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Edouard Schure L L O O S S G G R R A A N N D D E E S S I I N N I I C C I I A A D D O O S S I I I I I I O O R R F F E E O O P P I I T T Á Á G G O O R R A A S S P P L L A A T T Ó Ó N N Digitalización y Arreglos BIBLIOTECA UPASIKA “Colección Esoterismo II”

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  • Edouard Schure

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    Digitalización y Arreglos BIBLIOTECA UPASIKA “Colección Esoterismo II”

  • Edouard Schure – Los Grandes Iniciados III – Orfeo, Pitágoras y Platón

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    ÍNDICE Libro V: ORFEO (Los Misterios de Dionisos)

    I. La Grecia Prehistórica - Las Bacantes - Aparición de Orfeo, página 4.

    II. El Templo de Júpiter, página 12. III. Fiesta Dionisíaca en el Valle de Tempe, página 17. IV. Evocación, página 23. V. La Muerte de Orfeo, página 28.

    Libro VI: PITÁGORAS (Los Misterios de Delfos)

    I. Grecia en el Siglo VI, página 36. II. Los Años de Viaje. Samos, Memfis, Babilonia, página 40. III. El Templo de Delfos. La Ciencia Apolínea. Teoría de la

    Adivinación. La Pitonisa Teoclea, página 49. IV. La Orden y la Doctrina, página 65.

    1. El Instituto Pitagórico.- Las Pruebas, página 67. 2. Preparación (Paraskeie) - Preparación de la Juventud para

    una Vida Mejor, página 70. 3. Purificación (Katharsis) - La Teogonía o la Ciencia de los

    Números Sagrados, página 74. 4. Perfección (Teleiothes) - La Cosmogonía. La Ciencia del

    Alma. Historia Terrestre y Celeste de Psiquis, página 82. 5. Vista desde la altura (Epifanía) - La Doctrina Resumida. El

    Mago Completo, página 102. V. Matrimonio de Pitágoras. Revolución en Crotona. El Fin del

    Maestro. La Dispersión de la Escuela. Su destino, página 114. Libro VII: PLATÓN (Los Misterios de Eleusis)

    I. La Juventud de Platón y la Muerte de Sócrates, página 125. II. La Iniciación de Platón y la Filosofía Platónica, página 132. III. Los Misterios de Eleusis, página 139.

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    LIBRO V

    ORFEO

    LOS MISTERIOS DE DIONISOS

    ¡Cómo se agitan en el inmenso universo, cómo se arremolinan y se buscan esas almas innúmeras que brotan de la grande alma del Mundo!. Ellas van de un planeta a otro y lloran en el abismo la patria perdida... Son tus lágrimas, Dionisos... ¡Oh gran Espíritu!, ¡Oh libertador!, vuelve tus hijas a tu seno de luz.

    Fragmento órfico.

    ¡Eurydíce! ¡Oh Luz divina!, dijo Orfeo al morir. — ¡Eurídice!, gimieron al romperse las siete cuerdas de su lira.— Y su cabeza, que rueda para siempre por el río de los tiempos, clama aún: —¡Eurídice!, ¡Eurídice!.

    Leyenda de Orfeo.

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    I LA GRECIA PREHISTÓRICA - LAS BACANTES

    APARICIÓN DE ORFEO

    En los santuarios de Apolo, que poseían la tradición órfica, una fiesta misteriosa se celebraba en el equinocio de la primavera. Era el momento en que los narcisos florecían al lado de la fuente de Gastaba. Los trípodes, las liras del templo vibraban por sí mismos y el Dios invisible se decía volver del país de los Hiperbóreos, sobre un carro tirado por cisnes. Entonces la gran sacerdotisa vestida (la Musa, coronada de laureles, la frente ceñida por cintas sagradas, cantaba ante los iniciados solos el nacimiento de Orfeo, hijo de Apolo y de una sacerdotisa del Dios. Ella invocaba el alma de Orfeo, padre de los mitos, salvador melodioso de los hombres: Orfeo, soberano inmortal y tres veces coronado, en los infiernos, en la tierra y en el cielo; el que marcha con una estrella en la frente por entre los astros y los dioses.

    El canto místico de la sacerdotisa de Delfos aludía a uno de los numerosos secretos guardados por los sacerdotes de Apolo e ignorados por la multitud. Orfeo fue el genio animador de la Grecia sagrada, el despertador de su alma divina. Su lira de siete cuerdas abarca el universo. Cada una de ellas responde a una modalidad del alma humana, contiene la ley de una ciencia y de un arte. Hemos perdido la clave de su plena armonía, pero los modos diversos no han cesado de vibrar en nuestros oídos. La impulsión teúrgica y dionysíaca que Orfeo supocomunicar a Grecia, se transmitió por ella a toda Europa. Nuestro tiempo no cree va en la belleza, en la vida. Si a pesar de todo guarda de ella una profunda reminiscencia, una secreta e invencible esperanza, lo debe a aquél sublime Inspirado. Saludemos en él al gran iniciador de Grecia, al Patriarca de la Poesía y de la Música, concebidas como reveladoras de la verdad eterna.

    Pero antes de reconstituir la historia de Orfeo, por el fondo mismo de los santuarios, digamos qué era Grecia cuando él apareció.

    Era en tiempo de Moisés, cinco siglos antes de Homero, trece siglos antes de Jesucristo. La India se hundía en su Kali-Yuga, en su ciclo de tinieblas, y no ofrecía más que una sombra de su antiguo esplendor. Asiria, que por la tiranía de Babilonia había desencadenado sobre el mundo el azote

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    de la anarquía, continuaba tiranizando al Asia. Egipto, muy grande por la ciencia de sus sacerdotes y por sus faraones, resistía con todas sus fuerzas a esta descomposición universal; pero su acción se detenía en el Eufrates y el Mediterráneo. Israel iba a levantar en el desierto el principio del Dios masculino y de la unidad divina por la voz tonante de Moisés; pero la tierra no había aún oído sus ecos.

    Grecia estaba profundamente dividida por la religión y por la política. La península montañosa que muestra sus finos cortes en el

    Mediterráneo y rodean millares de islas, estaba poblada hacía miles de años por un brote de la raza blanca, emparentada con los Getas, los Escitas y los Celtas primitivos. Aquella raza había sufrido las mezclas, las impulsiones de todas las civilizaciones anteriores. Colonias de la India, de Egipto y Palestina habían enjambrado en aquellas orillas, poblado sus promontorios y sus valles de razas, de costumbres, de divinidades múltiples. Las flotas pasaban a velas des-plegadas bajo las piernas del coloso de Rodas, colocado sobre los dos diques del puerto. El mar de las Cíclades, donde, en los días claros, el navegante ve siempre alguna isla o ribera en el horizonte, era surcado por las proas rojas de los Fenicios y las proas negras de los piratas de Lidia. Ellos llevaban en sus naves todas las riquezas de Asia y África: marfil, objetos pintados de cerámica, telas de Siria, vasos de oro, púrpura y perlas; frecuentemente, mujeres arrebatadas de alguna costa salvaje.

    Por medio de aquel cruzamiento de razas se había moldeado un idioma armonioso y fácil, mezcla de celta primitivo, del zend, del sánscrito y del fenicio. Esa lengua, que pintaba la majestad del Océano en el nombre de Poseidón y la serenidad del cielo en la de Urano, imitaba todas las voces de la Naturaleza, desde el canto de los pajarillos hasta el choque de las espadas y el estruendo de la tempestad. Era multicolor como su mar de un intenso azul de matices cambiantes; multisonante como las olas que murmuran en sus golfos o mugen sobre sus innumerables arrecifes, poluphlosboio Thalasa, como dice Homero.

    Con aquellos comerciantes o aquellos piratas, iban con frecuencia sacerdotes que les dirigían o les mandaban como dueños. Escondían ellos en sus barcas una imagen de madera ele una divinidad cualquiera. La imagen estaba sin duda groseramente tallada, y los marineros de entonces tenían por ella el mismo fetichismo que muchos de nuestros marinos tienen por su madona. Pero aquellos sacerdotes no dejaban de estar en posesión de ciertas ciencias, y la divinidad que llevaban de su templo a un país extranjero representaba para ellos una concepción de la naturaleza, un conjunto de leyes,

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    una organización civil y religiosa. Porque en aquellos tiempos toda la vida intelectual descendía de los santuarios. Se adoraba a Juno en Argos; a Artemis en Arcadia; a Paphos en Corinto; la Astarté fenicia se había convertido en la Afrodita nacida de la espuma de las olas. Varios iniciadores habían aparecido en el Atica. Una colonia egipcia había llevado a Eleusis el culto de Isis bajo la forma de Deméter (Ceres), madre de los Dioses. Erechtea había establecido entre el monte Hymeto y el Pentélico el culto de una diosa virgen, hija del cielo azul, amiga del olivo y de la sabiduría. Durante las invasiones, a la primera señal de alarma, la población se refugiaba en el Acrópolis y se agrupaba alrededor de la diosa como alrededor de una viviente victoria.

    Sobre las divinidades locales reinaban algunos dioses masculinos y cosmogónicos. Pero relegados a las altas montañas, eclipsados por el cortejo brillante de las divinidades femeninas, tenían poca influencia. El Dios solar, Apolo délfico, (Según la antigua tradición de los Tracios, la poesía había sido inventada por Olen. Este nombre quiere decir en fenicio el Ser universal. Apolo tiene la misma raíz. Ap Olen o Ap Wholón significa Padre universal. Primtivamente se adoraba en Delfos al Ser universal bajo el nombre de Olen. El culto de Apolo fue introducido por un sacerdote innovador, bajo el impulso de la doctrina del verbo solar que recorría entonces los santuarios de la India y de Egipto. Este reformador identificó al Padre universal con su doble manifestación: la luz hiperfísica y el sol visible. Pero esta reforma no salió casi de las profundidades del santuario. Orfeo fue quien dio un poder nuevo al verbo solar de Apolo, reanimándolo y electrizándolo por medio de los misterios de Dionisos. (Véase Fabre d’Olivet: Les Vers dorés de Pythagore), existía ya, pero sólo jugaba un papel secundario y borroso. Había sacerdotes de Zeus el Altísimo al pie de las cimas nevadas del Ida, en las alturas de la Arcadia y bajo las encinas de Dodona. Pero el pueblo prefería al Dios misterioso y universal, las diosas que representaban a la naturaleza en sus potencias seductoras o terribles. Los ríos subterráneos de la Arcadia, las cavernas de las montañas que descienden hasta las entrañas de la tierra, las erupciones volcánicas en las islas del mar Egeo, habían llevado desde remotos tiempos a los griegos hacia el culto de las fuerzas misteriosas de la tierra. En sus alturas como en sus profundidades, la naturaleza era presentida, temida y venerada. Como todas aquellas divinidades no tenían centro social ni síntesis religiosa, se hacían entre sí una guerra encarnizada. Los templos enemigos, las ciudades rivales, los pueblos divididos por el rito, por la ambición de los sacerdotes y de los reyes, se odiaban, desconfiaban unos de otros y se combatían en sangrientas luchas.

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    Pero tras la Grecia estaba la Tracia salvaje y ruda. Hacia el Norte, enfiladas de montañas cubiertas de robles gigantescos y coronadas de peñascos, se seguián en grupos ondulantes, se desarrollaban en circos enormes o se enmarañaban en macizos nudosos. Los vientos del Septentrión desgastaban sus flancos y un cielo, con frecuencia tempestuoso, barría sus cimas. Los pastores de los valles y los guerreros de las llanuras pertenecían a la fuerte raza blanca, a la gran reserva de los Dorios de Grecia. Raza varonil por excelencia, que se marca en la belleza por la acentuación de los rasgos, la decisión del carácter, y en la fealdad, por lo terrible y grandioso que se encuentra en la careta de las medusas y de las antiguas Gorgonas.

    Como todos los pueblos antiguos que recibieron su organización de los Misterios, como Egipto, como Israel, como la Etruria, Grecia tuvo su geografía sagrada, en que cada comarca venía a ser el símbolo de una región puramente intelectual y supraterrena del espíritu. ¿Por qué la Tracia fue siempre considerada por los griegos como el país santo por excelencia, el país de la luz y la verdadera patria de las Musas?. (Thrakia, según Fabre d’Olivet, deriva del fenicio Rakhiwa, el espacio etéreo o el firmamento. Lo que hay de cierto es que, para los poetas y los iniciados de Grecia, como Píndaro, Esquilo o Platón, el nombre de la Tracia tenia un sentido simbólico y significaba el país de la pura doctrina y de la poesía sagrada que de ella procede. Esta palabra tenía, pues, para ellos un sentido filosófico e histórico. — Filosóficamente, designaba una región intelectual: el conjunto de las doctrinas y de las tradiciones que hacen proceder al mundo de una inteligencia divina. — Históricamente, aquel nombre recordaba al país y la raza donde la doctrina y la poesía dóricas, este vigoroso brote del antiguo espíritu ario, habían aparecido al principio para florecer en seguida en Grecia por el santuario de Apolo. — El uso de este género de simbolismo está probado por la historia posterior. En Delfos había una clase de sacerdotes tracios. Eran los guardianes de la alta doctrina. El tribunal de los Anfictiones estaba antiguamente defendido por una guardia tracia, es decir, por una guardia de guerreros iniciados. La tiranía de Esparta suprimió aquella falange incorruptible y la reemplazó por los mercenarios de la fuerza bruta. Más tarde, el verbo tracisar fue aplicado irónicamente a los devotos de la antigua doctrina). Es porque aquellas altas montañas tenían los más antiguos santuarios de Kronos, de Zeus y de Uranos. De allí habían descendido en ritmos eumólpicos la Poesía, las Leyes y las Artes sagradas. Los poetas fabulosos de la Tracia dan de ello fe. Los nombres de Thamyris, de Linos y de Amphión responden quizá a personajes reales; pero ante todo

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    personifican, según el lenguaje de los templos, otros tantos géneros de poesía. Cada uno de ellos consagra la victoria de una teología sobre otra. En los templos de entonces sólo alegóricamente se escribía la historia. El individuo no era nada; la doctrina y la obra, todo. Thamyris que cantó la guerra de los Titanes y fue cegado por las Musas, anuncia la derrota de la poesía cosmogónica por nuevas modas. Linos, que introdujo en Grecia los cantos melancólicos del Asía y fue muerto por Hércules, revela la invasión en Tracia de una poesía emocionante, desolada y voluptuosa, que rechazó al principio el viril espíritu de los Dorios del Norte. Significa al mismo tiempo la victoria de un culto lunar sobre un culto solar. Amfión, por el contrario, que según la leyenda alegórica movía las piedras con sus cantos y construía templos a los sones de su lira, representa la fuerza plástica que la doctrina solar y la poesía dórica ortooxa ejercieron sobre las artes y sobre toda la civilización helénica. (Estrabón asegura positivamente que la poesía antigua sólo era el lenguaje de la alegoría. Dionisio de Halicarnaso lo confirma y confiesa que los misterios de la naturaleza y las más sublimes concepciones de la moral han sido cubiertos con un velo. No es, pues, por metáfora por lo que la antigua poesía se llamó la Lengua de los Dioses. Ese sentido secreto y mágico, que constituye su fuerza y su encanto, está contenido en su nombre mismo. La mayor parte de los lingüistas han derivado la palabra poesía del verbo griego poiein, hacer, crear. Etimología simple y muy natural en apariencia, pero poco conforme a la lengua sagrada de los templos, de donde salió la poesía primitiva. Es más lógico admitir con Fabre d’Olivet que poiesis viene del fenicio phohe (boca, voz, lenguaje, discurso) y de ish (Ser superior, ser principio, o, en sentido figurado, Dios). El etrusco Aes o Aesa, el galo Aes, el escandinavo Ase, el concepto Os (Señor), el egipcio Osiris tienen la misma raíz).

    Bien distinta es la luz con que relumbra Orfeo. Brilla él a través de las edades con el rayo personal de un genio creador, cuya alma vibra de amor, en sus viriles profundidades, por el Eterno-Femenino — y en sus últimas profundidades le respondió ese Eterno-Femenino que vive y palpita bajo una triple forma en la Naturaleza, en la Humanidad y en el Cielo. La adoración de los santuarios, la tradición de los iniciados, el grito de los poetas, la voz de los filósofos — y más que todo su obra, la Grecia orgánica — atestiguan su viviente realidad.

    En aquellos tiempos, la Tracia era presa de una lucha profunda, encarnizada. Los cultos solares y los cultos lunares se disputaban la supremacía. Esta guerra entre los adoradores del sol y de la luna, no era, como

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    podría creerse, la fútil disputa de dos supersticiones. Estos dos cultos representaban dos teologías, dos cosmonogías, dos religiones y dos organizaciones sociales absolutamente opuestas. Los cultos uránicos y solares tenían sus templos en las alturas y las montañas; sacerdotes varones; leyes severas. Los cultos lunares reinaban en las selvas, en los valles profundos; tenían sacerdotisas-mujeres, ritos voluptuosos, la prác tica desarreglada de las artes ocultas y el gusto de la orgía. Había guerra a muerte entre los sacerdotes del sol y las sacerdotisas de la luna. Lucha de sexos, lucha antigua, inevitable, abierta o escondida, pero eterna entre el principio masculino y el principio femenino entre el hombre y la mujer, que llena la historia con sus alternativas y en la que se juega el secreto de los mundos. Del mismo modo que la fusión perfecta del masculino y del femenino constituye la esencia misma y el misterio de a divinidad, así el equilibrio de estos dos principios puede únicamente producir las grandes civilizaciones.

    En toda Tracia, como en Grecia, los dioses masculinos, cosmogónicos y solares habían sido relegados a las altas montañas, a los países desiertos. El pueblo les prefería el cortejo inquietante de las divinidades femeninas que evocaba las pasiones peligrosas y las fuerzas de la naturaleza. Estos últimos cultos atribuían a la divinidad suprema del sexo femenino.

    Espantosos abusos comenzaban a resultar de este estado de cosas. — Entre los Tracios las sacerdotisas de la luna o de la triple Hécate habían hecho acto de supremacía apropiándose el viejo culto de Baco, dándole un carácter sangriento y temible. En signo de su victoria, habían tomado el nombre de Bacantes, como para marcar su dominio, el reino soberano de la mujer, su poder sobre el hombre.

    Alternativamente magas, seductoras y sacrificadoras sangrientas de víctimas humanas, tenían su santuario en valles salvajes y recónditos. ¿Por qué sombrio encanto, por qué ardiente curiosidad hombres y mujeres eran atraídos hacia aquellas soledades de vegetación tropical y grandiosa?. Formas desnudas — danzas lascivas en el fondo de un bosque..., luego risas, un gran rito — y cien Bacantes se lanzaban sobre el profano que debía jurarles sumisión o perecer. Las Bacantes domesticaban panteras y leones, que hacían aparecer en sus fiestas. Por la noche, con serpientes enroscadas en los brazos, se prosternaban ante la triple Hécate; luego, en rondas frenéticas, evocaban a Baco subterráneo, de doble sexo y de cabeza de toro. Pero desgraciado del extranjero, desgraciado del sacerdote de Júpiter o de Apolo que fuera a espiarlas. Inmediatamente era descuartizado. (El Baco con cabeza de toro se vuelve a encontrar en el XXIX himno órfico. Es un recuerdo del antiguo

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    culto que en ningún modo pertenece a la pura tradición de Orfeo. Porque éste depuró completamente y transfiguró el Baco popular en Dionisos celeste, símbolo del espíritu divino que evoluciona a través de todos los reinos de la naturaleza. — Cosa curiosa, volvemos a encontrar el Baco infernal de las Bacantes en el Satán de cabeza de toro que adoraban las brujas de la Edad Media en sus aquelarres nocturnos. Es el famoso Baphomet; la Iglesia, para desacreditar a los templarios, les acusó de pertenecer a la secta que le adoraba).

    Las Bacantes primitivas fueron pues las druidesas de Grecia. Muchos jefes tracios continuaban fieles a los viejos cultos varoniles. Pero las Bacantes se habían insinuado entre algunos de sus reyes que reunían a las costumbres bárbaras el lujo y los refinamientos del Asia. Ellas les habían seducido por la voluptuosidad y dominado por el terror. De este modo los Dioses habían dividido la Tracia en dos campos enemigos. Pero los sacerdotes de Júpiter y de Apolo, sobre sus cimas desiertas, acompañados por cl rayo, eran impotentes contra Hécate, que vencía en los valles ardientes y que desde sus profundidades comenzaba a amenazar a los altares de los hijos de la luz.

    En esta época había aparecido en Tracia un hombre joven, de raza real y dotado de una seducción maravillosa. Se decía que era hijo de una sacerdotisa ele Apolo. Su voz melodiosa tenía un encanto extraño. Hablaba de los dioses en un ritmo nuevo y parecía inspirado. Su blonda cabellera, orgullo de los Dorios, caía en ondas doradas sobre sus hombros y la música que fluía de sus labios prestaba un contorno suave y triste a las comisuras de su boca. Sus ojos, de un profundo azul, irradiaban fuerza, dulzura y magia. Los feroces Tracios evitaban su mirada; pero las mujeres versadas en el arte de los encantos decían que aquellos ojos mezclaban en su filtro de azul las flechas del sol con las caricias de la luna. Las mismas Bacantes, curiosas de su belleza, merodeaban con frecuencia a su alrededor como panteras amorosas, y sonreían a sus palabras incomprensibles.

    De repente, aquel joven, que llamaban el hijo de Apolo, desapareció. Se elijo que había muerto, descendiendo a los infiernos. Había huido secretamente a Samotracia, luego a Egipto, donde había pedido asilo a los sacerdotes de Memphis. Después de atravesar sus Misterios, volvió al cabo de veinte años bajo un nombre de iniciación que había conquistado por sus pruebas y recibido de sus maestros, como un signo de sumisión. Se llamaba ahora Orfeo o Arpha, (Palabra fenicia, compuesta de aur, luz, y de rophae, curación), lo que quiere decir: Aquel que cura por la luz.

    El más viejo santuario de Júpiter se elevaba entonces sobre el monte

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    Kaukaión. En otro tiempo sus hierofantes habían sido grandes pontífices. Desde la cumbre de aquella montaña, al abrigo de un golpe de mano, habían reinado sobre toda la Tracia. Pero desde que las divinidades de abajo habían dominado, sus adeptos eran escasos, su templo estaba casi abandonado. Los sacerdotes del monte Kaukaión acogieron como a un salvador al iniciado de Egipto. Por su ciencia y por su entusiasmo, Orfeo arrastró tras sí a la mayor parte de los Tracios, transformó completamente el culto de Baco y subyugó a las Bacantes. Pronto su influencia penetró en todos los santuarios de Grecia. Él fue quien consagró la majestad de Zeus en Tracia, la de Apolo en Delfos, donde ínstituvó las bases del tribunal de los anfictiones que llegó a ser la unidad social de la Grecia. En fin: por la creación de los misterios, formó el alma religiosa de su patria. Porque, en la cumbre de la iniciación, fundió la religión de Zeus con la de Dionisos en un pensamiento universal. Los iniciados recibían por sus enseñanzas la pura luz de las verdades sublimes; y aquella luz llegaba al pueblo más templada, pero no menos bienhechora, bajo el velo de la poesía y de fiestas encantadoras.

    De este modo Orfeo había llegado a ser pontífice de Tracia, gran sacerdote del Zeus olímpico, y, para los iniciados, el revelador del Dionisos celeste.

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    II EL TEMPLO DE JÚPITER

    Cerca de las fuentes del Ebro se eleva el monte Kaukaión. Espesas

    selvas de encinas le sirven de cintura. Un círculo de rocas y de piedras ciclópeas le coronan. Hace millares de años que aquel lugar es una montaña santa. Los Pelasgos, los Celtas, los Escitas y los Getas, expulsándose unos a otros, han ido allí a adorar a sus Dioses diversos. Pero, ¿No es siempre al mismo Dios a quien busca el hombre cuando sube tan alto?. Sino, ¿Por que construirle tan penosamente una morada en la región del rayo y de los vientos?.

    Un templo de Júpiter se eleva ahora en el centro del sagrado recinto, macizo, inabordable como una fortaleza. A la entrada, un peristilo de cuatro columnas dóricas destaca sus fustes enormes sobre un pórtico sombrío.

    En el cenit el cielo está sereno; pero la tormenta retumba aún sobre las montañas de la Tracia, que desenvuelven a los lejos sus hondonadas y sus cimas, negro océano convulsionado poderosamente por la tempestad y surcado de luz.

    Es la hora de sacrificio. Los sacerdotes de Kaukión no hacen otro más que el del fuego. Ellos descienden los escalones del templo y encienden la ofrenda de madera aromática con una antorcha del santuario. El pontífice sale del templo. Vestido de lino blanco como los otros, va coronado de mirtos y de ciprés. Lleva un cetro de ébano con cabeza de marfil y una cintura de oro en la cual varios cristales incrustados lanzan fuegos sombríos, símbolos de una majestad misteriosa. Es Orfeo.

    Llevaba él de la mano a su discípulo, hijo de Delfos, que pálido, tembloroso y encantado, espera las palabras del gran inspirado con el escalofrío de los misterios. Orfeo lo ve y para calmar al novicio elegido de su corazón, pone dulcemente sus brazos sobre sus hombros. Sus ojos sonríen; pero de repente resplandecen. Y mientras que a sus pies los sacerdotes giran alrededor del altar y cantan el himno del fuego, Orfeo, solemnemente, dice al novicio amado palabras de iniciación que caen en el fondo de su corazón como un licor divino.

    He aquí las palabras aladas de Orfeo al joven discípulo: “Repliégate hasta el fondo de ti mismo para elevarte al principio de las

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    cosas, a la grande Triada que resplandece en el Éter inmaculado. Consume tu cuerpo por el fuego de tu pensamiento; sal de la materia como la llama de la madera que ella devora. Entonces tu espíritu se lanzará en el puro éter de las Causas eternas, como el águila en el trono de Júpiter”.

    “Voy a revelarte el secreto de los mundos, el alma de la naturaleza, la esencia de Dios. Escucha por lo pronto al gran arcano. Un solo ser reina en el cielo profundo y en el abismo de la tierra, Zeus tonante, Zeus etéreo. Él es consejo profundo, el poderoso odio y el amor delicioso. Él reina en la profundidad de la tierra y en las alturas del cielo estrellado. Soplo de las cosas, fuego indómito, varón y hembra, un Rey, un Poder, un Dios, un gran Maestro”.

    “Júpiter es el Esposo y la Esposa divina, Hombre y Mujer, Padre y Madre. De su matrimonio sagrado, de sus eternos esponsales salen incesantemente el Fuego y el agua, la Tierra y el Éter, la Noche y el Día, los fieros Titanes, los Dioses inmutables y la semilla flotante de los hombres”.

    “Los amores del Cielo y de la Tierra no son conocidos de los profanos. Los misterios del Esposo y de la Esposa sólo a los hombres divinos son revelados. Pero yo voy a declararte lo que es verdadero. Hace un momento el trueno conmovía estas rocas, el rayo caía en ellas como un fuego viviente, una llama movible; y los ecos de las montañas retumbaban de gozo. Pero tú temblabas no sabiendo de dónde viene ese fuego ní a dónde hiere. Es el fuego viril, simiente de Zeus, el fuego creador. Él sale del corazón y del cerebro de Júpiter; se agita en todos los seres. Cuando cae el rayo, él brota de su diestra. Pero nosotros, sus sacerdotes, sabemos su esencia; nosotros evitamos y a veces dirigimos y desviamos sus dardos”.

    “Y ahora, mira el firmamento. Ve aquel círculo brillante de constelaciones sobre el cual está lanzada de banda ligera de la vía láctea, polvo de soles y de mundos. Mira cómo flamea Orión, chispan los Gemelos y resplandece la Lira. Es el cuerpo de la Esposa divina que gira en un vértigo armonioso bajo los cantos del Esposo. Mira con los ojos del espíritu, tú verás su cabeza, sus brazos extendidos y levantarás su velo sembrado de estrellas”.

    “Júpiter es el Esposo y la Esposa divina. He aquí el primer misterio”. “Pero ahora, hijo de Delfos, prepárate a la segunda iniciación.

    ¡Estremécete, llora, goza, adora!; porque tu espíritu va a sumergirse en la zona ardiente donde el gran Demiurgo hace la mezcla del alma y del mundo en la copa de la vida. Y saciando la sed en esta copa embriagadora, todos los seres olvidan la mansión divina y descienden al doloroso abismo de las generaciones”.

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    “Zeus es el gran Demiurgo. Dionisos es su hijo, su verbo manifestado. Dionisos, espíritu radiante, inteligencia viva, resplandecía en las mansiones de su padre, en el palacio del Éter inmutable. Un día que contemplaba los abismos del cielo a través de las constelaciones, vio reflejada en la azul profundidad su propia imagen que le tendía los brazos. Pero la imagen huía, huía siempre y le atraía al fondo del abismo. Por fin se encontró en un valle umbroso y perfumado, gozando de las brisas voluptuosas que acariciaban su cuerpo. En una gruta vio a Perséfona. Maia, la bella tejedora, tejía un velo, en el que se veían ondear las imágenes de todos los seres. Ante la Virgen divina se detuvo mudo de admiración. En este momento, los fieros Titanes, las libres Titánidas le vieron. Los primeros, celosos de su belleza, las otras, llenas de un loco amor, se lanzaron sobre él como los elementos furiosos y le despedazaron. Luego, habiéndose distribuido sus miembros, los hicieron hervir en el agua y enterraron su corazón. Júpiter aniquiló con sus rayos a los Titanes, y Minerva llevó al éter el corazón de Dionisos, que allí se convirtió en un sol ardiente. Pero del humo del cuerpo de Dionisos han salido las almas de los hombres que suben hacia el cielo. Cuando las pálidas sombras se hayan unido al corazón flameante del Dios, se encenderán como llamas y Dionisos entero resucitará más vivo y poderoso que nunca en las alturas del Empíreo”.

    “He aquí el misterio de la muerte de Dionisos. Ahora escucha el de su resurrección. Los hombres son la carne y la sangre de Dionisos; los hombres desgraciados son sus miembros esparcidos, que se buscan retorciéndose en el crimen y el odio, en el dolor y el amor, a través de millares de existencias. El color ígneo de la tierra, la sima de las fuerzas de abajo, les atrae siempre más hacia el abismo, les desgarra más y más. Pero nosotros los iniciados, nosotros que sabemos lo que hay arriba y lo que está abajo, somos los salvadores de las almas, los Hermes de los hombres. Como imanes les atraemos, atraídos nosotros por los Dioses. De este modo, por celestes encantamientos reconstituimos el cuerpo viviente de la divinidad. Hacemos llorar al cielo y regocijamos a la tierra; y como preciosas joyas llevamos en nuestros corazones las lágrimas de todos los seres para cambiarlas en sonrisas. Dios muere en nosotros, en nosotros renace”.

    Así habló Orfeo. El discípulo de Delfos se arrodilló ante su maestro, levantando los brazos con el ademán de los suplicantes. Y el pontífice de Júpiter extendió la mano sobre su cabeza, pronunciando estas palabras de consagración:

    “Que Zeus inefable y Dionisos tres veces revelador, en los infiernos, en la tierra y en el cielo, sea propicio a tu juventud y que vierta en tu corazón la

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    ciencia profunda de los Dioses”. Entonces, el Iniciado, dejando el peristilo del templo, fue a echar styrax

    al fuego del altar e invocó tres veces a Zeus tonante. Los sacerdotes giraron en un círculo a su alrededor cantando un himno. El pontífice-rey había quedado pensativo bajo el pórtico, el brazo apoyado sobre una estela. El discípulo volvió a él.

    — Melodioso Orfeo — dijo —, hijo amado de los Inmortales y dulce médico de las almas: desde el día que te oí cantar los himnos de los Dioses en la fiesta del Apolo délfico, has encantado mi corazón y te he seguido siempre. Tus cantos son como un licor embriagador, tus enseñanzas como un amargo brebaje que alivia el cuerpo fatigado y reparte en sus miembros una fuerza nueva.

    — Áspero es el camino que conduce desde aquí a los Dioses — dijo Orfeo, que parecía responder a voces internas, más bien que a su discípulo — Una florida senda, una pendiente escarpada y después rocas frecuentadas por el rayo con el espacio inmenso alrededor: he aquí el destino del Vidente y el Profeta sobre la tierra. Hijo mío, quédate en los senderos floridos de la vasta llanura y no busques más allá.

    — Mi sed aumenta a medida que tú quieres calmarla — dijo el joven Iniciado —. Me has instruido en lo que respecta a la esencia de los Dioses. Pero dime, gran maestro de los misterios, inspirado del divino Eros, ¿Podré verlos alguna vez?.

    — Con los ojos del espíritu — dijo el pontífice de Júpiter —, pero no con los del cuerpo. Tú, aún no sabes ver más con estos últimos. Preciso es un gran trabajo y grandes dolores para abrir los ojos internos.

    — Tú sabes abrirlos, Orfeo. Contigo ¿Qué puedo temer?. — ¿Lo quieres?. ¡Escucha pues!. En Tesalia, en el valle encantado de

    Tempé se eleva un templo místico, cerrado a los profanos. Allí es donde Dionisos se manifiesta a los novicios y a los videntes. Para dentro de un año te invito a su fiesta, y sumergiéndote en un sueño mágico, abriré tus ojos sobre el mundo divino. Sea hasta entonces casta tu vida y blanca tu alma. Pues, sábelo, la luz de los Dioses espanta a los débiles y mata a los profanadores.

    “Mas ven a mi morada. Te daré el libro necesario a tu preparación”. El Maestro entró con el discípulo délfico en el interior del templo y le condujo a la gran sala que le estaba reservada. Allí ardía una lámpara egipcia siempre encendida, que sostenía un genio alado de metal forjado. Allí estaban, encerrados, en cofres de cedro perfumado, numerosos rollos de papiros cubiertos de jeroglíficos egipcios y caracteres fenicios, así como también los

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    libros escritos en lengua griega por Orfeo y que contenían su ciencia mágica y su doctrina secreta. (Entre los numerosos libros perdidos que los escritores órficos de Grecia atribuían a Orfeo, había los Argonáuticos, que tartaban de la grande obra hermética; una Demetreida, un poema sobre la madre de los Dioses al que correspondía una Cosmogonía; los cantos sagrados de Baco o el Espíritu puro, que tenían por complemento una Teogonía; sin hablar de otras obras como el Velo o la red de las almas, el arte de los misterios de los ritos; el libro de las mutaciones, química y alquimia; los Corybantos, o los misterios terrestres, y los temblores de tierra; la anomoscopía, ciencia de la atmósfera; una botánica natural y mágica, etc., etc).

    El maestro y el discípulo se entretuvieron en la sala durante una parte de la noche.

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    III FIESTA DIONISIACA EN EL

    VALLE DE TEMPÉ

    (Pausanias cuenta que todos los años una teoría iba desde Delfos al valle de Tempe, para coger el laurel sagrado. Esta usanza significativa recordaba a los discípulos de Apolo su relación con las iniciaciones órficas y que la inspiración primera de Orfeo era el tronco antiguó y vigoroso, del que el templo de Delfos cogía las ramas siempre jóvenes y vivas. Esta fusión entre la tradición de Apolo y la tradición de Orfeo se señala de otro modo en la historia de los templos. En efecto, la célebre disputa entre Apolo y Baco por el trípode del templo no tiene otro sentido. Baco, dice la leyenda, cedió el trípode a su hermano y se retiró al Parnaso. Esto quiere decir que Dionisos y la iniciación órfica quedaron como privilegio de los iniciados, mientras que Apolo daba sus oráculos al exterior).

    Estamos en Tesalia, en el fresco valle de Tempé. Había llegado la noche santa consagrada por Orfeo a los misterios de Dionisos. Guiado por uno de los servidores del templo, el discípulo de Delfos marchaba por un desfiladero estrecho y profundo, bordeado por rocas a pico. En la noche sólo se oía el murmullo del río que fluía entre sus verdes orillas. Por fin, la luna llena se mostró tras una montaña. Su disco amarillento salió entre las rocas sumidas en la oscuridad. Su luz sutil y magnética se difundió en las profundidades; y de repente, el valle encantado apareció en una claridad paradisíaca. Por un momento se reveló por completo con sus hondonadas cubiertas de césped, sus quecillos de fresnos y de álamos, sus cristalinos manantiales, sus grutas veladas por hiedras colgantes y su río sinuoso rodeando islotes de árboles o corriendo bajo bóvedas de ramaje. Un vapor amarillento, un sueño voluptuoso envolvía a las plantas. Suspiros de ninfas parecían hacer palpitar el espejo de las fuentes y vagos sonidos de flautas se escapaban de los rosales inmóviles. Sobre todas las cosas se cernía el silencioso encanto de Diana.

    El discípulo de Delfos caminaba como en un ensueño. A veces se detenía para respirar el delicioso perfume de la madreselva y del laurel. Pero la mágica claridad sólo duró su instante. La luna quedó cubierta por una nube. Todo se volvió negro; las rocas tomaron de nuevo sus formas amenazadoras; y

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    luces errantes brillaron por todas partes bajo la espesura de los árboles, a la orilla del río y en las profudidades del valle.

    — Son los mistos que se ponen en camino — dijo el anciano guía del templo —. Cada cortejo tiene su guía portaantorcha. Vamos a seguirles.

    Los viajeros encontraron coros que salían de los bosques y se ponían en marcha. Primero vieron pasar a los mistos del Baco joven, adolescentes vestidos con largas túnicas de finísimo lino y coronados de hiedra. Llevaban copas de madera tallada, símbolo de la copa de la vida. Luego llegaron hombres jóvenes, robustos y vigorosos. Eran los devotos de Hércules luchador; llevaban cortas túnicas, piernas desnudas, cubiertas las espaldas por una piel de león y coronas de olivo sobre su cabeza. Después vinieron los inspirados, los mistos de Baco sacrificado, llevando alrededor del cuerpo una piel cebrada de pantera, cintas de púrpura en los cabellos y el tirso en mano.

    Al pasar cerca de una caverna, vieron prosternados a los devotos de Aedón y de Eros subterráneo. Eran hombres que lloraban a parientes o amigos muertos y cantaban en voz baja: “¡Aedón! ¡Aedón! Devuélvenos los seres que nos has arrebatado o haznos descender a tu reino”. El viento se abismaba en la caverna y parecía prolongarse bajo tierra con risas y sollozos fúnebres. De repente, un mysto se volvió hacia el dicípulo de Delfos y le dijo: “Has franqueado el umbral de Aedón; no volverás a ver la luz de los vivos”. Otro, al pasar, le deslizó estas palabras al oído: “Sombra, a la sombra volverás; tú que vienes de la Noche, vuelve al Erebo”. Y se alejó corriendo. El discípulo de Delfos se sintió helado de espanto y murmuró a su guía: “¿Qué quiere decir esto?”. El servidor del templo pareció no haber oído y solamente dijo: “Es preciso pasar el puente. Nadie puede evitarlo”.

    A poco atravesaron un puente de madera sobre el río Peneo. — ¿De dónde vienen — dijo el neófito — esas voces lastimeras y esa

    lamentosa melopea?. ¿Quiénes forman esas largas filas de sombras blancas que marchan bajo los álamos?.

    — Son mujeres que van a iniciarse en los misterios de Dionisos. — ¿Sabes sus nombres?. — Aquí nadie conoce el nombre de los demás, y cada uno olvida el

    suyo propio. Porque, del mismo modo que a la entrada del sagrado recinto los devotos dejan sus vestiduras sucias para bañarse en el río y vestirse con limpias ropas de lino, así también cada uno deja su nombre para tomar otro. Durante siete noches y siete días es preciso transformarse, pasar a otra vida. Mira esas multitudes de mujeres. No están agrupadas por familias o patria, sino por el Dios que las inspira.

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    Vieron desfilar jóvenes coronadas de narcisos, con peplos azulados, que el guía llamaba las ninfas compañeras de Perséfona. Llevaban castamente en sus brazos, cofrecillos, urnas, vasos votivos. Luego venían, con peplos rojos, las amantes místicas, las esposas ardientes y buscadoras de Afrodita, que se internaron en un bosque sombrío; de allí oyeron salir apremiantes voces de llamadas mezcladas con lánguidos sollozos, que poco a poco se amortiguaron. Luego un coro apasionado se elevó del oscuro bosquecillo, y subió al cielo en palpitaciones lentas: “¡Eros, nos has herido!. ¡Afrodita, has quebrado nuestros miembros!. Hemos cubierto nuestro seno con la piel del cervatillo, pero en nuestros pechos llevamos la púrpura sangrienta de nuestras heridas. Nuestro corazón es un brasero devorador. Otras mueren en la pobreza; el amor nos consume. Devóranos, ¡Eros!, ¡Eros!; ¡Eros!, o libértanos, ¡Dionisos!, ¡Dionisos!”.

    Otro grupo avanzó. Aquellas mujeres iban por completo vestidas de lana negra con largos velos, que arrastraban tras ellas, y todas profundamente afligidas por algún pesar. El guía dijo que eran las desconsoladas de Perséfona. En aquel lugar se encontraba un gran mausoleo de mármol cubierto de hiedra. Se arrodillaron ellas a su alrededor, deshicieron sus tocados y lanzaron grandes gritos. A la estrofa del deseo respondieron por la antiestrofa del dolor: “¡Perséfona, — decían —, has muerto, arrebatada por Aedón; has descendido al imperio de la muerte!. ¡Nosotras, que lloramos el bien amado, somos unas muertas en vida!. ¡Que no renazca el día!. ¡Que la tierra que te cubre, Oh gran Diosa, nos de el sueño eterno, y que mi sombra vague abrazada a la sombra querida!. Escúchanos, ¡Perséfona!, ¡Perséfona!”.

    Ante aquellas escenas extrañas, bajo el delirio contagioso de aquellos profundos dolores, el discípulo de Delfos se sintió invadido por mil sensaciones contrarias y atormentadoras. Le parecía que no era él mismo; los deseos, los pensamientos, las agonías de todos aquellos seres se habían convertido en sus agonías y deseos. Su alma se hacía pedazos para pasar a mil cuerpos. Una angustia mortal le penetraba. Ya no sabía si era un hombre o una sombra.

    Entonces, un inciado de elevada estatura que por allí pasaba, se detuvo y dijo: “¡Paz a las afligidas sombras!. Mujeres dolientes, ¡anhelad la luz de Dionisos!. ¡Orfeo os espera!”. Todas le rodearon en silencio, deshojando sus coronas de asfodelos, y él, con su tirso, les mostró el sendero. Las mujeres fueron a beber a una fuente vecina, con copas de madera. Las teorías se volvieron a formar y el cortejo continuó la marcha. Las jóvees habían tomado la delantera. Cantaban un treno con este estribillo: “¡Agitad las adormideras!.

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    ¡Bebed en la conrriente del Leteo!. ¡Dadnos la flor deseada, y que florezca el narciso para nuestras hermanas!. ¡Perséfona!. ¡Perséfona!”.

    El discípulo caminó mucho tiempo aún, acompañado por el guía. Atravesó praderas de asfodelos, y pasó bajo la sombra negra de los álamos de triste murmullo. Oyó canciones lúgubres que flotaban en el aire y venían sin saber de donde. Vio, suspendidas a los árboles, horribles caretas y figuritas de cera figurando niños en pañales. Aquí y allá, las barcas atravesaban el río con gentes silenciosas como muertos. Por fin el valle se ensanchó, el cielo se fue iluminando sobre las altas cimas, y apareció la aurora. A lo lejos se divisaban las sombrías gargantas del monte Ossa, surcadas de abismos en que se amontonaban las rocas desplomadas. Más cerca, en medio de un anfiteatro de montañas, sobre una colina cubierta de bosque, brillaba el templo de Dionisos.

    El sol doraba ya las altas cimas. A medida que se aproximaron al templo, veían llegar de todas partes cortejos de devotos, multitudes de mujeres, grupos de iniciados. Estas gentes, graves en apariencias, mas agitadas interiormente por una tumultuosa esperanza, se reunieron al pie de la colina y subieron al santuario. Todos se saludaban como amigos, agitando los ramos y los tirsos. El guía había desaparecido, y el discípulo de Delfos se encontró, sin saber cómo, en un grupo de iniciados de brillantes cabellos adornados con coronas y cintas de colores diversos. Jamás los había visto, sin embargo creía reconocerlos por una reminiscencia llena de felicidad. Ellos también parecían esperarle, pues le saludaban como a un hermano y le felicitaban por su feliz llegada. Conducido por su grupo y como transportado sobre alas, subió hasta los más altos escalones del templo, cuando un rayo de luz deslumbradora entró en sus ojos. Era el sol naciente que lanzaba su primera flecha en el valle e inundaba con sus rayos brilantes aquella multitud de devotos e iniciados, agrupados en las escalinatas del templo y por toda la colina.

    En seguida un coro entonó el peón. Las puertas de bronce del templo se abrieron por sí mismas y seguido del Hermes y del porta antorcha, apareció el profeta, el hierofante, Orfeo. El discípulo de Delfos le reconoció con un estremecimiento de alegría. Vestido de púrpura, con su lira de marfil y oro en la mano, Orfeo irradiaba una eterna juventud. Habló de este modo:

    — ¡Paz a todos los que habéis llegado para renacer después de los terrestres dolores y que en este momento renacéis!. ¡Venid a ver la luz del templo, vosotros que de la noche salís, devotos, mujeres, iniciados!. Venid a regocijaros, vosotros que habéis sufrido; venid a reposar los que habéis luchado. El sol que evoco sobre vuestras cabezas y que va a brillar en vuestras almas, no es el sol de los mortales; es la pura luz de Dionisos, el gran sol de

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    los iniciados. Venceréis por vuestros pasados sufrimientos, por el esfuerzo que aquí os trae, y si creéis en las palabras divinas, habéis vencido ya. Porque después del largo circuito de las existencias tenebrosas, saldréis por fin del círculo doloroso de las generaciones y os reconoceréis como un solo cuerpo, como una sola alma, en la luz de Dionisos.

    “La divina brasa que nos guía en la tierra, en nosotros está; ella se convierte en antorcha del templo, estrella en el cielo. Así se difunde la luz de la Verdad. Escuchad como vibra la Lira de siete cuerdas, la Lira de Dios... Ella hace mover los mundos. ¡Escuchad bien!; que el sonido os atraviese... y las profundidades de los cielos se abrirán”.

    “¡Auxilio de los débiles, consuelo de los que sufren, esperanza de todos!. Pero desdichados de los malvados, de los profanos, pues serán confundidos. Porque en el éxtasis de los Misterios, cada uno ve hasta el fondo del alma de los demás. ¡Los malvados se aterrorizan y los profanos mueren!”.

    “Y ahora que Dionisos ha brillado sobre vosotros, invoco al Eros celeste y todopoderoso. Que ti esté en vuestros amores, en vuestros llantos y en vuestras alegrías. Amad; pues todo ama, los Demonios del abismo y los Dioses del Eter. Amad; pues todo ama. Pero amad la luz y no las tinieblas. Recordad el objeto de vuestro viaje. Cuando las almas vuelven a la luz, ellas llevan como asquerosas manchas, sobre su cuerpo sideral, todas las faltas de su vida... Y para borrarlas, es preciso que expíen y que vuelvan a la tierra... Pero los puros, los fuertes, marchan hacia el sol de Dionisos”.

    “Y ahora, cantad el Evohé!”. ¡Evohé!, gritaron los heraldos en las cuatro esquinas del templo, ¡Evohé!, y los címbalos comenzaron a tocar. ¡Evohé!, respondió la entusiasta asamblea agolpada en las escaleras del santuario. El grito de Dionisos, el llamamiento sagrado al renacimiento, a la vida, retumbó en los valles repetidos por mil pechos, reforzado por los ecos de las montañas. Y los pastores de las gargantas salvajes del Ossa, que con sus rebaños se hallaban a lo largo de las altas selvas, cerca de las nubes, respondieron: ¡Evohé!.

    (El grito iEvohé!, que se pronunciaba en realidad: He-Vau-He, era la voz sagrada de todos los iniciados del Egipto, de Judea, de la Fenicia, del Asia Menor y de la Grecia. Las cuatro letras sagradas pronunciadas: Iod-He, Vau-He, representaban a Dios en su fusión eterna con la Naturaleza; ellas abarcaban la totalidad del Ser, el Universo viviente. Iod (Osiris) significaba la divinidad propiamente dicha, el intelecto creador, el Eterno Masculino que está en todo, en todo, en todas partes y sobre todo. He-Vau-He representaba el Eterno Femenino, Eva, Isis, la Naturaleza, bajo todas

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    las formas visibles e invisibles, fecundadas por él. La más alta iniciación, la de las ciencias teogónicas y de las artes teúrgicas, correspondía a cada una de las letras Evé. Como Moisés, Orfeo reservó las ciencias que corresponden a la letra Iod (Jove, Zeus, Júpiter), y la idea de la unidad de Dios a los inicados del primer grado, tratando de dar esta idea al pueblo por medio de la poesía, por las artes y sus vivientes símbolos. Por eso la palabra ¡Evohé! era abiertamente proclamada en las fiestas de Dionisos, en las que se admitía, además de los iniciados, a los simples aspirantes a los misterios).

    (Aquí aparece toda la diferencia entre la obra de Moisés y la de Orfeo. Ambas parten de la iniciación egipcia y poseen la misma verdad, pero, la aplican en opuesto sentido. Moisés, ásperamente, celosamente, glorifica al Padre, al Dios masculino, confía su custodia a un sacerdocio cerrado, y somete al pueblo a una disciplina implacable, sin revelación. Orfeo, enamorado de un modo divino del Femenino eterno, de la Naturaleza, la glorifica en nombre de Dios que la penetra, y a quien quiere hacer surgir en la humanidad divina. Y he aquí por qué el grito de ¡Evohé! se convirtió en el grito sagrado por excelencia en todos los misterios de Grecia).

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    IV EVOCACIÓN

    La fiesta había huido como un sueño; había llegado la noche. Las

    danzas, los cánticos y las plegarias, se habían desvanecido en una niebla de rocío. Orfeo y su discípulo descendieron por una galería subterránea a la cripta sagrada que se prolongaba en el corazón de la montaña, y de la cual únicamente el hierofante conocía la entrada. Allí era donde el inspirado de los Dioses se dedicaba a sus solitarias meditaciones, o perseguía con sus adeptos la realización de las altas obras de la magia y de la teurgia.

    A su alrededor se extendía un espacio vasto y cavernoso. Dos antorchas plantadas en tierra, sólo iluminaban vagamente los muros agrietados y las profundidades tenebrosas. A algunos pasos de allí, una grieta negra se abría en el suelo; un viento cálido salía de ella, y aquel abismo parecía descender a las entrañas de la tierra. Un pequeño altar, donde ardía un fuego de laurel seco, y una esfinge de pórfido, guardaban sus bordes. Muy lejos, a una altura inconmensurable, la caverna dejaba ver el cielo estrellado por una hendidura oblicua. Aquel pálido rayo de luz azulado parecía el ojo del firmamento sumergiéndose en aquel abismo.

    — Has bebido en las fuentes de la luz santa — dijo Orfeo —, has entrado con corazón puro en el seno de los misterios. Ha llegado la hora solemne en que voy a hacerte penetrar hasta los manantiales de la vida y de la luz. Los que no han levantado el espeso velo que recubre a los ojos de los hombres las maravillas invisibles, no han llegado a ser hijos de los Dioses.

    “Escucha, pues, las verdades que es preciso callar a la multitud y que constituyen la fuerza de los santuarios”.

    “Dios es uno y siempre semejante a sí mismo. Él reina en todas partes. Pero los Dioses son innumerables y diversos; porque la divinidad es eterna e infinita. Los más grandes son las almas de los astros. Soles, estrellas, tierras y lunas, cada astro tiene la suya, y todas han salido del fuego celeste de Zeus y de la luz primitiva. Semiconscientes, inaccesibles, incambiables, ellas rigen al gran todo de sus movimientos regulares. Más cada astro arrastra en su esfera etérea falanges de semidioses que fueron en otro tiempo hombres y que, después de haber descendido la escala de los reinos, han remontado gloriosamente los cielos para salir por fin del círculo de las generaciones. Por

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    estos divinos espíritus Dios respira, obra, aparece; ¿Qué digo?: ellos son el soplo de su alma viviente, los rayos de su conciencia eterna. Ellos gobiernan a los ejércitos de los espíritus inferiores, que vigorizan a los elementos; ellos dirigen los mundos. De lejos, de cerca, ellos nos rodean, y aunque de esencia inmortal, revisten formas siempre cambiantes, según los pueblos, los tiempos y las regiones. El impío que los niega, los teme; el hombre piadoso, los adora sin conocerlos; el iniciado los conoce, los atrae y los ve. Si he luchado para encontrados, si he desafiado a la muerte, si, como se dice, he descendido a los infiernos, fue para dominar a los demonios del abismo, para atraer a los dioses de las alturas sobre mi Grecia amada, para que el cielo profundo se una con la tierra, y la tierra encantada escuche las voces divinas. La belleza celeste se encarnará en la carne de las mujeres, el fuego de Zeus circulará a través de la sangre de los héroes; y mucho antes de remontarse a los astros, los hijos de los Dioses resplandecerán como Inmortales”.

    “¿Sabes lo que es la Lira de Orfeo?. Es el sonido de los templos inspirados. Ellos tienen por cuerdas a Dios. A su música, Grecia se armonizará como una lira, y el mármol mismo cantará en brillantes cadencias, en celestes armonías”.

    “Y ahora evocaré a mís Dioses, para que te aparezcan vivos y te muestren, en una visión profética, el místico himeneo que preparo al mundo y que verán los iniciados”.

    “Acuéstate al abrigo de aquella roca. Nada temas. Un sueño mágico va a cerrar tus párpados, temblarás al pronto y verás cosas terribles; pero en seguida, una luz deliciosa, una felicidad desconocida, inundará tus sentidos y tu ser”.

    El discípulo se acostó en el nicho excavado en la roca en forma de lecho. Orfeo lanzó algunos perfumes sobre el fuego del altar. Luego cogió su cetro de ébano, provisto en el extremo de un cristal flameante, se colocó cerca de la esfinge y, llamando con voz profunda, comenzó la evocación:

    “¡Cibeles !, ¡Cibeles!, Gran madre, óyeme. Luz original, llama ágil, etérea y siempre movible a través de los espacios, que contienes los ecos y las imágenes de todas las cosas. Yo llamo a tus corrientes fulgurantes de luz. ¡Oh alma universal, incubadora de los abismos, sembradora de soles, que dejas arrastrar en el Éter tu manto estrellado; luz sutil, oculta, invisible a los ojos de carne; gran madre de los Mundos y de los Dioses, tú que encierras los tipos eternos!. ¡Antigua Cibeles!. ¡A mí!. ¡A mí!... Por mi cetro mágico, por mi pacto con las Potencias, por el alma de Eurídice... Yo te evoco, Esposa multiforme, dócil y vibrante, bajo el fuego del Varón eterno. De lo más alto de

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    los espacios, de lo más profundo de tus efluvios. Rodea al hijo de los Misterios con una muralla de diamante, y hazle ver en tu seno profundo los Espíritus del Abismo, de la Tierra y de los Cielos”.

    A estas palabras, un trueno subterráneo conmovió las profundidades del abismo, y toda la montaña tembló. Un sudor frío heló el cuerpo del discípulo. Ya no veía a Orfeo más que a través de una humareda creciente. Por un instante, trató de luchar contra un poder formidable que le dominaba. Pero su cerebro quedó sumergido; su voluntad, aniquilada. Tuvo las angustias de un ahogado que traga el agua a pleno pecho, y cuya horrible convulsión termina en las tinieblas de la inconsciencia.

    Cuando volvió al conocimiento, la noche reinaba a su alrededor; una noche mitigada por un semidía tortuoso, amarillento y de cieno. Miró largo tiempo sin ver nada. Por momentos sentía su piel rozada como por invisibles murciélagos. Por fin, vagamente creyó ver moverse en aquellas tinieblas formas monstruosas de centauros, de hidras, de gorgonas. Pero la primera cosa que divisó distintamente, fue una gran figura de mujer sentada sobre un trono. Estaba envuelta en un largo velo de fúnebres pliegues, sembrado de estrellas pálidas, y llevaba una corona de adormideras. Sus grandes ojos abiertos velaban inmóviles. Masas de sombras humanas se movían a su alrededor como pajarillos fatigados y murmuraban a media voz: “Reina de los muertos, alma de la tierra. ¡Oh Perséfona!. Nosotras somos hijas del cielo. ¿Por qué estamos sumidas en el reino de las sombras?. ¡Oh segadora del cielo!. ¿Por qué has cogido nuestras almas que volaban antes felices en la luz, entre sus hermanas, en los campos del éter?.

    Perséfona respondió: “He cogido el narciso, he entrado en el lecho nupcial. He bebido la muerte con la vida. Como vosotras, yo gimo en las tinieblas.

    — ¿Cuándo seremos libertadas? — dijeron las almas gimiendo. — Cuando llegue mi esposo libertador — respondió Perséfona. Entonces aparecieron mujeres terribles. Sus ojos estaban inyectados de

    sangre, sus cabezas coronadas de plantas venenosas. Alrededor de sus brazos, de sus talles medio desnudos, se retorcían serpientes que manejaban a su guisa de fustas: “¡Almas, espectros, larvas! — decían con voz silbante —, no creáis a la reina insensata de los muertos. Somos las sacerdotisas de la vida, tenebrosas, siervas de los elementos y de los monstruos de abajo, Bacantes en la tierra, Furias en el Tártaro. Somos nosotras vuestras reinas eternas, almas infortunadas. No saldréis del círculo maldito de las generaciones; nosotras os haremos entrar en él con nuestros látigos. Torceos para siempre entre los

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    anillos sibilantes de nuestras serpientes, en los nudos del deseo, del odio y del remordimiento”. Y se precipitaron, desgreñadas, sobre el rebaño de las almas asustadas, que se pusieron a girar en los aires bajo sus latigazos como un torbellino de hojas secas, lanzando grandes gemidos.

    A esta vista, Perséfona palideció; parecía un fantasma lunar. Murmuró: “El cielo..., la luz..., los Dioses..., ¡un sueño!... Sueño, sueño eterno”. Su corona de adormideras se secó; sus ojos se cerraron con angustia. La reina de los muertos cayó en letargo sobre su trono, y luego todo desapareció en las tinieblas.

    La visión cambió. El discípulo de Delfos se vio en un valle espléndido y verdeante. El monte Olimpo en el fondo. Ante un antro negro, dormitaba sobre un lecho de flores la bella Perséfona. Una corona de narcisos reemplazaba en sus cabellos a la corona de las adormideras fúnebres, y la aurora de una vida renaciente esparcía sobre sus mejillas un tinte ambrosiaco. Sus trenzas negras caían sobre sus hombros de un blanco brillante, y las rosas de su seno, suavemente elevadas, parecían llamar los besos de los vientos. Las ninfas danzaban en una pradera. Pequeñas nubes blancas viajaban por el azul del cielo. Una lira cantaba en un templo...

    A su voz de oro, a sus ritmos sagrados, el discípulo oyó la música íntima de las cosas. Porque de las hojas, de las ondas, de las cavernas, salía una melodía incorpórea y tierna; y las voces lejanas de las mujeres iniciadas que guiaban sus coros a las montañas, llegaban a su oído en cadencias quebradas. Unas, desesperadas, llamaban al Dios; las otras creían divisarlo al caer, medio muertas de fatiga, en el borde de las selvas.

    Por fin el cielo se abrió en el cenit para engendrar en su seno una nube brillante. Como un ave que un instante se cierne y luego cae a tierra, el Dios, con su tirso, bajó y vino a posarse ante Perséfona. Estaba radiante; sus cabellos sueltos; en sus ojos se insinuaba el delirio sagrado de los mundos por nacer. Por largo tiempo la contempló; luego extendió su tirso sobre ella. El tirso rozó su seno; ella sonrió. El tocó su frente; ella abrió los ojos, se levantó lentamente y miró a su esposo. Aquellos ojos, llenos aún del sueño del Erebo, brillaron como estrellas. “¿Me reconoces? —dijo el Dios —. ¡Oh Dionisos! — Dijo Perséfona —, Espíritu divino, Verbo de Júpiter, Luz celeste que resplandece bajo la forma humana..., cada vez que me despiertas, creo vivir por la vez primera, los mundos renacen en mi recuerdo; el pasado, el futuro, se vuelve el inmortal presente; y siento en mi corazón irradiar el Universo”.

    Al mismo tiempo, sobre las montañas, en un lindero de las nubes plateadas, aparecieron los Dioses curiosos e inclinados hacia la tierra.

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    Abajo, grupos de hombres, de mujeres y de niños salidos de los valles, de las cavernas, miraban a los Inmortales en un embeleso celeste. Himnos inflamados subían de los templos con oleadas de incienso. Entre la tierra y el cielo se preparaba uno de esos esponsales que hacen concebir a las madres héroes y dioses. Ya un matiz rosáceo se había difundido por el paisaje; ya la reina de los muertos, transformada en la divina segadora, subía hacia el cielo arrebatada en los brazos de su esposo. Una nube purpúrea los envolvió, y los labios de Dionisos se posaron sobre la boca de Perséfona... Entonces, un inmenso grito de amor salió del cielo y de la tierra, como si el estremecimiento sagrado de los Dioses, pasando sobre la gran lira, quisiera desgarrar todas sus cuerdas, lanzar sus sonidos a todos los vientos. Al mismo tiempo, brotó de la divina pareja una fulguración, un huracán de luz cegadora... Y todo desapareció.

    Por un momento, el discípulo de Orfeo se sintió como abismado en la fuente de todas las vidas, sumergido en el sol del Ser. Pero sumergido en su brasa incandescente, volvió a subir con sus alas celestes y, como relámpago, atravesó los mundos para alcanzar en los límites el sueño extático del Infinito.

    Cuando volvió a sus sentidos corporales, estaba sumido en la negra oscuridad. Una lira luminosa brillaba sola en las tinieblas. Ella huía, huía, y se convirtió en estrella. Entonces, únicamente, el discípulo vio de que estaba en la cripta de las evocaciones, y que aquel punto luminoso era la hendidura lejana de la caverna abierta, hacia el firmamento.

    Una gran sombra estaba en pie ante él. Reconoció a Orfeo en sus largos bucles y en el cristal flamígero de su cetro.

    — Hijo de Delfos, ¿de dónde vienes? — dijo el hierofante. — ¡Oh maestro de los iniciados, celeste encantador, maravilloso Orfeo!,

    he tenido un sueño divino. ¿Habrá sido un encanto, o un don de los Dioses?. ¿Qué ha pasado?. ¿Ha cambiado el mundo?. ¿Dónde estoy ahora?.

    — Has conquistado la corona de la iniciación y has vivido en mi sueño: ¡la Grecia inmortal!. Pero, salgamos de aquí; porque para que todo se cumpla es preciso que yo muera y que tú vivas.

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    V LA MUERTE DE ORFEO

    Los robles de la selva bramaban fustigados por la tempestad en las

    faldas del monte Kaukaión; el trueno rugía a golpes redoblados sobre las rocas desnudas y hacía temblar el templo de Júpiter hasta en sus cimientos. Los sacerdotes de Zeus estaban reunidos en una cripta consagrada del santuario, y, sentados en sus asientos de bronce, formaban un semicírculo. Orfeo estaba en el centro, como un acusado. Estaba más pálido que de costumbre; pero una llama profunda salía de sus ojos serenos.

    El más anciano de los sacerdotes elevó su voz grave como la luz de un juez:

    — Orfeo, tú el llamado hijo de Apolo, a quien hemos nombrado pontífice y rey, a quien hemos dado el cetro místico de los hijos de Dios, reinas sobre la Tracia, por el arte real y sacerdotal. Has elevado en esta comarca los templos de Júpiter y de Apolo, y has hecho relucir en la noche de los misterios el sol divino de Dionisos. Más ¿Sabes bien el peligro que nos amenaza?. Tú que conoces los temibles secretos, tú que más de una vez nos has predicho el porvenir y que de lejos has hablado a tus discípulos apareciéndote en sueños, ¿Ignoras lo que pasa a tu alrededor?. En tu ausencia, las salvajes Bacantes, las sacerdotisas malditas, se han reunido en el valle de Hécate. Guiadas por Aglaonice, la maga de Tesalia, han persuadido a los jefes de las orillas del Ebro para que restablezcan el culto de la sombría Hécate, y amenazan con destruir el templo de los Dioses viriles y todos los altares del Altísimo. Excitados por sus bocas ardientes, guiados por sus antorchas incendiarias, mil guerreros tracios acampan al pie de esta montaña y mañana asaltarán el templo, excitados por el aliento de esas mujeres vestidas con la piel de pantera, ávidas de la sangre masculina. Aglaonice, la gran sacerdotisa de de la tenebrosa Hécate, las conduce; es la más terrible de las magas, implacable y encarnizada como una Furia. Debes conocerla. ¿Qué dices de esto?.

    — Lo sabía todo — dijo Orfeo —, y todo ello tenía que llegar. — Entonces, ¿Por qué no has hecho nada para defendernos?. Aglaonice

    ha jurado degollarnos sobre nuestros altares, cara al cielo viviente que adoramos. ¿Qué va a ser de este templo, de sus tesoros, de tu ciencia y de

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    Zeus mismo, si nos abandonas?. — ¿No estoy con vosotros? — continuó Orfeo con dulzura. — Has llegado; pero demasiado tarde — dijo el anciano —. Aglaonice

    conduce a las Bacantes y las Bacantes conducen a los Tracios. ¿Les rechazarás con el rayo de Júpiter y con las flechas de Apolo?. ¿Por qué no has llamado a este recinto a los jefes tracios fieles a Zeus para aplastar la rebelión?.

    — No es con las armas, sino con la palabra, como se defiende a los Dioses. No hay que combatir a los jefes, sino a las Bacantes. Iré yo solo. Quedad tranquilos. Ningún profano franqueará este sagrado recinto. Mañana terminará el reino de las sanguinarias sacerdotisas. Y sabedlo bien, vosotros que tembláis ante la horda de Hécate, vencerán los dioses celestes y solares. A ti, anciano, que dudabas de mí, dejo el cetro de pontífice y la corona de hierofante.

    — ¿Qué vas a hacer? — dijo el anciano asustado. —Voy a unirme a los Dioses... ¡Hasta la vista todos!.

    Orfeo salió dejando a los sacerdotes mudos sobre sus asientos. En el templo encontró al discípulo de Delfos, y cogiéndole con fuerza la mano, le dijo:

    — Voy al campo de los Tracios. Sígueme. Marchaban bajo las encinas; la tempestad se había alejado; entre las

    espesas ramas brillaban las estrellas. — ¡Ha llegado para mí la hora suprema! — dijo Orfeo —. Otros me han comprendido, tú me has amado. Eros es el más antiguo de

    los Dioses, dicen los iniciados; él contiene la clave de todos los seres. También te he hecho penetrar en el fondo de los Misterios; los Dioses te han hablado, tú les has visto!... Ahora, lejos de los hombres, solos ambos, a la hora de su muerte, Orfeo debe dejar a su discípulo amado el enigma de su destino, la inmortal herencia, la pura antorcha de su alma.

    — ¡Maestro!: escucho y obedezco — dijo el discípulo de Delfos. — Caminemos — dijo Orfeo — por ese sendero que desciende. La hora

    se aproxima. Quiero sorprender a mis enemigos. Sígueme y escucha: graba mis palabras en tu memoria, pero guárdalas como un secreto.

    — Se imprimirán en letras de fuego sobre mi corazón; los siglos no las borrarán.

    — Tú sabes ahora que el alma es hija del cielo. Has contemplado su origen y su fin y comienzas a recordarlo. Cuando desciende a la carne, ella continúa, aunque débilmente, recibiendo la influencia de arriba. Por nuestras madres, ese soplo potente nos llega al principio. La leche de su seno alimenta

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    nuestro cuerpo; pero de su alma se nutre nuestro ser angustiado por la ahogada prisión de la materia. Mi madre era sacerdotisa de Apolo, mis primeros recuerdos son los de un bosque sagrado, un templo solemne, una mujer que me lleva en sus brazos envolviéndome en su suave cabellera como en un cálido vestido. Los objetos terrestres, los semblantes humanos me llenaban de horrible terror. Pero en seguida mi madre me apretaba en sus brazos, encontraba su mirada y ella me inundaba de una divina reminiscencia del cielo. Pero aquel rayo murió en el gris sombrío de la tierra. Un día mi madre desapareció: había muerto. Privado de su mirada, apartado de sus caricias, quedé espantado de mi soledad. Habiendo visto correr la sangre en un sacrificio, tomé horror al templo y descendí a los valles tenebrosos.

    “Las Bacantes asombraron mi juventud. Entonces ya Aglaonice reinaba sobre esas mujeres voluptuosas y refoces. Hombres y mujeres, todos la temían. Ella respiraba un sombrío deseo y aterrorizaba. Esta hija de Tesalia ejercía sobre quienes se aproximaban a ella un atractivo fatal. Por las artes de la infernal Hécate, atraía a las jóvenes a su valle embrujado y las instruía en su culto. Aglaonice había puesto sus ojos sobre Eurídice; se había obstinado en atraer a aquella virgen con un designios perverso, con un amor desenfrenado, maléfico. Quería arrastrar a aquella joven al culto de las Bacantes, dominarla, entregarla a los genos infernales después de haber marchitado su juventud. Ya ella la había envuelto en sus promesas seductoras, en sus encantos nocturnos.

    “Atraído yo por no sé qué presentimiento al valle de Hécate, caminaba un día por las altas hierbas de una pradera llena de plantas venenosas. Reinaba el horror en las proximidades de los bosques frecuentados por las Bacantes. Pasaban por ellos bocanadas de perfumes, como el cálido soplo del deseo. Vi a Euridice, que caminaba lentamente, sin verme, hacia un antro, como fascinada por un objeto invisible. A veces una frívola risa salía del bosque de las Bacantes, otras un extraño suspiro. Euridice se detenía temblorosa, incierta, y luego continuaba su marcha, como atraída por mágico poder. Sus bucles de oro flotaban sobre sus hombros blancos, sus ojos de narciso nadaban en la embriaguez, mientras marchaba a la boca del Infierno. Pero yo había visto el cielo latente en su mirada. — ¡Eurídice! — exclamé, cogiendo su mano. — ¿A dónde vas? — Como despierta de un sueño, lanzó un grito de horror y de salvación, y cayó en mi seno. Entonces el divino Eros nos dominó; y por una mirada, Eurídice y Orfeo, fueron esposos para siempre”.

    “Entre tanto, Euridice, que me había abrazado en su temor, me mostró la gruta con un gesto de espanto. Me aproximé, y vi allí una mujer sentada. Era Aglaonice. Cerca de ella, una pequeña estatua de Hécate en cera pintada

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    de rojo, de blanco y de negro, que tenía un látigo. Ella murmuraba palabras encantadas haciendo mover su rueca mágica, y sus ojos fijos en el vacío parecían devorar su presa. Rompí la rueca, pisoteé la Hécate, y atravesando a la maga con la mirada, exclamé: “¡Por Júpiter!. ¡Te prohibo pensar en Euridice, bajo pena de muerte!. Porque, sábelo, los hijos de Apolo no te temen”.

    “Aglaonice, suspensa, se retorció como una serpiente bajo mi gesto y desapareció en su caverna, lanzándome una mirada de odio mortal”.

    “Conduje a Euridice a las proximidades del templo. Las vírgenes del Erebo, coronadas de jacinto, cantaron: ¡Himeneo!, ¡Himeneo! a nuestro alrededor, y conocí la felicidad”.

    “La luna sólo tres veces había cambiado, cuando una Bacante, empujada por la hija de Tesalia, presentó a Euridice una copa de vino, que le daría, a su decir, la ciencia de los filtros y de las hierbas mágicas. Euridice, curiosa, la bebió y cayó muerta. La copa contenía un veneno mortal”.

    “Cuando vi la hoguera que consumía a Euridice; cuando vi la tumba cubrir sus cenizas; cuando el último recuerdo de su forma viviente hubo desaparecido, exclamé: “¿Dónde está su alma?”. Partí desesperado y erré por toda Grecia. Pedí su evocación a los sacerdotes de Samotracia; la busqué en las entrañas de la tierra, en el cabo Tenaro; en vano. Por fin llegué al antro de Trofonio. Allí, ciertos sacerdotes conducían a algunos visitantes temerarios por una grieta del suelo, hasta los lagos de fuego que hierven en el interior de la tierra, y haciéndoles ver lo que allí pasa. Durante el descenso, se entra en éxtasis, y la segunda vista se abre. Se respira apenas, la voz se apaga, no se puede hablar más que por signos. Unos se vuelven a la mitad del camino, otros persisten y mueren asfixiados; la mayor parte de los que salen vivos se vuelven locos. Después de haber visto lo que ninguna boca debe decir, subí a la gruta y caí en profundo letargo. Durante aquel sueño de muerte se me apareció Euridice. Ella flotaba en un nimbo, pálida como un rayo lunar, y me dijo: “Por mí has desafiado al infierno, me has buscado entre los muertos. Heme aquí; vengo a verte a tu voz. No habito el seno de la Tierra, sino la región del Erebo, el cono de sombra entre la Tierra y la Luna. Giro en torbellinos en ese limbo, llorando como tú. Si quieres libertarme, salva a Grecia dóndole la luz. Entonces yo, volviendo a encontrar mis alas, subiré hacia los astros, y me volverás a encontrar en la luz de los Dioses. Hasta entonces me es preciso errar en la esfera turbia y dolorosa...”. Por tres veces la quise coger; por tres veces se desvaneció en mis brazos como una sombra. Oí únicamente como un sonido de cuerda que se desgarra; luego una voz débil

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    como un soplo, triste como un beso de adiós, murmuró: ¡Orfeo!”. “A esta voz me desperté. Aquel nombre, dado por un alma, había

    transformado mi ser. Sentí pasar por mí el sagrado escalofrío de un deseo inmenso con el poder de un amor sobrehumano. Euridice, viva, me hubiese dado la embriaguez de la dicha; Euridice, muerta, me hizo encontrar la Verdad. Por amor he revestido yo el hábito de lino, dedicándome a la grande iniciación y a la vida ascética; por amor he penetrado en la magia y buscado la ciencia divina; por amor he atravesado las cavernas de Samotracia, los pozos de las Pirámides y las tumbas de Egipto. He rebuscado en la muerte para encontrar la vida, y sobre la vida he visto los limbos, las almas, las esferas transparentes, el Éter de los Dioses. La tierra me ha abierto sus abismos, el cielo sus templos flameantes. He arrancado la ciencia, oculta bajo las momias. Los sacerdotes de Isis y de Osiris me han entregado sus secretos. Ellos sólo tenían aquellos Dioses; yo tenía a Eros. Por él he hablado, he cantado, he vencido. Por él he deletreado el verbo de Hermes y Zoroastro; por él he pronunciado el de Júpiter y Apolo”.

    “Mas la hora ha llegado de confirmar mi misión por mi muerte. Otra vez me es preciso descender a los infiernos para subir de nuevo al cielo. Escucha, hijo querido: tú llevarás mi doctrina al templo de Delfos y mi ley al tribunal de los Anfictiones. Dionisos es el sol de los iniciados; Apolo será la luz de la Grecia; los Anfictiones los guardianes de su justicia”.

    El hierofante y su discípulo habían llegado al fondo del valle. Ante ellos, un claro, grandes macizos de bosques sombríos, tiendas y hombres echados. Orfeo marchaba tranquilamente por medio de los Tracios dormidos y fatigados de una orgía nocturna. Un centinela que vela aún, le pidió su nombre.

    — Soy un mensajero de Júpiter; llama a tus jefes — le respondió Orfeo. “¡Un sacerdote del templo!...”. Este grito, lanzado por el centinela, se

    reparte como una señal de alarma en todo el campo. Se arman; se llaman; las espadas brillan; los jefes acuden asombrados y rodean al pontífice.

    — ¿Quién eres?. ¿Qué vienes a hacer aquí?. — Soy un enviado del templo. Vosotros todos, reyes, guerreros de

    Tracia, renunciad a luchar con los hijos de la luz y reconoced la divinidad de Júpiter y de Apolo. Los Dioses de las alturas os hablan por mi boca. Vengo como amigo si me escucháis; como juez si rehusáis oírme.

    — Habla — dijeron los jefes. En pie, bajo un gran olmo, Orfeo habló. Habló de los beneficios de los

    Dioses, del encanto de la luz celestial, de la vida pura que llevaba en la cima

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    con sus hermanos iniciados, bajo el ojo del Gran Uranos, y lo que quería comunicar a todos los hombres, prometiendo apaciguar las discordias, curar a los enfermos, mostrar las simientes que producen los mejores frutos de la tierra, y aquéllas aún más preciosas que producen los divinos frutos de la vida: la alegría, el amor, la belleza.

    Y mientras así hablaba, su voz grave y dulce vibraba como las cuerdas de una lira, y penetraba más y más en el corazón de los Tracios sobresaltados. Del fondo de los bosques, las Bacantes curiosas, con sus antorchas en mano, habían llegado también, atraídas por la música de una voz humana. Apenas vestidas con la piel de panteras, vinieron a mostrar sus pechos morenos y sus talles soberbios. Al resplandor de las nocturnas antorchas, sus ojos brillaban de lujuria y de crueldad. Pero, calmadas poco a poco por la voz de Orfeo, se agruparon a su alrededor o se sentaron a sus pies como bestias feroces domadas. Unas, sobrecogidas de remordimiento, fijaban en tierra una sombría mirada; otras escuchaban como encantadas. Y los Tracios emocionados, murmuraban entre ellos: “Es un Dios el que habla; es el mismo Apolo que encanta a las Bacantes”.

    Entre tanto, desde el fondo del bosque, Aglaonice espiaba. La gran sacerdotisa de Hécate, viendo a los Tracios inmóviles y a las Bacantes encadenadas por una magia más fuerte que la suma, sintió la victoria del cielo sobre el infierno, y su poder maldito hundirse en las niníeblas, de donde había salido, bajo la palabra del divino seductor. Ella enrojeció, y lanzándose ante Orfeo con un esfuerzo violento, dijo:

    — ¿Decís que es un Dios?. Y yo es digo que es Orfeo, un hombre como vosotros, un mago que os engaña, un tirano que se ciñe vuestras coronas. ¿Decís un Dios?. ¿El hijo de Apolo?. ¿Él?. ¿El sacerdote?. ¿El orgulloso pontífice?. ¡Lanzaos sobre él!. ¡Si es Dios, que se defienda..., y si yo miento, desgarradme en pedazos!.

    Aglaonice venía seguida de algunos jefes excitados por sus maleficios e inflamados por su odio. Ellos se arrojaron sobre el hierofante. Orfeo lanzó un gran grito y cayó atravesado por sus espadas. Él tendió la mano a su discípulo, y dijo:

    — ¡Yo muero; mas los Dioses viven!. Luego, expiró. Inclinada sobre su cadáver, la maga de Tesalia, cuyo

    semblante se parecía ahora al de Tisífona, espiaba con salvaje alegría el último suspiro del profeta, y se preparaba a obtener un oráculo de su víctima. Más, a su grande espanto, aquella faz cadavérica se reanimó al resplandor flotante de la antorcha; una palidez rojiza se esparció por el semblante del muerto; sus

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    ojos se abrieron agrandados, y una mirada profunda, dulce y terrible, se fijó sobre ella..., mientras una voz extraña — la voz de Orfeo — se escapaba otra vez de aquellos labios temblorosos para pronunciar distintamente estas cuatro sílabas, melodiosas y vengadoras:

    — ¡Eurídice!. Ante aquella mirada, ante aquella voz, la sacerdotisa espantada se hizo

    atrás, exclamando: “¡No ha muerto!. ¡Van a perseguirme!. ¡Para siempre!. ¡Orfeo..., Eurídice!...”. Diciendo estas palabras, Aglaonice desapareció como fustigada por cien Furias. Las Bacantes aterradas y los Tracios, sobrecogidos por el horror de su crimen, huyeron en la oscuridad, lanzando gritos de angustia.

    El discípulo quedó solo al lado del cuerpo de su maestro. Cuando un rayo siniestro de Hécate iluminó el lino ensangrentado y la pálida faz del gran iniciador, le pareció que el valle, el río, las montañas y las selvas profundas gemían como una gran lira.

    El cuerpo de Orfeo fue quemado por sus sacerdotes, y sus cenizas llevadas a un santuario lejano de Apolo, donde fueron veneradas como las de un Dios. Ninguno de los rebeldes osó subir al templo de Kaukaión. La tradición de Orfeo, su ciencia y sus misterios se perpetuaron allí, y se difundieron por todos los templos de Júpiter y Apolo. Los poetas griegos decían que Apolo estaba celoso de Orfeo, porque se invocaba a éste más frecuentemente. La verdad es que cuando los poetas cantaban a Apolo, los grandes iniciados invocaban el alma de Orfeo, salvador y profeta.

    Más tarde, los Tracios convertidos a la religión de Orfeo, contaron que aquél había bajado a los infiernos para buscar allí el alma de su esposa, y que las Bacantes, celosas de su amor eterno, le habían despedazado; su cabeza fue lanzada al Ebro por sus ondas tempestuosas, llamaba aún: “¡Eurídice!. ¡Eurídice!”.

    De este modo, los Tracios cantaron como profeta a quien habían matado como criminal, y que por su muerte hubo de convertirles. Así, el verbo órfico se infiltró misteriosamente en las venas de la Helenia por las vías secretas de los santuarios y de la iniciación. Los dioses se armonizaron a su voz como en el templo un coro de iniciados a los sones de una lira invisible, y el alma de Orfeo se convirtió en el alma de Grecia.

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    LIBRO VI

    PITÁGORAS

    LOS MISTERIOS DE DELFOS

    Conócete a ti mismo, y conocerás al Universo y a los Dioses.

    Inscripción del templo de Delfos.

    El Ensueño, el Sueño y el Éxtasis son las tres puertas abiertas al Más Allá, de donde nos viene la ciencia del alma y el arte de la adivinación.

    La Evolución es la ley de la Vida. El Número es la ley del Universo. La Unidad es la ley de Dios.

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    I GRECIA EN EL SIGLO SEXTO

    El alma de Orfeo había atravesado como un divino meteoro bajo el cielo

    tempestuoso de la naciente Grecia. Desaparecido él, las tinieblas la invadieron de nuevo. Después de una serie de revoluciones, los tiranos de la Tracia quemaron sus libros, derribaron sus templos, desterraron a sus discípulos. Los reyes griegos y muchas ciudades, más celosas de su licencia desenfrenada que de la justicia que fluye de las doctrinas puras, los imitaron. Se quiso borrar su recuerdo, destruir sus últimos vestigios, y de tal modo hicieron, que algunos siglos después de su muere, una parte de la Grecia dudaba de su existencia. En vano los iniciados guardaron su tradición durante más de mil años; en vano Pitágoras y Platón hablaban de él como de un hombre divino; los sofistas y los retóricos sólo veían en él una leyenda sobre el origen de la música. En nuestros días, los sabios aun niegan resueltamente la existencia de Orfeo, apoyándose principalmente en que ni Homero ni Hesiodo han pronunciado su nombre. Pero el silencio de estos poetas se explica por el entredicho en que los gobiernos locales habían puesto su nombre. Los discípulos de Orfeo no perdonaban ocasión alguna de poner todos los poderes en la autoridad suprema del templo de Delfos, y no cesaban de repetir que era preciso someter todas las cuestiones entre los distintos estados de Grecia al arbitraje del consejo de los Anfictiones. Esto molestaba lo mismo a los demagogos que a los tiranos. Homero, que recibió probablemente del santuario de Tiro su iniciación, y cuya mitología es la traducción poética de la teología de Sankoniatón, Homero el Jónico pudo muy bien ignorar al dórico Orfeo, cuya tradición era tanto más secreta cuanto más perseguida. En cuanto a Hesiodo, nacido cerca del Parnaso, debió conocer su nombre y su doctrina por el santuario de Delfos; pero sus iniciadores le impusieron el silencio, y con razón.

    Sin embargo, Orfeo vivía en su obra; vivía en sus discípulos y en aquellos mismos que le negaban. ¿Dónde está aquella obra?. ¿Dónde es preciso buscar aquella alma de vida?. ¿Será en la oligarquía militar y feroz de Esparta, donde la ciencia es despreciada, la ignorancia erigida en sistema, la brutalidad erigida como un complemento del valor?. ¿Será en aquellas implacables guerra de Mesenia, en que se vio a los Espartanos perseguir a un

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    pueblo vecino hasta exterminarlo, y aquellos Romanos de Grecia preludir la roca tarpeya y los laureles sangrientos del Capitolio, precipitando en un abismo a Aristómenes, defensor de su patria?. ¿Será en la democracia turbulenta de Atenas, siempre pronta a derivar hacia la tiranía?. ¿Será en la guardia pretoriana de Pisistrato, o en el puñal de Harmodio y de Aristogitón, oculto bajo una rama de mirto?. ¿Será en las numerosas ciudades de la Hélade, de la Gran Grecia y del Asia Menor, de que Atenas y Esparta ofrecen dos opuestos tipos?. ¿Será en que todas aquellas democracias y aquellas tiranías envidiosas, celosas y siempre prestas a luchar entre sí?. No: el alma de Grecia no está allí. Está en sus templos, en sus Misterios y en sus iniciados. Está en el santuario de Júpiter en Olimpia, de Juno en Argos, de Ceres en Eleusis; reina sobre Atenas con Minerva; irradia en Delfos con Apolo, que domina y penetra a todos los templos con su luz. Ese es el centro de la vida helénica, el cerebro y el corazón de Grecia. Allí van a instruirse los poetas que traducen a la multitud las verdades sublimes en imágenes vivas; los sabios que las propagan en dialéctica sutil. El espíritu de Orfeo circula por todas partes donde palpita la Grecia inmortal. Le volvemos a encontrar en las luchas de la poesía y de la gimnasia, en los juegos de Delfos y de Olimpia; instituciones felices que imaginaron los sucesores del maestro para relacionar y fundir a las doce tribus griegas. Le tocamos con el dedo en el tribunal de los Anfictiones en aquella asamblea de los grandes iniciados, corte suprema y arbitral que se reunía en Delfos; gran poder de justicia y de concordia, en el que únicamente Grecia encontró su unidad en las horas de heroísmo y de abnegación. (El juramento anfictiónico de los pueblos asociados da idea de la grandeza y de la fuerza social de esta institución: “Juramos nunca derribar las ciudades anfictiónicas, nunca distraer los recursos preciosos a