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S. D.
Francisco Arriaga
Francisco Arriaga – S. D.
Francisco Arriaga. © 2010. Todos los derechos reservados.
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Sessions
Sexual discoveries
P. 3
Sinful decisions
P. 33
Smooth dodecaphony
P. 75
Tracklist
P. 100
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Sexual discoveries
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Sirenito
Pinche Sirenito, se pasó de verga; y nosotros tan pendejos, allí andábamos
oliéndole el culo.
El Carlangas brincó primero. ¡No mames! le dijo, pero el Sirenito seguía
emperrado, a nadie le hizo caso; ya sabíamos que cuando no respondía todo
venía valiéndole madres. Cuando terminó se quedó quietecito, como pensando.
A lo mejor se puso así porque era la primera vez que nos invitaba. Y neta, ‘orita
ya no se si era por miedo o se arrepintió; igual que todos los jueves nos invitó
al cine, y nos fuimos sin pensarla dos veces.
-Pinche Sirenito, me cái que 'ora sí te la jalaste –iba repitiéndole el Carlangas, y
el Sirenito como ido, sin hacerle caso. Creo que el Carlangas lo colmó.
-¡No mames! ¿A poco no hubieras hecho lo mismo?
Pinche vieja, estaba bien buena, sabrosa sabrosa, pero tampoco era para
tanto. No le llegaba a las que salen en el cine.
-Pero no la chingues, cabrón, esas mamadas no se hacen –le decía el
Carlangas que no paraba de hacérsela de güato.
-¡Órale pendejo!, sigue chingando y te voy a partir el hocico.
Pinche Carlangas, se quedó mudo y nadie más le siguió el cuento, total ya
había pasado una semana. El Sirenito compró los boletos y al entrar ni siquiera
volteamos a ver al boletero, bien que sabía que no podíamos estar allí, pero
también le valió madre. Nos dejó entrar y más adelantito subimos las escaleras,
el Sirenito iba siempre adelante, siempre en chinga, como si fuera el jefe. Y me
cái que ‘ora que lo pienso, no sé cómo ni cuándo se le puso que él era el jefe.
Pero él siempre tomaba la delantera y subíamos las escaleras rápido, muy
rápido, brincando de escalón en escalón, y al entrar en la sala -quién sabe por
qué- comenzamos a caminar de puntillas, como gatos espinados. Está bien
cabrón subir a oscuras los escalones, hay que estar al tiro porque si no puede
uno partirse la madre en cualquiera de las butacas. Nos fuimos hasta lo más
alto, a la última fila. Nadie pareció habernos tomado en cuenta, y la pinche
película ya estaba empezada. Era una de esas películas italianas de relleno, la
pasaban tan seguido que la bola de cabrones que allí estábamos ya no’la
sabíamos de memoria. Pensé que el Carlangas se estaría tranquilo durante la
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película, pero ni máiz, siguió dándole con lo mismo. -Pinche Sirenito, te pasaste
de verga. El Sirenito se arranó un poco más en su butaca, y sin voltear a verlo
le dijo ¡Ya cállate cabrón! ¿No ves que ya va a salir la morrita que me gusta, la
Flaca sabrosa...?
El Carlangas ya sabía lo que iba a pasar; se me hace que todos ya sabíamos lo
que iba a pasar. El puto aquel se asomará por la puerta así medio cerrada,
mientras la Flaca sabrosa se mete los dedos en la panocha, y cuando está
derritiéndose de la emoción el puto mirón abrirá la puerta mientras se
desabrocha el pantalón, la Flaquita sabrosa comenzará a chuparle la verga y
de repente él la volteará sobre el sillón para metérsela una y otra vez, hasta
descremarse encima de su espalda.
‘¡Mi cabrito norteño!’ gritó algún pasado de lanza, y nomás nos reímos. El
Guayo nos había contado el chiste: ‘¿en qué se parece una vieja bien caliente
y un cabrito norteño? En que les encanta que les abran las patitas y les metan
el fierro en medio’.
Pinche Guayo. A lo mejor él ya sabía, por eso se desafanaba cuando podía.
El cácaro ni siquiera prendió la luz, nadie compraba ni un puto chicle a esas
horas y mejor le siguió y puso la siguiente película antes que la raza empezara
a mentársela, aunque no la libró, alcanzamos a chiflarle, música de viento para
ese pendejo y su reputa madre. El Guayo llegó de rato, 'y 'ora ¿por qué te
tardaste?' le preguntó el Sirenito. ‘Pos nomás’ recuerdo que le respondió.
Pinche Guayo, le gustaba pasársela nomás haciéndose pendejo. Pero el
Sirenito tenía razón, el Guayo se desafanaba cada vez que podía, dizque
porque su jefa no lo dejaba salir a la primera y tenía que hacerle la llorona. Y
todo para que su jefa se hiciera la del rogar y después acabara pidiéndole que
cuando regrese ‘le lleve un lonche de ternera y un chesco’. El Sirenito la
arremedaba bien a toda madre, y el Guayo como que se agüitaba, pero tenía
que aguantar vara el cabrón. Pero es la neta, pinche vieja tragona y gorrona, el
Guayo tiene la culpa por hacerse el estudioso y querer seguir volándole la feria
al regidor que le consiguió la beca.
Pero ni madres, los tres sabíamos que el Guayo algo se traía entre manos,
aunqu’el cabrón no decía, a nadie quería decirle.
El pinche Carlangas la tiene hecha: su jefe vive solo. Se separó de su jefa hace
un chingo de años, así que se la pasa cogiendo con cuanta vieja se le ponga
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de modo. Y al Carlangas le suelta la feria para que la pase bien el sábado y
domingo y no le salga con chingaderas. A su jefe le gusta pasarse el fin de
semana en algún hotel, cogiendo y comiendo. Quién tuviera su suerte.
A mí la única que me l’ace de jamón es Joaquina, mi tía. Mis jefes se murieron
cuando iban de peregrinación a San Juan de los Lagos. El camión se cayó por
una barranca, y como yo iba con mi tía no me tocó morirme allí; Joaquina me
trata bien, pero luego también le llega la de ponerse muy acá, y entonces todo
vale madre. Creo que no me corre de su casa porque las gentes dicen que me
parezco un chingo a mi jefe. A lo mejor es cierto, y mi tía se la toma muy en
serio. Pero el Sirenito no tenía a nadie. Y mientras más lo pienso más me doy
cuenta que no se ni cómo el Sirenito comenzó a juntarse con nosotros.
Creo que fue en una de esas idas al cine, cuando llegamos los tres al mismo
tiempo, yo, el Guayo y el Carlangas. A lo mejor el Sirenito ya estaba sentado
en la última fila; así debió ser, porque de repente ya nos pichaba los lonches de
ternera y las cocas, aunque también de repente teníamos que invitarlo y de
todos modos acabábamos comiendo allí, antes de que terminara la función,
mientras las viejas de las películas terminaban dejando que se las cogieran por
todos lados. El Sirenito era el único que no tenía novia. Bueno eso decía el
cabrón, lo que le gustaba era andar de gaviotón pichoniándose a las viejas del
barrio. A veces el Carlangas se quedaba viendo a la Flaquita sabrosa de las
películas y decía ‘estaría con madres encontrarse una vieja como esa y
pasársela cogiendo y cogiendo hasta que se te sequen los güevos’. -
Noseasmamón -le decía el Guayo. ‘Después de la primer cogida no te
quedarían ganas para la segunda, no sea pendejo m’hijo’. Y pinche zape le
arrimaba al Carlangas que me cái que casi nos cagábamos de la risa. Quién
sabe por qué, el Sirenito siempre le hacía la segunda al Guayo: ‘pos eso es
cierto, te descremas y no se trata de subirte al guayabo otra vez luego luego,
porqu’el camarón ni se para ni se mueve. Se trata de sacarse los mocos y
luego esperarse un rato, calentando a la vieja hasta que esta pida más, y luego
sí, súbase mi gallito’. En una de esas fue que el Sirenito se quiso pasar de
verga y nos dijo que a que no nos animábamos a pichonearnos a la primera
vieja que nos encontráramos saliendo del cine. Le dijimos que sí, y andábamos
tan jariosos que hasta suerte tuvimos. Una morrita de esas de la Prepa Cuatro
que estaba esperando el camión le echó una mirada bien acá al Sirenito, y el
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cabrón luego luego se le arrimó y empezó a periqueársela bien y bonito. Como
era jueves y ya eran más de las diez ya sabíamos que los camiones no iban a
pasar. La morrita nos miró y a lo mejor nos vio cara de malandros, la morrita
como que se le arrimó al Sirenito, y éste bien gaviota la abrazó y comenzaron a
caminar. Nos fuimos siguiéndolos como a media cuadra de distancia, y en una
de esas el Sirenito aprovechó y le tapó la boca, la abrazó bien fuerte y sin darle
chance de gritar la metió a la casa abandonada ‘onde se cementeaban los
morros drogos del barrio. Corrimos para alcanzarlo, el último en entrar fue el
Guayo. –Pinche Guayo, fíjate que nadie venga, no seas cabrón -le dijo el
Sirenito. Y luego nos advirtió para que nos quedáramos en silencio, ‘los chotas
pasan y pasan pero no se animan a meterse por aquí, mientras en la tiendita
del barrio le den su piscacha se hacen ojo de hormiga y no se meten con
nadie’. La morrita pataleaba y pataleaba y nomás se estuvo quieta cuando el
Sirenito le metió un chingadazo en la cara que me cái que retumbó bien gacho.
El Sirenito sacó un papel de esos donde vienen envueltas las tortas de ternera,
lo hizo bolita y se lo metió a la morrita en la boca. Luego con el cinto le amarró
las manos por detrás. El primero en cogérsela fue el Sirenito, y le tocó estreno.
‘No le vayan a dejar los mecánicos en el taller, no vayan a ser tan pendejos’.
Siguió el Carlangas y luego me tocó a mí. Si eso era lo que sentían los de las
películas entonces se la pasan con madres. La morrita apretaba sabroso y
como que lloraba, pero estaba bien rica, apretadita y bien mojadita. Se me
hace que también le gustó que el Sirenito la hubiera amarrado. El último fue el
Guayo. Como que no quería, pero el Sirenito se sacó un as de la manga: ‘si no
te la coges entonces entre los tres te cogemos a ti’. Y pos ni modo, el Guayo se
le trepó a la morrita como sin ganas, pero nomás le agarró el gusto y hasta la
morrita como que sentía rico, y de repente se quedaba quieta y de repente
volvía a moverse y luego otra vez se quedaba quieta. Se siente de pocas, me
cái, y el Sirenito tenía razón, los chotas pasaron dos o tres veces pero ni
siquiera miraban la casa donde nos metimos. -‘Ora sí cabrones, desafánense,
que yo me voy a quedar otro rato con la morrita. Me gustó un chingo y aún
traigo ganas.
Creo que los tres nos sentíamos igual, nos fuimos y pensamos que el Sirenito
era chingón de a madres, pero también que nosotros sí teníamos miedo. La
chota volvió a pasar, nos miraron y vimos que algo se dijeron entre ellos; no
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hicieron borlo, y siguieron dando la vuelta. Se me hace que fue por esos días
que dejamos a nuestras novias, ya sólo queríamos que fuera jueves para
buscar otra morrita como la que se había quedado el Sirenito para deslecharse
todito y quitarse las ganas.
Al día siguiente el Carlangas nos buscó. En el periódico de la tarde leyó la
noticia, dizque habían encontrado a una morrita muerta de un pasón, y que la
habían aventado a un canal. El Carlangas decía que era la misma morrita a la
que le dimos violín por la noche, pero ni madres, no se parecía. El Guayo
también decía que no se parecía en nada, aunque el uniforme era igualito, ella
también era de la Prepa Cuatro. En el cine le preguntó el Carlangas al Sirenito
qué era lo que había pasado, y el Sirenito le dijo que también había leído el
periódico, pero él no sabía nada. ‘Cuando me fui la deje vivita y coleando,
hasta estaba feliz de que se la hubieran cogido, a lo mejor no se fue a tiempo y
algún pichicato terminó drogándola y cogiéndosela. O quién sabe, en una de
esas hasta ella ha de haber pedido algo de piedra, pa’ sentirse bien acá’. El
Sirenito decía la verdad, estaba tranquilo y las tortas de ternera las habíamos
pedido especiales, llevaban su aguacate y jamón dorado.
Cuando salimos del cine buscamos otra morrita.
El Sirenito decidió que agarraríamos corte. -Vamos a elegir, y a ti te toca
primero – me dijo. Le eché los ojos a una morrita morena, con buenas piernas y
muy buena pechuga. Me había gustado la flaquita de la semana pasada, pero
ahora sí iba a ser una morrita de mi gusto. El Sirenito sabía que tenía su
pegue, le hizo igual que antes, pero esta vez la morrita no era nueva, se movía
rico pero no fue estrene. A la mañana siguiente fue la misma pendejada en los
periódicos, y ahora el Sirenito no se echó p’atrás. Dijo que él las había matado
pa’ que no nos fueran a poner dedo. Y de todos modos, allí en el canal nadie
iba a saber a dónde las estaban llevando para darles violín, por eso el Sirenito
nos decía que no nos chorréaramos adentro de las morras.
El Carlangas fue el siguiente, pero escogió su morrita sin ganas, como ya
sabíamos que el Sirenito la iba a matar ahora era distinto. A lo mejor eran
figuraciones de nosotros, pero la morrita como que tenía miedo. Cuando el
Sirenito nos dijo que nos fuéramos la pensamos dos tres, pero el Sirenito se las
sabía de todas todas: ‘si no se van, a ti pinche Carlangas te va a tocar matar a
la morrita, total, a ésta tú la escogiste’.
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-Nó, ni madres. Mátala tú, yo no l’entro.
Y nos fuimos con él, los de la chota seguían pasando pero no íbamos a ir y
soltarles la sopa, nos cargaban a los tres y encima al Sirenito. El único que
faltaba por escoger morrita era el Guayo, pero la semana siguiente no fue al
cine. Jotió el pendejo. Así que el Sirenito adelantó su turno, y esta vez nos tocó
doble plato, la morrita se iba a morir pero cogérsela así era de lo mejor que nos
había pasado.
Esta vez el Sirenito no se esperó a que nos fuéramos. Sacó un envoltorio del
pantalón, y una cajita con una jeringa. Vimos cómo preparaba la piedra, y luego
se inyectó un poco él, en una vena del pie, y vimos luego cómo a la morrita le
inyectaba de un tirón el resto. La morrita empezó a respirar muy raro, como si
hubiera corrido alrededor de la colonia, entonces el Sirenito se le trepó y vimos
que el cabrón le dejaba los mocasines adentro. La morrita no aguantó, el
Sirenito estaba como ido, ‘se murió la pendeja, la piedra estaba tan buena que
ni siquiera la disfrutó, pinche morra aguada’. Salimos por la puerta de atrás, el
Sirenito nos dijo que ya que se la bajara un poco la piedra se llevaría a la morra
hasta el canal de desagüe, que no había bronca si lo dejábamos solo. Creo que
los chotas pasaron una o dos veces, pero igual que antes nunca se metieron a
la casa, ni la hicieron de emoción, pero el Carlangas se ha de haber
arrepentido y yo también andaba igual, no era lo mismo cogerse a la morra y
salirte de allí como si nada y bien contento, que cogerte a la morrita y ver cómo
se moría.
Pobre morra, era gacho lo que le había pasado, pero ellas tenían la culpa por
quedarse solas a esperar el camión cuando bien que sabían que ya no
levantaban pasaje. El Carlangas opinaba que ultimadamente nosotros sólo les
dábamos violín, o nos las cogíamos a la fuerza que era lo mismo, y que si algo
salía mal, el Sirenito era quien la llevaría más gacha, por andar haciéndole al
matón violador de morras. Por eso esa noche cuando entramos al cine el
Carlangas le dijo al Sirenito que se había pasado de verga, ‘pinche Carlangas,
a ver si el Sirenito no te parte tu madre por andar de llorón’ fue lo que pensé.
El Guayo no llegó hasta después de la primera película, y antes de entrar al
cine el Sirenito nos dijo que esa noche iba a ser especial porque ib’a’ber doble
función con la misma Flaquita sabrosa. Por eso cuando llegó el Guayo el
Carlangas le dijo ‘esta noche no te vas a librar de escoger morrita, pinche
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Guayo’. El Sirenito seguía metido en la película, no podía quitarle los ojos de
encima a la Flaquita, se me hace que por eso le gustaba sentarse hasta la
última butaca de la última fila, y por eso se iba adelante de nosotros cuando
subíamos las escaleras.
Ya nos habíamos acostumbrado, el Sirenito en el rincón, luego Carlangas,
después yo, y dejábamos al Guayo hasta el último, para no andar
levantándonos si llegaba tarde. El Carlangas se levantó para ir al baño, según
él. Ya sabíamos que iba a jalársela porque la morra de la película también le
gustaba un chingo, si la Flaquita sabrosa se les pusiera enfrente seguro que el
Carlangas y el Sirenito se hubieran partido la madre por ella sin pensarlo dos
veces.
La verdad yo estaba viendo cómo la Flaquita se la chupaba al garañón de la
película, y no me di cuenta hasta que el Guayo ya estaba encima de mí. El
Sirenito ni metió las manos. -¡Órale pendejo!, ¿qué te traes, pinche Guayo? –le
reclamé.
-Vámonos cabrón, ¡en chinga! –fue lo que me dijo. Bajamos los escalones a
oscuras, nadie nos miró, la Flaquita estaba grite y grite como pendeja, y ya
sabíamos que el garañón que se la estaba cogiendo le iba a dejar la buchaca
llena de mecos.
Teníamos que pasar por el Carlangas, cuando entramos a los servicios el
Carlangas estaba jalándosela en uno de los baños, ‘¡vámonos, te la jalas
después!’ le dijo el Guayo, y salimos por una puerta que nadie estaba
cuidando, el boletero estaba ocupado en la dulcería.
Hace como tres años y medio que no los veo. El Guayo nomás nos dijo que el
Sirenito era una madrina de los judas y que en el periódico de la tarde había
salido que la chota ya nos andaba buscando. Por eso le rebanó el pescuezo de
lado a lado, por puto y maricón. El Sirenito no sabía nuestros nombres, y
nosotros nos enteramos del suyo por la noticia de los periódicos. Juramos
nunca hablar de él.
Y como ya no podíamos ir al cine y tampoco íbamos a poder seguir dándole
violín a las morritas de la prepa, y mejor cada quien agarró por su lado.
Pinche Sirenito, se pasó de verga, me cái. Lo bueno fue que el Guayo se puso
vivo y no se le cerró el mundo, que si nó, qué chinga nos hubiéramos llevado, y
nomás por jariosos y por pendejos.
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Mi sonrisa izquierda
Si llega después de las cuatro con cinco, no abro. La puta lo sabe. Pero el
juego también incluye otras artimañas.
Nosotros lo sabemos.
Como cuando ella llega a las cuatro quince y comienza a chillar, a gritar
mientras araña la puerta, y le digo que no abriré aunque deje clavadas sus
uñas en la madera, que me vale madre.
A veces ella amenaza con hacer algo más escandaloso, nada más para probar
que sigue teniendo el control, aunque yo tenga las llaves de la casa y pueda
decidir si ella entra o no. En cierta ocasión su amenaza fue más específica,
‘¿no ves que me estoy meando, cabrón? Si no me abres la puerta me hago
aquí mismo, a ver qué le parece a tu mujer’.
Pero mi mujer casi no sale del cuarto. A veces asoma por la puerta
entreabierta, y entonces mi puta se estremece, como una melosa gatita de
angora que ronronea al ver el filete que le servirán en el plato. En esos
momentos las miradas de mi mujer son como la pimienta que adereza un buen
guiso: dan sabor y novedad a la presencia sempiterna de los mismos
ingredientes que un buen día terminaron aburriéndonos.
Mi puta deja su bolso en la mesita del recibidor. Luce un vestido con patrones
en blanco y negro, que no ocultan las formas de sus pezones y el vello bien
depilado de su entrepierna. Apenas me siento en el sillón, ella se quita el
vestido poco a poco, de abajo hacia arriba. Me deja que vea sus piernas, su
sexo, su vientre, la cintura esbelta y firme, sus pechos que son verdaderas
obras de arte, desafiando a la Naturaleza y su fuerza de gravedad. Pechos
firmes y bien formados, justos para caber en las manos, o para morder con
cuidado mientras me llenan la boca.
Me gusta sobre todo que se hinque, así, sumisa, como una penitente haciendo
oración. Después me besa los pies y con sus manos acaricia mis pantorrillas
para seguir después recorriendo mis piernas mientras me buscan desaforadas
y deshacen el nudo de cinturón y hebilla. Luego me desnuda y me chupa, una y
otra vez, apoyándose en mis rodillas, mientras termino por recargarme
completamente en el sillón de género francés, robusto y discreto.
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Cuando siento que estoy a punto ella se detiene, me aprieta el sexo en una
dolorosa inmovilidad cercana al éxtasis. Como el semen está allí, inmediato,
ella no se mueve y también impide que mis caderas sigan con su ritmo que
busca por fin descargarse de alguna forma.
Entonces sube al sillón y repega su sexo en mi cara. Me frota los párpados, la
nariz, los labios y la barbilla con su sexo húmedo y oloroso, mientras su clítoris
va tomando la forma maciza de una ciruela pasa a punto de reventar.
Así empieza la segunda función, comienza a gritar, a implorar y pedir a mi
mujer que se nos una. Tendrá que suplicar diez minutos, no menos ni más. Mi
mujer aparece en la puerta, cubierta sólo por una bata de noche. Mi puta apoya
su vientre en mi frente, arqueándose todo lo posible hacia enfrente, con el
riesgo de que mi sillón pierda el equilibrio y caigamos yo de espaldas, y ella de
frente. O de pechos, que es lo mismo.
Pero ese pequeño acto de equilibrio tiene una función: besar a mi mujer
despacio, con cuidado. Mi puta comprende que el estado de salud de mi mujer
es delicado, la arritmia cardiaca ha minado muchísimo su vigor, así que debe
ser lo más ruda posible conmigo sin permitirse jamás lastimarla a ella, mi pobre
y desvalida esposa.
Después de besarla mi puta se endereza y sólo entonces se sienta en mis
hombros, dejándome su sexo a la altura de mi boca. Mi mujer rodea el sillón, y
prosigue la faena, mi puta ha dejado el plato puesto, y el semen está a punto.
No puedo ver su cara al arrodillarse, al apoyarse en los lugares de mi cuerpo
donde poco antes mi puta ha estado chupándome y frotándome, pero su
caricia, su calor y su energía son distintos.
Con mi puta es lo burdo, el sexo bruto. Sin miramientos, la carne da placer a la
carne, y de la misma forma que busca vaciarme tres o cuatro veces antes de
irse, ella logra que mi gusto, que mi olfato, mis ojos, y mis oídos queden
impregnados de su presencia. Creo que esa es la razón de que cuando mi puta
se va, mi mujer sigue acompañándome algunos minutos más, sin saber muy
bien si regresar al cuarto y empotrarse nuevamente en la cama, o permanecer
el resto de la tarde a mi lado, poniendo vinilos de Brubeck en el tocadiscos que
tanto nos chulean los amigos.
Mi mujer es mesurada, aunque también es capaz de los excesos imprevistos, y
las decisiones rápidas. Cuando sus desmayos fueron cada vez más y más
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frecuentes, los dictámenes médicos no dejaron lugar para la duda: su corazón
estaba en el límite y necesitaría reposo absoluto indefinido, hasta fortalecer o
robustecer de nueva cuenta su corazón, sometido a severos regímenes de
fármacos, dietas y descanso.
‘Antes de que tengas tiempo para extrañarme, te buscaré algo para
entretenerte. Si no puedo ser tu mujer, ahora seré tu madama. Búscate un
catálogo, un buen catálogo, y tráemelo por la tarde. Escogeré la puta que te
acompañará mientras esto se acaba, o se compone’.
Mientras mi mujer me chupa poco a poco y mi puta contrae los músculos
internos de sus piernas casi ahogándome en el sudor, el jugo y el calor de su
sexo, trato de recordar el instante en que la vi por primera vez. La fotografía no
le hizo justicia en ningún momento. Mi mujer se encerró con ella un par de
horas, escuché cómo reían y también oí por primera vez sus gemidos. Intenté
abrir la puerta de la recámara, pero mi mujer había cerrado con llave, y los
gemidos de la que sería mi puta fueron creciendo y creciendo, hasta culminar
en una serie de gritos profundos, procedentes de su diafragma contraído y
liberado una y otra vez en una respiración cada vez más pausada y rítmica.
Supongo que ningún hombre sería capaz de soportar estoicamente una
situación como aquella. Fui al catálogo, tomé su fotografía y me masturbé en el
sillón, con furia y coraje, y una mezcla de desesperación con impaciencia. El
semen brotando de mi sexo que no podía soportar más fue a caer en su
fotografía. Hice malabares con aquel pedazo de papel impreso, mi semen
recorrió cada espacio de la fotografía, su cara y cuello, sus caderas y pechos,
estuve jugueteando con la imagen hasta que el semen terminó secándose.
Cuando mi puta salió del cuarto me miró haciendo una señal clara e
incontestable. Mi mujer aguardaba en su lecho, con claras muestras de
complacencia y tranquilidad en el rostro.
‘Huele’ ordenó mientras acercaba sus dedos índice y medio a mi rostro. Me
gustaría poder vivir nuevamente aquel instante, rescatar la sensación de
vértigo y placer aunadas al simple disfrute del olor y sabor. ‘Chupa. Son mis
dedos, pero también son tu puta’. Fue como si me dijera ‘cógetela enfrente de
mi’. Bastó sólo un par de movimientos para que mi mujer hiciera brotar
nuevamente el semen de mi miembro que ya exigía poder entrar hasta el fondo
en su puta, en mi puta.
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La voz de mi mujer y la presión incontrolable de mis testículos me devuelve al
sillón donde mi mujer espera que me vacíe en su boca. ‘Vente’ me dice.
Y mi puta quiere que la frote, que la muerda. Su jugo escurre por mis mejillas, y
su olor termina por embotar nariz y lengua. ‘Méteme tus dedos, cabrón’ ordena.
‘Ábreme, párteme en dos, hijo de la chingada’.
Uso los mismos dedos que mi mujer usara la primera vez que se vieron, pero
ahora con mis dos manos tomo posesión de su sexo. Uso mis dedos como si
fueran ganchos, y puedo ver el interior de aquella vagina llena de pliegues que
escurren néctar y que comienza a contraerse, según el capricho de mi puta.
Sus contracciones son regulares, rítmicas. Siento su presión en mis dedos, y
froto con mi lengua su clítoris, ella gime, grita, siento sus uñas clavándose en
mi nuca, tirándome el pelo con fuerza, como si fuera mi cabello el único medio
de escape de un abismo que lentamente se abre bajo nuestros pies.
Mi puta comienza a volver en sí, con movimientos mecánicos abandona su
lugar de sacrificio, abandona el asiento que fueran mis hombros, y termina
arrodillándose junto a mi mujer. Entonces se besan, comparten lo que he sido,
un poco de semen, los vellos castaños y las perlas de sudor que rodean mi
sexo y que ambas lamen despacio.
Vuelven a mirarse y sus besos ahora son más dulces. Mi mujer extiende sus
manos y acaricia los pechos de mi puta, quien hace lo mismo. No me miran,
ambas saben que yo sí estoy viéndolas, pero mi sexo es sólo una parte de mi
cuerpo que no responde. Será necesario que esperemos algunos minutos más,
antes de que se yerga reafirmando su voluntad y tenacidad. Pero aún no llega
el momento.
El beso termina y mi puta se levanta. Puedo ver su desnudez, su cuerpo que
conozco centímetro a centímetro. Sus nalgas firmes y sus piernas libres de
celulitis, un par de piernas hermosas. Mi puta es una puta hermosa.
Mi mujer también se levanta, y se envuelve en su bata de dormir. También es
bella, tiene la figura de aquellas madonas italianas, con hombros casi
escurridos bajo un cuello esbelto y firme. Boticelli bien hubiera podido escoger
a mi mujer como la modelo para su Venus, y el resultado habría sido poco
distinto.
Mi mujer afirma que cuando quedo realmente satisfecho –‘lacio’ es la palabra
que usa- mi boca hace una mueca, mi sonrisa es una sonrisa izquierda. No sé
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cuál es mi sonrisa de siempre, no sé cómo es esa sonrisa. Repaso a veces las
pocas fotografías que nos hemos tomado, y aparezco portando una sonrisa
pulcra, bien cuidada, formal y cargada a la derecha. Se supone que la sonrisa
educada debe ser así, un poco a la derecha, sin abrir los labios, sin mostrar los
dientes.
Y mi puta también me dice lo mismo, ‘eres feliz, ¿ya ves? Tu sonrisa izquierda
nunca miente’. Supongo que esta vez mis labios tendrán esa sonrisa izquierda
marcada, es más, puedo sentirla.
Mi puta toma en sus manos el vestido de una sola pieza y se viste sin prisa. El
vestido se amolda a su cuerpo sin ocultar nada. Así, completamente desnuda
bajo la tela estampada, toma su bolso y busca hasta encontrar el estuche, se
aplica un poco de maquillaje en los pómulos.
‘Cuídala, amor’, dice mi puta antes de salir y tomar el taxi que ya la espera
frente a la casa.
Hay noches en las que aún la extraño, la costumbre del tacto y del olfato, la
costumbre del oído y la vista y el gusto es innegable. Cuando me casé con ella
supe que no seríamos un matrimonio aburrido, ambos huíamos del hastío, por
eso cuando ella me vio por primera vez masturbándome con el catálogo a un
lado, tomó la decisión de salvarnos a ambos, a ella de mí y a mí de ella.
En la agencia le dieron los datos, le dijeron el precio, pero ella, la chica de la
fotografía, no estuvo disponible. Se encontraba en un tratamiento de
desintoxicación, los fármacos eran a la vez su afición y condena. El estado de
su corazón era lamentable y requería cuidados excesivos.
Ella fue quien hizo el trato con la madame, ambas saldrían ganando y ninguna
perdería un solo centavo; eso era lo más importante para la matrona quien bajo
esas condiciones accedió a mudar a ‘su niña’ a nuestra casa: mi esposa
ocuparía su lugar.
Aún mi mujer me lo cuenta a veces, en las tardes, cuando mi puta se va. Y mi
puta sabe que hay cosas que no deben decirse, por eso hoy que se despidió
pidiéndome que cuide a mi mujer, aunque me tomó por sorpresa comprendo
muy bien lo que quiso decir. Sé que ella regresará la próxima semana, a las
cuatro de la tarde.
Eso también forma parte del juego.
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A bedtime soundtrack
Side A: We fuck for you
Damnit. Peter nos vuelve a decir que esperemos, que no todo en este mundo
es el aire acondicionado, la proteína dietética y los anabólicos; los doctores
también cobran y la Agencia de Salud se lleva su buena parte.
‘¡Fuck you, Peter!’ Se ha convertido en la frase del día, todos entran a la oficina
y salen dando portazo y gritando lo mismo. Peter no hace caso, sigue mirando
los correos electrónicos, los estados de cuenta y haciendo el repaso mental de
sus estadísticas y ganancias proyectadas a corto plazo. De sus once modelos
cuenta con la seguridad de que ocho harán lo que sea por conseguir algunos
dólares más, pero hay tres que son tan conservadores como la reina de
Inglaterra, aunque tengan función y show todos los días de la semana. Lo sé
porque soy uno de ellos: nunca me acostaré con otro hombre, ni aunque me
paguen en libras esterlinas o yenes o euros.
Peter deja que los ánimos se calmen un poco y cuando me llama tiene en las
manos una hoja impresa a color que muestra cada una de las solicitudes que
ha recibido.
-Steve, esta noche el cliente quiere algo más especial, se le ha metido en la
cabeza que suban con él a su helicóptero privado, y que cojan mientras
recorren la ciudad de lado a lado, you know, a fuckin’ crazy man. Espero que
no le tengas miedo a las alturas.
-Sabes que no, ¿ya no te acuerdas de La Torre?
Claro que se acuerda de La Torre, lo que ganó aquella ocasión no alcanzó ni
para cubrir la multa que le echó encima el municipio.
-¡Fuck you, Steve! -me responde–. A las 7 en punto, en la pista. Espero que no
estés enamorado de Neige, eso se nota y sólo traería problemas al negocio.
Lo cierto es que Neige no me ama. Me lo repite una y otra vez y también tengo
que repetirlo, ‘je ne t’aime, Neige’, como un estribillo pegajoso, de esas
canciones sesenteras que le gustan y carga en el ipod que lleva a todos lados.
Motherfucker. Peter no debe saber que las alturas me aterran, siento asfixia,
algo que me oprime la garganta. Pero puedo acostumbrarme: no es distinta de
aquella otra asfixia erótica que tan mal ha dejado a algunos aficionados
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quienes no saben calcular la presión exacta para que el cuello no se haga
trizas mientras se eyacula una y otra vez. Pobres tipos.
El cliente acude puntual a la cita, el helicóptero desciende posándose
lentamente en la pista. Entonces lo vemos bajar las escalerillas vistiendo unos
zapatos artesanales, un traje de seda cruda, y lentes oscuros. No se preocupa
en traer la cámara consigo, sabemos que a bordo puede haber cualquier otra
cosa. Vibradores y consoladores, cremas y gel o máscaras y dildos. Por fortuna
el contrato lo indica explícitamente: el uso de cualquier instrumento que dañe
físicamente a los modelos está prohibido, y conlleva la cancelación de
cualquier acuerdo previo.
Pocos lo creen: para coger bien y que en las cámaras se vea lo que el cliente
quiere que se vea, antes es necesario hablar mucho, muchísimo. Cuáles son
los miedos, las fobias, los hotspots, lo que causa dolor y placer, las posturas
favoritas y las más detestadas.
Por eso, ahora que el cliente pide que me unte lubricante en el miembro puedo
saber que Neige lo pasará mal los próximos minutos. O puede ser el resto de la
sesión, no falta el cliente que pide una sesión completa de sexo anal.
A veces me siento cansado, Neige me ha dicho que ella también; los dos
sabemos que nuestro retiro está a la vuelta de la esquina, hace mucho tiempo
que dejamos de ser ‘teens’, pero Peter aún reserva para nosotros la etiqueta de
‘our best young couple’.
Mi miembro aún puede satisfacer a cualquier mujer, pero esto no durará
mucho, quizá un par de años más. Neige entrecierra los ojos, gime un poco
utilizando esa impostación de voz que enloquece a los clientes y las mujeres le
envidian tanto. Cuando comienza el vaivén ya nos hemos acostumbrado al
zumbido del rotor; nuestro cliente no se preocupa por las tomas, ha empotrado
un tripié en el suelo del helicóptero y la videocámara está filmando desde un
solo ángulo, siempre en el mismo plano.
-You know, Hardboy, this is only a business. And our name is the only thing we
have. We are our name, remember. We are our fuckin’ name, Steve, nothing
more. En el fondo, Peter tiene razón, pero en estos momentos debo pensar en
otra cosa, no quiero venirme antes de que nuestro cliente termine de
masturbarse. Trato de recordar a Crystal, a Suzanne, a Ivy. Cuándo fue la
primera vez que cogí con ellas y estrené mi nombre artístico, ‘Hardboy’.
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Crystal fue la primera, tiene voz chillona y grita y gime hasta desgarrarse la
garganta porque ha visto demasiadas películas europeas. Las mujeres
nórdicas gritan como si las estuvieran matando, las norteamericanas jamás
podrían hacer eso, para ellas coger es como partir los pancakes o desmenuzar
un filete de salmón: algo más que se incluye en la dieta. ‘Never again I will fuck
with Crystal’ me dijo Peter. Y no fue porque le disgustara, sino por los gritos
que tuvo que soportar durante toda la noche.
En cambio Suzanne es más… mejor no, no pienso en ella. Me falta poco ya, y
el cliente apenas muestra las ganas de eyacular y dejarse venir donde sea.
Damn, ahora trato de recordar a Ivy: es toda una hembra que grita y araña y
muerde, a los clientes les fascina y excita verla marcada a nalgadas, o casi
sofocada por las cuerdas que le rodean la garganta y sujetan sus manos
mientras la suspenden de poleas atornilladas al techo.
Eso fue hace mucho tiempo.
Neige hace un movimiento casi imperceptible, indicándome que es el momento
de cambiar de posición. En una fracción de segundo tendremos que decidir
cómo colocarnos mientras observamos al cliente buscando cualquier gesto de
desaprobación. Respiro profundamente, despacio, sé que el orgasmo está allí
a un par de roces, y el rostro del cliente comienza a mudar de color. Ahora
enrojece un poco más, la presión sanguínea va abultándole las venas de la
frente y engrosándole las arterias del cuello, pequeñas arañas rojizas aparecen
en los globos oculares.
Neige intenta olvidar, lo sé porque ahora está apoyada sobre sus rodillas y sólo
su mano izquierda la sostiene en el aire, haciendo malabares mientras con la
derecha recorre su sexo, estimulándose el clítoris en un movimiento constante
y sincronizado, mientras gime con su voz que va suavizándose más y más.
-¡Yeah, man, fuck the bitch! ¡Kill the fuckin’ bitch! ¡Fuck, fuck the damn bitch,
man!
Oh God… tengo que parar. Un momento, sólo un momento. Debo detenerme,
el cliente oprime su sexo con fuerza, un sexo duro y casi morado. Pero no
puedo y no debo detenerme, aún le falta poco, el puto cliente tiene que
correrse primero, antes que yo. ¡Damn! ¡Damnit!
El cliente comienza a gritar.
¡Fuck! ¡Fuck! ¡Damnit, fuck, fuck!
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El último grito coincide con una ráfaga de semen que escapa de su sexo,
cayendo en el suelo del helicóptero. No lo veo, ahora nos toca venirnos a
nosotros, Neige ha comenzado a introducir un par de dedos en su sexo, en un
vaivén húmedo cuyo olor es sofocantemente espeso.
El cliente yace inmóvil, quieto, con ojos fijos y ausentes nos mira desde su
asiento. Pero su cara no es la cara del placer y la descarga, del orgasmo y el
relajamiento, su cara es la cara de la muerte. Su sexo aún gotea el líquido
blanquecino que brota en decrecientes emisiones. Pinche gringo, puto gringo.
¡Si serás pendejo, cabrón! Neige comienza a contraerse rítmicamente, siento la
presión de sus músculos oprimiéndome, en estos momentos sólo soy un
pedazo de carne insertado en el culo de una puta que goza y que ahora se
permite gritar con una voz chillona y quisiera romperse el sexo jalando desde
adentro con el par de dedos humedecidos que sienten esa presión
acompasada, un orgasmo en el que más la excita mirar al espectador cuyo
sexo ya no gotea y comienza a contraerse poco a poco. ¡Fuck me! ¡Fuck me
motherfucker, fuck my pussy! ¡Damn! ¡Fuck me! Su inglés afrancesado me
vuelve loco. Puta, eres una pinche puta. Eres sólo una pinche puta. Puta. Puta.
Cuando termino de correrme en el fondo de su culo, ella grita y se acerca a la
puerta de la cabina. Grita otra vez y en un ademán que sólo alcanzo a
imaginar, rápidamente quita el seguro y destraba el pasador. Empuja hacia
fuera y el helicóptero comienza a mecerse caóticamente, mientras en la cabina
el piloto hace el intento de estabilizar la nave. Estamos volando peligrosamente
bajo, el helicóptero gira una y otra vez en una elíptica muy amplia que
desciende poco a poco.
Sí, quizá tenemos una oportunidad, una sola. Shit, nunca aprendí a hablar
francés, espero que me entienda, espero que la puta comprenda. ¡Jump with
me, Neige! I will count, one, two, three…¡Jump!
Instintivamente me toma de la mano; vemos el horizonte delineado por luces
intermitentes de colores amarillentos, anaranjados y rojizos. Podemos sentir el
viento frío que nos hace conscientes de nuestra desnudez y nuestra propia
caída. La noche parece recibirnos apaciblemente, el suelo sigue allá, muy
lejos.
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La mano de Neige se aferra a la mía, y por alguna razón que no comprendo,
recuerdo las palabras de Peter, ‘espero que no estés enamorado de Neige’ -
¡Fuck you, Peter!
Si supieras.
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Side B: Callgirl
El sonido metálico de las campanillas resalta la perfección de la fachada
austera y elegante; las ventanas de maderas finas realzan los cristales
cortados con técnicas que es imposible reproducir en este país.
Odio este país. Y también lo odio a él. No puedes perder el tiempo, enfócate.
Las cerraduras giran, alguien comienza a abrir sólo una hoja de la altísima y
pesada puerta de cedro, tallada completamente a mano.
-Good morning, miss. Mister Henríquez is waiting for you. Please, follow me to
the library.
Un secretario. Faltaba más; enviar un mayordomo para recibirme hubiera sido
darme una categoría que no merezco, enviar al secretario sólo significa una
cosa: igual que otras veces -al igual que siempre- esto es sólo un negocio.
Los pasillos de mármol de Carrara están pulidos con precisión milimétrica. No
hay una sola mota, una sola huella pintada en el piso. Mármol de Carrara.
Cómo te odio, bastardo. No imaginas cuánto te odio.
Alcanza a ver por las puertas entreabiertas el recibidor tapizado con alfombras
turcas, el amplio comedor para dieciséis comensales, el bar con una pequeña
cava adosada en la pared.
No éramos actores porno, ni él ni yo nos prostituíamos por un pedazo de pan o
para pagar la renta y la mensualidad del coche. Él tenía más parecido con un
dandi francés de principios del siglo XX viviendo holgadamente en un París
decadente, y creo que en mi caso la figura de niñita escurrida era más acorde
con la figura de Lolita, la del Nabokov que no recuerdo cuándo fue la última vez
que leí. Pero él era un hijo de puta, eso sí puedo recordarlo claramente, antes y
después de coger en La Torre, él era y siguió siendo un hijo de puta.
La biblioteca huele a cedro y papel viejo, un aroma cálido que contrasta con el
viento frío y el cielo nublado del exterior, ¿qué otra cosa queda puede hacerse
en días como estos? Coger y nada más, encerrarse en una buena biblioteca
para coger a gusto: esta gente tiene dinero para pagar por cualquier capricho y
darse cualquier gusto. Incluso para pagar mi precio.
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Mister Henríquez es un hombre maduro, ha pasado la cincuentena, y conserva
muy buena figura. El inglés que habla no oculta su acento español, un árbol
genealógico distribuido en varios cuadros elaboradamente enmarcados y
colocados en la pared deja en claro la rancia estirpe de donde proviene. Algún
parentesco lejano lo une con los hermanos Henríquez Ureña, seguramente en
algún estante puede encontrarse una edición firmada por aquellos parientes.
A fuerza de vivir en los Estados Unidos, Mister Henríquez ha asimilado las
formas norteamericanas de andar y vestir, y cualquiera diría que es un
norteamericano de cepa. Sólo el acento sigue delatándolo.
Una seña y el secretario vierte el líquido de una botella ambarina en sendas
copas de cristal tallado. –You are so beautiful, señorita. Really, is a pleasure to
have you here, in my library.
Brindan.
Es el mismo aroma, el mismo sabor que tenía el vino cuando aquel hijo de puta
se hizo server en La Torre. Steve me dijo la verdad, Peter pagaría bien por mis
servicios. Aquella fue la primera vez que alguien me filmaría, ese fue mi boleto
de entrada para un catálogo exclusivo.
El cliente quería una modelo nueva, que ni siquiera apareciera en el catálogo, y
ella decidió tomar su propio nombre.
Suzanne.
Mi imagen de entonces era más la de una chica de elegante prostíbulo francés
que la de una actriz registrada en el catálogo de un servicio de actores porno
trabajando en los Estados Unidos de Norteamérica. Es el mismo vino, ese
sabor nunca voy a olvidarlo.
Mister Henríquez hace otra seña y el secretario abre una puerta pequeña,
camuflada a un lado del librero principal y cubierta por un tapiz que simula una
ventana, con una fuente dibujada como fondo. El secretario no se detiene a
cerrar la puerta, pocos instantes después está de regreso, con un maletín de
recubrimiento metálico resplandeciente y según se ve, también muy ligero.
Lo acomoda sobre la mesita de centro, una vez abierto va colocando uno a uno
los frascos y juguetes que aderezarán aquella reunión.
Conmigo jamás los usaste, cabrón. Esa noche fue puro sexo a pelo, después
de la copita de vino me dijiste acomódate junto al vidrio, si tienes miedo a las
alturas mejor no abras los ojos. Me encantó tu sexo entrando en mi una y otra
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vez, me encantaron tus manos sujetándome la cintura como si me salvaran de
caer al vacío, y sólo al final me di cuenta de que las cámaras y los celulares
habían estado tomándonos en cada momento. En ese instante supe que mi
placer y el tuyo dejaba de ser sólo nuestro para quedar compartido por todos
los que allí estaban, quienes también habían cogido conmigo sin meterme su
miembro.
Mister Henríquez se arrellana en el sillón de piel, y vuelve a hacer otra seña al
secretario, quien sale por la puerta principal de la biblioteca.
-Dear miss. This is not a show for myself, all we want is you stay with my wife.
It’s only a little gift for her, you know, my wife is looking for a rebirth of our
relationship.
Los pasos sincopados de la mujer que aún no ve y el secretario que abre la
puerta terminan abruptamente. -Excuse me Sir. Here’s your wife. -Anuncia el
secretario, sin ninguna inflexión extraña en la voz.
Ella viste una gabardina muy semejante a la que Suzanne lleva puesta, y los
tacones relucientes son idénticos. Conserva una figura excelente, no hay
agregados quirúrgicos ni en caderas ni en los pechos, ¿cuántos años tendrá?
¿Cuarenta, cuarenta y cinco?
Ya se ha topado con gente como esa, voyeuristas que se deleitan con las
cámaras de vigilancia, y la filman cuadro por cuadro mientras la hacen esperar
en los lobbies de las mansiones cuyas familias suelen ser las más inesperadas,
apellidos de abolengo y una reputación pública intachable.
Como tu familia, Steve. Como tu maldita familia. We are not porn-actors,
Suzanne. You are my woman, I’m your man. That’s all. Maldito, ojalá tú y el
puto de Peter se pudran en el infierno. Cuando papá me buscó ya nada había
por hacer, me desheredó sólo para que no pudieras echarle manos a la parte
de la fortuna familiar que me tocaba, para mantenerme segura. Quizás un día
recapacites y te olvides de él, Steve no te llevará a ningún lado. Maldito seas
Steve, papá tenía razón. Pero ya es tarde para lloriqueos.
Aquella mujer se acerca con pasos firmes, se sitúa frente a ella y le extiende la
mano derecha, para que Suzanne se apoye y pueda levantarse del sillón.
Obedece.
Espera pasivamente a que ella le quite la gabardina; aquellas manos son
cuidadosas, hasta un poco tiernas. Le desenreda el cinturón abriéndole la
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gabardina, y deja al descubierto el juego de lencería que le cubre los pechos y
el sexo. Ahora aquellas manos recorren sus pechos y suben lentamente hasta
alcanzar los hombros. Entonces desnuda por completo sus hombros dejando
caer la gabardina en un movimiento suave y decidido, advierte que su figura
maciza y elegante despierta la admiración de ella. Y de Mister Henríquez
también.
-Oh little girl, you are so beautiful, really beautiful. My little girl.
Le acerca su rostro con delicadeza y puede aspirar el aroma cálido y dulce de
su aliento; el beso anunciado es etéreo, ligero. Como una bocanada de
perfume de rosas.
Le vuelve a acariciar lentamente los pechos, y como si estuvieran bailando, la
hace dar media vuelta. Ella se sienta en la mesita de centro, las caderas de
Suzanne quedan a la altura de sus labios. Ella besa y muerde, pequeñas
marcas rojizas aparecen en la piel, puede ver una pequeña erupción surgiendo
en aquella extensión delicada y tersa, con un suave y casi imperceptible olor a
crema humectante. A él le gustaba. La noche de La Torre a él le gustó más y
casi fue nuestra perdición. Sus manos que escurrían sobre mis caderas eran
un afrodisíaco innegable: él apretaba y mi piel resbalaba sin alejarse, él se
acercaba más, seguía entrando una y otra vez en mí y el contacto era nuevo en
cada acercamiento, como si fuera la primera vez que me tomara. No quería
que saliera de mí, pero tan pronto él se deslizaba un poco hacia fuera yo le
exigía que regresara, que entrara, que llegara hasta el fondo de mi ser, de mi
sexo. También tuve envidia de la puta que le chupaba el miembro a nuestro
cliente mientras él tomaba su copita de vino. En ese momento me hubiera
entregado a quien lo pidiera, fuese quien fuese. Necesitaba la carne de otro
cuerpo, que me hiciera explotar e implorar más y más placer. Quería todo el
placer del mundo.
Siente un suave empujón a la altura de la cintura. La mujer sigue sentada en la
mesita de centro, y la obliga a que se recargue sobre el sillón, sin arrodillarse ni
caer al piso. Sabe lo que vendrá, esa postura le gusta a los voyeuristas que
han mirado embelesados su sexo mientras se masturban de cualquier manera
imaginable. Pero ella lo será todo, menos voyeurista. Ella quiere probarla,
quiere a su manera entrar en ella, devorarla, disfrutar el néctar que comienza a
escurrir desde su sexo.
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Se deja hacer. Cada vez que aquella lengua recorre su sexo puede sentir esa
presión urgente acumulándose en el clítoris, adormecido y expectante. La
sensación de hormigueo y adormecimiento le sube por el vientre, llegando a
sus senos. Aquellas manos rozan levemente sus pezones y siente el
estremecimiento que coincide con otro embiste de la mujer que sigue
chupándola lentamente. Entrecierra los ojos y alcanza a ver a Mister Henríquez
inmóvil, en su sillón. Advierte el inicio de una erección que Mister Henríquez no
se ocupa en ocultar.
Suzanne. Me gusta mi nombre, mi único nombre. A él le gustaba Steve, un
nombre tan barato que le permitía hacer todo ante la cámara y también en
privado. Steve. Cómo te odio.
Mister Henríquez deja su sillón, acercándose a la mesita donde su mujer
comienza a separarle los labios con sus manos mientras sigue chupando y
lamiendo su vulva una y otra vez. –My little girl, my little girl. I hope you be
happy. Is she enough beautiful for you, my little girl? –pregunta. Ella no
responde, hunde su lengua en aquel sexo humedecido cuyo color va
tornándose rosáceo, Suzanne comienza a gemir, recostándose sobre el asiento
del sillón, presa del orgasmo que siente llegar, una parálisis placentera que se
apodera de sus piernas extendiéndose al resto de su cuerpo, agolpando la
sangre en sus sienes. Pide más, y apenas se da cuenta de que ella tiene el
dedo índice de su mano derecha enclavado en su sexo, en un vaivén frenético
y gratuito.
Ella quiere darle placer, ella quiere someterla primero.
Sus contracciones rítmicas anuncian el fin de esa primera sesión, Mister
Henríquez se sienta a un lado de su mujer, y la besa profundamente. Ella lo
muerde, lastimando la piel de sus labios, Mister Henríquez también disfruta ese
beso furioso. El sabor metálico de la sangre se confunde con el sabor de los
jugos de Suzanne; con el aroma inconfundible del sexo dispuesto y a punto.
-She’s delightful, my love. You don’t know how I love you.
Suzanne escucha todo como si hablaran en una lengua desconocida. La
tensión de su sexo disminuye poco a poco. La conciencia de saber que esta
vez deberá sólo obedecer y someterse ya no es tan odiosa como cuando llegó
a la casa. Posiblemente ella le pida algún favor especial, puede asegurar que
así será, las variaciones en los gustos más generales de sus clientes siempre
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coinciden en los mismos puntos, como si representaran un guión previamente
acordado. Sabe lo que vendrá a continuación, que ella intentará corresponder
el gesto que él le hizo, al pagar por sus servicios y ponerla en sus manos.
Ella se levanta, los zapatos de tacones tan delgados que bien podrían perforar
la duela resuenan con un ritmo que Suzanne reconoce. Es el ritmo del andar de
las actrices porno, de las prostitutas metidas a modelos. ¿Él sabrá?
Suzanne sigue reclinada sobre el sillón, puede sentir como si fuese un roce
físico la mirada de Mister Henríquez recorriendo sus muslos y deteniéndose en
su sexo, humedecido y satisfecho. No le importaría que él comenzara a jugar
con su cuerpo, que la tomara así, sin más.
Pero ella regresa con un teléfono celular estilizado, de fabricación artesanal, no
más grande que una pluma fuente, como las que yacen sobre el escritorio de
Mister Henríquez. Oprime alguna tecla, y después de un par de segundos la
escucha decir una sola palabra: ‘Now’. Entonces se arrodilla frente a él,
desabrochando su pantalón y lamiendo lentamente su sexo, erecto e inflamado
de sangre. La respiración más y más profunda de Mister Henríquez preludia lo
inevitable. Suzanne sigue en la misma posición, aguarda sumisa. La escucha
decir sin un rastro de envidia, remordimiento o enojo ‘cum in her pussy, my
love’. Las manos de Mister Henríquez aprietan y sostienen, el vaivén, la fricción
son distintas de la excitación femenina de su compañera. Él lleva en la sangre
la pasión y la bravura española. Suzanne se vale de su experiencia para
acompañarlo y coincidir en el orgasmo frenético. Él se descarga en su sexo,
buscando lo más profundo de aquellas caderas, de la espalda que se extiende
ante él y se pierde bajo la cabellera, teñida profesionalmente y con esmero.
Apenas él se retira, ella toma el teléfono celular que recién ha utilizado y lo
introduce lentamente en el sexo de Suzanne. La sensación del plástico y el
metal, de los pequeños abultamientos donde aparecen resaltados los números
hacen que funcione a la perfección como un dildo. Ella comienza a
masturbarla, y sin mirar a Mister Henríquez le dice ‘It´s time, my love. They’re
waiting for you’.
Aquel ritmo, la sensación de su propio sexo como una parte ajena de su
cuerpo, sólo un instrumento de placer y para el placer, rescata del olvido la
sensación vertiginosa de las cámaras, de los olores, de su rostro separado del
abismo sólo por una placa de cristal, mientras Steve la tomaba una y otra vez.
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Qué tonta fui, me engañaste porque quise que me engañaras. Lo que me
hacías lo hacías con otras, con las demás chicas. Lo mismo que hacíamos lo
hacían otros, quizá para el mismo cliente y en el mismo lugar, con el mismo
menú. Ojalá se hubiera roto el cristal, y hubiéramos caído los dos al abismo,
así, desnudos, unidos para siempre. Hubiera sido muy lindo morir así, en el
clímax de nuestros cuerpos. Pero te largaste con ella, apenas Peter dijo su
nombre. Maldito seas, Steve. Ojalá te mueras.
Mister Henríquez está a punto de cerrar la puerta, y mira cómo ella se
desabrocha el abrigo, quedando desnuda y besando las caderas de Suzanne
sin dejar de masturbarla con el teléfono. Ella se detiene sólo para decirle ‘Is
your favorite couple. Enjoy them, my love: Neige is an exquisite girl’.
La voz parsimoniosa del secretario saca de aquel ensimismamiento
momentáneo a Mister Henríquez. ‘Your helicopter is ready, Mister Henríquez.
The pilot is waiting’.
Suzanne cierra los ojos, apenas si escucha el sonido de la puerta y el cerrojo
dando vuelta. ‘Ojalá te mueras’, repite en un susurro, mientras las
aterciopeladas y delicadas de su compañera comienzan a recorrerla otra vez,
como quien acaricia fascinado un extraño objeto de colección, adquirido
recientemente.
-Call me Ivy, my Little Sweet Thing –le dijo. –Let’s play, now.
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Cicuta
Al cerrar los ojos la carne es carne y nada más. No existe diferencia entre un
buen coño y un miembro henchido de sangre, ambos palpitan segregando
sudores y olores que buscan satisfacer otro cuerpo, otra carne.
En las reuniones no hay ritos, apenas algunas costumbres tan arraigadas que
ahora son una especie de código profano. Los saludos de bienvenida no
existen, quienes son más desesperados y buscan el placer fácil se desvisten
apenas cruzando el umbral. Ya entonces el encargado del guardarropa recibe
las prendas y acomoda todo en casilleros sin números ni letras: nadie ignora
que los bolsos de chaquetas, pantalones y blusas han de estar vacíos; al igual
que la compañía en turno, uno puede quedarse en cueros si pretende pasarse
de listo, o hacerse de una buena chaqueta de piel, con guantes y lentes
incluidos si hubo un iluso que se atrevió a usarlos.
Aunque eso fue más común en las primeras reuniones. Después, cuando las
citas fueron constantes y la diversión fue lo único importante, las ropas se
estandarizaron hasta llegar el punto de parecer que vestíamos uniforme. Como
en una escuela o prisión.
Algo está prohibido. El ‘amor’ o el ‘enamoramiento’ no tienen cabida aquí. El
sexo lo es todo. Cuando no es así, aparecen los problemas, y eso es lo que
menos queremos encontrar aquí al entrar por la puerta principal. También hubo
un tiempo en que llevábamos máscara, pero resultó tan poco práctica –sobre
todo al lamer o chupar- que poco a poco se optó por dejarla de lado. Fue mejor
así.
Por eso cuando él se quitó la máscara, hubo un momento de silencio. Las
miradas fueron puertas que invitaban a caer en abismos insaciables. El hecho
mismo de arrojar las máscaras era un tonificante, amplificador de la cópula
frenética que a nuestra manera compartíamos al estar allí. Según recuerdo,
sólo hubo otra ocasión que sentimos lo mismo.
Y de nuevo tuvo que ser él, esa vez lo que se quitó no fue la máscara, sino el
miedo. El temor infecta. Es epidémico.
Un gesto puede acabar con la erección más firme, o resecar súbitamente el
coño más lubricado. Es el poder de los gestos y de las palabras, que insinúan o
declaran aquello que nadie se atreve a admitir: podemos infectarnos.
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Pero ese ‘podemos’ es algo lejano. Apenas se vislumbra, como una nueva
línea aparecida en el rictus de los labios, o una arruga novísima sobre la frente.
Aprendimos a valorar de un solo vistazo a nuestros compañeros, con una
mirada experta y sin remordimientos, capaz de diseccionar frente a frente el
rostro y cuerpo de nuestro acompañante de ocasión.
Aquello que se hace mecánicamente acaba siendo parafernalia vacía, como
recitar los viejos ensalmos de las beatas en la Gran Catedral, o el grito
anacrónico de los vendedores en el mercado. Percibíamos inmediatamente
cualquier cambio físico, y cualquier sospechoso era castigado con la exclusión,
ignorándosele sistemáticamente.
Esa fue otra parte del juego, cuando la excepción se torna regla, norma
callada, es posible realizar variaciones sobre lo precedente. Si algún invitado
resultaba antipático para la mayoría, se le dejaba haciendo puñetas en un
rincón y un par de sesiones después ya no regresaba. Así nos deshacíamos de
ellos.
Pero quedaba la duda. ¿Y si alguien estuviera infectado? Así que era necesaria
una dosis de licor, un poco de coca o éxtasis. Para lubricar y lubricarnos
siempre utilizamos nuestra saliva.
Aquella noche, cuando los primeros orgasmos frenéticos llenaban de gemidos
y suspiros los rincones de la casona, él fue quien lo anunció. ‘Esta noche hay
cuatro invitados entre nosotros. Uno de ellos está infectado, yo mismo lo invité.
Si alguien quiere largarse, puede irse y olvidarse del grupo. Las reglas del
juego han cambiado’.
Fue como si me hubiera metido un buen pase y luego un generoso trago de
whisky: aturdimiento y cosquilleo simultáneo. Quería entrar en aquellos coños,
chupar aquellos miembros, dejarme penetrar y lamer por los cuatro, disfrutar
aquellos culos y chupar esos cojones. Todos queríamos lo mismo, era algo que
las miradas no ocultaban.
Aceptamos el reto. Los dos hombres por más sementales que fueran,
aguantarían a lo mucho un par de horas, pero las mujeres podían darnos lucha
hasta el amanecer. Así que los sementales tuvieron sesiones de descanso,
pero no se libraron de meterle el miembro a una compañera mientras eran
penetrados por algún compañero. Su rostro no dejaba lugar a dudas, era el
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placer del Divino Marqués, el placer de los sátiros, el placer de Lesbia
desbordándose en cada andanada de semen y jugos vaginales.
Ese fue el primer día que todos quisimos quedarnos en la casona hasta el
amanecer. El riesgo de la infección era menor al miedo de salir, hacer frente a
la vida diaria donde sólo éramos amigos, cónyuges o amantes. Comprendimos
inmediatamente hasta dónde llegaban las normas de ese nuevo juego. Los
síntomas, si se presentaban, aparecerían meses o años después, y los análisis
médicos poco podían hacer si la infección había sido reciente, digamos, antes
de alcanzar las primeras cuatro semanas.
Así que el reclamo fue general, una exigencia. Queríamos más y lo queríamos
antes.
Quince días más tarde nos reunimos; ya esperábamos ansiosos el regreso de
los cuatro. Esta vez presentó a una pareja nueva, ellos dos no habían estado
con nosotros la vez pasada. Él nos explicó que la situación era la misma, la
idea era no saber quién era quién. Una ruleta rusa, sólo que en vez de disparar
plomo inoculaba una muerte lenta, embriones perezosos que algún día
despertarían con toda su furia a cuestas.
Ella, la de la vez pasada, tenía unos pechos generosos. Misteriosamente
dulces. Incluso el sudor de su sexo, penetrado una y otra vez, seguía siendo
dulzón, como un jarabe o néctar de frutas. Se recostó en el gran sofá,
dispuesta a dejarse penetrar o chupar por todos. Cuando llegó mi turno, me
aseguré de plantarme bien en la alfombra que ya lucía el cansancio de aquella
faena. Supe que allá afuera también eran compañeros cuando él acercó su
miembro y ella lo chupó enérgicamente, mientras lo masturbaba y acariciaba
ocasionalmente su escroto. Verla así, entregada y sumisa, fue algo que disfruté
muchísimo. Supongo que en ese momento mis ojos delataron lo más profundo
de mi pensamiento. Aquel miembro, a punto de reventar, salió de su boca y él
contuvo la respiración unos instantes. Ella me rodeó con sus piernas, un
abrazo firme y contundente que me llevó hasta el fondo de su vientre. Él bajó
del sillón, se acercó a mis espaldas, y entonces comenzó a entrar en mi culo.
Ella gemía, atenazándome con sus piernas y apretando en un ejercicio
decidido de fricción y lubricación, y él me abrazaba por detrás, besándome la
nuca y mordiendo mis lóbulos auriculares. Sabía que él estaba por venirse
dentro de mí, y eso me excitó más aún. Cuando sentí sus embistes, ciegos y
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férreos, la miré a ella que me miraba y lo miraba. Su cintura era un jadeo
constante, rítmico arqueo de una mujer que era de su hombre y de otro
hombre, recibiendo mi semen como el regalo más deseado y soñado de
aquella noche.
Él se retiró despacio y también a mi vez salí de su cuerpo. Me recargué junto a
ella y la besé, buscando el sabor de él, quien se alejó hasta el otro extremo del
sillón. Dos mujeres se deslizaron hasta nosotros. Las reconocí, sólo se dejaban
penetrar cuando lamían a quienes recién se habían vaciado en alguien más.
Jugaban con sus manos y sus dedos, mientras recorrían cada pliegue de piel.
No pocas veces conseguían excitar a su compañero consiguiendo que su
miembro, reluciente y húmedo aún, se hinchara en una gloriosa erección de la
sacaban el mayor provecho dejándose penetrar por el culo, mientras se
masturbaban a la vista de todos.
Así fue como llegaron hasta nosotros, sus lenguas recorrían mi miembro
fláccido y mis vellos humedecidos, mientras besaba a mi compañera despacio,
acariciando sus pechos y masturbándola lentamente con esa mezcla de semen
y jugo que manaba de su sexo. El disfrute mutuo nos encendió, y las dos
hembras que nos lamían se dejaron encular por nuestros miembros que ya las
esperaban. Mi compañera dejó de besarme, al levantarse del sillón aprecié su
figura de puta de lujo. Sólo en ese momento percibí los zapatos de tacón
esmaltados con un violento color carmesí. Ella se arrodilló y comenzó a lamer
el coño de esa hembra que cedía a la fricción salvaje de su culo con mi
miembro, y sus gritos acompañaron los gemidos vecinos de la otra hembra
alcanzando un éxtasis simultáneo. Se alejaron de la misma forma que se
acercaron para satisfacernos, sin decir una palabra.
Algo debió tener de especial ese encuentro. Ella siguió arrodillada, y comenzó
a lamerme como lo hiciera la mujer a quien recién había penetrado. Me chupó
el miembro, después descendió hasta el escroto, y finalmente lamió casi con
veneración mi culo, por el que aún goteaba el semen de su compañero, quien
sonriente la miraba sin moverse desde el otro extremo del sillón. Ambos se
alejaron un poco después.
La noche está a punto de terminar, ahogada por un maremoto de luz y ruido. El
desfile quebrado e irregular de quienes abandonan la sala y sus galerías
comienza a desalojar el lugar. Sólo quedamos unos pocos, quienes hemos
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perdido el temor. Nos miramos largamente, mientras una creciente luminosidad
asoma por cada cristal, renovando paredes, mosaicos y techos.
Así, desnudos, nos permitimos el lujo de darnos un beso, despidiéndonos unos
de otros. Ya lo expliqué, antes hubo otros ritos; el que ahora iniciamos es un
rito minúsculo y exclusivo. Nos miramos sin preguntar cuándo, a qué hora.
Sabemos muy bien lo que ha sido escrito en los dictámenes médicos, y eso
nos basta. La certeza de nuestra muerte ya próxima nos alienta a seguir de pie,
asistiendo reunión tras reunión. Hasta que los estragos se manifiesten en
nuestros cuerpos y seamos irremediablemente segregados. Por eso nos
despedimos con un beso, por fin un detalle sincero, el beso de despedida y
reconciliación. Hemos bebido todo el placer del mundo y cuando llegue el
momento, con gusto habremos de pagar la cuenta.
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Sinful decisions
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Precious round white rocks
Fui feliz.
Vaya, creo que pocas nos atrevemos a escribirlo así, con todas sus letras. Pero
la verdad es esa: algún día, hace ya muchos años, fui feliz.
La felicidad de entonces es distinta de lo que pudiera ser la felicidad de hoy. Es
como si algo en lo más profundo de mi ser se hubiera roto, quebrado de un
golpe. No lo entendieron ni mi esposo ni mi hija. Qué cosa puede entender mi
hija a los ocho años.
Quizá sólo fue una conjunción de tiempos, de los astros alineados en
determinada manera: ella es mujer y también puede entrever lo que le espera
en algunos años más. Pero también ahora, en estos momentos, ella tiene la
oportunidad de cambiar lo que será de su vida.
Y no hablo de la vida que quieren los otros, atada siempre a patrones invisibles
pero constantes, inaudibles, como el roce de una pluma al dar contra el suelo.
Lo que quiero para mi hija es muy distinto de lo que he querido, lo que alguna
vez quise para mí.
Era una vida simple. Teresa lo canta muy lindo, ‘a vida boa’. Pero los intereses
y los esfuerzos de la pareja y la familia han de ir hacia el mismo lado, de lo
contrario en lugar del arrastre y empuje necesarios para sacar adelante la vida
en común, una termina haciéndose a la idea de que las cosas son así, que así
han sido siempre, que así serán siempre y nada hay por hacer.
No quiero que mi hija pierda tiempo.
El tiempo es lo único que no tenemos, podemos presumir de la piel sin
imperfecciones, de los dientes blanqueados o de la cintura formada a fuerza de
gimnasio y dieta, pero no puede presumirse de un tiempo que no está en
nuestras manos.
Mi esposo dice que son manías mías, que la tristeza de los últimos años sólo
es la depre ‘muy natural’ por el truene de mi carrera profesional, una frustración
que no me atrevo a confesar. Lo que me duele es su certeza, la persistencia de
mi esposo que me busca pidiendo mujer y quiere la misma vitalidad y vigor de
cuando éramos unos recién casados. Me busca y no puede –peor aún, no
quiere- encontrarme.
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Aún queda, y mucho. Sigue volviéndome loca la manera en que juega con sus
manos, cómo mi cuerpo reconoce ese otro cuerpo y reacciona a la menor
caricia. Los pequeños excesos que han dejado su huella en mi abdomen y su
cintura que engrosa un poco más cada año jamás nos ha causado problemas.
Puedo decir que he dejado satisfecho a mi esposo noche tras noche, al menos
estoy segura, absolutamente segura que de mi parte lo ha tenido todo, y nada
le he negado.
Y algún día, que uno decide olvidar, aparecen los primeros síntomas. Puedo
saber si se ha peinado para alguien más, si el perfume que se aplica
cuidadosamente es para atraer y causar buena impresión entre las mujeres,
otras mujeres, una mujer que no soy yo.
Las temporadas también varían poco a poco, y algo flota en el ambiente. No sé
exactamente cómo llamarlo, es una tensión invisible, táctil como una barrera de
concreto macizo. Y aunque nuestros cuerpos se buscan y se encuentran esa
barrera no se destruye. Daría lo mismo que me reprochara por no haber puesto
el suficiente empeño en satisfacerlo como hombre, algo está rompiéndose y no
hay manera de evitarlo.
No puedo gritarle exigiéndole que me explique lo que pasa, o cuál es la razón
de su ausencia, de que esas manos que son mis manos y hacen que mi cuerpo
tenga una razón de ser ya no me ronden ni me busquen por la noche con el
mismo frenesí.
Él dice que es tristeza, que son mis manías y siempre sucede igual, que
busque trabajo o tome otro curso, que termine la maestría o vaya al gimnasio
mientras la niña toma su clase de danza. Pero lo que no quiero confesarme y
tampoco podría confesarle es que miro claramente mi futuro, y en ese futuro no
está él.
Me veo sacando adelante a mi hija, aunque puedo darme cuenta que es ella y
nadie más quien me sacará adelante a mí, de todas esas frustraciones
resaltadas una y otra vez por el hombre a quien aún amo. El reproche de mi
esposo ocultaba las ganas, el deseo de que nuestra relación se acabara de
una vez por todas. Eso fue lo más doloroso, saber que decía una cosa
buscando otra. Deseaba librarse de mí, de esa losa de piedra echada sobre
sus espaldas.
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¿Acaso no se dio cuenta que para mí esa losa pesaba lo mismo, ni más ni
menos? Los actos más pequeños, la mañana y la ducha, la tarde y el café, la
noche y el cine acaban volviéndose meros actos de gracia, postergan más y
más el fin inevitable. No hay vuelta atrás, nada puede hacerse y lo que debió
hacerse hace tiempo carece ahora de importancia. Ambos marchábamos al
patíbulo, pero sólo yo sería ejecutada.
Y me decía que olvidara eso, que no había razón, que todo eran invenciones
mías, que buscara algo para entretenerme y no me encerrara. Nunca pudo ver
que él me encerraba, me dejaba tapiada la puerta todos los días, y no era que
pusiese el pasador y diera tres vueltas a la cerradura, era peor saber que él se
iba y se iba sin mí, sin pensar más en mí, dejándome como se deja un par de
zapatos deslucidos en el armario o una corbata mal planchada en el clóset: sin
que importe.
Aún así, jamás negaré que lo sigo amando. La distancia que pusimos entre
nosotros no mitiga para nada el dolor que siento: él me quitó también a quien
más quería, a mi hija. Se la quedó y la exhibió como un trofeo la última vez que
nos vimos. ‘Es por tu bien, para que puedas cuidarte y seguir el tratamiento que
el médico te indicó. Ella estará bien, te esperará igual que yo’. Pero mi hija ni
siquiera volteó a verme.
A veces me llaman por teléfono. ‘Es por tu bien, es para que te cuides y estés
mucho mejor, para que no sufras tanto’.
He decidido ya no sufrir más. Simplemente al igual que un día me quedé sin
ellos, un buen día decidí dejarme ir. No aferrarme, ni a mi hija ni a mi esposo -
mi hombre- que ya no me quieren. Decidí no aferrarme al pasado que era un
pasado incompleto, frágil como un castillo de cristal presto a romperse con
cualquier granillo de arena.
Decidí no aferrarme a lo que fui alguna vez, a lo que quise ser.
Hoy soy lo que ellos quieren, la paciente que sigue el tratamiento, la madre
enferma, la esposa ausente. Y no quiero ser otra cosa.
Al igual que un día pude ver que mi futuro era un futuro sin él, hoy veo que mi
futuro ha quedado también sin ella. Mi presente se reduce a unas dosis de
fármacos de lujo, y la seguridad de que el futuro será como no quería que
fuera: un futuro vacío, inmaculadamente blanco.
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Un volado
Cara: Las malditas ganas
Pa’ qué me hago pendejo, pos ni que fuera cosa de otro mundo. Luego que me
salió con el cuento ese de que estaba preñada otra vez le dije que no la
fregara, que pos a que horas, que si estaba segura y no sería un ajuste de
esos que tienen las mujeres y nomás lo atragantan a uno. Porque lo peor de
esos dizque ajustes es que como vienen se van y después hay que seguir en
chinga, rogándole otra vez a la mujer y eso a ver si se deja porque no falta que
salga con su domingo siete y nomás nos esté dorando la píldora igualito que
cuando todavía estaba en su casa. Usté debe saber de eso.
Luego salía con otros cuentos, que si usté se daba cuenta, o que si su mamá la
miraba raro cuando se bañaban en el río, que si luego de confesarse con el
Señor Cura el padrecito iba a querer hablar conmigo, y pos así nomás no; y
pos cómo no iba a reclamarle, ni que lo que el padrecito pudiera decirme me
fuera a quitar las ganas.
Esas nomás se calmaban con la Carmela cuando me decía que sí, porque
cuando ella decía que sí entonces no faltaba el rinconcito para estar a gusto,
pero no era eso lo que quería decirle; mire, nomás parezco pendejo pero
pendejo no soy. Ahorita ya todo está más claro qu’el agua: luego que ella se
hizo la desentendida supe que las cosas andaban por el rumbo del diablo y que
ya no habría nada de nada, igual que antes de que anduviéramos por los
rinconcitos y con los regaños de su mamá y las amenazas del padrecito, pero
me preguntaba quién podría ser, me preguntaba si podía ser cierto que luego
que la Carmela y yo retozábamos bien y bonito así calladitos, en el cuarto, o
allá por el monte o en el lugar ‘onde fuera cuando nos llegaba la urgencia, me
preguntaba si después de eso ella podía buscarse a otro para luego hacer lo
mismo que hacía conmigo.
Y sacar las cuentas no fue difícil. Me dijo que traía un atraso y por eso casi le
rompo el hocico; pero no, pos la Carmela no tenía la culpa y si acaso había
alguien culpable pos entonces serían estas ganas que no se me quitan más
que con ella y que sólo ella sabe cómo, pos no podía ser de otra manera, ella
era mi mujer y no se valía que usté llegara y se metiera en nuestros asuntos,
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aunque ya sé que visto así, pos tampoco la culpa es suya; la Carmela hace que
cuantos pasan junto a ella se le queden mirando y nomás porque voy con ella
que si no ya sé que todos se lanzaban como perros sobre la liebre, así que por
eso pos la verdad que lo comprendo y mucho; las ganas no se quitan con los
años ni haciéndose tampoco el fuerte.
Usté ya sabe que luego anda uno dizque buscando conformarse con una mujer
y de repente ni cuenta se da uno cuando ya anda de coscolino; bueno, eso era
lo que mi madre me decía, pero ahorita yo no lo veo así, porque la Carmela me
cuadraba y me sigue cuadrando un resto pero ese día que me dijo que ya
andaba cargada pos me enojé y nomás fue cuestión de sacar unas sumas y
unas restas y luego luego supe por dónde había tirado la cabra, y para no
hacerle el cuento largo, nomás quise esperarme para poder sacarle la verdad a
la Carlota, no fuera a hacer una burrada con la Carmela y con usté.
Cuando me le planté de frente a la vuelta del mercado, en el callejón donde
pasa siempre, ya no tuvo de otra; sí, ella me contó cómo había estado el
borlote y no me sorprendí, nomás me dijo lo que yo ya sabía.
Y ‘ora que lo pienso, si me hubiera casado con tu prima en lugar de contigo a lo
mejor no me hubiera ido tan mal en el albur, porque no creas que es puro
coraje o nomás por las ganas de chingarte y ver cómo se joden ahorita, no es
por eso, es porque sentí que entonces no era el tiempo.
A lo mejor piensan que soy un cobarde y nomás estaba esperando la ocasión
pa’ desquitarme de un solo golpe, pero no soy un cobarde, pos si de tantas
vueltas que le di al asunto hasta me sentía mareado, así como tu ahorita.
No te muevas tanto, si te mueves la panza se te va a ladiar y luego te vas a
sentir mal, igual que cuando estabas en estado -acuérdate de cuando llegó el
Félix-, así que mejor no te muevas tanto, quédate quietecita. Bueno, les decía
que le di muchas vueltas al asunto y lo menos a que tenía derecho era a
desquitarme. Les digo que no se trata nomás de ver cómo se joden, la cosa va
por otro lado porque estoy segurito que ustedes hubieran hecho lo mismo,
cuando se supieran sus negocios ya no podrían quedars’en el pueblo y lo mejor
sería largarse para otro lado, pero pos pa’ ónde, pensé yo también.
Cuatro éramos muchos, y cinco ni hablar, así que primero lo primero; apá,
estése quieto, no se va a poder zafar, si usté mismo me enseñó a lazar bien a
las yeguas qué otra cosa puede esperar… estése quieto, apá, en serio, los
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lazos son nuevos así que ni aunque los talle y los talle se van a romper, eso se
lo aseguro; pero como le decía, cuando a mi madre le salía con que andaba
con una y con otra la pobre nomás se aguantaba y se quedaba con la cabeza
agachada y también iba corriendo después con el Señor Cura que la regresaba
a la casa pa’ que siguiera sufriendo con su cruz, y mire en lo que acabó la
mentada cruz, se murió de vieja y de bilis nomás porque las maldita ganas que
tenía usté, ya no se las podía quitar con ella, con la que era su mujer, pero con
la nuera qué tal…
Carmela, te dije que no te muevas, ¿ya ves?, ya se te ladió la panza, ni modo,
así te vas a quedar y de buenas que nomás va a ser un rato y para que no se
preocupen más, de una vez se los digo: no voy a usar el cuchillo, no tengo el
valor para hacerles eso. Y no me mires así, Carmela, el niño que tráis en la
panza ni es mío, aunque el Félix ése sí; me lo voy a llevar a la sierra, a ver por
allá quién nos encuentra y en una de esas a lo mejor hasta la Carlota quiere
venirse conmigo, será cuestión nomás de que le diga y ver qué cara pone.
¡Y dale otra vez!
Carmela ya te dije que no te muevas tanto, nomás vas a hacer que te duela
más la panza.
Pos ya vi que no entiendes, mejor que se cueza de una vez lo que se estuvo
remojando, ‘ora sí, ya vas a saber lo que traigo en el pocillo de peltre, dicen
que duele mucho cuando pican, pero nomás cuando es un piquete porque
yéndose todos encima, entonces la cosa se pone rete fea y luego no te duele
nada de nada, es como si te dieran un trancazo en la cabeza y te quedaras ida.
Usté también apá, ya sabe que los alacranes nomás no me gustan pero hasta
suerte tuvieron, por estos lados hay muchos. Quédese quieto apá, ya le dije
que no se mueva, por más que le haga ya no se levantará de esa cama, las
cabeceras que usté mismo le hizo a mi madre están bien macizas todavía.
¿Se acuerda cuando le picó el alacrán en la planta del pie? Se le puso como un
guaje redondo, ‘ora imagínese apá con los animales que se le van a echar
encima… Carmela, por tu criatura ni te preocupes, yo cuidaré muy bien al Félix,
no se te olvide qu’el niño también es mío, y usté apá trate de no encogerse
tanto y mejor enderece el pescuezo.
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Dicen las gentes que los alacranes cuando pican en el pescuezo matan más
rápido, en una de esas hasta tienen suerte y a la primera les atinan y los
duermen, ya verán que ni cuenta se van a dar.
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Cruz: El pocillo
-Ábrele bien el hocico.
El Púas le da un puñetazo en la boca del estómago.
Atado a la silla se retuerce en un grito sofocado y abre la boca como un pez
fuera del agua.
-Eso, así, ábrele bien el hocico al cabrón.
El Púas le sujeta la mandíbula con la mano derecha, y con la izquierda sostiene
bien su frente. –Listo, cuando quieras.
-Mira, pendejo, antes de que te mueras, quiero que sepas por qué te va a
cargar la chingada. Tú no nos debes nada ni nosotros te debemos nada, a
nosotros nomás nos pagaron para partirte la madre. Nos dijeron que cuando
vieras el pocillo te acordarías, ¡ay cabrón! Te pasaste de vivo, en serio que sí.
Mira que meter ese alacranero en el pocillo, eso es no tener madre, ¿verdá,
Púas?
-Sí, no tienes madre, cabrón. ‘Pérame, voy a darle otro chingadazo pa’que no
vuelva a cerrar la trompa.
El Púas da otro puñetazo. Félix ni siquiera grita, sofocado sigue retorciéndose
en la silla.
Esta vez el Púas afianza los dedos de su mano izquierda en la parte superior
de los cuencos oculares mientras con la derecha retiene la quijada, que está a
punto de zafarse.
-¿’Ora sí, ya te acordaste? –dice el Púas mientras lo obliga a mantener los ojos
abiertos.
-Espérate, cabrón, no lo abras tanto. Queremos que luego pueda cerrar el
hocico, no que se quede con la buchaca abierta de par en par.
El Púas afloja un poco.
-Nosotros no sabemos cómo pasó, ni nos importa. Pero ella pagó, y muy bien
por cierto. A mí me valía madres el dinero, lo que yo quería era revolcarme con
esa hembra, el Púas se guardó todo y está bien así, los dos nos dimos por bien
servidos. Qué buenos gustos tienes, cabrón. Ahora vas a ver lo que metimos
en el pocillo. Te lo manda la Carlota.
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En el fondo del pocillo brillan un par de esmeraldas verdes incrustadas en una
pequeña esfera, unida al cuerpo verduzco que se transforma en un par de
patas flexionadas y unas manazas listas para el ataque.
-¡Puta! Vaya que está feo el animal este, ‘ora sí cabrón. ¡Púas! ¡ábrele bien el
hocico!
El animalillo se retuerce un poco, aletea y sus patas semejan un par de hoces
verdes cayendo sobre un campo vacío.
-¡Eso! Ahora ¡ciérrale bien el hocico! ¡Así, fuerte, que no pueda abrirlo el
cabrón!
El Púas amarra una cuerda fuertemente alrededor de la cabeza, pasando por
debajo de la quijada hasta enterrársele en la piel y anudándola en la parte
superior del cráneo.
-Írelo cabrón, hasta le pusimos un moñito.
La silla cruje, sus movimientos son espasmódicos.
-Nomás será cuestión de tiempo. ¡Híjole!, tener una campamocha metida en el
hocico ha de ser bien gacho, pero ni modo, cabrón, para eso nos pagaron, para
partirte la madre. ¡’Ora sí, mi alma, pásele!
Carlota entró con paso firme, y se le dejó ir encima como si tuviera el diablo
dentro. ¡Maldito! ¡Maldito asesino! Sus uñas se clavaron una y otra vez en las
mejillas de Félix, la sangre brotó entre los jirones de piel.
-¡Ojalá revientes como las vacas! –le gritó. Después le escupió en el rostro.
Afuera las luciérnagas comenzaban a brillar espasmódicamente, un relámpago
a lo lejos ahuyentó a las palomas que revolvían las trazas de tazole buscando
maíz molido en el patio.
-Mi alma, ya cumplimos. Ái le dejamos al fulano con todo y su moñito, bien
amarrado en la silla.
Nada quedaba por decir, los miró alejarse camino a las Norias. El fragor lejano
de relámpagos y lluvia iba acercándose más y más. Cuando se perdieron tras
el primer recodo del Camino Real, cerró la puerta tras de sí.
-¡Félix! ¡Ya nos vamos! –gritó Carlota volviéndose al campo, segura de que él
la oiría.
Contra los contornos oscuros de las cercas la figura de Félix fue dibujándose
claramente. Era un muchacho triste, muy alto, el vivo retrato del abuelo. Carlota
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no pudo evitar sentir un estremecimiento al recordar los alacranes. Ya habían
pasado cuatro años, y las tercas pesadillas aún la seguían.
Cuando llegaron al portón del rancho, lo cerraron dejando bien puestos los
candados. Nadie iría por allí en las semanas próximas, el tiempo de la cosecha
llegaría en un par de meses.
-Vámonos, tía. Este rancho está más solo que un camposanto.
-Tienes razón, Felix. Vámonos ya.
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Tightie candies [Hot ‘n’ ready]
-Órale, güey, ¿le vas a llegar o nó?
-Simón, ese. Sí le llego. Nomás espérate a que el de las bielas empiece a
vender en el mostrador.
-Pura ternerita, carnal. Esta noche me cái que sí se hace.
El Mario se acerca a la barra y pide 4 cervezas. Detrás del mostrador la mirada
escudriñadora de Esteban lo obliga a dar una explicación. ‘Esta noche se nos
hace, güey. No te vayas a zafar o al rato te puteamos.’
-Nel, cabrón. No me zafo. Yo le atoro, allá nos vemos.
Cuando regresa a la mesa el Brother ha dejado su asiento. Está platicando con
dos chavas en medio de la pista, haciéndole la lucha. –¿Qué te dijo el puto de
Esteban? –pregunta el Yorch.
-Nada, que allá nos caía al rato.
-Vientos. Se me hace que esta noche sí se nos hace. Pregúntale al Guapo si
trajo la revista.
-Ya te oí, pendejo –le grita el Guapo. –Aquí la traigo, ¿quieres que te la
enseñe? –le dice mientras se lleva la mano a los genitales.
-Siéntate, no te vayas a cansar.
-Órale, cabrones. Quédense quietos, porque las terneritas se pueden asustar –
ordena Mario, mientras el Guapo y el Yorch siguen desafiándose con la mirada.
Un par de tragos después han olvidado el asunto, y pueden ver que el Brother
la lleva de gane, y hace una seña. –Órale, par de dos. Láncense. Yo me
espero, aún nos falta una ternerita.
Se llevan las cervezas consigo, y Mario se queda en la mesa. Esteban sigue
atendiendo la barra, y Mario puede darse cuenta que hay dos chavas que no se
han movido de su lugar. Siguen allí, riéndose de cualquier cosa que Esteban
les dice. ‘De aquí soy’, murmura, mientras vuelve a acercarse a la barra.
-Órale, pendejo. ¿Por qué no me dijiste que ya traías tu torta? Ya ni la chingas
cabrón, nosotros batallando y echando tanteadas y tú aquí nomás haciéndote
el occiso. Preséntalas, entre más pronto se arme el bisne mejor.
-Nel, pinche Mario. Estas chavas acaban de llegar, ni las conozco.
-Pues ¡mejor! Así ni a quién le importe lo que les pase. Órale, ya deja de
hacerte güey y preséntalas.
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Algo secretean entre risas y murmullos, Esteban duda un momento antes de
comenzar a hablar. Pero Mario ya está sentado junto a ellas, ‘esto va a ser más
fácil que volarse una botella de pisto’.
Mi negocio es redondo. Sólo necesito un cuarto de hotel que reservo cada mes
un fin de semana completo, algunas docenas de tarjetas de presentación, un
camarógrafo y par de discos duros portátiles para ir grabando todo. Saúl me
dice que es exponerse mucho, le digo que no sea ingenuo: en este país todo
tiene un precio, sólo hay que tener los contactos adecuados y nuestro negocio
seguirá dejándonos muy buenas ganancias. Ya es hora de pensar en el retiro.
Saúl me dice que hay cuatro prospectos. Seguramente los consiguió en la
discoteca que está enfrente del hotel. Con el desgaste las cosas fáciles son las
que terminamos haciendo por costumbre, pero a fin de cuentas esas son las
cosas que funcionan.
La idea es muy simple: nuestro mercado exige novedades. No me pagan por
modelos con implantes en los pechos y caderas, ni por actores hasta la madre
de testosterona, proteína y esteroides. Me pagan por la novedad, por lo
inmediato. Porque quieren ver a esos imbéciles cogiendo con alguna chica que
jamás ‘se ha metido nada’, y mientras más joven y terca sea también aumenta
la resistencia y lo que nos pagarán por el material. Eso ante todo: nosotros
siempre damos a nuestros clientes el mejor material, pura calidad.
-¡Córranle cabrones! ¡Que no se les pele!
El Guapo y el Yorch la alcanzan antes de que de vuelta a la esquina. Si hubiera
llegado a la calle principal entonces las cosas se habrían puesto feas: es hora
que los chotas pasan seguido haciendo rondas antes de cambiar el turno. El
Yorch tiene lista la cinta gris, un pedazo es suficiente para impedir que ella
grite. Cuando la suben al coche, Saúl, Mario y el Brother dejan de platicar.
–Bueno, ¿le entran o no le entran? –pregunta Saúl, mientras juguetea
ansiosamente con la videocámara. –Ya les dijimos que hay cinco maracas para
cada uno.
-Con tal de cogerme a todas estas terneritas, hasta de a grapa me voy –dice el
Guapo, que intenta meter la mano en el pantalón apretado de la chica recién
atrapada.
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-Espérate, cabrón. Todavía no es hora. Tápale los ojos –Mario voltea a ver a
Saúl, quien asiente con un leve movimiento de la cabeza. Comienzan a dar
vueltas por la ciudad, cuando hay pasado quince minutos entran en el motel
donde la cortina metálica baja por completo.
-Ora sí, cabrones. A disfrutar del show.
A veces las cosas salen mal, nada en este mundo es perfecto. A Saúl le he
dicho millones de veces que cualquier mujer sirve para sacar adelante nuestro
negocio, cualquier mujer menos la que traiga algún tatuaje. Un tatuaje nos
daría en la madre a la primera, sólo cuando se trata de un buen ejemplar, de
una hembra que vale la pena, le damos para adelante, pero entonces el tatuaje
necesita ser cubierto. Es mejor que aparezca una pequeña cinta adhesiva en el
filme que exponernos a una demanda. A veces lloran antes de filmar y Saúl me
dice que siempre es así porque cuando se les pasa el efecto del alcohol lloran
y chillan asegurando que ellas nada sabían, que no es su culpa. Piden que las
dejemos ir. Saúl jamás ha dejado salir a una sola. No antes de que terminemos
de firmar, y nos firmen también de recibido el cheque de cinco mil pesos
‘mexican faire’ que les dejamos. Muy bien que les cae ese dinero extra,
algunas mujeres hasta nos piden una segunda oportunidad. En ese caso el
procedimiento es el mismo: se vuelven a filmar pero jamás se les lleva
directamente al hotel. Se les cita en cualquier lugar, y no se les quita la venda
de los ojos hasta que han llegado al hotel y está por comenzar su función. Al
momento de regresarlas a la calle se sigue el procedimiento de igual manera.
Sólo cuando están por bajar del carro se les quita la venda de los ojos. Esas
precauciones jamás nos han fallado.
-Mira mamita, lo que te vas a tener que tragar –dice el Guapo a la que tiene el
pelo pintado color castaño con mechones casi amarillentos
Saúl indica ‘ya les dije que no va a ser así nomás, como sea’. -El cliente pidió
un menú especial. Mario, ¿traes la revista?
-Órale puto, deja de estar chingando a esa vieja, pásame la revista –exige
Mario. -¡Órale cabrón!, ¿qué esperas?
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El Guapo se levanta la camiseta hasta la altura de la cintura, y de la bolsa
trasera del pantalón saca la revista, doblada y maltratada pero entera –Te
chingas cabrón, huele a nalga de árabe.
-A nalga de joto, dirás –responde Mario mientras le pasa la revista a Saúl.
-Esos noruegos están enfermos. Espérense, tengo que consultar algo.
La última vez algo desde el principio no anduvo bien. Todo comenzó con la
revista. Llegó acompañada con un cheque nada despreciable. Veinticinco mil
libras esterlinas. La revista era noruega: ‘Tightie candies’. Sexo duro, puro sado
con bondage y toda la cosa. En fin, bukkake, sexo anal, cuerdas de nylon,
agujas y poleas.
Saúl casi se echa para atrás. ¿Cómo chingados quieres que armemos ese
desmadre en el cuarto de hotel? Le respondí lo que él ya sabía: ese era su
pinche pedo. Para eso le pago, y bien que se divierte a veces.
La solución que me propuso era simple y eficaz: decirle así, sin rodeos, al
dueño del hotel que necesitábamos taladrar los muros para colocar un par de
pantallas planas que necesitábamos.
El dueño nos dijo que taladráramos todo lo que quisiéramos pero ya podíamos
irnos olvidando del depósito. Será un pequeño ajuste en la cuenta. El muy
cabrón siempre nos cobró un depósito igual a lo que pagábamos por el viernes,
sábado y domingo entero. Y sólo nos regresaba lo de 2 días, quedándose con
la tercera parte. Seguramente él ya sabía de nuestro negocio, y aunque jamás
nos dio problemas, ese pequeño pago nos protegía dándonos la discreción y la
privacidad que necesitábamos para sacar adelante nuestros compromisos.
Pero lo que el cliente quería estaba tan cabrón de hacer, que le di la razón a
Saúl: esos noruegos están locos. Pero para eso nos pagaban, para
satisfacerles todos sus caprichos y dejar grabada en video su locura.
-¡No mamen! ¿En serio quieren que les clavemos estas madres en las tetas a
las chavas? ¿Qué no se trataba nomás de cogérselas y ya?
-O le entran o le entran. No les pagamos para que lloren como muchachitas. O
si quieren, en lugar de clavarles las agujas a esas putas se las clavamos a
ustedes en la verga. A ver, ¿qué les parece la idea?
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Mario lo dijo. El Guapo y el Yorch están detrás de él. Esteban y el Brother
miran desde el otro lado de la habitación, junto al sillón donde las 4 mujeres
siguen atadas aún, y con las vendas puestas sobre los ojos. –Somos cinco y
ustedes dos.
-A que ustedes no traen de estas –dice Saúl sacando un par de escuadras
cortas, relucientes. –Mejor diviértanse, total, ustedes van a coger todo lo que
quieran y estas putitas hasta les van a dar las gracias. No son los primeros, así
que mejor empiecen de una vez.
No me jode que a veces las actrices sean vírgenes. Como esa vez, que con las
cuatro fue estreno y eso sirvió para que los cinco pendejos que contratamos se
excitaran como micos drogados y luego pudieran hacer bien su trabajo. Ellas
algún día iban a dejar que alguien se las metiera, qué más daba si les dábamos
un adelanto.
Lo que me jode es que Saúl haga sus planes y no me diga sino a la mera hora
lo que tenía pensado. No me gustan las sorpresas. En mi trabajo no puedo
darme el lujo de jugar con imprevistos, en mi trabajo las sorpresas no existen,
no debieran existir. Eso sí que me jode, cambiar los planes a última hora.
Esteban, el Guapo y el Yorch obedecieron cada indicación que Saúl les daba
mientras seguía filmando en todos los ángulos posibles. La sangre había
salpicado el piso y algunas zonas de las paredes aisladas con placas de
corcho, las cuatro mujeres seguían maniatadas y suspendidas en el aire,
colgando como fardos.
-¡Ah su puta madre! Para la otra me busco una que sea de mi gusto –dice
Esteban mientras lame los labios y mejillas de la chica del pelo teñido. –Quién
fuera a pensar que me tocaba estreno. ¿Te gustó, mamita?
-Ya déjala cabrón –le dice el Guapo. –Pinches viejas, quién les manda andar
de calenturientas y pistiando cerveza como si fueran machines. Qué rico
cogieron, me cái que sí.
-Esto no se acaba aquí, mis chingones. Falta lo mejor. Esta es la oferta: si
quieren seguir con este desmadre van cinco maracas extras, si deciden
largarse ahorita se llevan lo que dijimos y nos vemos para la próxima.
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El Yorch es el primero que responde ‘yo me quedo. Vine a coger y no me voy a
ir hasta que estas viejas me dejen secos los güevos’.
Saúl insiste -¿y ustedes?
Esteban y el Guapo asienten, también se quedan.
-Bueno, este es el trato: los cheques están en el buró. Diez maracas para cada
uno. Pero necesito que antes de seguir, cada uno de ustedes se ponga unas
esposas. Están en el mismo cajón de los cheques.
-Ah chingado, ¿y el Mario y el Brother no le van a entrar? –reclama el Yorch. –
Par de putitos, tenían que rajarse.
-Ni modo –dice el Guapo mientras se pone las esposas- ellos se lo pierden. No
creí que el Mario fuera tan pendejo. Se veía acá, bien cabrón, pero resultó ser
una mamita. Me gustaría colgarlo aquí a un lado de estas putas.
Cuando Esteban terminó de acomodarse las esposas, la orden de Saúl hace
que Mario y el Brother se lancen sobre el Guapo y el Yorch como si fueran
linces tras la gacela. Saúl se encargó de Esteban, fue poco el forcejeo y
después de un par de minutos ya estaban los tres tirados en el suelo,
amarrados con cuerdas de nylon, igual que las mujeres que seguían pendiendo
del techo.
Por otro lado comprendo a Saúl. Le gusta el juego, y si no fuera porque somos
buenos socios, viviría cuidándome las espaldas. Nadie más puede confiar en
Saúl, es tan cobarde y traidor como enfermo y sicótico.
Aquella vez sólo me entregó una revista y el primer cheque. Si la idea de los
noruegos era algo escandalosa, dijimos que sí porque vimos que se podía,
aunque fuera algo difícil. Pero cuando me entregó el segundo cheque, por otras
veinticinco mil libras, supe que el negocio había valido madre. El cheque no
venía con otra revista de porno extremo, traía dos indicaciones, escritas en mal
inglés:
1 – Bondage three of the men, leaving them in the same room than the
girls.
2 – Release the girls, without let out any tool used in the session.
Hijos de puta, querían que filmáramos aquello. Mario y el Brother se
encargaron de soltar a las chicas mientras los otros tres les gritaban
pidiéndoles que no los dejaran allí. Las chicas tardaron algunos segundos en
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advertir la situación, cuando comprendieron de qué se trataba se lanzaron
contra la puerta con la intención de alcanzar a Mario y al Brother quienes
apenas alcanzaron a cerrar por fuera la habitación. Lo demás lo vimos por los
monitores. Saúl gritaba emocionado ¡eso, pártanles su madre! Teníamos ocho
cámaras acomodadas en diferentes rincones del cuarto, y no perdimos ningún
detalle. Creímos que los noruegos eran excéntricos enviándonos su revista con
encapuchados y abundante látex y esperma, pero las cuatro chicas ni siquiera
dudaban al momento de cortar, trozar, clavar y desgarrar la carne de aquellos
tres imbéciles.
La venganza duró poco, con un control remoto accionamos un mecanismo que
pusimos en la puerta del cuarto. Ni siquiera vieron los cheques, medio se
vistieron y salieron corriendo a la calle presas de un ataque de nervios, estaban
en shock.
Saúl, Mario y el Brother entraron en el cuarto y trajeron de regreso los seis
cheques por cinco mil libras cada uno y se los repartieron dos para cada uno.
También les tocaba otra parte del resto, de los cheques que cambiamos en el
banco al día siguiente.
No me pesa haberme chingado a esos tres, ni tampoco que las cuatro chicas
hayan sido vírgenes. Es sólo que las sorpresas no me gustan, y mucho menos
si se trata de dinero. Lo nuestro es un negocio, y algún día tendremos que
retirarnos, por eso hay que cuidar muy bien lo que hacemos.
Nadie mata a la gallina de los huevos de oro, a menos que sea un completo
idiota; o le paguen con libras esterlinas.
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Tenemos café
‘Seremos pobres toda la vida’ dice Papá Jacinto y Eusebio se queda callado y
no le responde. Ya sabemos que cuando Papá Jacinto habla y mi papá no dice
nada entonces dijo algo que es verdad.
Mi papá dice que se friega todo el día y que el dinero no alcanza para nada,
que por más que le diga al jefe que le suba las horas, que le baje a los pagos
del Infonavit, que lo de de baja del Seguro Social que ni usamos -todo se
arregla con pastillas y jeringas-, el jefe sigue diciendo que no y que no y que
no.
Después, Papá Jacinto le dice que estamos jodidos porque mi papá quiere,
porque si él quisiera le dejaría las puertas abiertas a dos o tres contratistas por
la noche; entre tanto bulto de cemento y montones de arena y piedra nadie se
dará cuenta si falta algo. Y total, en todos lo inventarios siempre acaban por
rebajarle dizque porque faltaron clavos, alambrón, castillos, o varillas de acero.
Entonces mi mamá le dice que necesitamos de todo, pero que Eusebio en la
cárcel no le conviene a nadie, ni a los contratistas ni al patrón ni a Papá
Jacinto. Y luego mi papá se enoja y no le vuelve a hablar a mi mamá por días y
días, hasta que todos nos olvidamos por qué se habían peleado, y Papá
Jacinto vuelve a decirlo otra vez: estamos jodidos nomás porque tu papá
quiere.
Pero la tarde en que papá le gritó a Papá Jacinto que dejara de estar fregando,
que él conseguiría para comprarle hasta el café que tanto le gusta, Papá
Jacinto se quedó serio, se le fue el color de la cara. Si de por sí era blanco, la
cara se le quedó como un pedazo de veladora sin usar.
Lo primero que hizo fue darle órdenes a mamá: que cambiara las cortinas. Que
tuvieran colores bonitos, esas amarillas y verdes con la orillita de sandías, y
que limpiara las ventanas y pusiera un espejo nuevo en el baño, porque ya
estaba cansado de cortarse con el rastrillo cada vez que se rasuraba.
Mamá se compró un vestido bonito, con dibujos de flores y pájaros, se vía más
bonita que nunca. El abuelo entonces ya no le decía que estábamos fregados
por su culpa, nomás le decía que el café que le había comprado estaba muy
rico, que el pan de dulce y hasta los bolillos sabían mejor remojándolos en café
con leche.
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Supimos que ya las cosas iban mejorando cuando mi papá me compró una
mochila nueva, de esas que venden siempre cuando se acaban las vacaciones
y hay que regresar a la escuela. Olía a plástico y pintura, tenía un halcón
dibujado enfrente, y en los tirantes algo así como rayos pintados que echaban
chispas, de color azul, y tonos plateados y dorados. Fue la primera vez que mis
amigos me dijeron que sus papás nunca les habían comprado algo así, que
tenía mucha suerte de tener una mochila como esa.
Así pasaron muchos meses, Papá Jacinto sacaba al patio una silla todas las
tardes y se tomaba su café despacio, hasta se le olvidó lo que a cada rato le
decía a papá, aquello de que éramos pobres nomás por gusto. Las cosas
habían cambiado y mi mamá hasta compró otras dos cortinas nuevas para la
ventana; mi papá ya nunca se cortaba con el rastrillo y hasta me dejó que le
pegara en el espejo unas calcomanías que me habían salido en unas sabritas,
con el Batman y el Hombre Araña, y otra con la Mujer Maravilla y La Mujer
Invisible, una calcomanía en cada esquina.
Pero hace como tres semanas llegaron los de la policía, hasta parece que ya
sabían a qué hora salía mi papá de trabajar. Lo estaban esperando en la
puerta. Mi mamá nos dijo a Papá Jacinto y a mí que nos fuéramos con ella para
el cuarto. Mamá Juanita estaba dormida y ni cuenta se dio, y Fabián también
estaba dormido, su biberón no tenía ni una gota de leche, se la había acabado
toda.
Estuvieron con mi papá como media hora, al salir hasta se despidieron de él.
Le dijeron que a lo mejor hasta volvían a hablarle para que se presentara en el
Ministerio Público, aunque también le dijeron que a como estaban las cosas
eso era casi imposible. Papá les dijo que ya sabían dónde vivía, que por él no
había ningún problema, sólo quería ayudar a su jefe.
Por la noche mi mamá le preguntó qué era lo que había pasado. Él le dijo que
se había puesto vivo y que se había cansado de que Papá Jacinto le refiriera
una y otra vez que no les quedaba ni para un chicle. Y que hizo lo que tenía
que hacer, a él le daban el quince por ciento, otra parte igual para el velador, y
el negocio era redondo. Pero algo salió mal con unos hombres de esos que
echaban el material en las trocas, hacía cuatro días que habían llegado en la
noche y parece que al jefe de mi papá ya le habían dado el pitazo, llegó
derechito a los patios, y los encontró cargando los camiones.
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Le dijo a mi mamá que a él nomás le tocó echarle un camión de volteo repleto
de arena encima, que entonces le dieron un montón de billetes y le dijeron que
ni se preocupara, ellos se encargarían de cubrir todos los rastros y ni quién
fuera a pensar que al viejo lo habían enterrado al fondo del corralón.
Mi mamá me dijo que jamás podría decirle a nadie lo que papá nos acababa de
decir, Papá Jacinto se quedó serio, pero tampoco dijo nada. Mamá Juanita no
se dio cuenta, con su sordera necesitaba que uno anduviera gritándole por
todo, así que nomás nosotros tres sabíamos lo que había pasado.
Lo más triste fue que aquellos hombres ya no regresaron al trabajo de mi papá.
Los policías tampoco volvieron por la casa, el hijo mayor del dueño siguió
manejando los negocios, pero él hacía las cosas diferentes: papá decía que
facturaba notas fantasmas y que no pagaba impuestos. A ellos no les quedó de
otra más que seguir trabajando más pero ganando lo mismo y a nosotros se
nos acabó el dinero de un día para otro.
Ahora las cosas son diferentes, Papá Jacinto ya no le dice lo mismo a mi papá,
todos sabemos que seremos pobres nomás mientras sigamos queriendo seguir
siendo pobres. Y yo no se, pero a lo mejor un día me toca abrirle la puerta a
otros hombres, y entonces sí me pondré al tiro, para que no se nos acabe el
dinero.
Cada vez que veo las cortinas de mi mamá pienso que me gustan mucho, así
quiero que se vea siempre mi casa, con las ventanas bien bonitas y un espejo
grandote en el baño. Ya alcanzo a verme los ojos y la nariz, sin necesidad de
pararme de puntitas.
Lo bueno es que Papá Jacinto aún tiene café, un bote lleno al fondo de la
alacena. Ahora me da traguitos, y tiene razón, el pan de dulce y hasta los
bolillos bien remojados en el café con leche, saben mejor.
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A little game with shadows
Jamás nos bastó la noche.
Era poco el tiempo de sombras y breve la luna acaramelada desmayando entre
los brazos de las nubes, que también jugueteaban con el viento.
Su figura me sedujo, quise poseerla y la tuve noche a noche. Poco importa
ahora: estas noches son distintas, el monitor parpadea y he destrozado los
tendones de mis dedos en las teclas que ocultan los pequeños resortes
infames, sirvientes traidores de lo que escribo.
Es inútil: de nada serviría relatar los paseos que dimos por las calles que
circundan la Catedral, laberintos donde avanzábamos a ciegas, abrazados,
escondiéndonos en cualquier recoveco para besarnos a gusto. Ni tú ni yo
ignorábamos que detrás de cada beso y cada caricia se encontraba el adiós, la
ruptura irremediable.
Y terminé quedándome con tu recuerdo, engarzado en la bitácora descarnada
y cruel de lo que fueron nuestros días; cómo llegabas y me besabas, cómo tus
brazos se enredaban en mi cuello permitiéndole a mis manos juguetear con tu
cintura, con el talle de diosa que culminaba en tus senos, mientras el olor de tu
pelo era indistinguible del calor de tus labios, tu vientre buscando el mío,
exigiendo una complacencia compartida. Puedo vanagloriarme de haber tenido
en mi vida una mujer que sería la envidia de cualquier hombre, la elegancia de
tu porte jamás desapareció, aún en el momento de decirnos adiós, aún ese
instante, lo impregnaste con tu delicadeza y elegancia.
Esa es la palabra, elegancia: cuidado absoluto por el detalle, por el labial
humectante, por la colonia y sus armonías etéreas, el abrigo en conjunción
perturbadora con el bolso y el calzado.
Suena estúpido, pero alguna vez más que tu cuerpo siento que me perteneció
tu alma. Fueron breves los días y brevísimos los instantes que se perdieron
entre el verano y el otoño de aquel lejanísimo año noventa y siete. No quise
confesarte mis demonios, buscabas despiadadamente el lado oscuro, en la
entrega que llegara al punto de saciar la exigencia más febril y abyecta,
traduciéndose en la sumisión insaciable capaz de morder y arañar.
Apenas lo conseguiste quise librarte.
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No te odio, sería estúpido pretender odiarte. Si los dos hubiéramos sabido que
esa carrera loca sólo podía acelerar la llegada de una separación inminente,
¿hubiéramos hecho lo que hicimos? ¿Habríamos sido capaces de
embarcarnos sabiendo que el desgaste sería tal que culminaría en una rutina
insoportable hecha de girones de sueños y rencores minúsculos?
Al final, declarada la verdadera intención de nuestras miradas, sólo nos quedó
el hambre insatisfecha, las complicidades acusadoras.
Llegaste antes. Quería verte, te deseo. ¿Es sólo deseo...? Sabes bien que no,
tonto... bésame.
Pensándolo bien, la tarde aún me debe dos cosas... un juego de sábanas
limpias, y el tacto de tu cuerpo. Si algo queda pendiente, para saldar nuestras
deudas sería necesario que algún día regresaras, dócil, como antes, a
rodearme el cuello y besarme ofreciéndome tu cintura mientras entrecierras los
ojos.
Hay deudas que no deben exigir su paga, su gratificación, y esta es una de
ellas.
Nada sucede jamás de manera lineal, si acaso en simultaneidades paralelas.
Cuando una o más circunstancias convergen pareciéramos naufragar en los
mares de las coincidencias, añorando la lejanía del presente, siempre limpio,
pulcro… puro. Sólo en el sueño la realidad es perfecta.
-No quiero alargar más esta situación, entre Manuel y yo sólo quedan las
costumbres matutinas y los rituales obligados de la noche, ¿qué sentido tiene
que nos sigamos viendo a escondidas, si él ya sabe que lo nuestro hace mucho
que se acabó?
-Nosotros tampoco tenemos gran cosa, ¡vamos!, si es que podemos hablar de
‘lo nuestro’; ha resultado hasta cierto punto relajante, gratificante, y aunque
jamás hicimos votos ni quisimos compromisos, siento que la cama y el sudor
nos están reclamando algo más que un acuerdo mutuo.
-Para ti es sencillo, total, nada pierdes, pero mírate, mírame, ya no somos tan
jóvenes ‘que nos quede toda la vida por delante’, por favor, no digas más
estupideces.
-Bien, bien, no discutiremos, pero tampoco lo nuestro tiene sentido, es más,
quizás desde el principio lo nuestro no tuvo sentido… y aquí estamos, juntos.
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-Pero no sé hasta cuándo soporte esto, Eduardo, no sé si aún nos quede un
poco de tiempo…
He tenido pocas ideas afortunadas, y no ha faltado quien diga que soy un
cínico hijo de puta. Cuando lo puse por escrito supe que tenía en las manos el
tema de las conferencias que me pidieron para la ‘Semana de Filología
Clásica’: la demostración irrefutable de que ninguna de las historias era la
correcta.
En una versión, es Ariadna quien da el hilo que guía, la hebra que une y
asegura que el héroe elegido para matar al Minotauro, regrese. La otra versión,
moderna e interesante, la da Cortázar, al suponer que Ariadna quería que el
Minotauro matara a aquél que le pretendía. Ariadna amaría así, al Minotauro y
se entregaría a él sin condiciones: el hilo sería el puente de regreso.
Las dos historias son falsas.
Y existe la tercera, propuesta por Borges: el Minotauro, hastiado de su miseria,
de su complexión monstruosa, dichosamente se arroja sobre la espada de su
verdugo. Incluso esta última versión es errónea. La verdad puede ser tan
descabellada como el mito.
***
Ariadna nunca me amó.
Lo supe desde que me dio aquel hilo tan fuerte que parecía hecho más bien
para servir como amarras de barcos que guía de hombres... Entonces
comprendí que el hilo era el camino de regreso para ni enemigo gratuito,
Asterión. Caminé cierto por los diferentes pasillos, encontré monedas y
sandalias, manchas de sangre dispersas por las paredes, huesos, un olor
insoportable; una calma y una tranquilidad casi divinas.
Surgió de un rincón, medía dos cuerpos de hombre, tan fuertes y torneados los
brazos que semejaban una burda estatua revestida de cueros y pieles, y no un
animal al que tuviera que atravesar con la espada. Recuerdo haberle herido
primero en un brazo... luego en un muslo... chorreaba tanta sangre que la
tierra cobró textura de arcilla húmeda. Aprovechando un traspié de mi
enemigo, le hundí la hoja de mi espada hasta la empuñadura. Me tomó de los
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hombros con sus dos manos temblorosas, y susurró algo, unas palabras que
he aprendido a olvidar.
***
-Hola, Amor, ¿qué tal estuvo tu día? –pregunta Manuel, con una voz gris.
Ella detestaba que le preguntara precisamente eso, justo al terminar el mes. Él
sabía mejor que nadie los ritmos impuestos por la oficina de asuntos escolares,
los reportes, las gráficas, los porcentajes, los planes de promoción y venta, el
balance general. Después de lidiar con el cálculo de los impuestos lo que
menos deseaba era que precisamente él le preguntara cómo había estado el
día.
Sobreponiéndose a la tensión que se clavaba en su espalda concentrándose
en la región cervical, aún tuvo fuerza para sonreír y suavizar la voz
respondiéndole un ‘gracias’ falto de interés, automático e instantáneo. -Estuvo
muy bien… afortunadamente no se presentaron contratiempos, aunque la
verdad me siento cansada, y fastidiada.
-Si quieres recostarte no hay problema, te alcanzo en un rato más. –Responde
Manuel sin voltear a verla. Teclea algo que en el monitor parpadeante que
Alexandra no alcanza a leer. Cuando se vuelve sus ojos vacíos evitan mirarla
de frente. -Voy a trabajar hasta tarde.
Será por inercia o la costumbre, no puede evitar preguntar recordando de
pronto los pendientes que le aguardan en aquella casa, últimamente extraña y
ajena, siempre gris, en silencio.
-¿Fuiste al oculista? –pregunta, sabiendo que aquellas visitas al oculista son un
gasto inútil, terminan siempre con aumento de .25 en la graduación de los
lentes, y conforme pasa año tras año el costo aumenta sin disminuir las
molestias. Tanto tiempo y tantas veces la misma respuesta que va repitiendo
mientras Alexandra explica.
-Sí, no hay problema. Me entregará el nuevo juego de lentes la próxima
semana. Y para la irritación me recetó unas gotas. –Manuel percibe aquel
cambio de voz, modulación imperceptible que disipa cualquier duda- No tardes.
Te espero.
Francisco Arriaga – S. D.
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Ojalá fuera cierto, Ale. ¿De dónde vendrás? Cómo quisiera que un día, sin
más, tuvieras el coraje para no regresar a esta sepultura. Me sigue encantando
tu pelo, la forma ondulada que adquiere al caer sobre tus hombros mientras
manejas y el viento juguetea con el y tú aprovechas para acomodarte esos
lentes de sol que siempre te arrancan una sonrisa de los labios.
Te sientes hermosa y eres hermosa, brillas e iluminas la tarde.
Quisiera que el tiempo no hubiera pasado tan pronto, que pudiéramos seguir
viéndonos Eduardo, tú y yo mientras nos tomábamos algunos tragos y el único
pretexto para estar juntos era el pretexto de estar juntos. El futuro aún era algo
lejano, como un horizonte a punto de llover, con sus claros de cielo y sus
tormentas relampagueantes. Ahora sólo nos queda cierta ternura… vergüenza
quizá. Nos miramos unos a otros y sé que los tres nos miramos pensando en lo
que éramos, comparándonos con lo que somos ahora.
Bien poco quedó.
¿Por qué demonios te casaste conmigo cuando estabas perdidamente
enamorada de Eduardo? Los años han pasado y no logro entenderlo, no puedo
comprenderlo, sigo ignorando tus razones, pero ya es tarde para nosotros. Ese
‘nosotros’ ya no existe.
Hoy sé que sólo he tenido de ti el cuerpo que me acompaña noche a noche; un
cuerpo de diosa en el que no puedo encontrarte, y que sólo ha sido mía tu
figura en las fotografías que compartimos juntos, en las presentaciones de
libros y poemarios de escritores que no lo son ni lo serán jamás aunque tengan
las agendas cargadas de compromisos.
De tu cuerpo sólo retengo el perfume. Y siempre, rondando, percibo la loción
que rodea a tu loción -la fragancia propia que conozco de tu cuerpo-. Es más,
podría decirte si es un perfume italiano, francés o una loción inglesa barata. Es
tan fácil degustarlos y resaltan con una claridad perturbadora entre los aromas
de tu piel.
Claro que no eres una puta, lo sé y no voy a tratarte como tal, a fin de cuentas
regresas al muelle, y descansas conmigo, amparándote de tormentas y vientos
y relámpagos. Pero el papel de cornudo clásico que piensa que su mujercita
amada, que su mujercita querida, le es tan fiel que pudiera con gusto poner las
manos en el fuego por ella, es algo que la verdad no me va.
Francisco Arriaga – S. D.
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He buscado una salida, mil salidas, sin éxito. ¿Acaso no hay manera de romper
estas situaciones fatigosas...? ¿Alguna vez lo has pensado? He visto cómo te
detienes un momento al preparar la cena, o mientras lavas lentamente y a
conciencia tu cabello bajo el chorro tibio de agua en el baño; y también cuando
caminas segura, con tu fuerza e inteligencia magníficas por los pasillos de la
facultad. Ahora somos colegas, los títulos y certificados así lo avalan.
¿Cuántos más habremos de agregar a la lista? ¿Quién será el primero en
ceder, aceptando la derrota? ¿Por qué regresaste? ¿De dónde vienes esta
noche, Amor?
***
-Manuel es muy listo, y cuidadoso como nadie. ¿Creíste que no se daría cuenta
de lo nuestro? Alexandra: tantos años juntos y no conocernos entre nosotros
sería como pretender que aún somos aquellos mocosos adolescentes
creyendo en la amistad incondicional mientras jugamos a la botella para ver
quién se acuesta contigo, o dándote la oportunidad de buscarte a otro mientras
nos obligabas a imaginarte haciendo con otros lo que después también sería
parte de la rutina. Posiblemente Manuel sienta celos, pero yo no. Esto con el
paso del tiempo se ha convertido en una cofradía, en una fraternidad. Sólo que
además de compartirnos los secretos Manuel y yo nos compartimos a la misma
mujer sin girar la botella y sin terceras opciones, a ti. ¿Aún te llama ‘Ale’...?
Lo mira largamente reflexionando sobre lo que Eduardo acaba de decir. Siente
una ligera zozobra al no saber qué la sigue empujando hacia Manuel, o qué la
retiene con Eduardo. Sólo responde ‘créelo, quince años y no deja de llamarme
así’.
-…Ahora me gusta que lo haga, su voz se ha vuelto más suave, ya no es
aquella que era capaz de recitarse los cantos de guerra del Cid, ni aquella otra
fuerte y potente que contaba malos chistes de rusos y alemanes a los que
imitaba tan bien.
-Seguimos dejando cosas pendientes, y no comprendo tu empeño en seguir
complicándote la vida; es tan sencillo como no regresar y ya... ambos
sabemos que a él no le tomará por sorpresa tu decisión, eso es lo único que
puede esperar de nosotros.
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El tono incisivo que emplea Eduardo al hablar es el mismo tono que Manuel
utiliza al defender sus argumentos. Ella detesta eso, la seguridad que
comparten ambos, y en el fondo, sabe que se atienen a algo indudable: es la
cortesana principal de un harén formado por las Alexandras que ella ha sido,
señoreadas por la Alexandra que en este momento ya no quiere ser.
Hace el intento de que su voz no se quiebre, de parecer definitiva y
convencida, pero Eduardo no se dejará engañar y hurgará en su voz hasta
encontrar las verdades ocultas, los miedos no confesados. Aún así, se arriesga
y se escucha decir con un tono muy convincente:
-Recuerda sólo una cosa. Yo no soy él.
***
Al regresar encontré unos ojos que hoy ya no sé si me esperaban. Su cara, sus
labios eran los mismos, pero cierto estuve de que no eran míos. Limpió mi
frente con su manto, y me besó dulcemente.
Lo comprendí claramente: ella, en silencio, pedía el cumplimiento cabal de una
orden, de un mandato. Con las manos aún manchadas de sangre, tierra y
sudor, la tomé por la cintura. Creo que la voz y el semblante no me
traicionaron: ‘maté al monstruo, se defendió dignamente, y murió dignamente
también’- le dije.
En sus ojos una pregunta, que no me hizo, pero formuló tan exacta como los
contornos de aquel laberinto maldito. La ignoré cuando recargándose sobre mi
pecho, preguntó con una voz delgada, débil, casi suspirante, ‘¿qué fue lo último
que dijo...?’
-Sólo masculló algo, no sé... la sangre no le dejó hablar. Me manchó las orillas
del escudo, y también las sandalias. Vayámonos, nada queda por hacer aquí.
Tengo que lavarme, su sangre pesa como plomo líquido.
Ariadna, mi palomita blanca, pequeña flor al pie de las murallas. Tus ansias de
saber no podré jamás, ni aunque el mismo Zeus me lo pida, dejar satisfechas.
Porque mi secreto es la razón de tu vida.
***
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Alexandra extiende melosamente el brazo hacia la cómoda, son las cuatro de
la mañana. Confió en que el reloj sonaría puntual, faltando quince minutos para
las tres, mas un acto reflejo se encargó de callar la alarma, y siguió recostada
sobre el tórax distendido de Eduardo, ignorando el aviso.
Sin abandonarse por completo a la vigilia, toma una resolución. Los conoce
bien, y esa era la hora acordada, la hora del cierre de mes. Allá en las oficinas
administrativas, los auxiliares y auditores harán el trabajo que tienen ordenado
hacer, para eso se les paga. Ella puede estar otro momento más con Eduardo,
quien se pregunta cómo es posible que alguien marque a esa hora, quién
carajos será esta vez. El teléfono vuelve a sonar, Eduardo apenas se mueve.
Ella decide contestar: sabe que es Manuel, y ya no hay vuelta atrás.
-¿Bueno…?
Manuel escucha la voz casi adormilada de Alexandra. Siente un golpeteo
irregular fluir en las sienes, tensarse los músculos del cuello y cómo la presión
dentro de su pecho aumenta súbitamente. -¿Qué haces allí? –pregunta,
aturdido, como si una fiebre repentina le hiciera apretar las mandíbulas y
estremecer los nervios del cuerpo.
-Manuel, déjame explicarte.
Y qué podías explicar, Ale, que eran las cuatro y media de la mañana y estabas
con Eduardo, con quien cogiste y dormiste después. Sabes que tu voz me
hipnotiza, y más ese tono que sólo puede tener tu voz de amante satisfecha,
suave y gozosa, envuelta por la madrugada que llega y la mañana
avecinándose. Pero tarde que temprano sucedería esto. Y si ya lo sabía, ¿por
qué me jode tanto? ¿Por qué me siento como el más pendejo entre los
pendejos?
***
El Ponto Euxino tiene arenas que sería mejor llamar rocas trituradas. Las
piedrecillas crudas, más que aquellas otras de la costa árabe o las de la ciudad
con nombre triple, son verdaderas moles comparadas con el fino tacto de
estas.
Mi destino era escapar del mortal laberinto y matar a dos amantes, dos seres
que rozaban la divinidad. La aterradora y monstruosa belleza de aquella mole
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de carne no me sedujo: atacó de frente y supe que deseaba, suplicaba por su
muerte. Ariadna esperó paciente, resguardando la entrada del laberinto. Que
un hombre sea heraldo de buenas o malas nuevas es algo que está inmerso
en la insondable voluntad de los dioses, pero que el destino le marque por
tarea aniquilar a dos divinidades revestidas de carne es algo que no se puede
soportar. Asterión supo desde el principio lo que sucedería, por eso suplicó
hasta humillarse, hundiendo las rodillas en aquella arcilla amasada con su
sangre, por eso chilló y apretó los dientes, impotente, cuando le partí el
corazón en dos, de un solo golpe.
***
-Siempre supiste que llamaría –reclama Eduardo, a quien la adrenalina ha
despertado en un instante y de manera brusca. La seguridad repentina que le
brinda la calma de Alexandra le permite comenzar a elaborar un rápido análisis
de lo que sucede. La conclusión es perturbadoramente diáfana, lógica.
–Esperabas que él llamara.
-Sí, cuando vi el reloj supe que no tardaba en llamarte. Cómo son cabrones, en
serio, ya no quiero seguir asistiendo a seminarios y cursos extraños ni vivir
inventando viajes nocturnos en autobuses que no existen o cerrando los meses
contables cuando hace años que trabajo en otro departamento.
-¿Y qué haremos? –reclama Eduardo, recargándose en el amplísimo respaldo
de la cama.
-¿Nosotros…? ¿Lo preguntas? Sé lo que está haciendo Manuel en estos
momentos: sentado en la cama, leyendo alguna página de la novela que me
regalaste, preguntándose por qué me sigue gustando el aburrido de Kundera.
Eduardo percibe algo muy ralo en el ambiente, una amenaza no declarada y
consistente, como si fuera el murmullo que delata el nombre del verdadero
criminal ante unos jueces invisibles. Sabe que Manuel ganó y perdió a pulso a
aquella hembra, mujer cual pocas y también cual pocas capaz de las mayores
atrocidades y placeres.
-¿Cómo es posible que seamos tan fríos, que nos importe nada lo que le pase
a Manuel? En verdad merecemos que Manuel…
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-Nada de merecimientos –la voz de Alexandra es tajante. Ordena sabiendo que
Eduardo se someterá sin dudar aunque no comparta su punto de vista. -Manuel
no es el cornudo arquetípico. Me pediste que no lo subestimara, ambos
sabemos que nada tiene de tonto. Él sabe de lo nuestro desde hace mucho. Es
un juego estúpido de hacernos el amor "in absentia" -en ese latín que tanto les
gusta, par de cabrones, piensa en un repentino arranque de rabia-. Un juego
donde me llevo la peor parte. Vivo con él pensando en ti, dejo que me hagas el
amor mientras pienso en Manuel, el sapiente, el fiel, el imperturbable Manuel.
-¡Carajo! ¿Entonces sólo es eso? ¿Quieres que Manuel se despierte y te eche
de menos, que se le revuelva el estómago al imaginarse cómo cogemos, y que
después se consuele preparándose un café con crema irlandesa…? –Eduardo
pierde la compostura mientras el deseo de darle un par de bofetadas y
lastimarla ensañándose en ella va tensando sus puños, cerrados y compactos.
-¡Por favor, no me chingues con eso!, las pendejadas de la memoria, la
venganza y los platos fríos, ¡no me chingues!
-No es necesario que grites, además detesto que uses ese tonito. Pareces la
voz misma de Manuel.
-Sí, Manuel siempre, sobre todo, ante todo. La sombra perpetua de Manuel.
Sub umbrarum alarum tuarum ¡O Manuel!… ¿Qué quieres…? ¿Que lo mate…?
¿Y después qué? ¿Regresarías conmigo, estarías por siempre a mi lado, nos
haríamos viejos tomando café y echando de menos la puta crema irlandesa…?
***
Prometí que serías libre, prometí a Asterión que cumpliría su último deseo.
Pero te daré algo más, otra cosa: la libertad de hacer de tu vida, conmigo o sin
mí, lo que quieras. Vive el destino que he cambiado por ti, sea algo distinto lo
que será de tus días y ya no aquello que estuvo alguna vez escrito para ti
desde siempre.
He cumplido.
***
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Sólo falta que cumplas el destino que sobre mí viene llegando, despacio pero
con paso seguro. El destino que no me pertenece, y que Eduardo y tú han
fabricado día con día, noche tras noche.
Ustedes también me han robado, y del tiempo que era nuestro y mis apuntes
para la maldita semana filológica, nada queda. Nada quedó.
Espero paciente tu regreso, que des el último golpe. Jamás pude sustraerme al
hechizo de tu voz y la forma en que decías mi nombre, apenas sostenido por tu
aliento, pequeña conmoción del orbe, ‘Manuel’.
¿Y a él…? ¿Cómo pronunciarás su nombre? ¿E-duar-do, sílaba por sílaba,
construyéndole un mundo con tu solo aliento? ¿Cómo cambiará tu voz, cuál
será la forma en que lo digas y le hagas conocer su propio nombre, su misma
esencia? Sí, sólo así, de ninguna otra manera, hablando, diciendo y
nombrando.
Los conozco tan bien, Ale… pero venga ya esta mañana.
Tan sin ti.
***
La venganza de los dioses fue implacable, condenada Ariadna, mi florecita
blanca, proseguí mis paso, en pos de una sombra que no me reconoció como
su dueño. Apresada en un enjambre de hebras sé que ella jamás regresará a
las playas, a las arenas… he cumplido mi misión.
Jamás te dije, Ariadna, la última voluntad del Minotauro, última voluntad que no
cumplí. "Hemos jurado morir juntos, morir en el mismo tiempo, ¡oh, Teseo!
Mátala, como en este momento, me matas a mí. Te lo pido, te lo suplico. Que
los dioses te sean propicios…"
***
-Manuel cerró los ojos, me esperaba. Él lo sabía, y no quiso escapar ni buscar
refugio. No se escondió. Le dijiste, le avisaste, y ni aún así buscó salvarse. Qué
bien, pinche puta, maldita perra. Así fue mejor: un solo balazo, un movimiento
del gatillo nada más. Rápido.
Ahora sólo faltas tú, Alexandra.
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Some facts about the fire’s use
Si no hubiera sido el color seguramente habríamos encontrado alguna otra
excusa.
En el salón todos se la teníamos jurada, pinche negro, un día de estos te
vamos a partir la madre. Nos daba igual que viniera de Honduras, de El
Salvador, de Haití o Cuba: el color era lo único que necesitábamos para que
cualquier broma y agresión quedara justificada.
Sería que el imbécil ya estaba acostumbrado, no lloraba. Nunca nos dio el
gusto de verlo llorar, ni cuando le quitábamos el almuerzo para echárselo a los
perros del conserje, o cuando lo dejamos amarrado en el poste de la portería
más alejada de la escuela, a mediodía.
Lo desataron y tenía los labios resecos, estábamos seguros que no le pasaría
nada porque dijo el profe que el color de la piel de ésos está hecho para
soportar el sol cayendo a plomo.
Pero no era cierto.
Cuando lo soltaron la piel se le abría en grietas con un fondo rojo, purpúreo.
‘Órale, ese negro tiene sangre como la de nosotros’ nos dijimos, y estoy seguro
que entonces lo odiamos un poco más.
Porque se la teníamos jurada, y no nos íbamos a quedar con las ganas de
partirle la madre, y si se podía, hasta íbamos a matarlo.
Cuando mi padre regresa llega sin ganas de cenar. Mamá le prepara lo que
puede, se esmera en los guisos que los abuelos le han enseñado, y a ellos los
abuelos de sus abuelos. Pero papá no tiene hambre, sólo se deja caer en la
cama, como un cachorro que se quedó todo el día sin comer. Mi madre me dice
que no lo mueva, que pronto se recuperará, es cuestión de alegrarle el día. El
abuelo saca su guitarra y me pasa el güiro, dice mi madre que lo toco igualito
que mi tío, el que mataron antes de que yo naciera.
A papá le gusta la música, dice que Cuba es linda, que hay unas calles
hermosas, con casas altas y fachadas de cantera. Y que aunque ya no
podamos regresar, allá nos seguirán esperando los huesos de quienes se
quedaron, y cuando podamos volver la tierra será otra, y aquella será nuestra
casa.
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Después de una o dos estrofas papá sonríe y se da ánimos para dejar la cama.
Toma a mamá de la cintura y ella da vuelta tras vuelta, levantando su falda
mientras sus pies bailan siguiendo el ritmo de papá. La abuela entonces
acompaña la canción con las palmas, y mis hermanos más pequeños corren a
abrazar a papá y mamá pidiéndoles que los carguen, quieren bailar con ellos
también. Y cuando se acaba el baile mi papá dice que la cena huele rico, que le
sirvan lo que haya porque no es justo que él esté muriéndose acá en la casa de
hambre nomás por puro gusto, mientras el patrón sigue fregándolo igual que
siempre en la bodega y en este momento ni siquiera se acordará de él.
No quiero decirle a papá lo que pasa en la escuela, ya tiene muchos problemas
encima como para andar cargando también con los míos, pero a veces me dan
ganas de llevarme el cuchillo que usa el abuelo para quitarle las escamas a los
pescados y enfrentarme a esos que siguen golpeándome nomás porque no les
caigo bien.
Y si el negro es feo, su jefa y su jefe están más feos todavía. Los hemos visto
cuando bailan cantando cosas que nadie entiende, al son de otro negro muy
viejo que les toca la música para que ellos se den de vueltas y vueltas en el
cuarto, nomás falta que se pongan a hacer sus porquerías allí enfrente de
todos. Y luego el prieto Felipe se les queda viendo con la boca abierta, seguro
que también quisiera bailar como ellos. No lo culpo, no sabe y no podrá
comprender lo mal que se ven, si pudiéramos también matábamos de una sola
vez a aquella familia. En el barrio ni quién los fuera a extrañar, nos libraríamos
de su presencia, que asfixia y enrarece el aire.
Nosotros tenemos que trabajar para pagar la escuela, entre mis compañeros
no hay nadie que esté becado. En las vacaciones de verano en lugar de andar
por la calle y paseándonos por cualquier barrio, tenemos que quedarnos
encerrados en las tiendas, bodegas y almacenes, para desquitar hasta el último
centavo que llevamos al colegio para gastar. Pero ese maldito negro no, todo lo
recibe gratis: tiene una beca que le dan las monjas estúpidas que administran
el colegio, y a la hora del almuerzo nomás estira la mano y la encargada de la
cocina ya le tiene preparado un lonche con su refresco que no les costará ni un
solo centavo. Por eso los odiamos más al maldito, por querer compararse con
nosotros que sí trabajamos y tenemos que pagar la colegiatura trabajando
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mientras él se la pasa descansando, junto con los negros calenturientos que le
tocaron por papás.
A veces quisiera bailar como él. Tiene espaldas recias, mamá se puede pasar
toda la tarde mirándolo cuando ayuda al abuelo a sacar las redes de nuestra
lancha. Cuando hay buena pesca se entretienen separando los peces más
grandes de los más pequeños, y los más grandes son los que papá se lleva en
dos cubetas grandes, atadas a un madero que se acomoda sobre el cuello,
para poder llegar sin problemas hasta el mercado y venderlos temprano. El
abuelo le dice que el domingo es su único día de descanso, que no debería
andar haciendo eso y al contrario, sería mejor aprovechar para quedarse en
cama otro rato más, pero papá le dice que no, que cuando esté muerto y
enterrado descansará la eternidad completa, que lo que urge ahorita es tener
dinero para comprarle ropa a los niños más pequeños, y también para
comprarle un vestido lindo a mi mamá. Por eso se lleva cargando los botes
hasta el mercado, y cuando regresa el rostro se le llena con una sonrisa que
parece como si se acabara de sacar la lotería: ahora no batalló tanto para
vender el pescado, le dice al abuelo que estar en el mercado todos los
domingos a la misma hora ha tenido su lado bueno porque ya tiene clientes
que nomás están esperándolo para quitarle de las manos lo que lleva y pagarle
sin poner ningún pero. Los domingos al mediodía, cuando él regresa, todos en
la casa somos un poco más felices, empezando por mi mamá y mis hermanos,
y acabando con los abuelos y conmigo, aunque no puedo decirle a mi papá las
ganas que tengo de desquitarme de los que me tratan mal en la escuela.
Por eso cuando Sergio nos dice cuál es su idea nos parece lo mejor que se le
ha ocurrido desde que lo conocemos. Sergio dice que es fácil, se trata nomás
de aprovechar el viernes en la noche, cuando el papá de ese mugroso negro
llega según él más cansado a la casa, y todos se van a dormir temprano. Si
nos llevamos cuatro o cinco botellas y las estrellamos de una sola vez, apenas
se van a dar cuenta de que las láminas y las paredes de madera están
quemándose. Y con un poco de suerte, hasta se mueren todos de una sola
vez, y así nos libramos de ellos con un solo golpe y quién sabe, a lo mejor
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hasta los del municipio se animan a hacer un parque o una cancha de futbol en
el lugar donde ellos tienen su casucha de triplay y cartón.
Salvador dice que él le entra, su papá tiene estopa y franela guardada en la
cochera, pero es muy cuidadoso con la gasolina. Él no puede sacarla de su
casa. Martín dice que él consigue la gasolina, sus papás jamás están el fin de
semana, y el velador se duerme temprano porque suelta los perros a que
hagan ronda en los patios de la casa. Puede sacarle gasolina a cualquier
coche, y traérsela en un envase de plástico. Sergio se encarga de conseguir
los botes, a mí me va a tocar lo más fácil, prender las mechas para que cada
quién se encargue de estrellar su propia botella. Siempre han envidiado el
encendedor que me regaló papá al regresar de su último viaje a Las Vegas. Me
dijo que si algún día comenzaba a fumar, que lo hiciera con porte y fumando
buenos cigarros, no esa basura que venden al menudeo en las tiendas que
están alrededor de la escuela. Por eso me regaló el encendedor que nomás
con retirarle la tapa solito prende.
Quedamos en eso, a las once de la noche este viernes le daremos a ese
montón de negros lo que se merecen.
Los viernes papá llega más cansado que de costumbre. Su patrón ese día lo
dedica a surtir su almacén. Al patrón le envían mercancía de todos lados, que a
mi papá le toca descargar él sólo mientras los demás empleados acomodan los
estantes y exhibidores. Papá dice que después de tantos años ya se
acostumbró a la friega, y que sería más cansado hacer lo que hacen los
demás, acomodar pieza por pieza mientras las cajas van amontonándose una
tras otra en los pasillos de la tienda. Lo mío es más sencillo, sólo bajo las cajas
y las llevo hasta el pie de los anaqueles. Si ellos supieran que es más fácil,
seguro que me quitaban de allí y me mandaban a la bodega. Por eso no les
digo.
Lo que cansa a mi papá es que nunca se sabe cuándo llegará el último tráiler.
Puede ser a las cuatro o cinco de la tarde, o a las nueve o diez de la noche.
Por eso los viernes esperamos a que papá llega a la casa, cenamos, y todos
nos vamos a dormir. El sábado le toca entrar un poco más tarde, y nosotros
podemos quedarnos en la casa, esperando que el abuelo regrese de la pesca
para acompañarlo al mercado, mientras mi papá se va a la bodega a cobrar y a
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traer algo de la tienda, o si de plano nos va bien, del mercado. Cuando eso
pasa se regresa con el abuelo, y vuelven trayendo un dulce o una pieza de
pan. Los sábados y los domingos son los días que nos olvidamos de los
desaires que nos hacen nuestros vecinos.
Cuando llegamos todos parecían estar durmiendo. Le dimos dos o tres vueltas
a la casa y no escuchamos nada, entonces prendí las mechas. Al estrellarse
las botellas, la gasolina brincó para todos lados, las llamas subieron desde las
paredes hasta el techo, y las cosas pasaron muy rápido. ‘¡Córranle, vámonos al
carro! Me gritaron. Apenas alcancé a ver cómo salían corriendo, el papá de ese
maldito negro en cueros, y la mamá mal envuelta en una sábana blanca.
Seguro que estaban revolcándose los cerdos. No miré si el negro Felipe salió,
o si alcanzó a salir alguien más. Como sea, el encendedor funcionó. Ojalá que
el negro se haya muerto, así, quemado, como un pedazo de carne olvidada
sobre las brasas de carbón.
Mi papá nos levantó, los vecinos parece que ni se dieron cuenta, comenzaron a
salir cuando el techo ya empezaba a caerse a pedazos. Nadie se quedó
adentro de la casa, salimos como pudimos, y nos libramos por esta vez. Siento
que todo lo que mi papá nos dijo, eso de olvidarnos pronto de dónde viene el
abuelo y de dónde vienen ellos, de hablar como hablan los demás, comer lo
que comen los demás y creer lo que creen los demás, no ha servido de nada.
Aunque hable y me vista como los otros compañeros del colegio, hay algo que
jamás podremos olvidar, y es el color de la piel, que tengo morena y
ennegrecida no se bien por qué, y que ellos tienen descolorida, como si les
faltara comer o estuvieran enfermos. Papá también intenta quitarse el acento,
hablar con las mismas palabras que el resto de sus compañeros en la bodega,
mi mamá le sigue la corriente, y en la casa nadie habla jamás de La Isla. Por
eso cuando el abuelo saca su guitarra y comienza a cantar sentimos que algo
nos mueve desde muy adentro, como si de repente la sangre quisiera hervir
dentro de las venas, con una emoción que no podemos callar ni ocultar. Pero
esta noche las llamas acabaron con la guitarra del abuelo, lo único que aún nos
quedaba del lugar de donde venimos. Se quemó todo, nos quedamos sin ropa,
sin comida, sin techo ni cama. Papá nos dice que no nos preocupemos, que
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cuando amanezca junto con la luz del día llegarán las primeras respuestas. Y
no sé por que dice ‘respuestas’ porque ni siquiera sé cuál fue la pregunta.
Pero yo sé quién fue el que nos quemó la casa. Y no llegó solo, siento que de
alguna manera, ellos acaban de darme la bienvenida: clarito los vi desde la
ventana de mi cuarto.
-En serio, Fidel, ¿nada más viste salir a los papás del negro? –pregunta
Salvador.
Sergio también espera una respuesta, Martín sigue ensimismado, como si
estuviera durmiendo con los ojos abiertos.
-Sí, nada más a ellos. A los otros no los vi que salieran, ojalá que todos se
hayan muerto.
Sergio le da una palmada a Martín, ‘anímate, ¿no ves que las cosas nos
salieron bien?’. Martín contesta en medio del sopor y aletargamiento, ‘no todo,
ellos también tenían que haber muerto, junto con ellos. Todos juntos, la maldita
familia’.
Fidel les asegura que no hay nada más fácil que saber a dónde se van a
mudar. Ojalá y la próxima les toque vivir en una casa del gobierno, esas donde
todos duermen en literas de tres o cuatro colchones. -Si eso pasa, entonces
volvemos a hacer lo de la gasolina otra vez, allí encerrados no podrán
escaparse ni salir corriendo para ningún lado.
Ya sé que todos se cubren, unos a otros siempre se cuidan las espaldas. Lo
que no sabía era quién estaba detrás de todo. Pero desde que lo vi cuando
daba órdenes y encendía las mechas, me siento más tranquilo. El día de hoy
podré soportar todo lo que suceda con calma, ya sé de quién me quiero
desquitar, y también se cómo lo voy a hacer.
Cuando la directora del colegio se presentó en cada aula pidiendo ayuda para
la familia de Felipe, ‘nuestro compañero’, porque se han quedado sin nada, los
cuatro piensan que los malditos negros se libraron, y dentro de dos o tres días
volverán a verlo, con sus ojos abiertos como si estuviera a punto de llorar, los
labios gruesos y bien marcados. ‘Pareces maricón, nomás falta que te pintes la
jeta, mugroso’ le decían a la hora del recreo, cuando los maestros se
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encontraban ocupados en el almuerzo o en los pasillos, hablando de cualquier
cosa. Salvador le dijo a la directora ‘ni piense que voy a dar un solo centavo
para que ese mugroso negro regrese a la escuela, ni que esta fuera una
escuela pública o un centro de beneficencia. Mis papás por eso pagan la
colegiatura, y por si ya se le olvidó, pagan en dólares’. La directora lo llevó a la
administración, donde citó a los padres de Salvador. Ellos llegaron a la hora
convenida, y sólo repitieron lo mismo que su hijo, añadiendo una amenaza
directa ‘ni a ustedes ni a nosotros nos conviene un escándalo, y menos si es
causado por un negro. Así que respete nuestras decisiones, y que los que
quieran cooperar que cooperen, pero nosotros no vamos a dar un solo centavo
extra’.
Cuando terminó la jornada escolar, los cuatro le gritaron en coro ‘¿Por cuánto
las pasa tu jefa?’ Felipe no hizo caso, siguió caminando y escuchando sus
carcajadas un par de cuadras más, hasta que ellos lo dejaron ir.
Algo parecido a la tranquilidad le quitó las ansias que sintiera en el transcurso
del día. Se llevó el cuchillo para desescamar del abuelo, lo tuvo todo el tiempo
en la mochila, pero no lo sacó. Este no es el momento, será mejor de uno por
uno, a ver si son tan machitos esos habladores, pensó en la hora del recreo.
Cuando llegó al albergue se encerró en el baño. Sobre la repisa que sostenía el
espejo frente al cual se rasuraban los huéspedes que de manera esporádica
ocupaban el lugar, también estaba la pequeña piedra de afilar que usaban con
la única navaja, asegurada con un trozo de cadena a la pared. Tomó la piedra
de afilar y la guardó en el pantalón, nadie iba a echar de menos aquel pedazo
de piedra terrosa, no recordaba haber visto ni una sola vez a su papá o al
abuelo rasurándose. Por la noche, cuando todos dormían, se aseguró de que
sus papás no estuvieran despiertos.
El abuelo fue el primero. Con la cabeza ladeada sobre la almohada, fue fácil
hacer el corte de un solo tajo. La mancha oscura y violenta que fue
extendiéndose por la sábana coincidió con el despertar de aquellos ojos, que
poco a poco fueron tornándose más y más opacos, hasta parecer dos pedazos
de vidrio estrellado.
Recordó la noche anterior, cuando vio a Fidel encendiendo los trapos. Los
otros tres arrojaron las botellas, Fidel dejó la suya en el piso, ninguno se dio
cuenta de eso. Después de salir corriendo de la casa algunos vecinos llevaron
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botes con agua, pero nada pudieron hacer, y al final sólo cuidaron que las
llamas no corrieran a los techos de junto, para que el incendio no creciera más.
Él escondió la botella de Fidel en el tubo de un desagüe cercano, que iba a dar
al arroyuelo seco visible desde la que fuera su casa. Cincuenta metros más allá
la playa de arenas blancas era abatida una y otra vez por las aguas del mar
embravecido por la marea. Mientras sus padres se ocupaban de los niños más
pequeños y trataban de vestirse con la ropa que los vecinos les ofrecían, Felipe
fue hasta la barcaza del abuelo y buscó debajo del asiento, enclavado en una
pequeña ranura, los dos cuchillos para desescamar que siempre estaban en
ese lugar para casos de emergencia. Los envolvió en un girón de su camisa, y
los guardó en la bolsa. Ya sé para qué me van a servir, pensó.
Yo los cuidaré, a todos, para que nadie jamás les haga daño. Aquí nunca
dejaremos de ser los negros, los indeseables y aborrecidos. Hoy sé que
cuando papá no esté me tocará cuidar de la familia, de mis hermanos, de
mamá. Y no quiero que sufran lo mismo que he sufrido, al contrario. Quiero
librarlos de esa vida de perro que me ha tocado vivir, y que ya no quiero seguir
soportando. Para cuidarlos y librarlos de esas penas y vergüenzas necesito
hacer esto, olvidarme de lo mucho que los quiero, y recordar para siempre
cuánto odio a esos cuatro. Esto es lo mejor para todos, se repitió en silencio
una y otra vez.
No había marcha atrás, sus papás dormían abrazados, él repegado en la
espalda de ella, protegiéndola. Lentamente acomodó ambos cuchillos, uno
sobre cada garganta, y dio el estirón al mismo tiempo. Hubo un par de quejidos
seguidos por algunas palabras entrecortadas, que él no entendió.
Unas ganas casi incontenibles de llorar casi lo paralizaron, pero se contuvo.
Los hermanos menores ni siquiera se dieron cuenta cuando uno tras otro se
desangraron en las camas. Los sanitarios comunales de albergue se habían
colocado junto a los muros más apartados del edificio; cuando las instalaciones
se ocupaban en tiempo de calor y el drenaje fallaba, el olor era insoportable.
Con ese argumento convenció la administración del refugio a las autoridades
municipales para sacar los sanitarios de las instalaciones principales del
albergue y recorrerlos hasta el lado más alejado de la construcción.
En el edificio no había vigilancia, sin mayor esfuerzo trepó por las paredes
rústicas y con un brinco se dejó caer hasta la banqueta. Llevaba en las
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espaldas su mochila vacía, y en el mismo lienzo de la noche anterior los
cuchillos que recién acababa de usar.
No quería llorar. Si derramaba una sola lágrima, ya no encontraría jamás el
valor necesario para hacer lo que iba a hacer. Guardó en su mochila
cuidadosamente la garrafa que Fidel no utilizó. Del alberge se había llevado
también una cajetilla de cerillos, y la piedra de afilar.
Cuando llegó al salón aún no sonaba la campana. El conserje lo saludó como
todos los días, Felipe era el único que siempre llegaba temprano sin importar lo
enconado que hubiera amanecido el clima. Acomodó la garrafa en un rincón, y
la cubrió con su mochila. Sacó los libros y los cuadernos, y los dejó debajo del
asiento de su pupitre.
Aquel día se dio tiempo para ver cómo iban llegando uno tras otro,
saludándose, acomodando las mochilas junto a la suya. Había quienes la
identificaban bien y dejaban caer la suya propia encima de la de él, buscando
aplastar cualquier cosa que se encontrase adentro.
Tuvo la certeza de que él no existía para sus compañeras, que comenzaban a
mostrar los rasgos propios de la pubertad apareciendo en sus cuerpos. A él no
le preocupó eso, cuando entraron los cuatro, Fidel delante de todos, lo miraron
con una sonrisa burlona en el rostro que mantuvieron toda la mañana. La hora
de recreo no fue distinta, a lo lejos se escuchó una sirena acercándose. Había
llegado el momento.
-¡Hey Fidel! ¿Ya les dijiste que te faltaron los que te conté para prenderle a tu
botella?
Fidel lo miró y se lanzó encima, tirándole un par de puñetazos que dieron en el
aire. Los otros tres lo detuvieron, ‘espérate, ¿no ves que eso es confesar que
nosotros tuvimos algo que ver en ese accidente?’ le dijo Sergio. Salvador y
Martín asintieron, ‘no caigas en su juego, no nos conviene’.
-Si son hombrecitos los espero en el salón, allí nadie nos verá –dijo Felipe
mientras les daba la espalda.
-Espérate Fidel, déjalo nomás que llegue al salón, de la golpiza que le vamos a
dar no le van a quedar ni dientes para seguir burlándose de nosotros –aconsejó
Martín.
-Ya entró –dijo Sergio, y los cuatro se fueron en grupo, volteando de vez en vez
para ver si algún maestro los veía entrar en el aula.
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Salvador fue el último en entrar en el salón, por inercia puso el pasador, y cerró
con seguro. Reconocieron la garrafa que Felipe colocó sobre el pupitre, y
vieron las llamas que se adueñaban de la estopa mientras les lanzaba el
recipiente encima. Al caer en el piso los cuatro se dispersaron, Felipe había
bloqueado la única salida que tenía el recinto. Las llamas sorprendieron a
Martín, quien comenzó a gritar mientras pedía ayuda a los demás. Fidel se le
dejó ir encima a Felipe, tirando puñetazos. Éste se dejó dar uno de lleno en la
cara, sólo para que Fidel se acercara más y tenerlo al alcance de las manos,
donde ya tenía los cuchillos que lo esperaban desde hacía un par de noches.
El ruido de las sirenas se detuvo afuera de la escuela, escucharon gritos, voces
vagas con palabras entrecortadas y golpes sobre la puerta, cuyos paneles
metálicos estaban ya ennegrecidos por el humo del fuego.
Los otros dos no vieron lo que pasó con Fidel, ocupados en ayudar a Martín, y
preocupados por las llamas que devoraban mochilas, libros y cortinas.
Dos noches antes el fuego no era tan difícil de controlar, hasta resultó hipnótico
ver cómo cedían el techo y las paredes de la casucha de Felipe, al igual que
esos cristales que comenzaban a quebrarse cayendo en pedazos humeantes
desde las ventanas más altas del salón.
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Smooth dodecaphony
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Lapsus memoriae
De mortuis nil nisi bonum.
La niña no quiso decirme del viaje. Su madre la consintió demasiado; aunque a
decir verdad el carácter lo heredó no de mí ni de ella, sino de su abuelo.
El abuelo tenía sangre de verdadero italiano en las venas, le hacía hervir la
cabeza y cuando esto sucedía nadie era capaz de sustraerse a sus
indicaciones por minúsculas que fueran. Su hija no quiso seguirle los pasos, se
mantuvo alejada de él. Por eso me gustó tanto, verla asistiendo, atenta a cada
movimiento rebosante de energía que su padre realizaba con la seguridad de
que sería obedecido sin chistar.
Decir también que Sonia siempre fue una niña resulta exagerado. Cómo creció
es algo que nos pasó de lado, supongo que tampoco ella advirtió la vejez que
se nos venía encima. Simplemente, un día teníamos rostros distintos de las
imágenes guardadas en la memoria. Algunos recuerdos aún son claros, ella
reía feliz de tenerla allí, y mi niña también atenta, mirándome desde el regazo
de su madre; pero los años pasan y la niña se transformó en una mujercita
caprichosa capaz de enfrentarse con su madre o de buscar el momento
adecuado en que hará todo por verme sonreír.
Hubo temporadas que no fueron fáciles; a pesar de esos cuatro años de
distancia ella regresó y se mantuvo a mi lado. Nadie habló de divorcio, sólo de
separación. Ella se llevó a mi hija, no vi cómo mi pequeña Sonia dejó de ser
una niña para convertirse en una mujer, es una verdad que sigue pesándome
mucho.
Sonia tiene los ojos de su abuelo. Es más atrevida que su madre, tiene talento
innato para la música, para la fotografía, la pintura. Cuando su abuelo le
preguntó qué era más sencillo, seguir su profesión o la mía, contestó que la
suya: ‘Director. Es más fácil’.
Sonreímos de buen gusto, Arturo a nadie más le hubiera tolerado eso, jamás.
Pero la niña siempre supo muy bien lo que hacía y decía. En cambio, su madre
me preocupó constantemente. Sé que le han dolido los rumores y que los
ataques no han faltado. Ojalá ella no supiera de esta lucha constante -no la de
ser judío o no, parece que ya a nadie le importa-, aunque tampoco se trata del
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descaro o de la vida doble en fáciles pasajes de peleas y discusiones con los
perdones, encuentros y reencuentros que tarde o temprano terminan siendo
siempre los mismos.
Ella no hablaba ruso. Y mi italiano di merda tampoco ayudaba, decidimos
hablar en francés. Nostro francese funziona, me decía. Nostro francese è
brutale, le respondía, y los dos reíamos gustosos.
Pero aquel francés elemental era nuestro, era nuestra lengua. Lo usábamos en
la noche, en la casa y en público. Un año después de casarnos civilmente
Wanda la dio a luz. Sonia era la niña mimada por propios y extraños, su abuelo
la consentía a la menor excusa. Esos años llegué a olvidar el deleite y la
admiración que me irremediablemente me impulsaba a buscar a los hombres
jóvenes y apuestos que también por alguna razón no cesaban de buscarme.
Como si todo el mundo supiera.
Cuando la niña cumplió seis años Wanda fue tajante. Era necesario hacer algo,
era ab-so-lu-ta-men-te necesario. Merda di Dio, ella no era practicante aunque
seguía siendo católica. Y ya entonces no recordaba cuándo fue la última vez
que pisé una sinagoga. Así que la solución que encontramos fue la más
sensata y cuerda, rebosante de lógica razonable: acudí al psiquiatra. Nadie
ignoraba mi debilidad, Arturo alguna vez lo gritó a los cuatro vientos, que ‘en
nuestro ámbito todos sabían y aceptaban mi homosexualidad’. Se decía fácil,
rápidamente, en una sola frase, como un leitmotiv de Schumann, o una
apoyatura de Mozart. Pero la niña y su madre, que eran mis dos mujeres, ellas
no tenían culpa alguna. La vergüenza de un rumor que todos daban por cierto y
no había manera de desmentir era algo que ni ellas ni yo podíamos soportar.
Incluso no faltó el sagaz observador que afirmó –Arturo, Arturo… qué cabrón
fuiste- que mi boda fue sólo un intento de distraer la atención de mi sexualidad
‘desviada’.
Los intentos de terapia surtieron algún efecto, veinte años pudimos vivir como
la gente, eso era ganancia, pero a decir verdad, las cosas entre Wanda y yo no
podían andar peor. Aquellos encuentros nocturnos eran cada vez más escasos
y no me causaban placer alguno, la vida de cama terminó entonces, y el único
que jamás reclamaba nada era el Steinway. Mi hija, mi querida Sonia muy
pronto se fue de nuestro lado.
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No puedo culparla, ella tenía el valor del abuelo, un valor que no había
heredado de mí. Ojalá de mí no hubiera heredado la maldita depresión; quizá
mis inclinaciones poco maschili por fin habían cambiado mi complexión
psicológica tornándome una mujercita encerrada en el cuerpo maduro y sin
gracia de un pianista judío.
¿Cuántas salidas puede haber para algo que todo mundo nombra, pero ni
siquiera puede enfrentarse cuando lo sufrimos cabalmente? ¿Cómo escapar de
lo que somos, de lo que hemos sido, y de lo que seremos por siempre?
Wanda volvió a tener esperanza. También yo quería tener esa esperanza,
deseaba más que nunca que compartiéramos algo y no sólo la casa, los viajes
y las presentaciones. Cuando puse las cosas en la balanza el resultado fue
claro, inmediato. Nunca tuve estilo para sufrir. No quería sufrir, pero de los dos
sufrimientos que tenía en sendos platos esperando el pesaje, supe de
antemano cuál sería más fácil y llevadero.
Me daban un protector bucal. Lo acomodaba cuidadosamente hasta que podía
sentir la saliva humedeciéndome encías y cada uno de los dientes. Ya
recostado en la camilla, las manijas de hule acolchado se amoldaban a las
manos. Eran cinco o seis descargas por sesión, cronométricamente calculadas.
Un minuto y medio la primera, un minuto la segunda. Las últimas eran de
cincuenta segundos, cuarenta y treinta. Los médicos daban otras indicaciones,
relajantes musculares combinados con las sesiones controladas de descargas
eléctricas. ‘El tratamiento es desgastante y para que realmente funcione es
necesario que se siga al pie de la letra’.
Nosotros veíamos otra cosa. El tratamiento servía poco, pero era lo único que
teníamos. No había más.
Entonces pienso que no fue la mejor decisión, tomarme ese descanso y
alejarme de los discos y micrófonos, aunque no falto el bribón que llevó sus
equipos portátiles y cuatro o cinco carretes de cinta, por si hacía falta, a los
recitales privados y ensayos en teatros y salas de concierto. Me cago en esas
grabaciones piratas, eran la peste.
Cuando los críticos exigieron mi regreso, pocos sabían que en verdad nunca
me fui. El miedo era distinto, ya no sólo la inquietud que sentí al tocar en bares
y burdeles hacía cuarenta años; Wanda afirmaba que era la depresión, cuando
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ella decía ‘depresión’ con todas sus letras era como si deletrease ‘tu
omosessualitá, tu maledetta omosessualitá’.
Si a nadie le importaba que yo fuese judío en cambio a todos importó el
concierto en el Carnegie. Antes de comenzar se hizo el silencio. Qué distinto el
silencio de aquella sala, y la mirada atenta de los asistentes –¡each one of
them paid for their own ticket!, dijo mi representante- de aquellos conciertos con
Milstein y Piatigorsky ante fumadores y bebedores de frac que nos miraban
noche tras noche, y las mujerzuelas que reían ofreciendo pechos y caderas al
mejor postor. Apenas unos años antes sólo me pagaban con pan, mantequilla y
chocolate. Era lo único que había, y no necesitaba más. Cierto que nadie me
acusó, ni me juzgó por haber escapado, los soldados que revisaron mis
papeles casi exigieron que regresara cuando fuera alguien famoso, y sobre
todo que nunca olvidara mi patria. Mi país.
Jamás lo olvidé. Sonia rebosaba el carácter de Arturo, pero tenía alma rusa.
Por eso su inestabilidad emocional se acentuó con la muerte del abuelo, ella
tenía veintitrés años entonces. Cuando Wanda y yo nos separamos, quince
años después de casados, la niña nada preguntó. Contaba con él, con el
abuelo Arturo, pero Wanda -al principio muy dolida- se dio ánimos y regresó.
Los cuatro años que vivimos distanciados parecían alargarse y ahondar más y
más el foso que nos separaba, pero ella era ante todo y sobre todo una
Toscanini.
Los Toscanini jamás se rinden, por dolidos que estén. Mi niña tampoco quería
rendirse. No recuerdo cuándo fue la primera vez que alguien me comentó sus
gustos. Drogas o fármacos eran lo mismo, sólo remedios transitorios para algo
mucho más profundo, escapes fáciles de algo que nadie se atrevía a nombrar.
Ella parecía empeñada en seguir al abuelo recién fallecido, buscando el escape
en todo lo que representara el riesgo, la aventura exacerbada. Hoy sé que
aquel lejano accidente pocos meses después de la muerte del abuelo era el
anuncio de lo que vendría después.
La niña no quiso decirme del viaje. Preferí no hacer caso, no quise saber
entonces, creo que Wanda tampoco le dio demasiada importancia. Pero ¿cómo
pude ver a nuestra hija de ojos negros encendidos hundirse poco a poco en un
tránsito que no lleva a ningún lado? ¿Cómo pude aceptar sin reclamos que la
niña se torna mujer, pero una mujer a medias, mientras la madre acusa sin
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acusar, tal vez pensando que ha salido igual a su padre que es hombre sólo a
medias?
Pasaron diez años y volví a las terapias. El psicólogo consiguió poco, entre lo
poco hacerme ver que era quizá no un sodomita o un homosexual vulgar y
común, y me abarató la factura repitiendo otros rumores en mi cara, dándoles
certificado médico: bisexualidad.
Sabía lo que me esperaba, habían pasado diez años más y ahora la niña era
una mujer apartada y huraña que buscaba deleites que yo jamás
comprendería. Su primer accidente grave quedó muy atrás, casi en el olvido, y
ahora ella buscaba otros caminos, parecía tener miedo de lo que su propio
cuerpo iba mostrándole. Seguía teniendo el mismo encanto que su madre, un
encanto que ni las drogas ni los fármacos pudieron destruir, pero pasados los
treinta años el hombre, y sobre todo las mujeres, comienzan a sufrir un proceso
aceleradísimo de envejecimiento. Ella tenía treinta y cinco años y yo sesenta y
seis.
Qué patético, ya casi un anciano que no puede amar a los jovencitos que le
atraen, a quien su mujer soporta y aguanta lo mejor que puede en público y
privado –más que nada por un amor propio capaz de soportarlo todo- y un
piano que recibe más cuidados que mi hija, que mi esposa, que mi propio
cuerpo.
No entiendo de drogas ni fármacos, después de aquellas sesiones llegó el
turno de probar el repugnante sabor de los antidepresivos. El licor parecía
menguar un poco ese callado enjuiciamiento que Wanda hacía cada día, ya no
me sometí otra vez a las terapias controladas de descargas eléctricas, había
perdido toda esperanza. Y aunque algún amigo no fue capaz de callarse, rumor
entre otros rumores mi reciente afición a las bebidas alcohólicas no encontró
grandes ecos. ‘Es improbable’ afirmaba la misma caterva que buscaba en mis
discos la ‘prueba irrefutable’ de que estaba sublimando mis infortunios
sexuales.
Sublimación. Mal diablo la lleve.
Mi hija con su vida desgraciada, mi mujer infeliz pero a mi lado, siempre. La
sublimación no sirve de nada. Y me pregunto si no habría sido mejor ceder a
los impulsos ciegos de la carne, buscar aquello que sabía a la vuelta de la
esquina en vez de buscar en el piano lo que el piano jamás podría darme: el
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aliento varonil y acentuado de un hombre seguro de serlo, y los brazos fuertes
y sólidos de un amante, de los amantes a quienes me entregaba y poseía sólo
en sueños.
Pero pensar en amantes a los ochenta años es ridículo y yo no quería ser un
viejo homosexual ridículo; también tuve la suerte de que mi mujer me cuidara
de llegar a serlo. Ella todo podía soportarlo, mi sexualidad ausente, hasta la
muerte de mi preciosa, mi hermosa hija. Pero que soportara no significaba que
no sufriera.
Los rasgos de su cara adquirieron la presencia pétrea de una matrona rusa.
Con ese aire de varonil presencia que jamás se doblega. Aún sonreía alguna
vez, y lo único que nos quedaba era la compañía mutua.
Ni ella ni yo quisimos saber. Mejor que todo quedara irresoluto. Mejor pensar
en la tranquilizadora posibilidad de un accidente y no en la convincente prueba
pericial de un suicidio. El primer accidente de nuestra hija debió bastarnos a
Wanda y a mí para no continuar juntos en esa vida que no nos llevaría a lado
alguno. Pero ellas eran ante todo unas Toscanini, lo llevaban en la sangre. ¿Y
si mi hija no soportó su vida y decidió a sus cuarenta años arrancarse de este
mundo? ¿Y si mi esposa continuó a mi lado sólo para ver cómo me
desmoronaría poco a poco, feliz de verme sufrir por algo que bien merecido lo
tenía?
Incluso tomar antidepresivos o perderse en el desolador y brutal placer de la
bebida requiere su dosis de valor. Y eso es algo que no tengo. Puedo quebrar
las maderas, los mazos de lana y destemplar las cuerdas de mi piano con gran
facilidad, puedo hacer que ese mismo piano gima como un jovencito dejándose
amar por un compañero mayor. Puedo conseguirlo sin ningún problema. El
único camino que me quedaba era el olvido.
Estúpidamente acepté una gira, una serie de conciertos dispersos a lo largo y
ancho de los Estados Unidos de Norteamérica y que abarcarían también una
parte de Japón.
Era gratificante tocar aquellas piezas que conocía nota por nota, y de repente
quedar con la mente en blanco. Los espectadores creían que era algo debido a
la senilidad, a la depresión, resabios del alcoholismo que así cual llegó se fue.
Pero el olvido era una bendición.
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Y entonces escondía tras una máscara de confusión la satisfacción de saberme
vivo, y quizás por una sola vez, el dueño de mi vida, el dueño de la música.
Que se joda Scriabin, que se jodan Beethoven y Scarlatti, que se joda Bach y
Rachmaninoff, alguna vez fui tan buen compositor como ellos. Alguna vez,
antes de que el hambre pusiera un cerco alrededor de mi familia y de mi país.
De mi patria.
Entonces tenía sólo dieciocho años. Hoy tengo ochenta.
‘Ya no bebe alcohol. Ya no se medica.’ Son comentarios que tarde o temprano
siempre llegan, aunque últimamente son menos frecuentes. Ni medicamentos
ni drogas ni alcohol, a duras penas la música y la compañía taciturna de mi
mujer. Es realmente poco lo que ha sobrevivido a este naufragio,
manteniéndose en pie.
Sólo me resta una cosa. Regresar a mi país, a mi patria.
Mi mujer está a mi lado, y mi hijita, mi adorada y hermosa hija no podrá
acompañarme.
Wanda no dice gran cosa, apenas llegamos a casa se acomoda en su sofá y
me pide que toque algo. Sabe que tocaré lo de siempre, ella pensará entonces
en la niña, y yo cerraré los ojos intentando recordarla, cómo se veía cuando iba
de la mano con el abuelo Arturo.
Cuando lleguemos a Rusia terminará el olvido, las salidas transitorias y los
escapes momentáneos. Cuando vuelva a Rusia Wanda será ‘la esposa de
Horowitz, la hija de Toscanini, la madre de Sonia’. Y yo sólo seré Horowitz, el
pianista. Entonces, y sólo entonces, ella será mi mujer. Aunque nunca vuelva a
tocarla, ni a compartir su cama. El cuerpo no importa ya.
Ahora sólo queda el tiempo disfrazado de olvido, carcomiendo lo que hemos
sido alguna vez. Renuncié a ser compositor para convertirme en un gran
concertista. También renuncié a otras cosas, a muchas otras cosas. Al alcohol,
a los antidepresivos, a las terapias de electroshocks, a la terapia psicológica.
Y a pesar de esta lucidez maldita, no supe en qué momento, cómo fue que
renuncié a Wanda y a Sonia.
También renuncié a ellas, y no supe cuándo.
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La gripe de Beethoven
Apareció publicada en el periódico de la mañana. La noticia -en un recuadro
con el título en letras negrillas y enormes cuyo texto fue impreso con una
incómoda tipografía courier-, dejaba mal trazados los márgenes derechos del
anuncio: la última subasta de objetos que llegó a la Sotheby incluiría un
pañuelo de tela -amarillento y quebradizo-, que utilizara Beethoven al final de
sus días, cuando un ataque de gripe le hizo requerir las visitas constantes del
médico.
Se dice que dicho médico –su nombre ha sido guardado en el anonimato por la
casa de subastas, a petición expresa de la familia que teme represalias-
sustrajo el pañuelo aún húmedo y rebosante de las secreciones nasales del
maestro. Lo mantuvo consigo en todo momento oculto en el doble fondo del
arconcillo donde guardara sus jarabes nocturnos y algunos frascos de olores
asépticos, mismo que fue pasando de generación a generación como un
secreto y preciado tesoro. El último heredero de arconcillo y pañuelo no quiso
retener más tiempo aquella inverosímil herencia familiar, y consideró más
pertinente convertirla en capital, matando así dos pájaros de un tiro.
La incomparable colección de objetos subastados aquella noche minimizaba
hasta el ridículo el pañuelo amarillento. Las partituras –algunas fragmentadas y
vendidas hoja por hoja, cobrando por cada una su peso en diamantes- se
llevaron la noche, alguna sinfonía apareció en escena, y los expertos y
musicólogos se enfrascaron en una batalla descarnada donde las
universidades, las sociedades civiles y conservatorios de más renombre
pusieron sus ofertas sobre la mesa.
El matutino donde apareciera la noticia de la subasta reprodujo, pocos días
después, el desenlace del evento: el mismo comprador se llevó la sinfonía
manuscrita y el pañuelo de Beethoven, exigiendo permanecer en el anonimato.
Heinrich von Schaeffler recibió ambas, con certificado de autenticidad adjunto,
en su casa, mientras escuchaba gustoso su interpretación favorita de la
sinfonía ‘Praga’ de Mozart.
Gustav Hohenstaufen, su administrador, no entendió por que el señor Heinrich
se empeñó en gastar media fortuna familiar en adquirir una obra del compositor
que más detestaba, y peor aún, cómo era posible que pretendiera quedarse
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con el pañuelo embarrado de secreciones nasales. ‘Con ese dinero pudiera
hasta darse el lujo de contratar a la Sinfónica de Amsterdam, o la Filarmónica
de Londres o cualquier otra orquesta y dirigir lo que le viniera en gana, sobre
todo ese Confutatis que tanto le entusiasma al señor’ fue lo que le comentó,
pero Heinrich replicaba ‘sí, ganas no me faltan, pero tengo que reconocer que
el conservatorio da la técnica y el dominio de los recursos, pero no otorga
talento. Que nadie se atreva a profanar a Mozart’.
Al recibir la partitura la tomó sin grandes miramientos, la acercó a una
perforadora de papel, y la cubrió con unas pastas plásticas uniendo todo con
anillas metálicas. ‘Listo, ya está. Ahora falta lo más difícil’.
Se acercó a la ventana del jardín, y la abrió sin dar previo aviso. El ventarrón
frío y húmedo de la tarde austriaca inundó la habitación, la fogata de la
chimenea pareció apagarse, y sólo entonces el señor Heinrich dejó caer su
bata, quedándose completamente desnudo, y de frente a la ventana.
‘¡Rápido, pásame el pañuelo, que no tenemos tiempo!’ le gritó a Gustav, quien
aún guardaba la esperanza de que el señor Heinrich recobrara la compostura y
olvidara aquel asunto de la sinfonía y el pañuelo. Mas en cuanto le acercó la
cajita sellada, Heinrich la abrió y se la llevó rápidamente a la nariz, fue
entonces que comenzó a inhalar como si quiera respirar los tejidos, el tiempo
encerrado en aquel pedazo de tela. En un arranque de desesperación sacó el
pañuelo y arrojó la cajita por la ventana, que se quebró al golpear contra las
macizas lozas de granito que rodeaban la fuente del patio.
Estuvo así los siete minutos y medio que duró el segundo movimiento de la
sinfonía de Mozart, según la dirección de Karl Böhm.
Tembloroso y jadeante por fin pudo estornudar. Fue un primer estornudo
pequeño; años de vida social, cenas y conciertos, entrevistas y audiencias lo
habían convertido en un experto conocedor de la etiqueta que debía seguirse
hasta en momentos como ese, donde era necesaria habilidad extraordinaria
para no parecer vulgar o desentendido de las buenas costumbres mientras se
estornudaba dando un momentáneo alivio a las fosas nasales. Gustav ya lo
esperaba con la bata abierta, se dejó abrigar y anudó por sí mismo la cintilla de
afelpado, mientras otro estornudo lo convulsionaba violentamente.
‘Gustav, ahora sí, pon esa maldita música.’
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Se dejó caer en el sillón al tiempo que volvía a estornudar, arrellanándose tomó
su engargolado y comenzó a seguir la sinfonía que entre crescendos,
accellerandos, diminuendos y ritardandos, también era acompañada por los
estornudos más y más frecuentes del oyente. Gustav había seguido al pie de la
letra las órdenes que le diera Heinrich, el equipo estereofónico de última
generación había sido comprado para reproducir la música de los discos
digitales de tal forma que cada instrumento de la orquesta parecía estar
físicamente presente en la amplísima habitación. La fuerza de cornos y
trompetas, la delicadeza de las flautas y el aterciopelado sonido de violas y
cellos, todo brotaba exactamente como debió haber sido interpretado en el
momento de la grabación.
Al comenzar el tercer movimiento percibió una sordera gradual, que fue
adueñándose de ambos oídos; ya no importaba que los altavoces estuvieran
bailando al compás de los contrabajos y los fagots, ni que las bocinas auxiliares
estuvieran bombardeando con el sonido de flautas y clarinetes y violines
primeros y segundos, poco a poco el sonido que sus oídos percibían fue
haciéndose más débil y opaco.
Ahora su estornudo era violento y empleaba la garganta y el tórax completo, su
rostro enrojecía con cada estornudo pero no se permitió dejar la partitura, los
indicadores visuales en forma de barras del aparato estereofónico estaban
todos iluminados desde el verde hasta el rojo, Gustav hizo el intento de cerrar
la ventana pero Heinrich le advirtió: ‘Aún no terminamos, no te atrevas…’
El comienzo del cuarto movimiento coincidió con la petición expresa de
Heinrich, ‘pásame el pañuelo’. Cristalinas, como si fueran gotitas de agua, las
primeras secreciones que esta vez su nariz estaba expulsando fueron
humedeciendo la tela, el color amarillento se tornó ocre, un color casi barro, y
cada estornudo era un estornudo de boca y nariz, violenta convulsión que casi
le hacía tirar la partitura. Pero se mantuvo en su sillón ‘llegaré al final aunque
en ello se me vaya la vida’ gritaba a Gustav, desesperado al no poder hacer
nada para detener aquella situación absurda.
Sonaban los últimos compases de la sinfonía cuando sintió el dolor de los
tímpanos rotos, coincidiendo con el estruendo que brotaba de las bocinas,
Heinrich, amor, déjame ayudarte, voy a cerrar las ventanas…
-¡No te atrevas, Gustav! Si realmente sientes algo por mí, ¡no te atrevas!
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El último acorde pareció alargarse más de lo normal, el silencio acústico de la
habitación que siguió al final de la sinfonía no cesó del todo en su cabeza, los
oídos zumbaban, era un chillido doloroso, y lágrimas y estornudos eran
incontenibles ya.
Sordo y fatigado se levantó del sillón y fue caminando lentamente hacia el
lecho, se dejó caer y de pronto comprendió que tenía cincuenta y seis años
encima y que su padre no tenía razón y jamás fue más hombre que él.
-Maldito seas, papá; y tú, maldito sordo, no me vencerás… no me vencerán…
no me vencerán.
Sentando en la orilla de la cama, Gustav lo acompañó hasta que los susurros
enfebrecidos cesaron y Heinrich se quedó finalmente dormido.
-Tienes razón, amor, Mozart era un dios… Por mí también que se pudra
Beethoven.
Acomodó sus sábanas, arropándolo con delicadeza. Después le dio un beso en
la mejilla y se recostó a su lado.
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Instructions for release the anxiety
Me urge una fumada. Sólo una.
En estos momentos daría lo que fuera por un buen cigarro de hierba. Hasta
podría acostarme con el casero y hacerle realidad el sueño que se le pinta en
la cara, cada vez que abro la puerta para pagarle la renta.
¡Una maldita fumada!
Sí, es seguro que el casero con gusto cambiaría el alquiler por un revolcón
conmigo, en mi cama, en su cama o donde sea. Eso es seguro, jamás podría
decirme que no, rechazarme. Y esta maldita resequedad, siento los labios que
se pegan uno contra otro, antes de la fumada me aplicaré un poco de
humectante. Eso les agrada. A todos.
Eso, necesito encontrar algo, que sea rápido, que no tarde.
Necesito, me super-urge una maldita fumada.
Ya busqué en el bolso, en el botiquín, en el cajón del buró, hasta debajo de la
cama. Aunque fuera una bachicha, eso me sacaría del apuro. Pero hoy más
que nunca, hoy que no puedo más, ni siquiera encuentro eso. No me guardé ni
una bachicha, no tengo absolutamente nada de hierba en la casa. En estos
momentos mi casa es la casa más limpia y libre de drogas de la ciudad.
Mierda.
Apenas es media quincena, el coche reventando de gasolina, el refrigerador
atiborrado de verduras y alimentos dietéticos, pero ni un solo gramo de
marihuana. No creo haber fumado tanto, mi reserva debía durar hasta la
próxima semana. Es injusta la vida, esta porquería de vida es una mierda.
¿Café oscuro, rojo brillante, o rosa? ¿Qué le gustará más al hijo de puta?
El rojo brillante, sí, ese color nunca falla. Hasta mis labios están preparándose,
el sólo tacto, el desliz del humectante ha desatado el hormigueo. Además de la
mota necesito una buena cogida. Nada como una buena fumada antes de un
acostón. Nada como eso, puedo jurarlo.
Pero si fuera con ella necesitaría un par de cigarros, uno para ella y uno para
mí. Ella dice que la hierba me está destrozando, haciéndome añicos día tras
día. Pero no es cierto. ¿Acaso una no puede tener debilidades, costumbres?
Hay quienes compran lotería o se meten al casino y no por eso les llaman
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enfermos, o quienes se hacen recetar calmantes sintéticos y tecitos con efectos
sedantes, y tampoco hay quien piense que son unos adictos.
No necesito comprar boletos de lotería ni escaldarme la lengua con bebidas
orientales. Necesito una fumada, eso es todo. Y si después de la fumada hay
una buena revolcada, mejor.
Ella también lo sabe, pero sólo fuma antes de hacerlo, antes de acostarse
conmigo. No la culpo, es más, puedo confesar que si probó la hierba fue
gracias a mí; ni los analgésicos ni los sedantes podían quitarle de encima esa
aflicción que se le notaba a leguas. No puede ser que hayas llegado a los
veinte y sigas siendo virgen, le dije. Ella me contestó que no lo era, pero tan
sólo recordar aquella primera vez le había quitado las ganas. ‘Creo que de una
vez para siempre’.
Entonces la veía temerosa, de su propio cuerpo, de la piel que se erizaba
cuando la recorría con mis dedos. ¿Fumas?
Me dijo que no. Jamás se había metido nada, ni fumado nada de nada.
Le advertí que así estaría más cabrón. Aprender a fumar y pegarle a la hierba
al mismo tiempo no cualquiera. Pero ya verás lo bien que te vas a sentir
después de que nos terminemos el cigarro.
Ese cigarro.
Hasta guardé la ceniza que dejamos encima del cristal que protege los burós,
la puse en una bolsita de celofán con una etiquetita. ‘Plumitas de ángel caído’
le escribí, y a ella le encantó. Ya no hay otros cigarros como ese, no los ha
habido.
Ahora necesito una fumada. Me urge una fumada.
Me fumaría hasta el título del coche, pero el apendejamiento aún no me lleva a
tanto. Mejor espero un poco y seguro que al casero le bajo cinco o seis cigarros
además de la renta. Eso me aguantará para el resto de la semana, hasta que
llegue el próximo cheque.
A veces la envidio, ella no necesita fumar nada, me dice que lo mío es
ansiedad. Que he estado dándole vueltas y tratando de huir de lo que
verdaderamente me asusta: convencerme que necesito forzosamente a alguien
a mi lado, para sentirme segura, y para ser feliz.
¿Ya lo ves? Ahora me necesitas a mí. Y si no hubiera fumado contigo,
cualquiera podría ocupar mi lugar y para ti no existiría diferencia alguna. Tienes
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miedo de quedarte sola. ¿Por qué no te has dejado embarazar? A lo mejor con
eso te quitas la ansiedad que contagias a tu alrededor: dicen que no hay mejor
distracción que tratar de cuidar a un hijo.
Le di una bofetada.
Así como mis manos la hicieron llegar al cielo en un orgasmo interminable que
la doblaba sobre sí misma al tiempo que todos los poros de su piel se
excitaban como su fuesen pequeños volcanes a punto de estallar, también mis
manos podían regresarla a la tierra, a esta mierda de planeta. Hay placeres
que sólo una mujer es capaz de dar a otra mujer y también hay cosas que los
hombres no saben, placeres y torturas que los hombres ni siquiera imaginan.
Cuando ella se fue, me di cuenta que había cargado también con la bolsita de
celofán. Tenía derecho: fue la primera vez que lo hacía con otra mujer, era la
primera vez que se acostaba conmigo.
Una maldita fumada, necesito una maldita fumada.
El color rojo de los labios siempre resalta sobre prendas blancas o negras. El
vestido negro me vendrá bien, además tiene un escote más amplio. Aunque
estoy segura que el maldito lo que menos hará será apreciar el vestido y lo bien
pintados que tengo los labios. Sus ojos me han recorrido de arriba abajo no sé
cuantas veces, y se trata sólo de llevar bien envuelto el regalo que le daré. A
veces escucho a los vecinos hablando a media voz sobre los olores rancios
que salen de la oficina, olores viejos que se quiere disimular con aromatizantes
baratos y muy concentrados. Pero conozco muy bien el olor que no desaparece
con nada, es el olor de un buen cigarro de marihuana. Sé que él tiene hierba
allí, a la mano. Sólo espero que le guste fumar antes de revolcarse, sí, eso le
diré. Que me deje fumar y después haga conmigo lo que quiera.
El cierre subió sin problema… entonces ella tiene razón al decirme que estoy
perdiendo peso. Aunque eso no me preocupa, a esos bastardos siempre les
han gustado las mujeres altas, con piernas firmes y esbeltas, y las mías lo son.
No necesito encerrarme tres o cuatro veces a la semana en el gimnasio, esto
me viene de familia. En la familia todos son esbeltos, casi escurridos. Y así
como estoy vestida en estos momentos, sé que soy irresistible. Sobre todo
para el bastardo que ni se imagina la suerte con que amaneció el día de hoy.
A veces cuando me llamas y nos volvemos a ver busco cuando no me ves la
bolsita de celofán. Por eso estoy segura que lo que pasó aquella tarde también
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fue algo muy especial para ti. Por lo menos me recordarás algún día, cuando la
belleza que me refleja el cristal del espejo vaya desapareciendo,
consumiéndose igual que un cigarro que se deja encendido sobre un cenicero.
Sólo necesito una fumada.
Sí, será mejor llegar sin ropa interior, que el vestido sea lo único que separe
sus manos de mi cuerpo, eso le gustará más, excitándolo instantáneamente y
mi propuesta será irresistible. Sólo falta un poco de perfume. Los olores dulces,
esos nunca fallan.
Ojalá pudieras verme, así, lista para ser desvestida y tomada, pensarías
entonces que la razón estaba de tu lado y me volví una adicta, una triste adicta.
Pero no estoy triste, y tampoco soy adicta. Sucede que no hay otra cosa, no
tengo nada más ni a nadie más. Ni siquiera tengo un maldito cigarro.
Los tacones por alguna razón los encienden, dejándolos como perros en celo.
Algo tienen los tacones de puta, será que resuenan tras cada paso y obligan a
las piernas a reforzar las pantorrillas. Ellos siempre observan ese detalle, unas
pantorrillas como las mías jamás quedan sin ser miradas, mis piernas no
pueden pasarse por alto, y menos así como están, enfundadas en esta lencería
que sólo me deja descubierto el sexo.
Sé que mi sabor, que mi olor te gustó mucho. Tus ojos no pueden mentirme, y
también supe que te fumaste el cigarrillo sólo porque no pudiste encontrar
alguna forma para decirme que no. Era más fuerte tu deseo de olvidar aquella
primera vez, que el miedo de la hierba y de tu cuerpo enredado con el mío.
Listo.
Sí, dejaré la puerta cerrada pero sin el pasador puesto. Esto no debe tardar
más que algunos minutos, lo suficiente para que el maldito casero se quite las
ganas y se atragante conmigo.
Sabía que voltearían, los vecinos no pueden dejar de mirarme, se detienen en
mis pechos, que ya están a punto y muestran bien su forma bajo mi vestido.
También recorrerán mi espalda con sus ojos que no pueden tocarme, pero no
voltearé. No me arreglé así para ellos, hoy quiero conseguir otra cosa, sé que
conseguiré otra cosa.
Estoy segura que saldré de allí con algunos cigarros y el último mes de alquiler
pagado. Me lo dice el olor enervante del aromatizante ambiental, incapaz de
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esconder aquel otro olor, el que verdaderamente me interesa. Sólo necesito un
maldito cigarro, una fumada.
No es tan difícil de entender.
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Four strings and one nail
Ivry lo supo. Y cómo podía no saberlo si sólo es un año mayor que yo: mi padre
no me dejaba en paz, y después de tantos años aún hay días que extraño a mi
madre, cada vez menos, pero la sigo extrañado.
A veces, también extraño a Flesch.
Él es un buen tipo. Cuando vendió su violín, Norteamérica pasaba por la Gran
Depresión. Creo que nunca se repuso del todo. Brancaccio era el nombre y
suya la técnica. Tuve la suerte de estudiar con él, que él me aceptara como
alumno. Me gusta cómo el maestro me cuenta una y otra vez la historia.
Ivry también aguanta mis bromas -no puedo dejar de bromear con su nombre,
Ivry, qué tipo de nombre es ese-. Cuando le conté del Brancaccio encogió los
hombros. ‘Son cosas que pasan’ fue lo único que dijo. Pero no a todo el
mundo, son pocos los que pueden darse el lujo de jugar en la bolsa de valores
y perderlo todo en una sola jornada y son menos aún los que pueden decir que
tuvieron en sus manos un Stradivarius y lo vendieron para comprar algunos
víveres y pan.
En su día nada supe de eso, mi familia pasaba penurias y mi violín era como
otro violín cualquiera, un violín de estudiante.
Cuando él vendió el Brancaccio yo tenía cinco años. Él me aceptó como
alumno pero fue como si se me hubese dado un segundo padre, tantos eran
sus cuidados, sus consejos y también sus reclamos. Era un padre celoso.
Lo que sucedió aún me duele. Aunque duele menos cuando al platicarlo con
Ivry. A él sólo una sola vez lo llamé por su apellido, Glitis, y esa vez casi nos
vamos a las manos. Fue una de las pocas veces que discutimos. Trato de
explicarle, sé que algún día comprenderá: no fue que la chica hubiera
terminado haciendo la voluntad de sus padres, o que también mi padre se
opusiera a lo nuestro. Conocerla fue el único aliento que puso algo de luz en mi
vida. Y no me avergüenza haberla amado tanto, hasta el punto de permitir que
la cama hiciera estragos en mi persona. A decir verdad, hubiera querido morir
en aquellos días, pero mi cuerpo no fue tan débil como para sucumbir ante la
distancia y la negación.
Algunos opinaban que ya era un hombre hecho y derecho, y como tal podía
tomar decisiones de peso y hace de mi vida lo que me viniera en gana. Otros
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decían que no era mayor de edad, y por tanto, me debía a las decisiones y
pareceres de mi padre.
La verdad es una: a los catorce años termina de forjarse el temperamento y el
carácter de los hombres, y los míos de hicieron añicos en esos días.
No sé por qué mi padre y los suyos mostraron tanta saña, llegaron a ser
brutales. Ivry me pedía que no me lo tomara tan en serio, ‘porque cuando los
años pasen te quedarán recuerdos y nada más; las imágenes, las figuras y los
colores se aferran en la memoria, como un cáncer que todo lo carcome’.
Supongo que a Ivry también le gustaba, ella era linda y él es un hombre que
puede sentir lo mismo que yo sentí por ella. Por eso sé que me entiende y me
comprendió entonces.
Ivry ha tenido razón. Su boca ha sido boca de profeta, los recuerdos que tengo
de ella se han destilado, y ahora son más claros que nunca; esos mismos
recuerdos me permiten seguir viviendo, respirando, sentirme joven aún. Por
eso a veces quisiera saber por qué los médicos afirman que estoy
empeorando. Siento que he mejorado desde aquel día en que la cama casi
termina conmigo.
Pero no importa, ayer hablé con mi madre. Vino y cenó conmigo. Es verdad
que apenas habla, dice pocas cosas, una o dos frases. A veces me recuerda a
la abuela. Me dijo que el Achron es lo único que va a quedar de mí. Quisiera
gritarle que se calle, que el Achron es lo último que quería grabar, Glitis me dijo
que eso no estaba bien. Mira que el Achron puede ser un callejón sin salida. No
me importó y de todos modos lo toqué. A los pianistas cuando se enfrentan a la
Fantasía-Impromptu de Chopin les advierten lo mismo: no hay que poner
demasiada miel en algo que ya de por sí es empalagoso. En el Achron no puse
miel, es como si un áspid bailara frente a mí y yo no supiese en qué momento
atacará. Ayer mi madre me exigió que deje de pensar eso, tu Achron quedará
porque es lo único que vale la pena. La maldigo a ella y al número treinta y trés
que me sigue de un lado para otro, también maldigo al judío crucificado, fue él
quien me alejó de ella.
Ivry me aconseja que tenga cuidado. Asegura que Flesch ya no está, es más,
me ha jurado que hace un par de años que murió. Pero cómo puede haber
muerto si aún puedo entrar en la sala y mirarlo sentado, haciendo señas
cuando practico cualquier cosa, indicándome lo que deberé hacer para no
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repetir los errores del 35, cuando en el Wieniawsky no gané por una pequeña
distracción y los jueces pensaron que la memoria me abandonaba, dejándome
con la mente en blanco.
Flesch no es como Ivry: él me dice y me reclama cualquier error sin andarse
con miramientos. ¡Pero mira cómo tocas! ¡Si pareces un pobre vagabundo
pidiendo una hogaza de pan afuera de un burdel! A Flesh nada puedo
reclamarle, él es mi maestro y él ha sido mi padre. En lo que Ivry tiene razón es
en la ausencia, cada vez pasan más y más días hasta que vuelve a venir mi
maestro. Pero de allí a afirmar que murió… ¿qué pretende Ivry diciéndome tal
cosa?
No sé cómo, pero recuperó su Brancaccio. Lo he tenido en las manos, es un
violín precioso, de madera suave, como una caricia. Sus cuerdas responden
hasta a la menor variación en la presión de los dedos. Pero Flesch me ha
prohibido tocarlo. Jamás. Si algún día llegas a tocar este violín será porque
habrás muerto. Ese día, ambos moriremos.
Lo que no soporto es que lo deje en cualquier lado, en el buró, en la mesa de
centro, en alguna silla del comedor. ¿Acaso mi maestro ha perdido todo interés
en su violín, en la música? Quisiera que él me dijera algo, que me explicara por
qué las últimas veces ha tardado tanto en regresar. Quizás ya se dio cuenta de
que mi madre me visita, y no quiere encontrarla. Papá nos ha dejado divididos
a los tres, creo que nunca le perdonó a Flesch que haya podido tratarme como
él jamás podría. El viejo le tiene celos. Pero Flesh ahora se desquita y me deja
su Stradivarius sin permitirme que pose el arco sobre él. ¿De qué sirve un
violín que no puede tocarse?
Ayer mamá también me gritó exigiendo que no fuera cobarde. Toca el maldito
violín si quieres. Mátate si quieres, ¡por una vez en tu vida haz algo por tu
propia cuenta! Deja ya de estar siguiendo las órdenes de tu padre como si él
fuera Dios. Me tranquiliza eso, que mamá odie a papá. Que sea capaz de
seguir otras órdenes y no someterse en silencio. Ella no comprende que no es
cuestión de tocar o no tocar el Brancaccio, siempre estuvo lejos de eso. Pero
papá sabe que si toco el maldito violín todo se vendrá abajo. No sólo moriré yo
y Flesch, también él morirá conmigo.
Y no quiero morir ahora. No cuando tengo otra vez una razón para vivir: he
vuelto a verla.
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Ayer asomé por la ventana y allá abajo, en la acera de enfrente, pude verla de
nuevo. Un par de metros atrás iban sus padres, custodiándola como si fueran
soldados alemanes, hasta puedo decir que sólo les faltaba portar uniforme. Al
pasar junto al balcón de enfrente, sus padres voltearon y ella aprovechó para
dejar caer un pedacito de papel. Sus papás no vieron eso, siguieron andando.
Y yo no podía bajar por el papel que volaba como una mariposa a punto de
caer abatida por los vientos que preludian las lluvias en estos meses.
Ivry pasó por allí, puedo jurar ante Dios o ante el Diablo que él recogió el
papelito, pero cuando le pedí que me lo entregara, no quiso.
El maldito.
Me dijo que eran invenciones mías, que no había ningún papelito. Aún se
atreve el canalla a decir que jamás se topó con ella. ¿Cómo puede hacerme
eso? ¿Cómo puede ser tan cruel y quitarme el pequeño goce de sus letras, de
sus palabras puestas en papel? Con gusto puedo renunciar a la vista, a los
conciertos, a cada uno de mis dedos, con tal de leer aquel papelillo. Ivry lo
sabe pero no me deja ni siquiera que mire lo que ella escribió en ese papelillo.
Entonces siento ira. Flesch me deja el Brancaccio y me prohíbe que lo toque;
Ivry se lleva el papelillo que era para mí y nadie más, impidiendo que lo lea.
Hoy por la mañana me dijo que me tranquilizara. Si pierdes la compostura
volverás a tener otra crisis, recuerda el Queen’s Hall. ¿Por qué sacar a cuento
ahora el concierto de Tchaikovsky? ¿Por qué tiene que echármelo en cara?
¡Eso fue cuando tenía quince años! ¡Quince años!
El director tenía envidia de mí. Los músicos también, por eso me dejaron solo,
allí, en medio del escenario. Yo seguí tocando, mis dedos jamás se detuvieron,
pero ellos conspiraban en mi contra y guardaron silencio dejando que el
bochornoso murmullo de los asistentes terminara volviéndose una exclamación
de sorpresa. No alcanzo a comprender por qué precisamente él tiene que
seguir ventilando aquella historia, si sabe que me sigue doliendo.
Pero no es la primera vez que hace lo mismo, a veces apenas acabo de gritar y
volteo a buscarlo él se ha ido ya. Quisiera reclamarle cara a cara y él huye,
dejándome solo, en manos de aquellos hombres que se dicen doctores y
enfermeros quienes me cambian de habitación a su antojo e inventan fechas a
su antojo. Algunos dicen que he estado en esta habitación diez años, algunos
dicen que entro y salgo del hospital.
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Si les sigo el juego, todo está bien. Si actúo como si estuviera en el hospital,
tomando las pastillas y siguiendo el tratamiento, todo estará bien. Ya no quiero
que se repita lo que pasó en el 43, ya no: los malditos doctores eran más
brutos que un hatajo de mulas.
Eso fue hace siete años: lo más fácil era echarme a perder la vida. El doctor
seguramente seguía órdenes de alguien más. Estoy seguro que el director de
la orquesta jamás perdonó que lo sobrepasara a él y a sus músicos y los dejara
en ridículo en el Queen’s Hall. Sé que eso a nadie puede perdonársele, pero
jamás creí que aquel silencio y el estropicio en medio del concierto podrían
llegar a tanto. Sí, el director ha metido las narices acá, y ahora me lanza
encima la maldición de los locos, de los enfermos.
¿Qué tipo de capricho divino puede hacer posible que diez años después de
que Flesch vendiera su Brancaccio mi padre y yo estuviéramos llegando a
Inglaterra? ¿Y más aún, que precisamente en aquellas fechas el sueño loco de
Alemania llegara hasta Polonia, y nosotros ya no pudiéramos regresar?
Sé perfectamente bien que este lugar se llama Northampton. A veces sí, esto
parece un hospital. O una clínica, y de pronto los médicos me dicen que las
terapias con electroshocks pueden funcionar, que el mal que yo padezco es
irremediable pero puede aminorarse, y bastante. De eso se valen para atarme
a la camilla y asarme en vida, y también para hacerme reventar las venas con
sus estúpidos fármacos mientras quedo en coma. Pero he seguido
despertando, y quiero seguir despertando, más ahora que volví a verla,
caminando por el pasillo de enfrente.
Sus padres ni siquiera voltearon a verme, esta vez ella consiguió entrar hasta
acá, y la he visto por los pasillos, me sonríe sin acercarse jamás. Y eso me
basta.
Ayer le conté esto mismo a mi madre. Me dijo que no me haga muchas
ilusiones, que ella es otro violín, pero esta vez custodiado por dos guardianes.
Como tu padre, o más rabiosos. No olvides lo mucho que le debes, pero
tampoco olvides lo mucho que te ha exigido, las normas, las reglas, la práctica
y el estudio. Eso nunca lo olvides, a pesar de todo, hay muchas cosas que le
debes a tu padre.
Mamá no me explicó por qué vino a visitarme después de tantos años. Pero
ella siguió hablando mientras yo afinaba el violín de Flesch, afinar no es lo
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mismo que tocar. No moriré. Tu padre ha muerto, me dijo así, de repente. Tu
padre ha muerto hoy, por eso vine a visitarte. Para que lo supieras y hagas lo
que tienes pendiente por hacer.
Ivry me comentó que según los doctores en los últimos meses me he lastimado
tanto las manos que ya jamás podré tocar el violín. Aunque quisiera, dice que
el daño es tan grave que los nudillos se me han destrozado. Así será, pero en
estos momentos en que sigo afinando el Brancaccio siento que podría tocar el
Tchaikovsky sin errores y de un sólo tirón.
Quise preguntarle a mi madre cómo supo de la muerte de mi padre, pero se
fue, sin avisar, igual que había llegado para acompañarme en la mesa.
Por la noche pregunté a Ivry si aún teníamos aquella opción. La única opción.
No entiendo lo que me explica. Dice que el procedimiento es sencillo y no
sentiré nada. De un día para otro el dolor se irá, y yo despertaré sin esta
tristeza ni la ira que hizo añicos mis dedos. Es algo que puede hacerse con una
punta cualquiera, un punzón de zapatero, un clavo bien afilado o un picahielo.
Claro que en situaciones como la tuya, cualquiera de esos instrumentos te
mataría, así que mejor confiar en los doctores, ellos te pondrán anestesia y la
cirugía no tardará más de diez o quince minutos. En un par de días serás otro,
ya lo verás. Por fin puedo respirar hondo, profundo, sin temer que mi padre
vuelva a llamarme la atención.
Aún estoy a tiempo de volver con ella, ganarme a sus padres y pedirles que ya
no sigan paseándola una y otra vez enfrente de mí como si yo no existiera, que
me permitan hablarle, tomarla de la mano. Tengo veintiséis años y no es
demasiado tarde, si ella quiere volveré a estudiar, a ejercitarme día con día. Si
esta cirugía tiene éxito, hasta puedo pedir que me operen también los dedos y
me reconstruyan lo que he dañado golpe tras golpe.
Ivry me regaña y me reprende. Quiere que me concentre y tenga muy en
cuenta lo que estoy a punto de hacer. Tu padre ya no va a firmar, serás tú el
único responsable de lo que pase, no ignores el peligro. Todo en esta vida
tiene sus riesgos, y si Flesch llegó a vender su Stradivarius y tú lo encontraste
de nuevo no es porque la suerte exista, es porque él tenía que perderlo primero
para que tú pudieras encontrarlo otra vez. Era necesario que así pasara, era tu
misión rescatar aquel violín.
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Le pediré a mi madre esté presente y me acompañe al entrar en la habitación
desinfectada donde Ivry asegura que también se han curado otros. Cierto que
los últimos meses del año son tristes, noviembre es triste, este siglo ha sido
triste. Pero en seis semanas más estaré cumpliendo años, para entonces ya
habrá pasado ese asunto del punzón y la anestesia, y también la convalecencia
que según me contó Ivry, será de tres o cuatro semanas. Pasar la navidad con
mamá, nada me haría más feliz que eso. Y si se pudiera, volver a verla, a
pasear con ella. Convencer a sus padres.
Eso es lo que quiero, lo que hago saber a Ivry. Y él se emperra y quiere seguir
jugando, me dice que tengo que estar concentrado, que no puedo andar con
niñerías, que piense bien las cosas porque la firma del papel y lo que pase
después sólo será responsabilidad mía y de nadie más. No sé por qué me dice
eso. Le pregunto.
Josef, hace años que tu madre se ha ido. Acéptalo por favor, hazte a la idea,
no sigas sufriendo inútilmente. Ella murió, ¿recuerdas? Nadie te ha visitado en
los últimos siete años, como no sea tu padre y yo. Ella no está entre nosotros,
querido Josef, ella ha muerto. Igual que tu padre, ayer. Yo mismo te di la
noticia, ¿ya no te acuerdas? Yo mismo estuve aquí, contigo, mientras
jugueteabas con tu almohada diciéndome que tenías un Stradivarius en las
manos; Josef, necesitamos que la intervención quirúrgica se realice lo más
pronto posible. La medicina ha progresado mucho, y tu estado ya no es
incurable, ya no estarás limitado a la habitación, la medicina y las ataduras de
pies y manos.
Es por tu bien que debemos hacer esto, firma el papel: los riesgos son
mínimos, el doctor Freeman asegura que el mismo procedimiento lo ha
realizado con cientos de pacientes. No serás el primero ni el único, ni el último,
Josef. Es difícil que te diga esto, la medicina tradicional ya no tiene salidas ni
soluciones para ti, es necesario tomar medidas extremas, un punzón clavado
en el cerebro siempre lo es, pero es por tu bien. Aún tienes una oportunidad.
Firma el papel, por favor.
No quiero comprender qué significa todo aquello del doctor Freeman y el
punzón y las medidas extremas. Sólo quisiera que mi madre esté aquí, a mi
lado, y que sea ella la primera persona que vea al despertar, al comenzar a
vivir mi propia vida, lejos del maldito violín y la mirada cruel de mi padre.
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Hijo, no maldigas. Recuerda que el violín ha sido tu vida. Perdón mamá, no
volveré a hacerlo, ¿estarás conmigo aquí, mañana?
Ivry me mira y no puede entender que mi madre aún me reprenda como a un
niño. La vi asomarse por la puerta de la habitación justo antes que él entrara,
trayéndome los papeles que deberé firmar.
Con él es inútil discutir, si no quiso darme el papelillo que ella tiró mucho
menos cederá y aceptará que el violín sobre la cama es el famoso Brancaccio
de mi maestro, el Stradivarius que vendió para no morirse de hambre.
Firmar los papeles también me dará otra ventaja: después de la convalecencia
podré decirle a mi maestro que me permita tocar su violín.
Sí, eso es lo que haré. Firmaré los papeles, daré gusto a Ivry, volveré a
estudiar todos los días siguiendo las indicaciones de mi maestro, y después la
buscaré. No puede esperarme una vida mejor, y seguro que cuando esto pase
los años malos quedarán atrás.
He podido vencer la tentación de tocar el Brancaccio, y también podré vencer
los efectos perniciosos de la anestesia, por fuerte que esta sea.
Ayer cuando mi madre me avisó de la muerte de papá no pude verlo tan claro
como hoy: esta es la recompensa que me toca por haber soportado tantos
años sin que a nadie le importara. Los nubarrones que oscurecían mi destino
por fin comienzan a disiparse.
Josef Hassid, in memoriam.
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Tracklistk
Sessions 2
Sexual discoveries 3
I Sirenito 4
II Mi sonrisa izquierda 11
III A bedtime soundtrack
Side A: We fuck for you 16
Side B: Callgirl 21
IIII Cicuta 28
Sinful decisions 33
V Precious round white rocks 34
VI Un volado
Cara: Las malditas ganas 37
Cruz: El pocillo 41
VII Tightie candies [Hot ‘n’ ready] 44
VIII Tenemos café 51
VIIII A little game with shadows 54
X Some facts about the fire’s use 65
Smooth dodecaphony 75
XI Lapsus memoriae 76
XII La gripe de Beethoven 83
XIII Instructions for release the anxiety 87
XIIII Four strings and one nail 92
Tracklist 100
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101
S. D.
CUENTARIO
Francisco Arriaga
México, Frontera Norte.
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