el cuaderno 02

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El Cuaderno SEMANAL DE CULTURA DE LA VOZ DE ASTURIAS Nº 2 / Domingo 23 de octubre del 2011 / www.elcuadernocultural.com MALLO VS. KODAMA MOISÉS MORI GOETHE Y SCHILLER EL DESGUACE DE LA TRADICIÓN PABLO TEXÓN MARÍA JESÚS RODRÍGUEZ JAVIER SOTO LOS GUAJES PEDRO FANO Seis miradas escritas sobre el deporte rey © ARMANDO ÁLVAREZ

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Número 2 de El Cuaderno Semanal de Cultura de La Voz de Asturias

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Page 1: El Cuaderno 02

El Cuaderno SEMANAL DE CULTURA DE LA VOZ DE ASTURIASNº 2 / Domingo 23 de octubre del 2011 / www.elcuadernocultural.com

MALLO VS. KODAMA

MOISÉS MORI

GOETHE Y SCHILLER

EL DESGUACE DE LA TRADICIÓN

PABLO TEXÓN

MARÍA JESÚS RODRÍGUEZ

JAVIER SOTO

LOS GUAJES

PEDRO FANO

Seis miradas escritas sobre el

deporte rey©

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El Cuaderno

2Domingo, 23 de octubre del 2011

FERNÁNDEZ MALLO VS. MARÍA KODAMA

COORDINADOR Juan Carlos Gea CONSEJO EDITORIAL Miguel Barrero, Juan Cueto, Álvaro Díaz Huici, Jordi Doce, Julio César Iglesias, Elena de Lorenzo Álvarez, Jaime Priede REALIZACIÓN EDITORIAL Ediciones Trea, S. L. REDACCIÓN Ediciones Trea, S. L. Polígono Industrial de Somonte, c/ María González La Pondala, 98, nave D. 33393 Gijón • Tel.: 985 303 801 • [email protected] • www.trea.es DISEÑO GRÁFICO Pandiella y Ocio EDITA La Voz de Asturias, S. A. , c/ Lila, 6. 33002 Oviedo • Tel.: 985 101 500 • www.lavozdeasturias.es

Algunas consideraciones sobre el remakeEL DEBATE SOBRE LA IMPORTANCIA O LA PERTINENCIA DE LA CITA LITERAL SE INSERTA EN EL CENTRO DE LO CONTEMPORÁNEO

JORDI CARRIÓN

En la exposición Devorar París del Museo Picasso de Barcelona, volvemos a observar cómo el pintor hispano-francés saqueó y reinventó las grandes obras del arte universal. De los fetiches africanos

a sus contemporáneos parisinos, pasando por supuesto por Velázquez. Al contrario que en la pintura, donde la copia o la versión siempre se dan en segundo grado (incluso en el caso del collage, cuando la reproducción se inserta en el marco de otra reproducción), en el cine y en la literatura la materia del original puede ser citada literalmente en la obra que la versiona. De ahí que los litigios sobre derechos de autoría y reproducción sean más habituales en esos ám-bitos. Sobre todo en el caso literario, porque un fotograma puede ser filmado imitando el original, pero una palabra no puede ser citada sin que parezca la misma del original. Por supuesto, entramos entonces en el terreno de la intertex-tualidad: en los cambios mínimos del léxico, la declinación o la sintaxis tendríamos la apropiación debida y legítima del texto ajeno.

El debate sobre la importancia o la pertinencia del remake se inserta en el centro de lo contemporáneo, porque es un procedimiento muy antiguo que ahora cuestiona concep-ciones anacrónicas sobre la propiedad del capital simbólico común. Como la fan fiction o el sampleo. La polémica provo-cada por María Kodama al forzar la retirada de El hacedor (de Borges), Remake, de Agustín Fernández Mallo, hay que observarla desde una doble perspectiva: la de los derechos de autor y la de lo que entendemos por borgeano hoy en día. Porque después de los experimentos piglianos de desplaza-miento de Borges del centro del canon de los años ochenta, que estuvieron acompañados de una defensa de la impor-tancia de Roberto Arlt llevada a cabo precisamente median-te el plagio y el robo simbólico (Nombre falso), y de las ope-raciones eruditas y no obstante humorísticas de Rodrigo Fresán (en Historia argentina) y de Alan Pauls (en El factor

Borges), en el inicio de siglo las intervenciones más intere-santes en el legado borgeano han sido en clave de remake. En la orilla española, Fernández Mallo, al tiempo que reescribía «Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj», un texto de Cortázar que el autor de Nocilla Dream transformó en «Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al iPod», trabajaba en El hacedor (de Borges), Remake, que reescribe radicalmente El hacedor manteniendo solamente los títu-los de los textos y parte de los paratextos (como el prólogo). Mientras tanto, en la orilla argentina, Pablo Katchadjian ini-ciaba una trilogía de remakes que hasta el momento ha da-do lugar a El Martín Fierro ordenado alfabéticamente y a El Aleph engordado.

Los proyectos de Katchadjian y de Fernández Mallo son complementarios porque significan que Borges sigue es-tando en el meollo de lo contemporáneo. Es decir, que los escritores de hoy tienen que atravesarlo o sortearlo de un modo u otro para poder se-guir creando, enfrentándose a los mecanis-mos creativos y a sus contextos legales. El arte siempre se ha dividido entre críticos y hedonistas, entre quienes sostienen que la creación sólo puede cuestionar y quienes la celebran, la exaltan, como si fuera sólo un vehículo de placer estético y una máquina blanda de producir homenajes. Para mí, un homenaje só-lo puede ser crítico. En las propuestas de Kadchadjian y de Fernández Mallo lo que puede semejar lúdico es finalmente crítico. Sus obras son tests de resistencia a Borges. Pruebas de fuerza. Duras máquinas de la verdad. Reescribirlo, engor-darlo, rehacerlo. Borges supera esos retos y demuestra, gra-cias a ellos, que está más vivo que nunca. Porque el remake lleva necesariamente a la relectura. Volvemos a «El aleph» para observar exactamente en qué momento Kadchadjian deja de reproducir y comienza a crear. Regresamos a El ha-cedor para descubrir el concepto, la operación tecnológica o

la broma que une sutilmente el nuevo poema o cuento con el original de Borges. Por supuesto, en ese movimiento de ida y vuelta hemos variado nuestra percepción de ambos textos y de lo que entendemos por tradición: eso es justamente lo que tiene que provocar la literatura.

Y el arte: Las Meninas no son iguales desde que fueron rehechas por Picasso. Ni la Gioconda, después de que Du-champ le pintara un bigote y la afeitara. Ni Psicosis, después de que Douglas Gordon la ralentizara o que Gus van Sant la filmara de nuevo, plano por plano. Larga vida al remake y a las polémicas que lo revitalizan. ¢

En las propuestas de Kadchadjian y de Fernández Mallo lo que puede semejar lúdico es finalmente crítico. Sus obras son tests de resistencia a Borges

© JAIME REINA, PÚBLICO

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SEMANAL DE CULTURA DE LA VOZ DE ASTURIAS

www.elcuadernocultural.com

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3El CuadernoDomingo, 23 de octubre del 2011

ERNAUX + MORI

JAIME PRIEDE

El reconocimiento que un autor dis-fruta o padece por parte del lector es un fenómeno maleable por defi-nición. Lo natural en este caso es su

movilidad y la provisionalidad de sus resulta-dos. Moisés Mori es un buen ejemplo de ello. Siempre por debajo de la línea de flotación que separa el consumo minoritario de la ce-lebridad, Escenas de la vida de Annie Ernaux, uno de esos libros que justifica una carrera literaria, podría ser el Quijote de Mori si con-tara con la promoción que se merece.

Estamos ante un escritor inclasificable. Su trabajo literario siempre ha seguido una vía singular, de libre procedimiento, más aten-ta a los desvíos que a los atajos. En su obra se entrecruzan diversos géneros de escritura: el ensayo ficción, la autobiografía literaria, la suspensión poética o la erudición creativa. Todos sus títulos ofrecen hasta el momento el ideario de una escritura arraigada en el comentario sobre otros autores, libros que se conciben como ensayos en el sentido lite-ral del término, como una rama de la crítica literaria, «pero huérfana de teoría», señala el propio autor. En ellos resulta palpable la intención de dar entidad literaria al comen-tario crítico, situándose en un lugar indeter-minado y abierto por el que transita solo, con sus ventajas y desventajas.

Escenas de la vida de Annie Ernaux es una obra monumental, no ya por su en-vergadura física, sino, sobre todo, por el proyecto literario que consuma. No hay en ella una sola página de transición. El libro se presenta como un diario de las lecturas

de la obra narrativa de Ernaux realizadas durante cuatro años. Así se di-ce en el subtítulo. Sin embar-go, cuando uno se adentra en él, a medida que avanza, tiene la impresión de estar leyendo una novela que utiliza recur-sos propios del género, pues apetece seguir leyendo, genera una especie de intriga impropia del género ensayístico. Según avanzamos, el personaje cen-tral no es sólo la escritora Annie Ernaux, sino el narrador que cuenta su lectura global (litera-tura y vida) de Ernaux, autora de novelas como El lugar, Una mujer o Pura pasión. Un narra-

dor escondido tras las bambalinas de los encabezamientos durante gran parte del recorrido, pero que aparece súbita y decidi-damente en su parte final.

Con todo, Escenas de la vida de Annie Er-naux no deja de ser una exhibición de lo que el ensayo sobre un autor puede dar de sí. Ni la autora francesa ni sus novelas están ahí como mero pretexto. Estamos acostumbrados a las constantes revisiones de los procedimientos narrativos por parte de la ficción, pero no es habitual una revisión de tal calibre en el terre-no del ensayo. Mediante un análisis personal, histórico y biográfico, el narrador interviene expresa y directamente con su punto de vista, por lo que se modela como un personaje que lee la obra de Annie Ernaux y escribe un dia-rio de sus lecturas. Y todo ello obedece al puro azar, como en un buen thriller. ¢

Obra magnaMOISÉS MORI REINVENTA EL ENSAYO A PARTIR DE SU EXPERIENCIA COMO LECTOR DE ANNIE ERNAUX

Una obra monumental, no ya por su envergadura sino por el proyecto literario que consuma

Antes de convertirse en el emblema de la novela moderna, Miguel de Cervantes lo decía con resentida precisión: «Eso que llaman Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo ciega, y, así, no ve lo que hace, ni sabe a quién derriba ni a quién ensalza»

Moisés Mori / JOSÉ VALLINA

Annie Ernaux

Escenas de la vida de Annie Ernaux

Moisés MoriOviedo: KRK Ediciones,

2011, 811 pp.

La obra literaria de A. Ernaux se apoya en la exposición sociológica y la historicidad de los hechos, pero esos

materiales constituyen en suma recursos narrativos, esto es, mecanismos de la subjetividad escrita, de un discurso (conocimiento, rebeldía, exhibicionismo, coartada) que no llamamos neurastenia sino literatura. Pero el hecho de constatar esta cara retórica no vacía los textos de su penetración sociológica, de su fibra política; al contrario, es con esos presupuestos sociopolíticos como comprendemos mejor la subjetividad de la autora, su elaboración literaria, la exposición pública ya sea del cuerpo y el deseo, de la enfermedad y el dolor, de los sueños» (p. 188)

La propia exhibición de lo íntimo tiene una naturaleza política, supone la conquista de un espacio público,

pues con sólo salir a la luz actúa contra el orden ideológico, desenmascara las buenas maneras de los poderosos, provoca un debate, pone en cuestión la idea de la literatura como bellas letras» (p. 254)

La mirada sobre los demás es, ante todo, una mirada moral» (p. 285)

En efecto, tal como demuestra esta escena a la vuelta de Ruán, la chica ya no ve a su madre con ojos inocentes y sin

distancia, es decir, con los de la gente baja (¿baja/alta?), los de sus familiares y vecinos, a todos los cuales les hubiera parecido

completamente normal el aspecto de la tendera (¿acaso no estaba durmiendo?) y nunca hubieran echado en falta, por ejemplo, una bata sobre el camisón. A. E. puede ver a su madre reflejada en los ojos pasmados de su profesora y de sus compañeras porque justamente ella ha aprendido a mirar desde otro lugar, ha adquirido esa otra mirada cultural» (p. 295).

No es fácil reconocerse siempre el mismo, admitir la existencia de una identidad esencial. Seguramente

sólo somos una construcción imaginaria (calcada de las novelas, de la publicidad, de lo que hemos visto), apenas un relato vital que en apariencia nos constituye y nos otorga la sensación de permanencia. Así es, un argumento. Un peón del juego social» (p. 314)

Con todo, trato de aprovechar esas ideas; resuenan asimismo en La vergüenza: “La memoria no me aporta

ninguna prueba de mi permanencia o de mi identidad. Al contrario, me hace sentir y me confirma mi fragmentación e historicidad”» (p. 315)

¿Por qué habría de interesarme la literatura? Ya sé, para reemplazar mi déficit vital con palabras, con una ilusión; sí,

no otra cosa significa este diario. Pero ya ni escribo, me olvido de todo; miel blanca y cerveza de amapola. Agua, agua en los bares. No me interesa nada. He dejado de nuevo el tabaco» (p. 693)

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El Cuaderno

4Domingo, 23 de octubre del 2011

NUEVAS NOVELAS, VIEJOS AMIGOS

Ensalada de canónicos: servir fríaun curso de narrativa del siglo xx sin pontífices, enciclopedismos ni pedanterías

Una amistad ilustradade un tiempo en que el escritor no sabía estarse quieto en la torre de marfil

Es muy posible que Javier Aparicio Maydeu no sea un pragmatista en el sen-tido en que lo es Richard Rorty, aunque sí destaca por ser un hombre prácti-co. Si para el filósofo nor-teamericano «leer textos es una cuestión de leerlos a la luz de otros textos. Y luego ver qué pasa», en El desguace de la tradición. En el taller e la narrativa del siglo XX los textos li-terarios son siempre con-siderados como el aceite que engrasa los engrana-jes y mecanismos que han permitido el funciona-miento de la «gran» fic-ción del siglo XX, aquella capaz de «desguazar» la tradición para generar un nuevo espacio creativo. Los ejercicios marcados con una llave inglesa, los fragmentos que abren cada capítulo y cada sección, la apabullante selección de textos literarios y obras de arte y los destornilla-dores son las herramientas que se ponen a disposición del lector para que indague en las entrañas de cada artefacto literario. Son el modo —erudito pero no pedante, didác-tico pero no simplificador, desmitificador pero no irresponsable, provocador pero no

vacuo— que ha encon-trado el autor después de casi tres décadas de activi-dad literaria en todos los frentes: asesor literario, agente, crítico en suple-mentos y revistas, forma-dor de editores y profesor universitario. Un curso de narrativa del siglo XX, en suma, pensado para todos los que no quieren que se les dé todo hecho, que no desean escuchar una voz pontifical y pretencio-samente enciclopédica, que leen de manera lineal pero se han acostumbra-do también al modelo de lectura mediante enlaces, que agradecen los análisis críticos y los postulados teóricos pero escuchan atentos las opiniones de los propios creadores so-bre sus obras, que saben

con Barthes que el autor ha muerto pero quieren asistir a su autopsia.

Aparicio Maydeu establece las condicio-nes para que los textos literarios entren en un diálogo fructífero, sin que la profundidad de la reflexión termine de empañar del todo ese punto de respetuosa irreverencia que, ya desde los títulos de cada epígrafe, recorre el volumen y donde la ensalada de canónicos

comienza a coger sabor con los aderezos de la mirada irónica y de la pasión distanciada. La irreprochable elección de contenidos (Kafka, Joyce, Faulkner, Proust, Woolf, Buzzati, Na-bokov, García Márquez, DeLillo, Calvino, Barnes, Foster Wallace) tiene su contrapunto en el modo en que las obras de estos autores que desguazan la tradición son capaces de, lejos de una historicidad más que discutible, trazar los ca-minos de la narrativa del siglo XX en sus contenidos formales y estructurales. El lector de El desguace de la tradición resolverá dudas sobre los procesos de composición de las obras más innovadoras del siglo XX, pero al mismo tiempo se verá interpelado con nuevas asociaciones inesperadas, propuestas de sentido incómodas, invitaciones didácti-cas abiertamente divertidas y preguntas de examen poco previsibles. Alguien capaz de proponer que el Ulises de Joyce es la broma infinita, de considerar responsable de una pandemia poética a Faulkner, de presentar posibles alternativas a las musas extraviadas o preguntarse cómo demonios se sale del ato-lladero del texto, de considerar la subversión de los géneros como una mentira deliciosa, de hacer de DeLillo el culpable de la invasión de los ultratemas o de definir a David Foster

Wallace (y eso es imperdonable, aunque sea verdad) como «un geniecillo encerrado en la botella de la tradición», es también capaz de desguazar la tradición y hacernos comulgar con un plato de sopa falsamente deconstrui-da, de introducirnos en los misterios de las triples jotas, de comparar con argumentos,

pongamos, Montreal con Casteldefells y de sugerir como menú del día una en-salada de canónicos que no sepa rancia.

Este tratado camufla, en el envoltorio de un curso de narrativa del siglo XX, un manual de literatura com-parada de verdad compara-da, de verdad literatura; un diccionario de narratología; una caja de herramientas; un catálogo de novedades; un folleto con instrucciones de uso. Con todo esto podrá

el lector asistir al «proceso de desguace de la tradición, al ejercicio de su descomposición, de su desarme necesario para advertir cómo funciona» y, de forma paralela, al proceso creativo de la narrativa. Todo ello pasa por los vínculos entre talento individual y tradición, entre el texto y el sistema literario del que forma parte y entre la escritura y la reescritu-ra. Este libro es una homeroteca. Lo moder-no deviene clásico. Como si quisiera decirnos «Sit tibi terra Levi’s (Strauss)». ¢ JAVIER GARCÍA RODRÍGUEZ

Una comisión envía al consejero a revisar las minas, los telares y el estado de los caminos: hay que fomentar industria y comunicacio-nes, concluye. Mientras tanto intenta ter-minar una nueva revisión de la Ifigenia. No le gusta demasiado: «el rey de Táuride está hablando como si ningún fabricante de calce-tines de Apolda pasara hambre». Podría ser Jovellanos, pero es Goethe.

El concepto filosófico de la cadena de los seres es interesante como hipótesis científi-

El desguace de la tradición. En el taller de la narrativa

del siglo XXJavier Aparicio Maydeu

Madrid: Cátedra, 2011, 856 pp.

ca; todo parece indicar que el eslabón que une al hombre con el resto de vivientes es el simio: pero para cuestionar el Génesis hacen fal-ta pruebas. Podría ser Darwin quien así ra-zona, pero es Goethe quien concreta un as-pecto del problema y lo resuelve: el hombre no tiene hueso inter-maxilar y el simio sí; consigue un cráneo de embrión humano y localiza la sutura, la huella del hueso que ya no tenemos, el eslabón de la cadena. Hay que seguir trabajando en esto, pensaría cuando guardó en su habitación un cráneo de elefante (no fueran a tomar al serio consejero por loco).

Pero en el plano interno, ¿dónde está el ne-xo entre el alma y el cuerpo? Quizá así se po-dría explicar el comportamiento humano; el médico redacta tres versiones de una filosofía de la psicología sobre los estímulos corpora-les como origen de la conciencia. No es un neurofisiólogo, es Schiller. Es lo que tienen los hombres del dieciocho: que lo mismo escriben Werther que consiguen fondos para carreteras o se entusiasman con el os intermaxilare.

¿Quién comprende que, para explicar quiénes son Goethe y Schiller, los calcetines

de Apolda, el hueso intermaxilar o el in-forme perdido de un literato que antes fue médico en Stuttgart son más importan-tes que la fecha de la edición de Götz? Po-dría ser Stefan Zweig, pero es Rüdiger Sa-franski, quien, una vez más, demuestra su madera de inves-tigador —la biblio-grafía sobre este dúo es como la biblioteca borgeana, un infinito festín—, pero tam-

bién sabe qué lugar ha de ocupar tanto esfuerzo —todo el aparataje bibliográfico está, pero está en apéndice—; y demuestra saber disfrazar una investigación de ensayo divulgativo, gracias a un pulso na-rrativo y una capacidad para saber lo que im-porta y saber contarlo que hace que el lector lea sin poder dejar de escucharle, lea y apren-da, lea y relacione, lea y comprenda.

La relación entre Goethe y Schiller es una acertada ventana al pensamiento europeo, porque Safranski nos habla de la productiva amistad entre iguales que comparten afanes, sí, pero también sobre egos en conflicto con-trolados con vistas a proyectos literarios, y editoriales, superiores a ellos mismos; sobre el Weimar de Goethe y Schiller entre 1794 y

1805, sí, pero también sobre Klopstock, Wie-land, Herder, Hölderlin, Schelling y Kotzebue, y sobre la universal repú-blica de las letras cuan-do éstas eran res publi-ca y los escritores no sabían estarse quietos en la torre de marfil; y sobre la belleza literaria y sobre cuánta realidad puede soportar el arte, pero también sobre el deseo de éxito de los autores y sobre cuán-tos táleros piden a su editor; y sobre la nueva sociabilidad, cuando el hombre pensó que para

conocerse a sí mismo igual convenía recono-cerse en los demás —y en las demás, que ya no quieren ser musas, sino escribir novelas, parti-cipar en tertulias y colaborar en proyectos—; y sobre la inagotable curiosidad del siglo que por vez primera tuvo conciencia de sí, y se llamó a sí mismo ilustrado, porque quiso serlo; y sobre los años finales en que la sombra de la duda se cernía sobre la ordenada y tranquilizadora vi-sión del mundo y el yo, más sensible que nunca, se desazonaba y se rebelaba contra la armónica comunidad. Decir que un libro titulado Goethe y Schiller trata de la amistad de dos literatos no sólo sería una obviedad imperdonable, sino también incierto. ¢ ElENA DE lORENZO ÁlVAREZ

aparicio maydeu es erudito pero no pedante, didáctico pero no simplificador, desmitificador pero no irresponsable, provocador pero no vacuo

Goethe y Schiller. Historia de una amistad

Rüdiger Safranski Barcelona: Tusquets, 2011, 340 pp.

Johann Wolfgang von GoetheFriedrich Schiller

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5El CuadernoDomingo, 23 de octubre del 2011

OTRO FÚTBOL

es más que un deporte. Es, además, un fenómeno social que como tal se ha venido incorporando a las diversas manifestaciones culturales surgidas en los últimos tiempos. La propia estética del juego, la mitología engendrada en sus alrededores, el sentimiento de pertenencia que se forja en torno a los equipos o la consolidación de los estadios como grandes santuarios laicos de la contemporaneidad han influido en el interés cada vez mayor que creadores de todos los ámbitos muestran en el fenómeno. Frente a la frivolización impuesta por la mercadotecnia, El Cuaderno explora la nueva antropología futbolística partiendo de las jornadas que el U. C. Ceares, un club gijonés de Tercera División, organizó en septiembre y en las que participaron escritores, periodistas y músicos para abordar el deporte rey desde una perspectiva diferente.

Milagros a patadas

se asomara a ver qué pasa allí dentro, caso en el cual podrían suceder dos cosas más: la primera, que el fulano cósmico fue-ra (¡quién sabe!) esferomórfico: conflicto intersideral al canto; la segunda, que no lo fuera y decidiera permanecer en el coliseo hasta averiguar dónde está la gracia. ¿Qué concluiría entonces el extraterrestre? ¿Es éste un juego que disputan dos equipos con la finalidad de hacer entrar un balón a pa-tadas en una portería? A nadie se le habría ocurrido pensar que fuera algo diferente cuando a mediados del siglo XIX la Uni-versidad de Cambridge codificó las reglas de este deporte a petición de algunos de los colegios más pres-tigiosos de Gran Bretaña, cuyos alumnos venían practicándolo a su manera desde antiguo. Ciento cin-cuenta años después, el fútbol es distinto: un fenómeno de masas so-bre el que se ha publicado tanto y en todos los idiomas que ni la mismísi-ma Biblioteca de Alejandría podría contener tal cantidad de legajos. ¿Por qué ha cobrado el balompié es-ta importancia?

Con su tensión dramática, sus momentos culminantes, sus farsas, su coro, sus impúdicas catarsis y la encarnación de la fatalidad en el ár-bitro, ese «ampuloso tirano que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera», que es-cribió el uruguayo Eduardo Galeano, el fút-bol puede parecer un teatro o un circo, reple-to de resonancias mitológicas y legendarias: Hércules, Celta, Numancia, Ajax, Atalanta, Fortuna de Düsseldorf o de Sittard, Sparta de Praga o de Rotterdam, Viking, Hadjuk…, Ti-tánico de Laviana. Pero el destino le ha reser-vado otros honores. Porque el fútbol concita la desmedida atención de la muchedumbre humana, que parece percibir en él algo seme-jante al ritual de una religión épica con ídolos para cada tribu adorados todos los domingos en templos monumentales y suntuosos, co-lores y emblemas por los que luchar y sufrir y la gloria final, o el infierno. Los más devotos, por amor a los símbolos que defienden sus héroes, recorren largos caminos para arro-parlos en la contienda con himnos sagrados. Y los más fanáticos, impulsados por el fervor, irrumpen entre los fieles de otras divinidades y emprenden vigorosas campañas de evan-gelización que acaban con frecuencia en co-misaría. También hay tibios, e incluso ateos sin fisuras que desprecian el fútbol y recha-zan sus milagros, pero ni así pueden librarse de su omnipresencia. Es tan grande su re-percusión en todo el planeta que la victoria de España en el pasado Mundial de Suráfrica supuso para el país un crecimiento cercano al uno por ciento del PIB. Así se explica que el poder político se inmiscuya en el desarro-llo de este deporte para beneficiarse de su popularidad. Es sabido que Franco utilizó el fútbol para rebajar tensiones sociales y que la escuadra azzurra recibió un inquietante mensaje del Duce minutos antes de saltar al césped del Stadio Nazionale de Roma la tar-de de la final del Mundial de 1934: «¡Vittoria o morte!». O Videla, que amén de estimular

a su selección con arengas patrióticas en el Mundial de Argentina de 1978, demostró ser un hombre agradecido al enviar a Lima 18.000 toneladas de trigo tras el 6-0 que la Argentina le endilgó a Perú en un partido a vida o muerte.

¿Y quién ha olvidado las imágenes ofre-cidas por Televisión Española de los cuatro goles de Butragueño a Dinamarca en el Mun-dial de México de 1986, en cuyas inocentes repeticiones flotaba simpático y espectral el rostro del entonces presidente del Gobierno Felipe González?

Rodeados de frenesíEl fútbol son once contra once rodeados de frenesí. Adolfo Pérez Esquivel languidecía en una cárcel de La Plata por su oposición al régimen militar argentino cuando la al-biceleste ganó 3 a 1 a Holanda en la final de Buenos Aires: «Era extraño, pero en un grito de gol nos uníamos los guardias y los prisioneros. Me da la sensación de que en ese momento, por encima de la situación que vivíamos, estaba el sentimiento por Ar-gentina», reconoció el premio Nobel de la Paz de 1980. ¿Hay alguna religión capaz de reconciliar a torturados y torturadores? El fútbol. ¿Quién duda que de esto los argenti-nos saben mucho? Cuando hace diez años la nación se hundía en la miseria por la desver-güenza de unos políticos corruptos, las tele-visiones del país austral emitían un anuncio que escenificaba la retrasmisión de un par-tido entre Brasil y Argentina, algo así como un Sporting-Oviedo, pero de Channel o de Hermès: un futbolista argentino se dispone a convertir un penalti señalado en el último

minuto. En el momento decisivo, el suminis-tro eléctrico falla, la imagen se pierde y el vo-zarrón del locutor se extingue. Toma general que exhibe un apagón completo de la ciudad. Pero en un remoto rincón del audio se apre-cia apenas el rumor de una radio. Su afortu-nado propietario es el primero en enterarse y quien informa a todos los demás a través de las ventanas abiertas: «¡Gol! ¡Goooool!». La noticia se transmite como una cascada de oído en oído y un segundo después, con la cámara aún fija en la oscuridad absoluta, el griterío desbarajustado de los porteños se

transforma de inmediato en un coro atro-nador: «¡Argentina! ¡Argentina!». Bárba-ro. Qué gran país, che. ¿Y qué anunciaban? ¿Pilas? El fútbol ha parasitado la religión y, como ella, está impregnado de filosofía y de literatura. «Del fútbol aprendí que la pelota nunca llega del lado que uno espera», adver-tía el cancerbero del Racing Universitario de Argel Albert Camus, el mismo que es-cribió La peste y El extranjero y fue premio Nobel de Literatura en 1957. Poco después, en los años sesenta, el entrenador escocés Tommy Docherty se despidió del banquillo de un equipo inglés con una frase que resu-me su orgullo por los compromisos cumpli-dos: «Prometí al Rotherham United que le sacaría de Segunda División y lo hice: baja-mos a Tercera». No consta la respuesta de The Merry Millers, la afición del menciona-do club británico, pero sí ha trascendido que el bueno de Docherty, apodado The Doc, acabó su carrera en Australia.

Regresamos a Argentina. César Luis Me-notti, director de la escuadra que sobrevivió a las amenazas de Videla en 1978, comenzó su vida deportiva en el equipo de su ciudad natal, el Rosario Central, donde, según ma-nifestó a la prensa, «Tenemos prohibido celebrar un gol de penal, porque un gol de penal lo hace cualquiera». Gallardo el Fla-co, ¿no es cierto? Y aunque el fútbol está tan imbricado en la existencia de los hombres que ya resulta difícil hablar de ésta sin aquél, no siempre ha sido así. El ingenioso Oscar Wilde pensaba que es un entretenimiento que «está muy bien para chicas toscas, pero apenas es conveniente para chicos delica-dos». Quizá hubiera reflexionado un poco si

� ÁNGEL C. SUARDÍAZ. Si un alienígena aterrizara por casualidad en las inmediaciones de un estadio de fútbol de cualquier ciudad del mundo en una tarde de domingo, po-drían ocurrir dos cosas: una, que reemprendiera el vuelo espantado por los bramidos y reverberaciones que emanan del colosal edificio; otra, que le picara la curiosidad y

«era extraño, pero en un grito de gol nos uníamos los guardias y los prisioneros. me da la sensación de que en ese momento, por encima de la situación que vivíamos, estaba el sentimiento por argentina»

(continúa en página 6)

Grafiti de Aken y Back en el campo de La Cruz del U. C. Ceares / TXEMA URDANPALIETA

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El Cuaderno

6Domingo, 23 de octubre del 2011

OTRO FÚTBOL

o el barrio al que representa es muy fuerte y desplazar de sitio la Bombonera o Anfield se-ría casi como mover Stonehenge.

Identificación territorialEsa identificación territorial se incremen-tó a lo largo de los años sesenta, cuando los jóvenes aumentaron su poder adquisitivo y comenzaron a ir al campo. Una vez allí, se apropiaron de los fondos que estaban detrás de las porterías y los convirtieron en un terri-torio que había que defender de otros grupos de jóvenes de equipos rivales. Este hecho coincidió con una mejora del transporte, que permitió que grandes colectivos de perso-nas se desplazaran hasta otras ciudades para ver un partido de fútbol. Si hasta entonces el campo había sido un lugar de encuentro para hombres en un ambiente entre vecinal y fa-miliar, a finales de los sesenta y principios de los años setenta la media de edad desciende y los episodios violentos, los cantos obscenos y las rivalidades entre hinchas, junto con las invasiones del césped, serán cada vez más

frecuentes. En 1974 en Old Trafford se co-locaron por primera vez unas vallas entre jugadores y espectadores y las gradas pasa-ron a ser un recipiente para masas, un lugar de almacenamiento que llegaría a ser una auténtica trampa mortal. Tras varios suce-sos terribles, la gota que colmó el vaso fue el desastre de Hillsborough, en 1989, cuando 96 aficionados del Liverpool murieron aplasta-dos contra las vallas. Al año siguiente, el in-forme Taylor analizaba los estadios ingleses, muchos de ellos con más de cien años de an-tigüedad, y recomendaba una mejora com-pleta que incluía quitar las vallas y sentar a los espectadores. Curiosamente, el informe pro-vocó muchas críticas entre los aficionados, que temían que el ambiente de las gradas se perdiera, además de la inversión económica que supondría abordar las reformas.

Campo compartidoParte del dinero llegó con los ingresos de la nueva televisión por cable, pero también se subieron los precios de las entradas, lo que

deporte terminó de gestarse hasta adquirir una forma muy si-milar a la que tiene en la actualidad. Muy pronto fue apreciado también por las clases bajas, que lo jugaron en campos en las afueras, callejones, patios y cualquier espacio mediana-mente hábil. Los primeros clubes organizados empezaron a emplear regularmente un mismo sitio y así los campos se asociaron a un determina-do equipo. El fútbol, desde su primer momento, fue un fenómeno urbano ligado a la creciente industrializa-ción y al desarraigo de las masas tra-bajadoras que, alejadas de sus anti-guos modos de vida y desposeídas de lazos de pertenencia, encontraron en el seguimiento al equipo de su ciudad un nuevo aglutinador social. Acudir al campo implicaba ser miembro de un grupo y, poco a poco, el rectángulo de juego fue el lugar donde se recibía la ciudadanía simbólica.

A finales del XIX, en Inglaterra, el fútbol ya era un fenómeno de masas y el núme-ro de asistentes era tan elevado que, entre 1889 y 1910, cincuenta y ocho clubes se trasladaron a nuevos campos. El más significativo y rele-vante de todos será el del Manchester United, el legendario Old Trafford inaugurado en 1910. Su arquitecto, el escocés Archibald Leitch (1835-1939), que había trabajado ya en Ibrox, Anfield, Stamford Bridge y White Hart Lane, no sólo marcó en Manchester el prototipo a se-guir con una construcción de hormigón arma-do, con tribuna alta en uno de los lados largos y una zona cubierta para resguardarse de la llu-via, sino que puso también los cimientos del nuevo templo moderno: el campo de fútbol. Será en estos recintos rectangulares donde se establecerá una nueva forma de relación social y un fuerte sentimiento de pertenen-cia. En el campo acaecerán cada una o dos semanas vivencias compartidas que afecta-rán en gran medida a la vida de las personas involucradas y que poco a poco convertirán ese espacio en un lugar de referencia lleno de sentido. Así, la topofilia, que es el amor hacia un lugar, será una característica del aficio-nado europeo y también del suramericano, que desarrollará un afecto tan intenso hacia el campo de su equipo que cualquier cambio de emplazamiento o nombre será causa de cierto trastorno emocional. A diferencia de los equipos de fútbol americano, que son en-tidades independientes que se mueven por todo el país, en Europa y Suramérica la rela-ción que un equipo mantiene con la ciudad

Arquitectura y fútbol

expulsados de las grandes catedrales, nuestro último reducto son esas pequeñas capillas (el hermanos antuña del caudal o el campo de la cruz del ceares), donde sentir la emoción del fútbol en su espíritu original

� IGOR PASKUAL. El fútbol, antes de recibir en 1863 su certificado de nacimiento oficial en el pub Freemason’s en Lincoln’s Inn Fields de Londres, vivió de forma salvaje en las calles donde se enfrentaban cientos de personas causando tantos daños materiales y heridas entre los participantes que se realizaron numerosos esfuerzos por prohibirlo. Su nuevo refugio fueron los fantásticos campos de Eton, Harrow y otros colegios caros, donde este

Upton Park, estadio del londinense West Ham United, en 1972

hubiera vivido suficiente para leer la oda que su colega Miguel Hernández dedicó en sus años mozos a Lolo, portero del Orihuela. Así relata el lanzamiento de un córner»: «Ante tu puerta se formó un tumulto / de breves pan-talones / donde bailan los príapos su bulto / sin otros eslabones / que los de sus esclavas relaciones». Ahora que las crónicas de los partidos e incluso las de los entrenamientos ocupan páginas cada día más cuidadas en

modificó la composición social del público, al aumentar las clases medias. Así, surgió la necesidad de tener un gran campo para recibir más ingresos por taquilla y cumplir con las normas de seguridad de la FIFA. Los cambios afectaron en algunos casos a la forma de sentir el fútbol en directo. El caso más significativo fue la demolición del viejo Highbury del Arsenal y la construcción del flamante Emirates en otro lugar. El antiguo jugador del equipo Kenny Samson declaró que, a partir de ese momento, el Arsenal había dejado de jugar en un «campo de fútbol» para hacerlo en un «estadio». Dejando a un lado las definiciones técnicas que diferencian a estos dos tipos de recinto, la frase de Samson otorga al campo de fútbol un componente emocional que el estadio, en principio, no ofrece, lo que indica que la relación que establece un espacio con los

espectadores es una cuestión no tanto constructiva como mental.

Una situación peculiar que me llama la atención en lo que a topofilia se refiere es la que se da cuando dos equipos comparten campo de juego, como el ASEC Mimosas y el Africa Sports en Costa de Marfil o el De-portivo Cali y el América en Colombia. En Inglaterra, España o Argentina esto sería impensable, pero en Italia muchos estadios son de propiedad municipal y los clubes pagan un alquiler. Es curioso cómo los dos grandes rivales de Milán emplean el mismo recinto pero cada uno de ellos se apropia del estadio de una manera: los aficionados del Inter de Milán se ubican en el sector sur y llaman al campo por su nombre oficial, Giuseppe Meazza, mientras que los del AC Milan se sitúan en el sector norte y se re-fieren al estadio por su antiguo nombre de San Siro. Esto demuestra que el espacio es una construcción personal y, por lo tanto, cambiante. Por eso, a veces, la gente siente más propios la fuente de Cibeles o el bar de la esquina que el Bernabéu, porque son su-cursales con unas dimensiones más huma-nas que el gran estadio, accesible sólo previo carísimo pago. Ya que hemos sido expulsa-dos de las grandes catedrales, tal vez nuestro último reducto sean esas pequeñas capillas sin mucho lujo, como el Hermanos Antuña del Caudal o el campo de La Cruz del Ceares, donde uno puede sentir la emoción del fútbol en su espíritu original. ¢

todos los periódicos del mundo y la emoción y la estética de este deporte han animado a artistas de todas las disciplinas a rendirle homenaje, como ese balón del Mundial de Suráfrica cuya decoración neoplasticista hubiera firmado Piet Mondrian, el fútbol es-carba en el pasado para desenterrar una veta de nobleza que le emparente con los juegos de pelota celebrados por egipcios, griegos o romanos. De momento, han llegado has-

ta las reducciones jesuíticas del Paraguay, donde los guaraníes ya se ejercitaban en un arte que recuerda al fútbol. El espectáculo actual es foco de cultura e incluso de con-tracultura. Kevin Keegan, ilustre jugador y entrenador de los pross, aseguraba en térmi-nos terapéuticos que «el asunto más difícil es buscar un sustitutivo al fútbol, porque no hay nada». Jugadores geniales le desmintie-ron. Lo encontraron George Best, Marado-

na, Julio Alberto, Adriano, Paul Gascoigne o Robbie Fowler, el jovial delantero del Liver-pool que en el 2001 esnifó la línea de fondo para celebrar un gol contra el Everton, veci-no y acérrimo rival de los reds. Sancionado y denostado, unos meses después disputaba con el combinado de su país el Mundial de Corea y Japón. Y es que en el fútbol, como en la mitología, los héroes caídos siempre pue-den levantarse de nuevo. ¢

(viene de la página 5) Milagros a patadas

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7El CuadernoDomingo, 23 de octubre del 2011

OTRO FÚTBOL

pueblo. Alegría con traje de revancha, como se encargan de recordar Los Piojos en Mara-do’: «caen las tropas de Su Majestad / y cae el norte de la Italia rica», alusiones a la elimina-ción de Inglaterra y al título de Liga conquis-tado por el Nápoles.

Géneros musicales populares, desprecia-dos en principio por las clases acomodadas argentinas, como el cuarteto cordobés o la cumbia villera, se ocupan también de Diego. En el primer caso destaca la canción de Rodri-go La mano de Dios, con referencia a los oríge-nes humildes y al carácter rebelde del héroe, mientras que Mezgaya invitan a cantar a sus

ídolos, Maradona y su yerno, el Kun Agüero, la cumbia Dalma y Giannina son mi inspira-ción, que celebra en plan Pimpinela («Ami-go, quiero decirte que tu tesoro cuidaré, / a Giannina quiero mucho y por siempre la amaré», canta el Kun) la relación de paren-tesco entre las dos figuras. La cumbia ville-ra, modalidad surgida en las villas miseria del gran buenos Aires, muy controvertida, ya que algunos consideran que sus crudas y explícitas letras incitan a la delincuencia, ha encontrado su hogar en las canchas de fút-bol, donde las hinchadas la eligen para ani-mar a sus equipos… Y algunas bandas, para contribuir a la creación de obra épica sobre sus guerreros del césped favoritos, como se aprecia en los casos de Los Leales con el Kun y de Piola Vago con Carlos Tévez.

las gradas con cánticos más o menos espontáneos que enaltecen a sus héroes y denigran a los rivales, mientras que algunos particulares con dotes artísticas revelan al mundo su debilidad por tal o cual astro o equipo o se ponen nostálgicos evocando la magia de la primera vez… Porque de los him-nos, mejor no hablar: soy de los que pienso que de ese género no puede salir nada autén-tico ni medianamente presentable, así que considero un acierto que el nacional español permanezca mudo. Repasando algunas letras de himnos de clubes españoles no se encuen-tra uno más que con ñoñerías, infantiles refe-rencias al simbolismo de los colores e hipo-cresías respecto al pundonor y al respeto por los rivales mientras la afición reza por ganar, como dicen en México, «a como dé lugar», con un juego insulso y de penalti injusto en el descuento. El fútbol es un deporte que se ha hecho demasiado grande: le caben muchas cosas, pero poca deportividad.

En el Mundial de México de 1986, cuatro años después de la guerra de las Malvinas, se vieron las caras en cuartos de final las selecciones de Argentina e Inglaterra. Si se quiere hablar de la atracción que el fútbol ejerce sobre las masas, de su capacidad para forjar mitos y generar historias y de cómo todo eso puede ser recogido en canciones, y también en narraciones literarias y cine-matográficas, Argentina y el Reino Unido son, junto con Brasil, los primeros países que le vienen a uno a la mente. Maradona ya era un ídolo, pero aquel partido significó su santificación, a la vez que retrataba sus dos caras: un gol con la mano y otro de jugada magistral, el diablo y el genio en su cuerpo de «barrilete cósmico».

La filigrana y la trampaLos creadores musicales argentinos celebra-ron con enorme regocijo, junto a su pueblo, tanto la filigrana como la trampa. Brotaron como hongos las canciones dedicadas al jus-ticiero que con su artera mano divina y tum-bando a cuanto mazacote inglés se le puso por delante convirtió la esperanza de toda una nación en una hoguera que cauterizó pasadas heridas, aun a costa de no alcanzar a iluminar algunas zonas sombrías. También se le disculpan a Maradona en esas canciones los detalles turbios y groseros de su personalidad y de su vida. «No me importa en qué lío se me-ta», declara Calamaro en su canción dedicada al héroe. Lo que importa es ese «guante blan-co calzado en su pie» y la alegría que regala al

recordar dos títulos de discos de los ochenta con resonancias futboleras. El primero es el debut de Wedding Present, George Best, de 1987, uno de los mejores discos de su tiempo. Naturalmente, el excepcional futbolista norirlandés del Manchester United aparece en la cubierta. Este verano se estrenó en el Grand Opera House de Belfast un musical sobre su vida, Dancing Shoes. Tengo difusos recuerdos de sus diabluras por la banda, pero resulta fácil definirlo como un futbolista roquero por su pinta de los setenta y por su comportamiento, emparentable con el de algunos astros díscolos del rocanrol de su

época, aunque para mí el equipo rock por excelencia fue el Ajax (¡qué fachas gloriosas las de Cruyff, Rep, Neeskens, Krol, Hulshoff y compañía!), al que veo ganando Copas de Europa al ritmo de las canciones con el punto justo de macarrismo de Slade, que sonaban mucho en los futbolines de entonces.

El segundo título también es grande y corresponde a un debut, el de Housemartins un año antes, y yo lo entiendo como toda una declaración de principios: London 0 Hull 4, el pez chico se merienda al grande, que traducido podría ser algo así como Madrid 0 Ceares 4. Que mis ojos lo vean, y con el suplemento del inmediatamente posterior y silencioso harakiri de Mourinho. ¢

Cuando deja de rugir, el fútbol suena� BONI PÉREZ. Cualquier sentimiento puede expresarse a través de la música, y la pasión futbolera no es una ex-cepción. Dejando a un lado esos himnos oficiales y cancioncillas varias que la FIFA y otros organismos de los que mueven el cotarro ponen tanto empeño en promocionar (¡menuda tabarra la tontería de Shakira!) para favorecer la lógica confluencia de dos negocios globales exprimidos hasta la saciedad, la hinchada se desgañita en

Elton John y George Best, durante la etapa de este último en Los Ángeles Aztecs, en 1977

Veleidades de estrellonasOtros grupos, más sutiles, dejan momentá-neamente sus filias a un lado y aprovechan el poder simbólico del fútbol para metafo-rizar acerca de la lucha por la vida. Es éste el caso de Bersuit Vergarabat en canciones como El baile de la gambeta y Toco y me voy, que demuestran que con un tratamiento tangencial del fútbol salen mejores obras. En fin, lo futbolero puede ser usado no como asunto sino como juguete referencial, como muestran los títulos de los dos discos edita-dos este mismo año por el grupo Superhé-roes (Carlos Salvador Bilardo y César Luis

Menotti), que les sirven para sembrar dudas entre la afición: ¿tendrá lugar un concierto bilardista, popular y básico, lleno de obvieda-des y carente de sorpresas o un recital menot-tista, un show experimental cuya búsqueda musical sólo podrá ser comprendida por al-mas sensibles? ¿Patadón y juego sucio o to-que angelical?

En cuanto a los ingleses, de todos son conocidas las veleidades futbolísticas de estrellonas como Elton John o Rod Stewart, las grabaciones de bandas como New Order o Lightning Seeds para apoyar a su selección o las reconversiones de canciones de musicales como You’ll never walk alone, de Rodgers y Hammerstein, en himnos, pero yo quiero

repasando himnos de clubes españoles, no se encuentra uno más que con ñoñerías, infantiles, referencias a los colores e hipocresías respecto al pundonor y al respeto por los rivales

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El Cuaderno

8 BITÁCORAS

Domingo, 23 de octubre del 2011

¡Oé, oé, oé! nace del cabreo que como teatrero mili-tante —tanto luchar en leotardos contra la Liga, la UEFA y la Copa del Rey— me hizo plantarme enérgi-co entre Mahoma y la montaña: si la peña va mucho

más al fútbol que al teatro, ¿por qué no sacar el fútbol a es-cena a ver qué pasa?

Ya intuía que este planteamiento en determinados cír-culos intelectuales podía ser interpretado como una sobera-na ordinariez. Y, de hecho, empecé a trabajar en el proyecto entre el recelo de gran parte de la profesión, que expresaba con más o menos vehemencia su cabreo por haber caído en la tentación de atizar las bajas pasiones y reflejar encima de un escenario esa excrecencia del poder que, aparte de embrute-cer a las masas, nos hace tanta competencia. Aún recuerdo el guiño de perplejidad que me brindó mi admirado Sánchis Sinisterra en la Sala Beckett de Barcelona cuando en pleno sarao de jóvenes y bradomines le comenté lo que me traía entre manos.

Ese tipo de reacciones, lejos de desmotivarme, me lanzaron hacia el reto con más ganas aún. Enseguida comprendí que para que el proyecto saliera adelante no sólo tendría que echar mano de una solvente car-

pintería teatral, sino —y sobre todo— de mi extenso currícu-lum dentro del fútbol regional. Así que, emulando a Proust con un Tigretón, viajé en el tiempo hasta mis años de alevín y recordé de un tirón el conflicto permanente entre fútbol y teatro que marcó mi adolescencia. Ahora comprendo que no debe resultar muy común que te apasionen por igual Shakes-peare y Cruyff. Pero si juegas en un club donde el mayor alar-de de cultura general es declamar que Buyo nació en Betan-zos, lo normal es que si te da por hablar del genio de Stratford el resto de la plantilla crea que estás refiriéndote a un central de la Liga inglesa.

Yo crecí así, tratando de ligar el teatro isabelino con la FI-FA. Imposible. Eran películas distintas, cromos diferentes. Y había que mojarse, tío. ¿Cómo llegar a la caseta evocando a Dani, Rojo I, Rojo II, y preguntar luego ingenuamente quién había visto Ricardo III?

Así que nada, con el paso del tiempo —vencido por la lógi-ca implacable del diálogo para besugos— traté de relajarme y fui sobreviviendo a base de jurar que Grotowski fichó por el Partizan y que el representante italiano que fichó a Martín Vázquez no era otro que el mercader de Venecia. ¡Total, qué más da! Yo tenía para mí que, jugando de pivote o haciendo de arlequín, nunca lograría huir del teatro, porque, como bien decía Strindberg, el drama busca los dominios donde se libran grandes batallas y, en fin, cualquiera que haya pasado por el fútbol juvenil o regional reconocerá que otra cosa no sé si librará, pero lo que se dicen batallas…

Recuerdo un derbi en lo más profundo de la profun-da cuencza del Caudal (Ujo-Figaredo, sin codificar) que, a pesar de la diversidad temática y formal con que solíamos sorprender a nuestra afición, yo no

sabía cómo calificar. Aquel match llevaba pinta de comedia renacentista, pero el marcador pujaba por la tragedia ro-mántica y un nutrido grupo de hinchas se había empeñado en convertirlo en auténtico drama histórico. Llovía como

su madre, perdíamos 5 a 1 y el árbitro era más malo que lady Macbeth. Yo, para variar, no rascaba bola. (La verdad es que nunca solía destacar, pero con el campo embarrado —¡en-trañables patatales!— me pasaba como ahora con la tele: me aburro y desconecto.) Así que andaba yo con mi zapping pri-vado paseando por el área grande cuando me llegó en forma de alarido la lírica de Julito, capitán y primero del equipo que supo utilizar con verdadera maestría el verso libre:

—¡¡¡ Maxi, cabrón, agarra bien al sieteo va el hijoputa y nos la mete !!!

El siete en cuestión era una especie de asturcón Termi-nator que se había pasado todo el partido humillándonos con su zancada y regalando cortes de manga al respetable, sabiéndose con menos toque que Romario y más puños que Van Damme. Quizá por eso cuando me vi obligado a correr detrás de él, la grada (es un decir, en regionales nunca vi una grada) aullaba en bable pidiendo sangre como quien pide tres entradas para el Alfil: ¡¡¡Siégalu, da-y, da-y, al suelu con él, da-y, da-y, joder, da-y!!! Era tal el clamor que, ni corto ni pere-zoso, aquel remedo de Rocky frenó en seco y, mostrándome su jeta furibunda, inquirió:

—¿Qué me vas a dar tú, borrego?

El pánico ante un estreno es una ñoñez comparado con los sudores fríos y el temblor corporal que sentí frente a aquella mandíbula cuadrada que exigía una reacción. Era el clásico instante en que resulta realmente jodido no llevar mando a distancia. Creo que miré al suelo y pensé ¡por Dios, que Woody Allen me asista! Luego, tímidamente, metí la mano en el bolsillo del pantalón convidando:

—¿Quieres un chicle?

Una cosa es llevar toda la vida haciendo teatro cómico con mejor o peor fortuna y otra, muy distinta, que sueltes un gag y te suelten dos hostias como dos catedrales. Quedé en el suelo medio conmocionado sintiendo cómo se hundían en el lodo mis chicles de clorofila.

� MAXI RODRÍGUEZ

lEAR O El DEPORTE REYAsí se hizo ¡Oé, oé, oé!

Momentos de la representación de ¡Oé, oé, oé! en su versión portuguesa a cargo del Centro Dramático de Viana do Castelo

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9El CuadernoDomingo, 23 de octubre del 2011

OTRO FÚTBOL

¡Lear o el deporte rey! Para mí era tan transgresor llegar a la sala de ensayo (donde doce tías y tíos mi-raban al infinito con aire espiritual) preguntando cómo quedó el Sporting, como soltar en la caseta

después de un entrenamiento: «Chao, tíos, que llego tarde al curso de danza contemporánea».

El conserje del club (que solía preguntarme si en mi com-pañía teatral follábamos entre nosotros) tenía su chabola empapelada de chicas pin-up. Era un santuario pornográfi-co donde los tacos de aluminio se fundían con los montes de Venus. Allí nos sometía a un pintoresco tercer grado. Entre bromas y veras, repasábamos las tetas de Eurovisión. Aún recuerdo su cara de estupor cuando yo —inducido sin duda por la turbación que en mí producía Estudio 1— le confesé que la que realmente me daba morbo era Fiorella Faltoyano.

Ahora que el tiempo me ha echado de los brazos de la FIFA, ahora que sobrevivo al rebufo de Talía y me conformo con la discreta militancia sportinguis-ta para encubrir mi ardor futbolero, resulta que al

deambular ocasionalmente por congresos, seminarios y universidades, ahora, mira por dónde, contemplo resignado cómo en esos foros tan elevados se habla más de Villa, Messi o Cristiano que de Koltés, Heiner Müller o Botho Strauss. O sea, que llegas por ejemplo al Festival Iberoamericano de Cádiz tratando de ceñirte al hondo calado del encuentro y, coño, tienes que aguantar más cachondeo si pierde el Spor-ting que si anduvieras por las sidrerías de Oviedo. ¿Pero qué pasa aquí? Ya, ya sé que fútbol es teatro, teatro es cultura, Albert Camus fue guardameta, Guardiola lee a Quim Mon-zó, a Pardeza le fascina Martinez de Pisón y, a poco que te descuides, te cae encima uno de esos libros sobre la vida y rebotes de Raúl, Torres, Mourinho y compañía…

Ahora que el mundo «cultureta» se rinde a la evi-dencia del fútbol como espectáculo de nuestro tiem-po, ahora que se reconoce que no hay otra cosa que deje las calles desiertas, que mueva tanto a las masas, que ayude a sublimar frustraciones o a evadirse de otras realidades; ahora que las sociedades piden a gritos como siempre emociones colectivas y los in-telectuales, en vez de filiación ideológica, tienen su equipo de fútbol; ahora que ya puedo sacar el ultra boy que llevo en el bolsillo porque vale, está de moda, ¡somos campeones!, Waka-Waka, y tanto da el mo-nólogo de Segismundo que la alineación del Athle-tic…, pues, qué queréis que os diga, estoy pensando en pasarme al waterpolo.

Empecé a escribir ¡Oé, oé, oé! viendo que el país se nos ponía de traca. Y nosotros, dale que te pego, tronchándonos a golpe de bom-bo y tiqui-taca.

Repaso la oferta surrealista que diariamente nos depara esta España profunda que empieza en el bar que tengo debajo de mi casa y aparece de nuevo la ima-gen que me movió a escribir esta pieza sobre fútbol: en todos los periódicos aparecían, hace años (pero po-drían repetirse ahora), fotos de cientos de personas pasando la noche a las puertas del estadio Sánchez Pi-zjuán. Ávidos de conseguir localidades para el partido contra Dinamarca, se habían desplazado allí cuatro días antes y dormitaban junto a una taquilla arropa-dos con la bandera de España. Se decía en el artículo que por una entrada la gente estaba dispuesta a pagar precios astronómicos. Y todo eso, entre turuta y bocata, en la ciudad de este país donde hay mayor índice de parados…

A partir de ahí, bastaba revisar estos elementos con un mínimo de sentido teatral para intuir el drama de muchos de aquellos hinchas. La propuesta dramatúrgica de partida consistía en ubicar a tres personajes que se hubieran despla-zado desde muy lejos (mil kilómetros) como tres peniten-tes en peregrinación para ver a la Selección (una especie de representante totémico del pueblo). Al ponerme a trabajar, superé una primera tentativa en clave muy beckettiana, con tres tipos desorientados en la inmensidad de la noche, ha-blando con un lenguaje simbólico esperando a un Godot (el partido) que no llegaría nunca. Pronto comprendí que esa poética no me permitía moverme con comodidad y quizá iba a dejar en el tintero muchas de las cosas que me apetecía con-tar. Mi necesidad expresiva era otra, estaba claro.

Así que hice un reparto y propuse a los actores que par-tiéramos de la observación buscando en nuestro entorno rasgos afines a cada uno de nosotros. De esa forma, las hipó-tesis dramatúrgicas del texto se iban verificando no sólo en

función del proceso de ensayos, sino del trabajo de campo. Y nunca mejor dicho, porque ese trabajo empezó —como quizá empecé yo a hacer teatro— en un campo de fútbol. El Molinón, durante un derbi regional, nos dio más drama que todas las horas que yo había malgastado frente al ordenata moviéndome en la más pura abstracción.

El compromiso con nuestra mirada nos llevó a implicar-nos hasta las orejas. Claro, no sólo queríamos saber qué pen-saban los forofos, sino cómo lo expresaban. El tono de la pie-za, de evidente trazo grueso, se iría tornando costumbrista y para que nuestros personajes resultaran creíbles deberían cumplir ese viejo precepto aristotélico de que la elocución se adecue al ethos. Mis personajes no hacen literatura, ha-blan. Y hablan con un lenguaje plagado de tacos, exabruptos e imprecaciones. Son asturianos, van al chigre y animan a equipos como el mío. Así que gustosos nos zambullimos en el reino del vulgarismo, con sus grandezas y sus miserias, con su sintaxis alocada y las figuras retóricas recogidas de los me-dios de comunicación. Fue una gozada comprobar el présta-mo de las metáforas castrenses en el fragor de las sidrerías (léase con acento de Mieres):

—¿Vienes al fútbol, Ramonín?—Sí, ho. Pero tovía ye temprano. Tovía tan velando armes,

¿oíste?

También resulta curioso que a Valdano se le insulte lla-mándole ¡poeta del pijo! o que a un jugador de élite, si chupa mucho banquillo, «se le acaben hinchando los cojones»… Al ir marcando esa textura literaria se hacía inevitable introducir el elemento de discriminación que tiene el propio lenguaje. Para jugar con las interrelaciones conflictivas entre los tres tipos, sentí la necesidad de hacerles hablar con registros diferentes. Así, afloraba el cutre y despiadado «espíritu del chigre».

Toñito: Perdona que te diga, Veranio, pero lo tuyo es patológico.

Veranio: No me hables así, que voy a acabar soltándote una hostia.

Volvía yo de madrugada después de ver la puesta de Teatro do Aquí en Santiago de Compostela pregun-tándome en el autobús de la peña del Compos Fen-de Testas (que se dirigía a Gijón para jugar contra el

Sporting y accedió a llevarme) si el perfil de los aficionados que reflejo en la obra no sería excesivamente fiero, cuando el grito de «¡O porco, que gichen o porco!» me sacó de mi letar-go y al levantar la vista advertí que en la pantalla del televisor un par de macizas libidinosas estaba a punto de follarse a me-dia granja, incluido un caballo erecto al que todos llamaban Imperioso. El pase del vídeo iba aderezado por una curiosa coreografía de la parte trasera del autocar donde, al ritmo de

un silbato, la peña voceaba: «¡Zoofilia!, ¡zoofilia!». Tardé, co-mo siempre, un par de minutos en reaccionar, el tiempo jus-to para deshacerme finamente de un ejemplar de La Voz de Galicia donde venía mi careto a tres columnas. «Maxi Rodrí-guez: el fútbol es telón de fondo de muchas miserias». Afor-tunadamente, nadie me pidió la prensa (ya iban surtidos con un ejemplar del Marca). Varios revolcones después llegamos a Gijón extenuados y cantando el himno jevi a un tal Caneda.

Como veis, tengo material de sobra para más de una secuela… Pero me quedo sobre todo con la gratifi-cación de haber conocido a gente afín que ha sinto-nizado con el proyecto, entre ellos Jorge Valdano

(a quien recuerdo en el Reconquista haciendo frente a una cola interminable de cazaautógrafos buscando su firma en balones, madreñas, quesos de bola y niñas de primera comu-nión). No quisiera acabar este making of sin agradecerle de corazón el rotundo éxito que coseché en mi pueblo («¡Hos-tia, tío, estuviste con Valdano!»), lo cual me permitió dar el pregón de las fiestas, que hoy en día, tal y como está la farán-dula, es a lo más glamuroso que uno puede aspirar. ¢

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El Cuaderno

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OTRO FÚTBOL

de dos defensas, Gorriarán y Rivas? ¿A quién se lo cuento yo sin que me tome por una mala imitación de Ray Bradbury?

Voy a por el pan. Me cruzo con un crío que viste la zamarra azul de mi equipo. Hago un rápido cálculo mental. Nueve o diez años. ¿Qué le dan a cambio, piénsenlo bien, qué le dan a cambio para vestir esa zamarra? El Oráculo me corrige: pa-rece mentira para ti, los colores se sienten sin esperar nada. ¿Es que ya no recuerdas tu caso?

Sí, es cierto. Yo empecé a ir al Tartiere en 1978. El Ovie-do militaba en segunda B. De aquella temporada recuerdo la liviana fantasía del malogrado Parajón. Tal vez el destino trágico del 10 de La Carrera fuera un vaticinio. Pero qué vati-cinios se van a esperar a los once años. A esa edad sólo tienes presente, por eso me extraña lo del crío azul cuando salgo a por el pan. Para vaticinio, el de mi madre: oviedista de pedi-grí. Lo lanzó cuando vio por primera vez el Nuevo Tartiere: «Esto es una fosa, está empozao».

No le hablen a un oviedista del nuevo milenio. Si pu-diera, hubiese prolongado eternamente el año 1999. Adic-tos a la nostalgia y peleando a la vez por salir de ella, nos hablan de Pacheta y respondemos: «¡Irureta!». Nos pre-guntan por Falcón y soltamos: «¡Jokanovic!». Pero la nos-talgia, ya lo dijo el rapsoda, es un sentimiento conservador. Por conservar, por conservar, de esta nefasta década que

los azules acabamos de dejar atrás, sólo me quedo con un domingo de agosto del 2003. El primer partido del Oviedo en Tercera División. Con el Mosconia por rival. ¿Importa-ba el partido? ¿Importaban las alineaciones? Importaba que estuviéramos allí. Durante aquel verano intentaron eliminarnos por la vía rápida, por eso conviene recordar las palabras de Eric Ambler: «Lo importante no es quién aprieta el gatillo, sino quién paga las balas». Y también conviene recordar lo que dijo el jurista Luis Moreno Ocam-po: «El mundo real opera sobre la base de una serie de líde-res, públicos y privados, que se hacen favores entre ellos.

Todo depende de cuál sea la legitimidad de la sociedad en la cual están». La legitimidad de la afición azul en el 2003 era total. Y aún lo sigue siendo. Por parte de los tribunos, lo que ha cambiado es el método: ahora tratan de acabar con nosotros gota a gota, lentamente. El partido contra el Mosconia acabó 1-0; lo digo por citar al autor de un gol que entró en la historia más íntima del oviedismo: Kily, lateral derecho. Los futboleros saben que, actualmente, juega en el Langreo. Pero a los líderes que se hacen favores qué les importa el destino de un jugador. Kily, como Lope Acosta, aquel interior izquierdo rubio platino que tenía un galgo afgano; como Omar, aquel delantero argentino que dedi-caba todos sus goles a la novia que lo contemplaba desde la grada; o como Elcacho, aquel zurdo al que los machitos del Tartiere llamaban Mari Pili pero que nunca dejó de ju-gar con ningún entrenador, forman parte de una lista de héroes modestos, de personajes secundarios que hacen más llevadera la narración cada vez más repetitiva de este relato llamado Real Oviedo.

¿Y si les digo que Luis Aragonés entrenó y jugó en nues-tro equipo? ¿Y si les cuento que Michu, el autor de dos goles contra el Madrid esta temporada o Adrián, el pichichi de la sub-21 en el pasado Europeo, fueron de los nuestros? Me to-marán por un Philip K. Dick de pacotilla.

En una época en la que los presidentes de clubes y máxi-mos accionistas acaparan demasiado protagonismo; en una época saturada de retransmisiones televisivas, yo, en ocasio-nes, prefiero imaginarme los escasos goles de mi equipo y, si pudiera, propondría que el Real Oviedo se gestionase de ma-nera asamblearia. ¿No funciona así el movimiento del 15-M? ¿No fue un hito de la historia la Comuna de París?

Mientras tanto, he de convencer a mi madre —beneméri-ta oviedista— para que vuelva a la literatura costumbrista y abandone la literatura fantástica, pues a ningún otro género literario pertenece el modo subjuntivo con el que hace pocos días expresaba en voz alta este deseo: «Lo que hubiera sido ver jugar a Messi contra el Oviedo». ¢

A golpes con la nostalgia

me cruzo con un crío que viste la zamarra azul de mi equipo. hago un rápido cálculo mental. nueve o diez años. ¿qué le dan a cambio, piénsenlo bien, qué le dan a cambio para vestir esa zamarra?

� FERNANDO MENÉNDEZ. A día de hoy, lo que más desea un seguidor del Oviedo es olvidar su pasado. Pues si se mira bien, es lo único que tiene su equipo. El pasado, además de amansarte dulcemente en la nostalgia, tiene un peligro mayor: con el transcurso del tiempo, se convierte en un género de ciencia ficción. ¿A quién le cuento yo, sin que me mire con ojos desorbitados, que el Oviedo le ganó al dream team de Cruyff con los goles

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OTRO FÚTBOL

de que el Sporting no levantase la primera de las dos únicas Copas del Rey que tuvo al alcan-ce de sus vitrinas.

Porque ésa era otra. Si algo sabíamos (sa-bemos) los sportinguistas, es que indefecti-blemente la alegría ha de durarnos poco. En primer lugar, porque como buenos estoicos sabemos que la felicidad siempre es, por natu-raleza, efímera. Pero también porque, yendo más a lo terrenal, somos plenamente cons-cientes de que aquí pocos futbolistas podrán

sentirse como los triunfadores que aspiran a ser, y el más mínimo destello vendrá inevita-blemente sucedido por el traspaso o la cesión de esa incipiente estrella a otra escuadra de más ralea con la que pueda conseguir los tí-tulos que para nosotros no son más que una quimera inalcanzable. La historia lo demues-tra: los sportinguistas no presumimos de unos campeonatos que jamás conseguimos tener, pero sí de que alguna que otra vez estuvimos a punto de hacernos con ellos; no tenemos nin-guna triunfal andadura por Europa que rela-tar a nuestros neófitos, pero sí les referimos con orgullo y con pasión que en seis ocasiones, seis, llegamos a jugar la copa de la UEFA, aun-que en la mayoría nos echasen a las primeras

de cambio; hablamos de Luis Enrique, de Manjarín, de Jua-nele, de Abelardo, y obviamos que pocos aguantaron aquí más de una temporada y que, a la hora de la verdad, lo que terminaron siendo (o no) se debe más a sus aventuras lejos de la ribera del Piles que a lo que tuvo que ver con sus etapas gijonesas. La del Sporting era, en fin, una gloriosa historia de derrotas de la que mi generación sólo pudo disfrutar los ecos. Para nosotros los goles de Quini no eran más que una recon-fortante narración que a menudo nos referían voces más o menos acreditadas, igual que las carreras de Ferrero por la banda o las virtudes defensivas de un Joaquín al que de vez en cuando veíamos en la prensa opinando, con un cierto halo de nostalgia, acerca de los nuevos rumbos de un equipo que no es que se pareciese mucho al que él había conocido.

Ser del Sporting, pues, era educarse en aquel determinismo de índole naturalista que no admitía otras salidas que apechu-gar con las consecuencias de haber escogido un camino que podía estar equivocado o no, pero que era, sin ninguna duda, el nuestro. Alguna vez escribí no recuerdo dónde que el Sporting era el equipo más literario del mundo, y aunque posiblemente incurriera entonces en una exageración que a día de hoy no me he preocupado de desmentir, no creo que estuviese desacer-tado. Si entendemos que la literatura no deja de ser la expre-sión, a lo largo de los siglos, de las desazones e incertidumbres del hombre en su paso por el mundo, no se puede negar que el Sporting nos ha enseñado como nadie a instalarnos en la du-da, a asumir el desasosiego, a conformarnos con las diminutas alegrías que en todos los casos no han hecho otra cosa que pre-sagiar un desenlace esperado y fatal, a consolar con la remem-branza dulce del pasado el sabor amargo del presente; a entre-garnos al dichoso carpe diem, en suma, por ser plenamente conscientes de que todo placer es por naturaleza efímero y no queda otra que pasar ese valle de lágrimas que es la temporada futbolística de cada año con la cabeza alta y la mayor dosis de dignidad posible.Para ser del Sporting, en fin, hay que tener coraje, y esa capacidad casi heroica para mirar por encima del hombro a los rivales, por mucho que éstos tengan motivos y argumentos para hundirnos en el barro. Que se lo digan si no a mi padre, que muchos años después de sufrir aquella humil-lación en el campo del Oviedo aún sigue viniendo conmigo a los partidos para recordar, cada vez que el árbitro pita el final del encuentro, que, por mucho que digan los demás, el nuestro sigue siendo el mejor equipo del mundo. ¢

con el sporting no queda otra que pasar ese valle de lágrimas que es la temporada futbolística de cada año con la cabeza alta y la mayor dosis de dignidad posible

el Sporting aquel domingo en el Carlos Tartiere. Mi padre y yo, evidentemente, contestamos que sí. Cuando lle-gamos al campo embutidos en nuestras respectivas bufan-das rojiblancas, descubrimos que aquellas localidades que mi abuelo nos había conseguido —él no podía venir, andaba mal del corazón y el médico le había desaconsejado asistir al fút-bol— estaban situadas en medio de la tribuna noble del estadio rival, es decir, exactamente en el epicentro de una apoteosis de oviedismo tan espectacular que incluso llegó a amedrentar-nos mucho antes de que el silbato del árbitro señalara el inicio de la contienda.

De aquel partido sólo recuerdo dos cosas: que el Sporting jugó mejor y que perdimos a última hora porque nuestro de-fensa Bango, que unos años atrás había jugado en el Oviedo, marcó un gol en propia puerta que nos arrebató aquel empate que ya casi estábamos saboreando (el Sporting había ganado todos los partidos de casa en la primera vuelta de aquella Liga, pero no había conseguido sacar ni un punto fuera) e hizo que la jauría azul que nos rodeaba estallase en una ignominiosa furia de gritos y cánticos mientras mi padre y yo, cabizbajos, apretá-bamos los dientes y tratábamos de sobrellevar la humillación de la mejor manera posible. Cuando al poco tiempo el colegia-do indicó el final de la contienda, los dos caminamos silencio-sos por las tripas de aquel campo de fútbol que ya no existe en busca de la puerta de salida. En un momento dado, antes de

abandonar el estadio, mi padre me agarró la mano, me miró y trató de darme consuelo con unas palabras que él entendía como un bálsamo pero que, en realidad, no hicieron otra cosa que alimentar la frustración que me embargó en aquella no-che infame: «Ganaron, pero no lo merecieron».

En aquella época, ser del Sporting no era fácil. En reali-dad, nunca lo fue, pero entonces estábamos en plena resaca de una etapa histórica, sumidos en un periodo en el que nada de lo que llegaba resistía la comparación con lo que habíamos tenido —que tampoco había sido mucho— y resignados ante una fatalidad cuya consumación no se hizo esperar más allá de dos o tres temporadas. Cuando uno decide adscribirse a un equipo que representa a una ciudad pequeña y enclavada en las periferias económicas y geográficas del país que la res-guarda, necesariamente apuesta por forjarse en la adversi-dad y convertir a la resignación en su inseparable compañera de viaje. En el Sporting teníamos (tenemos) una historia dig-na y elegante, una cantera que en determinados momentos de nuestra andadura adquirió un rango casi legendario y una modesta colección de mitos que empezaban en el mismísi-mo estadio de El Molinón (el más antiguo de España, tam-bién uno de los que con más mimo y acierto han sabido con-servar las esencias del balompié) y culminaban con la figura, situada en una extravagante equidistancia entre lo totémico y lo familiar, del gran Quini, que para más inri fue el culpable

Ser del Sporting� MIGUEL BARRERO. Mi abuelo materno —una de las personas a las que más he querido nunca— era, nadie es perfecto, un oviedista contumaz. Una tarde de finales de 1995, se ofreció a sacarnos a mi padre y a mí unas en-tradas para el fútbol. Mi padre y yo, no sé si hace falta decirlo, éramos (y somos) sportinguistas acérrimos. Cuando mi abuelo hablaba de «entra-das para el fútbol» se refería al partido que el Oviedo iba a disputar contra

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PABLO TEXÓN

L’encuentruEl trescurrir pigarciosu d’una tarde ente café y galbana, la xera del día cuasi despachada, l’alarmante ausencia de tabacu propiciaron la busca, tamién perezosa y lenta, como nun segundu planu, igual que too nesi momentu. Siempre l’azar y la coincidencia maten superficialmente’l devenir de les coses, pero nun fo solo un nome lo que tresformó la satisfacción n’inquietú, sinón que’l documentu que, depués d’un par d’hores, fo a topar nun tuviera grapada la partida de defunción: namás un llugar y una fecha de nacencia demasiao antigua pa xustificar l’ausencia del certificáu.

Una visita de sábadu, una escusa que llenara una tarde agora tan henchida de vaciu, pa rastrexar na memoria d’un pueblu; y, ente l’oruxu y el chorizu, siempre la mesma respuesta: «Pos nun se supo más d’il.le». Una vida ente les vaques, el chigre, la casa, la güerta, les vaques, el chigre, la casa, la güerta, les vaques, el chigre, la casa, la güerta… y nun se supo más d’él. Bien ye verdá que nengún lu conociera en persona —dique yera, cuentan qu’andaba, mio padre recordaba…—, nin siquiera aquella paisanina que tanto s’afanaba en buscar al forasteru. La muyer, de los güeyos claros y el pelo cano, allegóse a él y mirólu ente cobarde y medrosa; a les preguntes del visitante respondía con silenciu y agachando la cabeza. Abultaba ser muda o sorda o lloca o too a la vez, hasta que sacó del bolsu del mandil una semeya, Féxo-yela’l retratista que venía’l día’l Carme, y, sobre’l papel agora mariello, les facciones yá vistes, los rasgos yá sentíos… Les palabres saliéron-y a la paisana dulces y suaves y ayenes, como si les xiblara una serpiente dende l’estómagu, pero nun volvió abrir la boca hasta que l’home, desesperáu de nun topar respuestes, escosó la pacencia y echó a andar. La vieya, entós, sacó un filu de voz trabayosu, arrancándo-y l’aire les coraes al salir: «Nel brezu dirichu tenía una mancha reonda y pequena, ansina, como una ablanina».

El cuchiellu d’una llamada telefónica enquivocada fo lo que cortó la nueche. El timbrazu fo lo que fexo que’l suañu y la vixilia se tocaran colos deos, se confundieran y que, a la fin, comprendiera por qué-y resultaba tan cercana aquella cara que díes atrás viera na semeya, a quién correspondía la figura que tantes veces, tantu tiempu se-y apaeciera cuando Morfeo lu tenía nos sos brazos. Llevantóse, caminó pela casa vacia, que volvía les pisaes con un ecu d’ausencia, entró nel bañu pensatible —un nome, un documentu, una semeya, un suañu o, meyor, un nome, un suañu, un documentu, una semeya— y miróse al espeyu: la cabeza espelurciada, la cara tovía ensin esconsoñar dafechu, sobre’l brazu derechu, una mancha simétrica y redonda. Como una ablana.

Agora yá sabía que too empecipiara primero d’aquella tarde nel archivu provincial, d’aquel día en que-y dio por buscar al home que tuviera’l mesmu nome qu’él. Agora yá podía delimitar los trazos d’esa figura remota y arcana que tantes veces lu llamara en suaños. Agora yá tenía claro cuál yera’l sitiu y el día.

Manuel Casielles avanzó pente la fueya, sintiendo la dulce y lenta polifonía de los páxaros, de la vida, de dalgo qu’acaba y empieza al tiempu, sintiendo la llegada esperada y dulce y dolorosa. Caminó a ciegues, anónimu y escuru, y l’encuentru, l’encuentru.

El país de la derrotaVoi construyir un paísnesta piedraun país fechu de desertores,de profesionales de la renuncia, qu’acueya a tolos que nuncasaben tar a l’altura de les circunstancies.

Voi llevantar un paísenllenu de decisionesensin tomar o siempre enquivocaes,onde nin se t’ocurra tener la esperanzade topar una persona bonao un actu d’arrogancia o filantropía

Van tar prohibíos los confesionariosporque la culpa ta prohibida

...//...

...//...

Voi vivir nun país que nun va tener bandera,que pa eso lu construyo yoy tampoco himnu, vamostar demasiao borrachoscomo pa recordalu.Y les llendes, les llendes sois vosotros.

Sub LondresSub Londres, vamos los probesnesti vagón, recorremosles coraes de la ciudá,fozamos per baxo de les oficines, los hotelesde cinco estrelles, la moquetacolorao, los consulaostristes y altos, les casesvieyes y soleyeres

Mirámosmos a los güeyosde raspión y apartamos la vista pa rumialo bien, pareconstruyir la vida delvecín efímeru, del compañerude vida hasta la próxima parada,Sub Londres, somos los cuerpos flotantesdientro de la ballena, les partícules ocultes de vida,de materia opaco.

Sabemos que, a pesar de la poesía, ye guapovivir ensin casa ensin dalguna casa,ensin llastres, con servilletesescrites nos bolsos y unaboína marrón de panaonde poder esconder la cara, zarrar los güeyos,xugar a ser bohemios,pero tenéi cuidáu porque somos un topu amenazanteque va despertar y facese cola lluz pa siempre.

Pero agora (vamos siguir preparando la engatada equíabaxo) quedo quietu, acurioso un poco la mio bufanda d’inglés y quedoquietu y nun quiero que llegueCharing Cross agora yá nunquiero que llegue, toi como encama de nenu, baxo lessábanes, col oxetivusolu de que nun te veanlos de fuera de nun serdescubiertu, escrutáu,esamináu. Quiero másquedar equí. Colos fiyosde la escuridá.

Nacido en Felechosa (Ayer, 1977), Pablo Texón es profesor de lengua castellana y literatura y de llingua asturiana. Es autor de los poemarios Toles siendes (Premio Nené Losada Rico; Trabe,  2005) y La culpa y la lluz (Premio Teodoro Cuesta; Trabe, 2008), así como de las obras de narrativa Catedral (Ámbitu, 2006), Singularidá (Ámbitu, 2010) y L’alma robada (con Mario Rojas y Pablo Lorenzana; Ámbitu, 2010). Ha traducido Xulia (2007), de August Strindberg, representada por Teatro Margen, y colabora habitualmente en diversos medios, como La Nueva España, El Comercio, Les Noticies, Elsúmmum, Hesperya, Reciella Malory, Lliteratura, Lletres Asturianes o Eventual. Asimismo, ha compuesto letras para Dixebra, Alfredo González, Toli Morilla o Verdasca.

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13El CuadernoDomingo, 23 de octubre del 2011

LA PIEL DE LA MEMORIA

JUAN CARlOS GEA

María Jesús Rodríguez ha es-cogido un hermoso título, La piel de la memoria, para la in-dividual con la que regresa a la

Galería Gema Llamazares; una muestra en la que insiste y profundiza —si vale utilizar esta palabra hablando de una obra que de-liberadamente se desliza por el límite mis-mo entre la superficie y el relieve— en los conceptos y las técnicas que caracterizan su obra de madurez. Pero es que la insistencia está en el corazón mismo de la poética y los procedimientos que hacen inconfundible el trabajo de la artista ovetense. Merece la pena detenerse en ellos porque el de María Jesús Rodríguez es uno de esos casos en los que ambas cosas —lo que se busca y lo que se hace— son, en esencia, lo mismo.

En primer lugar, María Jesús fotografía una minúscula porción de territorio que la ha interpelado con alguna resonancia bio-gráfica o afectiva: un fragmento real de un pasado que persiste o algún detalle del pai-saje que, por una caleya u otra, conduce a al-gún episodio igualmente menudo de su vida: acantos de un escenario de la infancia, el jar-dín de su madre, la vegetación que empieza a rebrotar en un monte quemado, unos don-diegos, maleza, unos tallos de alcachofa o cualquier otro rincón del huerto de un veci-no o una poza en una playa o un pedreru del occidente asturiano adonde acudía a pescar con su padre.

Después edita cada micropaisaje fotográ-fico con programas digitales, dibujando con minuciosidad sobre la superficie de la tableta gráfica, tan antipática en principio: un proce-so concienzudo, que invita a pensar hasta qué punto puede llegar a ser artificial una parti-ción demasiado rigurosa entre nuevas tecno-logías y viejas artesanías. Al final de la edición, se borra por completo la base fotográfica, co-mo lavando el dibujo de todo lo personal y lo anecdótico para entregarlo a la universalidad de las meras formas; queda un apretado di-bujo de líneas virtuales que tiene mucho de patrón decorativo, de motivo que evoca el intrincado encanto de las labores de costura.

Insistir, persistirMARÍA JESÚS RODRÍGUEZ PROFUNDIZA EN SU POÉTICA Y SUS PROCEDIMIENTOS EN SU NUEVA INDIVIDUAL EN GEMA LLAMAZARESMaría Jesús Rodríguez ha escogido un hermoso título, La piel de la memoria, para la individual con la que regresa a la Galería Gema Llamazares; una muestra en la que insiste y profundiza —si vale utilizar esta palabra hablando de una obra que deliberadamente se desliza por el límite mismo entre la superficie y el relieve— en los conceptos y las técnicas que caracterizan su obra de madurez. Pero es que la insistencia está en el corazón mismo de la poética y los procedimientos que hacen inconfundible el trabajo de la artista ovetense. Merece la pena detenerse en ellos porque el de María Jesús Rodríguez es uno de esos casos en los que ambas cosas —lo que se busca y lo que se hace— son, en esencia, lo mismo.

Una vez impreso, ese motivo se calca me-diante papel carbón sobre una plancha de aluminio y es grabado cuidadosamente a mano; el proceso termina con la aplicación de algún pigmento o tratamiento químico que realza o matiza efectos en unas piezas que van más allá de la mínima tridimensio-nalidad del relieve y que en muchos casos son tratadas como esculturas o se integran junto a otras en instalaciones o en dípticos que reconstruyen de un modo despojado y conceptual, pero también inconfundible, la experiencia del paisaje de la que nacieron.

La sutileza final de las presencias que Ma-ría Jesús Rodríguez concita contrasta con ese laborioso procedimiento, cuya esencia es, como parece obvio, la reiteración. La in-sistencia, que es una vía hacia la persistencia: observar, registrar una forma sensible del re-cuerdo y luego repasarlas (en cualquiera de las muchas acepciones de esta palabra) una y otra vez: sobre la tableta, al transferirla a la plancha, al grabarla, al depurar cada trazo de rebabas e imperfecciones, en el tratamiento final de los efectos y detalles…

Sin embargo, este repaso que es tantas cosas no es reproducción, no es mímesis en su sentido tradicional. Aquí, por el contrario, la copia no es un recurso por el que la mano entrenada figura y distancia la naturaleza, sino que es la mano la que se deja llevar por la naturaleza, porque en la naturaleza está para María Jesús Rodríguez la clave de la ex-periencia de la vida y de la memoria de lo que se ha vivido.

Repasar es, pues, una forma de vivir y de revivir que, en última instancia, deja sobre la estable superficie del metal algún tipo de huella que excede la que la experiencia y la memoria han grabado en la fragilidad de nuestras estructuras nerviosas. Es una forma de acompasarse con lo que el poeta Charles Tomlinson llamó «la insistencia de las co-sas» en un poema en el que afirma algo de lo que parece ser muy consciente María Jesús Rodríguez, y ante lo que, de hecho, responde toda su obra: «Se tarda tanto en reconocer los lugares que habitamos».

Es verdad que el aluminio no es tan du-radero como el bronce horaciano. En reali-dad, al final no es más que una forma algo menos impermanente y privada de la propia piel de la memoria; pero es obvio que tam-poco es la eternidad del bronce ni la heroi-cidad del exegi monumentum lo que busca María Jesús Rodríguez, sino más bien sentir redobladamente esa piel a base de escarifi-carla suavemente, profundizando cada cari-cia hasta el arañazo o —tanto da— arañán-dola con la levedad repetida de una misma caricia. Para ella, parece ser bastante un rilkeano vivir «lleno de repaso» y dejar una huella de belleza como testimonio de que se ha vivido. ¢

Repasar es aquí una forma de vivir y revivir que deja sobre la superficie del metal algún tipo de huella que excede las de la experiencia y la memoria

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El Cuaderno

14Domingo, 23 de octubre del 2011

JAVIER SOTO

lUIS FEÁS COSTIllA

Nacido en Sankt Gallen (Suiza) en 1975 y licenciado en bellas artes por la Universidad del País Vasco pero residente en Navia, donde

tiene su estudio, sus últimas exposiciones en galerías como Altamira y Vorágine de Gi-jón o la Sala Rekalde de Bilbao las ha dedica-do a hacer lo que el corazón manda, con toda la rabia y toda la euforia que corresponde a un artista que conserva todavía parte de su juvenil exaltación. En la que ahora presenta en la galería Lola Orato de Oviedo, en cuya colectiva inaugural ya había participado, su método repite la toma de posesión de las pa-redes para pintarlas de colores chorreantes y arropar de esa forma unas telas ya de por sí lo suficientemente expresivas, pero que gracias a eso pierden su abigarramiento y reconcen-tración para abrirse al local entero, concebi-do como espacio de arte, tal y como la galeris-ta pretende.

Esta expansión, que encaja perfectamen-te con el estupendo bajo con altillo que Lola Orato tiene en la calle Oscura de Oviedo, del

que ocupa todos los huecos y rincones, no im-plica desatención a lo que verdaderamente importa, que es la pintura en sí misma, en la que Javier Soto mantiene toda la fuerza del enamorado. Sus obras, vistas una a una, in-dependientemente, poseen la potencia del arrebato, su energía catalizadora, con un di-bujo muy expresivo que se combina con todo tipo de técnicas, desde el pigmento diluido y goteante hasta el collage. Más que amor, lo que el pintor asturiano sostiene… es puro y duro bestialismo, el entrecruzamiento de infinidad de animales salvajes, algunos con apariencia feroz, como el tiburón, frecuen-te en su obra anterior, o el buitre, infaustos prototipos de lo que la sociedad actual, de-dicada a la rapiña y a la mordida especulati-va, impone. También hay loros, papagayos, pulpos, ratones, patos y conejos, todo un muestrario de seres del que es imposible no sacar alguna conclusión antropomorfista que vuelve el amor pasión insana y bajos ins-tintos, en una exposición contundente que se complementa con pinturas de sangre y un cuaderno de artista. ¢

Más que amor bestialismoJAVIER SOTO. ThefuckingpowerofloveLola Orato Espacio de Arte, c/ Oscura, 9, Oviedo Martes, de 18 a 21 h; miércoles a sábados, de 11 a 14 y de 18 a 21 h; domingos, de 11 a 14 hClausura: 30 de octubre

Que el amor es jodido pero sin embargo tiene una fuerza incontenible ya lo sabían los chicos del grupo británico Frankie Goes to Hollywood cuando cantaban aquello de «El Poder del Amor… Llama incesante, ardiente deseo… Lengua de fuego… Haz del amor tu meta». Y de cómo traducir esa idea a pintura es de lo que se ocupa precisamente Javier Soto, que viene dedicando su obra toda a la escenificación de la Pasión (Amor, Muerte y Resurrección).

LA OBRA. Sin título (Javier Soto, 2011). Aunque cueste escoger sólo una de un conjunto tan bien integrado, esta obra de Javier Soto, una técnica mixta sobre tabla de 120 µ 167 centímetros, resalta sobre las demás por la brillantez de su colorido y el desparpajo de su composición y dibujo, siempre dentro de una común expresividad.

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15El CuadernoDomingo, 23 de octubre del 2011

GARAJE IBÉRICO

lUIS ÁlVAREZ MAYO

Aquí tenemos a un grupo que, sin ningún tipo de pretensiones más allá de tocar por amor a la música y ganas de pasarlo bien, ha logrado

crear un estilo propio, autoeditarse una sólida discografía y hacerse con un montón de fans por todo el país. O sea, que tomándose su ho-bby en serio y a sí mismos en broma, sin pensar en negocios ni en industria, están consiguien-do lo que todo artista desea, que es encontrar-se con su público y alcanzar un entorno fértil en el que continuar desarrollándose.

Los Guajes surgen en el 2003, cuando cuatro amigos cuyo principal vínculo era el surf deciden versionear viejos temas y tal vez más adelante dar algún concierto para sus amigos. Curiosamente, en el caso de to-dos los miembros originales su experiencia musical previa era más bien limitada, cen-trándose sobre todo bien en proyectos case-ros para disfrute privado, bien en bandas de versiones o grupos que no llegaron a publicar discos de manera oficial. En el caso de Kiko, el nuevo guitarrista de Los Guajes, que había estado antes en The Seredados, trío gijonés de carrera fugaz cuyo triunfo en el concurso de maquetas del Festival Apple Pop en Villa-viciosa se tradujo en la grabación y edición en vinilo de un magnífico mini LP de garage pop en castellano.

El nombre del grupo su-giere su origen, pero tam-bién su postura irónica, ya que ninguno cumplirá la

treintena. Pablo, el bajista, dice que «el nom-bre viene fundamentalmente de las arrugas de Kike, de las canas de Pelayo y de mi calva; respecto a otros nombres posibles, supongo que hubo, pero seguramente no nos hicieron tanta gracia».

El repertorio inicial incluye clásicos sesen-teros de Sam Cooke o Jefferson Airplane. Poco a poco van profundizando a un tiempo en el yeyé español y en el garage norteamericano, como se puede comprobar en su álbum de debut, Somos tremendos, del 2008, compues-to principalmente de versiones que abarcan

desde Bruno Lomas a The Sonics, adaptando al castellano a los reyes del punk rock primi-genio: de esa mezcla sale el estilo que ellos llaman garage ibérico. Este primer LP, al igual que los dos posteriores, fue producido por Jor-ge Explosión en sus estudios analógicos Circo Perrotti de Gijón y autoeditado en vinilo por la banda en su sello Fonográfica Peñarrubia (destaquemos una vez más que, estilos aparte, gran número de bandas asturianas optan por el «hazlo tú mismo» en sus publicaciones).

La personalidad de Los Guajes se afianza con la incorporación a su repertorio de un número cada vez mayor de temas propios, en los que Pablo, autor de las letras, deja ver la influencia de la comedia española de los sesenta: «Nos gustan Landa, López Vázquez, Pedro Lazaga, Cine de Barrio…, qué le vamos a hacer». Ese sentido del humor se ha con-vertido en seña de identidad de Los Guajes, cuyas canciones hablan «mayoritariamente de fracasados, dementes, surferos agresivos,

puteros y ligones de medio pelo». Perfecto ejemplo de su estilo y carácter es Cazasue-cas, que da título también al segundo LP, un himno a ese landismo que les inspira, drama-tizado en un videoclip genial por el asturiano Jim Box (también obseso del surf ). El humor (bastante negro) que destilan las imágenes atrajo cien mil visitas en su primera semana en YouTube.

Por otra parte, la voz solista de Kike y su presencia escénica también determinan la personalidad del grupo: un frontman a la an-tigua usanza, carismático y excesivo, que can-ta e interpreta al mismo tiempo. ¿Qué siente

Deja que los guajes se diviertanEL CUARTETO GIJONÉS EDITA SU TERCER LP, LA VIDA ES COMO UN CARRUSEL

en los directos? «Una purificación, una libe-ración, una transformación interior suscita-da por una experiencia vital profunda.» Re-sultado: canciones como «Zombi del amor» o «No tienes talento» se convierten en hits de nuestro subsuelo musical con un inmenso potencial comercial. De hecho, Los Guajes son posiblemente el grupo más versátil y re-sultón ante cualquier tipo de público que hay en Asturias: han actuado y agradado en esce-narios que van desde la cárcel de Villabona a exclusivas fiestas privadas, y tienen fans que reclaman su directo desde todos los rincones del país. Su primer disco está ya práctica-mente agotado, y quienes quieran completar la discografía necesitan espabilarse.

Aparente nostalgiaEs interesante destacar la curiosa y tal vez contradictoria actitud del grupo hacia la dé-cada que les inspira. Su aparente nostalgia no es tal: «Hay mucho de nostalgia en Los Gua-jes. Estamos todo el día echándonos de me-nos». Si acaso, respondería a un concepto o una estética desde la que partir, pero siempre sin purismo, con ironía y desenfado. Pelayo, batería: «Lo que sí es cierto es que miramos bastante hacia atrás porque tenemos mucho que aprender. Intentamos subirnos a hom-bros de gigantes, aunque hay gigantes que no se dejan escalar fácilmente con nuestro limi-tado talento. Pero si no sale como debe ser, le ponemos menos acordes y más energía, y listo». Toman lo que les parece: una buena canción (como la versión de Brenda Lee que aparece en su recién presentado tercer LP, La vida es como un carrusel), una estética, instrumentos y amplificadores de la época, incluso la manera de grabar y producir sus discos, y lo aplican a objetivos elevados: la diversión, la fiesta, la sonrisa. De hecho, su próximo proyecto ya está en marcha y es ni más ni menos que «un musical bizarro donde además de tocar interpretamos una comedia. Hay siete canciones ya, con títulos como “Es-toy soltero”, “Bailando el twist”, etcétera». ¢

El trabajo de Jorge Explosión ha contribuido a establecer y afianzar el sonido del grupo. De hecho, se aprecia tal grado de complicidad que en algunos momentos podríamos pensar que son los hijos traviesos de Doctor Explosión. Disco a disco, canción a canción, según Kiko estos años de colaboración confirman una cosa: «Aparte de que su valía es innegable, Jorge ha comprendido al grupo. Su metodología es la que nos gusta. Sus aristocráticas paradas para merendar café y pasteles en una conocida bombonería local han hecho el resto». Pablo es modesto: «Desde el principio los resultados han estado por encima de las expectativas. Si a eso le unes amistad, ayuda, buenos arreglos y un estudio con unos cacharros increíbles…».

Está claro que ha sido una unión feliz, como nos confirma el propio productor: «Son un grupo divertido y con personalidad y nunca resultan pretenciosos. Son revivalistas, paródicos, nostálgicos e irónicos. Puristas no lo son mucho gracias a Dios. Pero creo que tienen gran gusto al elegir sus canciones. Miméticos tampoco lo son, creo que la voz de Kike y las letras de Pablo los hacen muy genuinos y los alejan de ser miméticos con nada que no sea ellos mismos».

Una unión feliz con el productor

«Hablamos mayoritariamente de fracasados, dementes, surferos agresivos, puteros y ligones de medio pelo»

La historia del cuarteto gijonés Los Guajes ofrece material abundante para la reflexión de todo aquel que se plantee dedicarse a la música, tanto de manera amateur como profesional

El último lP de los Guajes / Toda la información y música del grupo está en la web Musikaze

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El Cuaderno

16Domingo, 23 de octubre del 2011

PEDRO FANO

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