el bailarín

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El bailarín Ramón López Velarde Hombre perfecto, el bailarín. Yo envidio sus laureles anónimos y agradezco el bienestar que transmite con la embriaguez cantante de su persona. El bailarín comienza en sí mismo y concluye en sí mismo, con la autonomía de una moneda o de un dado. Su alma es paralela de su cuerpo, y cuando el bailarín se flexiona, eludiendo los sórdidos picos del mal gusto, convence de que entrará al Empíreo en caudalosas posturas coreográfica. La sordidez, resumen de nuestras desdichas, no le alcanza. Él es pulcro y abundante. Al embestir a su pareja, se encabrita y acicala. Sus pies van trenzando la parsimonia y el rijo. El pecho de la paloma, jactándose de ser estéril, rebota como la rosa de los vientos. El bailarín está endiosado en su propia infecundidad. Y a pesar de ello, la modestia de su arrebato excede a la de las llamas infinitesimales que devoran, en brincos de gnomo, una esquela vergonzante. No hay desinterés igual al suyo. Danza sobre lo utilitario con un despego del principio y del fin. Los desvaríos de la conciencia y de la voluntad humana le sirven de tramoya. En medio de las pesadillas de sus prójimos, el bailarín impulsa su corazón, como el columpio en que se asientan la Gracia y la Fuerza. El bailarín, corrector honorario de lo contrecho y de lo superfluo, esmaltará los frisos de ultratumba con sus móviles figuras de ayuntamiento y de plegaria. Mas la chanza terrestre impide que este elogio acabe en solemnidad. Las larvas somos incapaces de vivir en serio, porque pertenecemos al melodrama. Y mi ditirambo, ¡oh bailarín!, es el fervor de un lego que no sabe bailar.

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Page 1: El bailarín

El bailarínRamón López Velarde

Hombre perfecto, el bailarín. Yo envidio sus laureles anónimos y agradezco el bienestar que transmite con la embriaguez cantante de su persona. El bailarín comienza en sí mismo y concluye en sí mismo, con la autonomía de una moneda o de un dado. Su alma es paralela de su cuerpo, y cuando el bailarín se flexiona, eludiendo los sórdidos picos del mal gusto, convence de que entrará al Empíreo en caudalosas posturas coreográfica. La sordidez, resumen de nuestras desdichas, no le alcanza. Él es pulcro y abundante. Al embestir a su pareja, se encabrita y acicala. Sus pies van trenzando la parsimonia y el rijo. El pecho de la paloma, jactándose de ser estéril, rebota como la rosa de los vientos. El bailarín está endiosado en su propia infecundidad.Y a pesar de ello, la modestia de su arrebato excede a la de las llamas infinitesimales que devoran, en brincos de gnomo, una esquela vergonzante.No hay desinterés igual al suyo. Danza sobre lo utilitario con un despego del principio y del fin. Los desvaríos de la conciencia y de la voluntad humana le sirven de tramoya. En medio de las pesadillas de sus prójimos, el bailarín impulsa su corazón, como el columpio en que se asientan la Gracia y la Fuerza.El bailarín, corrector honorario de lo contrecho y de lo superfluo, esmaltará los frisos de ultratumba con sus móviles figuras de ayuntamiento y de plegaria.Mas la chanza terrestre impide que este elogio acabe en solemnidad. Las larvas somos incapaces de vivir en serio, porque pertenecemos al melodrama. Y mi ditirambo, ¡oh bailarín!, es el fervor de un lego que no sabe bailar.