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UN BREVE ADIOS
John Cheever, ¡Oh, esto parece el paraíso! Traducción de Maribel de Juan. Ediciones Alfaguara, Madrid, 1984.
Breve pero divertida y bella ha sido, en efecto, la despedida del autor de El nadador -un memorable cuento cuya versión cinemato
gráfica protagonizó Burt Lancaster-, con este relato publicado originalmente pocas semanas antes de morir (el 18 de junio de 1982); una narración tan corta en páginas como rica en habilidad estilística y en esa mezcla de irónica nostalgia y sal gorda humorística que da el tono a todo el libro; una combinación que alcanza excelentes resultados, y tanto en el apunte de los personajes como en la selectiva descripción de su entorno social y físico.
Las añoradas evocaciones y las tribulaciones presentes de un anciano ejecutivo (con nombre, por cierto, de cadena de grandes almacenes), experto en computa?oras y contumaz viajero-de-negoc10s, ya jubilado y viudo pero todavía en buena forma física y predispuesto a la penúltima aventura amorosa, conducen el hilo argumental. Sears, este viejo aún no achacoso, que, como los de su generación y su clase, considera los abrigos como último recurso desesperado, experimenta simultáneamente el dolor de la destrucción de un paisaje querido -un hermoso lago convertido en vertedero- y los sinsabores de su relación con una rubia ( «el lado soleado de la calle») que, conocida casualmente en la cola de un Banco, desde el primer momento le afeará no entender en absoluto a las mujeres. La superposición de ambos planos de acontecimientos determinará el ánimo entristecido, aunque no lúgubre, y cáustico, pero no cruel, de quien disfruta fugazmente del_ «placer de la ligereza» que proporciona a los patinadores domingueros la superficie helada del lago condenado.
Un grado notorio de misoginia colorea con particular intensidad la desenfadada identificación de la mencionada rubia y de sus congéneres. Renée, que sigue un curso de cont�bilidad para entender mejor la propia declaración de la renta, de ese tipo de mujer que siempre tiene el vestíbulo en desorden, y que es relativamente puntual (y Sears ha podido comprobar cómo las mujeres que
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Tr,duwón de .H.iribcl de juan
llegan tarde a una cena se retrasan inconscientemente en sus transportes eróticos, y que las mujeres que llegan temprano a veces alcanzan el clímax en el taxi mismo que las lleva a casa) es el principal blanco de un refrescante humor en ocasiones hilarante.
Y más que corrosiva, es una escéptica mirada ya resignada con la que Cheever singulariza el ento�o cultural y urbano de sus personaJes: supermercados ( «una parte crucial de nuestra manera de vivir») y redes de autopistas; terapias de psicoanálisis y campañas ecologistas; juicios amañados y revolucionarios descubrimientos del chip de cerbelio; la barbarie de la polución y eljogging(sobre el que el protagonista hace una personal encuesta esclarecedora: «corro por encontrarme a mí mismo, corro para adelgazar, corro porque estoy enamorado, corro para olvidar mis deudas, corro porque llevo tres semanas con la polla dura y espero calmarme, corro para huir de mi suegra, corro para mayor gloria de Dios», son las respuestas que obtiene). Una incrédula mirada ya cansada que, no obstante, le permite apreciar aún «el privilegio exquisito» de cada hora de vida ( «el gran regalo de vivir aquí y de renovarnos por el amor»), y le mantiene alerta ante la singular «riqueza de nuestra oportunidad».
Un breve adiós, en todo caso, bien estimulante el que se nos dice con esta «historia para leerla en la cama, en una vieja casa, en una noche de lluvia».
José Luis García Delgado
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NOCHES DE TERCIOPELO EN ESPAÑA
Ramón de España, La vida mata. Tusquets Editores. Barcelona, 1984.
iez relatos llenos de cruel
D ironía a veces, otras de triste amargura, las más, bañados por una vena alcohólica de fino humor com
ponen este volumen donde la vida más que matar incita a los personajes a seguir la vieja máxima, tan empleada en tiempos de guerra fría, que dice: mata y deja matar.
« V elvet nights » es el primer disparo que propina Ramón de España a sus lectores. Una historia que, con el soporte artístico del lineaclarista valenciano Sento, apareció publicada (incluyendo algunas variantes en el hilo argumental que introducían así más funciones y más actantes) en la desaparecida y excelente revista de comics Cairo, dirigida por Joan Navarro; concretamente en cinco entregas aparecidas en los números 25, 26, 28, 29 y 30. De hecho la vinculación del autor con el mundo del comic ya contaba con varios antecedentes: en colaboración con Montesol La noche de siempre(Producciones Editoriales, 1982) y Fin de semana (Laertes, 1983); además en revistas como Star y Bésame mucho se pudieron leer algunos de sus primeros cuentos. En Lavida mata hay un relato, «La balada de Kid Borrasca», homenaje a esos fanáticos coleccionistas de comics antiguos que como Manolo, el protagonista -treinta y dos años, apegado al batín regalo de su mamá y degustador impenitente del vaso de leche con nesquik y galletitas-, llegan un día a poder disfrutar de la húmeda dicha de ser ellos mismos quienes ocupan el lugar del héroe en sus tebeos favoritos, aunque luego en la vida real tengan que usar pisto-las de fogueo.
Si el mundo de la historieta está presente en La vida mata no lo está menos el peligroso ambiente de los oscuros callejones de la parte salvaje de la ciudad. Con un par de relatos de detectives, anclados uno en Nueva York, otro en la tierra de Juanita Jolibú y Flor de Triana, se trazan dos de las más sorprendentes peripecias que se puedan imaginar. Investigadores apestosos, como Eddi Malone, un tipo realmente sin escrúpulos, sobre todo sin escrúpu-
los amorosos, capaz de compartir su chica con toda la Sinfónica de Filadelfia; investigadores impotentes, mezclados en intrigas de transformistas, que acaban robándole la personalidad al cliente y, , tras haber eliminado en Casablanca cierto apéndice de la zona medial del cuerpo, llegan por último a sentirse plenamente realizados cantando las añejas coplas de Lilián de Celis o Celia Gámez en un humeante y arrugado cabaret. Detectives, en definí-, tiva, que harían palidecer de vergüenza y desconcierto a Sam Spade al tener que compartir con ellos la barra de cualquier bar.
Hay más personajes, hay más historias; algunas capaces de hacer sentir al lector una ira irrefrenable, una agobiante sensación de impotencia contra el desarrollo de los aconteci_mientos _narrado�,_ Por ejemplo, en «Salir del pozo», crudelísima descrip-ción del mundo interior de la droga, sin juicios ni dogmatismos, sin generalizaciones vulgares, pero dejando retratado un antihéroe de ficción, Ignacio, que seguramente parecerá uno de los personajes mejor caracterizados de esta colección de relatos.
Alcohol y música forman un cóctel que delimita, dando tinte y esplendor, el ambiente en el que los protagonistas y secundarios de esta obra viven sus andanzas y desarrollan sus mordaces fórmulas de comportamiento. El alcohol en muchas de sus variantes -whisky, gin, delapierre, cerveza- se siente destilar a lo largo del libro. La música -Ellintong, Basie, Machín, M. Monroe, Lou Reed, Smokey Robinson- se deja oír en casi todos los cuentos. Y no es casual, no en vano el autor se ha dedicado a la crítica musical: en
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revistas (Vibraciones, Disco Express), en libros monográficos Roxy Music (Júcar, 1982), por no hablar de su polémico En la cresta de la nueva ola (Icaria, 1981).
Ramón de España mantiene un estilo lleno de soltura, gracia y sensibilidad. A veces nos recuerda a T. Capote, coincide otras con Vian. Algunos de sus patéticos personajes evocan, aunque únicamente por la apariencia externa, otros de S. Beckett. España escribe con precisión y sencillez, con sano y moderno humor (lo de «moderno» va sin ningún tipo de prefijo o partícula aleatoria de significación aproximada «después de», si bien es verdad que su humor también podría ser perfectamente calificable como precaótico).
Ramón de España ha sabido ser original en su concepción artística y en su expresión literaria; originalidad que puede ser considerada como la más adecuada para el género que desarrolla en este libro y la que más sintoniza con los tiempos que corren, menos pacíficos y aterciopelados que nuevos y salvajes.
Enrique Bueres
PEREDA Y SUS
CRITICOS:
HISTORIA DE
UN
CONDICIO
NAMIENTO
ANUNCIADO
José Manuel González Herr{m, Laobra de Pereda ante la crítica literaria de su tiempo. Santander, Ayuntamiento de Santander y Ediciones Librería Estudio,
'. 1983 (Colección «Pronillo», 2). 525 págs.
En los últimos años, la ' obra de Pereda ha sido objeto de numerosos estudios críticos. Algunas de sus novelas más conocidas han
sido pulcramente editadas en colecciones prestigiosas, con prólogos y comentarios de conocidos especialistas de la narrativa de la segunda mitad del siglo XIX. En septiembre de 1983, la Universidad Internacional Menéndez Pelayo organizó incluso, con motivo de los 150 años del nacimiento del novelista cántabro, un
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seminario, dedicado exclusivamente al estudio de la novelística perediana. Sin embargo, falta todavía la edición crítica incluso de los títulos más conocidos. Es más, la edición de las Obras completas (Madrid: Aguilar, 11984; 81974) es poco fiable, además de contener abundantes erratas.
El libro de González Herrán supone, como se desprende del título, una aportación nueva y esencial sobre la obra perediana, pues analiza minuciosamente la actitud (o, mejor: las reacciones) del novelista ante la crítica literaria de su época y el desarrollo de su creación artística, condicionada por su interpretación (no siempre acertada) de los juicios de la crítica. El denso estudio de González Herrán es fruto de varios años de abnegado trabajo en solitario. Los puntos de partida estaban constituidos fundamentalmente por el deseo de saber hasta qué punto la crítica coetánea había influido y condicionado la obra perediana y si, tal como había aseverado Gómez de Baquero en un estudio aparecido con motivo de la muerte de Pereda (1906), la obra del novelista montañés era, efectivamente, «un asunto completamente agotado» para la crítica, por haberse ya dicho lo esen
, cial. La primera pregunta no· sólo exigía una minuciosa y paciente búsqueda de las reseñas, críticas y glosas aparecidas en la prensa periódica, sino también una exploración de las apreciaciones y los juicios de valor expresados en cartas privadas (dirigidas o no al autor), una disquisición rigurosa de las polémicas que suscitaron sus novelas y la eventual influencia de ésas en sus obras posteriores. · ·• El libro está rigurosamente estructurado en 17 capítulos de desigualextensión, ya que cada uno está de-
dicado al estudio de los «materiales» de crítica que conciernen a cada una de las obras peredianas. En cada capítulo, el estudioso expone y valora los materiales y reconstruye en lo posible el proceso de gestación y las (a veces diversas) fases de redacción de la novela o libro correspondientes. Siguen un subcapítulo de conclusiones y un detallado apartado bibliográfico sobre las fuentes y los catálogos e índices consultados, sobre la crítica perediana anterior y posterior a 1910, sobre los epistolarios de o relacionados con Pereda y un imprescindible índice onomástico. Se trata, en suma, de un trabajo de alto rigor académico, cuyos resultados desbordan ampliamente el marco de las dos hipótesis de trabajo o puntos de partida antes mencionados. González Herrán muestra cómoy en qué medida el desarrollo de laobra perediana estuvo condicionadopor la crítica, cuyos juicios y veredictos eran muchas veces interpretados por Pereda como desafíosideológico-estéticos, a los que replicaba en libros posteriores; los dictámenes de los críticos más considerados por el novelista eran tenidosmuy en cuenta, seguía, a veces rigurosamente, las sendas que esos leindicaban como rectas y se apartabade las que le advertían que eranerradas. Señala asimismo el autor lasmodificaciones textuales y las variantes en las reediciones de algunasobras, debidas casi siempre a advertencias o exhortaciones de los críticos; también estudia los textos peredianos concebidos únicamente pararesponder a los críticos. Sobre estarelación de dependencia concluyeGonzález Herrán: «en el caso denuestro escritor llegó a extremos tales que probablemente no sea exagerado interpretar el sentido de la obraperediana como una lucha para adecuar su obra a la idea que la críticahabía elaborado de ella; en vez de irafianzando su imagen hasta lograrimponérsela a críticos y lectores, Pereda prefirió aceptar como propia laque la crítica -o más exactamente,un sector de ella- le diseñó.» (p.469).
Por lo que se refiere a la afirmación de Gómez de Baquero, el estudioso pone en evidencia que, efectivamente, la crítica perediana posterior a 1906 ha modificado muy poco los juicios de valor emitidos por los contemporáneos del novelista, si bien las alabanzas fortuitas disminuyeron sensiblemente. Sin embargo, las numerosas ediciones de sus obras prueban que Pereda ha tenido hasta hace poco un número de lecto-
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res equiparable a las figuras max1-mas de su género, Galdós y «Clarín».
La principal aportación del estudio que reseño -fruto de una adaptación de la tesis doctoral presentada, en 1982, en la Universidad de Santiago de Compostela- reside en el hecho de abrir un nuevo campo de investigación, basado principalmente, aunque no sólo, como hemos visto, en el estudio de las reseñas y críticas aparecidas en la prensa periódica y en los epistolarios de la época. Investigación que, además de averiguar cómo juzgaron sus compañeros las obras de un escritor determinado, establece cuáles fueron sus relaciones y vínculos con la crítica y hasta qué punto ésta estimuló y condicionó su producción y promocionó su divulgación.
Es precisamente en este aspecto en el que acaso cabe señalar la falta de un posterior capítulo en el que, echando mano de los reveladores resultados obtenidos, se valorarán las complejas relaciones de la terna autor-obra-público. El camino metodológico idóneo no le es desconocido al autor, puesto que en su última nota a pie de página hace referencia a la «estética de la recepción» de Hans Robert Jauss. Como es sabido, Jauss parte, grosso modo, de la constatación siguiente: dado que la «tradición no se transmite a sí misma», el público es el verdadero elemento portador de la continuidad de la literatura en el tiempo. Es, pues, un elemento dinámico que reacciona ante cada producto literario nuevo y que queda de algún modo modificado después de la recepción de cada nueva «producción». Este cambio ejerce su influjo, evidentemente, en el crítico, que, como el autor, es también público lector. La discrepancia entre la obra y las expectativas del receptor implica un cambio en las «relaciones»: no se trata, por lo tanto, de un efecto de extrañeza ante la novedad, sino de uno de los elementos que paulatinamente van transformando el panorama cultural. La obra literaria es concebida en función de un público (generalmente muy concreto) y perdura sólo si su vigencia logra mantenerse en el implacabl_e
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transcurrir del tiempo. Ni qué decir tiene que esa vigencia está relacionada con muchos factores (no sólo históricos, sociales y estéticos), por lo que su análisis e interpretación implican una metodología interdisciplinar, difícil de aplicar rigurosamente. Esperemos que González Herrán siga, como sugiere, avanzando metodológicamente por esa línea en la que, sin duda, continuará logrando, en su papel de valeroso adelantado, resultados meritorios y significativos.
José Manuel López de Abiada
UNA
HISTORIA
MACABRA
Peter Straub, Fantasmas. Ediciones Forum, 1984.
D entro de ese complejo mundo anglosajón del «neoterror», tema con que amenazo escribir un largo ensayo, podemos destacar la novela
«Fantasmas», de la que se ha hecho una versión cinematográfica que da título a esta reseña. Peter Straub, un hombre bajito y pulcro, profesor de Lengua y Literatura Inglesas, ha hecho en «Ghost Story» (1) -que es el título que la novela lleva en americano-, un brillante ejercicio de estilo que hubiera obtenido un 20/20 en cualquier tabla de clasificaciones escolares. Pero nada más: no es una obra original, ni demuestra para nada el genio de su autor -cuya carencia sí ha sido demostrada en otras novelas: «Julia», «El País de las Sombras», etc.
Paso a reseñar la historia, o historias, que aquí se entrelazan con maestría: en un suburbio rico del Estado de Nueva York, al comienzo del invierno, cuatro viejos de smoking, dos de los cuales tienen nombres de autores de terror: Hawthome y Lewis, el de «El Monje», se reúnen para contarse historias de terror. Con ello, tratan de olvidar la verdadera historia terrible que les sucedió en la juventud. Los viejos, los más ricos e influyentes de la ciudad, hicieron ALGO prohibido. Pero -y aquí nos encontramos con la característica más pura del neoterrorEL PASADO SIEMPRE VUELVE.Vuelve el Mal, el Crimen, el «fantasma» en fin, del hecho terrible que
nadie se atreve a verbalizar. Todos cuentan historias terribles, simplemente para no pensar en su propia historia, en lo malo que han hecho.
Pero los fantasmas -en su característica principal- vuelven, aunque se trate de encerrarlos y sellarlos en sus tumbas. Y no son sólo los cuatro viejos vampiros, sino todo el pueblo el que sufre el ataque de los fantasmas. Hasta que, claro, después de muchas muertes y peripecias, consiguen destruir el Mal Antiguo, la Vieja Serpiente; que no otra cosa está detrás de sus apariciones.
Si seguimos pensando en la novela como un ejercicio de fin de curso, nos ayudará en nuestra labor el descubrir las influencias: en este relato, Straub tiene tantas, que casi serían plagios, si no fueran homenajes descarados. El llamémosle «Fantasma Principal» -aunque haya OTRO oculto- es una bella joven que, como Carmilla, no puede cambiar su nombre, sino hacer acrósticos con él (Millarca, Mircalla ... ). Su correspondiente americana, sólo conserva las iniciales de su nombre y apellido, a lo largo de sus múltiples metempsicosis. Tiene unos servidores -muertos vivientes- que pueden representar a un Hombre Lobo y a un niño podrido y lleno de gusanos: personajes estos que forman parte de la narración de uno de los miembros del club -la «Chowder Society»- que han formado los ancianos para protegerse de sus miedos. Hay homenajes al cine de horror: los personajes tienen un encuentro decisivo con los seides de las Fuerzas del Mal, en un cine vacío donde se está proyectando «La Noche de los Muertos Vivientes». Y hay un personaje enigmático, Florence de Peyser, que nunca aparece en la novela, más que como personaje de otros relatos, que hace el papel de la vieja tía que introduce el vampiro en las casas de-
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centes, haciéndose pasar por una dama respetable.
La novela es buena. En primer lugar, porque está hecha -Y se notapor un profesor de literatura. Pero, además, porque da una nueva dimensión al mito, a los mitos de terror. En «La Imagen de la Bestia», Farmer intenta lo mismo; pero no llega a convencer, porque al final sus vampiros y marcianos son. seres de otro planeta. Aquí, se nos cuenta que el MAL, que actúa y destruye a este tranquilo pueblecito del suburbio, no es cosa de fantasmas, ni hombres-lobos, ni vampiros. Alguien los describe como «manitous»; el caso es que son fuerzas superiores a la humana -Breton los llamaría «los grandes transparentes»-, y que no parecen especialmente maléficos, sino que se divierten con los seres humanos, de igual modo que nosotros lo hacemos con los gatitos, perritos, tortugas e insectos que puedan caer en nuestras manos. Aunque no lo parezca, ese planteamiento de Straub no es maniqueo; sigue un poco la idea de Lovecraft, que escribió: «Nada importa a Yog Sothoth, la raza humana; ni a ninguno de los Grandes Antiguos. Lo que importa es que están ahí, locos y ciegos según nuestros cánones, pero habitando un mundo bello y cuerdo, según su modo de sentir las cosas.»
Eduardo Haro lbars
NOTA
(1) Ghost Story, «Fantasmas», fueeditada primero por Bruquelative Stars; pero aquí me refiero, en concreto, a la edición en dos tomos que ha hecho Ediciones «Forum», una filial de la Tabacalera de José Manuel Lara, «Planeta».
LA TERNURA
DEL DRAGON
Ignacio Martínez Pisón, La ternura del dragón. Premio de Novela «Casino de Mieres», 1984.
D ificilmente hallo una novela que no tenga algúnencanto si está protagonizada por un niño. A poco que el autor se esfuerce,
parece fácil transmitir a la narración la frescura, la fantasía y el asombroso descubrimiento del mundo que se advierte en cualquier relato en tomo a la infancia. Tanto si es auto-
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biografia como si es ficción, los niños, todos iguales y todos diferentes, me arrastran con sus aventuras, sus preocupaciones, sus pasmos, sus trastadas inocentes o maliciosas, quizás porque se dice que todos llevamos dentro dormido al niño que fuimos y que la infancia es el paraíso del que nos sentimos desterrados y adonde es delicioso volver, ya sea con los recuerdos, ya sea de la mano de un artista.
En La ternura del dragón, novela corta premio «Casino de Mieres» de 1984, el regreso a la niñez reviste un particular encanto desde el principio, cuando «entrar en casa de sus abuelos fue para Miguel lo mismo que entrar en una novela» hasta el final, cuando la delicia se rompe porque «no puedes seguir mirándolo todo con ojos de niño», como dice Mercedes, la madre. En medio transcurre una temporada en la vida de Miguel durante la cual observa el entorno sin entender nada de Jo que ocurre, sin dar una en el clavo, porque sus juicios infantiles están viciados por la fantasía novelesca que bulle en su mente de lector apasionado de Veme, Stevenson, Poe, Dickens, ... Miguel interpreta la realidad según los patrones que funcionan en su patológica imaginación. Y uno tiene que preguntarse cuántos años tiene este niño para quien todavía el capitán Haddock, Tintín, el capitán Flint o el Hombre Invisible son tan reales, por lo menos, como sus abuelos, su madre, su profesor o la criada, del mismo modo que el cuarto de los trastos, al que llama la Zona Deshabitada, tiene más vida que su dormitorio.
Pero son muchas más las preguntas que el lector se hace en el trascurso del relato: ¿en qué ciudad trascurre la narración? ¿en qué época? Las coordenadas de lugar y tiempo son tan ambiguas como la edad del protagonista. Realmente sabemos que estamos en una ciudad sólo por muy escasas referencias. El niño, enfermo -¿de qué? otra incógnita- permanece enclaustrado, encerrado siempre en la casa de los abuelos, que así se convierte en el ámbito mágico de sus reducidas aventuras y de sus fantásticas ensoñaciones. La época parece los últimos años del franquismo por ciertas alusiones políticas y cronológicas, muy parcas estas últimas.
Sin duda esta ambigüedad es voluntaria. El autor centra su atención en el contraste entre el mundo real y la interpretación que de él hace el niño. Porque todo está visto y oído a través de los sentidos de Miguel,
todo pasa por el tamiz de su interpretación; pero el autor es particularmente hábil -difícil habilidad, por cierto- en el arte de sugerir, aludir y eludir, de modo que el lector tiene que deducir, a través de lo que se nos cuenta, una realidad muy diferente de la que el niño interpreta. El contraste entre la dura objetividad y el subjetivo mundo de Miguel es un logro excelente en esta novela siempre que aceptemos que el niño, nieto de un mitómano y una desequilibrada, padece un grave desajuste en su apreciación del mundo.
La plasticidad de las descripciones es otro gran acierto. Martínez de Pisón es un poeta, independientemente de que haya hecho o no -lo ignoro-incursiones en la lírica, aunque ¿qué escritor no las ha hecho a los 23 años? La evolución física de los personajes, por ejemplo, está muy certeramente observada para reflejar su situación anímica, descrita con agudeza, con adjetivación y metáforas plásticas que revelan a un delicado escritor que maneja muy bien el lenguaje y que está, sin duda, enamorado de su belleza acústica, aunque esto le lleve a acumulaciones de hermosas palabras (las flores de la abuela, por ejemplo) como una tentación a la que no ha sabido resistirse, de la cual se resiente el relato que no debiera demorarse en detalles entorpecedores del curso lineal, conciso, sobrio, del resto de la narración.
Y puesta a sacar defectos a esta buena novela, he de decir que el habla coloquial de los personajes, que es perfecta en diálogos breves, suena literaria, y por lo tanto artificiosa, en las parrafadas largas. Entonces sobran ciertas conjunciones y adverbios, faltan apoyos repetitivos y familiares y, sobre todo, carece de un ritmo conversacional logrado. Sin embargo, el estilo indirecto libre es fluido.
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Pero todo esto son pequeños lunares (a los que habría que añadir lo poco verosímil del final de la abuela, o lo forzado del penúltimo párrafo,que da título a la obra) dentro de unanovelita deliciosa, que se lee de untirón, llena de intriga, de tipos bientrazados, y organizada con granacierto, sobre todo en la gradacióncon que los diversos personajes sevan dibujando, viviendo, hablando,revelándose, sorprendiéndonos, contradiciéndose, ante la asombrada mirada del niño, que los juzga desde suóptica infantil, bien distinta de larealidad. Primero la abuela, las tías,el abuelo, los primos, la criada;lu�go la madre, el profesor, otra cnada, la enfermera, van surgiendo gradualmente, toman cuerpo unos t�as otros, hasta que van desapareciendo del relato casi en el mismo orden en que aparecieron. Algunos se presentan primero por referencias anticipadoras -cartas, fotos, alusiones- antes de materializarse. Luego, a veces, van degradándose -el abuelo, el padre- progresiva y lentamente. En competencia con ellos, los seres imaginarios que viven en la cabeza de Miguel, actúan e interfieren cada vez más en la acción.
El novelista, con sólo 23 años, revela una técnica y maestría admirables. Tiene ya el espaldarazo de buen narrador, muy buen narrador. Me atrevo a presagiar que nos hallamos ante un futuro gran novelista. Tiene mucho tiempo por delante y ya una madurez sorprendente.
Enhorabuena al casino de Mieres que ha tenido el acierto de darlo a conocer.
Sara Suárez
«ENTRE SABADOS», DE PEPIN DE PRIA
Pepín de Pría. «Entre sábados». «El
Oriente de Asturias». Llanes, 1984.
a colección «Temas Lla-
Lnes», que con tanto acierto como entusiasmo dirige Manolo Maya, llega con esta obra, digna y sobriamente
publicada, a su número 21, cifra muy alta si se tienen en cuenta la escasez de medios de que el editor dispone y el lugar desde donde la publicación se realiza, una villa que es mucho más importante por su valor cultural y espiritual que por el número de sus habitantes o por sus riquezas físicas.
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Manolo Maya lleva parte considerable en el alcance de ese valor cultural que atribuimos a la villa llanisca.
El volumen número 21 de «Temas Llanes» está dedicado a Pepín de �a (José García Peláez, 1864-1928), igual que lo estuvo el 20, «Alma V�rxen», obra teatral y que, lo mismo que «Entre sábados», viene a mostramos una faceta casi desconocida d�l autor de «Nel y Flor», ahora visto como autor de prosa castellana.
La obra es breve (100 páginas) y lleva un prólogo de José Ignacio Gracia N oriega que nos hace saber, entre otras cosas, que en la obra por él prologada se recogen los trabajos periodísticos que nuestro autor publicó en «El Oriente de Asturias» entre 1900 y 1901.
Pepín de Pría sabe poner una nota de actualidad en todo lo que toca, añadiendo en muchas ocasiones una pincelada de humorismo, benévolo casi siempre, que da un gusto especial a cada artículo, en los que -de vez en cuando- aflora el bable que él tan bien usaba y con el que acierta, por medio del lenguaje coloquial, a alcanzar un tono sencillo y directo siempre interesante, al alcance dei lector no especializado en temas literarios.
Descubrir motivos periodísticos, de la actualidad local, para el Llanes de principios de siglo, para cada uno de sus sábados, no parece tarea fácil, pero Pepín de Pría lo consiguió y elevándose sobre el simple localismo, a través de su penetración psicológica y de su sentido del humor -ya apuntado- consiguió una crónica viva y perdurable (hecha del relato de huelgas, de fiestas, de maestros mal pagados que no reciben su sueldo, de escuelas pésimamente dotadas, del puerto y sus problemas, de visitas ilustres ... ), interesante para cualquier llanisco y para cualquiera que no lo sea, pues «Entre sábados» forma una pequeña comedia humana en la que se adivina el lento discurrir de la vida íntima y sencilla de cualquier villa de España.
Ese es su mérito y por él merece ser conocida la obra que reseñamos.
Rodrigo Grossi Fernández
LA LITERATURA YEL PENSAMIENTO: SALDOS POR LIQUIDACION DE NEGOCIO A lbricias, me decía eufóri
co viendo la avalancha de colecciones de obras maestras de la literatura y el pensamiento, las grandes
tiradas de Shakespeare, Borges, Cesare Pavese, Nietzsche, Freud y todos. Albricias, se equivocaban los comunicólogos que anunciaban la muerte de la letra impresa. Se equivocaba Me Luhan. Desde todas las vallas del centro de las ciudades, desde la ventana electrónica, en las páginas de los diarios de las capitales de provincia se ofrecían decenas de bibliotecas selectas que los lectores podrían reunir como un �lbu�. Al fin la lectura iba a ser patnmomo del consumidor llano. Habíamos entrado en la última fase del socialismo político: la socialización de la cultura. En adelante, la humanidad, los españoles, serían lúcidos, críticos, solidarios y ecuménicos. Ya me imaginaba un futuro esplendoroso en el que las conversaciones sobre la teoría. de la relatividad, la semiología y la generación del 27 sustituirían en los pubes a los estallidos de los bafles. Al fin, me decía, iba a encontrar entre mi prójimo interlocutores intelectualmente de fiar. Y todo gracias a las campañas de las magnánimas editoriales nacionales. Qué filantropía.
De pronto una maquiavélica idea se instaló en mi otro yo, hundiéndome en truculentas meditaciones. No sería, al contrario de lo que había supuesto mi yo progresista y racional, que las editoriales habían leído los agoreros vaticinios de Juan Cueto sobre el cambio de paradigma cultural que iba a provocar inmediatamente la revolución científico-técnica. Me extrañaba que a diferencia de anteriores ensayos, las nuevas colecciones de divulgación literaria-filosófica incluyeran obras y autores recientes, vivos en su mayoría, títulos que apenas habían cumplido el ciclo mínimo de permanencia en los escaparates de las librerías. Incluso algunas novedades aparecían en di-
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chas listas. No sería, me preguntaba inquisitorialmente, que las edito�ales sin asomo de aquel humamtaris�o dieciochesco que les había atribuido inicialmente, simplemente estaban saldando a campañas forzadas todos sus stocks de literatura y pensamiento antes de que desapareciera el último lector de la faz del planeta. No sería, maldita sue�e, que estaba asistiendo a las exeqmas públicas de Gutemberg. A una especie de rebajas por liquidación del negocio.
Gerardo Irles
FERNANDO ZOBEL: «O SE CANTA O SE GRITA» 1
Durante el pasado junio fallecía inesperadamente el hombre que, a caballo entre el lejano Oriente, América y Europa, tal vez fuera el último de los estetas del pincel. La Fundación Juan March, a la que el pintor donara ya en 1980 los fondos del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, ha querido organizar -a modo de homenaje póstumo- una amplia y sugestiva selección de la obra pictórica producida entre 1959 y 1984. La exposición tiene carácter itinerante.
«La belleza no se busca. Aparece sin querer. Y o diría que un cuadro es bello cuando cumple claramente su intención»2 .
cademia. Jardín seco. La
A corriente. Hocinos ... El lienzo adquiere la transparencia líquida de la acuarela y la densidad po
rosa del pastel. La exacta trama li-
neal se diluye y fragmenta bajo la lejanía lenta de la escala grisácea que detiene y reimpulsa el s�nsualismo mórbido de sus naranJas tenues. Entre distante y descaradamente íntimo, reina el equilibrio. Hemos llegado al centro de lo individual. Del refugio subjetivo. De la reflexión pausada, progresiva. Zóbel vivió siempre en las fronteras del Tiempo. Tal vez ahí radique esa terrible fuerza aparentemente imperceptible que actúa desde dentro suspendiendo los sentidos del espectador. Al instinto agresivo del informalismo de los años cincuenta, Zóbel contrapuso su concepción analítica de la pintura y de la vida, su mirada depuradora y su sensualismo a ultranza. Nada más lejano a él que la impresión acelerada del arrebato espontáneo y pasional. Fuera de todo caos, capta la sensación pura despojándola de anécdot� y rechaza�do aquel impulso gratmto que pudiera entorpecer su esencia. Aprehendido el movimiénto, detiene y disecciona la instantánea para reincorporarla paulatinamente al tiempo. Perc es ahora el tiempo de las «Gimnopedias» y late en él el equilibrio engañoso del rubato. La acentuación etérea de Satie puede llamarse «Hocinos»: la potencialidad del acto en desarrollo conlleva el estatismo del presente y entre lo perfectivo e impelfectivo llega a intuirse el infinito.
En estos momentos en los que parece retornarse a un pseudo-expresionismo figurativo de corte común y gesto raudo, totalmente m�Il!étic? y con fines agresivos, la espmtualidad analítica de Zóbel nos transporta de nuevo al universo intenso de los místicos. La revulsión constante de lo individual. La sensación se ha alejado de la mímesis para traducirse e� Pintura. Hemos entrado en el dominio de la metáfora.
Esther Millán
, 2 Femando 2'.óbel.
¿LA FERIA DE LAS VANIDADES?
Arco'85. Feria Internacional de Arte Contemporáneo. Madrid. 22-27 febrero.
Por cuarto año consecutivo, los galeristas dedicados al arte contemporáneo han celebrado en Madrid su peculiar feria in ternacio
nal de muestras. No me parece oportuno entrar a juzgar un fenómeno como Arco desde el punto de vista de la calidad artística de las obras expuestas. Supongo que las galerías presentarán, en cada momento, lo que consideren más apetecible para sus clientes (por ejemplo las pinturas recientes de Gordillo, con exposición simultánea en una sala importante de Madrid y reportaje con entrevista y fotos a todo color en el suplemento dominical de un conocido diario madrileño), aunque otras parecen haber optado más bien por una operación de prestigio con obras destacadas de maestros indiscutibles (Picasso, Tápies, Millares) y hay algunas, como las que presentan a los americanos del «graffiti» o a los «modelnos» de Madrid, cuyo juego no he sido capaz de comprender. ..
Dicho ésto, el posible lector entenderá que yo prefiera comentar, brevemente, algunos de los aspectos extra-artísticos más llamativos de la feria:
El primero de todos es la extraordinaria (e inexplicable, para mi) afluencia de público ... Me parece magnífico pero, en mi opinión, las personas que ocupaban por completo el Palacio de Cristal de la Casa de Campo, no pueden ser todas aficionadas al arte contemporáneo ... Y lo digo porque durante el resto del año los que visitamos las galerías de exposiciones somos siempre los mismos cuatro gatos ...
Mi admiración ante este evidente éxito de público aumenta al comprobar lo incómodo que resulta visitar Arco ... Hay que hacer largas colas para obtener, previo pago, el billete de entrada y pasar luego varias horas sumergido en un ambiente de confusión, barullo, calor y ruido, sobrecargado por estímulos visuales, sin la amplitud ni la tranquilidad necesarias para degustar con sosiego las obras de arte expuestas, sobre· todo cuando, al mismo tiempo, hay que ir apartando a un lado las malas hierbas ...
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Tapies.
Esta situación de incomodidad, aplicable no sólo a los visitantes sino también a los galeristas, me hace difícil comprender que el principal objetivo de la feria sea promover la venta de obras de arte ... Todas las galerías poseen mejores instalaciones, para atender a sus clientes, que los reducidos espacios ocupados por cada una de ellas en la feria ... Tal vez así se pongan a la altura de los que no suelen visitar las salas de exposiciones. Tal vez, al estar todos juntos, puedan los galeristas hacer intercambios y transacciones entre ellos. Tal vez la feria sirva para que los «marchantes» extranjeros conozcan a los artistas españoles y viceversa... Pero no veo cómo puede servir de estímulo para que los coleccionistas gasten su dinero ... Aunque, si Arco se repite cada año con mayor éxito, quiere decir que también debe ser un buen negocio, al menos para algunos ...
Otro aspecto que llama mi atención es el afán de complementar la feria comercial con una serie de actos culturales. (Debe ser porque el dedicarse a la compraventa o el intentar ganar dinero son actitudes mal vistas en nuestro país ... ). Durante años se ha utilizado la cultura como coartada para actividades políticas. Ahora que ya no resulta tan necesaria, se ve relegada al papel de comparsa. Es la guinda que adorna el enorme pastel ferial. Tal vez esté exagerando un poco, pero a mí me da mucha pena ...
Al ser un certamen eminentemente comercial, las galerías son las verdaderas protagonistas de Arco y las que deciden sobre las obras a exponer en el espacio rotulado con
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su nombre, quedando los artistas en un discreto segundo término. Esto produce la situación (fiel reflejo de lo que ocurre en la calle cada día) del pintor buscando sala donde exponer, porque a casi todos les parece importante estar presentes en Arco. ¿Por qué será? Yo no lo sé ... Luego se incorporan también al conjunto de visitantes y recorren la feria, aunque no tengan ninguna obra expuesta. La diferencia está en que unos van a ver y otros a dejarse ver. ..
Al final, lo que resulta fuera de toda duda (aunque yo no logre adivinar la causa) es que Arco tiene más gancho para el público que las exposiciones normales, por eso, aunque sólo sirva para que más de 120.000 personas hayan tenido la oportunidad de ver los espléndidos cuadros de Tápies, exhibidos en los espacios 320 y 335 de la planta superior, yo digo con alegría: ¡ Bienvenida sea la feria internacional de arte contemporáneo de Madrid! Aunque yo me lo pensaré dos veces antes de volver. .. , porque no sé si merece la pena.
Juan M. Monte
LA TRANSMIGRACION DE PHILIP K .. DICK
Sivanvi, La Invasión Divina, La transmigración de Thimoty Archer. Edhasa, colección Nebulae.
... «es indudable que su actitud de intentar todas las ideas posibles para ver si funcionaban destruyó finalmente a Tim Archer. Probó demasiadas ideas; las elegía, las examinaba, las aplicaba durante un tiempo y luego las dejaba caer ... Pero, sin embargo, algunas de esas ideas, como si poseyeran vida propia, volvían por la puerta de atrás y caían sobre él. Esta es la historia; se trata de hechos históricos. Tim ha muerto. Las ideas no sirvieron ... Una cosa conviene destacar: Tiro sabía cuándo afrontaba una lucha a muerte y, cuando lo advertía, adoptaba la postura de enérgica defensa. No se convirtió en un cómplice de
un destino retributivo, murió sm ceder, devolviendo los golpes... El destino tuvo que asesinarlo.»
Este parágrafo sacado del capítulo doce de la última novela de Philip K. Dick «La transmigración de Thimoty Archer» es, sin duda
alguna, el mejor epitafio posible para el hombre que lo escribió y, aunque parece inevitable la tendencia a mitificar la vida y obra de un autor cuando éste muere, la verdad es que en este caso es bastante difícil separar las tres últimas novelas de P. K. Dick de su experiencia vital y su leyenda. Si la primera de ellas «Sivainvi» puede ser considerada como una de las novelas autobiográficas· más alucinatorias de toda la historia de la literatura, «La transmigración de Thimoty Archer» -aunque basada en ciertos aspectos en la carrera del célebre escritor y obispo episcopaliano James Pike, amigo íntimo del autor- es,· de otra forma, una autobiografía en la que encontramos a menudo algunas de las características del autor que escribió «Sivainvi» y que nos ayudan a mejor entender la complejidad de su vida y de su obra. Porque ante esta especie de trilogía -¿sería más correcto denominarla trinidad?- de uno de los autores más importantes de las últimas décadas en América hay que volver a plantearse la vieja pregunta de qué es más importante si el todo o la suma de las partes.
«Sivainvi» primera entrega de la trilogía fue publicada en el año 1980 y es el único caso de una novela autobiográfica en el campo de la ciencia-ficción. Una pregunta surge: ¿cómo puede escribirse una novela de anticipación basada en los hechos de nuestra propia vida? P. K. Dick,
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maestro indiscutible en el manejo de todo tipo de realidades: subjetivas, alternativas, imaginarias, consigue realizar la hazaña en esta novela corriendo el riesgo considerable de cruzar, en cualquier momento, esa frontera intangible que separa el genio de la locura. Escrita en un período de la vida del autor en el que éste se hallaba inmerso en todo género de experiencias psicóticas visionarias, la novela nos narra, a través de la complicación de diversos materiales literarios como cartas, conversaciones e, incluso, discursos, el drama existencial de una mente dividida entre un racionalismo pragmático y una crédula y bienintencionada receptividad a las llamadas de otros mundos y que están fundadas en la experiencia personal de Dick.
A primera vista, «La Invasión Divina» parece tener poco en común con las otras dos partes de la trilogía como no sea por sus arriesgados ejercicios de especulación teológica sobre los lazos de unión entre el Talmud y los Evangelios Gnósticos, sin embargo, su lectura nos dará unas claves precisas para entender mejor la que le antecede y la que le precede. La novela comienza en ese futuro irreal, absurdo, atemporal tan habitual en otras novelas de Dick, en el que una «no-demasiado-SantaAllianza» ha sido sellada entre el Papado y el Kremlin para impedir la llegada de una nave espacial que trae a Belén (Tierra) un nuevo Mesías. Para los que piensen que nos hallamos ante una nueva versión del relato evangélico es necesario aclarar que están completamente equivocados porque a partir de estas escenas de la natividad, la prodigiosa inventiva de Dick hace de las suyas -su forma de fabular es tan revisionista como su teología- y, como en otras muchas de sus novelas: «Los Tres estigmas de Palmer Enrich» o, en «Sueñan los Androides con ovejas eléctricas», es imposible hacer una sinopsis. La novela hay que leerla atentamente, luchar con ella; su pretendido cripticismo no es sino una forma de estimulación para el lector que, finalmente, tras la última página es consciente que ha estado jugando un juego, tal vez peligroso, pero a la vez sumamente gratificador. Es, de hecho, uno de los experimentos literarios más conseguidos en la dilatada carrera de Philip K. Dick.
Por lo que respecta a la que sería su última novela «La transmigración de Thimoty Archer» el autor se mueve entre el tono de «caso histórico» de «Sivainvi» y la fantasmago-
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ría de «La Invasión Divina», logrando una síntesis perfecta de ambas corrientes en la que es, sin duda, la mejor novela de la trilogía, la mejor escrita y la mejor acabada y tal vez la primera novela de literatura general incluida en una colección de ciencia-ficción lo que viene a demostrar la ambigüedad de las fronteras que separan a ambas.
Como la figura histórica del obispo Pike, el héroe del libro, abogado convertido en clérigo, intenta llegar a la Verdad a través de la traducción de unos nuevos manuscritos encontrados en el Mar Muerto. El suicidio de su hijo le lleva a realizar prácticas espiritistas y a escribir un libro en defensa del tema pero el posterior suicidio de su amante le hace darse cuenta de que se ha dejado llevar por una imaginación descontrolada e intenta luchar contra los impulsos autodestructivos que le llevan a un cuasi-suicidio en el desierto del Mar Rojo, pero, su resistencia es mínima y llega demasiado tarde.
Hay que resaltar la similitud del argumento con los sentimientos ambivalentes sobre sus propias experiencias visionarias tal y como nos las relata en «Sivainvi». Sin embargo, el libro, bastante mejor estructurado, se resuelve en un magistral «coup de théatre» final que contiene el explosivo poder de la mejor ciencia-ficción, sin mermar por ello el tono de realismo balsaciano que domina el libro.
Si algún mensaje moral pudiéramos sacar de esta trilogía sería el de que no hay que dejarse llevar por la búsqueda insensata del Grial de turno que nos ofrece la sociedad moderna. «La transmigración de Thimoty Archer» se nos presenta así como la historia de una adicción y, también, como la confesión de un alma que de una forma clara y concisa, sin afectaciones, no se ha ahorrado nada de sí misma, dando la
medida de un escritor que hemos tenido la desgracia de perder en la madurez de su arte. El destino, al final, pudo con Philip K. Dick pero no con su obra. Su transmigración está preparada.
Fernando P. Fuenteamor
EL CAMINO
DELA
TORMENTA
José María Guelbenzu, El esperado. Alianza Editorial, Madrid, 1984.
r:
A propósito de «El esperado», de José María Guelbenzu(han aparecido diversascríticas anteriores a esta mía, por lo que me parece
oportuno referirme a alguna de ellas) se habla de «novela de iniciación». Yo me pregunto: ¿qué es una «novela de iniciación»? Si el término «iniciación» se refiere a un relato en el que a uno o a varios adolescentes les sucede «algo» por primera vez, en efecto, «El esperado» es una «novela de iniciación», del mismo modo que pueden serlo «La vida sale al encuentro» de Martín Vígíl, o «Helena o el mar del verano», de Julián Ayesta. Naturalmente, los puntos de contacto entre el libro de Martín Vígíl y el de Guelbenzu terminan aquí, con lo que se demuestra el peligro que encierran las clasificaciones en las que pueden integrarse ejemplares tan diversos. Con el librito de Ayesta (un poético relato en el que un adolescente descubre el amor), tampoco hay contactos. José María Guelbenzu, con «El esperado», escribe una novela en «tono mayor», en la que lo que se narra no es t¡m pretendídamente poético como los cambios de color sobre la playa del libro de Ayesta (pese a la indudable calidad poética de la prosa de Guelbenzu, a su percepción de los colores, por ejemplo) ni está narrado con efusividad. El estilo de Guelbenzu es más reflexivo que efusivo. Sus novelas están medidas, mílímetradas, con la sabiduría de quien ya demostró en «El río de la luna» su dominio de la novela.
En «El esperado», las dos primeras partes del libro conducen a la tercera, a la tormenta, a la obscuridad y al conocimiento (o, por mejor decirlo, a la obscuridad del conocimiento) de una manera implacable.
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Estas dos primeras partes se narran en primera persona, porque, con su técnica escrupulosa, Guelbenzu prefiere que sea un personaje quien emita opiniones, y no el autor: « ... era, en fin, un hombre ordinario, o, como yo lo definiría ahora, un desclasado tan zafio como solamente ellos saben serlo» (p. 96).
La precisión: «como yo lo definiría ahora» es muy significativa del modo de hacer de Guelbenzu. El personaje-narrador está contando una historia que sucedió «antes»: en el «antes» temporal y espacial de la narrativa de Guelbenzu, España, años sesenta. «El mercurio» (1968), su primera novela, es novela contemporánea de los hechos que narra. Pero la adolescencia de «El esperado» se desarrolla en otro ambiente. En «La noche en casa» (1977), Chéspir, que es personaje salido de «El mercurio», vive una noche de amor y aventura con una chica muy dueña de sí misma, de acuerdo con las posibilidades que ofrece este país: el escenario de la aventura es San Sebastíán. Pero en «El esperado» los hechos se ven desde una distancia de veinte años: distanciamiento que conviene al ya aludido espíritu reflexivo de Guelbenzu, y no sólo por razones técnicas. Esos veinte años que separan al narrador de lo narrado son, sin embargo, un elemento narrativo de primer orden, gracias al cual, lo sucedido en los años sesenta, al ser reconstruido y narrado en los ochenta, lleva implícita su crítica y su comentario (pese a la evidente sobriedad y pudor de Guelbenzu en este aspecto).
«El esperado» no sólo es una historia iniciátíca: también lo es de una dependencia sombría. Que es una historia sombría no sólo lo revelan
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los hechos, sino, además, el escenario, la luz, el temor a la noche, esa «luz terrible de tus cuadros» (p. 296), o la tormenta, poderosa, obsesionante y presente en toda la tercera parte: «Primero fue un destello, luego iluminaciones encadenadas que al sucederse acompasadamente semajaban un solo y largo temblor de luz, después la culebrina nítida de un relámpago y, entre tanto, el rodar de la tronada esparciéndose por el cielo.» (p. 294).
A este decorado podemos añadir, para dar mejor idea de la condición inquietante, misteriosa, de «El esperado», que hay en ella un sentido de la fatalidad, donde los hechos suceden como sí decidiera sobre ellos el Destino, como en la tragedia griega. Los versos que sirven de frontispicio, de Valente, parecen determinar el relato:
Aguardo. Alguien puede llegar, venir de pronto, no sé quién, conociendo más que yo de mí vida.
Al mismo tiempo que dotan de un extraño encanto, de misterio, al final
· de la segunda parte:«Las manos de Regína me de
volvieron a ella, a mí y a la habitación. Tomándome del brazo, se dirigió hacía una pintura colgada junto al ventanal y, con un gesto, me indicó que la observase. No pude reprimir un gesto de desconcierto. El motivo del cuadro era radicalmente distinto a los demás: representaba un inequívoco pero turbio ambiente de tormenta sobre un paisaje en el qúe se distinguían varias casas ante un lejano fondo marino; y eri primer plano, como observándolo todo y, a un tiempo, dirigiéndose hacia el lugar, aparecían la cabeza y los hombros de un hombre, un muchacho joven, más bien, cuya presencia resultaba tan inquietante como la tormenta, aunque de modo muy diferente. En seguida advertí que al pie del paisaje había una leyenda y, acercándome, traté de descifrar la calígrafia del pincel de Regína. Decía solamente: «El esperado».
-¿Es el título del cuadro?Y Regina contestó, categórica
y misteriosa: -No, ese no es su título, sino
su destino. Como lo es el tuyo y como tú lo recordarás.
Momentos como éste hacen que trascienda la «novela de iniciación», que, claramente, es otra cosa: la exposición de un misterio, que es som-
brío como las luces de la tormenta que se aproxima, e inevitable como ella. Desvelado a medias el secreto (los secretos jamás se desvelan del todo), desaparecen Arturo Mayor y Pepín el Guapo, desaparecen los años sesenta y el lenguaje de aquellos años, que Guelbenzu reproduce con precisión documental en los diálogos, para dar paso a fuerzas desatadas, a la intemporalidad de la tormenta, al momento -principio y finen que León «supo que el mensajero, el que avanzara a su encuentro por los inciertos caminos del cuerpo que ahora se desbordaba emocionado, había alcanzado su destino». (p. 305).
José Ignacio Gracia Noriega
CONTAR EN ESPAÑA
Enrique Murillo, El secreto del arte.Barcelona, Anagrama, 1984. Valentí Puig, Mujeres que fuman. Barcelona, Anagrama, 1984.
No es preciso que el crítico sea omnisciente parapoder pontificar a gusto,como quería Brunetiere,pero tampoco es aceptable
que funde su prepotencia en un saber traído por los pelos.
D. Juan Valera, hablando precisamente de un arrinconado libro de cuentos de Hartzenbusch, exigía del crítico «buen gusto y algunas humanidades» que adornaran una insoslayable imparcialidad. Creo que es aún pedir demasiado: bastaría con que el crítico tuviera el suficiente buen tino para subsanar sus más flagrantes carencias y la agudeza bastante para
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atisbar lo nuevo y olisquear lo redundante, aun no teniendo muchas lecturas o un fino criterio teórico.
Nada de esto ha mostrado, al recensar las dos colaciones de cuentos que aquí se repasan, el ínclito Rafael Conte, quien una vez más ha hecho buena aquella contraimagen suya de Gabriel Cuento, docto en vacuas prolijidades, perpetrado por Alfonso Sastre en El lugar del crimen.
Quería Conte reivindicar las bondades del género cuento, y desvelar una metamorfosis con que mostrar su perspicacia, para lo que no encontró mejor camino que empezar con una exhibición de historia literaria: «tradicionalmente, los buenos cuentistas -excelsa palabra que es preciso reivindicar- se podían contar ...: "1;?_;con los dedos de la mano ... No hay ��-'.·,:en las letras españolas el equivalente ,.. de un Chejov, a un Maupassant; ignora totalmente-, y todas las noucontamos con doña Emilia Pardo velles «en abismo» (el término suBazán, cuentista tenaz, con Clarín, pongo que se reconocerá como de que en alguno de sus cuentos supera Todorov) incluidas en las novelas la tan centenaria Regenta, con lgna- picarescas. cio Aldecoa, con la sorpresa cata- Es evidente que un crítico que iglana de Pere Calders, y el talento de nora, o al menos olvida todo esto, y Camilo José Cela desperdigado en que no pone en juego, para evaluar cuadros y apuntes excepcionales. esa supuesta metamorfosis de una
Si de «cuadros y apuntes» se tradición inexistente, la influencia trata, no veo por qué Azorín y Gó- del cuento latino-americano (los rasmez de la Serna, D'Ors, Giménez tros de Borges en Murillo son tan Caballero y Plá ( en la misma medida evidentes que hasta un perdiguero que Calders) no quedan incluidos sinusítico podría seguirlos) sólo también, como adictos de la glosa y puede merecer crédito en un país el cuadro costumbrista que son, en- donde el mandarinato ocupa el lugar tre el número de los cuentistas. de la crítica. Pero, si de cuentos en sentido propio Pero aún, tras el aperitivo históri-se habla, me pregunto aún con ma- co-literario, tiene tiempo Rafael-Ga-yor asombro dónde debe haber que- briel Conte de dedicar concreta dado Valle Inclán, que de hecho no atención a los dos conjuntos de rela-escribió nunca más que cuentos y tos que motivan estas disquisiciones nouvelles; o Alarcón, cuyo clásico (y a otro conjunto más, plurimorfo y «El clavo» aparece en no pocos li- trasmoderno, los cuentistas de Lunabros escolares de lectura hispanoa- de Madrid, con los que no he tenido mericanos; por no hablar de Valera, el gusto de trabar lectura): los que tan afecto al cuento que publicó con aborda con la coherencia de un pro-Narciso Campillo una colección de boscídeo. Cuentos y chascarrillos andaluces, Sitúa primero a Puig por relación a ·después de haber practicado él sus influencias, desde Evelyn mismo el cuento volteriano; y sin de- Waughn -el de Fechoría Negra,jar por supuesto en el tintero a Béc- dice, y yo me pregunto, por qué no quer, cuyas Leyendas supongo que más bien Incidente en Azania, que al el metamórfico Conte no tendrá más menos es un cuento-, hasta, cómo remedio que considerar formalmente no, Lforen� Villalonga, del que, excuentos. hypothesi, algo tuvo que sorber,
Esto, sin contar «tradicional- siendo co-isleño. Llueven luego pa-mente» con la simiente del apólogo rabólicas alabanzas sobre el autor, indio que dejan en la más antigua para terminar pidiéndole el crítico literatura castellana los árabes, y «que estructure más sus productos, que se refleja en la línea que se va de que nos ofrezca un libro unitario, Calila e Dimna a El Patrañuela -ya donde la brillantez no se desperdigue muy empapado de Bocaccio-, pa- por todos los rincones». sancto por D. Juan Manuel y el Arci- Y es aquí donde yo me pregunto, preste. Tradición que continúa Cer- no ya si habrá reflexionado Conte vantes -al que sí cita Conte-, pero alguna vez sobre el género, sino si también María de Zayas -a la que habrá leído algunas de sus más mo-
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délicas colecciones modernas, las Narraciones extraordinarias, de Poe, o los Cuentos crueles, de Villiers, donde la unidad temática y formal brillan por su ausencia, siendo como es cada cuento una unidad de tratamiento específica, agrupada coyunturalmente con otras por mor de su más fácil o más comercial difusión (aunque luego, como ocurre con la arbitrariedad lingüística, el aposteriori repetido se convierta en apriori conjuntista -para el lector ingenuo, que no parael crítico, a quien se le supone unmás avezado ojo clínico).
Pienso yo que, tal vez, Conte tiene como modelo de colección del relato breve el Decamerón, y que considera ineluctable que los cuentos se engarcen en una trama exterior artificiosa, como pueda ser la peste de Florencia, que obliga a agrupar los relatos en algo más parecido a los que luego serán las novelas en abyss, cuyo modelo máximo es sin duda El Manuscrito de Potocki, pero cuya estructura more
geométrico aparece también utilizada en Los 120 días, de Sade. ¿Habrá que recordarle a nuestro ilustre crítico que, desde Margarita de Navarra, última imitadora del cuentista florentino, las novelles insertas en una situación-relato no son ya de uso en Occidente?
Prosigamos con los relatos de Murillo, a los que, en cambio, la heterogeneidad temática parece no afectar. Debe ser porque los «meandros», las «vueltas y revueltas» de su prosa, de los que surje «la luz negra del misterio y la ambigüedad», han acabado por ofuscar al crítico, que en vez de encontrar en ellos pura y simple confusión, prolijidad, impericia narrativa, y vacilación descriptiva, descubre «sutilezas, presididas por la maestría estilística y la ambigüedad».
Es evidente que «ambigüedad» es en sí mismo un término ambiguo, pero quizás contextualizado en la cultura española, y más concretamente en el enunciado de uno de sus más representativos exponentes, podría reducirse su polisemia. «Ambigüedad» en este caso no querría decir «enriquecedora multiplicidad de connotaciones», sino «vaguedad narrativa con empobrecimiento semántico». Con lo que, correlativamente, tendríamos que traducir «maestría estilística» con el siguiente circunloquio: «proyecc10n de la habilidad del crítico para hacer pasar sus vacuidades como juicios atinados, sobre la confusa narrativi-
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_ dad y la vaguedad semántica no intencionales del autor».
Por dura que pueda parecer esta opinión, y por desaforadamente desviado hacia el crítico que pueda parecer el argumento, tal acentuación tiene una razón de ser, orientada a revelar algo que suele escondérsele al lector normal, y a veces incluso al avezado: la política editorial y las alianzas que subyacen a ciertos lanzamientos y a determinadas tomas de postura, en apariencia innovadoras.
Son varias las editoriales pequeñas que, arrostrando los riegos de un mercado que apenas presta atención a los libros de relatos cortos y prima papanáticamente la novela, han venido publicando a jóvenes autores de este género, muchos de los cuales llevan sumados varios títulos, sin que la crítica les preste la menor atención. Y había, por lo que se ve, que esperar a que una editorial de creciente prestigio y fineza subida, como Anagrama, acompañara el lanzamiento de los libros de Puig y Murillo de una circular para la crítica, donde proclamaba su intención de apoyar en adelante al cuento como género, para que el crítico literario con más escucha en el país otorgara su aval a un género casi sin tradición en nuestras letras recientes.
No hace falta hablar en este caso de compadreos conscientes ni llamadas directas, aunque haya podido haberlas. Basta sencillamente con que el crítico elevado a «gran proclamador» o «gran avalista» haya visto la posibilidad de apadrinar sin riesgo un pequeño movimiento, o una moda más o menos pasajera, apoyando a una editorial respetada de todos, y a unos autores que aún no se han malquistado a nadie.
Hasta aquí, la supervivencia moral y la continuidad prestigiosa del crí-
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tico en cuestión lo explican todo. Lo que no se explica es que tenga que hacer alardes de unos conocimientos histórico-literarios que no posee, ni que al apadrinamiento de dos autores concretos, sin tomar en cuenta la tradición anterior, o sus rupturas, o los intentos de despegue circumanteriores, haya que llamarlo metamorfosis: en el caso de Puig, lo que hay es una endomorfosis; en el de Murillo un atisbo de protomorfosis. En el caso de Conte/Cuento lo que se manifiesta es una catamorfosis continuada, o por mejor decir, un catabolismo literario con estreñimiento.
Alberto Cardín
LA NOVELA
DE UNA
PASION
INTELECTUAL
George Eliot, Middlemarch. Editora Nacional, Madrid, 1984.
S e ha dicho que Middlemarch es una de las pocasnovelas inglesas escritas para adultos y capaz de competir con las grandes fic
ciones francesas y rusas de su tiempo. Y, desde luego, no parece que con sus indudables cualidades shakesperianas, esta extensa novela (son 1.106 páginas en la versión española que ahora acaba de aparecer por vez primera, muy bien traducida· por Isabel Quintana) vaya a atraer a la nueva clase de lectores modernos narrativamente analfabetos que buscan en la literatura emociones adolescentes, relatos de formación y aventuras exóticas.
Su autora, George Eliot (Mary Ann Evans era su auténtico nombre), alcanza con Middlemarch, publicada originalmente en 1872, la cumbre de su indudable maestría como novelista «científica». La formación de esta gran novelista inglesa era completísima. Participa del movimiento racionalista y positivista de su época. Entre sus amigos se cuentan los mejores pensadores británicos de entonces: J. S. Mill, Spencer, Huxley ... Había traducido a Strauss, Spinosa, Feuerbach y, cuando se dispone a iniciar su carrera como novelista, duda de su capacidad para llevar a cabo una representación dramática de la acción -según ex-
presa en sus diarios y cartas-, aunque está segura de poseer ingenio, saber escribir y contar con una filosofía propia.
Es posible que estas dudas sean parcialmente válidas en lo que se refiere a sus novelas anteriores (entre ellas esos grandes monumentos como El molino junto al Floss, SilasMarner y Adam Bede), pero en Middlemarch, al presentar la vida en provincias de la Inglaterra victoriana, George Eliot consigue, no sólo una representación dramática de la acción, sino una auténtica obra trágica. El ambiente es irrespirable, la realidad social, elemento vital de la novela, descubre la mutua dependencia de los seres humanos, el campo magnético que crean a su alrededor cristalizado en unas normas morales que los van a llevar -y eso lo aprecia cualquier lector .atento a partir de los primeros capítulos del libro-, a un fracaso inevitable.
Existe en Middlemarch una evidente inadecuación de la realidad con respecto a los pensamientos y deseos de los personajes. Queda de manifiesto que las buenas intenciones no son suficientes y que se impone una sociedad cerrada en la que nadie puede llevar una existencia aislada y autónorpa.
Y, sin embargo, no se trata de una novela sociológica, sino que más bien supone uno de los orígenes de la novela psicológica. El gran escenario de la acción es la psique, la conciencia moral de los personajes. Sus dramas y sentimientos -humanos, demasiado humanos-, nunca caen en el melodrama a lo Dickens; tampoco en la ironía o caricatura a lo Sterne; ni recogen el legado de la novela inglesa anterior, recibido de Cervantes vía Fiedling, que exigía que el narrador rompiera la secuencia trágica con un anticlímax. George Eliot se arriesga a narrar sin culpabilidades y realiza una obra to-
George Eliot.
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talizadora donde ·se penetra en los sentimientos más recónditos de unos personajes que nunca son juzgados, que aparecen a la luz fría y objetiva de una conciencia implacable.
Claro es que la propia Eliot señalaba que: «El hombre o la mujer que publica sus libros adopta inevitablemente la actitud de una persona que enseña y que influye en la mentalidad del público». Pero esta perspectiva moralizante, inevitable en aquellos años, ese tono de sermón que adquiere en ocasiones con interpolaciones como «mas, permítanos el amable lector ... », o «mire atrás, mi buen amigo, a sus tiempos juveniles ... », o «¿acaso no hemos, todos nosotros, alguna vez ... ?», no impiden que la obra resulte plenamente lograda y no ofrezca tipos tan acabados como Dorotea, cuya vocación es dedicarse a una gran causa, igual que Teresa de Avila -precisa la propia Eliot-, aunque su situación de mujer la deje sin guía en el contexto donde está condenada a vivir. Y lo mismo el resto de los personajes que aparecen en las páginas del libro víctimas de las limitaciones, miseria y mediaciones que impedirán la realización de sus ideales.
Middlemarch arrastrará a todo lector que esté dispuesto a que las ruinas lo encuentren impávido, y sea capaz de sobrevivir a cualquier fracaso, con elegancia, sin aspavientos, asumiendo, como se señala en la página 137: «Nosotros mortales, hombres y mujeres, nos tragamos las decepciones entre la hora del desayuno y de la cena, aguantamos las lágrimas con los labios un poco pálidos, y si alguien nos pregunta, contestamos: '¡ Oh, nada!'. El orgullo nos ayuda, y no es dañino si simplemente nos lleva a esconder nuestras propias heridas y no a herir a otros».
Mariano Antolín Rato
¿PINTURA O POESIA?
Juan Mollá, Sombra, medida de la luz. Endymión. Editorial Ayuso. Madrid, 1985.
Una literatura difiere de otra ulterior o anterior menos por el texto que por la manera de ser leída» . De vez en cuando, cuando
me invaden las ganas de abandonar el ejercicio más o menos científico
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Chillida.
de la crítica ( que si no seca el manantial de la imaginación, lo encauza), necesito recordar estas palabras de Borges para ignorar que tantas veces los críticos, de tanto manosear el producto, acaban echándolo a perder. Porque, cuando recibo un libro, siento la tentación de escribir sobre él. Generalmente no lo hago -menos mal-, pero a veces (y las causas son muchas y muy diversas) me animo a recorrerlo buscando querencias, símbolos y forma_s, !1-ilosque conduzcan a un conoc1m1ento cada vez más real y más profundo del quehacer literario, del producto literario. Es lo que me ha pasado ante Sombra, medida de la luz de Juan Mollá.
Los poemas se encierran entre «La exploración de la tiniebla» (dedicado a Borges y comienzo de una
, primera parte cantora de la Sombra)f «Viaje al centro de un diamante» (final de una tercera parte evocadora de Medida de la luz). Temiendo «la claridad apenas entrevista», la exploración de la tiniebla se resuelve en continuas metáforas, tan manoseadas como «la boca del lobo de la angustia» o tan novedosas como «el tubo de antracita del olvido», pero igualmente efectivas. La búsqueda final por «cascadas radiantes / claridades adentro» desemboca en alusión directa al título del libro y su exigente paradoja profundamente antitética:
Medida de la luz es el silencio. O la sombra Los poemas de la parte central (11)
objetivan, en una segunda persona que desdobla el yo del poeta, un concreto vivir, evocado preferentemente por símbolos duales con gran vitalidad en la tradición: ese pozo(«caverna vertical/ que horadaba la tierra»), eterno y prometedor símbolo del recuerdo humano, guardián de la misteriosa y recóndita espe-
ranza del hombre. La cárcel, cárcel real de real biografía, visitada como un suplicio obligado del que era ¿ vergonzoso? evadirse, escapada que, precisamente por ello, se le hace al poeta metáfora de «mar amargo» del que se huye hacia una «playa»
donde hacer pie, ,.librado del •[abrazo
mortal de la resaca
Los Cuadernos de la Actualidad
versos que luchan entre la ruptura versal y la unidad sintagmática, prolongado así, semántica y formalmente, la atadura convencional de lo que debe hacerse. El cuarto oscuro,índice de interrogantes sin respuesta, transformado en sintagmas (parecen favoritos del poeta) que, perfectos gramaticalmente, amalgaman conceptos casi incompatibles, como esos latidos de silencio de un enorme reloj, como esos pulsos deestupor de un corazón en guarµia; al fin, superando surrealistas andaduras («tú a�ercabas el ojo azul al párpado / de hierro»), la realidad se hace aforismo casi machadiano: Millares .
.. .. .. .. .. .. .. . : nada existe en la total negrura, porque nadie lo ve. El rumor, cuya temida existencia
produce, cual paroxismo inevitable de tragedia griega:, la tranquilidad. Y todos estos símbolos transmisores de temor culminan en el poema que cierra la serie, «Los muertos» (cuyos versos 13-17 «dentro del doble fondo del olvido» recogen, me pregunto si conscientemente, los poemas anteriores: en los hoyos
en los cuartos oscuros, en las noches sin sueño, en los profundos pliegues de la
[ausencia), pretexto para presentar, también en forma categórica, eternas y únicas verdades:
Su tiniebla no existe para ti Todavía. El resto de los poemas (partes I y
III) se encargan, casi en su totalidad,de glosar las ilustraciones que losacompañan. En los trece poemasque componen la parte I encontramos machaconas repeticiones correlativas, como los antes del poemadedicado a Brines; o las intensificadas negaciones en busca, en Tapies,de «Nunca, infinitamente nuncanada»; o los balbuceantes y anafóricos ¿quién? de «El miedo» con Quirós. En ocasiones, un terror casi bíblico oscila sobre el hombre como«este objeto negro que nos juzga»inspirado por Manolo Millares; ouna consciente expresividad fonológica ambienta el agobiante comentario de M. Rivera donde
Trasfondos repetidos de tinieblas transparenta su tacto de azabache
revolviendo sombra y silencio para crear nuevas relaciones como un «reloj de sombra» -no de sol-, como un «silencio de plomo» -no en las armas, en el arpa-. Otras veces, la expresividad fonológica busca incesantemente una simetría casi clásica, como esa aliteración de /si que plasma en estructuras bimembres ( «sombra viviente entre las sombras muertas» o «tal vez sombra ya muerta entre sombras vivientes») la angustiosa «Caverna» de J. L. Verdes.
A pesar de su título, no se vuelcan hacia la serenidad las claridades de los 14 poemas de la parte III. Seguimos hallando enumeraciones ricamente caóticas de sustantivos más o menos incrementados que se enredan y retuercen en el poema dedicado a Lucio Muñoz, paralelísticamente distribuido (como el cuadro)en segmentos semánticamente condicionales atados al ambiguo peroque lo inicia; otras veces, la relaciónde términos equifuncionales se anudan a un yo, que la lengua se encarga de hacer oportunamente cercano (he entrevisto), en el «Cataclismo» dedicado a E. Grau; en ocasiones ( «Caballos de la luz y de lasombra»), la amargura, cansada dediscurrir sobre sí misma, parece increpar en perezosos alejandrinos:
en la luz y en las sombras ade[lantas tu mano,
inmensa y transparente cual la [ mano del mar.
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Anhelando agarrarse a lo que sea en un mundo tan lleno de inseguridades, busca el poeta la perfección formal (reflejo de las «formas exactas» de Chillida) manipulando posibilidades sintácticas de verbos muy cercanos significativamente:
Están. Son siempre. Puedes asirte a ellas y durar
para llegar, no obstante, sólo a la huida de todo, a la hueca salvación del nihilismo: «Las formas con su peso nos elevan»
Nos salvan de la luz, de la sombra, de la
- · [duda.Por idénticos caminos rítmicos y
estructurales, según nos acercamos al final, leve romanticismo y personal nostalgia invaden poco a poco, intentando forzadamente encontrar «la luz interminable» o una enigmática «luz de interior / que desnudaba el mundo»; pretendiendo alcanzar «la plenitud que nunca ( ... ) podrá cerrar la curva de tu sueño». El poeta, sarcásticamente engañado, «iza la luz» para encontrar «¿Pirámide de sombras?», y su búsqueda tropieza y se detiene, como siempre, ante algo que se esconde irremisiblemente
en un bosque de luces invisibles, de caudales radiantes, de reflejos, de destellos, de llamas y de som-
[bras.
Carmen D. Castañón