orozco en guerra: contexto y fragmentación de bombardero y tanque (1940)
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“Tras los muros civilizados inteligentemente
diseñados del Museum of Modern Art de
Nueva York arde un fuego tropical”: tal es la
frase inicial de una reseña en la que se habla
acerca de la apertura de Veinte siglos de arte mexicano
el 14 de mayo de 1940.¹ Apenas es posible concebir
una expresión más transparente de la postura contem-
poránea sobre la cultura latinoamericana (primitiva,
caótica, natural) en contraste con la de Estados Unidos
(moderna, controlada, urbana). Pero si el autor sólo
pretendió resaltar la diferencia tonal o temática del
arte mexicano, por ese tiempo ardían fuegos reales en
Europa y Asia y José Clemente Orozco estaba a pun-
to de llamar la atención del público neoyorquino so-
bre ellos. Así como había explorado las lamentables
consecuencias de la vida urbana y de la Depresión du-
rante una estancia previa en la misma ciudad, Oroz-
co se volvía ahora a un tema en el que resonaban
directamente las ansiedades del día. En Bombardero
y tanque, un mural transportable creado expresamen-
te para el museo, Orozco rechazó la imaginería intem-
poral y pintoresca que se ha convertido en lo típico
de México y del arte mexicano y, en cambio, eligió un
tema que negaría a su público cualquier escape.
A principios de mayo de 1940, Orozco —comi-
sionado por el Museum of Modern Art (moma) para
pintar un cuadro para la próxima exposición— llegó
por cuarta vez a Estados Unidos. Jere Abbott, el vice-
presidente ejecutivo del museo, había discutido la co-
misión con Orozco en el precedente mes de enero y
más adelante la invitación fue confirmada por teléfo-
no desde Nueva York.² Orozco había terminado tres
importantes programas murales en Guadalajara a fi-
nes de los años treinta, confirmando aún más su pres-
tigio como artista, y había iniciado recientemente un
nuevo ciclo mural en la biblioteca Gabino Ortiz de Ji-
quilpan, Michoacán, lugar de nacimiento del presi-
dente Lázaro Cárdenas. Le convencieron en parte
para interrumpir este proyecto los generosos honora-
rios ofrecidos por el museo: como gran parte de los
artistas mexicanos de su tiempo, Orozco confiaba en
los coleccionistas y las instituciones estadunidenses
para obtener un buen porcentaje de sus ingresos. La
comisión del moma debe haber sido particularmente
bienvenida, ya que las cartas que envió a su casa in-
dican la debilidad del mercado de arte debido, en par-
te, a la guerra.³
Orozco llegó a Nueva York y se encontró con que
los tableros móviles que había ordenado todavía no
estaban listos; de hecho, su construcción se había re-
trasado pues el equipo instalaba a toda prisa la enor-
me exposición a tiempo para su apertura.⁴ Así, pasó
más de un mes en su hotel trabajando en bocetos para
el mural y en pinturas de caballete y quejándose del
frío. A principios de junio, una vez que los tableros
estuvieron finalmente preparados y colocados en el
vestíbulo, Orozco volvió al museo y con un overol para
proteger su camisa y su corbata, empezó a trabajar a
plena vista del público (véase la fotografía de la p. 307).
Mientras pintaba, “decidió contestar las preguntas y
explicar los problemas de la pintura mural”.⁵ El hecho
de que no haya usado cartones del tamaño contribu-
yó ciertamente al virtuosismo de su “performance” que
sólo le llevó diez días. Lo mismo que en sus tres pro-
gramas murales previos en Estados Unidos, Orozco no
trabajó solo; en este caso su asistente fue el joven pin-
tor Lewis Rubenstein, quien más adelante recordaba
que fue recomendado para el trabajo “posiblemente
Orozco en guerra: contexto y fragmentaciónde Bombardero y tanque (1940)James Oles
porque, más que cualquier otro artista norteamerica-
no, hacía murales de verdad al fresco”.⁶
La versión completa de Bombardero y tanque pesa
casi una tonelada y media y mide 275 cm de alto por
550 de ancho, está dividida en seis tableros separados,
cada uno de los cuales mide 275 por 91 cm.
Este formato horizontal se asemeja, más que a
ninguna otra cosa, a un biombo monumental coloca-
do plano contra la pared. En la edición de agosto de
1940 del Bulletin del Museum of Modern Art, que se
refiere a este proyecto, Orozco presentó seis posibles
configuraciones de los tableros en grupos de tres,
cuatro o seis (véanse pp. 310-311).⁷ Esta habilidad pa-
ra desconstruir o reconstruir una pintura de gran es-
cala parece única para aquel tiempo, pero la razón
original puede haber sido sobre todo práctica. En una
carta del 25 de mayo de 1940, Orozco señaló que “el
[mural] que voy a hacer quieren mandarlo después a
otros museos. Claro que se va a hacer pedazos, pues el
fresco es cosa delicada y que no debe moverse [… Ha-
brá] seis partes separadas para poder moverlo, empa-
carlo y viajarlo.”⁸ Pero la sola eficiencia no puede
explicar quizá los cambios propuestos por Orozco,
que se discutirán más adelante en este ensayo; sin
embargo, se comprende más lógicamente y así se lo
ha exhibido siempre en lo que pudiera llamarse su
presentación normal (fig. 233).
Orozco eligió su tema —“un aeroplano de bom-
bardeo”— mientras viajaba hacia el norte, a Nueva
York, por tren. Tema que a la llegada del artista fue
entusiastamente aprobado por el director del museo,
Alfred Barr.⁹ Orozco cambió de parecer varias veces
mientras pintaba en cuanto a las imágenes y dejó el
título al personal del museo, de acuerdo con un artícu-
lo en el New Yorker:
Orozco sigue haciendo tantos cambios que la gen-
te del museo no se siente segura de cómo llamarlo.
Su primer esbozo mostraba un avión más o me-
nos embrollado, embellecido con un proyectil, un
par de piernas humanas y un objeto redondo que
podría ser la cabeza de un aviador o una bomba.
El director del museo, el señor Alfred Barr, le
echó una mirada y aconsejó a su departamento
de publicidad que lo llamara “Avión de bombar-
deo”. En los siguientes esbozos, Orozco insertó
un tanque bastante grande y el señor Barr indicó
que el título debía aumentarse a “Bombardero y
tanque”. La semana pasada, al ver el fresco semi-
acabado, Orozco había reducido el tanque a un
corto espacio de huella de oruga y había añadido
varias caras enormes semejantes a máscaras […] el
señor Barr seguía sosteniendo el segundo título.¹⁰
De hecho, Orozco cedía por lo común la elección
de títulos para sus murales a los historiadores del arte,
pues consideraba que las descripciones textuales limi-
taban abiertamente la interpretación de sus imágenes.
A pesar de su nombre sencillo y franco, Bombardero
y tanque difícilmente puede ilustrar un suceso o unos
instrumentos bélicos en particular. El mural muestra
un montón fragmentado de formas humanas o mecá-
nicas vagamente abstractas, pintadas en su mayor par-
te con una reducida paleta de grises, azules y cafés
oxidados y arregladas en una composición burdamen-
te simétrica y triangular. Huellas de tanque, cadenas,
un proyectil parecido a una bomba y otras piezas me-
tálicas, más oscuras, retorcidas y enroscadas sobre un
eje horizontal, mientras la sección de la cola del avión
derribado se yergue en el centro, acentuada por un
triángulo intensamente rojo. Tres piernas humanas,
tres cabezas monumentales y curiosas formas serpen-
tinas aparecen también en medio de la ruina. A pesar
de que Orozco nunca explicó estos detalles por comple-
to, concedió que su tema general era “la subyugación
del hombre por las máquinas de la guerra moderna”.¹¹
A pesar de su importancia, Bombardero y tanque
permaneció mucho tiempo almacenado, en parte por
su incómodo tamaño, en parte porque los Zapatistas
de Orozco (1931 [fig. 37]) servían como ejemplo “mexi-
cano” más explícito de la obra del artista en la exposi-
ción permanente del museo y, quizá, en parte también,
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porque su agresiva condena de la máquina seguía sien-
do una presencia “ardiente” dentro de los “muros civili-
zados” de la institución. A pesar de haber sido incluido
en dos importantes exposiciones temporales a princi-
pios de los años noventa y en otra permanente en 1998,
el mural ha recibido atención crítica sólo recientemen-
te: su complejidad merece un análisis más detallado.¹²
Este ensayo explora primero las circunstancias
que rodearon la creación y presentación del mural en el
Museum of Modern Art de Nueva York, en el que Oroz-
co consideró necesario negociar un territorio que ha-
bía sido “reclamado” por Diego Rivera a principios de
los años treinta. A pesar de ser tan crítico con respec-
to al entretenimiento de masas, Orozco era profunda-
mente cínico acerca de su papel como actor al pintar
frente a un público vivo. En su tema específico resue-
na también la marcha de la guerra a través de Europa
en la primavera de 1940, lo mismo que las corrientes
subterráneas que configuraban las relaciones mexica-
no-estadunidenses por aquella época. El artista tenía
una particular conciencia del contexto institucional y
político que enmarcaba Veinte siglos de arte mexicano.
Con todo, las fuerzas que estaban detrás del encargo y
la creación no determinaron el mural, pues tanto la for-
ma como el tema se relacionan profundamente con la
obra anterior de Orozco como artista, en especial con su
amplia crítica de la máquina y de la guerra moderna.
En Bombardero y tanque, Orozco regresó a la imagen
de montones de desperdicios que desarrollara por pri-
mera vez a principios de los veinte como símbolo de las
fuerzas destructivas de la modernidad. Usó a propósito
un estilo marcado por la fragmentación de formas y es-
pacio, derivado en parte del cubismo, como ardid retó-
rico que rechazaba tanto lo totalmente abstracto como
lo abiertamente didáctico. En este último mural pinta-
do para un patrón estadunidense, Orozco fue capaz de
evitar la caricatura y la propaganda que aquejaba a la
mayoría de las imágenes de la segunda guerra mundial
y de crear en cambio una alegoría de la edad mecánica
que sigue siendo una de las imágenes más fuertes y
complejas de la guerra realizadas en el siglo xx.
Pintura y representación
En 1940, Orozco se situó frente al museo de Nueva
York como muralista y como antagonista. Aceptó “re-
presentar” como un artista mexicano connotado, pin-
tando en vivo para el público, pero también decidió
rechazar la imaginería mexicana estereotipada que
habían mostrado las exposiciones y publicaciones es-
tadunidenses desde 1920. Para comprender mejor esta
doble posición ayudará primero examinar la actuación
anterior de Diego Rivera para la misma institución.
Bombardero y tanque no fue el primer mural trans-
portable que comisionara el museo, como bien sabían
Orozco y sus patrones. En julio de 1930, por intercesión
de Frances Flynn Paine, una promotora de arte a suel-
do de la familia Rockefeller, se le ofreció a Diego Rive-
ra una exposición individual en el moma, la segunda
retrospectiva en esa institución relativamente nueva (la
obra de Matisse se había programado antes para 1931).
La exposición duró del 23 de diciembre de 1931 al 27
de enero de 1932 y fue un éxito de crítica y de públi-
co, testimoniando la habilidad de la joven institución
para atraer a un público masivo.¹³ No debe sorprender
que Rivera recibiera atención tan pronto: Alfred Barr
había hecho amistad con Diego en Moscú en 1927 y
Abby Aldrich Rockefeller —en parte por los grandes
intereses financieros de su familia en la América La-
tina— había empezado a promover en forma sistemá-
tica el arte mexicano, como coleccionista privada y
como patrona destacada en la esfera pública.¹⁴ Más
importante aún era que Rivera era quizá el artista
más famoso de esa época de cualquier parte de Amé-
rica. Su dominio de una gran variedad de estilos era
irresistible y su visión nacionalista concordaba con la
de muchos críticos de Estados Unidos al iniciarse la
depresión.¹⁵
Dado que, en general, el arte mexicano era más
ampliamente reconocido por sus murales de los años
veinte, fue natural que se programaran los frescos de
Rivera y, dada la imposibilidad de trasladarlos a Nue-
va York, hubo que encargar unos nuevos. Rivera pintó
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ocho obras in situ. Recicló la imaginería de sus ya famo-
sos programas en la Secretaría de Educación Pública,
en la ciudad de México, y del Palacio de Cortés en Cuer-
navaca para los primeros cuatro tableros portátiles de
los que cuando menos tres estaban terminados para la
apertura de la exposición. Un quinto tablero, La rebe-
lión (soldados y obreros) se refiere a México, pero no se
basa en un mural previo. Los tres tableros restantes
—Perforación neumática, Soldadura eléctrica y Acti-
vos congelados— tienen como tema el trabajo indus-
trial y la Depresión y fueron presentados al público
en una segunda “inauguración” celebrada en enero.¹⁶
De este “tríptico” posterior fue Activos congelados,
una crítica directa del capitalismo, el que causó mayor
controversia en la prensa, pero aparecieron amplias re-
señas e ilustraciones de todos los tableros, aumentando
así la asistencia del público. Al parecer éstos fueron los
primeros tableros transportables en la historia del
muralismo mexicano, pero para cuando Orozco llegó
a Nueva York en 1940, Rivera había utilizado con éxito
la misma estrategia técnica en varios ciclos adicionales,
estableciendo así precedentes aún más fuertes para
Bombardero y tanque.¹⁷ Orozco, quien se había encon-
trado por largo tiempo ante una competencia volunta-
ria con Rivera, debe haber visto su mural de 1940 como
una respuesta a los tableros de este último de 1931-32.¹⁸
Su presentación de un tema más internacional que
nacionalista recuerda los tres tableros “industriales” de
Rivera: quizá esperaba lograr una atención crítica simi-
lar al elegir un tema tan actual y controvertido como el
de Activos congelados. Pero Orozco fue más allá: su
tema, políticamente más ambiguo, y los nuevos arre-
glos de los tableros en diferentes composiciones, situa-
ron su obra como una alternativa más experimental a
la imagen estereotipada del muralismo mexicano como
ilustración didáctica. La escala mucho mayor en todo
sentido del mural de Orozco quizá da también prueba
de su intento de colocarlo más dentro de la esfera del
arte público que las “pinturas de caballete al fresco” de
Rivera (aunque en última instancia resultó una obra
de arte tan “privada” como cualquier otra del museo).
El pintar frescos transportables en un museo pue-
de haber sido innovador, pero el Bombardero y tanque
de Orozco, lo mismo que los anteriores tableros de Ri-
vera, mantenían la tradición de grandes pinturas de
salón (como la Coronación de Napoleón de David) en
las que la monumentalidad significaba llamar la aten-
ción en las abarrotadas habitaciones del salón (Un en-
tierro en Ornans de Courbet). Más directamente, quizá,
estos murales transportables recuerdan la “exhibición
especial: una pintura por admisión pagada” de El co-
razón de los Andes y Niágara de Frederick Church en
el Nueva York del siglo xix. Las pinturas de Church,
como “arte serio y entretenimiento popular”, también
atrajeron multitudes.¹⁹ En el Museum of Modern Art,
las pesadas colgaduras y las plantas tropicales que ha-
bían acompañado a El corazón de los Andes fueron sus-
tituidos por cubetas metálicas, telones y frascos llenos
de pintura así como por los propios artistas. A pesar
de que Orozco tomó al final una postura más crítica
vis-à-vis su papel como un artista comisionado por el
museo, tanto él como Rivera se vieron forzados a tra-
bajar en un contexto en el que el arte se había conver-
tido en un espectáculo teatral (lo que más adelante se
llamaría una exhibición blockbuster [demoledora]) con
el artista como celebridad en el programa.
De hecho, en 1931 y 1940, los artistas mexicanos
fueron exhibidos al igual que sus obras. En los dos ca-
sos, las publicaciones del museo lo conmemoraron así,
al incluir fotografías de los artistas en acción, precurso-
ras de los retratos de Jackson Pollock hechos por Hans
Namuth. Desde luego, el llevar a los muralistas al mu-
seo servía a varios propósitos puramente funcionales.
A pesar del costo de hospedaje de los artistas, al hacer
murales más pequeños en Nueva York, los curadores
solucionaron el problema de envío de obras pesadas
y frágiles desde México. Los murales transportables
resultaban también, como señaló el propio Rivera,
apropiados para “un país donde los edificios no duran
mucho”.²⁰ Su creación servía también como un taller
profesional que daba a los aspirantes a muralistas la
oportunidad de aprender con el ejemplo. En 1931, va-
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rios artistas de Estados Unidos empezaban a conside-
rar un renacimiento local del mural. En 1940, aunque
asediadas, la Works Projects Administration y la Trea-
sury Department’s Administration Section of Fine Arts
siguieron encargando murales por todo el país y mu-
chos artistas creían —erróneamente según se vio des-
pués— que estos programas sobrevivirían la década.
Las actuaciones de Rivera y Orozco deben verse,
sin embargo, también como actos publicitarios, cui-
dadosamente preparados para alentar el interés del
público en las exposiciones en curso. Si por su monu-
mentalidad los originales eran inamovibles, cuando
menos la técnica y el “sentimiento” de la pintura al fres-
co, que nunca se trasladan bien en las reproducciones,
podían ser vistas por el público. Más todavía, llevar a
artistas famosos al museo era una demostración de las
mismas autoridad y poder que habían generado esos
despliegues antropológicos, populares aunque trági-
cos, de especímenes humanos vivos en las ferias in-
ternacionales del siglo xix.²¹ Nada indica que Rivera,
consumado actor, haya hecho alguna objeción a esta
popularización de su obra como muralista ni en Nue-
va York ni en México.²² El tremendo éxito de su retros-
pectiva ayudó de hecho a cimentar su preeminencia
entre los artistas mexicanos y virtualmente le garan-
tizó subsiguientes encargos. Pero, tal como lo revela la
siguiente anécdota, el propio Orozco sentía un gran
escepticismo en cuanto a su participación en una ex-
hibición que se apoyaba en el espectáculo del otro.
En sus memorias, la tratante de arte Inés Amor,
de la ciudad de México, recuerda la opinión porfiada de
Orozco acerca de su presentación en vivo en el Mu-
seum of Modern Art. En el momento de la inaugura-
ción de Veinte siglos, la señora Amor asistió a una cena
en Hillcrest, la propiedad de los Rockefeller en North
Terrytown, Nueva York, y se sentó en la mesa de honor
junto a Abby Aldrich Rockefeller, Orozco y Paine.²³
Esta última se volvió hacia Orozco y le preguntó:
—Dígame, maestro, ¿qué hace usted en Nueva
York?
—Trabajo como payaso —le contestó Orozco.
—¿Como payaso?
—Sí, señora, en un circo.
Empecé a hacerle señales, dándole de punta-
piés bajo la mesa para recordarle que Rockefeller
había pagado su viaje. No podía haberme hecho
menos caso y le explicó que el Museum of Mod-
ern Art era un gran circo en el que él era la atrac-
ción mientras pintaba el Bombardero.²⁴
Inés Amor también podía haber recordado a Oroz-
co que Bombardero y tanque había sido comisionado
por un fondo a nombre de Abby Aldrich Rockefeller
y que la señora Rockefeller había sido uno de los mayo-
res patrones de su ciclo mural en Dartmouth College.
La poco política conversación de Orozco durante
la cena merece un mayor análisis. En un nivel, provoca
problemas a su manera, como lo hizo Rivera al insertar
un retrato de Lenin en su mural del rca de 1931. El co-
mentario pretende afirmar cierta independencia ante
sus patrones y distanciarse del atractivo de masas de
Veinte siglos de arte mexicano. Quizá hasta haya cono-
cido la opinión del propio Barr sobre la institución:
“Éste no es un museo tradicional. Es una continua no-
che de inauguración; es un circo de tres pistas.”²⁵ Pero
la visión crítica de Orozco sobre las exposiciones de
arte mexicano como espectáculos que, según creía, es-
taban prejuiciados a favor de los estereotipos rurales
y, en especial, de la obra de Rivera, apenas si era nove-
dosa. En 1928, Orozco mostró su desagrado ante una
exposición de arte mexicano, con fondos Rockefeller,
cuya curadora fue la señora Paine, en el Art Center de
Nueva York. Como escribió a su gran amigo Jean Char-
lot: “Te participo que el único objeto de la exhibición
es vender chácharas de ‘arte (?) popular mexicano’, un
negocio comercial, para el cual nuestros cuadros sólo
han servido de carteles de propaganda.”²⁶ Igualmente,
en una carta a su esposa, Orozco se refiere tanto a la
retrospectiva de Rivera en 1931 como a la exposición
del moma como “mitotes”, palabra que originalmente se
usaba en México en relación con festejos aztecas, pero
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que había llegado a significar cualquier acto o celebra-
ción exagerada, siempre con un sentido teatral.
Pero un circo es también una forma de entreteni-
miento de masas que combina hazañas que desafían
la muerte, actuaciones cómicas y con frecuencia la pre-
sentación del otro como fenómeno o curiosidad. Aquí
debemos recordar que Orozco era un muralista con una
sola mano, quien ya se había sentido atraído hacia are-
nas de entretenimiento popular semejantes, como lo
atestiguan sus Casas del llanto, acuarelas cuyo tema es
un burdel, a principios de los años diez, y sus imáge-
nes del espectáculo de vodevil neoyorquino de fines
de los veinte, obras hechas no para mostrar respeto
hacia la cultura de masas, sino, al contrario, para ex-
poner la vacuidad de la vida urbana contemporánea
y, por extensión, la debilidad de las estructuras políti-
cas contemporáneas y de sus líderes. Los “héroes” de
Orozco no son los que gozan del atractivo popular, si-
no aquellos cuyas profecías son rechazadas o malin-
terpretadas. Tan sólo en sus murales de Estados Unidos
encontramos un Prometeo rechazado por sus benefi-
ciarios, un rey-filósofo (Quetzalcóatl) echado por los
escépticos y un Cristo que destruye la carga de marti-
rio que le ha colocado el catolicismo institucional.
Para Orozco, el éxito mismo del museo al atraer
gran cantidad de espectadores testimoniaba su fracaso
como una arena con potencial crítica intelectual. Podía
justificar su compromiso personal como participante
mediante una sarcástica autodefinición que lo ponía
en el papel de actor, pero crearía un mural que, en su
franca e iracunda condena de la guerra mecanizada,
mostraría que de ninguna manera estaba payaseando.
Arte-petróleo-guerra
Veinte siglos de arte mexicano no fue sólo la arena pú-
blica de la actuación individual de Orozco, sino tam-
bién un acontecimiento espectacular determinado, en
gran parte, por espectáculos más serios y peligrosos
que ocurrían por entonces en Europa y Asia. En tér-
minos generales, si Bombardero y tanque puede verse
como respuesta a la experiencia previa de Rivera en
el moma y como promoción de Orozco en cuanto ac-
tor público, es también una obra cuya iconografía con-
tradice en forma explícita la visión del arte mexicano
que el público había llegado a esperar. En cambio, el
mural de Orozco es un comentario directo a los sub-
textos políticos y económicos que habían llevado al
arte mexicano al moma en primer lugar.
Desde fines de los años veinte y a todo lo largo de
los treinta, los críticos, tratantes, coleccionistas y hasta
los turistas se habían asegurado de que el renacimien-
to cultural que siguió a la Revolución mexicana tuviera
una amplia difusión por Estados Unidos. Gradualmen-
te fue formándose un cierto canon de artistas e imá-
genes en la mente del público estadunidense, cuando
menos en quienes prestaban atención a la cultura de su
vecino del sur.²⁷ Este canon, con modificaciones suti-
les y discutiblemente inconexas, seguiría por mucho
del siglo xx. Dicho con sencillez, constaba en primer
lugar de obras de los muralistas principales —Rivera,
Orozco y David Alfaro Siqueiros— y otros más cuya
iconografía era clara e indudablemente “local”, como
José Guadalupe Posada, Rufino Tamayo, Miguel Cova-
rrubias y, algo después, Frida Kahlo. Lo más importan-
te era que el arte mexicano tenía que verse
“mexicano”. A pesar de que las escenas revoluciona-
rias habían sido ampliamente vistas y admiradas, las
imágenes coloridas tomadas del folklore rural tradi-
cional dominaban las exposiciones y publicaciones.
Con frecuencia se discutía y exhibía el arte moderno
al lado tanto de imágenes precolombinas como popu-
lares, haciendo así hincapié en la continuidad intem-
poral y la diferencia racial. Este discurso, visual y
escrito, diferenciaba al arte mexicano del de Europa o
Estados Unidos y apelaba a los críticos estaduniden-
ses a localizar una cultura más antigua, auténtica y
comunitaria en este continente.²⁸
Así pues, el arte mexicano apenas si era nuevo
para el público de Estados Unidos, adonde en 1940 el
moma hizo llevar tres vagones de arte antiguo, moder-
no y popular desde México, lo suficiente para llenar
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todo el edificio y transformar el jardín interior en un
mercado mexicano.²⁹ Este espectáculo hubiera sido
más apropiado para la Feria Mundial de Nueva York,
abierta por entonces (en la que había una exposición
más pequeña de pintura mexicana moderna en el Pa-
bellón Mexicano). aunque es posible que los organi-
zadores de Veinte siglos contaran con los beneficios
de públicos que se traslaparan. De hecho, como una ex-
posición de esta magnitud sólo rara vez había sido vis-
ta dentro del contexto de un museo, este proyecto
estuvo con seguridad entre los primeros megaproyec-
tos que en las décadas siguientes formarían creciente-
mente la práctica de los curadores. La contribución
financiera e intelectual del gobierno mexicano y de
los principales académicos mexicanos, lo mismo que
la publicidad y la asistencia no tenían precedentes: la
muestra no fue tanto un ejemplo de apropiación colo-
nialista como de colaboración entre buenos vecinos,
aunque los motivos económicos fueran igualmente
importantes.
En 1939, cuando el moma decidió presentar un re-
sumen del arte mexicano desde sus orígenes precolom-
binos hasta el presente, la colección permanente de la
institución incluía ya más obras de México que de cual-
quier otro país latinoamericano. Desde luego, esto se
debía en parte a la innegable importancia de los acon-
tecimientos artísticos del sur de la frontera y a los es-
trechos lazos geográficos y culturales de México con
Estados Unidos, pero también lo determinaron las agen-
das específicas, culturales y económicas, de los Roc-
kefeller, patrones principales del museo y actores
clave, por medio de la Standard Oil, en la lucha por la
propiedad de las reservas mexicanas de petróleo que
se había iniciado desde la Revolución. En este contex-
to, no puede sorprender la decisión de presentar a Mé-
xico en una gran exposición, que serviría también
para estrechar los lazos con una nación que podría
ser un aliado importante si la guerra llegara a involu-
crar a Estados Unidos.³⁰ Sin embargo, no fue sólo la
diplomacia lo que llevó al moma a reorientar sus inte-
reses hacia la América Latina a principios de los años
cuarenta. El estallido de la guerra significó la cancela-
ción de varios proyectos que requerían participación
europea.
No resulta sorprendente que varios escritores ha-
yan enmarcado Veinte siglos en los términos de los
sucesos europeos, aun cuando la selección de los cu-
radores destacara objetos temporal y culturalmente
alejados de la guerra. El prólogo del museo al catálo-
go de la exposición apenas si alude al conflicto al ob-
servar que el arte mexicano “conserva esa alegría, esa
serenidad y ese sentido de la dignidad humana que el
mundo necesita”.³¹ Pero si el museo y el gobierno me-
xicano veían el arte como un medio de procurar un
escape conveniente y práctico de los sucesos contem-
poráneos, casi todos los reseñistas relacionaron las tra-
gedias de la historia mexicana con las que ya habían
perpetrado los nazis. De acuerdo con un crítico: “La
historia de la conquista española de México es uno de
los capítulos más familiares de la historia mundial, co-
nocido por su violencia sangrienta, tan semejante al
destino de Polonia y Holanda en la actualidad.”³²
Jean Charlot fue aún más visionario. Como si hu-
biera escrito en respuesta directa al prólogo del catá-
logo, se preguntaba si la exposición no debiera haber
sido más didáctica. “Si consideramos el mundo actual,
tan cruelmente diferente del mundo optimista de años
pasados, el arte mexicano, en su aspecto más severo,
se anota un punto profético; hubiera sido una presen-
tación de mayor responsabilidad si la muestra presente
hubiera tenido el valor de subrayarlo.”³³ Junto con otra
de las pinturas exhibidas —El eco de un grito de Siquei-
ros (1937, fig. 235)— Bombardero y tanque de Orozco
proporcionaba pruebas directas de ese mundo “cruel-
mente diferente” de 1940. En verdad, estas dos obras
manifiestan la importancia de los sucesos internacio-
nales, y aun las preocupaciones universales, en agudo
contraste con el contenido “exótico” de casi todo otro
objeto incluido en Veinte siglos, desde las esculturas
precolombinas y barrocas hasta las pinturas de Abra-
ham Ángel y Kahlo, sin mencionar el abundante arte
popular.³⁴
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Desde luego, Orozco tenía una clara ventaja: le co-
misionaron el mural hacía poco, no fue seleccionado, y
lo terminó en un momento histórico crucial. Más ade-
lante, Alfred Barr recordaría que el mural “se pintó dos
meses después de Dunquerque. Su mente sufría, como
la de todos nosotros, el shock de la guerra mecánica que
acababa de aplastar a la Europa occidental.”³⁵ Orozco
era un tanto oblicuo al hablar de la conexión específi-
ca entre su mural y la invasión de Francia y pocas prue-
bas de sus ideas permean las reseñas contemporáneas,
basadas casi todas ellas en una exhibición previa para
la prensa del 18 de junio, antes aun de que el artista hu-
biera empezado a pintar. Emily Genauer, del New York
World-Telegram, reportó que Orozco “dijo que su propó-
sito […] no era glorificar la guerra, sino retratarla, pues
es un fenómeno apasionante el poder dinámico que re-
presenta un avión de bombardeo”.³⁶ (Uno se pregunta
si se le escapó este bombo futurista para confundir a
sus oyentes en un momento especialmente trágico.) El
New Yorker señaló simplemente que el artista “trata en
general de ofrecer la idea de la destrucción mecanizada
típica de nuestro tiempo”.³⁷ Sin embargo, Orozco fue
tan vago que el reportero del New York Times, “tras
decir ‘mi periódico tiene que presentar algo concreto
a su público’, se fue desesperado y no escribió nada”.³⁸
Quizá Sarah Newmayer, publicista del moma, revelara
cierto nerviosismo acerca de que los reporteros malin-
terpretaran el mensaje de Orozco, por lo que les recor-
dó que “Orozco no es un propagandista. No glorifica,
en ningún sentido, la guerra ni tampoco la golpea.”³⁹
El comentario de Newmayer parece poco acertado,
dada la clara condena de Orozco a la guerra mecánica
y a su capacidad de lograr la destrucción total —sea
quien fuere el protagonista, sea quien fuere la vícti-
ma. Pero quizá esta refutación oficial del moma refleja la
atmósfera tensa de finales de la primavera de 1940. El
pacto nazi-soviético en agosto de 1939 desarmó la mo-
vilización comunista contra Hitler hasta la invasión ale-
mana a la Unión Soviética en 1941. Tanto en Estados
Unidos como en México, esta movida estratégica per-
mitió una curiosa convergencia de aislacionistas y an-
tifascistas: ambos podían haberse opuesto a la guerra
en general, pero ahora no querían o no podían tomar
partido. A pesar de que la caída de París el 14 de junio
fue una señal de que la “neutralidad” de Estados Unidos
(y de México) no podía durar mucho más, las líneas no
estaban aún del todo claras. Ciertamente, el gobierno
de Lázaro Cárdenas (y después del 1 de diciembre de
1940, el de su sucesor, Manuel Ávila Camacho) caminó
con mucho cuidado, evitando, a la vez, una confron-
tación con la oposición local pro-Eje y negociando la
“unidad hemisférica” con Estados Unidos. De hecho,
a pesar de la oposición diplomática al fascismo, Mé-
xico permanecería neutral hasta mayo de 1942, cinco
meses después de Pearl Harbor, cuando los nazis hun-
dieron dos barcos-tanque mexicanos, entonces se unió
rápidamente a los aliados.⁴⁰ Así pues, Orozco pintó el
mural para el moma en un turbio momento político,
en pleno debate entre los aislacionistas y los interven-
cionistas, lo que puede explicar su negativa a “glorifi-
car” o “golpear” explícitamente a los aliados o al Eje. No
obstante, el hecho es que el tema del mural de Orozco
necesitaba una lectura antifascista. Hacia junio de 1940,
los aliados habían tenido pocas oportunidades para
usar sus propios bombarderos: lo que había creado esa
ruina era el ruido aterrador y el tino mortal de los Stu-
kas alemanes, primero en España y ahora en Francia.
A pesar de que el tema de Orozco se relaciona con
los terribles bombardeos que devastaron a la población
civil a fines de los treinta, resulta revelador que la re-
ciente blitzkrieg alemana apareciera en la discusión
contemporánea sobre el estilo violento y libremente
expresionista del artista, tan diferente de las pinceladas
cuidadosas y mínimas de Rivera. Hacía tiempo que se
había descrito el método de Orozco en términos beli-
cosos como “golpe” y “ataque”, pero esta vez las alusio-
nes eran más profundas. Así como los críticos de Veinte
siglos veían la historia de México a través del lente del
conflicto europeo, así la rápida actuación de Orozco se
relacionó con la invasión de Francia. El departamento
de publicidad del moma informó a los reporteros: “Blit-
zea en esta obra.”⁴¹ El periódico PM utilizó una broma
170
aún más lamentable en el título de su reseña: “Oroz-
co pintablitzea el mural del Museo moderno.”⁴² Hasta
el soporte de Orozco, conjunto divisible de partes libe-
radas de la arquitectura, sufre la violencia en contra
de su integridad, justo como por entonces rompían los
límites políticos para ser reconfigurados por nuevos
poderes. En definitiva, pues, lo mismo que por su te-
ma, el mural del moma reaccionaba ante la guerra en
Europa.
El mural de Orozco puede relacionarse también
con un segundo y mayor asunto, el que dominaba por
entonces las relaciones entre Estados Unidos y Méxi-
co y que concernía, en particular, a los principales pa-
trones del moma: el petróleo mexicano. La revista Time
ya había subrayado, ciertamente, la conexión entre el
arte y el petróleo en fecha tan temprana como 1937:
“Lo mismo que el petróleo mexicano, el arte mexicano
es una mercancía por la que los ciudadanos estaduni-
denses tienen un interés considerable. Quienes desean
sacar petróleo de México tienen cada vez mayores di-
ficultades. Quienes quieren ver o comprar arte mexi-
cano lo tienen cada vez más fácil.”⁴³
Tras largos años de negociaciones con las compa-
ñías petroleras, cuyos dueños eran extranjeros, el go-
bierno mexicano nacionalizó finalmente la industria
en marzo de 1938. Después de la expropiación y de-
bido en gran parte al subsiguiente boicot de Estados
Unidos al petróleo mexicano, el gobierno de Cárdenas,
que no tenía simpatía alguna por los fascistas, se vio
forzado por razones económicas a comerciar con Ja-
pón, Alemania e Italia a cambio de las muy necesarias
materias primas y partes de maquinaria.⁴⁴ Si bien, al
principio, la administración de Roosevelt, por la pre-
sión de las compañías petroleras domésticas, se vio
obligado a mantener una línea dura con México, fi-
nalmente logró un compromiso (más benéfico para
México que para Estados Unidos). El boicot se levan-
tó en mayo de 1940, justo cuando Orozco empezó a
trabajar, y en noviembre de 1941 se firmó un acuer-
do más detallado. La unidad hemisférica y las preocu-
paciones del mercado regional triunfaron sobre los
intereses, relativamente más limitados, de la Standard
Oil y demás empresas.⁴⁵
En 1939, antes de que se resolviera la crisis, Nel-
son Rockefeller arregló una conferencia privada con
Cárdenas en Jiquilpan para discutir los problemas.⁴⁶
A pesar de que Rockefeller arguyó que estaba allí sim-
plemente como “lego” con el intento de limar asperezas,
resultaba difícil negar que los intereses personales y
familiares en la Standard Oil configuraban las nego-
ciaciones, en particular su propuesta de dar a México
una propiedad minoritaria en las compañías que segui-
rían siendo propiedad de extranjeros. No es de sorpren-
der que Cárdenas rechazara ese plan, pero durante esa
misma reunión en Jiquilpan, Rockefeller, como presi-
dente del moma, distrajo la atención (e intentó facili-
tar así los tratos de negocios) al discutir la posibilidad
de acoger una exposición de arte mexicano en Nueva
York.⁴⁷ Si ciertamente era difícil sacar petróleo de Mé-
xico, con certeza era más fácil obtener arte. Cárdenas
se comprometió a apoyar la muestra, que desde luego
vio como un golpe publicitario, ya que los artículos
que criticaban a México en numerosas fuentes eran
por entonces comunes en la prensa de Estados Unidos.
Tanto para Rockefeller como para Cárdenas, po-
ner el arte mexicano en el moma serviría como panta-
lla diplomática para los traumas corrientes políticos y
económicos implicados en el petróleo. Así, la ausen-
cia general de imaginería antifascista o antibélica en
Veinte siglos no sólo reforzaba la visión intemporal y
seductora de México, sino que evitaba las propias con-
troversias que habían sacudido las relaciones entre los
dos países. Cuando menos en el nivel conceptual, el
petróleo y el arte no se mezclarían. Más o menos un
año antes, en efecto, el gobierno “revolucionario” de
Cárdenas había ordenado la destrucción de Mitos re-
ligiosos y Mitos paganos de Juan O’Gorman (1937-38),
parte de un ciclo mural surrealista para el aeropuerto
en Balbuena. Mitos paganos fue censurado cuando el
embajador alemán se quejó por las caricaturas de Hitler
y Mussolini hechas por el artista, en el momento en que
México dependía de la exportación de petróleo al Eje.⁴⁸
171
El mural de Orozco de 1940 no era ni pintoresco
ni intemporal; violaba brutalmente lo que el público es-
peraba acerca del contenido “mexicano” del arte mexi-
cano. Al rechazar el uso del arte mexicano como telón
para esconder el drama político y económico detrás del
escenario, Bombardero y tanque es un comentario di-
recto a los acontecimientos europeos que configuraron
Veinte siglos de arte mexicano. Además pone en primer
plano dos instrumentos de la técnica que requieren
ese petróleo tan estimado por los Rockefeller, codiciado
por los fascistas y necesario para los (futuros) aliados,
sea o no que la conexión entrara en el propósito del ar-
tista. El mural se refiere menos al aspecto humano del
conflicto que a las consecuencias trágicas inherentes a
máquinas que, operadas por amigos o enemigos, de-
pendían del petróleo mexicano. En el contexto de una
exposición configurada institucional y críticamente
por la guerra europea (a pesar de los esfuerzos por
presentar un escape a esos acontecimientos), la deci-
sión de Orozco de elegir “la subyugación del hombre
por las máquinas de la guerra moderna” como tema
evidente de la comisión del moma tiene aún más sen-
tido.
La blitz de Orozco
El principal crítico cultural de México, Carlos Monsi-
váis, señaló alguna vez que “para la inmensa mayoría
de los mexicanos, incluyendo la significativa minoría
que simpatizaba con los alemanes, la segunda guerra
mundial parecía un espectáculo, algo enormemente
divertido y distante que proporcionó al país, sin dar
aviso, oportunidades económicas y sociales”.⁴⁹ Estas
oportunidades incluían un auge en la exportación de
materias primas, un aumento de la industrialización
y la institución del programa “Bracero” para los traba-
jadores migrantes. Pero para los muralistas principales,
con plena conciencia de la amenaza del fascismo, la
guerra representaba algo más que una época de mayor
comercio e intercambio a través de la frontera. Rivera,
Orozco y Siqueiros, cada uno a su manera, habían de-
nunciado el peligro internacional del fascismo mucho
antes de las varias invasiones nazis a fines de los
años treinta. Los tableros de Rivera, Hitler y Mussolini,
parte de su ciclo Retrato de América (1930) en la New
Workers School de Nueva York, estaban entre los pri-
meros e importantes asaltos visuales a los líderes del
fascismo europeo que se hayan hecho en cualquier
parte de América. Siqueiros modificó su Retrato de la
burguesía (Sindicato Mexicano de Electricistas, ciu-
dad de México [1939-40]) al alba del pacto germano-
soviético. La versión final rechaza el retrato explícito.
En cambio, el mal está encarnado por el demagogo
con cabeza de loro que depende de una máquina mili-
tarmente estandarizada y brutalmente capitalista,
amenazada por un solo soldado proletario de propor-
ciones monumentales.
Orozco evitó una propaganda tan clara. Hay cons-
tancia de que declaró que Bombardero y tanque no te-
nía “significado político”, aunque es imposible
tomarle la palabra dado que la imaginería del mural
está explícitamente relacionada con la guerra.⁵⁰ De he-
cho, no mencionó en forma específica los trágicos
acontecimientos de 1939-40 ni en su Autobiografía de
1942 ni en Orozco “Explains”, el críptico ensayo in-
cluido en el número del Bulletin del moma dedicado a
Bombardero y tanque. La guerra que más le afectó ha-
bía sucedido veinte años antes, si bien recordaba con
ironía total que “La revolución fue para mí el más ale-
gre y divertido de los carnavales, es decir, como dicen
que son los carnavales, pues nunca los he visto.”⁵¹
Ciertamente, a mediados de los años treinta, Orozco
había empezado a explorar los monstruos y payasos
de un espectáculo lateral —a saber, el ascenso del to-
talitarismo en Europa. Estas obras ayudan e infor-
man las estrategias innovadoras de Bombardero y
tanque.
Podríamos empezar por señalar que los temas
de lucha y oposición simbolizados en Bombardero y
tanque por la compresión del tanque y el avión, son bá-
sicos en la obra general de Orozco. “La desolada amar-
gura de Orozco, la ausencia de esperanza, nacida de la
172
colisión entre el anhelo y la realidad, es sólo uno de los
aspectos más notables de su psicología.”⁵² Octavio Paz
interpreta el derrumbe del avión y del tanque menos
como una “escena” histórica que como un ardid iróni-
co tomado de corrientes más profundas: “El icono de
Orozco no es un dios o una idea, sino una realidad pre-
sente aquí y ahora y eterna, universal y concreta, una
realidad siempre en pugna consigo misma. El icono
está doblemente amenazado por la abstracción y la ex-
presión, por la universalidad y la singularidad.”⁵³ De
hecho, en un tono poético que dice todo y nada a la vez,
esta cita de Paz recuerda la oposición fundamental
presente en forma e imagen en Bombardero y tanque.
Así, en el mural resuena el famoso cartel constructivis-
ta de El Lissitsky, Vencer a los Blancos con la Cuña Roja
(1919) —que es quizá la representación icónica del
ataque en la historia de la abstracción formal, revolu-
cionaria tanto de modo literal como figurativo—, aun-
que carece del propósito didáctico claro del cartel.
Sin embargo, como señaló después el crítico de
arte Antonio Rodríguez: “a pesar de estar organizadas
de modo diferente, las formas de este mural aparecen
con frecuencia en la obra previa de Orozco”.⁵⁴ El hinca-
pié en las partes rotas de las dos máquinas se relacio-
na específicamente con los montones de desperdicios
de sus ciclos murales de los años treinta, en los que se
amontonan turbinas y engranajes, tubos y cadenas,
pintados casi siempre de gris acero, simbolizando la
catástrofe desde la conquista hasta la edad de la má-
quina.⁵⁵ En Dartmouth, por ejemplo, Cortés se yuxtapo-
ne a una destrucción igual a fin de señalar el impacto
catastrófico, aunque inevitable, del armamento euro-
peo en América; en Catarsis (Palacio de Bellas Artes,
1934 [fig. 252]) las partes de maquinaria son parte de
un paisaje caótico de decadencia económica y social,
purificado por el fuego. Hay otros paralelos menos
directos: el “proyectil” que aparece a la izquierda del
mural del moma recuerda los cuchillos que atraviesan
cuerpos y magueyes en varias obras de los años trein-
ta, y aun el uso de vehículos destrozados como meto-
nimia de la guerra que aparecieron en Tren
dinamitado (1926-28 [fig. 42]), donde Orozco pintó la
destrucción de una revolución anterior a bombarde-
ros y tanques.
Más específicamente, Orozco se refirió antes a
los acontecimientos de Europa cuando menos dos ve-
ces en sus murales de Guadalajara. En su ciclo del Pa-
lacio de Gobierno (1936-37), la pared oeste, llamada
por lo común El carnaval de las ideologías, muestra
una densa muchedumbre de figuras disfrazadas, bu-
fones con rasgos faciales que aluden a Mussolini,
Roosevelt, Zapata y Stalin (fig. 236). “Hoces, cruces,
suásticas, gorros frigios, fasces, todo mezclado en el
gran espectáculo de símbolos, lemas e ideologías. Pa-
recería que para el pintor todo da lo mismo, que toda
la guerra de ideas no es más que un farsa.”⁵⁶ Al apo-
yarse en la caricatura, este tablero se relaciona estre-
chamente con los cartones políticos de Orozco de los
años diez y veinte, lo mismo que con el ciclo del se-
gundo piso de la Escuela Nacional Preparatoria. Su
“tríptico” de tableros sobre el militarismo, del lado
oeste de la nave sur en el Hospicio Cabañas (1938-39)
es mucho más abstracto, casi precisionista. Los dicta-
dores, Despotismo y La masa militarizada incluyen,
cada uno, tendidos de alambre de púas en la sección
inferior que protegen líneas de figuras geométricas
en marcha, recordando el campo de desfiles de Nu-
remberg. A diferencia de los que aparecen en El car-
naval de las ideologías, las figuras principales de Los
dictadores no están identificadas por símbolos o ras-
gos personales, pero son igualmente carnavalescas; se
han convertido en monstruos anónimos, seudoprimi-
tivos, que dirigen formaciones masivas de una horda
indiferenciada, casi inhumana (fig. 237).⁵⁷
Sin embargo, en Bombardero y tanque, Orozco
“abstrajo” aún más su interpretación de los aconteci-
mientos en Europa y Asia, no sólo en términos forma-
les, sino en relación con ideologías políticas
específicas. En este cataclísmico accidente de tráfico,
carente de caricaturas o de un simbolismo abierto, se
ha destilado la guerra hasta los conceptos básicos de
muerte y destrucción. Esto era de esperarse, pues ha-
173
cia 1940 los discursos y mítines de fines de los años
treinta habían hecho surgir tragedias horribles y par-
ticulares. Es evidente que en el contexto de mayo de
1940, Orozco debe haber sabido que Bombardero y
tanque sería entendido como una crítica de la blitz-
krieg, aunque el mural no incluye claves formales ex-
plícitas que lleven a esta lectura. ¿A quién pertenecen
estos bombarderos o tanques? Puede vérselos como
representación de fuerzas opuestas (el aire versus la
tierra, el Eje versus los aliados), pero su carencia de se-
ñales explícitas, nacionales o de escuadrón, y su esta-
do ruinoso parece implicar que todas las partes son
igualmente culpables cuando la máquina se usa con fi-
nes destructivos. Cualquier deseo de secreto o claridad
se ve frustrado, sin embargo, porque el mural rechaza
la simplicidad de la propaganda y el impulso didácti-
co de tanto arte bélico. No sólo se le niega a quien lo
ve la capacidad de distinguir entre “bueno” y “malo”,
sino que toda la composición subraya la impotencia
de actuar: los rostros están ocultos, las bocas y los ojos
resultan atravesados, las partes de las máquinas retor-
cidas e inservibles. Este mural puede ser antifascista
pero no sirve como propaganda.
El hecho de que las máquinas de Orozco ya no sir-
van distingue su mural del moma de otras metáforas
de la edad de las máquinas del periodo, desde las imá-
genes enteramente benevolentes de los diques de la
Tennessee Valley Authority que aparecen en los mura-
les New Deal a las máquinas funcionales pintadas con
frecuencia por Rivera. En el fresco de este último para
el edificio de la rca en Nueva York, Hombre en la en-
crucijada (1933 [fig. 251]), se presenta la televisión en
términos ambivalentes, como un invento reciente que
podría promover el capitalismo o el marxismo, según
quien controlara la transmisión. Sin embargo, Rivera
utilizó claves ilustrativas, como las pantallas que mues-
tran armamento y un mitin del 1º de mayo en los án-
gulos superiores del proyecto original para rca, a fin
de indicar el camino que el público y la corporación
debían seguir.⁵⁸ De modo semejante la pintura de Ri-
vera en la planta de automóviles Ford en River Rouge
(Industria de Detroit [1932-33], Detroit Institute of Arts
[fig. 215]) muestra la fábrica misma como algo ni
bueno ni malo en sí; son los que la dirigen los que de-
terminarán su impacto sobre la clase obrera. Orozco
mismo se hizo eco de este uso doble de la técnica al
mencionar la imprenta en su ensayo de 1940: “Unas
cuantas líneas de un linotipo en acción pueden iniciar
una guerra mundial o pueden significar el nacimien-
to de una nueva era.” Sin embargo, a diferencia de es-
tas otras máquinas, el avión de bombardeo y el
tanque de Orozco se muestran como completamente
inoperantes porque son fundamentalmente diferen-
tes. No tienen capacidad constructiva; no hay ningún
“buen” servicio al que puedan dirigirse. Es más, como
máquinas no funcionales, poco uso tienen para los
propagandistas.
En Bombardero y tanque, Orozco rehusó tomar
una posición política estrictamente atada al binario ma-
niqueo (izquierda versus derecha, democracia versus
fascismo). En una época en que se unían con frecuen-
cia los términos “antibélico” y “antifascista”, Orozco
elimina este último, divorciando el concepto de gue-
rra de cualquier especificidad partidista. Esto puede
ser resultado del pacto nazi-soviético que forzó a los
de línea dura a desechar la línea antifascista; sin em-
bargo, dada la independencia ideológica de Orozco,
considero más plausible que tal ambigüedad estuvie-
ra dirigida a desarmar el mural, figurada y literal-
mente, de cualquier función de propaganda más allá
de la admitida condena generalizada a la guerra. La
obra no muestra ni víctimas ni vencedores. Aun al fi-
nal de la segunda guerra, Orozco pintó valores tan en-
salzados como la Victoria (fig. 45) y la Libertad (c.
1945; colección de Jacques y Natasha Gelman [fig.
238]) como prostitutas hinchadas, ignorando a vence-
dores y vencidos.
A pesar de que su Bombardero y tanque nada tie-
ne de ambivalente en su condena de la guerra en ge-
neral, sigue siendo una pintura ambigua vis-à-vis las
alianzas que ya se habían formado o que pronto lo
harían, y así recuerda más de cerca el fresco anterior
174
del artista, La trinchera (1926, Escuela Nacional Prepa-
ratoria), que sus tableros de Guadalajara de los años
treinta (fig. 239). En ambas obras, fuertes diagonales
envían a quien las ve hacia todas direcciones, arriba
y abajo, izquierda y derecha, como una referencia for-
mal a la confusión política misma. También las posi-
bles interpretaciones de La trinchera son igualmente
elusivas: ¿quiénes son estos revolucionarios? ¿Repre-
sentan rivales o compañeros de combate? ¿Están vivos
o muertos? Es la tragedia general de la Revolución mis-
ma, más que una declaración de partido, lo que apare-
ce en primer plano. Orozco había reelaborado el tema
de este mural de 1926 en una gran pintura de caballe-
te, titulada Barricada (1931), que ingresó a la colección
del moma en 1937 y puede haber visto Bombardero y
tanque como contrapartida de esta obra anterior. Si
se las exhibiera lado a lado en el museo, formarían un
díptico que revelaría su trayectoria como pintor, una
carrera hasta entonces enmarcada por dos cataclis-
mos, por dos acontecimientos sin vencedores ni ven-
cidos, por dos carnavales trágicos.
De acuerdo con su rechazo de cualquier función
propagandística, no hay héroes en el mural de Oroz-
co del moma. Quizá, en referencia a la caída original,
una forma serpentina entra y sale entre los desechos
“caídos”, proporcionando el único indicio de vida con-
tinuada.⁵⁹ Pero el hombre mismo está prácticamente
ausente, a no ser por sus letales creaciones. Los líderes
caricaturescos y las formaciones masivas de soldados
en marcha que dominan los tableros de Guadalajara se
reducen aquí a una o dos anónimas figuras humanas
(¿civiles?, ¿pilotos?), invertidas y medio enterradas en
las ruinas de las máquinas. De hecho, Orozco evita las
formas humanas tanto como la especificidad históri-
ca y esto es lo más distintivo de Bombardero y tanque
frente a otras dos grandes pinturas sobre el bombardeo
a civiles que estaban por entonces en el moma. Tanto el
Guernica (1937) de Pablo Picasso como Eco de un grito
de Siqueiros presentan rostros angustiados y aullantes
en el primer plano que obligan a quien los ve a compa-
decer a las víctimas del fascismo. Siqueiros, quien usó
fotografías propagandísticas de un niño abandonado
en una bombardeada estación de ferrocarril en Shan-
gai, se apoyó en el concepto de montaje para expandir
el grito a proporciones catastróficas; la pintura es un
“llamado a actuar” configurado por un suceso real. A
pesar de que el mural de Orozco se parece a Eco de un
grito en su hincapié semejante a la retorcida ruina de
un mundo en el que los bombardeos apocalípticos eran
ya algo común, rechaza por completo el humanismo
estridente fundamental para Siqueiros y Picasso.
La ambigüedad del mural del moma, lo mismo que
la continua “respuesta” de Orozco a la obra de su archi-
rrival Rivera, resultan también evidentes si examina-
mos más de cerca los tres grandes rostros humanos,
aplastados por partes de maquinaria y rodeados por
cadenas y garfios pesados que penetran en las bocas,
narices y ojos. En cierta medida, estas cadenas parecen
ocupar simplemente el lugar del pelo, lo mismo que
forman la cola del Caballo mecánico en el Hospicio
Cabañas (fig. 256). González Mello ha señalado tam-
bién que en cuanto obstrucciones que sellan los ojos
y callan las bocas, quizá se relacionan con la “explica-
ción” del propio artista sobre su mural, en la que obje-
ta que: “El público se niega a ver la pintura. Quieren
oírla.”⁶⁰ Pero también se refieren a la tortura, a la
pérdida de control, a voces silenciadas y a oídos sor-
dos a los acontecimientos del momento (¿no oigas, no
hables, no veas el mal?). Los críticos han descrito de
varias maneras los rostros como “cabezas humanas” o
como reminiscencias de máscaras griegas o preco-
lombinas, pero por su coloración y escala se asemejan
más a fragmentos de esculturas clásicas. Vistas así, es-
tas cabezas no sólo refuerzan en el conjunto del mu-
ral el tema de la destrucción, sino que también
pueden compararse con detalles del mural de Rivera
en el rca (fig. 251).
Una escultura monumental de Júpiter, parcial-
mente destruida por un rayo, y una “dormida estatua
de César” flanquean los extremos del Hombre en la
encrucijada de Rivera. Según Bertram Wolfe, estas dos
esculturas representan a “los dioses destruidos por la
175
ciencia” y a “la tiranía liquidada” respectivamente.⁶¹
La cabeza caída de César sirve de asiento a tres traba-
jadores que ven, más allá de Trotsky y Marx, hacia el
controvertido retrato de Lenin. Los gruesos labios y
ojos en blanco de esta cabeza son particularmente pa-
recidos, en términos formales, a las cabezas de Bom-
bardero y tanque, pero las de Orozco desempeñan un
papel distinto. Rivera usó las esculturas rotas como
parte de una lectura, explícitamente revolucionaria, de
la historia en la que se predica la victoria del proleta-
riado y la destrucción del pasado (religión o imperio).
Sin embargo, en el mural de Orozco las cabezas care-
cen de identidad específica y más parecen ser parte
de una masa general de desechos que simboliza la pér-
dida de un “orden clásico”, como la escultura de Venus
en el trasfondo de su Moderna migración del espíritu
(fig. 186) o las columnas jónicas aplastadas por un
tanque y acorazado en el Retrato de la burguesía de
Siqueiros. Lo mismo que en estos otros dos ejemplos,
Bombardero y tanque alude directamente a la destruc-
ción de la civilización occidental por la guerra meca-
nizada. De hecho, en Orozco “Explains” incluyó este
tema mismo —“bombardear, [atacar] con tanques y
barcos de guerra”— en una lista de amenazas a la in-
tegridad física de las paredes en las que se pintan
frescos. La guerra, tanto como la “pobre planeación”
o la “humedad”, destruye el arte. Pero las bocas sella-
das de las cabezas monumentales se refieren también
a la censura. Podemos preguntarnos si Orozco, pin-
tando también (en cierto modo) para los Rockefeller,
restauró e hizo referencia a algo que (en cierto modo)
ellos habían destruido.
Poemas y máquinas
Obligado por el moma a describir Bombardero y tanque
para beneficio del público, Orozco respondió con un
ensayo cáustico en el que se explayó sobre un tema
continuo a lo largo de gran parte de su carrera: el arte
no puede explicarse con palabras y quienes necesitan
que se les explique son tontos.⁶⁸ En este texto evitó
cualquier discusión explícita sobre su tema y a cambio
insistió en que: “Una pintura es un poema y nada más.
Un poema hecho de relaciones entre formas […] Esta
palabra forma incluye color, tono, proporción, línea,
etc.”⁶³ A pesar de que su referencia a la poesía simple-
mente nos recuerda que, mediante la yuxtaposición,
los elementos de una composición adquieren sentido
y a pesar de que parezca ser la manera de evitar con
toda intención los tonos obviamente políticos del mu-
ral, sirve como una guía importante para desentrañar
aún más el complejo mensaje de Orozco.
Más de una década después, el coleccionista e his-
toriador del arte MacKinley Helm recordó la cita exac-
ta de Orozco, observando astutamente que el artista
se había “comprometido en una conclusión del arte
por el arte que hubiera sido el primero en repudiar si
otro escritor la hubiera asentado en un libro”. Helm
sugiere más adelante que “Orozco, quien tenía concien-
cia de la parcialidad del moma por la pintura formalista,
decidió intentar una abstracción formal” y concluyó
que el esfuerzo había fracasado en gran parte.⁶⁴ En una
respuesta desde la izquierda, Antonio Rodríguez objetó
más adelante que Bombardero y tanque difícilmente
podía considerarse abstracto “pues expresa figuras
concretas con tanta claridad” y salió a defender la
obra.⁶⁵ En 1940, Orozco empujó los límites usuales
del arte mexicano en general y del muralismo en par-
ticular. Sin embargo, en sus críticos subsecuentes apa-
rece una ansiedad mayor: ¿podría sobrevivir
cualquier pintura didáctica a los “triunfos” del expre-
sionismo abstracto?
A pesar de que ni Helm ni Rodríguez ayudan
mucho en el análisis del mural, que no es ni una “abs-
tracción formal” ni una pintura marcada por “tanta cla-
ridad” que prevenga lecturas complejas y conflictivas,
parece no haber duda de que Orozco esperaba que
Bombardero y tanque se leyera dentro del contexto de
la experimentación formal. En su presentación estan-
darizada, la obra no es tan difícil de descifrar, aunque
no sea un simple proyecto ilustrativo de formas mecá-
nicas. Sin embargo, como las formas continuas (como
176
la sección de la cola del avión y las huellas del tanque
a derecha e izquierda) quedan claramente interrumpi-
das por las divisiones físicas del mural, los arreglos al-
ternativos que propone el artista son más abstractos y
convierten el mural en una especie de máquina para
manipulaciones plásticas. Orozco usó esta metáfora en
Orozco “Explains”, en donde describe el arte en general
como un “motor-máquina [que] pone en movimiento”
los sentidos, las emociones y la inteligencia de quien
lo ve. Continúa: “Cada parte de una máquina puede ser
una máquina por sí misma que funcione con indepen-
dencia del todo. El orden de las interrelaciones de sus
partes puede alterarse, aunque esas relaciones puedan
ser las mismas en cualquier orden y puedan aparecer
posibilidades esperadas e inesperadas.” Orozco debe
haber querido dar una justificación clara de los arre-
glos alternativos, uno de los aspectos más radicales y
originales del mural. Si bien los tableros pueden fun-
cionar en teoría como obras “independientes”, el artis-
ta nunca indicó que pudieran o debieran exhibirse
como tales, sino sólo que podían ser reducidos o re-
configurados, “cambiando, sin trastornar, la composi-
ción original”.⁶⁶
Tales manipulaciones de la superficie pictórica,
que transforman el mural en un rompecabezas con
más de una “solución”, sí generan nuevas posibilidades
de interpretación. Pero el argumento de Orozco parece
ser fundamentalmente deficiente, pues por su natu-
raleza misma y en términos generales una máquina
(o un poema, si se quiere) no puede ser rearreglada
en nuevas configuraciones sin pérdida de función o
significado (el motor de un automóvil no trabaja en
el asiento trasero). De igual modo, cambiar los elemen-
tos o subvertir el orden de una pintura renacentista
(redistribuyendo los atributos, intercambiando el pri-
mer plano y el trasfondo) llevaría desde luego a una
destrucción del significado, al caos. La ingeniería, la
gramática, la iconología: todas tienen reglas fijas. Pe-
ro esta pintura es diferente, dado que lo importante
no fue nunca el orden. Aquí es crucial recordar que el
título del mural, que destaca las máquinas bélicas, fue
propuesto por Alfred Barr, no por Orozco. ¿Qué pasa-
ría si el tema de Bombardero y tanque no fuera real-
mente o no sólo fuera un bombardero y un tanque?
A pesar de que las máquinas pintadas en el mu-
ral de 1940 se estrellaron, la pintura como máquina
sigue funcionando, pues naturalmente “funciona” so-
bre nuestros sentidos y mente en tanto imagen. Pero
funciona también porque hay un nivel de significado
en el mural adherido no a los objetos (las máquinas
bélicas) sino a fragmentos y, por su naturaleza misma,
los fragmentos (o caos) retienen su significado a pesar
de su arreglo. Un comunicado de prensa del moma, es-
crito antes de que Orozco empezara a trabajar, registra
el siguiente diálogo, en el que el reportero y el artista
discuten justo uno de tales fragmentos: “Al pregun-
tarle si cierto esbozo preliminar era la cabeza de un
aviador, dijo: ‘Sí, quizá —volvió el esbozo al revés—,
o podría ser una bomba. Un cuadro debe tener la po-
sibilidad de ser visto desde cualquier dirección.’”⁶⁷ De
nuevo, puede sospecharse que Orozco jugaba con su
público, reviviendo la vieja broma sobre los curadores
que cuelgan el arte abstracto de cabeza, sin embargo,
en los arreglos alternativos de Bombardero y tanque,
de hecho se pretende que las partes separadas se vean
desde diferentes direcciones (algunos tableros se rotan
hasta 180 grados). Orozco parece implicar que las for-
mas de su mural son significadores “flotantes” que
pueden ser leídos “desde cualquier dirección”. Mac-
Kinley Helm consideró esto como un juego formalis-
ta, como un llamado a la sensibilidad estética del
moma. Yo lo rebatiría diciendo que es precisamente lo
contrario.
Todo a lo largo de su carrera, Orozco fue muy crí-
tico del carácter elusivo de la abstracción. En Orozco
“Explains” se queja de que así como quienes van a la
ópera exigen programas en los que se describe la ac-
ción, así quienes van a los museos insisten también en
las palabras. Uniendo la pintura a lo teatral, dice: “Para
estupor del público, se levanta el telón y en el escena-
rio no hay más que unas cuantas líneas y cubos. Lo
Abstracto. El público protesta y exige explicaciones y
177
se le dan, libre y generosamente, explicaciones.”⁶⁸ Esta
crítica recuerda una de las caricaturas más revelado-
ras de Orozco en la que ridiculizó la interpretación de
la pintura que nada representa (fig. 40). En “Pintura
cubista y críticos” (1920), una caricatura transparente
de los artistas mexicanos, Roberto Montenegro y el Dr.
Atl ven una obra en una exposición.⁶⁹ Montenegro,
quien lee una guía, cita una descripción de la pintura
que merece la aprobación entusiasta del Dr. Atl, pero
tiene que hacer una corrección: la ficha del catálogo
se refería a una obra diferente. Al oír la segunda ver-
sión, Atl aprueba con igual satisfacción. Dos décadas
antes de Bombardero y tanque, Orozco había hecho
burla de la ciega aceptación de las palabras para des-
cribir imágenes, pero también pareció criticar el cu-
bismo (y la abstracción en general) como algo que
significa todo y, a la vez, nada. A principios de los años
veinte esta posición se ajusta completamente a la es-
trategia posrevolucionaria de llevar el arte a las masas;
el cubismo, como una forma “intelectual” de represen-
tación, sería poco útil parta el arte público que sería
comisionado por la Secretaría de Educación.⁷⁰
Si Orozco (y otros) consideraba en 1920 que el cu-
bismo, en tanto movimiento formalista, era un calle-
jón sin salida, había un tipo particular de cubismo que
tenía cierta utilidad. En dos obras anteriores, Destruc-
ción del viejo orden (1926, Escuela Nacional Prepara-
toria [fig. 219]) y Los muertos (1931 [fig. 51]), Orozco
usó composiciones seudocubistas, basadas más en la
observación que en la comprensión intelectual, como
metáforas visuales de ruinas. En el fresco de tableros,
el “cubismo” (o quizá, más específicamente, un mon-
taje de bloques a la manera de Cézanne) es realmente
“el viejo orden” visto desde el ventajoso punto de vista
del realismo posrevolucionario (los dos campesinos
armados). La estabilidad de las figuras humanas está
en fuerte contraste con la fragmentación del trasfondo,
justo como, cuando menos en teoría, la estabilidad de
los regímenes posrevolucionarios había corregido las
debilidades sociales, culturales y políticas del porfiria-
to. En la pintura de 1931 del horizonte de rascacielos
de Nueva York, un tipo similar de cubismo visual re-
sulta apropiado para representar la inestabilidad de
la metrópolis moderna.
Si al principio de los años treinta se había visto
el cubismo como una máquina para la construcción de
un nuevo espacio visual, a fines de la década se lo in-
terpretaba cada vez más como un paralelo a la destruc-
ción de los espacios reales (y de la gente real) durante
la primera guerra mundial. Esto, al igual que la necesi-
dad de un nuevo arte didáctico, explica las estrategias
de representación de los muralistas mexicanos, posi-
ción brillantemente resumida en Destrucción del viejo
orden de Orozco. Así pues, en un nivel, Bombardero y
tanque puede leerse como continuación de intencio-
nal mal uso del cubismo, visto como una estrategia
utópica fallida y así perfectamente apropiada para evi-
tar el caos del militarismo. Pero el mural debe ser vis-
to también como parte del intento del artista para ir
más allá de la primera fase del muralismo, para distan-
ciarse —visual, profesional y políticamente— del lla-
mado realismo social de sus rivales, Rivera y Siqueiros.
En 1940, Orozco rechazó la solidez neorrenacentista de
Rivera y los principios de montaje usados por Siquei-
ros (en su mural exactamente contemporáneo para el
Sindicato de Electricistas), aunque ambos implicaban
las posibilidades nobles y constructivas del arte. Más
bien la competencia principal de Orozco estaba más a
la mano: había elegido el mismo tema básico del Guer-
nica, una obra aún más monumental prestada por en-
tonces al moma. Al hacerlo, invitó a una comparación
directa (que los críticos hicieron entonces y después
con frecuencia) con la pintura política más famosa
quizá de la época.
A pesar de que el Guernica se sirve de teorías de
construcción de collage y del cubismo sintético, su
efecto final es de una fragmentación horrorosa, usa-
da para comunicar el terror de los bombardeos masi-
vos y la angustia general de la guerra. Lo mismo que
Picasso, Orozco redujo su paleta a tonos helados y sin
vida. El mural recurre también de modo semejante al
collage (“una pintura es un poema”, una yuxtaposición
178
de formas) precisa e irónicamente para “construir” una
imagen de “destrucción”. Pero Orozco fue más allá de
Picasso, al añadir la posibilidad de una fragmentación
física del mural como objeto a la fragmentación visual
del mural como imagen. Así subrayó aún más su tema
básico —a saber, la capacidad devastadora de la téc-
nica y de la guerra moderna.⁷¹ Más que de máquinas
bélicas, su tema trata de la fragmentación caótica mis-
ma. En un análisis final, esto es la causa de que su ale-
goría de la edad de las máquinas pueda romperse y sus
partes puedan reducirse, rearreglarse, darse vuelta. En
cualquiera de las composiciones propuestas, el tema
metafórico (la fragmentación caótica, la destrucción en
la edad de las máquinas) no sólo sigue siendo legible,
sino que se lo subraya todavía más. De hecho, al negar-
se a “usar” jamás el mural de Orozco como una “máqui-
na” para generar nuevas composiciones, el museo ha
negado el aspecto más innovador de todo el proyecto.⁷²
Conclusión
Como gran afirmación pública acerca de lo que habría
de ser el más horrendo conflicto imaginable, Bombar-
dero y tanque tiene pocos iguales en Estados Unidos, en
donde casi ningún mural se refería a la guerra, en par-
te porque el ataque a Pearl Harbor fue más o menos
contemporáneo con el final del proyecto artístico del
New Deal, que de cualquier modo rara vez había alen-
tado a los artistas a luchar con los problemas políticos
del momento. El minúsculo nazi con camisa parda que
aparece como parte de un ataque al antisemitismo en el
ángulo superior izquierdo de Jersey Homesteads, el mu-
ral de Ben Shahn de 1937, comisionado por la Resettle-
ment Administration, es una excepción, pero menor.⁷³
Curiosamente, el propio mural de Rivera de 1940, Uni-
dad panamericana, pintado para la exposición inter-
nacional del Golden Gate en San Francisco, alude a la
segunda guerra mundial sólo en un tablero relativa-
mente pequeño (fig. 241). Caricaturas de Stalin, Hitler y
Mussolini, fotos fijas de las películas Confesiones de un
espía nazi y El gran dictador, bombarderos, paracaidis-
tas y máscaras de gas, todo ello compite por la aten-
ción en un montaje denso, casi surrealista, haciendo que
el espectador brinque de la parodia a la política y de re-
greso. Aquí, como en sus murales anteriores, Rivera, al
igual que Orozco, usó el bombardero como un símbolo
de la guerra y el caos, pero, de acuerdo con su visión dia-
léctica de la historia y la sociedad, lo colocó en oposi-
ción a imágenes más positivas de la tecnología.⁷⁴
De los miles de impresos y pinturas hechos por
artistas estadunidenses que tratan de la guerra, el pa-
ralelo más cercano al mural de Orozco pueden ser las
pinturas precisionistas de Ralston Crawford de retor-
cidos desechos; como Bomber (1944) que muestra un
edificio destruido y un avión destrozado (fig. 242). El
énfasis de Crawford sobre la abstracción de la trage-
dia, más que sobre héroes, víctimas o villanos, es tam-
bién típico de su tiempo y revela su propia pérdida
de confianza en la edad de las máquinas.⁷⁵ Pero la res-
puesta visual más famosa y más obscena a la guerra fue
la creada por el principal muralista de Estados Unidos,
Thomas Hart Benton. Su Year of Peril (1942), una serie
de ocho imágenes tamaño caballete, circuló tan amplia-
mente, a pesar de su tamaño, tanto en carteles como
cuando menos en un noticiero fílmico, que fue más
“pública” de lo que pudiera haber sido un solo mu-
ral.⁷⁶ Lo mismo que en Bombardero y tanque, en la se-
rie de Benton aviones, cadenas y partes de cuerpos
fragmentados desempeñan un papel crucial, prueba
de un lenguaje visual sobre la guerra compartido a pe-
sar de diferencias formales obvias. En Indifference (fig.
243) se han estrellado en una playa dos bombarderos,
uno en llamas. Con valor de shock, la cabeza decapi-
tada de un miembro de la tripulación yace en primer
plano, sangrienta y horrible, en contraste con las pier-
nas que aparecen en el mural de Orozco, que se disi-
mulan y oscurecen. La erguida sección de la cola de un
bombardero y el fuego que arde en el fondo son tam-
bién un eco de la composición de Orozco, pero la es-
trella pintada en una de las alas claramente identifica
los aviones como “nuestros”, encendiendo sin ambi-
güedad alguna la ira del espectador.
179
En Exterminate (fig. 244), la obra más infamante
de la serie de Benton, aparecen bombarderos y tan-
ques en el trasfondo, mientras los soldados estaduni-
denses atacan caricaturas hinchadas de Hirohito (o
quizá Tojo) y Hitler, quien enarbola un cetro rematado
por una suástica semejante a los que llevan en El car-
naval de las ideologías de Orozco. Del pecho abierto
del líder japonés caen cadenas, recordando la lectura
que un crítico hizo de las cadenas de Bombardero y
tanque como “las entrañas derramadas de una socie-
dad descuartizada”.⁷⁷ Pero el propósito de estas dos afir-
maciones “públicas” no podía ser más diferente. Benton,
siempre regionalista, incitaba a los norteamericanos a
la acción desde el principio de la guerra mediante imá-
genes tan claras que prácticamente definían el discuti-
do término de “propaganda”. Ni siquiera las caricaturas
de los dictadores hechas por Orozco en Guadalajara se
acercan al abierto ataque de Benton. Por ser Orozco un
artista mexicano, su distancia de la guerra, aunque no
de la guerra en general, le permitió crear la imagen más
duradera. En 1955, Alma Reed volvió la vista atrás y
recordó que en 1940 Orozco había justificado la pin-
tura de un bombardero mediante una pregunta retó-
rica: “¿Habrá alguna otra cosa en nuestro mundo, en el
medio siglo próximo, tan importante como este instru-
mento de aniquilación?”⁷⁸ Quizá la memoria de Reed
haya estado matizada por su esfuerzo por probar la
presciencia de Orozco, pero el comentario tiene un
tono verdadero, como lo han demostrado los aconteci-
mientos cercanos al milenio. Sin embargo, al finali-
zar Veinte siglos de arte mexicano, Bombardero y
tanque fue removido de la vista del público; según
Reed, no volvió a aparecer hasta la exposición de
1955 en conmemoración de los 25 años del museo.⁷⁹
Para entonces, muchas cosas habían cambiado.
Tal como lo han discutido muchos críticos, Serge
Guilbaut en particular, muchas otras pinturas, dejadas
al margen al principio del expresionismo abstracto,
fueron almacenadas durante la guerra.⁸⁰ Tras la des-
trucción de Hiroshima y Nagasaki por las bombas, con-
tinuaron las alusiones visuales a los bombardeos, pero
entonces carecieron de referencias a la máquina, pu-
rificada formal (si no virtualmente). Los ejemplos más
claros aparecen en las pinturas de Adolph Gottlieb,
pero Rufino Tamayo pintó también, a fines de los años
cuarenta, alegorías cósmicas que Octavio Paz interpre-
tó, con gran profundidad, como “testimonio de los po-
deres que nos destruirían, lo mismo que como una
afirmación de nuestra voluntad de sobrevivir”.⁸¹ El últi-
mo mural de Orozco en Estados Unidos también sobre-
vivió, almacenado o no, como una señal espectacular
de la transición del realismo a la abstracción, de la de-
rrota al triunfo, que definiría al arte y a los artistas y
crearía y destruiría cánones en las décadas siguientes.
Quizá porque Orozco conocía el costo de la guerra des-
de su mirador privilegiado de la Revolución mexicana,
sus imágenes del conflicto militar, desde La trinchera
a Bombardero y tanque, iluminan ese costo sin reve-
lar nunca al enemigo claro y presente, sin abandonar
nunca su fe en que la tarea del artista era desafiar más
que explicar. La distancia de Orozco ante los partida-
rismos le permitió también crear para el público esta-
dunidense una imagen que rechazaba el racismo, la
especificidad histórica y los temores y esperanzas exa-
gerados que la propaganda hace nacer con demasiada
frecuencia. Esta distancia es fundamental para la con-
tinuada importancia de Bombardero y tanque. Mucho
después de que Hitler e Hirohito, Marx y Stalin pasa-
ron a la historia, la amenaza de la técnica y la fuerza
del bombardero permanecen.
180
181
Notas
1. “Mexico’s Art Through Twenty
Centuries Installed in Modern Mu-
seum”, Art Digest, vol. 14, núm. 17 (1
de junio de 1940), p. 15.
2. “Interchangeable Dive Bom-
ber”, New Yorker, vol. 16, núm. 21 (6 de
julio de 1940), p. 13; Clemente Orozco
Valladares, Orozco, verdad cronológi-
ca, Guadalajara: edug-Universidad de
Guadalajara, 1983, p. 390.
3. Con el honorario de 7 500 dó-
lares planeaba traer a su mujer, Marga-
rita, para visitar la Feria Mundial de
Nueva York y las cataratas del Niágara.
Véase José Clemente Orozco, Cartas a
Margarita, México: Ediciones Era, 1987,
pp. 300-10. Para más detalles sobre la
comisión, incluyendo información ba-
sada en cartas inéditas, véase Alejandro
Anreus, Orozco in Gringoland, Albu-
querque: University of New Mexico
Press, 2001, pp. 118-22.
4. Los tableros se construyeron
de tiras de alambre galvanizado uni-
das a un marco de acero soldado. Tres
capas de estuco (repellado, revoque y
enlucido) se aplicaron a los listones; la
cuarta, o capa intonaco, se añadió justo
antes de que empezara a pintar. José
Clemente Orozco, legajos de la colec-
ción Dive Bomber and Tank (notas so-
bre la preparación de los tableros y la
técnica al fresco utilizada en Bombar-
dero y tanque), Museum of Modern Art,
Department of Painting and Sculpture.
5. MacKinley Helm, Man of Fire,
J. C. Orozco: An Interpretive Memoir,
Westport, Conn.: Greenwood Publish-
ers, 1953, p. 87.
6. Entrevista del autor con Lewis
Rubenstein, Poughkeepsie, Nueva York
(1992). Rubenstein (nacido en 1906)
pintó murales para el Busch-Reisinger
Museum y la oficina de correos de
Wareham, Massachusetts, en los años
treinta y más tarde enseñó pintura al
fresco en Vassar. Recordaba que, al re-
vés que Rivera y muchos de los pintores
franceses y norteamericanos, Orozco
utilizaba una “receta” menos absorben-
te para la capa intonaco, que le permitía
pintar más libremente, algo que Ru-
benstein admiraba: “No conocía leyes,
tomaba una llana de pasta de cal pura
y la embarraba en la pintura.” Véase
Lewis W. Rubenstein, “Fresco Painting
Today”, American Scholar, vol. 4, núm.
4 (otoño de 1935), pp. 418-37, y Ruth
Middleton, Lewis Rubenstein: A Hudson
Valley Painter, Woodstock, N. Y.: Over-
look Press, 1993.
7. José Clemente Orozco, Orozco
“Explains”, Nueva York, Museum of
Modern Art, 1940.
8. Orozco, Cartas a Margarita, p.
302. Orozco observó que los tableros
pintados por Rivera para el museo en
1931-32 (que medían 152 cm por 244
cm cada uno) no habían sobrevivido
intactos, pero los tableros individuales
de Orozco no son mucho más pequeños
ni más fácilmente transportables. Por
lo que sé, Bombardero y tanque nunca
dejó el museo, precisamente debido a
preocupaciones de conservación.
9. “Interchangeable Dive Bomber”,
p. 13; Orozco, Cartas a Margarita, p.
305. Un “Estudio” previo abstracto y
dos esbozos más detallados (de los que
se desconoce el paradero) se reprodu-
cen en José Clemente Orozco: exposi-
ción nacional, México: inba, 1947, s.p.
10. “Interchangeable Dive Bomb-
er”, p. 13. Para reseñas contradictorias,
véase “Orozco’s Dive Bomber Crashes
into Tank at the Museum of Modern
Art”, Art Digest, vol. 14, núm. 19 (1 de
agosto de 1940), p. 7.
11. “Muralist Gives Explanation
of ‘Dive Bomber’”, New York Herald Tri-
bune (4 de julio de 1940).
12. El mural se describe en Art of
the Forties (1991) y en Latin American
Artists of the Twentieth Century (1992)
del Museum of Modern Art y se exa-
mina en Anreus, Orozco in Gringoland,
pp. 113-33.
13. El catálogo incluía un ensayo
biográfico escrito por Paine y textos
cortos de Jere Abbott sobre el estilo de
Rivera y la técnica del fresco, el último
prefigurando las notas técnicas de Oroz-
co “Explains”. Véase Diego Rivera, Nue-
va York: Museum of Modern Art, 1931.
14. Bertram Wolfe fue de los pri-
meros en insinuar el vínculo entre los
intereses comerciales y culturales de los
Rockefeller en Diego Rivera: His Life
and Times, Nueva York: Alfred A. Knopf,
1939, p. 335. Para el punto de vista
más comprometido de Alma Reed,
véase Reed, Orozco, México: Fondo de
Cultura Económica, 1956, pp. 253-54.
15. Sabine Mabardi ha analizado
cuidadosamente esta retrospectiva en
“The Politics of the Primitive and the
Modern: Diego Rivera at moma in 1931”,
Curare, México, núm. 9 (otoño de 1996);
véase también Laurance P. Hurlburt,
The Mexican Muralists in the United
States, Albuquerque: University of
New Mexico Press, 1989, pp. 123-27.
16. Después de la exposición, es-
tos tableros fueron comprados por la
Weyhe Gallery de Nueva York. Los
cuatro que se basaban en sus ciclos
mexicanos, cosa que no debe sorpren-
der, entraron en las colecciones esta-
dunidenses con relativa facilidad: Caña
de azúcar y Liberación del peón fueron
a dar al Philadelphia Museum of Art,
El líder agrario Zapata fue adquirido
por el Museum of Modern Art neoyor-
quino, y Caballero tigre fue al Smith
College Museum of Art. Los demás
permanecieron almacenados y se ven-
dieron en subasta de Sotheby Parke
Bernet en mayo de 1977.
17. Rivera utilizó tableros portáti-
les en sus ciclos murales para la New
Workers School de Nueva York (1933),
la Communist League of America de
Nueva York (1933) y el Hotel Reforma
de la ciudad de México (1935). Catarsis
de Orozco (1934, Palacio de Bellas Ar-
tes) no está fijado a la pared de manera
permanente, pero tampoco es “portá-
til” en el sentido propio del término.
18. Elizabeth McCausland, en ar-
tículo para el Springfield [Massachu-
setts] Republican, fue explícita en su
comparación, alabando el trabajo ex-
presionista y de abstracción parcial
del pincel de Orozco al contrastarlos
con las imágenes “planas” de Rivera
que “se sitúan sobre el enlucido como
calcomanías”. Citado en “Orozco’s Dive
Bomber Crashes into Tank at the Mu-
seum of Modern Art”, p. 7.
19. Véase Frederick Kelly, “A Pas-
sion for Landscape: The Paintings of
Frederick Edwin Church”, en Frederick
Edwin Church, Washington, D. C.: Na-
tional Gallery of Art, 1989, p. 57.
20. Wolfe, Diego Rivera, p. 337.
21. Véase Barbara Kirshenblatt-
Gimblett, Destination Culture: Tourism,
Museums, and Heritage, Berkeley: Uni-
versity of California Press, 1998, pp.
17-78.
22. No tengo información de que
el público pudiera ver pintar a Rivera
en 1931-32, aunque fue visitado por
críticos y compañeros artistas. Desde
luego estaba en “exhibición” abierta
mientras pintaba en el edificio rca y
en la New Workers School en 1933, y
fue un participante voluntario en la
exposición Art in Action de la Golden
Gate International Exposition de San
Francisco en 1940, lo que implicaba
también una actuación en vivo.
23. En 1930 Paine y Rockefeller,
entre otros, habían fundado la Mexican
Arts Association, de corta vida, diseña-
da para promover todos los aspectos
del arte mexicano en Estados Unidos.
Véase Wolfe, Diego Rivera, pp. 333-35.
24. Jorge Alberto Manrique y Te-
resa del Conde, Una mujer en el arte
mexicano: memorias de Inés Amor, Mé-
xico: unam, 1987, pp. 57-58.
25. Observación de 1935, citada en
Cary Reich, The Life of Nelson A. Rock-
efeller: Worlds to Conquer, 1908-1958,
Nueva York: Doubleday, 1996, p. 145.
26. De una carta fechada el 23 de
febrero de 1928, en José Clemente Oroz-
co, El artista en Nueva York, México:
Siglo XXI Editores, 1971, p. 54. Como
se ve, la “(?)“ desafía específicamente
la palabra ‘arte’ en cuanto a describir
las creaciones del folklore mexicano.
27. Tres actos previos fueron es-
pecialmente importantes a la hora de
establecer este canon: la exposición de
1928 en el Art Center; la publicación
del libro de Anita Brenner, Idols Behind
Altars en 1929, y la exhibición de Me-
xican Arts que curó René d’Harnon-
court y que la American Federation of
the Arts hizo circular en los primeros
treinta.
28. Para detalles, véase James
Oles, South of the Border: Mexico in
the American Imagination, 1914-1947,
Washington, D. C.: Smithsonian Insti-
tution Press, 1993, y Helen Delpar, The
Enormous Vogue of Things Mexican:
Cultural Relations between the U.S. and
Mexico, 1920-1935, Tuscaloosa: Univer-
sity of Alabama Press, 1992.
29. Manuel Toussaint, “Veinte si-
glos de arte mexicano”, Anales del Ins-
tituto de Investigaciones Estéticas, vol.
2, núm. 5 (1940), pp. 5-10, sigue siendo
un panorama excelente de la génesis e
instalación de la exhibición. Para una
lista, véase Bulletin of the Museum of
Modern Art, vol. 7, núm. 2-3 (mayo de
1940), pp. 10-13. La exposición incluía
también, de Orozco, Baile en el burdel
(s.f.), El ataque (1924), Zapata (1930),
Zapatistas (1931), Cementerio (1931) y
Autorretrato (1940).
30. Los intereses políticos y co-
merciales que influyeron en la exposi-
ción han sido examinados con cierto
detalle. Véase Oles, South of the Border,
p. 141. Véase también Eva Cockcroft,
“The United States and Socially Con-
cerned Latin American Art: 1920-1970”,
The Latin American Spirit: Art and Art-
ists in the United States, 1920-1970,
Nueva York: Bronx Museum en asocia-
ción con Abrams, 1988, p. 192, y Waldo
Rasmussen, “Introduction to an Exhi-
bition”, Latin American Art of the
Twentieth Century, Nueva York: Mu-
seum of Modern Art, 1992, pp. 11-13.
31. “Foreword of the Museum of
Modern Art”, Twenty Centuries of Me-
xican Art, Nueva York: Museum of
Modern Art, 1940, p. 12.
32. “Mexico’s Art through
Twenty Centuries”, p. 15. Otro crítico
se refirió al “nuevo imperio azteca
[que] se ha levantado en las márgenes
del Rin”. Paul Rosenfeld, “The Genius
of Mexico”, Nation, vol. 150, núm. 21
(25 de mayo de 1940), p. 661.
33. Jean Charlot, “Twenty Centu-
ries of Mexican Art”, en Art-Making
from Mexico to China, Nueva York:
Sheed and Ward, 1950, p. 40 (original-
mente publicado en Magazine of Art
[julio de 1940]). La reseña de Charlot
subraya las cartas iracundas de Orozco
de los últimos años veinte.
34. Desde luego, no todas las
obras de Veinte siglos eran folklóricas
o escapistas. Mitin callejero (óleo sobre
tela, 1935) de Antonio Ruiz y Desfile
(grabado en madera, 1933) de Leopol-
do Méndez, por ejemplo, son comenta-
rios a la política moderna. Aunque
ambas aparecen en el catálogo, es reve-
lador que nunca fueran incluidas en
reseñas ilustradas de la exhibición.
182
35. Alfred H. Barr, Jr., What is
Modern Painting?, Nueva York: Mu-
seum of Modern Art, 1946, p. 10, citado
en Riva Castleman, Art of the Forties,
Nueva York: Museum of Modern Art,
1991, p. 140. Stanton L. Catlin confir-
ma el hecho de que mucha gente de la
época leía el mural como una alegoría
específica de la guerra, a pesar de las
dudas de Orozco para confirmarlo en
sus propias “explicaciones”. Renato
González Mello, “¿La máquina de pin-
tar? Rivera, Orozco y la invención de
un lenguaje”, tesis de doctorado en
Historia del Arte, México: Facultad de
Filosofía y Letras, Universidad Nacio-
nal Autónoma de México, 1998, p. 367.
36. Citado en “Orozco’s Dive
Bomber Crashes into Tank”, p. 7. Véase
también Helm, Man of Fire, p. 84.
37. “Interchangeable Dive Bomb-
er”, p. 13.
38. Ibid.
39. Ibid.
40. Para más información sobre
la entrada de México en la segunda
guerra mundial, véase Blanca Torres,
México en la segunda guerra mundial,
México: El Colegio de México, 1979;
María Emilia Paz, Strategy, Security
and Spies: Mexico and the U.S. as
Allies in World War II, University Park:
Pennsylvania State University Press,
1997; Stephen R. Niblo, Mexico in the
1940s: Modernity, Politics, and Corrup-
tion, Wilmington, Del.: Scholarly Re-
sources, 1999.
41. “Interchangeable Dive Bomb-
er”, p. 13.
42. “Orozco Blitzpaints Modern
Museum Mural”, PM (9 de julio de
1940), p. 20. El corto artículo sigue des-
cribiendo cómo Orozco “rompe” los ta-
bleros y “aporrea” su tema.
43. “Mexicans and Friends”, Time,
vol. 30, núm. 21 (22 de noviembre de
1937), p. 27.
44. Torres, México, p. 14. México
terminó su comercio después de la in-
vasión de Polonia en septiembre de
1939. Véase también Friedrich E. Schu-
ler, Mexico between Hitler and Roose-
velt: Mexican Foreign Relations in the
Age of Lázaro Cárdenas, Albuquerque:
University of New Mexico Press, 1998,
esp. cap. 5.
45. El punto principal “ganado”
por los mexicanos fue que las compa-
ñías petroleras sólo serían compensadas
por las inversiones de capital no ase-
guradas y no por el valor de los campos
petrolíferos, los cuales fueron declara-
dos patrimonio nacional por los mexi-
canos. Véase Torres, México, pp. 36-37.
46. Véase Reich, Life of Nelson
Rockefeller, p. 170.
47. Joe Alex Morris, Nelson Rock-
efeller: A Biography, Nueva York: Har-
per & Brothers, 1960, p. 123. Más tarde,
en 1940, Rockefeller fue nombrado
coordinador de la Office of Inter-Ame-
rican Affairs, una rama del gobierno
de Roosevelt establecida durante el
tenso periodo que precedió al estallido
de la guerra y se encargó de promover
la política del Buen Vecino por medio
de propaganda textual y visual.
48. Véase Ida Rodríguez Prampo-
lini, Juan O’Gorman: arquitecto y pin-
tor, México: unam, 1982, pp. 54-55.
49. Carlos Monsiváis, “Sociedad y
cultura”, en Entre la guerra y la estabi-
lidad política: el México de los 40 (ed.
Rafael Loyola), México: Grijalbo-Cona-
culta, 1990, p. 278.
50. José Clemente Orozco, expe-
diente de la colección Dive Bomber and
Tank, Museum of Modern Art, Depart-
ment of Painting and Sculpture. Co-
municado de prensa: “Noted Mexican
Artist Paints Fresco ‘The Dive Bomber’
on Walls of the Museum of Modern Art”.
51. José Clemente Orozco, Auto-
biografía, México: Era, 1981, p. 34.
52. Luis Cardoza y Aragón, Pintu-
ra mexicana contemporánea, México:
Imprenta Universitaria, 1953, p. 297.
La cursiva es mía.
53. Octavio Paz, “The Conceal-
ment and Discovery of Orozco”, Essays
on Mexican Art, Nueva York: Harcourt,
Brace, Jovanovich, 1983, p. 179.
54. Antonio Rodríguez, La pintu-
ra mural en la obra de Orozco, México:
Secretaría de Educación Pública, 1986,
p. 105.
55. González Mello examina este
tema en detalle en “La máquina de
pintar”.
56. Antonio Rodríguez, A History
of Mexican Mural Painting, Nueva York:
G. P. Putnam’s Sons, 1969, p. 348. Aquí
el tablero aparece como “El circo con-
temporáneo”.
57. Como para subrayar este pun-
to, el artista Carlos Mérida intituló este
tablero Manifestación presidida por ca-
níbales. Orozco Frescoes in Guadalajara,
México: Frances Toor Studios, 1940, s.p.
58. Para una lectura importante
de este mural como afirmación visual
que interfiere con la imagen propia de
la rca como transmisor benevolente,
véase Robert Linsley, “Utopia Will Not
Be Televised: Rivera at Rockefeller
Center”, Oxford Art Journal, vol. 17,
núm. 2 (1994), pp. 48-62.
59. Justino Fernández encuentra
un simbolismo cristiano más exagera-
do en su José Clemente Orozco: forma
e idea, México: Librería de Porrúa Her-
manos, 1942, pp. 95-98. Un esbozo pre-
vio muestra más formas serpentinas,
menos abiertamente reptilianas que las
criaturas de muchos de los murales
anteriores de Orozco.
60. Orozco “Explains”, s.p.; Gonzá-
lez Mello,“La máquina de pintar”, p. 367.
61. Véase la propia descripción
de Rivera de su proyecto, citado en
Wolfe, Diego Rivera, pp. 358-59. En la
183
versión de 1934 del Palacio de Bellas
Artes de la ciudad de México, Rivera
colocó fasces y suásticas en el regazo
de César.
62. Véanse los fragmentos de tex-
to que Charlot fecha en alrededor de
1923, incluidos en Orozco, El artista en
Nueva York, pp. 140-41.
63. Orozco “Explains”, s.p. Las
cursivas son del original.
64. Helm, Man of Fire, pp. 84-85.
65. Rodríguez, History of Mexic-
an Mural Painting, p. 351.
66. “Muralist Gives Explanation
of ‘Dive Bomber’”.
67. Comunicado de prensa (véase
nota 50).
68. Orozco “Explains”, s.p.
69. “Pintura cubista y críticos” se
publicó por primera vez en El Heraldo
de la ciudad de México (14 de julio de
1920). En este dibujo, el lector aparece
en el chiste desde un principio, ya que
la pintura está numerada, al igual que
sus dos “descripciones”. Véase también
González Mello, “La máquina de pin-
tar”, pp. 148-49.
70. Alrededor de 1923 aclaró algo
más su posición: “La pintura que no se
entiende es la pintura seudocubista, es
decir, hecha con recetas dizque cientí-
ficas, importadas de París. Tal ‘pintura’
no la entiende nadie, ni el que la hace.”
Orozco, El artista en Nueva York, p, 140.
71. Aunque dudo en aventurar-
me en el terreno psicoanalítico, ¿podría
la fascinación de Orozco por los cuer-
pos fragmentados por máquinas (en
Bombardero y tanque, como en otras
partes) tener algo que ver con el hecho
de que perdiera la mano izquierda en
un accidente con una máquina antes de
embarcarse en su carrera de artista?
72. Como se ve claro, estoy en de-
sacuerdo con la idea de que las recon-
figuraciones propuestas por Orozco
fueran una pura “farsa” o que su uso
del formalismo fuera meramente sar-
cástico. Véase Anreus, Orozco in Gringo-
land, pp. 126-27. Tales interpretaciones
borran los aspectos más apremiantes
de este mural radical.
73. De acuerdo con Diana Lin-
den, es el único nazi en cualquier mu-
ral del New Deal: “Zion in the Garden
State: Ben Shahn’s Murals for the Jer-
sey Homesteads”, ponencia presentada
en la Reunión Internacional Re-visión
del Muralismo del siglo xx, México,
agosto de 2000.
74. Véase Anthony Lee, Painting
on the Left: Diego Rivera, Radical Poli-
tics, and San Francisco’s Public Murals,
Berkeley: University of California Press,
1999, pp. 212-13. Este mural fue cam-
biado más tarde al teatro del City Col-
lege of San Francisco.
75. Véase Barbara Haskell, Rals-
ton Crawford, Nueva York: Whitney
Museum of American Art, 1985, pp.
62-66. Para más información sobre las
representaciones de artistas estaduni-
denses de la segunda guerra mundial,
véase Cécile Whiting, Antifascism and
American Art, New Haven: Yale Uni-
versity Press, 1989; Stephen Polcari,
From Omaha to Abstract Expressionism:
American Artists Respond to World
War II, Nueva York: Baruch College,
1995; y Frederick S. Voss, Reporting
the War: The Journalistic Coverage of
World War II, Washington, D. C.: Smith-
sonian Institution Press para la Natio-
nal Portrait Gallery, 1994.
76. Véase Whiting, Antifascism,
pp. 111-23; Erika Doss, Benton, Pollock,
and the Politics of Modernism: From
Regionalism to Abstract Expressionism,
Chicago: University of Chicago Press,
1991, pp. 282-304.
77. Emily Genauer, citada en
“Orozco’s Dive Bomber Crashes into
Tank at Museum of Modern Art”, p. 7.
78. Reed, Orozco, p. 315.
79 Ibid., p. 174. Reed se refiere
probablemente a una exposición lati-
noamericana pospuesta del año de
aniversario de 1954 hasta noviembre
de 1955.
80. Véase, especialmente, Serge
Guilbaut, How New York Stole the Idea
of Modern Art: Abstract Expressionism,
Freedom and the Cold War, Chicago:
University of Chicago Press, 1983.
81. Octavio Paz, “Tamayo en la
pintura mexicana”, reimpreso en Rufi-
no Tamayo: 70 años de creación, Méxi-
co: Museo Rufino Tamayo, 1987, p. 98.184