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El Aleph
Jorge Luis Borges
Emec, Buenos Aires, 1957 37 edicin, 1982
Los nmeros entre corchetes corresponden a la paginacin de la edicin impresa.
http://letrae.iespana.es -
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El inmortal
Solomon saith: There is no new thing
upon the earth. So that as Plato had an ima-
gination, that all knowledge was but remem-
brance; so Solomon given his sentence, that
all novelty is but oblivion.
FRANCIS BACON: Essays, LVIII
En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario
Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreci a la princesa de Lucinge los
seis volmenes en cuarto menor (17151720) de la Ilada de Pope. La
princesa los adquiri; al recibirlos, cambi unas palabras con l. Era,
nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris,
de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia
en diversas lenguas; en muy pocos minutos pas del francs al ingls y
del ingls a una conjuncin enigmtica de espaol de Salnica y de
portugus de Macao. En octubre, la princesa oy por un pasajero del
Zeus que Cartaphilus haba muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y
que lo haban enterrado en la isla de los. En el ltimo tomo de la Ilada
hall este manuscrito.
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El original est redactado en ingls y abunda en latinismos. La
versin que ofrecemos es literal.
I
Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardn de Tebas
Hekatmpylos, cuando Diocleciano [8] era emperador. Yo haba
militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de
una legin que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la
fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban
magnnimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que
antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los
dioses plutnicos; Alejandra, debelada, implor en vano la misericor-
dia del Csar; antes de un ao las legiones reportaron el triunfo, pero
yo logr apenas divisar el rostro de Marte. Esa privacin me doli y fue
tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y
difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardn de Tebas. Toda
esa noche no dorm, pues algo estaba combatiendo en mi corazn. Me
levant poco antes del alba; mis esclavos dorman, la luna tena el
mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado
vena del oriente. A unos pasos de m, rod del caballo. Con una tenue
voz insaciable me pregunt en latn el nombre del ro que baaba los
muros de la ciudad. Le respond que era el Egipto, que alimentan las
lluvias. Otro es el ro que persigo, replic tristemente, el ro secreto que
purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del
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pecho. Me dijo que su patria era una montaa que est al otro lado del
Ganges y que en esa montaa era fama que si alguien caminara hasta el
occidente, donde se acaba el mundo, llegara al ro cuyas aguas dan la
inmortalidad. Agreg que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de
los [9] Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la
aurora muri, pero yo determin descubrir la ciudad y su ro. Interro-
gados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la
relacin del viajero; alguien record la llanura elsea, en el trmino de
la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las
cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En
Roma, convers con filsofos que sintieron que dilatar la vida de los
hombres era dilatar su agona y multiplicar el nmero de sus muertes.
Ignoro si cre alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que
entonces me bast la tarea de buscarla. Flavio, procnsul de Getulia,
me entreg doscientos soldados para la empresa. Tambin reclut
mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron
los primeros en desertar.
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el re-
cuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos
en el abrasado desierto. Atravesamos el pas de los trogloditas, que
devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los
garamantas, que tienen las mujeres en comn y se nutren de leones; el
de los augilas, que slo veneran el Trtaro. Fatigamos otros desiertos,
donde es negra la arena; donde el viajero debe usurpar las horas de la
noche, pues el fervor del da es intolerable. De lejos divis la montaa
que dio nombre al Ocano: en sus laderas crece el euforbio, que anula
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los venenos; en la cumbre habitan los stiros, nacin de hombres
ferales y rsticos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones brbaras,
donde [10] la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su
seno una ciudad famosa, a todos nos pareci inconcebible. Prosegui-
mos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos
temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardi;
en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la
muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco despus, los
motines. Para reprimirlos, no vacil ante el ejercicio de la severidad.
Proced rectamente, pero un centurin me advirti que los sediciosos
(vidos de vengar la crucifixin de uno de ellos) maquinaban mi
muerte. Hu del campamento con los pocos soldados que me eran
fieles. En el desierto los perd, entre los remolinos de arena y la vasta
noche. Una flecha cretense me lacer. Varios das err sin encontrar
agua, o un solo enorme da multiplicado por el sol, por la sed y por el
temor de la sed. Dej el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la
lejana se eriz de pirmides y de torres. Insoportablemente so con
un exiguo y ntido laberinto: en el centro haba un cntaro; mis manos
casi lo tocaban, mis ojos lo vean, pero tan intrincadas y perplejas eran
las curvas que yo saba que iba a morir antes de alcanzarlo.
II
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniata-
do en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura comn,
superficialmente excavado en el agrio declive de una montaa. Los [11]
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lados eran hmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria.
Sent en el pecho un doloroso latido, sent que me abrasaba la sed. Me
asom y grit dbilmente. Al pie de la montaa se dilataba sin rumor
un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta
margen resplandeca (bajo el ltimo sol o bajo el primero) la evidente
Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el
fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregula-
res, anlogos al mo, surcaban la montaa y el valle. En la arena haba
pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos)
emergan hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Cre
reconocerlos: pertenecan a la estirpe bestial de los trogloditas, que
infestan las riberas del Golfo Arbigo y las grutas etipicas; no me
maravill de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo temerario. Consider que estaba a
unos treinta pies de la arena; me tir, cerrados los ojos, atadas a la
espalda las manos, montaa abajo. Hund la cara ensangrentada en el
agua oscura. Beb como se abrevan los animales. Antes de perderme
otra vez en el sueo y en los delirios, inexplicablemente repet unas
palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del
Esepo...
No s cuntos das y noches rodaron sobre m. Doloroso, incapaz
de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena,
dej que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas,
infantiles en la barbarie, no me ayuda-[12]ron a sobrevivir o a morir.
En vano les rogu que me dieran muerte. Un da, con el filo de un
pedernal romp mis ligaduras. Otro, me levant y pude mendigar o
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robar yo. Marco Flamimo Rufo, tribuno militar de una de las legio-
nes de Roma mi primera detestada racin de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciu-
dad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propsito, no
dorman tampoco los trogloditas: al principio infer que me vigilaban;
luego, que se haban contagiado de mi inquietud, como podran
contagiarse los perros. Para alejarme de la brbara aldea eleg la ms
pblica de las horas, la declinacin de la tarde, cuando casi todos los
hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin
verlo. Or en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para
intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atraves el arroyo que los
mdanos entorpecen y me dirig a la Ciudad. Confusamente me siguie-
ron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de men-
guada estatura; no inspiraban temor, sino repulsin. Deb rodear
algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado
por la grandeza de la Ciudad, yo la haba credo cercana. Hacia la
medianoche, pis, erizada de formas idoltricas en la arena amarilla, la
negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado.
Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegr
de que uno de los trogloditas me hubiera acompaado hasta el fin.
Cerr los ojos y aguard (sin dormir) que relumbrara el da. [13]
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de pie-
dra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que
los muros. En vano fatigu mis pasos: el negro basamento no descubra
la menor irregularidad, los muros invariables no parecan consentir
una sola puerta. La fuerza del da hizo que yo me refugiara en una
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caverna; en el fondo haba un pozo, en el pozo una escalera que se
abismaba hacia la tiniebla inferior. Baj; por un caos de srdidas
galeras llegu a una vasta cmara circular, apenas visible. Haba nueve
puertas en aquel stano; ocho daban a un laberinto que falazmente
desembocaba en la misma cmara; la novena (a travs de otro laberin-
to) daba a una segunda cmara circular, igual a la primera. Ignoro el
nmero total de las cmaras; mi desventura y mi ansiedad las multipli-
caron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no haba en esas
profundas redes de piedra que un viento subterrneo, cuya causa no
descubr; sin ruido se perdan entre las grietas hilos de agua herrum-
brada. Horriblemente me habitu a ese dudoso mundo; consider
increble que pudiera existir otra cosa que stanos provistos de nueve
puertas y que stanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que deb
caminar bajo tierra; s que alguna vez confund, en la misma nostalgia,
la atroz aldea de los brbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerr el paso,
una remota luz cay sobre m. Alc los ofuscados ojos: en lo vertigino-
so, en lo altsimo, vi un crculo de cielo tan azul que pudo parecerme de
prpura. Unos peldaos de metal escalaban el [14] muro. La fatiga me
relajaba, pero sub, slo detenindome a veces para torpemente
sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrgalos, frontones
triangulares y bvedas, confusas pompas del granito y del mrmol. As
me fue deparado ascender de la ciega regin de negros laberintos
entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
Emerg a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodea-
ba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio
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heterogneo pertenecan las diversas cpulas y columnas. Antes que
ningn otro rasgo de ese monumento increble, me suspendi lo
antiqusimo de su fbrica. Sent que era anterior a los hombres, ante-
rior a la tierra. Esa notoria antigedad (aunque terrible de algn modo
para los ojos) me pareci adecuada al trabajo de obreros inmortales.
Cautelosamente al principio, con indiferencia despus, con desespera-
cin al fin, err por escaleras y pavimentos del inextricable palacio.
(Despus averig que eran inconstantes la extensin y la altura de los
peldaos, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me
infundieron.) Este palacio es fbrica de los dioses, pens primeramen-
te. Explor los inhabitados recintos y correg: Los dioses que lo edifica-
ron han muerto. Not sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo
edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo s, con una incomprensible
reprobacin que era casi un remordimiento, con ms horror intelectual
que miedo sensible. A la impresin de enorme antigedad se agregaron
otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente
insensato. Yo haba cruzado [15] un laberinto, pero la ntida Ciudad de
los Inmortales me atemoriz y repugn. Un laberinto es una casa
labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, prdiga en
simetras, est subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamen-
te explor, la arquitectura careca de fin. Abundaban el corredor sin
salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una
celda o a un pozo, las increbles escaleras inversas, con los peldaos y
la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas areamente al costado de
un muro monumental, moran sin llegar a ninguna parte, al cabo de
dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cpulas. Ignoro si todos
los ejemplos que he enumerado son literales; s que durante muchos
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aos infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es
una transcripcin de la realidad o de las formas que desatinaron mis
noches. Esta Ciudad (pens) es tan horrible que su mera existencia y
perduracin, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el
pasado y el porvenir y de algn modo compromete a los astros. Mien
tras perdure, nadie en el mundo podr ser valeroso o feliz. No quiero
describirla; un caos de palabras heterogneas, un cuerpo de tigre o de
toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odindose,
dientes, rganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imgenes aproximati-
vas.
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No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y
hmedos hipogeos. nicamente s que no me abandonaba el temor de
que, al salir del ltimo laberinto, me rodeara otra vez la nefanda
Ciudad de los Inmortales. Nada ms puedo recordar. [16] Ese olvido,
ahora insuperable, fue quiz voluntario; quiz las circunstancias de mi
evasin fueron tan ingratas que, en algn da no menos olvidado
tambin, he jurado olvidarlas.
III
Quienes hayan ledo con atencin el relato de mis trabajos recor-
darn que un hombre de la tribu me sigui como un perro podra
seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando sal del
ltimo stano, lo encontr en la boca de la caverna. Estaba tirado en la
arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que
eran como las letras de los sueos, que uno est a punto de entender y
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luego se juntan. Al principio, cre que se trataba de una escritura
brbara; despus vi que es absurdo imaginar que hombres que no
llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Adems, ninguna de las
formas era igual a otra, lo cual exclua o alejaba la posibilidad de que
fueran simblicas. El hombre las trazaba, las miraba y las correga. De
golpe, como si le fastidiara ese juego, las borr con la palma y el
antebrazo. Me mir, no pareci reconocerme. Sin embargo, tan grande
era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que
di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el
suelo de la caverna, haba estado esperndome. El sol caldeaba la
llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras
estrellas, la arena era ardorosa bajo [17] los pies. El troglodita me
precedi; esa noche conceb el propsito de ensearle a reconocer, y
acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexion) son
capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseor de los Csares,
de lo ltimo. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre,
siempre sera superior al de los irracionales.
La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la
imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y as le puse el
nombre de Argos y trat de enserselo. Fracas y volv a fracasar. Los
arbitrios, el rigor y la obstinacin fueron del todo vanos. Inmvil, con
los ojos inertes, no pareca percibir los sonidos que yo procuraba
inculcarle. A unos pasos de m, era como si estuviera muy lejos. Echado
en la arena, como una pequea y ruinosa esfinge de lava, dejaba que
sobre l giraran los cielos, desde el crepsculo del da hasta el de la
noche. Juzgu imposible que no se percatara de mi propsito. Record
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que es fama entre los etopes que los monos deliberadamente no
hablan para que no los obliguen a trabajar y atribu a suspicacia o a
temor el silencio de Argos. De esa imaginacin pas a otras, an ms
extravagantes. Pens que Argos y yo participbamos de universos
distintos; pens que nuestras percepciones eran iguales, pero que
Argos las combinaba de otra manera y construa con ellas otros
objetos; pens que acaso no haba objetos para l, sino un vertiginoso y
continuo juego de impresiones brevsimas. Pens en un mundo sin
memoria, sin tiempo; consider la posibilidad de un lenguaje que
ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos [18] impersonales o de
indeclinables eptetos. As fueron muriendo los das y con los das los
aos, pero algo parecido a la felicidad ocurri una maana. Llovi, con
lentitud poderosa.
Las noches del desierto pueden ser fras, pero aqulla haba sido
un fuego. So que un ro de Tesalia (a cuyas aguas yo haba restituido
un pez de oro) vena a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra
yo lo oa acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia
me despertaron. Corr desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo las
nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofreca a los
vividos aguaceros en una especie de xtasis. Parecan coribantes, a
quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gema;
raudales le rodaban por la cara; no slo de agua, sino (despus lo supe)
de lgrimas. Argos, le grit. Argos.
Entonces, con mansa admiracin, como si descubriera una cosa
perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuce estas palabras:
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Argos, perro de Ulises. Y despus, tambin sin mirarme: Este perro
tirado en el estircol.
Fcilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que na-
da es real. Le pregunt qu saba de la Odisea. La prctica del griego le
era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda ms pobre. Ya habrn pa-
sado mil cien aos desde que la invent. [19]
IV
Todo me fue dilucidado, aquel da. Los trogloditas eran los In-
mortales; el riacho de aguas arenosas, el Ro que buscaba el jinete. En
cuanto a la ciudad cuyo nombre se haba dilatado hasta el Ganges,
nueve siglos hara que los Inmortales la haban asolado. Con las
reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad
que yo recorr: suerte de parodia o reverso y tambin templo de los
dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos,
salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundacin fue el ltimo
smbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en
que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el
pensamiento, en la pura especulacin. Erigieron la fbrica, la olvidaron
y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no perciban el mundo
fsico.
Esas cosas Homero las refiri, como quien habla con un nio.
Tambin me refiri su vejez y el postrer viaje que emprendi, movido,
como Ulises, por el propsito de llegar a los hombres que no saben lo
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que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es
un remo. Habit un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la
derribaron, aconsej la fundacin de la otra. Ello no debe sorprender-
nos; es fama que despus de cantar la guerra de Ilin, cant la guerra
de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y
luego el caos. [20]
Ser inmortal es balad; menos el hombre, todas las criaturas lo
son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es
saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa conviccin
es rarsima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortali-
dad, pero la veneracin que tributan al primer siglo prueba que slo
creen en l, ya que destinan todos los dems, en nmero infinito, a
premiarlo o a castigarlo. Ms razonable me parece la rueda de ciertas
religiones del Indostn; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada
vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna
determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la
repblica de hombres inmortales haba logrado la perfeccin de la
tolerancia y casi del desdn. Saba que en un plazo infinito le ocurren a
todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo
hombre es acreedor a toda bondad, pero tambin a toda traicin, por
sus infamias del pasado o del porvenir. As como en los juegos de azar
las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, as tambin se
anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rstico poema
del Cid es el contrapeso exigido por un solo epteto de las glogas o por
una sentencia de Herclito. El pensamiento ms fugaz obedece a un
dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. S de
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quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien,
o hubiera resultado en los ya pretritos... Encarados as, todos nuestros
actos son justos, pero tambin son indiferentes. No hay mritos
morales o intelectuales. Ho-[21]mero compuso la Odisea; postulado un
plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es
no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo
hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy
dios, soy hroe, soy filsofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una
fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones
influy vastamente en los Inmortales. En primer trmino, los hizo
invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que
rompan los campos de la otra margen; un hombre se despe en la
ms honda, no poda lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes
que le arrojaran una cuerda pasaron setenta aos. Tampoco interesaba
el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal domstico y le
bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueo, de un poco de
agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas.
No hay placer ms complejo que el pensamiento y a l nos entregba-
mos. A veces, un estmulo extraordinario nos restitua al mundo fsico.
Por ejemplo, aquella maana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos
lapsos eran rarsimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta
quietud; recuerdo alguno a quien jams he visto de pie: un pjaro
anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no est
compensada por otra, hay uno de muy poca importancia terica, pero
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que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la
faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe [22] un ro cuyas aguas
dan la inmortalidad; en alguna regin habr otro ro cuyas aguas la
borren. El nmero de ros no es infinito; un viajero inmortal que
recorra el mundo acabar, algn da, por haber bebido de todos. Nos
propusimos descubrir ese ro.
La muerte (o su alusin) hace preciosos y patticos a los hombres.
stos conmueven por su condicin de fantasmas; cada acto que ejecu-
tan puede ser ltimo; no hay rostro que no est por desdibujarse como
el rostro de un sueo. Todo, entre los morrales, tiene el valor de lo
irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada
acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo
antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el
futuro lo repetirn hasta el vrtigo. No hay cosa que no est como
perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez,
nada es preciosamente precario. Lo elegiaco, lo grave, lo ceremonial,
no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las
puertas de Tnger; creo que no nos dijimos adis.
V
Recorr nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoo de 1066 mili-
t en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold,
que no tard en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald
Hardrada que conquist seis pies de tierra inglesa, o un poco ms. En
el sptimo siglo de la Hjira, en el arrabal de Bulaq, transcrib con
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pausada [23] caligrafa, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto
que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de
Bronce. En un patio de la crcel de Samarcanda he jugado muchsimo
al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrologa y tambin en Bohemia.
En 1638 estuve en Kolozsvr y despus en Leipzig. En Aberdeen, en
1714, me suscrib a los seis volmenes de la Ilada de Pope; s que los
frecuent con deleite. Hacia 1729 discut el origen de ese poema con un
profesor de retrica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me
parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me
conduca a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea.1
Baj; record otras maanas muy antiguas, tambin frente al Mar Rojo,
cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inaccin
consuman a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la
prob, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un rbol
espinoso me lacer el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareci
muy vivo. Incrdulo, silencioso y feliz, contempl la preciosa forma-
cin de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repet, de
nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dorm hasta el
amanecer.
... He revisado, al cabo de un ao, estas pginas. Me consta que se
ajustan a la verdad, pero en los primeros captulos, y aun en ciertos
prrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del
abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento [24] que aprend en
los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos
1 Hay una tachadura en el manuscrito; quizs el nombre del puerto ha sido bo-
rrado.
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pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin
embargo, haber descubierto una razn ms ntima. La escribir; no
importa que me juzguen fantstico.
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan
los sucesos de dos hombres distintos. En el primer captulo, el jinete
quiere saber el nombre del ro que baa las murallas de Tebas; Flami-
nio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epteto de Hekatmpylos,
dice que el ro es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a
l, sino a Homero, que hace mencin expresa, en la Ilada, de Tebas
Hekatmpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice
invariablemente Egipto por Nilo. En el captulo segundo, el romano, al
beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas
palabras son homricas y pueden buscarse en el fin del famoso catlo-
go de las naves. Despus, en el vertiginoso palacio, habla de una
reprobacin que era casi un remordimiento; esas palabras correspon-
den a Homero, que haba proyectado ese horror. Tales anomalas me
inquietaron; otras, de orden esttico, me permitieron descubrir la
verdad. El ltimo captulo las incluye; ah est escrito que milit en el
puente de Stamford, que transcrib, en Bulaq, los viajes de Simbad el
Marino y que me suscrib, en Aberdeen, a la Ilada inglesa de Pope. Se
lee, inter alia.: En Bikanir he profesado la astrologa y tambin en
Bohemia. Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el
hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un
[25] hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no
repara en lo blico y s en la suerte de los hombres. Los que siguen son
ms curiosos. Una oscura razn elemental me oblig a registrarlos; lo
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hice porque saba que eran patticos. No lo son, dichos por el romano
Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que ste copie, en el
siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises y descubra, a la
vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma brbaro, las
formas de su Ilada. En cuanto a la oracin que recoge el nombre de
Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el
autor del catlogo de las naves) de mostrar vocablos esplndidos.1
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imgenes del recuerdo; slo
quedan palabras. No es extrao que el tiempo haya confundido las que
alguna vez me representaron con las que fueron smbolos de la suerte
de quien me acompa tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve,
ser Nadie, como Ulises; en breve, ser todos: estar muerto.
Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la pu-
blicacin anterior, el ms curioso, ya que no el ms urbano bblicamen-
te se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la
tenacsima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien
pginas. Habla de los cen-[26]tones griegos, de los centones de la baja
latinidad, de Ben Jonson, que defini a sus contemporneos con
retazos de Sneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los
artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de la narracin
atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus. Denuncia, en el primer
captulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en
1 Ernesto Sbato sugiere que el Giambattista que discuti la formacin de la
Ilada con el anticuario Cartaphilus Es Giambattista Vico; ese italiano defenda que
Homero es un personaje simblico, a la manera de Plutn o de Aquiles.
20
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el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439) en el tercero, de
una epstola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de
Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o
hurtos, que todo el documento es apcrifo.
A mi entender, la conclusin es inadmisible. Cuando se acerca el
fin, escribi Cartaphilus, ya no quedan imgenes del recuerdo, solo
quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras
de oros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.
A Cecilia Ingenieros
21
-
[27]
El Muerto
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste com-
padrito sin ms virtud que la infatuacin del coraje, se interne en los
desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitn de
contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entien-
den as, quiero contarles el destino de Benjamn Otlora, de quien
acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que muri en
su ley, de un balazo, en los confines de Ro Grande do Sul. Ignoro los
detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y
ampliar estas pginas. Por ahora, este resumen puede ser til.
Benjamn Otlora cuenta, hacia 1891, diecinueve aos. Es un mo-
cetn de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre
vasca; una pualada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no
lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad
de huir de la Repblica. El caudillo de la parroquia le da una carta para
un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otlora se embarca, la travesa
es tormentosa y crujiente; al otro da, vaga por las calles de Montevi-
deo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo
Bandeira; hacia la medianoche, en un almacn del Paso del [28] Molino,
asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra;
Otlora no sabe de qu lado est la razn, pero lo atrae el puro sabor
del peligro, como a otros la baraja o la msica. Para, en el entrevero,
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una pualada baja que un pen le tira a un hombre de galera oscura y
de poncho. ste, despus, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otlora, al
saberlo, rompe la carta, porque prefiere debrselo todo a s mismo.)
Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresin de
ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, estn el
judo, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz
que le atraviesa la cara es un adorno ms, como el negro bigote cerdo-
so.
Proyeccin o error del alcohol, el altercado cesa con la misma ra-
pidez con que se produjo. Otlora bebe con los troperos y luego los
acompaa a una farra y luego a un casern en la Ciudad Vieja, ya con
el sol bien alto. En el ltimo patio, que es de tierra, los hombres
tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otlora compara esa
noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo
inquieta algn remordimiento, eso s, de no extraar a Buenos Aires.
Duerme hasta la oracin, cuando lo despierta el paisano que agredi,
borracho, a Bandeira. (Otlora recuerda que ese hombre ha compartido
con los otros la noche de tumulto y de jbilo y que Bandeira lo sent a
su derecha y lo oblig a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el
patrn lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zagun
(Otlora nunca ha visto un zagun con puertas laterales) est espern-
dolo Azevedo Ban-[29]deira, con una clara y desdeosa mujer de pelo
colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caa, le repite que
le est pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los
dems a traer una tropa. Otlora acepta; hacia la madrugada estn en
camino, rumbo a Tacuaremb.
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-
Empieza entonces para Otlora una vida distinta, una vida de vas-
tos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es
nueva para l, y a veces atroz, pero ya est en su sangre, porque lo
mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar,
as nosotros (tambin el hombre que entreteje estos smbolos) ansia-
mos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otlora se ha
criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un ao se
hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a
manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el
sueo, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el
grito. Slo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo
Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira
es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los
gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira
naci del otro lado del Cuareim, en Ro Grande do Sul; eso, que debera
rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de cinagas,
de inextricables y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otlora
entiende que los negocios de Bandeira son mltiples y que el principal
es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otlora se propone
ascender a contraban-[30]dista. Dos de los compaeros, una noche,
cruzarn la frontera para volver con unas partidas de caa; Otlora
provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambicin
y tambin una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por
entender que yo valgo ms que todos sus orientales juntos.
Otro ao pasa antes que Otlora regrese a Montevideo. Recorren
las orillas, la ciudad (que a Otlora le parece muy grande); llegan a casa
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del patrn; los hombres tienden los recados en el ltimo patio. Pasan
los das y Otlora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que est
enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el
mate. Una tarde, le encomiendan a Otlora esa tarea. ste se siente
vagamente humillado pero satisfecho tambin.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcn que mira
al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de
taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas,
hay un remoto espejo que tiene la luna empaada. Bandeira yace boca
arriba; suea y se queja; una vehemencia de sol ltimo lo define. El
vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otlora nota las
canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los aos. Lo subleva que los
est mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastara para dar cuenta
de l. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de
pelo rojo; est a medio vestir y descalza y lo observa con fra curiosi-
dad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaa y
despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las tren-[31]zas de la
mujer. Al fin, le da licencia a Otlora para irse.
Das despus, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una es-
tancia perdida, que est como en cualquier lugar de la interminable
llanura. Ni rboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el ltimo la
golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y
menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otlora oye en rueda de peones que Bandeira no tardar en llegar
de Montevideo. Pregunta por qu; alguien aclara que hay un forastero
agauchado que est queriendo mandar demasiado. Otlora comprende
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que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averi-
gua, despus, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes
polticos y que ste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana
de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado
damasco; llega de las cuchillas, una maana, un jinete sombro, de
barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Surez y es el capanga o
guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una
manera abrasilerada. Otlora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad,
a desdn o a mera barbarie. Sabe, eso s, que para el plan que est
maquinando tiene que ganar su amistad.
Entra despus en el destino de Benjamn Otlora un colorado ca-
bos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapea-
do y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un [32]
smbolo de la autoridad del patrn y por eso lo codicia el muchacho,
que llega tambin a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo
resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o
adjetivos de un hombre que l aspira a destruir.
Aqu la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es
diestro en el arte de la intimidacin progresiva, en la satnica manio-
bra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y
burlas; Otlora resuelve aplicar ese mtodo ambiguo a la dura tarea
que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira.
Logra, en jornadas de peligro comn, la amistad de Surez. Le confa su
plan; Surez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo
despus, de las que s unas pocas. Otlora no obedece a Bandeira; da
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en olvidar, en corregir, en invertir sus rdenes. El universo parece
conspirar con l y apresura los hechos. Un medioda, ocurre en campos
de Tacuaremb un tiroteo con gente riograndense; Otlora usurpa el
lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una
bala, pero esa tarde Otlora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y
esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche
duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el
orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo da.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da r-
denes que no se ejecutan; Benjamn Otlora no lo toca, por una mezcla
de rutina y de lstima.
La ltima escena de la historia corresponde a la [33] agitacin de
la ltima noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen
cordero recin carneado y beben un alcohol pendenciero; alguien
infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la
mesa, Otlora, borracho, erige exultacin sobre exultacin, jbilo sobre
jbilo; esa torre de vrtigo es un smbolo de su irresistible destino.
Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la
noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien
recuerda una obligacin. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta
de la mujer. sta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a
medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el
jefe le ordena:
Ya que vos y el porteo se quieren tanto, ahora mismo le vas a
dar un beso a vista de todos.
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Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero
dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otlora. Arrasa-
da en lgrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Surez ha empuado
el revlver. Otlora comprende, antes de morir, que desde el principio
lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han
permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por
muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Surez, casi con desdn, hace fuego.
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[35]
Los telogos
Arrasado el jardn, profanados los clices y las aras, entraron a
caballo los hunos en la biblioteca monstica y rompieron los libros
incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de
que las letras encubrieran blasfemia contra su dios que era una cimita-
rra de hierro. Ardieron palimpsestos y cdices, pero en el corazn de la
hoguera, entre la ceniza, perdur casi intacto el libro duodcimo de la
Civitas Dei, que narra que Platn ense en Atenas que, al cabo de los
siglos, todas las cosas recuperarn su estado anterior, y l, en Atenas,
ante el mismo auditorio, de nuevo ensear esa doctrina. El texto que
las llamas perdonaron goz de una veneracin especial y quienes lo
leyeron y releyeron en esa remota provincia dieron en olvidar que el
autor slo declar esa doctrina para poder mejor confutarla. Un siglo
despus, Aureliano, coadjutor de Aquilea, supo que a orillas del
Danubio la novsima secta de los montonos (llamados tambin
anulares) profesaba que la historia es un crculo y que nada es que no
haya sido y que no ser. En las montaas, la Rueda y la Serpiente
haban desplazado a la Cruz. Todos teman, pero todos se confortaban
con el rumor de que Juan de Panonia, que se haba [36] distinguido por
un tratado sobre el sptimo atributo de Dios, iba a impugnar tan
abominable hereja.
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Aureliano deplor esas nuevas, sobre todo la ltima. Saba que en
materia teolgica no hay novedad sin riesgo; luego reflexion que la
tesis de un tiempo circular era demasiado dismil, demasiado asom-
brosa, para que el riesgo fuera grave. (Las herejas que debemos temer
son las que pueden confundirse con la ortodoxia.) Ms le doli la
intervencin la intrusin de Juan de Panonia. Hace dos aos, ste
haba usurpado con su verboso De septima affection Dei sive de
aeternitate un asunto la especialidad de Aureliano; ahora, como si el
problema del tiempo le perteneciera, iba a rectificar, tal vez con
argumentos de Procusto, con triacas ms temibles que la Serpiente, a
los anulares... Esa noche, Aureliano pas las hojas del antiguo dilogo
de Plutarco sobre la cesacin de los orculos; en el prrafo veintinueve,
ley una burla contra los estoicos que defienden un infinito ciclo de
mundos, con infinitos soles, lunas, Apolos, Dianas y Poseidones. El
hallazgo le pareci un pronstico favorable; resolvi adelantarse a Juan
de Panonia y refutar a los herticos de la Rueda.
Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para
no pensar ms en ella; Aureliano, parejamente, quera superar a Juan
de Panonia para curarse del rencor que ste le infunda, no para
hacerle mal. Atemperado por el mero trabajo, por la fabricacin de
silogismos y la invencin de injurias, por los nego y los autem y los
nequaquam, pudo olvidar ese rencor. Erigi vastos y casi inextricables
perodos, estorbados de incisos, donde la negligencia [37] y el solecis-
mo parecan formas del desdn. De la cacofona hizo un instrumento.
Previ que Juan fulminara a los anulares con gravedad proftica; opt,
para no coincidir con l, por el escarnio. Agustn haba escrito que
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Jess es la va recta que nos salva del laberinto circular en que andan
los impos; Aureliano, laboriosamente trivial, los equipar con Ixin,
con el hgado de Prometeo, con Ssifo, con aquel rey de Tebas que vio
dos soles, con la tartamudez, con loros, con espejos, con ecos, con
mulas de noria y con silogismos bicornutos. (Las fbulas gentlicas
perduraban, rebajadas a adornos.) Como todo poseedor de una biblio-
teca, Aureliano se saba culpable de no conocerla hasta el fin; esa
controversia le permiti cumplir con muchos libros que parecan
reprocharle su incuria. As pudo engastar un pasaje de la obra De
principiis de Orgenes, donde se niega que ludas Iscariore volver a
vender al Seor, y Pablo a presenciar en Jerusaln el martirio de
Esteban, y otro de los Academia priora de Cicern, en el que ste se
burla de quienes suean que mientras l conversa con Lculo, otros
Lculos y otros Cicerones, en nmero infinito, dicen puntualmente lo
mismo, en infinitos mundos iguales. Adems, esgrimi contra los
montonos el texto de Plutarco y denunci lo escandaloso de que a un
idlatra le valiera ms el lumen naturae que a ellos la palabra de Dios.
Nueve das le tom ese trabajo; el dcimo, le fue remitido un traslado
de la refutacin de Juan de Panonia.
Era casi irrisoriamente breve; Aureliano la mir con desdn y lue-
go con temor. La primera parte [38] glosaba los versculos terminales
del noveno captulo de la Epstola a los Hebreos, donde se dice que
Jess no fue sacrificado muchas veces desde el principio del mundo,
sino ahora una vez en la consumacin de los siglos. La segunda alegaba
el precepto bblico sobre las vanas repeticiones de los gentiles (Mateo
6:7) y aquel pasaje del sptimo libro de Plinio, que pondera que en el
dilatado universo no hay dos caras iguales. Juan de Panonia declaraba
31
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que tampoco hay dos almas y que el pecador ms vil es precioso como
la sangre que por l verti Jesucristo. El acto de un solo hombre
(afirm) pesa ms que los nueve cielos concntricos y tras soar que
puede perderse y volver es una aparatosa frivolidad. El tiempo no
rehace lo que perdemos; la eternidad lo guarda para la gloria y tambin
para el fuego. El tratado era lmpido, universal; no pareca redactado
por una persona concreta, sino por cualquier hombre o, quiz, por
todos los hombres.
Aureliano sinti una humillacin casi fsica. Pens destruir o re-
formar su propio trabajo, luego, con rencorosa probidad, lo mand a
Roma sin modificar una letra. Meses despus, cuando se junt el
concilio de Prgamo, el telogo encargado de impugnar los errores de
los montonos fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y
mesurada refutacin bast para que Euforbo, heresiarca, fuera conde-
nado a la hoguera. Esto ha ocurrido y volver ocurrir, dijo Euforbo. No encendis una pira, encendis un laberinto de fuego. Si aqu se unieran todos las hogueras que he sido, no cabran en la tierra y queda-[39]ran c egos los nge es. Esto lo d e muchas veces. Despus grit, porque lo alcanzaron las llamas.
i l ij
Cay la Rueda ante la Cruz1, pero Aureliano y Juan prosiguieron
su batalla secreta. Militaban los dos en el mismo ejrcito, anhelaban el
mismo galardn, guerreaban contra el mismo Enemigo, pero Aureliano
no escribi una palabra que inconfesablemente no propendiera a
superar a Juan. Su duelo fue invisible; si los copiosos ndices no me
engaan, no figura una sola vez el nombre del otro en los muchos
1 En las cruces los dos emblemas enemigos conviven entrelazados
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volmenes de Aureliano que atesora la Patrologa de Migne. (De las
obras de Juan, slo han perdurado veinte palabras.) Los dos desapro-
baron los anatemas del segundo concilio de Constantinopla; los dos
persiguieron a los arrianos, que negaban la generacin eterna del Hijo;
los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia christiana de Cosmas, que ensea que la tierra es cuadrangular, como el tabernculo
hebreo. Desgraciadamente, por los cuatro ngulos de la tierra cundi
otra tempestuosa hereja. Oriunda del Egipto o del Asia (porque los
testimonios difieren y Bossuet no quiere admitir las razones de Har-
nack), infest las provincias orientales y erigi santuarios en Macedo-
nia, en Cartago y en Trveris. Pareci estar en todas partes; se dijo que
en la dicesis de Britania haban sido invertidos los crucifijos y que a la
imagen del Seor, en Cesrea, la haba suplantado un espejo. El espejo
y el bolo eran emblemas de los nuevos cismticos.
La historia los conoce por muchos nombres (es-[40]peculares,
abismales, cainitas), pero de todos el ms recibido es histriones, que
Aureliano les dio y que ellos con atrevimiento adoptaron. En Frigia les
dijeron simulacros, y tambin en Dardania. Juan Damasceno los llam
formas.; justo es advertir que el pasaje ha sido rechazado por Erfjord.
No hay heresilogo que con estupor no refiera sus desaforadas cos-
tumbres. Muchos histriones profesaron el ascetismo; alguno se mutil,
como Orgenes; otros moraron bajo tierra, en las cloacas; otros se
arrancaron los ojos; otros (los nabucodonosores de Nitria) pacan
como los bueyes y su pelo creca como de guila. De la mortificacin y
el rigor pasaban, muchas veces, al crimen; ciertas comunidades tolera-
ban el robo; otras, el homicidio; otras, la sodoma, el incesto y la
bestialidad. Todas eran blasfemas; No slo maldecan del Dios cristia-
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no, sino de las arcanas divinidades de su propio panten. Maquinaron
libros sagrados, cuya desaparicin deploran los doctos. Sir Thomas
Browne, hacia 1658, escribi El tiempo ha aniquilado los ambiciosos
Evangelios Histrinicos, no las Injurias con que se fustig su impie-
dad: Erfjord ha sugerido que esas injurias (que preserva un cdice
griego) son los evangelios perdidos. Ello es incomprensible, si ignora-
mos la cosmologa de los histriones.
En los libros hermticos est escrito que lo que hay abajo es igual
a lo que hay arriba, y lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo; en el
Zohar, que el mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones
fundaron su doctrina sobre una perversin de esa idea. Invocaron a
Maleo 6:12 (perdnanos [41] nuestras deudas, como nosotros perdo-
namos a nuestros deudores) y 11:12 (el reino de los cielos padece
fuerza) para demostrar que la tierra influye en el cielo, y a I Corintios
13:12 (vemos ahora por espejo, en oscuridad) para demostrar que
todo lo que vemos es falso. Quiz contaminados por los montonos
imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el
otro, el que est en el cielo. Tambin imaginaron que nuestros actos
proyectan un reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duer-
me, si fornicamos, el otro es casto, si robamos, el otro es generoso.
Muertos, nos uniremos a l y seremos l. (Algn eco de esas doctrinas
perdur en Bloy.) Otros histriones discurrieron que el mundo conclui-
ra cuando se agotara la cifra de sus posibilidades; ya que no puede
haber repeticiones, el justo debe eliminar (cometer) los actos ms
infames, para que stos no manchen el porvenir y para acelerar el
advenimiento del reino de Jess. Ese artculo fue negado por otras
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sectas, que defendieron que la historia del mundo debe cumplirse en
cada hombre. Los ms, como Pitgoras, debern transmigrar por
muchos cuerpos antes de obtener su liberacin; algunos, los proteicos,
en el trmino de una sola vida son leones, son dragones, son jabales,
son agua y son un rbol. Demstenes refiere la purificacin por el
fango a que eran sometidos los iniciados en los misterios rficos: los
proteicos, analgicamente, buscaron la purificacin por el mal. Enten-
dieron, como Carpcrates, que nadie saldr de la crcel hasta pagar el
ltimo bolo (Lucas 12:53), y solan embaucar a los penitentes con este
otro ver-[42]sculo: Yo he venido para que tengan vida los hombres y
para que la tengan en abundancia, (Juan 10:10). Tambin decan que
no ser un malvado es una soberbia satnica... Muchas y divergentes
mitologas urdieron los histriones; unos predicaron el ascetismo, otros
la licencia, todos la confusin. Teopompo, histrin de Berenice, neg
todas las fbulas; dijo que cada hombre es un rgano que proyecta la
divinidad para sentir el mundo.
Los herejes de la dicesis de Aureliano eran de los que afirmaban
que el tiempo no tolera repeticiones, no de los que afirmaban que todo
acto se refleja en el cielo. Esa circunstancia era rara; en un informe a
las autoridades romanas, Aureliano la mencion. El prelado que
recibira el informe era confesor de la emperatriz; nadie ignoraba que
ese ministerio exigente le vedaba las ntimas delicias de la teologa
especulativa. Su secretario antiguo colaborador de Juan de Panonia,
ahora enemistado con l gozaba del renombre de puntualsimo
inquisidor de heterodoxias; Aureliano agreg una exposicin de la
hereja histrinica, tal como sta se daba en los conventculos de Genua
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y de Aquilea. Redact unos prrafos; cuando quiso escribir la tesis
atroz de que no hay dos instantes iguales, su pluma se detuvo. No dio
con la frmula necesaria; las admoniciones de la nueva doctrina
(Quieres ver lo que no vieron ojos humanos? Mira la luna. Quieres
or lo que los odos no oyeron? Oye el grito del pjaro. Quieres tocar lo
que no tocaron las manos? Toca la tierra. Verdaderamente digo que
Dios est por crear el mundo) eran harto afectadas y metafricas para
la transcrip-[43]cin. De pronto, una oracin de veinte palabras se
present a su espritu. La escribi, gozoso; inmediatamente despus, lo
inquiet la sospecha de que era ajena. Al da siguiente, record que la
haba ledo haca muchos aos en el Adversus annulares que compuso
Juan de Panonia. Verific la cita; ah estaba. La incertidumbre lo
atorment. Variar o suprimir esas palabras, era debilitar la expresin;
dejarlas, era plagiar a un hombre que aborreca; indicar la fuente, era
denunciarlo. Implor el socorro divino. Hacia el principio del segundo
crepsculo, el ngel de su guarda le dio una solucin intermedia.
Aureliano conserv las palabras, pero las antepuso este aviso: Lo que
ladran ahora los heresiarcas para confusin de la fe, lo dijo en este
siglo un varn doctsima, con ms ligereza que culpa. Despus, ocurri
lo temido, lo esperado, lo inevitable. Aureliano tuvo que declarar quin
era ese varn; Juan de Panonia fue acusado de profesar opiniones
herticas.
Cuatro meses despus, un herrero del Aventino, alucinado por los
engaos de los histriones, carg sobre los hombros de su hijito una
gran esfera de hierro, para que su doble volara. El nio muri; el
horror engendrado por ese crimen impuso una intachable severidad a
36
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los jueces de Juan. Este no quiso retractarse; repiti que negar su
proposicin era incurrir en la pestilencial hereja de los montonos. No
entendi (no quiso entender) que hablar de los montonos era hablar
de lo ya olvidado. Con insistencia algo senil, prodig sus perodos ms
brillantes de sus viejas polmicas; los jueces ni siquiera oan lo que los
arrebat alguna vez. En lugar de tratar de [44] purificarse de la ms
leve mcula de histrionismo, se esforz en demostrar que la proposi-
cin de que lo acusaban era rigurosamente ortodoxa. Discuti con los
hombres de cuyo fallo dependa su suerte y cometi la mxima torpeza
de hacerlo con ingenio y con irona. El veintisis de octubre, al cabo de
una discusin que dur tres das y tres noches, lo sentenciaron a morir
en la hoguera.
Aureliano presenci la ejecucin, porque no hacerlo era confesar-
se culpable. El lugar del suplicio era una colina, en cuya verde cumbre
haba un palo, hincado profundamente en el suelo, y en torno muchos
haces de lea. Un ministro ley la sentencia del tribunal. Bajo el sol de
las doce, Juan de Panonia yaca con la cara en el polvo, lanzando
bestiales aullidos. Araaba la tierra, pero los verdugos lo arrancaron, lo
desnudaron y por fin lo amarraron a la picota. En la cabeza le pusieron
una corona de paja untada de azufre; al lado, un ejemplar del pestilente
Adversus annulares. Haba llovido la noche antes y la lea arda mal.
Juan de Panonia rez en griego y luego en un idioma desconocido. La
hoguera iba a llevrselo, cuando Aureliano se atrevi a alzar los ojos.
Las rfagas ardientes se detuvieron; Aureliano vio por primera y ltima
vez el rostro del odiado. Le record el de alguien, pero no pudo preci-
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sar el de quin. Despus, las llamas lo perdieron; despus grit y fue
como si un incendio gritara.
Plutarco ha referido que Julio Csar llor la muerte de Pompeyo;
Aureliano no llor la de Juan, pero sinti lo que sentira un hombre
curado de una enfermedad incurable, que ya fuera una parte de su [45]
vida. En Aquilea, en feso, en Macedonia, dej que sobre l pasaran los
aos. Busc los arduos lmites del Imperio, las torpes cinagas y los
contemplativos desiertos, para que lo ayudara la soledad a entender su
destino. En una celda mauritana, en la noche cargada de leones,
repens la compleja acusacin contra Juan de Panonia y justific, por
ensima vez, el dictamen. Ms le cost justificar su tortuosa denuncia.
En Rusaddir predic el anacrnico sermn Luz de las luces encendidas
en la carne de un rprobo. En Hibernia, en una de las chozas de un
monasterio cercado por la selva, lo sorprendi una noche, hacia el alba,
el rumor de la lluvia. Record una noche romana en que lo haba
sorprendido, tambin, ese minucioso rumor. Un rayo, al medioda,
incendi los rboles y Aureliano pudo morir como haba muerto Juan.
El final de la historia slo es referible en metforas, ya que pasa
en el reino de los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabra decir que
Aureliano convers con Dios y que ste se interesa tan poco en dife-
rencias religiosas que lo tom por Juan de Panonia. Ello, sin embargo,
insinuara una confusin de la mente divina. Ms correcto es decir que
en el paraso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, l y
Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborreci-
do, el acusador y la vctima) formaban una sola persona.
38
-
[47]
Historia del guerrero y la cautiva
En la pgina 278 del libro La poesa (Bari, 1942), Croce, abrevian-
do un texto latino del historiador Pablo el Dicono, narra la suerte y
cita el epitafio de Droctulft; stos me conmovieron singularmente,
luego entend por qu. Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el
asedio de Ravena abandon a los suyos y muri defendiendo la ciudad
que antes haba atacado. Los raveneses le dieron sepultura en un
templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su gratitud
(contempsit caros, dum nos amat ille, parentes) y el peculiar contras-
te que se adverta entre la figura atroz de aquel brbaro y su simplici-
dad y bondad:
Terribilis visu facies, sed mente benignus,
Longaque robusto pectores barba fuit! 1
Tal es la historia del destino de Droctulft, brbaro que muri de-
fendiendo a Roma, o tal es el fragmento de su historia que pudo
rescatar Pablo el Dicono. Ni siquiera s en qu tiempo ocurri: si al
promediar el siglo VI, cuando los longobardos [48] desolaron las
1 Tambin Gibbon (Decline and fall, XI, V) transcribe estos versos.
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llanuras de Italia; si en el VIII, antes de la rendicin de Ravena. Imagi-
nemos (ste no es un trabajo histrico) lo primero.
Imaginemos, sub specie aeternitatis, a Droctulft, no al individuo
Droctulft, que sin duda fue nico e insondable (todos los individuos lo
son), sino al tipo genrico que de l y de otros muchos como l ha
hecho la tradicin, que es obra del olvido y de la memoria. A travs de
una oscura geografa de selvas y de cinagas, las guerras lo trajeron a
Italia, desde las mrgenes del Danubio y del Elba, y tal vez no saba que
iba al Sur y tal vez no saba que guerreaba contra el nombre romano.
Quiz profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es
reflejo de la gloria del Padre, pero ms congruente es imaginarlo
devoto de la Tierra, de Hertha, cuyo dolo tapado iba de cabaa en
cabaa en un carro tirado por vacas, o de los dioses de la guerra y del
trueno, que eran torpes figuras de madera, envueltas en ropa tejida y
recargadas de monedas y ajorcas. Vena de las selvas inextricables del
jabal y del uro; era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitn y
a su tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ah ve algo
que no ha visto jams, o que no ha visto con plenitud. Ve el da y los
cipreses y el mrmol. Ve un conjunto que es mltiple sin desorden; ve
una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines,
de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios
regulares y abiertos. Ninguna de esas fbricas (lo s) lo impresiona por
bella; lo tocan como ahora nos tocara una maquinaria compleja, cuyo
fin [49] ignorramos, pero en cuyo diseo se adivinara una inteligencia
inmortal. Quiz le basta ver un solo arco, con una incomprensible
inscripcin en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo
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renueva esa revelacin, la Ciudad. Sabe que en ella ser un perro, o un
nio, y que no empezar siquiera a entenderla, pero sabe tambin que
ella vale ms que sus dioses y que la fe jurada y que todas las cinagas
de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena.
Muere, y en la sepultura graban palabras que l no hubiera entendido:
Contempsit caros, dum nos amat ille, parentes,
Hanc patriam reputans esse, Ravenna, suam.
No fue un traidor (los traidores no suelen inspirar epitafios pia-
dosos); fue un iluminado, un converso. Al cabo de unas cuantas
generaciones los longobardos que culparon al trnsfuga procedieron
como l; se hicieron italianos, lombardos y acaso alguno de su sangre
Aldger pudo engendrar a quienes engendraron al Alighieri...
Muchas conjeturas cabe aplicar al acto de Droctulft; la ma es la ms
econmica; si no es verdadera como hecho, lo ser como smbolo.
Cuando le en el libro de Croce la historia del guerrero, sta me
conmovi de manera inslita y tuve la impresin de recuperar, bajo
forma diversa, algo que haba sido mo. Fugazmente pens en los
jinetes mogoles que queran hacer de la China un infinito campo de
pastoreo y luego envejecieron en las ciudades que haban anhelado
destruir; no era [50] sa la memoria que yo buscaba. La encontr al fin;
era un relato que le o alguna vez a mi abuela inglesa, que ha muerto.
En 1872 mi abuelo Borges era jefe de las fronteras Norte y Oeste
de Buenos Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junn;
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ms all, a cuatro o cinco leguas uno de otro, la cadena de los fortines;
ms all, lo que se denominaba entonces la Pampa y tambin Tierra
Adentro. Alguna vez, entre maravillada y burlona, mi abuela coment
su destino de inglesa desterrada a ese fin del mundo; le dijeron que no
era la nica y le sealaron, meses despus, una muchacha india que
atravesaba lentamente la plaza. Vesta dos mantas coloradas e iba
descalza; sus crenchas eran rubias. Un soldado le dijo que otra inglesa
quera hablar con ella. La mujer asinti; entr en la comandancia sin
temor, pero no sin recelo. En la cobriza cara, pintarrajeada de colores
feroces, los ojos eran de ese azul desganado que los ingleses llaman
gris. El cuerpo era ligero, como de cierva; las manos, fuertes y huesu-
das. Vena del desierto, de Tierra Adentro, y todo pareca quedarle
chico: las puertas, las paredes, los muebles.
Quiz las dos mujeres por un instante se sintieron hermanas, es-
taban lejos de su isla querida y en un increble pas. Mi abuela enunci
alguna pregunta; la otra le respondi con dificultad, buscando las
palabras y repitindolas, como asombrada de un antiguo sabor. Hara
quince aos que no hablaba el idioma natal y no le era fcil recuperar-
lo. Dijo que era de Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos
Aires, que los haba perdido en un maln, que la [51] haban llevado los
indios y que ahora era mujer de un capitanejo, a quien ya haba dado
dos hijos y que era muy valiente. Eso lo fue diciendo en un ingls
rstico, entreverado de araucano o de pampa, y detrs del relato se
vislumbraba una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las hogueras
de estircol, los festines de carne chamuscada o de vsceras crudas, las
sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el
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saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes
desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia. A esa barbarie se
haba rebajado una inglesa. Movida por la lstima y el escndalo, mi
abuela la exhort a no volver. Jur ampararla, jur rescatar a sus hijos.
La otra le contest que era feliz y volvi, esa noche, al desierto. Fran-
cisco Borges morira poco despus en la revolucin del 74; quiz mi
abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, tambin arrebatada y
transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de
su destino...
Todos los aos, la india rubia sola llegar a las pulperas de Junn,
o del Fuerte Lavalle, en procura de baratijas y vicios; no apareci,
desde la conversacin con mi abuela. Sin embargo, se vieron otra vez.
Mi abuela haba salido a cazar; en un rancho, cerca de los baados, un
hombre degollaba una oveja. Como en un sueo, pas la india a
caballo. Se tir al suelo y bebi la sangre caliente. No s si lo hizo
porque ya no poda obrar de otro modo, o como un desafo y un signo.
Mil trescientos aos y el mar median entre el destino de la cautiva
y el destino de Droctulft. Los dos, [52] ahora, son igualmente irrecupe-
rables. La figura del brbaro que abraza la causa de Ravena, la figura de
la mujer europea que opta por el desierto, pueden parecer antagnicos.
Sin embargo, a los dos los arrebat un mpetu secreto, un mpetu ms
hondo que la razn, y los dos acataron ese mpetu que no hubieran
sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola
historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.
A Ulrike von Khlmann
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[53]
Biografa de Tadeo Isidoro Cruz
(18291874)
Im looking for the face I had
Before the world was made.
YEATS, The Winding Stair
El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por
Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de
Lpez, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o
cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo
una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpn, el confuso grito
despert a la mujer que dorma con l. Nadie sabe lo que so, pues al
otro da, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la
caballera de Surez y la persecucin dur nueve leguas, hasta los
pajonales ya lbregos, y el hombre pereci en una zanja, partido el
crneo por un sable de las guerras del Per y del Brasil. La mujer se
llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibi el nombre de Tadeo
Isidoro.
Mi propsito no es repetir su historia. De los das y noches que la
componen, slo me interesa una noche; del resto no referir sino lo
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indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en
un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para
todos (I Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones,
versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son [54] muchos, la
historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su
formacin, pero gauchos idnticos a l nacieron y murieron en las
selvticas riberas del Paran y en las cuchillas orientales. Vivi, eso s,
en un mundo de barbarie montona. Cuando, en 1874, muri de una
viruela negra, no haba visto jams una montaa ni un pico de gas ni
un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una
tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos
entraron en la ciudad para vaciar el cinto; Cruz, receloso, no sali de
una fonda en el vecindario de los corrales. Pas ah muchos das,
taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantndose al alba y
recogindose a la oracin. Comprendi (ms all de las palabras y aun
del entendimiento) que nada tena que ver con l la ciudad. Uno de los
peones, borracho, se burl de l. Cruz no le replic, pero en las noches
del regreso, junto al fogn, el otro menudeaba las burlas, y entonces
Cruz (que antes no haba demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo
tendi de una pualada. Prfugo, hubo de guarecerse en un fachinal;
noches despus, el grito de un chaj le advirti que lo haba cercado la
polica. Prob el cuchillo en una mata; para que no le estorbaran en la
de a pie, se quit las espuelas. Prefiri pelear a entregarse. Fue herido
en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhiri a los ms
bravos de la partida; cuando la sangre le corri entre los dedos, pele
con ms coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la prdida de
sangre, lo desarmaron. El ejrcito, entonces, desempeaba una funcin
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penal; Cruz fue des-[55]tinado a un fortn de la frontera Norte. Como
soldado raso, particip en las guerras civiles; a veces combati por su
provincia natal, a veces en contra. El veintitrs de enero de 1856, en las
Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del
sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En
esa accin recibi una herida de lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo
sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un
hijo, dueo de una fraccin de campo. En 1869 fue nombrado sargento
de la polica rural. Haba corregido el pasado; en aquel tiempo debi de
considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba,
secreta en el porvenir, una lcida noche fundamental: la noche en que
por fin vio su propia cara, la noche en que por fin escuch su nombre.
Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante
de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro
smbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en
realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para
siempre quin es. Cuntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado
su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de
Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no saba leer, ese
conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a s mismo en un
entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron as:
En los ltimos das del mes de junio de 1870 recibi la orden de
apresar a un malevo, que deba [56] dos muertes a la justicia. Era ste
un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel
Benito Machado; en una borrachera, haba asesinado a un moreno en
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un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe
agregaba que proceda de la Laguna Colorada. En este lugar, haca
cuarenta aos, habanse congregado los montoneros para la desventu-
ra que dio sus carnes a los pjaros y a los perros; de ah sali Manuel
Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambo-
res sonaban para que no se oyera su ira; de ah, el desconocido que
engendr a Cruz y que pereci en una zanja, partido el crneo por un
sable de las batallas del Per y del Brasil. Cruz haba olvidado el
nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoci...
El criminal, acosado por los soldados, urdi a caballo un largo laberin-
to de idas y de venidas; stos, sin embargo, lo acorralaron la noche del
doce de julio. Se haba guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi
indescifrable; Cruz y los suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las
matas en cuya hondura trmula acechaba o dorma el hombre secreto.
Grit un chaj; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresin de haber vivido
ya ese momento. El criminal sali de la guarida para pelearlos. Cruz lo
entrevi, terrible; la crecida melena y la barba gris parecan comerle la
cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Bsteme recordar que
el desertor malhiri o mat a varios de los hombres de Cruz. ste,
mientras combata en la oscuridad (mientras su cuerpo combata en la
oscuridad), empez a comprender. Comprendi que un destino no es
mejor que otro, [57] pero que todo hombre debe acatar el que lleva
adentro. Comprendi que las jinetas y el uniforme ya le estorbaban.
Comprendi su ntimo destino de lobo, no de perro gregario; com-
prendi que el otro era l. Amaneca en la desaforada llanura; Cruz
arroj por tierra el quepis, grit que no iba a consentir el delito de que
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se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al
desertor Martn Fierro.
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-
[59]
Emma Zunz
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fbrica de
tejidos Tatbuch y Loewenthal, hall en el fondo del zagun una carta,
fechada en el Brasil, por la que supo que su padre haba muerto. La
engaaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquiet la letra
desconocida. Nueve o diez lneas borroneadas queran colmar la hoja;
Emma ley que el seor Maier haba ingerido por error una fuerte
dosis de veronal y haba fallecido el tres del corriente en el hospital de
Bag. Un compaero de pensin de su padre firmaba la noticia, un tal
Fein o Fain, de Ro Grande, que no poda saber que se diriga a la hija
del muerto.
Emma dej caer el papel. Su primera impresin fue de malestar
en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de
fro, de temor; luego, quiso ya estar en el da siguiente. Acto continuo
comprendi que esa voluntad era intil porque la muerte de su padre
era lo nico que haba sucedido en el mundo, y seguira sucediendo sin
fin. Recogi el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guard en un
cajn, como si de algn modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya
haba empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sera. [60]
En la creciente oscuridad, Emma llor hasta el fin de aquel da el
suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos das felices fue Emanuel
Zunz. Record veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, record
49
-
(trat de recordar) a su madre, record la casita de Lans que les
remataron, record los amarillos losanges de una ventana, record el
auto de prisin, el oprobio, record los annimos con el suelto sobre
el desfalco del cajero, record (pero eso jams lo olvidaba) que su
padre, la ltima noche, le haba jurado que el ladrn era Loewenthal.
Loewenthal, Aarn Loewenthal, antes gerente de la fbrica y ahora uno
de los dueos. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo
haba revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quiz rehua
la profana incredulidad; quiz crea que el secreto era un vnculo entre
ella y el ausente. Loewenthal no saba que ella saba; Emma Zunz
derivaba de ese hecho nfimo un sentimiento de poder.
No durmi aquella noche, y cuando la primera luz defini el rec-
tngulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procur que ese da,
que le pareci interminable, fuera como los otros. Haba en la fbrica
rumores de huelga; Emma se declar, como siempre, contra toda
violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de
mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y
deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulga-
res que comentan la revisacin. Con Elsa y con la menor de las Kron-
fuss discuti a qu cinematgrafo iran el domingo a la tarde. Luego, se
habl de novios y nadie esper que [61] Emma hablara. En abril
cumplira diecinueve aos, pero los hombres le inspiraban, an, un
temor casi patolgico... De vuelta, prepar una sopa de tapioca y unas
legumbres, comi temprano, se acost y se oblig a dormir. As,
laborioso y trivial, pas el viernes quince, la vspera.
50
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El sbado, la impaciencia la despert. La impaciencia, no la in-
quietud, y el singular alivio de estar en aquel da, por fin. Ya no tena
que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzara la
simplicidad de los hechos. Ley en La Prensa que el Nordstjrnan, de
Malm, zarpara esa noche del dique 3; llam por telfono a Loewent-
hal, insinu que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo
sobre la huelga y prometi pasar por el escritorio, al oscurecer. Le
temblaba la voz; el temblor convena a una delatora. Ningn otro hecho
memorable ocurri esa maana. Emma trabaj hasta las doce y fij con
Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se
acost despus de almorzar y recapitul, cerrados los ojos, el plan que
haba tramado. Pens que la etapa final sera menos horrible que la
primera y que le deparara, sin duda, el sabor de la victoria y de la
justicia. De pronto, alarmada, se levant y corri al cajn de la cmoda.
Lo abri; debajo del retrato de Milton Sills, donde la haba dejado la
antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie poda haberla visto; la empe-
z a leer y la rompi.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sera difcil y
quiz improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un
atributo que parece [62] mitigar sus terrores y que los agrava tal vez.
Cmo hacer verosmil una accin en la que casi no crey quien la
ejecutaba, cmo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de
Emma Zunz repudia y confunde? Emma viva por Almagro, en la calle
Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame
Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y
desnudada por los ojos hambrientos, pero ms razonable es conjeturar
51
-
que al principio err, inadvertida, por la indiferente recova... Entr en
dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin
con hombres del Nordstjrnan. De uno, muy joven, temi que le
inspirara alguna ternura y opt por otro, quiz ms bajo que ella y
grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la
condujo a una puerta y despus a un turbio zagun y despus a una
escalera tortuosa y despus a un vestbulo (en el que haba una vidriera
con losanges idnticos a los de la casa en Lans) y despus a un pasillo
y despus a una puerta que se cerr. Los hechos graves estn fuera del
tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado
del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los
forman.
En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de
sensaciones inconexas y atroces, pens Emma Zunz una sola vez en el
muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para m que pens una vez
y que en ese momento peligr su desesperado propsito. Pens (no
pudo no pensar) que su padre le haba hecho a su madre la cosa
horrible que a [63] ella ahora le hacan. Lo pens con dbil asombro y
se refugi, en seguida, en el vrtigo. El hombre, sueco o finlands, no
hablaba espaol; fue una herramienta para Emma como sta lo fue
para l, pero ella sirvi para el goce y l para la justicia.
Cuando se qued sola, Emma no abri en seguida los ojos. En la
mesa de luz estaba el dinero que haba dejado el hombre: Emma se
incorpor y lo rompi como antes haba roto la carta. Romper dinero
es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepinti, apenas lo
hizo. Un acto de soberbia y en aquel da... El temor se perdi en la
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tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban,
pero Emma lentamente se levant y procedi a vestirse. En el cuarto no
quedaban colores vivos; el ltimo crepsculo se agravaba. Emma pudo
salir sin que la advirtieran; en la esquina subi a un Lacroze, que iba al
oeste. Eligi, conforme a su plan, el asiento ms delantero, para que no
le vieran la cara. Quiz le confort verificar, en el inspido trajn de las
calles, que lo acaecido no haba contaminado las cosas. Viaj por
barrios decrecientes y opacos, vindolos y olvidndolos en el acto, y se
ape en una de las bocacalles de Warnes. Paradjicamente su fatiga
vena a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormeno-
res de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarn Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus po-
cos ntimos, un avaro. Viva en los altos de la fbrica, solo. Establecido
en el desmantelado arrabal, tema a los ladrones; en el patio de la
fbrica haba un gran perro y en el cajn de su es-[64]critorio, nadie lo
ignoraba, un revlver. Haba llorado con decoro, el ao anterior, la
inesperada muerte de su mujer una Gauss, que le trajo una buena
dote!, pero el dinero era su verdadera pasin. Con ntimo bochorno
se saba menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy
religioso; crea tener con el Seor un pacto secreto, que lo exima de
obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento,
enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto
a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que l haba entornado a propsito) y
cruzar el patio sombro. La vio hacer un pequeo rodeo cuando el
perro atado ladr. Los labios de Emma se atareaban como los de quien
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reza en voz baja; cansados, repetan la sentencia que el seor Loewent-
hal oira antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como haba previsto Emma Zunz. Desde
la madrugada anterior, ella se haba soado muchas veces, dirigiendo
el firme revlver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y
exponiendo la intrpida estratagema que permitira a la justicia de
Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un
instrumento de la justicia, ella no quera ser castigada.) Luego, un solo
balazo en mitad del pecho rubricara la suerte de Loewenthal. Pero las
cosas no ocurrieron as.
Ante Aarn Loewenthal, ms que la urgencia de vengar a su pa-
dre, Emma sinti la de castigar el ultraje padecido por ello. No poda
no matarlo, despus de esa minuciosa deshonra. Tampoco tena
tiempo [65] que perder en teatraleras. Sentada, tmida, pidi excusas a
Loewenthal, invoc (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad,
pronunci algunos nombres, dio a entender otros y se cort como si la
venciera el temor. Logr que Loewenthal saliera a buscar una copa de
agua. Cuando ste, incrdulo de tales aspavientos, pero indulgente,
volvi del comedor, Emma ya haba sacado del cajn el pesado revl-
ver. Apret el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplom
como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se
rompi, la cara la mir con asombro y clera, la boca de la cara la