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225 El pajarraco del ojo sangriento a vieja ciudad fronteriza de Matamoros que lleva detrás de su histórico nombre una H., es decir, “heroica”, para no- sotros los revolucionarios cons- titucionalistas debe agregársele otra H., que signifique “hos- pitalaria”, porque en aquella etapa gloriosa, cuando en casi todas las ciudades, aun las que ya estaban en nuestro poder, se nos veía con desconfianza y a veces hasta con aversión, sobre todo por lo que se llama “la sociedad”, en cambio, en la H. Matamoros se nos abrieron las puertas, se nos trató como a hombres decentes y nuestras fiestas y bailes eran engalanados con la presencia de las bellas muchachas matamorenses, quienes concurrían alegres y confiadas a las sere- natas que jueves y domingos daban nuestras bandas militares en la hermosa plaza de la ciudad. Si Monclova puede enorgullecerse algún día con llamarse “la cuna de la Revolución” será de justicia llamar a Matamoros Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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o r s m s

El pajarraco del ojo sangriento

a vieja ciudad fronteriza de Matamoros que lleva detrás de su histórico nombre una H., es decir, “heroica”, para no-sotros los revolucionarios cons-titucionalistas debe agregársele otra H., que signifique “hos-pitalaria”, porque en aquella etapa gloriosa, cuando en casi todas las ciudades, aun las que ya estaban en nuestro poder, se nos veía con desconfianza y

a veces hasta con aversión, sobre todo por lo que se llama “la sociedad”, en cambio, en la H. Matamoros se nos abrieron las puertas, se nos trató como a hombres decentes y nuestras fiestas y bailes eran engalanados con la presencia de las bellas muchachas matamorenses, quienes concurrían alegres y confiadas a las sere-natas que jueves y domingos daban nuestras bandas militares en la hermosa plaza de la ciudad.

Si Monclova puede enorgullecerse algún día con llamarse “la cuna de la Revolución” será de justicia llamar a Matamoros

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“la organizadora de la Revolución”, porque esta plaza, una vez tomada por el noble soldado constitucionalista Lucio Blanco, jamás volvió a caer en manos de Huerta y en ella se organizó el Cuerpo de Ejército del Nordeste, y allí se proveyó de par-que, armas, vestuario y equipo no sólo este comando, sino las expediciones del general Cándido Aguilar, que fue a Veracruz, Vicente Segura, que marchó a Hidalgo, Macario Hernández y hasta el zapatista Gildardo Magaña, que allí obtuvo armas, di-nero y parque para ir a revolucionar a Morelos, cosa que parece que ha olvidado.

A pocos días de estar nosotros en Matamoros, incorpora-dos a don Jesús Carranza, fui a visitar a José E. Santos, que después de la batalla de Santa Engracia había recaído de su enfermedad y hubo de ser enviado al Hospital de Matamoros. En cuanto ingresó al hospital fue atendido por el doctor Pu-marejo, quien llegó en el momento en que José tenía un ataque de basca y dijo el médico:

—Tiene usted un fuerte derrame de bilis, mire lo que arroja. —No, doctor —dijo Santos— qué bilis ni que nada, eso es

el poco cuidado que tienen esos desgraciados que fabrican el mezcal y no limpian nunca los alambiques. Eso no es bilis, es puro cardenillo.

Soltó la carcajada el doctor y todos los enfermos y heridos que estaban allí cerca.

En Matamoros nos encontramos a muchos viejos compa-ñeros: Félix Neira Barragán, enfermo, Benito Garza, el impon-derable y graciosísimo Benito, conocido por todo el Ejército de Nordeste, el valiente Severo de la Garza, herido en Morales antes del ataque a Monterrey, Tránsito C. Salazar y el aguerri-do Poncho Vázquez, heridos, pero ya convalecientes y muchos otros, la palomilla se engrosó con nuevas y valiosas adquisi-ciones: Alfredo Rodríguez, quien llegó después a jefe de Es-tado Mayor de don Pablo; Luis E. Rendón, a quien llamamos Lucho, Rafael de la Torre, el coronel Francisco Cosío Rebelo, viejo revolucionario maderista, Mariano Álvarez, El Zapatista,

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simpático y alborotador como él solo; Macario Hernández, hermano del famoso Gabriel Hernández, asesinado por el ad-látere del dipsómano Huerta, el troglodita Enrique Cepeda, desgobernador del Distrito Federal, el insigne Guillermo Cas-tillo Tapia, ingeniero y orador de altos vuelos y el grandioso Ego, Vicente F. Escobedo, escritor satírico y serio, de pluma fácil y habilidosa, que había sido de los fundadores del México Nuevo de don Juan Sánchez Azcona, donde escribió por mu-cho tiempo sus notables crónicas festivas De Pasada, y otros muchos que iré recordando.

El general Carranza organizaba en tanto los servicios aduanales, pero como el general en jefe, don Pablo González, anunció que pronto vendría a establecer su Cuartel General a esta plaza, se esperó su llegada para esta reorganización.

Coronel Heriberto Jara, mayor Marcelino Murrieta, mayor Samuel G. Vásquez, capitán E. Rosas, mayor Alfredo Rodríguez, teniente coronel Pedro Villaseñor, capitán Vicente F. Escobedo Ego, mayor Manuel W. González, teniente D. Méndez Acuña, mayor Jesús Soto, teniente Leopoldo Hernández. Matamoros,

Tamaulipas, diciembre de 1913.

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En Ciudad Victoria, el general González se comunicó por telégrafo con el general Alberto Carrera Torres, ordenándo-le se presentara a él personalmente a recibir órdenes, lo cual cumplió este jefe llegando a la capital Tamaulipeca el 3 de di-ciembre y después de conferenciar con don Pablo y recibir ins-trucciones sale al día siguiente para Tula a ponerse al frente de su división, debiendo avanzar hasta la vía del ferrocarril con objeto de interrumpir las comunicaciones entre San Luis Po-tosí y el Puerto de Tampico, evitando que se reforzara al gene-ral Ignacio Morelos Zaragoza, que guarnecía el citado Puerto, próximo a ser atacado por la columna comandada por el gene-ral Antonio I. Villarreal. Este jefe salió de Ciudad Victoria con su columna expedicionaria, formada por las divisiones de los generales Murguía, J. Agustín Castro y la de su mando direc-to, debiendo estar en comunicación con Carrera Torres, quien cooperaría en la forma señalada antes.

El general González, con su acostumbrada actividad, dio órdenes para que los ferrocarrileros que llevaba el Cuerpo de Ejército, a las órdenes del infatigable Donaciano Martínez, or-ganizaron todos los servicios de carga pasajeros, corriendo los trenes entre Forlón y Linares, Nuevo León, reconstruyendo los tramos destruidos y puentes quemados y en breve quedó este servicio en perfecto orden. Me acuerdo que entre los ferro-carrileros que en Ciudad Victoria se presentaron e incorporarse a la Revolución, se encontraba Francisco Garza, que me parece era jefe de trenes o algo parecido, y a quien se había empeñado en fusilar uno de los jefes, pero nos trajeron a tiempo la noticia y como era sobrino de D. Vidal Garza Pérez, éste corrió a ver a don Pablo y se salvó a Pancho, quien después prestó grandes y buenos servicios a la causa y mereció puestos de alta confianza.

El capitán Mauro Rodríguez, jefe del Cuerpo de Telegra-fistas del Cuartel General, ayudado por el capitán Luis Galin-do, jefe de electricistas, y sus cuadrillas tuvieron en breve listas las comunicaciones alámbricas de Victoria a Forlón, Jaumave, Tula, Xicoténcatl, Linares y Matamoros, recibiendo el Cuar-

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tel General partes diarios de novedades y comunicándose vía Matamoros y Estados Unidos con el Primer Jefe a Sonora. Y creo oportuno insertar aquí el telegrama del general González al Primer Jefe, cuya copia ha llegado por fortuna a mis ma-nos, para corroborar el laconismo proverbial de don Pablo, así como su apego a la verdad:

Cuartel General en Ciudad Victoria, Tamps. Noviembre l8 de 1913. C. Primer Jefe del Ejército Constitucionalista. Hermosillo, Son.

Respetuosamente comunico a Ud. que hoy a las 8:05 de la ma-ñana, después de un sangriento combate duró cuarenta y nueve ho-ras consecutivas, cayó Ciudad Victoria en poder del Ejército Cons-titucionalista de mi mando. Los Grales. Rábago, Higinio Aguilar y Juan de Dios Arzamendi lograron escaparse. Las bajas del enemigo fueron muy numerosas, sin que haya sido posible determinarlas aún, por encontrarse cadáveres en todos los sitios del combate: Palacio de Gobierno, Penitenciaría, calles y plazas. Las fuerzas constitucionalistas capturaron cuatro cañones con bastante parque, fusiles y municio-nes en abundancia, caballos ensillados y pertrechos de todas clases. Las bajas por nuestra parte son cuatro oficiales y varios soldados muertos y como cincuenta heridos. Las fuerzas de la Revolución, jefes, oficiales y tropa se portaron dignamente en el combate. Felicito a Ud. por este triunfo y le protesto mi subordinación y respeto. El general en jefe, Pablo González.

El día 5 de diciembre, por la tarde, salió el general en jefe de Victoria con su Estado Mayor y escolta rumbo a Matamoros, pernoctando esa noche en la Hacienda de Dolores, después de pasar por Padilla. Allí se le presentó el coronel Vicente Segura, quien le participó que regresaba de Quinteros, Tamaulipas, adonde había llegado con un cargamento de armas y municio-nes, escoltado por un jefe zapatista llamado Miguel Zapata, quien se había prestado a llevarlo hasta Huejutla, Hidalgo, con su gente, y de allí pensaba el coronel Segura revolucionar en su estado natal, pero en Quinteros lo traicionó el tal Zapata,

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huyendo con las armas y parque y dejándolo con unos cuantos oficiales. El general González sintió este fracaso de Vicente Segura, quien había comprado el armamento y municiones destinados a la Revolución de su propio peculio y ordenó al general Carrera Torres por telégrafo que si el zapatista Zapata se encontraba en su sector lo aprehendiera y remitiera a Mata-moros, pero éste contestó que ya hacía días había pasado dicho individuo y le había dejado libre el tránsito porque no estaba en antecedentes de su traición. Entonces se ordenó a Segura que se reconcentrara a Matamoros.

En tanto que el jefe del Cuerpo de Ejército se dirigía a este Puerto, y el general Villarreal avanzaba con su columna expedicionaria sobre Tampico, la insigne palomilla descansa-ba, se alimentaba y adquiría nuevos bríos para continuar su obra de alegría y escándalo, convirtiendo en salón de sesiones la afamada cantina de D. Pancho Schereck, buen amigo de la Revolución y mexicano hasta los huesos a pesar de su apellido. Pero es de advertirse que aquellas reuniones no degeneraron jamás en orgías soeces y estúpidas y los escándalos tampoco pasaban de bromas de mayor o menor calibre, pero nunca trágicas y puedo asegurar que jamás hubo un herido ni un muerto, a pesar del ambiente en que nos movíamos, porque no hay que olvidar que nuestro compañerismo y afecto eran tan grandes, que cualquier diferencia se zanjaba sin que llegara a mayores. Allí, el gran Guillermo Castillo Tapia, alto, esbelto, con un bigotazo borgoñón, que se soñaba y se hacía llamar “mosquetero” de los tiempos de los Luises, con su voz sonora y llena pronunciaba discursos lírico-injuriantes contra el “nau-seabundo chacal”, como llamaba a Huerta; el cultísimo y sim-pático Vicente F. Escobedo, Ego, nos decía con su voz queda, pero insinuante, bellos versos de su cosecha y nos hacía gozar con sus chispeantes e ingeniosas frases; el profesor Félix Neira Barragán, soñador hasta la médula y romántico empedernido, recitaba sus versos amorosos, dedicados a cuanta Dulcinea se encontraba al paso y otros contaban sabrosos chistes, como

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Alfredo Rodríguez, que era un conversador, admirable y fe-cundo, y así se pasaban aquellas deliciosas reuniones, a veces de día y a veces de noche, porque no tenían hora fija, pero se celebraban un día sí y otro también, a menos que algo (y ese algo era el servicio) lo impidiera.

En aquella cantina de Schereck, a la que Ego llamaba sua-vemente “La Academia de la Lengua Viperina” y que Castillo Tapia denominaba “La Posada de los Caballeros de la Cons-titución”, había un boliche y en el fondo de su larga mesa, arriba del lugar donde se colocan los “palos”, como adorno bien original por cierto, estaba un enorme pelícano disecado, que el dueño del establecimiento tenía en gran estima, no me acuerdo por qué causa, pero don Pancho nos contaba una lar-ga historia de aquel pajarraco blanquísimo, cuyo ojo, único que podíamos contemplarle, porque estaba de perfil, era rojo, de un rojo vivísimo, indudablemente de cristal o porcelana y por esta circunstancia Ego lo llamaba el pajarraco del ojo san-griento. Y se le había metido en la cabeza, sobre todo cuando había ingerido algunas copas más de lo regular, que el pelícano se burlaba de él y le guiñaba el ojo sangriento.

Un día de tantos, mientras charlábamos alrededor de una mesa de la cantina referida, Ego comenzó con su vieja tabarrera:

—Mira, mira al pajarraco del ojo sangriento, se está bur-lando de mí.

—Pero, hombre, si está disecado.—Pues mira cómo me cierra el ojo, cada vez que hablo.—Qué ojo ni qué niño muerto, es que se te están subiendo

las cucharadas.Nada contestó, pero de pronto salió, no llamándonos la

atención, por lo que seguimos la charla y el juego de dominó comenzado, cuando de repente… ¡zas! Seis balazos dentro del local. Brincamos como movidos por un resorte, unos corrimos por un lado, otros por otro… todo era confusión y gritos:

—¿Qué pasó? —¿Quién se pelea?

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—¿Quién dispara?Y salen las pistolas de sus fundas y se arma un mitote de los

cien mil diablos, hasta que vimos a Ego sonriente, con la ca-rabina todavía humeante en la mano y que gritaba triunfante:

—Hasta que lo despaché.—¿A quién? —preguntaron diez voces asustadas.—Al pelícano, al pajarraco del ojo sangriento, que ya no

se volverá a pitorrear de mí ni a hacerme señas con el ojo co-lorado.

Y efectivamente, le había plantado cinco de los seis dis-paros al infeliz avechucho disecado, con honda consternación de Schereck, que protestaba en todos los tonos, más ya por el escándalo que por la destrucción de su pelícano. Pero Ego no estaba contento, pues necesitaba la destrucción total del pajarraco y corriendo a donde estaba caído, gritó:

—¿Conque no te mueres? Pues ahora verás, pajarraco in-mundo.

Y cogiéndolo en sus brazos lo sacó a la calle y viendo que venía el tranvía aquel gracioso tranvía de mulitas que ya no existe, lo esperó y colocando el pelícano sobre la vía, se estuvo de guardia hasta que las ruedas del armatoste le pasaron por encima, dejándolo hecho trizas. Entonces volvió satisfecho a sentarse a nuestra mesa, diciendo solemnemente:

—Requiescat in pace. Amén.Se armó una de risotadas tremenda; convidamos una copa

al buen Schereck y desapareció para siempre el pobre pelícano, adorno preciado de la mesa de boliche, terminando todo en sana paz y armonía.

Los generales Teodoro Elizondo y Cesáreo Castro captu-raron los pueblos de Villagrán, Tamaulipas y Linares, Nuevo León, nombrando autoridades municipales y facultando, por instrucciones que llevaban del Cuartel General, a los Presi-dentes Municipales para que pusieran en pie de guerra hasta cincuenta hombres para su resguardo, y avanzaron hacia Mon-temorelos.

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El general González comunica al general Jesús Carranza que ha pasado por San Fernando, donde fue agasajado con un baile en la casa de un señor Ochoa, y que en Jiménez incor-poró a su columna al doctor Ricardo Suárez Gamboa, con el Hospital de Sangre, con objeto de que los heridos y enfermos sean atendidos en Matamoros.

Este hospital estaba ya perfectamente organizado, contan-do con los doctores Alfredo Pumarejo, Daniel Ríos Zertuche, Pedro Martínez Pérez y Arnoldo Krumm-Heller y un cuerpo de enfermeras, en que se contaban casi todas las señoritas de Monclova a quienes ya he hecho referencia, y que se traslada-ron de Eagle Pass, con el doctor Martínez Pérez y los heri-dos revolucionarios que allí había por territorio de los Estados Unidos, para continuar prestando sus meritorios servicios a la causa que con tanta abnegación y desinterés abrazaron desde los albores de la Revolución. En este hospital, fundado por el general Lucio Blanco a raíz de la toma de Matamoros, se curaron cientos de heridos constitucionalistas y sus médicos y enfermeras trabajaron incesantemente hasta abril de 1914, en que ya dispusimos de mayores elementos con la ocupación de Monterrey y en él no se careció de lo necesario, pues fue la constante preocupación de los generales Blanco, Carranza y González, quienes siempre procuraron la atención de heridos y enfermos en campaña.

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