dietrich bonhoefer venga tu reino
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7/28/2019 Dietrich Bonhoefer Venga Tu Reino
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DIETRICHBONHOEFFERVENGA
TU
REINO
La oracin de la comunidad
por el reino de Dios en la tierra
Somos trasmundanos o somos secularistas; pero eso
quiere decir, que ya no creemos en el reino de Dios. Somos
enemigos de la tierra porque quisiramos ser mejores que ella, o
somos enemigos de Dios porque nos roba la tierra, nuestra madre.
Huimos ante el poder de la tierra o nos aferramos rgida e
inmvilmente a ella.
Sin embargo, no somos de esos caminantes que aman la
tierra que los sustenta, pero la que en el fondo justamente aman slo
porque sobre ella van al encuentro de aquella tierra remota que
aman por encima de todo. De lo contrario, no caminaran. En el
reino de Dios slo puede creer quien camina amando
simultneamente a la tierra y a Dios.
Somos trasmundanos desde descubrimos el ardid de ser
religiosos, e incluso cristianos, a costa de la tierra. En el
trasmundanismo se vive esplndidamente. En cuanto la vida
comienza a volverse penosa y pesada, uno da un salto audaz hacia el
aire, lanzndose aliviado y despreocupado a las as llamadas
eternas praderas. Se salta el presente, se desprecia la tierra, y se
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es mejor que ella, porque al margen de las derrotas temporales se
posee victorias eternas muy fciles de alcanzar.
Con el trasmundanismo resulta tambin fcil consolar ypredicar. Una iglesia trasmundana puede estar segura que
acoger, en un abrir y cerrar de ojos, a todos los dbiles, a los
engaados y defraudados, a los ilusos, a los hijos desleales de la
tierra. Quin no sera tan humano que all donde comienza la
explosin no se apresurase a subir al carro que desciende de los
aires y promete llegar a un ms all mejor? Qu iglesia sera tan
poco misericordiosa, tan inhumana, que no saliese compasivamente
al encuentro de esta debilidad de los hombres dolientes, llevando as
su botn de almas al reino de los cielos?
El hombre es dbil. No soporta la cercana de la tierra que le
sostiene. No la soporta porque ella es ms fuerte, y porque l quiere
ser mejor que la tierra malvada. Se deshace de ella, se sustrae a su
gravedad. Quin lo tomara a mal, a no ser la envidia de los
desposedos?
Al fin y al cabo, el hombre es dbil; y este dbil hombre
resulta asequible a la religin del trasmundanismo. Se la habr
que renegar? Ha de quedar sin socorro el dbil? Es ste el espritu
de Jesucristo? No, el hombre dbil, debe recibir socorro, lo recibe
de Cristo. Pero Cristo no quiere esta debilidad, sino que desea
vigorizar al hombre. No lo conduce a trasmundos, sino que lo
devuelve a la tierra como fiel hijo suyo.
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No seis trasmundanos, sino que sed fuertes!
La otra posibilidad es que seamos hijos del mundo. Quien
no se haya sentido afectado en lo ms mnimo por lo que hastaahora llevamos dicho, piense si le atae lo que sigue.
Hemos sucumbido a la secularizacin piadosa, cristiana. No
aludimos al atesmo ni a la cultura bolchevique, sino a la cristiana
deposicin de Dios como seor de la tierra.
Aqu se hace patente que estamos encadenados a la tierra.
Tenemos que enfrentarnos con ella. No hay escapatoria. Un poder se
opone a otro. El mundo se opone a la iglesia, y el mundanismo a la
religin. Qu otra posibilidad nos queda sino forzar a la religin y
a la iglesia a este enfrentamiento, a esta pugna?
Para ello ha de fortificarse la fe como hbito religioso y
moral, y la iglesia como rgano activo para la reconstruccin tico-
religiosa. As, pues, la fe debe armarse, porque los poderes de la
tierra la incitan a ello. Nosotros que hemos de defender la causa de
Dios, hemos de construirnos una slida fortaleza en la que podamos
vivir seguros con l. As construimos el reino.
Con este secularismo optimista tambin se vive
esplndidamente. El hombre incluso el hombre religioso siente
deseos de pelear y de poner en juego sus fuerzas. Quin tomara a
mal este don de la naturaleza, a no ser la envidia de los
desposedos?
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Adems, con este piadoso secularismo, tambin se puede
hablar y predicar acertadamente. La iglesia si tan slo acta un
poco ms tajante puede estar cierta de que tendr a su lado en esta
guerra santa, a todos los valientes, decididos y sensatos, a todos los
hijos demasiado fieles de la tierra. A qu hombre bueno no le
gustara defender la causa de Dios en este mundo perverso? Quin
no hara como los antiguos egipcios que, segn dicen, ponan frente
al enemigo las mscaras de sus dioses... para ampararse detrs? Slo
que en este caso no sera nicamente frente al enemigo, frente almundo, sino tambin frente a ese mismo Dios, que rompe su
mscara contra la tierra, que no quiere que el hombre lo imponga en
ella por pura fuerza y obstinacin igual que el fuerte se impone al
desvalido, sino que gusta de llevar personalmente su causa y de
encargarse o no del hombre, con libertad y gratuidad; que quiere ser
l mismo el seor de la tierra, y que desprecia como mal servicio
este piadoso celo por su causa.
Nuestro secularismo cristiano consiste precisamente en que,
con nuestra disposicin a labrar los derechos de Dios en el mundo,
tan slo huyamos de l; en que amamos a la tierra por s misma, y a
causa de esta lucha. Pero tampoco as escapamos de Dios, porque l
vuelve a tomar al hombre bajo su dominio.
Haceos dbiles en el mundo, y dejad que Dios sea el
Seor!
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Y es que tanto el trasmundanismo como el secularismo
no son sino dos caras de una misma cuestin: la falta de fe en el
reino de Dios. No cree el que huye del mundo, buscndolo all
donde no est su trabajo, ni cree el que piensa que debe erigirlo
como un reino del mundo.
Quien huye del mundo no encuentra a Dios. Slo encuentra
otro mundo, el suyo, mejor, ms bello y ms apacible, un
trasmundo, pero nunca el mundo de Dios que irrumpe en ste. El
que huye de la tierra para encontrar a Dios, slo se encuentra a s
mismo.
El que huye de Dios para encontrar la tierra, encuentra la
tierra, pero no como tierra de Dios, sino como el divertido escenario
de una guerra entre buenos y malos, entre piadosos y blasfemos, que
l mismo ha creado. En una palabra, se encuentra a s mismo.
El que ama a Dios, lo ama como seor de la tierra, tal y
como ella es; el que ama la tierra, la ama como tierra de Dios. El
que ama el reino de Dios, lo ama totalmente como reino deDios,
pero tambin como reino de Dios en la tierra. Y la razn es que el
rey del reino es el creador y conservador de la tierra, es quien la ha
bendecido y quien nos ha tomado de ella.
Pero esa tierra bendita ha sido maldecida por Dios. Vivimos
sobre un terreno maldito que slo da espinas y cardos. Sin embargo,
en esta tierra maldita ha entrado Cristo, de ella ha sido tomada la
carne que l asumi, y sobre ella ha sido plantado el madero de la
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maldicin. Y es este sin embargo el que funda el reino de Cristo
como reino de Dios en la tierra maldita. Por eso el reino de Cristo es
un reino descendido de lo alto a la tierra maldita. Y est ah, pero
como el tesoro escondido en el campo maldito. Pasamos por encima
de l y no lo sabemos, y sin embargo este no verlo ser causa de
nuestro juicio. T slo has visto el campo, sus espinas y cardos, y
tambin su simiente y su grano, pero no has encontrado el tesoro
oculto en el campo maldito.
S, sta es la verdadera maldicin que gravita sobre la tierra:
no que produzca cardos y espinas, sino que encubra el rostro de
Dios, y que ni los surcos ms profundos de la tierra nos revelen al
Dios oculto.
Cuando oramos por la venida del reino slo podemos
hacerlo como los que se hallan por completo en la tierra. No puede
orar por el reino quien se arranca de la miseria propia y ajena, ni
quien, en el aislamiento y soledad de las horas piadosas, vive para
lo slo-santo. Puede haber horas en que la iglesia soporte tambin
esto; nosotros no podemos.
Las circunstancias en que hoy ora la iglesia por la venida
del reino, la fuerzan a meterse por completo, venga lo que viniere,
dentro de la sociedad de los hijos de la tierra y del mundo, la
conjuran a permanecer leal a la tierra, a la miseria, al hambre, a la
muerte; la tornan plenamente solidaria con el mal y con la culpa del
hermano.
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Las circunstancias en que hoy oramos por el reino de Dios
nos impelen a la ms honda solidaridad con el mundo, estando con
dientes encajados y puo apretado; nos impelen no a un slo-
santo murmurado en la soledad, sino a un grito comunitario: pase
este mundo que nos ha encadenado en la necesidad, y venga a
nosotros tu reino. Es el eterno derecho de Prometeo, que a
diferencia del que huye cobarde a trasmundos, se le permite
acercarse al reino de Dios, porque ama la tierra, la tierra que es
madre de todos (Si 40, 1).
Tampoco puede orar por el reino quien se lo imagina por s
mismo en audaces utopas, sueos y esperanzas, quien vive su
propia concepcin del mundo y sabe mil recetas y programas para
curarlo. Decidmonos a ponernos de una vez y sin tapujos ante
nosotros mismos en cuanto nos sorprendamos en talespensamientos, y no tardar en manifestrsenos algo sorprendente.
Ninguno de nosotros sabe en el fondo lo que quiere. Hagmonos
estas sencillas preguntas: cmo te imaginas en realidad el reino de
Dios en la tierra? cmo preferiras en realidad a los hombres? han
de ser ms morales, ms piadosos, ms uniformes, menos
apasionados? deben no volver a estar enfermos, ni hambrientos, ni
sometidos a la muerte? no han de haber listos y tontos, fuertes y
dbiles, pobres y ricos?
Es realmente asombroso, que en cuanto planteamos esta
cuestin con sinceridad y queremos darle nuestra respuesta, ya no
sabemos qu hacer ni por donde tirar. Es cierto que queremos algo,
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pero a su vez no tenemos buenas razones para quererlo. A poco que
pongamos honradez y seriedad en la reflexin, ya no habr modo de
construirse una sola utopa sobre el reino de Dios en la tierra.
Y es que, sencillamente, nos ha sido negada la posibilidad
de un pensar universal, de una visin unida. Todos nuestros anhelos
de hacer del campo maldito un campo bendito, de recuperarlo,
fracasan debido a que es Dios mismo el que lo ha maldecido, y slo
l puede retirar su palabra y volver a bendecirlo.
Tenemos que despertar de la obnubilacin que nos caus el
veneno del campo maldito. La tierra quiere nuestra seriedad, no nos
permite escapar a un trasmundo de piadosa bienaventuranza, ni a
la inmanencia de una utopa secular, sino que nos muestra al
desnudo su finitud esclavizada. Su servidumbre es la nuestra, y con
ella estamos sometidos.
La muerte, la soledad y la sed... he aqu las tres fuerzas que
atenazan la tierra; ms an, ste es el poder nico, contrario,
malvado, que no renuncia a los derechos alcanzados sobre la
criatura cada; ms an, ste es el poder de la maldicin surgida de
la boca del creador. Y por eso, con nuestras utopas, no podemos
sustraernos a nuestra muerte, a nuestra soledad, a nuestra sed: todo
ello pertenece a la tierra maldita. Pero es que tampoco tenemos que
sustraernos a ello; al contrario, el reino viene a nosotros en nuestra
muerte, en nuestra soledad, en nuestra sed; viene a nosotros all
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donde la iglesia se une en solidaridad con el mundo y slo espera el
reino de Dios.
Venga tu reino. sta no es la oracin de la fugitiva ysolitaria alma piadosa, ni la del utpico y delirante, la del obstinado
corrector del mundo; es la oracin de la comunidad de los hijos de
la tierra, los que no se segregan ni pueden aportar proyectos
especiales para la mejora del mundo, los que tampoco se consideran
mejores que el mundo, pero los que unidos perseveran estando en el
centro, en la profundidad de la tierra, en forma cotidiana y humilde;
porque justamente en esta existencia son maravillosamente fieles, y
clavan su mirada fijamente en ese extrao lugar de la tierra, en el
que esperan asombrados la ruptura de la maldicin, la ms honda
afirmacin de Dios al mundo; en el que, en medio del agonizante,
desgarrado y sediento mundo, comienza a revelarse algo a aquel quetiene fe: la resurreccin de Jesucristo.
Aqu ha ocurrido el milagro. Aqu se ha roto la sentencia de
muerte: el reino de Dios acude a nosotros en la tierra, en nuestro
mundo; aqu est la afirmacin de Dios al mundo, la bendicin de
Dios que levanta la maldicin. En este acontecimiento es dondenicamente prende la oracin por el reino; en este acontecimiento es
donde la vieja tierra dice s, y Dios es invocado como seor de la
tierra; en este acontecimiento se levanta la maldicin sobre la tierra
maldita y aparece la nueva tierra. El reino de Dios es el reino de la
resurreccin en la tierra.
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Pero con nuestra ambigua incredulidad nos alzamos contra
este reino. Ponemos fronteras a Dios diciendo con fingida humildad
que Dios no puede venir a nosotros, que es demasiado grande, que
su reino no es para este mundo, que Dios y su reino son una
perpetua trascendencia. Que humildad se creera capaz de
determinar el lmite de su hacer, a un Dios que muere y resucita?
Esta humildad no es sino el orgullo mal encubierto de quien
pretende saber por s mismo qu es el reino de Dios, y que, en su
celo mal disimulado, quiere hacer por s mismo el milagro y ser l
quien construya el reino de Dios, viendo su venida en la
vigorizacin de la iglesia, en la cristianizacin de la cultura, la
poltica y la educacin, en el resurgir de la moral cristiana. Pero con
ello tan slo recae en la maldicin de la tierra, en la que el reino de
Dios se halla oculto como un tesoro. Quin errara tanto que noacertase a ver que slo Dios puede provocar esta irrupcin, este
milagro, este reino de la resurreccin?
Lo que funda nuestra oracin por la venida del reino no es
lo queDios puede y lo que nosotros podemos, sino lo que Dios
hace y quiere seguir haciendo en nosotros. Es reino de Dios para latierra, sobre la tierra bajo la maldicin, es rompimiento de la ley de
la muerte, de la soledad y de la sed en el mundo; y es totalmente
reino deDios, su hacer, su palabra, su resurreccin. ste es el
autntico milagro, el milagro de Dios de destruir la muerte y hacer
surgir la vida, el milagro que sustenta nuestra fe y nuestra oracin
por el reino.
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Por qu hemos de avergonzarnos de tener un Dios que obra
milagros, que crea vida y vence a la muerte? Un dios incapaz de
milagros somos nosotros mismos. Y si Dios es realmente Dios...
entonces es l mismo, su reino milagroso, el propio milagro. Por
qu somos tan miedosos, tan precavidos y tan cobardes? Ser Dios
mismo quien nos llene de vergenza cuando algn da nos muestre
cosas mil veces ms maravillosas que todo lo anterior. Tendremos
que avergonzarnos ante l, ante el Dios maravilloso. Y as dirigimos
nuestra mirada a su obrar milagroso, y decimos: Venga a nosotrostu reino.
La oracin por el reino no es la mendicidad de una alma
miedosa que pide por su bienaventuranza, ni es un adorno cristiano
para los correctores del mundo. Es la oracin de la comunidad
sufriente y militante en el mundo, oracin por el linaje humano ypor la realizacin de la gloria de Dios en l. Hoy ya no nos
planteamos el yo y Dios, sino el nosotros y Dios. Nuestra
oracin de hoy no consiste en pedir que Dios penetre en mi alma,
sino en suplicar que surja entre nosotros su reino.
Cmo viene a nosotros el reino de Dios? Simplementeviniendo l mismo, con la ruptura de la sentencia de muerte, con la
resurreccin, con el milagro y, simultneamente, con la afirmacin
de la tierra, con la irrupcin en su estructura, en sus comunidades,
en su historia. Ambas cosas se corresponden, pues slo en la
afirmacin total de la tierra puede sta ser seriamente desgarrada y
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aniquilada; y slo en el hecho de que la maldicin de la tierra haya
sido quebrada, permite una aceptacin seria de sta.
En otras palabras: Dios dirige a la tierra de modo que puedaromper la ley de la muerte que pesa sobre ella. As Dios es, al
mismo tiempo, el que acepta la tierra y el que rompe su maldicin.
La tierra con la que Dios solidariza es la tierra que l mantiene; la
cada, perdida, maldita tierra. Frente a ella l se reconoce como
autor frente a su obra.
Pero donde est Dios all est su reino. Dios acude siempre
con su reino. Su reino ha de recorrer el mismo camino que l
mismo. Adviene con l a la tierra, y entre nosotros no est sino bajo
su doble aspecto: como el reino de la resurreccin, del milagro que
rompe, niega, supera y aniquila todos los reinos de la tierra, todo
reino creado por el hombre y sometido a la maldicin de la muerte
y, simultneamente, como el reino del orden, que afirma y mantiene
la tierra con sus leyes, sus comunidades y su historia.
Milagro y orden: he aqu los dos aspectos en los que se
configura el reino de Dios en la tierra, en los que se manifiesta
escindido. El milagro como superacin de todo orden, y el orden
como supuesto para el milagro. Pero tambin el milagro late oculto
en el mundo de los rdenes, y el orden slo se manifiesta en su total
limitacin a travs del milagro. El aspecto bajo el cual el reino de
Dios se manifiesta como milagro lo llamamos iglesia; y el aspecto
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bajo el cual el reino de Dios se manifiesta como orden lo llamamos
estado.
El reino de Dios en nuestro mundo no es otra cosa que ladualidad de iglesia y estado. Ambos se hallan necesariamente en
relacin. Ninguno de los dos existe slo para s. Cualquier intento
por parte de uno de apoderarse del otro desprecia esta relacin del
reino de Dios en la tierra. Toda oracin por la venida del reino que
no se refiere a iglesia y estado, es o trasmundanismo o
secularismo, y en todo caso, supone una incredulidad en el reino.
El reino de Dios se configura en la iglesia en la medida en
que sta da testimonio del milagro de Dios. El testimonio de la
resurreccin de Cristo de entre los muertos, del fin de la ley de la
muerte establecida bajo maldicin en este mundo, del poder de Dios
en la nueva creacin: he aqu el ministerio de la iglesia.
El reino de Dios se configura en el estado en la medida en
que ste reconoce y preserva el orden del mantenimiento de la vida,
en la medida en que se sabe responsable de guardar este mundo de
su desgarramiento, y de convertir su autoridad en garanta contra la
aniquilacin de la vida. Su ministerio no consiste en la creacin de
nueva vida, sino en el mantenimiento de la que ya existe.
As, pues, el poder de la muerte se deshace en la iglesia por
obra del pleno testimonio del milagro de la resurreccin, y se
conserva en el estado a travs del orden de la conservacin de la
vida. El estado, con toda su autoridad, con la que se sabe
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responsable del orden de la vida, apunta al testimonio de la iglesia
sobre la superacin de la ley de muerte en el mundo de la
resurreccin. Y la iglesia, con su testimonio de la resurreccin,
remite al obrar conservador y ordenador del estado en el mundo
maldito que ha recibido. As es como ambos atestiguan al reino de
Dios, que es totalmente reino de Dios y totalmente reino para
nosotros.
El reino de Dios se configura en la iglesia en la medida en
que supera la soledad del hombre con el milagro de la confesin y
del perdn. Porque en la iglesia, en la comunidad de los santos
creada por la resurreccin, uno puede y debe llevar la culpa del otro,
y esa es la razn de que se haya roto la ltima cadena de la soledad,
el odio, y se haya vuelto a fundar y restaurar la comunidad. Es el
inexplicable milagro de la confesin, el que hace ilusoria todacomunidad anterior, suprimindola, aniquilndola, rompindola y
creando, pues aqu, la nueva comunidad del mundo de la
resurreccin.
El reino de Dios se configura en el estado, en la medida en
que conserva el orden de las comunidades existentes dentro de laautoridad y la responsabilidad. Ante el hecho de que la humanidad
se desmorone, por voluntad de individuos obstinados en su deseo de
desintegracin, el estado se declara dispuesto a mantener, en el
mundo de la maldicin, los ordenamientos propios de sus
comunidades, matrimonio, familia, pueblo. No crea nuevas
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comunidades, sino que conserva las precedentes: ste es su
ministerio.
El poder de la soledadha sido aniquilado dentro de laiglesia en el acontecimiento de la confesin; en el estado se
mantiene por la conservacin del orden comunitario. Y de nuevo
vemos cmo el estado, con su limitado obrar, apunta al ltimo
milagro de Dios, a la resurreccin; y cmo la iglesia, con su pleno
testimonio de superacin del mundo, apunta al mandamiento del
orden en el mundo de la maldicin.
El reino de Dios se configura en la iglesia en la medida en
que el poder de la sed es transformado por el testimonio del milagro
de Dios. La sed del hombre que se halla exclusivamente orientado a
s mismo, es sentenciada, aniquilada y destruida en la proclamacin
de la cruz y de la resurreccin de Cristo. Nuestra sed es orientada
hacia el cuerpo crucificado de Cristo. Pero es simultneamente
transfigurada y recreada, en el mundo de la resurreccin como sed
humana del prjimo, de Dios y del hermano; como sed de amor, de
paz, alegra y bienaventuranza.
El reino de Dios se configura en el estado en la medida en
que la sed del hombre es controlada, mantenida en el orden, con
autoridad y responsabilidad; en la medida en que uno es protegido y
resguardado de la sed del otro. Pero no es que se aniquile la sed,
sino que es refrenada para que se conserve y fructifique al servicio
de la comunidad del mundo cado. Tambin aqu hay amor, pero sin
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duda sumido en la posibilidad del odio; tambin aqu hay alegra,
pero jams sin la amargura de su transitoriedad; tambin aqu hay
felicidad, pero siempre al borde de la desesperacin.
El poder de la sedes superado y transfigurado en la
iglesia, es ordenado y controlado en el estado; y tambin aqu el
limitado obrar del estado apunta al testimonio pleno de la iglesia,
igual que sta apunta al orden del estado que ejerce su ministerio en
este mundo de la maldicin.
La iglesia limita al estado, quien, a su vez limita a la iglesia.
Ambos deben permanecer conscientes de esta recproca limitacin,
y deben sobrellevar esta tensa coexistencia, que nunca debe
convertirse en interferencia. Slo as se referirn ambos
conjuntamente nunca cada uno por su cuenta al reino de Dios,
que tan maravillosamente se atestigua en esta doble manifestacin.
Todo lo expuesto no es una mera elucubracin terica, sino
que adquiere gravedad en el momento en que entre iglesia y estado,
hablamos del pueblo. Porque el pueblo est llamado al reino de
Dios es por lo que se halla encuadrado en el estado y en la iglesia. Y
as es como elpueblo, nosotros mismos, nos convertimos en el
escenario donde se realiza el encuentro; somos llamados a tomar en
serio las fronteras aqu, y a contemplar personalmente el alma
viviente del reino de Dios all donde realmente se chocan las
fronteras y flamea el fuego.
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Cuando oramos Venga tu reino! rogamos por la iglesia,
para que d testimonio del milagro de la resurreccin de Dios, y por
el estado, para que proteja con su autoridad los ordenamientos del
mundo maldito que ha recibido. Que la iglesia slo ejerza su
ministerio en el milagro y el estado slo en el orden; que entre la
iglesia y el estado, el pueblo de Dios, la cristiandad, viva obediente:
he aqu la oracin por el reino de Cristo.
El reino de Cristo es el reino de Dios, pero en su
configuracin prevista para nosotros; no como poderoso imperio
visible, como nuevo reino del mundo, sino como reino del otro
mundo, irrumpido en la escisin, en la contradiccin de este mundo;
y, simultneamente; como evangelio impotente e indefenso de la
resurreccin, del milagro; y como estado que posee autoridad y
poder para preservar el orden. Slo en la recta relacin ydelimitacin de ambos se hace realidad el reino de Cristo.
Esto puede parecer demasiado escueto y austero, pero as
debe ser, pues slo as se nos llamar a la obediencia a Dios en la
iglesia y en el estado. El reino de Dios no est en otro mundo
diferente, sino en medio de nosotros, y por eso pide nuestraobediencia a su contradictoria manifestacin; y a travs de nuestra
obediencia, quiere que resplandezca el milagro, el relmpago de
aquel nuevo mundo perfecto y bendito de la ltima promesa.
Dios quiere ser honrado por nosotros en la tierra, quiere ser
honrado en el hermano, no en otra parte. l hace descender su reino
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sobre el campo maldito. Abramos los ojos, seamos sensatos,
obedezcmosle aqu. Venid benditos de mi padre, entrad en
posesin del reino!. Esto slo lo dir el Seor a quienes haya
dicho: Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis
de beber. En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos ms
pequeos, a m lo hicisteis. (Mt 25, 34-40).
Y porque el reino de Dios ha de ser eterno, Dios crear un
cielo nuevo y una tierra nueva. Pero de verdad una nueva tierra.
Entonces existir el reino de Dios en la tierra, en la nueva tierra de
la promesa, en la vieja tierra de la creacin. sta es la promesa: un
da veremos el mundo de la resurreccin, que concebimos aqu en la
palabra de la iglesia, y al que apunta el estado.
No quedaremos en la escisin, sino que Dios ser todo en
todo; Cristo pondr a sus pies su reino, y as se consumar el reino
de la perfeccin, el reino en que ya no habr lgrimas, ni dolor, ni
gritos, ni muerte; el reino de la vida, de la comunidad, de la
transfiguracin. Y ya no habr iglesia ni estado, sino que ambos
devolvern su ministerio a quien se lo confi, y slo l ser el
Seor, como creador, crucificado y resucitado, como espritu quepenetra y gobierna su comunidad sagrada.
Venga tu reino: tal es nuestra oracin por ese reino
ltimo, nacida de la certidumbre de que su reino ha irrumpido ya
entre nosotros. Vendr tambin sin nuestra oracin, dice Lutero,
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pero en ella nosotros pedimos que venga tambin a nosotros, que no
seamos encontrados fuera de l.
El antiguo testamento cuenta la extraa historia de Jacob,que, fugitivo de la patria, de la tierra prometida de Dios, cado bajo
el odio de su hermano, vive largos aos en el extranjero. Pero no
aguanta ms, desea retornar a la tierra prometida, a la tierra de la
promesa; desea volver junto a su hermano. Est ya de viaje, es la
ltima noche antes de que vuelva a entrar en la tierra de la promesa.
Slo un pequeo ro le separa de ella. Cuando quiere cruzarlo, es
detenido; alguien lucha con l, l no lo conoce; es de noche. Jacob
no debe volver a la patria, debe ser derrotado a las puertas de la
tierra prometida, debe morir. Pero crecen en Jacob fuerzas inauditas,
hace frente al adversario, lo domina y no lo suelta hasta que le oye
decir: Djame marchar pues raya el alba. Entonces Jacob renesus ltimas fuerzas y no lo suelta: No te dejar partir sino cuando
me hayas bendecido. Es como si le hubiese sobrevenido el fin: tan
fuerte lo remueve su adversario. Pero en ese momento recibe la
bendicin, y el desconocido ya no est. Entonces le sali el sol a
Jacob, y l, cojeando, entr en la tierra prometida. El camino estaba
libre, haba sido destruida la oscura puerta de acceso a la tierra de la
promesa. De la maldicin haba surgido la bendicin; haba salido el
sol (Gn 32).
Que todo nuestro camino lleva a la tierra de la promesa a
travs de la noche, que tambin nosotros slo lo recorremos con
cicatrices tal vez de extrao aspecto de la lucha con Dios, de la
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lucha por su reino y su gracia; que como guerreros heridos entramos
en la tierra de Dios y del hermano..., esto es lo que tenemos los
cristianos en comn con Jacob; y que sepamos que el sol tambin
nos ha sido asignado a nosotros, lo que nos permite soportar con
paciencia y confianza el tiempo sealado a nuestra peregrinacin y
espera. Pero hay algo que sabemos ms all de la perspectiva de
Jacob: que no somos nosotros quienes hemos de llegar, sino que es
l quien viene. ste es nuestro consuelo hoy, vspera del domingo
de difuntos: que se acerca adviento y navidad. Por eso oramos:Venga tambin a nosotros tu reino.