el mendigo · 2018. 8. 14. · el mendigo era una noche de gran tormenta, muy oscura. grandes...

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EL MENDIGO Era una noche de gran tormenta, muy oscura. Grandes relámpagos iluminabande vez en cuando el pueblecito donde se realizó esta historia. Lejos de él estaba la ciudad. En ella vivía un gran traficante, sin escrúpulos. No conocía lo que es la caridad ni, por lo tanto, el amor a los demás. Sólo vivía para sus negocios, sus trapichees y sus riqruezas, que no eran pocas. Este hombre, avaro de su tesoro y para evitar ser robado, cuando llevaba mucho dinero encima, viajaba a pie disfrazado de mendigo. Renegaba y maldecía la noche, mientras caminaba por un sendero que más parecía un lodazal a causa del agua que caía. Empapado, lleno de lodo, maltrecho y cansado apretaba contra su pecho la bolsa con las monedas de oro. Esto le animaba a seguir adelante sin detenerse en el parador que había a la entrada del pueblo. Siguió adelante. Al arreciar la tormenta optó por llamar en una pequeña casa, que a la salida del pueblo, denotaba su presencia, por una ligera raya de luz que salía al exterior. Sin pensarlo más, llamó una y dos veces. Una débil voz se dejó oír a través de la puerta. ¿Quién es?- Abran, abran pronto, gritó nuestro hombre indignado. Transcurridos breves instantes, se abrió la puerta Una figura apenas visible la cerró cuando el inesperado visitante penetró por ella. Su aspecto no era muy tranquilizador. Sin embargo, no pareció inquietar demasiado al la señora que le abrió. Era una mujer joven, alta, muy delgada. En sus facciones se notaba el sufrimiento. -Pase Ud. Buen hombre, le dijo: pero creo que ha elegido mal lugar. El hombre callaba. Ella prosiguió: nada puedo ofrecerle, sólo la miseria y el dolor reina en esta casa. Sobre el suelo y a la derecha de la puerta, yacía sobre unos harapos y tapado con pobre manta, un hombre, que parecía joven pero que debido a su delgadez y al brillo de sus ojos se adivinaba consumidopor la fiebre. La estancia era muy reducida, pobrísima. A la izquierda de la puerta comunicaba con otra algo mayor. Una ventana comunicaba con una especie de cuadra o pajera. La mujer paso a ésta y hablando muy bajo, invitó al huésped a seguirla. En esta habitación a la débil luz de un quinqué pudo contemplar, sobre un camastro de madera, las cabecitas de dos niños de corta edad y de pálido rostro. Sus cabellos rizados les daban un aspecto angelical. Como le digo -continuó la mujer- sólo el dolor queda ya aquí. Mi esposo lleva cuatro meses enfermo. Todo lo hemos vendido y no nos queda nada. Mis hijos no han comido hoy, La fiebre de mi esposo no cede y, por si eso no fuera bastante, mañana nos echarán a la calle, por no poder pagar todo lo que debemos. Las tierras, por falta de brazos, nada producen... ¡Qué le vamos a hacer! Más en medio de tanta desgracia no dejo de tener esperanza en Dios, pues sin esa fe creo que me moriría. El hombre con hosco semblante apenas parecía escuchar tanto dolor. Contemplaba la estancia, miraba a los niños y a la mujer. Al poco dijo: -Yo necesito pasar aquí la noche, además soy pobre y no podré pagarles. La mujer le respondió: Esta ventana da al pajar, en él nada queda a no ser los restos de paja que pueden servir de cama para descansar hasta mañana, otra cosa no tengo. No queda nada, ni una miga de pan, ni lumbre para poder secarse. Lo siento de verdad, no poder ayudarle. Allí quedó el hombre, que pretendió dormir. El frío le hacía tiritar. Todo su cuerpo temblaba. El recuerdo y la visión del dolor de lo que acababa de ver le desagradaba en extremo. El, tan egoísta siempre, no quiso enterarse nunca de las penas y necesidades de los demás. Estuvo nervioso, malhumorado, renegaba de haber entrado en aquella casa. Su inquietud iba en aumento. Pasaron unas horas y le era imposible dormir en tan duro suelo. Poco antes del amanecer se levantó. No podía más. Le abrumaban aquellas paredes. ¡Tanta pobreza! Abrió la ventana que daba al callejón y la tormenta había cesado. El nuevo día pronto alumbraría de nuevo y estaría lejos de todo aquello, que nada tenía que ver con su vida. Sin saber porqué penetró muy despacio en la habitación de los niños, metió su mano en la bolsa y... mecánicamente sin obedecer su acto a nada interior y sin razonar lo que hacía, sacó un puñado de monedas de oro, las colocó sobre la carcomida mesa... Eran once. Las colocó en forma de cruz y, acto seguido volvió al pajar. Saltó por la ventana, perdiéndose en el amanecer. Habían pasado cinco años desde aquella noche. Era una tarde de mayo. Por el camino, un hombre avanza con paso torpe. Su aspecto es más bien de aspecto pobre. Lleva barba y sobre el hombro unas alforjas. Atraviesa el pueblecito. A su paso por el arroyo, a cuya orilla crecen unos sauces, observa a unas mujeres que charlan mientras lavan sus ropas. Una de ellas, joven, más bien alta, con rostro radiante de salud y felicidad, canta una bonita canción mientras sobre la fresca hierba extiende la ropa al sol. El caminante, envidioso de tanta dicha paró junto a ella y después de contemplarla, sin poderlo remediar la preguntó: Feliz, parecéis, mujer. La mujer se sorprendió al ver junto a ella un desconocido, más repuesta al instante, se incorporó, se secó con la punta del delantal las manos y sin casi mirar al hombre, le contestó. ¡Cómo no voy a ser feliz!... .Si Ud. Supiera... Nadie puede ser más feliz que yo. El hobre interesado preguntó de nuevo: Podéis contarme en qué consiste esa felicidad, yo llevo buscándola toda la vida... .Pues, -repuso la mujer- en pocas palabras lo sabréis. "Hace cinco años tuve la dicha infinita de albergar en mi entonces humilde casa, al mismo Dios. Una noche, acompañada de terribles truenos y grandes relámpagos, cuando nuestra situación era lo más desesperada, El, el mismo Señor nuestro, disfrazado de pobre mendigo, sin dejarse apenas ver la cara, pidió albergue en mi casa y, pasadas unas horas desapareció, dejando sobre una pobre mesa una hermosa cruz de monedas de oro, capital suficiente para aliviar nuestras necesidades y poder vivir hoy dignamenete. ¡Puede haber felicidad mayor...!". La mujer se separó unos pasos, sonrió a nuestro hombre y continuó su interrumpida labor.

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Page 1: EL MENDIGO · 2018. 8. 14. · EL MENDIGO Era una noche de gran tormenta, muy oscura. Grandes relámpagos iluminaban de vez en cuando el pueblecito donde se realizó esta historia

EL MENDIGO

Era una noche de gran tormenta, muy oscura. Grandes relámpagos iluminaban de vez en cuando el pueblecito donde serealizó esta historia. Lejos de él estaba la ciudad. En ella vivía un gran traficante, sin escrúpulos. No conocía lo que esla caridad ni, por lo tanto, el amor a los demás. Sólo vivía para sus negocios, sus trapichees y sus riqruezas, que no eranpocas.Este hombre, avaro de su tesoro y para evitar ser robado, cuando llevaba mucho dinero encima, viajaba a pie disfrazadode mendigo. Renegaba y maldecía la noche, mientras caminaba por un sendero que más parecía un lodazal a causa delagua que caía.Empapado, lleno de lodo, maltrecho y cansado apretaba contra su pecho la bolsa con las monedas de oro. Esto leanimaba a seguir adelante sin detenerse en el parador que había a la entrada del pueblo. Siguió adelante. Al arreciar latormenta optó por llamar en una pequeña casa, que a la salida del pueblo, denotaba su presencia, por una ligera raya deluz que salía al exterior. Sin pensarlo más, llamó una y dos veces. Una débil voz se dejó oír a través de la puerta. ¿Quiénes?- Abran, abran pronto, gritó nuestro hombre indignado.Transcurridos breves instantes, se abrió la puerta Una figura apenas visible la cerró cuando el inesperado visitantepenetró por ella. Su aspecto no era muy tranquilizador. Sin embargo, no pareció inquietar demasiado al la señora que leabrió. Era una mujer joven, alta, muy delgada. En sus facciones se notaba el sufrimiento. -Pase Ud. Buen hombre, ledijo: pero creo que ha elegido mal lugar. El hombre callaba. Ella prosiguió: nada puedo ofrecerle, sólo la miseria y eldolor reina en esta casa.Sobre el suelo y a la derecha de la puerta, yacía sobre unos harapos y tapado con pobre manta, un hombre, que parecíajoven pero que debido a su delgadez y al brillo de sus ojos se adivinaba consumido por la fiebre. La estancia era muyreducida, pobrísima. A la izquierda de la puerta comunicaba con otra algo mayor. Una ventana comunicaba con unaespecie de cuadra o pajera. La mujer paso a ésta y hablando muy bajo, invitó al huésped a seguirla. En esta habitación ala débil luz de un quinqué pudo contemplar, sobre un camastro de madera, las cabecitas de dos niños de corta edad y depálido rostro. Sus cabellos rizados les daban un aspecto angelical.Como le digo -continuó la mujer- sólo el dolor queda ya aquí. Mi esposo lleva cuatro meses enfermo. Todo lo hemosvendido y no nos queda nada. Mis hijos no han comido hoy, La fiebre de mi esposo no cede y, por si eso no fuerabastante, mañana nos echarán a la calle, por no poder pagar todo lo que debemos. Las tierras, por falta de brazos, nadaproducen... ¡Qué le vamos a hacer! Más en medio de tanta desgracia no dejo de tener esperanza en Dios, pues sin esa fecreo que me moriría.El hombre con hosco semblante apenas parecía escuchar tanto dolor. Contemplaba la estancia, miraba a los niños y a lamujer. Al poco dijo: -Yo necesito pasar aquí la noche, además soy pobre y no podré pagarles. La mujer le respondió:Esta ventana da al pajar, en él nada queda a no ser los restos de paja que pueden servir de cama para descansar hastamañana, otra cosa no tengo. No queda nada, ni una miga de pan, ni lumbre para poder secarse. Lo siento de verdad, nopoder ayudarle. Allí quedó el hombre, que pretendió dormir. El frío le hacía tiritar. Todo su cuerpo temblaba. Elrecuerdo y la visión del dolor de lo que acababa de ver le desagradaba en extremo. El, tan egoísta siempre, no quisoenterarse nunca de las penas y necesidades de los demás. Estuvo nervioso, malhumorado, renegaba de haber entrado enaquella casa. Su inquietud iba en aumento. Pasaron unas horas y le era imposible dormir en tan duro suelo.Poco antes del amanecer se levantó. No podía más. Le abrumaban aquellas paredes. ¡Tanta pobreza! Abrió la ventanaque daba al callejón y la tormenta había cesado. El nuevo día pronto alumbraría de nuevo y estaría lejos de todo aquello,que nada tenía que ver con su vida. Sin saber porqué penetró muy despacio en la habitación de los niños, metió su manoen la bolsa y... mecánicamente sin obedecer su acto a nada interior y sin razonar lo que hacía, sacó un puñado demonedas de oro, las colocó sobre la carcomida mesa... Eran once. Las colocó en forma de cruz y, acto seguido volvióal pajar. Saltó por la ventana, perdiéndose en el amanecer.Habían pasado cinco años desde aquella noche. Era una tarde de mayo. Por el camino, un hombre avanza con pasotorpe. Su aspecto es más bien de aspecto pobre. Lleva barba y sobre el hombro unas alforjas. Atraviesa el pueblecito. Asu paso por el arroyo, a cuya orilla crecen unos sauces, observa a unas mujeres que charlan mientras lavan sus ropas.Una de ellas, joven, más bien alta, con rostro radiante de salud y felicidad, canta una bonita canción mientras sobre lafresca hierba extiende la ropa al sol.El caminante, envidioso de tanta dicha paró junto a ella y después de contemplarla, sin poderlo remediar la preguntó:Feliz, parecéis, mujer. La mujer se sorprendió al ver junto a ella un desconocido, más repuesta al instante, se incorporó,se secó con la punta del delantal las manos y sin casi mirar al hombre, le contestó. ¡Cómo no voy a ser feliz!... .Si Ud.Supiera... Nadie puede ser más feliz que yo.El hobre interesado preguntó de nuevo: Podéis contarme en qué consiste esa felicidad, yo llevo buscándola toda lavida... .Pues, sí -repuso la mujer- en pocas palabras lo sabréis. "Hace cinco años tuve la dicha infinita de albergar en mientonces humilde casa, al mismo Dios. Una noche, acompañada de terribles truenos y grandes relámpagos, cuandonuestra situación era lo más desesperada, El, el mismo Señor nuestro, disfrazado de pobre mendigo, sin dejarse apenasver la cara, pidió albergue en mi casa y, pasadas unas horas desapareció, dejando sobre una pobre mesa una hermosacruz de monedas de oro, capital suficiente para aliviar nuestras necesidades y poder vivir hoy dignamenete. ¡Puedehaber felicidad mayor...!". La mujer se separó unos pasos, sonrió a nuestro hombre y continuó su interrumpida labor.

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El hombre quedó petrificado. Parecía que el corazón se le iba a salir del pecho. Recordó fechas, reconstruyó escenas ycomo un loco salió corriendo por la senda hacia el montecillo y volvía la cabeza gritando. ¿Yo, el Señor... ? Fue tal elorgullo, la gracia espiritual que le produjo en su alma aquella relación que, arrepentido de haber llevado una vida tanmezquina y ruin, decidió repartir todos sus bienes entre los necesitados e ingresar en una orden religiosa, donde vivióorando y haciendo obras de misericordia...