Download - Ética de La Memoria. Versión Preliminar
Medellín, 2015
ÉTICA DE LA MEMORIA
(Un ensayo a partir de textos de Proust, Joyce y Semprún)
Joan-Carles Mèlich
«La realidad tan sólo se forma en la memoria»
MARCEL PROUST,
Por el camino de Swann.
(En busca del tiempo perdido I).
Pórtico
No podemos eludir ni el espacio ni el tiempo; no podemos dejar de ser
históricos, de vivir enredados en historias, de enlazar y de deshacer, de
preocuparnos y de ignorar, de llorar y de reír, de recordar y de olvidar.
Somos finitos. Llegamos a un mundo que no hemos escogido y heredamos
una gramática, un universo sígnico, simbólico y normativo; configuramos
nuestra existencia en el interior de esta gramática que no podrá ser
cambiada, al menos no podrá serlo del todo, porque en todo cambio, en
toda transformación, siempre quedará un “resto”.
A partir de esta irrupción en la gramática que uno no ha escogido
habrá que configurar, que inventar una “vida”. En la de los “hijos del
tiempo”, para decirlo con Octavio Paz, la memoria surge como una facultad
que, por suerte o por desgracia, ocupa un lugar fundamental. Precisamente
porque no es posible eludir nuestra condición de herederos y, por lo mismo,
la inscripción en secuencias espacio-temporales, somos “animales
memorísticos”, animales que olvidamos y que recordamos. Es esta
“tensión” entre recuerdo y olvido el lugar de la memoria. Es necesario estar
atentos, porque no comprenderemos en qué consiste la memoria si la
identificamos con el simple recuerdo, porque todo recuerdo “forma parte”
de la memoria, pero no “es” la memoria. La memoria —hay que insistir en
esta idea— es recuerdo pero también es olvido. Para un ser “finito” sin
olvido no hay memoria, porque para él no hay nada que sea
“absolutamente”, porque un ser finito no puede recordar sin olvidar ni
olvidar sin recordar. Además, esta tensión “recuerdo-olvido” no puede
darse al margen de una “gramática”, esto es, con independencia de un
“mundo”, de un universo simbólico. No es posible la memoria al margen
de la interpretación, al margen de una biografía. Si es verdad, como decía
Nietzsche, que no hay hechos sino solo interpretaciones, entonces no existe
el recuerdo sin una determinada interpretación de ese recuerdo, de eso que
(supuestamente) sucedió. Esto no significa, no obstante, que uno sea
“libre” de interpretar su vida como quiera. En todas las interpretaciones,
operan mecanismos inconscientes que no podemos controlar. No somos
libres de disponer de nuestro pasado. De ahí la gran aportación de Freud.
Para mí lo de menos no es el modo en que Freud interpreta, sino el hecho
de haber desvelado la importancia de la gramática inconsciente que
subyace en toda interpretación. No somos los dueños de nuestra existencia,
no somos los señores de nuestra vida. De todas estas cuestiones me ocuparé
en la primera parte de este escrito.
Pero también hay otra característica fundamental de esta facultad; a
saber, el hecho de que no la controlamos. Es habitual utilizar la expresión
‘hacer memoria’, pero, en realidad, no la ‘hacemos’; todo lo contrario, es
ella la que ‘nos hace’, la que surge de repente. Ni el recuerdo ni el olvido
son el resultado de nuestra voluntad. La memoria es involuntaria, es una
“pasión”. Como le sucede al narrador del Quijote hay ‘lugares’ de los que
no queremos (o podemos) acordarnos, y otros que no queremos (o
podemos) olvidar.
Por eso, porque la memoria escapa a nuestra voluntad, vamos a prestar
atención a la fascinante obra del escritor francés Marcel Proust.
Evidentemente, no es mi intención realizar un estudio sobre Proust aquí —
algo totalmente fuera de las posibilidades de quien esto escribe—, sino solo
tomar algunas de sus ideas, en concreto del primer volumen de En busca
del tiempo perdido titulado “Por la parte de Swann”. Proust nos servirá
para reflexionar sobre esta característica “involuntaria” de la memoria.
Desde el punto de vista de una filosofía antropológica de la finitud —
como la que se va a adoptar aquí—, la tesis está clara: la memoria es un
acontecimiento, algo a veces banal, cotidiano, es cierto, pero que surge de
repente y que está fuera de nuestro control, algo que, en ocasiones, nos
rompe, y nos deja mudos, sin saber qué hacer. La memoria es un
acontecimiento porque nos hace presentes a los ausentes, a los que ya no
están y nunca van a poder regresar, porque nos recuerda los momentos
felices pero también el horror vivido que muchas veces nos impide mirar
hacia delante; algo que, por desgracia, nos fija en el pasado y nos devuelve
a un universo infernal. En este punto, voy a poner en relación a Proust con
Joyce —en concreto con un bellísimo relato del escritor irlandés titulado
Los muertos— y también con La escritura o la vida de Jorge Semprún. A
partir de ellos intentaré dibujar algunos rasgos de lo que vengo a llamar
“ética de la memoria”.
Por último, y al modo de un “telón”, insinuaré los temas y los peligros
relacionados con esta ética de la memoria; en concreto hablaré de la
cuestión del mal y sus repeticiones, especialmente, el peligro de la
venganza. Una ética de la memoria no es garantía de nada, de esto no tengo
la menor duda. La cuestión es compleja, porque la ética, a diferencia de la
moral, no nos dice qué debemos hacer sino que tenemos que hacer algo,
que tenemos que dar una respuesta en medio de una radical incertidumbre.
Una ética de la memoria nos dice que no podemos eludir la condición finita
inscrita en nuestra naturaleza, y que haríamos bien en recordar el mal
sucedido para que no vuelva a suceder. Pero, al mismo tiempo, una ética de
la memoria nos hace pensar que el recuerdo provoca, en ocasiones, la
venganza. Este es su mayor peligro. Nada podemos hacer para evitar esta
ambivalencia, nada, porque no podemos dejar de recordar y de olvidar,
porque la memoria es un acontecimiento y, por eso, haríamos bien en estar
alerta ante esta terrible ambigüedad del recuerdo y del olvido.
Desde un punto de vista pedagógico hay que tener muy presente que,
en las actuales sociedades tecnológicas neoliberales, la memoria está
totalmente desprestigiada. Como en 1984, la conocida novela de George
Orwell, la memoria ha sido desterrada de los planes educativos. Aprender
de memoria es un crimen, saber de memoria es no saber. De hecho su sola
apelación provoca sospechas. Pero, para bien o para mal, sin memoria no
hay vida porque sin memoria no hay tiempo. La memoria nos inscribe en la
secuencia temporal, nos devuelve al pasado y nos lanza hacia el futuro. Un
mundo sin memoria es un mundo de muerte, un mundo muerto. Y en un
mundo así el mal tiene vía libre, tiene la última palabra. Este es el mal que
no vive en lo diabólico sino en la indiferencia.
Venir al mundo: la herencia, la memoria, la pérdida
Nacer es irrumpir en un mundo y heredar su gramática. Los seres
humanos no podemos escapar a esta condición de herederos. Heredamos un
conjunto de signos, de símbolos, de normas, de reglas de decencia, que van
a configurar nuestro modo de ser en ese mundo. Esa gramática heredada
solo podrá ser variada parcialmente. Es importante subrayar que en la vida
de cada uno de nosotros, por más que la hayamos transformado, siempre
quedará un “resto”. En otras palabras, todo cambio necesita de persistencia,
toda renovación de (cierta) repetición. Como advirtió hace años el filósofo
alemán Odo Marquard (2001), los seres humanos no soportamos
transformaciones excesivamente aceleradas, los cambios radicales;
necesitamos enlazar, y este es el lugar en el que surge la memoria.
El mundo al que llegamos es una “comunidad de memoria” (Bellah,
1989). El ser humano es un heredero, esto es, un ser inscrito en una
comunidad que siempre es, de una manera u otra, una comunidad de
memoria. Nunca estamos completamente solos, porque siempre,
querámoslo o no, nos acompañan recuerdos y olvidos, y, en ellos, los
“ausentes” que se hacen presentes en los momentos más insospechados, sin
nosotros quererlo.
Los seres humanos no pueden evitar hacer presente lo ausente, y sus
vidas están llenas de “espectros” (Derrida, 1995). No escogemos la
herencia; podemos rechazarla, pero (por suerte o por desgracia) nunca
podemos rechazarla del todo, porque sus espectros están inscritos en
nuestros cuerpos, en nuestra carne, en nuestra manera de ver el mundo.
Está claro, pues, que, dada la finitud estructural de los seres humanos,
no hay existencia sin prejuicios, sin premisas, sin presupuestos. No
podemos vivir en una tabula rasa, no hay vida a partir de cero. Algo así
está fuera de las posibilidades de un ser finito. Por acción o por reacción,
siempre nos encontramos ubicados en el seno de una determinada
tradición. Solo porque ya estamos en medio de una historia podemos
comenzar a contar nuestra propia historia. Desde el punto de vista del
statu quo, si hay algo que no somos es hojas en blanco. Siempre llegamos
tarde, y alguien nos tiene que contar de qué va la historia en la que nosotros
también somos sus protagonistas. No vivimos nuestro comienzo. Desde el
inicio estamos “habitados” por otros, somos también esos otros que nos
habitan y que guardan una parte, al menos, de lo que somos. Estamos
obligados a preguntar a los que nos han precedido qué es lo que somos; por
eso la condición de herederos es insoslayable.
No se puede responder a la pregunta quiénes somos (ni en el ámbito
individual ni en el colectivo) al margen de la memoria, al margen del
pasado recordado, al margen del pasado narrado. En todo presente habita el
pasado. “El presente del hombre es, siempre, un presente histórico; un
presente en el que se armoniza la memoria del pasado, con el proyecto de
futuro que, precisamente, ese pasado origina” (Lledó, 2000, p. 75). El
latido del presente suena con el “tono del pasado”. Ahora bien, no es
menos cierto que cada sociedad tiene sus propias formas de recordar, o,
dicho de otro modo, ninguna sociedad recuerda de la misma manera. De
esto se ha ocupado Jan Assmann. Escribe el egiptólogo alemán: “La
sociedades conciben imágenes de sí mismas y perpetúan una identidad a
través de las generaciones desarrollando una cultura del recuerdo, y lo
hacen de una manera totalmente diferente” (Assmann, 2011, p. 20).
Pero aquí surgen interrogantes importantes y difíciles de responder,
porque ¿qué es lo que debe ser recordado? ¿Qué es lo que debe ser
olvidado? Algo sabemos a ciencia cierta, que cada cultura responde a estas
preguntas a su modo. El pasado no es algo “empíricamente real”, sino
siempre una cierta “imagen” del pasado. Es decir, como todo lo que sucede
en un universo humano, el pasado es una “creación cultural” (Assmann,
2011, p. 47).
Ahora bien, aunque cada sociedad recuerda a su modo, diríamos —
siguiendo de nuevo a Assmann— que “la cultura del recuerdo es un
fenómeno universal” (2011, p. 32). La existencia, tanto la individual como
la colectiva, es una cuestión de recuerdo. De recuerdo y también de olvido.
Insisto: también de olvido, porque no hay existencia humana posible sin
esta tensión. La memoria humana es selectiva, aunque, como veremos más
adelante, no sea “voluntariamente” selectiva. Precisamente porque somos
finitos, nunca podemos recordarlo todo. Incluso no podríamos vivir con el
terrible peso del pasado. En ocasiones es necesario olvidar (Lledó 2000, p.
212). Pero la herencia que recibimos al venir al mundo no es algo que no
podamos modificar. Se puede poner en cuestión, se puede transgredir. De
todas formas, aquí no nos vamos a ocupar de la transgresión sino de otra
cosa.
El ser humano vive en una “comunidad de memoria”; pero, también
por eso, vive en una “comunidad de víctimas”. Un aspecto fundamental de
nuestra condición de herederos es la herencia de una pérdida. La filósofa
judeo-americana Judith Butler se ha ocupado de esta cuestión con gran
esmero y acierto. La pérdida es algo que todos tenemos en común. Todos
hemos vivido y sentido la sensación de haber perdido a alguien. Esto
significa que vivir en el mundo es habitar un cuerpo vulnerable. Todos
hemos vivido esta experiencia, una experiencia de drama y de muerte, de
drama y de muerte a veces por culpa de la violencia y la crueldad. La
existencia es una existencia en luto y en duelo.
¿Cuándo se supera el duelo? Imposible saberlo. Lo que sí sabemos es
que no es posible jamás superarlo del todo. Siempre quedará inscrita en
nuestro cuerpo una cicatriz que nos recuerda a los que ya no están. La
experiencia de la pérdida y del duelo nos ha mostrado algo fundamental de
la condición humana: el ser en la ausencia. A veces pensamos que lo mejor
sería poder olvidar, pero inmediatamente creemos que el olvido del ausente
supondría la verdadera muerte, la muerte definitiva, porque el que ya no
está sigue vivo mientras se le recuerde. Y hacemos un esfuerzo por
recordar, pero de repente se nos olvida todo, una cara, un olor, un gesto,
una palabra. El recuerdo del ausente irrumpe en el momento más
insospechado y nos deshace, nos rompe, nos resquebraja.
Como mostró maravillosamente Virginia Woolf, en su novela Las
Olas, uno no es nunca un sí-mismo. La noción de sí-mismo, de una
identidad estable y definitivamente formada no es una identidad humana.
Ser humano es habitar un universo de indeterminación, de crisis, de dudas.
No sé quién soy, porque el otro posee el secreto de mi ser. Pero el otro no
es solo el que está ahí, presente, encarándome, sino el ausente. Él se ha
llevado ese secreto a la tumba. Vivimos implicados en vidas que “no son
las nuestras” (Butler, 2006, p. 42). Existimos abiertos a los que ya no están.
A veces su recuerdo resulta insoportable. Y esta situación no puede ser
erradicada. Nuestros cuerpos están expuestos al recuerdo y al olvido, un
recuerdo y un olvido que escapan a nuestra voluntad. Nuestro cuerpo no es
del todo nuestro. Tiene una dimensión ética, moral y política.
En estos momentos vivimos una grave “crisis de memoria”, una crisis
que resulta particularmente evidente en educación (cuanto menos en una
educación contemplada desde Europa). A diferencia de lo que sucedía en la
paideia griega, hoy vivimos en una ‘amnesia planificada’. A mi juicio,
aprender de memoria es un aspecto fundamental que ninguna pedagogía
debería pasar por alto. ¿Por qué? Sencillamente porque, por ejemplo,
aprender de memoria un texto es conferirle ‘fuerza vital’, porque al hacerlo
ese texto, esa palabra del otro ya forma parte de mí. En buena medida
somos lo que recordamos y lo que olvidamos, somos un tejido de historias,
un conjunto de narraciones. Sin ellas, no podemos ubicarnos en el mundo,
en nuestro mundo. Un bello texto de George Steiner nos ayuda a
comprender esta cuestión. Escribe:
En general, lo que sabemos de memoria madurará y se
desarrollará con nosotros. El texto memorizado se interrelaciona con
nuestra existencia temporal, modificando nuestras experiencias y
siendo dialécticamente modificados por ellas. Cuanto más fuertes sean
los músculos de la memoria, mejor protegido está nuestro ser integral.
Ni el censor ni la policía pueden arrancarnos el poema recordado
(2004: 38).
La educación vive en una atrofia de la memoria (Steiner 1999. P. 38).
Pero, la solución a este problema no es sencilla, porque ¿cómo aprender de
memoria en un mundo en el que el silencio es un lujo?, ¿cómo aprender de
memoria en un universo ruidoso? La memoria solo puede ejercitarse en un
entorno de silencio, y algo así parece impensable en un mundo panóptico.
¿Por qué la educación actual no soporta la memoria? Quizá porque los
tecnólogos de la educación creen que aprender de memoria es mirar hacia
atrás, y hoy parece que solamente se puede mirar hacia delante, solamente
se puede innovar. Pero algo así resulta sumamente falaz.
La memoria no mira hacia atrás ni hacia delante; mira simplemente al
tiempo, a la secuencia temporal. La memoria no repite, interpreta e
interpela. El que recuerda y olvida está interpretando su herencia, y, por lo
tanto, se está interpretando a sí mismo. Por eso el verdadero maestro, el
maestro de verdad, no quiere ser imitado. Al contrario, desea ser
cuestionado. Pero sabe que uno no puede cuestionar nada sin tener un suelo
desde donde hacerlo. La memoria no está contrapuesta a la duda, ni a la
discrepancia ni al enfrentamiento. Siguiendo de nuevo a George Steiner,
diría que: “enseñar es despertar dudas en los alumnos, formar para la
disconformidad. Es educar al discípulo para la marcha. Un Maestro válido
debe, al final, estar solo” (Steiner, 2004, p. 102).
En toda transmisión educativa tiene que haber transgresión. De no ser
así, no hay educación sino adoctrinamiento. Pero la memoria no es un
peligro para la transgresión, sino todo lo contrario, es su condición de
posibilidad. “En el progreso, en la innovación, por radicales que sean,
está presente el pasado. Los Maestros protegen e imponen la memoria”
(Steiner, 2003. p. 143). No es posible educar sin la tensión entre el cambio
y la innovación, por un lado, y la conservación por otro. Cuanta más
innovación haya, tanto más necesaria es la conservación. El porvenir
necesita provenir (Marquard, 2001, p. 80), y la memoria es la facultad que
mantiene precisamente esta tensión.
Los tres autores de los que me ocuparé a continuación van ayudarnos
a configurar las líneas generales de una ética de la memoria. El primero,
Marcel Proust, nos ofrece en su monumental En busca del tiempo perdido
una reflexión sobre la memoria involuntaria. Nos interesa esta categoría.
No recordamos a voluntad. El recuerdo irrumpe en los momentos más
insospechados. El segundo, James Joyce, nos cuenta en una narración
memorable, Los muertos, la presencia de los ausentes, esos que están ahí, a
modo de espectros, y que se hacen presentes sin avisar en los momentos de
alegría o de festejo. Finalmente con la ayuda de La escritura o la vida, de
Jorge Semprún, vamos a reflexionar sobre la importancia y el drama del
recuerdo del horror: la memoria de las víctimas. Esa disyuntiva que ofrece
el título de la que probablemente sea su obra maestra es sumamente
significativa. ¿Cómo evitar recordar lo insoportable? ¿Cómo seguir
viviendo con la presencia del humo del campo de concentración nazi de
Buchenwald?
Marcel Proust: poética de la memoria
Uno de los fragmentos más conocidos y citados de la historia de la
literatura lo encontramos en el primer volumen de En busca del tiempo
perdido de Proust titulado “Por la parte de Swann”. El narrador hace una
referencia a la importancia del azar en los recuerdos y cuenta la conocida
historia de la magdalena. En el instante en el que el sabor de este bizcocho
le sobrecoge surge un estremecimiento. Escribe Proust:
Me había invadido un placer delicioso, aislado, sin que tuviera yo
idea de su causa. Al momento que había vuelto indiferentes —como
hace el amor— las vicisitudes de la vida, sus inofensivos desastres, su
ilusoria brevedad, colmándome de una esencia preciosa; o, mejor
dicho, esa esencia no estaba en mí, sino que era yo. Había cesado de
sentirme mediocre, contingente, mortal. […] Y de repente me vino el
recuerdo: aquel sabor era el del trozo de magdalena que, cuando iba a
darle los buenos días los domingos por la mañana en Combray […]
me ofrecía mi tía Léonie, después de haberlo mojado en su infusión de
tela o de tila. […] Pero, cuando después de la muerte de las personas,
después de la destrucción de las cosas, nada subsiste de un pasado
antiguo, solo el olor y el sabor —más débiles pero más vivaces, más
inmateriales, más persistentes, más fieles— perduran durante mucho
tiempo aún, como almas, recordando, aguardando, esperanzados,
sobra la ruina de todo lo demás, portando sin flaquear sobre su gotita
casi impalpable el inmenso edificio del recuerdo (Proust, 2000, pp.
53-56).
Este es el fragmento más conocido (y reconocido) de la Recherche, sin
duda. No sé si es el más importante, pero sí el más emblemático. Sin
embargo, el filósofo Gilles Deleuze en su libro Proust y los signos, uno de
los comentarios más reconocidos de la obra de Proust, sostiene que la
Recherche no trata de la exposición de la memoria involuntaria sino de la
narración de un aprendizaje. “La obra de Proust, escribe Deleuze, está
basada en el aprendizaje de los signos y no en la exposición de la
memoria” (Deleuze, 1995, pp. 12-13).
El libro de Deleuze es espléndido, no cabe duda y no lo vamos a
cuestionar aquí, pero su tesis es provocativa, porque en el fragmento citado,
como en tantos otros, aparece la forma que tiene, según Proust, de
funcionar del tiempo y de la ‘memoria involuntaria’. Esta será la lectura
que propone Samuel Beckett (2013), la lectura que mejor expresa, a juicio
de quien esto escribe, el sentido de la obra del narrador francés. Desde la
perspectiva de Proust y de Beckett, diríamos que nuestra identidad es
memoria, pero que esta memoria no la controlamos, no la dominamos, no
depende de nuestra voluntad. En pocas palabras: no somos los amos de
nuestro yo, porque no somos dueños de la memoria.
La tesis que se va a sostener aquí es la siguiente: Marcel Proust
expone desde el primer volumen de su obra su mnemopoética (Weinrich
1999, p. 248). Hay en la Recherche toda una filosofía de la identidad, todo
un intento por responder a la pregunta ¿qué soy? o ¿qué es el ser humano?,
sobre la que, como es sabido, Kant afirma que es la pregunta fundamental
de la filosofía. ¿Cómo responder a esta cuestión? Proust es claro y preciso:
Incluso desde el punto de vista de las cosas más insignificantes
de la vida, no somos un todo materialmente construido, idéntico para
todo el mundo y sobre el que cada cual pueda informarse como sobre
un pliego de condiciones o sobre un testamento; nuestra personalidad
social es una creación del pensamiento de los demás (2000, p. 26).
El sujeto que descubrimos en la gran novela de Proust es un sujeto
fragmentado, disperso, que se hace y se deshace en el tiempo. No tiene
identidad, o mejor todavía, pasa de una identidad a otra.
Las criaturas de Proust, escribe Samuel Beckett, son víctimas
de esta condición y de esta circunstancia predominante: el Tiempo.
[…] No hay manera de liberarse de las horas y los días. Y tampoco del
mañana o del ayer. No hay manera de librarse del ayer porque el ayer
nos ha deformado, o nosotros lo hemos deformado a él. No importa
quién deforma a quién: ha habido deformación. El ayer no es un hito
del pasado, sino un mojón cotidiano en el camino trillado de los años,
que es parte irrenunciable de nosotros y que llevamos dentro de
nosotros, pesado y peligroso. No solo estamos más cansados por culpa
del ayer, somos otros, ya no somos lo que fuimos antes del desastre
del ayer (2013, pp. 16-17).
El ser humano es cuerpo y memoria. “El cuerpo es el depósito y el
registro de las alteraciones biológicas y temporales. La memoria, el
espacio en que se atesoran los recuerdos, las fantasías retrospectivas y los
olvidos que se atribuyen al yo. No soy porque actúo ni porque pienso.
Recuerdo, luego existo. Soy quien recuerda haber sido” (Matamoro, 1988,
p. 19). Nos encontramos frente a un yo múltiple que mantiene su identidad
gracias a la memoria.
Y no solo yo, también el mundo, también la realidad. “La realidad tan
solo se forma en la memoria”, escribe Proust (2000, p. 201). He aquí el
núcleo duro de la filosofía de la Recherche. Si hay memoria es porque hay
ausencia. Si el ser humano es un ser de memoria, un animal anamnético, es
también un “ser de ausencias”. Somos “seres-en-falta”. Esta es una tesis
proustiana que aparecerá todavía con más claridad, si cabe, en el relato de
Joyce del que nos ocuparemos a continuación. Veamos cómo lo expresa
Proust: “Ahora bien, la ausencia de algo no es solo ausencia, no es una
simple falta parcial, es un trastocamiento de todo lo demás, es un estado
nuevo que no se puede prever en el antiguo” (Proust, 2000, p. 329).
Dos ideas a resaltar de este fragmento: la primera es que la ausencia
no puede sobrellevarse. La pérdida y la ausencia de alguien abre una grieta,
una herida que puede cicatrizar pero siempre dejará una marca, y es en la
memoria involuntaria, el instante en que el ausente surge al modo de
espectro; segundo, este estado de pérdida, esta vivencia de la ausencia, no
puede planificarse y, por lo mismo añadimos, no puede educarse.
El otro está presente al modo de la ausencia. No se puede dejar de
pensar en él. Escribe Proust:
Incluso cuando no pensaba en ella, seguía latente en su espíritu
igual que ciertos otros conceptos sin parangón —como los de luz,
sonido, relieve, voluptuosidad física— que son las ricas posesiones
con que se diversifica y se adorna nuestro ámbito interior. Tal vez los
perdamos, tal vez se borren, si volvemos a la nada. Pero, mientras
vivamos, no podemos hacer —a diferencia de lo que ocurre con algún
objeto real— como si no los hubiéramos conocido (2000, p. 376).
Mientras uno vive los ausentes surgen en el presente en los momentos
más insospechados, y es su presencia ausente, su condición espectral, la
que configura nuestro modo de ser en el mundo. No sabemos cuándo, ni
dónde, surge esta presencia, lo que sabemos es que no podemos hacer nada
por evitarla. La memoria nos remite a la ausencia, y esta, en el límite, a la
muerte. Pero, frente a la nada infinita todavía nos queda algo, algo que
Proust nos revela en uno de los fragmentos más bellos del primer volumen
de la Recherche. La música, el arte, la literatura se encarnan en nuestros
cuerpos y nos acompañan: “Pereceremos, pero tenemos como rehenes a
esas cautivas divinas que conocerán también nuestra suerte y con ellas la
muerte resulta algo menos amarga, menos carente de gloria, menos
probable tal vez” (Proust, 2000, p. 377).
Pero la añoranza de lo que se ha perdido es insuperable o, cuanto
menos, una cierta añoranza. Echamos de menos a aquellas personas que
nos han dejado, pero también lugares y momentos…, o incluso echamos de
menos a algo de nosotros mismos. Nos echamos de menos, porque ¿qué
somos, en definitiva, sino una suma nunca del todo bien hecha, nunca del
todo resuelta, de esos lugares y esos tiempos, de esas relaciones, de esas
presencias ausentes?
Los lugares que hemos conocido no pertenecen solo al mundo
del espacio en el que nos situamos para mayor comodidad. No eran
sino una fina capa en medio de impresiones contiguas que formaban
nuestra vida de entonces; el recuerdo de cierta imagen es una simple
añoranza de cierto instante y las casas, las carreteras, las avenidas son,
¡ay!, fugitivas como los años (Proust, 2000, p. 457).
Este es el fragmento con el que Proust pone punto final al primer
volumen de la Recherche.
James Joyce: presencias espectrales
El relato tiene una estructura aparentemente simple. En una noche de
Navidad, un grupo de personas se reúnen para cenar. El lugar escogido es
la casa de las hermanas Morkan. Van llegando los invitados y, entre ellos,
Gabriel Conroy y su esposa Gretta. El relato fluye lentamente. Joyce
explica anécdotas que el lector no acaba de relacionar con el título de un
relato que avanza de forma pausada, como la caída de la nieve, mientras en
la casa comienza la cena y el baile. Hacia el final, Gabriel toma la palabra y
dice algo, algo a lo que todos estamos acostumbrados, algo a lo que todos
hemos asistido alguna vez en nuestra vida, algo obvio, por decirlo así y, al
mismo tiempo, triste:
Pero como todo —continuó Gabriel, su voz cobrando una
entonación más suave—, siempre hay en reuniones como ésta
pensamientos tristes que vendrán a nuestra mente: recuerdos del
pasado, de nuestra juventud, de los cambios, de esas caras ausentes
que echamos de menos esta noche. Nuestro paso por la vida está
cubierto de tales memorias dolorosas, y si fuéramos a cavilar sobre las
mismas, no tendríamos ánimo para continuar valerosos nuestra vida
cotidiana entre los seres vivientes. Tenemos todos deberes vivos y
vivos afectos que reclaman, y con razón reclaman, nuestro esfuerzo
más constante y tenaz (Joyce, 2007, pp. 204-205).
El discurso del señor Conroy marca no solo el tono del relato sino
también la antropología de Joyce. En todo presente hay pasado, hay
ausentes. El presente no puede escapar de las presencias espectrales que
echamos de menos especialmente en esos días, en esos en los que nos
detenemos y nos paramos a pensar y a sentir. La mayor parte del tiempo
vivimos a salto de mata. Estamos tan pendientes de lo cotidiano que no
echamos de menos ni a nada ni a nadie. No tenemos tiempo. Pero hay días
en el año en los que recordamos sin querer, en los que la memoria —
también, como en Proust, involuntaria— nos pone frente a los que ya no
están, frente a los que ya no volverán nunca. Y en esos días felices,
aparentemente felices, en los que la felicidad casi es una obligación, la
ausencia del otro es más dramática, más terrible; es en esos días en los que
sentimos la ausencia. Y eso es la vida, un vivir acompañados del vacío.
Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Se quedó en la
oscuridad del zaguán mirando hacia la escalera. Había una mujer
parada en lo alto del primer descanso, en las sombras también. No
podía verle a ella la cara, pero podía ver retazos del vestido, color
terracota y salmón, que la oscuridad hacía parecer blanco y negro. Era
su mujer (Joyce, 2007, p. 210).
Nadie como John Huston, antes de morir, podía haber filmado esta
escena con intensidad semejante. El lector/espectador siente, como Gretta,
las notas que vienen de lejos, de un piano, pero un piano que surge desde el
abismo del tiempo. Sigue diciendo Joyce:
Se apoyaba en la baranda, oyendo algo. Gabriel se sorprendió de
su inmovilidad y aguzó el oído para oír él también. Pero no podía oír
más que el ruido de las risas y de la discusión del portal, unos pocos
acordes del piano y las notas de una canción cantada por un hombre
(Joyce, 2007, p. 210).
Gabriel todavía no sabe qué está pasando. Pronto lo sabrá. Tampoco el
lector lo sabe. Lo que sí intuimos es que esa música es importante, esa
música remite a algo decisivo para esa mujer, para Gretta. Si no fuera así,
¿por qué se hubiera detenido?
Finalmente, llegan al hotel. Gabriel le pregunta a su esposa en qué está
pensado. Pero Gretta permanece en silencio. Pero, como suele suceder, no
es un silencio que equivale al mutismo. El silencio no es el mutismo, es
justo todo lo contrario, el silencio es la palabra, la palabra más intensa, más
profunda, la palabra que no se puede pronunciar pero que muestra algo
importante, lo más importante. Finalmente Gretta le confiesa que está
pensando en la canción que escuchó, La joven de Aughrim, y, acto seguido,
se lanza llorando sobre la cama. Gabriel no comprende nada. “Pero ¿por
qué esa canción te hace llorar?”, le pregunta. Gretta le contesta que le
recuerda a alguien. Esa canción le trae a la mente alguien que ya no está.
Como sucedió en el caso de Proust aquí también se activa la memoria,
la memoria involuntaria, el recuerdo que surge sin que uno quiera, el
recuerdo que acontece, que irrumpe de repente y que lo cambia todo. Uno
puede seguir viviendo como si nada hubiera sucedido, sin grandes cambios
ni lamentos. La memoria involuntaria o, si se prefiere, el “acontecimiento
de memoria”, no es necesariamente una memoria trágica, al modo griego,
ciertamente, pero desde él nada será igual. En el caso del relato de Joyce,
nada será lo mismo, no solo para Gretta sino también para su marido, para
Gabriel.
Gabriel sigue interrogando a su mujer: “¿Te recuerda a alguien de
quien estuviste enamorada?”, le pregunta. Pero Gretta no responde. Le
dice solo que le recuerda alguien a quién conoció, a un muchacho llamado
Michael Furey; que él cantaba esta canción. Gabriel insiste: “¿Estuviste
enamorada de él?”, y Gretta tampoco contesta. Únicamente le dice que
“salía a pasear” con él. Joyce advierte que hay ironía en las preguntas de
Gabriel. Parece que no se lo acaba de tomar en serio, que no comprende la
importancia de esa canción, de lo que ese “acontecimiento de memoria”
significa para su mujer.
Al final sabemos (todo) lo que sucedió. Michael Furey murió de amor.
Y Gretta le cuenta a Gabriel la historia. Es imposible (e incluso indecente)
intentar resumir por mi parte el bellísimo relato de Joyce. Uno tiene que
leerlo lentamente, saboreando cada palabra, cada imagen. Joyce es capaz de
transportarnos a esa habitación de hotel y hacernos sentir con Gretta lo que
supone recordar de repente a alguien que ya no está y que sabemos que
jamás regresará.
Mientras Gretta llora tendida en la cama, Gabriel se pregunta por su
vida, por su amor, por su relación con su esposa. Ya no es solo el recuerdo
que ella tiene de Michael, sino mucho más, porque ese recuerdo también
afecta a otros, a Gabriel en este caso, porque la relación de Gabriel con
Gretta también se transformará. Y él se da cuenta de que, en este caso,
como en tantos otros, la compasión es imposible. O es posible pero como
presencia callada. Gabriel permanece allí, junto a Gretta, sin mediar
palabra. Y piensa, reflexiona sobre esa compasión imposible (Mèlich,
2010).
En este momento, en silencio, Gabriel piensa en la cena a la que acaba
de asistir, piensa en la tía Julia, en la tía Kate. Julia estará tendida en la
cama, muerta, y Kate buscará en él “palabras de consuelo”, pero —escribe
Joyce— no encontrará más que “las usuales, inútiles y torpes”. En efecto,
eso es lo que suele ocurrir en el momento en el que vivimos la muerte del
otro. Heidegger dice en Ser y tiempo que no experimentamos la muerte del
otro, que únicamente nos limitamos a “asistir” a ella. ¡Lástima que el
filósofo de la Selva Negra no hubiera leído Los muertos de Joyce!
Después de relatar los pensamientos de Gabriel, el escritor irlandés
escribe un fragmento memorable, uno de los más bellos de la literatura
contemporánea:
El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo
las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban
convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en
el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por
la vida (Joyce 2007: 223).
Ha sido necesario el recuerdo involuntario, la presencia de una
ausencia en el cuerpo de su mujer, para que Gabriel se dé cuenta de que la
vida está hecha de instantes, de pasiones. Se echa en la cama al lado de su
esposa, acompañándola en silencio. Finalmente oye cómo la nieve cae
sobre el cristal de la ventana, y escribe Joyce: “Su alma caía lenta en la
duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve,
como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y los muertos”
(2007, p. 224).
Jorge Semprún: la escritura insoportable
El escritor español Jorge Semprún fue deportado al campo de
Buchenwald en 1943. Allí permanecerá hasta su liberación en abril de
1945. Tenía veintidós años. Años después, escribe en francés, en su idioma
literario y filosófico, una obra memorable titulada La escritura o la vida.
La disyuntiva es decisiva para comprender qué es lo que Semprún quiere
decirnos. No es posible vivir con determinados recuerdos. Escribir es
recordar, y si se recuerda el horror es imposible de evitar. Porque ¿cómo
vivir con la persistente presencia de la muerte? ¿Cómo habitar un mundo
en el que los ausentes están excesivamente presentes?
La escritura o la vida da comienzo con un capítulo que trata acerca de
“la mirada”. El inicio es espectacular: “Están delante de mí, abriendo los
ojos enormemente, y yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su
pavor. Desde hacía dos años yo vivía sin rostro. No hay espejos en
Buchenwald” (Semprún, 1995, p. 15).
La obra de Semprún, tanto esta como las demás, muestra el modo de
actuar de la memoria. No habla ‘sobre’ la memoria, lo que hace Semprún
es otra cosa, nos explica su funcionamiento. Según él, la memoria avanza a
trompicones, hacia delante y hacia atrás, recordando y olvidando, haciendo
presente la muerte y los ausentes. Pero, sobre todo, Semprún trata en este
libro de la relación entre “lo que ha sucedido” y “la forma de contarlo”.
¿Cómo expresar con palabras el horror de lo vivido en el campo? Hay una
duda que le asalta al superviviente: ¿Seré capaz de encontrar las palabras
adecuadas para mostrar “el salvajismo del animal humano”? No hace falta
un esfuerzo de memoria, en este caso. Al contrario, la memoria sobra, hay
demasiada memoria, hay un exceso de memoria. El narrador se encuentra
ahí, de nuevo, el día de la liberación y escribe:
No obstante, una duda me asalta sobre la posibilidad de contar.
No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo
del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no
atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su
articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esa sustancia, esa
densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en
un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación.
Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir
parcialmente la verdad del testimonio.’ (Semprún, 1995, p. 25).
Es la densidad de la experiencia vivida la que hace difícil la narración.
Pero es posible narrar, y sobre todo es necesario. Ahora bien, solamente el
arte puede hacerlo. Se invierte así el dictum de Adorno sobre la
imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz. No solamente no es
imposible escribir poesía, sino que es lo único que puede hacer justicia a lo
sucedido.
La obra de Semprún es, pues, una obra sobre la memoria, ciertamente,
pero es mucho más; es una reflexión sobre el mal y la muerte, y, en este
sentido, es una crítica radical a las dos filosofías más importantes del siglo
XX, la de Ludwig Wittgenstein y la de Martin Heidegger. El primero, en el
Tractatus logico-philosophicus, es un negador de la muerte; como Epicuro,
como Spinoza. El segundo, en cambio, no. Su visión de la muerte es
radicalmente contraria a la de Wittgenstein. Para Heidegger la muerte está
desde el principio en el modo de ser del ‘existente’ (Dasein). Pero la
analítica del Sein-zum-Tode (ser-para-la-muerte) que Heidegger expone en
Ser y tiempo es indiferente al otro. Levinas ya lo criticará con fuerza, y
Semprún también. A Heidegger solo le preocupa la muerte del Dasein.
En cambio, Semprún vive en Buchenwald la muerte de sus
compañeros, especialmente la de su maestro Maurice Halbwachs; no se
“limita a asistir a ella”, como diría Heidegger. La vive en su propio cuerpo,
literalmente. Merece la pena atender a sus propias palabras:
Semana tras semana había yo contemplado cómo surgía, como
florecía en sus ojos el aura oscura de la muerte. Compartíamos eso,
esa certeza, como un mendrugo de pan. Compartíamos esa muerte que
crecía, ensombreciendo su mirada, como un mendrugo de pan: signo
de fraternidad. Como se comparte la vida que a uno le queda. La
muerte, un mendrugo de pan, una especie de fraternidad. Nos
concernía a todos, era la sustancia de nuestras relaciones. No éramos
otra cosa más que eso, nada más —nada menos, tampoco— que esa
muerte que crecía. La única diferencia entre nosotros era el tiempo
que nos separaba de ella, la distancia todavía por recorrer (Semprún,
1995, p. 30).
Lo que Semprún recuerda no es haber “asistido” a la muerte de su
maestro, sino haberla “vivido”; algo que Heidegger nunca fue capaz de
comprender. La escritura o la vida es un torpedo en la línea de flotación de
Ser y tiempo. Escribe Semprún: “Una especie de tristeza física se había
apoderado de mí. Me hundí en esa tristeza de mi cuerpo. En ese
desasosiego carnal, que me volvía inhabitable para mí mismo. El tiempo
pasó. Halbwachs estaba muerto. Yo había vivido la muerte de Halbwachs”
(1995, p. 57).
Es verdad que no hace falta haber estado en un campo de
concentración para haber vivido la experiencia del mal. Pero el campo, el
Lager, aporta algo más:
Lo esencial —digo al teniente Rosenfeld— es la experiencia del
Mal. Ciertamente, esta experiencia puede tenerse en todas partes… No
hacen ninguna falta los campos de concentración para conocer el Mal.
Pero aquí, esta experiencia habrá sido crucial, y masiva, lo habrá
invadido todo, lo habrá devorado todo… Es la experiencia del Mal
radical (Semprún, 1995, p. 103).
No se puede, ni se debe, identificar el mal con lo inhumano. Al
contrario, es su condición de posibilidad. No hay humanidad si no existe la
posibilidad del mal. El mal es, en el hombre, una posibilidad vital, la
posibilidad vital. Y Semprún insiste una y otra vez: es esa posibilidad, esa
experiencia del mal y de la muerte, la que uno ha vivido en el Lager. No se
ha “asistido” a la muerte, no, de ningún modo, de ninguna de las maneras.
Se ha vivido la muerte (Semprún 1995: 104). En este sentido Semprún
propone “variar” el famoso verso de Paul Celan que encontramos en su
poema Fuga de muerte (Todesfuge): “La muerte es un maestro de
Alemania” (Der Tod ist ein Meister aus Deutschland) por otro: “La muerte
es un maestro de la humanidad’. Esta es la fórmula más apropiada
‘porque subrayaría la permanente posibilidad humana de optar a favor de
la muerte, de la opresión y de la servidumbre, en contra de la vida de la
libertad: la libertad de la vida” (Semprún, 2006, p. 153).
Para poder comprender qué es el mal y qué es la muerte, qué es el mal
y la muerte en un campo de concentración, en un Lager, no es suficiente
con tener documentos. Es más, los documentos dicen verdades, pero no
expresan la verdad esencial, la más importante. Para llegar a ella es
necesario el artificio, el relato, la poesía, el arte.
Y luego habrá documentos… Más tarde, los historiadores
recogerán, recopilarán, analizarán unos y otros: harán con todo ello
obras muy eruditas… Todo se dirá, constará en ellas… Todo será
verdad… salvo que faltará la verdad esencial, aquella que jamás
ninguna reconstrucción histórica podrá alcanzar, por perfecta
yomnicomprensiva que sea (Semprún, 1995, p. 141).
No es suficiente con los documentos, es necesario que alguien narre el
horror. La verdad de los poetas, de los novelistas, es precisa. Por eso
exclama Semprún: ‘¡Necesitamos un Dostoievski!’ (Semprún, 1995, p.
144).
La memoria nos devuelve la palabra de los ausentes, el sufrimiento de
las víctimas. Nadie podrá hablar “en nombre de otro”, en nombre del que
entró en la cámara de gas y se convirtió en humo y cenizas, pero su voz
está presente en el intersticio de las palabras de los supervivientes. Estas
palabras, estos recuerdos son recuerdos del mal absoluto, del mal humano.
No deberíamos olvidar algo decisivo; que el mal no es la ausencia de
humanidad sino su posibilidad. No hay humanidad sin posibilidad del mal:
“En Buchenwald, los SS, los Kapos, los soplones, los torturadores sádicos,
formaban parte de la especie humana al mismo título que los mejores, los
más puros de nosotros, de entre las víctimas” (Semprún, 1995, pp. 180-
181). La memoria nos recuerda que el mal no es algo que “ya pasó”, sino
que sigue presente. El mal es una presencia inquietante. El mal humano
posee (in)finitas máscaras, algunas muy evidentes, otras que surgen de
forma disimulada, pero todas ellas tienen algo en común: son expresiones
de la condición humana.
El recuerdo del mal no es garantía de que el horror no vuelva a
repetirse, porque nada ni nadie puede garantizar algo así. De hecho, la
repetición del horror es una posibilidad que no podrá exorcizarse. Incluso
la memoria del mal puede ser portadora de un mal mayor: la venganza.
Jorge Semprún se ocupa de esta cuestión en su novela Veinte años y un día.
El 18 de julio de 1936 los campesinos de una finca de la provincia de
Toledo, al enterarse del alzamiento militar, habían matado a uno de los
dueños, al más joven de los hermanos, a José María. Desde entonces, cada
año, en esta fecha, los hermanos supervivientes realizan una ceremonia
expiatoria en las que se repite teatralmente lo sucedido:
Así, al perpetuar aquel recuerdo, los campesinos perpetuaban su
condición no solo de vencidos sino también de asesinos. O de hijos,
parientes, descendientes de asesinos. Perpetuaban la insufrible razón de su
derrota, su reducción a la condición de vencidos. En suma, aquella
ceremonia expiatoria —a la que solían asistir algunas de las autoridades de
la provincia, civiles y eclesiásticas— ayudaban a sacralizar el orden social
que los campesinos, temerariamente sin duda —temerosamente también,
como puede suponerse— habían creído destruir en 1936 asesinando al
dueño de la finca (Semprún, 2003, p. 16).
Pero Veinte años y un día no cuenta solamente esto, sino también el
deseo de la viuda, Doña Mercedes, de finalizar con este auto sacramental.
Después de veinte años es necesario enterrar de una vez a los muertos. El
asesino de José María acaba de morir en la cárcel, y es deseo de Doña
Mercedes que su cuerpo descanse junto al de su marido. En este caso, nos
encontramos con la memoria, con el recuerdo y el olvido voluntarios. No se
podrá olvidar, es cierto, pero sí podrá dejar de conmemorarse. Porque
conmemorar es perpetuar la condición de víctima y verdugo, no solamente
en aquéllos que fueron directamente responsables de lo sucedido, sino
también en sus descendientes.
La memoria, sea la voluntaria o la involuntaria, siempre es ambigua.
Es capaz de lo mejor y de lo peor. La memoria es un riesgo. Ciertamente es
un riesgo, pero los riesgos hay que correrlos. Como seres finitos no nos
queda más remedio que aceptar que el riesgo es consustancial a la vida. En
ocasiones sería preferible olvidar, pero es algo que no podemos controlar a
voluntad. A veces, muchas veces, sucede sin querer. Sabemos por Proust y
por Joyce que la memoria es involuntaria, que la memoria es un
acontecimiento, que la memoria sucede sin que podamos evitarlo.
Recordamos y olvidamos sin querer. Y el recuerdo nos devuelve a la
infancia, a la ausencia, al horror, a las víctimas.
Telón: gramática del mal
Lo más terrible de los SS es que eran “personas normales”. Esta es la
conclusión a la que Primo Levi llega al final de Si esto es un hombre:
Hay que recordar que estos fieles, y entre ellos también los
diligentes ejecutores de órdenes inhumanas, no eran esbirros natos, no
eran (salvo pocas excepciones) monstruos: eran gente cualquiera. Los
monstruos existen pero son demasiado pocos para ser realmente
peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios
listos a creer y obedecer sin rechistar (Levi 1995: 209).
Si los responsables de la “Solución Final” hubieran sido monstruos
sería más fácil defenderse de ellos. Igual que Primo Levi, también Hannah
Arendt habló de Adolf Eichmann, el teniente coronel de las SS, como
alguien “normal”. Escribe Arendt:
Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que
hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron
pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y
terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras
instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad
resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por
cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente —tal como los
acusados y sus defensores dijeron hasta la saciedad, en Nuremberg—,
que en realidad merece la calificación de hostis generis humani,
comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir
que realiza actos de maldad (1999, p. 417).
Propongo dejar de pensar el mal al modo metafísico, como ausencia
de bien, y hacerlo al modo antropológico, esto es, como insensibilidad
frente al sufrimiento del otro, —sea o no humano—. Eso es el mal. No hay
que darle más vueltas. O quizá, precisamente por eso, hay que darle
muchas más vueltas. La insensibilidad, el sufrimiento y la alteridad son las
tres palabras que configuran la (¿moderna?) gramática del mal. Y no hace
falta pensar en el Diablo para comprender quién es capaz de habitar en esta
gramática. No es necesario —aunque esto no significa que no debamos
hacerlo— pensar en la guerra, en las torturas, en las masacres para
comprender el mal. Como sucede en la película Amén de Costa-Gavras,
hay que imaginarse a alguien contemplando —impasible— el sufrimiento
de otro y, después, ser capaz de justificarlo. Eso es el mal: la indiferencia y
la crueldad legitimadas bajo el paraguas del deber, de un “imperativo
categórico”:
Las cosas eran tal como eran, así era la nueva ley común, basada
en las órdenes del Führer; cualquier cosa que Eichmann hiciera la
hacía, al menos así lo creía, en su condición de ciudadano fiel
cumplidor de la ley. Tal como dijo una y otra vez a la policía y al
tribunal, él cumplía con su deber; no solo obedecía órdenes, sino que
también obedecía la ley (Arendt, 1999, p. 205).
Como en El proceso o en El castillo, de Kafka, el mal no es diabólico
sino ordinario; se encuentra en la vida cotidiana de las redes sociales, en
Facebook y en Twitter. No comprenderemos la actual gramática del mal si
lo contemplamos con las lentes del Triunfo de la Muerte de Brueghel. Es
necesario cambiar de registro. El mal es la indiferencia que habita entre los
“amigos” de la red tecnológica, es la “vigilancia” a la que los usuarios de
las redes se someten gustosamente.
En contra de los que muchos piensan, la tecnología no es un
instrumento sino una lógica, un sistema, una forma de vida centrada en
algunos principios incuestionables, especialmente el de la velocidad
(Kundera, 2005). En este sistema social, la indiferencia de lo que le sucede
al otro, o a “determinados otros”, domina ampliamente. Por ello, ya va
siendo hora de cambiar de perspectiva porque, a diferencia de lo que la
filosofía metafísica ha sostenido a lo largo de su historia, no hay que pensar
el mal como una ausencia de bien. El mal, bajo la máscara de la
indiferencia y de la crueldad, anda a sus anchas por todas partes, es
extensivo al sistema tecnológico, a su marco político, social y, sobre todo,
moral.
Quizá la memoria pueda ayudarnos a detectar el mal, o quizá no.
Imposible saberlo. La ambivalencia de la memoria es, al mismo tiempo, su
grandeza y su miseria. En ella hallamos lo mejor y lo peor: puede ser, como
reclamaba Theodor W. Adorno, un antídoto contra el mal, un antídoto para
que el horror no se repita (Adorno 1992; 1993), por un lado, o la fuente de
la venganza, por otro. Por eso es necesario tener muy presente la
advertencia del sociólogo Zygmunt Bauman: “Los recuerdos pueden servir
al mal tan aplicada y eficazmente como querríamos que sirvieran a la
causa de la mejora y al aprendizaje a partir de los errores” (Bauman &
Donskis, 2015, p. 49).
Por mi parte, desde hace muchos años me ocupo de leer y estudiar en
detalle los relatos de los supervivientes de los campos de concentración —
especialmente de los nazis—. Como hemos visto en el caso de Jorge
Semprún, también muchos republicanos españoles murieron en ellos,
especialmente en uno situado en Austria: Mauthausen. Después de todas
estas lecturas estoy convencido de que la Shoá no fue el fracaso de la
civilización, sino su punto más álgido. Esto es lo que la hace terrible. La
Shoá es una de las consecuencias (perversas) de la modernidad ilustrada.
‘Auschwitz’ es la expresión de la racionalidad del mal. Escribe, en este
sentido, Bauman:
Lo que nos puede enseñar la historia de Eichmann es otra cosa: la
racionalidad del mal. Podemos aprender que el mal es tan
impecablemente racional como la bondad. El pensamiento
lógicamente correcto, sujeto y sensible a todas las reglas de la
racionalidad, se desvela impotente en sí mismo cuando debe evitar los
hechos del mal en su propio terreno. De hecho, se puede convertir en
el dispositivo más eficaz del mal (Bauman, 2002, p. 82).
La tesis con la que voy a terminar este ensayo está clara: la ética
necesita pasar la “prueba de Auschwitz”. Hoy ya no nos hace falta una
ethica ‘more geometrico’ demonstrata sino una ethica ‘more Auschwitz’
demonstrata (Agamben, 2000, p. 10). Una ética more Auschwitz es una
ética que no nace de la idea del bien sino de la experiencia del mal, de la
experiencia histórica del mal, del sufrimiento de las víctimas. De ahí que
esta ética vaya de la mano de la memoria, de la palabra de los ausentes.
Una ética de la memoria no puede identificarse con una moral del
“deber de recordar”. No voy a entrar en detalle en esta cuestión,
ciertamente difícil por su ambivalencia. Bastará con decir que, a diferencia
de la moral, la ética no trata de deberes sino de deseos. La moral se ocupa
del ‘deber’, la ética del ‘deseo’. Frente a una moral del recuerdo una ética
de la memoria sería, parafraseando a Max Horkheimer, una ética en la que
“ni el mal ni la muerte tengan la última palabra”, en la que “el verdugo no
triunfe definitivamente sobre la víctima inocente” (Horkheimer, 2000, p.
169).
El director Michael Haneke realizó en el año 1997 la primera versión
de su película Funny Games. Diez años después, él mismo filmará una
nueva versión, con actores americanos, prácticamente idéntica a la
alemana. Funny Games narra la historia de una familia secuestrada por dos
jóvenes durante una noche en una casa de campo junto a un lago. No
contaré aquí más de la historia. Lo interesante es el objetivo que persigue
su director. Haneke ha repetido en muchas entrevistas que a él no le
interesa la violencia sino su representación. De lo que trata su cine, y en
especial El vídeo de Benny y Funny Games, es de la representación de la
violencia. Pero también hay otra cuestión en sus películas: la indiferencia al
sufrimiento de los demás. Peter y Paul, así se llaman los jóvenes
“psicópatas”, ejercen una violencia “divertida”, sin motivo alguno, para
comprobar simplemente lo que se siente. El espectador asiste impasible a
un juego de horror. No hay en ellos compasión alguna. Se trata de sentir
emociones, nada más.
Vivimos en una realidad “adiaforizada". Siguiendo a Bauman y a
Donskis, diría que ‘adiaforización’ no quiere decir ‘sin importancia’ sino
‘irrelevante’ o, mejor todavía, ‘indiferente’ (Bauman & Donskis, 2015, p.
57). Lo que hay en las sociedades tecnológicas neoliberales no es tanto una
crisis de justicia, cuanto una crisis de confianza, de comunicación y
compasión. En el fondo, toda gramática, incluso las gramáticas morales,
funcionan según lógicas de la crueldad. Esto significa que las gramáticas
crean mecanismos legitimadores de la indiferencia hacia el sufrimiento de
determinados seres. Las instituciones educativas (la familia, la escuela, las
iglesias, los medios de comunicación) se encargan de enseñar a los recién
llegados que hay vidas que no merecen la pena ser lloradas. Ese es el mal
que el sistema tecnológico neoliberal no solamente no ha eliminado, sino
que ha desarrollado de forma perversa. Esa es una de las consecuencias
perversas de la modernidad.
Así pues, sostengo grosso modo que el mal, en una gramática
tecnológica, es la indiferencia, y la indiferencia va ligada a la ‘sustitución.
En la “sociedad-red” todos somos (y debemos ser) sustituibles. Y si alguien
no lo es, entonces, como dijo hace muchos años Bertold Brecht, es que
algo está tramando (Brecht, 1979, p. 137). Si alguien no es sustituible, es
sospechoso de inmediato. Esta lógica es perfectamente aplicable a la
educación, en especial a la educación superior (o universitaria). Cualquiera
puede hablar de cualquier cosa, cualquiera puede pasar un power point,
cualquiera puede… Las clases han dejado de estar firmadas, los profesores
tienen técnicas pero no estilo.
En la sociedad tecnológica ha desaparecido la privacidad. El “Big
Brother” de Orwell tiene ahora una “cara amable” (Han, 2014). Parece que
uno ya “ama” a ese “Gran Hermano”, por eso entrega gustoso a la red todos
sus secretos. Pero hay más. No solamente ha desaparecido la “esfera
privada”, sino también, y lo que es más grave, el ámbito íntimo. Esa
intimidad, que con tanto acierto desarrolló el filosófico alemán Peter
Sloterdijk en el volumen primero de su trilogía Esferas (2003), es lo que
está amenazada en la gramática moral de los sistemas sociales
tecnológicos.
En todo caso, una ética de la memoria, como la que, en líneas
generales, se ha dibujado en este ensayo, no puede dejar de ir de la mano de
una “pedagogía poética”. ¿Por qué? Simplemente porque —para decirlo
con palabras de la filósofa española María Zambrano:
Lo más irrenunciable para la poesía es el dolor y el sentimiento.
Por eso la poesía mantiene la memoria de nuestras desgracias. Y
todavía más, nos hace simpatizar con aquello que nos hemos
prohibido, con todo lo que hemos arrojado de nuestra alma, con las
pasiones cuya tiranía nos había liberado la razón (Zambrano, 2015, p.
707).
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