argentina 14/25. "solo en unión se puede construir"

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Contenido 1. Diciembre 2014, Casa Rosada……………………………………………………3 2. Año V del Régimen, Colegio “José Héctor”………………………………………6 3. Diciembre 2015, Hotel en Calafate………………………………………………13 4. Año V del Régimen, Navidad en Villa 121………………………………………20 5. Enero 2016, Colegio Militar……………………………………………………….24 6. Año V del Régimen, El “Tío”………………………………………………………29 7. Abril 2016, La noche de los corderos……………………………………………34 8. Año V del Régimen. Clarita……………………………………………………….40 9. Diciembre 2016, Plaza de Mayo…………………………………………………46 10. Año V del Régimen. Hospital “Del Che”…………………………………………50 11. Año VI del Régimen. Facultad de Arquitectura…………………………………58 12. Año VI del Régimen. No hay cuerpos……………………………………………66 13. Año VI del Régimen. Belisa……………………………………………………….71 14. Año VI del Régimen. Aniversario…………………………………………………79 15. Año VI del Régimen. Jockey Club………………………………………………..88 16. Año VI del Régimen. Santa Catalina…………………………………………….99 17. Año VII del Régimen. Campamento de los “Niños Robados”……………….107 18. Año VII del Régimen. Club de Armas de San Isidro………………………….114 19. Año VII del Régimen. Augusto………………………………………………….121 20. Año VIII del Régimen. El Libro I………………………………………………...127 21. Año VIII del Régimen. Ministerio de Economía……………………………….135 22. Año VIII del Régimen. Reunión en el Country………………………………...143 23. Año VIII del Régimen. ¡Quémenlo!...............................................................148 24. Año VIII del Régimen. Universidad de Córdoba………………………………154 25. Año VIII del Régimen. 18 meses……………………………………………….164 26. Año VIII del Régimen. El reencuentro………………………………………….170 27. El bastón presidencial……………………………………………………………173 28. Recoleta…………………………………………………………………………...174 REFERENCIAS………………………………………………………………………….177

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Contenido

1. Diciembre 2014, Casa Rosada……………………………………………………3 2. Año V del Régimen, Colegio “José Héctor”………………………………………6 3. Diciembre 2015, Hotel en Calafate………………………………………………13 4. Año V del Régimen, Navidad en Villa 121………………………………………20 5. Enero 2016, Colegio Militar……………………………………………………….24 6. Año V del Régimen, El “Tío”………………………………………………………29 7. Abril 2016, La noche de los corderos……………………………………………34 8. Año V del Régimen. Clarita……………………………………………………….40 9. Diciembre 2016, Plaza de Mayo…………………………………………………46 10. Año V del Régimen. Hospital “Del Che”…………………………………………50 11. Año VI del Régimen. Facultad de Arquitectura…………………………………58 12. Año VI del Régimen. No hay cuerpos……………………………………………66 13. Año VI del Régimen. Belisa……………………………………………………….71 14. Año VI del Régimen. Aniversario…………………………………………………79 15. Año VI del Régimen. Jockey Club………………………………………………..88 16. Año VI del Régimen. Santa Catalina…………………………………………….99 17. Año VII del Régimen. Campamento de los “Niños Robados”……………….107 18. Año VII del Régimen. Club de Armas de San Isidro………………………….114 19. Año VII del Régimen. Augusto………………………………………………….121 20. Año VIII del Régimen. El Libro I………………………………………………...127 21. Año VIII del Régimen. Ministerio de Economía……………………………….135 22. Año VIII del Régimen. Reunión en el Country………………………………...143 23. Año VIII del Régimen. ¡Quémenlo!...............................................................148 24. Año VIII del Régimen. Universidad de Córdoba………………………………154 25. Año VIII del Régimen. 18 meses……………………………………………….164 26. Año VIII del Régimen. El reencuentro………………………………………….170 27. El bastón presidencial……………………………………………………………173 28. Recoleta…………………………………………………………………………...174 REFERENCIAS………………………………………………………………………….177

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A fines de diciembre de 2013, un artículo de L. Rapapport, que se transcribe en las referencias, inspiró el cuento que el lector tiene en sus manos.

De alguna manera, aquellas breves líneas, activaron una angustia que llevo adentro. Como padre que soy, veo que el país que les dejo a mis hijos, no es el que me gusta. Como ciudadano, me siento responsable. Encontré en este medio, la escritura, una forma de expresar mi mal estar.

Al igual que Carlos, uno de los protagonistas, pertenezco a la generación nacida a fines de la década de los sesenta. En mis 46 años no he logrado ver, al menos hasta ahora, un país que se proyecte en la grandeza. Por el contrario veo que cada vez, lo que crece, es la mediocridad. Una decadencia que, por prolongada, se hace habitual. Nos hemos acostumbrado a exigir cada vez menos y, así, avanzamos o, mejor dicho, retrocedemos.

Creo que la culpa es de todos nosotros, no de un gobierno en particular y así lo expreso en las palabras de mis personajes. La historia es ficticia pero, a lo largo de ella, encontrarán muchas charlas sobre nosotros y nuestra historia que, probablemente, sean muy parecidas a las que, ustedes, lectores, mantienen con sus propios amigos. Creo que en ello, radica la riqueza del cuento. Una historia ficticia, cruel y exacerbada, pero que refleja nuestras vivencias diarias y que invita (al menos eso espero) a reflexionar y a pensar, si le hemos dado al País, lo que él necesita.

Encontrarán también, muchos personajes públicos que podrán identificar. Insinuados, sin nombres, son usados para anclar el cuento en nuestra historia. Hay también muchos personajes del cuento basados en mis propios amigos o conocidos de la vida. A todos, pido disculpas, si mis descripciones o las palabras que pongo en sus bocas no son de su agrado. Sepan que me han ayudado a escribir y, de alguna manera, han colaborado con la historia.

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Como dije, no soy un escritor profesional. Este es mi primer intento y fue absolutamente inconsciente. No lo pude manejar. Simplemente, tras leer el artículo del diario, me puse a escribir. Fueron varios meses obsesivos, en los cuales, casi suspendí mi actividad profesional y me dediqué (día y noche) a escribir y a leer. Como tal, no como escritor, sino como alguien que necesitó escribir, me he tomado muchas libertades. He puesto en palabras de mis personajes, fundamentalmente en lo que hace al análisis histórico-político del cuento, concepto e ideas de autores especializados en estos temas. Entre otros debo mencionar a Beatriz Sarlo, Tomas Eloy Martínez, Tulio Halperín Donghi, J. José Sebreli, J. B. Yofre, Luis A. Romero, Rosendo Fraga y Rodolfo Pandolfi, Cardenal J. Bergoglio y de su santidad, el Papa Francisco. La lectura de varios de sus textos, me han permitido fundamentar mis ideas para enriquecer las discusiones de mis personajes.

Espero que les guste y especialmente que los desafíe a reflexionar.

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1. Diciembre 2014, Casa Rosada.

La sala, de reluciente boisserie, era el mudo testigo de lo que estaba pasando. Sus paredes crujían, en señal de repudio, pero nadie parecía enterarse. En torno a la gran mesa oval, estaban reunidos todos los representantes de la vieja patria. “Ella”, presidia la reunión, a su lado, la escoltaban dos desconocidos de impecable traje de marca. Todos callados, leían el documento que estaban por firmar. Monseñor, levantó la vista y, confundido, balbuceó:

—¡Pero, esto no es lo acordado! —Padre, los tiempos han cambiado —contestó uno de los desconocidos— ¡se necesitan soluciones drásticas! —Y usted, ¿quién es? —se atrevió, indignado, monseñor a preguntar. —Ferluci, un servidor —dijo sonriente— pero en realidad, no importa quién soy. Lo que tiene que entender es que éste es el único camino para detener lo que está pasando. O acaso, monseñor, prefiere que la ola de saqueos y matanzas continúe…

Fue un golpe difícil de digerir. Él sabía lo que pasaba afuera. Hacía un año que sufría viendo a su país desgarrándose debido a la lucha de unos contra otros. Pero, lo que le hacían firmar era inadmisible. Inconsciente, quizás envalentonado por sus investiduras, exclamó:

—Señores, ¡esto es el fin de la República! ¡Están entregando el poder absoluto a un gobierno y sin límite de plazo!

El silencio reinó en la sala. Como respuesta, sólo se escuchó el seco sonido de su nuca al quebrarse.

—Entiendo que estamos todos de acuerdo −dijo ella, sacándose los anteojos Channel− procedamos a firmar…

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Aquel fin de año fue violento como ninguno. Quizás por eso, las noticias no generaron la reacción de nadie. Tal vez, ya no había quien pudiera reaccionar. El documento que acababan de firmar le daba superpoderes al presidente. Un Poder Ejecutivo que a criterio de todos, menos de ellos claro, estaba en retirada. La clase política esperaba su salida, pero nadie ofrecía soluciones. La vieja regla política de esperar el momento adecuado regía todas las acciones. Adelantarse significaba arriesgarse a sufrir la sequía e ira del gobierno federal. Separarse muy tarde, podría significar quedar “pegado” al modelo. Así, todos esperaban. Gobernadores, intendentes, ministros de la corte, legisladores, todos “dejaban hacer”, nadie, excepto algunos que emitían tibios reclamos, intentaba nada más que esperar el “timing del Tigre”. Mientras tanto, la ciudad ardía. Las altas temperaturas, como todos los años, habían hecho colapsar al sistema eléctrico. Los saqueos espontáneos o dirigidos jaqueaban el orden público. Las fuerzas de seguridad dejaban las calles liberadas para ladrones y oportunistas mientras aprovechaban para hacer sus propios reclamos, justo quizás, pero a costa de los ciudadanos. Los piquetes abundaban y los cacerolazos también pero, los oídos estaban acostumbrados, habían sonado tantas veces que parecían parte del mobiliario urbano. En la prensa escrita como en las redes sociales apenas se mencionaba el fatal accidente del Monseñor y solo, en una carta de lectores, se hacía mención del cierre del único diario no oficial que quedaba. En un país donde los gobernantes eran impunes por excelencia, la impunidad vigente era alarmante. Las leyes, como siempre, se votaban en forma maratónica en la última sesión extraordinaria del año y entre la variopinta cantidad de temas sobre los que legislaban, se colaban los que el ejecutivo necesitaba. Siempre había sido así y a nadie sorprendía, sólo que esta vez, ya no había retorno. Los congresistas no lo sabían, pero ya no habría más reuniones, aquella, sería la última vez que sesionarían. La república se extinguía ante la pasividad de sus ciudadanos.

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Con el fin de diciembre y el éxodo a las costas, la sociedad entera, como siempre lo hacía, se olvidó de todo. De los saqueos y las muertes, de las cacerolas y los reclamos. El verano calmó las aguas e, ingenuos, los ejecutivos de la city porteña, festejaban desde algunas de nuestras playas, las noticias de fondos frescos que comenzaron a llegar del exterior, los recursos extraordinarios que se obtendrían por “Vaca Muerta”, el fin del cepo y la baja del dólar...

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2. Año V del Régimen, Colegio “José Héctor”

Mariano presidia la entrega de premios con la bandera en mano. Terminaba el colegio siendo abanderado y medalla de honor, pero no disfrutaba del momento. Odiaba ser exhibido como el representante de un régimen que tanto le había quitado. El colegio había cambiado desde que ingresara. Su nombre, de santo irlandés, había sido reemplazado por el de “José Héctor”. La enseñanza del inglés, reducida al mínimo, fue cubierta por la “doctrina social del régimen”. De sus amigos, con los que ingresó al cole, ya no quedaba ni uno. Solo necesitaron de una fría mañana para llevárselos. Los pocos, que aquel día no estaban, ya no volvieron. Algunos, se habían ido a otros suelos. De otros, no se sabía nada y el resto había sido distribuido igualitariamente y de acuerdo a un preciso cálculo social del régimen, en otros establecimientos. No fue fácil retomar el colegio luego de aquella nefasta mañana. Tampoco superar la muerte de su madre en aquella noche de “los Corderos”. Pero, obligado por su padre, finalmente lo terminó. “No hay que rendirse” o “para recuperar lo nuestro hay que educarse”, le decía su padre y quizás tuviera razón. Para él, el colegio era el recuerdo vivo de los que ya no estaban. Era la cabal demostración de lo que “ellos” podían hacer. Lógicamente durante un tiempo los colegios estuvieron vacíos, ya nadie quería enviar a sus hijos y parecía que la educación sería otra de las tantas cosas de las que ya no habría más. El director subió al estrado, solemnemente acomodó el brazalete negro con los martillos que Mariano odiaba tener que portar y se dirigió a los padres y alumnos.

—Hoy, esta casa cumple 60 años desde que fuera fundada por mi padre…

Hizo una pausa, se lo veía cansado, triste. Sobrevivir, puede llegar a ser una dura carga y, sin dudas, lo era para él. Desde entonces,

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desde aquella mañana de abril, cuando en vano, intentó proteger a sus alumnos, arrastraba su lado derecho como secuela del ACV. Un minúsculo coagulo que explotó en su cerebro en medio de las tensiones del momento. Una lesión cerebro-vascular que probablemente le haya salvado la vida. Terco y obstinado, luchó contra las aulas vacías y el coágulo de su cabeza para seguir. No estaba en su ADN rendirse y no lo hizo. Cuando lo dejaron, retomó sus funciones. Sufrió con los cambios que le impusieron y nunca olvidó a sus alumnos. Solo su alma de docente, esa necesidad de enseñar, de transmitir, que heredara de su padre, le permitió seguir. Lentamente, a medida que las aulas se llenaban, encontró en esos nuevos chicos la esperanza de poder ayudar. De intentar sembrar en aquellas cabezas los valores que de chico mamó. Una esperanza que el tiempo, y el régimen, fue matando. Ya no quería seguir. Miró nuevamente a su público. Padres y alumnos esperaban que continuara. Estaba cansado pero, en sus ojos, se podía ver un brillo de renovada confianza.

—Por eso y por respeto a él, ¡hoy quiero pedirles perdón! Sí, ¡Perdón! Perdón, a todos mis alumnos, perdón a sus padres y especialmente perdón a mi padre quien fundó este colegio pensando en la excelencia académica, la cual me vi obligado a resignar y que ya no estoy dispuesto a seguir haciéndolo…

Fue interrumpido, entre el murmullo del público, por uno de los representantes del régimen. Violentamente retirado, fue reemplazado por el Sr. Secretario del Distrito, quien terminó el acto con las formalidades correspondientes. Mariano, le entregó el premio a su padre. Las lágrimas caían por su rostro. Carlos bajó la cabeza y lo abrazó. Mariano estaba por cumplir sus 18 años, era el segundo de tres hermanos. Carmen, la mayor y Augusto, Tuto para él, el menor. Rápido para los números y dotado para los deportes, su mayor virtud era su corazón. Sensible al

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extremo, guardaba todas sus desilusiones en su interior y solo las sacaba en un llanto silencioso y profundo. Carlos era un tipo normal, sin mayores virtudes que su constancia y su tesón. No era brillante, ni exitoso, solo un luchador. Amaba a su familia profundamente. Prefería escuchar, a hablar, hacer a esperar. En otros tiempos, fue arquitecto y dejó en la ciudad varios edificios que llevan su impronta.

—Viejo, ¿cómo puede ser? ¿Cómo es que nadie hace nada? ¿Cómo es que ustedes, la gente de tu generación, no hicieron nada?

Ya conocía la respuesta pero su indignación era antigua y, a pesar de su corta edad, era creciente con cada año que sumaba. Era profunda a medida que tomaba conciencia de lo que le esperaba. No aguantó más y explotó en llantos.

—Vamos al club —le dijo Carlos. Tomándolo de la mano, caminaron en silencio las cuadras del barrio donde había nacido. Fundado, tras el prolongado gobierno de Rosas, en 1855 fue pueblo, ciudad, capital federal y barrio. Denominado en honor al creador de la bandera, fue uno de los barrios más tradicionales de la capital. Las tradicionales casas estaban dejadas, abandonadas. Sus fachadas, antiguamente orgullosas, mostraban en silencio las virtudes del régimen. Las que fueron abandonadas estaban ocupadas por numerosas familias que convivían hacinados como en “los conventillos del 900”. Otras, ocupadas por funcionarios, lucían sus pancartas identificadoras que los hacían inmunes a las prácticas vigentes. Las que aún quedaban habitadas por sus antiguos dueños eran pocas. Se mantenían cerradas para ocultar su vergüenza ya que, conservarlas, implicaba su funcionalidad para con el régimen. Eran parias atacados por ambos lados, traidores para unos, cajetillas

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para otros. El centenario club, fundado por aquellos ingleses del ferrocarril, también había cambiado. Ahora, era un club social. Su cancha de rugby había sido reemplazada, años atrás, por un playón para la práctica de futbol o básquet. El pabellón transformado en salón de adiestramiento y de la verde tribuna solo quedaba la placa en memoria de los “mártires de la revolución que murieron en la toma de un reducto de oligarcas vende-patria”. De sus socios no quedaba nadie y, Carlos, hacía años que no entraba. Caminaron hasta los árboles. Dos viejos robles que aún quedaban en pie, estoicos, ya que nadie sabía lo que representaban.

—¿Sabés qué son? ¿Te acordás de ellos? —preguntó Carlos señalando dos grandes robles—. Eras chico y nos sentábamos acá bajo su incipiente sombra. Yo te contaba del club, su historia y sus valores… Te contaba de Guille. —Sí viejo, me acuerdo. Uno es el del centenario, vos todavía jugabas en la primera. El otro es el que se plantó en memoria de Guille, cuando murió. Pero creo, que de todo eso, ya no queda nada... —No es así. ¡¡Siguen en pie!! Uno de ellos expresa, que el club más allá de lo que hayan hecho con él, tiene 125 años. Sus raíces son profundas y no pueden cambiarlo. Y, a nosotros, tampoco. El otro, habla de los valores del ser que se lo ganó. De la amistad, el sacrificio, y la honradez que esgrimía, por los cuales a su muerte, se lo honró con ese árbol. —Mamá no tiene un roble…—Interrumpió Mariano. —Mamá, murió peleando!—Contesto su padre.

Carlos cerró los ojos, recordando aquellos terribles momentos. Mariano, esperó, viendo en su padre el sufrimiento en su cara.

—La verdad es que no sé por dónde empezar. Fue todo tan maquiavélico que no nos dimos cuenta. De a poco, quizás por no involucrarnos, nos robaron el país.

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Despacio, a medida que sus recuerdos fluían, le contó sobre los saqueos del 14, las leyes de inmunidad del estado, la modificación del código, el avasallamiento a la independencia de la justicia y la persecución de los fiscales independientes. Como pudo, le explicó la compra de la corte suprema y su disolución, la declaración del estado de sitio, la nueva constitución y la instauración del “régimen”.

—Eran tiempos violentos, quizás generado por ellos, pero las leyes iban saliendo y, salvo muy pocos, nadie se oponía. La oposición era tan nefasta como el gobierno y nosotros, los ciudadanos comunes, no queríamos saber nada con involucrarnos en la política. La verdad es que la entregamos. No nosotros, sino nuestros padres, muchos años atrás. Le entregaron el ejercicio de la actividad política a gente que no pensaba en el bien común sino en sus propios intereses. La política, para la gente común, era un nido de corruptos, vinculados con barras bravas y el narcotráfico, de la cual había que mantenerse lejos. Bastaba con cumplir (mínimamente) con nuestras obligaciones, quejarnos cuando nos juntábamos con amigos y apoyar alguna campaña de las que en aquel momento, cuando las redes eran libres, alguna ONG publicaba.

Carlos sabía que en ese, no involucrarse, estaba la causa de lo que hoy vivían. Sabía que, en su generación, recaía la culpa de la desazón de su hijo y sintió vergüenza. ¡Cuántas veces había discutido con Juan, su amigo, la indiferencia de la sociedad argentina y siempre terminaba con su frase favorita “… las sociedades tienen el gobierno que se merecen”, pero que poco había hecho al respecto!

—Yo tenía 46 años en aquel entonces –seguía relatándole Carlos a su hijo Mariano— y no había vivido nunca un gobierno que realmente pensara en el país. Todos eran cortoplacistas. Implementaban políticas pensando en sacar la mejor tajada

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durante su mandato pero, ¿armar un proyecto de país?… ¡Nunca! Viví, de chico, la guerrilla y la dictadura, la vuelta a la democracia, hiperinflaciones, convertibilidad, derrocamientos de gobiernos. Sí, ¡hasta tuvimos tres presidentes en un día! Viví la apertura de los mercados y el cierre de los mismos. Los apagones de luz, la exportación de petróleo y su importación. El último gobierno, parecía uno más y la verdad es que no nos dimos cuenta.

No era una excusa válida pero de alguna manera era verdad. Tantos años sin conocer algo decente no les permitía saber si todo aquello era más de lo mismo o algo peor. Carlos recordaba el orgullo de su madre cuando le hablaba de su abuelo. ¡Doctor en medicina y diputado por Córdoba! Un señor médico que, por amor a su sociedad, se dedicó a la política mientras ejercía gratis la medicina a los necesitados. ¡Cuánta entrega! ¡Cuánta vocación de servicio! Carlos conocía la excelencia que esgrimía el país en la educación y la salud pública. La calidad de sus profesionales y de sus obreros. Sabía que su abuelo, firmante de la reforma universitaria, había contribuido con la construcción de aquella excelencia. Vio, como de a poco, los países limítrofes, crecían, mientras el suyo, se estancaba. Vio, ejerciendo su profesión de arquitecto, como la mano de obra mutaba, del orgullo de ejecutar su tarea bien, a dejar de hacer todo tipo de trabajo para conservar su “plan trabajar”. Vio como los hijos de los obreros con los que trabajaba su padre dejaban la actividad para ganar plata fácil con la droga. Los vio morir por sobredosis y a sus padres llorando desconsolados en brazos de su viejo.

—Cuando, de golpe, la situación social se tranquilizó y comenzaron a ingresar fondos al país, no preguntamos de dónde venían. Sólo pensamos que era un nuevo ciclo de los tantos que habíamos vivido… Argentina era un país donde todo podía pasar. Si a un presidente, en los años 30, se le imprimió su propio diario… “porque no generalizarlo” debe haber pensado el gobierno de turno, e impunes exacerbó la práctica dándole a toda

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la sociedad noticias a su medida y así gobernaron. Los medios independientes fueron desapareciendo y se adoctrinaba a la sociedad mediante pan y circo. Recién, cuando suspendieron la elecciones del 2015, todo estalló. Salimos a la calle indignados, pero ya era tarde. En esos dos años, hasta que se instaurara el régimen, las redes sociales fueron bloqueadas, las barras bravas, compradas con la droga, reprimían violentamente las manifestaciones de ciudadanos, que, con hijos en brazos, reclamaban con sus cacerolas. La policía y el ejército salieron a la calle para impedir las manifestaciones. Tu madre y otros miles murieron en esos años por las balas o aplastados por sus carros. No había ley, sólo violencia…

Mariano ya conocía lo que seguía. Los años de persecución y de esconderse para hablar. Del ajuste y las mudanzas. Las charlas de su padre hablando de no rendirse, de seguir estudiando sin importa qué cosa fuera. De extrañar a su madre y a su hermano, uno de los miles de “Niños Robados”, la dolorosa pérdida de sus amigos… Ya no quiso escuchar más.

—Vamos viejo, caminemos a casa… Carlos trabajaba cuando llegó Carmen, su hija mayor. Carmen ya estaba acostumbrada a verlo así. Hacía rato que no preguntaba qué es lo que hacía ni a dónde iba cuando desaparecía por la noche. Sabía que luchaba contra sus fantasmas y sospechaba que contra algo más pero no imaginaba lo que realmente hacía. Sola, subió a su cuarto a rumiar sus propias broncas. ¡¡Cuánto extrañaba a su madre!!

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3. Diciembre 2015, Hotel en Calafate.

—Solo nos falta la iglesia… ¿Qué hacemos con ella? —¡Quémenlas todas! ¡¡Qué no quede ninguna de pie!! —dijo el ministro, mientras, suavemente, acomodaba sus marcadas patillas.

El jefe del ejército miró sorprendido a su interlocutor. Había obedecido órdenes difíciles en los últimos tiempos pero esta, ¡era inverosímil! Lo miró a los ojos como desafiándolo, sin éxito claro. Ya no tenía autoridad moral para cuestionar nada, ni había moral alguna en quien ordenaba. En silencio, entró ella y, con ella, se completó el círculo íntimo que fuera convocado al flamante hotel. El silencio reinó en la sala. Sus paredes de piedra remataban contra un enorme ventanal desde el cual se veía el verde del parque seguido de un azul profundo del lago que se fundía, a la distancia, con las montañas y el cielo. Miró a su joven ministro pero no dijo nada. Se sentó en su lugar y, con una simple mirada, instruyó al Jefe de Gabinete para que inicie la reunión. Los hechos se habían precipitado. Era la víspera de año nuevo, sólo el círculo duro había sido convocado.

—La sublevación ha sido aplastada —dijo de entrada como para disminuir la tensión de su Jefa. Luego mediante un minucioso relato de unos 70 minutos detalló el desarrollo de las batallas en las ciudades, la intervención del ejército, las víctimas que se contaban de a miles, los arrestos y la tensa calma que reinaba. —¿Es todo? —preguntó con cierta indiferencia. —No —respondió el ministro. Miró a sus colegas, como para tomar coraje, y continúo— Hemos preparado un estado de situación que creo necesario que revisemos con usted.

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Se trataba de un PowerPoint sintético que mostraba mediante cuadros y gráficos, lo principales indicadores de la economía, más algunos datos socioeconómicos del país. El dólar seguía bajando y, con la divisa, los ingresos por exportaciones. La mano de obra, medida en dólares, aumentaba. La inflación estaba descontrolada. Se trataba de una combinación explosiva que pegaba directamente en la industria, que hacía tiempo que había dejado de ser competitiva, y en las economías regionales. La recaudación impositiva estaba en su nivel más bajo, producto del “parate” de la industria y una rebelión fiscal creciente. Cientos de industrias cerraron sus puertas y casi no quedaban empresas extranjeras. Claramente las cuentas ya no cerraban para los inversores. La infraestructura estaba agotada. La fuga de cerebros era alarmante. Casi un 10% de la PEA (población económicamente activa) se había ido del país en el último año. La educación estaba en su piso más bajo, por tercer año consecutivo, habíamos sacado el último puesto en las pruebas PISA. La mortalidad infantil en su nivel más alto en 50 años. La tasa de homicidios del país duplicaba la de Rosario del 2013. Mientras miraba los guarismos, ella pensaba en su década ganada… ¿Cómo se le había escapado así? Las imágenes pasaban y pasaban, pero ella, ya no escuchaba.

—Si seguimos así, en 5 años, no habrá más mano de obra capacitada, ni directivos, ni empresa, ni infraestructura que atender, ni granos que vender, ni nada de nada. ¡No habrá país! —¡¡Suficiente!! Interrumpió golpeando con su mano la mesa. Tomen nota:

Lentamente expresó su plan de acción.

—Cierren las fronteras! Que nadie salga sin autorización, —exclamaba sonriendo mientras caminaba en torno a la mesa.— Confisquen los campos y las industrias! ¡No hay más actividad privada! —miró al Jefe del Ejército, hacía rato que lo tenía agarrado de las pelotas, pero, lo que le iba a ordenar, era

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maquiavélico—. Se acercó y hablándole casi al oído le explicó, con precisión, lo que debía hacer… ¡¡Y no me hablen más de PISA!! —remató golpeando los hombros del General—¡¡en cinco años serán todos Einstein!!

—Volviendo a la Iglesia —dijo mirando a su Ministro— puede que tu juventud explique tu falta de criterio, pero no admito que desconozcas la historia… La historia está para que, los errores de otros, no sean repetidos por nosotros… Cuando los muchachos prendieron fuego a las iglesias, allá en el 55… —cerró los ojos, extasiada en sus recuerdos de películas vistas— solo despertaron el odio del pueblo cristiano. Se perdió mucha gente que los apoyaban. Se habían metido con algo sagrado… ¡No! A las iglesias, todas ellas, hay que cooptarlas! Al igual que lo hizo el cristianismo en su conquista de los pueblos originarios…Hay que tomar sus santos y hacerlos propios, hay que tomar su liturgia y hacerla propia… Identifiquen a los curas “amigos”, que los “muchachos” ingresen al seminario y que desaparezcan los estorbos. Que desde el púlpito y las mezquitas se glorifique al régimen…

—Pero, ¿bajo qué marco legal instrumentaremos estos cambios? —preguntó tímida e ingenuamente el Jefe de Gabinete.

Lo miró francamente sorprendida. ¿Cómo, a esta altura de los hechos, podían hacerle una pregunta tan estúpida? Pensó para su interior.

—¡Con la legalidad del terror! −contestó sin inmutarse. —Armen el relato, busquen un chivo expiatorio —hizo una pausa pero solo tardó segundos en encontrarlo—. El campo —dijo lentamente— saboreando cada sílaba—.¡Que el campo sea culpado de la suba de precios por guardar sus malditos granos! Peinaba sus cabellos mientras elucubraba… Y, por qué no, que también se lo culpe de

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“endicar” los ríos y generar el colapso del sistema eléctrico... ¡Busquen y encontraran! Liquiden a los primeros que se quejen y ya no habrá más quejas! No bien instrumenten lo de los chicos… todos se calmarán, ellos serán nuestros rehenes! No se debe saber dónde los tenemos, pero deben ser adoctrinados en el amor al Régimen y educados para ser nuestros futuros dirigentes. De la industria y las cuentas me encargo yo… —Ahora, ¿qué pasó con mi cartera? ¿¿Dónde está mi cartera!!

La historia, cruel como es, debe recordar pocos dirigentes que hayan instrumentado semejante plan. Probablemente Hitler, Stalin y Mao sean los primeros que nos vienen a la cabeza. Seguramente debe haber otros, pero, definitivamente, la Sra. estaba por ingresar en la ilustre nómina y no podía hacerlo sin su cartera. Uno, podía ser malo, pero, ¡nunca un descamisado! No hace falta aclarar que la cartera, traída mediante avión presidencial directamente desde Francia, estaba donde debía estar. En la sala contigua, junto a su hijo, había cinco ilustres visitantes. Seleccionados entre un selecto menú de indeseables del mundo, ellos constituirían la base de su proyecto económico. Dos líderes de los más peligrosos carteles de México, un mesiánico dictador oriental, un poderoso traficante de armas inglés y dos camaradas tercermundistas conformaban un extraño grupo. Luego de las formalidades de las presentaciones, ella fue directamente al grano.

—Tengo unos 2 780 400 km², de tierra…Es el país hispanohablante más extenso del planeta, el segundo estado más grande de América Latina. El cuarto en el continente americano y octavo en el mundo −aclaró como para enfatizar sus dimensiones−. Tengo unos 40 millones de habitantes… Tengo infraestructura y servicios de un país del primer mundo y tengo una idea para hacer de nosotros −remarcó el “nosotros” con una

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pausa mientras miraba a cada uno a los ojos− la potencia que siempre soñamos ser.

Sus interlocutores eran hombres duros y no eran fáciles de seducir…

—Disculpe, señora presidente, pero su país es un desastre que se desbarranca a pasos acelerados. ¿Qué puede tener que nos interese? —¡Tengo los huevos que se necesitan para desafiar al mundo! —dijo golpeando abruptamente la mesa.

Solo le tomó dos horas convencer, a semejante “nenes”, de que tenía mucho para ofrecer. Así, en una reunión íntima de gabinete, junto a sus “incondicionales” y a unos “locos globales”, se decretó el fin de la república y el nacimiento del “Régimen”. Las leyes, aunque no hacían falta, salieron una tras otra: • Está prohibido salir del país, salvo con expresa autorización de la

autoridad competente. Para ello se crea la Honorable cámara de Solicitudes de Salida (HCSS)

• Se prohíbe agremiarse, asociarse, quejarse y cualquier otro acto que pueda disgustar a nuestra excelentísima presidenta.

• No hay más propiedad privada. Todo pertenece y será administrado por el Estado.

• Con objeto de reducir la tasa de criminalidad y el accionar del narcotráfico, se libera la producción, comercialización y consumo de cualquier tipo de droga o estupefaciente. La producción y comercialización serán licitadas por el Estado entre “player” destacados en este “nuevo” mercado.

• Con objeto de erradicar la trata de blancas queda liberado, a partir de la fecha, el ejercicio de la prostitución como actividad legal. Se decreta la creación del Honorable Putis Club.

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El listado se completaba con una serie de medidas y leyes ya conocidas por los argentinos. • Se suspende la actividad política y los derechos de los

trabajadores. • Se intervienen los sindicatos y quedan prohibidas las huelgas. • Se disuelve el Congreso, los partidos políticos y, por supuesto, la

Corte Suprema de Justicia. • Se interviene la CGT, la Confederación General Económica

(CGE) y la vigencia del Estatuto del Docente. • Se clausuran locales nocturnos salvo aquellos con permisos

especiales o que resulten necesarios para la nueva industria del putis club.

• Se ordena el corte de pelo para los hombres y el uso del uniforme y estandartes del régimen.

• Se ejecutará la quema de miles de libros y revistas considerados peligrosos. (Esta medida no fue necesaria porque ya no existían pero, por las dudas, advertían que se quemaría todo lo que no fuera del agrado del régimen.) La censura a los medios de comunicación tampoco fue necesario instrumentarla ya no quedaba ninguno que no fuera oficial.

Obviamente, no se dijo nada de lo que les esperaba a los que, con el tiempo, se denominaron “los niños robados”. El paquete se completaba con otras medidas económicas y sociales y culminaba con la instauración del Régimen. Las medidas rindieron frutos y solo se necesitaron un par de años para que el país se posicionara como actor importante en el mapa mundial. Claramente, no en los términos que nuestros ilustres próceres soñaron, sino como una pieza clave del sistema. Todo lo que era malo y prohibido, en el resto del mundo, fue permitido en estos suelos. Así, no solo el consumo, sino la producción de droga se

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liberó. El contrabando de armas encontró una tierra rica en la cual moverse a sus anchas. La trata de blancas, el juego, el turismo alternativo, todo valía. Por primera vez, desde la década de mil ochocientos ochenta, había gente pensando en el futuro y todo había sido minuciosamente programado. La región Bolivariana se integró, al principio, con tres o cuatro países y, desde ella, se fueron tomando al resto. Solo el gigante, siempre foráneo en suelos hispanos, se trató de despegar. Pero éramos su mercado principal, y no tardo en caer. El mundo quiso detenerlo y aplicó sus tradicionales recetas. Boicots, cerrar sus mercados, cobrar sus deudas... Pero no fue posible. A los derrumbes financieros producto de los defaults de los “viejos” mercados emergentes, le siguió la crisis del dólar, del petróleo y el hambre, producto de la sequía del norte, y nada pudieron hacer. El mundo necesitaba lo que nosotros teníamos y eso les dimos: ¡PAN y CIRCO!

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4. Año V del Régimen, Navidad en Villa 121.

Guari tenía, en el rostro y en sus manos, la marca de su oficio. La piel curtida de nacimiento, y del sol de las obras. Las manos duras y grandes. Siempre se jactaba de que tenían la medida del ladrillo y la cuchara. Guari vivía desde hacía años en la villa. Había sabido tener su terrenito en las afueras de Garín. También supo tener una familia grande de hijos y nietos que trabajaban con él. ¡Cuántas casas habían construido con Don Carlos! Aquella noche de Navidad estaba parado, junto al cura villero, en el altar. Miraba a sus vecinos. Nada había cambiado. Cuando de chico se vino de su Santiago natal, fue a vivir con sus padres a una de las villas que nacieron con la industrialización peronista. Al igual que entonces, no había agua, las calles eran de tierra y las casas de chapa. Pero, a diferencia de entonces, ahora no había esperanza. Eran parias viviendo en una miseria sólo comparable con un leprosario. Entre los fieles asistentes al servicio estaban su hijo y su nieta. Junto a ellos, varios de los miembros de la resistencia villera. Era un grupo de vecinos que se habían organizado para mantener, si algo así es posible, el orden en su barrio. “…Basta con mantener al “paco” lejos y a los chicos en la salita…”, decía el curita. Pero no había chicos para la salita y el “paco” estaba en todos lados. Le habían pedido a Guari que le hablara a la gente y, su presencia, había convocado una inusual cantidad de fieles. Guari era querido y respetado. Siempre ayudaba a reparar alguna vivienda, siempre enseñaba como hacer algo “según las reglas del arte”. Caminaba, a pesar de su extrema pobreza, erguido y con orgullo. Miraba a los ojos al hablar y hablaba con franqueza y sin vueltas. Guari, levantó la cabeza. Sus ojos chicos y profundos miraban desde lejos, desde otros tiempos...

—He sido pobre toda mi vida… —dijo con voz cortada. —Nunca recibí nada de nadie, no recuerdo un gobierno que me haya dado nada, luché y trabajé como condenado para cada

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mango, para cada pan que llevé a mi familia... Estoy acostumbrado a ser invisible, pero, ¡nunca perdí mi dignidad! La dignidad es algo que no nos pueden robar. Está en nosotros, está en saber que no nos rendimos, en poder mirar a los ojos de tus hijos sabiendo que no te has entregado...—hizo una pausa— En estos tiempos —calló, en búsqueda de un calificativo— sangrientos, ¡no podemos quedarnos indiferentes! Este régimen tiránico...

Guari no los vio llegar. Tan sólo percibió el estallido de las balas, los gritos y el pánico. No se movió, su vista quedo fija en su hijo que se doblaba y caía, en su nieta que lloraba sobre la cabeza de su padre. No pudo reaccionar, sus músculos tensos no le permitían moverse. La metralla continuaba y la sangre enlodaba el piso de la capilla. El cura colgaba del altar. Sus ojos, aún abiertos, fijos en la cruz. Fueron sólo 10 minutos. Pero la furia desatada bastó para masacrar a casi todos los presentes. Los asaltantes eran tan sólo cinco o seis chicos de no más de 17 años que, con risas y a los gritos de “oligarcas vende patria” se perdieron en la densidad de la villa. Calificar de “Oligarca venda patria” a un grupo de humildes villeros reunidos en torno a una capilla era una ironía que solo tiempos como estos podían producir. El término “oligarquía” identifica a un grupo minoritario de personas, pertenecientes a una misma clase social, generalmente con gran poder e influencia, que dirige y controla una colectividad o institución. Claramente no era el caso, pero, para esta gente, todos los que no estaban con ellos, eran oligarcas. Guari seguía inmóvil. La vista fija en su único hijo. Ya había perdido 5 y ver, que el último que le quedaba moría también por la violencia, le partía el corazón. Solo reaccionó al ver a su hijo moverse. Seguía vivo y había que actuar. Como si estuviera nuevamente en una obra, repartió instrucciones a los sobrevivientes. ¡Identifiquen a los que están con vida! ¡Busquen un vehículo! ¡Vamos al hospital del Che! Ya

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en los autos, cargaba a su hijo en brazos como cuando era chico. La bala había perforado el estómago. Miguel, no quitaba la vista de su padre. El dolor era intenso y sabía, por haberlo visto tantas veces, que no lo iba a ver más. Guari apretaba la herida como si pudiera evitar que la vida se le fuera por ella. Viajaban, rezando por llegar a tiempo, al flamante “Hospital del Che”. Recientemente inaugurado por la presidenta, era un hospital de alta complejidad. Equipado, según informarán los medios, con la más avanzada tecnología y un equipo profesional de excelencia. Formaba parte del plan de “Salud para todos” por el cual se inauguraban nuevos centros sistemáticamente. “El régimen te cuida y te quiere ver crecer”, decía el slogan de la campaña. Miguel tomaba la mano de su hija y se la entregaba a Guari. El gesto era claro pero Guari se negaba a aceptarlo. Con esfuerzo Miguel balbuceó. —Viejo, lleva a Clara con el arquitecto, ya no estás para cuidarla… Guari, sabía que era cierto, las lágrimas caían por sus ojos. —Viejo, no te rindas… “Del Che”, se había construido en un plazo record y con una inversión astronómica. La escena de la Presidenta cortando la cinta en la inauguración y pregonando sobre las características técnicas del hospital y sobre el compromiso de su gestión para con la salud del pueblo, se reprodujo por todos los medios hasta el hartazgo. Tardaron media hora en llegar, algunos habían muerto. Miguel, aún seguía con vida. Guari bajó a Miguel en brazos y corriendo entró, lleno de esperanza, al lobby principal. Gritaba pidiendo ayuda y, quizás por su fe, por sus ganas de salvarlo, no percibía la situación. Corría de puerta en puerta, buscando médicos, alguien que lo recibiera. Corría por pasillos interminablemente vacíos, entrando a salas vacías, a quirófanos vacíos. Corría sin sentido mientras Miguel

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se desangraba. Gritaba, preso de su furia. Subía escaleras, sólo para encontrar, más corredores inútiles que conectaban salas fantasmas sin más equipamiento que mampostería pelada y marcos sin puertas. Corría de un lado a otro, no podía parar. Siempre con su hijo en brazos, muerto ya hacía un rato. Lloraba lágrimas incontenibles, amargas como la hiel. Nada, solo una enorme mole de miles de metros cuadrados sin más terminaciones que las necesarias para mostrar una inauguración ficticia, un servicio que nunca pensaban dar. Otra promesa incumplida. Fachadas pulcramente terminadas que envolvían un esqueleto vacío. Finalmente cayó de rodillas, agotado de tanto sufrimiento, padre e hijo se confundían en una especie de abrazo, una piedad, que ni Miguel Ángel, podría haber plasmado. A lo lejos se oían otros llantos y estallaba la furia.

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5. Enero 2016, Colegio Militar.

—¡Se trata de un acto de entrega, por la patria y es ella quien nos lo demanda!

Así, finalizó el Jefe del Ejército, su preciso discurso para explicar los pormenores de la operación “Educación para todos”. El Teniente General Cesar Luis Demarco, jefe del ejército, había construido su poder en base al compromiso con que defendía a la “Señora”. Su relación con ella venía de épocas democráticas pero había llegado a su cargo vendiendo su alma y, sabía, que, ésta, no se recuperaba. Durante “el terror”, se rodeó de un grupo de leales que protegidos por un cuerpo de elite, suministrado por los carteles narco, hacían cumplir, a fuerza de terror, todas sus órdenes. En aquellos años duros, la confusión del caos reinante no permitía, ni a oficiales ni a soldados, distinguir entre el bien o el mal. Era una batalla y, en ella, las órdenes, no se cuestionaban. El Teniente General Cesar Luis Demarco había planificado minuciosamente, junto a su alto mando y el de las otras fuerzas, cómo transmitir las órdenes de la Presidenta. Cómo hacer para que sus cuadros cumplieran una orden que, por naturaleza humana, sería difícil de cumplir. No podía ser por la fuerza ya que podría significar el inicio de una revuelta dentro del arma. Tampoco serviría la obediencia debida que claramente quedó castigada en épocas de la República. Se les debía explicar la lógica de la orden, el objetivo que se perseguía con ella, el trato que se les daría a los chicos. También se les debía explicar la gravedad de la situación, el analfabetismo reinante. Que la deserción escolar estaba en sus valores históricos más altos, que la falta de profesionales y técnicos sería crónica en unos años y que, sin ellos, no había futuro posible.

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—¡Señor! ¡Permiso para hablar! —dijo, de pie, el Teniente Zabante. —¡Hable teniente! —contestó a desgano su superior. —Lo que nos esta ordenando, señor, es un delito de lesa humanidad… Separar a unos chicos de su familia y mantenerlos en cautiverio… ¡No hay motivo o situación que lo pueda justificar! —Dígame, teniente, ¿cuál es su función más sagrada como soldado? —Defender a la patria contra agresiones extranjeras —respondió con seguridad el teniente. —Su definición, teniente, es por demás abundante. Su función, la de todos nosotros —dijo mirando al auditorio— es defender la patria, ¡de lo que sea! —remató, golpeando la mesa con su puño.

El teniente Zabante era la séptima generación de militares de su familia. Sus antecesores, en la fuerza, se remontaban a la guerra de la Triple Alianza. Mitre mismo era padrino de, ya no recordaba, cuál tátara abuelo. El honor y la vocación de servicio en su familia eran destacables y no encontraba forma de incluir dentro de sus valores la orden que se le impartía.

—Señor, no importa como se lo disfrace, ¡se trata de secuestrar chicos!

El Teniente General, estaba perdiendo la paciencia pero, sabía que no debía alterarse. Al menos por ahora… Conocía al Teniente y sabía por dónde atacarlo.

—Sabe Teniente, yo tendría su edad en épocas del proceso del “operativo independencia”. Serví bajo las órdenes de su abuelo en lo profundo del Tucumán. Eran tiempos confusos y él nos hablaba con la misma franqueza con que hoy les hablo a ustedes. Hizo una pausa y continuó− En épocas de la presidenta Martínez de Perón, los ataques terroristas se incrementaron. Los

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secuestros, asesinatos y atentados tanto contra civiles como contra militares, eran a diario y cada vez eran más violentos. “Un muerto cada cinco horas, una bomba, cada tres”, titulaban los diarios de la época. Como respuesta, el PEN, dictó el Decreto 261/75 que, bajo el nombre de “Operativo Independencia”, obligaba a las Fuerzas Armadas a intervenir y "aniquilar el accionar de los elementos subversivos que actuaban en la Provincia de Tucumán…”. Muchos, contra quienes peleábamos, eran hermanos, primos, amigos o amigos de amigos nuestros. Éramos hermanos peleando entre nosotros y, eso, puede ser muy confuso. Su abuelo nos marcaba la línea a seguir. “Respondemos a nuestra presidenta que fue elegida por el pueblo, estamos peleando por nuestro pueblo”, nos decía. ¡Hoy estamos haciendo lo mismo! —Señor, ¡era el Ejército Argentino luchando contra el ERP y los Montoneros que intentaron armar un "foco revolucionario" en el monte tucumano! Ellos, contra lo que luego se dijo, eran soldados entrenados en Cuba, con organización y tácticas militares. ¡No se puede comparar contra el secuestro de chicos inocentes en edad escolar aunque le pongan el rimbombante nombre de “educación para todos”! —Su abuelo también participó en el proceso de reorganización nacional… Agregó sin terminar la frase que, por sí sola, ya insinuaba muchas cosas. —¡Mi abuelo entregó la vida por la patria en Malvinas! Y su amor, por ella, no puede ser cuestionado. Sin embargo, papá, siempre me contaba que, en épocas de la Revolución Libertadora tuvo que parar una manifestación de unos 2000 obreros de los ingenios de Tucumán y como, en el punto crítico, cuando habían cruzado el puente y se trataba de matar o morir, desobedeciendo sus órdenes se acercó, bandera blanca en mano, a negociar y hacer que se retirarani. −Hijo −le decía mi abuelo a mi padre− somos soldados, pero antes, somos hijos de Dios. ¡Nunca olvides

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eso! Cuando la orden atenta contra tus valores humanos, nunca reniegues de ellos.

El auditorio entero, miraba anonadado la discusión. Unos admiraban la valentía del teniente. Otros no entendían cómo su comandante en jefe toleraba semejante acto de sublevación. Demarco, que estaba perdiendo su paciencia, continuó con su argumento.

—Los chicos serán educados con los más altos estándares. No serán prisioneros, serán… serán, pupilos en centros de educación del Estado. —Señor…—redobló el teniente Zabante. —¿Podrán ver a sus padres? ¿Pueden elegir participar o no del programa? O serán rehenes del estado? —Teniente, su actitud raya con la sublevación… —advirtió el Jefe del Ejército. —Dígame teniente, ¿usted cree a que a lo largo de nuestra historia, nuestras aventuras cívicas, fueron gratuitas? Sabe muy bien que el siglo XX fue una sucesión de golpes de Estados. Pausadamente comenzó a enumerar… En 1930, José Félix Uriburu contra Yrigoyen. En 1943, Rawson contra Ramón Castillo y Edelmiro J. Farrell contra Pedro P. Ramírez. En 1955, Eduardo Lonardi y la Revolución Libertadora contra Perón, Lonardi fue destituido por Eugenio Aramburu quien anuló la Constitución de 1949 y reestableció la de 1853. En 1962, José María Guido, civil, en una astuta maniobra reemplaza al derrocado Frondizi, pero gobierna bajo el dictamen de los militares. En 1966 Juan Carlos Onganía derrocó a Illia. Finalmente en 1976 Videla y su “Proceso de Reorganización Nacional” derrocan a María Estela Martínez de Perón. En los 53 años que transcurrieron desde el primer golpe hasta el fracaso del proceso en 1983, hemos gobernado unos 25 años. Hemos impuesto a 14 jefes militares el título de «presidente». En todos esos años, todas las experiencias de gobierno que fueran elegidas democráticamente sean radicales, peronistas o

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desarrollistas, fueron interrumpidas mediante golpes de Estado. Dígame, teniente, ¿usted cree que salimos indemnes de ellas? ¡No!, —se autocontestó. —En ellas hubo de todo, buenas y malas intenciones. Patriotas y oportunistas. Visionarios y borrachos. Pero esto… ¡Esto es distinto, esto es fundacional! —Teniente General —interrumpió el teniente Zabante parado y haciendo la venia— ¡si el Régimen va a fundar sus mil años de esplendor en el secuestro de niños, prefiero no formar parte de él!

La sala en su conjunto emitió un murmullo de asombro. Demarco, sin embargo, no se inmutó. Lentamente, descolgó el sable que portaba, lo desenvainó y lo extendió frente al oficial que lo desafiaba.

—¿Reconoce el sable, teniente? —Señor, sí, ¡señor! Es el sable del general San Martín… —Es el sable que el General le obsequió a Juan Manuel de Rosas por sus servicios a la patria. Por su lucha en defender nuestra soberanía y que la Señora Presidente me legara a mí. Juré defender la soberanía contra los de afuera y los de adentro…

Blandió el sable con la sutileza de un experto. Solo se escuchó un silbido y la cabeza del teniente se separó de su cuerpo ya sin vida. La sala entera se paró pero, el ruido de la carga de las armas, la congeló. La guardia rápidamente rodeó a su jefe. El Teniente General César Luis Demarco, jefe del ejército, miró a sus oficiales, lentamente les explicó que la sublevación en estado de sitio se castiga con la muerte y que no iba a tolerar sublevaciones en su fuerza. Limpió el sable en la ropa del difunto, envainó la espada y se retiró.

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6. Año V del Régimen, El “Tío”

Que lo apodaran “El Tío”, como lo habían hecho en la unidad básica allá por el 2015 cuando estalló la revuelta, no era algo menor. Semejante señal de admiración, por parte de los muchachos, respondía a la crueldad con que había ejercido su mando durante aquellos años de terror y a la apertura de cárceles que realizara cuando le faltaron tropas para actuar. Ya establecido, como un alto funcionario del régimen, estaba orgulloso de lo logrado. Había logrado adaptarse, con relativo bajo costo, a las nuevas reglas. Conservar el antiguo departamento de Alvear y Montevideo. Mantener unida a su familia y un puesto que le aseguraba una cierta tranquilidad. Del campo y el haras de la familia paterna, ya nada quedaba, pero no había familia patricia que lo hubiera logrado conservar. Es cierto que en casa, ya nada era igual. La alegría que solía reinar, había sido reemplazada por una angustia permanente. Un eterno quejarse de lo perdido que, a su criterio, no les permitían ver todo lo que tenían; especialmente comparado con otros que habían perdido, hasta la familia. Sus hijos, siendo hijos de un alto funcionario del régimen, lograron evitar ser secuestrados y eran educados en casa. Después de todo así se educaron “Los Tatas”, se justificaba cuando se mencionaba el tema. De todo su sadismo, nada se sabía en casa. Sus funciones son solo administrativas, decía su mujer para excusarse. Técnicamente, las funciones de “El Tío” eran una especie de agregaduría comercial, solo que, comercializaba con seres humanos. De él dependía la autorización para salir del país, las relaciones con comerciantes de blancas y el turismo alternativo que tanto éxito tenía últimamente. En aquella mañana de diciembre, mientras en el hospital del Che Guari consolidaba la “toma” del edificio, el Tío llegaba a su despacho. Como siempre, comenzó por revisar las solicitudes de salida. Ya casi

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no las había pero igualmente, obsesivo como era, no podía cortar con su rutina. Solo tenía tres pedidos. Dos, fueron rápidamente enviados a carpeta de rechazados, pero el tercero, lo sorprendió. Luego de los filtros habituales, en el cuadro de cometarios aparecía: “Flaco, soy yo, Rafa” y un teléfono. Inmediatamente, vinieron a su memoria recuerdos de partidos, en particular, uno en el cual Rafa viéndolo en el piso se tiró a cubrirlo para protegerlo. Nada raro en aquella época, uno, en la cancha, daba todo por su amigo. Ahora, el recuerdo, logró perturbarlo. Como si le debiera algo, pensó. Su primera reacción fue defenderse pero, Rafa… ¡Era casi un hermano! Hace tiempo que no sabía nada de él ni del resto del equipo. No pudo evitar perderse en sus recuerdos. Los años de jugar en la división de infantiles, con su viejo entrenándolo y de ese grupo de amigos que, desde entonces, habían sido insperables. Que irían creciendo juntos en un continuo de colegio, rugby, veranos, padres y mayores, que los formaron a base de sacrificio, amor y lealtad por un deporte “formador de hombres”. Valores que ya había olvidado pero que Rafa, despertaba nuevamente. Se recordó a sí mismo en aquellas tardes memorables en el viejo casco de Manuel J. Cobo cuando a lomo de caballo, cual sable, blandían sus tacos en busca de la preciada bocha. O cuando, en zungas de “amorosos colores”, vendían los productos de su amigo. Lo recordó muerto cuando obstinado se negó a prestar su prestigioso apellido a la causa del régimen. Recuerdos dolorosos que despertaron su bronca, y quiso olvidar. Anotó el teléfono y siguió con su agenda, ya vería qué hacer… El ministerio estaba particularmente agitado, en aquella mañana. Los oficiales corrían de un despacho a otro y la desesperación se percibía en sus rostros. Aparentemente habían tomado el sanatorio “Del Che”, casi toda una villa se había instalado en él. Lo peor es que todavía seguía saliendo al aire el spot de la Señora, inaugurándolo como la obra suprema del régimen en materia sanitaria. Un fiasco que nunca se iba a usar pero que solo ellos lo sabían. “El Tio” caminaba por los pasillos todavía sumergido en sus recuerdos…

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—¡Señor Ministro! —lo interceptó un funcionario con cara de asustado. —¡Lo están buscando por todos lados! —¿Qué está pasando? —preguntó con indiferencia. —¡Venga!, lo necesitan en “Crisis”. En el camino, el funcionario asustado, lo puso en autos. —¿Cómo no pasó antes? —pensó para adentro— ¡Tantas escuelas, jardines y hospitales falsos no podían mantenerse en secreto! —Parece que se están despertando —concluyó en sus pensamientos con una mezcla de asco y temor.

En la sala de “Crisis” se proyectaban las imágenes, exclusivas para el ministerio, del edificio tomado. Barricadas con gomas ardiendo, gente gritando desde las ventanas destrozadas, carteles de “el gobierno miente”, las eternas listas de los nombres de los niños robados, gente ingresando con carros, colchones y bártulos de todo tipo. Se veía cierta organización, gente armada, grupos dirigiendo y otros obedeciendo. Claramente estaban organizados y la idea era instalarse. Definitivamente no se veía esto desde las luchas iniciales del régimen.

—¡Tío! ¡La Señora está que arde!! No quiere esto en su paraíso… —Señor Ministro, parece feo… —respondió irónicamente “el Tío”. —Hemos establecido un cordón de protección de tres cuadras a la redonda, pero llegamos un poco tarde. Estimamos que se deben haber instalado unas 100 familias… — precisó el ministro de Asuntos Interiores. —Voy a dar la orden de desalojar… —Va a ser sangriento —comentó “El Tio”, como si hablara de una película—. Se ve que se van a defender…Señor Ministro, no se apure —recomendó, mientras meditaba. —¿Se te ocurre algo? —preguntó el ministro. —Podría ser…Tengo un pedido de “Turismo alternativo” que podría cuadrar… Hizo silencio más para aumentar el dramatismo que desfiguraba la cara de su interlocutor, que para pensar.

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—¡Sigue hombre, por favor!! —Hay un grupo que quiere jugar a SWAT, son unos gringos, diez o doce gringos que buscan adrenalina... Podríamos armarles un paquete por unos buenos millones... Misión: “ingresar y destruir”, que pongan bombas y los hagan desaparecer con familias y todo… Luego lo mostramos como un sabotaje al régimen…

El ministro de asuntos interiores, lo miraba incrédulo, no solo había resuelto el “temita” sino que había logrado generar fondos para la causa. ¡Un genio! “El Tio” se retiró prometiendo mandarle los detalles en breve. Mientras tanto, recomendó, que simplemente se mantuviera el cordón de seguridad y nada de información a la televisión... Más tarde, en su despacho, el Tío redactó rápidamente el protocolo de “Turismo Alternativo Nº 402” definiendo los permisos, costos y demás datos burocráticos. Cuando estuvo listo llamó a su secretario a los gritos.

—¡Ciento veinticinco! ¡Llamó por el intercom, venga para acá! “Ciento veinticinco”, era uno de las primeras generaciones de egresados de los chicos robados. Había ingresado hacía un par de meses a cumplir las funciones para las que el gobierno meticulosamente lo había programado. Era un genio bastante instruido, que siempre se mostraba como un amante acérrimo del régimen y un ejecutor infalible de sus órdenes. Era una garantía de seguridad, que prometía mil años de gloria, si todos salían como él. Le explicó la situación, le entregó el protocolo y terminó ordenándole que él mismo se encargara de todo y que lo liquidara en el día. Terminado este tema, se volvió a concentrar en Rafa. ¿Qué hacía con él? “¿Lo llamo?”, dudó, acosado por sus recuerdos. Se enojó, por sentirse débil, vulnerable. Finalmente, calificó al expediente de “Peligroso, a LIQUIDAR” y lo derivó al despacho correspondiente.

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Ritualmente, llegó a su departamento a las 20.00. Verificó la mesa para ver que todo estuviera en orden. Los cuchillos a la derecha, los tenedores a la izquierda, la copa de agua, la de vino. El “Tio” era, después de todo, de una familia patricia y había sido educado con las formalidades que su doble apellido merecía. Había crecido en cuna de oro y ciertas costumbres eran muy difíciles de perder, la mesa, en su caso, era el lugar donde recordaba que era un caballero… Luego de la cena, verificó que los fondos se hubieran acreditado y supo, que “Ciento veinticinco”, había cumplido sus órdenes. Sonrió pensando en el Ministro y se sintió bien, contento. Les contó un cuento a sus hijitas y se fue a dormir. Pero en sueños, donde uno no manda, no pudo evitar encontrase con Rafa y el resto de sus amigos. Los soñó ensangrentados, tomados como “Los Pumas” frente al himno, queriendo entrar en la “ronda” pero sin lograrlo. No descansó durante la noche, hacía años que no dormía relajado…

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7. Abril 2016, La noche de los corderos.

La mañana de aquel nefasto día de abril del 16 no era muy distinta a otras. El país, dividido, se acostumbraba a su nueva realidad. Los incluidos, disfrutaban de la nueva abundancia. Los excluidos sobrevivían, obstinadamente, en su miseria. Ambos, cumplían con los rituales normales de una sociedad y, aquella mañana, habían dejado a sus hijos en sus colegios habituales. Con precisión militar a las 1000 horas, en todos los rincones del país, los verdes vehículos de transporte, ingresaron a las principales ciudades. Lentamente, se dirigieron a sus objetivos haciendo una escala a 200 metros de cada uno. A las 1020, se reportaron todos sin incidentes. A las 1040, todas las manzanas estaban rodeadas de cuerpos de combate. Los peatones y vehículos, por precaución, se alejaban de los militares. Nadie imaginaba lo que hacían ahí. Nadie imaginaba cuáles eran sus objetivos, ni mucho menos, que estaban en todos lados. Los objetivos eran todos los colegios y jardines de infantes públicos y privados en los cuales estudiaban chicos de clase media y media alta. Se estimaba que luego de la redada se lograría capturar unos cuantos cientos de miles de niños sanos, bien alimentados y educados, aptos para ser formados y amoldados a las necesidades del régimen. A las 1100 horas, en simultáneo, los oficiales a cargo ingresaron a todos los colegios marcados. No explicaron algo que no se podía explicar, solo sometieron a las autoridades de los establecimientos escolares. Los maestros, para cuidar a sus alumnos, solo obedecieron a los uniformados. Lentamente, subieron a los alumnos y a sus maestras a los camiones. El público comenzó a aproximarse a los colegios pero los cordones de contención actuaron. Solo los vecinos inmediatos pudieron intentar hacer algo. Pero no había mucho para hacer más que dar la vida. A las 1130 horas, la operación “Educación para todos” estaba consumada y los camiones iniciaron su marcha. El lugar de destino era, para cada sector en que se había dividido la operación, un

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secreto absoluto. Los cordones se liberaron a la 1140 horas. Padres, madres y hermanos corrieron a los colegios para encontrarlos vacíos. La confusión y el pánico se apoderó de todos. Los llantos y gritos se multiplicaban exponencialmente por las calles. Con las horas y ante el silencio del gobierno, la desesperación mutó en furia y las manos, que secaban las lágrimas, tomaron los palos; las piernas que de rodillas suplicaban por sus hijos, se levantaron y corrieron. Como tantas veces en nuestra historia, la plaza, la de todas las ciudades, fue el punto para explotar y allí, como corderos predecibles, fueron a vivir su “domingo sangriento”

—Señora, se están acercando —dijo el oficial al mando. —¡Aguanten! —ordenó la Señora.

Sola en su despacho procesaba, con angustia, el momento que se estaba por vivir. Su jugada era peligrosa y, si fallaba, sabía que tendría que dar la orden. En su cabeza, como en un violento remolino, se sucedían imágenes de momentos vividos por otra gente y en otros lugares, aunque nosotros, también tenemos los nuestros, y pensó en Trelew. Los nombres se amontonaban sin orden en su cabeza. ¡Cuántos ejemplos! ¿Cómo la llamarían? Tian'anmen, la Masacre de Amritsar, Noche de los cristales rotos…La historia estaba llena de matanzas y genocidios.

—Señora, ya no podemos contenerlos más —insistió el oficial al mando. —¿Están todos listos? —preguntó ella, sin disimular sus dudas. —Señora, ¡sí! Los hombres están todos apostados, sólo falta su orden. —Señora —intervino Ferluci con voz solemne. ¡Es necesario…! ¡La están desafiando! ¡La lección debe ser contundente! —Aguanten un poco más…—ordenó la “Señora” consciente de lo que estaba por vivir.

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Repasaba en silencio sus causas y consecuencias. Su mente política no dejaba de evaluar los costos-beneficios de dar la orden. Volvió a repasar una vez más. 1989, Tian'anmen, 1000 a 2600 civiles muertos para disolver la protesta de estudiantes y trabajadores, el régimen sobrevivió, hoy es una potencia, pensó esperanzada. Abril de 1919, la Masacre de Amritsar en Panyab, cuando el comandante militar británico ordenó disparar contra un grupo de 10.000 indios, en los jardines de Jallianwala Bagh, 400 muertos y 1100 heridos, el gobierno sobrevivió. Noviembre de 1938, la Noche de los cristales rotos en la Alemania nazi, los ataques dejaron las calles cubiertas de vidrios rotos pertenecientes a las tiendas y ventanas de las propiedades judías, 91 muertos, 30 000 deportados a los campos. En todos ellos, el poder de turno, salió fortalecido. Estaban también los que generaron su caída. El Domingo Sangriento en San Petersburgo en enero de 1905 en que la Guardia Imperial rusa marchó contra 200 000 manifestantes que se reunieron a las puertas del Palacio de Invierno, residencia del zar Nicolás II, se estima que murieron unos 200 manifestantes y 800 quedaron heridos. Ni las mujeres y ni los niños, ni los íconos religiosos, ni los retratos del zar, impidieron que el gran duque diera la orden. La historia estaba llena de momentos así, Hitler, Stalin, Pol Pot, Mao, El carnicero del Congo, la bomba de Hiroshima…

—Señora, ¡por favor! —suplicó el oficial. —¡No se puede esperar más! —¡Enciendan la cadena nacional! ¡Traigan las cámaras!

Caminó despacio a su despacho, donde las fuertes luces la enceguecieron por un instante. Se retocó el maquillaje y se sentó en el viejo sillón de Rivadavia.

—Ciudadanos —comenzó con voz calma.

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En la plaza se encendieron gigantes pantallas, estratégicamente ubicadas con anterioridad, su imagen era clara y su voz muy fuerte. También se encendieron reflectores en todas las azoteas que rodeaban al lugar haciendo visibles a las fuerzas apostadas sobre ellas. Finalmente, se cerraron con sólidas barricadas todas las calles que confluían en la plaza. La sorpresa paralizó a la multitud y todos se callaron, algunos se abrazaron como despidiéndose frente a lo inminente.

—Ciudadanos, ¡vuelvan a sus casas! Sus hijos serán tratados bien. ¡Sus hijos han sido llamados para conformar la base de la futura dirigencia de nuestro amado país! —su voz sonaba clara y fuerte. Su imagen, acompañada de Ferluci, se reproducía en las miles de plazas de la república. —Como madre, me duele la medida que he tenido que tomar. Pero, ante circunstancias extraordinarias, son necesarias medidas extraordinarias... Puedo asegurarles que sus hijos serán educados en la excelencia. Se ha dispuesto un programa a nivel internacional en el que se fomentará la práctica del deporte y los valores cívicos de nuestro Régimen. Sus hijos volverán como ciudadanos comprometidos con la patria. Instruidos para ser los mejores...

La tensión en todos los presentes, tanto los de arriba como los de abajo, era palpable. El aire parecía haber abandonado el lugar. Los corazones latían y los ojos se nublaban en lágrimas. El silencio dolía.

—Sus hijos, —retomó el discurso luego de una pausa— les serán entregados a su debido tiempo, pero hoy… Hoy son nuestros! Lo que ustedes hagan definirá su suerte... —y señalando con su brazo, como si estuviera en la misma plaza, continuo— ciudadanos, vean las azoteas que los rodean…

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Antes de que terminara de pronunciar la palabra “rodean” las fuerzas especiales, apostadas en descanso, gatillaron sus armas. Sabían que el momento había llegado, que solo faltaba la orden final.

—Hoy puedo tomar una medida que jamás pensé que tendría que tomar. Pero, no lo quiero hacer. Quiero que regresen y confíen. Que hagan de cuenta que sus hijos fueron llamados por la Patria para, hacer Patria, estudiando...

Víctimas y victimarios esperaban tensamente el desenlace. La próxima orden escribiría un nuevo capítulo en nuestra historia y todos eran conscientes de ello.

—¡Ladrona!, ¡devuélveme a mi hijo! ¡Quiero a mi hijo! —gritó desgarradoramente Carla.

El disparo, no se oyó, pero fue preciso. Perforó la cabeza desde la frente saliendo por la nuca. Carla, cayó en brazos de Carlos. La gente se separó y se generó un claro en la multitud. El pánico estalló y todos comenzaron a correr. Carlos se quedó abrazando a su mujer. Se abrieron las barricadas y, disparando al aire, expulsaron a la multitud. Hubo algunos muertos, unos pocos por las balas. Muchos, por el pánico y la estampida, murieron aplastados. Las cuentas finales fueron positivas, sólo un par de decenas de muertos acá, cientos en otras provincias. “La noche de los corderos”, como se la llamó, marcó a fuego la vida de todos. La sensación de ser corderos manipulados se impregnó entre los incluidos y excluidos por igual. Unos preferían olvidar imbuidos en su nueva riqueza, otros, no olvidarían jamás. Carlos, aquella noche, regresó con su mujer en brazos, caminaba bajo la lluvia sin sentirla. Le hablaba a su mujer como si estuviera viva. Le juraba que encontraría a Tuto y que cuidaría a sus hijos. Recordaba, entre lágrimas, la vida antes de régimen, tan feliz como lejana. Enterró a su mujer solo con los hijos que le quedaban y juró

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frente a su tumba, no rendirse, luchar para darles a sus hijos el país que ellos tuvieron y que, por dejados, perdieron mucho tiempo atrás. Aquel día, luego del entierro, comenzó a escribir. No sabía muy bien qué, ni por qué, pero empezó a escribir. Sentía, la historia turbulenta de su país, con dolor y quiso entenderla.

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8. Año V del Régimen. Clarita

En las inmediaciones del hospital “Del Che” reinaba el caos. Las fuerzas oficiales intentaban retirar a los curiosos y familiares de los “tomadores” del edificio. En su interior, Guari, organizaba. La furia, lo gobernaba. De alguna manera era más intensa que el dolor que le producía la muerte de su último hijo y necesitaba hacerles pagar por su muerte. Ya no pensaba, solo actuaba. Carlos, había logrado sortear el incipiente cordón de seguridad y buscaba a Guari por los inútiles pasillos del ficticio hospital. Lo encontró rodeado de gente ultimando los detalles de la defensa.

—¿Carlos? ¿Qué haces acá? —preguntó Guari sin interrumpir lo que estaba haciendo. —¡Vine a parar esto! Guari, ¡no es la manera! Sólo vas a conseguir que los masacren y encima van a quedar como víctimas que defienden el patrimonio de la ciudad… —Carlos, no veo otra forma. Estoy harto de enterrar hijos, hijas, nietos, mujeres. ¡Toda una familia! Sólo me queda una nieta… —Guari, todos perdimos a seres queridos, todos perdimos nuestra patria, pero así no la vamos a recuperar… —Por favor, no me vengas a hablar de Gandhi y los Ingleses! ¡No puedo más! Carlos vos sos un tipo educado, conocedor de historia, tendrás tus formas pero yo no soy así. Yo, solo se luchar. Luché toda mi vida, para comer, para salir de la villa, para alimentar a mis hijos, toda obra era una lucha, todos los días de mis días consistieron en sobrevivir. No puedo esperar a la revolución interna. ¡Necesito venganza! —Vas a llevar con tu venganza a cientos de familias. Vas a hacer que maten a todos! —interrumpió Carlos aunque sabía que era inútil. Guari había pasado ese punto de no retorno del cual ya no se sale. —Carlos —susurró Guari—. Tengo algo que pedirte, Miguel, antes de morir, me pidió que te encargaras de Clarita…

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Clarita era su ahijada. Él, al igual que su padre lo había hecho, apadrinaba a varios de los hijos de sus albañiles y, entre ellos, Clarita fue la última, justo antes de la instauración del Régimen; de que no hubiera, para él, más obras que dirigir, más albañiles que cuidar, más hijos que apadrinar. Clarita era como una especie de quiebre que recordaba el antes más que el ahora.

—Como si fuera mi hija… —respondió, tomándola de la mano. Se estrellaron en un abrazo sincero. Eran dos amigos que, juntos, habían atravesado demasiadas luchas. Carlos sabía que no lo volvería a ver y se fue llorando entre los brazos de Clarita. Carlos llegó a casa bien entrada la mañana. Estaba cansado, no había dormido en toda la noche. Llevaba en brazos a Clarita que dormía en su inocencia. Sus hijos desayunaban en la pequeña cocina. Mariano, en silencio, tomó a Clarita y la llevó al cuarto.

—Volaron el sanatorio —dijo Mariano, mirando a su padre. —Me lo imaginé, no iban a dejar que quedara tomado. Carmen, por favor prendé la tele…

La imagen mostraba, bajo el titular de “Sabotaje y Recuperación del Che” al edificio desplomándose luego de una gran explosión que salió de su interior. La crónica informaba que un grupo de delincuentes, probablemente con intenciones desestabilizadoras, había tomado el flamante sanatorio y exigido un rescate para liberar al personal y pacientes de la institución. El gobierno, que no negocia con terroristas, intentó recuperarlo pero que los intrusos volaron el edificio antes de entregarse. Relataba que el grupo comando que ingresó, de unos diez o doce héroes, no habían logrado salir y terminaba estimando cientos de víctimas pero que solo contra la remoción de escombros se podría tener el número final. El gobierno había

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declarado duelo nacional en honor a cientos de médicos, técnicos y enfermeros que valientemente trabajaban en el sanatorio atendiendo miles de pacientes a diario, enseñando a formar a futuros profesionales. Investigando curas y técnicas que sirven a la humanidad toda. Una institución modelo que por la ceguera de una clase egoísta y agotada nos ha sido arrebatada.

—Se lo advertí —dijo Carlos con dolor—. No solo no lograría nada, sino que ellos sacarían provecho de su sacrificio… —Viejo, ¿por qué hacen esto? —preguntó Mariano—. ¿Cómo pueden gastar cientos de miles de pesos para luego volarlos como si nada? Sé que la gente no les importa pero, ¿y la plata? ¿cómo se justifica? —No la justifican… —Pero ¿para qué construirlo y dejarlo vacío? ¿Por qué? Si los metros cuadrados estaban, ¿ por qué no los usan? Digo, porque si se les acabó la plata para terminar el sanatorio, podrían habilitarlo como vivienda… Tienen a la gente viviendo como ratas en villas, ¡cuántas familias podrían haber albergado en semejante mole! —No es así como piensan ellos. Una foto reproducida por cientos, vale más que dar viviendas a la gente. Muchas de estas obras se hacen con partidas asignadas de organismos internacionales como el banco mundial u otros, que por destinar estos fondos a un país si no los usa les cobran punitorios, así que los usan, se llevan la mitad para sus arcas y cuando no hay más fondos los dejan. No es una práctica nueva. La política siempre la usó. ¿Cuántos jardines o escuelas? ¿Cuántos planes de viviendas o trabajos de saneamiento se exhibieron como ejecutados y no los estaban? Todavía eras chico pero años atrás hubo una gran inundación en la capital de la provincia. Cientos de muertos, miles de personas con sus casas arrasadas. Todo se podría haber evitado si las obras que decían haber realizado, realmente se hubieran ejecutado… Esta gente, abusó del

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“recurso” pero no fueron los únicos, hubo otros. También nosotros somos culpables. ¡¿Cuántos intendentes, con administraciones paupérrimas, se eternizaron en sus gobiernos debido a promesas incumplidas, corrupción y miedo?! —No entiendo, si ustedes, tu generación, la de tu viejo, sabían todo esto, ¿cómo es que lo permitían? ¿Cómo es que no hacían nada? —preguntó indignado Mariano. —Quizás, hoy, lo veo más claro que entonces. Quizás antes no lo quería ver. Como alguna vez te dije, pensaba que con hacer mi parte estaba bien. Con trabajar, pagar impuestos, votar cuando correspondía, en fin, vivir honestamente era suficiente. Hoy sé que no es así. Que en épocas de crisis moral como la que vivíamos era y es necesario involucrarse. Involucrarse significa meterse de lleno en la política. ¡Afiliarse a algún partido, convencer a todo ciudadano honesto que lo haga y juntos tratar de sacar la “basura” y renovar a la dirigencia! ¡Me acuerdo que votábamos por el menos malo! Creo que si hicieran un estudio quedarían locos con el resultado. Un determinado perfil de ciudadano, que en un país coherente probablemente toda su vida votaría por un partido, ¡acá podía en cada elección votar por un color distinto! Es más, se formaban partidos y duraban hasta el día siguiente de la elección. Por no decir que un mismo partido, el único que pudo gobernar este país, agrupaba ideas y personas tan dispares como el agua y el aceite. Que dentro de un mismo partido, el que sucedía al anterior en el gobierno, hablaba del otro como si fuera de la oposición. El cabezón, del turco. El tuerto, del cabezón. Todos de un mismo partido, todos enemigos. —Pero, ¿la gente, viejo? ¿Qué hacía? ¿Cuántos son los dirigentes políticos? ¿Qué porcentaje de la población pueden llegar a representar? ¿Cómo es que unos pocos pueden contra millones? —El sistema era perverso. Se votaban listas “sábanas” donde uno conocía, como mucho, al primero, segundo o tercer candidato, el resto eran parte del bajo mundo de la política. Había

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incluso candidaturas testimoniales donde quien ganaba no ejercía el cargo ya que solo había prestado su nombre para apoyar una lista y nada más. La política no tenía una financiación clara y se fondeaban de los puestos que lograban ocupar. Mientras más poder tenía un partido, más cargos ejercían sus miembros y más fuentes de ingresos adquirían. Toda esta infamia electoral estaba en boca de todos, los medios opositores lo sacaban a la luz cada vez que podían, había varios legisladores que trataban, inútilmente, de llevar las causas a la justicia. El sistema era tan burdo que a los cargos que se lograban se les llamaban “cajas”. Manejar los organismos de recaudación de impuestos o los de aportes para los jubilados, las intendencias, todo era una fuente de “caja”. Una fuente de ingreso para el gobierno de turno. Construían poder a base de cargos. —¿Y la justicia? ¿También estaban comprados? —preguntó indignado Mariano. —Mariano, no recuerdo un presidente que no hubiera modificado la conformación de la Corte Suprema. Sumaban o quitaban miembros para hacerla a la medida de sus necesidades y, así, con ella, hacían lo que querían. De ahí para abajo era cualquier cosa. Recuerdo el caso de un fiscal que quiso investigar seriamente… ¡Pobre iluso! Directamente el Procurador General de la Nación, el que tiene que garantizar que los fiscales hagan su trabajo con independencia, fue quien lo acusó de mal desempeño y le inicio un jury. ¡No había vergüenza, ni siquiera se intentaba disimular!! —Entonces, ¡¿no había nada que hacer?¿No había otro camino que terminar así? Pero,¿por qué en el resto del mundo esto no pasó? ¿Qué nos diferencia de Estados Unidos o Francia, Canadá o Australia? —Supongo que la calidad de sus instituciones, el compromiso de sus ciudadanos y creo que, especialmente, una identidad, un modelo de país del cual ninguno de los gobiernos de turno se aparta demasiado. Hubo un presidente que decía que con la

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democracia, se come, se cura, se educa. Lo que no dijo es que a la democracia hay que cuidarla y la mejor manera de cuidarla es asegurar la independencia de sus poderes, la calidad de sus instituciones, la alternancia política. Es triste pero resulta bastante claro que la culpa es de la sociedad y no de los gobiernos de turno. Salvo breves periodos no hemos logrado nunca construir una democracia estable, un proyecto sólido de país y, por ello, los fraudes, los golpes militares, las sucesivas crisis. —¿Qué habrá pasado con Guari? —preguntó Carmen. —No sé. Espero que ya no sufra más, que este con su familia… —¿Y Clarita? ¿Qué haremos con Clarita? —Vivirá con nosotros, como una hermana más…

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9. Diciembre 2016, Plaza de Mayo.

Su plan había salido a la perfección. El terror y el programa “Educación para todos” calmaron las aguas. Sus corderos estaban amansados y sus hijos serían su futuro. Técnicamente, el terror duró tan solo tres trimestres. Se llevó unos cientos de vidas. Los “muchachos”, fueron muy prolijos en sus registros, no querían que sábanas, ni marchas pudieran ser usadas en su contra. Instrumentaron una cámara especial para estos temas. Compuesta de tres salas cada una con tres jueces. Su objetivo fue tratar “…los delitos de índole federal que se cometan en el territorio nacional y lesionen o tiendan a vulnerar básicos principios de nuestra organización constitucional o la seguridad de las instituciones del estado…ii”. Paradójicamente, en otra de esas vueltas cíclicas de la historia que tanto obsesionaban a Jorge Luis Borges, los “muchachos” revivieron la Cámara Penal que su líder, aquel de quien tomaban su nombre, había cerrado. Pero esta vez, sin jueces probos, de demostrada formación jurídica, ya que no era necesario. De aquella cámara, que pretendía juzgar a la violencia revolucionaria con la ley en mano, no quedaba nada, sólo una parodia. No había nada que probar, ni garantías que cuidar, sólo cadáveres que inventariar.iii El terror se llevó vidas, hijos y esperanzas, pero ya había terminado y estaba todo dado para un nuevo futuro. Un futuro promisorio, según sus mentores. El sol les sonreía en aquel 9 de julio del 2016. La fecha, elegida exprofeso, marcaría el año cero del Régimen, el inicio de los mil años de gloria. Como tantas veces en la historia, el calendario, se modificaba en respuesta a las ideologías de turno. Si lo habían hecho los jacobinos y también los bolcheviques, porque no podrían hacerlo ellos. Así, el mes de Julio ascendió vertiginosamente y paso a ser el primer mes del año. Claro que ya no se llamaba julio sino “Primus”. Agosto, que ahora era el segundo mes del año, paso a llamarse “Segundus” y así siguieron, creativamente, hasta llegar al mes “decimusegundus”. En definitiva, para los registros de la historia,

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la asunción del régimen se llevó acabo el día 1º de Primus del año 0 del Régimen. Todo estaba listo para su salida al palco. Las tres avenidas que convergían en la plaza estaban cubiertas por tropas, geométricamente ordenadas para el desfile. Divididas por armas, cada una estaba encabezada por la elite de “los muchachos”. Vestidos de gala con indumentaria que rememoraba una inusual mezcla del nazismo, la cuba de Fidel y The Wall. Probablemente, por pragmatismo más que por falta de imaginación, adoptaron la vieja imagen de los martillos marchando, para sus pancartas. Igualmente, nada tenía que ver con la maraña humana, coronada con pancartas y carteles, de la vieja plaza montonera. El orden era elocuente, el silencio abrumador. Se estaba viviendo la presentación en sociedad del nuevo régimen y era una fiesta. Para la celebración, las manzanas donde antiguamente estaba el Cabildo y el Palacio de la Jefatura de Gobierno habían sido íntegramente demolidas para anexarlas a la plaza. A la Señora le faltaba espacio y no le gustaban los recuerdos coloniales ni los del último titular de la Jefatura de Gobierno. En la plaza, ubicados en asientos engalonados con los colores patrios, estaban los representantes de todas las naciones del globo, embajadores, miembros de la sociedad, artistas y funcionarios del régimen. Solo faltaban las iglesias. Todas ellas, sin importar su credo, se negaron a participar. Las calles aledañas estaban abarrotadas de gente, todas traídas en incontables ómnibus desde todos los puntos cardinales. Algunos, los incluidos, celebraban. Otros, los relegados, lloraban disimulando emoción para no ser golpeados. Los medios oficiales, pues eran los únicos que había, adulaban como siempre en plataformas estratégicamente ubicadas para la transmisión de la fiesta. Vestida de blanco como una novia, con pelo tirantemente recogido en un rodete, practicaba poses, sonrisas, silencios y gestos para su discurso. Su hija, cámara en mano, observaba y corregía los detalles.

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Su hijo, entre bocados, manejaba los tiempos y detalles formales. Cualquiera con antigüedad suficiente en la “Casa” hubiera percibido las semejanzas con otra familia que la habitó, pero ya no los había. La familia entera se sorprendió al verlo ingresar. Elegante y sonriente, casi feliz, parecía deslizarse más que caminar. El efecto era tan real como perturbador.

—¡Queridísima señora! —exclamó Ferluci al ingresar. —¿Qué carajo hace usted acá? ¿Cómo entró? —preguntó la Señora con franca indignación. Siempre le sorprendía su extraña habilidad de aparecer en el lugar menos pensado. Su presencia le resultaba incómoda. —Señora, ¿Cómo no voy a venir a celebrar con usted este momento? ¡Su momento de gloria! Nuestros futuros mil años de gloria —dijo con ironía—. Con las almas que me ha entregado —agregó en voz baja, mientras tomaba uno de los bombones de la mesa. —¿De qué me habla? —Señora, solo quise felicitarla, ya me voy —dijo Ferluci, mientras extendía su mano para que la Señora, sin saber porqué, la besara.

A la hora indicada, salió al palco y la plaza estalló en vivas y aplausos. Como el engranaje de un reloj, el conjunto militar comenzó a marchar. De izquierda a derecha, comenzando por “los Muchachos” las formaciones iniciaron un lento desfile para presentar sus respetos a su jefa. A “paso de ganso” con la izquierda en el corazón y la diestra estirada saludaban y juraban morir por ella. ¡¡Ciudadanos, miren!! —gritó, para dar inicio a su discurso. Un discurso breve pero contundente en el cual dejaba claro que a fuerza de astucia y coraje se había impuesto a locales y extranjeros, a gorilas y halcones. El eje que había construido lo había cambiado

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todo y ahora era ella quien mandaba, así lo hacía manifiesto en sus palabras dirigidas a la multitud. Las fiestas duraron diez semanas y tuvieron la fastuosidad de las fiestas de la antigua Roma.

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10. Año V del Régimen. Hospital “Del Che”

—Lo que van a usar es un explosivo plástico. Muy potente. Se debe colocar a ambos lados de cada columna de planta baja. Este es el detonador −dijo señalando un dispositivo metálico vinculado por un cable a una especie de reloj digital. −Se inserta en el explosivo −continuó− mostrando el procedimiento con sus manos.

En un inglés rudimentario, el oficial al mando le explicaba, detalladamente, a ese grupo de gringos locos, la ciencia para provocar la implosión del edificio. El hospital “del Che” era un edificio de planta baja y seis niveles. Su estructura era de hormigón armado con tres hileras de pilares centrales cada quince metros, que se retiraban de las fachadas y generaban un voladizo en su perímetro. Con una planta apaisada de 85 por 30 metros había 18 columnas a volar. El grupo se dividió en 3 equipos. Cada uno debería atacar conjuntos de 6 columnas.

—La planta baja es libre con escaso equipamiento por lo cual será fácil ubicar las columnas. Sólo hay que evitar ser sorprendidos. Desconocemos las armas de los ocupantes −dijo el oficial mientras entregaba los explosivos.

Los gringos estaban fascinados. No podían creer ver ese despliegue y el realismo de la situación. No podían evitar que la adrenalina les acelerara el corazón, a pesar de creerse parte de un show.

—¿Realmente volaremos el edificio? —preguntaban mientras se sacaban fotos con sus teléfonos. —¡Por supuesto! —contestó el oficial, mientras con paciencia y conteniéndose, desplegaba un plano para explicarles el procedimiento de ingreso.

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El edificio estaba rodeado por dos cordones de fuerzas militares. El humo de las llantas quemándose envolvía al ambiente. Las luces de las sirenas multiplicadas por el humo, generaban un marco desconcertante. El primer cordón controlaba a la muchedumbre, habitante de las villas, que se amontonaban, algunos para ver el ejemplificador castigo, otros desesperados, y en llantos, para pedir por sus familiares. Como siempre, la sociedad estaba dividida y unos a otros se entrelazaban en batallas cortas de inusitada violencia. El primer cordón estaba desplegado para, a la orden del oficial, cubrir a fuerza de metralla el ingreso de comando. En el interior del hospital, reinaba una tensa calma. Guari organizaba la precaria defensa. Él y todos sabían que ese hospital sería su tumba pero no imaginaban lo que vendría. Organizó la defensa, para que el precio de sus vidas, fuera alto. No había ascensores (costaban muy caros y no se veían en las fotos), así que posicionó grupos armados en cada núcleo de escaleras. Se dividieron en tres grupos. Uno, el señuelo, estaría en los pisos intermedios. Ellos tendrían que atraer a los soldados. Los otros dos, se esconderían en el entrepiso y en el último nivel. Preveían que ingresarían tanto por abajo como por la azotea. Los dejarían pasar para emboscarlos y atacarlos desde ambas direcciones. Tenían el hospital tomado hacía cuarenta y ocho horas y el miedo y la tensión explotaba en sus cabezas. El incremento de las fuerzas exteriores y su movilización claramente anunciaba que la hora había llegado. Se reunieron por última vez para rezar una silenciosa plegaria cuando el infierno se desató. Las balas de cientos de armas atacaron pulverizando cristales y paredes. Los gases lacrimógenos envolvieron el edificio. El ruido ensordecedor impedía escuchar los pensamientos. El miedo mutó en pánico. No eran soldados, era gente humilde, de trabajo. Eran hombres, niños y mujeres que, empujados por la crueldad de un régimen, tomaron un camino que no deberían haber tomado.

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Entre el humo, se materializó una figura humana. Su andar tranquilo, como ángel en semejante infierno, sólo podía explicarse por la fe de su sotana. Fue ella, quien impidió que Guari y los suyos, reaccionaran. Junto al cura, dos chicos jóvenes de impecable uniforme caminaban con las manos en alto. Sus brazaletes con los martillos los identificaba como oficiales de las “FE” (fuerzas especiales), grupos de fanáticos sanguinarios que implementaron, en su momento, el terror a mano de hierro para establecer el régimen. A la orden de “OK”, los gringos se prepararon para salir. —Oh, my god! —exclamaron cuando el infierno se desató—. Parecía tan real que dudaron en salir. Se miraron unos a otros. —It is only a show… —pensaron para reconfortarse y se sacaron una última foto. Se dividieron en los grupos pre acordados y, engañados, sin saber lo que harían, se metieron en su apocalipsis a vivir su aventura. Con precisión militar, avanzaron a sus objetivos.

—¡Tienen que salir de acá! −dijo el cura con voz calma. —¿Cómo entraron?¿Quiénes son? —preguntó Guari desconcertado.

Sin mucha complicación, salvo algunos cortes, llegaron al interior del edificio. Siguiendo un cronograma exacto, a las 22.10 colocaron la primera carga. Tenían diez minutos para completar la operación y otros diez, para salir. A las 22.30 el edificio explotaría.

—No hay tiempo para explicaciones. Solo créanme, van a volar el edifico. En este momento deben estar colocando los explosivos —dijo el más joven de los oficiales.

Eran las 22.20 y todavía les quedaban tres columnas. No era tan fácil y los nervios y su inexperiencia les jugaba en contra. La angustia de si no llegaban a tiempo comenzó a dar vueltas por sus cabezas. ¿Explotarían el edificio realmente? —Hurry up, hurry up! —se

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gritaban unos a otros. Sabían que jugaban un juego peligroso, les habían hecho firmar papeles eximiendo de responsabilidad al régimen y la nación pero, si sólo eran turistas, —pensaban los gringos mientras corrían poniendo bombas— No lo volarían… Además, tenían instrucciones de avisar cuando hubieran completado la misión, era imprescindible que todos los explosivos se colocaran en su debido lugar para no fallar. El padre Juan les explicó cómo los volarían. “CM, cincuenta y tres” junto con “CM veintidós”, como se hacían llamar los jóvenes oficiales que lo acompañaban, les explicaron como usarían sus cuerpos para hacerlos pasar por médicos y pacientes del sanatorio. En definitiva, sus vidas, serían usadas para tapar la mentira del régimen. Guari se quedó callado, pasmado ante la evidencia de que nada servía, que todo terminaba siendo a favor del régimen y se acordó de las palabras de Carlos.

—It is done! —dijo el gringo que había asumido el mando del grupo. —Detónenlo —ordenó el oficial al mando. —Pero señor, los comandos no han salido… —dijo consternado quien tenía el control a distancia en sus manos.

Sin responder, sólo quitándole el control de la mano, el oficial, esbozando una sonrisa apretó el botón. No hubo una gran explosión, sólo un ruido seco y una nube de polvo salió expulsada del interior. El edificio, crujió como quejándose, y durante unos segundos luchó para mantenerse en pie. La estructura que absorbía los esfuerzos de llevar la carga de su peso a tierra mediante un esqueleto de hormigón armado siguió funcionando, pero la carga, ya no llegaba a tierra. Sin sustento, como una torre de naipes se desmoronó en segundos, cayó como un bloque macizo y cada losa aplastó a la otra. El polvo envolvió todo y ya nada más se pudo ver. No quedaba nada, solo una deforme montaña de escombros y hierros retorcidos.

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Leonardo Marquedo, el oficial al mando, no nació malo, más bien, de chico, era una persona tierna y romántica. El tema “Feelings” sonaba una y otra vez en el viejo tocadiscos de la casa de sus padres. Franco, el hermano mayor, era su ídolo y el soñaba con seducir chicas como su hermano, arrumándolas al son de “Feelings” entre sus brazos. Su temprano éxito como abogado lo confundió, y las drogas y el juego mataron al romántico de su interior. No era malo, solo estaba perdido y encontró en el gobierno nacional y popular un ideal, construido mediante relatos, un camino para seguir. Se transformó entonces en su acérrimo defensor y cuando Franco murió, en alguno de los combates del “terror”, la ideología derivó en fanatismo y encontró en los muchachos el calor de la venganza. Aquella noche, siguiendo las instrucciones que había recibido del “Tio”, se ganó una nueva medalla y el respeto de sus comandantes. No había fallado y, sin una sola baja, había liquidado a los insurrectos, había ocultado tras escombros la prueba de la mentira oficial y, por iniciativa propia, había traicionado a esos gringos locos, para que no quedaran cabos sueltos que pudieran hablar. Desde un baldío cercano, Guari y los suyos vieron la nube de polvo en que se había trasformado el hospital. Supieron entonces que sus ángeles los habían salvado. El padre Juan llevaba pocos meses de ordenado, de altura considerable y espaldas anchas, su figura imponente se aflojaba por la pelada de fraile y la sonrisa amplia de su cara. Nunca se imaginó como cura, aunque su fe era profunda. Siempre había sido su ambición, formar una familia numerosa como la de sus padres. Pero Jesús tenía otros planes y cuando su querido país explotó, sintió el llamado y no lo dudó. El seminario no fue fácil, plagado como estaba de “muchachos” que incondicionales obedecían al plan de su jefa, parecía más un hervidero político que la casa donde el Señor formaba a sus huestes. Pero los años del seminario le mostró los misteriosos procedimientos de su Dios y fue testigo de cómo la ira se tornaba en amor y el fanatismo en fe. Cuando se

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ordenó, junto a él, se ordenaron muchos de aquellos muchachos que, transformados por el Espíritu Santo salieron, para indignación de su jefa, a curar las heridas de su país a través del amor. Al principio, Guari no lo reconoció, pero Juan, en la seguridad del baldío, se mostró como el arquitecto que había sabido ser. Guari, confundido, no entendía qué cosa hacía Juan con esos asesinos de las “FE”, pero, indudablemente, fueron ellos quienes los lograron sacar de esa tumba segura del hospital.

—Por favor olviden nuestros uniformes —dijo el más joven de los oficiales.

No era una misión fácil, ya que esos uniformes eran el símbolo de lo más cruel del régimen.

—Somos oficiales del ejército argentino, pero no del régimen aunque nuestros uniformes digan lo contrario. Pertenecemos a nuevas camadas recibidas en los últimos años para los cuales, el régimen, es una deshonra que pretendemos combatir —explicó a quién llamaban “CM, cincuenta y tres”—. —No mediante un golpe militar, sino desde adentro, como un virus… −continúo su compañero. −Las fuerzas armadas, mediante sus nuevos oficiales, estamos trabajando en equipo para refundar el país. No va a ser fácil ni rápido pero sepan que ya no están solos. La Argentina vivió muchos golpes y, claramente hemos dictaminado que no se puede refundar el país en un nuevo golpe. No queremos repetir los errores del pasado…

Guari y su gente escuchaban aturdidos la revelación de esos chicos. No tenían más de veintidós años, pero hablaban seguros y con moderación. El ejército había fundado la patria con valentía y con héroes, pero también la había hundido por sus crímenes y dictaduras.

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Guari las había vivido todas y no concebía cambiar un régimen por otra dictadura, pero al menos era una esperanza…

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Guari en nombre de todos. —No luchar, esperar. Concéntrense en sus familias, traten de rearmarlas. La familia fue la célula base de nuestra sociedad y hay que recuperarla —sentenció Juan, que hasta entonces se mantenía callado. ¡Ese es su trabajo!¡No otro!

Guari pensó en su nieta, única familia que le quedaba. También en Carlos al que vio crecer y transformarse en un sólido arquitecto. También lo sentía como parte de su familia.

—El régimen, desde épocas de la república, contribuyó con sus leyes a socavar la base de la familia —continuó Juan con voz calma— leyes como la aprobación del aborto o el reconocimiento de los matrimonios homosexuales y sus derechos a adoptar hijos, aceleraron su desnaturalización. La familia ya no era algo sagrado sino que adoptaba cualquier forma y, con ello, se la relativizaba. La reasignación que siguió a la noche de los corderos y “doctrina social del régimen” completó su desmembramiento. —La destrucción del aparato del Estado, la pobreza, la falta de educación, la flexibilidad respecto de las drogas son todas medidas que apuntaban a lo mismo —interrumpió “CM veintidós”—. Sin trabajo no hay dignidad y sin ella un padre pierde la capacidad de trasmitir valores. A la pobreza se la combatió, exprofeso, con parches que generaban más pobreza. El plan “trabajar”, no solo generó vagos, sino que destruyó el incentivo a trabajar. El plan “progresar” sólo creó estudiantes crónicos que no tenían incentivos de terminar sus estudios sino de recibir, por siempre la dádiva, del gobierno. Así, se moldeó una sociedad sin incentivos, sin referentes, excepto el de los funcionarios corruptos que se hacían

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impunemente ricos a costa de todos. Tienen que recuperar el lazo familiar. Saquen a los chicos de la calle, edúquenlos en sus casas o en talleres, traten, como puedan, de recuperar la dignidad del trabajo. Insértense en el régimen construyendo desde adentro. Llegado el momento, necesitaremos que ustedes estén sanos… —Vayan y cuenten lo que pasó. Divulguen y trasmitan lo que tienen que hacer —dijo Juan mientras los despedían.

El grupo, lentamente se fue marchando. Cada uno por su lado, en pequeños grupos para no llamar la atención. Volvieron a sus villas. El dolor de las pérdidas seguía adentro de sus corazones pero, estos, tenían una nueva esperanza… Antes de marcharse, Juan, le entregó a Guari un papel.

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11. Año VI del Régimen. Facultad de Arquitectura.

La facultad de arquitectura podría decirse que sigue las desventuras del país. Fundada en 1901, tuvo varias sedes, pasando por ubicaciones precarias, desde el Perú de las “Luces”, hasta la ciudad universitaria donde hoy funciona. Vivió intervenciones de todos los colores, desde los bastones largos a la toma de montoneros, pero siempre se jactó de la excelencia con que formaba a sus profesionales. La ciudad universitaria, fue concebida como parte de las ideas urbanísticas expuestas por Le Corbusier durante su visita de 1929. El proyecto arquitectónico, elaborado hacia 1960 por los arquitectos Catalano, Caminos, Sacriste y Picarel, concebía un conjunto de cuatro grandes edificios, que se encuadran dentro de la arquitectura del Movimiento Moderno más ortodoxo. La estructura, realizada íntegramente en hormigón a la vista expresa sus capacidades tanto portantes como plásticas. El edificio fue diseñado con una simetría casi total, y se genera mediante un patio central que toma tres niveles de altura, sobre el cual, balconean los sucesivos pisos y entrepisos. A la altura del tercer nivel, un emparrillado de vigas forma una red de claraboyas que dejan entrar la luz natural, bañando el espacio central. Sólo el acceso principal rompe la simetría general del edificio y se resuelve mediante una plataforma exterior y lateral con escalinata que conduce a las puertas principales, dando ingreso a un vestíbulo que se abre directamente al patio central. La facultad no era, en apariencia, muy distinta de la que cursó Carlos pocos años después del retorno de la democracia. En aquella época, de su hall central, colgaban sábanas enormes con los nombres de los desaparecidos de la última dictadura. Las paredes de sus amplios pasillos estaban tapizadas de carteles y pintadas de todos los partidos. Su hall interior estaba ocupado por un bar y el hombre de la entrada, que vendía cubanitos, era un intelectual, querido por todos,

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que terminó siendo de la SIDE. Pero se estudiaba o se hacía política en libertad. Hoy todo ese maquillaje sigue existiendo y la efervescencia de la juventud sigue ahí, pero ya no se discute ni se cuestiona. Los carteles son de un único partido, no se venden más cubanitos pero hay gente del régimen, mezclados entre todos y las sábanas, de los desaparecidos se olvidaron hace rato, ahora solo registran los muertos del régimen. Carmen cursaba su tercer año de la carrera. Había heredado de su padre y su abuelo el amor por el diseño. Naturalmente creativa había crecido entre ladrillos y arena de las obras de su padre. Cuando otras jugaban con muñecas, ella diseñaba, en complejos programas de CAD, sus casas y ciudades. Le encantaba recorrer los barrios opinando sobre las características de una casa o las virtudes de otra. Dispersa y acelerada, pocas cosas, había encarado con la pasión que le dispensaba a la facultad. Soñaba volver a trabajar con su padre. Recordaba las visitas a su estudio, los tableros, los lápices, las computadoras y los planos. Solía acompañarlo a ver a sus clientes o, en verano, a recorrer sus obras. Pero, de esto, ya había pasado mucho tiempo. Su padre ya no trabajaba de arquitecto, el régimen lo necesitaba en otra función. Ahora solo mantenía las mansiones de los funcionarios. Ya no hablaba de arquitectura, ni de otra cosa que no fuera la situación del país o de los viejos tiempos. Sentía que su padre se apagaba y odiaba verlo así. Carmen tenía trece años cuando estalló la revuelta. Había cumplido catorce cuando se llevaron a su hermano y, con él, la vida de su madre. Estaba en segundo año cuando su vida se derrumbaba. Desde entonces todo había cambiado, no solo en su casa, sino en todas. Aquella camada terminó la secundaria mediante decreto. Faltaban un par de meses pero ya nadie quería regresar a un colegio y determinaron, desde el gobierno, una especie de moratoria del saber, todos aprobados y cerraron los cursos hasta el próximo año. Fueron tiempos muy duros, la ausencia de su hermano era notable en

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la casa. Recuerda a su padre reclamando en silencio junto a miles en la plaza, recuerda las marchas del dolor, y sus llantos por la noche. Poco a poco reconstruyeron una vida. Carlos, Mariano y ella constituían la típica familia de los excluidos del sistema. De escasos recursos sobrevivían en base a servicios que prestaban a los nuevos ricos del sistema y a mantenerse invisibles. Quedaban muy pocos amigos y las reuniones eran clandestinas. Hacía meses que el tema, en la sociedad, era cuando aparecerían los cuerpos de la masacre del “Che” y en la facultad no era distinto. Se habían abierto apuestas sobre todo tipo de posibilidades, ¿cuantos eran?¿Cuántos de cada bando?¿Cuántos menores y cuántos adultos?¿Qué día aparecerían?¿Bajo qué volumen de escombros? Todo daba para apostar, todo era un juego. Pero los días pasaban, los escombros se terminaban y no aparecían victimas…

—No había nadie, te digo que fue una falsa toma —decía uno de los estudiantes, mientras se rascaba la oreja. —¡Sí! —se sumaba otro—. Todo orquestado para victimizar al gobierno…Para mí, estaba mal construido, deben haber detectado una falla de fundaciones o algún tema estructural. Para disimularlo, ¡lo volaron!

Carmen se acercó al grupo. Eran algunos de sus compañeros de diseño y hacia un par de años que compartía los días con ellos. No dijo nada, solo escuchaba e imaginaba a Guari entre los escombros. Pensó en Clarita que, tan chiquita, se había quedado sola.

—Van a aparecer! Todos debajo de todo ese material, reventados como ranas bajos los escombros —vociferó con cara de loco el compañero “Martí”, como se hacía llamar—. Hola Carmencita, continúo cruzando su brazo por su cintura.

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—¡Sácame las manos de encima, pelotudo! —gritó— mientras empujaba “al compañero” y lo hacía caer. No toleraba al pibe y mucho menos esa mañana pensando en Guari. —Carmencita —dijo lentamente, mientras se levantaba—¿Sabés que te puedo hacer mucho mal?¿Sabés que te estoy teniendo paciencia pero que no va a ser para siempre? Tarde a temprano te voy a montar…

Sus amigos se apartaron, no había que meterse con “los muchachos” y Carmen, de alguna manera, lo estaba provocando. Tampoco los toleraban pero en esos tiempos era mejor pasar desapercibido que ser valientes... Tenían que regresar a la teórica de construcciones así que rápidamente se dirigieron al taller. Carmen con una mezcla de miedo y odio en sus entrañas, también se fue para allá. El taller estaba lleno y se sentó en una de las filas de atrás. La clase versaba sobre sistemas constructivos. Distinguía entre el sistema tradicional de hormigón y mampostería de las varias alternativas de pre fabricados. Estaban pasando diapositivas con los detalles de los distintos métodos, cuando las luces se encendieron y la clase fue interrumpida por un grupo de “Compañeros”,

—¿Qué está pasando? —preguntó el profesor, un viejo arquitecto con años de oficio. —Adoctrinamiento, Profe —contestó irreverente, el compañero “Martí”. −Usted bien sabe que no solo tenemos que formar futuros arquitectos, sino miembros destacados de la sociedad, miembros que sirvan al Régimen como éste necesita. Con pasión y con fervor para enfrentar a nuestros enemigos. —¿Enemigos? ¿Les queda alguno? —gritó, desde el fondo, Carmen, esperando no ser vista.

La risa estalló espontánea en todo el taller. Nadie los quería pero nadie tenía el coraje para enfrentarlos. Ocultos en la masa se animaban a reírse, incluso a gritar, pero nadie daba la cara.

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—Quedan muchos y siempre hay más, —continuó el compañero, ignorando lo ocurrido—. Como decía, ustedes tienen un compromiso social ineludible, deben proyectar… —¡Las lápidas de los desaparecidos del régimen! —interrumpió nuevamente Carmen.

Realmente no sabía lo que hacía pero aquella mañana, la bronca, superaba a la razón. Los estudiantes comenzaron a separase, incluso a marcharse del salón y Carmen quedo expuesta. Los compañeros se acercaron y “Martí”, saboreaba su momento, tomó a Carmen de los pelos y, a patadas, la sacó del taller. Pensaba en todo lo que la haría sufrir cuando chocó con una especie de montaña de músculos que caminaba y que, sin reparos, lo tomó del cuello estrellándolo contra la pared.

—Pepe, ¡dejá a Carmen en paz! —la voz era tranquila y le hablaba como si lo conociera. De hecho, lo conocía pero de otra época. —¡Justo!¿Qué hacés acá? ¿Estás loco? ¿Cómo te atreves a tocarme? —gritó finalmente, mirando a su grupo de patoteros, como buscando ayuda.

Justo apretó su mano en el cuello de “Martí” y acercándose a su oído le dijo que pasara lo que pasara, él, terminaría muerto. Martí lo conocía y sabía que cumpliría. Soltó a Carmen y prometió que la volvería a ver…

—¿Sabés quién soy? —preguntó Justo, ayudando a Carmen a recomponerse. —El hermano… el hermano de Mate… pero, ¿qué haces acá? ¿Y tú viejo?¿Tu hermano? —preguntaba Carmen mientras trataba de recomponerse de la situación vivida.

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Estaba confundida, hacía años que no lo veía, ni a él, ni a Mate, ni a su padre, ni a nadie de aquellos años felices. Justo, si mal no recordaba, se había ido a jugar al rugby a Francia, poco antes de la suspensión de las elecciones y el terror que le siguieron. Justo sonreía como cuando era chico, parecía contento, feliz. En esos días, resultaba algo raro de ver y Carmen se alegró de reencontrarlo.

—¡Vamos que te llevo! —dijo Justo señalando el auto. Justo y Carme charlaron como los viejos amigos que eran. Habían crecido juntos. Sus padres y hermanos eran amigos. Y antes del Régimen habían compartido infinidad de momentos juntos. Los sábados de partidos y sus terceros tiempos, veranos o asados en sus casas, las tardes en el club. Sus vidas giraban en torno a sus padres y sus amigos, todos del club, todos del rugby. Eran tantos que su madre se enojaba porque todo era masivo. Se pusieron al tanto del tiempo pasado. Justo había jugado en Francia pero una lesión le cortó la carrera. Dio vueltas por Europa pero, aunque su padre se negara, quiso volver. ¡Este era su lugar! Su padre estaba bien y, para sorpresa de Carmen, se veía con su papá Carlos y varios de los amigos del club. Mate era parte de los niños robados. Justo contaba las cosas con mucha naturalidad, sin transmitir en su tono la tragedia que implicaba y eso le gustaba a Carmen.

—¿Conocés al “compañero Martí”? —preguntó Carme, cuando el silencio se adueñó del auto. —Es un boludo que jugaba al rugby ya no me acuerdo dónde. ¡Muy cagón! Lo peor es que viene de una familia conocida, creo que había un presidente y un miembro de la Corte con su sangre. ¡Pobre diablo se cagó en todos! —Le tengo miedo, me la tiene jurada…—replicó Carmen.

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—No te preocupes, yo me encargo de él —le contestó Justo, con una seguridad que llenó de confianza a Carmen.

Al llegar a la casa, Carmen insistió en que bajara pero Justo no aceptó.

—A papá le va a hacer bien verte, ¡hace tanto que no lo veo feliz! —suplicó Carmen infructuosamente.

Pero fue en vano, Justo, no bajó. Carmen le contó a su hermano Mariano todo lo que había pasado y su sorpresa al saber que su padre se seguía viendo con sus amigos.

—Aparecieron las víctimas… —dijo Mariano cambiando de tema, mientras mostraba los titulares de la tele. —No me cambies de tema —exigió Carmen, que había percibido la reacción de Mariano. —Carmen hay muchas cosa que aún no entendés, pero es mejor que queden así —sentenció Mariano.

Carmen vio que su hermano se ponía a la defensiva y sabía que nada más iba a sacar de él. Necesitaba hablar con su papá…

—¿Cuántas? ¿Dicen algo de Guari? —Preguntó Carmen, siguiéndole la corriente—. ¿Hay médicos? ¿Enfermeros?

Mariano respondió encogiéndose de hombros. Solo subió el volumen de la televisión para escuchar, divertido, las explicaciones de los medios, que sabía que eran falsas. Informaban que, finalmente, luego de meses de trabajo y cientos de m3 de escombros retirados se había llegado al nivel de internación, donde aparecieron los cuerpos de víctimas y “terroristas”. Mostraban bolsas con cuerpos apilados al pie de los escombros y listas con los nombres de las víctimas. Se hacían notas con los familiares médicos y pacientes que habían fallecido con

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la explosión. La imagen de la Señora con un estetoscopio en la mano y lágrimas en sus ojos se repetía sin cesar.

—¡Mil cuarenta y cuatro! —gritó el “compañero Martí” en los pasillos de la administración de la facultad—. —¡Mil cuarenta y cuatro! —gritaba enfurecido, sin reparar sobre el lugar donde se encontraba. —Compañero Martí, ¿qué está pasando? —¿Y vos?¿Quién sos? —interrogó, prepotentente, el compañero. —Soy Dos mil sesenta y tres. Reemplazo a mil cuarenta y cuatro. Fue recientemente ascendido a la superintendencia... —aclaró. —¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó cortésmente Martí, cambiando el tono súbitamente.

El compañero Martí odiaba a esos “números” que, veía cada vez más seguido. Estaban siempre metidos en algún cargo importante, trepaban más rápido que él. ¡Él, que tanto le había dado al régimen! Le indignaba esa cortesía y modales que esgrimían, ese aire de superioridad.

—Tengo que denunciar a alguien que está atentando contra el régimen —exclamó Martí. —¡No puede ser! ¡A esta altura! —respondió con sorpresa, Dos mil sesenta y tres—. Déme los datos y yo me encargo.

El compañero Martí le dio, con marcado placer, los datos de Justo y Carmen imaginando lo que les pasaría. Su interlocutor, le dictó a su iPhone 10 los nombres y finalizó con… ¡A tratamiento especial!

—Compañero Martí, muchas gracias, como siempre usted ha sido muy útil para el régimen... —dijo cortésmente y estirando su mano, le entregó un paquetito con pastillas verdes—. ¡Lo veo muy estresado, disfrute de lo que queda del día… y de la noche también!

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12. Año VI del Régimen. No hay cuerpos

No había pasado una semana desde que se iniciara la remoción de escombros y ya desde el alto mando del régimen se trabajaba en la difusión controlada del tema. Esperaban que, en breve, aparecieran los cuerpos de los que habían tomado el establecimiento, pero claramente, necesitaban de médicos y pacientes que nunca aparecerían. Como si fuera un set de Hollywood, el atentado contra el sanatorio fue usado sin reparo para adular al régimen. Todo el equipo de obsecuentes intelectuales se puso a trabajar. Estaban los que lloraban y clamaban por las víctimas, los extras que dejaban rosas en los vallados de contención. Se hacían programas especiales con familiares de las víctimas y evaluaciones técnicas de la infraestructura perdida. Las semanas pasaban y cadáveres de quienes tomaron al hospital, no aparecían. A falta de víctimas, se las produjeron pero no era Hollywood y el efecto no se lograba. Leo, daba vueltas en torno a la mesa. Sus manos tomadas tras la espalda y el torso levemente inclinado hacia adelante. Marcaba el paso como si estuviera marchando. Se sentaba para pararse inmediatamente y volver a marchar. Hacía cuarenta minutos que su oficial superior estaba reunido con la Señora y los nervios lo estaban matando. ¿Cómo puede ser? Pensaba una y otra vez, como si a fuerza de repetirlo pudiera encontrar una solución. Lo que comenzó como una enorme victoria, se fue transformando con las semanas en una horrible pesadilla. Levantaron hasta el último de los escombros sin encontrar nada. La tele mostraba otra película pero ella, la “Señora”, sólo preguntaba por los cuerpos. ¡Y estos no aparecían! Con las semanas, removido todo, se volvió a revisar todo de nuevo. Cada bloque de concreto, cada piedra, cada grano de cemento y arena fue meticulosamente separado. Se buscaban restos de ropa, alguna pieza humana, algún zapato, lo que fuera. Pero nada, solo polvo. ¡No había cuerpos, más que el de los de los gringos! ¡Era una

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pesadilla horrible! Pero si había hecho todo bien, pensaba en su interminable marcha en torno a la mesa. Lo premiaron con una medalla, una foto de “ella” y unas merecidas vacaciones, repasaba Leo recordando los días posteriores a la explosión. Desde el interior del despacho, solo se escuchaban los gritos de “ella” y Leo temía por su vida. No fue una vida muy honrosa pero, ¡cómo se había divertido! Sabiendo su destino, resignado, logró calmarse. Se sentó y olvidó su pesadilla. Imágenes nítidas de su vida tomaron su lugar. Recordaba la facultad, cuando comenzó a militar. Siempre le gustó la rosca y las mujeres, boxeador hábil, rápidamente encontró su lugar en ese mundo. Una vez recibido, fue la mano del señor de los anillos, quien le mostró todo esplendor que la política podía ofrecer. Era época de pizza y champagne. De fiestas en donde todos se mezclaban y todo valía. Políticos, jueces, actores, modelos, futbolistas, todo era igual. Todos, “…revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseados…”, envueltos en los blancos tules de esa blanca señora que Rodrigo supo inmortalizar. Cambalache, que ya cantaba los 60, estaba tan vigente como aquella década infame a la que denunciaba. “Era lo mismo ser derecho que traidor!.../ ¡Ignorante, sabio o chorro,/ generoso o estafador!/ ¡Todo es igual!/ ¡Nada es mejor!/ ¡Lo mismo un burro/ que un gran profesor! Así se vivía en “celebrityland”iv la mediatización de la política y, con ella, la impunidad, se festejaba. Leo era el rey en ese merengue y, su señor, la dama. ¡Cómo subió! Tuvo la mala idea de documentar sus andanzas. Anotar los participantes y las tramoyas. No entendió los códigos. Entonces cayó. Terminó tras las rejas. Cuando, el champagne se acabó y, pizza, fue lo único que podíamos comer, alguien se acordó de él y lo mandó a buscar. Salió sobreseído de toda culpa y cargo y con muchas relaciones para usar. El resto ya se contó, fanatismo y venganza por la muerte de su hermano lo llevaron a las “FE” y, de estas, a la silla en la que esperaba su final.

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—¡No entienden! ¡Los cuerpos no me preocupan! —repitió a los gritos la Señora— ¡lo que yo quiero saber es quién ayudó a esa gente a escapar! ¡Es lo único que realmente me importa! —exclamó nuevamente la presidenta—. ¿Quién carajo estuvo al mando del procedimiento? ¡Lo quiero acá!

Cuando entró, la escena claramente le adelantó su final. La Señora, sentada, despedía odio en su mirada. Su comandante general, lo miró como se mira a un muerto. Los dos ministros de alto rango ni siquiera lo miraron. Leo entró con paso lento, cabeza gacha y su mejor mirada de seductor... Era su única salida.

—Por favor relate nuevamente a la Señora Presidenta los detalles de la operación —instruyó, sin mirarlo, su comandante.

Leo relató, con todo detalle, los pormenores de la operación. Le habló de los dos cordones que aseguraron todo el perímetro, compuestos por sus mejores soldados. Estaban divididos en escuadrones estándares al mando de los “CM numerales”. La gente nunca pasó el primer cordón. Le explicó sobre los gringos y la explosión del edificio. Nadie, salvo ellos, los gringos, habían ingresado al edificio. Y aseguró por todos los dioses, que nadie pero nadie, había salido del edificio. No había forma de salir sin que hubieran sido vistos.

—Pero salieron porque, polvo, no son… —ironizó uno de los ministros. —Analicen los antecedentes de todos los que participaron en el operativo —ordenó nerviosa la Señora—. Deben haber habido colaboradores en nuestras tropas —completó. —Ya lo hemos hecho —se adelantó el Comandante de las “FE”, entregándole cuatro carpetas con fichas personales y antecedentes de unos doscientos cincuenta soldados y oficiales.

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La Señora llamó a Leo a su lado y desplegando las carpetas y fichas, pidió que los distribuyera según como estaban apostados en la mesa. Leo tenía bastante en clara la distribución de sus escuadrones y no tardó mucho en tener dos círculos concéntricos con las distintas formaciones.

—Hábleme de sus antecedentes —ordenó la Señora. —Básicamente se usaron tropas que salieron del comando “MR Santucho”, unas cuatro o cinco unidades. Son todos veteranos de las luchas de reivindicación del modelo. Hay dos unidades de “FE”, y dos unidades de los “CM numerales”, todos de lealtad incuestionable. —¿“CM numerales”? —preguntó la Señora—.¿Quiénes son?

Todos se miraron sorprendidos. —¡No puede haber olvidado quienes son! —Pensaron los presentes—. Son su monstruosa creación, se comentaban en silencio. “CM numerales” se llamaron en forma genérica a esas camadas de niños robados de los distintos liceos militares de la nación. Fueron cientos de chicos que, secuestrados de sus hogares, fueron educados para ser los perfectos soldados del régimen.

—Son los chicos de los liceos… —repitió mecánicamente la “Señora”.

La Señora daba vueltas mirando fichas y posiciones. Se paraba por unos instantes en algún punto y luego seguía. Todos leales, pensaba. Leo, aguardaba en silencio. Finalmente siguió:

—Tomen a todos los cuadros que estaban en posiciones impares, vístanlos de médicos y civiles y… ¡Liquídenlos! —Pero Señora Presidenta, ¡son algunos de nuestras mejores tropas! —exclamó indignado el Comandante General.

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—¡Hay traidores entre ellos! Hay que dejar bien claro que no se pueden infiltrar… ¡La traición se paga! Además, ellos serán los cuerpos que nos faltan —dijo la Señora levantando la mirada hacia Leo. ¿En qué posición estaba usted? —preguntó. —Acá —dijo Leo, señalando el improvisado mapa de la mesa. —Par —dijo la Señora—. Tiene suerte…

Aquella noche, el set se llenó de los cuerpos que tanto necesitaban. Al día siguiente los medios informaron sobre las víctimas totales del atentado terrorista. Mostraban imágenes morbosas con cuerpos aplastados o quemados mientras culpaban del “atentado”, a los golpistas de siempre. Destacaban, mediante distintos panelistas, el costo en vidas y, especialmente, la maldad y alevosía del ataque. “Del Che” había pasado de ser una mole inútil a prestarles un servicio inesperado. Cerraron el tema con un spot que todos decían brillante. Realísticamente maquillado, generaron un milagroso sobreviviente. Atrapado durante semanas, un niño era rescatado de los escombros y, sostenido en brazos por la Señora. Antes de desmayarse, alcanzaba a pedirle a la presidenta, que no se rindiera a las fuerzas desestabilizadoras que la atacaban. El efecto general era sobrecogedor pero ella solo preguntaba por los cuerpos…

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13. Año VI del Régimen. Belisa

—Murió Belisa. Nos juntamos a las diez, donde siempre—. Fue todo lo que dijo la voz en el teléfono.

Su nombre bastó para traer cataratas de recuerdos de tiempos felices para Carlos. Belisa, la madre de uno de sus mejores amigos. Fue una madre para todos. Siempre alegre y canchera, tenía un consejo para cada tema, un chiste justo para marcar sus cagadas de adolescentes, un abrazo sincero cuando se necesitaba. Franca y cariñosa, su alegría podía con todo, atajaba y moderaba las furias de los padres, transformando líos en travesuras. Su casa, que lindaba con el club, era punto de reunión de los tés de las tardes que sólo terminaban cuando querían volver a salir para seguir pateando. Sus tres hijos fueron amigos y hermanos para Carlos. Su padre, un “monstruo”, que les enseño a amar el rugby con su ejemplo. En épocas que no había ni televisión a color, sólo en su casa se podía ver a los equipos del “Cinco Naciones” o a los All Blacks jugando. ¡Cuántas tardes pasaron viendo los tries del glorioso Gales! O escuchando anécdotas de sus partidos. Siempre bien atendidos, siempre excelentemente cuidados por Belisa. Mujer de un histórico y querido Puma, su entierro convocó a todo el mundo relacionado con el rugby local. A las 10.00, en la vieja sede del club, fueron llegando las viejas glorias del deporte, a pesar del peligro que implicaba. Ex jugadores de todos los clubes, viejos dirigentes de la unión desaparecida. Pumas de todas las épocas, periodistas. No se veía tanta gente del ambiente desde las luchas del 2015. El rugby y todos sus valores habían sido prohibidos por el Régimen. En los inicios de la revuelta, el ambiente, se había constituido como un foco de resistencia importante. No por sus relaciones de clase, sino por la amplitud y convicción de sus integrantes. El rugby convocaba gente de todos los estratos y en este deporte, no había diferencias dentro de una cancha. Arraigado en sus

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valores de amateurismo pregonaba conceptos como el sacrificio, el compañerismo, la unión, ideas que chocaban con los valores vigentes. Tras la suspensión de las elecciones y el inicio del terror, los clubes espontáneamente sirvieron de base para la resistencia. Una resistencia heroica, que costó la vida de muchos. Una resistencia inútil ante tanto poder de Estado. Se vivieron momentos terribles como la quema de la vieja tribuna de Pino o el saqueo de la Villa de Mayo. El club del norte fue uno de los últimos en caer. Múltiple campeón de la unión, había entregado a los Pumas algunos de sus nombres más brillantes. Férreos, como eran en la cancha, pelearon sin tregua. Vivían el rugby como una escuela de vida, en la cual la trampa o el engaño no cabían, mucho menos, la sociedad que se les ofrecía. Quizás a ello se debió la saña con que los aplastaron. Una vez vencidos, todo el zanjón, que conformaba su predio fue sepultado en metros y metros cúbicos de tosca y cuando terminaron, como en una vendetta medieval, su suelo fue regado con sal para que nada más pueda crecer en él. Para cuando terminaron, nada quedaba del viejo club ni del rugby, ni de sus valores. Desde entonces, la clandestinidad fue el medio para resistir. Por precaución ya no había reuniones masivas. Se organizaron por zonas y se encontraban en lugares secretos. Pero cada vez que lo hacían, como viejos guerreros en un vestuario, se alentaban a seguir luchando, a no rendirse, a dar un poco más. Recordaban sus luchas en las calles y en la cancha y también traían a su memoria, a los caídos. Recordaban sus valores y la sociedad en que habían crecido y, como un ritual, terminaban celebrando su tercer tiempo. Contra todas sus reglas y a pesar del peligro, Carlos llevó a sus hijos al entierro. Todos lo hicieron, sin acuerdo previo. Todos querían que ellos, sus hijos, vivieran nuevamente, aunque fuera por un rato, la unión de la familia que constituían. Un fugaz recordatorio de que no estaban solos.

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“El Tio” había formado parte de esa familia, y por ello, le habían asignado, aunque no formara parte de sus tareas, el operativo para evitar cualquier manifestación. No le gustaba la tarea, ni sabía que podría pasar, solo sabía que tendría que ver y enfrentar a sus viejos amigos. Gente a la que había admirado y respetado. Personas que lo habían criado de chico, formado en los valores que hoy despreciaba. No le gustaba, pero tenía que hacerlo. El Régimen lo necesitaba, le habían dicho que no se podía permitir que ese grupo de hipócritas vende patria saliera a difamar la causa. “Seremos nacionales y populares o no seremos nada…”, era el lema. La sede del club estaba repleta. Sus cinco hectáreas abandonadas, sin canchas, estaban colmadas de gente de todas las edades acompañando a los familiares de Belisa. En silencio, los que la conocían, se despedían. Otros acompañaban a sus amigos. La mayoría, sólo quería estar presente. En el cementerio, solo estaba la familia y sus amigos más cercanos. Para “El Tío”, que miraba todo desde lejos, no constituía una manifestación por lo que los dejó despedirse en paz. Carlos, acompañaba a su amigo y junto a él estaban los que quedaban de aquel grupo inseparable de la infancia. Quisieron recordarla con la alegría que vivió y por ello, sonaba Serrat en lugar de llantos. Fluían los recuerdos, en lugar, del silencio.

—¿Se acuerdan cuando casi me echan del cole? ¡Cómo tu vieja contenía a mamá!-dijo Carlos, a CPU. —Si, fue corriendo a conseguir vacante para inscribirte en el cole del Beto.. Respondió CPU con una sonrisa en sus labios. —¡Y mamá con ella!! Interrumpió Carlos a las carcajadas.

Todos reían recordando el evento.

—El viejo me miró y solo dijo: —Me rompí el culo pagando un colegio de primera para que te recibas en uno cualquiera—.

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—No tuvo que decir nada más, ni gritar, ni retarme. ¡Se lo debía! ¡Cómo me costó aquel diciembre! Recordó Carlos. —¿Y el viaje al sur? —saltó Guille— ¿Cómo nos bancaron las viejas? No teníamos un mango pero ellas, no quisieron que nos quedáramos sin viaje de egresados. ¿Se acuerdan? —¡El que nos salvó fue mi primo! —dijo “CPU” rojo de la risa al recordar el camión en que llegaron al cerro. —¿Y los consejos de la mamá de Richard? Todavía sigo comiendo antes de ir al supermercado —¡Para no tentarme con chalonadas! —interrumpieron riéndose los viejos amigos. —Fueron lindos tiempos, ¿no? —¡Sí, claro! ¡Inolvidables! —coincidieron todos. —¡Pobres hijos! —susurró Carlos. ¡¿Qué país les hemos dejado!! ¡Toda nuestra infancia fue tan linda! Caminábamos sin miedo por todos lados. Éramos pendejos y viajábamos sin un peso por todas partes. El club, el rugby, las fiestas. ¡Disfrutamos tanto nuestra infancia, nuestra adolescencia…! ¡Pero a ellos, no les dejamos nada más que mierda! Un país sin libertades… —Carlos —interrumpió CPU— ¡No había nada que nosotros pudiéramos hacer! Cumplíamos con nuestros trabajos y puedo agregar que lo hacíamos bien, muy bien. Esa era la manera de participar. Privados dándole a la sociedad el esfuerzo y dedicación de su trabajo. Cuidábamos a la familia, educábamos a los chicos… Cumplíamos con las obligaciones cívicas. Nada más se podía hacer, ésa y nada más que ésa, era nuestra obligación.

CPU era uno de los más brillantes de la generación de Carlos. Recibido de administrador de empresas, fue durante años, el director ejecutivo de una de las más importantes marcas internacionales hasta que el país la expulsara. Su tendencia liberal, había sido moderada por sus años en Europa, pero igualmente creía en el efecto derrame y en el poder del mercado. Si al mercado se lo deja va a producir

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eficientemente y, va a generar trabajo, finalmente va a derramar su beneficio en todo el pueblo…

—Mientras pudimos, cada uno a su manera colaboró con algo…—agregó Guille. Entrenar, por ejemplo, era una forma de involucrarse, no sólo enseñábamos rugby sino que formábamos chicos comprometidos con los valores que enseñábamos. El gordo, por ejemplo, cuando ayudó a formar “Rugby solidario” o los que armaron Virreyes. Acaso, ¿no estaban participando? —¿Y Juan, con su fundación política? —Pero no sólo eso —agregó Boli— ¡Cuántas campañas de colaboración pagábamos! Cimientos, Greenpeace, Conin, un techo para mi país. Yo participaba de varias, todos aportábamos a varias! —¡Pero no fue suficiente! Allá están nuestros hijos —dijo Carlos señalando al grupo que, separados, esperaban bajo la sombra de un árbol— ¿Alguno realmente puede explicarles que pasó? ¿Si todos hicimos lo que teníamos que hacer? ¿Qué fue lo que pasó? —Viéndolo hoy —intervino CPU— me parece que todo eso, era periférico, anecdótico… —¡No es así! —interrumpió Mati— lo que hacíamos servía a mucha gente que lo necesitaba. Yo he estado en Tucumán, visitando escuelas increíblemente pobres y nos hemos reunido con gobernadores de provincias. Tendrían que haber visto la cara de esos chicos cuando llegábamos con ayuda. Matías, visiblemente angustiado, hizo una pausa para componerse. —No puedo aceptar que fuera todo al pedo… —No lo fue —lo consoló Carlos— pero como dice CPU eran todas acciones que estaban en la periferia del problema. No me malinterpretes, lo que ustedes hacían era muy bueno y alguien lo tenía que hacer, ya que el gobierno no lo hacía, pero no era suficiente. Ante la realidad que vivíamos, donde éramos necesarios, era en el barro de la política. Había que ensuciarse

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los zapatitos blancos para generar un cambio. La Argentina necesitaba de ciudadanos que participaran, que ocuparan cargos. Depurar a los oportunistas y corruptos mediante la participación de ciudadanos capaces y comprometidos con el bien común… —¡Era imposible, no había forma de llegar! —La verdad es que no lo sabemos porque no lo intentamos. ¿Cuántos conocés de nuestra generación que se hayan querido meter en política? Me atrevería a decir que a ninguno. Les pregunto de nuevo —dijo Carlos mirando a los hijos que esperaban bajo el árbol—. Si todos hicimos lo que teníamos que hacer, ¿qué fue lo que pasó?

No hubo respuesta, la realidad es que nadie que en aquellos años, previos al régimen, que no haya participado en política, lo podía explicar. Un ciudadano común de la clase o grupo social que fuera, no lo podía explicar. Un ciudadano común simplemente trabajaba, aportaba y sufría el sistema. Solo adentro de “la política” se sabía del descalabro del sistema, de su corrupción e inviabilidad. Cuando el cura terminó de decir las oraciones y los presentes comenzaron a dejar sus últimos cariños en las flores que la acompañarían, uno a uno, en una lenta procesión, llegó la familia del rugby. Cientos que con flores y en silencio, caminando los kilómetros que los separaban de la sede del club se presentaron a rendir su homenaje a Belisa, la gran mujer que acompaño al gran capitán. El “Tio”, no creía lo que veían sus ojos, eran miles en una prolija y silenciosa hilera que lentamente marchaban, saludaban a los hijos y en silencio se retiraban. No había manifestación, ni reclamo de ningún tipo, solo una marcha del silencio. No había nadie a quien reprimir, ni había tantos camiones para cargar a todos.

—¿Qué hacemos? —preguntó el jefe del regimiento a su comandante.

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—Nada, no hay disturbios… —pensó un segundo y completó— ¡Saquen fotos a todos! —Pero señor, no estamos preparados para inteligencia, solo para reprimir. Sólo tenemos el equipo básico… Palos, itacas, un camión hidrante y varios camiones para cargar cuerpos…

El Tío lo miró indignado, buscó el celular en su bolsillo y se lo entregó, —Solo cumpla su orden— dijo y se marchó. Aquel viejo grupo de rugbiers, los hijos de Belisa y sus amigos sumados a sus hijos se abrazaron entre ellos. Parados frente al ataúd, en hilera, con el pecho en alto, como en una cancha, vieron pasar a todos. La emoción caía en forma de lágrimas, no por Belisa, que ya estaría en el cielo, sino por lo perdido. Por la patria que se nos fue. Por lo poco que les habíamos dejado a las generaciones futuras. Por la angustia de sentirse responsables. Por haber dejado que les robaran los sueños, la alegría. Lenta y suavemente, al ritmo de los pasos, se comenzó a escuchar una tonada, que de a poco fue creciendo a medida que se sumaban labios. Terminó en cientos de labios que la silbaban. Era “Cristo Jesús” una vieja canción de la época en que las iglesias se quemaban. Una canción que pedía ayuda divina para nuestro pueblo. La procesión siguió toda la tarde. No era simplemente despedirse, sino estar presentes, mostrase vivos, gritar en silencio que no habían sido vencidos. Fue, tarde a la noche, cuando Carlos y sus hijos regresaban a casa, que se le acercó Guari, saliendo desde atrás de unos árboles.

—Carlos —dijo Guari, susurrando. Carlos abrazó a su viejo capataz como si fuera a su padre. No salía de su sorpresa de verlo con vida. Lo tocaba y abrazaba para sentirlo,

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para saber que era real. Guari le contó de Juan, su antiguo socio, y de los jóvenes oficiales. Le habló de su mensaje y de la necesidad de divulgarlo. Se lo veía viejo y cansado. Sus ochenta años le pesaban pero esta nueva esperanza le daba una fuerza que Carlos creía perdida.

—Juan te manda esto —dijo entregando un papel en que sólo había una frase, que solo Carlos podría entender.

“Catalina necesita reparar su techo. Vení y te muestro”

Indudablemente Juan le estaba diciendo donde estaba. Años atrás habían realizado obras en la iglesia de Santa Catalina de Siena, aquel viejo monasterio para mujeres que fuera inaugurado el 21 de diciembre de 1745. Juan le pedía que lo buscara. No lo veía desde que ingresara al seminario. Habían sido como hermanos, estudiaron juntos en el colegio y la facultad. Juntos habían armado su estudio de arquitectura y juntos lo habían hecho crecer. No se había dado cuenta, hasta ahora, de lo mucho que lo extrañaba. Llegaron a su casa bien entrada la noche. Guari se quedó con ellos. Clarita dormía y Guari se tiró a abrazarla. Abrazaba a su hijo a través de su nieta y se quedó dormido soñando con otros tiempos.

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14. Año VI del Régimen. Aniversario

Faltaban pocas horas para el día 1º de “Primus” y el régimen preparaba su sexto aniversario. Como siempre, sus fieles seguidores no iban a dejar pasar la ocasión para celebrar tantos años de gobierno nacional y popular. Si bien algunos intelectuales estaban un poco confundidos con la pompa estilo nazi que se le había implementado al régimen y el carácter de dictadura que tenía, no podían dudar de sus valores populares. Tampoco podían olvidar que si allá por los años 70, el crimen, el secuestro, la extorsión y el robo, fueron recursos considerados válidos para luchar contra el sistema, por qué no sería hoy la dictadura popular un recurso válido también. Siempre hubo formas de justificar el accionar del hombre y nuestros intelectuales habían encontrado la suya. El fin justificaba los medios… El moderno edificio respondía a la voluntad del famoso coleccionista de pintura moderna y latinoamericana que a mediados de la década de 1990, tomó la decisión de construir un museo para conservar y exhibir su valiosa colección. Fue concebido como resultado de un certamen internacional, organizado por la Unión Internacional de Arquitectos y seleccionado, entre numerosas obras, por un jurado internacional, integrado por figuras del más alto nivel. El jurado premió la idea rectora que tenía como meta integrar el edificio a la ciudad y generar una atmósfera propicia para la mejor interacción con las obras de arte. Tanto por su plástica exterior, con un armonioso juego de macizos y transparencias, como en su tratamiento interno, el museo planteaba una eficiente neutralidad, que contribuía a exaltar los valores de las obras expuestas al tiempo que se enfatizaban las características de una arquitectura, que aún hoy, se mantenía actual. Quizás fue por todo esto que los habitantes de la ciudad lo adoptaron como propio. Gozaba de un glamour que lo diferenciaba de otros, probablemente enfatizado por la elegancia de su promotor. “Estoy embarcado en un proyecto a largo plazo que comenzó en el otoño de 1970 con la compra de mis dos primeras obras, y que debería

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prolongarse a través del tiempo, trascendiendo mi muerte, en manos de la comunidad…” Así, con estas líneas, entregaba a la ciudad su colección aspirando a “…coleccionar, conservar, estudiar y difundir el arte latinoamericano desde principios del siglo XX hasta la actualidad…” Quizás por esto, por el amor que el porteño le dispensaba y porque era el símbolo viviente de una clase a la que se combatía, fue que lo eligieron para el evento. Las puertas del museo permanecieron cerradas durante toda la semana. En su interior una intensa actividad se llevaba a cabo. Todos los cuadros de la colección permanente estaban siendo retirados. En su lugar se instalaba una exposición, curada por un roquero devenido en publicista, con los logros de la década ganada. Él, que en otros tiempos supo ser el mecenas del museo, miraba todo en silencio, sentado junto a la gran escalera mecánica del hall central. Apoyaba la cabeza en los hombros de su hija, quien había heredado su amor por el arte y quien se había mostrado como una genial administradora de su fundación. Ambos en silencio vivían esta nueva usurpación como el desvanecimiento de sus últimas esperanzas. Sentían y vivían el arte como un acto liberador, universal y local. Un medio para expresar las alegrías y dolores de su tiempo. Pero ahora, sus cuadros se amontonaban en el fondo de un camión, sin cuidado ni más protección que una vieja lona de pintor. No le permitieron realizar la mudanza, ya no eran de su propiedad, eran del pueblo y el pueblo quería otra cosa, le explicaron, entre risas, el curador y su séquito.

—Acá, —explicaba el curador de la muestra a equipo— colgando de esta pared debe estar su retrato… Sola, sin la familia, única e inmaculada… Y, en esas tres paredes, —dijo señalando las paredes del hall central— uno de cada miembro de la familia, mirándola, admirándola… Ella, en el centro, rodeada de sus seres queridos… A sus pies, todo el piso repleto de polaroids con las imágenes de sus vencidos, los militares, el campo con sus vaquitas y los cereales encerrados en las nefastas “silo bolsas”,

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los oligarcas vende patrias, los malditos diarios mentirosos, la iglesia con todos sus santos… ¡Todos! Miles de imágenes siendo pisadas por los visitantes que levantaban su cabeza para mirarla. ¡Qué cuadro! ¡Qué imagen!—Se admiraba, el roquero devenido en curador, por su creación. —Rodeando la instalación —interrumpía la “Princesita” del reino— cámaras que toman la imagen de los visitantes en directo y las proyectan sobre la pared en delgadas franjas continuas… —Y la música —agregaba el roquero— ¡debe ser suprema! Se me ocurre… El diablo en tu… ¡Si! Es perfecta solo que modificaré su estribillo para… —pensó un poco antes de improvisar. —Algo así como… daba asco, daba asco, la mitad de tu ciudad, pero hoy somos todos una unidad… No sé, ya me va a salir —dijo revoleando rulos y anteojos a lo John Lennon.

El coleccionista y su hija, escuchaban absortos los preparativos de la obsecuente comitiva. No eran necesarios, solo los tenían para aumentar su satisfacción. No eran necesarios, pero ellos querían estar. Esperaban la ocasión para armar su última instalación.

—Dígame, Señor “coleccionista” —lo increpó con ironía el hijo de la Presidenta. Su voz salía baja y profunda como si su voluminosa figura le impidiera mayor claridad. —¿Qué cuadro de su colección, mejor dicho, de lo que queda de ella —acotó sonriendo— considera que debería abrir la muestra? —Es una pregunta difícil —respondió con voz serena y pausada el famoso coleccionista—. Artistas nacionales hay varios…no podría dejar de mencionar a Quinquela, Berni, Lola…Federiquito… Federico Peralta Ramos —aclaró ante la mirada de ignorancia de su interlocutor. No parecía convencido y siguió tirando nombres. —¿Doseme? —se arriesgó a preguntar —¡No! ¡Sabe muy bien que está prohibida! —exclamó el “delfín” del régimen, sin poder evitar sonreír al recordar la furia de su madre cuando se enteró que, el lobo, literalmente se había

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comido al pingüino… ¡Con todo lo que, ella, había elogiado la obra!! —pensó sin poder ocultar lo divertido que le resultaba el recuerdo. —¿Guillermo? —Siguió proponiendo el coleccionista— Podría ser…pero si tuviera que elegir a uno…— hizo una pausa como para aclarar su mente. —Si tuviera que elegir, elegiría a Amaral… —¿Amaral? Me gusta… Muy bien, ¡Amaral será entonces! —dijo con tono rimbombante como para cerrar la charla, mientras daba las instrucciones correspondientes.

En el museo, todo quedó listo para la gran gala. Padre e hija se retiraron, no sin antes, haber dejado una puerta abierta.

—¿Amaral? —Preguntó la hija del coleccionista— con cara de divertida, mientras regresaban al hogar. —Sí, ¿por qué no? No se van a dar cuenta —dijo sonriendo su padre, mientras la abrazaba—. Además, creo que puede ser un último mensaje de la fundación… Bien sabes que “Abaporu” no solo constituyó, en su época, un auténtico manifiesto de lucha, sino que dio forma a la identidad artística de todo un pueblo. Es una obra que habla de la unidad que nosotros nunca tuvimos como nación. La obra entera, y el manifiesto de su marido, son un grito contra la explotación europea. Hoy ¿por qué no? Podrían ser un grito contra el régimen y nuestro conformismo.

Entró por la puerta que le habían dejado abierta. Irreverente y casual, engañó a los guardias regalándoles alfajores. —Son del lobo —dijo riéndose… Pensando que estaba autorizada, todos ayudaron con su carga. —Una instalación de último momento —justificó y la dejaron trabajar. María Doseme, había vivido una larga carrera en el mundo del arte. Recordaba aún sus días con Andy, o la beca Guggenheim con nostálgica alegría. ¡Qué días de psicodelia y libertad! Había vivido algunos de los años más tristes de la república y aún en ellos logró que sus instalaciones dejaran su mensaje. En, la Di Tella, aquel

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"templo de las vanguardias artísticas" conoció la dureza del gobierno de Ongania que lo clausuró en 1970. Pero sus recuerdos más gratos estaban en ese jardín mágico de su amigo Luis, de la planta baja de Cerrito, cuando se funde con Alvear,. ¡Cuántas tardes pasaron allí resolviendo, entre risas y tragos, las complejas estructuras para sus diseños! Recordó los magníficos cumpleaños rodeados de infinidad de amigos. Fue en los recuerdos de esos jardines que se cobijó para plasmar su obra final. Perseguida, como en ninguna otra época, la furia desatada por el “pingüilobo” la había vencido. Sin embargo, no se arrepentía. Aquel extraño artefacto, mitad pingüino mitad lobo de mar, la llenaba de orgullo. ¡Cómo festejó la Señora la inauguración de la obra! La alabó hasta el ridículo. Lo que nadie podía saber, hasta que se supo, era que la obra tenía vida. Escondía en su interior un complejo dispositivo que, mediante sensores, aire comprimido y circuitos integrados, identificaba y almacenaba en qué posición se paraban los espectadores para apreciarlo. No era un dato menor ya que en función de esta selección libre del público un animal prevalecía sobre el otro. Cuando a la semana, el pingüino quedó deglutido por el lobo, la Señora explotó de ira y ella quedó proscripta para siempre. No había vivido semejante persecución en todos sus años de vida pero, en esta noche, Doseme, gritaría su último alarido. Más profundo y elocuente que la sociedad devorando al pingüino. La mañana del aniversario amaneció con lluvia. Un cielo cubierto y gris con una persistente, pero suave llovizna que parecía expresar la angustia del recuerdo. Los eventos se sucedieron, primero en la plaza con un saludo al pueblo, luego en la catedral y por la tarde el desfile. La lluvia seguía, negra y obstinada, sobre la ciudad. La tradicional avenida frente al museo, había sido engalonada con toda la pompa que el régimen solía imprimir. A tiempo, se iniciaron los desfiles militares y, a tiempo también, llegó ella en un carruaje tirado por diez caballos blancos. Respetando los protocolos y formalidades de la ocasión, en medio de los gritos y aplausos del público presente,

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ingresaron al museo. Fueron recibidos por el curador de la muestra y las autoridades correspondientes. El coleccionista y su hija, presenciaban los saludos como mudos testigos. Como ex propietarios del museo, habían sido invitados, no por cortesía, sino por obligarlos a presenciar del poder de que disponían. La comitiva, ingresó lentamente para ser recibidos, donde antes estaban las cajas, por “Abaporu” y su caballete. Sola y silenciosa gritando su mensaje, en vivos y planos colores, con su figura estirada y sus patas al aire.

—¿Amaral? —preguntó ella con cierta desilusión—. Tarsila, si mal no recuerdo, es brasileña…

La cara de su hijo no pudo disimular su sorpresa y con furia buscó a quien se lo recomendara. La encontró con una sutil sonrisa dibujada en su cara.

—Hijo, hemos gastado una fortuna tratando de prepararte, algún día tendrás que sucederme, deberías dejar la play y tomar los libros… —expresó, mientras continuaba con el tour, masticando su furia.

Luego de media hora de recorrer los distintos niveles del museo, ya estaba cansada. Disfrutó de la sala de los años setenta, las imágenes de cientos de momentos vividos, el rincón de los derechos humanos y especialmente de la instalación central. Se divirtió haciendo bromas sobre las polaroids del piso, pisoteándolas y saltando sobre alguna en particular. El recorrido terminaba en el bar con una distinguida y exclusiva cena.

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—¿Qué es esa cruz tapada? —preguntó la Señora, señalando la pared sobre la barra del restaurante.

Nadie la había percibido. Se trataba de un bulto de la altura de un hombre con los brazos extendidos, aparentemente. Estaba tapado con una bandera celeste y blanca, ya en desuso, de la cual colgaba una soga de seda. Colgaba de cables de acero de la cubierta, por lo que le daba cierta inclinación al objeto. Tiraron de la soga y la bandera cayó…

—¡León Ferrari! —festejó la hija de la presidenta, dejando la cámara y aplaudiendo a rabiar. —¡Estúpida! —gritó su madre.

Padre e hija miraban la obra sin creer lo que veían. Un cuerpo de mujer, con sus inconfundibles mechas blancas y gafas gigantes, colgaba desnuda y sin vida, de un especie de tablero que, claramente, representaba la geografía del país. Había sido meticulosamente horadado, como un queso gruyer, en evidente alusión al desguace que se hacía de su riqueza. Su cuerpo íntegramente tatuado con datos, fechas, nombres de sus obras, en una especie de curriculum vitae que arrancaba allá por los sesentas y terminaba con un, “Dios nos ampare”, en el día de la fecha. Esta caligrafía era sobreimpresa por otra que arrancando desde su pierna izquierda terminaba en la derecha, pasando por su pubis, y que con letras góticas permitía leer la frase de Dante al ingresar a su inferno.

—Mira sus manos —le dijo la hija del coleccionista a su padre— le faltan dos dedos… —Es un templo —contestó el padre—. No es cualquier templo, es el Partenón…

Sus dos brazos terminaban con sus manos, apuntando desde abajo hacia la parte inferior de sus labios. En cada mano faltaba un dedo,

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por lo que le quedaban ocho dedos, que a modo de columnas sostenían un entablamento conformado por sus labios y el triángulo de la nariz. El silencio y el desconcierto se apoderaron de la sala. Nadie miraba la macabra obra. Solo se oían las gotas de sangre que caían de sus dedos, marcando un ritmo regular como el del paso del tiempo. Nadie miraba salvo ellos que devoraban la obra intentando obtener de ella su mensaje. En la confusión del momento, padre e hija, se retiraron.

—¿El Partenón? —Sí, sólo hubo un templo de ocho columnas en su frente, en la Grecia clásica y era el Partenón. Era, o es, perfecto. Sus proporciones se basaban en la sección áurica y estaba lleno de trucos ópticos como para corregir las deformaciones que la luz o el ambiente podían introducir en la obra. En reconocimiento a ello, no se construyeron más templos de ocho por diecisiete columnas. —¿Por qué? —preguntó la hija. —Supongo que quiso rememorar aquella instalación en festejo del regreso de la democracia… Es también el símbolo del esplendor de la era de Pericles. Refleja, en la arquitectura, el extraordinario florecimiento cultural, de las artes y del pensamiento que alcanzó Atenas durante el siglo V a. C. y que culminó con la implementación de la democracia. También es un símbolo de la cultura, entendiéndola como educación, cosa que hoy no tenemos… —¡No dejo de admirarme del arte! Pueden comprarlos, pueden intentar callarlos, pero el verdadero artista encuentra la forma de decir, de expresar su tiempo. —Ella, Doseme, siempre lo hizo. No se iba a quedar callada... —¡Que diferencia con tantos complacientes que se declaran artistas, intelectuales y sólo aplauden convalidando cualquier cosa que se haga…

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—Me pregunto si, sin crítica, sin cuestionar o poner en tela de juicio la realidad, hay arte.

Padre e hija caminaban a su casa, pero no llegaron. Fueron detenidos por hombres de traje y, a pesar de la noche, anteojos negros. Puestos, como en otras épocas, a disposición del Poder Ejecutivo. Del museo, nada quedó, sólo una plaza seca y un monumento a la militancia revolucionaria. Del roquero no se supo más, cuentan que alguien lo vio, encorsetado con chaleco de fuerza, gritando preso de furia, el asco que la daba media ciudad.

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15. Año VI del Régimen. Jockey Club

El Jockey club era uno de las pocas instituciones de la vieja república que aún se conservaba. Fundado el 15 de abril de 1882, su primer presidente fue el Dr. Carlos Pellegrini. Conservaba su imagen aristocrática pero su público había mutado. Sus pórticos, por los cuales habían ingresado presidentes extranjeros como Campos Salles del Brasil y Pedro Montt de Chile, miembros de la realeza europea, como la Infanta Isábel de Borbón, el príncipe Enrique de Prusia, el Duque de los Abruzzos y el Príncipe de Gales, hombres representativos de la vida política y cultural internacional, como Georges Clemenceau, Theodore Roosevelt, Guillermo Marconi, Anatole France y Santos Dumont, hoy veían ingresar otros huéspedes: funcionarios del régimen, jefes narcotraficantes que amaban su lujo, traficantes de armas y líderes tercermundistas en busca de diversión. Su historia tampoco era ajena a las pasiones de la república. El 15 de abril de 1953, el viejo palacio del Jockey Club de la calle Florida fue incendiado y destruido. Así se había perdido casi la totalidad de su patrimonio artístico. Días después, el Club fue disuelto para recuperar nuevamente su personería recién en 1958. Diana, aún sigue custodiando las puertas del Club pero sus ojos se han cerrado. Ya no mira al horizonte ni recuerda su larga historia. No se acuerda del Señor Monsegur que la sacó del viejo mundo, ni de Aristóbulo del Valle y sus disertaciones sobre la pureza del desnudo en el arte, ni de doña Julia Tejedor, quien la vendiera a Pellegrini. Ya no se acordaba de los muchachos entrando con antorchas en una mano y la “V” en la otra. Diana, aquella obra del escultor Alexandre Falguière, sólo quería regresar a su morada celestial entre los dioses del olimpo, ya no quería ver tanta decadencia en quienes había aprendido a amar.

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El Tío les dio una breve recorrida por los salones a sus distinguidos invitados. Comenzando por el salón comedor, desde cuyos ventanales se puede admirar el magnífico jardín de la casa y las fuentes que lo ornamentan, pasando por el bar y el salón Florida, en el cual, sobre uno de sus muros se conserva la puerta original de la sede que el Club ocupó en la calle Florida. Subiendo por la monumental escalera hasta el Salón Congrève, con su patio cubierto, de estilo romano, para terminar en la Biblioteca, con su acervo de más de 100.000 volúmenes, y los bustos de Pellegrini y Domingo Faustino Sarmiento, firmado por Víctor de Pol. Inconscientemente, o quizás por un pudor que desconocía poseer, omitió mostrar la copia manuscrita de viejo Himno Nacional, en versión completa, realizada de puño y letra por el propio don Vicente López y Planes. Finalizada la recorrida fueron directamente al Salón Congrève para su almuerzo. Tenían temas delicados que tratar y nada mejor que un buen vino y un habano para cerrarlos. A título de “Comandante” fue recibido por el viejo maitre, mientras corría las sillas de su mesa habitual. Lo de siempre, dijo el Tío.

—¡Magnifica residencia, cuánto esplendor! —dijo Ferluci, una vez instalados en su mesa. —La sede original se quemó —contestó el Tío, sin dar muchas explicaciones. Ésta, que se compró en 1966, pertenecía a la familia Unzué de Casares, era una de las mansiones más suntuosas de fines del XIX. Años más tarde, se anexó la residencia de Cerrito que pertenecía a los Sanchez Elía y se unieron ambas residencias a través de los jardines… —¡Qué sociedad extraña la de ustedes! Si mi memoria no me falla, a la sede original la quemaron en épocas de su General… —Es cierto, -reconoció el “Tio”- un país de muchas pasiones…

El Tío asintió sin más comentarios. Sus huéspedes, contra lo que uno supondría por su actividad económica, eran gente culta e instruida. Don José Ferluci, era el jefe, del más antiguo y peligroso de los

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carteles de Méjico. Con su establecimiento en la república, luego de la liberación, se transformó en uno de los hombres más ricos del mundo. Multiplicó, gracias a nuestros campos, su producción por cientos, sofisticó sus productos, y generó cientos de derivados químicos que se producían en nuestras reconvertidas industrias. Mr XXX, era un senador americano, que ocultaba tras el senado su actividad de tráfico de armas.

—¡Cuánta riqueza desperdiciada! Sí, estaban llamados a iniciar una nueva era… ¡Juajaja! —se reía aparatosamente Ferluci, recitando a Alberdi—.Esos aires de superioridad que siempre tuvieron, siempre separados de la América Hispana… Clemenceau, lo advirtió en sus “apuntes de viaje”, donde decía que la confianza en tanta riqueza nunca se acabaría, sino que los terminaría destruyendo… —Bueno, Don José, entiendo que ahora estamos en el camino correcto…—interrumpió el Tío. —Si a esto, se lo puede llamar camino correcto, sus próceres se deben estar revolcando en sus tumbas… Jajaja. ¡Señor! ¡A mí no me engañe! La información, en mi actividad, es un bien del que no puedo prescindir. Conozco sus apellidos y sus orígenes. Sé que su devoción por este régimen es tan solo un recurso de supervivencia, cuando pase, o terminará colgado como Mussolini o negará su participación, si es que es posible…

La abrupta revelación le chocó. No estaba preparado ni había querido pensar en ella.

—No puede negarme que usted que jamás se hubiera imaginado sentado con nosotros en esta mesa—prosiguió Ferluci— ¡Por favor! ¡Con un narco y un traficante! —Usted, ¡un hombre de la más alta alcurnia! Jajaja, ¡y en representación de su Estado! ¡Juajua!— agregó Mr XXX,que hasta entonces se había mantenido en silencio.

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—Una sociedad tan educada, tan europea… ¿Cómo es que cayeron así? ¿Cómo es que necesitaron secuestrar a los hijos sanos de sus ciudadanos para poder asegurarse un posible futuro? ¿Cómo es que al resto, a los hijos de las clases bajas, de los trabajadores, los hayan dejado consumirse en aulas inútiles tan solo “contenedoras” de chicos consumidos por el paco, sin más incentivo que un poco de pan?— agregó Mr XXX. —¿Me pregunto si es posible? ¿Si ese futuro es realmente posible? ¿Pueden engendrar defensores del régimen como se pretende, de esos chicos formados desde un acto tan abrupto como el de arrebatarlos de sus casas? —Interrogó Ferluci en referencia a los “niños robados” —Dígame, “Tío”, ¿cómo es posible que hayan derivado en esto? ¡Un país con una clase media tan importante! Que a principios del siglo XX era considerada uno de los países más desarrollados del mundo. Que tenían más autos que Francia, más teléfonos que Japón, que económicamente, por sus recursos, tierras y economías de estructuras semejantes eran comparables con Australia, Canadá, Brasil… Una sociedad que exhibía altas tasas de escolaridad, con hospitales y universidades modelos en Latinoamérica. Con esa cultura europea que todos admirábamos, con sus teatros, sus librerías… Con Borges, Cortázar, Arlt. Con Milstein, Houssay, Leloir…

El Tío, sabía la historia, la conocía desde adentro, sentía a su clase como responsable. De hecho, era este conocimiento, lo que le permitía apoyar al régimen, transar con su conciencia. Sus políticas, sus censuras, sus opresiones, no eran distintas a lo que se había vivido en otras muchas ocasiones. Los conservadores, los radicales, Perón, Onganía, Videla, todos, de alguna u otra forma, las habían usado. ¡Cuántas veces había visto a su padre y abuelo, poderosos terratenientes, hacer negocios con los funcionarios de turno! ¡Cuántas veces había visto a sus amigos construir galpones vacíos, inútiles, tan solo para cobrar excepciones impositivas! ¿A cuántos fanfarrones,

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todos de clase alta, escuchó contando sus negocios con el estado o la plata que habían levantado con la tablita?¿o vendiendo sus industrias, y dejando a todos en la calle?¿ A cuántos escuchó que recibían préstamos del estado que luego no se pagaban?¿Cuántas veces habían discutido con su contador para evitar pagar impuestos?¿cuántas veces se justificó, él y todo su grupo, en los pocos servicios que recibían?

—Creo que todo, fue siempre un mito… Fue “El sueño Argentino”— dijo lentamente como buscando palabras, conceptos—. Nunca constituimos una sociedad homogénea y comprometida con el país. Desde nuestros inicios, la lucha, la contraposición de “nosotros” o “ellos” fue nuestra constante. Unitarios y federales, Civilización y barbarie, rosistas y antirrosistas. Galeristas conservadores versus “la chusma” radical. Patria y anti patria. Pueblo contra oligarquía. Nacionlaistas en contra de imperialistas. Peronistas y anti-peronistas. No importa quién o qué sector estuviera en el poder, el antagonismo entre partes ha sido irreconciliable. Y, cuando parecía superado, lo generaron como medio para gobernar siguiendo la vieja consigna de “divide y reinarás”. Nunca se construyó un modelo de país. El gobierno que venía, borraba lo que había hecho el anterior, no se construía, se empezaba de nuevo. Una sociedad que siempre miró para afuera y nunca hacia dentro. En la cual sus clases dirigentes, cuando la época del fraude político fue superada, simplemente, salvo algunas excepciones, se encerraron en su grupo y se alejó de la política. Eso sí, cuando tocaban sus intereses, podían generar cualquier cosa, se aliaban con satanás, si era necesario para conservar sus privilegios. —Se refiere a los militares-interrumpió Ferluci- no difiere de nuestra historia o del resto de América… —Compartimos, con el resto de América, muchos momentos o situaciones que tienen explicaciones más macroeconómicas que

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locales…—El Tio, hizo una pausa y prosiguió—pero no creo que en otro lugar hayan sido tan sistemáticas o que los mismos errores se hayan repetido una y otra vez. Cuando acá hubo golpe militar, en muchos países latinoamericanos, los hubo también. Cuando hubo terrorismo de izquierdas, los hubo en la región también. Cuando lo fue de derecha, también, en el resto de América, lo fue. Pero lo nuestro, siempre fue exacerbado. Los golpes se sucedían una y otra vez, el peronismo y su persecución, los planes económicos se repitieron con distintos colores una y otra vez. Creo que Borges, tomó esa obsesión por el eterno retorno, de nuestra propia historia… —Sin embargo —interrumpió Ferluci— hasta casi la mitad del siglo pasado, a fines de la guerra, seguían siendo una incipiente potencia. Me acuerdo de la imagen de su “General” caminando sobre los lingotes de oro que abarrotaban su banco central… —Sí probablemente, tanto el peronismo como el anti-peronismo tengan culpas iguales en todo lo que pasó de allí en adelante. Por un lado, se puede explicar por esa dualidad de “nosotros” o “ellos”, que no se daba sólo en la sociedad, se daba en la iglesia, en el ejército, en los sindicatos… Recuerdo una vez que mamá, una antiperonista acérrima, en épocas de Néstor, me dijo “al final Perón era bueno, los echó de la plaza”. —Es que siempre puede aparecer alguien peor… —¡Claro! Mamá se refería a cuando, a título de "imberbes" y "estúpidos", Perón rompió lanzas con aquella "juventud maravillosa" y los echó de la plaza… Muchos, de ellos, en aquel momento estaban en el gobierno… Recuerdo que me quedé duro porque nunca pensé que mamá diría algo así, creo que le dije que si todos hubieran sido un poco más flexibles. Cuánta tragedia nos hubiéramos ahorrado! —Pero, ¿qué fue del Peronismo?— preguntó Mr XXX francamente intrigado. —Como decía el periodista y escritor fallecido, Tomás Eloy Martínez, nadie lo sabe y, por ello, expresa al país a la

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perfección… El peronismo es un partido que aglutinó tantas ideas dispares como la triple A o a los Montoneros y al ERP, todos bajo la misma bandera de su líder. Un líder que por momentos y bajo ciertas circunstancias, incitaba al odio, son famosas sus frases como “El día que ustedes se lancen a colgar, yo estaré del lado de los que cuelgan” o “Entregaremos unos metros de piola a cada descamisado y veremos quien cuelga a quien”, pero luego, en otras circunstancias, los insultaba en la plaza. —Bueno, en épocas más recientes, Menem, Duhalde, Kirchner, son todos modelos distintos… No creo que se pueda hablar de una ideología peronista —reflexionó Ferluci. —“Los peronistas, somos pragmáticos”— decía Guido Di Tella, para justificar ese injustificable cambio de posturas, ese decir que el anterior no era el peronismo sino que el verdadero, el que sigue al líder, es este nuevo que gobierna… Sebreli, Martínez, Sarlo, Romero, dedican libros enteros a tratar de esclarecer el misterio. Yo creo que no, que Perón fue tan contradictorio que no dejó ideología y que hoy, bueno antes del régimen, los que tomaron su bandera, hicieron lo mismo, cada uno respondió a lo que la coyuntura demandaba. En palabras de Di Tella, “somos lo que los tiempos exigen que seamos”… —Ahora, creo no hay peronismo sin antiperonismo – acotó Mr XXX. —¡Por supuesto! Probablemente una oposición mezquina y estúpida obligó a Perón a inclinarse por la clase obrera más de lo que hubiera queridov. No olvidemos sus orígenes, él fue un militar conservador. Perón, a pesar de sus discursos incendiarios, siempre se mostró partidario de la intermediación del estado para impedir la lucha de clases. Claro que “su estado” era totalitario, de partido único y a su medida… Si no lo logró profundizar fue porque nunca logró conquistar a parte del ejército y la iglesia ni a la clase media-alta. Pero me pregunto: ¿quiénes actuaron primero: los “comandos civiles” o los peronistas?

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—Unos militares que tampoco sabían qué hacer con el país…— agregó divertido Ferluci. —¡Definitivamente! Se peleaban entre ellos, azules contra colorados, carapintadas contra el resto. Entiendo que durante el siglo XX, en América latina hubo golpes militares generalizados pero miren las diferencias. En Brasil y en Chile, independientemente de la brutalidad de los mismos, dejaron países que luego funcionaron. Instrumentaron políticas económicas, industriales y sociales, que a la larga, constituyeron la base de lo que hoy son. Acá, junto con sus aliados civiles, solo consumieron al país a tal punto que lo llevaron a una guerra para evitar su caída. En épocas de Perón… —Siempre se vuelve al General…— interrumpía Ferluci, nuevamente. —Es que creo que la segunda mitad del siglo XX está marcada, expresa o implícitamente, por ese nombre al que Borges no quería nombrar. No creo que se explique por lo que él hizo, sino por la reacción que generó en toda la sociedad, ese amor-odio que aún persiste. Me acuerdo que cuando ganó Menem, en las elecciones de 1989, hubo gente que se suicidó. Creo que es fuerte pero probablemente se hubiera escrito otra historia sin él. ¿Mejor? ¿Peor? No lo sé. ¿Distinta? Seguro. ¿Habría habido tantos golpes? ¿La guerrilla habría emergido sin esa “juventud maravillosa” que él alentó? ¿Habría habido desaparecidos? ¿Quién sabe? Puede que sí, no hay que olvidar que los movimientos que derivan en la guerrilla no parten de acá sino del mundo, del mayo francés, la Cuba de Castro y la guerra fría… —¿Y la oposición? —¡Inútiles necesarios! No puedo hablar de aquella época pero sí, de los años previos al régimen. Nunca lograron conformar una oposición coherente. No hubo gobierno que no fuera peronista que haya logrado terminar su mandato. Ilia, Alfonsín, de la Rua, todos resignaron su presidencia antes de tiempo, uno por los militares los otros por los peronistas ocultos tras sus maniobras.

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En tiempos de Néstor y Cristina, nunca lograron unirse. Había varios que podrían haber disputado, si se unían, al gobierno pero egos personales, rencillas internas, terminaban separándolos.

El Tío, por primera vez en mucho tiempo se sentía exhausto. Repasar la historia de su país le había consumido sus fuerzas. De alguna manera, era parte y causa, víctima y verdugo de su pueblo y esta noción, que siempre había esquivado, lo golpeaba en cada latido de su cabeza. No podía evitar pensar en sus hijas, ¿Qué dirían cuando sepan las cosas que él hizo? No podía dejar de imaginar a su mujer, a sus amigos. Entonces, se acordó de Rafa, tal vez aún podría hacer algo. Disculpe dijo y tomando su teléfono llamó a su asistente.

—Ciento veinticinco, necesito que maneje este tema en forma urgente para mí— le ordenó con tono desesperado.

Le explicó el pedido de su amigo y su decisión final. Le dio el nombre completo de Rafa y le dijo dónde debería estar retenido su amigo, si se habían seguido los protocolos. Necesito que lo recupere y lo pase a “Concedido”. Ciento veinticinco no mostró sorpresa alguna en su voz. Quizás, si le hubiera prestado atención, habría percibido un tono de satisfacción en su respuesta, pero era un subordinado al cual nunca prestaba atención. Recuperado, volvió a su invitado. Ciento veinticinco aprovechó para informarle que de las fotos tomadas a esos rugbiers revoltosos, se comprobó que casi todos ellos trabajan para el estado. “En áreas de segunda o tercera jerarquía” dijo para terminar.

—Ahora bien, asumo que no han venido para hablar de historia. Cuéntenme señores, ¿en qué puedo servirles?—dijo “el Tio” retomando la conversación. —Quiero la residencia de Olivos— exigió Ferluci.

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Ferluci, era uno de los socios principales del país. Su industria generaba miles de puestos de trabajo y una ingesta cantidad de dólares en conceptos de impuestos. Disfrazada como industria química, se le habían dado en concesión no solo miles de hectáreas de campos y selvas, sino cientos de industrias vetustas que fueron reconvertidas para la producción de todo tipo de drogas.

—Pero, ¿para qué la quiere?— contestó el Tío casi sin poder hablar de la sorpresa que le había causado un pedido tan irreverente. —¡Para vivir! —contestó Ferluci sonriendo. —Pero, ¿por qué? —¿Y por qué no?¡ Es muy simple, me gusta y la quiero! —exigió Ferluci golpeando la mesa.

El Tío, en cuestión de segundos, ensayó miles de respuestas. “que es la residencia de la Señora”, resultaba evidente que no serviría, es justo por ello, que la quiere. Recordó entonces el tema legal… La Residencia Presidencial de Olivos, situada en el antiguo Vicente López, hoy Olivos, fue donada por Carlos Villate Olaguer al "Superior Gobierno de la Nación Argentina", en 1918 y dejó escrito, en su testamento, que donaba al Estado Argentino, la chacra en la que había vivido tanto él como su tatarabuelo el Virrey don Antonio Olaguer y Feliú para que se la utilizara como residencia presidencial. El Tío recordaba algún episodio en que descendientes del viejo clan habían accionado contra el estado por la falta de uso de la residencia por parte del presidente. Se sorprendió con sus pensamientos legalistas, —acá no hay más reglas, no le va a importar— concluyó por dentro. Era evidente que Ferluci se sentía dueño y señor de estas tierras. Por otra parte, era lógico que lo hiciera. Cuando no hay reglas en un país, cuando el que gobierna, lo hace por la fuerza, sin división de poderes y sin sociedad que lo controle, cualquiera que tenga más poder puede

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arrebatarle el que se tiene, más aún, si es al mismísimo diablo, al que se ha invitado a jugar.

—El tema me excede— dijo resignado el tío, como para terminar. Pero intentaré manejarlo… Aunque me sorprende su valor… —¿Valor? Yo puedo pedir lo que quiero, debo recordarles que ustedes me buscaron a mí… —No, no me refiero a eso, sólo a la maldición…— El Tío jugaba, con ella, su última carta. Esperaba que la superstición salvara la quinta. —¿Maldición??—. Ferluci estalló en risas.

Sus carcajadas duraron lo suficiente como para incomodar al “Tío”. Resonaron, en el lujoso ambiente. Cuando terminó fulminó al Tío con su mirada, una mirada que produjo terror en quien lo tenía en frente. El Tío, rápidamente se despidió con las cortesías habituales y se retiró sin poder dejar de pensar en esos ojos…

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16. Año VI del Régimen. Santa Catalina

Dos pilastras toscanas rematadas por un frontis clásico enmarcan, bajo un arco de medio punto, el acceso principal de Santa Catalina de Siena. Su única torre se alza, majestuosa, sobre la izquierda del edificio. Resuelta mediante una sola nave remata en el retablo mayor de 1776 una obra, del artista español Isidro Lorea, de 12m de altura realizada en madera tallada. El convento, se ubicaba a la izquierda de la iglesia. Organizado alrededor de un patio central está compuesto por dos plantas dominadas por dos claustros. Hacía años que ya no alojaba monjas y en los años noventa, había sido reciclado como un paseo comercial aunque conservaba en su planta alta oficinas del monasterio. Carlos preguntó por Juan y, en silencio, lo llevaron hasta la capilla del noviciado, una pequeña habitación de planta cuadrada rematada por una cúpula que se comunicaba visualmente con el presbiterio de la iglesia. En su interior lo esperaba Juan, con su habitual sonrisa. Ambos amigos se abrazaron con la simpleza y sinceridad que sólo los amigos conocen. No había tiempo o distancia que pudiera interponerse entre ellos y, bastó verse, para entenderse nuevamente.

—Padre, ¿escucharía mi confesión?— preguntó Carlos sensiblemente emocionado y con lágrimas en sus ojos. Hace siete años que no me confieso— dijo visiblemente consternado.

Juan lo abrazó cariñosamente y así abrazados como casi hermanos que eran, caminaron por la pequeña habitación, mientras Carlos confesaba sus pecados. Le contó de los amigos que había perdido y de Carla, su mujer, a la que había enterrado. De Augusto su hijo secuestrado y de las armas que había empuñado. De las vidas que había quitado en sus años de lucha. De los odios y resentimientos que llevaba en su interior. Le habló, angustiado, de la desesperación y el vacío que últimamente llenaban su vida. De la culpa que sentía.

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Esa culpa enorme y tormentosa que no le permitía mirar a sus hijos a la cara. Le habló de Mariano y de Carmen y del país que les dejaba. Juan escuchaba en silencio, procesaba por dentro el sufrimiento de su amigo. Sufría con el dolor que él llevaba.

—Carlos— dijo Juan cuando este finalmente calló. El odio y la muerte no conducen a nada. No es así como tenemos que recuperar lo que perdimos. Los caminos del Señor son otros… —¿El Señor?— preguntó Carlos indignado. ¿Dónde está, que no lo puedo ver? ¿Estará de vacaciones?— comentó con ironía, recordando el viejo grafiti de la calle Cuba. —El Señor está siempre presente y nada tiene que ver con lo que los hombres hacen… —Obvio, “El hombre es lobo del hombre”, cuando conviene, en las malas, claro y es al Señor a quien hay que agradecer por su ayuda en las buenas… No me cierra… —Los hombres tienen su libre albedrío que les da libertad de actuar. Somos nosotros los responsables de lo que hacemos y son nuestros actos, no tengas dudas, los que algún día tendremos que explicar. Como dice Francisco, nuestro santo padre, hay que volver a la luz, la luz de la Fe. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta, de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida.

Juan, buscó en LUMEN FIDEIvi, la encíclica papal, las palabras para reconfortar a su amigo. Le habló de la fe y de la importancia de recuperar la conexión de la fe con la verdad. Citando textualmente a Francisco continuó diciendo…

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—Recuperar la conexión de la fe con la verdad es hoy “…aún más necesario, precisamente por la crisis de verdad en que nos encontramos. En la cultura contemporánea se tiende, a menudo, a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica: es verdad aquello que el hombre consigue construir y medir con su ciencia; es verdad porque funciona y así hace más cómoda y fácil la vida. Hoy parece que ésta es la única verdad cierta, la única que se puede compartir con otros, la única sobre la que es posible debatir y comprometerse juntos. Por otra parte, estarían después las verdades del individuo, que consisten en la autenticidad con lo que cada uno siente dentro de sí, válidas solo para uno mismo, y que no se pueden proponer a los demás con la pretensión de contribuir al bien común. La verdad grande, la verdad que explica la vida personal y social en su conjunto, es vista con sospecha. ¿No ha sido esa verdad —se preguntan— la que han pretendido los grandes totalitarismos del siglo pasado, una verdad que imponía su propia concepción global para aplastar la historia concreta del individuo? Así, queda solo un relativismo en el que la cuestión de la verdad completa, que es en el fondo la cuestión de Dios, ya no interesa. En esta perspectiva, es lógico que se pretenda deshacer la conexión de la religión con la verdad, porque este nexo estaría en la raíz del fanatismo, que intenta arrollar a quien no comparte las propias creencias. A este respecto, podemos hablar de un gran olvido en nuestro mundo contemporáneo. En efecto, la pregunta por la verdad es una cuestión de memoria, de memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede conseguir unirnos más allá de nuestro « yo » pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen de todo, a cuya luz se puede ver la meta y, con eso, también el sentido del camino común.

Juan, siempre siguiendo la encíclica papal, le hablaba del amor y su conexión con la fe.

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—“…Precisamente por su conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz... La luz de la fe permite valorar la riqueza de las relaciones humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida común. La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo. Sin un amor fiable, nada podría mantener verdaderamente unidos a los hombres. La unidad entre ellos se podría concebir solo como fundada en la utilidad, en la suma de intereses, en el miedo, pero no en la bondad de vivir juntos, ni en la alegría que la sola presencia del otro puede suscitar. La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común. Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce solo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza…”

Juan continuaba hablando de la familia:

—En la familia, la fe está presente en todas las etapas de la vida, comenzando por la infancia: los niños aprenden a fiarse del amor de sus padres. Por eso, es importante que los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia, que acompañen el crecimiento en la fe de los hijos. Sobre todo los jóvenes, que atraviesan una edad tan compleja, rica e importante para la fe, deben sentir la cercanía y la atención de la familia y de la comunidad eclesial en su camino de crecimiento en la fe. Todos hemos visto cómo, en las Jornadas Mundiales de la Juventud, los jóvenes manifiestan la alegría de la fe, el compromiso de vivir una fe cada vez más sólida y generosa. Los jóvenes aspiran a una vida grande. El encuentro con Cristo, el dejarse aferrar y guiar por su amor, amplía el horizonte de la existencia, le da una

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esperanza sólida que no defrauda. La fe no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades.

Proseguía disertando sobre la naturaleza…

—La fe, además, revelándonos el amor de Dios, nos hace respetar más la naturaleza, pues nos hace reconocer en ella una gramática escrita por él y una morada que nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos invita a buscar modelos de desarrollo que no se basen sólo en la utilidad y el provecho, sino que consideren la creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien común.

Y el perdón…

—La fe afirma también la posibilidad del perdón, que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso; perdón posible cuando se descubre que el bien es siempre más originario y más fuerte que el mal, que la palabra con la que Dios afirma nuestra vida es más profunda que todas nuestras negaciones. Por lo demás, incluso desde un punto de vista simplemente antropológico, la unidad es superior al conflicto; hemos de contar también con el conflicto, pero experimentarlo debe llevarnos a resolverlo, a superarlo, transformándolo en un eslabón de una cadena, en un paso más hacia la unidad.

Para terminar con la esperanza…

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—En unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día. No nos dejemos robar la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas inmediatas que obstruyen el camino, que « fragmentan » el tiempo, transformándolo en espacio. El tiempo es siempre superior al espacio. El espacio cristaliza los procesos; el tiempo, en cambio, proyecta hacia el futuro e impulsa a caminar con esperanza.

Carlos vio en su amigo la convicción de sus palabras. Vio, en ellas, una sabiduría que sabe que no tiene.

—Juan, entiendo tus palabras y quisiera compartirlas pero… tener fe en estos tiempos… ¡es algo difícil! Carlos, que siempre había sido un creyente, se sorprendió al escucharse pero se justificaba, por dentro, en el dolor de lo vivido. —Carlos, decime, ¿qué pensas de Augusto, tu hijo?¿Lo volverás a ver? ¿Será el mismo? —preguntó Juan —¡Sí, claro! Por supuesto que lo voy a recuperar!— respondió Carlos con una seguridad que desconocía.

Juan dejó que el silencio actuara. Que, en él, Carlos comprendiera el porqué de su respuesta. No hacían falta palabras, era la fe quien hablaba. Carlos lo miró en silencio y sonrió. Su amigo, sutílmente, le había mostrado su error. Nunca perdió la fe y probablemente fuera ella quien lo mantuviera con vida. Sin duda, era ella, quien noche a noche y sin saberlo, le daba fuerzas para continuar.

—Fíjate Carlos, que te hablé de la fe. La fe es un don universal que trasciende cualquier creencia. Es un don que nos permite encontrar el camino y que, en estos momentos de prueba, es cuando más fuerte debemos abrazarnos a ella.

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Juan absolvió a su amigo y le dio la comunión. Juntos salieron a caminar, sin rumbo por la ciudad. Como en los viejos tiempos hablaron de todos y de todo. Se rieron y lloraron. El tema de Alejo, su viejo amigo de la facultad y, hoy flamante ministro del régimen, ocupó un rato largo de la charla que terminó, como siempre pasaba, en filosófica. Analizando al fanatismo y sus consecuencias. Al final, cuando el sol bajaba en la ciudad, Juan le habló de lo que se estaba gestando.

—No es nada concreto pero creo que, por distintos lados, se está construyendo algo…

Juan le contó sobre los chicos robados. Que las camadas que egresan y se incorporan al mercado no llevan, contra lo que la Señora supuso, el ADN del régimen. Por el contrario, ven en él algo a superar. No hablan, de él, como si fuera un enemigo a vencer, ni con la pasión que enciende la venganza. Es más orgánico. Le contó también de su hermano que desde Mendoza está convocando a viejos dirigentes y empresarios del interior. A diferencia de otros años, había grupos que se juntaban a pensar una forma de salir. La iglesia y los rangos jóvenes del ejército también estaban participando. Carlos, conocedor de la historia, escuchó en silencio.

—Algo lo va a disparar, no sé qué, pero es solo cuestión de tiempo— dijo Juan para terminar. —Ya era hora que la sociedad se movilizara— dijo Carlos con ciertas dudas. Solo espero que hayamos aprendido de nuestra historia…

Juan lo miró extrañado, esperaba que la noticia generara otra reacción en Carlos.

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—Juan, nuestra historia está plagada de golpes. De rupturas gestadas por la unión de corporaciones como la Iglesia, el ejército y el establishment de uno u otro bando. De proscripciones y gobiernos débiles. No creo que repetirlo sea la manera de salir. Desconozco cuál sea la forma pero, la que se adopte, debe ser constructiva, fundacional... Creo que de alguna manera habría que curar al régimen y no destruirlo.

Fue al final de esta charla, cuando Carlos le contó de su libro.

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17. Año VII del Régimen. Campamento de los “Niños R obados”

Los campos de polo no siempre formaron parte de la geografía de nuestras pampas. Pero, de la mano de los ingleses y casi tan temprano como se iniciara su práctica en las tierras del norte, se inició en nuestras vastas llanuras. Antes de que finalizara el siglo XIX, el polo se practicaba en nuestras estancias y para 1893, TEAM HURLINGHAM, había ganado los primeros 2 abiertos iniciando, con ellos, la rica historia del deporte en el país. Una historia escrita gracias a nombres y equipos memorables que brillaron en los juegos olímpicos de Paris en 1924, Berlín de 1936 y que se consagraron ganando la copa de las Américas, para no perderla más, en aquel memorable año del ´36. El deporte prosperó a base de éxitos y nuestros jugadores, y sus petisos, fueron los más valorados del globo. Competían contra reyes y sultanes y representaban al país con excelencia. Naturalmente ocultos entre campos, los clubes se abrían como oasis en lugares donde uno, si no pertenecía al círculo, jamás adivinaría que existían. Enormes extensiones de campos sembrados por canchas y añosas arboledas, equipados con magnificas y antiguas mansiones eran su marco geográfico. Se repartían por toda la provincia y el interior, pero convivían naturalmente con su entorno y su gente. Eran, después de todo, gente de campo y muchas veces un mate y sus petiseros eran su mejor compañía. Su práctica, naturalmente vinculada con muchos de los grandes apellidos de nuestra sociedad, fue prohibida por el régimen. Se lo consideró un deporte de “oligarcas” y “vende patrias”. Y con ella, sus campos fueron confiscados y destinados a usos más productivos que andar corriendo como indios en un caballo. De entre los cientos de clubes había uno que era, por trayectoria y organización, una verdadera fábrica de polistas y caballos. De sus

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filas y de sus genes, salieron muchos de los grandes apellidos que brillaron en las décadas previas al régimen. Invisible, en el lateral de una angosta calle, se abría para dejar pasmados a sus visitantes. Las canchas alternaban con un campo de golf, con arroyos y una laguna. Sus caballerizas, construidas con destacada velocidad a pedido de algún sultán, no carecían de la clase y equipamiento del lugar. Entre todos los edificios se destacaba el hotel, de nombre real, que servía como club house y salón de eventos para las inolvidables fiestas o remates que se celebraban. Fue este, entre tantos clubes, que “los compañeros” eligieron para campo de los niños. El otro, fue el de Cañuelas. En aquel abril de 2016, cuando los transportes militares llegaron a la zona, llevaban en ellos a todos los alumnos que fueran sustraídos de la capital. Los “campos de enseñanza”, como fueron llamados bajo el programa de “Educación para todos”, ya habían sido adaptados a las nuevas necesidades. En las dieciséis hectáreas que ocupaban la cancha uno y dos, se ubicaron las barracas. Largas construcciones prefabricadas que servirían de dormitorios. Separados por zonas de baños, los barracones alojaban entre cuarenta y sesenta chicos que disponían de un catre, una mesa de luz y un baúl al pie de la cama. De pulcritud militar, no se permitían ni fotos, ni imágenes, ni libros o recuerdos que rememoraran el pasado. Al ingresar se les asignó un número a cada uno y se les recomendó olvidar sus nombres y apellidos, —Mientras más rápido lo hagan, mejor— Los chicos estaba divididos por edades y grupos identificados con colores. No se permitían que hermanos de sangre pertenecieran a un mismo color. Las aulas habían sido diseñadas y equipadas con tecnología de punta. Eran amplias y luminosas con pizarrones inteligentes y todos los elementos pedagógicos necesarios para brindar una enseñanza acorde con las pretensiones del régimen. Cada color tenía asignada un área de barracas y de enseñanza como también un sector para la práctica de deportes. Salvando las circunstancias, de cautiverio y la frialdad de las barracas, eran instalaciones dignas de un campus

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universitario. Un campus cerrado e impenetrable, rodeado en todo su perímetro por una doble hilera de cerco olímpico rematado, por sobre los 5 mts, con alambre de púas. Ambas hileras estaban separadas entre sí por una fosa de unos diez metros de ancho y unos cinco de profundidad. Custodiada por torretas de seguridad cada cincuenta metros, el perímetro inmediato, tanto interior como exterior, estaba completamente pelado de vegetación en una distancia de unos cien metros. Superado este anillo estéril se había forestado todo el perímetro con cañas de especies densas y perennes que impedían, desde el interior, tener noción de las siete llaves bajo las que estaban encerrados. Sofía, mujer de carácter y de pocas vueltas, era, en otros tiempos, la dama del lugar. Junto a su marido habían construido, su paraíso, de la nada y no estaban dispuestos a dejarlo. Al estallar la revuelta, puso a sus hijos en otros suelos, pero ella no se quiso marchar. Su marido, que la amaba, tampoco. Impertinente, en un mundo de hombres que la dejaban de lado, formó su carácter sin callarse la boca. De charla rápida y atolondrada no se le solía escuchar más que críticas a lo que se hacía sin su consulta. No perdonaba ni a reyes ni sultanes y se jactaba de defenestrar a su “patrón” por no contemplar un lavadero adecuado para su mansión, la más ostentosa del lugar. Así, dueños y prisioneros a la vez, se quedaron como testigos privilegiados de la surrealista transformación de sus tierras. Cuando los “niños robados” llegaron, Sofía, comprendió por qué no se pudo marchar. Encontró por fin su misión. Esos chicos la necesitaban y sus carceleros también. “Los muchachos” de las fuerzas especiales, custodios del lugar, apenas la toleraban. Sus críticas y quejas, que no respetaban ni cargos ni armas, eran para ellos parte del suplicio local, pero, protegida como estaba, no se la podía tocar. Así, sin quererlo ni imaginarlo, ella y su marido, se trasformaron en abuelos de mil nietos, en custodios de la memoria, en los padres que no estaban y en testigos de sus muertes. La libertad, que su boca inquieta le daba, le permitía moverse por todo el lugar. Entraba y con solo quejarse, en

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sus impertinentes formas, se la dejaba sola. Los carceleros huían para conservar su cordura mental, si es que todavía la tenían. Tanta libertad no fue desperdiciada y fue ella quien se encargó de vincular números con apellidos. Pacientemente, conservó sus historias para que, las historias de esos “niños robados”, no se perdieran. A través de cuentos, a la noche, les hablaba de sus familias y sus valores. Les contó de un país, al que llamó “Siempre otra vez”, en el que sus dirigentes cometían una y otra vez los mismos errores. Para los “niños robados” no fue fácil la vida al principio. Los llantos y desesperación de los chicos eran muy difíciles de contener. Sólo la entrega de las maestras, secuestradas con ellos, y el amor de Sofía, lo pudo hacer. Con el tiempo, a medida que pasaban los años, las maestras fueron reemplazadas por docentes especializados y los chicos se fueron acostumbrando a su nueva vida. Los mayores, fueron los que más sufrieron pero, a fuerza de rigor, los compañeros, consiguieron doblegarlos. Como en toda acción bélica, hubo algunas bajas. Varios chicos, que no se resignaron, intentaron, en vano, escapar. Sus tumbas se cavaban en el mismo lugar de su muerte, sin cruz ni nombre, tan solo una estaca negra, marcaba el lugar. Sofía, en nombre de todas las madres, cubría con flores su triste final. La vida era simple y ordenada. Se levantaban a las 6.00, arreglaban su cama y se lavaban. A las 6.30 debían estar desayunando y a las 7.30 entraban a clases hasta las 12.00 que almorzaban. A las 13.00 regresaban a clases hasta las 17.00 que tenían libre para jugar o deambular en los parques hasta las 18.30, hora en que se debían bañar y estar listos para cenar a las 19.30. A las 21.00, se apagaban las luces. De lunes a lunes, todos los días eran iguales. La curricula fue cuidadosamente estudiada para formar a los futuros dirigentes. Atea, marxista y equilibrada, entre el humanismo y las ciencias, a medida que se identificaban sus fortalezas, los alumnos eran especializados en un área. La instrucción cívica y formación ciudadana era el área especial de los “muchachos” y, obviamente, era la materia que más tiempo consumía. A través de ella y ciertas

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prácticas especiales, se pretendía formar hombres cultos e instruidos, amantes y fanáticos del régimen. Pero eso era desconocer la voluntad del hombre. Era una mañana fría del mes “tercerus” del séptimo año del Régimen cuando descubrieron su cuerpo sin vida. Simplemente, se durmió para ya no volver a despertar. Fue un golpe duro para los chicos que la habían aprendido a amar y su entierro convocó a todos los que estudiaron en ese lugar. Hacía ya dos años, que las primeras camadas de niños robados, habían sido liberados para incorporarse al régimen. Luego de siete años de estudios secundarios y terciarios, mediante una sencilla ceremonia, se les asignaba un puesto dentro de la estructura jerárquica del régimen y ya no regresaban más. Los que quedaban, nada sabían de ellos y, el reencuentro, resultó confortante ante tanto dolor. La voz de Sofía les mostró el camino a los mayores. “No olviden quienes son ni dejen que ellos, los menores, lo hagan”. “Estudien y aprendan. Conserven la vida, la dignidad y la fe. La fe en sus familias que los aman y en Dios que es su padre”. Fue su marido, a lomo de caballo, quien con ayuda de los lugareños, que tanto lo respetaban, distribuyó la consigna de su mujer. En todos los “campamentos de estudio”, los mayores, adoptaron la obligación de recordar. Por la noche, cuando las luces se apagaban, les contaban cuentos de sus familias a los menores, los llamaban por sus nombres y apellidos para vencer a ese “número” alienante, les hablaban del país en que habían crecido. Cuando egresaban, la siguiente camada, tomaba la posta sagrada de no desaparecer, de no dejarse devorar por el régimen, de saber que algún día volverían a sus familias. Fe, esperanza y caridad. Tres conceptos simples que Sofía les inculcó y que ningún adoctrinamiento pudo vencer. Sofía, fue una madre y todos fueron a despedirla.

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Las autoridades del campamento, más por precaución que por respeto, concedieron que se celebrara una misa y fue Juan quien la celebró. Transportado hasta el lugar con los ojos tapados sólo se los descubrieron al llegar. Durante el viaje, Juan calculaba que Augusto, tendría unos quince o dieciséis años. Se preguntaba si lo reconocería, si lo podría llegar a ver. Juan no sabía lo que pasaba. Había sido convocado con urgencia por “CM, cincuenta y tres” quien le informó lo mínimo indispensable y, siguiendo los procedimientos, lo trasladó hasta el batallón que lo llevaría al lugar. Prolijamente formados, con sus cabezas gachas, cientos, quizás miles de chicos de entre doce y veinticuatro años esperaban en silencio las palabras de Juan. Por primera vez, desde que fuera ordenado, Juan no supo qué decir. Miraba a esos chicos y percibía su dolor. Un dolor que compartía con intensidad. No por Sofía, a quien no conocía, sino por ver en ellos a cientos de familias rotas, violentamente separadas, por un régimen cruel y malvado. Creía ver en ellos a sus amigos y a su familia. Buscaba, desesperado, entre aquellas caritas inocentes a sus ahijados y a los hijos de sus amigos. Se acordó de Carlos y de su dolor. Los minutos pasaban y no podía hablar. Tratando de recomponerse, desvió su vista para recorrer el lugar. Estaban en una especie de descampado, rodeados por estacas negras cuyo significado sólo comprendió al ver la que yacía junto al ataúd. Sintió que temblaba y comenzó a llorar. Desarmado y entre lágrimas celebró la misa. Juan, era consciente de la educación atea que habían recibido estos chicos pero no dejo pasar la oportunidad. A falta de hostias, consagró el pan y con él, en lenta procesión, les dio de comer uno por uno a todos los chicos del lugar. Al regresar, Juan memorizaba las caras que había creído ver. Algunas eran inconfundibles, copias en escala de sus padres. Otras no tanto. Estaba convencido que Augusto lo había reconocido. Sus miradas se cruzaron durante la comunión, sus manos se estrecharon

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por un rato, pero fue su sonrisa, la sonrisa de Augusto, quien mandó el mensaje. No podía esperar para verlo a Carlos.

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18. Año VII del Régimen. Club de Armas de San Isidr o

Fueron llegando, a la hora acordada, en grupitos de a dos o tres. La noche del mes “tercerus” era fresca y agradable. La plaza redonda, donde, en otras épocas, tantas veces las hinchadas se habían juntado presenciaba, esta vez, a un pequeño grupo de rebeldes. Eran chicos, de entre veinte y veintisiete años, no más. Pero, que se negaban a obedecer. Se negaban a seguir olvidando aquello que habían amado. Serían unos treinta o treinta y cinco soñadores, que, en silencio, bajo la única luz de la luna, se volvían a encontrar. Volvían a cumplir rituales simples, inocentes, olvidados. Probablemente, cenaron pastas aquella noche, lustraron botines y enrollaron sus vendas. La batalla no sería fácil, pero estaban preparados para dejarlo todo. Hacía mucho tiempo que no había de estas batallas pero, ellos, ya estaban cansados, ya no querían ser los corderos que veían en sus padres. Y este, sería su grito. Hoy correrían y lucharían para defender lo que es de ellos. Hoy, en esta noche, gritarían que siguen vivos. El Club de Armas de San Isidro, fue el nombre con que el régimen rebautizó al club con más campeonatos de Buenos Aires. Fundado a principios del siglo XX en terrenos cedidos por don Manuel Aguirre y su hija, recién en 1917 se consolidó como un referente del rugby local. Desde entonces entregó algunos de los nombres más memorables de nuestros Pumas. La cintura de sus socios permitió que aún conservara su vieja fisonomía aunque del rugby ya no se hablara más. Como los otros clubes ingleses, el club había sido adoptado por el régimen para que su sociedad disfrutara del deporte. En este caso, quizás por los antiguos cañones que había en su entrada, fue adoptada para la, siempre útil, práctica de tiro. Se conservaban los edificios y la pileta, pero la cancha de hockey fue techada y se trasformó en un polígono cerrado. Quedaba algo del diseño de la cancha uno, pero la vieja tribuna se había trasformado en un gigantesco blanco. Plagada, en las pedadas de cada grada,

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con siluetas de personas, se la usaba para la práctica de tiro a distancia con armas de guerra. Bajo ella, con sus puertas tapiadas, y perforada por cientos de agujeros, los viejos vestuarios servían como depósito permanente de casquillos. Algún día caería, todos los sabían, pero, hasta tanto eso no ocurriera, debía servir para la patria... Algunos ya se conocían, otros no. Justo los presentó. Todos eran hijos de alguien que, alguna vez, había jugado en aquella cancha, “la Catedral” como se la conocía en el ambiente. Todos habían escuchado cientos de historias de ella. Recuerdos de éxitos memorables o de tristes derrotas. De campeonatos y vueltas olímpicas. De luchas encarnizadas terminadas en abrazos de amigos. Fue el entierro de Belisa quien los volvió a juntar, fue ahí, quizás como un último consejo de esa vieja luchadora, que por primera vez imaginaron esto, que estaban por vivir, y ya no pudieron parar. Los tímidos planes iniciales crecieron y tomaron la fuerza de una proclama. Ya no era un juego. Se habían organizado en dos grupos de quince. Cada uno con sus funciones. Unos se posicionarían a la izquierda y otros a la derecha. En la plaza, agazapados dibujaban sobre el suelo los gráficos en donde se ubicarían. Tenían que ser rápidos y certeros, no había margen de error y eran conscientes del peligro que estaban enfrentando. El punto de ingreso sería por la vieja puerta entre la pileta y el bar. Desde ahí, forzarían la entrada al vestuario. La proclama debía ser completa y, ello, implicaba la salida por el vestuario. Faltando cinco minutos, para la hora definida, los chistes y bromas se apagaron y los nervios y miedos tomaron su lugar.

—Vamos— dijo Justo. Avanzaron en silencio y sortearon la puerta. El camino al vestuario estaba despejado. La guardia del lugar tomaba quince minutos en regresar, tiempo suficiente para llegar. Ingresando por atrás de la

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pileta llegaron al lateral de la tribuna. El barcito de choripanes ya no estaba. Conocían bien todos los rincones del predio. ¡Cuántas veces habían estado saltando sobre sus escalones de cemento! La cancha se les abrió no bien llegaron a la esquina. Sin alambres ni palos ni tribunas, parecía enorme. La luz de la luna era suficiente.

—¡Está marcada! —dijo alguien. —Sí, me contó el viejo —dijo Patito— que Cachito, el que mantenía la cancha, nunca dejó de hacerlo. Parece que lo encerraban y le pegaban, pero siempre, cuando lo soltaban, la volvía a marcar. Al final, lo dieron por loco y lo dejaron hacer. Es la única cancha marcada del país…

No bien pasó la guardia fueron directo al vestuario. Tendrían otros quince minutos. Más rápido de lo pensado estaban adentro. Sucios y arruinados, los vestuarios no dejaban de ser los que conocían. El piletón estaba lleno de escombros, el olor a meo, mareaba, pero a ellos, no les importaba. Callados, pero felices, comenzaron con la tarea de convertirse en guerreros.

—De la antigua fábrica del viejo —dijo Justo, sacando dos juegos de remeras que repartió según lo acordado.

Los dos equipos aguardaban la señal. En hilera, esperaban en el pasillo del vestuario. Algunos saltaban, otros movían los hombros y otros se estiraban. Algunos se chocaban entre ellos o mordían sus protectores. Esperaban a que pasara la guardia. La adrenalina invadía los cuerpos y tensaba los músculos. Cada uno repasaba lo que tenía que hacer. Serían quince minutos, veinte, si tenían suerte, y se retrasaba el guardia, luego, si lograban esconderse a tiempo, dispondrían de otros veinte minutos para completar la tarea. Era tiempo suficiente. A partir de ahí ya no sabían que podía pasar, que sería de ellos. Tampoco les interesaba. La guardia pasó y salieron a pelear.

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El kick-off, fue impecable. Alta, la pelota, cayó justo por detrás de la segunda línea. Sin embargo, Dimas, en el aire, curvando su cuerpo para atrás, con brazos estirados la tomó, como tantas veces su padre había hecho antes. La bajó y atacó. Mariano lo seguía por adentro pero, al recibir la pelota, pisó y buscó la media luna por el touch. Estaban jugando y eran felices. El primer tiempo pasó sin incidentes. La paridad de dos tries fue quebrada sobre el final por un poderoso ala, tímido y callado, que venía del club GEBA. El segundo, encontró al equipo de Justo ganando cuando un guardia, que no tenía que pasar, pasó por el lugar. No entendía qué pasaba y siguió, sin que los chicos se enteraran. Desafortunadamente, el guardia se lo comentó a su superior, quien a su vez se lo comentó al suyo. Pasaron tres o cuatro mandos en la cadena, antes de que pudieran reaccionar. Atu, barrió de costado a quien llevaba la pelota. No la pudo acomodar y fue recuperada por el “Pomito” quien rápidamente la pasó a Teo. Este encaró para quebrar la línea de ventaja. El pequeño “Patito”, bajando el hombro, lo paró, aunque no a tiempo como para evitar el pase. La recibió un segunda línea, hijo de Rafa, que fue detenido a fuerza de tackles. El maul derivo en ruck y el medio la abrió para el otro lado. Tomy, la pasó con un salteo al centro y entonces le llegó a Fede, el poderoso wing descendiente de galeses. Fede corrió en una amplia medialuna y, a diferencia de su padre, antes de ser cerrado por el fullback, la pasó. Mariano ingresaba por el interior. Sólo le quedaba el wing ciego que barría desde el lateral. Se tuvo fe y se mandó. Amagó hacia adentro y piso para afuera. Corrió las 10 yardas que lo separaban del in-goal y se lanzó, junto a él, Fede y Justo que llegaban en apoyo. Festejaban todos abrazados, cuando las luces se encendieron y se vieron rodeados de soldados. Luego de los interrogatorios fueron esposados por la espalda, con ojos vendados, los tiraron boca abajo sobre la línea del lateral que daba a la tribuna. Separados, ocupando toda la cancha, no podían

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percibirse. En silencio, esperaban su destino. No sabían cuál podría ser, pero lo imaginaban cruel. Las horas pasaban sin que nada pasara. El sol salía y ellos continuaban en el suelo. Los soldados, aburridos, comenzaron a disparar a los blancos de la gradas.

—¿Y si apuntamos más abajo? —gritaban entre ellos a las risas. —Mirá como salta el gordito —decía uno, mientras disparaba a centímetros de sus pies.

Los treinta jugadores esperaban con sus nervios rotos un desenlace que se hacía cada vez más evidente.

—¿Cuáles son? —preguntó el Comisario—. ¿Llamaron a sus padres? —Están por llegar —dijo uno de los cabos.

Regresar a “la catedral” fue algo que el “Tio”, a lo largo de todos estos años, siempre quiso evitar. No imaginaba qué hacía su hijo ahí. Evitaba ese lugar, esa cancha, en la que tantas veces había jugado. Ella, pertenecía a otra época, a otra Argentina que ya no estaba. Ella invocaba recuerdos y sensaciones que chocaban con sus convenientemente adoptados, valores. ¡¡La Catedral! Quizás, una de las canchas más emotivas para jugar. Recuerdos imborrables se amontonaban contra su voluntad. Era inútil luchar, formaban parte de lo que él era. Ese campeonato ganado en aquella cancha explotaba en sus recuerdos. Desbordaba en sus emociones, mientras ingresaba al predio. Sus pelos se le erizaban mientras confrontaba sus recuerdos con su vida. La Catedral tenía esa fuerza de emocionar, que solo la historia podía dar. Al llegar a la tribuna, percibió claramente la situación, vio treinta adolescentes vestidos de rugby, entre ellos su hijo. Se dirigió hacia el Comisario. Lo encontró discutiendo con el Comandante Leo.

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—Bueno —dijo el comisario, viendo al “Tío”. —¿Qué hago con estos delincuentes? —preguntó señalando a los jugadores. —¡Son chicos! —arriesgó el “Tío”. —¡Están practicando un deporte prohibido hace años! ¡Un deporte de oligarcas! Y, para colmo, ¡dos de ellos son hijos de funcionarios importantes del régimen! ¡Qué mensaje van a dar!

El Comisario actuaba su acto en busca de su habitual objetivo. Unos pesos que lo ayudaran a llegar a fin de mes. Leo y el “Tío” lo sabían pero no podían aflojar. Fue necesario un “cumpla con su deber” o “llévelos presos, ya no son nuestros hijos” para hacerle ver al comisario que nada iba a lograr. Entonces fue este quien empezó a notar que, en realidad, eran unos chicos, que en las cárceles los matarían, que todo esto no le parecía bien, que podría haber otro camino para, finalmente, terminar pidiendo unos mangos y dejarlos salir.

—Ok, pero me llevo a todos —dijo el Tío—. Acá no pasó nada. —Va a tener que adornar a todos —dijo el comisario señalando a policías y soldados que miraban, a la distancia, la discusión.

Cerradas las negociaciones, tras pasar por el vestuario, el grupo se desarmó de la misma manera en que se había formado. La plazoleta redonda sirvió de punto de salida. Los chicos, a los abrazos y bajo la atenta mirada de dos funcionarios del régimen, se juraron volver a jugar.

—¿¡Qué carajo pensabas?! —Le gritó el “Tío” a su hijo—. ¡Te podrían haber matado sin siquiera preguntar! —¡Viejo, no quiero más! ¡No quiero seguir viviendo así! —contestó su hijo con lágrimas en sus ojos.

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—No te entiendo —dijo el “Tío” más tranquilo—. Tenés todo lo queres. Tu familia completa, seguridad, podes estudiar tranquilo, tenés auto, plata… ¿Qué más querés? —Viejo, ¡no tengo nada! Nuestros amigos, los verdaderos, los de siempre, ya no están o nos esquivan. Puedo estudiar, pero bajo las condiciones y el control del régimen. No puedo jugar porque a ellos no les gusta el rugby. ¿Qué clase de país es este que prohíbe la práctica de un deporte? ¿Quién nos dice que podemos o no podemos hacer? ¿Cómo es que el país que alguna vez me contaron y que viví de chico, se convirtió en esto? ¿Y vos? ¿Quién sos que ya no te conozco? ¿Cómo puede ser que hayas cambiado tanto? Viejo, ¡tengo más cosas en común con esos chicos que hoy arriesgaron su vida por un ideal que con vos! Te parecerá pelotudo… pero no se trataba tan solo de un juego. Fue un grito de libertad. Fue como tirar el té en la bahía…

En otro auto, se discutía la misma conversación. El comandante Leo recriminaba a su hijo y, este, le recriminaba a él por el país que les habían dejado.

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19. Año VII del Régimen. Augusto

Carlos, soñó con sus hijos y con Carla, su mujer asesinada en la “noche de los corderos”. Soñó, vivamente, con la mañana de aquel nefasto día de abril. Cuando las fuerzas militares secuestraron a los que con el tiempo llamarían los “niños robados”. Volvió a ver a Mariano y a Carmen en sus camas, enfermos. No irían al colegio. Volvió a ver a Tuto llorando porque no quería ir. Quería quedarse en casa con sus hermanos. Se vio, a sí mismo, gritando y arrastrando a su hijo al colegio. Sintió de nuevo ese abrazo que Tuto le dio al despedirse. Un abrazo largo y húmedo. Tuto lo besaba entre lágrimas, acariciaba la cara de Carlos como si fuera la última vez que lo fuese a ver. De alguna manera, Tuto, sabía que así sería. Carlos transpiraba y se retorcía en la cama. Sufría. Vivía esta pesadilla casi todas las noches. —¡¡Perdón, Perdón!! —gritó al despertarse. Incorporado, repasaba en silencio lo que Juan le había contado. ¡Tuto vivía!

—Es la hora. Vamos —dijo Mariano, mientras ayudaba a su padre a levantarse.

Mariano estaba preocupado. Esperaba que Juan no se hubiera equivocado. Desde que Juan le contara, unos meses atrás, que había visto a Tuto en el entierro de una tal Sofía, su padre no dejaba de pensar en él. Ingresar al campamento era lo único que le importaba. Mariano sabía era una locura e intentó convencer a su padre de que desistiera. Pero fue inútil. Vencido, buscó la manera de ayudarlo, pero cómo? Esos campamentos eran inexpugnables. Fue Juan, con ayuda de los numerales, quien encontró la forma y por la noche lo intentarían. Justo, Carmen y Mariano esperaban a la orilla de la ruta bajo una noche cerrada. Hacía tres horas que Carlos se había marchado. Ayudado por uno de los “numerales” amigos de Juan, intentaría

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ingresar al campamento de estudio en busca de Augusto. La noche era oscura, sin luna. Carmen y Mariano no reconocían el lugar que habían visto de niños. Sólo una espesa maleza en lugar de los campos abovedados de verde “tiften”. Las residencias, entre lagos y paseos que alguna vez se habían construido, ya no estaban. Fueron demolidas a balas de los cañones en épocas de la revuelta. El polo también había sido un núcleo de resistencia duro y duro había sido el castigo. Carlos seguía a ese joven amigo de Juan desde atrás. Avanzaban en silencio por los oscuros caminos. La cabeza de Carlos explotaba de tantos, miedos, angustias y emociones. Tuto, su Augusto, sería casi un hombrecito. Lo había visto por última vez la mañana en que se lo llevaron. Tenía entonces casi ocho años y una alegría que no conocía de límites. Hoy, a sus dieciséis años, su cuerpo, sus facciones deberían ser distintas. Lo reconocería? ¿Reconocería Tuto a su padre? ¿Querría hablarle o lo odiaría? Tantas preguntas se amontonaban en su cabeza que no podía avanzar. Guiado por “cuatrocientos noventa y cinco”, como si fuera un profesor especial, fue ingresado al campo. Sortearon los sucesivos controles con la angustia de no saber si pasarían. La credencial y el permiso eran auténticas y habían sido obtenidas por acción de los numerales. Pero en este oscuro rincón de la patria, solo prevalecía la voluntad de la guardia. Ingresados al campo, el peligro no había pasado. Rápidamente su acompañante le procuró un lugar privado y luego mandó a buscar a Augusto, identificado en estos muros, como “mil ochocientos treinta y tres”. Augusto, entró, respetuoso, no sabía por qué lo llamaban. Carlos veía a su hijo por primera vez en años, sus piernas se aflojaban y apenas lograba contenerse. Tuto, se había trasformado, ya era un hombrecito, estaba alto y rapado. Se lo veía serio y apagado. Padre e hijo solo tardaron un segundo en abrazarse, las lágrimas brotaban de ambos y los brazos no alcanzaban a abarcarse. Carlos lloraba desconsoladamente. Arrodillado frente a su hijo tan querido, sólo podía pedir perdón. Perdón por defraudarlo, por

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no haber podido cuidarlo, por su madre que había muerto y por los años que le habían robado. Augusto lloraba por su padre, por la pena que sentía en él, por sus hermanos que no había podido ver crecer y lloraba por él, por su encierro, que nunca pudo entender, porque seguramente había hecho algo para merecerlo. Lloraron hasta que las lágrimas se secaron y solo entonces pudieron hablar. Fue una charla larga y tierna. La vieja risa de Tuto, esa que derretía a todos, salió nuevamente. Sus ojos brillaban con la picardía de siempre. Ansiaba que le cuente de sus hermanos, de su madre. Carlos no tuvo el valor de decirle la verdad, no quiso agregarle dolor al encierro y mintió. Augusto le habló de Sofía y de Miss Cony, su maestra jardinera, de su cariño en esos terribles primeros meses de encierro. De cómo los cuidó y consoló, a todos, cuando lloraban. De lo solo que se sintió cuando Miss Cony murió. Le contó de los chicos más grandes y sus cuentos. De sus amigos. Carlos miró a “cuatrocientos noventa y cinco” suplicando con sus ojos su ayuda. No puedo dejarlo, dijo llorando. —Vamos a casa —dijo abrazando a Tuto. —No puedo —dijo Augusto, tengo chicos que cuidar, una tarea que terminar… Carlos no entendía nada, su corazón se partía de solo pensar en perderlo nuevamente. Solo las horas y la insistencia de su guía logró separarlos. Augusto miró a “cuatrocientos noventa y cinco” buscando su aprobación y este asintió. Se acercó al oído de su padre y le susurró su tarea. —La cumplieron muchos que ya salieron y ahora me toca a mí, no me puedo ir —dijo Augusto con lágrimas en sus ojos. Al salir por la puerta, encorvado por el peso de su angustia, Carlos giró para verlo una vez más. Augusto sonreía, derecho con sus hombros marcados y la cabeza en alto. —No te rindas —le dijo Augusto a su padre al despedirse. Salieron ante la mirada atenta de la guardia. Caminaron despacio conteniendo sus miedos. Pasaron por un campo desierto, tan solo sembrado por negras estacas, por una y otra puerta. Lentamente cruzaron por el puente de la zanja, hasta llegar al exterior. Carlos

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estaba agotado. Se sentía vencido, sentía que lo había perdido nuevamente. Luchaba por contenerse, pero no lo lograba. Lloraba un llanto seco y profundo. El dolor salía de adentro, eran sus vísceras que se retorcían, sus músculos que se aflojaban, sus órganos que se negaban a seguir trabajando. Le faltó el aire y se desmayó. “Cuatrocientos noventa y cinco”, lo cargó en sus hombros. Veía en él, el sufrimiento de todos. De su padres y de sus hermanos que ya no estaban. De sus maestros y amigos, de todo un pueblo que, por egoístas, dejaron que esto pasara. Caminaba cargando a Carlos cuando, inconscientemente, de sus ojos, brotaron sus primeras lágrimas en años. ¡Cuánto dolor se puede llegar a soportar! —pensaba. Justo calculaba que Carlos llegaría en cualquier momento y, sin perder su alegría, contaba chistes para distraerlos. Hablaba sin parar pero no lo escuchaban. Mariano y Carmen temían por su padre. Justo contaba de su experiencia como jugador en la liga francesa, de su accidente y de su regreso. Recordaba los asados de su viejo, que tanto extrañaba y a los amigos de su padre que murieron unidos tal como vivieron. De que sabiendo lo que acá pasaba, no pudo evitar volver. Este era su país y no se podía rendir… No los vieron llegar, simplemente, salieron de la oscuridad.

—¡Papá! ¿Qué pasó? —gritó Carmen, horrorizada, mientras corría hacia ellos. —Nada grave. Solo se desmayó —dijo “Cuatrocientos noventa y cinco”, mientras apoyaba a Carlos en el pasto—. Creo que fueron muchas emociones… Vamos al auto, tenemos que irnos de acá, puede ser peligroso…

Carmen y Mariano abrazaban a su padre, mientras Justo conducía. Carlos se fue recuperando lentamente, y cuando estuvo más fuerte, las preguntas lo asaltaron.

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—¿Entraste? ¿Lo viste? ¿Cómo está? —Las preguntas se amontonaban en boca de sus hijos. —¿Qué te contó? —preguntó Justo. —Pero, ¿por qué no lo trajiste? —gritó Mariano, con un nudo en su garganta. —Dice que está bien, que está con varios amigos e hijos de mis amigos. Dice que si bien son duros, los cuidan bien. Que por las noches, a ellos les toca cuidar a los menores, como a ellos los cuidaron sus mayores. Dice que tengamos paciencia que ya van a volver… —Pero, ¿qué significa? —No sé...

Llegaron a su casa cuando el sol estaba saliendo. Mariano y Carmen dormían. Carlos no podía dejar de pensar e imaginar una y mil veces lo vivido. Recordaba las palabras susurradas por Augusto una y otra vez. Justo se despidió y la familia abrazada entró a su casa.

—Viejo, ¿qué te dijo Tuto? —preguntó Mariano. —Te conté todo… —No. Hay algo que no me estas contando. Estas callado pensando como si estuvieras intentando entender… —Al despedirnos, me susurró algo al oído. Como en secreto… —¿Qué dijo? —interrumpió Carmen con su habitual potencia. —No entendí fue algo así como “…ellos no lo saben, pero somos como un virus que les está infectando su sociedad”. Y, como les dije, se despidió pidiendo que tuviéramos paciencia. —Pero ¿qué quiere decir? ¿A quiénes se refieren? —Yo interpreto que está hablando del régimen. Que “ellos no lo saben” se refieren a todos los miembros del régimen… —¿Y lo del virus? —preguntó Carmen, intrigada. Suena a que están hablando de una enfermedad, algo que contagia… ¿Estarán enfermos? —preguntó horrorizada.

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—¡No! —interrumpió Carlos—. Es algo que tenía connotaciones de esperanza, por la manera en que me lo dijo... Es algo por lo que hay que tener fe…

Carmen se alejó, sin decir nada se fue a acostar. En su cuarto, tapada bajo las sábanas de su cama, estalló a llorar. Extrañaba esa vida simple y feliz que había conocido, la compañía de su mamá. Carlos entró y la abrazó. Acostados en la cama, con su cabeza apoyada en los brazos de su padre, como cuando era chica, padre e hija charlaron como hacía rato no lo hacían. Sin darse cuenta se encontraron hablando de Tuto, de Augusto, cuando era chico. De las mesas en familia cuando, a fuerza de risas y ocurrencias, no dejaba a nadie más hablar o de sus actos de payaso contando chistes que no lograba entender. Carmen disfrutaba la compañía de su padre como siempre lo había hecho. Extrañaba esas mañanas en que la llevaba al cole y en las que charlaban sin parar. Cuando le contaba de sus amigas y sus travesuras o de sus asados y sus primeras fiestitas. Charlaron hasta quedarse dormidos y ambos soñaron con tiempos felices.

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20. Año VIII del Régimen. El Libro I

Carlos repasaba en silencio los acontecimientos del último año. El entierro de Belisa y esa poderosa manifestación de protesta. Dos años atrás no hubiera sido posible, pensaba. Guari y esos numerales ya egresados, que los rescataron… Juan y todo su mensaje espiritual. Mariano y sus amigos arriesgando su vida en el club de armas, otro grito inconfundible. Los llantos de Carmen. El sacrificio de Dosemme en el museo… Eran muchas señales. Algo se estaba gestando… Sentía que su libro estaba maduro, listo para salir. Esperaba dar un mensaje a través de sus páginas. Pero, ¿y sus hijos? ¿Qué haría con sus hijos? Su libro sería interpretado como un ataque al régimen, aunque no lo era. Él sabía que no lo perdonarían. Lo perseguirían y seguramente, terminaría muerto. Debía resolver primero cómo proteger a sus hijos. ¿Y Tuto? No concebía no volverlo a ver. Pero sus palabras daban vueltas en su cabeza. ¿Un virus? Pensando en esto, se quedó dormido. Cuando finalmente despertó, sabía lo que tenía que hacer. Sin desayunar, se fue para Santa Catalina, necesitaba hablar con Juan. Carlos encontró a Juan orando en la iglesia. Esperó hasta que terminó para acercarse. Juan, como siempre, le ofreció su amplia sonrisa.

—Necesito hablarte —dijo Carlos Carlos y Juan se sentaron en uno de los bancos de madera, muy cerca del altar. Carlos no dio vueltas. Conteniéndose le contó su sueño y de la decisión que había tomado de hacer circular su libro. Le contó de su charla con Tuto y de su extraño mensaje. De la interpretación que él hacía del accionar de los numerales, que como un virus, se estarían propagando dentro del régimen para curarlo.

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—Es lo mismo que dijeron los “CM numerales” que me ayudaron a ingresar al hospital del Che —recordó Juan. —Algo tenemos que hacer —dijo Carlos.

Ambos discutieron sobre el peligro que involucraba y ambos aceptaron que era un sacrificio que valía la pena correr.

—Necesito que cuides a mis hijos —dijo Carlos. —Serán los hijos que no tengo —dijo Juan.

Terminado el acuerdo, Carlos se marchó, no sin antes abrazar a su amigo como si fuera la última vez. Con fuerzas que ya no recordaba, salió rumbo a la Facultad de Arquitectura. Tenía una idea de cómo imprimir su libro, esperaba que su vieja amiga aún estuviera con vida.

Carmen, ingresaba a la facu acompañada de Justo. Tenían una entrega de Diseño y ambos llevaban pequeñas maquetas volumétricas de sus proyectos. Ambos luchaban contra el viento, interponiendo su cuerpo entre este y la maqueta, para evitar que se volara.

—¡Hay cosas que no cambian más! —pensó Carlos, mientras se reía, al ver en su hija lo que tantas veces le había pasado a él. ¡Jaja! ¡Es el viento rompe maquetas! —Viejo, ¿qué hacés acá? —preguntó Carmen ya en el interior del hall central. —Carmen, necesito imprimir un libro…

Regresar a la vieja facultad generó en Carlos cientos de recuerdos de su época de estudiante. ¡Tantos amigos! Fer, Enrique, y Daniel, que emigraron años atrás. Alejo que ahora era Ministro del régimen. Pablo

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y Pancho desaparecidos. Flor, Guy, de los que no sabía nada, probablemente también estuvieran muertos. Y Juan, siempre presente. La facultad parecía la misma, sin embargo algo, aunque no podía definir bien qué, llamaba su atención, había algo distinto, triste. Ante la voz de Carmen que le hablaba salió de su trance. Se focalizó, entonces, en su objetivo. Le explicó a Carmen y a Justo lo que necesitaba.

—Por favor, tengan mucho cuidado. Si ven el contenido del libro probablemente los maten —dijo Carlos.

Se despidieron, luego de varias advertencias y de repetir una y otra vez lo que tenían que hacer. Carlos encaró su última tarea, necesitaba ver a sus amigos y pensó en el club. Al salir, descubrió que era lo que despertaba esa tristeza. No había chicos o, mejor dicho, eran pocos con respecto a su época. Los niños robados no estaban. Calculó que, a esta altura, varias camadas de ellos deberían estar estudiando, libres, alguna carrera. Su ausencia era notable, casi palpable. Generaciones enteras sustraídas y estudiando bajo la rígida estructura y supervisión del régimen. Pensó en Augusto y no pudo evitar llorar.

La cena se desarrolló en silencio, cada uno pensaba en lo que Carlos les había dicho. ¡Pensaba hacer circular su libro! ¡Era una locura! Tarde o temprano descubrirían al autor y no tendrían pudor en matarlo. Mariano estaba enojado con su padre. No entendía lo que iba a hacer. ¿Por qué arriesgarse así? ¿Por qué ahora? Carmen, en cambio, sentía una cierta tranquilidad, una especie de resignación, ante un deber que alguien tenía que hacer.

—Viejo, no lo entiendo —dijo Mariano casi con bronca.

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—Mariano, lo tengo que hacer. Empecé a escribir este libro cuando mataron a tu madre. Desde entonces escribo, tacho y vuelvo a escribir tratando de buscar una explicación de lo que somos. —¡Pero una crítica al gobierno! ¡Te van a matar y lo sabes! —dijo Mariano golpeando la mesa. —Puede ser pero ya no importa. No es solo una crítica al gobierno, es más bien una crítica a nuestra sociedad… Es una revisión crítica de nuestra historia, de nuestros errores. —¿Qué tiene que ver la historia! ¡Si todo esto es por este maldito régimen de asesinos! —¡No es así! Y eso es justo lo que quiero que entendamos… —Pero, entonces, ¿estas defendiendo al régimen? —¡No, Mariano para nada! Pero las cosas son más complejas que las culpas que les podamos echar a un determinado gobierno. Antes tenemos que mirarnos a nosotros como sociedad. Lo que nosotros hacemos, cómo actuamos, moldea a nuestras sociedades. No es de arriba hacia abajo sino al revés. Un montón de buenos ciudadanos hacen una buena sociedad. Y es esa conciencia la que perdimos años atrás. —No te entiendo, ¡pero si siempre puteaste contra el régimen! Siempre me dijiste que eran unos mentirosos que, en base a un relato con el que engañaban a las masas, construyeron un poder que los entronizó. Se decían a sí mismos un gobierno “nacional y popular”, se proclamaban progresistas, pero fogoneaban la inflación sabiendo que los principales afectados eran los pobres. Siempre me has dicho que para gobernar, dividieron nuevamente a los argentinos. Reabrieron heridas y se proclamaron defensores de los derechos humanos, mientras les resultaba útil. Cuando dejaba de serlo, se olvidaban de todos. Decías que, impunemente y sin vergüenza alguna, habían amasado una fortuna gracias al dinero arrebatado a los necesitados. Contabas que habían Censurado diarios y medios opositores, que se habían cagado en la Constitución, la justicia, la división de poderes.

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—Sí, y lo sigo sosteniendo. El régimen fue una consecuencia natural de lo que ellos hicieron. Pero es solo parte de la historia. Antes que ellos, el gobierno de la Alianza fue patético, ya que no sabían ni cómo es que habían ganado. Y antes de la Alianza, Menem, y antes que él, Alfonsín y antes los militares, y el tercer peronismo y así se puede seguir hacia atrás sin encontrar nada para rescatar. ¡No es lógico! ¡No es normal que un país no pueda exhibir en cien años algún dirigente decente! Hay algo que está mal en nosotros, en nuestra sociedad. Siempre te digo lo mismo pero los gobiernos reflejan a la sociedad. Si esta es corrupta, ellos lo son…

Carlos hizo una pausa para tratar de ordenar sus ideas.

—Ayer estuve en una reunión con un grupo de gente, que alguna vez fue importante. Complotaban para hacer un golpe contra el régimen. ¡Como si repetir una vez más la misma solución pudiera cambiar algo! —Carlos gritaba sin darse cuenta. —¡Pero por supuesto! —dijo Mariano. ¡Ya era hora de que alguien se revelara! No veo la hora de que volteen a estos hijos de puta. —¡No Mariano! ¡No! —exclamó Carlos levantándose de la mesa. ¡De todo este sufrimiento, de toda esta degradación tiene que surgir algo nuevo! Cuando cayó el gobierno de la Alianza, con su presidente huyendo en helicóptero, y durante el gobierno de Duhalde también, la gente quería algo nuevo. Estaba harta de políticos y pedían que se vayan todos. Parecía que la sociedad entera se movilizaba en busca de algo nuevo. ¡Se había caído tan bajo! Sin embargo para marzo del 2002 ya habíamos dejado de caer y, para fines de año, el brutal aumento de los commodities ya nos hacía volver a crecer. ¿Y qué paso? Todos se olvidaron de donde veníamos y lo bajo que habíamos caído. El que “se vayan todos” se calló. La recuperación fue tan rápida que el cambio que se estaba gestando no se pudo desarrollar. Al mismo

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tiempo, fue tan buena, que desalentó cualquier pensamiento crítico. No podemos perder otra oportunidad…

Hizo otra pausa. Tenía tantas ideas en su cabeza que no las podía ordenar. ¡Tanto para decirles a sus hijos!

—Mariano, vos sabes que mamá, en época de los militares, tenía muchas relaciones. Alguna vez, siendo ministro Martínez de Hoz, amigos vinculados al gobierno le recomendaron que vendiera todo, que se endeudara los más que pudiera y que comprara dólares. Con la tablita con la que se planificaban las devaluaciones, se armó una verdadera timba financiera. Papá los sacó cagando. Otros lo hicieron y esa deuda privada la absorbió el Estado. Creo haberte contado el cuento de “Fulbo”, mi contador, que en época de Alfonsín, a su padre le pasó más o menos lo mismo. El hijo de su socio, que trabajaba en el estado, también le informó la misma movida antes de la devaluación. La “Coordinadora” de la época Radical y los bancos vinculados al gobierno compraban millones de dólares antes de cada devaluación y, con ellos, todos los que tenían contactos. Con la tablita y la timba financiera fue igual. Cada oportunidad que la torpe burocracia estatal generaba fue aprovechada por muchos para hacer riqueza. El, “…y que voy a hacer, si no soy yo es otro…” fue y sigue siendo un lema que justifica todos los actos. —¿Qué querés decir? ¿Qué todo esto es culpa de los privados y no del gobierno? —No. Pero no estamos libres de culpa… Los gobiernos necesitan a los ciudadanos para hacer sus tramoyas. En definitiva lo que quiero decir es que no se trata únicamente del gobierno, sino de todos. La sociedad entera debe autocriticarse y recién cuando seamos una sociedad sana, nuestros dirigentes también los serán.

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Carlos, tomó asiento y continúo explicando su punto de vista. Les habló de varios ejemplos que le vinieron a la memoria:

—Las aduanas paralelas, por ejemplo. Se decía que en épocas de Cristina había tres aduanas paralelas. Creo que en tiempos de Menem, con Yabrán, también. Ingresaban cientos de contenedores por día, en forma ilegal, cada uno dejaba un porcentaje para el privado necesario que las traía y para el político que generaba la maniobra. El escándalo de la rosadita y todo un show destapado en épocas de Cristina que al final quedó en nada. Todo a costa del Estado, pero con la complicidad de los privados. —Los sindicatos, ¿qué son? —retomó Carlos luego de una pausa— ¿Privados o son del Estado? ¡Son privados! Sin embargo constituyeron desde que Perón les diera poder, una fuerza extorsiva que nunca pensó en el país sino en ellos. Perdón, más que en ellos, en los dirigentes de turno, porque es claro que no es el obrero el que gana, sino la cúpula sindical. No creas que se trata de un poder más, ¡es el poder! Ni Perón ni Alfonsín pudieron con ellos como lo demuestra el fracaso del proyecto peronista del seguro de salud único, bloqueado por los sindicalistas en favor de las obras sociales de cada gremio. O el fracaso del proceso de reordenamiento sindical de Alfonsín, rechazado por un senado peronista. —Te he contado mil veces, como en la construcción, había que pagar coimas al gremio para trabajar. Como, a fuerza de extorsión imponían condiciones inviables para la obra y no les importaba. Te obligaban a tomar gente que no sólo no trabajaba sino que atentaba contra los que lo hacían. Esto se repetía en todos lados. En la industria, en el comercio. El transporte, por ejemplo, no respondía a una lógica de eficiencia sino a los intereses de un sector. Extorsionaban con sus camiones o amenazaban con muertes cada vez que les tocaban sus

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intereses. En definitiva, todo esto contribuyó a generar un “costo argentino” que hacía inviable un país justo. Como decía un periodista, “La corrupción mata” y al ser parte de ella, como el privado necesario, se es tan culpable como el político que la genera.

Carlos les explicó que era esa pérdida de valores morales lo que constituía un círculo negativo que sistemáticamente nos impide avanzar. Carlos tomó asiento y dejo caer sus hombros y la cabeza hacia atrás. Miraba al techo buscando palabras. Carmen se acercó y lo abrazó.

—Sólo pretendo hacer pensar a la gente. Veo desde hace un tiempo atrás movimientos, ruidos. Parecería que las fuerzas de la sociedad, por distintos lados, se están juntando, se movilizan. Y es lógico, todo tiene un final. Las dictaduras, tarde o temprano terminan cayendo. Pero lo que veo es, nuevamente, más de lo mismo. Como te dije, sería un error garrafal repetir nuevamente nuestra historia. No sé si tendré éxito o no, pero sí sé que, por ustedes, tengo la obligación de hacerlo. De intentarlo. —¿Qué va a pasar con nosotros? —preguntó Carmen. —Si me pasa algo. Carlos hizo una pausa buscando fuerzas. Si me pasa algo, ustedes se irán con Juan. Arreglé para que los oculten en Santa Catalina.

Mariano y Carmen luchaban para contener sus lágrimas. Carlos estaba entero. Consolaba y abrazaba a sus hijos. Por fin sentía que estaba haciendo algo. Esa misma noche, en una imprenta de su facultad, su libro se estaba imprimiendo. Por fin podía mirar a sus hijos a los ojos sin la vergüenza del “no hacer nada”.

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21. Año VIII del Régimen. Ministerio de Economía

En los grandes salones de la calle Hipólito Yrigoyen 250 se habían tejido infinidad de planes. Desde que fuera construido allá por 1939, fue un convidado de piedra de su vecina Casa Rosada. En sus pasillos y salones, se soñaron esperanzas para salir adelante, pero una tras otra mutaban en desilusiones. Por sus pasillos se paseaban ministros y presidentes, bajo la atenta mirada de sus comitivas. En ellos se seguían cuadros y números buscando resultados que siempre se evadían. Su historia, como corresponde, es tan volátil y errática como la del estado ya que ambos son caras de una misma moneda. Sin prosperidad no hay Estado y sin estado no hay prosperidad. El Ministerio de Economía ocupa, desde 1939, el edificio de la calle entre Balcarce y Av. Paseo Colón. Su historia es paradójica. Durante los años 90, a medida que el estado se achicaba, como un “pacman” hambriento, el ministerio fue incorporando, una a una, al resto de las construcciones de la manzana. Primero, al edificio de Colon 171, luego al de Balcarce 184, que fuera construido en 1914 para la CHADE, la corrupta y “escandalosa” compañía hispanoamericana de electricidad. Finalmente al famoso “Railway Building” con su destacada cúpula de la esquina de Colón y Alsina, construido en 1910 para las empresas ferroviarias inglesas y considerado el primer rascacielos de la ciudad. Desde la crisis del 30, quizás siguiendo patrones globales, se vivieron todos los modelos económicos una y otra vez. Del modelo agroexportador de los conservadores, pasando por el de protección y sustitución de importaciones, del primer peronismo al liberal de los militares. Para regresar nuevamente al modelo de sustitución de los radicales, que fue reemplazado por el neoliberal de los peronistas, y así llegar al del “aguante sin mucha ideas” de la alianza, y al proteccionismo de los “otros” peronistas. Entre sus muros, se mataron

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monedas a base de inflación y se crearon otras. Se quitaron y sumaron ceros a los billetes. Se confiscaron depósitos y se cerraron y se abrieron los mercados. Se intentaron controlar a los precios como si fueran chicos rebeldes. Se pelearon y se amigaron con todas las instituciones. Sus titulares fueron ángeles y demonios, amados u odiados por el público en función de sus medidas. Desde que “la noche de los corderos” hizo evidente la inutilidad de la resistencia, sobrevivir se transformó en una necesidad imperiosa. La sociedad se fue insertando en el sistema y, el aparato técnico del estado, fue un refugio natural para muchos de los profesionales que aún quedaban. CPU, trabajaba hacía años en el ministerio. Su natural capacidad para los números y la lógica económica le permitió ciertas libertades. A través de los años fue viendo como el férreo control inicial se fue aflojando. Claramente pudo presenciar como la metodología económica, de ocultar y prepotear, con la llegada de los “numerales”, se fue racionalizando y como su llegada trasformó el ministerio dando lugar, una vez más, al profesionalismo y la gestión. Cuando Carlos los llamó, todos acordaron juntarse en el despacho de CPU. Reunirse en el club resultaba muy doloroso. Uno a uno, los viejos amigos fueron llegando a las amplias escaleras, de Yrigoyen 250. Estaban todos los que quedaban. Amigos de la infancia, eran como hermanos que habían crecido juntos. Provistos de pases especiales, tomaron uno de sus núcleos verticales para llegar al último piso del edificio y, desde allí, a través de los laberínticos pasillos, a la cúpula del viejo Railway Building donde CPU los esperaba. La alegría de los saludos fue medida, casi fría. Si bien se sentían seguros, la reunión no estaba exenta de peligros. Para el resto de los empleados, no eran amigos los que se juntaban, sino asesores y así debían parecer. Sentados en torno a una

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pequeña mesa de reuniones charlaban en voz baja. Belisa fue el tema común hasta que Carlos les contó de sus intenciones.

—Voy a hacer circular el libro —dijo Carlos para sorpresa de todos.

Sus amigos sabían de su libro. Lo creían una manera de expurgar dolores, pero jamás pensaron que lo haría circular. Los años de lucha y actos heroicos habían pasado. Criticar al régimen era una sentencia de muerte que, todos, ya creían inútil. ¿Por qué ahora, fue la pregunta común?

—Veo cambios —dijo Carlos. Carlos les contó sus últimas vivencias, de Tuto y los numerales, de Guari y de Juan. Algunos coincidieron, otros no. CPU contó su experiencia en el ministerio y de cómo los egresados de los campos se insertaban en el trabajo cambiando los modos y, especialmente, la lógica económica. Pero todos coincidían en que solo un golpe podría cambiar la historia. Carlos con paciencia les explicó su visión sobre no repetir los errores.

—¿Sabés que te van a matar? —Sí, es un riesgo que estoy dispuesto a correr. De alguna manera tenemos que corregir nuestros errores del pasado. Involucrarnos, para tratar de dejarles a nuestros hijos el país que vivimos. —¿El país que vivimos? —dijo el Chule. Te cuento que nacimos en época de guerrilla y crecimos durante la más cruel dictadura…

Era cierto. Varias generaciones de argentinos crecieron entre muertes y descalabros económicos. Cargaban en su ADN con esas vivencias y vivían en respuesta a ellas. El rencor y la frustración con que vivieron aquella época se proyectaron a la democracia y cuando

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accedieron al poder, las viejas heridas, se abrieron. Para encontrar una generación que estuviera libre de aquel maleficio había que pensar en los nacidos en democracia pero tampoco lo estaban del todo. Cualquiera, nacido a partir de mediados de los ochenta, vivió la caída y muertes del 2001, la confiscación de depósitos de la salida de la convertibilidad y la división que implementó el kirchnerismo en el poder. Carlos sabía que treinta años de democracia no eran suficientes para curar los cincuenta años de descalabros anteriores, pero adjudicaba, en su generación, la culpa de lo que hoy vivían. Era cierto que habían crecido entre guerrillas y dictaduras pero eran chicos en aquel entonces y quizás por ello, por su edad o grupo de pertenencia, no lo habían sufrido. El Chule, en cambio, sí. Durante la dictadura, su padre, un famoso director de cine, había sido asesinado.

—Sé que te va a golpear —le dijo Carlos al Chule— Pero creo que para la mayoría de nosotros, la violencia de aquella época, pasó desapercibida.

Carlos repasaba en su cabeza aquellos años. Vivamente recordaba las tapas de la revista “Gente” mostrando el edificio destruido por un atentado con una bomba en el cual mataron a la hija de un comisario. O el atentado contra Klein, cuyo hijo jugó en el club. Recordaba varios atentados. El de la superintendencia de policía, la cárcel del pueblo donde murió Aramburu, los relatos de luchas en Tucumán, el asalto al regimiento de Azul. Revivía los llantos incontrolables de su madre cuando Cámpora abrió las cárceles. Las repetidas indicaciones de sus padres de no levantar cosas del piso porque podría ser una bomba. Recordaba a su madre, y a toda una sociedad, festejando cuando en una tele blanco y negro pasaban las imágenes del golpe de Videla. Recordaba la alegría del mundial. Se veía a sus diez años, cuando no entendía a qué respondía el eslogan de “los argentinos somos derechos y humanos”. Rememoraba a su mamá pidiéndole que le contara sobre los libros y fotos que había en el estudio de

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papá. Se acordaba de situaciones vividas y que por su edad no lograba entender. De las advertencias de sus padres de que había que tener cuidado. De salir y volver a entrar porque había un Flacon verde estacionado en la puerta de casa. De no entender las discusiones por lo que papá decía en sus reuniones. Pero, básicamente, recordaba aquella época con alegría. No recordaba miedos ni angustias, se recordaba libre. Sabía que se debía a la inocencia e ignorancia de la edad, a la protección de sus padres. Sabía que para muchos argentinos, de uno u otro lado, no había sido así. Que el sufrimiento vivido no se olvida y tarde o temprano el veneno sale. Era por ello, que consideraba a su generación, responsable. Para cuando tuvieron edad de salir al mercado, la democracia estaba instaurada nuevamente. Los que como él vivieron aquella época, libres de sufrimientos, deberían haber contribuido, mediante el compromiso, a cuidarla. Estaban libres de rencores y podían construir sin ataduras. Pero no fue así. La política fue vista como un mundo de corruptos en el cual no había que involucrase, solo sufrirla. Como pudo, le explicó al Chule, sobre sus vivencias.

—Puede ser —dijo el Chule— pero te aseguro que los militares fueron lo peor que nos pasó. —Coincido, ¡porque hicieron las cosas como el orto! Pero me pregunto si, como estaban las cosas en la época de Isabelita, realmente había otro camino…

Nadie sabía esa respuesta. Era difícil de imaginar. Lo que ofrecía Cámpora y sus muchachos, los Montoneros o el ERP o Isabel Perón y López Rega era tan nefasto como lo que hicieron los militares en su gobierno. ¡Qué país! ¡Pobre Alfonsín, cuando asumió hizo lo que pudo…!

—¿Saben dónde veo un quiebre? —dijo Carlos— en Menem. —¿Menem? —saltó indignado Matías— ¡Si hizo de la corrupción una fiesta escandalosa!

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—Sí, es cierto, pero creo que Menem tuvo la posibilidad histórica de hacer un cambio. Tuvo la cintura política para pacificar a todas las corporaciones que tironeaban del país. Creo, que a partir de ello, se podría haber construido. En palabras de L.A. Romero, “Menem hizo de una manera muy contundente, llamativa y en muchos aspectos mala, lo que alguien tenía que hacer. El País no podía seguir sin cambiar muchas cosas gruesas de su Estado”vii. Lamentablemente desperdició la oportunidad por el sistema corrupto que instaló y en búsqueda de reelecciones. Podría haber sido un estadista pero se quedó con el patético rol de senador kirchnerista siempre dando el voto necesario a cambio de impunidad. —¡Pero si con su neoliberalismo nos dejó a todos en la calle! Interrumpió Matías. —No hablo de economía. Lamentablemente en este país, la economía nos la dictan desde afuera. Hablo de pacificar una vieja lucha, fundacional, de nacionalistas versus liberales. Sin lograr armonía entre ellas, no hay construcción posible. Menem, en cierta forma lo logró. Lamentablemente, la Alianza fue un gobierno pusilánime que no sabía qué carajo hacer y el Kirchnerismo se construyó a base de la ruptura de los setenta y fragmentando nuevamente a la sociedad. Tomó el discurso neo nacionalista que siempre es útil a cualquiera que pretenda hacer tabla rasa con las instituciones… —Como digas —interrumpió Matías— pero con Menem hubo una desocupación enorme. La convertibilidad fue una mentira que todos sabemos cómo terminó, y las industrias, con la apertura, cerraron una tras otra. Con Kirchner, en cambio, tuvimos crecimiento, se protegió a la industria, hubo plena ocupación… No comparto sus modos pero al menos, hasta Néstor, su política económica fue buena. —Mati —dijo Carlos— hemos discutido esto varias veces y no nos vamos a poner de acuerdo. El kirchnerismo recibió todo dado de Duhalde, más un gran viento de cola por los commodities. Usó

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esto, únicamente, para construir poder a base de políticas demagógicas. Consumió los recursos hasta agotarlos. Su sustitución de importaciones fue arbitraria, llena de prebendas e incongruente. Algunas industrias salieron beneficiadas y otras, por falta de criterio en el cierre de las importaciones, no tenían productos intermedios para fabricar los suyos. La política energética fue paupérrima… Igualmente no creo que sea el punto. Kirchner, como Menem, tuvieron cosas buenas y malas en lo económico. El punto para mí es que uno pacificó y el otro dividió y esto no es un detalle menor.

No era un debate fácil y en cualquier mesa de argentinos se podría haber encontrado defensores de ambos lados. El liberalismo o el nacionalismo económico se debatía desde las épocas de Rivadavia. Para ciertos pensadoresviii, esta lucha entre nacionalismo y liberalismo, constituía la esencia de la violencia y de fragmentación de la Argentina. Según el revisionismo histórico, este país estaba dividido en dos. El grupo de los vencedores de Pavón, era liberal centrado en Buenos Aires y extranjerizante. El otro, la “nación verdadera”, la de los caudillos derrotados, se encontraba en el interior del país. Donde las tradiciones hispana y católica se habían fundido en una identidad criolla. Sostenían que el “Liberalismo” era una ideología foránea, impuesta como resultado de una conspiración entre británicos, la oligarquía y la clase culta de Buenos Aires. Para esta corriente, figuras como Rivadavia, Alberdi, Sarmiento y Mitre, nuestro panteón clásico de próceres, eran los responsables del oprobio del país y debían ser reemplazados por los caudillos del interior y, especialmente, por Rosas. Son estas dos corrientes las que chocan una y otra vez en la historia y dan sustento a las ideologías de los golpes. A veces, son nacionalistas contra liberales, otras, son nacionalistas de derecha contra nacionalistas de izquierda. En el medio, la Nación, desangrándose.

—¿Hay algo de esto en tu libro? —preguntó Guille.

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—No. Simplemente lo que trato de trasmitir es que hay que involucrarse, tanto en lo político como en lo económico. Para salir hay que hacerlo entre todos. Ser ciudadano es más que ir a votar. —Una especie de pacto de la Moncloa… —agregó CPU. —Definitivamente. Sin un pacto entre todas las corporaciones (partidos políticos, sindicatos, empresarios, etcétera) no hay salida, pero voy un poco más allá, creo que hay que involucrase en política. Fijáte, volvamos al 2001 o 2002, teníamos 35 años, el país por el piso… ¿Alguien hizo algo más que quejarse? Ya sé, todos éramos gente honesta que trabajaba, criaba familia, pagaba impuestos, etcétera. Pero el país necesitaba algo más. Necesitaba funcionarios que nuestra clase social o grupo de pertenencia, por llamarlo de alguna manera, no entregó. ¿Cuántas veces discutimos las ideas de Macri o de de Narváez? Era gente de muchos recursos que había decidido meterse en política. En lugar de destacar el sacrificio que asumían, se los consideraban oportunistas en busca de poder. Cuando “Chequelete” se postuló para una intendencia, se lo tildó de loco… —Pará —interrumpió Mati— eras vos el que nos contabas sobre la experiencia política del hermano de Juan, tu socio. Sabes bien que no había forma de llegar a hacer algo siendo un ciudadano honesto… —Claro que lo sé. Pero es porque se intentaba de a uno. Es la cantidad lo que hace la diferencia. Si en esos años hubiéramos hecho algo más que golpear cacerolas, tal vez, no hubiésemos llegado a esto…

El silencio se apoderó de la sala y la tensión se aflojó, como siempre, con anécdotas de la infancia.

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22. Año VIII del Régimen. Reunión en el Country

El “Tuerca” se había ido hacía mucho. Un cáncer se lo llevó. No vio la caída de su república ni las maldades del régimen. Eterno luchador, nunca se rindió. Peleó una batalla desigual que perdió, pero dejó en su lucha una lección de valor y amor. Querido por todo aquel que tuviera la fortuna de conocerlo, fue un líder respetado en aquella asociación tetra campeona de los años noventa. Un nuevo aniversario de su muerte se celebraba en la capilla del country. Era una fecha dolorosa no solo por su recuerdo sino porque, año a año, se hacía palpable la ausencia de muchos. Carlos miraba desde el fondo las espaldas de sus amigos. Se sorprendió porque antes buscaba a los que faltaban y, ahora, a los que estaban. Como si un cambio se estuviera produciendo en él. Juan, Tuto, su libro, de a poco expurgaban rencores que se reemplazaban por esperanzas. Pensaba en ello cuando, tomándolo por el hombro se le acercó Mark, su viejo amigo. Su voluminoso cuerpo, no permitía reconocer al rugbier que supo existir en él y, a Carlos, le costó reconocerlo. Medio scrum poderoso, vivió su vida como jugaba, yendo para adelante. De familia acomodada, siendo joven aún, ocupó un cargo ejecutivo en el corazón de los secretos de la nación y, desde este espacio, accedió luego a los directorios de las más importantes empresas del país. Aunque siempre mantuvo sus manos limpias, fue testigo involuntario, pero forzoso, de los tejes y manejes que en ellas se cocinaron y, con su cuerpo, lo pagó. Hombre instruido y de vasta cultura sabía que, estas prácticas, no eran gratis, que tarde o temprano se tendrían que pagar y expurgaba comiendo las ansiedades de su saber. Solo esperaba que las consecuencias no cayeran en la generación de sus hijos, “que al menos aguantara hasta los nietos”, pensaba angustiado. Impiadosa, como siempre, la historia le mostró su error. Cuando el país estalló, pudo haberse ido pero no quiso. Sintió que este era su lugar y que no lo podía dejar. Líder bravo en épocas de la

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resistencia, se apagó como todos lo hicimos con el correr de los años. Carlos no lo veía desde aquella época y verlo le alegró.

—¡Hola pendejo! —saludó Mark abrazando a su amigo. Vi tu libro… —¿Te llegó? Tenía miedo que no fuera así. —Está en todos lados. Hay una reunión que quisiera que vengas… —¿De qué se trata? —preguntó Carlos intrigado. —De gente que quiere hacer algo…

Se intercambiaron la dirección y acordaron verse al terminar la misa. El country, uno de los más tradicionales de la ciudad, se erguía sobre predios del Dr. Wenceslao. Fue su yerno quien trazó la primera cancha de polo del lugar y, fue su hija quien, en virtud de la lentitud del juego, propuso el nombre que lleva hoy. Fundado alrededor de los años treinta, se consolidó como el refugio de ricos y poderosos, y fue esto lo que lo salvó de la expropiación que vivieron otros. La gente cambió y hoy convivían los históricos con los nuevos. La diferencia era ostentosa, unos se guardaban e intentaban desaparecer, otros se exhibían en grandes fiestas y recepciones. La casa en la que se celebraba la reunión, no era cualquiera, decían que alguna diva de la televisión había vivido en ella algunos de sus momentos más tortuosos. Un chalet clásico, de construcción básica, italianizado según la moda de alguna época y vuelto a modificar, destacaba más por sus jardines y añosos árboles que por su arquitectura. En el fondo, detrás de la pileta, en un quincho de cristal, un pequeño grupo complotaba. El dueño de casa, presentó a Carlos a sus invitados. Todos conocían el libro.

—Un romántico… —dijo un señor de uniforme. Lindas intenciones pero utópicas. No son para este país…

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Carlos, saludó de a uno a todos a los presentes. Había gente de la vieja república. Banqueros, empresarios y militares. Carlos reconoció, entre ellos, a algunos antiguos dirigentes de la oposición. Como si el tiempo no hubiera pasado, como si el sufrimiento vivido no hubiera sucedido, discutían entre ellos sin tregua. Repartían cosas que no tenían. Se proclamaban guardianes de algo que no habían cuidado. Como si nada hubiera pasado y se pudiera seguir de quiebre en quiebre, tironeaban en nombre de antiguos votos sus futuros cargos. Mark, se acercó a Carlos, lo vio incómodo e intentó contenerlo.

—No te preocupes, ya van a llegar a un acuerdo —dijo mirando el patético espectáculo. —No lo creo —contestó Carlos dándose vuelta como para irse. —¡Don Carlos! ¿Qué opina usted? —preguntó con una sonrisa de campaña un antiguo intendente—. ¿Hay que atacar? —¡Yo creo que ustedes no han comprendido nada! —gritó Carlos enfurecido. ¿Atacar? ¿Qué proponen? ¿Un nuevo terror? ¿Un nuevo golpe? —¿Y por qué no? —interrogó desafiante el hombre de los tatuajes.

Sintió que le faltaba el aire. La bronca que sentía no le permitía respirar. Miró las caras de esas “promesas” de futuro y temió por lo que podría venir. “¿Cómo puede ser que nadie haya entendido?”, se preguntaba. Miraba esas caras que tantas veces había visto unirse en alianzas efímeras que disolvían ante la primera valla. ¡Qué trio hubieran sido si tan sólo hubieran superado sus vanidades! La Nación, la Ciudad y la Provincia, bajo una misma canción. ¡Cuántas esperanzas perdidas! Miró más allá. Su altura y los tatuajes, que desbordaban su blanca remera de seda, lo destacaban entre el resto. Seguía mirando como esperando una respuesta. “¿Dónde había estado estos años?”, se preguntaba Carlos.

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—¿Acaso usted cree que se puede resolver esta situación sin violencia? —preguntó nuevamente. —No es que lo crea, es que no hay otra forma… —respondió Carlos resignado. —Mi estimado señor, somos hijos de la confrontación— interrumpió, quien en otros tiempos, fue un prestigioso periodista. —¡No me venga con pelotudeces! —explotó Carlos. ¡No me va a hablar de que estamos condenados por nuestra herencia… Que, es la cultura católica de nuestros conquistadores, quienes nos condenan a este eterno círculo macabro de autoritarismo, violencia y ocaso! —Usted lo dijo —contestó incómodo quien alguna vez supo interponerse entre el campo y su señora. —¡Se equivocan! Golpear al gobierno… solo repite lo que ya hicimos tantas veces. Y, si aquí estamos, es porque nunca funcionó. Tanto dolor no puede compensarse con algunos años buenos, si tenemos suerte y, que a la larga terminan cayendo en otro pozo. ¡No! ¡Me niego a repetir lo mismo! —¡Un utópico! —repitió el militar. —Argentina vivió un crecimiento que sorprendió al mundo entero hasta la crisis de 1930. Es verdad, nacimos peleando y consolidar nuestra república nos costó años de lucha. Pero se peleaba por construir. Son, los golpes, los que cambiaron esto. Desde ese primer golpe militar, nuestra historia cambió. Seguimos peleando pero, esta vez, para destruir. Desde entonces solo destruimos. Sin parar, sin importar quien gobernara, sin detenernos, sólo hemos destruido todo lo bueno que había en nosotros. —¡Por favor, no sigan destruyendo! —Suplicó, angustiado Carlos. —No queremos destruir, por el contrario —interrumpió un desconocido con acento cordobés. —Estamos convencidos de que el orden instaurado por el régimen ha cambiado para siempre a nuestro país. De alguna manera, mediante el uso de la fuerza, han desarticulado o terminado con corporaciones históricas del país, los sindicatos están aplastados, las organizaciones de

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piqueteros ya no existen. Mal quizás, pero han reconstruido un poder de estado que, una vez que ya no estén, lo podremos aprovechar. El cordobés hablaba con la confianza de algo casi consumado. Cuando la Señora ya no esté, se podrá reconstruir montados sobre el aparato que ella armó.

Carlos había leído esto antes, como una especie de deja-vu sentía que ya lo había vivido. Tardó, pero finalmente, supo de donde venía la angustia que le generaban aquellas palabras. Recordaba, haber leído sobre una esperanza similar en palabras de Alberdi o Sarmiento cuando comprendieron que la Argentina rosista era distinta a la anterior. Cuando admiten que los cambios producidos en el país durante la época de Rosas son imposibles de borrar y que no deben ser deplorados por sus adversarios. En sus palabras, la dura paz rosista debía ser aprovechada para construir a partir de ella. Recuerda cuando Ascasubi deja de llamar al combate para exhibir una vehemente preferencia por la paz productiva. También, cuando José Hernández, a diez años de la caída de Rosas, declaraba a los salvajes unitarios de fiesta, al referirse a la ejecución del Chacho. Recuerda, la pasividad de Urquiza. Recuerda a Pavón y a Mitre. La renovada lucha entre Buenos Aires y el interior. La remoción de gobiernos federales del interior por parte de Mitre y como la victoria liberal de 1861, necesitó de una guerra para consolidarse. Se acordó entonces de Paraguay y la guerra de la Triple Alianza... ¡Cuánta sangre! Pensar que en 1845 o 1847 se esperaba, confiados, construir a partir del legado de Rosas…

—Me pregunto si no estaremos condenados a repetir eternamente nuestra historia... —dijo Carlos en voz apenas perceptible.

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23. Año VIII del Régimen. ¡Quémenlo!

Carlos terminó de repartir su libro la semana en que lo apresaron. Apenas tuvo tiempo de entregar unas diez o doce copias entre amigos pero estas, como un virus que se difunde en el aire, se propagó como epidemia en una sociedad que estaba preparada para recibirlo. Su libro no hablaba de venganzas ni odios. Por el contrario, hablaba de construir. De reemplazar el “nosotros” y el “ellos” por el “todos”. De comprometerse, trabajando desde adentro, para construir juntos un país justo y orgulloso. Un país en el que valores como la honestidad, el sacrificio, la compasión por el necesitado, la alegría de vivir, sean los estandartes de su gente. Un país en el que “hacer política” sea un orgullo porque es el acto de compromiso supremo por el otro, por la sociedad. Donde no respetar las leyes sea una vergüenza y no una “canchereada”. Un libro simple, con solo dos o tres verdades. Un libro peligroso. Un libro que proponía construir desde adentro del régimen sin voltearlo. Un concepto raro en esta sociedad. Que invitaba a todos a unirse, a ensuciarse en la política. Dejar de lado los zapatitos blancos y participar. Porque solo el voto no hace al ciudadano. Votar y delegar en alguien que después hace lo que quiere no es ciudadanía. La ciudadanía se construye participando, opinando, cuidando que, lo que se nos prometió, se cumpla. Si nuestros dirigentes son pobres es porque nosotros no proveemos a la política de dirigentes capaces. Los efectivos de las fuerzas especiales del régimen entraron de golpe a la casa. Carlos los esperaba, estaba tranquilo. Lo que él podía dar, ya lo había hecho. Pensó en sus hijos que estarían seguros con Juan, esto, lo tranquilizó. Pensó en Carla y supo que pronto la vería. El destino quiso que fuera Leo quien comandara la misión. Impecable en su uniforme militar, lo miró con indiferencia. ¡No esperes mi ayuda! —gritó Leo admirado ante la serenidad que manifestaba Carlos

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—No espero tu ayuda —contestó Carlos. Sólo tu respeto… —¿Respeto? ¡A nuestros enemigos, ni respeto! —parafraseó, a las carcajadas, la frase del general.

Tomándolo de los pelos, lo arrastró por la casa buscando su libro.

—Llegan tarde —contestó Carlos. Leo, miró a Carlos con odio. Conocía a Carlos desde que eran chicos, habían jugado juntos. Lo admiraba en aquella época cuando era su capitán. También, durante un tiempo, compartieron el colegio. Eran dos ratas en aquel colegio de oligarcas. Leo recordaba esas épocas con rabia. Había sufrido la diferencia de plata con sus compañeros, su casa humilde y su tocadiscos. Creía, en aquella época, tener con Carlos algo en común pero viéndolo ahora, estoico frente a su muerte, comprendió que él nunca lo había sufrido. Que Carlos, simplemente pertenecía y el no. Darse cuenta de ello le dio más bronca. Desenfundó su revólver y apuntó.

—Aunque no me creas, esta es mi señal de respetó —dijo mientras gatillaba.

Carlos murió en su casa y su cuerpo nunca se encontró. Pero su libro sobrevivió. Se multiplicó y el régimen no pudo hacer nada para detenerlo. Su libro disparó los engranajes de un movimiento que lentamente se venía gestando. Fue el disparador que Juan desconocía. El tiempo pasó a ritmo de semanas y para cuando el régimen reaccionó ya no había nada que hacer.

La Señora caminaba nerviosa por el estar de la pequeña casa de huéspedes de la quinta. Su anfitrión, cortésmente, le había avisado por el interno que sus ministros estaban acá. Por favor, trate de armar

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estas reunioncitas en otro lado —dijo Ferluci antes de cortar. La Señora caminaba rumiando sus broncas. A este Ferluci, se la tenía jurada y vería como hacérsela pagar. No le molestaba tanto que la hubiera desalojado de la quinta presidencial, como las ironías y sus irrespetuosos tratos. Pero, por ahora, no era lo más importante. Había un libro dando vueltas que prometía encender nuevamente los ánimos de sus corderos. Tres semanas antes, se habían secuestrado varias copias de un allanamiento realizado en el Club de Armas de San Isidro, desde entonces aparecían copias por todos lados. ¡Hasta Ferluci tiene una en el living principal de la quinta! La Señora desplegó todas sus fuerzas para detener este nuevo ataque. Movilizó a las barras y los muchachos, a las FE y el resto de las fuerzas armadas. Desplegó una fuerza inusitada para tan sólo un libro pero, la Señora conocía el poder de la palabra. Sabía, casi temía, su poder. Había luchado tanto contra esos diarios mentirosos y oligárquicos que no podía permitir que un insignificante Carlos, no sé cuánto, contaminara a sus corderos. Hay que tratarlo como un virus, pensaba, mientras esperaba la llegada de sus ministros. Cuando por fin llegaron, fue directamente al asunto.

—¿Cuántos han confiscado? —preguntó al primero que ingresó. —Señora, estamos haciendo lo posible… Hemos montado puestos de campaña en varios puntos estratégicos del país. Estamos tratando de desplegar… —¡Tratando de desplegar! —interrumpió a los gritos la Señora. ¡Tratando de desplegar! ¡Pero si claramente ordené que se hiciera inmediatamente! —vociferaba cada vez más alto. Su cara, roja de furia, parecía que expulsaría los ojos de sus orbitas. —Se han establecidos puestos… —¿Cuántos se confiscaron?! ¿Cuántos se han quemado?! —interrumpía nuevamente a su interlocutor. —Ninguno —dijo uno de los ministros. —¿Ninguno? —dijo la Señora, mientras caía desplomada en un sillón.

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—Señora, la cadena de mando se ha roto… —Roto… —repitió la Señora cayendo en la inconsciencia.

El silencio se apoderó de la Sala. Rodeada por todos sus fieles ministros, todos se miraban sin saber que pasaba. El de las largas patillas, se las rascaba. El simpático, de gran sonrisa, ya no sonreía. Bigotes se los lamía, mirando hacia abajo. Alejo, el más nuevo de los ministros, mientras se peinaba sus largas chapas, buscaba una imagen para explicar la situación. El juez de los anillos, se miraba las uñas, que por cierto, le faltaban brillo. Nadie se atrevía a hablar, apenas, se atrevían a respirar. Finalmente fue Alejo quien se adelantó.

—No sé si la vio pero, hay una película —dijo recordando su época de crítico de cine- que podría resumir nuestra… —¡Pero pendejo de mierda! ¡Cállate la boca! ¡Déjame a mí! —dijo, a los gritos según sus costumbres, el señor de los grandes bigotes. —Técnicamente, se ha roto la cadena de mando —dijo más calmo— transmitimos las órdenes pero no se cumplen, los mandos intermedios ya no nos obedecen. Es generalizado en todas las fuerzas…

La Señora lo miraba sin entender o negándose a entender.

—Señora, somos como un barco pirata... —agregó el más simpático de sus ministros buscando imágenes de su infancia sobre el mar. Somos como un barco pirata en el cual la tripulación no respeta más a su capitán. Este ordena que bajen las velas, pero nadie las baja. “Que se lave la cubierta”, pero nadie la lava. Un barco así, no puede sobrevivir, al final… Hizo una pausa como para dejar en claro el mensaje. Al final, se hunde...

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—¡Es un golpe de estado! ¡La vieja oligarquía vende patria que siempre está al acecho! —bramaba la Señora golpeando la mesa con su puño. ¡No me van a vencer! ¡Antes tendrán que matarme!

Los aplausos y vivas brotaron espontáneos de sus fieles súbditos. ¡Todos resistiremos! ¡Viva la patria carajo! —gritaban y se abrazaban todos los presentes. Todos menos uno.

—No Señora, son nuestros chicos —dijo en voz baja “El Tío”. Hacía rato que veía el cambio que se estaba produciendo. La desaparición de los cuerpos, los rugbiers como funcionarios y su hijo, le dieron los primeros indicios. Luego solo tuvo que atar cabos, mirar con ojos atentos, para entender lo que pasaba.

—¿Nuestros chicos? —repitió confundida la Señora. Los niños, los que educamos y formamos… —Sí, ellos y otras fuerzas sociales. No hay revolución solo nos cooptaron. —Explicó “El Tío” — Sencillamente nos equivocamos, pensamos que la educación y el adoctrinamiento eran compatibles y no los son. De alguna manera los chicos conservaron su historia, el amor a sus familias. Nunca asimilaron al régimen como su hogar. Viéndolo hoy, suena lógico, no se puede construir amor y lealtad con un acto de violencia. Fue una ingenuidad pensar que íbamos a lograr en ellos nuestros futuros dirigentes. Lo que me sorprende es el camino que eligieron— Terminó sin poder ocultar su admiración. —¿A qué se refiere? —No hay violencia en sus modos. No hay revancha. Para chicos que han vivido lo que les hemos hecho vivir… —¿Qué les hicimos! ¿Qué es lo que les hicimos vivir? ¡Los educamos, solo los educamos! —Señora, los extrajimos violentamente de sus familias. Les quitamos sus nombres y los numeramos como a presos, quisimos

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arrebatarles su historia… Esos chicos, de alguna manera, encontraron la forma de conservarla. En los últimos años los hemos ido incorporando a nuestras estructuras, convencidos que teníamos soldados leales. No fue así. Podrían haber intentado sabotearnos, liquidarnos de a uno. Pero no, no hubo revancha. Se incorporaron al trabajo, cumplieron nuestras órdenes con eficiencia y de a poco, como un virus actuando desde adentro, aislaron las células enfermas, conservaron las sanas y nos dejaron aislados…

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24. Año VIII del Régimen. Universidad de Córdoba

Córdoba, como tantas otras veces había sido la primera en reaccionar. Lentamente, se le fueron plegando otras provincias. A diferencia de otras veces, no fue una revuelta popular como el Cordobazo. No, sólo fue una toma de plaza. Más parecido al 17 de octubre que a una rebelión. Los Cordobeses primeros y el resto de las provincias después, se fueron juntando en las plazas de sus pueblos y capitales. En silencio, sin reclamar nada, sin panfletos, ni pancartas, ni cacerolas. Sentados esperaban, que su mensaje llegara. De a poco se le les fue sumando gente, policías, obreros, militares, curas. Cuando unos se marchaban, otros llegaban. Mañana, tarde y noche, las plazas estaban llenas. Fue una combinación de factores lo que atentó contra el régimen. Claramente las órdenes de reprimir se distribuyeron por los mecanismos oficiales. Pero estas ya no eran compartidas. En primer lugar, entre estos y los ejecutores estaban los niños robados que silenciosamente, en los últimos años, fueron ocupando puestos intermedios y jerárquicos en todo el aparato del estado. Cumpliendo sus obligaciones fueron contagiando a su alrededor un espíritu democrático, ingenuo para los leales del régimen, pero efectivo. Los años en el ejercicio del poder, también atentaron contra ellos. Las convicciones iniciales se fueron suavizando y la seguridad los dejó indefensos. También la sociedad entera, que a fuerza de estatizaciones sólo trabajaba para el estado, fue otro grupo que mermó su capacidad de acción. Desde el gobierno nacional seguían los acontecimientos sin poder hacer nada. Habían perdido el poder. Aislados como estaban, no tenían tropas para actuar, exceptuando a los mercenarios de Ferluci. Reunidos en la casa Rosada un pequeño grupo de leales deliberaba.

—Traigan a Ferluci –dijo la Señora a los gritos.

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—¿Ferluci? —preguntó indignado “el Tío”. Espera ayuda de Ferluci y Mr. XXX? —Le recuerdo que si nosotros caemos, ellos caerán también… —¡Ellos tomarán sus cosas e irán a saquear a otro país! —¡¡Traigan a Ferluci! Traigan a Ferluci! ¡Traigan a Ferluci! —gritaba una y otra vez con sus ojos desorbitados. —¿Qué piensa hacer? ¿Otra Malvinas para prolongar su gobierno? ¿Cuánta sangre más está dispuesta a derramar? —desafió irreverente el Tío.

La Señora enmudeció. El reducido grupo que la acompañaba, también. Nadie sabía qué hacer, acostumbrados como estaban a recibir órdenes, sin estas, no podían actuar. Miraban al Teniente General César Luis Demarco, buscando algún apoyo militar, pero este miraba para otro lado. El de las prominentes patillas, tiraba de ellas buscando una idea pero nada salía. Alejo revisaba desesperado en su celular alguna peli que le pudiera dar letra, pero no existía. El de los grandes bigotes, hacía lo único que sabía hacer, clavaba rítmicamente su navaja sobre un viejo ejemplar del diario Clarín. Al “Tío”, nadie lo miraba, si bien seguía ahí, claramente había cruzado la vereda, después de todo, siempre fue un oligarca vende patria. Del comandante Leo ya nada se sabía y, por supuesto, nadie preguntaba.

—Creo que es hora de llamarlos —dijo finalmente la Señora—. “Tío”, hágase cargo…

La universidad nacional de Córdoba, la más antigua del país, fue fundada en 1610, bajo la denominación de, Collegium Maximum por la Compañía de Jesús. Recién en 1621 mediante un breve apostólico del Papa Gregorio XV, ratificado por Felipe IV, se declara inaugurada la universidad. Por Real Cédula del año 1800, pasó a denominarse Real Universidad de San Carlos y de Nuestra Señora de Monserrat y se le otorgan los privilegios y prerrogativas de las universidades mayores existentes en España y América. Con ella, el clero secular

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desplazó a los franciscanos de la conducción universitaria y el Deán Dr. Gregorio Funes, es nombrado rector en 1808. De espíritu progresista y abierto a los nuevos desarrollos de la ciencia y la técnica, proyectó profundas reformas de los estudios y la introducción de nuevas materias, como aritmética, álgebra y geometría, entre otras. Aunque en el umbral del siglo XX la influencia de la Universidad se extendía en múltiples ámbitos, fue a partir de 1918, y de la reforma universitaria, cuando su carácter rector adquirió una fuerza inusitada. La utopía universitaria que empezaba en ese momento, se anticipó medio siglo al "Mayo Francés" y extendió su influencia a todas las universidades argentinas y latinoamericanas. Las reivindicaciones reformistas bregaban por la renovación de las estructuras y objetivos de las universidades, la implementación de nuevas metodologías de estudio y enseñanza, el razonamiento científico frente al dogmatismo, la libre expresión del pensamiento, el compromiso con la realidad social y la participación del claustro estudiantil en el gobierno universitario. El presidente Yrigoyen hizo suyas las banderas de la Reforma y convalidó, a través de sucesivos decretos, sus postulados fundamentales. Así nació la primera legislación reformista en las universidades americanas y su influencia se extendió a otros países del continente.ix Esta antigua casa, declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO en noviembre del año 2000, era testigo de un encuentro histórico. Convocados por los niños robados, las viejas fuerzas democráticas debatían la salida del régimen. Antiguos gobernadores e intendentes, líderes de todos los partidos políticos, dirigentes sindicales e industriales, líderes religiosos y militares, abogados prestigiosos, urbanistas, obreros y ciudadanos comunes debatían acaloradamente sin llegar a un acuerdo. Nacionalistas y liberales se atacaban y culpaban unos a otros. Venganza y castigo eran las palabras más escuchadas.

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—Hay que juzgar y castigar a los responsables de tantas matanzas! —gritó desde el fondo uno de los participantes—. ¡Hay que castigar a esos inmigrantes inmorales que sembraron la maldad en nuestro pueblo! —insistía parado sobre su banca. ¡Nuestro pueblo, el auténtico pueblo es puro! —Ferluci, disfrazado, apostaba a tocar las fibras de los nacionalistas, siempre útiles, para sus fines.

En silencio, los niños robados, presenciaban como estos actores sociales tironeaban cada uno para su lado en busca de la mejor tajada. Incrédulos, presenciaban como las viejas corporaciones, cual ave fénix, resurgían de sus cenizas como si nada hubiera pasado. Ellos que habían sufrido la abrupta sustracción de sus familias se habían jurado, en su encierro, no permitir que esto volviera a pasar. Pacientemente, durante aquellos años de dolor, se instruyeron para capacitarse como hombres libres, y libres querían ser. Entendían que lo que se vivía era fundacional. No era otra de las salidas de las tantas dictaduras. No se podía salir de esto con una democracia débil sujeta al tironeo de las corporaciones. Soñaban con un país justo e inclusivo. Sin pobreza, sin hambre. Aquellos actores sociales parecían no tener cura pero representaban a nuestra sociedad y sobre ellos había que trabajar. El encierro dotó a estos chicos de compasión y es lo que sentían por ellos. Claramente, comprendían que, por su historia, estos actores no tenían tradición de gobierno republicano ni ejemplos o valores con los que confrontarse. Crecieron y vivieron entre prácticas que no eran democráticas. Por su edad, la mayoría de los presentes nacieron en la época en que, para muchos, marca el inicio de la decadencia del estado argentino. Nacidos entre guerrillas y dictadura, crecieron acostumbrándose a la profundización de la decadencia y corrupción de sus instituciones. Sabían que en épocas del Proceso, “…las fuerzas armadas, participaron de la rapiña que acompaño al terror y que hicieron de las armas del estado el instrumento de negocios

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privados, perdiendo límites éticos e institucionales”. Más que nunca, en aquella época, “…los jueces y funcionarios aprendieron a tolerar, encubrir y participar. Los empresarios se habituaron a estas reglas y la corrupción impregnó hasta a las normas legales mismas. El estado hizo gala de arbitrariedad subordinando la norma jurídica al ejercicio discrecional del poder”. Comprendían que todo este proceso había dejado “…una herencia de funcionarios, policías y jueces corruptos y acostumbrados a convivir con ella, que los gobiernos posteriores no supieron o no pudieron revertir. Se gobernó con una pobre idea del respeto a la ley, siempre subordinada a otras necesidades prácticasx. Se gobernó a base de decretos de necesidad y urgencia ya que el consenso era inviable”. Se avanzó sobre las otras instituciones y el presidente se transformó en un rey. Un rey arbitrario que repartía la riqueza o miseria de la Nación en función del color político de sus gobernadores. El federalismo se degradó a débiles gobernadores, siempre dependientes de la dádiva de la Nación. Este proceso continuamente acompañado de la emergencia económica se agudizó hasta derivar en el régimen. Sólo, hay que educarlos, pensaban mientras los escuchaban pelear. Unas “bases” era lo que se necesitaba y ellos las redactarían. Lentamente, uno de ellos, se levantó. Aguardó parado en silencio hasta que todos callaron, finalmente habló. —Soy el numeral 1 —dijo con voz clara y contundente— y, por ello, fui designado para representar a los niños robados.

—Mi nombre es Justo José Derqui, nací en Corrientes y viví los últimos ocho años en cautiverio o cumpliendo funciones para el régimen –dijo a modo de presentación—. Hay otros miles que aún continúan secuestrados por el Estado. Pero, ni yo ni ellos, guardamos rencor. ¡No se puede construir una Nación a base de rencor! Las últimas horas los hemos escuchado atacarse unos a otros como si nada hubiera pasado y resulta claro que así nada se va a lograr. Es por ello que propongo lo siguiente:

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Lentamente enumeró una serie de acciones a tomar con miras a debatir en una nueva sesión. • Que cada partido redacte y presente sus bases programáticas

claramente definidas, en el cual se perfile claramente el rol que le asignan al estado. La afiliación política debe ser consecuencia de creer en esas bases que declaren. ¡Ciudadanos afíliense! Empresarios, colaboren por amor a la patria y no por intereses sectoriales.

• La educación debe ser el bien supremo de la Nación. Es a través de ella que se logra la movilidad social sin la cual no hay esperanzas. Como demostraron nuestros inmigrantes, el hombre puede soportar cualquier sacrificio, una pobreza extrema incluso, si tiene fe que con ella, a través de la educación, sus hijos estarán mejor.

• Definan una propuesta de financiación de la política. Que resulte transparente y permita bajo normas legales generar el dinero que la misma necesita para su ejercicio. La política debe ser la expresión del amor supremo por el otro, por la patria. ¡Recuperen los valores e ideales de la política! Las listas sábanas deben desaparecer. Las candidaturas testimoniales también. Ambas representan el engaño, la trampa a la ciudadanía. Ni ustedes, como políticos, ni los ciudadanos las deben permitir.

• El federalismo no puede estar supeditado a la arbitrariedad de la Nación. La riqueza de ella debe ser consecuencia de la riqueza de sus partes. Estudien propuestas de regionalización.

• Profundicen la descentralización. Impuestos y obligaciones, como los candidatos a ejercer cargos, deben tener base en el territorio.

• Definan una propuesta de democratización, financiación y apertura de los sindicatos. Los sindicatos deben proteger a sus obreros no ser fuerzas de extorsión y de “caja” para la política. Cuando luchen por sus intereses prioricen a la Nación. Sean

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coherentes en sus demandas, sean honestos en sus trabajos. Exijan a sus dirigentes.

• Empresarios, comerciantes, profesionales, construyan, a base de vuestro emprendimiento, una Nación en las que todos podamos vivir. Entiendan que si la riqueza implica vivir encerrados no es riqueza, sino pobreza. Repartan, traigan sus ahorros e inviertan, es vuestro empuje y compromiso quien nos hará crecer. ¡Crean en el país!

• La justicia necesita ser ciega nuevamente y su espada debe ser usada. ¡Jueces, abogados, honren su amor por las leyes!

• ¡Ciudadanos, sean tales! Comprométanse, exijan, no se conformen. Hagan cumplir las promesas que se les hagan. Sean padres comprometidos con sus hijos. Rétenlos, no les den por dar, díganles que no cuando sea necesario. Apoyen a sus maestros, no sean cómplices. Creen ciudadanos, respetuosos de las leyes, amantes de Dios (en el que crean) y de la patria.

Las reuniones se sucedieron y de a poco los intereses se fueron acotando. Con el tiempo, comprobaron que las propuestas no eran muy dispares y las fuerzas se alinearon en tres o cuatro partidos. Sin embargo, los esfuerzos de Ferluci, siempre disfrazado, atentaban contra la unión de las fuerzas. El nacionalismo exacerbado era fácil de encender y, el, lo sabía. Predecibles, movía, divertido, hilos a su antojo. Los chicos, obstinados, construían y el destruía. Cuando, dando su última arenga, parecía que el congreso finalmente se clausuraría, un monje humildemente vestido como franciscano se acercó a su lado. Apoyando su mano en su hombro interrumpió su discurso. Ferluci sintió que su mano quemaba y se supo vencido. Nadie había reparado antes en este humilde franciscano. Vestido con túnicas grises, largas hasta los tobillos y remendadas, que eran sujetas mediante un cinturón de cuerda. Calzaba humildes sandalias. Oculto bajo un capucho basto y áspero se dirigió a los presentes en voz suave y segura.

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- “Es hora de hacernos cargo y aceptar con valentía que, como dirigentes, no hemos estado muchas veces a la altura de los desafíos que nos ha tocado enfrentar…”xi dijo levantando su cabeza y mirando al público. “Cada sector ha exaltado los valores que representa y los intereses que defiende, excluyendo a otros grupos. Así, en nuestra historia se vuelve difícil el diálogo político. Esta división, este desencuentro de los argentinos, ese no querer perdonarse mutuamente, hace difícil el reconocimiento de los errores propios y, por lo tanto, la reconciliación. No podemos dividir al país, de una manera simplista, buenos y malos, justos y corruptos, patriotas y apátridas”.

Hablaba claro y fuerte. Caminaba con sus manos en la espalda a lo largo del pasillo central. Manejaba los tiempos con pausas y los tonos de su voz. —Sabemos –continuó- Que “Nuestra política no ha estado, muchas veces, decididamente al servicio del bien común. Se ha convertido en una herramienta de lucha por el poder que sirve a intereses individuales y sectoriales; de posicionamientos y ocupación de espacios, más que de conducción de procesos. Que “El coyunturalismo o el cortoplacismo han instalado el presente como única dimensión del tiempo, que no permite visión ni mirada estratégica y que coloca la ocupación de espacios como fin último de la actividad política, social y económica. “Hemos crecido más por agregación que por síntesis superadora. Tenemos que leer nuestro pasado y superarnos. No volver a caer en nuestros errores…” Hizo una pausa, un breve silencio para, luego, exclamar con toda su potencia:

—“Se nos impone la tarea de hacer crecer y consolidar una cultura del encuentro y un horizonte compartido”. Es necesario que cada uno recupere la propia identidad como ciudadano pero orientado hacia el bien común. Les aclaro —dijo— que “…Para ser ciudadano pleno no basta la pertenencia a la sociedad. Se

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requiere la pertenencia a un pueblo. No hay identidad sin pertenencia. Existe una diferencia sustancial y cualitativa entre masa y pueblo. Pueblo es la ciudadanía, reflexiva, consciente y unida tras un objetivo o proyecto común. Pero —advirtió— “…para ser ciudadanos no hay que vivir ni en un universalismo globalizante ni en un localismo folclórico o anárquico. Ninguna de las dos cosas. Ni la esfera global que anula, ni la parcialidad aislada que castra. El modelo es el poliedro, que es la unión de todas las parcialidades, que en la unidad, conserva la originalidad de su parcialidad. Es la unión de las personas en una sociedad que busca el bien común”.

Lentamente, como un padre que le habla a su hijo, continuó

—“El tiempo es superior al espacio. La unidad es superior al conflicto. La realidad es superior a la idea. El todo es superior a la parte…” . Deben —dijo mirando a todos los sectores que estaban presentes— “Tener como actor a un sujeto histórico que es el pueblo y su cultura, no una clase, fracción, grupo o elite. El proyecto debe reflejar los propósitos estratégicos, lo que es posible realizar y lo que el pueblo vívidamente desea. No sirve un proyecto de pocos y para pocos. “Las personas son sujetos históricos, es decir, ciudadanos e integrantes de un pueblo. El Estado y la sociedad deben generar las condiciones sociales que promuevan y tutelen sus derechos y les permitan ser constructores de su propio destino…” No podemos admitir que se consolide una sociedad dual. La justicia es el objeto y la medida de toda la política. Debemos recuperar la misión fundamental del Estado de asegurar la justicia y un orden social justo a fin de garantizar a cada uno su parte en los bienes comunes. “Los invito a establecer una cultura del encuentro, que implica estimular procesos de diseño de consensos y acuerdos que preserven las diferencias,

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convergiendo en los valores que hacen a la dignidad de la vida humana, la equidad y la libertad. Un proyecto de desarrollo integral, para ser auténtico, debe alcanzar y dar posibilidad a todos. En ello juega un rol central la redistribución de la riqueza que produce el conjunto social. Por favor comprendan – dijo con sus manos en suplica- que “La educación y el trabajo son claves, tanto para el desarrollo y la justa distribución de los bienes, como para lograr la justicia social...”

Sus palabras fueron como un mensaje divino ya que, divino, era quien las hablaba. Sus palabras serenaron los mares de la discordia y llenaron de amor los corazones de los presentes. Un amor por el otro, por el hermano y la patria. “Ve al hermano” fue su último mensaje. “Ve al hermano” en el doble sentido de ver y de ir. De mirar con nuestros ojos al que sufre. Saber que está y qué hacer o no hacer depende de nosotros y que lo que hacemos, repercute en ellos. Pero también en el sentido de ir, de acercarse, de colaborar con nuestro hermano. Cuando, entre abrazos y lágrimas todos festejaban el acuerdo alcanzado, quisieron buscarlo, pero ya no estaba.

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25. Año VIII del Régimen. 18 meses

La Señora esperaba sentada en el maltratado sillón de Rivadavia. A su izquierda, el jefe del ejército. A su derecha, su hijo y un par de los muchachos. Todos en silencio aguardaban el ingreso de la comitiva. La Señora se sentía como Yrigoyen o Perón esperando a sus golpistas. Imaginaba que el ejército, con su representante, ingresaría primero, a la cabeza. Seguido de la iglesia, que con cara de circunstancia, entraría pegado a los uniformados. Atrás con los colmillos afuera, ingresarían los representantes de las corporaciones extranjeras. Los imaginaba a todos complotando. Tramando como en otras tantas veces como reconstruir al país. ¡Inútiles! ¡Nunca lo lograron! Sólo nos hundieron más y más. ¡Esta vez, no será distinto! Imaginaba que la destituirían y la harían salir, para humillarla, con esposas en su espalda. Esperaba que al menos la alojaran en el Messidor, como a Isabel, por lo menos estaría en el sur, en una cómoda mansión. Su mente divagaba por distintos momentos, gloriosos momentos en que fue la Señora de todos. ¡Casi una reina! Pensaba en ello, cuando se abrieron las puertas. No podía creer lo que sus ojos veían. Había imaginado este momento, pero jamás pensó que sería así. Por la puerta no ingresaba un oficial ni un cardenal era tan solo un hombre bajo y viejo, de ropas pobres y piel curtida. No podía definirlo pero tenía todo el aspecto de ser un… Albañil. Miro desconcertada a sus acompañantes. Guari caminó en forma lenta pero segura. La cabeza en alto no dejaba nada sin mirar, como en la obra, medía, calculaba y observaba detalles a medida que avanzaba. En sus manos, llevaba una carpeta. De a poco, fueron ingresando al salón el resto de la comitiva. Guari, en representación de los trabajadores, seguido por los comerciantes, los industriales, los sindicatos, profesionales, científicos, educadores, banqueros, el ejército y las iglesias, todos representados por sus comisionados que se pararon unos pasos detrás de Guari.

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La Señora enfundada en su traje Channel negro, con zapatos y cartera a juego, se levantó. Caminó, erguida, hacia la comitiva y, con visible desprecio, estiró su mano para saludar. Primero a Guari para seguir con el resto. La Señora, fiel a su costumbre, atacó.

—¿Han traído las sogas? —preguntó con saña. Digo, para colgarnos... —dijo imaginando la foto de Plaza Loreto y un escalofrío le subió por la espalda al recordar esos cinco cuerpos colgando de sus patas exhibidos como trofeos para la plebe- Espero que al menos haga juego con mis ropas. Remató con ironía.

Guari, no entendía de que hablaba. Con el respeto que su investidura le merecía, sin saber muy bien cómo comportarse, en silencio, extendió la carpeta.

—Sra. Presidente, no vamos a colgar a nadie —dijo, mientras le entregaba la carpeta.

Se sentó, muy canchera, sobre la mesa y leyó. Era un plan de gobierno, con un horizonte de dieciocho meses. Se detallaban cronológicamente varias medidas que se debían adoptar para llegar finalmente a un llamado a elecciones libres y sin proscripciones. El programa terminaba con ella entregando el bastón presidencial a quien ganara las elecciones. La Señora levantó la cabeza confundida, buscó en sus interlocutores, una explicación.

—Señora —dijo Guari con respeto—. Hemos aprendido… La Señora entendió. Tenía un año y medio para darle a la Argentina otra oportunidad. Nuestra democracia, recuperada con sangre allá por 1983, no se quería perder. Un golpe la mataría, quizás, definitivamente. Sus golpistas, no golpeaban, solo pedían que se despertara y gobernara, que dejara sus sueños de dictadora y

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recuperara su amor republicano, ese que esgrimió entre diputados y senadores. Sus golpistas no eran corporaciones en busca de intereses, eran hombres y mujeres que añoraban su patria. Eran madres y padres que deseaban poder darles a sus hijos un país en el que, orgullosos, pudieran vivir. Eran 18 meses para recuperar la dignidad y el honor de la patria. Trabajando juntos para reconstruir un Estado, que todos, acordaban que debía ser fuerte y sano. Un estado que se ocupara de la salud, la educación y la seguridad. Que brindara normas claras, coherentes y perdurables para que los privados pudieran producir. Un estado que combatiera la pobreza con medidas para crecer. Un estado que hiciera de la educación su norte, que la promoviera y dignificara. Dieciocho meses para reconstruir a los partidos y recuperar, con ellos, nuestra democracia. Partidos que se pensaran programáticos y no simples medios para ganar poder. Partidos que entregaran diputados y senadores, gobernadores y presidentes, intendentes y concejales, con vocación de dar y no de tomar. Había dieciocho meses para recuperar nuestra justicia. Una justicia independiente, ágil e incorruptible. Una justicia para todos, con jueces orgullosos de su noble función. Dieciocho meses para crear ciudadanos de verdad, comprometidos con su país y sus formas de gobierno y que ejercieran su ciudadanía más allá del voto y que limitaran, en el bien común, sus egoísmos. Dieciocho meses para recuperar la República. Una república verdadera donde la provincias fueran autónomas y no meras esclavas dependientes de las dádivas de la nación. Una república donde la riqueza de la nación sea resultado de la riqueza de cada una de sus partes. Donde los excesos y faltas de recursos se compensen sabiamente entre ellas para que no haya provincias ricas o pobres sino un sistema que se complementa para el bienestar de todos. La carpeta que se le entregó detallaba estos y otros muchos puntos que hacían a un modelo, básico y consensuado entre todos, que se pretendía del país. Los colores políticos podrían ajustar dentro de ciertos parámetros algunas tuercas, pero no se podían apartar de

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estas bases mínimas. También establecía la conformación de una comisión para “la verdad y la reconciliación” basada en el modelo de Mandela. Ésta, trataría en estos meses los crímenes que ambas partes hubieran cometido durante el régimen con objeto de que el nuevo gobierno naciera libre de esta tarea. La Señora, en silencio, analizaba. Su hábil mente política evaluaba posibilidades. Costos y beneficios de cientos de alternativas. Siempre estaba la posibilidad de resistir, Ferluci y sus tropas, podría ser un valioso aliado. Tantas veces había redoblado la apuesta que palabras como combatir, resistir, atacar se multiplicaban en su cabeza. Pero tantos años de lucha, de dividir para gobernar, la tenían cansada. Era evidente que no había logrado la patria que soñaba. No le gustaba en lo que se había transformado. Una dictadora, ella, que tantas veces había defendido a fuerza de palabras a la república. La opción de apoyar comenzó a tomar fuerza. Vislumbró, que con ella, quizás pudieran ser la nación que soñaban. Por primera vez, Ferluci le preocupó. ¿Cómo reparar el daño que se había hecho? Soberbia, aunque visiblemente emocionada, se dirigió a ese humilde albañil.

—Señores, pensamos distinto, es evidente que tenemos visiones opuestas de lo que el país necesita –dijo mientras se paraba. ¡Yo fui elegida por el pueblo que me apoya! Sé, lo que mi pueblo necesita! —Señora, lo que el país necesita es paz –interrumpió Guari—inclusión, terminar con años de antagonismos y, todos juntos, construir un futuro mejor –y mirándola a los ojos, completó— le recuerdo que “su pueblo” no elige hace años… —¿Un futuro mejor? –retomó ignorando su último comentario—. Es un término relativo, ¿mejor para quién? ¿Para las corporaciones? ¿Para los oligarcas? ¿Bajo que sustento ideológico, bajo que premisas, van a construir ese futuro mejor?

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—Bajo el sustento de la solidaridad. El país es uno solo y somos los habitantes que viven en su suelo. No hay un país profundo o uno liberal. No hay unos u otros, solo hay argentinos.

La Señora caminaba por su despacho, rumiaba sus sensaciones. No le gustaba ceder, no estaba acostumbrada a hacerlo, pero quería. Estaba cansada.

—Señora, la necesitamos –dijo Guari para sorpresa de ella— sin usted no podemos hacerlo. Señora, usted creció entre dictaduras y guerrillas, entre luchas y reivindicaciones pero necesitamos superarlas. No podemos repetir las experiencias anteriores. Tiene que ser usted quien nos muestre el nuevo camino…

La franqueza de Guari la dejó descolocada, indefensa y se proyectó en su nueva función. Se vio como Alfonsín devolviendo la democracia al pueblo y le gustó, se vio como Mandela y se entusiasmó.

—Señores, como les dije, pensamos distinto pero estoy dispuesta a trabajar con ustedes.

No fueron 18 meses fáciles. Tantos años sin una democracia plena fueron difíciles de superar. Lentamente, los partidos se fueron acomodando. Los fanatismos se suavizaron y las coincidencias predominaron sobre las diferencias. Extirpar de nuestros suelos al flagelo de los carteles fue una tarea ardua y sangrienta. Ferluci, como ella supuso, no se quería ir de este suelo próspero y rico. Fueron épicas las batallas que nuestro ejército libró contra sus mercenarios. Por primera vez en años, luchaban contra foráneos, contra un cáncer que había invadido nuestros suelos y cumplieron. Como un capricho del destino, como si con ello quisiera reforzar el carácter fundacional de las batallas, sus últimos combates se libraron en solares históricos. Las victorias de Caseros, Pavón y Monte Chingolo dieron el golpe final para extirpar de nuestros suelos a esa droga que tanto daño

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había causado. Fueron dieciocho meses largos. Eran muchos los descalabros a corregir. Pero bajo el simple concepto de solidaridad se pudo lograr.

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26. Año VIII del Régimen. El reencuentro.

El primer acto del régimen intervenido fue la liberación de los niños robados. No fue inmediato ya que se trataba de un tema delicado que requería pensar en la salud psicológica de los niños. Varios de esos chicos habían sido sustraídos en nivel de pre-escolar, con más de 9 años de cautiverio, habían vivido más en los campos que con sus familias. Otros, ya no tenían familia. Una abrupta reubicación podría ser tan dañina como la primera. Por otra parte, había una cuestión de logística a resolver. Para el régimen que los encerró, esos chicos eran tan solo números y luego de tantos años los registros con nombres y apellidos, en varios campos, se habían perdido. Ningún funcionario jerárquico del régimen sabía dónde estaba cada niño. A decir verdad, les resultaban indiferentes, sólo les importaban cuando se incorporaban al trabajo. Recién entonces fueron conscientes de lo que habían hecho. Se estableció, que una junta especial de psicopedagogos y profesionales, evaluaran las alternativas y definieran las acciones a implementar. El apoyo de los numerales egresados fue fundamental. Retornaron a sus campos para identificar a los chicos. Gracias al trabajo de Sofía, esos simples numerales, habían conservado su historia y ello permitió el armado de las listas. Finalmente, se optó por una reincorporación gradual, que se abrirían los campos para que los familiares pudieran ir a visitarlos. Solo el niño podía decidir si volvía con su familia o se quedaba. A aquellos que se quedaran se los apoyaría psicológicamente para ayudarlos en su recuperación. También se organizó un apoyo profesional para las familias de los chicos, varios, que habían muerto en cautiverio. Hubo que identificarlos y buscar a los padres. Todo este trabajo, un trabajo duro y doloroso, se llevaba a cabo en medio de la creciente presión de los padres. Las noticias del llamado a elecciones y la apertura democrática inmediatamente activó el reclamo de los padres por sus

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hijos y su contención resultó compleja. Finalmente, luego de meses, se abrieron las puertas. Como cientos de familiares, Mariano y Carmen esperaban a que se abrieran las puertas. No sabían con que se iban a encontrar. No veían a Tuto desde el jardín y, si bien su padre y Juan habían estado con él y se habían reconocido, ellos aunque les doliera, apenas lo recordaban. Tenían gravada la imagen de un niño de 7 años inquieto y travieso que era una explosión constante de alegría, pero ahora iban en busca de un chico de años. ¿Cómo sería? Habría sobrevivido su alegría a tanto encierro y dolor? Faltaban unos minutos para la hora indicada y los nervios no les permitían respirar. Junto a ellos había varios amigos. Padres o hermanos de otros cientos de chicos robados. Todos callados, mudos y presos de los mismos miedos. Cuando las puertas se abrieron, acompañados por los numerales egresados, cada familia fue llevada al encuentro de sus hijos. Formados frente a sus barracas, los niños robados, esperaban. Ellos también sufrían las mismas angustias. Informados por los numerales egresados que los campos se abrirían, vivieron con miedo los últimos meses. Psicólogos y psicopedagogos apoyados por maestras jardineras de los países vecinos (Uruguay, Chile se portaron como los hermanos que son) constituyeron un ejército de contención que a base de amor contuvieron sus angustias. Aquellos, cuyos familiares habían muerto no fueron retirados. Por voluntad de ellos permanecieron todos unidos. Tanto sufrimiento los había transformado en hermanos y los profesionales aceptaron su decisión. Minuciosamente se identificaron los casos que habían quedado huérfanos y se definieron las familias que los adoptarían en base a la unión de los huérfanos con sus propios hijos. Los niños robados esperaban sin saber qué hacer. ¿Reconocerían a sus padres y hermanos? ¿Se volverían a ver con aquellos que en definitiva consideraban sus hermanos? Lentamente, vieron ingresar a una

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silenciosa muchedumbre. Los más grandes, reaccionaron primero, aún tenían presentes las fisonomías de sus seres queridos. Los más chicos se quedaron duros, sin saber qué hacer, a donde correr. Mariano y Carmen, no veían a Tuto. Buscaban en la confusión de los que corrían. Veían familias que se abrazaban y lloraban pero no a su hermano. Se asustaron y la desesperación nublaba su vista. Avanzaban entre la gente buscando sin ver. Tomados de la mano se llevaban uno al otro. Las manos apretadas les dolían. Atrás, entre los que se habían quedado quietos, vieron a Tuto. Su hermano esperaba sin moverse. Sus ojos abiertos buscaban sin encontrar. Despacio se acercaron hasta quedar frente a frente. Se miraron en silencio. Los brazos de Tuto colgaban a sus costados como si estuviera en posición de firme. Las manos de Carmen y Mariano se apretaban aún más. Las lágrimas rodaban por las mejillas de los hermanos. Mariano estiró su brazo para acariciar con su dedo la pequita sobre los labios de Tuto, un gesto que tantas veces había hecho de chico. Tuto se dejó acariciar, reconociendo con una amplia sonrisa aquella caricia. Carmen estiró sus brazos y los tres se confundieron en un abrazo húmedo de besos y lágrimas. Las palabras sobraban solo necesitaban el calor de sus cuerpos. Fue un rato largo, eterno, lo que duró aquel abrazo pero en él se reencontraron nuevamente. No fue hasta que se separaron que Mariano y Carmen notaron la presencia de otros dos chicos que esperaban a su lado. Miraban en silencio el encuentro de los hermanos. Fue Tuto quien abrió el círculo para incorporarlos. Carmen y Mariano no los habían reconocido pero eran hijos de amigos de su padre que, ese día, se sumaban a su familia. Tomados de las manos, los cinco chicos, volvieron a su casa.

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27. Diciembre 2025. Casa Rosada.

El 25 de diciembre de 2025 el bastón presidencial pasó, una vez más, de mano. Se entregó a un candidato elegido por voto popular que, en su primer acto, demostró a sus ciudadanos que la república había triunfado. Reunidos en una mesa redonda, el presidente era uno más entre los gobernadores, juntos honraron un panteón de héroes que no distinguía entre nacionalistas y liberales sino que cada uno ocupaba su lugar en la historia. Ferluci, miraba la entrega, escondido entre el público. Se sentía triste. La verdad es que, cada vez que partía, extrañaba a estos locos argentinos. Su calor, sus asados, las noches de truco y ese orgullo ingenuo que los hacia divertidos. Tantas veces había estado entre nosotros. Tantos cuerpos que había tomado. Aun se recordaba susurrando al oído de Isabel, bajo la forma del brujo, la letra del 261/75; o cuando, como Mario, ordenaba la muerte de Aramburu, mientras extraía un pelo de la mancha de su cara. Lo que se había divertido como general, en aquella guerra, sólo era comparable a su estancia como Rasputín, en los palacios de la santa Rusia. Pensó que el régimen sería definitivo, que ya no tendría que irse pero se equivocó. Estos argentinos no se rinden. No sabía porque pero sentía que esta vez, ya no volvería. Argentina, una vez más, renació de sus cenizas. Su sociedad comprendió que es ella y no los dirigentes la que hacen al país. Que es el compromiso de sus hombres y mujeres, de sus estudiantes y trabajadores lo que construye un país mejor. Por primera vez en años, el Congreso se vio conformado por destacados representantes de los distintos grupos económicos. Por primera vez en años, se debatió un modelo de país a largo plazo.

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28. Recoleta

La noche del 25 de mayo no era para estar entre las callejuelas de la Recoleta. No bien la luna se dejó ver en el horizonte, las puertas se empezaron a abrir. Los crujidos y ruidos de cadenas llenaron la noche. Los gatos, con lomos erizados y uñas expuestas, salían corriendo en busca de calles más tranquilas. Los perros aullaban. Los murciélagos volaban, buscando refugio en la ciudad. En esa noche, hasta espíritus y brujas, buscaban otro lugar. El 25 de ese mes, la recoleta ya no les pertenecía. Como todos los años, era noche de revanchas, de luchas sangrientas que una y otra vez se repetían. La misma espada se clavaba en el mismo cuerpo. El mismo grito se gritaba de nuevo. Así había sido desde tiempos inmemoriales y los habitantes habituales del cementerio, lo sabían. Búhos y ratas, gatos y perros, cucarachas e insectos todos se escondían. El 25 de mayo era de los próceres. Como todos los años, la batalla que en vida vivieron, se libraría entre mausoleos y tumbas. Doscientos años de luchas continuaban en este mundo de espíritus sin descanso. Entre los habituales habitantes, las apuestas corrían. No era un tema de apuesta, quien ganaría ya que ellos sabían que nadie ganaba en esta batalla. Ni cuanto duraría. Siempre era igual, la luna alta la iniciaba y los primeros rayos del sol la terminaban, al menos hasta el próximo año. Lo que ellos apostaban era si aprenderían esta vez. A fuerza de repetir año tras año la misma batalla, aprenderían que librarla, no tiene sentido. Bajo la atenta mirada de Juan Benito y la joven María Dolores, primeros moradores de la casa, se fueron acomodando en sus respectivos lados. Entre ellos, el campo santo donde se liberaría la eterna batalla. Nadie sabía realmente que defendían en su lado ni que los diferenciaba de los otros, pero aquel embrujo borgeano no los soltaba y todos los años se alineaban bajo los mismos ideales. Así, Manuel Dorrego se fue a un lado y Lavalle al otro. Juan Manuel se separó de Dominguito a las corridas y Juan Domingo, que nunca

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faltaba, gesticulando se alejó del General Lonardi. La lista era larga y uno a uno iban pasando nuestros próceres tomando su lugar en la eterna batalla. Alberdi, Quiroga, Roca y Wilde, Alem y del Valle, Alfonsín, Hipólito y Arturo. Sucedió algo aquella noche que no había pasado antes. Algo retrasado, por el tráfico quizás, llegó Don José en su blanco corcel. Y este, —¿quién es? —preguntaron los habitantes habituales del lugar. Yo nunca lo vi, murmuraban entre ellos. Las apuestas se movieron al ver el fervor que generaba. Por extraño que pareciera, todos lo llamaban para su causa. ¿Cómo puede ser? Decían los murciélagos. A algún bando debe pertenecer, decían las brujas que de esto saben. Pero, ¡todos lo llaman! El extraño se desmontó de su cabalgadura, caminó, ante el silencio de todos, con brazo extendido hacia Don Juan Manuel. El gesto era elocuente y, este, le entregó su sable. Don José, a paso militar, caminó hasta el centro del campo santo y, solemnemente, elevó el sable hacia el cielo y girando en derredor, lo exhibió en alto como lo había hecho en tantas arengas antes. Cayendo de rodillas, tomándolo con ambas manos, suavemente lo apoyó en el suelo. No hubo palabras, no hubo arenga, tan solo un gesto. El desconcierto, entre próceres y habitantes era total. El silencio caía digno sobre el lugar. Nadie se movía, solo se miraban unos a otros sin poder reaccionar. Don Juan Manuel, con sable prestado, fue el primero en avanzar. También en silencio porque las palabras sobraban cruzó el suyo con el del general. Alberdi, que solo tenía una pluma, también lo siguió y así, de a uno como mosqueteros, fueron entregando sus armas y, con ellas, dando forma al sol de nuestra bandera. Mariquita Sánchez de Thompson, siempre activa y aguda observadora, no dudó. Supo que el soñado momento de ver a todos unidos finalmente había llegado y al ritmo de una flauta dulce entonó

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el himno que en su casa se había estrenado. French y Beruti, también lo comprendieron. Siempre dispuestos, comenzaron a repartir sus viejas cintas de aquel 22 de mayo. Dicen los vivos, tras las paredes del cementerio, que aquella noche el himno sonó sin parar. Fuertes voces, que se confundían con el viento, lo llevaron a todos los rincones de la patria. Aquella noche no hubo batalla y, según dicen, fue la lechuza más vieja del lugar, quien ganó la apuesta. Finalmente, habían aprendido que solo a base de consenso se construye una patria para todos.

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29. REFERENCIAS Artículo del 19/12/13 de LUIS RAPPOPORT en LA NACION.

Ningún general mexicano podía resistir un cañonazo de 50.000 pesos.

General Álvaro Obregón, citado por Carlos Fuentes en El espejo enterrado Qué pasaría si de golpe se multiplica el ingreso de

dólares a nuestro país, sin que ese aumento resulte del trabajo, sino de una gracia divina?

Imaginemos la foto de ese momento, que podría ser el año 2021: El dólar perdió valor. Así como en 2013 –a falta de dólares– la

divisa no dejaba de aumentar, ahora el exceso hace que su precio baje en forma geométrica.

Con tantos dólares, no se necesitan cepos ni restricciones a la importación.

Con un dólar tan depreciado, nuestras industrias y nuestras economías regionales no pueden exportar, y tampoco se sostienen

en el mercado interno porque los productos del exterior son más baratos. Incluso, parte de la agricultura pampeana dejó de

producir.

Mucha gente quedó en la calle, sin empleo.

Los dólares que llegaron por gracia divina son apropiados mayormente por el Estado; después de todo, su responsabilidad es

administrar y repartir la nueva opulencia. El Estado se vuelve el lugar más codiciado del país. Nada mejor que ser político o

funcionario público.

La corrupción llega a niveles superiores a la de los tiempos de Menem y Kirchner. El Poder Judicial adicto sirve para que todo

quede “en casa”. Más jueces muestran anillos cada vez más grandes.

Los empresarios amigos de los políticos saben invertir. No tiene sentido desarrollar actividades intensivas en mano de obra,

porque el salario formal –medido en dólares– es altísimo y habiendo tantas divisas, más vale invertir en refinerías,

petroquímica u otras industrias que requieren grandes inversiones y poca mano de obra. Por otra parte, no hay muchas

personas en condiciones: son pocos los trabajadores que entienden un manual de procedimientos.

Los chicos que fueron evaluados en las pruebas PISA de 2012 ahora son adultos que no sirven para trabajar en una industria

moderna.

Para sostener la fidelidad política de los gobernadores provinciales, el Poder Ejecutivo Nacional “administra” los fondos según

su genuflexión. Los aplaudidores “saben” que esa es la forma para tener su cuota. Y no pueden hacer otra cosa porque el

colapso de las economías regionales los priva de recursos locales para sostener al Estado provincial.

No todas las provincias reciben el maná del cielo de la misma forma. Neuquén, por ejemplo, tiene más dólares. Como la

desaparecida industria vitivinícola mendocina dejó en la calle a miles de trabajadores, esas personas migran a Neuquén donde

se emplean en una diversidad de negocios que tienen un objeto: venderles bienes importados y servicios nacionales a los

nuevos ricos.

Esos nuevos ricos consumen de todo, desde autos caros hasta drogas, y el narcotráfico tomó ese mercado con productos

refinados, tanto como atiende a los excluidos con el paco.

Ahora toda la Argentina tiene la tasa de homicidios que en 2013 tenía Rosario. Los carteles de la droga están definitivamente

instalados en el país y están vinculados al sistema político, a la policía y al Poder Judicial.

Algunos jueces honestos fueron asesinados.

Los gobernadores provinciales no pueden dejar que la gente se quede sin empleo, y si son debidamente genuflexos tienen

dinero para contratar a miles de nuevos empleados públicos. Aunque no siempre esas personas tengan algo que hacer. Con

plantas de personal ampliadas las provincias no pueden invertir en infraestructura, salvo en aquellas obras que sirven para que

miembros del Poder Ejecutivo Nacional las inauguren para la televisión.

El recurso del empleo público no alcanza y el 30% de pobres y excluidos que había en el 2013 se convirtió en 45%.

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Ese aumento no se debe solamente a la pérdida de empleos privados formales, también se debe al deterioro de la educación

durante la gestión Kirchner. Respecto del 2013, se triplicaron los planes sociales. El 10% más rico vive en medio de una

opulencia obscena.

Si en el año 2014 hubiésemos creado un grupo de políticos, intelectuales, empresarios, filósofos, religiosos, economistas,

abogados y educadores para elaborar principios éticos, instituciones y políticas para administrar la nueva riqueza, no

estaríamos en esta pesadilla. En ese momento podíamos optar entre ser Noruega o Nigeria. Al no hacer nada elegimos ser

Nigeria.

En la Argentina pocos políticos podían resistir un cañonazo de miles de millones de dólares provenientes del shale oil y del shale

gas.

i Anécdota tomada del libro “El sueño argentino” de Tomas Eloy Martinez que relata su experiencia en la colimba

durante la primavera del ´55.

ii Texto de la ley 19.053 promulgada por Lanusse para la creación de la Cámara Federal Penal de la Nación.

iii Para profundizar en la CAFEPE ver Juan B. Yofre en “Volver a Matar”

iv Beatriz Sarlo, “La audacia y el cálculo”

v Juan Jose Sebreli. “Critica de las ideas políticas Argentinas”

vi Lo que sigue en palabras del padre Juan es extraido de LUMEN FEI, encíclica de su santidad el Papa Francisco.

vii “La Argentina que duele”, Luis Alberto Romero

viii Para profundizar sobre la influencia de nacionalismos y liberalismos ver “La Argentina partida” de Michael

Goebel.

ix Datos tomados de la página de la web de la Universidad de Córdoba.

x “La larga crisis Argentina” de Luis Alberto Romero.

xi Lo que sigue entre comillas en palabras del humilde franciscano es textual de “Nosotros como ciudadanos,

nosotros como pueblo” del Cardenal J.M. Bergoglio.