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Tomado de: Nochlin, Linda. Women, Art, and Power and Other Essays. New York: Harper & Row Publishers, 1988.
Traducción: Inés Elvira Rocha T.
¿POR QUÉ NO HA HABIDO GRANDES MUJERES ARTISTAS? Aunque el reciente resurgimiento de la actividad feminista en este país ha sido liberador, su
fuerza ha sido fundamentalmente emocional –personal, psicológica y subjetiva- y centrada,
al igual que los otros movimientos radicales con los que está relacionada, en el presente y
sus necesidades inmediatas más que en el análisis histórico de los temas básicos que el
ataque del feminismo al status quo despierta.1 Sin embargo, al igual que cualquier
revolución, el feminismo tendrá que enfrentar tarde o temprano las bases intelectuales e
ideológicas de las varias disciplinas intelectuales y eruditas – historia, filosofía, sociología,
psicología, etc.- de la misma manera en que cuestiona la ideología de las instituciones
sociales actuales. Si, como sugirió John Stuart Mill, tendemos a aceptar todo lo que es
como natural, esto se aplica tanto al ámbito de la investigación académica como a nuestro
orden social. En la investigación, los supuestos “naturales” deben ser cuestionados y las
bases míticas de los llamados ‘hechos’ deben ser develadas. Y es ahí donde la posición de
la mujer como intruso reconocido, el “ella” disidente en vez del neutral “uno” –en realidad
la posición-aceptada-del-hombre-blanco considerada natural, o el escondido “él” como
sujeto de todos los predicados eruditos xxxxxxxxxxx ventaja, más que un simple obstáculo
o una distorsión subjetiva.
En el área de la historia del arte, el punto de vista del hombre blanco occidental,
inconscientemente aceptado como el punto de vista del historiador del arte, puede resultar 1 Notables excepciones son las de Kate Millett, Sexual Politics, Nueva York, 1970 y Mary Ellman, Thinking About Women, Nueva York, 1968.
RochaComentario: La fotocopia no es legible en este renglón!
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inadecuado no sólo por motivos éticos y morales, o por ser elitista, sino también por
razones intelectuales. Al revelar el fracaso de buena parte de la historia del arte académica
–y de la historia en general- al dar cuenta del sistema de valores no reconocido, la
presencia misma de un sujeto intrusivo en la investigación histórica, la crítica feminista
pone al descubierto también su presunción, su ingenuidad meta-histórica. En un momento
en que todas las disciplinas se están volviendo más tímidas, más conscientes de la
naturaleza de sus presupuestos tal como se presentan en el lenguaje y estructura de las
variadas áreas del saber, la aceptación –sin criterio crítico- de “lo que es” como “natural”
puede ser intelectualmente fatal. Así como Mill vio la dominación masculina como una en
la larga serie de injusticias sociales que deben ser superadas si se espera crear un orden
social verdaderamente justo, nosotros podemos ver la tácita dominación de la subjetividad
del hombre blanco como una en la serie de distorsiones intelectuales que deben ser
corregidas para lograr una más adecuada y acertada percepción de las situaciones
históricas.
Es el intelecto femenino comprometido (como el de Stuart Mill) el que puede perforar las
limitaciones culturales-ideológicas de la época y su “profesionalismo” para revelar
prejuicios e insuficiencias, no sólo en el tratamiento del tema de la mujer, sino en la forma
de formular las preguntas fundamentales de la disciplina como un todo. Así, la tan llamada
cuestión femenina, lejos de ser un sub-tema menor, periférico y risible injertado a una
disciplina seria y establecida, puede convertirse en un catalizador, una herramienta
intelectual, que ponga a prueba los supuestos “naturales”, ofreciendo un ejemplo para otros
cuestionamientos internos y, a su vez, brindando enlaces a paradigmas establecidos por
posiciones radicales en otras áreas. Inclusive una pregunta simple como ¿Por qué no ha
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habido grandes mujeres artistas? puede, si se contesta adecuadamente, producir una
reacción en cadena, ampliándose hasta cubrir no sólo los supuestos aceptados del área
individual, sino también hasta abarcar la historia y las ciencias sociales o, incluso, la
psicología y la literatura y así desafiar el supuesto de que las divisiones tradicionales del
cuestionamiento intelectual son todavía adecuadas para responder a las preguntas
fundamentales de nuestro tiempo.
Examinemos, por ejemplo, las implicaciones de la eterna pregunta “Bueno, si las mujeres
realmente son iguales al hombre, ¿Por qué nunca ha habido grandes artistas mujeres (o
compositoras, matemáticas, filosofas) o tan pocas?”
¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas? La pregunta repica como un reproche en el
fondo de casi todas las discusiones del problema femenino. Pero, al igual que tantas otras
preguntas relacionadas con la “controversia” feminista, falsifica la naturaleza del tema al
mismo tiempo que ofrece insidiosamente su propia respuesta: “No ha habido grandes
mujeres artistas porque las mujeres son incapaces de alcanzar la grandeza”.
Los supuestos detrás de esta pregunta son variados en rango y sofisticación, yendo desde
“demostraciones científicas” de la inhabilidad de los seres humanos dotados de matriz -en
vez de pene- para crear nada significativo, hasta la relativamente abierta posición de
sorpresa porque la mujer –a pesar de tanto años de aparente igualdad- no hayan logrado aún
nada de significación excepcional en las artes visuales.
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La primera reacción de las feministas es comerse el anzuelo y tratar de contestar la
pregunta tal como se ha planteado: o sea, rebuscar ejemplos de mujeres valiosas o
insuficientemente reconocidas a lo largo de la historia; rehabilitar carreras modestas,
aunque interesantes y productivas; “redescubrir” pintoras de flores olvidadas o seguidoras
de David y argumentar su valor; demostrar que Berthe Morisot era menos dependiente de
Manet de lo que nos han enseñado –en otras palabras, comprometerse en la actividad
normal del erudito especializado que defiende a su propio maestro olvidado. Dichos
intentos, producidos ya sea desde el enfoque feminista –como el ambicioso artículo sobre
mujeres artistas que apareció en el Westminster Review2 en 1858- o por estudiosos eruditos
hablando sobre artistas como Angelica Kauffmann y Artemisia Gentileschi3, son un
esfuerzo valioso que contribuye a nuestro conocimiento de los logros femeninos o de la
historia del arte en general. Sin embargo, no contribuyen al cuestionamiento del supuesto
que hay tras la pregunta ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas? Por el contrario, al
tratar de contestarla, refuerzan tácitamente las implicaciones negativas de la misma.
Otra forma de contestar la pregunta implica un cambio de táctica y afirmar, como lo
hacen algunas feministas contemporáneas, que hay un tipo distinto de “grandeza” en el arte
femenino, postulando así la existencia de un estilo femenino distinto y reconocible,
diferente en sus cualidades expresivas y formales, y basado en el especial carácter de la
situación y experiencia femenina.
2 “Mujeres artistas”. Reseña del Die Frauen in die Kunstgeschichte por Ernest Guhl en The Westminster Review (edición americana), LXX, Julio 1858, pp.91-104. Agradezco a Elaine Showalter por mencionarme esta reseña. 3 Véase, por ejemplo, los excelentes estudios de Peter S. Walch sobre Angelica Kauffmann, o su disertación doctoral (sin publicar) “Angelica Kauffmann”, Princetown University, 1968; para Artemisia Gentileschi, véase R. Ward Bissell, “Artemisia Gentileschi – A New Documented Chronology”, Art Bulletin, L (Junio 1968), pp. 153-68.
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Superficialmente esto puede parecer racional: en general, la experiencia y situación de la
mujer en la sociedad es diferente a la del hombre y, naturalmente, el arte producido por un
grupo de mujeres unidas por el objetivo de dar cuerpo a una conciencia grupal de la
experiencia femenina puede resultar identificable estilísticamente como arte feminista, si no
arte femenino. Desafortunadamente, aunque sea una posibilidad, hasta ahora no ha
ocurrido. Mientras los miembros de la Escuela Danube, los seguidores de Caravaggio, los
pintores reunidos alrededor de Gauguin en Pont-Aven, el Blue Rider o los cubistas pueden
ser reconocidos por ciertas cualidades estilísticas y expresivas claramente definidas, no hay
cualidades comunes a la “feminidad” que unan los estilos de las artistas en general, como
no hay las hay que enlacen a las escritoras –un caso brillantemente discutido, contra los
más devastadores y contradictorios clichés masculinos, por Mary Ellmann en Thinking
about Women. Ninguna sutil esencia femenina podría unir el trabajo de Artemisia
Gentileschi, Madame Vigée-Lebrun, Angelica Kauffmann, Rosa Bonheur, Berthe Morisot,
Suzanne Valadon, Käthe Kollwitz, Barbara Hepworth, Georgia O’Keeffe, Sophie Taeuber-
Arp, Helen Frankenthaler, Bridget Riley, Lee Bontecou o Louise Nevelson, como tampoco
el de Safo, María de Francia, Jane Austen, Emily Brontë, George Sand, George Eliot,
Virginia Woolf, Gertrude Stein, Anaïs Nin, Emily Dickinson, Silvya Plath y Susan Sontag.
En todos los casos, las artistas y escritoras parecen estar más cerca de otros artistas y
escritores de su época y visión que lo que están entre ellas.
Se puede afirmar que las artistas son más introspectivas, más delicadas en el tratamiento de
su medio. Pero, ¿cuál de las mujeres citadas es más introspectiva que Redon, más sutil y
matizada en el manejo del pigmento que Corot? ¿Es Fragonard más o menos femenino que
Madame Vigée-Lebrun? ¿Será más bien que todo el estilo rococó del siglo XVIII en
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Francia es “femenino”, si lo juzgamos en una escala binaria de “masculino” versus
“femenino”? Ciertamente, si los criterios de exquisitez, delicadeza y preciosidad deben
contarse como señales del estilo femenino, resulta que no hay nada frágil en La feria de
caballos de Rosa Bonheur, nada exquisito o introspectivo en las lonas gigantes de Helen
Frankenthaler. Si las mujeres han preferido las escenas domesticas o de niños, Jan Steen,
Chardin y los impresionistas también las prefirieron –Renoir y Monet al igual que Morisot
y Cassatt. En cualquier caso, la escogencia de un ámbito temático o la limitación a ciertos
motivos no puede equipararse a un estilo, mucho menos a algún tipo de estilo femenino
quintaesencial.
El problema no radica tanto en el concepto de algunas feministas sobre la feminidad,
sino en la falsa idea –compartida por el público en general- de qué es el arte: en la
ingenua idea de que el arte es la expresión directa y personal de la experiencia emocional
individual, una traducción de la vida personal a términos visuales. El arte casi nunca es eso;
el arte importante nunca lo es. Hacer arte implica un lenguaje formal auto-consistente, más
o menos dependiente o libre de convenciones temporalmente definidas, esquemas o
sistemas de notación, que deben ser aprendidos o resueltos ya sea por lecciones, prácticas o
un largo periodo de experimentación individual. El lenguaje del arte es encarnado en
pintura y línea en tela o papel, en piedra o barro o plástico o metal – no es un lamento ni un
susurro confidencial.
El hecho real es que no ha habido artistas femeninas supremamente importantes, hasta
donde sabemos -aunque ha habido muchas interesantes y muy buenas que siguen sin ser
suficientemente apreciadas y estudiadas-, como no ha habido grandes pianistas de jazz
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lituanos, ni jugadores de tenis esquimales, sin importar cuánto lo lamentemos. Que este sea
el caso es lamentable pero ninguna manipulación de la evidencia crítica e histórica podrá
alterar la situación; tampoco se distorsionará la historia por la acusación de chauvinismo
masculino. No hay mujeres equivalentes a Miguel Ángel o Rembrandt, Delacroix o
Cézanne, Picasso o Matisse, o en tiempos más recientes a Kooning o Warhol, como
tampoco hay negros americanos equivalentes a ellos. Si realmente hubiese grandes
cantidades de artistas femeninas “escondidas”, o si realmente debiesen usarse diferentes
estándares para el arte de las mujeres –como opuesto al de los hombres- entonces ¿por qué
pelean las feministas? Si las mujeres han alcanzado realmente el mismo estatus que los
hombres, entonces el status quo está bien como está.
Pero de hecho sabemos que las cosas como son y han sido, en las artes y cientos de otras
áreas, son ridículas, opresivas y desalentadoras para todos aquellos, las mujeres incluidas,
que no tuvieron la suerte de nacer blancos, clase media y, sobre todo, hombres. La falta no
radica en nuestra estrella, nuestras hormonas, nuestros ciclos menstruales o nuestros
espacios vacíos internos, sino en nuestras instituciones y nuestra educación –educación
entendida como inclusiva de todo lo que nos ocurre desde el momento en que llegamos a
este mundo de símbolos, signos y señales significativas. De hecho el milagro es que, dadas
las apabullantes desigualdades de las mujeres o los negros, tantos de ellos hayan logrado la
excelencia total en aquellos campos de prerrogativas para hombres blancos como lo son la
ciencia, la política y las artes.
Y es cuando pensamos seriamente en las implicaciones de la pregunta “¿por qué no ha
habido grandes artistas mujeres?” que empezamos a entender hasta qué punto ha sido
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condicionada nuestra conciencia de cómo son las cosas en el mundo –condicionada y, con
frecuencia, falsificada- por la forma en que se plantean las preguntas más importantes.
Tendemos a dar por hecho que realmente existe un problema en el Oriente Asiático, un
problema de pobreza, un problema negro y un problema femenino; pero, primero, debemos
preguntarnos quién formula estos “problemas” y, luego, qué objetivo cumplen (podemos
refrescar nuestra memoria con las connotaciones del “problema judío” de los nazis). En
nuestra época de comunicación instantánea, se formulan fácilmente “problemas” para
racionalizar la mala conciencia de aquellos en el poder: así el problema planteado por los
americanos en Vietnam y Cambodia es denominado por ellos mismos el problema del
Oriente Asiático, mientras que para los asiáticos podría ser, más realistamente, el problema
americano; el tan mencionado problema de pobreza puede ser visto por los habitantes de los
guetos urbanos o los eriales rurales como el problema de la riqueza; la misma ironía
convierte el problema blanco en el problema negro; y la misma lógica invertida aparece en
nuestra formulación del estado de cosas actual como el problema femenino.
El problema femenino, al igual que todos los problemas humanos (y la idea de denominar
“problema” a algo relacionado son seres humanos es una idea bastante reciente), no es
sensible a la “solución” ya que los problemas humanos involucran una reinterpretación de
la naturaleza de la situación o una alteración radical de postura por parte de los
“problemas” mismos. Por esto la mujer y su situación en las artes, como en otras áreas de
desempeño, no son un “problema” para ser visto a través de los ojos de la elite masculina
dominante. Las mujeres deben concebirse a sí mismas como potenciales –si no reales-
sujetos iguales y deben estar dispuestas a enfrentar la situación tal cual es, sin lástima de sí
mismas, al mismo tiempo que ven su situación con el grado de compromiso emocional e
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intelectual necesario para crear un mundo en el que la igualdad no sólo sea posible sino
activamente estimulada por las instituciones sociales.
No sería realista esperar que la mayoría de los hombres, en las artes u otras áreas,
repentinamente entendieran esto y vieran que es en su propio interés concederle igualdad
total a las mujeres, como afirman optimistamente algunas feministas, o sostener que los
hombres comprenderán muy pronto que se están disminuyendo a sí mismos al negarse
acceso a campos tradicionalmente “femeninos” y a las reacciones emocionales; al fin y al
cabo, hay pocas áreas que les estén realmente “negadas” a los hombres si el nivel de
desempeño exigido es suficientemente trascendental, responsable y bien remunerado: los
hombres que tienen una necesidad “femenina” de involucrarse con bebes y niños alcanzan
estatus como pediatras o psicólogos infantiles y tienen una enfermera (mujer) que haga el
trabajo rutinario; aquellos cuyo impulso los lleva a ser creativos en la cocina adquieren
fama como chefs; y, desde luego, los hombres que aspiran a lo que frecuentemente se ha
tachado de “intereses artísticos femeninos” se desempeñan como pintores y escultores, no
como asistentes voluntarios en museos o ceramistas de medio tiempo, como terminan
frecuentemente sus contrapartes femeninas; en cuanto al trabajo erudito ¿cuántos hombres
estarían dispuestos a cambiar su trabajo de profesores o investigadores por el trabajo
voluntario de asistente de investigación y mecanógrafa o por el de niñera o empleada
doméstica?
Quien tiene privilegios, inevitablemente se aferra a ellos, sin importar qué tan marginal sea
la ventaja, hasta que un poder superior lo obliga a doblegarse. Por esto, la cuestión de la
igualdad de las mujeres –en arte como en otros campos- no recae en la relativa
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benevolencia o maldad del hombre individual, ni en el desprecio o la confianza en sí
mismas de mujeres individuales, sino en la naturaleza de nuestras estructuras institucionales
y la visión de la realidad que ellas imponen a los seres humanos que las conforman. Tal
como lo señaló John Stuart Mill hace más de un siglo: “Todo lo que es usual parece natural.
Siendo la subordinación de la mujer al hombre una costumbre universal, cualquier
alejamiento parece innatural.”4 La mayoría de los hombres, aunque hablen de la igualdad,
son reacios a renunciar a este orden “natural” de cosas en el cual sus ventajas son inmensas;
para las mujeres, el caso se complica aún más por el hecho de que –como señaló
astutamente Mill-, a diferencia de otros grupos y castas de oprimidos, los hombres les
exigen no sólo sumisión sino también afecto incondicional; por ello las mujeres son
debilitadas por las demandas internas de la sociedad dominada por el hombre así como por
multitud de bienes materiales y comodidades: la mujer de clase media no pierde sólo las
cadenas… tiene mucho más que perder.
La pregunta ¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas? es simplemente la punta de un
iceberg de malas interpretaciones y conceptos errados; debajo reposa un gran cúmulo de
tambaleantes idées reçues sobre la naturaleza del arte y sus concomitantes situacionales,
sobre la naturaleza de las habilidades humanas en general y la excelencia en particular, y
sobre el papel del orden social en todo ello. Mientras que el “problema de la mujer” como
tal puede ser un pseudo-tema, las falsas concepciones implicadas en la pregunta ¿por qué
no ha habido grandes mujeres artistas? señalan áreas mayores de obcecación intelectual que
sobrepasan los temas específicamente políticos e ideológicos relacionados con la
subordinación de la mujer. En la base de la pregunta hay muchos supuestos ingenuos, 4 John Stuart Mill. Sobre la esclavitud de las mujeres (1869).
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distorsionados y poco críticos sobre los procesos del arte en general y del gran arte en
particular. Estos supuestos, conscientes o inconscientes, juntan estrellas tan disímiles como
Miguel Ángel y van Gogh, Rafael y Jackson Pollock bajo el calificativo de “grandes” –un
honor respaldado por el número de monografías académicas dedicadas a dichos artistas- y
el “gran artista” se concibe, desde luego, como aquel que tiene “Genio”; el Genio a su vez
es considerado como un poder atemporal y misterioso metido, de alguna forma, en la
persona del “gran artista”. Tales ideas están relacionadas con premisas meta-históricas no
cuestionadas, frecuentemente inconscientes, que hacen parecer a Hippolyte Taine y su
formulación de las dimensiones del pensamiento histórico como un modelo de
sofisticación. Pero estas suposiciones son intrínsecas a una gran cantidad de escritos
históricos sobre arte. No es por accidente que rara vez se haya investigado la pregunta
crucial sobre las condiciones generalmente productivas del gran arte, o que los intentos por
realizar la investigación de problemas tan generales, hasta hace poco, se haya rechazado
como poco erudita, demasiado amplia o dominio de alguna otra disciplina como la
sociología. Fomentar un acercamiento desapasionado, impersonal, sociológico e
institucional pondría en evidencia la sub-estructura romántica, elitista, glorificadora de egos
y productora de monografías sobre la que está basada la profesión de historiador del arte y
que solamente ha sido cuestionada recientemente por un grupo de jóvenes disidentes.
Tras la pregunta sobre la mujer artista, entonces, subyace el mito del Gran Artista –sujeto
de cientos de monografías, único y divino- que lleva en sí mismo desde su nacimiento una
esencia misteriosa llamada Genio o Talento que, al igual que el asesinato, tarde o temprano
debe salir a flote sin importar si las circunstancias son adversas.
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El aura mágica que rodea las artes figurativas y a sus creadores ha dado origen a mitos
desde el principio de los tiempos. Es interesante que las mismas habilidades mágicas
atribuidas al escultor griego Lisipo en la antigüedad –la misteriosa llamada interna en la
temprana juventud, la ausencia de maestros aparte de la Naturaleza- sea repetida en el siglo
XIX por Max Buchon en su biografía de Courbet. Los poderes supernaturales del artista
como imitador, su control de poderes inmensos y tal vez peligrosos, han funcionado
históricamente para situarlo aparte de todos como un creador divino, uno que crea a partir
de la nada. El cuento del descubrimiento del Niño Maravilla -usualmente oculto tras un
humilde pastor- por un artista mayor o un mecenas perspicaz ha estado en el repertorio de
la mitología artística desde que Vasari inmortalizó al joven Giotto, descubierto por el gran
Cimabue mientras cuidaba sus rebaños y pintaba ovejas en las piedras; Cimabue vencido de
admiración por el realismo del dibujo, invitó al niño a ser su aprendiz.5 Por alguna extraña
coincidencia, artistas posteriores como Beccafumi, Andrea Sansovino, Andrea del
Castagno, Mantegna, Zurbarán y Goya, todos fueron descubiertos en similares
circunstancias de pastoreo. Aun cuando el joven Gran Artista no tenía la fortuna de
aparecer equipado con un gran rebaño de ovejas, su talento siempre se manifiesta muy
temprano en la vida y sin ningún incentivo externo: sobre Filippo Lippi, Poussin, Courbet y
Monet se nos ha informado que dibujaban caricaturas en los márgenes de sus cuadernos
escolares en vez de estudiar las materias requeridas –desde luego, nunca hemos oído sobre
los jóvenes que descuidaban sus estudios para dibujar en sus cuadernos pero nunca llegaron
a ser más que vendedores de zapatos o funcionarios de almacenes de cadena. Miguel Ángel
5 Una comparación con el mito paralelo de la mujer, la historia de Cenicienta, es reveladora: Cenicienta asciende de estatus con base en un atributo pasivo, “de objeto sexual”, -los pies pequeños- mientras que el niño maravilla siempre se revela por sus logros activos. Para un estudio a fondo de los mitos sobre artistas, véase Ernst Kris y Otto Kurz, Die Legende vom Künstler: Ein Geschichtlicher Versuch, Viena, 1934.
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mismo, según su biógrafo y alumno Vasari, se dedicó más a dibujar que a estudiar en su
infancia. Vasari informa que su talento era tan sobresaliente que cuando su maestro,
Ghirlandaio, se ausentó momentáneamente de su trabajo en Santa María Novella, el joven
estudiante aprovecho la oportunidad para dibujar “el andamiaje, los caballetes, los botes de
pintura, las brochas y a los aprendices en su oficio” y, lo hizo tan hábilmente, que al
retornar el maestro sólo pudo exclamar: “Este muchacho sabe más que yo.”
Como suele suceder, estas historias, que probablemente encierran algo de verdad, tienden a
reflejar y perpetuar las actitudes que subsumen. Aun cuando están basados en hechos, estos
mitos sobre las tempranas manifestaciones del genio son engañosos. Por ejemplo, es cierto
que el joven Picasso pasó los exámenes de admisión de las academias de arte de Barcelona
y Madrid a los quince años en un solo día, una proeza de tal dificultad que la mayoría de los
candidatos requerían un mes de preparación para ella. Sin embargo, me gustaría oír más
sobre otros candidatos precoces de las academias de arte que, a pesar de todo, luego sólo
llegaron a ser mediocres artistas o completos fracasos –pero los historiadores del arte no se
interesan en ellos- o estudiar con mayor detalle el papel desempeñado por el papá de
Picasso, profesor de arte, en la precocidad pictórica de su hijo. ¿Qué habría pasado si
Picasso hubiera sido niña? ¿Le habría puesto la misma atención el señor Ruiz? ¿Le habría
estimulado tanto la ambición a la pequeña Pablita?
Lo que se resalta en todas estas historias es la naturaleza aparentemente milagrosa,
indeterminada y asocial del conocimiento artístico; esta concepción semi-religiosa del papel
del artista es elevada a hagiografía en el siglo XIX cuando la tendencia de los historiadores
del arte, críticos e inclusive algunos artistas fue elevar la creación artística hasta hacerla una
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religión sustituta, el último baluarte de los valores en un mundo materialista. El artista, en
las leyendas del siglo XIX, lucha contra la oposición de padres y sociedad, sufre las hondas
y flechas del oprobio social como cualquier mártir cristiano y, finalmente, triunfa contra
todas las posibilidades –generalmente después de morir- porque de su interior irradia esa
esencia misteriosa y sagrada: el Genio. Ahí está van Gogh, el loco, produciendo girasoles a
pesar de los ataques epilépticos y el hambre; Cezanne, enfrentando el rechazo paterno y el
desprecio público para revolucionar la pintura; Gauguin despreciando la respetabilidad y
seguridad financiera con un gesto para seguir el llamado del trópico; Toulouse-Lautrec,
enano, tullido y alcohólico, sacrificando su título aristócrata en favor del ambiente sórdido
que le inspiraba.
Hoy en día ningún historiador del arte serio toma tales cuentos de hadas en sentido literal.
Aún así, son este tipo de mitos sobre el logro artístico los que forman los supuestos
inconscientes e indiscutidos de los eruditos, sin importar qué tanto provenga de la
influencia social, las ideas de la época, las crisis económicas, etc. Tras las investigaciones
más sofisticadas sobre los grandes artistas –más específicamente, la monografía histórica
del arte, que acepta la noción del gran artista como fundamento y las estructuras sociales e
institucionales en las que se desarrolló como “influencias” secundarias o trasfondo- se
esconde la teoría estrella del genio y el concepto del logro individual. Basados en esto, la
falta de logros sobresalientes por parte de las mujeres en el campo del arte se puede
formular como un silogismo: Si las mujeres tuvieran el Genio, este se revelaría; nunca se ha
revelado; por tanto, las mujeres no tienen Genio artístico. Si Giotto, el humilde pastor de
ovejas, y van Gogh con sus ataques pudieron lograrlo ¿por qué las mujeres no?
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A pesar de todo, cuando abandonamos el mundo de los cuentos de hadas y las profecías y
nos concentramos desapasionadamente en las situaciones reales en las que ha existido una
producción artística importante, en el ámbito amplio de sus estructuras sociales e
institucionales a lo largo de la historia, descubrimos que las preguntas relevantes para el
historiador se plantean de otra forma. Se podría preguntar, por ejemplo, ¿de cuáles clases
sociales provenían –con mayor probabilidad- los artistas de una determinada época de la
historia del arte, de qué castas y subgrupos? ¿Qué proporción de pintores y escultores
provenían de familias en las que los padres u otros parientes cercanos eran pintores,
escultores o se dedicaban a profesiones relacionadas? Como lo señala Nikolaus Pevsner en
su discusión de la Academia Francesa de los siglos XVII y XVIII, la transmisión de la
profesión artística de padre a hijo era considerada algo obvio (como sucedió con Coypels,
los Coustous, los Van Loos, etc.) y, de hecho, los hijos de los académicos estaban exentos
del pago de los costos de las lecciones. A pesar del notorio y dramáticamente satisfactorio
caso de los grandes révoltés rechazadores del padre en el siglo XIX, podríamos estar
obligados a admitir que una gran proporción de artistas, grandes y no tan grandes, de la
época en que era normal que heredaran la profesión del padre, era hijos de padres artistas.
Entre los artistas más importantes, los primeros que vienen a la mente son Holbein y
Durero, Rafael y Bernini; aun en nuestra época se pueden citar los nombres de Picasso,
Calder, Giacometti y Wyeth como miembros de familias de artistas.
En cuanto a la relación entre clase social y ocupación artística, un interesante paradigma
para la pregunta ¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas? podría resultar de
preguntarnos ¿por qué no ha habido grandes artistas de la aristocracia? Es difícil pensar,
antes del siglo XIX al menos, en ningún artista que proviniese de una clase más elevada
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que la alta burguesía; aún en el siglo XIX, Degas pertenecía a la baja nobleza –algo más
cerca de la alta burguesía que de la nobleza verdadera- y solamente Toulouse-Lautrec,
metamorfoseado al rango de los marginados por una deformidad accidental, puede
considerarse como miembro de lo más encumbrado de las clases altas. Mientras que la
aristocracia ha sido siempre el mayor proveedor de públicos y mecenas para el arte – como
sigue sucediendo en nuestros tiempos democráticos a manos de la aristocracia del dinero-,
ha contribuido muy poco a la creación artística más allá de uno que otro ejemplo de
aficionado, a pesar del hecho de ser quienes han tenido las mejores ventajas en la educación
(como muchas mujeres también), la mayor disponibilidad de tiempo y, al igual que las
mujeres, el apoyo e incentivo para que cultivaran las artes y se convirtieran incluso en
aficionados respetables –tal como la prima de Napoleón III, la princesa Matilda, quien
exhibía en los Salones oficiales, o la Reina Victoria quien junto con el príncipe Alberto
estudiaba arte con Landseer. ¿Podría ser que la estrella del Genio está ausente en la
aristocracia al igual que en la psique femenina? ¿O será, más que un problema de genio y
talento, que el tipo de exigencias y expectativas planteadas tanto a los aristócratas como a
las mujeres –el tiempo que tienen que dedicar a actos sociales, las actividades en que deben
sobresalir- excluía la opción de dedicarse total y profesionalmente a la producción artística
en el caso de los hombres de la clase alta y las mujeres en general?
Cuando se hagan las preguntas correctas sobre las condiciones para producir arte, en el cual
el gran arte es un sub-tópico, necesariamente habrá alguna discusión sobre los
concomitantes situacionales de la inteligencia y el talento en general, no solamente del
genio artístico. Piaget y otros han recalcado en sus epistemologías que, en el desarrollo de
la razón y la imaginación en los niños, la inteligencia –o lo que nos gusta llamar genio- es
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una actividad dinámica y no una esencia estática, una actividad de un sujeto en una
situación. De acuerdo con las investigaciones sobre el desarrollo del niño estas habilidades,
o esta inteligencia, se van construyendo minuciosamente, paso a paso desde la infancia, y
los patrones de adaptación-acomodación pueden quedar establecidos tan tempranamente en
el sujeto-en-un-ambiente que pueden parecer innatos al observador no experto. Dichas
investigaciones implican que, aun sin tener en cuenta los argumentos meta-históricos, los
eruditos tendrán que abandonar la noción –articulada consciente o inconscientemente- del
genio individual como algo innato y central para la creación de arte.6
La pregunta “¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas?” nos ha llevado a la
conclusión, hasta ahora, de que el arte no es una actividad libre y autónoma de un individuo
superdotado, “influenciado” por artistas anteriores y más vaga y superficialmente, por
“fuerzas sociales”. Más bien, la situación total del hecho artístico, tanto en términos de
desarrollo del artista como de la naturaleza y calidad de la obra de arte misma, se da en una
situación social, es parte integral de esa estructura social, y está mediada y determinada por
instituciones sociales específicas y definidas, ya sean academias de arte, mecenazgos, mitos
del creador divino, el artista como machote o marginado social.
LA CUESTIÓN DEL DESNUDO
Podemos acercarnos ahora a la pregunta desde una posición más razonable, ya que parece
probable que la causa de la ausencia de grandes mujeres artistas se deba no a la naturaleza 6 Las tendencias contemporáneas –earthworks, arte conceptual, arte como información, etc.- se alejan de este énfasis en el genio individual y sus productos comerciables: en historia del arte, Harrison y Cynthia White en Canvases and Careers: Institutional Change in the French Painting World, Nueva York, 1965 abren una nueva perspectiva a la investigación como lo había hecho Nikolaus Pevsner en su Academies of Arts en 1940. Ernst Gombrich y Pierre Francastel, a su manera cada uno, siempre han tendido a ver el arte y los artistas como parte de la situación total más que aislados del mundo.
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del genio individual o a la falta de este, sino a la naturaleza de unas determinadas
instituciones sociales y a aquello que éstas prohíben o promueven en las diferentes clases o
grupos de individuos. Examinemos primero un tema simple pero crítico: la posibilidad de
acceder a un modelo desnudo por parte de las aspirantes a artista en el periodo
comprendido entre el Renacimiento y fines del siglo XIX, un periodo en el que era esencial
en el aprendizaje de cualquier artista joven el estudio prolongado y cuidadoso del modelo
desnudo para la producción de cualquier obra que tuviese pretensiones de grandeza y para
la esencia de la Pintura Histórica, generalmente aceptada como la más alta categoría
artística. De hecho, los grandes defensores de la pintura tradicional del siglo XIX afirmaban
que no podía haber gran pintura con figuras vestidas, ya que el vestido inevitablemente
destrozaba tanto la universalidad temporal como la idealización clásica requerida por las
grandes obras de arte. No es necesario decir que la parte central del programa de las
academias, desde sus comienzos a finales del siglo XVI y principios del XVII, era el dibujo
en vivo del desnudo, generalmente masculino. Además, grupos de artistas y sus aprendices
se reunían a menudo en sesiones privadas de dibujo de desnudo en sus talleres. Mientras los
artistas y academias privadas comúnmente empleaban modelos femeninos, el desnudo
femenino era prohibido en casi todas las escuelas de arte públicas hasta l850 y más tarde —
situación que Pevsner llegó a calificar como «difícil de creer”.7 Más creíble,
desafortunadamente, era la completa imposibilidad para las aspirantes a artista de acceder a
ningún modelo desnudo, masculino o femenino. Hasta 1893 las mujeres no fueron
7 Las modelos femeninas aparecieron en las clases al natural en Berlin en 1875, en Estocolmo en 1839, en Nápoles en 1870 y en el Royal College of Art de Londres después de 1875. Las modelos de la Academia de Bellas Artes de Pennsylvania usaron mascaras para esconder su identidad hasta 1866 –como lo confirma un carboncillo de Thomas Eakins- o más tarde.
19
admitidas en las clases de dibujo del natural de la Real Academia de Londres, e incluso
después, el modelo debía estar “parcialmente vestido”.8
Una breve revisión de representaciones de clases de dibujo al natural revela: una clientela
totalmente masculina dibujando desnudo femenino en el estudio de Rembrandt; hombres
trabajando a partir de un desnudo masculino en representaciones de clases académicas en
La Haya y Viena; hombres trabajando a partir de un desnudo masculino sentado, en la
pintura de Boilly del interior del estudio de Houdon a principios del siglo XIX. La obra
realista de Leon-Mathieu Cochereau, Interior del estudio de David -expuesta en el Salón de
1814-, muestra un grupo de hombres jóvenes dibujando o pintando un modelo desnudo
masculino cuyos zapatos pueden verse frente a la tarima.
La gran cantidad de dibujos de “academia” -detallados estudios de desnudo- que han
sobrevivido de la obra de juventud de artistas de la época de Seurat y hasta bien entrado el
siglo XX, confirman la gran importancia de esta rama de estudio en el aprendizaje y
desarrollo del principiante talentoso. El programa académico formal normalmente se
desarrollaba a partir de la copia de dibujos y grabados, para pasar al dibujo de
reproducciones de esculturas famosas y, finalmente, al dibujo del modelo vivo. Estar
privado de esta última etapa del entrenamiento significaba, para todos los efectos, estar
privado de la posibilidad de crear grandes obras de arte, a menos que fuera una dama
realmente dotada de genio o, simplemente -como casi todas las mujeres que intentaban ser
pintoras-, se restringiesen a las áreas “menores”: retrato, género, paisaje o naturaleza
8 Nikolaus Pevsner, Academies of Art, Past and Present. Cambridge, 1940, p. 231.
20
muerta. Es como si los estudiantes de medicina estuviesen privados de la posibilidad de
hacer disecciones o examinar el cuerpo humano.
No existen, que yo sepa, representaciones históricas de artistas dibujando modelo desnudo
que incluyan mujeres, aparte de la propia modelo. Una cuestión interesante para el tema de
lo apropiado: es correcto para una mujer (de clase baja, desde luego) aparecer desnuda-
como-objeto frente a un grupo de hombres, pero le está prohibido participar en el estudio y
hacer un registro del hombre-desnudo-como-objeto o, incluso, el de una mujer. Un ejemplo
divertido del tabú de confrontar a una mujer vestida con un hombre desnudo se encuentra
en un retrato de grupo de los miembros de la Real Academia en 1772, realizado por
Zofanni. Reunidos en el taller de modelo natural, delante de dos modelos desnudos
masculinos, están todos los distinguidos miembros de la academia… Todos, excepto el
único miembro femenino -la renombrada Angélica Kauffmann- quien, en consideración a la
propiedad, está presente únicamente como efigie en un retrato que cuelga de una de las
paredes. Un dibujo algo anterior del artista polaco Daniel Chodowiecki, Damas en el
estudio, muestra a las damas retratando a una modelo modestamente vestida. En una
litografía de la época relativamente liberal que siguió a la Revolución Francesa, el litógrafo
Marlet representa a algunas mujeres realizando apuntes entre un grupo de estudiantes a
partir de un modelo masculino, pero el modelo ha sido castamente protegido con algo
parecido a un vestido de baño, una prenda difícilmente propicia al sentido de elevación
clásico; sin duda, dicha licencia era considerada como un atrevimiento en su día y las
jóvenes damas como sospechosas de moral dudosa, pero incluso esta situación algo más
liberal parece haber durado poco tiempo. En una imagen estereoscópica inglesa del interior
de un estudio en 1865, el modelo barbado masculino que aparece de pie está tan cubierto de
21
ropajes que ni un atisbo de su anatomía escapa de su discreta toga, excepto un hombro y el
brazo: aún así, el modelo tiene la discreción de apartar sus ojos en presencia de las jóvenes
dibujantes vestidas de crinolinas.
A las mujeres en las clases femeninas de modelado en la academia de Pennsilvania no se
les permitía, evidentemente, ni este modesto privilegio. Una fotografía de Thomas Eakins
alrededor de 1885 muestra a estas estudiantes modelando a partir de una vaca (¿toro?
¿buey?, las regiones inferiores están oscurecidas en la fotografía), una vaca desnuda con
toda seguridad, quizá una atrevida libertad cuando se tiene en cuenta que durante esta época
hasta la pata del piano debía ser escondidas bajo pantalettes. (La idea de introducir un
modelo bovino en el estudio del artista surge de Courbet, quien llevó un toro a su academia
en la década de 1860). Sólo a finales del siglo XIX, en la atmósfera relativamente liberal y
abierta del estudio y el círculo de Repín en Rusia, encontramos representaciones de mujeres
artistas trabajando desinhibidamente a partir de un desnudo femenino, en compañía de
hombres. Incluso en este caso, debemos señalar que algunas fotografías representan la
reunión de un grupo privado de dibujantes en la casa de una de las artistas; en otra, el
modelo está cubierto; y, el retrato de grupo, realizado por dos mujeres y dos hombres
estudiantes de Repin, es una reunión imaginaria de todos los discípulos del realismo ruso,
pasados y presentes, no una imagen real del estudio.
He tratado en detalle la cuestión de la posibilidad de acceder al modelo desnudo, un aspecto
más de la discriminación automática e institucionalizada contra la mujer, para demostrar
tanto la universalidad de esta discriminación y sus consecuencias, como la naturaleza
institucional -más que individual- de una de las muchas facetas necesarias en el estudio
22
para adquirir la habilidad mínima, más que grandeza, en la ámbito del arte. Se podrían
examinar igualmente otras dimensiones de la situación tales como el sistema de
aprendizaje, el modelo educacional de la academia el cual -en Francia específicamente- era
casi el único camino al éxito. Este modelo tenía un desarrollo regular y concursos
programados, encabezados por el Premio de Roma, que permitía al joven ganador trabajar
en la Academia Francesa en esa ciudad –algo impensable para las mujeres, por supuesto- y
en el cual las mujeres no pudieron participar hasta finales del siglo XIX, cuando ya todo el
sistema académico había perdido su importancia. Parece claro, tomando como ejemplo a
Francia en el siglo XIX (un país que probablemente tenía una proporción mayor de artistas
mujeres que cualquier otro, tomando el porcentaje del número total de artistas que
expusieron en el Salón), que “las mujeres no eran aceptadas como pintoras profesionales”.9
A mediados del siglo, las mujeres eran sólo un tercio del total de los artistas pero incluso
esta medianamente alentadora estadística es engañosa cuando descubrimos que, de este
número relativamente escaso, ninguna había llegado al último escalón en el ascenso hacia
el éxito artístico, la Escuela de Bellas Artes; sólo un 7 % había recibido un comisión oficial
o había tenido un cargo oficial -y esto incluye los trabajos más serviles; sólo un 7% había
recibido alguna medalla del Salón y ninguna recibió nunca la Legión de Honor. Carentes de
estímulo, facilidades educativas y premios, es casi increíble que un porcentaje de mujeres
perseverara e intentase ser artista profesional.
Todo ello hace evidente el por qué las mujeres fueron capaces de competir en términos
bastante más igualitarios con los hombres —llegando incluso a ser innovadoras— en
literatura. Mientras el quehacer artístico ha requerido tradicionalmente el aprendizaje de 9 H. y C. White. Op Cit., p. 51.
23
técnicas y habilidades específicas, en una secuencia determinada y en un ambiente
institucional fuera de casa, así como llegar a familiarizarse con un vocabulario específico
de la iconografía y los temas, el poeta o el novelista no tenían estas exigencias. Cualquiera,
incluso una mujer, debe aprender el idioma, puede aprender a leer y escribir, y puede
confiar sus experiencias personales al papel, todo ello en la privacidad de la propia
habitación. Esto, naturalmente, es una simplificación excesiva de las dificultades reales y
las complejidades involucradas en la creación de buena y gran literatura, hecha tanto por
hombres como por mujeres, pero nos da una pista para entender la existencia de una Emily
Brónte o una Emily Dickinson y la inexistencia de sus contrapartes en las artes visuales, al
menos hasta hace muy poco.
Por supuesto no hemos llegado a abordar los requisitos complementarios para los grandes
artistas, que probablemente estarían –la mayoría- psicológica y socialmente vetados a la
mujer, incluso si hipotéticamente hubieran podido alcanzar la grandeza requerida en el
desarrollo de su trabajo: en el Renacimiento y posteriormente, el gran artista, además de
participar en los asuntos de la academia, podía intimar con miembros de los círculos
humanistas con los cuales podía intercambiar ideas, establecer relaciones beneficiosas con
mecenas, viajar extensa y libremente, hacer política e intrigar; tampoco hemos mencionado
la perspicacia y habilidad organizativa que requería dirigir un gran estudio como el de
Rubens. Era necesaria una gran confianza en sí mismo y un extenso conocimiento
mundano, así como una sentido natural del dominio y poder, para ser un gran chef d’école,
tanto para llevar a cabo el producto final de la producción pictórica, como para el control e
instrucción de la gran cantidad de asistentes y aprendices.
24
LA REALIZACION DE LA MUJER
En contraste con la dedicación exigida del chef d’école, podemos contemplar la imagen de
la “dama pintora” establecida por los libros de etiqueta del siglo XIX y reforzada por la
literatura de la época. Es precisamente la insistencia en que, para una joven bien criada, un
nivel aficionado, modesto, hábil y auto-degradante, es un “logro apropiado” ya que
naturalmente querrá dedicar la mayor atención al bienestar de otros –familia y esposo; es
esta insistencia la que primaba en la época, y aun hoy en día, e impide cualquier verdadero
logro por parte de las mujeres. Es esta insistencia la que transforma cualquier compromiso
serio en excesos frívolos o terapia ocupacional y, hoy en día más que nunca, en baluartes
suburbanos de la mística femenina, y distorsiona totalmente la noción de lo que es el arte y
el papel social que juega. En la muy popular obra de la señora Ellis, The Family Monitor
and Domestic Guide, publicada en la primera mitad del siglo XIX, se prevenía a las
mujeres para que no cayesen en la trampa de tratar de sobresalir en un campo:
No se debe suponer que la autora defiende, como algo esencial para la
mujer, ningún nivel extraordinario de logro intelectual, especialmente si
está confinado a un área específica de estudio. “Me gustaría sobresalir en
algo” es una expresión frecuente y, hasta cierto punto, loable pero ¿de
dónde surge y qué busca? Ser capaz de hacer muchas cosas medianamente
bien es infinitamente más valioso para una mujer que sobresalir en una sola.
La primera opción hace de ella alguien útil en general; la segunda le
permitirá brillar por una hora. Siendo apta y medianamente hábil en todo
podrá llevar cualquier situación de la vida fácil y dignamente –dedicando su
tiempo a lograr la excelencia en un campo, permanecerá incapacitada para
todas las demás.
El ingenio, el saber y los conocimientos son deseables en la medida en que
favorezcan la excelencia moral de la mujer, no más. Todo aquello que
ocupe su mente y excluya cosas mejores, todo aquello que la involucre en
25
los laberintos de la adulación, todo aquello que aleje sus pensamientos de
los demás y los centre en ella misma, debe ser evitado como algo maligno,
sin importar que tan brillante y atractivo sea.10
Antes de sentirnos tentados a reír, refresquemos nuestra memoria con ejemplos más
recientes del mismo mensaje, citados ya sea en Femenine Mystique de Betty Friedan o en
ejemplares recientes de revistas femeninas.
Los consejos suenan familiares: apoyados en un poco de teoría freudiana y algunas
muletillas de las ciencias sociales sobre la personalidad integral, la preparación de la mujer
para su carrera principal –el matrimonio- y el carácter poco femenino del compromiso
profundo con un trabajo y no con el sexo, los consejos siguen siendo los mismos. Dicha
visión protege a los hombres de la indeseada competencia en sus “serias actividades
profesionales” y les garantiza una “asistencia integral” en el hogar, de tal manera que
puedan tener sexo y familia además de realizarse en el campo de sus talentos.
En relación a la pintura específicamente, la señora Ellis considera que tiene una ventaja
inmediata para la joven con respecto a su rival, la música: es silenciosa y no molesta a nadie
(esta virtud, desde luego, no aplica para la escultura, pero el dominio del martillo y cincel
nunca es contemplado como una actividad apropiada para el sexo débil); adicionalmente,
Ellis afirma “[pintar] es un oficio que distrae la mente de muchas preocupaciones… La
pintura es, entre todas las ocupaciones, la mejor calculada para alejar la mente de la
obsesión con uno mismo y para mantener esa alegría que es parte de las obligaciones
10 Mrs. Ellis, The Daughters of England: Their Position in Society, Character and Responsibilities (1844) en The Family Monitor, Nueva York, 1844, p. 35.
26
sociales y domésticas… También puede dejarse y retomarse, según las circunstancias o los
deseos del momento, sin consecuencias serias.”11 Una vez más, antes de que creamos que
en los últimos 100 años hemos progresado mucho, cito el comentario de un brillante doctor
que, cuando la conversación recayó en su esposa y sus amigas aficionadas al arte, gruñó:
“Bueno, por lo menos las mantiene alejadas de problemas.” Ahora, al igual que en el siglo
XIX, la afición sin compromiso real, el snobismo y el énfasis en el carácter chic de sus
hobbies, hace que las mujeres sigan alimentando el desprecio de los hombres profesionales
y exitosos que están involucrados en “verdaderos” trabajos y pueden, con algo de justicia,
acusar a sus mujeres de falta de seriedad en sus actividades artísticas. Para estos hombres,
el “verdadero” trabajo de la mujer es aquel que directa o indirectamente sirve a la familia;
cualquier otra ocupación cae bajo la categoría de diversión, egoísmo, egolatría o, en el
extremo no mencionado, castración. Es un círculo vicioso en el cual el filisteísmo y la
frivolidad se alimentan mutuamente.
En la literatura, como en la vida, aun si el compromiso de la mujer con el arte era serio, se
esperaba que abandonara la carrera y su compromiso a favor del amor y el matrimonio: esta
lección sigue inculcándosele a las niñas hoy en día, directa o indirectamente, desde el
momento en que nacen. Inclusive la dedicada heroína de Olivia, la novela de mediados del
siglo XIX sobre una artista exitosa, una mujer joven que vive sola, busca la fama y la
independencia y logra mantenerse con su arte –comportamiento nada femenino que sólo
logra excusarse por que la protagonista es lisiada y automáticamente se descarta la
posibilidad de matrimonio- sucumbe finalmente a los ataques del amor y el matrimonio.
Como lo deja claro Patricia Thomson en The Victorian Heroine, la autora, Mrs. Craik, 11 Ibid. pp.38-39.
27
habiendo disparado la flecha en el curso de la novela, se contenta finalmente con dejar que
su heroína –cuya grandeza es indudable para el lector- se sumerja en el matrimonio: “Sobre
Olivia, la señora Craik comenta sin perturbarse que la influencia de su marido privará a la
Academia Escocesa de ‘quien sabe cuantas obras maestras.’”12 Antes, al igual que ahora a
pesar de la mayor “tolerancia” de los hombres, la opción de la mujer parece ser el
matrimonio o una carrera; o sea, la soledad y el éxito o sexo y compañía sin una profesión.
Es un hecho que el éxito en el campo del arte, como en cualquier otro, exige lucha y
sacrificio; también es un hecho que esto ha sido así desde la segunda mitad del siglo XIX,
cuando las instituciones tradicionales de apoyo a las artes y el mecenazgo dejaron de
cumplir esta labor. Delacroix, Courbet, Degas, van Gogh y Toulouse-Lautrec son ejemplos
de grandes artistas que abandonaron las distracciones y obligaciones de la vida en familia
para dedicarse totalmente a sus carreras artísticas. Sin embargo, a ninguno de ellos se le
negó automáticamente los placeres del sexo y la compañía por causa de esta escogencia.
Tampoco se les ocurrió a ellos que hubiesen sacrificado su hombría o su rol sexual al tomar
la decisión de dedicarse totalmente a la búsqueda del éxito profesional. Pero, si el ejemplo
fuese una mujer artista, se le adjudicarían mil años de culpas, dudas y objecthood para
acrecentar las dificultades inherentes a ser artista en el mundo moderno.
En Nameless and Friendless (1857) (Fig. 9, Capítulo 1) de Emily Mary Osborn, el aura
inconsciente de excitación que surge de la representación visual de una aspirante a artista a
mediados del siglo XIX, un lienzo que representa a una joven pobre pero respetable
esperando nerviosamente el dictamen de un comprador de arte sobre su obra mientras dos 12 Patricia Thomson, The Victorian Heroine: A Changing Ideal. Londres, 1956, p. 77.
28
“amantes del arte” miran, no es tan diferente en los supuestos esenciales de obras como el
Debut de la modelo de Bompard. El tema de ambas obras es la inocencia, la deliciosa
inocencia femenina, expuesta ante el mundo. El verdadero sujeto de la pintura de Osborn es
la encantadora vulnerabilidad de la artista -y de la ingenua modelo en Bompard- no el valor
de su obra o su orgullo por haberla creado: como siempre, la cuestión aquí es sexual más
que seria. El lema de la joven aspirante a artista en el siglo XIX podría ser “siempre
modelo, nunca artista”.
EXITOS
¿Pero qué pasa con la pequeña banda de mujeres heroicas, de todas las épocas, que a pesar
de los obstáculos han logrado sobresalir, aunque no con la grandeza de un Miguel Ángel, un
Rembrandt o un Picasso? ¿Hay algunas cualidades que se pueda afirmar las han
caracterizado como grupo o individuos? Aunque no puedo tratar el tema en detalle en este
artículo, puedo señalar algunas características sorprendentes de las artistas en general:
todas, casi sin excepción, era hijas de padre artista o –en los siglos XIX y XX- tenían una
conexión personal muy cercana con una personalidad artística masculina fuerte y
dominante. Esta característica no es, desde luego, inusual en los hombres artistas como ya
hemos visto, sin embargo en sus contrapartes femeninas es cierta casi sin excepción, al
menos hasta hace poco tiempo. Desde la legendaria escultora Sabina von Steinbach, en el
siglo XIII, quien según la tradición local es la responsable del portal sur de la Catedral de
Estrasburgo, hasta Rosa Bonheur la pintora de animales más famosa del siglo XIX, e
incluyendo artistas eminentes como Marietta Robusti, hija de Tintoreto, Lavinia Fontana,
Artemisia Gentileschi, Elizabeth Chéron, Mme. Vigée-Lebrun y Angelica Kauffmann, todas
sin excepción eran hijas de artistas; en el siglo XIX, Berthe Morisot estaba asociada con
29
Manet –luego se casó con su hermano-, y Mary Cassatt se apoyó para buena parte de su
obra en el estilo de su buen amigo Degas. En la segunda mitad del siglo XIX, la ruptura de
los lazos tradicionales y el rechazo de las prácticas establecidas, que permitió a los artistas
tomar caminos muy diferentes a los de sus padres, permitió también a las mujeres, con
dificultades mayores seguramente, comenzar a trabajar por sí mismas. Muchas de las
artistas más recientes, como Suzanne Valadon, Paula Modersohn-Becker, Käthe Kollwitz o
Louise Nevelson, provienen de medios no artísticos, si bien muchas mujeres artistas
contemporáneas se han casado con artistas.
Sería interesante investigar el papel jugado por padres benignos, si no abiertamente
favorables, en la formación de las mujeres artistas: tanto Käthe Kollwitz como Barbara
Hepworth hacen referencia a la influencia de sus padres, colaboradores y siempre
alentándolas, en sus carreras artísticas. En ausencia de una investigación a fondo del tema,
sólo podemos reunir datos sueltos sobre la presencia o ausencia de rebeliones contra la
autoridad de los padres en las mujeres artistas y sobre la posibilidad de que sean más o
menos rebeldes ellas que sus contrapartes masculinas o viceversa. Sin embargo, una cosa
está clara: para que una mujer opte por una profesión, más aun si la carrera es arte, se ha
requerido una cierta cantidad de originalidad, tanto en el pasado como en el presente; si la
mujer artista se rebela o aún si recibe apoyo en la familia, debe en todo caso tener una veta
rebelde fuerte para hacerse camino en el mundo del arte y no someterse al rol social de
esposa y madre, el único rol que se le asignará automáticamente. Las mujeres han logrado
tener éxito en el mundo artístico sólo adoptando los atributos “masculinos” de resolución,
concentración, tenacidad y absorción en las ideas y técnicas por sí mismas.
30
ROSA BONHEUR
Resulta instructivo examinar en detalle a una de las más exitosas y sobresalientes pintoras
de todos los tiempos, Rosa Bonheur (1822 – 1899), cuyo trabajo –a pesar de los estragos
causados en su estimación por los cambios de gusto y una real falta de variedad- sigue
representando un logro impresionante para cualquier interesado en el arte del siglo XIX y en
la historia del gusto en general. Rosa Bonheur es una artista en quien, en parte debido a su
reputación, se destacan todos los conflictos, todas las contradicciones internas y externas, y
las luchas típicas de su sexo y profesión.
El éxito de Rosa Bonheur establece firmemente el papel de las instituciones y del cambio
institucional como una causa necesaria para el éxito artístico. Podemos afirmar que Bonheur
escogió una época afortunada para ser artista si iba a tener, al mismo tiempo, la desventaja
de ser mujer: comenzó a trabajar a mediados del siglo XIX, un momento en el cual la lucha
entre la tradicional pintura histórica y la menos pretenciosa pintura de género, paisaje y
naturaleza muerta había sido ya ganada por ésta última. Estaba en proceso un cambio
radical en el apoyo institucional y social del arte: con el ascenso de la burguesía y la caída
de la aristocracia culta, las pinturas pequeñas, sobre temas del día a día –más que las
grandiosas escenas mitológicas y religiosas- estaban en pleno apogeo. Citando a los White:
“Puede haber trescientos museos provinciales, puede haber comisiones gubernamentales
para trabajos públicos pero, el único destino pagado para la inmensa producción de cuadros,
son las casas de la burguesía. La pintura histórica no lucía bien, y nunca lo haría, en los
salones de la clase media; las formas “menores” del arte representativo –género, paisaje y
31
naturaleza muerta- si.”13 En la Francia de mediados del XIX, como en Holanda en el siglo
XVII, los artistas tenían la tendencia a tratar de lograr algún tipo de seguridad en el
inestable mercado especializándose, haciendo su carrera en un tema específico: la pintura de
animales era muy popular, como lo anotan los White, y Rosa Bonheur era sin duda alguna
su representante más sobresaliente y exitosa, seguida en popularidad solamente por Troyon,
miembro del grupo de Barbizon (quien, en un momento dado, no alcanzaba a cumplir con
los pedidos de cuadros de vacas y tuvo que contratar un ayudante que pintara los fondos). El
ascenso de Rosa Bonheur a la fama acompañó el de los paisajistas de Barbizon, todos
apoyados por los Durand-Ruels, astutos comerciantes que luego se dedicaron a los
Impresionistas. Los Durand-Ruels fueron de los primeros comerciantes que aprovecharon
el creciente mercado de la decoración móvil para la clase media. El naturalismo y la
habilidad de Rosa Bonheur para captar la individualidad –el “alma”- de cada uno de los
animales que pintaba, coincidían con el gusto burgués de la época. La misma combinación
de cualidades, con una mayor dosis de sentimentalismo y falacia patética, aseguraron el
éxito de su contemporáneo Landseer en Inglaterra.
Hija de un maestro de pintura venido a menos, Rosa Bonheur dejó ver su interés en el arte
desde muy temprano; al mismo tiempo, exhibía una independencia de espíritu y una libertad
en sus costumbres que inmediatamente le ganaron fama de hombruna. Según sus
narraciones posteriores, su “protesta masculina” se inició muy joven; hasta qué punto
cualquier demostración de persistencia, terquedad y vigor era considerada “masculina” en
la primera mitad del siglo XIX, es algo que no sabemos. La actitud de Rosa hacia su padre
es algo ambigua: aunque era consciente de su influencia al dirigirla hacia lo que sería el 13 H. y C. White. Op. Cit. p. 91.
32
trabajo de su vida, sin duda alguna resentía el tratamiento desconsiderado que daba a su
muy querida madre y, en sus recuerdos, se burla de forma afectuosa de su extraño idealismo
social. Raimond Bonheur había sido miembro activo de la breve comunidad de Saint-
Simon, establecida en la década de 1830 por “El padre” Enfantin en Mènilmontant. Aunque
en años posteriores Rosa se burlaba de algunas de las excentricidades de los miembros de la
comunidad y desaprobaba del exceso de trabajo que representaba para su madre el
apostolado de Raimond, no hay duda que sus preceptos sobre la igualdad de la mujer -
no estaban de acuerdo con el matrimonio, la vestimenta femenina con pantalones anunciaba
la emancipación y su líder espiritual, el Padre Enfantin, hizo extraordinarios esfuerzos por
encontrar una Mujer Mesías que compartiera su reinado- causaron una fuerte impresión en
ella cuando niña y bien pueden haber influenciado su comportamiento posterior.
“¿Por qué no debería estar orgullosa de ser mujer?” le preguntó a un entrevistador. “Mi
padre, aquel entusiasta apóstol de la humanidad, muchas veces me aseguró que la misión de
la mujer es elevar la raza humana, que ella es el mesías de los siglos futuros. A sus doctrinas
debo la inmensa y noble ambición que tengo para el sexo al que orgullosamente pertenezco
y cuya independencia apoyaré hasta el día en que muera…”14 Cuando era poco más que una
niña, él le inculcó la ambición de sobrepasar a Mme. Vigée-Lebrun, el modelo más
importante que podía seguir, y apoyó sus primeros esfuerzos al máximo. Al mismo tiempo,
el espectáculo de la creciente debilidad de su madre, debida al exceso de trabajo y la
pobreza, puede haber constituido una influencia más realista en su decisión de controlar su
propio destino y nunca convertirse en esclava de un esposo e hijos. Lo que es especialmente
interesante desde el punto de vista feminista moderno, es la habilidad de Rosa Bonheur para 14 Anna Klumpke. Rosa Bonheur: Sa Vie, son ouvre. París, 1908, p.311.
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combinar la protesta masculina más vigorosa e inexcusable con afirmaciones descaradas y
contradictorias sobre la feminidad “básica”.
En aquellos tiempos pre-freudianos, Rosa Bonheur pudo explicarle a su biógrafo que nunca
quiso casarse por miedo a perder su independencia. Mantenía que demasiadas jovencitas se
dejaban llevar al altar como corderos al sacrificio. Pero, al mismo tiempo que rechazaba el
matrimonio para ella y hacía implícita su creencia en la inevitable pérdida de sí misma para
cualquier mujer que se casara, consideraba el matrimonio –a diferencia de los
sansimonianos- “un sacramento indispensable para la organización de la sociedad”.
Mientras se mantenía indiferente a las ofertas de matrimonio, se involucró en una relación
amable, de por vida y aparentemente platónica con otra mujer artista, Nathalie Micas quien
evidentemente le ofreció la compañía y el afecto que necesitaba. Obviamente la presencia
de esta amiga no exigía sacrificar la dedicación a su profesión, como lo haría un
matrimonio: son obvias las ventajas de este arreglo para mujeres que no querían tener hijos
en la época anterior a los anticonceptivos.
Sin embargo, al mismo tiempo que rechazaba francamente el rol femenino convencional de
la época, Rosa Bonheur era atraída a lo que Betty Friedan ha llamado el “síndrome de la
blusa con volantes”, esa versión inofensiva de la protesta femenina que aún hoy en día lleva
a las profesionales exitosas a adoptar alguna pieza de vestido ultra-femenina o a insistir en
probar su habilidad para hornear tortas. A pesar del hecho de haberse cortado el pelo y usar
habitualmente prendas masculinas, siguiendo el ejemplo de George Sand cuyo
Romanticismo rural influenciaba fuertemente su imaginación, a su biógrafo le insistía que
34
lo hacía sólo por las exigencias especificas de su profesión –y seguramente lo creía
sinceramente. Negando indignada a su biógrafo los rumores según los cuales en su juventud
había recorrido las calles de París vestida como un niño, orgullosamente le entregó un
daguerrotipo de sus 16 años, vestida con el traje femenino convencional, excepto por su
cabeza rapada que excusó como una medida práctica luego de la muerte de su madre:
“¿quién habría cuidado mis rizos?”15
En lo referente a su vestimenta masculina, rápidamente rechazaba la sugerencia de su
interlocutor de que los pantalones eran un símbolo de emancipación: “Culpo a las mujeres
que renuncian a su atuendo acostumbrado por el deseo de hacerse pasar por hombres”
afirmaba. “Si hubiera considerado que los pantalones le sientan bien a mi sexo, me habría
deshecho por completo de las faldas, pero no es el caso y nunca he aconsejado a mis colegas
pintoras que vistan trajes de hombre en sus actividades ordinarias. Si, aun así, me ve vestida
como lo estoy, no es con el objetivo de hacerme la interesante, como han intentado
demasiadas mujeres, sino simplemente para facilitar mi trabajo. Recuerde que en una época
pase días enteros en el matadero. Sin duda, es necesario amar el arte para vivir entre charcos
de sangre… También estaba fascinada con los caballos y ¿qué mejor lugar para estudiarlos
que las ferias equinas? No tuve más remedio que reconocer que las prendas del sexo
femenino eran un estorbo: por eso decidí pedir permiso al Prefecto de Policía para usar ropa
masculina.16 El traje que estoy usando es mi traje de trabajo, nada más. Los comentarios de
los tontos nunca me han molestado. Nathalie (su compañera) también se burla de ellos. A
ella no le molesta en lo más mínimo verme vestida como un hombre pero, si usted se siente
15 A. Klumpke. Op. Cit. p.166. 16 París, como muchas ciudades inclusive hoy en día, tenía leyes que prohibían vestirse como el sexo opuesto.
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molesto, estoy preparada para ponerme una falda ya que sólo necesito abrir el armario para
encontrar un gran surtido de trajes femeninos.”17
Al mismo tiempo, Rosa Bonheur admitía: “Mis pantalones han sido mis más grandes
protectores… Muchas veces me he felicitado por haberme atrevido a romper con tradiciones
que me habrían obligado a abstenerme de cierto tipo de trabajos, debido a la obligación de
arrastrar mis faldas a todas partes…” Pero, una vez más, la famosa artista se siente obligada
a calificar su honesta admisión con mal asumida “feminidad”: “A pesar de la metamorfosis
de mi vestido, no existe una hija de Eva que aprecie tanto los detalles como yo; mi
naturaleza brusca y algo asocial nunca ha impedido a mi corazón seguir siendo totalmente
femenino.”18
Es un poco patético que esta artista tan exitosa -incansable en su esmerado estudio de la
anatomía animal, diligente en la búsqueda de sus sujetos equinos y bovinos en los
ambientes menos agradables, laboriosa en la producción de obras populares a lo largo de
una larga carrera, firme, segura e incontrovertiblemente masculina en su estilo, ganadora de
un primer puesto en el Salón de París, Oficial de la Legión de Honor, Comandante de la
Orden de Isabel la Católica y de la Orden de Leopoldo de Bélgica, amiga de la reina
Victoria- se sintiera obligada al final de su vida a justificarse y calificar su razonable
adopción de las maneras masculinas, por el motivo que sea, y a atacar a sus compañeras de
género -usuarias de pantalones- menos modestas, con el fin de satisfacer las demandas de su
propia conciencia. Para su conciencia, y a pesar del apoyo de su padre, su comportamiento
17 A. Klumpke. Op. Cit. pp..308-9. 18 Ibid. pp. 310-11.
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poco convencional y el logro del éxito mundano seguían condenándola como una mujer
“poco femenina”.
Las dificultades impuestas a la mujer por este tipo de demandas siguen siendo un peso extra
en la difícil empresa, aun hoy en día. Compárese, por ejemplo, a la contemporánea Louise
Nevelan con su combinación de dedicación absolutamente anti-femenina a su trabajo y sus
conspicuas pestañas postizas; su admisión de que se casó a los diecisiete, a pesar de saber
que sería incapaz de vivir sin crear, por que “el mundo decía que te debías casar”.19 Incluso
en los casos de estas dos artistas sobresalientes –y sin importar si nos gusta o no La feria de
caballos [4], debemos admirar los logros profesionales de Rosa Bonheur- la voz de la
mística femenina con su potpurrí de narcisismo ambivalente y culpa internalizada, diluye y
subvierte sutilmente aquella confianza total, aquella certeza absoluta y la
autodeterminación, moral y estética, necesarias para el logro de un trabajo artístico
innovador y de la mayor calidad.
CONCLUSION
He tratado de analizar una de las eternas preguntas utilizadas para cuestionar la exigencia de
las mujeres de una igualdad verdadera, examinando toda la errada subestructura intelectual
sobre la cual se apoya la pregunta ¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas?; he
cuestionado la validez de la formulación de los denominados “problemas” en general y el
“problema de la mujer” específicamente; he sondeado algunas de las limitaciones de la
historia del arte como disciplina. Al hacer énfasis en las condiciones previas institucionales
–lo público- y no en las individuales –privadas- para el éxito o fracaso en las artes, he 19 Citada en Elizabeth Fisher, “The Woman as Artist, Louise Nevelson”, Aphra, (Primavera 1970): 32.
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tratado de ofrecer un paradigma para la investigación de otras áreas del tema. Al examinar
en detalle un caso de privación o desventaja –la falta de acceso a modelos desnudos por
parte de las mujeres- sugiero que, de hecho, era institucionalmente establecida la
imposibilidad de la mujer para lograr la excelencia artística o el éxito, en condiciones de
igualdad con los hombres, sin importar la potencia de su talento o genio. La existencia a lo
largo de la historia de un pequeñísimo grupo de mujeres artistas sobresalientes, si no
grandes, no contradice este hecho como tampoco lo hace la existencia de unas pocas
superestrellas entre los miembros de cualquier grupo minoritario. Los grandes logros son
raros y difíciles de lograr en el mejor de los casos; son aún más raros y difíciles si, mientras
se trabaja, se debe luchar también con los demonios interiores de la duda y la culpa y los
monstruos externos del ridículo o el incentivo proteccionista, ninguno de los cuales tiene
conexión alguna con la calidad de la obra como tal.
Lo que es importante es que las mujeres reconozcan la realidad de su historia y su situación
presente, sin buscar excusas ni resoplar mediocridad. La desventaja puede ser una excusa
pero no es una posición intelectual. Por el contrario, si las mujeres utilizan su situación de
debilidad en el reino de la grandeza y de forasteros en el mundo de la ideología, pueden
revelar debilidades institucionales e intelectuales en general y, al tiempo que destruyen las
falsas conciencias, tomar parte en la creación de instituciones en las que el pensamiento
claro y la verdadera grandeza sean desafíos abiertos a cualquiera, hombre o mujer, con el
coraje para arriesgarse y saltar a lo desconocido.