aplicaciones de la teoría de la moratoria

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Aplicaciones de la teoría de la moratoria Korstanje M. E (2012) Aplicaciones de la Teoría de la Moratoria: el accidente en Estación Once. Afuera, Revista de Crítica Cultural. Número 11, Mayo 2012. Disponible en http://www.revistaafuera.com. Buenos Aires, Argentina. ISSN 1850-6267. El accidente en estación Once. Resumen: La tragedia de Once enlutó a una gran parte de la Argentina y llamó la atención a medios de todo el mundo. Lo que de base se discute en este trabajo no es la causalidad del accidente, sino los discursos tejidos por el poder privado y público para encriptar el entendimiento del desastre acorde a un marco conceptual específico. El número de víctimas, los medios de comunicación, el Estado y la espectacularidad del dolor abren la puerta para un análisis completo de los hechos como así también sus implicancias según la teoría de la modernidad. Riesgo, amenaza y relativismo moral, en este sentido, se transforman en categorías que lentamente iremos discutiendo y desmenuzando para una mayor comprensión del fenómeno. The Once Station disaster not only plunged Argentina into mourning but drew attention of other international mass media. What is important to discuss here seems not to be the causality of accidents, but the discourses portrayed by state and private sector to situate the understanding under a specific framework. The number of fatal victims, the mass media, State, and the spectacular of this tragedy open the doors for scrutinizing the facts and responsibilities based on modernity studies. Dangers, Risk, and moral relativism, in this token, correspond with vital categories that will be placing under the lens of scrutiny in the present research. Introducción

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Aplicaciones de la teoría de la moratoria

Korstanje M. E (2012) Aplicaciones de la Teoría de la Moratoria: el

accidente en Estación Once. Afuera, Revista de Crítica Cultural. Número 11,

Mayo 2012. Disponible en http://www.revistaafuera.com. Buenos Aires,

Argentina. ISSN 1850-6267.

El accidente en estación Once.

Resumen:

La tragedia de Once enlutó a una gran parte de la Argentina y llamó la atención a medios de todo el mundo. Lo que de base se discute en este trabajo no es la causalidad del accidente, sino los discursos tejidos por el poder privado y público para encriptar el entendimiento del desastre acorde a un marco conceptual específico. El número de víctimas, los medios de comunicación, el Estado y la espectacularidad del dolor abren la puerta para un análisis completo de los hechos como así también sus implicancias según la teoría de la modernidad. Riesgo, amenaza y relativismo moral, en este sentido, se transforman en categorías que lentamente iremos discutiendo y desmenuzando para una mayor comprensión del fenómeno.

The Once Station disaster not only plunged Argentina into mourning but drew attention of other international mass media. What is important to discuss here seems not to be the causality of accidents, but the discourses portrayed by state and private sector to situate the understanding under a specific framework. The number of fatal victims, the mass media, State, and the spectacular of this tragedy open the doors for scrutinizing the facts and responsibilities based on modernity studies. Dangers, Risk, and moral relativism, in this token, correspond with vital categories that will be placing under the lens of scrutiny in the present research.

Introducción

El 22 de febrero de 2012 alrededor de las ocho y treinta de la mañana un tren, repleto de pasajeros, perteneciente al ramal Sarmiento choca contra la contención del andén al quedarse sin frenos. Como resultado de esta tragedia cincuenta y un personas perdieron la vida y un sinnúmero de otros pasajeros resultaron heridos (contabilizando más de setecientos). El evento no sólo consternó a la opinión pública argentina, sino que fue catalogado como una de las tragedias de transporte más importantes en la ciudad de Buenos Aires. Según las declaraciones del maquinista en sede judicial (versión transmitida por los medios), el tren se quedó sin frenos, hecho por el cual impactó violentamente contra la terminal. Respecto al grupo de rescatistas y funcionarios que se ocuparon de socorrer a las víctimas, nada

prepararía a la audiencia para lo que estaba por venir. Cuarenta y ocho horas después del incidente, Lucas Menghini Rey, de veinte años y quien había sido buscado sin parar por familiares y amigos, aparece muerto en el cuarto vagón, lo cual despierta la indignación de familiares y amigos. Los padres acusaron al Gobierno Nacional de sacar rédito político de la situación a la vez que responsabilizaron a los funcionarios por la demora en la identificación del cadáver de Lucas. Frente a un desastre de características puramente urbanas, una de las cuestiones más significativas que inspiran el presente ensayo es la relación que existe entre la modernidad, el riesgo, el accidente y el proceso de reflexibilidad. La tesis del trabajo apunta a que, luego de la desjerarquización de las relaciones sociales, los Estados nacionales se ven incapaces de controlar e intervenir en políticas internas dejando en manos del mercado las cuestiones vinculadas a la protección de los más vulnerables. No obstante, frente a la deslegitimación de cualquier desastre para el poder político, los estados desdibujan su responsabilidad frente a dos mecanismos bien definidos. El primero de ellos es la confusión entre amenaza y riesgo por medio de la cual se crea un discurso donde toda amenaza, ajena al ciudadano, es una responsabilidad racional de sus propias decisiones; el segundo mecanismo opera a través de lo que hemos llamado “teoría de la moratoria” donde se trastoca espacio y tiempo.

Con la mayor objetividad posible, intentaremos contribuir tanto en el campo de los desastres urbanos como de la accidentología usando como base de estudio “la tragedia de Once”. A través de la lectura de la presente meditación, el autor encontrará revisiones completas y exhaustivas sobre Robert Castel, Anthony Giddens, David Harvey, Jean Baudrillard, Ulrich Beck, Paul Virilio, Christopher Lasch, Niklas Luhmann y Zygmunt Bauman, entre otros muchos, con una fuerte crítica a las aplicaciones que pueden hacerse de estas teorías a países cuya realidad difiere a la de los países “desarrollados”.

Accidentología

Respecto a la interpretación de la jurisprudencia, Gary Minda (1995) observa que en Estados Unidos se han dado dos movimientos igualmente influyentes en lo que se refiere a la aplicación doctrinaria de la ley. Los formalistas y los instrumentalistas perseguían objetivos

diferentes en los orígenes del debate sobre los alcances del derecho; para los primeros, la ley debía ser una cuestión formal objetiva ajena a las voluntades humanas o al contexto social. Por el contrario, para la segunda camada, la ley estaba socialmente construida y consensuada por medio de la experiencia personal. Hablar de la ley en abstracto no solo sería un grave error sino un obstáculo para la interpretación de los jueces. De estas dos tendencias antagónicas, si se quiere, nacería el derecho moderno estadounidense donde se prima la objetividad de la ley teniendo en cuenta las particularidades y necesidades de la población local para modificarla (si es necesario). Dicha combinación contemplaba la posibilidad de imprevistos y abogaba además por la eficiencia de la misma jurisprudencia para

salvar los baches producidos por su propia aplicación. En base a esta argumentación, entonces la ley era concebida como una forma de distribución de riesgos aceptables que armonizaban la vida en sociedad con el fin de minimizar las potenciales pérdidas. Esta forma de ver al derecho abogaba por un hombre enteramente racional, pero los estudios en accidentología moderna cuestionarían fuertemente esta posición.

Sin lugar a dudas, Charles Perrow fue uno de los precursores que visualizó claramente cada accidente producido en el transporte y la ambigüedad del sujeto frente a la norma. Por cada accidente, existió un mínimo de siete situaciones similares en el pasado que no llegaron a concretarse. El sociólogo americano estaba convencido que toda organización debe fundamentar sus bases jurídicas y normativas con arreglo a objetivos pero que, dadas ciertas condiciones, el cumplimiento de esas reglas comienza a ser disfuncional para la operatividad de la organización misma. Cuando un grupo de sindicatos de transporte trabaja a reglamento, debido a un sentimiento disconformidad, no hacen más que acatar a raja tabla los tiempos de espera entre estación y estación. No obstante, el descontento en los pasajeros es tan grande que el cumplimiento del reglamento se hace disfuncional y, por ende, un arma de negociación con la patronal. La seguridad del pasajero es inversamente proporcional a su percepción. El pasajero prioriza el tiempo de llegada (velocidad) como aspecto principal de la seguridad e ignora otros. La paradoja de Perrow nos enseña que se dan normal accidents que, más allá de sus efectos, se transforman en riesgos asumidos e internalizados como normales (Perrow, 1999).

Las contribuciones de Perrow han inspirado a muchos otros estudios que focalizan en la ambigüedad del sujeto para, según sus conveniencias, respetar o romper la ley (Sagan, 1993; Morgan, 2006; George y Bennett, 2005; Rodríguez, Quarantelli y Dynes, 2007; Exworthy et al., 2011).

¿Por qué podemos decir que se suceden los accidentes? ¿Qué son los accidentes?

Los diccionarios indican que se considera accidente a cualquier suceso involuntario cuyas consecuencias generan un daño sobre una comunidad, persona y grupo a raíz de causas basadas en la

imprudencia, negligencia o impericia. Desde este punto de vista, el accidente puede ser penalmente codificado y punible si se constata la intención de dolo. Algunos especialistas advierten que el accidente sólo puede ser determinado por una causa ajena al comportamiento de los involucrados, ya que parten de la tesis que lo prevenible no debe ser catalogado como tal. Este razonamiento fuerza la situación llevando a conceptos como accidente o seguridad hacia los dominios del riesgo. El sentido conferido al accidente y la aplicación que la ley hace de éste son, de primera mano, motivos necesarios –como dice Foucault- para el mantenimiento de la legalidad del sistema. La particularidad del accidente nos habla de una supuesta imprevisibilidad pero, también, de una situación que ha llevado al estado de emergencia. Cuando un

estado de cuestionamiento general inunda los canales de poder de una comunidad, se despliegan diversos mecanismos discursivos con el fin de derivar las responsabilidades sobre sectores o grupos minoritarios, en lo que comúnmente se llama “chivo expiatorio”. La pobreza, en la modernidad tardía, es un criterio muy difundido como supuesto causante de plagas, epidemias y desastres varios. Los medios de comunicación y el poder político, frente a un desastre, llaman la atención sobre la necesidad de proteger a los “más pobres” por su vulnerabilidad y, de esa forma, distraen la atención sobre las causas del evento. En resumen, la tragedia se suscita por la vulnerabilidad del pobre, y no por el manejo político de las aristocracias. Casos como los terremotos de Haití, la Gripe A, el huracán Katrina, entre otros, evidencian lo ya expuesto (Korstanje, 2011a). El filósofo esloveno, Slajov Zizek, llama la atención sobre este punto cuando denuncia el rol cínico de las corporaciones económicas que por un lado fagocitan el desastre mientras por el otro donan dinero para las familias de las víctimas (Zizek, 2009).

¿Cómo un accidente se transforma en un culto de religiosidad popular? Centrado en el caso Cromañón, Korstanje sugiere que los cultos de religiosidad popular se forman como respuesta a la muerte misma. La ruptura que la muerte trae para las relaciones es tan abrupta, que las comunidades deben organizar sus lazos acorde a nuevas formas de relación. Lo peor de la muerte, no es la incomunicación con los seres amados a quienes, en el mejor de los casos, veremos una vez muertos, sino que aquellos eventos que nos traumatizan van a volver a repetirse. En consecuencia, todo culto popular se caracteriza por un fuerte componente de lucha o tensión política, un discurso donde se denuncia la corrupción política, la sacralización de los muertos, y la necesidad de promesas como puente entre la figura de los difuntos y los feligreses. Desde ese momento, el desastre pone a los sobrevivientes en un rol político que les permite, no sólo reducir la culpa, sino dar un sentido concreto a la muerte de sus familiares. Por lo tanto, el cambio social es lo que deviene enseguida a esta clase de episodios (Korstanje, 2007). Siguiendo este mismo marco, Andrea Estrada explica que una de las particularidades de Cromañón fue la disputa política entre los padres de las víctimas, el intendente Aníbal Ibarra (en ese momento asociado al Frente para la Victoria) y Estela de Carlotto, titular de Madres de Plaza de Mayo por la monopolización del discurso. Mientras Carlotto consideraba a los padres de Cromañón como insurrectos al orden constitucional, éstos últimos construían una racionalización de la emoción para dar

testimonio de su dolor. La pregunta de Estrada es clara e ilustrativa: ¿por qué un dolor es más importante que otro? La respuesta radica en la construcción del discurso. El número de muertes y su juventud fueron motivos suficientes para hacer de Cromañón una causa nacional, la cual se enfrentaba a otros grupos, de quienes también habían perdido a sus hijos, y a sus discursos (Estrada, 2006; 2010). Intentar manipular y controlar el discurso del sufrimiento ha sido y es una técnica muy común en este tipo de escenarios.

Para poder responder sobre cómo un accidente se transforma en objeto de culto, es necesario detenerse en una pregunta: ¿qué es lo que nos genera consternación como ciudadanos modernos? Dos perspectivas

pueden ser puestas en diálogo para poder llegar a una conclusión coherente. Según Korstanje, la extraordinariedad de la muerte y, sobre todo, su aleatoriedad causan un fuerte impacto en la población cuando los involucrados son personas jóvenes o bebés. Las sociedades modernas, enraizadas en la necesidad de control, deben hacer del mundo un lugar al menos previsible y, para ese fin, deben negar la muerte. Las tecnologías no se ponen, en realidad, al servicio de la calidad de vida, sino en su extensión. Aquellos enfermos terminales que claman por una muerte digna, son ejemplos claros de la forma en que el Estado garantiza la extensión de la vida pero no se detiene en mejorar su calidad. En este sentido, la prosperidad económica retrasa la reproducción biológica hasta llegar al crecimiento vegetativo de la población (ver caso Europeo). El pastor Robert Malthus se había percatado que al mejorar los niveles de vida de una población, los índices de natalidad se reducen ya que las posibilidades de supervivencia se incrementan. Por el contrario, ante el incremento de las privaciones materiales, los grupos tienden a tener muchos hijos para asegurarse la continuación del linaje. El capitalismo ha mejorado nuestra forma de vivir pero también ha sacralizado a las generaciones más jóvenes; ellas representan los recursos para una nueva generación de consumidores. Este razonamiento nos lleva una nueva pregunta: ¿por qué asusta más la muerte de un bebé que la de un anciano? Las sociedades industriales, precisamente, se consternan cuando sus generaciones más vulnerables pero potencialmente productivas están en peligro. El segundo factor significativo, sin lugar a dudas, es la aleatoriedad de la catástrofe. Nadie sabe el momento ni el lugar en el cual la muerte se hará presente, tampoco cuantas víctimas se llevará. Particularmente, reducir la extensión de los efectos y la potencial destructividad de un desastre, es una tarea en la que el estado debe encomendarse. La sociedad debe armar un sentido de continuidad, incluso frente a la muerte. El mal representa, precisamente, un intento de reanudar las cadenas productivas que se cortaron por la acción de lo imprevisto (por el accidente mismo). Cuando se acusaba en la Edad Media a las brujas, todo empezaba con la muerte de algún niño o el enriquecimiento por parte de una mujer sin descendencia. En una sociedad patriarcal, la brujería y el demonio servían como mecanismos para que la sociedad pudiera regular su forma de producción y las fallas de ese proceso (Korstanje, 2011b). De igual forma, la modernidad prohíbe la muerte de los hijos, desde el lenguaje mismo, ya que no existe vocablo que indique el estado de una persona que ha perdido a su heredero.

Pero, ¿es este principio de preservación puramente biológico o simplemente un interés material? En su trabajo Globalización (1999), Zygmunt Bauman dice que nada importa a la modernidad más que los factores que pueden atentar contra el orden económico. Los desastres, muertes e injusticias sólo importan o generan repudio cuando el orden financiero y económico está en peligro. La producción material ha relegado a las relaciones sociales hasta el punto de hacer del hombre un “objeto de consumo”. El autor advierte que si los bienes en el siglo pasado se fabricaban para toda la vida, los modernos son defectuosos para poder ser reciclados y de esa manera reanudar la producción indefinidamente. Siguiendo esa reflexión, también lo son las relaciones personales las cuales se han diluido para alcanzar un frenesí que se

fagocita por el cambio mismo (Bauman, 2005). Partiendo de la base que las relaciones son desechables, los hombres deben volcar su inseguridad hacia el consumo. El Estado sólo protege a aquellos que representan un valor; el criterio para determinar qué es válido y qué no lo es, se fija por la capacidad de consumir. Por medio del mercado de trabajo, el consumidor se pone a la venta para ser explotado. El hombre-maquina se ha transformado en el recurso material del capitalismo tardío, el cual ha destruido a las instituciones clásicas para poder fijar nuevas reglas y normas. Somos una sociedad de consumidores que progresivamente se transforman en bienes de consumo (Bauman, 2007). Un inimaginable pánico surge en la ciudadanía de aquellos aspectos de la producción que no pueden ser controlados por la sociedad-sistema.

¿Qué es la posmodernidad?

La realidad posmoderna puede operar gracias a una destrucción creativa por medio de la cual se llega a un caos generalizado donde el relativismo moral es la única forma de conexión entre el self y el sentido de la realidad. Según David Harvey, lo posmoderno es una forma de pensar que se explica por la descentralización de los valores clásicos de la ilustración. Lo inmutable y eterno cede frente a lo relativo y pasajero. Pero ello no es obra del destino ni mucho menos, sino que tiene explicaciones concretas desde lo social. La posmodernidad es el resultado del embargo petrolero, luego de la guerra árabe-israelí, que empuja a las naciones industriales a cambiar sus formas de producir. La producción en escala no era una estrategia rentable cuando no se tenía asegurada las provisiones mínimas de petróleo. Ante este drama, se optó por comenzar una descentralización de la producción donde se priorizara la individualidad y la subjetividad. El cambio cultural es producido por la economía. En esta etapa, nace la idea de que cada hombre es un mundo o universo por sí mismo y que, para cautivarlo, habría que aceptar esa unicidad en forma incuestionable. En resumen, se da, progresivamente, una serie de quiebres y fragmentaciones de los saberes que conlleva a una confusión metodológica subordinada a una lógica de consumo capitalista y a una vida social basada en el cálculo racional de los efectos, es decir, en la especulación. Esa incesante incertidumbre e inestabilidad sentaron las bases para el advenimiento de un miedo

constante, el cual puede observarse en todos los aspectos importantes de la vida en sociedad.

Harvey traza un esquema comparativo en donde existen dos tipos de modernidades. Cabe aclarar que el primer modernismo, hasta 1945, fue “heroico” pero atravesado por el “desastre”. Posterior a ese proceso, sobrevino un “modernismo alto” en donde se enfatizaban los valores del progreso y la emancipación de la Ilustración; pero la racionalidad del alto-modernismo dio lugar a una nueva forma estética: el posmodernismo, movimiento por el cual la alineación del hombre-maquina promovida por ciertos sectores artísticos y culturales fue absorbida, elaborada y canalizada por los grupos políticos en una

ideología liberal específica. Para tal caso, escribe Harvey, los políticos comienzan a incorporar nociones estéticas creando una ideología oficial que hace de la rebelión no sólo su mayor valuarte, sino un fin en sí. La burocracia técnica dio lugar a movimientos anti-modernistas, hacia principios de los sesenta, que generaron una fragmentación de la cultura en varias contra-culturas. Si bien todos estos movimientos terminaron en un estrepitoso fracaso, fueron la precondición para el surgimiento de la posmodernidad. El pastiche, por el cual la posmodernidad puede destruir paisajes para crear nuevos, crea un estado de inestabilidad como pocas veces se vio, en donde la acción política pierde toda posibilidad.

Riesgo y Amenaza

¿Qué es un riesgo y qué una amenaza? Parece una pregunta sencilla, mas no lo es. Diversos autores se han esforzado por definir qué se entiende por riesgo y cuándo éste se transforma en una amenaza para la sociedad. Existe una línea divisoria marcada entre el sistema de expertos y el riesgo respecto a las condiciones en las cuales se puede decir se está frente a un riesgo. Por ende, la complejidad del mundo y la información disponible facilitan la absorción y prefiguración de riesgos. En primera instancia, existe cierta idea de concebir la amenaza como externa a la sociedad y el riesgo como generado desde su propio seno, pero estamos frente a cuestiones de difícil solución ya que la distancia y el peligro respecto al ciudadano involucrado parecen no ser razones de suficiente peso para determinar el pasaje de un riesgo a una amenaza.

En primer lugar, cabe destacar que, para poder comprender a Niklas Luhmann, es necesario destacar dos cuestiones primordiales. La primera es que la sociedad para el sociólogo alemán no se construye en base a una sumatoria de individuos, sino a procesos que son comunicativos. Segundo, la sociedad no puede funcionar sino es por la articulación de elementos mediadores de la incertidumbre como ser el amor, el dinero y el poder. Por lo tanto, la experiencia humana se presenta como clausurada frente al lenguaje. La sociedad no se sustenta por la represión o la coacción en Luhmann, sino por la complejidad de las interacciones entre todos sus subsistemas. La contingencia, entonces, permite unir a los agentes y sus prácticas

confiriendo, de tal manera, mayor confianza a las instituciones. En otras palabras, la complejidad propia del sistema sería reducida por la confianza y el ejercicio de poder. Como su maestro Talcott Parsons, Luhmann entiende que sin poder, el cual es definido como una cadena de sub-códigos, el sujeto no puede comunicarse ni vincularse con sus instituciones. A diferencia de otros sociólogos, Luhmann cuestiona abiertamente la racionalidad del agente por considerar que, a pesar de lo que se cree, en la mayoría de los casos actúa guiado por sus instintos o por influencias de otro.

Siguiendo este abordaje, el riesgo no se fundamenta como una posibilidad de sufrir un daño, sino como producto del proceso racional

del propio sujeto. El riesgo sólo puede materializarse cuando existe una decisión previa por parte del involucrado en donde esa propia racionalidad permite poder evitar las consecuencias de su decisión (principio de continencia). Todo riesgo sugiere la posibilidad de poder evitarlo a la vez que evoca ciertas facultades para su previsibilidad. Por ese motivo, no es posible considerar riesgos a los accidentes cuando las víctimas no tienen: 1) decisión en la concreción del evento, o 2) posibilidad de evitarlo y/o revertir sus efectos. Accidentes ferroviarios, viales o ataques terroristas no deben ser considerados riesgos, sino peligros. Pretender crear un puente ficticio entre la previsibilidad y el riesgo, como lo hace Ulrich Beck, es un claro defecto que lleva al “alarmismo”. El riesgo no se genera por ser una probabilidad, sino que es una cualidad comunicativa de quienes asumen el mando en el canal decisorio de una sociedad. Por regla general, quienes crean los riesgos, no asumen sus consecuencias. Ese precisamente es la línea conceptual que separa al riesgo del peligro. Un accidente aéreo representa un peligro para el consumidor o pasajero y un riesgo para el fabricante. La máquina se cae, no por divina providencia o probabilidad del destino, sino porque quienes manejan la compañía no han tomado las medidas de mantenimiento necesarias o adecuadas (Luhmann, 1995; 1996; 2006). Para que exista riesgo, debe haber cálculo de los beneficios, futurabilidad, pero por sobre todo contingencia, es decir, que el daño se configure como evitable (Korstanje, 2010). Complementariamente a lo ya expuesto, Dimitri D´ Andrea sugiere que la amenaza hace foco en procesos que crean peligro de no tomarse ninguna medida para frenarlo. Por el contrario, el riesgo se refiere a un potencial peligro acaecido por una decisión. Si no tomar una decisión implica un peligro, tomarla asume un riesgo. “Con una amenaza, algo tiene que pasar (y no sabemos si pasará), de modo que lo que ya se ha producido y puede, como muchos detenerse, no llegue a materializarse. Una amenaza se refiere a la idea que algo es inevitable si no pasa nada nuevo, si nada interrumpe un proceso que ya está en marcha” (D´ Andrea, 2011: 90).

Por el contrario, para Anthony Giddens la modernidad encierra un dilema donde el proceso de reflexivilidad se vincula al riesgo. El problema del riesgo radica no en sus efectos o en las decisiones sino en el grado de conocimiento del agente social. Si las contribuciones de Beck y Castel eran puramente macro-estructurales, en Giddens existe convergencia entre las teorías psicológicas del apego y la micro-teoría social; dicho en otros términos, una mezcla entre el pragmatismo británico y el enciclopedismo francés. Pues bien, para Giddens el

problema del riesgo parte de la estructuración entre el agente y su base primaria de seguridad, la relación con sus cuidadores o padres. Ciertamente, el orden posmoderno se basa no sólo en la racionalidad sino también en la duda, hecho por el cual la respuesta a determinados problemas implica una resolución donde priman el cálculo y la expectativa (a futuro). Estos dos indicadores llevan a una idea por demás original, por la cual se puede afirmar que la confianza se transforma en “la capa protectora” de la vida social. El nexo entre el niño y sus cuidadores, tan bien estudiada por la escuela del apego, funda un lazo de confianza donde el sujeto se nutre para hacer frente a las potenciales amenazas del medio. Cuando la modernidad y su indisciplina característica introducen la duda, lo que finalmente

terminan por acelerar es el riesgo. Esta aceleración desdibuja las fronteras entre los tres tiempos, pasado, presente y futuro. Si por un lado, escribe Giddens (1991: 4), la modernidad reduce el riesgo en ciertas esferas de la vida, genera nuevos riesgos en otras. El mundo moderno, resulta en una tendencia apocalíptica no necesariamente por la “inevitabilidad del riesgo”, sino porque permite la introducción de nuevos riesgos hasta los cuales la generación pasada no estaba preparada. En perspectiva, la modernidad ha ampliamente modificado todas las estructuras de la sociedad incluyendo el andamiaje de la familia. Por su parte, la función del estado queda relegada a una mera commoditización del poder. El orden clásico del antiguo estado nacional se construyó gracias a la delimitación de tiempo y espacio (meridianos). El espacio permite la monopolización de la fuerza y de la coacción de la ley.

El dispositivo orientado a controlar la relación entre los hombres en tiempo y espacio específicos es la burocracia. Empero, la posmodernidad ha iniciado un proceso de reflexivilidad donde no sólo se aceleran los tiempos y los espacios, conectando ausencias con presencias, sino que además se asiste a una crisis de jurisdicción y legitimidad que invade a todas las instituciones. Los mecanismos de desanclaje como el dinero o el sistema de expertos que posibilitan al riesgo, se corresponden con signos que producen un sistema de conocimientos regulado. Este nuevo sistema de saberes, se encuentra mediatizado para poder ser aplicado a todo el sistema social. Por ejemplo, cuando nos enfermamos asistimos al medico, o a un profesional de la salud quien nos asiste mediante el intercambio de una cuota de capital. Al igual que los seguros, los expertos intentan capturar, mitigar y controlar el riesgo de forma que la vida en sociedad pueda ser tolerada. En la medida en que el proceso de reflexivilidad ha hecho correr el conocimiento por toda la sociedad generando una mayor autoconsciencia de los riesgos por parte de la población, la confianza juega un rol protagónico en el mantenimiento de los profesionales.

Por un lado, si bien esto es positivo porque confiere al consumidor mayor autonomía de si para volcar hacia el consumo, y replicar las cadenas productivas, genera riesgos en forma constante que llevan a una modernidad desbocada. Por el otro, la modernidad, en parte, permite que ciertos aspectos políticos del pasado sean cuestionados y hasta reformulados, pero genera una carrera por acceder a la información que aliena la conciencia de grupo. El aumento desmedido

de riesgos percibidos, admite Giddens, son producto de las sociedades de consumo industriales. La proximidad geográfica mediatizada y la conexión entre las diferentes tragedias hablan de lo opresiva que puede ser la vida normativa para la mentalidad del ciudadano común. Las contribuciones de Giddens en el estudio del riesgo se circunscriben en los siguientes puntos principales:

a) El avance científico permite revertir los riesgos externos pero genera otros nuevos manufacturados que pueden llevar a colapsar al sistema, ya que atenta contra su funcionalidad.

b) El mundo moderno es no solo complejo racionalmente hablando

sino que exclusivamente anclado en el tiempo futuro.

c) El riesgo facilita las condiciones para la introducción de la racionalidad en la vida del individuo ya que obliga a tomar decisiones o a confiar esas decisiones en otros (los expertos).

d) El proceso de reflexibilidad genera una falla o crisis en la autoridad.

e) La modernidad es un fenómeno irreversible que afecta la identidad del sujeto aislándolo de las instituciones y haciéndolo más vulnerable.

f) El pasaje de la lógica jerárquica de autoridad a la reflexiva explica el aumento sistemático de riesgos.

g) No existe posibilidad de no decidir en la modernidad.

h) Su concepción de la modernidad no es reflexiva, sino jerárquica.

En sus últimos trabajos, Giddens (2011) parece virar su rumbo hacia lo que él denomina “la Paradoja de Giddens”, sobre el calentamiento global. Según esta tesis, cuando un peligro es demasiado abstracto y no existe una consecuencia palpable que afecte la vida cotidiana de las personas, la ley parece permanecer ajena a las decisiones políticas necesarias para mitigar los efectos del riesgo. La paradoja se da porque

las sociedades parecen estar constantemente preocupadas por riesgos, que ellas mismas hacen inteligibles y concretos, desoyendo a las voces de aquellos quienes advierten por riesgos más globales pero cuyas consecuencias pueden ser catastróficas.

A diferencia de Luhmann, Giddens postula que todo ciudadano en la modernidad tiene acceso a la decisión, en que el tiempo juega un rol importante, incluso aquellos que, no sabiendo los efectos, deciden no elegir. Cuando una persona sin experimentación debe organizar un viaje, confía en su agente de ventas y, en ese acto, asume un riesgo, incluso cuando piensa que lo está mitigando. Sin ser ingeniero aeronáutico, el consumidor actúa confiando que el avión no va a caerse. Ciertamente no toma una decisión directa respecto al mantenimiento del avión como se manifiesta en el tratamiento luhmaniano, empero está creando un potencial riesgo. La total ausencia del riesgo, y en esto coinciden Giddens y Luhmann, sólo puede ser posible en sociedades como la medieval, en las que el sujeto

confía plenamente en la autoridad divina y en su capacidad para modificar el futuro. Pero eso difícilmente sucede en la modernidad donde el sujeto, en parcialidad de conocimiento, es obligado a tomar decisiones a diario (Giddens, 1991; 1993; 1999; 2011).

Imposibilidad del Estado frente al riesgo

A lo largo de su carrera académica, Beck ha mantenido sus posturas respecto al riesgo aun cuando su pensamiento ha sufrido algunos cambios. Originalmente, en su trabajo “La Sociedad del Riesgo”, Beck

considera que el accidente de Chernobyl, cuyas consecuencias son de dominio público, significó una ruptura entre la modernidad y la posmodernidad. Desde entonces, las amenazas nucleares han pasado a formar parte de riesgos catastróficos que atraviesan las preocupaciones de todas las clases sociales. La sociedad industrial, caracterizada por la producción a escala de bienes, se ha transformado en la sociedad del riesgo. El riesgo es distribuido en forma gradual pero completa a todos los grupos y clases (Beck, 2006). Posteriormente, Beck comienza a cambiar esta postura sosteniendo que el riesgo puede vislumbrarse como la única posibilidad de cambio político en una sociedad sistematizada por el mercado y el consumo. En este sentido, es necesario adaptarse al riesgo global utilizándolo como puente comunicativo entre los ciudadanos. En esta segunda fase, a Beck le preocupa más la globalización que el riesgo en sí mismo. Más aún, si en la modernidad temprana el accidente permitía una compensación entre los involucrados, la modernidad tardía crea riesgos globales radicalizados y ficticios con el fin de desestabilizar las relaciones humanas y canalizarlas hacia el mercado. El estado, en este contexto, y su posibilidad de hacer frente a las demandas ciudadanas, es la única forma de quebrar la hegemonía de la modernidad sobre las personas (Beck, 2011). Siguiendo un argumento similar, Daniel Weinstock (2011) afirma que existen dos tipos de riesgos: los buenos y los malos. La dependencia del hombre moderno al peligro nace de dos factores. Primero, la excesiva hegemonía técnica moderna que ubica a la racionalidad por sobre la comprensión y, segundo, los riesgos suplen a un estado deficitario en el ejercicio de la violencia, actuando como mecanismos disuasivos frente a posibles conflictos. La narrativa del riesgo es consensuada y construida por los grupos privilegiados de la sociedad, precisamente aquellos que monopolizan las fuerzas productivas. Para Cristophe Bouton, el problema de la modernidad se asocia a su grado alto de imprevisibilidad y el origen no depende del mercado. Es la propia ciencia que hoy se deja financiar por mega corporaciones, las cuales marcan la agenda de lo que se investiga. La fe en el progreso, que marcó a fuego a la sociedad en el siglo XX, fue reemplazada por la idea de que “lo peor está por venir”. Las políticas que tanto expertos como funcionarios pueden promover son sólo de intervención o mitigación, dado que no existe horizonte de progreso en la modernidad tardía. La profesionalización ha creado un gran abanico de conocimiento y especialización. Empero esa información, desorganizada, provoca un pánico generalizado (Bouton, 2011). El riesgo de Michel Foucault era definido como una vacuna

cuya fortaleza radica en la incuestionabilidad de la ley y la soberanía, estos nuevos peligros no reconocen estados y culturas. Se habla de un riesgo provocado por la misma racionalidad del hombre. Scott Lash y John Urry enfatizan en que todo riesgo nace desde la comunicación. Cuando un profesional advierte a su cliente sobre determinado peligro lo que está haciendo es crear una situación hipotética donde su conocimiento es comunicado con un objetivo de prevención y posterior intervención. El profesional no puede delimitar exactamente cuál será la situación en los próximos días, pero cumple una función bien definida de intérprete sobre un futuro indomable.

En ciento ochenta grados, Robert Castel, considerará esta postura

como utópica ya que es bien sabido, el mercado crea los riesgos necesarios (no para generar una zona de cohesión) sino precisamente para romperlas. La impotencia del Estado no se explica por la inflación del riesgo, sino por la suma de dos factores combinados. La fragmentación progresiva traída por la liberalidad moderna, y la excesiva expectativa puesta sobre el estado para hace frente a riesgos inexistentes. La inflación del riesgo se explica de la siguiente forma. En la antigüedad, los hombres vivían plagados de inseguridades, de peligros palpables y tangibles a su existencia, pero tenían a la religión y a la protección que su dios representaba. Progresivamente, la tecnificación de la vida ha traído bienestar y avance en materia de transportes, pero a un alto costo, fragmentando las relaciones de confianza entre los agentes (Castel, 1997; 2006; 2010). Mismas observaciones pueden encontrarse en su libro Miedo Líquido, espacio en el que Bauman examina la premisa aristotélica de los intermedios como frenos simbólicos a los “temores radicalizados”. La posibilidad de no comprender y focalizar en los miedos abstractos de la modernidad, no sólo los hace más terroríficos, sino que además se margina aquello que tiene un vínculo duradero. En la sociedad moderna, se prefiere no tener hijos por el temor de verlos morir, de no casarse por el temor de separarse y así sucesivamente. Esta especie de caos inducido tiene como fin último conectar al hombre a una máquina que lo explota comercialmente transformándolo en objeto de consumo. Se prefiere destruir la decisión a fin de evitar que lo peor suceda (Bauman, 2008; 2009). Lo que está en juego no es la necesidad de protección, muy por el contrario a eso, la necesidad narcisista de constante gratificación.

Sobre el narcisismo, Christopher Lasch aclara todos hemos desarrollado una tendencia a concebir el mundo circundante como peligroso. Dicha tendencia es producto de un cambio de valores y cosmovisiones que aparecieron por vez primera con la modernidad. Ya nadie busca una solución a los problemas que pueden llevar a la catástrofe, sino que enfatizan en la supervivencia individual. A la cultura narcisista, que caracteriza la vida en nuestra sociedad, le cuesta comprender el futuro en parte a su desinterés por el pasado pero por sobre todo por la falta de tradición. El pasado sólo representa para la cultura narcisista una trivial forma de comercialización e intercambio (ver patrimonialización cultural). Los personajes de “la cultura” tienen un gran impacto en la opinión pública y las cuestiones de Estado. Por otro lado, en tanto que el miedo se ha convertido en un valuarte de los “terapeutas”, como si fueran los únicos autorizados a

examinar el fenómeno, el sujeto moderno ha subordinado todas sus habilidades a la “empresa” siendo incapaz de satisfacer sus propias necesidades y, en ese acto, genera un mayor sentimiento de indefinición. A diferencia de otros pensadores que hablan del declive del Estado, Lasch prefiere confirmar que el sujeto se ha convertido en dependiente del Estado y de las grandes corporaciones. El narcisismo, como patología social, refleja esa dependencia ya que obliga al ciudadano a no poder vivir sin la aceptación de otros (imagen grandiosa del self). La liberación del apego a la familia y a los lazos sociales contribuye a que el narcisista alimente su imagen desmesurada, pero a un alto costo: el aumento sistemático de la inseguridad. La crisis del Estado, es la ruptura de la relación del padre

con su hijo (Lasch, 2000). Los principios alienantes, por los cuales los hombres se embriagan, son la velocidad y la urgencia que terminan desdibujando las nociones de tiempo. El recorte del tiempo lineal, producido por la urgencia, incrementa una mayor emancipación de la información. Ante todas las cuestiones que se presentan como urgentes, en tiempos en que todos son importantes, las prácticas y las leyes se subsumen frente al poder; el pasado ya no tiene sentido para la gestión del riesgo sino sólo la futurabilidad; aquello que puede pero aún no ha sucedido. Para la urgencia no existen mediaciones. Ella alimenta el espíritu de una crisis constante y de ciertas medidas que si no se toman provocarán lo peor desdibujando toda tradición normativa y legado cultural preexistentes. Los padres fundadores y sus códigos éticos ya no son importantes frente al riesgo globalizado e inminente (Desroches, 2011); en otras palabras, no es importante hacer lo que se debe sino lo que el consumidor desea. Esta forma de comportamiento lleva a que el apego del ciudadano común por la ley sea cada vez menor, generando un tipo implícito de anomia. Perder el presentismo en el trabajo, puede provocar que los usuarios de los ferrocarriles presionen a la empresa para que ciertos procedimientos sean incumplidos, so pesar de perder la vida en un accidente.

Velocidad, no-evento y quiebre

Luego de la intervención americana a Kuwait, que inicia la guerra del Golfo, y el 11 de Septiembre, el filósofo francés Jean Baudrillard sacudió a sus colegas con una tesis por demás innovadora. Los sucesos mediatizados no han tenido lugar, son considerados un no-evento. Ello despertó una fuerte crítica, sobre todo en los sectores más conservadores de los Estados Unidos; sin embargo, sus alcances y contribuciones pueden ser útiles aún después de su muerte. Para poder definir que es un no-evento, Baudrillard acude a la comparación. Pone de manifiesto la películaMinority Report (2002, Steven Spielberg) en donde los precogs, entes con la capacidad de ver el futuro, determinan con exactitud a los futuros responsables de crímenes que todavía no se han cometidos. Para Baudrillard, la modernidad trabaja de la misma forma que los precogs, anticipándose a eventos que no se han producido. No obstante, la misma concepción

del no-evento se torna un desafío para todo el sistema legal del Derecho Romano, ya que un crimen sólo existe una vez consumado (Baudrillard, 2006). La hiperrealidad de los eventos, en el tratamiento de Baudrillard, debe interpretarse, al igual que en Giddens, bajo la lógica del “como si”. Las cosas, como son presentadas, no suceden en el tiempo ni de la forma en que son vistas. Existe una fabricación de la noticia en la que los límites entre pasado y presente colapsan. La posmodernidad necesita de un control total sobre las voluntades humanas. Por ello es necesario comprender que el peligro es funcional a ese objetivo. A las sociedades, en las épocas de Karl Marx, les preocupaba el tema de la alienación, pero ella ya no existe más. El peligro ecológico ha trastocado los valores del consumo pero no los ha

debilitado. Todo lo contrario; hoy en día, la ecología defiende y promueve un sentimiento solapado de despersonalización y una estrecha vinculación de todos los componentes que hacen a un sistema social. De esta forma, se anula la necesidad humana de conflicto entre los actores sociales. La divergencia frente al peligro es sinónimo de un desastre inminente. Los medios tecnológicos, que hasta años atrás servían a la comunidad, hoy se arrodillan frente al “éxtasis de la comunicación”. El punto de inflexión se encuentra dado por el fin del secreto. La obscenidad de la visibilidad, término introducido por el autor, es el concepto que todo intérprete de la modernidad debe tener en claro (Baudrillard, 1992).

El habitar específico de los seres humanos y su cultura facilita los instrumentos para hacer frente a los desastres. El accidente puede ser definido como una abrupta ruptura con el principio de normalidad por el cual ese vivir se hace posible. Dadas las condiciones del desastre, la resiliencia implica una paradoja, ya que supone retornar a las causas que originaron el desastre. De esta forma, la vulnerabilidad debe ser comprendida como un proceso interconectado con el principio de normalidad que puede dar paso al peligro. Pero ese peligro, no es generado por los grupos más vulnerables sino por las elites (Lewis y Kelman, 2010). Es decir, todo evento no sólo implica un peligro sino que reanuda la posibilidad de uno de mayores magnitudes creando una cadena lógica de medios para un fin (racionalismo del capitalismo tardío). Mismas aplicaciones puede extrapolarse al rol que juega la victimización como forma estereotipada que apela al Estado en razón de “mayor seguridad”. Posturas pesimistas al extremo, como éstas, implican el fin de la resiliencia como proceso de aprendizaje. De todos modos, aquí surgen algunos aspectos problemáticos: ¿cómo desde la sociología podemos explicar este comportamiento supuestamente racional?; si el hombre no es racional, ¿cómo comprendemos su capacidad para crear riesgos?; o ¿es posible aplicar teorías que se construyen para describir comportamientos en sociedades capitalistas en países cuya maduración material está en vías de desarrollo?

La preocupación central en Baudrillard no es, como algunos sugieren, la modernización visual, sino la necesidad del hombre de no rendirse frente a lo total. Las barreras naturales de la miseria y la frustración permiten darle sentido al principio de realidad. Este argumento es un punto de unión entre el desarrollo expuesto y los escritos de Paul Virilio. El proceso de desanclaje sólo puede ser posible gracias al avance técnico que han sido sustituidos, y reemplazados luego de los

estadios de guerra. Para Virilio, las fases bélicas permiten estructurar políticamente a las sociedades, sus valores y sus bienes de consumo. Luego de la finalización de la última gran guerra, la sociedad industrial se ha visto en una meseta de su crecimiento. Acompañar el proceso de bienestar con aumento en la calidad de transporte, ha resultado en procesos de aceleración que hoy conectan puntos totalmente disconexos en horas. En perspectiva, el transporte nos hace esperar. Estar-en la espera es relacionarse de alguna forma. La velocidad del transporte vehicular ha crecido exponencialmente en las últimas décadas hasta el punto de desdibujar la tradicional espera. Sin espera, no hay viaje, y sin viaje la velocidad hace del movimiento su contralor: el no-movimiento.

Según Virilio, no será extraño observar a los viajeros posmodernos viajar sin moverse. Asistimos, sin lugar a dudas, a una aristocracia de la velocidad que se mueve en el campo del transporte de la misma forma que lo hacen en lo semiótico del mensaje. Al igual que el viaje, el mensaje tiene un interlocutor y un receptor –salida y destino- por el cual se relacionan mutuamente, se conectan. No obstante, en el mundo del mensaje total transmitido veinticuatro horas al día sobre cualquier hecho de significación planetaria, la conexión con ese-otro que nos asusta se desvanece y el mediador, en este caso la máquina, se transforma en receptor y emisor a la misma vez (Virilio, 1991). De esta manera, la tesis central en el trabajo del profesor Virilio es que el ciudadano del mundo se transforma en utopía ya que no habita más que en un eterno trasbordo, las ciudades se hacen lugares de tránsito, aeropuertos, salas de espera o lugares de aglomeración transitoria. Esta especie de aceleración despersonalizada implica un des-habitar del territorio. Si todo ciudadano se constituye frente a una utopía, entonces éste no puede ocupar un territorio específico aboliendo todas las murallas y fronteras. El peligro mayor de cualquier sociedad no es el sufrimiento ni la guerra, sino la reglamentación de la movilidad según el poder adquisitivo del sujeto. En efecto, hoy nos movemos de acuerdo a nuestras posibilidades de viajar, en ciertas clases o en ciertos transportes. La homogenización de algunas facetas de la vida humana no implica de ninguna forma igualdad de derechos. Por el contrario, actualmente, las sociedades son más jerarquizadas más segregativas que antes. A la movilidad que caracteriza a una gran cantidad de personas en el primer mundo, se le debe contraponer las restricciones y problemas del transporte en el tercer mundo. A la movilidad de los poderosos, se le suma la inmovilidad de los débiles. La maquinaria visual propia de los medios de comunicación promueve paradisíacos destinos para atraer el capital de los turistas provenientes de Europa y Estados Unidos, pero paradójicamente los trabajadores rurales de los países periféricos son detenidos en la frontera y empaquetados como potencialmente peligrosos para la estabilidad orgánica (Virilio, 1991; 1996; 2007).

Teoría de la Moratoria

Ante la imposibilidad del Estado de ejercer su función en materia de control y regulación de las entidades privadas a las cuales se contrata, ya sea por incremento de la burocracia legal o por otro motivo como la corrupción interna, siempre señalada por las víctimas como causa central del accidente, nos remitimos a las explicaciones que surgen de la tesis de la moratoria. Este marco conceptual permite extender la actual comprensión de los comportamientos y su relación con la fusión entre presente, pasado y futuro. La moratoria, hablando mal y pronto, es considerada como un arreglo entre un ente recaudador y el ciudadano con el fin de dilatar o reducir el monto de una deuda previa. El proceso involucra a dos actores, un acreedor dispuesto a perdonar parte de la deuda y de asegurarse parte del capital y, del otro lado, un

deudor satisfecho por reducir las cuotas de capital que debe. La acción del tiempo, en este ritual, reduce la deuda. A diferencia de cualquier préstamo privado bancario, en el que la deuda genera mayor interés, la moratoria del estado premia la deuda aplazando las obligaciones; quienes pagan a tiempo terminan haciendo una erogación mayor a quienes deciden no pagar. Producto de una negociación, que frecuentemente es anual, la moratoria ofrece al deudor una merma o reducción en la cuota con el fin de asegurarse el acreedor la cuota de capital. Hace ya varias décadas que los estados en países en vías de desarrollo han recurrido a la moratoria como formas de recaudación eficientes. No obstante, esta práctica implica dos grandes falencias. La primera, y más importante, se ubica en contraposición del derecho tributario. Partiendo de la base las sociedades democráticas fundan su legitimidad confiriendo a sus ciudadanos ciertas licencias o derechos, estos deben ser cumplimentados por medio de la aplicación de obligaciones como ser los impuestos u otros gravámenes. En economías emergentes, donde las tasas a la producción son particularmente altas, los contribuyentes adhieren a planes de moratoria en los que, por su incumplimiento, se les confiere un beneficio: pagar menos. Ello representa un mensaje contraproducente para aquellos contribuyentes que pagan en término sus impuestos. El mensaje parece claro a grandes rasgos, el incumplimiento se hace norma en la mayoría de la población frente a un estado incapaz de ejercer su autoridad. Segundo, la moratoria desdibuja el pasado por la

sencilla razón que se vincula muy estrechamente con el presente. Lo que ha pasado hasta el momento, aún cuando infrinja la ley, no le interesa al Estado. Por el contrario, su prioridad es hacer “borrón y cuenta nueva” de la obligación del ciudadano. Esta práctica se encuentra ampliamente extendida en todos los sectores de la sociedad en países en vías de desarrollo y en aquellas comunidades que demuestran serias falencias impositivas. Los grupos privilegiados, por lo general, acceden a las moratorias ya sea por incumplimiento de impuestos o declaración formal de los trabajadores frente al Estado. Siguiendo este razonamiento, también los pobres acceden a la moratoria cuando ocupan, sin permiso del estado, lugares públicos con el fin último de acceder a la primera vivienda. La moratoria no es sólo una práctica sino también un valor cultura, profundamente enraizado en el sentir nacional.

Particularmente, entrar en moratoria implica que el deudor se deslinde de la responsabilidad y de la pena por su incumplimiento. De alguna u otra forma, este mecanismo hace legal (normal) lo que hasta el

momento era ilegal (desvío). En nuestro tema de investigación, el principio de la moratoria apela a un discurso emotivo en donde el estado, tras no haber hecho los controles necesarios sobre los concesionarios de los ferrocarriles, intentan presentarse en igualdad de condiciones con las víctimas, como querellantes frente a la causa penal abierta en el juzgado Federal. Asimismo, cuando los funcionarios argentinos prometen medidas a partir de ahora, intentan desdibujar sus responsabilidades pasadas frente al infortunio de Once. El veintisiete de febrero de 2012, la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, en Rosario, aseguró “a los 40 millones de argentinos, a los que me quieren y a los que no me quieren, saben que voy a tomar las decisiones que sean necesarias una vez que la

justicia decida. Pero le pido algo a esta justicia, encarecidamente: esta pericia para determinar a los responsables directos o indirectos (del accidente de Once) no puede durar más de quince días”. Este fragmento, recogido del diario La Razón (28/02/12, p.7), evidencia un claro artilugio político por medio del cual, el estado se presenta como damnificado cuando ha sido, en el campo de los hechos, uno de los responsables del desastre.

La presión de los usuarios para continuar viaje, luego que el tren infortunado se detuviera en la estación “Caballito”, fue señalada como una de las causas principales para que el maquinista decidiera proseguir marcha. El temor a las represalias y posibles ataques de los pasajeros, ya sucedidos en el pasado, jugaron un rol más que importante en el maquinista para que éste decidiera continuar su viaje a pesar de haber tenido problemas serios con los frenos. Otros funcionarios nacionales, puntualizaron sobre la costumbre de los pasajeros de levantarse de su asiento y de dirigirse hacia los vagones delanteros cuando el tren se aproxima a la estación cabecera, práctica que les facilita salir más rápido. La cantidad de muertos fue tan numerosa porque cientos de pasajeros, según los mandatarios, se encontraban en posiciones “inadecuadas” al momento del choque. Estas explicaciones, entre otra,s como la culpabilización de las familias que construyeron el santuario de Cromañón sobre la calle Bartolomé Mitre, poco convincentes, no sólo tenían como función culpabilizar a las víctimas, haciéndolos responsables de haber asumido un riesgo tras su decisión de viajar de la manera que lo hacían, sino también exorcizar sus propias fallas por medio de la “conolización del dolor”. En el mismo discurso, la mandataria argentina enumera a un conjunto de víctimas y sus biografías para entrelazarlas con los problemas que supuestamente atraviesa el Gobierno al enfrentar “intereses poderosos”, a la vez que aclama su propia experiencia ante la muerte: “no esperen ante la muerte la especulación. Sé lo que es la muerte y lo que es el dolor. Y no tolero a los que quieren aprovecharse de tanta tragedia”. En primera persona, el discurso de la presidenta argentina toma un canal específico cuando se hace portadora del dolor de quienes han sufrido la pérdida de un ser querido, como ella sufrió el fallecimiento de su marido. De esta manera, el mecanismo de la moratoria, por el cual el Estado se deslinda de sus responsabilidades en el desastre de Once, se suceden dos procesos complementarios. Si las medidas de control reservadas para el Estado permiten “intervenir” frente a una escena de potencial riesgo o frente al incumpliendo de la empresa concesionaria en el

mantenimiento de las unidades, la conformación de un “frente de enemigos poderosos” facilita la implementación de narrativas que dan al ciudadano una lectura unívoca de los hechos. El “mal”, y no el estado, es responsable por la tragedia, la imposibilidad de gobernar es, a la vez que excusa, pretexto para fortalecer ciertas políticas respecto a la seguridad en el transporte. Entonces, la mandataria dice en voz alta, “a partir de ahora tomaremos medidas”. Seguramente, estas políticas tendrán como epicentro la urgencia provocada por el desastre sobre terceros pero no sobre el mismo Estado.

La ineficiencia misma del estado, en estos tiempos posmodernos, es exorcizada al momento en que la presidente adhiere a su propia

experiencia con la muerte y el sufrimiento (luto) por haber perdido un familiar. La tragedia comienza a internalizarse en la piel de los propios funcionarios que debían de haberla previsto; sólo quienes han sufrido tienen derecho a…. Tal vez una de las respuestas más sensatas haya sido la de los familiares de Lucas cuando repudian enérgicamente los discursos oficiales y de la oposición como así también ejercen una fuerte crítica sobre el rol jugado por los medios en el anuncio del cadáver de su hijo, 48 horas después del accidente. El padre de Lucas, editor de noticias de canal 7, indignado, decía lo siguiente:

Pero debemos pensar alguna vez, que ninguna imagen, ningún sonido, ninguna supuesta primicia pueden violentar el derecho básico a la intimidad de las personas como nos pasó el viernes a la tarde, cuando anunciaron la muerte de nuestro hijo sin que nosotros tuviésemos la confirmación oficial. Después me esperaron en la morgue. Nunca más puede ser visualmente atractivo para nadie ver la imagen de un padre entrando allí a reconocer el cuerpo de su hijo. La obligación de imponer un cambio es nuestra, como trabajadores de prensa, pero sobre todo como seres humanos, que es una instancia superior a cualquier trabajo. (Página/12, 28/02/12, edición digital).

Para una mejor comprensión del problema, vamos a llevar a cabo una explicación pormenorizada de los hechos. Luego de haber encontrado en el cuarto vagón un cuerpo, desconocido hasta el momento, los medios de comunicación difundieron rápidamente la noticia de haber encontrado a Lucas, a quienes ya habían estado buscando sus familiares, sin vida. Este anuncio no fue previamente consensuado con la familia de la víctima, sino que fue coordinadamente puesta al aire. Ello enardeció a la familia, ya que vulneró su derecho a ser notificados formalmente del hallazgo. La mediatización del desastre había excluido a los Menghini Rey de marcar el paso de la noticia. La modernidad y el rol de los medios en la creación de escenarios ficticios han sido ampliamente estudiados por sociólogos y filósofos. La tragedia y el tratamiento de los medios nos revelan cuestiones importantes que no pueden pasarse por alto. A primera vista, los sujetos pueden moverse en dos canales bien diferenciados: escenario de las relaciones personales, y las relaciones mediatizadas. En el primer plano, el sujeto puede comportarse en cierto anonimato

generando confianza en otros y tejiendo alianzas en forma personal. Este escenario predomina en las relaciones cercanas y en linajes de parentesco extendido. Mediante la manipulación del secreto, las relaciones personales no tienen poder de decisión en los grandes círculos donde se generan los riesgos. Las víctimas de este accidente, como las de muchos otros, no han tomado ninguna decisión que pueda haber provocado el accidente, mas sólo siguieron patrones de conducta adquiridos. Por ese motivo, no estamos autorizados a hablar de riesgos sino de simples peligros que terminaron con su vida. Estos agentes, en este nivel, no tiene poder decisorio ni mucho menos voz en la opinión pública. Frente al evento, muchos de estos agentes buscan a sus familiares cercanos, pero se encuentran relegados frente a un

gran aparato legal y racional que les imposibilita su tarea. Logran un atajo recurriendo a los medios de comunicación quienes exponen mediaticamente la tragedia.

En este proceso, las relaciones personales se transforman en mediáticas y son difundidas a miles de televidentes. Los agentes no sólo ganan fama sino poder frente a otros actores. Sus decisiones, a partir de este momento, ya pueden generar riesgos en otras personas. A este proceso de victimización se adscribe luego de haber sufrido y que el testimonio de ese sufrimiento represente una lección frente al resto de la audiencia. En este discurso, los medios intentan funcionar como “reforzadores” morales exhibiendo, fuera de cualquier criterio de objetividad, su indignación, escondiendo o resaltando a los verdaderos responsables y presentando soluciones para que un hecho de similar envergadura vuelva a repetirse. El pedido de “justicia” de los sobrevivientes o deudos engloba a todos los procesos en los que hubo víctimas que no estaban preparadas para morir; la previsibilidad de la catástrofe se reduce de tal forma que la demonización resulta la única alternativa posible para reducir el sentimiento extendido de culpa. La corrupción económica y política se presenta como dos de los blancos más certeros en esta clase de desastres.

La experiencia del sujeto, del deudo, se transforma en ejemplo para otros a la vez que se sienta las bases para el inicio de una puja política, entre familiares y estado, pero a un costo que algunos familiares no quieren pagar. Ya la víctima no tiene derecho ni voz en la confección de la noticia, ni mucho menos en el contenido comunicativo de su vida. En esta fase existe una despersonalización tan grande que el sujeto es consumido en forma de objeto, como una mercancía visual y auditiva funcional a un sistema comunicativo más amplio. Los familiares de Lucas fueron relegados de la posibilidad de elegir cuándo y cómo difundir la noticia de la muerte de su hijo, pero ganaron la notoriedad suficiente para poder emprender políticas de estado referente a la seguridad vial o de transporte ferroviario. La solidaridad de las familias que perdieron a sus hijos en Cromañón es un fiel ejemplo de lo expuesto. Lo que se gana en un sentido se pierde en otro. En perspectiva, padres de Cromañón y padres de Tragedia de Once operan en un escenario en el que sus decisiones pueden generar riesgos, por ejemplo, cuando se decide cortar una calle en homenaje a los muertos, pero bajo sospecha de no poder ser dueños de lo que se comunica sobre su propio accionar. Haciéndose eco de algunos funcionarios públicos, los medios esbozaron una crítica hacia los familiares de

Cromañón por haber cortado la calle Bartolomé Mitre, por medio de la cual se dificultó el rescate de las víctimas diseminadas en camillas improvisadas a lo largo de toda la estación Once. Sin lugar a dudas, esta tragedia podría haberse evitado, pero no por ello es menos cierto que el grado de complejidad, generado por la modernidad, la acción de los medios de comunicación buscando responsabilizar y deslindar según sus intereses corporativos y la falta de un estado presente para salvaguardar la seguridad de los ciudadanos, sentarán las bases para que un evento similar vuelva a repetirse en cuestión de tiempo. La resiliencia, eso quiere decir, la capacidad de una sociedad de aprender de sus catástrofes, no sólo parece haber desaparecido en la mediatización de la vida social, sino que además apela a proteger a

quienes generan los riesgos, y no a quienes sufren sus consecuencias.

Los informativos modernos parecen no estar interesados en vislumbrar las causas reales de los efectos, ya que muchas de ellas pueden ser inocuas o terroríficas, sino en las consecuencias. Ya George H. Mead se preguntaba, a mediados de siglo XX, sobre la propensión de la audiencia a ver noticias negativas una y otra vez. El filósofo americano argüía que el self exorcizaba para sí la posibilidad de sufrir un daño potencial al observar el sufrimiento de otros. Ello era la prueba irrefutable de la vinculación entre el self y el me. Sin embargo, en los últimos años, otros autores como, Jean Baudrillard o Marc Augé, han sugerido que los medios operan desnaturalizando las causas de los eventos y focalizando en sus consecuencias. Como resultado, cada desastre no sólo está condenando a repetirse sino que a reemplazar a su predecesor. De esta forma, el terremoto de Haití fue olvidado por Chile, y éste último por Japón, y así sucesivamente. La lógica mediática desdibuja el control de los efectos y subvierte la relación entre los involucrados. Cada evento reemplaza, por su rapidez e inmediatez, al anterior generando un no-evento (Baudrillard, 1995). Si bien este trabajo no niega esa relación, estamos en condiciones de afirmar que el riesgo traza una fina línea entre la responsabilidad por los efectos y la complicidad.

Por medio de la internalización del riesgo o, mejor dicho, del pasaje de la amenaza al riesgo, el agente se transforma en producto de consumo mediático. Cada individuo sufre diversas privaciones en su vida diaria a las cuales se las debe denominar, según nuestro desarrollo, como peligros o amenazas. Cuando el ciudadano decide traspasar el umbral de lo mediático dejando que los medios expongan su dolor, con arreglo a algún beneficio determinado como ser acceder a medicinas caras, o encontrar a sus familiares, esa amenaza se transforma en un riesgo futuro. El agente ya tiene poder de tomar sus propias decisiones y esas decisiones de afectar a otros en aspectos concretos. Por medio del riesgo, parafraseando a Bauman, el hombre deja de ser consumidor para transformarse en material de consumo. En este sentido, la discusión entre la determinación de los riesgos entre Giddens y Luhmann se transforma en ilustrativa, aplicable a ésta y otras catástrofes.

Por demás interesante, pero no determinante, fue la lucha mediática entre el mega-grupo Clarín y las empresas que representan al

Gobierno. Ambas facciones se acusaban mutuamente de hacer usufructo político de la desgracia ajena (ejemplo de fragmentos emitidos en programas como 678 y Telenoche), pero desde una mirada más profunda, ninguno de los dos hacía una autocrítica de su propio rol como así tampoco exhibían la protección de sus propios intereses. Los canales y programas afines al Gobierno nacional enfatizaban en la responsabilidad del Grupo Clarín en la privatización durante la década del noventa y en las reiteradas llamadas de atención sobre la necesidad de privatización “para un mejor servicio”. Clarín, por su parte, focalizaba en la falta de control del Estado, otra realidad tangible, que a pesar de las investigaciones de la Auditoria General de la Nación, decidió no intervenir a TBA. La complejidad de la situación,

de todos modos, servía como pantalla para ambos grupos, frente a la magnificencia del sufrimiento humano. El gobierno prefería victimizarse apelando a la emotividad del discurso que vinculaba la militancia política con la tragedia; Clarín recopilando, difundiendo biografías personas de un gran impacto psicológico para la audiencia, como, por ejemplo, la historia de Estela quien, a punto de dar a luz, buscaba insistentemente a su marido a quien finalmente encuentra muerto (Alberto D. García). Simples trabajadores transformados en héroes mediáticos, luego de una “muerte injusta”. Todas estas historias de desgracia, no sólo son utilizadas políticamente por los actores sino que permiten la puerta de entrada a un nuevo estado en donde la intimidad desparece por completo.

Finalmente, el 28 de febrero de 2012, la presidenta ordena la intervención de la empresa TBA, concesionaria de los ferrocarriles, a pesar de colgar sobre su administración un informe de la Auditoría General de la Nación, datado en 2008, que advertía sobre las faltas de mantenimiento de la empresa. La medida de intervención, a diferencia de lo que dice la mayoría de los teóricos y especialistas, llega tarde, por tanto no puede ser llamada una medida preventiva; en este punto, las contribuciones de Baudrillard, Castel y Beck caen en descrédito. Es importante no dejar pasar el hecho que el objetivo de este trabajo no ha sido analizar las causas del accidente, sino los comportamientos que de éste se derivan; las reacciones tanto de partidos políticos, familiares y público en general coinciden en señalar a la corrupción como el responsable principal del suceso, igual que en Cromañón. Complementariamente, consideramos que la teoría de la moratoria explica mejor que otras como en la modernidad, o el riesgo técnico, el Estado argentino asume una posición pasiva en su ejercicio de control. La posición ambigua de los usuarios, funcionarios y ejecutivos de TBA frente a la ley, la posibilidad de olvidar lo que no se ha hecho con lo que se hará de ahora en más, y la victimización mediática del sufrimiento parecen componentes y elementos analíticos muy presentes en la tragedia de Once. Las sociedades inestables, en las que las instituciones parecen no dar repuesta a las necesidades ciudadanas, requieren un cambio. La moratoria, ello quiere decir, la transfiguración del desvío en norma, es común de este tipo de sociedades, al contrario de otras, como las anglosajonas, donde la institucionalidad es un valor supremo. Eso no autoriza a afirmar que Estados Unidos es más democrático que la Argentina. Existen puntos de encuentros y diferencias entre las democracias corporativas anglosajonas, con igual o mayor grado de corrupción estructural, y las

preformativas, aquellas donde se hace más hincapié en la concreción de demandas de la ciudadanía por parte del estado. En Latinoamérica, el ciudadano prioriza el tratamiento del desempleo, la inseguridad, el crimen en vez la división de poderes (Korstanje, 2011c).

Conclusión

Luego de examinar minuciosamente y de estar expuestos al bombardeo mediático sobre la tragedia de la estación Once, podemos afirmar que las víctimas no tuvieron ni posibilidad de evitar el evento,

ni herramientas para decidir o, por lo menos, para que su decisión impactará de alguna forma en la consecución de los hechos. Por tal motivo, es falaz hablar de riesgos en el transporte desde la perspectiva de los usuarios. Claro que, cabe especificar, la confusión entre lo que es un peligro y un riesgo no es causal, sino que está políticamente fundada para que la víctima internalice una responsabilidad que no le pertenece. En ese proceso, la elite de la sociedad o aquellos que toman parte del proceso decisorio de una organización quedan deslindados de toda culpa. Por todo lo discutido, la teoría del riesgo debe ser seriamente reformulada teniendo en cuenta las limitaciones pero también las contribuciones de Luhmann. La premisa que afirma que el riesgo es una categoría propia de la vida normaliza situaciones que por sí no lo son, a la vez que permite un mayor control preventivo sobre los ciudadanos. Los límites morales entre la responsabilidad y la caridad parecen haberse desdibujado luego del advenimiento de la modernidad tardía y la doctrina del relativismo interpretativo. En tal contexto, la discusión sobre el riesgo debe apelar a “la gobernabilidad” del Estado. Nuestra tesis de la moratoria, permite un diálogo franco con teorías sobre la reflexivilidad pero desde una perspectiva sudamericana, aplicable no solo a la tragedia de Once, sino a muchos fenómenos paralelos. El estado nacional se ha replegado dejando su legitimidad en manos del mercado. La experiencia del sufrimiento y su valor relativo operan discursivamente en forma reflexiva, generando un lazo entre los ciudadanos y su gobernante. Sin embargo, como las posibilidades de éste último se encuentran cercenadas, se debe recurrir a la narrativa siempre en tiempo presente, olvidando o dejando atrás “aquello que debería haberse hecho y no se hizo” para hablar en tiempo futuro de lo que se va a hacer. Esta lógica es similar a la moratoria de impuestos, tan común en economías emergentes, cuando ante la pasividad financiera del estado, la deuda es reducida creando un mensaje ambiguo al resto de la población y alimentando la evasión de la norma. En este sentido, y no en otro, el proceso de reflexivilidad parece haber acelerado los tiempos haciendo que el desvío se convierta en norma (instrumentalismo legal que garantiza la multiplicación de nuevos accidentes).

Notas (Sin notas).

Bibliografía Augé, Marc. 2002. Diario de Guerra. El mundo después del 11 de Septiembre. Barcelona, Gedisa.

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Traducción al inglés por Chris Turner. Disponible online.

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Por: Korstanje, Maximiliano para www.revistaafuera.com | Año VII Número

12 | Jun