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UNA HISTORIA NO OFICIAL JAVIER MUÑOZ

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Page 1: EDITOR CORRECTOR 2

PVP 7,95 € 10282486

WWW.PLANETADELIBROSINFANTI LYJUVEN I L .COM

A C A B A D O S

D i S E Ñ A D O R

E D I T O R

C O R R E C T O R

E S P E C I F I C A C I O N E S

nombre:

nombre:

nombre:

Nº de TINTAS: 4/0

TINTAS DIRECTAS:

LAMINADO:

PLASTIFICADO:

brillo mate

uvi brillo uvi mate

relieve

falso relieve

purpurina:

estampación:

troquel

título: Among us 2

encuadernación: Rústica sin solapas

medidas tripa: 14,5 x 22,5 cm

medidas frontal cubierta: 14,5 x 22,5 cm

medidas contra cubierta: 14,5 x 22,5 cm

medidas solapas: 0 mm

ancho lomo definitivo: 7 mm

OBSERVACIONES:

Fecha:

UNA H I STOR IA NO OF IC IAL

JAV I ER M UÑOZ

JAVI

ER M

UÑOZ

Humano, este es el diario de Valentín, un impostor que se ha dado cuenta de que lo suyo no es cargarse tripulantes, sino pilotar una nave para explorar el universo. Sin embargo, en su primer viaje intergaláctico, él y su compañera Candi sufren un accidente que los obliga a aterrizar en el planeta B-613,

un auténtico estercolero habitado por monigotes con muy pocas neuronas. Las elecciones planetarias están a la vuelta de la esquina, y la situación

se complica: tanto Candi como Valentín deciden presentar su candidatura a la presidencia. Por un lado, la sabionda de Candi quiere ayudar a que los

pobres ignorantes del planeta B-613 vivan mejor. Y por el otro, como el holgazán de Valentín no tiene ni las ganas ni los conocimientos necesarios

para reparar su nave, cree que siendo presidente podrá obligar a Candi a arreglarla y así largarse cuanto antes.

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Escrito por

Javier Muñoz

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© 2021 Editorial Planeta, S. A., 2021Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

www .p lanetadeli brosinfant ilyjuvenil .comwww .planetadelibros .com

© del texto: Javier Muñoz RuizIlustraciones de: Ester Vilaplana Miret

Primera edición: octubre de 2021ISBN: 978-84-08-24713-5

Depósito legal: B. 13.571-2021 Impreso en España

Este libro es una novela inspirada libremente en los personajes del juego Among us, y no está autorizado ni promocionado por ninguna persona o entidad propietaria de los derechos del

nombre, de la marca o del copyright.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico,

mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la

propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www .conlicencia

.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

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¿Te suena esa sensación asquerosa de cuando alguien se pone a caminar a tu lado y no consigues sacártelo de encima?

Ya sabes, cuando te da por levantar la mirada del suelo y, de repente, un monigote que no has visto en tu vida está paseando a tu lado... ¡COMO SI NADA! Tan cer-ca de ti que casi te toca la escafandra. Tan cerca de ti que prácticamente puedes oler su sudor rancio a través de la escafandra. Tan cerca de ti que traspasa cualquier límite de tu espacio vital alrededor de la escafandra. Vamos, que el monigote por poco no tiene la escafan-dra pegada a la tuya y os empiezan a confundir con sia-meses.

Pero la cosa casi nunca acaba aquí. Porque resulta que, cuando te quieres dar cuenta, el pesao que tienes caminando a tu lado y en tu misma dirección también te ha copiado la velocidad de la marcha. Por eso, no te lo puedes sacar de encima y, por eso, te preguntas hacia

SÁBADO

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tus adentros «¿quién lo echará de menos cuando me lo cargue?». Por no decirle directamente a la cara «¿buscas problemas o qué es lo que buscas, pesao?», y después pasar a la acción y cargártelo.

Pero, entonces, los dos llegáis a un semáforo en rojo. Seguís tan a la par que te da por pensar que más que por siameses os van a tomar por pareja. Y el monigote huele de lo más lamentable, así que este noviazgo no te intere-sa un pelo.

Os miráis.No. Mejor dicho: os cruzáis una miradita de flipaos

que ninguno de los dos aguanta. Y es en ese momento cuando cambias de estrategia y te decides a adelantarlo de una maldita vez, aunque llegues sudando adonde sea que vayáis los dos y aunque el que empiece a oler a cho-to seas tú. Te da igual porque piensas llegar antes que él cueste lo que cueste.

Lo has decidido.No. Mejor dicho: TE HAS HECHO UNA PROMESA:

«Me prometo a mí mismo que voy a adelantar a este puñetero monigote».

Pero, ¡PUM!, el semáforo cambia a verde y, para cuando quieres reaccionar, el patán que lleva media hora siguiéndote ya te saca una ventaja irrecuperable porque hace rato que ha cruzado en rojo. Te has distraí-do por estar pensando tanto. Así que dejas de caminar y te pones a correr. Para adelantarlo, claro. Y te das tanta prisa y te esmeras tanto que, al llegar a su altura, tropie-zas con un monigote que no habías visto en tu vida y te metes un tortazo en tres tiempos...

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¡CA-TA-PÚN!¿Te suena ya la sensación asquerosa de la que te ha-

blo, CRIATURA NO AUTORIZADA PARA LEER ESTE DIARIO, PERO QUE AUN ASÍ SIGUE LEYENDO TAN PANCHA?

Porque es más o menos lo que me acaba de pasar. Solo que, en vez de ir caminando hacia no se sabe dónde, he ido metido en una nave espacial rumbo al planeta Polus. (Acompañado de la sabelotodo de Candi, como ya sabrás si has leído mi primer diario). Y, en vez de tener a un monigo-te paseando a mi lado, ha sido otra nave la que nos ha es-tado jorobando hasta que nos hemos parado en un semá-foro intergaláctico. Uno de esos trastos descomunales que controlan el tráfico en un cruce de planetas y que funcio-nan igual que un semáforo de los de toda la vida: rojo signi-fica que no pases o te caerá una buena multa; verde, que ya puedes arrancar o quince millones de naves te van a pi-tar como si les fuera la vida en ello. Pi, pi, piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii...

Pero lo más importante de todo es que no me he tropezado con ningún otro palurdo, sino que han sido la nave que comparto con Candi y la del otro monigote que jamás he visto antes las que se han metido un hostión de los que pocas veces lo cuentas. Y, en cuanto las dos na-ves han chocado, han comenzado a saltar chispas por todos lados y se han oído ruidos como ¡RRRRR!, o ¡GGG-GG!, o ¡TTTTT!, y yo por poco me muero de la dentera y después del miedo.

«Fff-ahh... Fff-ahh... Fff-ahh...», me he puesto a hi-perventilar como buen cobardica que soy.

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— ¡VALENTÍN, LA NAVE ESTÁ DESVIÁNDOSE DE SU TRAYECTORIA! — me ha gritado Candi alteradísima y com-pletamente histérica mientras empezábamos a caer en picado — ... ¡VALENTÍN, ESTAMOS ENTRANDO EN LA AT-MÓSFERA DE UN PLANETA QUE NO CONOZCO!... ¡VALEN-TÍN, YA LO CONOZCO! ¡ES B-613! ¡ESTE PLANETA ES B-613!

— ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH, FUEGO, FUE-GO, FUEGO!!! ¡¡¡EL MORRO DE LA NAVE ESTÁ ENVUELTO EN LLAMAS!!! — le he contestado yo sin apartar la vista de la fogata.

— Eso es medio normal debido a la velocidad a la que nos dirigimos a la superficie del planeta. — Ha tratado de enseñarme la muy sabionda.

«¿En serio, Candi? ¿Te parece buen momento para dar una de tus leccioncitas?», he pensado. Sin embargo, le he dicho:

— ¡Qué superficie ni qué leches, Candi! Fff-ahh... Fff-ahh... ¡EL SUELO! Fff-ahh... ¡Dirás la velocidad con la que vamos de cabeza hacia EL SUELO!

— ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!! — me ha imi-tado enseguida Candi, enterándose por fin de que nos íbamos a estrellar.

Y, entonces, el descenso ha sido inevitablemente más rápido y más brusco a cada segundo que ha pasado. Y, al rato, no solo el morro, sino la nave entera ha queda-do engullida por las llamas.

— ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!! — hemos con-tinuado gritando abrazados el uno al otro.

Porque, hecha una bola de fuego, la nave se ha pues-to a dar vueltas y a practicar piruetas y cabriolas.

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— ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!! — hemos se­guido dale que te pego con el chillido mientras la cabeza nos daba tumbos como si estuviéramos dentro de una lavadora. Mientras con los ojos cerrados oíamos los gol­pes de los cachivaches espaciales desparramándose por el interior de la nave... CLONC, CLONC, CLONC, CLONC.

Y, finalmente, como es lógico, tras tanto descenso sin pausa (y tras alguna que otra gotita de pis mal aguanta­do)... ¡BOOOOOOOOOOOOOOOOOM!

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— ¿¡VALENTÍN, ESTÁS BIEN!? ¿¡ESTÁS BIEN, VALENTÍN!? ¡VALENTÍN! — me estaba repitiendo Candi en cuanto he abierto los ojillos tras el impacto.

Yo he intentado disimular y pasar de mi colega tripu-lante. Sin embargo, aunque estaba muy calentito junto a los escombros en llamas de la nave, los primeros rayos de luz del domingo se han colado por lo que me queda-ba de visor. Y, entre eso y la voz chillona de Candi, he cedido...

— Supongo — he murmurado a duras penas, escu-piendo aún arena del planeta desértico al que hemos ido a parar. Jjjjtchú, jjjjtchú.

— ¿¡CÓMO QUE SUPONES!? ¿¡ESTÁS BIEN O NO!? — A ver, no me puedo levantar, tengo el visor partido

y me duele hasta el último hueso del cuerpo, así que... — Así que estás bien — me ha cortado Candi — . Eso

significa que estás bien, Valentín. Sé un poco valiente por una vez en tu vida.

DOMINGO

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— Habló... Como si tú fueras la monigota más valien-te de la nave.

— A falta de otra chica, lo soy. — Si por ser la única chica eres la monigota más va-

liente de la nave, eso significa que también eres la moni-gota más cobarde, y la más palurda, y la más insoporta-ble, y...

— Oye, ¿qué son esos bichos que vienen zumbando a lo lejos? — me ha preguntado de pronto Candi, señalan-do por encima de mi hombro, a mi espalda.

— No disimules, Candi. Por una vez he sido más inge-nioso que tú y ya está. Admítelo. No hace falta que te pongas a señalar bichitos intergalácticos sin importancia para cambiar de tema — le he dicho sin girarme siquiera.

— Que no, Valentín, que están ahí. — No pienso girarme. — ¡Por favor! — ¿Para que luego me digas que «se han escondi-

do»? No, gracias. — ¡VALENTÍN, SON TRES Y VIENEN CORRIENDO

COMO LOCOS HACIA NOSOTROS! — ha gritado Candi, za-randeándome.

— Está bien, está bien... Con tal de que me dejes en paz, me voy a girar. Pero que conste que sigo sin creerte. De hecho, estoy seguro de que al darme la vuelta me vas a soltar el típico rollo de «¿de verdad que no los ves?, pero si están allí, mira, mira, allí».

Pero no ha hecho falta que termine de girarme para ver a esos tres energúmenos trotando como tres caba-llos desbocados hacia nosotros. Ya por el rabillo del ojo

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se veían claramente. Bueno, lo que se dejaba ver tras la nube de tierra que dejaban a su paso. ¡Porque menuda velocidad la de esos tres!

— ¿¡POR QUÉ NO ME HAS DICHO ANTES QUE ERA VER-DAD QUE VENÍAN TRES BICHARRACOS FEÍSIMOS HACIA NOSOTROS!? — me he quejado.

— ¿PERDONA? — Candi, ante situaciones poco probables, siempre

tienes que asegurarte de decir «te lo digo en serio» o «te lo prometo» o «te lo juro por mi hámster uniojo».

— ¡Y yo que creía que por muy impostor que fueses lo ibas a pillar a la tercera!

— Candi, por favor, deja ya el temita, que en nada tenemos a esos tres zumbados por aquí.

Y, para cuantificar ese «en nada», me he sacado un guante, me he chupado el dedo índice y lo he levantado para estimar la velocidad y la dirección del viento.

— Según mis cálculos, yo diría que en unos diez se-gundos nos tienen rodeados. Así que voy a cerrar los ojos mientras hago la cuenta atrás y pienso en qué decir-les. Nueeeve...

— Ooocho... — ¡CHIST! La cuenta atrás la hago yo. Sieeete... Tú ven

a mi lado, Candi, y ponte delante — le he mandado con los ojos cerrados mientras la he colocado a tientas como un escudo humano (es decir, como un escudo monigote).

— ¿Por qué tengo que estar delante de ti? — Seeeis... Pues porque tú eres más prescindible que

yo, ¿por qué iba a ser? Estando donde estás, si nos ata-can, tú caes la primera. Ciiinco...

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— Valentín, ya han llegado. — Y mientras se entretienen contigo, yo huyo. Cuaaa-

tro... — Que ya están aquí, Valentín, te lo digo en serio. ¡Te

vas a quedar sin tiempo para huir! — Treees... — ¡Te lo prometo! — Dooos... — Valentín, que te juro por el hámster uniojo que no

tengo que están frente a nosotros, ¡haz algo! — Uuuno... — ¡DEJA DE CONTAR Y ABRE LOS OJOS DE UNA VEZ! Pero los ojos no se abren hasta llegar al «YA». — ¡YA! — he gritado mientras abría los ojos — . ¿Ves,

Candi? Estos señores acaban de llegar.Frente a mí, más allá del escudo monigote que he

creado con el cuerpo de Candi, han aparecido tres ran-cios con la babilla colgando y el traje espacial lleno de mugre. Idénticos a cualquier otro impostor o tripulante que decidiera dejar de lavarse de por vida.

— Ey... ¿por qué no tenéis brazos? — se ha presenta-do uno de los monigotes, extrañado porque tanto a él como a sus colegas babosos ¡LES SALEN UNOS ENORMES Y HORRIPILANTES BRAZOS DE LOS HOMBROS!

(Este pequeño detalle se me había olvidado comen-tarlo cuando he dicho lo de que somos idénticos, ¿ver-dad?).

— Eso, ¿dónde os habéis dejado los brazos? — ha in-sistido el monigote con brazos número 2.

— ¡Qué ridículos, fijaos, tienen manos, pero no tie-

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nen brazos! — se ha mofado el tercer monigote con bra-zos.

Al que, por supuesto, no le ha importado que estu-viéramos junto a una nave medio en llamas que no deja-ba de soltar chispas y hacer ruidos feísimos. Porque digo yo que hubiese estado fuera de lugar preguntarnos si estamos bien o si creemos que nos hemos roto algo o si, directamente, les podemos explicar cómo seguimos vi-vos después del piñazo que nos hemos dado.

— Cuidado con estos tres, Valentín... — ha murmura-do Candi por lo bajo — , este debe de ser el planeta al que llegó Anselmo...

— ¿Cómo dices? — se ha interesado el monigote con brazos número 1.

— ¿Yo? Yo no digo nada — ha disimulado la tripu-lante.

— ¿Cómo ha dicho? — le ha preguntado enseguida el monigote con brazos 1 al monigote con brazos 2, pegán-dole una colleja gratuita para motivarlo a responder.

— Ni idea. ¿Lo sabes tú? — le ha dicho el monigote con brazos 2 al monigote con brazos 3, arreándole otra colleja de paso.

— Tampoco me he enterado. ¿Cómo dices que no has dicho? — ha insistido el monigote con brazos 3 a Candi, no sin antes repartir otro collejón al monigote con brazos 1.

— Yo también te he oído decir algo, Candi — me he sumado — . Pero no te estaba haciendo mucho caso y no estoy seguro de si lo he oído bien. Dilo en alto, venga.

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— Era una tontería. Además, no creo que a estos mo-nigotes les interese. — Y ha empezado a murmurar de nuevo — : No me fío de ellos, Valentín...

— ¡CANDI, CUANDO HABLAS TAN BAJO ES IMPOSIBLE PRESTARTE ATENCIÓN! Di a estos señores lo que quieren saber, vamos. Te lo ordeno como capitán tuyo que soy.

— Lo de dejarte ser el capitán fue algo simbólico. — ¿Simboqué? — Que no esperaba que fueras a usar tus privilegios

de capitán para fastidiarme. Y menos ahora que ni si-quiera tenemos nave...

— ¡PUES QUÉ POCO ME CONOCES! — le he chillado. Y al chillido le he añadido una mirada asesina que

llevo un tiempo practicando. — Está bien... A ver, decía que Anselmo tuvo que es-

tar dando tumbos por el universo hasta llegar aquí. An-selmo es un conocido nuestro que perdió una partida y en cuanto lo pillaron haciendo de impostor lo eyectaron al espacio — ha informado a los tres monigotes — . Y se rumorea que fue a parar al planeta de los monstruos con brazos...

— ¡Eh, de monstruos nada! — ha protestado el mons-truito número 1.

— Un poco monstruos sí que somos — ha admitido el número 2, para, acto seguido, enzarzarse con el número 1 en un combate de collejas. «¡PA!, ¡PA!, ¡PA!, ¡PA!», han sonado los golpes.

— ¡OLVIDAOS DE LAS COLLEJAS POR UN SEGUNDO! Esta monigota ha dicho algo muy inteligente. ¿No os dais cuenta? — ha observado el tercer monigote con brazos.

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— Ella siempre dice cosas la mar de inteligentes. Os la presento, señores: se llama Candi y no se puede ser más sabionda y sabelotodo que ella.

— ¡NI MÁS IDIOTA QUE TÚ, VALENTÍN! — me ha solta-do Candi.

Y, al escucharla, el tercer monigote con brazos se ha acercado a ella y se la ha echado al hombro como si fue-ra un saco de patatas.

— Tranquilo — le he dicho — , no hace falta que de-fiendas mi honor, que yo ya me defiendo solito.

Pero no me ha respondido. Es más, los tres monigo-tes con brazos han dado media vuelta, digo yo que para largarse.

— ¡VALENTÍN! ¡AYÚDAME, VALENTÍN! — ha gritado Candi.

Y yo, haciendo uso de todas las fuerzas que me que-daban tras el piñazo, he dado un brinco y me he agarra-do a las piernas del monigote con brazos número 3.

— ¡Te he dicho que no hace falta que le des ninguna lección, que mi honor es mío y solo yo me ocupo de de-fenderlo! — le he repetido — . ¡Además, ni que yo fuera tan honorable!

Pero, entonces, el muy baboso me ha pegado una patada en la escafandra, ¡PLACA!, y se ha librado de mí.

— ¡AYUDADLO! ¡AYUDAD A VALENTÍN! — les ha grita-do Candi mientras se alejaban.

Y yo, entre el calorcito de las llamas de la nave y que del patadón mi traje ha continuado temblando durante un buen rato, me he sentido como si estuviera en uno de esos sillones de masaje que tanto relajan. Y, muy pronto,

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los ojillos se me han comenzado a entornar mientras la sabionda de Candi pataleaba y forcejeaba y, seguramen-te, se arrepentía de haber leído tantos libros en vez de apuntarse a clases de taekwondo.

— No te preocupes, luego enviamos a un médico a por él. — He escuchado que le decía alguno de los ener-gúmenos con brazos, justo antes de perderse por el ho-rizonte de arena.

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