dietrich bonhoefer venga tu reino

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  • 7/28/2019 Dietrich Bonhoefer Venga Tu Reino

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    DIETRICHBONHOEFFERVENGA

    TU

    REINO

    La oracin de la comunidad

    por el reino de Dios en la tierra

    Somos trasmundanos o somos secularistas; pero eso

    quiere decir, que ya no creemos en el reino de Dios. Somos

    enemigos de la tierra porque quisiramos ser mejores que ella, o

    somos enemigos de Dios porque nos roba la tierra, nuestra madre.

    Huimos ante el poder de la tierra o nos aferramos rgida e

    inmvilmente a ella.

    Sin embargo, no somos de esos caminantes que aman la

    tierra que los sustenta, pero la que en el fondo justamente aman slo

    porque sobre ella van al encuentro de aquella tierra remota que

    aman por encima de todo. De lo contrario, no caminaran. En el

    reino de Dios slo puede creer quien camina amando

    simultneamente a la tierra y a Dios.

    Somos trasmundanos desde descubrimos el ardid de ser

    religiosos, e incluso cristianos, a costa de la tierra. En el

    trasmundanismo se vive esplndidamente. En cuanto la vida

    comienza a volverse penosa y pesada, uno da un salto audaz hacia el

    aire, lanzndose aliviado y despreocupado a las as llamadas

    eternas praderas. Se salta el presente, se desprecia la tierra, y se

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    es mejor que ella, porque al margen de las derrotas temporales se

    posee victorias eternas muy fciles de alcanzar.

    Con el trasmundanismo resulta tambin fcil consolar ypredicar. Una iglesia trasmundana puede estar segura que

    acoger, en un abrir y cerrar de ojos, a todos los dbiles, a los

    engaados y defraudados, a los ilusos, a los hijos desleales de la

    tierra. Quin no sera tan humano que all donde comienza la

    explosin no se apresurase a subir al carro que desciende de los

    aires y promete llegar a un ms all mejor? Qu iglesia sera tan

    poco misericordiosa, tan inhumana, que no saliese compasivamente

    al encuentro de esta debilidad de los hombres dolientes, llevando as

    su botn de almas al reino de los cielos?

    El hombre es dbil. No soporta la cercana de la tierra que le

    sostiene. No la soporta porque ella es ms fuerte, y porque l quiere

    ser mejor que la tierra malvada. Se deshace de ella, se sustrae a su

    gravedad. Quin lo tomara a mal, a no ser la envidia de los

    desposedos?

    Al fin y al cabo, el hombre es dbil; y este dbil hombre

    resulta asequible a la religin del trasmundanismo. Se la habr

    que renegar? Ha de quedar sin socorro el dbil? Es ste el espritu

    de Jesucristo? No, el hombre dbil, debe recibir socorro, lo recibe

    de Cristo. Pero Cristo no quiere esta debilidad, sino que desea

    vigorizar al hombre. No lo conduce a trasmundos, sino que lo

    devuelve a la tierra como fiel hijo suyo.

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    No seis trasmundanos, sino que sed fuertes!

    La otra posibilidad es que seamos hijos del mundo. Quien

    no se haya sentido afectado en lo ms mnimo por lo que hastaahora llevamos dicho, piense si le atae lo que sigue.

    Hemos sucumbido a la secularizacin piadosa, cristiana. No

    aludimos al atesmo ni a la cultura bolchevique, sino a la cristiana

    deposicin de Dios como seor de la tierra.

    Aqu se hace patente que estamos encadenados a la tierra.

    Tenemos que enfrentarnos con ella. No hay escapatoria. Un poder se

    opone a otro. El mundo se opone a la iglesia, y el mundanismo a la

    religin. Qu otra posibilidad nos queda sino forzar a la religin y

    a la iglesia a este enfrentamiento, a esta pugna?

    Para ello ha de fortificarse la fe como hbito religioso y

    moral, y la iglesia como rgano activo para la reconstruccin tico-

    religiosa. As, pues, la fe debe armarse, porque los poderes de la

    tierra la incitan a ello. Nosotros que hemos de defender la causa de

    Dios, hemos de construirnos una slida fortaleza en la que podamos

    vivir seguros con l. As construimos el reino.

    Con este secularismo optimista tambin se vive

    esplndidamente. El hombre incluso el hombre religioso siente

    deseos de pelear y de poner en juego sus fuerzas. Quin tomara a

    mal este don de la naturaleza, a no ser la envidia de los

    desposedos?

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    Adems, con este piadoso secularismo, tambin se puede

    hablar y predicar acertadamente. La iglesia si tan slo acta un

    poco ms tajante puede estar cierta de que tendr a su lado en esta

    guerra santa, a todos los valientes, decididos y sensatos, a todos los

    hijos demasiado fieles de la tierra. A qu hombre bueno no le

    gustara defender la causa de Dios en este mundo perverso? Quin

    no hara como los antiguos egipcios que, segn dicen, ponan frente

    al enemigo las mscaras de sus dioses... para ampararse detrs? Slo

    que en este caso no sera nicamente frente al enemigo, frente almundo, sino tambin frente a ese mismo Dios, que rompe su

    mscara contra la tierra, que no quiere que el hombre lo imponga en

    ella por pura fuerza y obstinacin igual que el fuerte se impone al

    desvalido, sino que gusta de llevar personalmente su causa y de

    encargarse o no del hombre, con libertad y gratuidad; que quiere ser

    l mismo el seor de la tierra, y que desprecia como mal servicio

    este piadoso celo por su causa.

    Nuestro secularismo cristiano consiste precisamente en que,

    con nuestra disposicin a labrar los derechos de Dios en el mundo,

    tan slo huyamos de l; en que amamos a la tierra por s misma, y a

    causa de esta lucha. Pero tampoco as escapamos de Dios, porque l

    vuelve a tomar al hombre bajo su dominio.

    Haceos dbiles en el mundo, y dejad que Dios sea el

    Seor!

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    Y es que tanto el trasmundanismo como el secularismo

    no son sino dos caras de una misma cuestin: la falta de fe en el

    reino de Dios. No cree el que huye del mundo, buscndolo all

    donde no est su trabajo, ni cree el que piensa que debe erigirlo

    como un reino del mundo.

    Quien huye del mundo no encuentra a Dios. Slo encuentra

    otro mundo, el suyo, mejor, ms bello y ms apacible, un

    trasmundo, pero nunca el mundo de Dios que irrumpe en ste. El

    que huye de la tierra para encontrar a Dios, slo se encuentra a s

    mismo.

    El que huye de Dios para encontrar la tierra, encuentra la

    tierra, pero no como tierra de Dios, sino como el divertido escenario

    de una guerra entre buenos y malos, entre piadosos y blasfemos, que

    l mismo ha creado. En una palabra, se encuentra a s mismo.

    El que ama a Dios, lo ama como seor de la tierra, tal y

    como ella es; el que ama la tierra, la ama como tierra de Dios. El

    que ama el reino de Dios, lo ama totalmente como reino deDios,

    pero tambin como reino de Dios en la tierra. Y la razn es que el

    rey del reino es el creador y conservador de la tierra, es quien la ha

    bendecido y quien nos ha tomado de ella.

    Pero esa tierra bendita ha sido maldecida por Dios. Vivimos

    sobre un terreno maldito que slo da espinas y cardos. Sin embargo,

    en esta tierra maldita ha entrado Cristo, de ella ha sido tomada la

    carne que l asumi, y sobre ella ha sido plantado el madero de la

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    maldicin. Y es este sin embargo el que funda el reino de Cristo

    como reino de Dios en la tierra maldita. Por eso el reino de Cristo es

    un reino descendido de lo alto a la tierra maldita. Y est ah, pero

    como el tesoro escondido en el campo maldito. Pasamos por encima

    de l y no lo sabemos, y sin embargo este no verlo ser causa de

    nuestro juicio. T slo has visto el campo, sus espinas y cardos, y

    tambin su simiente y su grano, pero no has encontrado el tesoro

    oculto en el campo maldito.

    S, sta es la verdadera maldicin que gravita sobre la tierra:

    no que produzca cardos y espinas, sino que encubra el rostro de

    Dios, y que ni los surcos ms profundos de la tierra nos revelen al

    Dios oculto.

    Cuando oramos por la venida del reino slo podemos

    hacerlo como los que se hallan por completo en la tierra. No puede

    orar por el reino quien se arranca de la miseria propia y ajena, ni

    quien, en el aislamiento y soledad de las horas piadosas, vive para

    lo slo-santo. Puede haber horas en que la iglesia soporte tambin

    esto; nosotros no podemos.

    Las circunstancias en que hoy ora la iglesia por la venida

    del reino, la fuerzan a meterse por completo, venga lo que viniere,

    dentro de la sociedad de los hijos de la tierra y del mundo, la

    conjuran a permanecer leal a la tierra, a la miseria, al hambre, a la

    muerte; la tornan plenamente solidaria con el mal y con la culpa del

    hermano.

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    Las circunstancias en que hoy oramos por el reino de Dios

    nos impelen a la ms honda solidaridad con el mundo, estando con

    dientes encajados y puo apretado; nos impelen no a un slo-

    santo murmurado en la soledad, sino a un grito comunitario: pase

    este mundo que nos ha encadenado en la necesidad, y venga a

    nosotros tu reino. Es el eterno derecho de Prometeo, que a

    diferencia del que huye cobarde a trasmundos, se le permite

    acercarse al reino de Dios, porque ama la tierra, la tierra que es

    madre de todos (Si 40, 1).

    Tampoco puede orar por el reino quien se lo imagina por s

    mismo en audaces utopas, sueos y esperanzas, quien vive su

    propia concepcin del mundo y sabe mil recetas y programas para

    curarlo. Decidmonos a ponernos de una vez y sin tapujos ante

    nosotros mismos en cuanto nos sorprendamos en talespensamientos, y no tardar en manifestrsenos algo sorprendente.

    Ninguno de nosotros sabe en el fondo lo que quiere. Hagmonos

    estas sencillas preguntas: cmo te imaginas en realidad el reino de

    Dios en la tierra? cmo preferiras en realidad a los hombres? han

    de ser ms morales, ms piadosos, ms uniformes, menos

    apasionados? deben no volver a estar enfermos, ni hambrientos, ni

    sometidos a la muerte? no han de haber listos y tontos, fuertes y

    dbiles, pobres y ricos?

    Es realmente asombroso, que en cuanto planteamos esta

    cuestin con sinceridad y queremos darle nuestra respuesta, ya no

    sabemos qu hacer ni por donde tirar. Es cierto que queremos algo,

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    pero a su vez no tenemos buenas razones para quererlo. A poco que

    pongamos honradez y seriedad en la reflexin, ya no habr modo de

    construirse una sola utopa sobre el reino de Dios en la tierra.

    Y es que, sencillamente, nos ha sido negada la posibilidad

    de un pensar universal, de una visin unida. Todos nuestros anhelos

    de hacer del campo maldito un campo bendito, de recuperarlo,

    fracasan debido a que es Dios mismo el que lo ha maldecido, y slo

    l puede retirar su palabra y volver a bendecirlo.

    Tenemos que despertar de la obnubilacin que nos caus el

    veneno del campo maldito. La tierra quiere nuestra seriedad, no nos

    permite escapar a un trasmundo de piadosa bienaventuranza, ni a

    la inmanencia de una utopa secular, sino que nos muestra al

    desnudo su finitud esclavizada. Su servidumbre es la nuestra, y con

    ella estamos sometidos.

    La muerte, la soledad y la sed... he aqu las tres fuerzas que

    atenazan la tierra; ms an, ste es el poder nico, contrario,

    malvado, que no renuncia a los derechos alcanzados sobre la

    criatura cada; ms an, ste es el poder de la maldicin surgida de

    la boca del creador. Y por eso, con nuestras utopas, no podemos

    sustraernos a nuestra muerte, a nuestra soledad, a nuestra sed: todo

    ello pertenece a la tierra maldita. Pero es que tampoco tenemos que

    sustraernos a ello; al contrario, el reino viene a nosotros en nuestra

    muerte, en nuestra soledad, en nuestra sed; viene a nosotros all

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    donde la iglesia se une en solidaridad con el mundo y slo espera el

    reino de Dios.

    Venga tu reino. sta no es la oracin de la fugitiva ysolitaria alma piadosa, ni la del utpico y delirante, la del obstinado

    corrector del mundo; es la oracin de la comunidad de los hijos de

    la tierra, los que no se segregan ni pueden aportar proyectos

    especiales para la mejora del mundo, los que tampoco se consideran

    mejores que el mundo, pero los que unidos perseveran estando en el

    centro, en la profundidad de la tierra, en forma cotidiana y humilde;

    porque justamente en esta existencia son maravillosamente fieles, y

    clavan su mirada fijamente en ese extrao lugar de la tierra, en el

    que esperan asombrados la ruptura de la maldicin, la ms honda

    afirmacin de Dios al mundo; en el que, en medio del agonizante,

    desgarrado y sediento mundo, comienza a revelarse algo a aquel quetiene fe: la resurreccin de Jesucristo.

    Aqu ha ocurrido el milagro. Aqu se ha roto la sentencia de

    muerte: el reino de Dios acude a nosotros en la tierra, en nuestro

    mundo; aqu est la afirmacin de Dios al mundo, la bendicin de

    Dios que levanta la maldicin. En este acontecimiento es dondenicamente prende la oracin por el reino; en este acontecimiento es

    donde la vieja tierra dice s, y Dios es invocado como seor de la

    tierra; en este acontecimiento se levanta la maldicin sobre la tierra

    maldita y aparece la nueva tierra. El reino de Dios es el reino de la

    resurreccin en la tierra.

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    Pero con nuestra ambigua incredulidad nos alzamos contra

    este reino. Ponemos fronteras a Dios diciendo con fingida humildad

    que Dios no puede venir a nosotros, que es demasiado grande, que

    su reino no es para este mundo, que Dios y su reino son una

    perpetua trascendencia. Que humildad se creera capaz de

    determinar el lmite de su hacer, a un Dios que muere y resucita?

    Esta humildad no es sino el orgullo mal encubierto de quien

    pretende saber por s mismo qu es el reino de Dios, y que, en su

    celo mal disimulado, quiere hacer por s mismo el milagro y ser l

    quien construya el reino de Dios, viendo su venida en la

    vigorizacin de la iglesia, en la cristianizacin de la cultura, la

    poltica y la educacin, en el resurgir de la moral cristiana. Pero con

    ello tan slo recae en la maldicin de la tierra, en la que el reino de

    Dios se halla oculto como un tesoro. Quin errara tanto que noacertase a ver que slo Dios puede provocar esta irrupcin, este

    milagro, este reino de la resurreccin?

    Lo que funda nuestra oracin por la venida del reino no es

    lo queDios puede y lo que nosotros podemos, sino lo que Dios

    hace y quiere seguir haciendo en nosotros. Es reino de Dios para latierra, sobre la tierra bajo la maldicin, es rompimiento de la ley de

    la muerte, de la soledad y de la sed en el mundo; y es totalmente

    reino deDios, su hacer, su palabra, su resurreccin. ste es el

    autntico milagro, el milagro de Dios de destruir la muerte y hacer

    surgir la vida, el milagro que sustenta nuestra fe y nuestra oracin

    por el reino.

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    Por qu hemos de avergonzarnos de tener un Dios que obra

    milagros, que crea vida y vence a la muerte? Un dios incapaz de

    milagros somos nosotros mismos. Y si Dios es realmente Dios...

    entonces es l mismo, su reino milagroso, el propio milagro. Por

    qu somos tan miedosos, tan precavidos y tan cobardes? Ser Dios

    mismo quien nos llene de vergenza cuando algn da nos muestre

    cosas mil veces ms maravillosas que todo lo anterior. Tendremos

    que avergonzarnos ante l, ante el Dios maravilloso. Y as dirigimos

    nuestra mirada a su obrar milagroso, y decimos: Venga a nosotrostu reino.

    La oracin por el reino no es la mendicidad de una alma

    miedosa que pide por su bienaventuranza, ni es un adorno cristiano

    para los correctores del mundo. Es la oracin de la comunidad

    sufriente y militante en el mundo, oracin por el linaje humano ypor la realizacin de la gloria de Dios en l. Hoy ya no nos

    planteamos el yo y Dios, sino el nosotros y Dios. Nuestra

    oracin de hoy no consiste en pedir que Dios penetre en mi alma,

    sino en suplicar que surja entre nosotros su reino.

    Cmo viene a nosotros el reino de Dios? Simplementeviniendo l mismo, con la ruptura de la sentencia de muerte, con la

    resurreccin, con el milagro y, simultneamente, con la afirmacin

    de la tierra, con la irrupcin en su estructura, en sus comunidades,

    en su historia. Ambas cosas se corresponden, pues slo en la

    afirmacin total de la tierra puede sta ser seriamente desgarrada y

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    aniquilada; y slo en el hecho de que la maldicin de la tierra haya

    sido quebrada, permite una aceptacin seria de sta.

    En otras palabras: Dios dirige a la tierra de modo que puedaromper la ley de la muerte que pesa sobre ella. As Dios es, al

    mismo tiempo, el que acepta la tierra y el que rompe su maldicin.

    La tierra con la que Dios solidariza es la tierra que l mantiene; la

    cada, perdida, maldita tierra. Frente a ella l se reconoce como

    autor frente a su obra.

    Pero donde est Dios all est su reino. Dios acude siempre

    con su reino. Su reino ha de recorrer el mismo camino que l

    mismo. Adviene con l a la tierra, y entre nosotros no est sino bajo

    su doble aspecto: como el reino de la resurreccin, del milagro que

    rompe, niega, supera y aniquila todos los reinos de la tierra, todo

    reino creado por el hombre y sometido a la maldicin de la muerte

    y, simultneamente, como el reino del orden, que afirma y mantiene

    la tierra con sus leyes, sus comunidades y su historia.

    Milagro y orden: he aqu los dos aspectos en los que se

    configura el reino de Dios en la tierra, en los que se manifiesta

    escindido. El milagro como superacin de todo orden, y el orden

    como supuesto para el milagro. Pero tambin el milagro late oculto

    en el mundo de los rdenes, y el orden slo se manifiesta en su total

    limitacin a travs del milagro. El aspecto bajo el cual el reino de

    Dios se manifiesta como milagro lo llamamos iglesia; y el aspecto

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    bajo el cual el reino de Dios se manifiesta como orden lo llamamos

    estado.

    El reino de Dios en nuestro mundo no es otra cosa que ladualidad de iglesia y estado. Ambos se hallan necesariamente en

    relacin. Ninguno de los dos existe slo para s. Cualquier intento

    por parte de uno de apoderarse del otro desprecia esta relacin del

    reino de Dios en la tierra. Toda oracin por la venida del reino que

    no se refiere a iglesia y estado, es o trasmundanismo o

    secularismo, y en todo caso, supone una incredulidad en el reino.

    El reino de Dios se configura en la iglesia en la medida en

    que sta da testimonio del milagro de Dios. El testimonio de la

    resurreccin de Cristo de entre los muertos, del fin de la ley de la

    muerte establecida bajo maldicin en este mundo, del poder de Dios

    en la nueva creacin: he aqu el ministerio de la iglesia.

    El reino de Dios se configura en el estado en la medida en

    que ste reconoce y preserva el orden del mantenimiento de la vida,

    en la medida en que se sabe responsable de guardar este mundo de

    su desgarramiento, y de convertir su autoridad en garanta contra la

    aniquilacin de la vida. Su ministerio no consiste en la creacin de

    nueva vida, sino en el mantenimiento de la que ya existe.

    As, pues, el poder de la muerte se deshace en la iglesia por

    obra del pleno testimonio del milagro de la resurreccin, y se

    conserva en el estado a travs del orden de la conservacin de la

    vida. El estado, con toda su autoridad, con la que se sabe

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    responsable del orden de la vida, apunta al testimonio de la iglesia

    sobre la superacin de la ley de muerte en el mundo de la

    resurreccin. Y la iglesia, con su testimonio de la resurreccin,

    remite al obrar conservador y ordenador del estado en el mundo

    maldito que ha recibido. As es como ambos atestiguan al reino de

    Dios, que es totalmente reino de Dios y totalmente reino para

    nosotros.

    El reino de Dios se configura en la iglesia en la medida en

    que supera la soledad del hombre con el milagro de la confesin y

    del perdn. Porque en la iglesia, en la comunidad de los santos

    creada por la resurreccin, uno puede y debe llevar la culpa del otro,

    y esa es la razn de que se haya roto la ltima cadena de la soledad,

    el odio, y se haya vuelto a fundar y restaurar la comunidad. Es el

    inexplicable milagro de la confesin, el que hace ilusoria todacomunidad anterior, suprimindola, aniquilndola, rompindola y

    creando, pues aqu, la nueva comunidad del mundo de la

    resurreccin.

    El reino de Dios se configura en el estado, en la medida en

    que conserva el orden de las comunidades existentes dentro de laautoridad y la responsabilidad. Ante el hecho de que la humanidad

    se desmorone, por voluntad de individuos obstinados en su deseo de

    desintegracin, el estado se declara dispuesto a mantener, en el

    mundo de la maldicin, los ordenamientos propios de sus

    comunidades, matrimonio, familia, pueblo. No crea nuevas

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    comunidades, sino que conserva las precedentes: ste es su

    ministerio.

    El poder de la soledadha sido aniquilado dentro de laiglesia en el acontecimiento de la confesin; en el estado se

    mantiene por la conservacin del orden comunitario. Y de nuevo

    vemos cmo el estado, con su limitado obrar, apunta al ltimo

    milagro de Dios, a la resurreccin; y cmo la iglesia, con su pleno

    testimonio de superacin del mundo, apunta al mandamiento del

    orden en el mundo de la maldicin.

    El reino de Dios se configura en la iglesia en la medida en

    que el poder de la sed es transformado por el testimonio del milagro

    de Dios. La sed del hombre que se halla exclusivamente orientado a

    s mismo, es sentenciada, aniquilada y destruida en la proclamacin

    de la cruz y de la resurreccin de Cristo. Nuestra sed es orientada

    hacia el cuerpo crucificado de Cristo. Pero es simultneamente

    transfigurada y recreada, en el mundo de la resurreccin como sed

    humana del prjimo, de Dios y del hermano; como sed de amor, de

    paz, alegra y bienaventuranza.

    El reino de Dios se configura en el estado en la medida en

    que la sed del hombre es controlada, mantenida en el orden, con

    autoridad y responsabilidad; en la medida en que uno es protegido y

    resguardado de la sed del otro. Pero no es que se aniquile la sed,

    sino que es refrenada para que se conserve y fructifique al servicio

    de la comunidad del mundo cado. Tambin aqu hay amor, pero sin

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    duda sumido en la posibilidad del odio; tambin aqu hay alegra,

    pero jams sin la amargura de su transitoriedad; tambin aqu hay

    felicidad, pero siempre al borde de la desesperacin.

    El poder de la sedes superado y transfigurado en la

    iglesia, es ordenado y controlado en el estado; y tambin aqu el

    limitado obrar del estado apunta al testimonio pleno de la iglesia,

    igual que sta apunta al orden del estado que ejerce su ministerio en

    este mundo de la maldicin.

    La iglesia limita al estado, quien, a su vez limita a la iglesia.

    Ambos deben permanecer conscientes de esta recproca limitacin,

    y deben sobrellevar esta tensa coexistencia, que nunca debe

    convertirse en interferencia. Slo as se referirn ambos

    conjuntamente nunca cada uno por su cuenta al reino de Dios,

    que tan maravillosamente se atestigua en esta doble manifestacin.

    Todo lo expuesto no es una mera elucubracin terica, sino

    que adquiere gravedad en el momento en que entre iglesia y estado,

    hablamos del pueblo. Porque el pueblo est llamado al reino de

    Dios es por lo que se halla encuadrado en el estado y en la iglesia. Y

    as es como elpueblo, nosotros mismos, nos convertimos en el

    escenario donde se realiza el encuentro; somos llamados a tomar en

    serio las fronteras aqu, y a contemplar personalmente el alma

    viviente del reino de Dios all donde realmente se chocan las

    fronteras y flamea el fuego.

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    Cuando oramos Venga tu reino! rogamos por la iglesia,

    para que d testimonio del milagro de la resurreccin de Dios, y por

    el estado, para que proteja con su autoridad los ordenamientos del

    mundo maldito que ha recibido. Que la iglesia slo ejerza su

    ministerio en el milagro y el estado slo en el orden; que entre la

    iglesia y el estado, el pueblo de Dios, la cristiandad, viva obediente:

    he aqu la oracin por el reino de Cristo.

    El reino de Cristo es el reino de Dios, pero en su

    configuracin prevista para nosotros; no como poderoso imperio

    visible, como nuevo reino del mundo, sino como reino del otro

    mundo, irrumpido en la escisin, en la contradiccin de este mundo;

    y, simultneamente; como evangelio impotente e indefenso de la

    resurreccin, del milagro; y como estado que posee autoridad y

    poder para preservar el orden. Slo en la recta relacin ydelimitacin de ambos se hace realidad el reino de Cristo.

    Esto puede parecer demasiado escueto y austero, pero as

    debe ser, pues slo as se nos llamar a la obediencia a Dios en la

    iglesia y en el estado. El reino de Dios no est en otro mundo

    diferente, sino en medio de nosotros, y por eso pide nuestraobediencia a su contradictoria manifestacin; y a travs de nuestra

    obediencia, quiere que resplandezca el milagro, el relmpago de

    aquel nuevo mundo perfecto y bendito de la ltima promesa.

    Dios quiere ser honrado por nosotros en la tierra, quiere ser

    honrado en el hermano, no en otra parte. l hace descender su reino

  • 7/28/2019 Dietrich Bonhoefer Venga Tu Reino

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    sobre el campo maldito. Abramos los ojos, seamos sensatos,

    obedezcmosle aqu. Venid benditos de mi padre, entrad en

    posesin del reino!. Esto slo lo dir el Seor a quienes haya

    dicho: Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis

    de beber. En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos ms

    pequeos, a m lo hicisteis. (Mt 25, 34-40).

    Y porque el reino de Dios ha de ser eterno, Dios crear un

    cielo nuevo y una tierra nueva. Pero de verdad una nueva tierra.

    Entonces existir el reino de Dios en la tierra, en la nueva tierra de

    la promesa, en la vieja tierra de la creacin. sta es la promesa: un

    da veremos el mundo de la resurreccin, que concebimos aqu en la

    palabra de la iglesia, y al que apunta el estado.

    No quedaremos en la escisin, sino que Dios ser todo en

    todo; Cristo pondr a sus pies su reino, y as se consumar el reino

    de la perfeccin, el reino en que ya no habr lgrimas, ni dolor, ni

    gritos, ni muerte; el reino de la vida, de la comunidad, de la

    transfiguracin. Y ya no habr iglesia ni estado, sino que ambos

    devolvern su ministerio a quien se lo confi, y slo l ser el

    Seor, como creador, crucificado y resucitado, como espritu quepenetra y gobierna su comunidad sagrada.

    Venga tu reino: tal es nuestra oracin por ese reino

    ltimo, nacida de la certidumbre de que su reino ha irrumpido ya

    entre nosotros. Vendr tambin sin nuestra oracin, dice Lutero,

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    pero en ella nosotros pedimos que venga tambin a nosotros, que no

    seamos encontrados fuera de l.

    El antiguo testamento cuenta la extraa historia de Jacob,que, fugitivo de la patria, de la tierra prometida de Dios, cado bajo

    el odio de su hermano, vive largos aos en el extranjero. Pero no

    aguanta ms, desea retornar a la tierra prometida, a la tierra de la

    promesa; desea volver junto a su hermano. Est ya de viaje, es la

    ltima noche antes de que vuelva a entrar en la tierra de la promesa.

    Slo un pequeo ro le separa de ella. Cuando quiere cruzarlo, es

    detenido; alguien lucha con l, l no lo conoce; es de noche. Jacob

    no debe volver a la patria, debe ser derrotado a las puertas de la

    tierra prometida, debe morir. Pero crecen en Jacob fuerzas inauditas,

    hace frente al adversario, lo domina y no lo suelta hasta que le oye

    decir: Djame marchar pues raya el alba. Entonces Jacob renesus ltimas fuerzas y no lo suelta: No te dejar partir sino cuando

    me hayas bendecido. Es como si le hubiese sobrevenido el fin: tan

    fuerte lo remueve su adversario. Pero en ese momento recibe la

    bendicin, y el desconocido ya no est. Entonces le sali el sol a

    Jacob, y l, cojeando, entr en la tierra prometida. El camino estaba

    libre, haba sido destruida la oscura puerta de acceso a la tierra de la

    promesa. De la maldicin haba surgido la bendicin; haba salido el

    sol (Gn 32).

    Que todo nuestro camino lleva a la tierra de la promesa a

    travs de la noche, que tambin nosotros slo lo recorremos con

    cicatrices tal vez de extrao aspecto de la lucha con Dios, de la

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    lucha por su reino y su gracia; que como guerreros heridos entramos

    en la tierra de Dios y del hermano..., esto es lo que tenemos los

    cristianos en comn con Jacob; y que sepamos que el sol tambin

    nos ha sido asignado a nosotros, lo que nos permite soportar con

    paciencia y confianza el tiempo sealado a nuestra peregrinacin y

    espera. Pero hay algo que sabemos ms all de la perspectiva de

    Jacob: que no somos nosotros quienes hemos de llegar, sino que es

    l quien viene. ste es nuestro consuelo hoy, vspera del domingo

    de difuntos: que se acerca adviento y navidad. Por eso oramos:Venga tambin a nosotros tu reino.