeramente echada hacia adelante, en el centro de la estancia.

Spade decía: El médico me dejó hablar un par de minutos con el viejo. Podemos volver a intentarlo cuan do haya descansado,

pero no creo que sepa mucho. Estaba durmiendo la siesta y despertó porque alguien lo había cogido del cuello y lo arrastraba por la cama. Únicamente pudo echar un vistazo con un solo ojo al individuo que intentaba asfixiarlo. Dice que era un hombre corpulento, con sombrero flexible echado sobre los ojos, moreno y con barba incipiente. Se parece

a Tom -Spade señaló a Polhaus. El sargento de la Brigada de Detectives rió entre dientes y Dundy se l imitó a decir secamente:

-Prosigue. Spade sonrió y continuó:

-Estaba bastante atontado cuando oyó gritar a la señora Binnett junto a la puerta. Las manos soltaron su cuello, oyó el disparo y, poco antes de desmayarse, entrevió al tipo corpulento dirigiéndose hacia la parte trasera de la casa y a la señora Binnett derrumbándose en el suelo del pasil lo. Dijo que era la primera vez que veía al individuo grandote.

-¿De qué calibre era el arma? -inquirió Dundy. -Una treinta y ocho. Nadie más en la casa ha servido de ayuda. Según dicen, Wallace y su cuñada, Joyce, estaban

en la habitación de esta última y no vieron nada salvo a la muerta cuando salieron corriendo, aunque creen haber oído algo que tal vez fuese alguien bajando la escalera a toda velocidad.., la escalera de servicio. Según dice el mayor domo,

que se l lama Jarboe, estaba aquí cuando oyó el grito y el disparo. Según dice la criada Irene Kelly, estaba en la planta baja. Según dice la cocinera Margaret Finn, estaba en su habitación, en el fondo del segundo piso, y no oyó nada. Según dicen todos, es más sorda que una tapia. La puerta de servicio y el portal no estaban cerrados con llave, aunque según dicen todos deberían estarlo. Nadie ha dicho que, en el momento en que ocurrieron los hechos, estuviera en la cocina,

en el patio o en sus alrededores -Spade estiró los brazos con determinación-. Esta es la situación. Dundy negó con la cabeza y comentó:

-No exactamente. ¿Por qué estabas aquí? Spade se animó.

-Tal vez la mató mi cliente -replicó-. Se trata de Ira Binnett, el primo de Wallace. ¿Lo conoces? -Dundy negó con

la cabeza. Sus ojos azules aparecían acerados y recelosos -. Es abogado en San Francisco, respetable y todo lo demás.

Vino a verme hace un par de días para contarme la historia de su tío Timothy, un viejo mezquino y agarrado, forra do de dinero y arruinado por los avatares de la vida. Era la oveja negra de la familia. Durante años nadie supo nada de él. Apareció hace seis u ocho meses, en muy mal estado salvo económicamente. Parece que sacó un pastón de Australia y que quería pasar sus últimos años con sus únicos parientes vivos, los sobrinos Wallace e Ira. Ellos estuvieron de acuerdo.

En su idioma, «únicos parientes vivos» significa «únicos herederos». Más adelante los sobrinos l legaron a la conclusión

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de que era mejor ser único heredero que uno de dos herederos; de hecho, era el doble de bueno e intentaron ganar el corazón del viejo. Al menos eso es lo que Ira me contó sobre Wallace y no me sorprendería que Wallace dijera lo mismo de Ira, a pesar de que Wallace parece ser el más duro de los dos. Sea como fuere, los sobrinos riñeron y el tío Tim, que se había hospedado en casa de Ira, se trasladó aquí. Esto ocurrió hace un par de meses

y desde entonces Ira no ha visto a tío Tim ni ha podido contactarlo por teléfono ni por correo. Por eso contrató los servicios de un detective privado. Pensaba que tío Tim no sufriría ningún percance aquí… oh, claro que no, se molestó en dejarlo muy claro, aunque supuso que tal vez el viejo estaba sometido a presiones excesivas o que lo

embaucaban o, por lo menos, que le contaban mentiras sobre su querido sobrino Ira. Decidió averiguar cuál era la situación. Esperé hasta hoy, ya que llegó un barco de Australia, y me presenté como el señor Ames, diciendo que tenía información importante para tío Tim, información relacionada con sus propiedades en aquel país. Solo quería pasar un cuarto de hora a solas con el viejo -Spade frunció el ceño meditabundo-. Lamentablemente, no

pudo ser. Wallace me dijo que el viejo se negaba a verme. No sé qué pensar. La desconfianza había ahondado el frío color azul de los ojos de Dundy, que preguntó:

-¿Dónde está ahora Ira Binnett? Los ojos gris amaril lento de Spade eran tan cándidos como su voz:

-Ojalá lo supiera. Telefoneé a su casa y a su despacho y le dejé recado de que venga aquí, pero temo que… Unos nudillos golpearon enérgicamente dos veces el otro lado de la única puerta de la habitación. Los tres

se volvieron para mirar hacia la puerta. -Pase -dijo Dundy.

Abrió la puerta un policía rubio y bronceado cuya mano izquierda sujetaba la muñeca derecha de un

hombre roll izo, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, que vestía un traje gris bien cortado. El policía hizo entrar en la habitación al hombre roll izo.

-Lo descubrí manoseando la puerta de la cocina -afirmó el agente. Spade miró al hombre y exclamó:

-¡Ah! -su tono denotaba satisfacción-. Señor Ira Binnett, el teniente Dundy y el sargento Polhaus.

Ira Binnett se apresuró a pedir: -Señor Spade, ¿puede pedirle a este hombre que…?

-Ya está bien. Buen trabajo. Puedes soltarlo -Dundy se dirigió al agente. El policía subió distraídamente la mano hacia la gorra y se retiró.

Dundy miró con cara de pocos amigos a Ira Binnett e inquirió: -¿Qué puede decir?

Binnett paseó la mirada de Dundy a Spade. -¿Ha ocurrido…?

-Será mejor que explique su llegada por la puerta de servicio en lugar de la principal -dijo Spade. Ira Binnett se ruborizó, carraspeó incómodo y respondió:

-Yo… jummm… debería dar una explicación. No fue culpa mía, pero cuando Jarboe, el mayordomo,

telefoneó para decirme que tío Tim quería. verme, añadió que no echaría el cerrojo a la puerta de la cocina y así Wallace no se enteraría de que yo…

-¿Por qué quería verlo? -lo interrumpió Dundy.

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-No lo sé, no me lo dijo. Solo mencionó que era muy importante. -¿Ha recibido mis mensajes? -intervino Spade. Ira Binnett abrió los ojos desmesuradamente. -No. ¿A qué se refiere? ¿Ha ocurrido algo? ¿Qué…?

Spade se dirigió hacia la puerta. -Cuéntaselo -pidió a Dundy-. En seguida vuelvo.

Cerró la puerta y se dirigió al segundo piso. Jarboe, el mayordomo, estaba arrodillado delante de la puerta del dormitorio de Timothy Binnett y espiaba por

el ojo de la cerradura. En el suelo, a su lado, había una bandeja que contenía una huevera con un huevo, tostadas, la cafetera, la porcelana, la cubertería y una servil leta.

-Se enfriarán las tostadas -dijo Spade.

Jarboe se puso de pie tan nervioso que casi volcó la cafetera; con la cara roja de vergüenza, tartamudeó:

-Yo… bueno… disculpe, señor. Quería cerciorarme de que el señor Timothy estaba despierto antes de entrar la bandeja -la levantó-. No quería perturbar su reposo en el caso de que…

-Claro, claro -dijo Spade, que ya estaba junto a la puerta. Se agachó y miró por el ojo de la cerradura. Al erguirse comentó con tono ligeramente quejumbroso-: La cama no se ve, solo se divisan una sil la y parte de la ventana.

-Sí, señor, lo he comprobado -se apresuró a responder el mayordomo. Spade rió. El mayordomo tosió, dio la sensación de que iba a decir algo y optó por guardar silen cio. Titubeó y l lamó

suavemente a la puerta. -Adelante -replicó una voz fatigada. -¿Dónde está la señorita Court? -preguntó Spade deprisa y en voz baja.

-Creo que en su dormitorio, señor, la segunda puerta a la izquierda -repuso el mayordomo. La voz fatigada que hablaba desde el interior de la habitación añadió malhumorada:

-Venga, adelante. El mayordomo abrió la puerta y entró. Antes de que el mayordomo volviera a cerrarla, Spade entrevió a Timothy

Binnett recostado sobre las almohadas de la cama. Spade caminó hasta la segunda puerta de la izquierda y l lamó. Joyce Court abrió casi en el acto. Se quedó en el

umbral sin sonreír ni pronunciar palabra.

El detective dijo: -Señorita Court, cuando entró en la sala en la que estaba con su cuñado, dijo: «Wa l ly, el viejo cretino ha…» ¿Se

refería a Timothy? La joven contempló unos instantes a Spade y replicó:

-Sí. -¿Le molestaría decirme cuál era el final de la frase, señorita Court? -Ignoro quién es usted realmente o por qué lo pregunta, pero no me molesta decírselo -repuso lentamente-. El

final de la frase era «ha mandado llamar a Ira». Jarboe acababa de decírmelo. -Gracias.

Joyce Court cerró la puerta antes de que Spade tuviera tiempo de alejarse. El detective caminó hasta la puerta de la habitación de Timothy Binnett y l lamó.

-¿Y ahora quién es? -protestó el viejo.

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Spade abrió la puerta. El anciano estaba sentado en la cama. -Hace unos minutos Jarboe estaba espiando por el ojo de la cerradura -dijo Spade y regresó a la biblioteca.

Sentado en el si l lón que antes había ocupado Spade, Ira Binnett hablaba con Dundy y Polhaus. -El crash cogió de lleno a Wallace, como a la mayoría de nosotros, pero al parecer falseó las cuentas en

un intento por salvar el pellejo. Lo expulsaron de la Bolsa. Dundy abarcó con un ademán la biblioteca y el mobiliario:

-Es una decoración muy elegante para un hombre que está en la ruina. -Su esposa tiene bienes y Wallace siempre ha vivido por encima de sus posibil idades -añadió Ira Binnett. Dundy le miró con el ceño fruncido.

-¿Piensa sinceramente que él y su esposa no se l levaban bien? -No es que lo piense, lo sé -replicó Binnen serenamente. Dundy asintió.

-¿Y también sabe que desea a su cuñada, la señorita Court? -Eso sí que no lo sé, pero he oído muchas habladurías. Dundy refunfuñó y preguntó de sopetón:

-¿Qué dice el testamento del viejo? -No tengo la menor idea. Ni siquiera sé si ha hecho testamento -Binnett se dirigió a Spade con suma

seriedad-. He dicho todo lo que sé, hasta el último detalle. -No es suficiente -opinó Dundy y señaló la puerta con el pulgar-. Tom, enséñale dónde debe esperar y

hablemos de nuevo con el viudo.

El corpulento Poihaus dijo «de acuerdo», salió con Ira Binnett y regresó con Wallace Binnett, cuyo rostro estaba tenso y pálido.

-¿Ha hecho testamento su tío? -preguntó Dundy.

-No lo sé -repuso Binnett. -¿Y su esposa? -terció Spade afablemente.

La boca de Binnett se tensó en una sonrisa sin alegría. Dijo reflexivamente: -Diré algunas cosas de las que preferiría no hablar. En realidad, mi esposa no tenía fortuna. Cuando hace

algún tiempo me encontré con dificultades financieras, puse algunas propiedades a su nombre para salvarlas.

Ella las convirtió en dinero, hecho del que me enteré más tarde. Con ese dinero pagó nuestras cuentas, nuestros gastos, pero se negó a devolvérmelo y me aseguró que, pasara lo que pasase, viviera o muriera, siguiéramos casados o nos divorciáramos, yo nunca recobraría un céntimo. Entonces le creí y aún sigo haciéndolo.

-¿Usted quería divorciarse? -inquirió Dundy.

-Sí. -¿Por qué?

-No éramos felices. -¿Joyce Court tiene algo que ver? Binnett se ruborizó y repuso rígidamente:

-Siento una profunda admiración por Joyce Court, pero lo mismo habría pedido el divorcio si no fuese así. Spade intervino:

-¿Está seguro, absolutamente seguro de que no conoce a nadie que encaje en la descripción que hizo su tío del hombre que intentó asfixiarlo?

-Absolutamente seguro.

A la biblioteca llegó débilmente el sonido del timbre de la puerta principal.

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-Es suficiente -concluyó Dundy agriamente. Binnett salió. Polhaus comentó:

-Ese tío no funciona. Además…

De la planta baja l legó el potente estampido de una pistola que se dispara puertas adentro. Se apagaron las luces. Los tres detectives chocaron en la oscuridad mientras fra nqueaban la puerta rumbo al pasil lo. Spade fue el

primero en ganar la escalera. Más abajo estalló un estrépito de pisadas, pero no vio nada hasta alcanzar el recodo de la

escalera. A través de la puerta principal, entraba luz de la calle como para divisar la sombría figura de un hombre. La l interna chasqueó en la mano de Dundy, que pisaba los talones a Spade, y arrojó un haz de luz blanca y

enceguecedora sobre el rostro del sujeto. Se trataba de Ira Binnett. Parpadeó a causa del resplandor y señaló algo qu e

había en el suelo. Dundy dirigió la l interna hacia el suelo. Jarboe yacía boca abajo y sangraba por el orificio de la bala que había

atravesado su nuca. Spade masculló casi inaudiblemente.

Tom Polhaus bajó la escalera a trompicones, seguido de cerca por Wallace Binnett. La voz asustada de Joyce Court l legó desde el piso superior:

-Ay, ¿qué pasa? Wally, ¿qué pasa? -¿Dónde está el interruptor de la luz? -espetó Dundy. -Junto a la puerta del sótano, bajo la escalera -respondió Wallace Binnett-. ¿Qué pasa?

Polhaus pasó delante de Binnett rumbo a la puerta del sótano. Spade emitió un sonido incomprensible, apartó a Wallace Binnett y subió la escalera a toda velocidad. Se cruzó

con Joyce Court y siguió adelante sin hacer caso de su grito de sorpresa.

Estaba en mitad del tramo que conducía al segundo piso cuando sonó otro disparo.

Corrió hacia la habitación de Timothy Binneu. La puerta estaba abierta y entró. Algo duro y anguloso lo golpeó por encima de la oreja derecha, lo despidió hacia el otro extremo de la habitación y lo obligó a arrodillarse sobre una pierna. Algo cayó y rebotó contra el suelo, al otro lado de la puerta.

Se encendieron las luces. En el suelo, en el centro mismo del dormitorio, Timothy Binnett yacía boca arriba y perdía sangre por la herida

de bala que tenía en el antebrazo izquierdo. La chaqueta del pijama estaba destrozada. Tenía los ojos cerrados.

Spade se incorporó y se l levó la mano a la cabeza. Con el ceño fruncido, miró al viejo tendido en el suelo, la

habitación y la automática negra caída en el pasil lo. Dijo:

-Vamos, viejo sanguinario, levántese, siéntese en una sil la e intentaré controlar la hemorragia hasta que llegue

el médico. El hombre caído no se movió.

Sonaron pisadas en el pasil lo y apareció Dundy, seguido de los Binnett más jóvenes. Dundy había adoptado una

expresión sombría y colérica.

-La puerta de la cocina estaba abierta de par en par -informó y se le atragantó la voz-. Entran y salen como… -Olvídalo -aconsejó Spade-. El tío Tim es nuestro hombre -pasó por alto el jadeo de Wallace Binnett y las

incrédulas miradas de Dundy y de Ira Binnett-. Vamos, levántese -repitió al viejo que yacía en el suelo-. Cuéntenos qué

vio el mayordomo cuando espió por el ojo de la cerradura.

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El viejo permaneció imperturbable. -Mató al mayordomo porque yo le dije que lo había espiado -explicó Spade a Dundy-. Yo también espié,

pero no vi nada, salvo esa sil la y la ventana. Hay que reconocer que para entonces habíamos hecho el ruido suficiente como para que se asustara y volviera a l a cama. Te propongo que desmontes la sil la mientras yo registro la ventana.

Spade se dirigió a la ventana y la estudió palmo a palmo. Meneó la cabeza, extendió un brazo a sus

espaldas y dijo:

-Pásame la l interna. Dundy se la puso en la mano.

Spade levantó la ventana, se asomó e iluminó la parte exterior del edificio. Bufó, sacó la otra mano y tironeó de un ladril lo situado a poca distancia del alféizar. Logró aflojar el ladrillo. Lo depositó en el alféizar y metió la mano en el hueco. Por la abertura y de a un objeto por vez, extrajo una pistolera negra vacía, una caja

de balas a medio llenar y un sobre de papel de Manila sin cerrar. Se puso de frente a todos con los objetos en las manos. Apareció Joyce Court con una palangana con agua

y un rollo de gasa y se arrodilló junto a Timothy Binnett. Spade dejó la pistolera y las balas en la mesa, y abrió el

sobre. Contenía dos hojas, escritas con lápiz por ambas caras, en trazos gruesos. Spade leyó una frase para sus adentros, soltó una carcajada y decidió leer todo en voz alta desde el principio:

«Yo, Timothy Kieran Binnett, sano de cuerpo y alma, declaro que ésta es mi última voluntad y testamento. A mis queridos sobrinos Ira Binnett y Wallace Bourke Binnett, en reconocimiento por la cariñosa amabilidad con que me han acogido en sus hogares y me han atendido en el ocaso de mi vida, doy y lego, a partes iguales, todas mis posesiones mundanas del tipo que sean, es decir mis huesos y las ropas que me cubren. También les lego los

gastos de mi entierro y los siguientes recuerdos: en primer lugar, el recuerdo de su buena fe al creer que los quince años que estuve en Sing Sing los pasé en Australia; en segundo lugar, el recuerdo de su optimismo al suponer que esos quince años me proporcionaron grandes riquezas y que si viví a costa de ellos, les pedí dinero prestado y jamás gasté un céntimo de mi peculio, lo hice porque fui un avaro cuyo tesoro heredarían y no porque

no tenía más dinero que el que les pedía; en tercer lugar, por su credulidad al pensar que les dejar ía algo en el caso de que lo tuviera; y, en último lugar, porque su lamentable falta del más mínimo sentido del humor les impedirá comprender cuán divertido ha sido todo. Firmado y sellado…»

Spade alzó la mirada para añadir: -Aunque no lleva fecha, está firmado Timothy Kieran Binnett con grandes rasgos.

Ira Binnett estaba rojo de ira. El rostro de Wallace tenía una palidez espectral y todo su cuerpo temblaba. Joyce Court había dejado de curar el brazo de Timothy Binnett.

El anciano se incorporó y abrió los ojos. Miró a sus sobrinos y se echó a reír. No había nerviosismo ni

demencia en su risa: eran carcajadas sanas y campechanas, que se apagaron lentamente. -Está bien, ya se ha divertido -dijo Spade-. Ahora hablemos de las muertes.

-De la primera no sé más que lo que le he dicho -se defendió el viejo- y no es un asesinato, porque yo solo…

Wallace Binnett, que aún temblaba espasmódicamente, musitó dolorido y con los dientes apretados: -Es mentira. Asesinaste a Molly. Joyce y yo salimos de la habitación cuando oímos gritar a Molly,

escuchamos el disparo, la vimos derrumbarse desde tu habitación, y después no salió nadie. El anciano replicó serenamente.

-Te aseguro que fue un accidente. Me dijeron que acababa de llegar un individuo de Australia que quería

verme por algo relacionado con mis propiedades en ese país. Entonces supe que había algo que no encajaba -sonrió-, pues nunca estuve en esas latitudes. Ignoraba si uno de mis queridos sobrinos sospechaba algo y había

decidido tenderme una trampa, aunque sabía que si Wally no tenía nada que ver con el asunto intentaría sacarle

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información sobre mí al caballero de Australia, y que tal vez perdería uno de mis refugios gratuitos -rió entre dientes-. Decidí contactar con Ira para regresar a su casa si aquí las cosas se ponían mal e intentar sacarme de encima al australiano. Wally siempre pensó que estoy medio chiflado -miró de reojo a su sobrino- y temió que me encerraran en el manicomio antes de que testara a su favor o que declararan nulo el testamento. Verán , tiene muy mala reputación

después del asunto de la Bolsa, y sabe que, si yo me volviera loco, ningún tribunal le encomendaría el manejo de mis asuntos…, mientras yo tuviera otro sobrino -miró de soslayo a Ira-, que es un abogado respetable. Sabía que perseguiría al visitante, en lugar de montar un escándalo que podía acabar conmigo en el manicomio. Así que le monté el numerito

a Molly, que era la que estaba más cerca. Pero se lo tomó demasiado en serio. Yo tenía un arma y dije un montón de chorradas acerca de que mis enemigos de Australia me espiaban y de que pensaba bajar de un balazo a ese individuo. Se inquietó excesivamente, e intentó arrebatarme el arma. La pistola se disparó sola y tuve que hacerme los morados en el cuello e inventarme la historia sobre el hombre corpulento y moreno -miró desdeñosamente a Wallace-. No sabía

que él me cubría las espaldas. Aunque no tengo una gran opinión sobre Wallace, jamás imaginé que sería tan vil como para encubrir al asesino de su esposa…, aunque no se l levaran bi en, solo por dinero.

-No se preocupe por eso -dijo Spade-. ¿Qué dice del mayordomo? -No sé nada del mayordomo -repuso el anciano, y miró a Spade cara a cara.

El detective privado añadió:

-Tuvo que liquidarlo rápidamente, antes de que pudiera hablar o a ctuar. Bajó sigilosamente por la escalera de servicio, abrió la puerta de la cocina para engañarnos, fue a la puerta principal, tocó el timbre, la cerró y se ocultó al amparo de la puerta del sótano, debajo de la escalera principal. Cuando Jarboe abrió la puerta, le disparó, tiene un orificio en la nuca, accionó el interruptor que está junto a la puerta del sótano y subió sigilosamente por la escalera de

servicio, a oscuras. Luego se disparó cuidadosamente en el brazo. Pero llegué demasiado pronto, así que me golpeó con la pistola, la lanzó por la puerta y se despatarró en el suelo mientras yo seguía viendo las estrellas.

El viejo se sorbió los mocos.

-Usted no es más que… -Ya está bien -dijo Spade con paciencia-. No discutamos. El primer crimen fue accidental, de acuerdo. Pero el

segundo, no. Será fácil demostrar que ambas balas, más la que tiene en el brazo, fueron disparadas con la misma pistola.

¿Qué importancia tiene que podamos demostrar cuál de los crímenes fue asesinato? Solo se ahorca una vez -sonrió afablemente-. Y estoy seguro de que lo colgarán.

FIN

BIOGRAFÍAS Edgar Allan Poe

(Boston, Estados Unidos, 1809 - Baltimore, id., 1849) Poeta, narrador y crítico estadounidense, uno de los mejores cuentistas de todos los tiempos. La imagen de Edgar Allan Poe como mórbido cultivador de la l iteratura de terror ha entorpecido en ocasiones la justa apreciación de su trascendencia l iteraria. Ciertamente fue el gran maestro

del género, e inauguró además el relato policial y la ciencia-ficción; pero, sobre todo, revalorizó y revitalizó el cuento tanto desde sus escritos teóricos como en su praxis literaria, demostrando que su potencial expresivo nada tenía que envidiar a la novela y otorgando al relato breve la dignidad y el prestigio que mo dernamente posee.

La genialidad y la originalidad de Edgar Allan Poe encuentran su mej or expresión en los cuentos, que, según sus

propias apreciaciones críticas, son la segunda forma literaria, pues permiten una lectura sin interrupciones, y por tanto la unidad de efecto que resulta imposible en la novela. Considerado uno de los más extraor dinarios cuentistas de todos los tiempos, Poe inició la revitalización que experimentaría el género en tiempos modernos.

Publicados bajo el título Cuentos de lo grotesco y lo arabesco (Tales of the Grotesque and Arabesque, 1840), aunque hubo nuevas recopil aciones de narraciones suyas en 1843 y 1845, la mayoría se desarrolla en un ambiente gótico y siniestro, plagado de intervenciones sobrenaturales, y en muchos casos son obras maestras de la l iteratura de terror. Poe basó su estilo tanto en la atmósfera opresiva que creaba durante el inicio y desarrollo del relato como en los

efectos sorpresivos del final.

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Maestro del terror y fundador del género policial, también se reconoce a Poe su papel de precursor en la l iteratura de ciencia-ficción por algunos de los relatos contenidos en las Narraciones extraord inarias. De tema marino es la única novela que llegó a completar, Las aventuras de Arthur Gordon Pym (The Narrative of Arthur Gordon Pym, 1838), historia de un viaje fantástico al Polo Sur en la que reaparecen numerosos elementos

(muchos de ellos terrorífi cos o simbólicos) de sus cuentos. La larga enfermedad de su esposa convirtió su matrimonio en una experiencia amarga; cuando ella murió,

en 1847, se agravó su tendencia al alcoholismo y al consumo de drogas, según testimonio de sus

contemporáneos. Ambas adicciones fueron, con toda probabilidad, la causa de su muer te, acaecida en 1849: fue hallado inconsciente en una calle de Baltimore y conducido a un hospital, donde falleció pocos días más tarde, aparentemente de un ataque cerebral.

Arthur Conan Doyle (Edimburgo, 1859 - Crowborough, Reino Unido, 1930) Novelista británico. De familia escocesa, estudió en

las universidades de Stonyhurst y de Edimburgo, donde concluyó la carrera de medicina. Entre 1882 y 1890

ejerció como médico en Southsea (Inglaterra). Para redondear sus magros ingresos publicó una novela de intriga, Estudio en escarlata, que se convertiría en el primero de los sesenta y ocho relatos en los que aparece uno de los detectives l iterarios más famosos de todos los tiempos, Sherlock Holmes.

En un momento de auténtica inspiración, basándose en el copotragonismo de caballero y escudero en Don Quijote de la Mancha, modelo que tantos novelistas han seguido, Arthur Conan Doyle creó al doctor Watson, un médico leal pero intelectualmente torpe que acompaña a Sherlock y escribe sus aventuras. En juli o de 1891 empezó a publicar en la revista Strand Magazine las andanzas de su personaje, inspirado parcialmente en uno

de sus profesores de la universidad, que abogaba por seguir estrictos razonamientos deductivos en todos los órdenes de la vida.

En 1893, harto de Sherlock, decidió darle muerte en la ficción junto a su enemigo mortal, el ma ligno

profesor Moriarty; pero a causa de la presión de sus lectores, debió resucitar al detective en 1902, con El sabueso de los Baskerville. Doyle adornó a su personaje con ciertos rasgos muy reveladores de los estereotipos de la clase alta victoriana: afición a la cocaína, destreza en la música (sobre todo con el violín), bruscos accesos de euforia y de melancolía, misoginia y, por supuesto, patriotismo al servicio indiscutible del imperio inglés.

De este fervor da cuenta su apasionada escritura de panfl etos y artículos a favor de su país en la guerra de los boers, como La guerra en Sudáfrica (1900), y también los seis volúmenes titulados The British Campaign in Flanders (1916-1919). Además de las novelas de intriga, Doyle practicó aceptablemente el géner o histórico en Michael Clarke (1888), La compañía blanca (1890) o Rodney Stone (1896), así como el drama en Historia de

Waterloo (1894). Son curiosas sus incursiones en la ciencia -ficción: The Lost Word (1912) y The Poison Belt (1913).

El autor sufrió una crisis tras la muerte de su hijo mayor en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y

se dedicó, con la energía que lo caracterizaba, a difundir el espiritualismo, sobre todo en The Wanderings of a Spiritualist (1921) y The History of Spiritualism (1926). Cuatro años antes de morir publicó su autobiografía, Memorias y aventuras.

Leopoldo Hurtado “Pigmalión” constituye la única incursión de Leopoldo Hurtado en el género policial. Estudioso del arte

contemporáneo, cuenta en su haber con obras tan enjundiosas como Estética de la Música Contemporánea ,

Espacio y Tiempo en el Arte Actual, La Música Contemporánea y sus Problemas . Su aporte a lo puramente literario está representado por Sketches (cuatro relatos).

Agatha Christie (Torquay, Reino Unido, 1891-Wallingford, id., 1976) Autora inglesa del género policíaco, sin duda una de

las más prolíficas y leídas del siglo XX. Hija de un próspero rentista de Nueva York que murió cuando ella tenía

once años de edad, recibió educación privada hasta la adolescencia y después estudió canto en París. Se dio a conocer en 1920 con El misterioso caso de Styles. En este primer relato, escrito mientras trabajaba como enfermera durante la Primera Guerra Mundial, aparece el famoso investigador Hércules Poirot, al que pronto

combinó en otras obras con Miss Marple, una perspica z señora de edad avanzada. En 1914 se había casado con Archibald Christie, de quien se divorció en 1928. Sumida en una larga

depresión, protagonizó una desaparición enigmática: una noche de diciembre de 1937 su coche apareció abandonado cerca de la carretera, sin rastros de la escritora. Once días más tarde se registró en un hotel con el

nombre de una amante de su marido. Fue encontrada por su familia y se recuperó tras un tratamiento

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psiquiátrico. Dos años después se casó con el arqueólogo Max Mallowan, a quien acompañó en todos sus viajes a Irak y Siria. Llegó a pasar largas temporadas en estos países; esas estancias inspiraron varios de sus centenares de novelas posteriores, como Asesinato en la Mesopotamia (1930), Muerte en el Nilo (1936) y Cita con la muerte (1938).

La estructura de la trama de sus narraciones, basada en la tradición del enigma por descubrir, es siempre similar,

y su desarrollo está en función de la observación psicológica. Algunas de sus novelas fueron a daptadas al teatro por la propia autora, y diversas de ellas han sido llevadas al cine. Entre sus títulos más populares se encuentran Asesinato en el Orient-Express (1934), Muerte en el Nilo (1937) y Diez negritos (1939). En su última novela, Telón (1974), la muerte

del personaje Hércules Poirot concluye una carrera ficticia de casi sesenta años. Se le acusa de conservadurismo y de exaltación patriótica de la superioridad británica. Pero se reconoce también

su habilidad para la recreación de ambientes rurales y urbanos de la primera mitad del siglo XX de la isla inglesa, su oído para el diálogo, la verosimilitud de las motivaciones psicológicas de sus asesinos, e incluso su radical escepticismo

respecto de la naturaleza humana: cualquiera puede ser un asesino, hasta la más apacible dama de un cuidado jardín de rosas de Kent.

Además de investigadores ocasionales, como un voluminoso y burocrático detective, imitación del míster Pond de G. K Chesterton, o una pareja de jóvenes espías ingleses adiestrados en la Primera Guerra Mundial, inventó dos de

los detectives más famosos del género: Hércules Poirot, belga residente en Londres, ayudado por un inepto coronel Hastings que homenajea al Watson de Arthur Conan Doyle, y Miss Marple, una solterona chismosa que extrae de lo observado en su pueblo natal, St. Mary Mead, el saber necesario para descubrir, mediante sorprendentes analogías, la

autoría de crímenes misteriosos en las casas de campo o en los hoteles y balnearios que suele visitar. Honorio Bustos Domecq

Es el autor ficticio de la colección de relatos detectivescos Seis problemas para don Isidro Parodi (publicada en 1942) y escritos en colaboración entre los escritores argentinos Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Posteriormente publicaron con el mismo seudónimo Un modelo para la muerte (1946), Crónicas de Bustos Domecq (1967) y Nuevos

cuentos de Bustos Domecq (1977). La obra viene precedida de una somera biografía sobre el supuesto autor a cargo de una maestra l lamada Adelma

Badoglio, así como de una redicha presentación de un tal Gervasio Montenegro, imaginario colega y amigo de Honorio Bustos. Gervasio Montenegro aparece también como personaje, un célebre actor acusado de asesinato, en algunos de

los relatos que se supone que prologa. Según su biógrafa, Honorio Bustos Domecq, nació en la localidad argentina de Pujato y fue un escritor precoz

que publicó sus primeras obras en la prensa de Rosario a la edad de 10 años. Fue un eminente polígrafo y durante la intervención de Labruna fue nombrado Inspector de Enseñanza y, más tarde, Defensor de Pobres.

El origen del pseudónimo consiste en la reunión de los apellidos de un bisabuelo materno de Borges (Bustos) y de la abuela paterna de Bioy (Domecq).

Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899 - Ginebra, Suiza, 1986) Escritor argentino considerado una de las grandes figuras de la

l iteratura en lengua española del siglo XX. Cultivador de variados géneros, que a menudo fusionó deliberadamente,

Jorge Luis Borges ocupa un puesto excepcional en la historia de la l iteratura por sus relatos breves. Aunque las ficciones de Borges recorren el conocimiento humano, en ellas está casi ausente la condición humana

de carne y hueso; su mundo narrativo proviene de su biblioteca personal, de su lectura de los l ibros, y a ese mundo libresco e intelectual lo equilibran los argumentos bellamente construidos, simétricos y especulares, así como una prosa

de aparente desnudez, pero cargada de sentido y de enorme capacidad de sugerencia. Recurriendo a inversiones y tergiversaciones, Borges l levó la ficción al rango de fantasía fi losófica y degradó la

metafísica y la teología a mera ficción. Los temas y motivos de sus textos son recurrentes y obsesivos: el tiempo (circular,

i lusorio o inconcebible), los espejos, los l ibros imaginarios, los laberintos o la búsqueda del nombre de los nombres. Lo fantástico en sus ficciones siempre se vincula con una alegoría mental, mediante una imaginación razonada muy cercana a lo metafísico.

Ficciones (1944), El Aleph (1949) y El Hacedor (1960) constituyen sus tres colecciones de relatos de mayor

proyección. A pesar de que su obra va dirigida a un público comprometido con la aventura l iteraria, su fama es universal y es definido como el maestro de la ficción contemporánea. Sólo su ideario político pudo impedir que le fuera concedido el Nobel de Literatura.

Isaac Aisemberg Nació en General Pico (provincia de La Pampa), realizó sus estudios primarios y secu ndarios entre Córdoba y

Buenos Aires y pasó por las universidades de Buenos Aires y de La Plata. Fue asesor de la Secretaría de Cultura de la

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Nación, jurado en festivales de cine, colaborador en el Festival Cinematográfico Internacional de Mar del Plata, miembro del tribunal de guiones en el Instituto de Cinematografía, profesor en escuelas de periodismo, estuvo al frente de la del Círculo de la Prensa y fue presidente de Argentores (Sociedad General de Autores de la Argentina).

Escribió numerosos relatos, novelas y obras teatrales, entre ellos, Es más tarde de lo que crees, No hay rosas en la tumba del marino, No hay ojos aquí y La guerra del cuarto mundo . Algunas de sus obras fueron traducidos para ediciones norteamericanas y su novela Cuestión de dados, así como su volumen de cuentos

Jaque mate en dos jugadas, figuran en importantes antologías internacionales. Fue galardonado con el Premio de Honor de Argentores.

Entre otros guiones escribió los de las películas El bote, el río y la gente, La rabona y Bajo el signo de la patria. Cuando estaba escribiendo este último guion ―en 1971, durante la dictadura de Lanusse―, un general

de apellido González Filgueira ―presidente del Instituto Belgraniano―, le dijo que desde la SIDE (Servicio de Inteligencia del Estado) se había objetado que un judío escribiera sobre la patria y la bandera, por lo cual Aisemberg optó por firmarlo bajo el nombre de Ismael Montaña. Sobre esa película ha dicho el crítico Fernando Peña que "puede humillar a casi todos los ejemplos que el género produjo en esa época. La retórica se evita con

textos lacónicos que logran gambetear al mármol, mientras la imagen sostiene un tono despejado y polvoriento. Tras sufrir toda la vida el antisemitismo, veinte años después del estreno de Bajo el si gno de la Patria, se convirtió al catolicismo.

Entre los proyectos sin concretar se cuenta una versión de Una excursión a los indios ranqueles (que trabajó con Mario Soffici) y una adaptación del cuento La intrusa de Jorge Luis Borges (que realizó con R ené Mugica). De su colaboración con René Mugica (que Aisemberg consideraba muy placentera) también resultaron dos l ibretos que presentaron en el concurso del Instituto de Cinematografía de 1979, El señor Brown y El

despoblado: uno obtuvo el primer premio y el otro una mención. Era un gran charlista, memorioso y cautivante para quienes lo escuchaban. Entre 1995 y 1996 fue presidente de Argentores ―entidad argentina que nuclea a los autores―, a la que

Aisemberg perteneció durante muchos años.2 Falleció el 26 de diciembre de 1997 mientras se desempeñaba en sus funciones de director del Centro de

Experimentación y Realización Cinematográfica (CERC), la escuela de cine del Instituto Nacional de Cinematografía.

Ricardo Piglia Nació en Adrogué, provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1941. En 1955 su familia se mudó a Mar del

Plata, donde estudió Historia en la Universidad Nacional de La Plata, y residió hasta 1965 en que se trasladó a la capital. Durante una década en editoriales de Buenos Aires. Publicó en 1967 su primer l ibro de relatos, La invasión, que fue premiado por Casa de las Américas. En 1980 apareció Respiración artificial, de gran repercusión

en el ambiente literario y que lo consagró internacionalmente. También publicó numerosos ensayos y los diarios autobiográficos: Los diarios de Emilio Renzi, divididos en tres volúmenes: Los años de formación (1957 - 1967) 2015; Los años felices,(1968-1975), 2016; Un día en la vida, 2017). Junto al músico Gerardo Gandini compuso la ópera La ciudad ausente, basada en su propia novela, estrenada en el Teatro Colón en 1995.

Dirigió la revista Literatura y Sociedad. Fue profesor de la Universidad de Buenos Aires, la Universidad de California en Davis y la Universi dad de Princeton, EUA. Fue guionista de las películas El astillero (1999) La sonámbula, recuerdos del futuro (1998) y Comodines (1997). Y co-guionista de la película Corazón Iluminado, de Héctor Babenco.

En 2011 regresó a Argentina, tras años en EEUU. En 2014 se le diagnosticó esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Murió el 6 de enero de 2017.

Raymond Chandler (Chicago, 1888 - La Jolla, 1959) Escritor de novelas policíacas norteamericano. Creador del popular

detective privado Philip Marlowe y artífice fundamental de la l lamada novela negra, revolucionó la típica trama

de intriga y misterio de la l iteratura policíaca reflejando la dureza de la vida urbana y la corrupción social. Raymond Chandler contribuyó de modo determinante a la renovación del género policial, sobre el que

escribió también famosos ensayos como El simple arte de matar (1944), y creó un personaje y un estilo. El héroe

de sus novelas es el investigador privado Philip Marlowe, protagonista y narrador de las historias, i dealista romántico bajo la apariencia cínica, que lucha contra una sociedad corrompida siguiendo un código ético personal y métodos no siempre ortodoxos.

Sus obras reflejan la corrupción como el mecanismo central que afecta a los seres y sus relaciones

sustentadas en el poder del dinero. Su estilo narrativo puede ser descrito como de un realismo sarcástico y sobre

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todo escéptico: una prosa que narra con rapidez, exactitud y sutileza sus ambientes, personajes y sucesos, a veces matizada por observaciones y frases de humor cínico que lo caracterizaron. La escritura precisa y refinada resulta de la feliz fusión de lenguaje l iterario y formas coloquiales, de metáforas coloridas y de slang americano crudo y vigoroso.

Chandler defendía en su prosa la elegancia, la l iteratura ante todo, a diferencia de la mayoría de autores de

novela negra, que practicaban una prosa torpe alejándose de las exigencias de escritura. Junto con Dashiell Hammett, Raymond Chandler es el fundador de la novela detectivesca moderna de corte duro, que lleva las tramas criminales a la calle, a la sociedad, y amplifica los móviles del crimen a factores sociales y a psicologías complejas.

Sin embargo, más que en los argumentos, la fuerza narrativa de Chandler se expresa en la elaboración artís tica de las novelas más logradas como El sueño eterno (The Big Sleep, 1939), Adiós, muñeca (1940), La ventana siniestra (1942), El largo adiós (1953). Otras obras menores son La dama del lago (1943), La hermana pequeña (1949) y Playback (1958). Todas sus novelas han sido llevadas con éxito a la pantalla, comenzando por la memorable El sueño eterno.

Dashiell Hammett (Maryland, Estados Unidos, 1894 - Nueva York, 1961) Novelista estadounidense. Dashiell Hammett trabajó en

una agencia de detectives privados antes de participar en la Primera Guerra Mundial, de la que regresó gravemente enfermo. A partir de 1934 participó activamente en la política de izquierdas de su país, motivo por el cual en 1951, durante la era McCarthy, fue condenado a prisión.

Inició su carrera l iteraria con algunas novelas cortas, publicadas desde 1924 y reunidas bajo el título de El gran golpe (1966). En 1929 publicó la novela Cosecha roja, a la que siguieron El halcón maltés (1930), El hombre delgado (1934) y La llave de cristal (1931), entre otras.

Con estas obras, que reflejan con toda crudeza los aspectos más violentos de una sociedad corrupta e inmer sa

en una lucha sin tregua por el poder y el dinero, se apartó del modelo típico de novela policíaca y creó un nuevo género: la novela negra, que tendría en Raymond Chandler su más eximio continuador. Muchas obras de Hammett, Chandler y otros cultivadores del género serían llevadas a la gran pantalla por prestigiosos realizadores en las décadas de 1940 y

1950, periodo áureo del l lamado «cine negro».