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Luís Mairo Hernández Vera Los Cuatro Tronos

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Luís Mairo Hernández Vera

Los Cuatro Tronos

Para Tatiana, Gabriel y Leonardo, mis grandes amigos, gracias por compartir conmigo los mejores años de mi vida.

Saín, rey de Loftia ha tomado uno de los libros encargados por el mago Parcenphulus a su cuidado hace ya veinte años. El titulo ha sido desdibujado por el tiempo, pero aun es legible <<Los Cuatro Tronos>>. Allí el

buen rey descubrirá la historia de cómo el hechicero de Amorgorog-Sibat genero la caída de los primeros reinos del Mundo Conocido, causando la creación del imperio de Ígneos…”

ADVERTENCIA

Epáristus, el gran erudito del Mundo Conocido; dedico toda su vida a investigar las guerras antiguas sucedidas en la segunda era del tiempo. Se le atribuye a Eparistus el encontrar los documentos perdidos que registraron las primeras invasiones de Canophulus a los países nacientes. El erudito, con base a los descubrimientos hechos en los documentos antiguos, escribió cuatro pequeños libros que resumían las guerras primitivas que dieron origen al imperio de Ígneos, el más largo reinado del Mundo Conocido: La Edad Oscura. El libro de la conquista de los cuatro tronos fue escrito en la lengua común a mediados de la quinta era del tiempo. Epáristus, salvaguardo el libro por años en la ciudad de Zorazath hasta su muerte. Luego el libro pasó a Ceraf, el rey de Zorazath quien lo declaro gran tesoro de su reino. Pero después de las guerras de Zorazath contra el reino de Merzarazath, el gran texto fue robado y luego separados sus cuatro libros, los cuales se perdieron en manos de los comerciantes poderosos del Mundo Conocido; hasta que 100 años después, el mago del Norte los logro reunir, conservando para él tan valioso tesoro.

LIBRO I EL PRIMER TRONO

El libro de los manuscritos del anciano Lotvart.

“Del señor de Amorgorog-Sibat, la conquista de Arag-Utum y la caida del primer trono”

ADVERTENCIA

He aquí el único libro escrito basado en los documentos del anciano Lotvart, el último rey de la nueva Itita, la que surgiría después de la guerra de las tribus en contra de Ígneos y la que seria derrocada por los pueblos venidos del extremo Este. Han sido para mí muy útiles estos versos ya que con ellos he conocido los cuentos que se narraron acerca de la llegada de los hechiceros de Amorgorog-Sibat a las tierras fantásticas de Arag-Utum. La ciudad de Arag-Utum surgió de las tribus de pescadores del Mar del Norte que encontraron en aquel lugar un buen sitio para desarrollar su comercio, en principio fue una aldea sencilla de casas de madera que después se convirtió en un pequeño pueblo. Con la unificación de las tribus en aquella zona, la ciudad paso a ser la capital del reino del Norte, entonces Farell primer rey de la unificación decidió convertirla en su capital forjando los cimientos del castillo en las colinas bajas que quedaban cercanas a la costa. Allí fue llamada por él la ciudad del viento y del mar, la hermosa joya de la costa, Arag-Utum, capital de uno de los reinos más ricos del Mundo Conocido. “…Y las tribus antiguas formaron reinos, y los reinos formaron países, y con la formación de los cuatro países llego el fin de la primera era del tiempo…”

Aquella mañana arreciaba el sol del verano en la ciudad de Arag-Utum. El cielo estaba despejado con el fondo azul profundo adornado delicadamente por los cuerpos amorfos de las nubes blancas. Pero aquello no era lo que llamaba la atención de los habitantes de la ciudad. Era una columna densa de humo grisáceo que brotaba del horizonte como una serpiente en busca del cielo alto, lo que los mantenía mirando al vespertino firmamento. Los pescadores del mar profundo habían visto en la mañana el volcán de la isla mayor de Amorgorog vomitar humo y fuego, moviendo la tierra con furia. Los pobladores de la ciudad encumbrada en una pequeña colina, sufrían por la angustia que les había producido el terremoto que los levanto de sus camas en aquel día. Muchos se asomaban por las pequeñas aberturas de sus ventanas de madera de cedro para ver la serpenteante columna de humo que cada vez se hacia más grande y empezaba poco a poco a tomar la forma de un hongo. Otros, en cambio, permanecieron en la plaza de la ciudad temerosos, pues la tierra se seguía agitando como si estuviese viva. Pero en el fondo, no era aquello lo que les angustiaba, sino los rumores que durante años habían existido sobre aquella isla, rumores que aun conmovían los frágiles corazones invadiéndolos de un miedo frío y desesperante.

Años atrás al pequeño puerto de Arag-Utum, llego un barco de dos velas grandes hechas de una tela en apariencia gruesa que nadie en el Mundo Conocido había visto antes. La forma del barco llamo la atención, era de mediano tamaño, hecho de madera oscura y calafateado con brea. No tenía remos, ni tripulación, algo más que el viento parecía mover tal mole, algo tan oculto y misterioso como los símbolos que adornaban toda la cubierta como si fuese la runa protectora de algún reino perdido. Eran tres triángulos dorados entrelazados entre sí encerrados en un círculo. Tan bello, tan perfecto, que los ojos no se empalagaban de ver la perfección con la que habían sido hechos. Los guardias del reino se acercaron, los pescadores se agolpaban curiosos esperando la tripulación del monumento. Pero no había nadie en cubierta. Habitaba solamente un vacío estremecedor en la barca gigantesca. No había capitán, ni marinos, ni animales. Todo permanecía envuelto por el silbido poderoso del viento que hinchaba las velas como el rosado buche de un sapo. El barco se anclaba en el puerto como si estuviese vivo. Los guardias retrocedieron, los marineros empezaban a temer de aquel acto. El misterio se hacia eterno a medida que las nubes cubrían la luz parda del sol de la tarde-noche. De pronto, unas sombras reptaron por la cubierta, unos hombres encapuchados de negro aparecieron sosteniendo largas varas de madera. Todos llevaban brocadas en sus ropas de talar, el mismo símbolo enigmático que adornaba el barco. Sus rostros no se veían, era como si fuese sombras y no carne lo que envolvían aquellas capas. Sostenían lámparas en cuyo interior destellaba refulgente una llama blanca y pálida como la estrella de la tarde. De pronto, una niebla espesa se apodero del aire, era fría y densa, se metía en los pulmones y los asfixiaba con su gélida presencia. Los pescadores se quedaron inmóviles al igual que los temerosos soldados que parecían las estatuas con la que estaba adornada la entrada al bello muelle del puerto. Las sombras pasaban como llevadas por el aire frío que mecía la niebla que poco a poco empezaba a cubrirlo todo con el misterio de lo oculto. No había rostros que divisar en aquellas formas que pasaban sigilosas en una procesión perfecta, lúgubre. Sostenían sus largas varas de madera bermeja a la vez que cargaban las lámparas alargadas que llevaban en su interior la luz blanquecina. Sus pies no tocaban el suelo, flotaban a pocos centímetros como almas penando una condena en un mundo que no les pertenece. Los pocos que los observaron cerraban sus ojos mientras pasaban por las calles empedradas de la ciudad. Tomaron el camino del Sur que conduce al Gran Bosque y más allá a Kramicrogseum, la capital del país del Sur. Nadie pregunto nada, pues en el fondo sabían quienes eran aquellos hombres de misterio: los brujos de Amorgorog-Sibat. Se decía que en la creación de todo lo visible, los grandes sabios encerraron a Ordorug, el señor de las sombras, en el interior del volcán de Sibat donde nunca más saldría su oscuridad a invadir la vida de los hombres. Allí estaban, allí quizás han estado siempre. Nadie sabe de donde salieron ni como han vivido largos años en aquella isla maldita, la mayor de las tres de Amorgorog. Poco se escribió de ellos en las primeras exploraciones, pues los escasos hombres que regresaron de aquella gesta

repitieron la misma historia como si la hubiesen puesto en sus mentes con las mismas palabras y el mismo temor. Hablaban de ancianos vestidos con ropajes negros hechos de algo parecido a la seda, bailaban en la penumbra iluminados solo con la luz dorada que salía de sus largas varas, y algunos con bolas de fuego que no se consumían. Decían que el volcán de Sibat hablaba con voz horrible, como si una presencia profunda gritara con voz de trueno en su interior. Ellos la atendían, ellos la veneraban con las mismas palabras antiguas, gritaban como locos y a medida que gritaban las estrellas bailaban en el cielo, y el cielo se movía tan rápido, que en un solo instante amanecía y anochecía varias veces; porque allí no había tiempo, ni luz, ni oscuridad. Lo único cierto allí era esa voz que retumbaba desde el interior del volcán, esa presencia poderosa que hacia que el mundo se trasformase, y que le daba poder a los ancianos de ropas negras y varas largas, el señor de Amorgorog-Sibat, el mismo Ordorug, era quien hablaba desde lo más profundo de los abismos de la tierra. Muchos de los exploradores no vivían más que un día después de contar la historia del señor de Amorgorog-Sibat. Amanecían frígidos en sus camas, como si el alma les hubiese sido robadas la noche anterior, como si una maldición rondara en sus cuerpos, tan extraña, tan oculta en su ser, como los mismos cuentos lúgubres que traían sus palabras. Si, morían y nadie supo más de aquella isla, solo que allí vivían unos brujos que adoraban a Ordorug, el señor de Amorgorg-Sibat. Todos temieron la presencia de los encapuchados aquella noche. Pocos salieron de sus casas y los que se aventuraron a ver por las ventanas no podían distinguir más allá de lo que la niebla les permitió ver. Al día siguiente el barco no estaba en el puerto. La noche se lo había llevado junto con la niebla. Los brujos no estaban, nadie daba razón de su partida, pero si de su destino. Los rumores crecieron, los guardias les había visto pasar en la aldea de Olumenor cerca al gran bosque, pasaron como volando en el aire, impulsados por algo más que sus pies, arrastrando a su paso cantos y rezos que nadie entendía. Llevaban un bulto pequeño, un infante de pocos días de nacido, lo supieron por el llanto seco que retumbaba contra las montañas. Un llanto aturdidor, un llanto frío y pavoroso, más profundo y desconcertante que los rezos incomprensibles de los hombres encapuchados. De eso ya cuarenta inviernos. Desde aquellos hechos nadie supo nada que proviniese de aquella isla. Hasta el día en que el volcán Sibat erupciono. Solo ese día la ciudad de Arag-Utum sembró sus ojos de nuevo en dirección al horizonte donde se encuentran las tres islas de Amorgorog. La ciudad de Arag-Utum es la capital del país del Norte. Fue fundada sobre una colina cercana a la costa del frío mar del Norte. Allí, en lo más alto de la verde colina yace el castillo de blanca piedra y techos dorados. Tres torres tiene la ciudadela desde donde reina Ephiras, el señor del trono del Norte, soberano del país más grande y más rico del entonces Mundo Conocido. El

reino de Ephiras se extendía desde la cordillera de Asoreth hasta los lindes del Gran Bosque. Eran de su dominio también la gran montaña blanca en cuya cima se dice, se pueden ver en el verano las ciudades de los cuatro países, incluyendo a Itita, la más escondida. También las islas del Archipiélago de Verilett y las tres islas de Amorgorog. Y más allá nada, pues después de aquellas tierras en medio del mar, se extiende el gran abismo donde según se creía desembocaba el mar hacia la oscuridad eterna del vació. Pocos habían visto el abismo, pero cierto era que existía el fin del horizonte. El país del Norte era el más poblado, las aldeas quedaban cercanas a la capital salvo Olumenor, la más sureña de todas. La economía del país venia del mar y de los tesoros de las minas que había en las altas montañas de la cordillera de Asoreth al Sureste de Arag-Utum, de la agricultura y la herrería que al igual que la de Itita, era famosa en el Mundo Conocido. Famoso también era aquel país por tener a su servicio el ejército más grande de los cuatro países. Aunque tal poder no había sido creado para la guerra, sino para mantener el orden en la bastedad de su territorio. El Mundo Conocido no vería jamás hostilidad alguna, pues los soberanos reyes de los cuatro países firmaron al acuerdo de Sisergath, en el cual se preservaría la paz y la hermandad entre los territorios. Más aun el imponente ejército del Norte era visto con recelo por los otros países, su precensia era una amenaza permanente para los pueblos libres de aquel tiempo. La fumarola del volcán había tomado forma de hogo deforme por el impulso del viento. Pronto seria vista desde Sisergath la capital del país del Oeste. En las montañas de la cordillera de Asoreth, en las aldeas fundadas en la cuesta inclinada de las montañas, ya era visible la fumarola amorfa. Allí se había sentido el estruendo de la tierra con mayor fuerza. El rugido de la erupción fue llevada por el viento a sus oídos acostumbrados al silbido brioso del aire en las montañas, pero aquel estruendo fue horrible, era como si una enorme caña se hubiese desquebrajado, como si una voz poderosa emergiera del interior de la tierra y los hubiese amenazado. Ellos también temían a los brujos y creían, como todos en el país del Norte, que aquella era una señal de las cosas terribles que iban a venir. Era él, el señor de Amorgorog-Sibat y sus brujos negros los culpables de tal desastre. Eso decían aquellos que infundían el miedo en los demás, los más creyentes de las cosas que en aquella isla ocurría. Pronto, la historia de la visita de los brujos tomaba fuerza de nuevo. El miedo irrumpía cada oído que la escuchaba. Muchos trataban de escapar de las palabras mortificantes de los especuladores, pero era imposible tratar de pensar en otra cuestión, y más aun, cuando los temblores continuaban con cierta regularidad, recordándoles en cada estrujón de la tierra sólida, la pesadilla humeante que se veía en lo alto de los cielos. El rey ordeno a todos refugiarse en sus casas. Quería evitar que el pánico continuara desvariando a los ciudadanos de Arag-Utum, quería evitar que aquel miedo se convirtiera en un monstruo anárquico incontrolable. Aunque en el fondo él mismo sintiera una zozobra tan terrible como la que sentían todos su súbditos en aquellos momentos de misterios ocultos y preguntas a medio responder.

El cielo se nublaba cada vez más, el sol sucumbía eclipsado por el humo negrusco que brotaba de la isla y se esparcía en el cielo como un demonio gigante que se devoraba el cielo lentamente. La penumbra empezó a amenazar la ciudad. La gente veía llegar una noche anticipada. Pronto los gritos emergieron y las suplicas a las deidades se sintieron como un eco eterno que retumbaba en cada casa de la ciudadela. Las calles se vaciaron, solo el viento corría libremente llenando cada rincón con el perfume asfixiante de la madera quemada. Si, un olor azufrado e irritante vicio el aire limpio que provenía del mar. Era como si algo enorme se estuviese quemando sin medida, como si un fuego ciclópeo devorara el mundo dejando solo a su paso el olor penetrante de los consumido, de lo inerte, de lo muerto por las brasas. Algo ocurrió, una voz rompió el corto silencio que reino sobre la ciudadela, unos gritos fuertes y roncos, una angustia invadía aquella voz masculina, una sequedad la atormentaba cada vez que salía de las profundidades tibias de su dueño. <<Ya vienen… Ya vienen>> La gente se asomo por las ventanas ensuciadas por los fragmentos de ceniza que empezaban a flotar en el aire, de la misma forma que el polen en verano invade los prados. Era un hombre, un pescador de la ciudad que corría como si algo lo persiguiese. Iba en dirección al castillo, y medida que avanzaba repetía las mismas frases: Ya vienen… Ya vienen. Los guardias que flanqueaban las puertas del castillo lo detuvieron, pero él le secreteo en los oídos. Los dos hombres empalidecieron aun más, se quedaron inmóviles, ni siquiera notaron el momento en que el desesperado pescador atravesó las altas puertas rumbo al salón del trono donde estaba el buen rey tratando de meditar la situación. El hombre irrumpió con fuerza. No hubo tiempo de reclamos, se hincó ante el rey y le narro su historia: Había sido llevado por el viento a la isla de Amorgorog, en la costa espero que la borrasca cesara, pero algo extraño sucedía. Unas voces de ancianos cantaban a lo lejos, y una hoguera irrumpía la oscuridad de la madrugada. La curiosidad lo arrastro hacia un bosque de troncos muertos, allí los vio, eran ellos, los brujos de la isla. Danzaban con sus varas largas alrededor de la alta hoguera. De pronto, un hombre maduro más joven que ellos se acerco a las llamas. La danza se calmo, los cantos se convirtieron en rezos cada vez más pronunciados y acelerados. El hombre caminaba hacia las flamas, una voz se sintió en el aire, una voz profunda que solo se escuchaba en el alma, tan dura y fría que paralizaba el latir del corazón. Los ancianos rezaban con delirio, el hombre se interno en las llamas, la voz profunda se aguzaba y crecía en poder. De pronto, una luz emergió de la hoguera, un espectro blanco de luz intensa salía asustado rumbo a lo alto de los cielos, un chillido lo acompañaba mientras se elevaba rumbo a las estrellas danzantes, hasta que el oscuro firmamento lo devoro. Los rezos cesaron, el hombre emergió del fuego intacto, no había llagas ni quemadura alguna en su cuerpo desnudo. No había marca ni cicatrices, era como si el fuego le obedeciera, como si fuese su señor y amo. Los ancianos se arrodillaron ante su presencia. En sus ojos no brillaba la luz, en su rostro ya no había angustia, en su voz no había miedo ni bondad, solo un eco horroroso que entonaba unas palabras incomprensibles. Los ancianos se levantaron y con las varas llenas de una luz dorada entonaban con éxtasis unos versos, unas frases tangibles, un nombre recuperado al tiempo: Canophulus.

Cuando se escucho ese nombre, la montaña rugió con furia mientras el hombre era vestido con ropas más finas y tan negras como la de los ancianos, toda ella bordada con el símbolo de los triángulos. Una vara de metal le fue dada, y una vez esto ocurrió el hombre hablo de nuevo. No se entendía nada en aquellos versos, pero hubo algo que si fue claro, algo que marco el destino del pescador: Arag-Utum, eso dijo varias veces con rabia y con odio señalando en dirección hacia la ciudad. El pescador concluyo su historia diciendo que había huido en el momento en que oyó tales designios. Tomo su barca y mientras navegaba por el brioso mar, el volcán erupciono con furia cubriéndolo todo de negro. En ese momento de dudas un guardia entro con la noticia, un barco había sido divisado desde la torre alta del castillo, venia rápido y en pocas horas llegaría a la ciudad. El rey vacilo, se sentó en el trono con la cara empalidecida y una expresión desalentadora. En el primitivo Mundo Conocido no se sabía de magia, ni de magos, ni de nigromantes, maestros de las artes sobrenaturales, solo en el Norte habían magos1 pero el vierto no llevaría estas guerras a sus oídos hasta después de muchos años, cuando ya habría poco que hacer. A las afueras de la ciudad las tropas se movían con rapidez rompiendo el sonido del viento. Se dirigían hacia el puerto, así lo había ordenado el rey. Todos los soldados que había en la ciudad corrían a formar una barrera en contra de los visitantes de la isla. El puerto fue blindado, las puertas de acceso a la ciudad eran flanqueadas por los jóvenes guardias. Los arqueros se acomodaron en las atalayas de la muralla baja que rodeaba la ciudadela, al igual que en las torres del castillo donde se enviaron a los mejores soldados ha proteger la fortaleza del rey. El barco se acercaba con rapidez en medio de la penumbra que cubría los cielos como una manta tenebrosa. Las aves cesaron su vuelo ubicándose en los peñascos desnudos que había cerca de la costa, expectantes a lo que estaba a punto de acontecer. El mar se movía con suavidad a pesar que el viento mecía los estandartes del ejército con gran fortaleza. La sombra negra que surcaba a gran velocidad los mares, alcanzo con suavidad misteriosa el majestuoso puerto. La voz entrecortada, pero fuerte del capitán de las tropas cercanas al muelle les gritaba que bajasen de la nave en paz. Pero en cubierta nadie respondía, nadie se agitaba para alegar tales mandatos, nada más que el aire resoplando y el sonido del mar golpeando la nave negra se oía. Los arqueros templaron sus arcos ante las órdenes del capitán. La lluvia de flechas caería sobre el barco ante el más mínimo movimiento. Nada se oyó por un buen tiempo, el pulso temeroso de los soldados se hacia más evidente. De pronto, unas palabras emanaron de cubierta, unos versos incomprensibles que dejaron a todos los que cerca estaban sumidos en un mutismo aterrador. Un hombre de rostro lúgubre se asomo en la proa del barco, su piel dorada por el fuego y sus ojos refulgentes como el magma caliente de un volcán observaban al grupo de arqueros que rodeaban el barco. Su mirada era estremecedora, tan fría, tan llena de odio, aquella mirada atravesaba la piel y la carne y se internaba en el alma y la domaba a su antojo. Las flechas del puerto apuntaron en dirección hacia las torres. Algo había en los ojos jóvenes de los arqueros, una sombra los opacaba, como si una membrana verdosa los cubriera. La lluvia de flechas se sintió, algunos soldados de las atalayas cayeron como bultos de harina 1 Me refiero aquí a los señores que creo han vivido desde el origen del sol, en el frío Norte de este mundo, aquellos de los que poco se habla y poco se sabe: los ancianos magos.

hacia el duro suelo. Desde las torres silbaron más flechas y estas cayeron en el barco sombrío haciendo un gran bullicio, tan grande, que el sortilegio se rompió, y los arqueros del puerto despertaron de su sueño. Las flechas invadían la coraza negra y calafateada del barco. Los hechiceros salieron de su invisible protección. Las varas brillaron con luz dorada, fuerte y enceguecedora. Las flechas se devolvían hacia sus lanzadores, como si un viento rodeara la forma sombría de la barcaza. Los arqueros caían como si fuesen de muñecos de trapo tumbados por el aire frío del otoño. Los brujos flotaron al suelo ceniciento del muelle. Allí la infantería los atacaba con sus espadas, pero de sus varas salía una fuerza invisible que los lanzaba por el aire. El hierro de sus armas filosas se calentaban al rojo vivo, y sus escudos se hacían más pesados y gruesos. Su grito de guerra se perdía lentamente a medida que los veinte ancianos vestidos de negras ropas, y armados solo por sus varas de luz, se abrían paso en medio del tumulto de hombres acorazados que los desafiaban. Desde las atalayas y las altas torres empezaron a silbar las flechas en medio de lo imposible de aquel acto mágico. Alguno de los brujos alzaba la vara y estas se desviaban de su rumbo, algunas al mar, otras a los cuerpos de los valientes soldados. Pronto la puerta que daba al puerto fue alcanzada. Los arqueros y los soldados que la custodiaban desde la muralla baja, hacían los imposible por detener la estampida de desolación que poco a poco creaban los brujos de Amorgorog-Sibat, pero inútil era su empresa. Los brujos llegaron al portón de madera y con rezos y palabras misteriosas lo tumbaron, tan fácil como si estuviese hecho de niebla y no de roble. La ciudadela fue alcanzada. Dentro, los esperaba la segunda defensa de las tropas. Las altas lanzas y los fuertes mazos los recibieron. Los brujos se esforzaban en hacer sus sortilegios, pues aquellos hombres eran más fuertes y pesados. Las varas brillaron más, evitando la furia de aquello valientes. Pronto se vieron rodeados por las formas acorazadas e imponentes de aquel batallón. Entonces, cuando todo se veía ganado, cuatro encapuchados sacaron de la nada unas esferas de vidrio volcánico veteadas. En el interior se movía lentamente unas formas como niebla, que se mecían con el movimiento de los astros. Los encapuchados hablaron y las esferas se rodearon de un fuego que no las consumía. Las lazaron al cielo, y estas volaron como el ave que se suelta de las manos de su captor; alto como las estrellas y rápido como la luz dorada del sol. Un estruendo se oyó en lo alto, un rugido abrasador y paralizante. El cielo se rompía, pronto el sonido se convirtió en luz, y la luz en relámpagos azulados que caían sobre el bello castillo de Arag-Utum. Era una lluvia de rayos que destrozaban las torres, las murallas y las fachadas de la fortaleza del rey. Caían como látigos luminosos acabando con la piedra y el metal. Los protectores de tal obra caían de lo alto, gritando con formas horrorosas que estremecían hasta el corazón más duro. Los soldados de la segunda defensa temieron tal mal. Se esparcieron con rapidez buscando salvar sus vidas de la furia incontenible de los cielos, huyendo de las serpientes de fuego como llamaria la historia a aquellos truenos que acabaron con el castillo de Arag-Utum y parte de la ciudadela. Los hechiceros caminaban son seguridad, a ellos la furia no les afectaba. Marchaban en procesión marcándole el camino a alguien más poderoso que ellos, alguien que caminaba desde el puerto con lentitud atravesando los cuerpos inconscientes de los muchos que habían de vivir para ver el inicio de su muerte, de su propia miseria. Si, eran pocos los muertos y muchos los

heridos, así lo había dispuesto Canophulus. Las fuerzas deberían permanecer para su servicio. Aquello no era más que una muestra de terror, pues es eso, el miedo mismo, la mejor arma de dominio. Un pueblo que teme es un pueblo fácil de domar. Y más aun cuando tal obra sobrenatural era vista por primera vez en los lindes del Mundo Conocido. El hombre sin alma caminaba entre las calles retumbantes de la ciudadela, observando a lo lejos la lluvia de relámpagos que caían desde lo alto de los cielos, llamados por esas esferas de fuego. El señor, el elegido, solo tenía una meta, un propósito: el rey. Los brujos le hacían corte a su entrada. Un movimiento de sus manos basto para acabar con el quebrar del cielo. La tormenta ceso, pero no el desconsuelo. El castillo fue semidestruido, pero lo poco que se salvo fue suficiente para sostenerlo en pie por unos días quizás. Canophulus entro con decisión. El rey seguía allí, sentado en el trono, el último lugar donde su cuerpo tibio vio la luz pálida de un trueno. Su piel estaba más que quemada, carbonizada. Sus ojos fijos en la puerta, y su corona derretida como si un enorme crisol lleno de magma hubiese sido derramado sobre su cuerpo. Ninguno de los que permanecieron en el edificio sobrevivió, todos fueron muertos por los truenos, o por los escombros que caían por doquier. La reina murió en su fina cama abrazando al joven príncipe, aplastados ambos por las vigas de los techos altos. La poca guardia que acompañaba al rey, también fue calcinada por las serpientes de luz. Al igual que los altos consejeros y los maestres de la corte. Pero afuera la gente temerosa vivió, aunque la muerte hubiese sido lo mejor para ellos, pues lo que vendría no se compararía ni con el miedo humano hacia la muerte. Canophulus retiro con desprecio el cuerpo carbonizado que usurpaba el lugar que había venido a ocupar. Se sentó con elegancia y triunfante sonrió mientras sus hechiceros se postraban rindiendo honor a su señor, el elegido, el soberano, el emperador. El nombre de la ciudad fue olvidado, Arag-Utum, que en la primera lengua significa Mar y Viento; fue derrocada. Canophulus se apodero del país del Norte. El primer trono era suyo, y con él, todo lo que dominaba. El ejército fue sometido con las palabras del miedo. Los hombres guerreros le temieron al poder del nuevo rey, pero no solo fue temor lo que les hizo rendirse y ofrecerle su lealtad a Canophulus, también fue su voz hechizante que esclavizo sus mentes, robo sus almas y convirtió sus cuerpos en cascarones huecos donde retumbaban sus deseos de guerra, domo sus mentes transformándolas en un eco que repetía muerte, que repetía sangre, venganza. Ya no eran hombres, eran animales ansiosos por pelear todas las batallas que Canophulus, su nuevo señor, les impusiese. El gran ejército fue armado con nuevas armaduras, negras y gruesas, todas marcadas con el mismo símbolo de los tres triángulos entrelazados entre si: El Trialde. Todo aquel que pudiese sostener una espada fue obligado a unirse a las tropas. Los demás a los campos a cultivar el alimento para el gran ejercito del nuevo imperio, los rebeldes fueron castigados, mandados estos a trabajar en los hornos que rápidamente fueron levantados para fundir las armas y armaduras de la hueste. Y para aquellos su vida fue miserable y eterna como los fuegos abrazantes de los hornos.

Y es así como fue conquistado el primer trono. El único que cayó por el poder de la magia. El único que desaparecería de la faz del Mundo Conocido, pues de Arag-Utum y las comarcas del país del Norte no se sabrá nunca más.

LIBRO II

EL SEGUNDO TRONO

El libro del escriba de Sisergath “De la batalla del Istmo del Trébol y la conquista del segundo trono”

ADVERTENCIA

He aquí que en la isla de Geasia, la antes llamada Isla Muerta se han encontrado por mi merced los tres libros de Aztenamon el escriba de la ciudad de Sisergath, hoy llamada Acuff. El primer libro narra los años valientes de la ciudad del castillo del gran domo que fue construida cerca de las acantiladas costas de la península del Trébol, llamada así por la forma singular que apareció en los primeros mapas del Mundo Conocido. Habla también de lo limites de los reinos y de los dominios de la casa de Sisergath, los cuales incluían la Isla Muerta y el Golfo de Baz, mostrados aquí en un bello mapa, el único que sobrevivió a las guerras de Ígneos. El segundo de los libros es el del comercio y la economía, cuenta los tratados de los mares y los caminos del comercio de pieles, tan famosos en el antiguo país del Oeste. Habla también de las riquezas del mar de Agion, de sus pescadores y los frutos del mar que eran llevados al interior en las caravanas de los comerciantes de la luna, llamados así, por que solo en las noches de estrellas brillantes viajaban. Y el ultimo de los libros narra los eventos de la conquista de Sisergath por el señor del Norte. He leído las paginas frágiles de este libro y me han conmovido, es por ello que lo incluiré en este historial con sus versos tal y como fueron escritos, no he de tocar ni una letra, ni un símbolo, pues todo lo que allí escrito esta, es tan completo que no necesita retoque alguno. He de escribir por orden de su majestad el rey Nicomedes, los eventos de la mañana. Me ha ordenado mi señor que narre todo cuanto ocurra en estos días, pues en el Norte se agitan los mares y se levantan grises humos. Un nuevo señor domina aquel país, pero de aquello poco se sabe, los rumores son muchos, pero las verdades son pocas. En esta, la mañana del día veinticuatro del sexto ciclo de la luna, ha llegado un caballero extranjero portando noticias al rey Nicomedes. Su majestad lo ha de recibir en el salón del trono donde le acompaña su modesta corte. El hombre de alta estatura y porte principesco se presenta como Sirelth, y sus ropas son conocidas por este servidor. Sin dudarlo viene de Itita, lo sé por que todo su ropaje es de una belleza indescriptible para mí. Sé que en Itita las tejedoras pasan días y algunas veces años entrelazando las telas de las ropas de la corte, es por ello que las telas del Este son caras y poco apetecidas aquí en el humilde país del Oeste. El hombre portador de noticias graves, fue enviado por los reyes de su país a espiar los lindes con el Norte e investigar lo que allí sucedía. Y tales eventos es de mi deber aquí consignarlos: “…Allí en el Norte hay un señor de ropas negras dominado en los restos de la ciudad de Arag-Utum. Servido es por veinte encapuchados con varas que dominan los elementos. Los hombres han formado un gran ejército, yo los he visto partir ayer en la mañana. Tres compañías se mueven como los ríos de las montañas atravesando el gran valle que termina en la gran montaña. Vienen en conquista de los países libres en nombre de su señor de ropas negras. Todos portan el nuevo símbolo, el Trialde. Y todo aquello que posea ese signo será propiedad del

señor de ropas negras. He venido ante el rey de Sisergath a prevenirle, pues esta ciudad es la más cercana a Arag-Utum. Debe armarse mi buen rey y proteger sus dominios pues el enemigo asecha con armas fuertes comandados por los veinte de Amorgorog-Sibat. Vienen por el valle, una compañía se ha dividido y ha partido rumbo a Sisergath, su avance es lento, pero su poder mortal. Mañana atravesaran el Istmo y ingresaran a la península con una sola meta: marcar esta tierra con el símbolo del nuevo rey del Norte…” El hombre se retiro prometiendo que cabalgaría con rapidez hacia Itita para solicitarles a los reyes que envíen tropas al Oeste en ayuda de Sisergath, pues es de todos conocido que este no es un país de grandes ejércitos. Aunque sus intenciones sean buenas sé que no es mucho lo que se pueda hacer. Itita esta lejos, tan lejos que tardaría cuatro días o más en llegar a la ciudad cualquier ayuda de ese país. Y aquello preocupa al rey, quien desconsolado pide consejo a los ancianos que le sirven. No hay otra alternativa más que enfrentar tal amenaza. Mañana llegaran las tropas y es mucho lo que hay que pensar y poco lo que se puede hacer. En la tarde hubo un gran movimiento en la ciudad. Todo varón en edad de batalla fue llamado a defender el país. A mujeres, niños y ancianos se les pidió dejar sus casas y partir hacia la Isla Muerta, allí en el refugio de Los Vientos, pasarían los días de la batalla. Poco a poco se retiraban los barcos del único puerto del país. La zozobra acompañaba a todos los que allí se embarcaban. Lo sé, por que he despedido en una de esas naves a mi madre y mis hermanos pequeños que felices se alegraban de pasear en el mar, ignorando los motivos de aquella travesía. Pero mi madre no gozaba de tal acto, pues en el fondo de su alma sabía que la ciudad de fachadas cubiertas de caliza, no seria igual cuando la volviese a pisar. Se fue con tristeza de dejarme aquí, en medio de esta desdicha, yo que fui tan valiente como mi padre muerto, ahora veía reflejado en su rostro marchito por los años, la misma desesperanza y el mismo temor que invadía mi alma. Mi madre me abrazo, fue el ultimo suspiro de su cuerpo cansado lo que hizo que mis lagrimas dejaran los abismos de los ojos y se perdieran en el mar, allí donde nunca más regresaran a mi presencia. Ella no lloro, no quería que los niños se asustaran ni que la acosaran con preguntas de las que ni ella misma sabía las respuestas. Y así se fue, seria y calmada, aunque por dentro la consumiera todo lo malo que puede consumir el alma de los hombres. Cuando el barco se perdió en el horizonte rumbo a la silueta grisácea de los picos lejanos de Isla Muerta, yo retome el camino hacia el castillo de la gran cúpula dorada. (La única bella obra de valor que tenía la ciudad). Mientras subía las escaleras que se levantan serpenteando el acantilado desde el puerto, me encontraba con las humildes familias que venían de las dos únicas comarcas del reino. Sus rostros mugrientos secos por el sol y el viento, no eran diferentes a los rostros de los demás viajeros. Todos parecían victimas de los mismos gestos resignados y tristes, pálidos y llenos de cansancio. Era la primera vez que en mi vida presenciaba tal evento, y aquello me desconsolaba, tanto, que al ver aquellas señas de desaliento, me veía a mi mismo proyectando tales formas desconcertantes en el ondulante hemisferio de mi rostro joven. Los ojos secos y rojizos en busca de una cara familiar que les proyectara una sonrisa, un saludo, un gesto que les devolvería por un instante, la alegría perdida en las advertencias del rey.

En el interior del castillo las cosas no eran muy distintas. Allí los grandes señores trazaban la defensa del país. No disimulaban su falta de experiencia, muchas veces fue dibujado en el mapa las rutas de los ejércitos del Norte, y muchas veces fue discutido el lugar más débil del reino, allí por donde la batalla seria perdida. Yo los observaba y anotaba todo cuanto me gritaban que escribiera, pero después corregían los planes y yo los volvía a corregir en las hojas amarillentas. Pero después, al ver tal desperdicio de tinta, tome la decisión de no anotar más, así los señores me gritaran que lo hiciera. Mi señor también discutía, nunca lo había visto tan preocupado por un asunto. Esta vez se dedicaba como un pintor a sus cuadros, al fino arte de la guerra, del cual nadie, ni siquiera él, conocía en ese salón. Tal vez si algún general de Itita hubiese venido seria más fácil, pues allí si que saben de estrategias, pues son ellos los grandes conquistadores de la época. Pero de Itita nadie llegaría, y debíamos de confiar en las ideas vagas de estos ancianos sabios en letras y números. Pues en esas mentes de cabellos blancos y poco pelo estaba la escondida la formula para derrotar a los ejércitos del señor del Norte, del que nadie sabe y del que muchos empezaban a temer. Aquella noche fue larga como el suspiro de la eternidad en lo infinito del espacio. El plan fue hecho, el ataque seria en el istmo de la península, la única entrada a la ciudad. El viudo rey no durmió. Se la pasaba dando vueltas en sus aposentos. Miraba en dirección a Isla Muerta, quizás añorando la presencia de su hija única, la bella princesa Jasiria, la flor del otoño, la rosa del invierno, la dulce. La hija del rey serviría a la ciudad en caso de que la victoria fuese nuestra. Pero también le preocupaba si la batalla se perdía, entonces, ¿Qué seria de ella?, solo las lagrimas atravesando el rostro marchito del rey contestaron mi pregunta. Al verlo pensé en mi madre y en mis pequeños hermanos, y también llore, y entre el llanto y la frialdad de la noche estrelladas, me quede dormido, soñando que todo era un sueño, imaginando que todo aquello era imaginado, sonriendo en medio del llanto de los que ya se han ido, y los que pronto se irán. A la mañana, antes del asomo del alba por el Este, el rey llamo a sus tropas y le dio a esta presencia la misión más difícil <<Y vos mi buen escriba, estarás en lo alto de la torre de Agion escribiendo la gran batalla que será ganada por este tú rey, por este tú pueblo; anotadlo todo, no gastes en detalles, pues esta gesta es digna de ser escrita…>>. Después, hubo de hablarles a los más de tres mil hombres que salían en caballos hermosos rumbo a la península. Sus versos fueron de aliento en los tiempos amargos, varias sonrisas de esperanza flotaron en medio de la espesura de la tropa. Y así en medio de un grito de batalla, partimos con el frío del ocaso de cielo negro-azul, ellos rumbo a la batalla, y yo rumbo a la torre, armado con una espada de filo dudoso, los pergaminos, una pluma y tinta. No niego que el camino fue largo, a pesar que ya era por mis ojos conocido. Pero esta vez no caminaba rumbo al interior en busca del gran bosque, ni a observar el mar brioso golpear las rocas de golfo de Sisergath. No, esta vez partía hacia la vieja torre de Agion, construida por los primeros reyes para vigilar el istmo. Allí en lo alto se podía ver parte de la cordillera de Asoreth, obstaculizada a la vista solo por la Montaña Blanca, desde donde se dice, se puede ver las cuatro ciudades.

Al llegar allí, el rey pidió los escritos hechos el día anterior sobre el mapa del Mundo Conocido. Explico a los casi mil hombres que ya estaban allí el día anterior, el plan de batalla. Una vez asistí a su majestad, este me envió junto con los arqueros más hábiles rumbo a la torre. Y hacia allí fui, guiado por el ansia de lo imprevisto, temiendo un mal que no conocía, y que desearía nunca conocer. La torre de Agion no era tan alta como las de Arag-Utum, media esta desde la base hasta la corona unos 250 pies, y una base redonda de unos 54 pies de diámetro. Dentro había una escalera amplia para luchar con espada desde la cual se accedía a los cinco niveles y la azotea. Cada nivel tenía estrechas ventanas ojivales donde los arqueros se ubicarían para comandar el ataque. Pero mi puesto estaba en lo alto, allí en la corona de la torre, el último nivel desde donde podría verlo todo, protegido por los valerosos arqueros, y las altas almenas que culminaban la torre: mí puesto en esta batalla. Al llegar allí mire hacia el Este la planicie limpia del istmo bañada por los débiles rayos de la aurora que se veía venir a lo lejos, atravesando la llanura estaba el río de las tres montañas, que desde allí parecía una gran serpiente ocre atravesando la pradera. Y más allá se veía cerca una masa que atravesaba con lentitud: era el ejército del señor del Norte. Pronto los arqueros gritaron a mi señor el rey, que al salir el sol estaría cerca, y en lo precoz de la mañana estarían frente a ellos. Yo los observaba lentamente, las antorchas se apagaban cada vez más rápido, y a medida que los rayos del sol bañaban la explanada se veía cada vez más lo basto de aquel ejército. Cada vez más aquella hueste de hombres se asemejaba a un bosque de lanzas que caminaban a paso de marcha. Ya el suelo retumbaba y los cielos se cubrían con las nubes que arrastraban bajo sus cabezas la horda negra que venia del Nordeste. Adelante iban cuatro jinetes que sostenían en sus manos unas varas largas y delgadas, sus cabezas estaban encapuchadas y eran los únicos que no portaban armadura alguna. Pronto el cielo se torno de un gris intenso. El viento soplaba desde el Golfo de la Torre Gris hacia nosotros, el mar brioso retumbaba en las rocas cercanas a las acantiladas costas. El enemigo llego en el momento imaginado. Pero terror genero en todos al ver la masa uniforme y numerosa. Desde las alturas se observaba la diferencia: uno a tres. El ejercito del Norte casi que triplicaba al nuestro. El temor se sintió con fuerza en el rostro de los soldados de Sisergath, pero mi señor los alentaba con el discurso de la esperanza, y aquello agito la masa de cascos apenachados que dispuestos estaban a morir por su pequeño país. En tanto el enemigo se organizaba con sus escudos negruscos solo iluminados por el símbolo del emperador del Norte. Los arcos se templaron mientras observaba con detalle las armas novedosas del enemigo, escudos altos, largas lanzas, y potentes arcos. Los encapuchados recorrían observando el terreno. A veces miraban al cielo como tentando el clima. Sus varas siempre alzadas como si fuesen sus espadas y sus escudos. De pronto, se juntaron los cuatro jinetes, comentaron palabras que el fuerte viento se llevaba y las estrellaba en los acantilados de los dos golfos que flanqueaban el istmo, el de Sisergath y el de la Torre Gris. La amenaza tomo posición, de las varas emergió una luz de un color dorado extraño, y fue aquella la señal, y la batalla del Istmo de Sisergath iniciaba en lo precoz de la mañana.

Los hombres corrieron a su encuentro comandados por el rey. Las dos masas decididas se encontraron en medio del polvo y los sonidos de las espadas golpeándose las unas contra las otras. Pronto la sangre y los quejidos de dolor. Atrás los arqueros de la torre libraron su propia batalla con los similares enemigos. Pero la lluvia de flechas del adversario llegaron primero, y entonces, muchos de los que a mi lado estaban cayeron sin vida atravesados como acericos de sastre por decenas de flechas. Yo me protegí en la almena de roca solidad desde la que estaba observando. Pronto los demás que quedaban en pie cayeron, y a medida que caían eran reemplazados por otros que venían del interior de la torre, y fue así hasta que las flechas dejaron de silbar, y los arqueros de la torre se acabaron. En ese instante me asome, y desee no haberlo hecho, pues lo que mis ojos veían fue aterrador. Pocos penachos luchaban aun en medio de la mancha negra. Entre ellos mi buen rey. El enemigo consumía las tropas como consumen las orugas las tiernas hojas de una planta. La esperanza decaía, al igual que los cuerpos sangrientos de los nuestros, al igual que sus cabezas en el suelo rojo del Istmo, al igual que las lágrimas de mis ojos que manchaban las letras curveadas por el pulso miedoso que se apodero de mis manos. El ultimo que en pie quedo fue mi rey. Desde las alturas lo observe enfrentarse con sus últimas fuerzas a los encapuchados que blandían espadas gruesas mientras sostenían a la vez las altas varas. Mi buen rey caminaba con altura, como un caballero digno de su armadura, de su corte, de su majestad. Fue aquel el ultimo grito de batalla que se oyó en el aire; fuerte y agresivo. La última fuerza fue arrancada de su cuerpo al igual que su cabeza, al igual que mi alma al ver tal horror. No grite, ni llore. Solo huí con silencio como el cobarde que soy. Conocía bien los caminos, y me escabullí del enemigo por detrás de la torre rumbo a los rocosos acantilados del Golfo de la Torre Gris. Lo último que ví, fue la corona brillante de mi señor alzada por los encapuchados como el trofeo de su victoria. Después nada más, pues mi cuerpo resbalo por el abismo que yacía a mis pies, y allí en el frío mar de Agion fui arrastrado a costas seguras donde escribiría estos versos en las cuevas de las montañas del Humo, desde donde llegaron noticias de Sisergath por los pocos que habían logrado huir del enemigo en la Isla Muerta y que partían con esperanza rumbo a Kamicrogseum, la ciudad del Sur. Los extraños afirmaron que al tercer día de la batalla del istmo de la península del Trébol, hubo de llegar a Sisergath el señor del Norte, Canophulus, a ocupar el segundo de los tronos conquistados. Pregunte por mi madre y mis hermanos, pero su respuesta no fue agradable para mi. Pues me dijeron con tristezas que era probable que hubiesen sido llevados como los demás, al Norte como esclavos, para construir la nueva ciudad. De mi madre y mis hermanos no supe más. Largos años pase escondido en las montañas y la vejes llego a mi, y con ella la esperanza de la muerte. Escribí estos mis últimos versos, del fuego del sur, y las noticias de la caida de Kamicrogseum, y desde allí sentí el rugido de la última batalla en Itita. Partí en medio de las sombras rumbo a Isla Muerta, a la protección de las ruinas de la fortaleza antigua. Aquel era un lugar seguro, pues en Isla Muerta no había nada de valor, y nada crecía allí más que los secos espinos y las

tristezas pasadas. Allí he de morir, al amparo del recuerdo de mi madre y mis hermanos, con los que me encontrare en el descanso de la eternidad, donde no hay sufrimiento, sino el amor de todo lo creado, de todo lo soñado, de todo lo querido.

LIBRO III

EL TERCER TRONO

El libro de los códices de las cuevas de Imefún “De la batalla de Kramicrogseum, la muerte del rey Siseron y la conquista del tercer trono”

ADVERTENCIA

He aquí el tercer libro que he escrito en base a los códices que encontré en las cuevas de Imefún al Oeste de las ruinas de Kamicrogseum. La verdad no sé razón de quien haya podido haber escrito estos bellos libros, pero cierto es que fueron para mi provechosos. Los códices están desgastados por el tiempo y los insectos, estos últimos han dañado seriamente gran parte de los dibujos y los manuscritos. Es por ello que parte de este libro contiene muchas de las narraciones de los ancianos que encontré en las aldeas cercanas a las cuevas de Imefún, que aunque disertantes, concuerdan en su mayoría con los eventos que hacen falta y trascienden en los códices. He tomado solo algunos de estos relatos, los más parecidos a las secuencias de los manuscritos, aunque debo afirmar a vosotros, señores míos; que tales historias carecen de mi confianza, más sin embargo son ricas en hechos y en trama, y es por ello que he decidido incluirlas antes que desaparezca como las paginas faltantes de estos códices. Este es pues el tercero de los cuatro. El que narra la caída de la ciudad del Sur: Kamicrogseum, la capital de la alta muralla. Al final de la tarde en la aldea más nórdica del país del Sur se vio cabalgar a un caballero Ititense. El enviado por la corona pregono una advertencia a este país tan alejado del mundo. Los que lo oyeron quedaron atrapados en la zozobra de los inesperado, aquella misma que había afectado los oídos del pueblo del Oeste. Un ejercito venia del Norte como una sombra que serpenteaba las praderas del valle del río Selir. Su paso es lento, pues su carga es alta, pero su convicción es aun más grande que su carga. Pronto rodearan la espesura del gran bosque y llegaran a la ciudad de la muralla alta. Y dicho esto el caballero partió con la promesa de que Itita enviaría ayuda al país del Sur, el más lejano de los tres. Los rumores del caballero fueron confirmados por diez aldeanos que partieron rumbo a las montañas del Gran Bosque, y lo que allí vieron les aterro. En la frontera con el país del Oeste se advertía una gran mancha oscura que empezaba a rodear los lindes del Gran Bosque. Su marcha era constate y hacia rugir la tierra como si estuviese viva. En medio de aquella serpiente de hombres aglomerados se advertían cinco torretas bélicas acompañadas por sendas ruedas y haladas por lo que parecían animales fornidos. Y atrás de la marcha las catapultas, que a lo lejos, parecían cucharones gigantes que se movían lentamente. Los aldeanos corrieron como nunca lo habían de hacer en sus vidas. En medio de su temor, la espesura del bosque se volvió mansa y despejada. La aldea estuvo cerca gracias a su osadía. Y

una vez allí, alertaron a todo aquel que tenía oídos para la noticia, y ante tales verdades no hubo tiempo de lamentarse, ni de quejarse, ni de siquiera sorprenderse, pues solo hubo tiempo de huir al único lugar seguro y cercano: Kamicrogseum. El país del Sur era el único que no poseía salida al mar, su economía dependía de las minas de oro que existían en las montañas cercanas. En la época dorada fue este un país rico, tan rico que se dio el lujo de edificar una muralla alta y gruesa que rodeara el castillo de la casa de los Siseron, los señores del Sur. Kamicrogseum, fue el epicentro de la bonanza de los primeros reyes del confín del Mundo Conocido. La ciudad fue epicentro del comercio, pues fueron muchos los ricos que levantaron sus casas de piedra dorada en el interior de las murallas. Pero la bonanza del oro termino, los yacimientos terminaron con su producción, y cada vez era más complicado encontrar las vetas del oro ansiado en las montañas, la casa de los Siseron decayó, y con ella el comercio y la opulencia. Lo único que quedo de aquella época de riqueza, fue la torre alta de un castillo a medio terminar, las casas de los que alguna vez vieron la fortuna, y que hoy solo son refugio de pobreza y desventura, y la muralla alta, el más hermoso tesoro de la casa de los señores del Sur. Desde las atalayas se veía el desfile de aldeanos que venían de las cuatro aldeas del reino, que trataban con afán de ingresar a la ciudad. Todos traían en sus rostros los lamentos de los rumores que venían de todas partes. Muchos afirmaron que hacia pocos días se vio fuego cerca de la Torre Gris de Agion, las noticias de Sisergath eran cada vez más ciertas, y más aun se afirmaron cuando un grupo pequeño de fugitivos de la Isla Muerta llego a Kamicrogseum en busca de asilo entre las murallas. Al interior del castillo de estructuras a medio terminar, yacía sentado en el trono majestuoso el joven rey Siseron X. Escuchaba las noticias que traían sus habladores súbditos, quienes afirmaban que en la noche siguiente el ejercito del Norte estaría atacando Kamicrogseum. Aquello preocupo severamente al joven rey quien no hacia muchos años había sentado su poder sobre el trono del reino. Su juventud no inspiraba más que lastima, pues ante la tensión de la guerra que se aproximaba, las únicas palabras que salían de su inexperta boca eran para alabar al bienaventurado caballero de Itita, aquel que traería ayuda. Afirmaba con seguridad convincente, que si el enviado de la casa del Este era rápido en sus promesas, la ayuda del pueblo bendecido estaría cruzando en aquel momento el estrecho del Este rumbo a Kamicrogseum, y si el buen tiempo y la buena marcha los protegían, llegarían a la ciudad poco después de que las hordas inmundas del señor del Norte empezaran a desatar la batalla. <<Itita asegurara nuestro triunfo>>, decía con una seguridad que convencía hasta el más desesperanzado. Sin embargo sus fieles consejeros sabían que tales servicios nunca llegarían. El país del Este, tan religioso, tan consagrado, tan poderoso en su fe. No ayudaría jamás a un país impío, que había renunciado a todo credo y a todo valor de esperanza a cambio del oro y las riquezas. El rey Siseron X, no creyó en tales profecías, sin embargo, concedió la duda a las palabras de sus sabios señores, y siguiendo sus consejos ordeno preparar la ciudad para la guerra.

Los ejércitos estaban dotados de buen armamento, ya que en aquellas tierras era también abundante el hierro, el cual vendían con facilidad a Itita y Arag-Utum, donde vivían los grandes herreros. Aunque el país del Sur no era bendecido con tales maestros, su herrería era buena y le permitía sostener un ejército preparado para cualquier evento. Pero la mejor arma con la que contaba la ciudad, era su muralla de roca sólida, alta y majestuosa, casi que impenetrable. Y era aquella arma lo que alentaba a muchos a buscar protección en la ciudad. Estaban seguros que el sur no caería, y que primero se rendirían los ejércitos del señor del Norte, antes que la muralla cayese. Las caravanas de alimentos y barriles cargados con agua empezaron a recorrer las calles polvorientas rumbo a las sólidas paredes de los acopios construidos en las barbacanas de la ciudad, mientras que los soldados se ubicaban a lo largo de las terrazas de flanqueo de la muralla, la poterna de entrada y las dos torres de defensa con las que contaba la gran pared. Expectantes ante cualquier cambio en el horizonte silueteado por las montañas del Gran Bosque y la Montaña Blanca, en cuya cima las nieves cambiaban de un tono blanco marfileño a un naranja refulgente que anunciaba la llegada del ocaso, quizás el ultimo que verían en sus vidas, pues al Norte amenazaba una negrura espesa de nubes que viajaban con rapidez hacia la pradera de pastos verdes en la que estaba erguida la ciudad. El joven rey se ocultaba bajo las cortinas de su propio miedo, caminaba los pasillos imaginando que todo aquello no era más que un mal sueño, una pesadilla oscura como el encapotado del cielo nocturno. Llegarían mañana en la noche, envueltos en escudos y torretas de guerra, llenos de odio, llenos de olor a muerte, poseídos por la fuerza del señor de los dos tronos. El buen rey meditaba, y entre más meditaba más se llenaba su corazón de dudas y ansiedad, no había llanto consolador, no había murmullos aliviantes, la hora llegaría, y el joven muchacho no quería estar allí cuando la batalla llegara, la cobardía fue su verdugo, y la esperanza el néctar aliviante de su jovial miedo. El sol de la mañana llego tardíamente, el cielo lucia diferente, envuelto entre densas nubes de grises y negros. Las aves no cantaron, solo el viento soplaba desde el Este con un aroma conocido solo, por los pocos que lograron escapar de Sisergath. Al Norte la niebla cubría el paso del enemigo, nada más que el blanco desolante y frío de la bruma se divisaba en el horizonte. Los soldados de la muralla estaban atentos, mientras otros trataban de calibrar las dos catapultas de defensa con las que contaban. La piedras eran subidas una a una por los hombres fuertes de la ciudad, mientras el joven rey observaba desde un ventanal como la ciudad se movía ansiosa por la batalla, tan segura de la victoria, tan tranquila y tan llena de la seca esperanza humana, y aquello lo aliviaba, auque en el fondo de su alma se libraba una guerra más poderosa, una guerra contra los fantasmas absurdos de su miedo, una guerra de la que poco hablaba, pero de la que muchos después hablarían2.

2 El rey Siseron X comento acerca de sus dudas y miedos con uno de los ancianos que le servían, así fue como quedo registrado en los códices la tremenda angustia del rey horas previas a la batalla

El día pasaba como pasan las sombras de las aves cuando rompen la luz del sol al medio día, rápido y solo perceptible para algunos pocos. En lo alto, el globo de fuego no era más que un circulo perlado que trataba a tientas de asomarse entre la densidad de los nubarrones. La tarde llego de sorpresa y poco a poco todo se empalidecía con desesperante rapidez, como el ultimo soplo de luz de la vela extinta. Todos buscaron refugio, incluso los soldados guardaron abrigo en lo más profundo de sus almas. Un viento feroz soplo del Oeste llevándose la niebla que había impregnado el aire durante todo el día. Era como si la niebla misma temiera lo que ella misma había cubierto. El ejército del señor del Norte se hizo visible en forma de antorchas de dorado fulgor que invadía el horizonte, parecía que todas las estrellas del cielo hubiesen caído al mundo formadas en línea recta. El paso de las tropas retumbaba desde el suelo, el halar continuo de las bestias era evidente hasta para el más sordo de los hombres. Pronto todo estuvo formado. La muralla fue enfrentada con el ejército del Norte, las filas de miles de soldados se veían como vetas negras surcando el piso barroso de la explanada en donde se había construido la ciudad. Las torretas y las catapultas eran haladas por una especie de toros gigantes y peludos que nadie en el joven mundo conocido había visto antes, y que solo la magia perversa de los veinte brujos pudo haber concebido. Delante de las tropas iban cuatro corceles encapuchados que sostenían un palo largo a especie de lanza pero sin punta filosa. Miraban hacia arriba en dirección a la poterna y a las torres de defensa. La puerta forrada con láminas de hierro era también su seducción, largo tiempo las observaron mientras las tropas se enfilaban con sus arcos y escudos. En lo alto se dio el aviso, la campana retumbo en los oídos de toda la ciudad: la guerra había llegado. Los corceles encapuchados levantaron sus varas, y una luz de fulgor dorado irrumpió la oscuridad. Pronto en una chispa de lucidez se observo la gran horda que estaba lista para el ataque. Los corazones de los soldados de Kamicrogseum se detuvieron por un segundo ante tal revelación aterradora, solo el paso refulgente de las rocas ardientes lanzadas por el enemigo desde sus catapultas los saco del letargo. De las torres de flaqueo volaron las piedras de la defensa, mientras desde la gran masa empezaban a proyectarse una lluvia de rocas incandescentes que pronto penetraron en la ciudad causando sendos incendios. Las catapultas enemigas lanzaban cada vez más rápido las bolas de fuego, el caos se apoderaba de la ciudad que encerrada trataba inútilmente de sofocar las llamas que parecían tener vida propia. Afuera, las flechas volaban en todas direcciones, y pronto la defensa de la muralla se debilito. Las torretas de guerra irrumpieron la muralla alta, las escaleras dominaron la imponencia de la construcción, la invasión era inevitable, la mejor arma de la ciudad había sido dominada. Las catapultas de la portena no resistieron el abate de las tropas del Norte, los soldados se arrinconaban rumbo a las murallas interiores del castillo real para proteger al rey que yacía en el interior tratando de convencerse que aquella batalla solo era un producto horrible de sus miedos profundos. Se tapaba los oídos con las manos fuertemente para evitar escuchar los estruendos de la batalla, y los quejidos dolorosos de aquellos que eran alcanzados por las

llamas. Cerraba los ojos y entonaba con fuerza los poemas de las épocas de bonanza para tratar inútilmente de traer a su mente pasmada, los bellos días de la ciudad que ahora yacía en llamas. Mientras el joven rey se resignaba a sus sueños hermosos, el reino caía lentamente ante la acción de las llamas. Ahora la muralla de la cual tanto se vanagloriaban era una trampa que no les dejaba salida alguna, como una cárcel de muerte que los ahogaba lentamente y los condenaban al fracaso. Las tropas eran firmes, los soldados más fuertes luchaban contra la invasión que venia desde lo alto de la muralla, los arqueros ubicados en la barbacana disparaban contra todo aquel desconocido que se asomase en las alturas, también desde las torres de flanqueo, los sobrevivientes un tanto heridos luchaban para evitar la invasión del ejercito de Arag-Utum. Mientras que afuera los señores oscuros alzaban sus conjuros sobre la puerta sólida que protegía la ciudad en llamas, el punto más débil de la batalla, si la puerta era vencida también lo seria el ejército de Kamicrogseum. Pero en el castillo de la torre solitaria una voz de batalla salía como un viento voraz que soplaba con furia. Pronto de la puerta principal de la torre real emergió un caballero con espada y armadura hermosa, era el rey. Muchos quedaron asombrados mientras el joven muchacho gritaba a viva voz <<A la lucha soldados, por la victoria>> La delgada figura de armadura plateada que apuntaba su espada hermosa hacia el cielo pasaba por las estrechas calles cabalgando el corcel real con gran agilidad. Su voz llena de juventud conmovía los corazones y los llenaba del ansia hermosa de luchar por lo que les pertenece. El misterio quedaría en medio del silencio eterno de las paredes del castillo de Kamicrogseum, nadie comprenderá nunca que ocurrió en la mente del joven Siseron, solo recordaran aquel grito que lleno sus corazones del ansia fluyente de enfrentar la batalla. Todos, soldados y campesinos tomaron sus armas y siguieron a su jovial rey en busca de la ya, derruida puerta. Si, el último bastión de la ciudad caía desmoronado por los encantamientos perversos de los brujos de Sibat. El grito de la batalla se hizo realidad, las sombras entraron en medio de luces doradas que emanaban de sus largas varas. Un perfume a muerte rodeo toda la ciudad. El joven rey marchaba en su caballo y pasando en medio de sus súbditos se dirigió sin miedo y con seguridad de valiente, en busca de los encapuchados de varas largas. Su rostro denotaba una gran rabia, como si el espíritu de una bestia lo hubiese poseído. Su espada se levantaba como un cirio iluminado por la pálida luz de la madrugada fría que llegaba a aquellas tierras bañadas en sangre valiente. Nada detenía al rey y al ejército de soldados y campesinos que armados con espadas, cuchillos y sus hoces se levantaban con la misma furia de su rey, en contra de sus enemigos. El joven rey Siseron ataco a los cuatro de Sibat, su ira era incontenible como una fiera en medio de la caza de su ansiada presa. El silbido de su espada rompiendo el aire se combinaba como una melodía perfecta con el golpe de los hombres contra los hombres. Sus ojos de león atravesaban la mirada de sus enemigos, quienes inmóviles veían como el joven caballero de armadura de acero golpeaba sus varas refulgentes con el brío filoso de su espada. Pronto las flechas silbaron como pequeños zumbidos agobiantes, el cuerpo del joven atravesado era por la lluvia mortal. Pero aun así lucho contra su enemigo, logrando lo que hasta ahora nadie había logrado; romper la vara de uno de los brujos de Amorgorog-Sibat. Un chillido horrible emano del encapuchado, un estrépito que repico en los oídos de cada uno de

los que combatían. Un desconsuelo que solo aquellos que lo vivieron podrán recordarlo en sus mentes perdidas. El buen rey moría con dignidad en medio de un eco desesperante y abrumador. Siseron X, el más joven de la casa de los Siseron, el último en su dinastía, moría con la misma dignidad con la que sus antepasados surgieron como reyes del Sur en el naciente Mundo Conocido. Su cuerpo lleno de flechas fue finalmente decapitado por el brujo al cual había roto su preciada vara, aquél mismo que lleno de furia maltrato el ambiente con aquel grito de dolor. Y con la muerte del joven rey, murió también la ciudad de Kamicrogseum, aquella por la que muchos alentados por el hermoso cabalgar de su valiente rey, murieron con el alma del guerrero, como su rey, a quien la historia y solo la historia recordara en los códices de Imefún. Nada se escribió del motivo que causo que el joven rey sacara su casta en medio de sus miedos. Aquel será un secreto que guardado estará en la mente de su hacedor para siempre. El misterio de Siseron X perduro, más no su cuerpo, que fue desaparecido de la faz del mundo el mismo día en que Canophulus tomaba posesión del trono del Sur. Muy pocos vivirían para escribir sobre tal maniobra. Solo se sabe que fue breve, y que izó la bandera bordada con el Trialde en lo alto de la torre del castillo humeante de Kamicrogseum. Desde donde partiría con su ejército hacia el reino de Este, el más ansiado por él… Itita.

LIBRO IV EL CUARTO TRONO

El libro de la leyenda de la corona de la unión

“De la guerra contra Itita, la rotura de la corona de Efftrand-Tored y la caída del ultimo trono”

ADVERTENCIA

Admito a vosotros, que este es el libro más ansiado por mis versos. Itita era el reino más prospero de los cuatro, comparado solo con Arag-Utum. De aquella cultura sé mucho, pues sus huellas germinaron a través del tiempo y se quedaron como un recuerdo hermoso. Mucho se escribió de la ciudad del Este, y de la resistencia que vivió en los tiempos del Canophulus, antes de la caída de la casa de los Tored, señores del Este y protectores de la sagrada corona de Efftrand, aquella que cayo del cielo. Según la leyenda aquella pieza de oro rematada con un zafiro de profundo azul, fue entregada como honor al pueblo más fiel a sus creencias por los dioses antiguos. Decían que mientras la corona estuviese puesta en la cabeza de los reyes de Itita, aquella ciudad nunca vería la ruina, ni la destrucción de su pueblo. Era pues la corona de Efftrand, el talismán que había generado la prosperidad del reino del Este, comparado solo con la de Arag-Utum. Mucho se especulaba de aquella joya. Pero cierto era que desde que fue entregada en los orígenes del mundo por la gracia de los dioses al pueblo de Itita. Nunca aquel país había visto sequías ni ruinas, por el contrario sus conocimientos del mundo afloraron en todos los campos, llegándose a convertir en sabios eruditos y arquitectos, conocidos herreros y solicitados artesanos. Lo que les permitió avanzar en la ciencia y las artes, convirtiéndose en un pueblo prospero y pacifico, y por ende el más ansiado por Canophulus, quien sin pensar, estaría gestando con tal invasión la propia destrucción del imperio de Ígneos casi dos centurias más adelante.

Desde las torres altas del Este, aquellas que se asoman en una saliente de las últimas montañas de la cordillera de Asoreth, allí mismo donde inicia el estrecho del Este, única entrada al reino de Itita desde el interior del Mundo Conocido. Se advirtió el paso de un caballero de andar brioso, la estela de polvo de su andar se veía provenir de las praderas secas como un tornado magnifico que rompía con la planicie. Era él, uno de los caballeros de la corte enviado por la majestad de los reyes en busca de los hechos del Norte hace ya varios días. Iba con prisa como si algo oscuro y siniestro lo viniese siguiendo, como si un temor extasiante le hostigara el alma. Muchos lo vieron mientras pasaba por las aldeas del reino hermoso de Itita, con su rostro pálido y sus ojos llenos de un cansancio que conmovía, como si el sueño hubiese huido de su cuerpo espantado por algo indescriptible. El caballero llego por fin el puente sobre el río Itita. Vio con regocijo las sendas estatuas que servían de pilares para el majestuoso monumento que cortaba el brioso río. Eran hombres con cuerpo mitad hombre, mitad pez, barbas largas y dorso fornido, que sostenían con fuerza el piso del puente de dorada piedra, que terminaba en un nicho grande en las montañas donde se

alzaban las tres terrazas en las que se asentaba la magnifica ciudad de Itita, hermosa, valiente, eterna. En la terraza más alta se alzaban las dos torres del castillo de fachada en piedra amarillenta que contrastaba con el negro de los abismos pronunciados de las montañas de la cordillera de Asoreth. Ingreso por la puerta principal del reino, aquella que le dio la despedida días atrás cuando los reyes lo enviaron al Norte en busca de repuestas a las quejas de los pastores de las altas montañas, que bajaron el mismo día en que la tierra se meció, llenos de un miedo contagioso. Vinieron a prevenir a los reyes. Vinieron a narrar de una estela de humo que viajaba en el cielo, de una lluvia de truenos que trajo fuego a la ciudad lejana de Arag-Utum, de las historias de los pocos que huyeron del reino del Norte acerca de un señor oscuro que domaba al cielo con su voz y que destruyo con su hechicería a la ciudad del mar. El caballero subió las tres terrazas para alcanzar el palacio hermoso de Itita. Allí los reyes lo esperaban ansiosos pues hacia dos noches se había visto fuego en el pueblo pagano de Kamicrogseum, como le decían los Ititenses. Ingreso al salón de mármoles blancos y columnas verdosas. No hubo tiempo para la cortesía solo para las noticias que se desataban en el Norte. Todo aquello quedo plasmado por el escriba de Itita: “Mis señores, he aquí a Sirelth, enviado por vuestras majestades al reino del Norte. debéis preparaos majestades pues aquel país fue invadido por los brujos de la isla de Amorgorog-Sibat, aquellos que adoran a Ordurug de Sireug, enemigo de los antiguos dioses y del Mundo Conocido. Con magia perversa han dominado a Arag-Utum el pueblo grande del Norte, su palacio fue demolido por los truenos y doblegado a este pueblo con conjuros poderosos, ahora le sirven los ejércitos del Norte, los bastos, los fornidos. Una hueste de hombres con armaduras gruesas y negras ha asaltado tres de los cuatro reinos del Mundo Conocido. Sus almas claman sangre, su furia es desatada por las órdenes de Canophulus, el nuevo emperador, aquel que ha dominado el cielo y los reinos de la tierra. Aquel que construye una fortaleza en las faldas de la montaña Solitaria, una ciudad majestuosa que será capital de su imperio. Él viene mis señores, fortalecido con los esclavos dominados en sus batallas contra los tronos libres. Su ira se sentirá en Itita, el último de los reinos independientes. Preparaos majestades pues la guerra contra el reino de las montañas llegará pronto de Kamicrogseum, trayendo la muerte y el cielo oscuro.” Los reyes reflejaron una actitud inesperada, sus cuerpos se entiesaron como si la noticia hubiese convertido en piedra la fragilidad de la carne. Algo malo sucedía, lo sabía el rey Ermat digno descendiente de la casa de los Tored en cuya cabeza lucia radiante la corona de la unión. Sus sueños lo habían prevenido, ellos le hablaron con la voz del misterio, tan profunda como el nicho en el que se sentaba la ciudad majestuosa. Veía las sombras de Sibat mecerse en barcos de velas negras que bajaban del cielo cargando un ejercito imponente y tratando de invadir la estrella de las montañas, la luz que unía a los pueblos del Este, el zafiro de Efftrand, tan azul como el cielo de verano, y tan brillante como la estrella de la aurora y el ocaso. Eran ellos de quienes le prevenían los sueños de los últimos meses, eran ellos los ladrones, y ahora vendrían

para culminar su labor, para matar el sueño de un mundo en paz. Era entonces el tiempo de la guerra, era entonces el tiempo de alzar las armas y luchar por Itita, la grande. Frente a la roída puerta de Kamicrogseum, esa misma que los brujos de Sibat vencieron con el poder de la magia, empezaban a llegar los ejércitos de hombres dominados por el hechizo de Canophulus. Venían de las tierras de Arag-Utum en su mayoría, otros de la invadida Sisergath que ahora era tierra de agricultores y pescadores que servían al imperio para alimentar la horda de hombres del magno ejército del señor de Amorgorog-Sibat cuyo general, Canophulus, había creado y ahora dirigía desde la fortaleza expugnada de Kamicrogseum. Se contaban más de veinte mil, pero aquello era solo una parte del ejército, los más jóvenes, los más dominados por el emperador como le decían. Ellos partirían en la aurora en busca del estrecho del Este por donde llegarían a Itita en dos días, eso si no encontraban resistencia. Todo estaba planeado desde el principio, desde antes que arribaran los brujos negros al puerto de Arag-Utum aquella tarde de cielos negros. Canophulus vendría a fundar un imperio en nombre de su señor, pero había algo a lo que él temía, algo poderoso que lo inquietaba: la corona de Efftrand-Tored. Debía moverse con astucia para evitar que los primeros reinos del mundo conocido se unieran por la fuerza de la corona de la unión. Si aquello ocurría no habría mucho que hacer, pues ni con el poder de los brujos, ni con la magia de su vara de metal plateada podrían doblegar aquella fuerza. Fue por ello que ataco con rapidez, dominando a los pueblos con el miedo y la desesperanza, envolviéndolos con un control poderoso sobre sus mentes; poder que solo podría ser quebrado por la corona sagrada. Era esa la debilidad de su plan, el punto por el cual los logros obtenidos caerían con rapidez. Es por ello que su furia se derramara sobre el país de Itita. No descansara hasta que la corona sea quebrada en dos, rompiendo sus miedos y dándole una victoria casi eterna sobre la raza de los hombres de los primeros reinos. Y será el mismo Canophulus quien dirija la batalla, será él quien guíe a sus esclavos mentales hacia la batalla más grandiosa de los primeros tiempos, la más decisiva, la más concluyente de todas, la batalla por el cuarto trono, el más deseado por su ambición. En Itita tropas enviadas por el rey se movían hacia el estrecho del Este formando el primer anillo de resistencia. En las aldeas la zozobra crecía mientras la desesperanza empezaba a invadir los corazones gentiles de los humildes aldeanos del reino maravilloso. Las bestias eran amarradas y los alimentos guardados con delicadeza, el agua era recogida con rapidez en los cantaros de arcilla, mientras los jóvenes cortaban maderos secos al sol. Parecía que un invierno inesperado hubiese sido llamado desde el Norte del Mundo Conocido, como si una bestia de los abismos oscuros de las tierras subterráneas hubiese escapado de su prisión y amenazara llegar a los valles fértiles de Itita. Los soldados a su paso armado alertaban las razones del rey, y los jóvenes mozos y fuertes eran llevados con ellos y otros eran enviados a Itita en medio del llanto de sus padres y esposas,

hermanos e hijos. La guerra del Norte ha llegado al reino hermoso de Itita, y no habrá nada más que esperar el desenlace lento de esta historia. En la ciudad del río, la bella Itita, llegaban las reservas que estaban cuidando las fronteras en lo alto de las colinas de Asoreth desde donde se veía al mar del Norte y más allá. Las tropas que cercaban el borde del desierto que había al Este y que daban final a las tierras de Itita, fueron llamados de inmediato por el rey Ermat. El segundo anillo fue ubicado cerca de la orilla opuesta del río Itita para proteger el puente que daba a la ciudad, allí en las pequeñas torrecillas que se habían erigido en los primeros años para resguardar la ciudad en sus primeros días. Fueron estas de nuevo habitadas por los diestros arqueros del reino. Los herreros forjaron las vírgenes espadas y las puntas de las flechas, nuevos escudos de hierro y acero, nuevas armaduras y cotas de malla para los aldeanos que venían a servir a su rey. El aire se llenaba de un aroma suave que mecía las entrañas. Un perfume a muerte que viciaba los sentidos y hacia que los nervios se alterasen suavemente, como si un veneno silencioso matara las esperanzas en los frágiles cuerpos de los valientes soldados. Pronto las torres del estrecho se alzaron a la vista, mientras el sol de la tarde cubría las nubes de colores naranjas y púrpuras en medio de un cielo azulado tranquilo en donde el viento soplaba con un halito frío y místico. La piel se enervaba ante tal helaje, las armaduras no calentaban la carne trémula, y las aves de la tarde cantaban con agonía, como presintiendo lo peor. Y así las torres se llenaban del dorado fulgor de la luz de la tarde, la gloria de Itita se manifestaba de nuevo, y un orgullo, una débil señal de tranquilidad emergía de los corazones mancebos al ver tal hermosura frente a ellos, y entonces, el orgullo se volvió en lagrimas tenues, y las lagrimas calmaron las ansias, y las ansias se convirtieron en deseos de luchar, y el fuego emergió de los pechos henchidos por el aire frío, y la armaduras brillaron con lujo, con la fineza de sus detalles, con lo esplendoroso de sus formas en medio de la llanura del Estrecho del Este donde diez mil hombres esperaban fervorosos el encuentro con el enemigo del Norte. Pero aquella noche seria larga. Solo el ejército de los astros se levantaba sobre las cabezas acorazadas de los Ititenses valerosos. Más aun el sueño no llego. Más aun el miedo no se fue. Más aun la esperanza no se canso de reclamar su papel en esta historia, y fue así, como en medio del fuego abrigador de las fogatas el tiempo paso, y antes del alba el grito esperado llego rompiendo con la paz del nuevo día. En las torres se diviso la marcha, una procesión de antorchas que rompían con la penumbra de la madrugada. Los pasos del animal se escuchaban más cercanos y sincronizados con miedosa armonía. Los hombres prepararon sus posiciones, unos expectantes, pues poco se veía, en tanto los demás observaban en las alturas como la mancha oscura se movía con lentitud, al igual que el alba en el cielo de azules y carmines. Y el cielo se lleno del brillo ardiente del sol, la llanura de Itita se teñía de verdes y dorados, mientras que la luz reptaba lentamente acercándose a las montañas rocosas y estériles. Y muchos desearon que el sol no llegase a aquel lugar, pues la oscuridad se convirtió en hordadas

de hombres, y las hordadas se volvieron incontables y parecían reproducirse con cada rayo que emergía victorioso en los picos duros de las montañas de Asoreth. Y la mancha oscura tomaba formas misteriosas, como serpientes que rompían el valle con sus cuerpos escamosos y silbantes. Y las maquinas de la guerra se volvieron gigantes amenazantes con garras de hierro y cuerpos de madera. Y las pupilas se abrían con lentitud, mientras las miradas se llenaban de un desconsuelo conmovedor, y todos los rostros fueron uno solo, de dolor y de angustia, de miseria y de sollozo. Más aun, en las nervaduras zigzagueantes del corazón la sangre fluía, y con ella el amor a esa tierra que vieron desde sus días recordables, esa donde manaba el agua de las montañas y bañaba los verdes sembrados de verduras y frutales, esa donde corrieron de niños y amaron de hombres, esa que les dio madre y padre, esa misma que ahora debían no perder. Y entonces cuando los hechiceros levantaron sus varas con fulgor dorado, justo cuando el ruiseñor canto su melodía suave en los bosques internos, la batalla del estrecho del Este comenzó opacando todo canto, todo susurro del viento, toda exhalación del alma. Unos venían del Norte, de Arag-Utum y sus aldeas, otros venían del Oeste del reino de la cúpula, Sisergath, y los más numerosos venían del sur, de la ciudad acorazada de Kamicrogseum. Cada legión era comandada por cuatro de los que visten de negro, y cuando la multitud confluyo con mística sincronía, los generales levantaron sus varas y la luz dorada que había visto caer a las capitales de los tronos libres se encendió esta vez en el reino de Itita, el más hermoso de los cuatro. Las tropas Ititenses corrían en su encuentro, absortos por tanta multitud de guerreros, y bañados por la gloria de la victoria. Algo en sus ojos, algo en sus mentes humanas los movían con decisión, estaban ellos pues bendecidos por la corona de Efftrand-Tored, la de la unión de los pueblos fieles, era esa la fuerza que los movía, era esa la solidez de sus pasos, la mística energía de la corona poderosa. El enemigo se estremeció por unos instantes al ver tal expresión segura en los rostros sudorosos de las tropas Ititenses, pero Canophulus, escondido entre la negrura de sus tropas movía sus labios entonando los artilugios de la mente, esos que doblegaron a los hombres de los reinos conquistados por su poder. Y la batalla empezó, y el sonido inconfundible de las espadas trono con fuerza en el estrecho del Este. Y la sangre fluyo en la negrura de la tierra bendecida por la gracia de los supremos, y las armaduras hermosas de los Ititenses fueron rasgadas por las espadas ungidas con el veneno de las serpientes negras de Únela, y al tocar su sangre los condenaba a la segura muerte. Pero el ejercito de Itita continuaba su lucha, como si sus cuerpos fuesen de piedra y no de carne, sus espadas penetraban la dura coraza de las armaduras inmundas del ejercito de Ordorug, y muchos cayeron a la izquierda y a la derecha, y muchos otros eran detenidos en su forcejear por las flechas silbantes que llovían desde las torres que flaqueaban el estrecho bañado por la luz hermosa del sol de la mañana. Y el elegido de Sibat observaba tal acto con ira, mientras sus versos crecían en poder, pues la fuerza de la corona era suprema. Itita ganaba terreno, aunque la mancha blanca era más pequeña que la negrura del ejercito de Ordorug, desde los altos cielos se veía aquella gota de agua rodeada por aceite quemado avanzando con seguridad, mientras los hechiceros de Amorgorog-Sibat trataban de oscurecer

los cielos y llamar los truenos como en Arag-Utum. Pero allí los cielos eran sordos a su llamado y el sol brillaba con dorada luz que lastimaba los ojos malvados. Entonces, se vio a lo lejos un hilo de plata emerger de la negrura, unas palabras siniestras flotaron en el aire llevadas por el viento a cada rincón del mundo. Y las catapultas soltaron su carga y el sonido horrible de la piedra mancillada se oyó en las alturas de las montañas, eran las Torres del Este cayendo en migajas como si fuesen de arena endeble y no de sólida roca, y con ella el sonido conmovedor de los muchos que caían sin esperanza contra el flanco filoso de las montañas inertes y tibias por el sol. Y las lanzas altas se interpusieron en el avance de los señores de Itita, los valientes de armaduras de plata eran estacados con miseria por las armas potentes del enemigo y luego rematados con flechas y espada, como si fuesen ellos la presa del cazador, como animales eran arrastrados y dejados allí, sin cabeza y sin brazos, como castigo de su osadía. Y los ejércitos de Ordorug sintieron el poder del elegido. Y su odio creció como la luz del sol en el Este, y su mirada cambiaba y sus almas se perdían en el gusto abyecto del que mata, del que hace sufrir con su espada corrompida con veneno, la carne tibia de otro infeliz. Matar fue un gusto emergido del inconsciente, era un placer exquisito para aquellos seres perdidos entre artilugios y hechizos, y tal fue su libido de muerte, que arrasaron sin compasión con todo aquello fuese extraño a sus mentes, todo aquello que vistiese de diferente forma, todo aquello que amenazase su camino. Y es así como doce mil cayeron, muchos de Itita, y otro tanto de enemigos. Y fueron pocos los que huyeron para contar a su rey como los muertos habían sido empalados e izados como estandartes sin cabeza y sin manos por el gran ejército de los hechiceros de Amorgorog-Sibat. Una orden secreta fue llevada a cada aldea por el rey. Pronto caravanas partían de cada pueblo en busca del extremo Este, allí donde poco se conoce, y poco se habla, pero lejos de la desgracia que venia a invadir el país. El horror desatado en el estrecho del Este conmovió el alma noble del rey Ermat, no quería ver a su pueblo espetado en las aldeas formando bosques de macabra espesura. Sus miedos afloraban como en las noches anteriores, pero esta vez no en forma de sueños sombríos, si no de una realidad atroz que venia lentamente del Sureste. La segunda barrea seria comandada por él, allí junto con los mejores guerreros de las estepas y de las aldeas de todo el reino, allí con las armas de la guerra creadas por los sabios de Itita, y con la corona sagrada como su protectora, la batalla del río Itita llegaría, y nadie penetraría en la ciudad a usurpar el trono del Este. He aquí que el día paso tranquilo en los cielos, y con temor en la tierra hermosa bañada de dorados colores, el ocaso llegaba con el aroma del humo que venia de las aldeas vacías. Los vigías del rey daban noticias desalentadoras, todo aquello que llamase fuego en aquellas aldeas de empedradas calles era encendido con las antorchas del enemigo, no hubo casa hermosa, ni

cultivo, ni granja que escapase de la horda enfurecida que no encontró carne que desollar, ni cuerpos que estacar. En la mañana llegarían, la masa incontable se mecía con rapidez en los valles fértiles de Itita, el rey replegaba sus fuerzas en la entrada a la ciudad, el puente de vigas sólidas era pues su fortaleza, la anchura de la construcción resistiría la batalla por Itita, los hermosos tritones tallados y levantados por los antiguos reyes que vieron por primera vez el sol en estas tierras, aquellos construyeron los pilotes del gran puente sobre el río Itita, la entrada triunfal a la ciudad enclavada en la gruta profunda en la montaña. En los niveles más altos de la ciudadela se alistaban las catapultas y los arqueros, expectantes ante las órdenes del rey que trazaba con sus consejeros las estrategias de la guerra. Pero en la mente colmada de ataques y defensas de los Ititenses algo importante escapo de su vista de guerreros, algo que terminaría por acabar con sus intenciones de ganar. En la noche eterna de fríos y estrellas de colores titilantes como impávidas flamas de vela mecidas por el viento, el mundo en Itita pareció pequeño, se sintió la soledad extraña, como si fuesen aquellos seres los únicos que viviesen en ese mundo de misterios y conflictos, como si la ciudadela de Itita fuese la única existencia del hombre sobre el Mundo Conocido. Si, estaban solos en medio de una guerra que pensaron nunca les tocaría batallar, ¿Cómo?, ¿Cuándo?, esas preguntas se movían con repuestas inaceptadas, en medio de los fieles al señor Tored, el buen rey que había de regir la tierra de Itita por los últimos años de la primera civilización. El latir del corazón se acelero en las calles empedradas cuando los rayos endebles de la mañana de cielo encapotado dejo ver el gran ejercito de Ordorug de Sireug, el llamado traidor de la comunidad de los sabios, aquel que lleno de codicia intento apoderarse del secreto del todo, las palabras que dieron origen a las montañas y a los ríos, a la lluvia y al sol. Desafió al sabio Efftrand quien lo venció en el abismo de Nurecart y fue despojado de su alma inmunda, la cual encerrada fue por el sabio Elf, el de blancas ropas, en los fuegos eternos de Sibat, donde nunca despertaría. Pero la sombra de Nurecart ha despertado, y ya no hay sabios en el mundo que defiendan a los pueblos libres de su amenaza. Por lo menos, eso era lo que en aquellos tiempos se creía. Los cielos cubiertos estaban por la sombras de la lluvia, los rugidos de los truenos estremecían el alma de los Ititenses que temían un ataque pavoroso como el de Arag-Utum. Allí estaba frente a ellos el ejército oscuro, tan tumultuoso e imponente como el de Itita. La cantidad estaba levemente a favor de los brujos de Amorgorog–Sibat. Allí torretas y sendas catapultas tomaron posición dirigiendo sus blancos hacia ciudadela que se veía hermosa incrustada en la cordillera de Asoreth. Un silbido irrumpió el silencio desesperante, una flecha de plateada punta rompía el aire con velocidad al mismo tiempo que los brujos levantaban con lentitud su varas altas de madera oscura. La firme flecha viajaba por el firmamento con vuelo perfecto clavándose con fuerza en el pecho tibio de un soldado ititense que guardaba las torres que flanqueaban la entrada al enorme puente sobre el río Itita. Pronto, una gota endeble de rojo color resbalo por la

armadura de plateado brillo surcando las nervaduras perfectas de las talladas formas que adornaban el pectoral de hierro. El llanto del cuerpo adolorido caía a la tierra con rapidez al mismo tiempo que la primera gota de la lluvia, y fueron la gota de agua y la gota de sangre una sola, y al estrellarse contra el suelo seco y maltratado de la llanura un sonido estruendoso emergió de los brujos de Sibat, y sus varas brillaron con dorado fulgor al tiempo que el cuerpo muerto de joven arquero caía contra el suelo solidó. Y el rey Ermat colocase la corona de Efftrand-Tored y levantando la espada de acero dio el grito de batalla. La caballería iba en frente veloz como el viento que mecía la lluvia. Los brujos de Sibat corrieron a su encuentro mientras atrás, las sendas catapultas lanzaban sólidas rocas contra la ciudadela. El ejercito de Ordurug carecía de caballería, solo tenía una especie de lobos gigantes que montaban algunos soldados y que fueron en encuentro del ejercito de Itita. Pronto las tropas desenfundaron sus armas en busca de la masa oscura de hombres que formaban el ejército del señor de Amorgorog-Sibat. Los hechiceros desenfundaron sus espadas en contra de la caballería enorme que se cernía sobre ellos, alistaron sus varas para usar las fuerzas oscuras, pero algo frenaba su carrera, una fuerza que se oponía a ellos con creciente potencia. Sus varas cesaron el fuego y volaron de sus manos como si huyesen de algún mal conocido. Aquello los asusto, sobre todo al ver que la caballería potente se lanzaba en rastre contra ellos. Y fue allí en ese momento de dudas cuando el segundo anillo de defensa fue desatado. Desde las ventanillas y azoteas de las torres de flanqueo se lanzo una lluvia imponente de flechas que se descargaron contra las tropas enemigas. En tanto que los brujos de Sibat continuaron su ataque con espadas como sombras cabalgando en medio del mar de jinetes que los atacaban sin suerte alguna. La caballería arrasaba el frente del bloque del ejército negro, en tanto que los arqueros detenían a los arqueros enemigos que apuntaban contra las torres. Itita emergía como una fuerza poderosa que empezaba a vencer al enemigo del Norte. Los hombres venidos de las comarcas bajas del río Itita, empuñaban sus espadas con rabia y quebraban las gruesas armaduras como titanes dotados de una increíble potencia. El enemigo titubeaba a medida que la segunda defensa se levantaba en contra de ellos, similar a un animal furioso que ataca sin piedad a su débil presa. Canophulus obraba sus hechizos, pero eran débiles, algo incomodaba sus artes de magia, algo poderoso qua ahogaba sus versos malditos, era el poder de la corona de la unión. Sus mente se llenaba de insoportables ruidos y de él emanaban palabras cada vez más fuertes y menos entendibles, las venas de sus manos se hincharon a medida que empuñaba con energía su vara de plata que brillaba débil en medio de sus tropas conmovidas por la fuerza del enemigo. El reino del Este ganaba la batalla de la llanura del río, esa que terminaba allí en el cañón forjado por la fuerza de la corriente de las aguas del río Itita, esa que solo era unida a las Asoreth por el puente magno de la ciudad. Las catapultas cambiaron sus objetivos y atacaron las torres de defensa del puente que cayeron humedecidas por la lluvia enérgica que caía sobre aquel lugar. En tanto de la ciudadela salían disparadas más rocas en contra de las catapultas de los enemigos, destruyendo dos en varias descargas. El enemigo sintió una fortaleza en sus ánimos y avanzo aprovechando la caída de las

torres de defensa, la entrada al puente estaba siendo tomada, pero las tropas comandadas por el rey que aguardaban en el puente desplegaron sus fuerzas. La corona de la unión entraba en la batalla acabando con el enemigo que se metía como insecto por cualquier rincón posible. Pero Itita resistía y ganaba la batalla en medio del vuelo peligroso de las rocas que estremecían los cimientos de la ciudad que se balanceaban con el ruido potente que viajaba por el canal como un eco apabullante. El reino del Este ganaba la batalla, mientras las tropas del Norte sentían la ira del pueblo humillado hace días. Canophulus tomo la bestia negra con ojos de fuego que montaba, y atravesó la multitud levantando la vara de plata y desafiando la energía de la corona de Efftrand-Tored. Sus hechiceros llamaron con magia a sus varas, y siguiendo a su señor se abalanzaron sobre las tropas haciéndolas volar como si fuesen muñecos de trapo lanzados por el viento a la merced del destino. Pero la corona brillo en la cabeza del rey, pero solo los brujos y Canophulus vieron aquella luz hermosa, azulada, perfecta que brotaba de la corona de la unión. Y los brujos de Sibat, y su señor se sintieron débiles y frenaron su andar, atormentados por un dolor en sus almas insoportable. Y aquello desalentaba el hechizo que dominaba las mentes de las tropas de Ordorug de Sireug, y los Ititenses arrasaban con más facilidad aquel desafío. El rey se llenaba de esperanza contagiante a medida que el enemigo cedía en su intención, a pesar que cada vez más se internaban en el puente sobre el río Itita, donde eran detenidos por las tropas reales y las flechas que venían de la ciudadela. La batalla se extendía por todo el reino, sin el juicio del tiempo, sin la clemencia de la lluvia de centellantes rayos que los cobijaba. La victoria se veía cada vez más cercana, el enemigo era fuerte aun, pero su potencia caía con cada baja que tenían. Los pueblos del Este se mantenían unidos bajo el propósito del triunfo. Pero el elegido luchaba contra aquella fuerza, e invocando sus misterios se levanto de su aletargante dolor, tomo su vara del suelo fangoso y entonando los sortilegios de su oscuro señor anduvo entre los soldados como si estos le abriesen paso. Sus ojos pálidos miraban la luz del zafiro de la corona de Efftrand-Tored, le molestaba la vista, pero aun así la seguía como si fuese esta la única luz en medio de la oscuridad de la noche. Ermat, el buen rey observo el cabalgar amenazante del hechicero, sus vista se conmovió al ver aquella forma imponente que sostenía la vara de plata. Era como ver a la muerte misma dirigirse a él. Entonces, un frío, un paso amargo de saliva recorrió su garganta seca por la batalla, al tiempo que levantaba su espada bañada de sangre y con su caballo de ocre pelaje hizo frente a su amenaza con decisión. En el cielo las nubes se revolvían con rapidez, y Canophulus entono un sortilegio poderoso, y de las nubes broto un rayo enorme, al mismo tiempo que del interior de Sibat, una voz monstruosa replicaba los mismos versos de Canophulus, y fueron las voces un coro perfecto, y el cielo perturbado vomito su ira con rapidez. Y aquella llamarada del cielo, aquel dragón serpenteante de cuerpo de fuego, desquebrajo con perfecta medida la corona de Efftrand-Tored en dos partes, al igual que el cuerpo mortal del rey Ermat, el último de los reyes del primer reinado de Itita. Una onda de luz de color azul intenso emergió del zafiro precioso de la corona rota, aquello fue viento, fue fuego, fue poder disipado. La onda viajo con velocidad atravesando piedra y

carne, Canophulus fue desprendido de su capucha mientras su rostro era encendido por la candente onda, mientras los hechiceros de Ordorug eran arrojados en todas direcciones como si tuviesen cuerpos livianos. El tiempo se detuvo mientras los cuerpos calcinados del enemigo volaban por la llanura fértil, mientras los soldados Ititenses cubrían sus ojos ante el esplendor azulesco que cegó su vista. Pronto un remezón sacudió la tierra como un llanto de amargura, tan horrible, tan miserable que la lluvia fría se espanto ante tal horror. Después el viento que soplo con fuerza, se metía entre los poros de la desnuda piel como tratando de salvarse de aquel acto. Y después, el silencio, tan misterioso, tan frágil, este era un silencio de extraña forma, como si el mundo entero se hubiese perdido de la mente y de los sentidos, como si el mundo se hubiese desvanecido, como si aquel eco insoportable fuese el desgarramiento de la tierra misma quejándose de su miserable final, era aquel un silencio eterno, mezclado con el olor de la carne calcinada, putrefacta, un hedor mortecino que reclamaba su existencia en las delicadas fosas de la nariz. Y lo ojos se abrieron lentamente y aquello que observaron ni en los libros más tristes se puede describir, tres cuartas partes del ejercito de Ordorug de Sireug yacían caídos, ardiendo como pequeñas hogueras moribundas en el suelo de Itita, pero aquello no fue lo que conmovió a los hombres de letras que hablaron de esta guerra. Fueron los ojos tristes, fueron las palabras conmovedoras de aquellos que yacían agonizantes y liberados de un hechizo que durmió sus mentes por quien sabe cuantos meses, y que ahora en medio de sus extrañes se veían allí tirados con las vísceras ardiendo en un campo chamuscado, con armadura y espada, como en un sueño de horrible realidad. Canophulus, el elegido, el sin alma, se levantaba de su caída con el rostro en carne viva y un ojo perdido, levanto su vara con dificultad y entono los rezos de Sibat, aquellos oscuros y misteriosos, las palabras que dominan la mente, y entonces las tropas sobrevivientes se levantaron de su zozobra y emprendieron la batalla. Mientras los incorruptos soldados de Itita, no mancillados por el fuego del zafiro de Efftrand, se levantaron con más fuerzas que nunca, impulsados por una ira incontenible, al ver a su líder caído en dos partes en medio del colosal puente. Y la batalla emergió en medio de la muerte, y los soldados de hermosas armaduras se levantaron como un eco en el abismo, y fue de nuevo el golpear de las espadas y el serpenteo de las flechas, y la victoria era del pueblo de Itita, el bendecido por los dioses. Pero aquello perturbo a Canophulus, quien calmo las aguas furiosas del río y lo convirtió en un suave correr de agua, mientras las flechas provenientes de las terrazas de la ciudad silbaban a sus alredededor sin acertarle, como si fuesen movidas por una fuerza invisible antes de punzar su cuerpo. Los brujos de Amorgorog-Sibat no se levantaron más, varas y esferas fueron rotas y sus ancianos cuerpos fueron liberados del mal que los consumía, la muerte fue su alto precio. Pero aquello no opaco a Canophulus, el elegido. Aun había algo que escondía su corrupta mente, algo que se develaba poco a poco, en el andar pausado de las barcas. Y vieron desde las terrazas unos barcos de banderas negras serpentear el río calmado. Y los ojos se dilataron, y el sudor frío broto de los poros sucios y sangrantes, al ver el símbolo del enemigo bellamente bordado en aquellas velas mugrientas. Entonces las flechas silbaron en

aquella dirección, pero no penetraron coraza alguna, pues el poder de las varas de los ocho hechiceros que faltaban emergió en medio de las aguas dulces desviando la amenaza hacia lo duro de la roca del abismo. Partieron del puerto de Arag-Utum hacia el Este en busca de los briosos vientos del Golfo de Itita que agitan con fuerza el mar del Norte, y su magia venció la furia del incontenible aire, y así se internaron por el río Itita que allí desemboca, y subieron contra la corriente impulsados por el viento de la magia, hasta llegar a Itita, la imponente. Sus barcos tocaron el bajo puerto sobre el río, el punto frágil del reino libre. Y pronto los hombres más fuertes de todas las tropas desembarcaron con rapidez invadiendo la ciudadela, derribando las puertas con arietes y asaltando todo aquello que se moviese contra ellos. Las demás tropas fueron avisadas por el sonido del cuerno, y allí en medio del puente majestuoso, allí mismo donde Canophulus tomaba una de las dos partes de la corona rota de Effrand-Tored, la única que encontró, allí mismo se inicio el ultimo aliento de la batalla de Itita, la grande. Y los soldados de hermosas armaduras fueron atacados, con espadas y flechas venenosas, y con la magia perversa de los ocho hechiceros, y por la vara de plata de Canophulus quien caminaba con seguridad en medio de la batalla rumbo al trono de los reyes caídos, sosteniendo en una de sus manos la dorada mitad de la corona rota. Itita perdió ante la fuerza brutal de aquel ejército, la corona de Tored les quito las fuerzas y débiles fueron, les quito el amparo y frágiles fueron. Algo más fuerte se movía en el corazón de su enemigo, un orgullo que movía los músculos potentes de los soldados de armaduras negras, aquellos que le abrían paso a su señor arrojando desde la altura del puente a los moribundos jóvenes Ititenses a merced del río calmo. Y fue así como el sol brillo en el ocaso del día, con un color rojo como la sangre que teñía la tierra de aquella zona del Mundo Conocido, aquella que vio florecer una sociedad hermosa que hoy era extinta por el poder de la oscuridad. Canophulus se sentaba en el trono real bañado por la luz rojiza del ocaso, mientras se colocaba con ironía la mitad de la corona de Efftrand-Tored, aquella que había venido a vencer, aquella que se oponía contra los planes de su señor, aquella que ahora se veía cortada, débil, impotente. Y entonces los muchos soldados de Itita que aun se ponían en pie, se rindieron ante las tropas del Ordorug, entregando con ello sus años jóvenes a la esclavitud eterna. Y fue así como la historia cuenta que cayó el último de los tronos libres del Mundo Conocido en la segunda era del tiempo. Por varios meses duro la búsqueda de las mujeres, niños y ancianos que huyeron, y la otra parte de la corona de Efftrand-Tored. Pero ninguno cayó bajo las manos de Canophulus, el elegido. Quien desconocía que al Este, un pueblo sediento atravesaba el desierto de Yipte en busca de las estepas, llevando consigo al descendiere de la casa de los Tored, aquel que de cuya sangre provendrá la liberación de los pueblos de Ígneos.

He aquí lo que afirma Eparitus, el llamado erudito del reino de Zorazath quien encontró los escritos antiguos y levanto estas palabras: “Mirad ahora que aquellos que eran libres fueron esclavos, y con látigo y miseria levantaron la ciudad nueva, la llamada Ígneos, la capital del Imperio Oscuro. Aquella majestuosa que en cien años vio culminarse. Y un nuevo mundo se levanto cerca de la Montaña Solitaria, una ciudad de rocas grises y estériles, una ciudad de torres y callejuelas empedradas, una obra hermosa a pesar de sus dueños. La misma que vería caerse en las guerras de las tribus, aquellas gestadas por el señor de ropas blancas, el venido del Norte, el llamado Demberalf... Pero aquella es otra historia que otro buen sabio habrá de contar…” Bogotá, D.C 14 de junio de 2006