taller lima sab dom

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MATERIAL DE LECTURA En las siguientes páginas compilamos todas las historias que recibimos de los participantes del 2º Taller de Anécdotas de Lima. Unificamos sintaxis y ortografía, recortamos a 600 palabras aquellas que se extendían, pero no hicimos cambios de estilo ni redacción. Durante el curso trabajaremos sobre este material, que deberán traer impreso.

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MATERIAL DE LECTURA En las siguientes páginas compilamos todas las historias que recibimos de los participantes del 2º Taller de Anécdotas de Lima. Unificamos sintaxis y ortografía, recortamos a 600 palabras aquellas que se extendían, pero no hicimos cambios de estilo ni redacción. Durante el curso trabajaremos sobre este material, que deberán traer impreso.

LISTADO DE PARTICIPANTES, POR ORDEN ALFABÉTICO!

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Alberto Raiser PatiñoCallao, 1958

Carlos Fuller MaúrtuaLima, 1980

Carlos Portugal FloresLima, 1991

Carolina De AndreaMadrid, 1977

Christian José IpanaquéLima, 1989

Dánae RivadeneyraCallao, 1988

Eduardo CornejoLima, 1983

Gloria Ziegler Buenos Aires, 1985

Guido LombardiTacna, 1949

Hans Ruhr BarnatánLima, 1983

Hildegard WillerLima, 1964

Javier Martín WongLima, 1989

Juan Pablo LeónLima, 1986

Juliane HernándezLima, 1986

Laura ZafersonLima, 1981

Manolo BonillaLima, 1985

Manuel CárdenasLima, 1984

María Inés ChingChiclayo, 1985

María PeaseCallao, 1969

Matías MancusoBuenos Aires, 1978

Mauricio LombardiLima, 1983

Mildred Altez BrennerLima, 1976

Paloma ReañoLima, 1984

Rafael Serna MartínezLima, 1976

Ricardo Ayala RojasLima, 1968

Ricardo GomezLima, 1969

Roy Palomino CarrilloAyacucho, 1989

Úrsula León CastilloLima, 1978

Verónica G. CubaLima, 1984

ÍNDICE DE ANÉCDOTAS (*)EL DOCUMENTAL DEL DUELO 4 .............................................................................................EN EL HOTEL CON LA FARAONA 5 .........................................................................................LOS INDESTRUCTIBLES EN EL MAR 6 ....................................................................................LA BÚSQUEDA DE LA BELLEZA 7 ...........................................................................................UN BOLIVIANO CALLADO AL FONDO 8 ..................................................................................LA TARDE QUE MATÉ A MI MADRE 9 ......................................................................................EL LORO CABEZA AZUL 10 .....................................................................................................EN BUSCA DE LA JIRAFA 11 ...................................................................................................RITUALES PASADOS POR AGUA 12 .......................................................................................LOS SÍNTOMAS DEL CAFÉ 13 .................................................................................................CHARLA CON ESTRELLA PORNO 14 ......................................................................................LA DEFENSA VIETNAMITA 15 ..................................................................................................DELINCUENTES MORDEDORES 16 ........................................................................................EL COMPONEDOR DE HORÓSCOPOS 17 ..............................................................................TRES HISTORIAS DE MI NANA 18 ...........................................................................................LA LIQUIDACIÓN Y LA POLICÍA 19 ..........................................................................................TRES NOVIAS ENCERRADAS 20 .............................................................................................CHAVISTAS VERSUS ESCUÁLIDOS 21 ....................................................................................EL CUADRO DE NANO SÁNCHEZ 22 ......................................................................................SOLO TE QUIERO HABLAR DE CARMEN 23 ...........................................................................IDA Y VUELTA DEL GLOBITO AZUL 24 ....................................................................................EL DISCURSO DE TOLEDO 25 ................................................................................................LA RISA EN MEDIO DE ROBO 26 .............................................................................................EL GALLINAZO EN EL PARTIDO 27 .........................................................................................GÓTICAS EN UN BAR DE CUMBIA 28 .....................................................................................EL SILBIDO DEL TUNCHE 29 ...................................................................................................LA RELIGIÓN DE LA PEREZOSA 30 .........................................................................................MI ODIO PARA COLOMBIA 31 .................................................................................................COSAS PERDIDAS EN EL DESIERTO 32.................................................................................

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(*) Las anécdotas están listadas por su orden de llegada, y no se corresponden con el orden alfabético de participantes de la página dos. Está todo mezclado a propósito. Que las disfruten.

EL DOCUMENTAL DEL DUELO!Cuando se muere alguien muy cercano, pero muy cercano, ese momento se queda pegado en tu memoria como una suerte de película con todos los pequeños detalles. Es una película rara, extraña, como que los actores corren a una velocidad normal, pero tú, el director que se encuentra detrás de cámara, ve todo en una cámara lenta increíble, como que tu cerebro trata de guardar uno y cada uno de esas cosas que están sucediendo alrededor. Lo que hace el personaje que está delante de cámara y en foco, y también el que esta atrás y es solo un extra. Es raro también porque tú eres ese director detrás de cámara pero también eres la estrella principal de la película, y ves todo con una cámara subjetiva, más bien con dos: tus ojos. Esto solo lo pueden entender quienes han perdido a alguien muy cercano. A mí me sucedió. Ya a una cierta edad uno sabe que esas personas cercanas van a morir, pero este no era el caso; me agarró de sorpresa, sin esperarlo para nada. Cuando recibí el llamado y me dijeron que se había descompuesto y estaba internado en el hospital, en ese mismo momento supe dos cosas: que ya había muerto, y que en mi cabeza había sonado la claqueta que daba inicio a la primera y única toma de la película. Cada uno de esos instantes están grabado a fuego en esta memoria interna que cada persona tiene. Dónde estaba, qué estaba haciendo, quién era la persona que estaba conmigo, cómo dejé de hacer todo para conducir mi carro, cuál era ese camino que se hizo mucho más largo que de costumbre. Esta cámara lenta increíble deja todo grabado, con cada detalle. Ese camino en su mágico y eterno viaje me llevó a preguntarme qué sucedió, por qué, cuándo, cómo sucedió. Pero solo había una certeza: aquel ser cercano ya no estaba más. Lo sabía, lo sentía, lo tenía muy claro y nadie me lo había dicho, no era necesario decírmelo, eso estaba escrito de antemano en mi película, era la única parte del guion que estaba clara, que no iba a modificarse. Mi película seguía rodando en esa velocidad deforme y extraña de cámara lenta con tiempo real. Al llegar al hospital vi mucha gente, vi caras conocidas y vi muchas caras por primera vez. Todas ellas no serán desconocidas para mí nunca más, cada una de sus expresiones, cada uno de sus gestos, cada diminuto movimiento que hicieron. Y llegó, llegó el momento, necesitamos el impacto, el punto alto de la historia, el nudo, lo único que teníamos escrito en roca desde el principio, alguien me miró a los ojos, alguien miró a mi cámara y me dijo lo que yo ya sabía: «murió», y justo después de eso muchas de esas caras, hasta ese momento desconocidas, se comenzaron a acercar, a decir cuanto lo sentían, qué gran ser humano era, cuánto lo vamos a extrañar, cómo sucedió todo y que nada se pudo hacer. Traté de correr pero no pude, quería irme, no quería terminar de escuchar, quería volver a mi vida antes de ese llamado, a mi tiempo normal de mirar las cosas, cuando yo y el resto del mundo corríamos a una misma velocidad y no necesitaba guardar cada pequeño detalle en mi memoria. Supe que no lo iba a poder hacer, esa película era real y necesitaba completarla para poder verla una y otra vez, para poder cerrar ese momento, para fijarlo para siempre. ★!

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EN EL HOTEL CON LA FARAONA!Esta historia inicia en la puerta de un hotel llamado El Faraón y termina en una cama. Ella, la Faraona, está parada al frente, y va más de una hora a mi lado. Es madrugada y yo voy tanteando acercarme mientras conversamos. Mi objetivo es poder subir hasta su habitación. Hoy es el primer día que hemos hablado y su último día en la ciudad. Antes estuvimos tomando en el after de un taller de literatura (de esos a los que se asiste para ligar) y me pidió que la acompañara hasta su hotel. «Me da miedo ir sola«, dijo en el bar con la cerveza en la mano y sonriéndome. No lo pensé mucho y ya estábamos en el taxi camino a su hotel en Miraflores. En el auto me acerqué, pero no tanto, aún dudando de hacer un movimiento. Ella era rubia de ojos negros y pelo lacio, cuerpo de niña desarrollada y miradita juguetona. En resumen, y contrariando las teorías literarias de no adjetivar, era jodidamente hermosa. Aparentaba un poco más de veinticinco. Noté que no tenía ningún anillo mientras me daba un par de monedas para el taxi. De camino a su hotel, por una callecita, sentí que lamentablemente ya no estábamos tan borrachos, el efecto del alcohol se había pasado en la conversación del taxi. Al llegar a la puerta empecé a dudar del movimiento. La jugada que construía mentalmente sin poder realizar, involucraba un acercamiento violento y decidido, como en las películas. Pero ciertamente yo no me sentía un DiCaprio, así que seguí alargando la conversación. Hablamos de libros, cine, música; pastruladas compartidas que a cierta hora de la noche podrían sonarle interesantes. Fue entonces que empezó a jugar con que adivine su edad. Me decía que probara en acertar los años. Veinticinco. No. Veintiocho. No. Veinticuatro. No. «Tengo cuarenta y ocho«, dijo, y soltó una risa nerviosa. La miré de arriba abajo, como quien revisa para ver si un billete es falso. Era imposible: ella era mayor que mi vieja. Aún, por supuesto, y con muchas más ganas, me la quería levantar. El problema era: «¿Cuál sería la jugada correcta ante una mujer mayor?» Ella era argentina, y esta era su última noche en Lima. Mientras me hablaba de una historia que publicó, solo pensé en el día en que Perú perdía cualquier posibilidad de clasificación en la eliminatoria ante la selección de Messi y yo veía el partido en el hospital acompañando a mi abuelo. Antes del gol de Palermo, un delantero peruano falló un remate ante el arquero, según los comentaristas, por haberla pensado demasiado. Esa noche, frente a la Faraona, a mí también me pesó la camiseta. Mi celular sonó y era mi viejo puteando por la hora, ya había pasado horas al frente de su hotel y nos habíamos despedido cuatro veces: abrazo, beso en el cachete, sonrisitas. Era raro: pensé en contarle la situación a mi viejo que renegaba por el WhatsApp. Quizás comprendería la demora si le decía que quería ligarme a una mujer de la edad de su esposa. Entonces, a la quinta despedida, ella decidió entrar al hotel. Alcé la mano para decirle adiós y caminé por la callecita con la cabeza abajo hasta tomar taxi; llegué a mi cuarto y caí sin quitarme la ropa sobre la cama, como en un suspiro de derrotado. Me saqué el pene y me metí cuatro pajazos seguidos. Al finalizar el último, de mi bolsillo, cayó una monedita pequeña de veinticinco centavos argentinos rodando sobre el edredón. ★!

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LOS INDESTRUCTIBLES EN EL MAR!“Mujeres, ustedes están ante Los Indestructibles”, les dije. La del tatuaje rió. La otra, la boliviana, no hizo un gesto. “¿Qué tanto pueden hacer Los Indestructibles?”, preguntó. Entonces Ramiro dio la vuelta y señaló hacia los botes pesqueros. “A que nadamos hasta uno de esos botes”. Lo dijo emocionado, parecía tener verdaderas ganas de meterse al mar. Ya las habíamos traído de la discoteca a la playa, iban a tirar con nosotros. ¿Qué más quería demostrar? No saben la joya que había sido Ramiro en su tiempo. Mientras nosotros estudiábamos en universidades, él entrenaba para ser tenista profesional. Las mujeres lo escuchaban decir “soy tenista” y se lanzaban encima. Entonces se dejaba el pelo largo, hasta los hombros. Luego se le cayó todo ese pelo. Comenzó a dejarlo crecer por un lado de la cabeza y lo peinaba hasta el otro. Se veía horrible. Lo del tenis no llegó a mucho. Todas las mañanas yo leía el diario esperando encontrar algún triunfo suyo, pero nada. Lo hizo hasta los veinticuatro años. Luego comenzó una carrera corta en un instituto de cocina. Ramiro estaba un poco fregado. Pero esa noche todo era distinto. Teníamos media botella de pisco, un troncho más. Yo ya llevaba cuatro chilcanos encima, medio wiro y estaba abordado por esa confraternidad que llega a partir de las cinco de la madrugada. Me emocioné con la idea: “Si llegamos, ustedes se toman lo que queda de pisco”, dije. La boliviana sonrió por primera vez en toda la noche. “Atracamos”, dijo. “Vayan a nadar”. En la arena dejamos nuestros polos, los celulares, las billeteras, las zapatillas, los pantalones. Y ahí estábamos: dos huevonazos caminando en calzoncillos hacia la orilla. El cielo estaba de ese tono que separa la madrugada de la mañana, el mar oleaba despacio, el agua estaba tan helada que me dolían los dedos. Pero seguimos caminando hasta el límite máximo: el momento en que hay que meter los huevos al agua. “¡No sean maricones!”, gritó la boliviana, desde la orilla. Ramiro me miró. “Huevón, tengo que hacer esto”, me dijo. Yo le respondí: “Mi brother, somos Los Indestructibles, nada destruye a un indestructible”. Entonces nos zambullimos y salimos de nuevo a la superficie. “¡Conchatumadre!”, gritó Ramiro. “¡Hijas de puta!”, grité yo. Solo quedaba nadar. Eran unos treinta metros, no más. Ramiro braceaba vorazmente, con mucha técnica; como si estuviese en plena competencia de nado. Yo lo seguí desde atrás, por ratos me detenía sobre alguna piedra. Él llegó muy rápido: braceó cuarenta segundos sin parar. Tocó la cubierta del bote, subió a bordo con la fuerza de sus brazos y pude escuchar su grito: “¡Vamos carajo!”. Luego no lo volví a escuchar porque me zambullí y nadé el resto de trayecto que me quedaba. Subí a bordo entre drogado, mareado, congelado y emocionado. Comenzaba a amanecer. Ramiro estaba derrumbado sobre el bote, con los brazos sobre las piernas, los pelos fuera de su sitio y la pelada en evidencia. “¿Que fue, huevón?”, le pregunté. “¿Qué pasa?”. Entonces volteé hacia la orilla y vi que las chicas se habían ido. Dejaron nuestra ropa tirada y unos perros la olfateaban. Sentí rabia y volteé hacia Ramiro. Tenía la mirada más triste que yo haya visto en un hombre: parecía un niño que había perdido a su madre. Me senté a su lado y le di una palmada en la espalda. “Nada destruye a un indestructible, brother”, le dije. “Nada de nada”. Entonces, desde la orilla, un pescador gritó: “¡Salgan de mi bote, carajo!”, y tuvimos que meternos al agua de nuevo. ★!

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LA BÚSQUEDA DE LA BELLEZA!La belleza es una llave. La he buscado toda mi vida y lo sigo haciendo. Tal vez la encontré con ayuda profesional, pero vivió lo que dura un charco de agua bajo el sol de verano. Hace algunas semanas salté de la cama a la ducha y así acudí al trabajo: más desaliñada que de costumbre, con apariencia de “quiero que sea domingo para descansar”. Horas más tarde, dos guardias de seguridad no me dejaron ingresar a trabajar porque, según me dijeron, «no me conocían», pese a que casi cumpliré un año en este trabajo. Tal vez si me hubiese arreglado más habría podido pasar airosa hasta la oficina a la que iba. Ser bonita te abre las puertas de muchos lugares. Tus muchos grados académicos no sirven para alcanzar ese puesto que deseas rápidamente, si no eres alguien medianamente atractivo o que se sabe arreglar. Lo sabe la modelo que factura más que tu salario anual en un comercial de televisión de treinta segundos. Lo sabe quien ha visto a un amigo lograr el sueño americano, flechando a alguien por internet para obtener la nacionalidad. Lo sabemos chicas como yo, que nos hemos quedado esperando a que alguien nos saque a bailar en una fiesta y que, hasta ahora, seguimos sentadas. Cuando naces, nadie dice: “¡Qué talentoso es este bebé!”, sino: “¡Qué lindo es!”. Mucho más si eres una niña, porque si eres fea y no haces nada para disimularlo, deberás trabajar muy duro para que la sociedad se fije en tus otros talentos. Las chicas más populares son también las más guapas. Este es un poder con el que consiguen sus objetivos, a veces destrozando corazones y, otras tantas, ocupando las primeras planas de los medios de comunicación. Un profesor de la universidad me contó que uno de sus objetivos de vida era la búsqueda de la belleza. Tal vez porque la suya también le era esquiva. Y la atraía hacia él con la poesía, el arte y la escritura. Ya que no me dieron esa llave cuando nací, también hago mía esta búsqueda y es por eso me inscribí en este taller: para encontrar la belleza a través de la escritura. ★!

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UN BOLIVIANO CALLADO AL FONDO!Ese día había acompañado a un grupo de amigos. Militábamos en un colectivo de izquierda, e íbamos a una reunión en un de viejas casona del centro de Lima dónde funcionaba uno de los tantos decadentes sindicatos peruanos. Era una reunión sobre la lucha de las clases en la América Latina. En verdad nunca he sido de conocer gente famosa, ya que considero la fama como una cuestión efímera y casi incidental, pero entre tantos rostros venidos de todos lados, reconocí a uno que hacía noticia por esos años. Era pequeño, era relativamente callado y su contextura gruesa y angulosa saltó inmediatamente a la vista. En ese entonces, Evo Morales era la cabeza de los cocaleros bolivianos, en franca rebelión contra su gobierno, que ya había causado decenas de muertos y heridos en los años anteriores. Hasta cierto punto era un shock encontrar gente nativa en la dirigencia de los grupos de izquierda, por lo general monopolizada ya sea por mestizos o por individuos de origen europeo, como yo, que se habían alejado de los círculos aristocráticos y las clases pudientes. En todo caso, la reunión trató los temas de siempre: neoliberalismo, lucha popular, lucha de clases y básicamente todos los lugares comunes de siempre. Mucha gente habló, mucha gente bostezó, pero Evo seguía ahí, en un rincón, observando más que participando. Cuando el evento terminó, varias horas después, el lugar se distendió y la gente estuvo charlando informalmente. Mis amigos y yo aprovechamos y nos acercamos donde Evo, para saludarlo. El hombre era aún más sencillo de lo que aparentaba, incapaz de negar un saludo. Era muy solicitado también, porque era (como me enteré luego) una de las primeras veces que había salido de Bolivia y además recientemente le habían levantado la orden de captura. Pero Evo siguió en silencio gran parte del tiempo mientras los demás intercambiaban palabra tras palabra. Cuando hubo menos gente, pude acercarme y preguntarme en qué pensaba. Él, muy apaciguado, me dijo “me gusta ver la gente que se junta y trabaja” antes de darme la mano y despedirse. No hubo tiempo para más. Yo no sabía que este pequeño aimara llegaría a ser presidente de su país, a pesar de mucha gente que no lo quería. Nunca pensé que iba a ser considerado un líder. Porque, en ese momento, se comportó como un hombre más. ★!

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LA TARDE QUE MATÉ A MI MADRE!Maté a mi madre, o al menos eso creo, y no es una proclama de emancipación. Sucedió hace un par de años cuando vivíamos en un quinto piso. En ese pequeño departamento con techo de vidrio donde mi hermano, que llegó al día siguiente, pasó sus vacaciones durante tres semanas sin enterarse. Desde el año anterior, todas las conversaciones con mi madre se convertían en alboroto y discusiones a gritos que solo terminaban cuando, agotados, acudíamos a nuestro lugar común: culpar de todo a mi padre. Mi padre no murió, lo echamos, aunque esa es otra historia. Al año siguiente nos falta dinero, mi hermano viaja fuera de Perú y mi madre llora. Mi hermano encuentra trabajo, lo pierde y luego consigue dos a medio tiempo, duerme poco, ciertos días no come, aún así decide no volver, nos avisa por teléfono y mi madre llora aún más. Mi hermano enferma, se recupera y cambia de trabajo, conoce una chica, se casa, envía un video de la boda y mi madre llora. Tiene una hija, cambia de trabajo otra vez, comienza a estudiar, sube de peso, se acerca el primer cumpleaños de su hija, pide vacaciones, nos avisa por Skype que viene por tres semanas a finales de julio, mi madre llora de nuevo. Mientras se acerca la fecha, nuestras discusiones aumentan en frecuencia e intensidad. Un día antes de la llegada, el departamento aún tiene aspecto de caverna prehistórica y no el hospedaje para vacaciones familiares que planeamos. Mi madre grita, aparecen sus reproches. «Por qué no llamaste a tus primos para que ayuden», «cuándo vas a comprar la comida para la semana», «dónde está el auto para recogerlos». Prefiero ignorarla en silencio. Ella salta a otros temas. «Por qué no me acompañas a la iglesia», «por qué no te encargas de pagar los recibos de la casa», «dónde estuviste el fin de semana», «cuánto falta para que termines la universidad», «por qué no consigues un trabajo, eres igual a tu padre». Se acaba mi silencio. Respondo. Siempre me culpas de todo, nunca quiero volver a casa, odio tus quejas, cada día entiendo más a mi viejo, es tu culpa que ya no esté, también es tu culpa que mi hermano se fue lejos, pronto también me largo. Tiré una puerta y salí a caminar. Dejé a mi madre llorando. Bajé, salí del edificio, caminé un par de cuadras, di vuelta a una esquina y caminé otro par, llegué al puesto de periódicos, compré un par de cigarros, fumé uno en el camino de vuelta, entré al edificio, subí las escaleras, abrí la puerta, entré dispuesto a hacer las paces. Mi madre ya no lloraba. La encontré en su habitación, sobre la cama, con los ojos abiertos y el rostro lleno de lágrimas. Le tomé el pulso, cero. Tampoco respiraba. ¿Cuánto pasó desde que salí a caminar? Creo que envejecí algunos años el tiempo que me senté a su lado sin saber qué hacer. Hasta que oí susurros. Era mi madre llamando a la suya, la abuela que jamás conocí y ella vio solo hasta los cinco años. Mencionó una luz blanca. Cerró los ojos y comenzó a respirar profundo. Abrió los ojos otra vez y me pidió un vaso de agua. «Tibia, es invierno y no quiero estar enferma cuando llegue tu hermano». Fui a la cocina. Mientras hervía el agua llegó y esperó junto a la puerta. Me observaba. Preguntó si sucedía algo. Cuando se cansó de esperar alguna respuesta, me envió a comprar café. Maté a mi madre, al menos eso creo. Ella no lo recuerda. A veces consigo olvidarlo. ★!

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EL LORO CABEZA AZUL!Era noviembre cuando llegó. Lo recuerdo claramente porque ese día era el campeonato de mi colegio y mi salón había ganado a puro sudor el trofeo. Al llegar a mi casa me bañé rápidamente para salir a celebrar. Tenía que dejar la ropa sucia en el tercer piso porque si no mamá se enfadaría, pero como andaba con la hora hice una pequeña bola con mis ropas y la lancé desde el primer piso. Al volver por la noche, mi padre y mi madre me esperaban sentados en la cocina junto a mi hermana que estaba llorando. De pronto, mi madre me mostró el polo de mi hermana que estaba rosado. Yo no entendía lo que pasaba y no dije nada porque no sabía de qué se me acusaba. Estaba por preguntarlo cuando mi hermana gritó: «¡Por qué has puesto tu ropa interior en la batea en la que se remojaba mi polo!». ¿Yo?, pensé. Yo no hice nada. «¡Mira!», gritó mi hermana y le quitó el polo a mi madre y se puso a llorar con más fuerza. En ese momento entendí que no solo tenía puntería en los pies, pues yo había metido los goles en el campeonato, sino que también tenía puntería en las manos, porque esa pequeña bola de ropa que había lanzado desde el primer piso había caído exactamente en la batea en la que mi hermana remojaba su polo, y como mi calzoncillo era rojo, pues lo volví rosado. Las lágrimas de mi hermana, los ojos de mi madre y el silencio de mi padre querían un culpable, así que yo entregué mi cuello. Tres semanas sin salir fue mi guillotina. Al día siguiente, me levanté temprano para ayudar en la cocina, tal vez una buena conducta disminuiría el castigo. Estaba cortando los panes cuando mi hermana volvió a gritar. Todos subimos corriendo, en cada paso me ponía a pensar: ¿qué más hice, qué más hice? Recordé que hacía poco había cambiado su dólar de la suerte por uno falso, pero estaba seguro de que ella no se daría cuenta. Eso sí, de eso no me podían incriminar, no tenían pruebas. Cuando llegamos mi hermana estaba parada frente a su cuarto y miraba el piso con cierto temor. Mi madre agarró la escoba pensando que era una rata. Pero mi padre la detuvo y fue cuando todos vimos a un loro cabeza azul que estaba justo en la puerta de mi hermana. Ella, sin darse cuenta, lo había pisado y el loro le había picado los dedos. Lo adoptamos ese mismo día. Mi mamá le cortó las alas y le dio de comer. Poly estaba feliz. Lo llamamos así por la película. Nos volvimos compañeros inmediatamente. Comíamos pan juntos, veíamos la televisión y silbábamos todos los días. Con él aprendí que si un hombre y un ave comparten comida, el hombre contraerá salmonella de por vida. Fueron meses de una increíble amistad; Poly aprendió a decir mi nombre con una erre rasgada pero cariñosa, me silbaba cuando me veía llegar y estiraba su cabecita azul para que se la rascase. El día de mi cumpleaños gritó tres veces mi nombre antes de salir a cenar: “Rrrey, Rrrey, Rrrey”. Lo dejamos ahí, en su árbol de siempre. Al volver lo busqué para darle un poco de pan, pero no lo encontré. Rebuscamos por toda la casa, los cuartos, los baños, incluso en cada caja vacía o detrás de los maceteros, silbamos muchas veces, preguntamos a los vecinos, pero nada, nadie lo había visto. Ese día yo grité, grité tan fuerte que nadie me escuchó. ★!

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EN BUSCA DE LA JIRAFA!Esa mañana empezó como una más de las cotidianas jornadas en las que no hay una noticia espectacular que anime el panorama. Sin embargo eso pronto cambiaría. La llamada de una oyente a la radio informativa mas importante del país, dando cuenta de una jirafa deambulando por Chosica, zona este de Lima, nos sacó del letargo y nos puso rumbo a ese lugar donde la ciudad se transforma en campo. A bordo de la unidad móvil, que contaba con uno de los conductores mas avispados del medio, recorrimos la poco más de hora y media que tomaba llegar al punto. Pero de la oyente preocupada por un animal extraño a la fauna local, ni rastro. El móvil lo tenía apagado y el tema parecía ya una broma de mal gusto. No, eso no podía estar pasando. El día era ya bastante bajetón en noticias como para perder tiempo con una llamada boba. Recorrimos Chosica de arriba abajo, incomodamos a quien se nos cruzaba preguntándoles si habían visto una jirafa (se imaginan la cara de la gente). Y nada. Luego de hora y media, nada. Me costaba emprender el camino de regreso sin algo entre manos. Pero Benito, el conductor, insistió en una ultima pasada por la zona menos poblada y más rural de la ciudad. Bueno, quince minutos más echados al agua no eran ya gran cosa. De pronto se detiene, baja del auto y señala un punto algo alejado del camino. Yo lo sigo, aguzo la vista y, en efecto, algo había que alimentaba la esperanza de dar con nuestra presa. Un gato salvaje hubiera dado igual, necesitaba encontrar algún bicho. Nos acercamos un poco más y sí, en aquel lugar, entre la vegetación de esa amplia propiedad campestre, se escondía una jirafa grande, reposada, nada inquieta por nuestra presencia, que ocultaba su cabeza entre las copas de los árboles. Me detengo, llamo a mi central y pido que me enlacen en vivo, que tengo la nota, que estoy a punto de convertir un gol, ¡que me den pase ya! Y ocurrió. Me llamaron, me conectaron en vivo, y el director de la radio anuncia a la audiencia que la búsqueda ha dado resultados. Que el reportero que enviaron a cumplir una tarea improbable lo ha logrado: ¡Adelante! «Gracias Raúl, nos encontramos en efecto en Chosica, donde más temprano una oyente nos alertaba sobre la presencia de una jirafa. Y ahora la tenemos prácticamente frente a nosotros, entre los árboles a los que nos acercamos. Apenas unos quince metros nos separan de nuestro objetivo que es como la imaginan todos ustedes. Diez metros, cinco, la tenemos al alcance de la mano, la vamos a tocar…». Toc, toc toc... Toc, toc toc… «Sí Raul, amigos oyentes, es una jirafa de madera». Una jirafa de madera, abandonada por un circo viejo junto a otras bestias de utilería... No iba a arruinar mi safari. ★!

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RITUALES PASADOS POR AGUA!No hago rituales de año nuevo, más por miedo a creérmela que por no creer en algo. Este año me hizo dudar. A las cuatro de la mañana del primero de enero todo se llenó de agua. Del Thriller de Michael Jackson a Hombre al agua de Soda. La casa se estaba inundando y felizmente alguien detuvo la música ochentera. Muchos enrumbaron hacia la próxima fiesta, otros se quedaron tratando de enrumbar el agua hacia afuera de la casa. El lavatorio del baño estaba roto y yo no recordaba dónde estaba la llave para detener la salida del agua desde la pared. Recorrí la casa con lo que la celebración trunca por la adrenalina me permitía. Llamé a un gasfitero que vive cerca y me dijo dónde estaba la llave. La cerré. Hubo silencio y mi cabeza se llenó de citas citables: No conozco mi propia casa. A qué estoy prestando atención. No puedo detener el flujo del agua, de las cosas. No puedo controlarlo todo. Secamos el piso. Ya no bailamos. «Es como un ritual de limpieza profunda», pensé. Algo obligado, pero como para repensar cómo viene este año. De hecho, trajo y trajo bastante que fluyó con fuerza, pero no soy supersticiosa. ★!

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LOS SÍNTOMAS DEL CAFÉ!Diez síntomas y diez días. Uno por día, y acumulables. Esto es lo que produce la abstinencia de café, una apocalíptica experiencia que estoy viviendo actualmente. Voy en el cuarto día de síndrome y cada minuto es peor que el anterior. Me vi obligado a dejar el café después de que me diera un ataque de pánico el último sábado en una pastelería miraflorina, junto a mi mamá. Taquicardia, movimientos involuntarios de cabeza, ojos desorbitados. Ella pensó que ya era drogadicto, y el mesero pensó que se había metido un loco a asaltar el local. Nada de eso. Mi cuerpo había llegado a tal punto de asimilación de cafeína que estaba en el límite entre la euforia y la pérdida del control. Un límite que fue sobrepasado con la taza que tomé esa misma mañana. La decisión estaba tomada: esa iba a ser la última taza. Al día siguiente, cerca de las once de la mañana, aparecía el primero y más común de los síntomas de la abstinencia: el dolor de cabeza. Siempre amanezco con cefalea, pero un americano bien cargado era la solución. Ahora solo podía masajearme las sienes y resistir el dolor las dieciséis horas que restaban para que llegara la noche y pudiera dormir. Y esa noche dormí como un bebé, pero amanecí con el mismo dolor de cabeza, sumado a dos nuevos síntomas que no recordaba que existían: al abatimiento y la incapacidad para procesar información compleja. Decirle a tu director periodístico que te repita tres veces lo mismo es como firmar una carta de renuncia. Tuve que ir por la oficina con una libreta de mano anotando cualquier cosa que me dijeran, para regresar a mi escritorio y analizar palabra por palabra, como si estuviesen escritas en portugués. Día tres: salir de mi casa sin haber tomado café fue como tratar de caminar debajo del agua. Además de la somnolencia y el dolor muscular, aparecían también los síntomas gripales más comunes, otro grito de un cuerpo que reclama por un doble expreso color negro algarrobina. Hoy sufro uno de los peores días de mi proceso de limpieza. Si bien había leído que podía presentarse cierta sensación de irritabilidad emocional, esto ya es un extremo. No aguanto los televisores de la redacción, el humo del cigarro, los barullos, el tiempo de espera de descarga de un archivo, el celular, el olor a comida y el apuro de tener que escribir esta anécdota. Me aterra despertar mañana y vivir el siguiente síntoma: la depresión. ★!

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CHARLA CON ESTRELLA PORNO!«Vamos no seas tímida, somos mujeres. Tú también los tienes, aunque no tan grandes como los míos». Ninguna mujer a quien le haya hecho una entrevista antes me había dicho que le toque los pechos con libertad, solo para asegurar que decía la verdad sobre lo naturales que eran. La he tocado como quien intenta averiguar su tamaño, me he sonreído como una boba afirmando que lo que dice es cierto. Por momentos, me da miedo la confianza que le he generado. Temo que se dé cuenta de que, por momentos, también me intimida. Sofía es uno de esos personajes con quien uno se adorna mientras camina, es una rubia poderosa de cuerpo, de mirada penetrante y de sonrisa maliciosa, te mira como quien intenta adivinar lo que piensas. Es algo que ha hecho todo el tiempo con cada hombre, con cada mujer, con quien ha grabado alguna escena para sus películas triple equis. «Eres rusa pero no tienes nombre de rusa», enfatizo. «Ese es mi nombre: Sofía, Sofía Prada». Su R es como ella: sexy. Tiene un lenguaje sutil y lejano. Un hibrido entre ruso y español. Es cuidadosa cuando habla de los actores con quienes grabó, fingió, tal vez gozó orgasmos simultáneos, gemidos estremecedores y con quienes realizó todo tipo de piruetas en la cama, en el suelo, en el campo, en la parte más alta de un edificio. ¡Ahí, ahí! Donde se graba cine porno para gente que se masturba delante de la computadora o del televisor, para parejas que se motivan con verlas. «He grabado cincuenta películas con diferentes actores de todos los tamaños y calibres. Morenos, blancos, rubios, caucásicos, pero algo que destaco en todos ellos singularmente es el olor. ¿A ti qué te gusta?». Sofía comienza con sus preguntas. Percibo en su mirada un cuestionamiento. Creo que ya se dio cuenta de que mi rostro tiene algo de elocuencia y sus historias a medias me han despertado curiosidad. «Vamos, dime, qué te gusta... ¿Te gustan los chicos altos, blancos, morenos? Cuéntame. Ahora quiero escucharte. Cuentéame, ¿tienes novio?». «¿Por qué la curiosidad?, yo soy la que tengo que hacer la crónica». «No sé, me da curiosidad. Eres muy formal, muy elegante para tu edad. Tan jovencita, podrías explorar otras cosas. Mmmmm». Esa noche yo sabía que no iba a ser como cualquier noche, tal vez el jamás haber hablado de cosas tan íntimas con alguien me hacía dudar de darle respuesta a sus preguntas, que venían cargadas con cierta burla. Luego de algún tiempo me di cuenta que el respeto que le había mostrado a lo que hacía, habñia lograo que ella me respetara a mí. Sofía se sorprendía con detalles que yo, hasta ese momento, tomaba como algo cómico, mientras mostraba enfado por las torpezas que muchas veces comete un hombre en la intimidad. Y por momentos, sus manos se movían, explicando con cierta maestría y seriedad los juegos previos al acto sexual. Yo enrojecía mientras le prestaba atención. «¡Presta atención, querida! La mayoría de hombres no saben hacerlo. Piensan que a las mujeres no nos gusta el sexo anal porque es doloroso y hasta causa miedo, pero cuando tienes un maestro en la cama él te seduce, te enseña, para que esa cosita gorda y sabrosa te haga gritar de gusto y no de dolor. Hay ciertas cosas que a las mujeres nos gusta pero que pocos hombres conocen, la preparación es una de esas. Todos van a lo brutal cuando la preparación es un paso para asegurar el gozo. Si no qué crees que estoy haciendo ahora... Te estoy preparando, ¡preparando, mujer! ★!

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LA DEFENSA VIETNAMITA!En 1971, la facultad de Derecho de la Católica, tradicional bastión del conservadurismo estudiantil, había recibido por primera vez un contingente de estudiantes de izquierda —entre los que me contaba— cuya principal característica consistía en vestirse en contra de las normas: poncho y jeans en lugar de saco y corbata. No obstante, en algunas ocasiones realizábamos “acción política directa” y la guerra de Vietnam era siempre una buena excusa para expresar nuestras diferencias frente al papel de los EE.UU. en la región. Nuestro acto de homenaje al “glorioso pueblo vietnamita”, puede considerarse, visto en perspectiva, una acción más bien modesta, tanto por la participación poco numerosa sino también por lo moderado de nuestra actitud. Nos limitamos a vociferar algunas consignas y a pegar en las paredes de la facultad unos afiches un poco siniestros que reproducían el casco de un aviador norteamericano ocupado por una calavera simbolizando el destino de los “enemigos del pueblo”. Los representantes de la derecha reaccionaron, una vez más, mediante el uso de la fuerza y decidieron arrancar los afiches encabezados por Máximo C., famoso desde sus tiempos de escolar por su dominio de las artes marciales. Como yo había sido el responsable de la colocación de los carteles, me correspondía hacer frente al sabotaje y exigir la reposición del cartel arrancado. Ante mi exigencia Máximo se puso en guardia, entre burlón y desafiante, dispuesto a darme una demostración de sus habilidades de luchador. Naturalmente no le di opción y lo reté a pelear a solas, lejos de los compañeros (y sobre todo de las compañeras) proponiendo como lugar de encuentro la playa de La Herradura. Una cosa era impedir el atropello contra nuestro derecho a expresar libremente nuestras ideas y otra hacer el ridículo y, de paso, satisfacer los deseos narcisistas de un “enemigo de clase”. Máximo aceptó el desafío proponiendo como lugar alternativo la casa de sus padres. Su familia estaba de viaje —dijo— y eso nos permitiría tranquilidad y tiempo. Así pues el duelo quedó pactado, para dos horas después, a las tres en punto de la tarde, en el jardín de la residencia de los C., amplio y en principio solitario. No me extenderé en los detalles, pero lejos de imaginar que podía salir airoso de la pelea, me preparé para terminar lo menos malparado posible. Para conseguirlo acudí al consejo de un viejo amigo, también practicante de artes marciales, quién me dio uno solo pero excelente: mantenerme siempre en movimiento y lo más alejado de las extremidades del contrincante. Debería aprovechar sus lentos movimientos para golpear de modo ininterrumpido. Según él, eso sería suficiente para evitar que mi rival pudiera desplegar sus dotes de un modo eficaz. Lo que sucedió durante la pelea lo tengo todavía muy presente, aunque el episodio asume la forma de un sueño. Durante casi veinte minutos mantuve a Máximo a la distancia apropiada a punta de patadas y una movilidad constante. En aquel jardín desierto el karateca lucía un tanto sorprendido y algo patético, impedido por un muchachote vigoroso y tenaz. Pero, como dice la canción, “todo tiene su final, nada dura para siempre”. En un momento determinado, el exceso de confianza y de fatiga me llevaron a la quietud, bajé la guardia y lo dejé preparar su ataque con tranquilidad. Entonces mi adversario lanzó de repente ese rugido clásico de los karatecas, un grito feroz que me dejó paralizado un instante, lo suficiente para que se elevara por los aires en un prodigioso salto y me asestara, con su pie desnudo, un golpe en la cara que me dejó ensangrentado, con el tabique roto y fuera de combate. Todavía luzco con orgullo mi nariz torcida en defensa del pueblo de vietnamita. ★

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DELINCUENTES MORDEDORES!Mordidas de mi tiempo: las de Tyson, las de The Walking Dead, las de Luis Suárez y las de un infeliz de El Callao, que pensó que esa era la mejor manera de asaltarme. En Lima, donde cuatro de cada diez personas pueden relatar un asalto, él optó por lo inédito. Me mordió una mañana sin aguacero, en una avenida sin asfalto, en un distrito sin gracia. Cómo llegué hasta ese lugar no importa tanto. Había fumado, tras acompañar a Equis hasta su casa, y me había quedado dormido en el autobús. Cuando desperté, el cobrador seguía allí en la puerta, pero el paisaje que aparecía por las ventanas era el de El Barracón, lejos de mi destino. “Cruza la calle y toma el colectivo de regreso”, me dije. Al instante tres tipos se acercaron por la acera. No hay que ser muy perspicaz para interpretar la escena. Corrí hacia la izquierda y me cerraron el paso. Me debí ver como un jugador de rugby cuando traté de embestirlos. La colisión me restó velocidad y uno quiso hacerme trastabillar. Treinta segundos después, ya estaba maniatado. Dos me sujetaban de los brazos. Alguien gritó: “Tiene un iPhone en la mano”. El que tenía las manos libres entonces se dedicó a mi mano izquierda. Trataba de abrir mis dedos, de hincar sus uñas. Después empezó a morder mi antebrazo como si fuera una pieza de carne sin cocer. Resistí lo que pude, hasta que pensé que podría arrancar la piel como la de un pollo frito. Entonces solté el iPhone; lo recogió y salió a la carrera. Ahí empezó el delirio. El que me sujetaba fue el último en escapar. No eran ladrones dedicados a ejercitarse en el oficio porque lo alcancé a los pocos metros. Me arrojé sobre su espalda y empecé a golpear su cabeza contra el suelo. Si un vigilante no hubiera llegado creo que lo habría matado. Pensé que se había asomado para auxiliarme, que juntos iríamos a cazar a los malhechores, pero balanceaba una botella de cerveza vacía y me amenazaba con ella. Gritaba que debía largarme de su barrio. Si una camioneta de la policía no hubiera llegado creo que el guachimán habría reventado la botella en mi cráneo. Quizás se asustaron o les dio pereza; pero arrancaron sin importarles mi pie debajo de la llanta. Regresé a la acera inicial, el guachimán se había ido y un grupo de vecinos se acercó. Algunos me recomendaron escapar, porque los otros podían buscar venganza. Casi no pasaban taxis por la avenida. Uno del grupo ofreció llevarme y buscar un carro en la siguiente cuadra. Acepté. Mientras caminábamos, despotricó contra la delincuencia juvenil del barrio y declaró, muy orondo, que él se los hubiera bajado a plomazos. Lo miré y reconocí el arma en su cinto. Agradecí el gesto y me largué de ahí, de vuelta, a la vereda donde todo empezó. Les rogué a unas señoras que barrían la calle que detuvieran un taxi por mí. Al fin, me pude subir a un auto que me sacaría de allí. El conductor parecía más asustado que yo. Sugería ir a la comisaría o al hospital. Le dije que debíamos parar en una estación de servicio para cancelar mis tarjetas de crédito. Encontramos una a doscientos metros. Se estacionó, bajé y le dije que me esperara unos minutos. Cuando llegué al teléfono público, la moneda que tenía no servía. Volteé para decirle al taxista que me lleve más allá, pero ya se había ido. Me dejó solo en mi infierno personal. ★!

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EL COMPONEDOR DE HORÓSCOPOS!Me reía cuando caía en la cuenta de que alguien podría creer todo lo que escribo. Había ciertos moldes de los que procuraba no apartarme, como por ejemplo aplicar siempre una dosis de optimismo, aunque sea al final del párrafo, rascando la última oración. Eran doce pequeños recuentos de expectativas, titulados bajo la conjunción de estrellas con nombre propio. La alineación del sol y los designios astrales eran mi objetivo. Era la primera vez que trabajaba en un periódico y el editor había tenido la brillante idea de encargarme la tarea de surtir diariamente el horóscopo. Incluso se daba el trabajo de revisar mis augurios al final del día y solía compararlos con los de otros diarios. Mientras lo hacía, yo imaginaba cómo se reiría de mi cuando me daba la vuelta hacia la computadora. Desde el primer día las instrucciones estaban dadas. Había una prestigiosa revista anual que funcionaba como el oráculo mayor cuando del zodiaco se trataba. Al inicio era raro tomar en serio mi labor, pero con el transcurso de los días me empecé a divertir cuando encontré mi propio método de predicción del destino. Camino a la redacción o entre los pasillos de la universidad, dependiendo del día, miraba atento las primeras expresiones de la mañana y apuntaba adjetivos en la última página de mi cuaderno. Después de un mes ya había clasificado a mi familia, amigos, conocidos y hasta algunos profesores por signos. Los puntos de referencia más importantes eran aquellas personas que me habían manifestado que revisaban abiertamente los horóscopos “por curiosidad”. Cuando llegaba a la redacción invertía los ánimos para el día siguiente. Si te vi contento hago de tu nuevo día una suma de penas, si te vi amargado, hago una apología al buen humor, si te vi desatento, invoco a estar alerta a los sucesos a tu alrededor. Apenas terminaba mi labor pitonisa, me colaba en la sala de editores proponiendo titulares para las noticias. A veces tenía suerte y elegían mis proposiciones, con lo cual gané un poco más de respeto del que tenia siendo el practicante del horóscopo. Los martes y jueves tenía una clase en la noche y había procurado tener un permiso especial para retirarme de la redacción antes de las seis. Al cruzar la puerta, siempre cogía un ejemplar del día para revisar camino a la universidad. Ella también solía llegar tarde a las clases como yo, semanas después supe que trabajaba en un banco en el centro. Ella se sentaba en la última fila, justo en la carpeta más cercana a la puerta. Para mí, esa posición también era la más cómoda y siempre la alternaba con alguna contigua. Apenas ella tomaba su lugar, me pedía el periódico. Lo abría por el final, por la sección de Espectáculos y junto a ella habitaba mi orgullo. Aquella delgada franja que constituían mis profecías diarias. En varias ocasiones me di cuenta de la especial atención que le prestaba a las diminutas oraciones. Supe con los días que ella había nacido bajo el signo de Virgo y mientras tanto, cada vez que la veía, le alcanzaba el periódico con naturalidad, sin que ella me lo requiera. A partir de ese momento y hasta el final del año hice de Virgo el signo zodiacal más feliz. El último día de clases, con una amistad de pasillo, me sentí en la obligación de contarle las verdades del zodiaco. Entre risas me invito un café de dispensador y me pidió que le contara los pormenores de las artes del pronóstico cotidiano, los cuales revelé sin pudor. Ahora ya no la veo porque se trasladó a otra universidad, pero a veces me sorprende llamándome por teléfono para pedirme consejos que no sé dar. A veces me apresuro a buscar un periódico. ★!

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TRES HISTORIAS DE MI NANA!Recuerdo tres historias de mi nana. Era una mujer especial, lo sé, porque me han contado algunas otras. Pero hay tres que recuerdo yo mismo. Ella me llevaba los fines de semana a casa de un amigo que vivía en un condominio de casas enormes y lujosas. Yo arrastraba con un pabilo un camión del ejército. Entrábamos en la casa y ella se quedaba en la cocina, conversando, mientras yo jugaba con mi amigo, que tenía todos los juguetes del mundo. Recuerdo haber estado celoso de su colección de soldados. Yo no tenía ni siquiera uno que condujera el camión. Un día convencí a mi amigo de que, ante el ataque inminente del enemigo, sería mejor que todos sus soldados subieran al camión y escaparan. Al poco rato estaba en dirección a mi casa de nuevo, pero esta vez con un camión lleno de soldados. En el camino, supongo que por el traqueteo poco común del camión, Nana se enteró de mi estrategia. Regresamos a la casa y me obligó a disculparme, mientras ella devolvía todos los soldados. Estaba molesto con ella y no le hablé en toda la tarde. Esa noche me contó la historia del caballo de Troya. Me dijo que había sido creativo como Ulises. Pero yo no le hice caso porque la historia no me había impresionado y porque seguía molesto. Al día siguiente, en el bolsillo del uniforme de colegio, encontré uno de los soldados. Una vez me desperté temprano, a eso de las 5 de la mañana. Al poco rato escuché como la Nana comenzaba a poner la mesa para el desayuno. Oía las cucharas, las tazas, la tetera sobre la hornilla. Bajé para ayudarla, pero justo en ese momento ella regresó a la lavandería. Se me ocurrió hacerle una broma, hice una torre con todo lo que había en la mesa, las tazas sobre las tazas, y sobre esa torre la lata de café, y sobre esa la de la leche, y sobre esa la mantequilla, y coronando todo la canasta con el pan. El comedor se comenzaba a iluminar con la luz de la mañana cuando ella entró. Cuando Nana vio la torre no se asustó, más bien, como que se quedó sin aire. Se asustó cuando me vio a mí, escondido tras la cortina con la luz que comenzaba a formar mi silueta. Pegó un grito que despertó a toda la casa y cayó de rodillas llorando y gritando “¡Luchito! ¡Lucho! ¡Mi Luchito!”. A mi me castigaron y a ella la dejaron irse a su casa. No sé porqué me castigaron, porque ella no se había molestado conmigo. Tampoco sabía entonces quién era Luchito. Una vez yo dije “cachar”. Se lo había oído a mi primo que era un poco mayor y no me había querido explicar qué significaba. Nana me llevó a la mesa y me explicó que eso era lo que pasaba cuando dos personas se querían y querían tener hijos. Buscó figuras en los libros de arte de mi madre, pero creo que no encontró lo que buscaba. Yo creo que ella tampoco sabía qué era, porque se enredaba mucho para hablar. Al final, recuerdo que me llamó a la cocina y me dijo “¡Mira, ésto es!”. Estaba señalando a la pared, donde había una mosca trepada encima de otra. “Esa palabra significa eso”, me dijo. Y yo dije: «Entonces ‘cachar’ significa que uno se trepa encima de otro y salen los hijos, porque el papá los mete en la barriga de la mamá». “Exacto” me dijo Nana, y mató a las dos moscas con un periódico. ★!

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LA LIQUIDACIÓN Y LA POLICÍA!Hace mucho tiempo mi padre me contó esta historia. Eran los difíciles años de la segunda década de los ochenta. Como muchos peruanos, mi padre tuvo que tomar una decisión sobre su empleo de entonces. Aceptaba los incentivos para renunciar que ofrecía la empresa o permanecía hasta que finalmente fuera despedido. Optó por lo primero, con la idea de empezar algún negocio para mantener a la familia. Unos días después fue al banco a cobrar su liquidación. Posiblemente no pensó en cómo llevaría el dinero a casa. Los veinte años de servicio, más incentivos, se traducían en un grueso fajo de billetes que envolvió en papel periódico. A unas cuadras del banco lo esperaban. En esos años de atentados terroristas, de toques de queda y de balas perdidas, encontrarse con una patrulla policial era quizá lo más escalofriante que podía pasarle a un limeño. La unidad estaba oculta en una calle lateral. Dos policías apostados en la esquina le salieron al paso. Uno señaló el paquete y preguntó en tono intimidante. «¿Qué llevas ahí?». «Nada, jefe». «Enseña ¿No será una bomba?». «Es mi liquidación, jefe, recién me han botado de la chamba», dijo mi padre, mientras entreabría el paquete para dejar ver algunos de los billetes. «Tienes que venir con nosotros. Por acá han denunciado un robo. Vamos a la comisaría, llamamos a tu centro de trabajo y lo aclaramos todo», exclamó el otro policía, que parecía de mayor grado. Para entonces un tercer policía ya había bajado de la patrulla y con los dos primeros lo rodeaban. No tenía opción, subió al asiento trasero. Los dos subalternos se acomodaron a ambos lados, mientras que el de grado superior se sentaba al lado del conductor, que no había bajado. La comisaría más cercana quedaba a menos de cinco cuadras, pero el conductor tomó el camino opuesto. Él no se había fijado en las insignias del patrullero y era posible que los policías realmente lo llevaban a su respectiva comisaría. Pero sus temores se confirmaban al notar que la ruta que seguían los llevaba a las afueras de Lima. Ya se podían ver terrenos agrícolas intercalados con urbanizaciones nuevas. Pronto estarían en zonas descampadas. Él miraba el paquete que tenía entre manos, el mismo que nadie había intentado quitarle, aún. Pensó que ese paquete podía significar su muerte. No era nada raro que en esos tiempos apareciera un cadáver en los extramuros de Lima. Se les marcaba como NN y pasaban pronto al olvido, mientras los familiares podían pasar meses o años buscando al desaparecido. Pensó si ese iba a ser su fin. Comenzó a pensar en sus hijos y ya no pudo pensar más. No quería desarmarse frente a los policías. No quería que se rieran de él. De repente, sin tomar consciencia de ello, habló con voz firme. «Capitán, lléveme a la comisaría o déjeme ir. Si no me dejan donde me recogieron me voy a quejar con el General…». A continuación mencionó un nombre. Años después aseguraría que nunca pudo recordar qué nombre dijo. En ese momento el mentado capitán le ordenó al conductor que parara. Los policías se miraron entre ellos. «Regresa. ¡Rápido!». Pronto estaban de vuelta en las cercanías del banco. «Señor, vaya tranquilo. No ha pasado nada», dijo el capitán. Por unos segundos se quedó cerca de la patrulla sin atinar a irse. «Señor, de repente nos podría dejar algo…«, tentó uno de los policías de atrás. «¡Cállate, carajo!», tronó el capitán. Mientras él daba algunos pasos alejándose, el capitán sacó la cabeza por la ventana: «Señor, tenga cuidado», dijo. «Por acá roban». ★!

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TRES NOVIAS ENCERRADAS!Mi corazón estaba por los suelos producto de la espantosa terminada que me había dado mi ultima novia tras seis años de relación. Así que, descreído, humillado y sangrando por la herida, decido afrontar la vida de otra manera, decido entregarme a la búsqueda de lo práctico, decido ser un poco puto. No me resultó. A lo largo de algunos meses de salidas nocturnas y enganches fáciles, el balance de mi progresión hacia el nuevo estilo de vida era ridículo, no lograba consumar mis objetivos; entonces me di cuenta que no podía luchar contra mi propia esencia: yo soy un hombre que necesita sentir amor. Por entonces mi lista romántica se había reducido de manera natural a solo tres, cada una me fascinaba por distintos motivos, con cada una me sentía motivado y era muy difícil escoger con cual quedarse, obviamente cada una pensaba que era la única y en cierta forma lo eran, cada una era única y significaban mucho para mi. Si, me estaba enamorando otra vez. Empiezo a descubrir y resolver las complicadas situaciones de una trigamia clandestina, me acostumbro y me vuelvo un maestro de la mentira y el cinismo. Me siento feliz y muy enamorado, un paraíso que solo se venía abajo cuando mi conciencia me atormentaba con embargos de moral. Así pasé mas de un año, en medio de este síndrome de desdoblamiento, pensando por un lado que no es ningún delito amar y al poco rato sintiéndome la peor basura de la tierra. Lógicamente cuando las cosas se pusieron más jodidas en mi cabeza, empecé a coleccionar una lista de neurosis que se volvieron un lamentable padecimiento; es allí que decido afrontar las cosas y buscar mi redención. Esa tarde estaba muy nervioso, más o menos cada cinco minutos respiraba profundamente y confiaba en la razón, tenía fe en el debate y en la solidez de mis sentimientos. Y fueron llegando a mi pequeña casa, con pequeños lapsos de diferencia entre una y otra. Tras recibir a la última cerré la puerta, le puse seguro y guardé la llave, decidido a que de aquí no sale nadie hasta que yo pueda explicarles lo complejo de esta situación y nos pongamos de acuerdo. Era la primera vez que se veían y empecé por presentarlas y claro, era algo muy complicado. Tras unos primeros instantes donde todo era confusión, la primera en reaccionar quiso largarse y al llegar a la puerta se dio cuenta que no iba a poder y todo comenzó a ponerse cada vez peor. Un intercambio de insultos, amenazas, golpes y llantos se estaban llevando al carajo mi plan, entonces inicié la exposición de mis sentimientos, a los que califiqué de los más puros y sinceros hacia cada una de ellas. Reconocí mis errores, pedí perdón por las mentiras y a la vez confesé que era imposible seguir ocultando la verdad: amaba a las tres y no quería perder a ninguna. Mi proposición era formar una familia, un clan, y ser felices así, desafiando represiones éticas y sociales. No me entendieron; la razón no estaba triunfando. Tras un amago de incendio abrí la puerta y desde el umbral jugué mi última carta. “La que quiera apostar por este proyecto bello que se quede, sino que se vaya.” Agregué ademas que podía ser el inicio de algo maravilloso, que confiaba en el entendimiento y el amor, que sabía que era difícil de comprender pero era lo mas sublime que nunca había experimentado en mi vida, hasta que un sonoro “¡Conchetumadre!” me calló, y empezó el desfile de cada una. ★!

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CHAVISTAS VERSUS ESCUÁLIDOS!Nací tarde para las grandes guerras y me perdí la caída del muro de Berlín durmiendo en una pequeña ciudad medieval de la Selva Negra. Pero el 10 de abril del 2002 me sentía vivir al filo de la historia en grande. Me encontraba en Caracas, de paso por unos días en mi camino de Munich a Lima. La ciudad se encontraba dividida entre los “chavistas” y los “escuálidos”, como el presidente venezolano solía llamar a sus adversarios. Todos los venezolanos parecían volcarse a la calle para manifestarse: los unos se habían envuelto con la bandera roji-amarilla-azul para mostrar su rechazo al presidente venezolano, mientras que sus adeptos habían escogido el color rojo como símbolo de su revolución bolivariana. El pueblo estaba tan dividido como las pantallas de televisión que, no por afán de objetividad sino por sacarle la vuelta a la ley que les obligaba a emitir las alocuciones presidenciales, simplemente partía la pantalla en dos y mostraba simultáneamente las marchas de los chavistas y las movilizaciones de los “escuálidos”. En medio, unos policías fornidos como boxeadores y armados hasta los dientes. El ambiente vibraba de ideologías, pasiones, amores y odios. En cualquier momento los dos bandos iban a chocar y Caracas a estallar. Y yo tenía mi pasaje para Lima a la mañana siguiente. Tenía que estar dos días después en Quito y por alguna cosa de tarifas tuve primero que ir a Lima, de allí en avión hasta Tumbes, la ciudad fronteriza con Ecuador y desde allí en bus a Quito. El 11 por la mañana salí de Maiquetía. Leí el desenlace el 12 por la mañana en Lima: “Cayó otro dictador”, titulaba un periódico bajo la impresión de que dos años antes los peruanos se habían sacudido de su dictadorcillo Fujimori. Los “escuálidos” entonces habían ganado y tumbado al presidente venezolano. Tomé mi avión para Tumbes, pero no logré pasar la frontera. Huelga de los bananeros en el Ecuador. Me ofrecieron pasar de contrabando en un barquito remando por el pacífico hasta pasar las trancas de los huelguitas. O bien tomar un desvió de varias horas por el desierto piurano y cruzar la frontera en Macará. Escogí lo segundo y, junto a una pareja de polacos que no pararon de lamentar el robo de su cámara de fotos en Macchu Picchu, crucé el desierto en un viejo Dodge sin ningún amortiguador y entré al Ecuador. De madrugada en Cuenca apenas hubo tiempo para buscar un café caliente cuando mi mirada cayó al titular del periódico que acababa de salir de la imprenta: “Diosdado Cabello, nuevo presidente”. Cabello había sido de las filas del chavismo presidencial. ¿No era que el día anterior lo habían destituido al Presidente? El pasquín no daba mayor información. Tres horas antes de llegar a Quito, por Riobamba, el bus se quedó varado en la pista. Dos horas de espera en la pista hasta que un bus lechero nos recogió. Ninguno de los pasajeros sabía qué estaba pasando en Venezuela. En la noche, después de 24 horas en ruta, llegué a Quito. Apenas saludé a mis amigos, preguntando por un teléfono para llamar a Caracas. Me contestó mi amigo Andrés. “Chávez es otra vez presidente.” Fueron los tres días del golpe abortado contra Hugo Chávez. Hasta hoy me pregunto si me estaba corriendo de, o detrás de, la historia latinoamericana. ★!

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EL CUADRO DE NANO SÁNCHEZ!Bogotá 1991, mi primer viaje fuera del Perú. Viajé una semana por trabajo y al final me quedé tres días más por mi cuenta. La última noche salí a caminar y llegué a un bar donde exhibían dibujos eróticos de un gran artista: Edgar Nano Sánchez era su nombre. Me ubiqué en una mesita circular con tres sillas, esas de patas muy largas a las que cuesta un poco subirse, y más bajarse después de varios cuba libre. Ya habría tomado tres cuando le pregunté a una anfitriona si los cuadros estaban a la venta. «¿Quiere que llamen a Nano a su casa?». ¿Llamar al artista? No, qué ocurrencia, molestarlo a estas horas de la noche, ni hablar. Eran las 11 PM, Bogotá, barrio movido, dibujante de desnudos voluptuosos… Debí haber sonado bastante estúpido. Cuando Nano llegó mi mesa yo bebía con otros dos colombianos que se acercaron a hablar conmigo de arte, eran amigos de Nano; hablamos un poco de sus dibujos y el resto del tiempo de la vida y sus misterios. Una hora y varios tragos después la pregunta llegó: «Dime Alberto, entonces, ¿cuál cuadro te llevas?». Yo solo tenía 100 dólares y algunos pesos para el taxi de vuelta a la pensión y el cuadro más barato costaba 300. Le pedí disculpas por haberlo hecho llamar así, que el cuadro chico me encantaba, y los demás también, pero no podía pagar ninguno porque el dinero que tenía era tan poco que consideraba un insulto ofrecérselo. «Habla Alberto, dime, ¿cuánto me ofreces por el más chico?». Ese cuadro me gustaba mucho en realidad. «No es que quiera ofrecerte 100 por ese cuadro, sino que es lo único que tengo acá en Colombia, y mañana vuelvo a Lima». Nano se rió aparatosamente y me abrazó con cariño: así son los abrazos entre borrachos conocidos aunque lo sean de solo una hora. «¿Sabes, hermano? Por todo lo que nos has dicho y la clase de hombre que eres yo te lo regalaría, pero así es el negocio, lo que voy a hacer es…». Un chileno interrumpió ese sagrado momento amical, era un tipo elegante, platudo y pedante. Se presentó ante Nano (nos ignoró a los otros tres borrachos) y habló muchas tonterías sobre el erotismo en los dibujos para finalmente sacar su chequera de manera histriónica y decir que compraba y se llevaba en ese instante el cuadro de 300 dólares. «No puedo vendértelo, discúlpame», dijo Nano. «¿Por qué?», preguntó seriamente el chileno. «Porque hace unos minutos acabo de vendérselo a mi amigo Alberto, pero gracias por tu interés». El chileno se retiró derrotado. Quedé estupefacto, todos nos reímos a carcajadas, Nano dijo que detestaba a los chilenos, especialmente a ese, y que prefería venderlo por 100 dólares a su nuevo amigo Alberto. Al día siguiente me despertaron unos golpes en la puerta, no recordaba ni mi nombre, mi resaca era insoportable. La administradora de la pensión me decía «el señor Sánchez lo busca». ¿Quien mierda es Sánchez?, pensaba yo. Salí tambaleando a la recepción y reconocí a Nano, su estado era peor que el mío. Estaba abrazado del cuadro y me dijo sonriente: «Acá está tu cuadro», desbarató el marco, sacó el vidrio protector, hizo un rollo con su dibujo erótico, me lo dio y me dijo «buen viaje, ojalá vuelvas algún día para seguir conversando de la vida, cuídate mucho». El cuadro está sobre la cabecera de mi cama desde 1991, hace veintitrés años, y eso que me mudé cinco veces desde entonces. ★!

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SOLO TE QUIERO HABLAR DE CARMEN!«Sé que no hablamos hace meses, pero tengo algo que decirte», escribió en un mensaje de texto. «Pues dímelo», respondí. «Es complicado. Tiene que ser en persona». Nos encontramos en un restaurante. Aunque estaba muy delgada, la vi con mejor semblante que la última vez. «Han pasado muchas cosas en este tiempo, pero no viene al caso hablar de ellas», dijo. «Solo te quiero hablar de Carmen». «No conozco a ninguna Carmen». «Pues ella dice que algo te ha pasado que te tiene mal». «No entiendo nada. Ni tengo paciencia para misterios, la verdad». «Cálmate, no he venido a pelear. Carmen es una ex monja de claustro que decidió abandonar el convento para dedicarse a curar el alma de las personas. A mí me viene ayudando mucho». «Me alegro por ti, pero sigo sin entender». «En un momento de trance, ella mencionó tu nombre. Y no sé cómo interpretar lo que dijo». Ya comenzó, pensé. Pero guardé silencio. «Esto fue lo que me dijo: ‘Esa chica no está bien. Dile que venga. Está cargando un muerto. Tiene que dejarlo ir y perdonarse’». Silencio. No podía creer lo que acababa de escuchar. Tras unos segundos de conmoción, reaccioné. «Tonterías», dije. «Agradezco tu preocupación, pero no debiste perder tu tiempo. Ni el mío. Tengo que regresar a la oficina». Mentira. No tenía adónde ir. Pero debía salir de ahí. Me despedí tratando de parecer despreocupada. Ni bien entré a mi auto, empecé a temblar descontroladamente. La sangre seguía brotando de mi cuerpo (recordatorio intolerable de lo ocurrido), aunque ahora con mayor intensidad. Decidí que lo único que calmaría esta hemorragia de emociones era enfrentarme al infinito. Así que arranqué el motor del carro y manejé hacia el mar. Frente a esta inconmensurable masa de agua, una sola pregunta retumbaba en mi mente: «¿Cómo puede una perfecta desconocida saber que aborté la semana pasada?». ★!

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IDA Y VUELTA DEL GLOBITO AZUL!Debo haber tenido cuatro años cuando pasó. Sin duda era febrero porque estábamos en época de carnavales y mamá me había comprado una bolsita de globos para que los llene con agua el domingo. A mí me encantaba metérmelos a la boca, no por el lado que se inflan sino al revés, succionarlos y sentir cómo se inflaban. Luego los sacaba de mi boca, los desinflaba y volvía a repetir el proceso hasta cansarme. Mi mamá me había advertido: «Cuidado con pasártelos» y yo, que aún era obediente, solo había respondido: «Sí, mami’», pero pensé que era imposible pasarse un globo, cómo me iba a pasar un globo. Tomé un globito azul e hice lo de siempre, pero esta vez lo succioné con mucha fuerza para que se inflara mucho más que antes. No coordine bien y el globito azul fue directo a mi garganta. Ahí supe que en situaciones como esa solo existía un camino: tragué saliva y lo pasé. Me preocupaba si mi estómago se teñiría de azul, si me moriría por culpa de ese globo horrible, pero no podía contarle a mi mamá, ni a nadie, esa angustia. Ese día estuve preocupada: me lamentaba haber jugado con ese globo. De alguna forma, el globo ocupó todos mis pensamientos hasta que fuimos a recoger a mi papá a su oficina, muy cerca de la Plaza San Martín, en el centro de Lima, y olvidé al globito azul. No recuerdo qué hicimos, pero debo haberme divertido bastante. Ya por la noche paseábamos por la avenida Colmena y yo me retrasé. Según mi papá, me molesté por alguna tontera y ambos decidieron no hacerme caso. No estoy muy segura de esa versión pero es la única que tengo, mi mamá no recuerda bien ese día. En esa época abundaban los locos por Lima, uno los podía ver cada dos esquinas, cargando sus mugres o sentados en el piso descansando. Tal vez miré a uno más de la cuenta y llamé su atención. Mis papás dicen que grité y que vieron que un loco estaba intentado cargarme. A partir de ahí solo tengo recuerdos rápidos y borrosos. Veo y escucho a mucha gente haciendo bulla. Luego, ya a salvo, estoy con mi mamá a un lado de la vereda y veo a mi papá quitarse la correa y azotarla contra el piso como si fuera un látigo, él trata de ahuyentar al loco que, a pesar de todo, aún quería llevarme. Las personas hacen un círculo alrededor de ellos y los dejan al medio, mi mamá grita «¡Ayúdenlo!», pero todos siguen observando. Ya sea porque el sonido lo asustó o algún correazo le cayó, el loco por fin se marcha. Mi papá se acerca y nos pregunta si estamos bien. Sí, sí, estamos bien. No estoy asustada, solo me preocupa el olor que el loco ha dejado en mí. Aliviados, caminamos unos pasos cuando vemos al loco aparecer de nuevo. Esta vez cargaba un palo de madera más alto que él. Iba a atacar a mi papá y luego iría por mí. Vomité. No sé cómo hizo mi papá para alejar al loco, no lo vi. Tal vez las personas dejaron de observar y lo ayudaron. Lo que recuerdo con claridad es una sensación de alivio porque junto con la cena de la noche también había devuelto al globito azul. Qué alivio saber que ya no me iba a morir. Después de todo, la aparición del loco había traído algo bueno. Por supuesto, mi mamá solo se enteró de esta historia muchos años después y movió la cabeza en señal de desaprobación. ★!

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EL DISCURSO DE TOLEDO!Antes de cumplir veinte años le escribí un discurso a Alejandro Toledo, en aquellos años Presidente de la República. Lo que recuerdo de ese gobierno son las noticias y los titulares de diarios locales. “Toledo: un gobierno de etiqueta negra”. “Palacio de Gobierno compra 1.750 botellas de Johnny Walker”. “El Cholo se chupó 540 mil soles”. Ese lo recuerdo especialmente porque yo ganaba algo diametralmente similar: 540 soles como practicante del área de prensa y relaciones públicas de Sencico, un organismo público dependiente del Ministerio de Vivienda. Es decir, el Presidente había chupado mil veces mi paga mensual. Con ese dinero yo tenía que pagarme los pasajes y almorzar: un sándwich triple y una Pepsi helada en la mesita solitaria de la tienda del chino Aguirre, un anciano honrado que odiaba a todos los Presidentes de la República, pero especialmente al de ese momento: Alejandro Toledo. “Un borracho de mierda”. En Sencico se hacían varias cosas, entre ellas capacitar con becas a gente de bajos recursos. Entonces cuando Alejandro Toledo anunció su llegada a Sencico, fue para ser padrino de una promoción de lustrabotas venidos a albañiles. El Cholo tenía que estar ahí: él había sido lustrabotas de niño, y ahora quería compartir ese momento de superación con sus ex colegas. Desde varios días antes, en la oficina todos estábamos medio revueltos preparando la bienvenida del Presidente y toda la prensa que movilizaba en cada una de sus presentaciones. Arana, mi jefe (un viejo de pelo graso que miraba pornografía en su ordenador pensando que nadie escuchaba los gemidos allá afuera), me llamó a su despacho. “Tienes que escribir una ayuda de memoria para Choledo, me dijo. Este huevón viene pero no sabe ni mierda de Sencico ni de los lustrabotas… Así que ponte a entrevistar a un par de ellos y escríbele un discurso. Y también habla de Sencico y déjanos bien parados… Luego me lo pasas, se lo mandamos y él ya lo cambia y lo dice a su manera”. Ya, le dije. “Para después del almuerzo”, respondió. Durante el almuerzo le conté al chino Aguirre lo que tenía que hacer. «Ya pues ,conchatumadre», me dijo, «vamos a cagarlo al Cholo». «¿Cómo lo vamos a cagar? Ni cagando chino, no seas huevón». «Eres un maricón. Ponle un mensaje subterráneo, tú sabrás». Antes de terminar la Pepsi le dije al chino que se volviera a ir a la mierda y le pagué tres soles cincuenta. Una hora me tomó escribir el ayudamemoria a manera de discurso para Toledo. Se lo entregué a mi jefe. Lo leyó, levantó una ceja, luego la otra, chupó su lapicero y lo aprobó. Cuando a Toledo le tocó hablar frente a la prensa durante la ceremonia, escuché la primera frase que había escrito en el discurso: “Esta noche estoy embebido de emoción”. Claro. Esa era una frase que yo nunca hubiera usado, pero tratándose de semejante borracho tuve que hacerlo. Era una broma mansa entre el chino Aguirre y yo. Al día siguiente le llevé impresa la página del discurso y se río, creo que con compasión. De todas formas, pensé, el chino esperaba algo más de mí. Luego de unas semanas, en la televisión comenzaron a pasar esa frase. La repetían en el canal 2, en el 4 y en el 5. Cada vez que hacían reportajes sobre su alcoholismo, o sobre esa alegre leyenda de haber hecho aterrizar el helicóptero presidencial para orinar en la llanta por lo ebrio que estaba, repetían la imagen del Cholo diciendo que estaba “embebido de la emoción”. Cada vez con música más divertida, incluso una vez con la de Los Tres Chiflados. Después de todo, no me sentía orgullo. Sin embargo el chino Aguirre se retorcía de la risa. Y creo que hasta me gané su respeto, porque nunca más me quiso volver a cobrar ni el sándwich triple ni la Pepsi de la hora de almuerzo. ★

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LA RISA EN MEDIO DE ROBO!Reírte de un ladrón empastillado que te apunta con un revólver es una inevitable acta de suicidio. No importa que solo sea un reflejo nervioso. Hasta esa tarde del 2006, siempre había creído que la risa era inofensiva. Podía dejarme en ridículo delante de algún chico o convertirme en la burla de mis amigos durante unos días. Pero, luego, lo olvidarían. Ese día, cuando aún trabajaba como cajera en una financiera del Gran Buenos Aires, descubrí que una carcajada podía meterme en esa fracción de segundos en que un ladrón descontrolado decide si aprieta el gatillo o no. Un recuento de mi historial armamentístico diría que las armas nunca me hicieron gracia, pero al menos de chica no me daban risa. La primera vez que vi el revolver de mi viejo, tenía cinco o seis años. A nadie de la familia le gustaban las armas pero, cuando nos fuimos a vivir al campo, alguien le había dicho que la lleve por seguridad. Aquella vez, todo el peligro fue una comadreja que estaba matando las gallinas. Por lo demás, lo único que recuerdo es el ruido seco del disparo y el miedo en el estómago. Del arma nunca supe más. Varios años después, cuando ya vivía en la ciudad, confundí a un ladrón con un amigo del barrio y, cuando me pidió la billetera y el celular, le dije que me dejara de joder. La risa por el chiste pesado se me terminó cuando vi el reflejo plateado del arma. Pero tampoco lloré, ni le rogué. ¿Quién te roba en esa misma cuadra polvorienta donde todavía viven los amigos con los que aprendiste a montar bicicleta hace más de diez años? Ese tipo. Sí, el destino esa vez se me había cagado de risa en la cara. No sé si fue una respuesta instintiva o una reacción biológica diciendo “no lo vas a hacer de nuevo”. Pero esa tarde de 2006, cuando el pibe con la gorrita de Nike sacó el revólver en la financiera, me empecé a reír a carcajadas. El encargado de la tienda se había quedado en la caja, porque no había querido atender a un viejo con Parkinson que quería renovar un crédito. Otro de los vendedores estaba en el escritorio del fondo con una mujer. Y otras dos esperaban en la banca del costado, mientras yo revisaba el historial de pago del hombre, en la computadora del escritorio central. Cuando el pibe pasó junto a nosotros, vimos el reflejo del arma. Sé que el viejo también la vio, porque enseguida empezó a temblar. «¡Concha tu madre, dame la guita!», gritó el de la gorra y todos se quedaron tiesos. Afuera, las personas no dejaban de pasar frente a la vidriera. «Tranquilo, tranquilo. Te doy todo», lo tranquilizó el encargado, mientras abría la caja. Ahí solté la primera carcajada seca y todos me miraron. El encargado parecía asustado. El viejo temblaba. Y el chorro parecía confundido. Yo no podía creer que se hubiera metido ahí, solo, a las cuatro de la tarde. Parecía un mal chiste. «¿Qué mierda te pasa?», me gritó nervioso y apuntó el arma hacia el escritorio donde estaba sentada con el viejo. «¡¿Qué me mirás?!». Dudó un momento, miró hacia los costados y entonces se fijó en el viejo, que cada vez temblaba más. Yo todavía no podía contener la risa, pero el tipo agarró la bolsa de nylon con plata que le alcanzaba el encargado y empezó a caminar hacia la puerta. Antes de salir nos volvió a mirar al viejo y a mí. Sabía que no le iba a suplicar. ★!

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EL GALLINAZO EN EL PARTIDO!Faltaba una hora para que comience el partido cuando un gallinazo cayó del cielo. El ave impactó en el estómago del hombre como un misil, agitó sus alas por unos segundos y luego se quedó quieta, mirando el gramado. Hubo un pequeño alboroto, varias personas se acercaron a ver lo que ocurría mientras los cánticos bajaban desde las cuatro tribunas. Dos chicos se encargaron de auxiliar al impactado, otro, un viejo de lentes gruesos, agarró al gallinazo por detrás y lo sostuvo entre sus manos. El animal agitaba las alas, trataba de escapar mientras sus negras plumas se dispersaban por el ambiente. Varios retrocedieron al escuchar los graznidos, que parecían venir desde las profundidades de la tierra. El ave miraba desorbitada a todos lados, picoteaba el vacío y sus patas revoloteaban en el aíre. De pronto, en plena batalla con el viejo, decidió detenerse, como si hubiera entendido que así no ganaba nada, que debía calmarse para escapar de la opresión. Volteó la cabeza y miró a su captor con ojos extraños, se podría decir que hasta lo miró con ternura. “¡Tíralo, tíralo!”, gritaba la gente. El viejo vio los ojos del animal, llevó sus brazos hacia abajo y lo lanzó con todas sus fuerzas. El gallinazo salpicó sus plumas por última vez y voló hacia rumbo desconocido. Algunos lo vieron alejarse, otros fueron a sentarse de nuevo, unos pocos comenzaron a reír y solo uno, el hombre impactado, miró al viejo y le dijo: «¿Por qué lo has tirado?». «¿Por qué preguntas?», contestó el viejo. «No lo has debido tirar así, yo lo quería». «¿Lo querías?». «Sí, lo quería». El viejo se acomodó los lentes y no contestó. Miraba al otro hombre con cierta tristeza, como si lamentara su decisión de soltar al ave. El impactado estaba notoriamente preocupado, bajó la mirada y se sentó de nuevo. Pasó el tiempo y ambos lucían fastidiados, desconectados, parecía no poder olvidar lo que había sucedido. Los dos equipos salieron a calentar, el estadio estaba lleno de bote a bote, en veinte minutos comenzaba el partido. Cuando el equipo logró empatar faltaban treinta para el final. Tenían que ganar, el estadio desbordaba y se había esperado mucho tiempo. Un ataque, dos, tres. No entraba. Era una locura lo que pasaba, la gente no podía más. El hombre impactado y el viejo sufrían, habían olvidado el incidente y se entregaban con excitación a lo que estaba pasando. Se acercaba el final cuando un pelotazo largo cayó en el área rival y fue controlado por el delantero local. Se acomodó el balón con el pecho, se quitó al portero de encima y quedó solo frente el arco. Solo tenía que empujarla, pero no pudo. La pelota dando botecitos y el delantero pateando el aire. Nadie lo podía creer, primero un gran suspiro y luego un silencio demoledor, casi insoportable. Las cuatro tribunas pasaron de la sorpresa al luto y del luto al escándalo. Comenzaron los insultos, el hombre impactado y el viejo se agarraban la cara con tanta fuerza que podrían habérsela arrancado con sus propias manos. Fue terrible. Y entonces volvió a aparecer el gallinazo, volando justo por debajo de los reflectores de luz, surcando los cielos del estadio mientras el árbitro pitaba el final del partido. El hombre impactado y el viejo lo vieron dando vueltas, luego cruzaron miradas por varios segundos, tal vez pensando en lo que acababa de pasar y lo que habría pasado si uno hablaba antes y el otro hacía caso. Tal vez preguntándose por qué un gallinazo cayó de las alturas. ★!

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GÓTICAS EN UN BAR DE CUMBIA!Era una de esas tardes en los que teníamos nada más que hacer que vernos las caras unas a otras. Aburridas de la vida, de la familia y de la gente que nos rodeaba, pasábamos la mayor parte del tiempo un poco borrachas o drogadas como para olvidarnos de todo lo que no pasaba, pero especialmente para evadir las propias responsabilidades de no saber cómo sobrellevar lo que nos ocurría. Así, en una de esas tantas tardes, decidimos ir a Quilca “a ver qué pasaba”. En esa época, hace unos quince años, no era lo que es ahora: un boulevard medianamente aceptable donde, si bien había varios borrachos y sitios baratos para tomar, nadie te iba a asaltar por pasar por ahí, solo veías una que otra prostituta callejera, nada más. Antes tenías que sortear drogadictos, borrachos, rateros y oradores mientras tratabas de llegar a uno de esos sitios de mala muerte solo para tomar, o encontrarte con amigos, o con alguien medianamente interesante para pasar la noche o unas horas. Empezamos la tarde ahí, yo como siempre tratando de no tomar tanto para estar alerta de que no nos pasara nada. Mis otras amigas siempre han sido más relajadas en ese aspecto, lo que envidiaba mucho: no les importaba el hecho de estar drogadas o muy ebrias en la calle; yo, por el contrario, siempre estaba alerta de que no me viera nadie conocido; tener hermanos mayores, entre ellos un policía y otro en la política, no es lo mejor si piensas ir por ahí con una pandillas de amigas que se creen Las brujas de Salem, y en realidad hacíamos todo lo posible para parecerlo: ropa negra, maquillaje negro, tatuajes, aunque fueran de mentira, cabellos de colores y una actitud de ‘no me mires que te golpeo’. A eso de las diez de la noche ya estábamos bastante ebrias y habíamos decidido que queríamos ir a bailar. En contraste de lo que escuchábamos siempre —metal europeo del norte, obvio— decidimos que iríamos a uno de esos lugares donde ponen música cumbia, a ver qué pasaba. Entramos a uno que había por ahí. No olvidaré la cara de todas las personas allí, en realidad el sentimiento era mutuo: entre desconcierto y risas. Recuerdo que por ahí dijeron que no era cementerio, pero en fin, ya estábamos allí. Hicimos lo que mejor sabíamos hacer: pedir una chela cada una. Al pasar el rato nos animamos, por efecto del alcohol, supongo, a bailar primero en nuestros sitios y después en la pista de baile. Como es obvio, bailábamos entre nosotras, pero nos sorprendió ver que, después de un rato, se acercó un grupo de chicos hacia nosotras, como quien no quiere la cosa. Todo se puso más raro cuando unas regresamos a la mesa, yo incluida, y solo un par de nosotras se quedó ahí bailando. Fue así que, en medio de luces de colores, chelas heladas y canciones que decían “hasta abajo”, vi con cierto asombro cómo estas dos amigas, que habían estado bailando de forma frenética y tarareando la canción (lo cual también me dejó desconcertada), desaparecieron con dos de esos chicos por la puerta de entrada. El asombro aumentó porque pasó una hora y no volvían. Entendimos que habían ido a conocerse más, o a intercambiar discos, quién sabe. Yo me fui después, aparecía más gente y mi temor de ver gente conocida por mi familia aumentaba. Qué pasó exactamente, no sé. Solo puedo decir que después de eso la ropa negra y el metal sueco-noruego-finlandés ya no eran exclusivos de nosotras. ★!

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EL SILBIDO DEL TUNCHE!Silbó con insistencia. Eligió la aldea a donde poco antes había llegado con mi madre. Silbó como alma en pena alrededor de la choza donde dormía. Yo tenía un año de edad y su silbido se acercaba a mí en plena selva, y todavía no lo sabía. Tal vez se me presentó en forma de ave y silbó tan penetrante que mis oídos tiernos fueron engañados y finalmente lo escucharon. Una tarde, después de ir a comer a un chifa con mis padres, empecé a oír ese silbido con más intensidad mientras mi pequeño cuerpo se derrumbaba sutilmente. Mis padres se habían quedado dormidos tras la comida, ahora pienso que el primer silbido de esa tarde fue para dormirlos. Así era como actuaba, primero adormecía a los más fuertes. Para cuando mi madre despertó, yo lucía terrible. Pálida, con los ojos en blanco y sin el mínimo control de mi cuerpo, me desparramaba en la cabecera de la cama como un objeto en un cuadro de Dalí, con el mismo drama pero sin nada de arte. Mis padres enloquecieron, salieron a buscar ayuda, mientras él me seguía atormentando con su silbido. El médico designado para esa aldea resultó ser tan alcohólico que hasta se había tomado el alcohol del botiquín de emergencias. Cuando mi padre se dio cuenta que el único doctor de la aldea se encontraba ebrio y que el próximo helicóptero a la ciudad partiría a la madrugada siguiente, volvió a la choza y le pidió al Tunche que me llevara. Él no sabía que se trataba de aquel espíritu maligno de la Selva. «Si te la vas a llevar, llévatela de una vez, no la hagas sufrir más», dijo mi padre. El silbido del Tunche se perdió por un instante. El médico no tenía ninguna medicina para mí. Pese a ello, en medio de su borrachera, quizá le hizo la mejor recomendación de ese día a mi padre. «De repente el veterinario tiene alguna pastilla para tu hijita». Semejante sugerencia. Sin embargo, a mi padre no le sonó a broma de mal gusto, ni mucho menos le pareció una idea descabellada. Sí, el médico de la aldea lo había enviado con el veterinario. Luego de que mi padre le contara todo lo previo, el veterinario dedujo que un pedazo de cerdo era lo que aparentemente me había ocasionado una grave intoxicación. Le dio una pastilla y solo una indicación. «Solo tengo esta pastilla. Yo se las doy a las vacas. Es lo único que puedo darte, es lo único que tengo. Córtala en ocho partes iguales, y solo una, dásela a tu hija». Mi padre regresó a la choza, mató a su gallo más hermoso y fuerte, y le dijo a mi madre que hiciera una sustancia, la pusiera en mi biberón y me la diera de tomar con la octava parte de la pastilla. El silbido del Tunche volvió a perderse pero aún lo escuchaba. A la noche siguiente, la noticia de que la hija de una familia de la zona había muerto era lo más comentado. «El Tunche estuvo silbando, la chiquita estaba bien. Pero este se la llevó, pobrecita», le dijo una mujer a mi madre. Ella no salía de su asombro, entonces le contó a la mujer que yo me había puesto muy mal y «qué cosa era eso del Tunche». «Como el Tunche no se pudo llevar a tu hija, entonces se llevó a la chiquita. El Tunche es el diablo, es la muerte, y se lleva a los más débiles», sentenció la mujer. ★!

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LA RELIGIÓN DE LA PEREZOSA!Mi madre estudió en un internado de monjas y mi padre en una escuela de oficiales. Son personas que empiezan su día muy temprano porque creen que al que madruga Dios lo ayuda. Comprensiblemente, me anotaron a estudiar en un colegio religioso donde en cierto momento dictaron clases de instrucción premilitar. Pese a estos esfuerzos, yo opino que no por mucho madrugar amanece más temprano. Si tuviera que tomar un bando diría que soy antagonista de prácticamente cualquier actividad que involucre salir de la cama. Incluso me seduce la posibilidad de hacerme una cura de sueño, por puro placer. Como esas personas que participan en campeonatos de comer salchichas simplemente porque pueden. Soy un ser humano ciertamente vago y muchas de las decisiones que tomo en la vida tienen que ver con el grado de pereza que me causarían. Por ejemplo, no mataría a nadie. No por ética, moral u obediencia religiosa, sino porque tendría que conseguir un arma, esconder el cuerpo y luego esconderme. Al ser un asesino inexperto, posiblemente me encontrarían y entonces tendría que defenderme. Iría a un juicio que seguro perdería y me pondrían en una celda con otro delincuente que, de acuerdo a las estadísticas, trataría de convertirme en su cónyuge carcelario. Solo pensar en tener que soportar de veinticinco a treinta años al mismo reo metiéndome letra me ocasiona una profunda pereza y por eso me restrinjo de matar. En ese mismo orden de ideas está mi relación con la fidelidad. Soy profusamente leal y no por falta de oportunidades sino porque la infidelidad requiere una pericia que no tengo. Ir por la vida poniendo los cuernos es un trabajo agotador que no estoy ni mental ni motrizmente en capacidad de llevar a cabo. Hay que crear historias, tener coartadas, borrar rastros, hacer casting de posibles amantes y luego recordar detalles sobre cada uno. ¿Y todo para qué? Para eventualmente ser descubierto y tener que explicar por qué uno hizo lo que hizo, e incluso si esa explicación tuviera algún asidero lógico y nos perdonaran, luego habría que vivir hasta el final de nuestros días con posiblemente la peor tortura existente después de la gota china: que nos recuerden de manera recalcitrante el pecado cometido. Una y otra vez y por cualquier razón: “Olvidaste sacar la basura”. “Pero tú me fuiste infiel, basura”. “Hoy no tengo ganas de cenar”. “A quién te habrás comido, canalla”. La sola idea de someterme a lo anterior para mí es causal de ingentes y volcánicas arcadas de pereza biónica. No, gracias. Muy recientemente, sin embargo, he notado que mi hasta ahora incólume ociosidad se ha visto convertida en el Usain Bolt de lo proactivo o en la Nadia Comăneci del empeño. Resulta que mi holgazanería —quién lo creyera— es como Aquiles y tiene un talón discapacitado que me hace salir de la cama, bañarme y vestirme en quince minutos, aunque solo sea para repetir la operación salvo que al revés: desvestirme, ensuciarme y meterme en una cama que no es la mía sino la de él. Mi talón mofletudo es un hombre hermoso, hermoso, hermoso, que con distancia de alférez y timidez de novicia ha logrado matarme y hacerme infiel a mi propia cama. Mi talón me ha hablado y yo he dejado de vagar. ★!

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MI ODIO PARA COLOMBIA!Hace nueve años mi relación con un enamorado terminó a causa de una barranquillera. Quiero decir, por una chica colombiana que él conoció por Internet. ¿Cómo fue que pasó algo así con alguien que había sido mi pareja desde hacía cinco años? “Mucho tiempo sin formalizar” dijeron algunos. “Porque ella se le regaló”, dijeron otros. “No era verdadero amor” opinaron unos cuantos más. Yo por mi parte llegué a encontrar ciento cincuenta razones de por qué nuestra relación terminó y vaticiné que lo que mal comenzaba, mal debía terminar. Hoy en día él está casado con ella y tienen dos hijos, así que de profetisa me muero de hambre. Prefiero pensar que el destino se cumple aunque no lo quieras y que por algo ocurrieron las cosas. Si aquello no pasaba no hubiera podido enamorarme de nuevo y sentirme feliz. Nuestro distanciamiento comenzó cuando caí enferma de varicela. A los veintitantos no es poca cosa. Debes guardar cama y estar en cuarentena. Esto enfrió la relación porque solo podíamos comunicarnos por teléfono. Así fue como él encontró compañía en los chats y dio con esta chica que le prometía moverle las caderas a lo Shakira. A los pocos meses mi enamorado de entonces me contó que se iba de viaje a Colombia, porque Perú jugaba uno de los partidos de eliminatorias. “Te extrañaré a causa del fútbol”, le dije yo. “Es el regalo de cumpleaños que me está haciendo mi mamá”, me dijo él. Y se fue. El avión pisó suelo colombiano y entonces lo perdí un poco más. La temperatura en Barranquilla los animó a buscar playa, arena y mar. Se trasladaron hasta Santa Marta y se conocieron mucho mejor. Se tomaron fotos hasta para regalar. Una vez en Lima la alegría se terminó. Junto a unos caramelos de café y una carterita mi enamorado me entregaba una cara de velorio. ¿Quién se habrá muerto?, pensé yo. En los siguientes días casi no hablamos y me di cuenta de que algo le pasaba pero no era capaz de decírmelo. Entonces la novia de su mejor amigo le dijo a este que hablara conmigo. Y así me enteré de la sacada de vuelta. De una sola vi decenas de fotos: en el restaurante, en el estadio el día del partido, paseando por la ciudad, de noche, de día, de tarde, en la playa, en el mar, en casa de ella, en un hotel. “Solo el tiempo lo cura todo”, me dijo una prima de él que me deseó lo mejor. Lo mejor, por supuesto, fue alejarme. Pasó el tiempo y mi odio hacia Colombia creció como las ventas de los álbumes de la intérprete de Pies descalzos. ¿Qué me había hecho ese país? Supongo que nada y todo. Así que por años detesté todo producto colombiano y dejé de considerar destinos turísticos a Cartagena de Indias, Bogotá o San Andrés. Antes muerta que pisar esas tierras, pensaba. Después de transcurrido el tiempo el odio menguó, volví a enamorarme, me casé. Y este año precisamente mi hija y yo nos hicimos amigas de un psicólogo colombiano que supo de mi historia y antes de volver a su país me dijo: “Ojalá ya hayas perdonado a Colombia”. Ahora puedo decir que sí, que hace algún tiempo ya hicimos las paces. ★!

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COSAS PERDIDAS EN EL DESIERTO!El desierto se mostraba siempre idéntico por la ventana pero yo pensaba en mil cosas. Nunca antes había salido así de la ciudad, sin avisar a nadie, pero me estaba consumiendo. Más que unas vacaciones cortas era un andamio de fuga. Después de ocho horas de viaje nocturno, el bus era un caja de vaho y falsa camaradería; treinta y tantos asientos incómodos, miradas de reojo y sudor dulzón pegado a las ventanas. Apenas había amanecido cuando nos detuvimos para un control policial en la orilla polvorienta de la carretera. Se trataba mas bien de un descanso para mear, lavarse y fumar antes de seguir. Justo al frente, un restaurante viejo. Las moscas sobrevolaban aún los restos del último grupo. La cola del baño no demoró en formarse. Siempre que estoy ahí me dan más ganas de mear, muchas más ganas, todo se abisma. Estoy casi al final de la fila, para variar. Entonces observo cosas aleatoriamente para no pensar: gaseosas cubiertas de polvo, posters forrados con plástico, una vitrina con golosinas de la década pasada, sillas metálicas, noticiero como voz en off. Entro. El baño está destruido. El olor intenta salir por una infame ventanilla en la esquina del techo pero no puede. Maldita sea, pienso, y yo con esta resaca. Limpio un poco, me acomodo precariamente para mear, salpico. Abro la llave y el agua cae en un hilo demasiado delgado y caliente. Agua caliente de sol, pienso, maldito desierto. Al salir todo pasa rápido. Primero fue el sonido del motor arrancando a mi derecha; vi el bus y vi mi derecha: una pista negra y vacía perdiéndose en una curva. Vi el bus dibujar su movimiento y aceleré el paso pensando en voz alta se está yendo. Todo estaba quieto menos el bus. Policía y mesera me miraban. ¡Se está yendo!, grité esta vez, reclamando algo que no le interesaba a nadie. El desierto dramatizó la situación. Me vi desesperada, lo estaba, tenía el papel higiénico en la mano y corría vociferando. Perdí una y luego la otra sandalia mientras ganaba velocidad y gritaba ya no sé qué. Durante esos segundos sentí que el desierto era una ciudad gigante y vacía. La gente, toda la gente, se estaba yendo en ese bus. Y con mis cosas. Vi mi viaje fugarse sin mí y el cielo chorrear un azul que hacía arder el asfalto. Corrí como una niña despavorida hacia una meta que se alejaba cada vez más rápido hasta desaparecer. Abandonada y descalza sobre la carretera pensé en las cosas que había echado a perder. En la ridícula decisión de escapar de la ciudad para dejar de beber. Y sentí en mi rostro gestos híbridos de furia y piedad. Un accidente podía ser una lección y esa ironía había que agradecerla. Sentada en esa pista, resoplé con un alivio absurdo. Ya está, uno pierde cosas en la vida, pensé. El tiempo, por ejemplo. De pronto el silencio me dejó oír esa intermitencia aguda, esa bocina breve de los vehículos que retroceden. No podría creerlo, regresaban por mí. Al entrar al bus la gente me aplaudió con ánimo de rescate. Yo estaba exhausta y aturdida por ese extraño triunfo. Me senté, comenté el tremendo susto con mi compañero de asiento. Luego el silencio del desierto volvió a devorarnos a todos. Esa misma tarde me emborraché. ★!!

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!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!En este PDF compilamos todas las historias que recibimos de los participantes del 2º Taller de Anécdotas de Lima. Unificamos sintaxis y ortografía, recortamos a 600 palabras aquellas que se extendían, pero no hicimos cambios de estilo ni redacción. Durante el curso trabajaremos sobre este material, que deberán traer impreso.

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