dickens, charles - la navidad cuando dejamos de ser niños

82

Upload: anonymous-acwra2wwa

Post on 26-Jan-2016

219 views

Category:

Documents


1 download

DESCRIPTION

Navidad: la ocasión para no cerrar las puertas a nadie, ni siquiera a los que se han ido... El más dickensiano de los temas en cinco cuentos inéditos hasta hoy en español. Para concluir el año del Bicentenario, reunimos en este pequeño volumen cinco cuentos de Navidad de Charles Dickens inéditos en español. Publicados entre 1851 y 1853 en el número especial navideño de la revista Household Words, son pequeñas joyas que resplandecen con lo mejor del espíritu dickensiano: humor, generosidad, alabanza del hombre anónimo y una denuncia implacable del sistema de clases que no le permite instruirse ni progresar. El relato que da título al libro, La Navidad cuando dejamos de ser niños, es un canto a la Navidad concebido desde la edad madura, volviendo la vista a la infancia. Para Dickens, estas fechas serán siempre el momento de la hospitalidad y la tolerancia, la ocasión para bucear en los recuerdos y buscar en nuestra vida la armonía, sin lamentarse por los sueños que no se han cumplido… y para traer «a nuestro lado a las personas que quisimos» y que ahora habitan en «la Ciudad de los Muertos».

TRANSCRIPT

Navidad: la ocasión para no cerrar las puertasa nadie, ni siquiera a los que se han ido… Elmás dickensiano de los temas en cinco cuentosinéditos hasta hoy en español.

Para concluir el año del Bicentenario, reunimosen este pequeño volumen cinco cuentos deNavidad de Charles Dickens inéditos enespañol. Publicados entre 1851 y 1853 en elnúmero especial navideño de la revistaHousehold Words, son pequeñas joyas queresplandecen con lo mejor del espíritudickensiano: humor, generosidad, alabanza delhombre anónimo y una denuncia implacabledel sistema de clases que no le permiteinstruirse ni progresar. El relato que da título allibro, La Navidad cuando dejamos de ser niños,es un canto a la Navidad concebido desde laedad madura, volviendo la vista a la infancia.Para Dickens, estas fechas serán siempre elmomento de la hospitalidad y la tolerancia, laocasión para bucear en los recuerdos y buscaren nuestra vida la armonía, sin lamentarse porlos sueños que no se han cumplido… y paratraer «a nuestro lado a las personas que

quisimos» y que ahora habitan en «la Ciudadde los Muertos».

Charles Dickens

La Navidad cuandodejamos de ser niños

ePub r1.1Poe 23.12.13

Título original: What Christmas Is As We Grow Older; ThePoor Relation’s Story; The Child s Story; The Schoolboy’sStory; Nobody s StoryCharles Dickens, 1853Traducción: Marta SalísRetoque de portada: Poe

Editor digital: PoeePub base r1.0

H

LA NAVIDAD CUANDO DEJAMOS DESER NIÑOS

ubo un tiempo en el que, para la mayoría denosotros, el día de Navidad envolvía nuestrolimitado mundo como un anillo mágico y colmabanuestros deseos y aspiraciones; aunaba diversioneshogareñas, afectos y sueños; reunía todo y a todos alamor de la lumbre; y dotaba de plenitud la pequeñaimagen que resplandecía en nuestros brillantes ojosinfantiles.

Llegó otro tiempo, tal vez demasiado pronto, enel que nuestros pensamientos rebasaron ese estrecholímite; en el que nos faltaba una persona (muyquerida, creíamos entonces, muy hermosa ytotalmente perfecta) para que nuestra felicidad fueracompleta; en el que también se nos echaba de menos(o eso pensábamos, que viene a ser lo mismo) en elfuego navideño junto al que esa misma persona secalentaba; y en el que entrelazábamos con todas lascoronas y guirnaldas de nuestra vida el nombre de

ella.Fue el tiempo de las navidades radiantes e

ilusorias que hace tanto nos abandonaron ¡paraaparecer débilmente, tras la lluvia del verano, en losbordes más pálidos del arco iris! Fue el tiempo deldisfrute beatífico de las cosas que iban a ser, y quenunca fueron; pero ¡eran tan reales en nuestraimaginación que sería difícil decir qué realidadesocurridas desde entonces han sido másincontestables!

¿Cómo? ¿Que nunca llegó de veras esa Navidaden la que, después del más feliz de los enlacestotalmente imposibles, nosotros y la perla de valorinestimable que era nuestra joven elegida éramosrecibidos por nuestras dos familias reunidas, que,gracias a nosotros, habían enterrado su enemistad?¿En la que los cuñados siempre distantes antes de quese formalizara nuestra relación nos mostraban un grancariño, y en la que nuestros padres nos abrumabancon unas rentas ilimitadas? ¿Que no llegó acelebrarse aquella comida navideña en cuyasobremesa nos poníamos en pie para, generosa yelocuentemente, ensalzar a un antiguo rival, presenteentre los invitados, intercambiando con él palabrasde amistad y perdón, y estableciendo un vínculo —nosuperado en las historias de griegos o romanos— que

duraría hasta la muerte? ¿Que a ese mismo rival hacemucho que dejó de importarle la perla de valorinestimable, y acabó casándose por dinero ydedicándose a la usura? O, lo que es peor, ¿sabemosahora que probablemente habríamos sido unosdesgraciados de haber ganado y lucido la perla, y queestamos mejor sin ella?

Esa Navidad en que acabábamos de conseguir lafama; en que nos daban un paseo triunfal por haberhecho algo grande y bueno; en que nuestro apellido seveía honrado y ennoblecido, y en casa nos recibíanllorando de alegría; ¿es posible que esa Navidad aúnno haya llegado?

¿Y está nuestra vida tan asentada, en el mejor delos casos, que, al detenemos en un mojón tanimportante del camino como este maravillosonatalicio, recordamos las cosas que nunca fueron conla misma naturalidad y plenitud, con la mismagravedad que las cosas que han sucedido ydesaparecieron, o que han sucedido y todavíaperduran? De ser así, como parece, ¿debemos llegara la conclusión de que la vida es poco más que unsueño, de cuán poco importantes son nuestros amoresy nuestras luchas?

¡No! ¡El día de Navidad alejemos de nosotros esamal llamada filosofía, querido lector! ¡Que esté más

cerca de nuestro corazón el espíritu navideño, que esel espíritu de la utilidad en el servicio, de laperseverancia, del animoso cumplimiento de nuestrodeber, de la amabilidad y de la tolerancia! Son sobretodo las últimas virtudes las que se ven, o deberíanverse, fortalecidas por los sueños incumplidos denuestra juventud; pues ¿quién dice que no nosenseñan a tratar con delicadeza hasta las intangiblesnadas de la tierra?

Por ese motivo, a medida que envejecemos,¡agradezcamos que el círculo de nuestros recuerdosnavideños y las lecciones que éstos imparten seexpanda! Demos la bienvenida a todos, einvitémoslos a sentarse junto al fuego navideño.

¡Bienvenidas antiguas aspiraciones, brillantescriaturas de una imaginación ardiente, a vuestrorefugio debajo del acebo! Os conocemos, y todavíano os hemos enterrado. Bienvenidos, viejosproyectos y viejos amores, por fugaces que fuerais, avuestros rincones entre las luces menos trémulas quenos iluminan. Bienvenido cuanto llegó a ser auténticopara nuestros corazones; y, por la intensidad que oshizo reales, ¡gracias al Cielo! ¿Acaso no construimosahora castillos de Navidad en el aire? ¡Que nuestrospensamientos, revoloteando como mariposas entreestas flores infantiles, lo testifiquen! Ante ese niño se

extiende un futuro más brillante del que jamásimaginamos en nuestros viejos y románticos días, y loque resplandece en él es el honor y la verdad.Alrededor de esa cabecita llena de alegres rizos, lasgracias juegan tan gráciles y hermosas como cuandono existía al alcance del Tiempo ninguna hoz quesegara los rizos de nuestro primer amor. En el rostrode la niña que está al lado —más sereno, peroiluminado por una sonrisa—, un pequeño rostroapacible y satisfecho, vemos la imagen más pura delhogar. Los destellos de esa palabra, como rayos deuna estrella, nos muestran cómo, cuando nuestrastumbas sean ya viejas, otras esperanzas seránjóvenes, otros corazones se conmoverán; cómo otroscaminos se allanarán; otras alegrías florecerán,madurarán y perecerán… No, no perecerán, puesotros hogares y otras bandadas de niños, que aún noexisten ni existirán por mucho tiempo, seguiránnaciendo, floreciendo y madurando hasta el fin de losdías.

¡Bienvenido todo! Bienvenido lo que ha sido, loque jamás fue, y lo que esperamos que sea, a surefugio debajo del acebo, a su rincón al amor de lalumbre navideña, donde lo que es aguarda con losbrazos abiertos. Entre aquellas sombras, ¿no vemosaparecer furtivo sobre las llamas el rostro de un

enemigo? ¡Perdonémosle el día de Navidad! Si eldaño que nos ha hecho admite ese gesto defraternidad, que venga y tome asiento a nuestro lado.Si, por desgracia, no es así, dejémosle marchar, conla seguridad de que jamás le acusaremos ni leharemos daño.

¡Este día no alejemos nada de nosotros!—Espera… —susurra una voz—. ¿Nada?

¡Recapacita!—El día de Navidad no alejemos nada del calor

de nuestra lumbre. Nada.—¿Ni la sombra de una inmensa ciudad cubierta

de hojas marchitas? —pregunta la voz—. ¿Ni lasombra que oscurece la Tierra entera? ¿Ni la sombrade la Ciudad de los Muertos?

—Ni siquiera eso. Precisamente ese díavolveremos nuestro rostro hacia esa ciudad y, deentre sus silenciosos moradores, traeremos a nuestrolado a las personas que quisimos. ¡Ciudad de losMuertos, en el nombre bendito en torno al que nosreunimos en esta fecha, y ante la divina presencia quenos acompaña según Su palabra, recibiremos, enlugar de ahuyentar, a quienes amamos y ahora son tushabitantes!

Sí. Contemplemos a esos niños ángeles que, contanta belleza y solemnidad, se posan entre los niños

vivos al amor de la lumbre, y sobrepongámonos alrecuerdo de cómo se alejaron de nosotros. Al igualque los patriarcas, los niños, risueños, ignoranquiénes son sus invitados; pero nosotros podemosverlos: podemos ver un brazo con aura alrededor deun cuello muy querido, como si a alguien le tentarallevarse al pequeño. Entre las figuras celestiales hayuna, un pobre chiquillo contrahecho en vida y debelleza excelsa ahora, cuya madre moribundalamentó profundamente dejar solo en este mundo losaños que pasarían hasta que, siendo tan pequeño, sereuniera con ella. Pero él lo hizo enseguida, y lopusieron sobre el pecho de su madre; ella lo trae dela mano.

Hubo un joven valeroso que cayó, muy lejos delhogar, sobre una arena ardiente bajo un solabrasador: «Decid a mi familia —exclamó antes demorir— cuánto me habría gustado besarlos de nuevo,pero que he muerto feliz después de cumplir con mideber». Y hubo otro joven sobre el que leyeron laspalabras: «Por eso entregamos su cuerpo a lasprofundidades», antes de encomendarlo al solitarioocéano y continuar la navegación. Y otro que setumbó a descansar a la oscura sombra de los grandesbosques y jamás volvió a despertar. ¿Cómo notraerlos a casa desde la arena, el mar y los bosques

en una fecha tan señalada?Hubo una joven adorable —una mujer casi,

aunque nunca llegara a serlo— que una Navidadllevó el luto a un hogar alegre, y siguió su caminoinexplorado hacia la ciudad del silencio. ¿No larecordábamos exhausta, susurrando lo que nolográbamos oír y entregándose extenuada al sueñoeterno? ¡Miradla ahora! ¡Mirad su belleza, suserenidad, su juventud inmutable, su alegría! La hijade Jairo fue resucitada para morir; mas ella recibióuna bendición mayor y oyó la misma voz que ledecía: «¡Levántate para siempre!».

Teníamos un amigo desde la niñez, con el que amenudo imaginábamos los cambios queexperimentarían nuestras vidas, y con el quefantaseábamos alegremente sobre cómo andaríamos,pensaríamos y hablaríamos cuando fuéramos viejos.La morada reservada para él en la Ciudad de losMuertos lo acogió en la flor de la vida. ¿Debemosapartarlo de nuestros recuerdos navideños? ¿Habríadejado de querernos él a nosotros? Amor, hijo, padrey madre desaparecidos, hermana, hermano, mujer,marido, ¡no os daremos de lado! Conservaréisvuestro lugar entrañable en nuestro corazón y al amorde la lumbre navideña; y en la estación de laesperanza eterna, en el natalicio de la misericordia

eterna, ¡no excluiremos Nada!El sol invernal se pone sobre la ciudad y el

pueblo; en el mar dibuja un camino rosado, como silos pies sagrados acabaran de posarse en el agua. Alcabo de unos instantes desaparece, y cae la noche, ylas luces empiezan a brillar en la lejanía. En laladera, más allá de la ciudad informe y difusa, y alapacible resguardo de los árboles que rodean laaguja del pueblo, los recuerdos tallados en piedra,entre las flores silvestres, crecen en la hierbaentrelazados con las humildes zarzas alrededor denumerosos montículos de tierra. En la ciudad y en elpueblo hay puertas y ventanas para protegerse delfrío, generosas pilas de leños encendidos, rostrosfelices y una saludable música de voces. ¡Que todo lodañino e inhumano sea expulsado del templo de loslares, pero que estos recuerdos sean tiernamentealentados! Forman parte de estos días y de suconsuelo sereno y confortante; de la historia que,incluso en la tierra, vuelve a unir a los vivos y a losmuertos; y de la magnanimidad y bondad quedemasiados hombres han intentado destruir.

S

EL CUENTO DEL PARIENTE POBRE

e resistió mucho a tener prioridad sobre tantosmiembros respetables de la familia y ser él quienempezara la ronda de historias que se disponían acontar sentados en un amplio círculo al amor de lalumbre navideña; y sugirió con modestia que fuera«John, nuestro querido anfitrión» (por cuya saludpidió que brindaran) quien tuviera la gentileza decomenzar. Él estaba tan poco acostumbrado a ser elprimero, dijo, que realmente… Pero, como todos legritaron que empezara de una vez, exclamando alunísono que podía, debía y tenía que hacerlo, dejó defrotarse las manos, sacó las piernas de debajo delsillón e inició su relato.

—Estoy seguro —dijo el pariente pobre— de quesorprenderé a todos los presentes, y sobre todo aJohn, nuestro querido anfitrión, a quien tantodebemos por su hospitalidad de hoy, con la confesiónque voy a hacer. Pero, si me concedéis el honor deasombraros por lo que pueda contar una persona, en

la familia, tan insignificante, os prometo que seréescrupulosamente fiel a la verdad.

»No soy lo que aparento. Soy muy diferente. Peroquizá sea mejor que, antes de continuar, eche unaojeada a lo que se supone que soy.

»La gente cree, si no me equivoco (y de ser así,lo que es muy probable, espero que los miembrosaquí presentes de la familia me corrijan) —elpariente pobre miró afablemente a su alrededor porsi alguien le contradecía—, que no tengo otroenemigo que yo mismo. Que nunca tuve el menoréxito en nada. Que fracasé en los negocios porque fuicrédulo y poco profesional al no prever los planesinteresados de mi socio. Que fracasé en el amorporque fui ridículamente confiado al creer imposibleque Christiana me traicionara. Que no se cumplieronmis expectativas con el tío Chill porque no fui lobastante sagaz para él en los asuntos mundanos. Quea lo largo de la vida he sufrido, por lo general,desaires y decepciones. Que hoy soy un soltero decasi sesenta años que vive de una pequeña renta enforma de asignación trimestral a la que, por lo queveo, John, nuestro querido anfitrión, no desea quecontinúe refiriéndome.

»Mis ocupaciones y hábitos en la actualidad son,en teoría, los siguientes:

»Vivo en un alojamiento de Clapham Road —enuna habitación trasera muy limpia, en una casa muyrespetable—, donde no está previsto que pase el día,a menos que me sienta mal, y que normalmenteabandono a las nueve de la mañana con el pretexto dedirigirme a la oficina. Desayuno (un panecillo conmantequilla y media pinta de café) en un antiguo cafécerca del puente de Westminster; y luego entro en laCity[1] (no sé por qué) y me siento en el caféGarraway, y en la Lonja, y callejeo un rato, y visitolas escasas oficinas y contadurías donde algúnpariente o conocido tiene la amabilidad de tolerar mipresencia, y donde me arrimo, sin sentarme, al fuegosi hace frío. Es así como paso el día hasta que lleganlas cinco, hora en que ceno por un promedio de unchelín y tres peniques. Como me sobra un poco dedinero para mi entretenimiento vespertino, entro enalgún viejo café de camino a casa, y tomo una taza deté, y quizá un poco de pan tostado. De tal modo que,cuando la manecilla gruesa vuelve a ponerse en lamisma hora de la mañana, regreso a Clapham Road yme voy directamente a la cama, ya que encender lachimenea es caro, y la familia que me aloja no quierehacerlo porque da trabajo y ensucia mucho.

»A veces, alguno de mis parientes o conocidostiene el detalle de invitarme a comer. Para mí son

días festivos, y normalmente doy un paseo por elparque. Soy un hombre solitario, y rara vez lo hagoacompañado. No es que la gente me evite porquevaya mal vestido; soy un hombre atildado, y siempretengo un buen traje negro (o preferiblemente grisoscuro, que parece negro y se estropea menos); perome he acostumbrado a hablar muy bajo, y más bienpoco, y ni soy divertido ni me considero unacompañía interesante.

»La única excepción a esta regla es el hijo de miprimo hermano, el pequeño Frank. Siento especialcariño por ese niño, y él me quiere mucho. Es unacriatura tímida por naturaleza; de esas que la multitudenseguida arrolla y olvida. Pero los dos nos llevamosextraordinariamente bien. Supongo que el pobre niñoacabará ocupando el mismo extraño lugar que yo enla familia. Apenas hablamos; y, sin embargo, estamosmuy compenetrados. Paseamos juntos, de la mano; y,sin decir casi nada, él me entiende y yo lo entiendo aél. Cuando era muy pequeño, solía llevarlo a losescaparates de las jugueterías y le enseñaba lo quehabía en la tienda. Es asombroso lo pronto quecomprendió que yo le habría cubierto de regalos si lohubiera permitido mi situación.

»El pequeño Frank y yo vamos a contemplar elMonumento[2] por fuera (a él le encanta el

Monumento) y los puentes, y todas las vistas que nocuestan dinero. En dos de mis cumpleaños hemoscenado ternera e la mode[3], hemos ido al teatro amitad de precio, y lo hemos pasado muy bien. Un díaen que íbamos caminando por Lombard Street, unlugar que visitamos a menudo porque yo le conté queallí vivía gente muy rica (a Frank le encanta LombardStreet), un caballero dijo al cruzarse conmigo: “A suhijito se le ha caído un guante”. Os aseguro, ydisculpad que comente un hecho tan trivial, que esamención fortuita de que fuera hijo mío me conmovióhasta tal punto que unas lágrimas ridículas asomarona mis ojos.

»Cuando manden a Frank a un internado en elcampo, lo echaré mucho de menos, pero tengo laintención de ir andando a verlo una vez al mes,cuando él tenga medio día libre. Me han dicho queestará jugando en el Heath[4]; y, si mis visitas no seconsideran oportunas para el niño, lo veré de lejossin que se entere, y volveré andando a casa. Su madrees de muy buena familia, y soy consciente de que nole gusta que pasemos demasiado tiempo juntos. Séque no soy la mejor compañía para su carácterretraído; pero creo que me echaría realmente demenos si nos impidieran vemos.

»Cuando muera en Clapham Road, no dejaré

mucho más en este mundo de lo que me llevaré de él;pero tengo la miniatura de un niño de rostrovivaracho y pelo ensortijado, con una camisa conchorreras bajando desde el cuello (mi madre encargóese retrato, pero no puedo creer que jamás separeciera a mí), que no tendría el menor valor si sevendiera, y que pediré que sea entregada a Frank. Heescrito, asimismo, una carta muy breve a mi queridopequeño, diciéndole cuánto lamento separarme de él,aunque me haya visto obligado a confesarle que no seme ocurre ningún motivo para seguir aquí. Le doyalgún pequeño consejo, en la medida de misposibilidades, para advertirle del peligro de no tenerotro enemigo que uno mismo; y trato de consolarlepor lo que le parecerá, me temo, una gran pérdida,señalándole que, salvo para él, no he pintado nadapara nadie más de la familia; y que, al no haberconseguido hacerme un lugar entre esta concurridaasamblea, estaré mejor fuera de ella.

»Ésa es —dijo el pariente pobre, carraspeando yelevando un poco la voz— la imagen que todo elmundo tiene de mí. Pues bien, se da la circunstanciaextraordinaria, y que constituye el objetivo de mihistoria, de que nada de eso es verdad. Ni ésa es mivida, ni ésos son mis hábitos. Ni siquiera me alojo enClapham Road. En términos relativos, rara vez estoy

allí. Vivo por lo general (y casi me avergüenzapronunciar la palabra, suena tan pretenciosa) en uncastillo. No digo que sea una antigua residencia de lanobleza, pero sigue siendo un edificio que todo elmundo llama castillo. En él conservo los detalles demi historia, que enumeraré a continuación:

»Cuando convertí a John Spatter (que había sidomi empleado) en mi socio, siendo yo un joven deveinticinco años que vivía en casa del tío Chill,quien me había hecho abrigar grandes esperanzas, meatreví a pedirle a Christiana que se casara conmigo.Llevaba mucho tiempo enamorado de ella. Era muyhermosa, y encantadora en todos los sentidos. Yodesconfiaba un poco de su madre viuda, pues temíaque fuera intrigante y mercenaria; pero, porChristiana, tenía de ella el mejor concepto posible.Jamás había amado a nadie que no fuera Christiana, yella había sido todo… bueno, mucho más que todopara mí desde que éramos niños.

»Christiana aceptó ser mi mujer con elconsentimiento de su madre, y me hizo el hombre másfeliz del mundo. Mi vida en casa del tío Chill eraaustera y aburrida, y mi dormitorio de la buhardillatan inhóspito, oscuro y frío como una celda en lo altode una severa fortaleza norteña. Pero, teniendo elamor de Christiana, no deseaba nada más en la tierra.

No habría cambiado mi destino por el de ningún otroser humano.

»La avaricia era, por desgracia, el principaldefecto de mi tío Chill. A pesar de su riqueza, eracicatero, mezquino y tacaño, y vivía míseramente.Como Christiana no tenía dinero, no me atreví acontarle enseguida que nos habíamos comprometido;pero, finalmente, le escribí una carta paracomunicarle la noticia. Se la di una noche, antes deacostarme.

»La mañana siguiente, bajé por la escaleratiritando en medio del gélido diciembre (más frío enla casa sin calentar de mi tío que en la calle, donde elsol invernal brillaba a veces, y que, en cualquiercaso, se veía animada por los rostros joviales y lasvoces que la transitaban), y me dirigí apesadumbradoa la sala alargada y de escasa altura dondedesayunaba con mi tío. Era una estancia grande conun fuego muy pequeño, y tenía un ventanal enorme enel que la lluvia había dejado su huella durante lanoche, al igual que lágrimas de los que vagan sinhogar. Daba a un patio desnudo, con el empedrado enmuy mal estado y algunas rejas de hierro oxidadomedio arrancadas, desde donde una fea edificaciónanexa, antaño una sala de disección (en tiempos delfamoso cirujano que había hipotecado la casa con mi

tío) parecía mirarla.»Nos levantábamos siempre tan temprano que, en

esa época del año, desayunábamos a la luz de unavela. Cuando entré en la sala, mi tío estaba tanencogido en la silla por el frío, tras la escasa luz dela única vela, que no advertí su presencia hasta queme acerqué a la mesa.

»Cuando le tendí la mano, cogió su bastón (comoestaba débil y achacoso, siempre llevaba uno paraandar por casa) y me golpeó con él profiriendo uninsulto.

»—Tío —le contesté—, no esperaba que seenfadara usted de ese modo.

»Y lo cierto es que no lo había esperado, aunquefuera un anciano severo e irascible.

»—¿Que no lo esperabas? —dijo—. ¿Cuándo sete ocurrió esperar algo? ¿Cuándo se te ocurrió contarcon algo, o desear algo, perro despreciable?

»—¡Sus palabras son duras, tío!»—¿Duras? No son más que plumas para lanzarle

a un idiota como tú —exclamó—. ¡Míralo, BetsySnap!

»Betsy Snap era una vieja de rostro amarillento,feo y demacrado —nuestra única criada— que, aaquellas horas de la mañana, estaba siempre frotandolas piernas de mi tío. Cuando éste le ordenó que me

mirara, puso su huesuda garra en la coronilla de ella,arrodillada a su lado, y le obligó a volver la carahacia mí. Un pensamiento involuntario relacionando aambos con la Sala de Disección, como seguramente amenudo los habría relacionado en tiempos delcirujano, me asaltó en medio de la inquietud.

»—¡Mira cómo lloriquea este gallina! —dijo mitío—. ¡Mira qué niñito de pecho! He aquí alcaballero que, según dicen, no tiene otro enemigo quea sí mismo. He aquí al caballero incapaz de decir queno. He aquí al caballero que ganaba tanto con sunegocio que no ha tenido más remedio que asociarsecon otro hace unos días. He aquí al caballero quecontraerá matrimonio con una mujer sin un penique, y¡que ha caído en manos de unas Jezabeles queespeculan con mi muerte!

»Comprendí entonces lo furioso que estaba; puestenía que estar casi fuera de sí para pronunciar unapalabra que le inspiraba tanta repugnancia que, porningún concepto, podía siquiera insinuarse en supresencia.

»—Con mi muerte —repitió, como si estuvieradesafiándome al desafiar su propio terror a esapalabra—. Con mi muerte… muerte… ¡Muerte! Peroyo terminaré con tanta especulación. Que sea laúltima vez que comes en esta casa, sinvergüenza, y

¡ojalá te atragantes!»Como podéis imaginar, no tenía demasiadas

ganas de desayunar con tales condiciones; pero mesenté en mi sitio habitual. Sabía que el tío Chill meestaba repudiando para siempre; pero, con el amor deChristiana, podría sobrellevarlo bien.

»Él vació un tazón de pan con leche como todoslos días, aunque esta vez se lo puso en las rodillas yla silla de espaldas a la mesa donde yo me sentaba.Cuando hubo acabado, apagó cuidadosamente lavela; y un día gélido, grisáceo y triste cayó sobrenosotros.

»—Y ahora, señor Michael —dijo—, antes desepararnos, me gustaría hablar con esas damas en tupresencia.

»—Como usted quiera, señor —contesté—; perose engaña a sí mismo, y nos juzga equivocada,cruelmente, si piensa que entre nosotros hay algúnotro sentimiento que no sea el amor más puro,desinteresado y sincero.

»—¡Mentiroso! —se limitó a responder.»Nos dirigimos entre la nieve medio derretida y

la lluvia medio congelada a la casa donde vivíanChristiana y su madre. Mi tío las conocía muy bien.Estaban desayunando, y les sorprendió vernos tantemprano.

»—A sus pies, señora —dijo mi tío a la madre—.Supongo que adivina usted el propósito de mi visita.Tengo entendido que lo que se cuece aquí es el amormás puro, desinteresado y sincero. Me alegra traerlescuanto necesita para ser perfecto. Aquí tienen a suyerno, señora, y a su marido, señorita. A estecaballero yo no lo conozco de nada, pero le deseo lomejor en su bonito negocio.

»Me gruñó al salir, y jamás volví a verlo.»También es un error suponer —prosiguió el

pariente pobre— que mi querida Christiana se dejaraconvencer e influenciar por su madre y se casara conun hombre adinerado, cuyo carruaje me llena debarro siempre que, en estos nuevos tiempos, ella pasaa mi lado. No, no. Se casó conmigo.

»El modo en que llegamos a casarnos antes de loprevisto fue como sigue. Yo alquilé una habitaciónmuy barata, y estaba ahorrando y planificando lomejor para ella cuando un día me dijo con la mayorseriedad:

»—Mi querido Michael, te he dado mi corazón.He dicho que te amaba y me he comprometido a sertu mujer. Soy tan tuya en lo bueno y en lo malo comosi nos hubiéramos casado el día en que acepté tumano. Te conozco y sé que, si tuviéramos queseparamos y nuestro vínculo se rompiera, tu vida

entera se ensombrecería, y toda la fortaleza quenecesitas, incluso ahora, para enfrentarte al mundo seconvertiría en la sombra de lo que es.

»—¡Que Dios me ayude, Christiana! —exclamé—. Tienes razón.

»—¡Michael! —dijo ella, dándome la mano convirginal devoción—. No sigamos separados por mástiempo. Nadie sabe mejor que yo lo feliz que vivirécon los medios de que dispones, y sé de sobra queson suficiente para ti. Te lo digo con el corazón. Nosigas luchando solo; luchemos juntos. Michael,querido, no es justo que te oculte algo que ni siquierasospechas y que a mí, sin embargo, me afligeindeciblemente. Mi madre, olvidando que, cuanto hasperdido lo has perdido por mí, y con la certeza deque te seré fiel, quiere que tenga un marido rico einsiste, pobre de mí, en que me case con otro. Nopuedo ni pensarlo, pues, si lo hiciera, te traicionaría.Prefiero compartir tu lucha que contemplarla sinhacer nada. No necesito un hogar mejor del que túpuedas ofrecerme. Sé que tus esfuerzos yaspiraciones serán mayores si soy tu mujer, así que¡casémonos cuando quieras!

»Aquel día fui realmente bendecido, y un nuevomundo se abrió ante mí. Nos casamos enseguida, ylleve a mi esposa a nuestro feliz hogar. Éstos fueron

los cimientos de la residencia que he mencionadoantes; el castillo donde hemos vivido juntos desdeentonces. Todos nuestros hijos nacieron en él. Elprimero fue una niña —hoy en día casada—, a la quellamamos Christiana. Su hijo se parece tanto alpequeño Frank que apenas los distingo.

»La idea más extendida sobre la manera en queme trató mi socio también es completamente errónea.No empezó a tratarme con frialdad, como si fuera unpobre inútil, cuando mi tío y yo nos enemistamospara siempre; tampoco fue apoderándose poco apoco de nuestro negocio hasta echarme de él. Por elcontrario, fue sumamente leal y honrado conmigo.

»Las cosas, entre nosotros, tomaron este rumbo:el día en que me alejé de mi tío, e incluso antes deque llegaran mis baúles a nuestra contaduría (losenvió en un carruaje que se negó a pagar), bajé aldespacho que teníamos en nuestro pequeño muelle,con vistas al río, y le conté a John Spatter losucedido. John no me respondió diciendo que losparientes viejos y ricos eran una realidad palpable yel amor y los sentimientos, una tonta fantasía. Me dijolo siguiente:

»—Michael, fuimos al colegio juntos, y yosiempre me las arreglé mejor que tú y gocé de másprestigio.

»—Así es, John —contesté.»—Aunque perdía los libros que me prestabas;

no te devolvía el dinero que me dejabas; te vendíamis navajas deterioradas por más dinero del que mehabían costado nuevas; y eras tú quien pagaba el patopor las ventanas que yo había roto.

»—No vale la pena que hablemos de eso, JohnSpatter —dije—, pero es cierto, sí.

»—Cuando abriste este negocio, que promete serde lo más próspero —prosiguió John—, vine apedirte trabajo, el que fuera, y me hiciste tusecretario.

»—Tampoco vale la pena que lo recuerdes, miquerido John Spatter —dije—; pero también escierto, sí.

»—Y, al darte cuenta de que yo tenía buenacabeza para los negocios, y de que era realmente útilpara la empresa, no quisiste retenerme en ese puestoy te pareció un acto de justicia que fuera enseguida tusocio.

»—Todavía menos digno de mención que esosotros pequeños detalles que acabas de señalar, JohnSpatter —dije—; pues fui consciente, y lo sigosiendo, de tu valía y mis limitaciones.

»—Sin embargo, querido amigo —dijo John,obligándome a darle el brazo como hacía en el

colegio; mientras, al otro lado de las ventanas denuestro despacho (con la misma forma que lasventanas de una popa), dos barcos se deslizabanlentamente por el río empujados por la marea, aligual que John y yo navegábamos juntos, seguros yconfiados, por la vida—, ahora que reina laconcordia entre nosotros, tenemos que ser sinceros.Eres demasiado blando, Michael. No tienes otroenemigo que tú mismo. Si yo, consciente de esterasgo perjudicial para nuestra sociedad, me limitaraa encogerme de hombros, mover la cabeza y suspirar;e incluso si llegara a abusar de la confianza que hasdepositado en mí…

»—Pero nunca lo harás, John —exclamé.»—¡Nunca! —repitió él—; solo es una

suposición… Pero si llegara a abusar de esaconfianza ocultándote ciertos detalles de nuestronegocio, revelándote otros o dejando que solo losvislumbraras, mi poder se vería fortalecido y tudebilidad sería cada vez mayor; y un día acabaríaencontrándome en el camino que lleva a la riquezadespués de haberte dejado atrás, en algún baldíolejos de la ruta principal.

»—Así es —dije yo.»—Para evitar esto, Michael —dijo John

Squatter—, o la más remota posibilidad de esto,

debemos tenernos la mayor confianza. No nosocultaremos nada, y tendremos un único interés.

»—Mi querido John Spatter —le aseguré—, esoes precisamente lo que quiero.

»—Y, cuando seas demasiado blando —prosiguióJohn, con el rostro rebosante de amistad—, con tupermiso, impediré que los demás se aprovechen deese defecto de tu carácter; no esperes que te siga lacorriente…

»—Mi querido John Spatter —le interrumpí—,no espero que me sigas la corriente. Es algo quedeseo corregir.

»—Yo también —exclamó John.»—¡Exactamente! —dije—. Los dos tenemos el

mismo objetivo; y persiguiéndolo con honradez,confiando por completo el uno en el otro, ycompartiendo un único interés, nuestra sociedad serápróspera y feliz.

»—¡Estoy seguro! —contestó John Spatter antesde estrecharnos la mano con el mayor afecto.

»Llevé a John a mi castillo y pasamos un día muydichoso. Nuestra sociedad prosperó. Mi socio yamigo subsanaba mis limitaciones, como yo habíaprevisto, y, mejorándonos tanto al negocio como amí, reconocía con creces cualquier pequeño ascensoen la vida que hubiera obtenido con mi ayuda.

»—No soy —dijo el pariente pobre, mirando elfuego mientras se frotaba lentamente las manos—muy rico, ya que nunca le di importancia a serlo; perotengo lo suficiente para cubrir mis modestasnecesidades y estoy muy lejos de pasar penurias. Micastillo no es un lugar lujoso, pero sí muy acogedor;su atmósfera es cálida y alegre, y es la viva imagendel Hogar.

»Nuestra hija mayor, que es el vivo retrato de sumadre, está casada con el primogénito de JohnSpatter. Nuestras dos familias están muy unidas porotros lazos. Nos encanta pasar la velada juntos —algo que hacemos con frecuencia—, y John y yohablamos de los viejos tiempos y del único interésque hemos compartido siempre.

»Lo cierto es que en mi castillo no sé lo que es lasoledad. Siempre hay algún hijo o nieto, y las vocesjóvenes de mis descendientes me resultandeliciosas… ¡tan deliciosas!… de oír. Miqueridísima y abnegada esposa, siempre leal,siempre cariñosa, siempre amable y servicial,prodiga en apoyo y consuelo, es la mayor bendiciónde mi hogar; de ella salen las demás bendiciones.Somos una familia bastante musical y, cada vez queChristiana me ve un poco cansado o afligido, a lahora que sea, se acerca silenciosamente al piano y

canta una dulce melodía que solía cantar cuando nosprometimos. Soy tan sensible que no puedoescucharla interpretada por otra persona. La tocaronuna vez en el teatro, cuando fui con el pequeño Frank;y el niño me preguntó extrañado: “Primo Michael,¿de quién son estas lágrimas tan calientes que me hancaído en la mano?”.

»Ése es mi castillo, y ésas son las circunstanciasreales de mi vida allí. A veces llevo al pequeñoFrank conmigo. Mis nietos lo reciben con alegría, yjuegan juntos. En esta época del año, Navidad y AñoNuevo, rara vez salgo de mi Castillo. Pues losrecuerdos de estos días parecen retenerme allí, y suspreceptos parecen enseñarme que es bueno estar enél.

—Y el castillo está… —empezó a decir la vozgrave y armoniosa de uno de los presentes.

—Sí. Mi castillo —continuó el pariente pobre,moviendo la cabeza sin dejar de contemplar el fuego— está en el aire. John, nuestro querido anfitrión, haadivinado muy bien su emplazamiento. ¡Mi castilloestá en el aire! He llegado al final. ¿Tendría laamabilidad de contar su historia el siguiente?

E

EL CUENTO DEL NIÑO

rase una vez, hace muchísimo tiempo, unhombre que emprendió un viaje. Era un viaje mágicoy, aunque diera la sensación de ser muy largo cuandolo inició, le pareció muy corto a mitad de camino.

Recorrió un sendero bastante oscuro por un brevelapso de tiempo, sin ver a nadie hasta que encontró aun hermoso niño. Y le preguntó:

—¿Qué haces aquí?Y el niño dijo:—Yo siempre juego. ¡Ven a jugar conmigo!Así que pasó el día jugando con ese niño, y los

dos se divirtieron mucho. El cielo era tan azul, el soltan dorado, el agua tan brillante, las hojas tan verdes,las flores tan bellas, y oían tales gorjeos y veíantantas mariposas que todo era hermoso. Eso cuandohacía buen tiempo. Cuando llovía, les gustabacontemplar las gotas que caían y oler los aromasnuevos. Cuando soplaba el viento, les encantabaescucharlo, e imaginar qué decía mientras corría

lejos de su hogar (¿dónde se encontraría éste?, sepreguntaban) silbando y ululando, empujando lasnubes, inclinando los árboles, retumbando en laschimeneas, haciendo que las casas temblaran y el marrugiera de furia. Pero lo mejor de todo era cuandonevaba; pues nada les complacía más que mirar cómocaían los copos, gruesos y veloces, como si acabarande desprenderse del pecho de millones de pájarosblancos; y ver lo suave y profundo que era el mantoque formaban; y escuchar el silencio de senderos ycaminos.

Estaban llenos de juguetes, los más maravillososdel mundo, y de libros ilustrados que le dejaban auno boquiabierto: había en ellos cimitarras, babuchasy turbantes, enanos, gigantes, hadas y genios, y barbasazules, y tallos de habichuelas y tesoros, grutas ybosques y Valentines y Orsons[5]: y todos eran nuevosy auténticos.

Pero un día, de pronto, el viajero perdió al niño.Lo llamó una y otra vez, pero no obtuvo respuesta.Siguió su camino y pasó algún tiempo sin ver a nadiehasta que se encontró con un hermoso muchacho. Y lepreguntó:

—¿Qué haces aquí?Y el muchacho dijo:—Yo siempre aprendo. ¡Ven y aprende conmigo!

Así que aprendió con ese muchacho cosas sobreJúpiter y Juno, los griegos y los romanos, y no sécuántas cosas, más de las que yo —o incluso él, queno tardó en olvidar gran parte de ellas— podríacontar. Pero no estudiaban siempre; practicaban losjuegos más divertidos del mundo. Remaban por el ríoen verano, y patinaban por el hielo en invierno;caminaban, montaban a caballo; jugaban al cricket, ya toda clase de juegos de pelota; a policías yladrones, a liebres y sabuesos, a seguir al rey; yhacían más deportes de los que uno pueda imaginar; yeran invencibles. También tenían vacaciones, yroscón de Reyes, y fiestas en las que bailaban hastamedianoche, y teatros genuinos donde veían palaciosde oro y de plata que salían de la tierra, y todas lasmaravillas del mundo juntas. Y amigos, tenían tantosy tan queridos que me falta tiempo para enumerarlos.Todos eran jóvenes, como el hermoso muchacho, y,mientras vivieran, nada los separaría.

Sin embargo, un día, en medio de aquellasdiversiones, el viajero perdió al muchacho delmismo modo que había perdido al niño y, después dellamarlo en vano, prosiguió su camino. Pasó algúntiempo sin ver a nadie, hasta que se encontró con unjoven. Y le preguntó:

—¿Qué haces aquí?

Y el joven dijo:—Yo siempre me enamoro. Ven y ama conmigo.Así que acompañó a ese joven, y no tardó en

aparecer una de las muchachas más hermosas delmundo —como Fanny en aquel recodo del camino—,y tenía los ojos como Fanny, y el pelo como Fanny, yunos hoyuelos como los de Fanny, y se reía y seruborizaba igual que Fanny cuando hablo de ella. Asíque el joven se enamoró enseguida, del mismo modoque lo hizo Alguien cuyo nombre no diré la primeravez que llegó y vio a Fanny. Y bueno, lo cierto es quela muchacha se reía a veces de él, como lo hacíaFanny de Alguien; y que los dos discutían a veces, aligual que Fanny y Alguien; y luego hacían las paces, yse sentaban en la penumbra, y se escribían cartas adiario, y nunca se sentían felices separados, ysiempre estaban pendientes el uno del otro, aunquefingieran lo contrario; y se comprometieron enNavidad, y se sentaban muy juntos al amor de lalumbre, y estaban a punto de casarse, ¡exactamenteigual que Alguien cuyo nombre no diré y Fanny!

Pero un día el viajero los perdió, del mismomodo que había perdido a sus demás amigos, y,después de llamarlos para que volvieran, lo quenunca hicieron, prosiguió su viaje. Pasó algún tiemposin ver a nadie hasta que encontró a un caballero de

edad mediana. Y le preguntó:—¿Qué hace aquí?Y su respuesta fue:—Yo siempre estoy ocupado. ¡Ven a estar

ocupado conmigo!Así que empezó a estar muy ocupado con ese

caballero, y los dos siguieron por la espesura juntos.Estuvieron siempre atravesando un bosque; éstehabía sido verde y claro al principio, como unbosque en primavera, pero empezó a espesarse yvolverse oscuro, como un bosque en estío; algúnpequeño árbol que había salido antes de tiempoincluso se volvió pardo. El caballero no estaba solo,pues iba con una dama aproximadamente de su edad,que era su mujer; y tenían hijos que también losacompañaban. Así que todos continuaron juntos porel bosque, cortando árboles, abriendo un caminoentre las ramas y las hojas caídas, llevando fardos ytrabajando mucho.

A veces llegaban a una larga alameda verde quedesembocaba en una parte más frondosa del bosque.Entonces se oía una voz débil y lejana que gritaba:«¡Padre, padre, soy otra criatura! ¡Espéreme!». Yveían enseguida una figura diminuta, que crecía amedida que se acercaba corriendo a ellos. Cuandoles alcanzaba, todos se apiñaban a su alrededor para

besarla y darle la bienvenida; y después seguíancaminando juntos.

A veces llegaban a una encrucijada, y todos sedetenían; y uno de los hijos decía: «Padre, me hago ala mar», y otro: «Padre, me voy a la India», y otro:«Padre, me voy en busca de fortuna», y otro: «Padre,¡me voy al Cielo!». Y así, derramando muchaslágrimas de despedida, se marchaban solitarios poraquellos caminos, siguiendo cada uno su destino; y elhijo que se iba al Cielo ascendía por el aire dorado ydesaparecía.

Cada vez que había una despedida, el viajeromiraba al caballero, y le veía contemplar el cielosobre los árboles, donde empezaba a declinar el díay llegaba el ocaso. Veía también que su peloencanecía. Pero nunca podían detenerse muchotiempo, pues tenían que hacer su viaje, y siempretenían que estar ocupados.

Al final hubo tantas despedidas que no quedaronmás hijos; y solo el viajero, el caballero y la damacontinuaron juntos su camino. Y el bosque se pusoamarillo, y luego pardo; y las hojas, incluso las delos árboles del bosque, empezaron a caer.

Entonces llegaron a una alameda más oscura quelas demás y, mientras proseguían su viaje sin bajar lavista, la dama se detuvo.

—Marido mío —dijo—. Me están llamando.Aguzaron el oído, y oyeron una voz al fondo de la

alameda que decía:—¡Madre, madre!Era la voz del primer hijo que había dicho: «¡Me

voy al Cielo!», y el padre suplicó:—Todavía no. Está a punto de anochecer.

¡Todavía no!Pero la voz gritó: «¡Madre, madre!» sin

apiadarse de él, aunque tuviera el pelocompletamente blanco y el rostro bañado enlágrimas.

Entonces la madre, que ya era arrastrada a lasombra de la oscura alameda y se alejaba sin dejarde abrazarlo, le besó y dijo:

—¡Amor mío, me llaman y he de marcharme!Y así lo hizo. Y el viajero y él se quedaron solos.Y siguieron y siguieron juntos, hasta que llegaron

muy cerca del final del bosque: tan cerca quepudieron ver cómo se ponía el sol entre los árboles,como una bola de fuego.

Pero una vez más, mientras se abría camino entrelas ramas, el viajero perdió a su amigo. Lo llamó unay otra vez, pero no obtuvo respuesta y, cuando saliódel bosque y contempló cómo un sol apacibledescendía en la luz purpúrea del crepúsculo,

encontró a un anciano sentado sobre un tronco caído.Y le preguntó:

—¿Qué hace aquí?Y el anciano dijo, sonriendo plácidamente:—Siempre estoy sumido en mis recuerdos. ¡Ven y

recuerda conmigo!Así que el viajero se sentó al lado del anciano,

frente al sereno anochecer; y todos sus amigosregresaron en silencio y se acercaron a él. Elhermoso niño, el hermoso muchacho, el jovenenamorado, el padre, la madre y los hijos: todosestaban allí, y él no había perdido nada. Y los queríaa todos, y se mostró amable y paciente con ellos, ydisfrutó contemplándolos; y todos le respetaron yamaron. Y pienso que el viajero debes ser tú, queridoabuelo, porque eso es lo que haces con nosotros y loque nosotros hacemos contigo.

C

EL CUENTO DEL COLEGIAL

omo soy bastante joven —aunque vayacumpliendo años, sigo siendo bastante joven—, notengo ninguna aventura a la que recurrir. No creo quea ninguno de los presentes les interese saber que elreverendo es un carcelero, y ella una auténtica arpía,o lo mucho que cobran a los padres, sobre todo porlos cortes de pelo y la atención médica. A uno denuestros compañeros le quitaron doce chelines y seispeniques de su cuenta como pago por dos pastillas —supongo que ganarían seis chelines y tres peniquescon cada una de ellas—, y él ni siquiera se las tomó,se limitó a esconderlas en la manga de su chaqueta.

En cuanto a la carne de vacuno, es una vergüenza.No es carne. La carne no es un puñado de nervios. Lacarne se puede masticar. Además, la carne llevasalsa, y jamás ves una gota en la nuestra. Otro denuestros compañeros se fue a casa enfermo, y oyócómo el médico de la familia le decía a su padre quelo único que podía explicar esa dolencia era la

cerveza. Por supuesto que era la cerveza, ¡cómo noiba a serlo!

Sin embargo, la carne de vacuno y el viejoQuesero son cosas diferentes. Y la cerveza también.Y es del viejo Quesero de quien yo quería hablar; node cómo nuestros compañeros ven destruida su saludpara que otros aumenten sus ganancias.

Y es que basta con mirar la masa. No tiene nadade crujiente. Es sólida, como plomo mojado. Luegonuestros compañeros tienen pesadillas, y los demásmuchachos les arrojan almohadas por despertarloscon sus gritos. ¿A quién puede extrañarle eso?

El viejo Quesero se levantó una noche dormido,se puso el sombrero sobre el gorro de dormir, cogióuna caña de pescar y un bate de cricket y bajó a lasala, donde, como es natural, todos creyeron que eraun fantasma. Bueno, jamás habría hecho eso si suscomidas hubieran sido sanas. Cuando todosempecemos a caminar dormidos, supongo que lolamentarán.

El viejo Quesero no era ayudante del profesor delatín en aquella época; era un alumno. Cuando eramuy pequeño, lo llevó al internado en la silla deposta una mujer que estaba siempre tomando rapé yzarandeándolo; era lo único que recordaba. Nuncapasó las vacaciones en casa. Sus cuentas (jamás tuvo

un gasto extra) eran enviadas al banco, y el banco laspagaba; estrenaba un traje marrón dos veces al año ysus primeras botas a los doce años. Y siempre lequedaron demasiado grandes.

En las vacaciones de verano, algunoscompañeros que vivían cerca trepaban a los árbolesque están detrás del muro del patio para ver cómo elviejo Quesero leía solo. Siempre fue tan suave comoel té —y eso es mucho decir, ¿no?—, así que, cuandole silbaban, levantaba la vista y saludaba; y, cuandole decían: «¡Hola, viejo Quesero! ¿Qué hascomido?», él contestaba: «Cordero hervido»; y,cuando le preguntaban: «¿No te sientes solo, viejoQuesero?», él respondía: «A veces me aburro unpoco», y entonces ellos le decían: «¡Adiós, viejoQuesero!» y se bajaban del árbol. Por supuesto, eraun atropello que no le dieran más que corderohervido en vacaciones, pero así funcionaban lascosas. Y, cuando no le daban cordero hervido, ledaban arroz con leche, simulando que era un festín. Yse ahorraban el carnicero.

Y así siguió el viejo Quesero. Aparte de lasoledad, las vacaciones le acarreaban otrocontratiempo; pues, cuando los demás alumnosempezaban a volver, a regañadientes, él se ponía muycontento de verlos; lo que era muy enojoso cuando

ellos no compartían el sentimiento y le golpeaban lacabeza contra la pared, haciendo que le sangrara lanariz. Pero casi todo el mundo lo quería. Una vez sehizo una suscripción a su nombre; y, para queestuviera contento, le regalaron antes de vacacionesdos ratones blancos, un conejo, una paloma y uncachorro precioso. El viejo Quesero se echó a llorar,sobre todo poco después cuando los animales secomieron unos a otros.

Por supuesto, al viejo Quesero le pusieron todoslos nombres de queso posibles —Gloster, Cheshire,Bola, Whiltshire, etcétera—, pero a él le daba igual.Y no es que fuera viejo por su edad, porque no lo era,sino que desde el principio lo llamaron así: viejoQuesero.

Finalmente, le nombraron ayudante del profesorde latín. Aparecieron con él en clase una mañana aprincipios de trimestre, y lo presentaron a losalumnos como el «señor Quesero». Entonces nuestroscompañeros decidieron que el viejo Quesero era unespía, y un desertor que se había pasado al enemigo,vendiéndose al mejor postor. No era ninguna excusaque se hubiera vendido por muy poco: dos libras ydiez chelines, alojamiento y colada, según secomentó. Celebraron una reunión parlamentariadonde acordaron que solo podían tenerse en cuenta

los motivos mercenarios del viejo Quesero, y que eranecesario «acuñar nuestra sangre para sacardracmas». El Parlamento tomó la expresión de laescena en que Casio discute con Bruto[6].

Cuando se decidió con semejante determinaciónque el viejo Quesero era un gran traidor que habíaaccedido a los secretos de nuestros compañeros parasacar tajada, se invitó a los alumnos más valientes adar un paso al frente y enrolarse en una Sociedad quele hiciera la vida imposible. El presidente de laSociedad fue el alumno más antiguo, un chicollamado Bob Tarter. Su padre estaba en las Antillas y,según él, nadaba en la abundancia. Tenía muchoascendiente sobre nuestros compañeros, y escribióuna parodia que comenzaba:

¿Quién por tan sumiso se hizo pasar que apenas leoíamos hablar, y resultó ser un soplón y delatar?

El viejo Quesero.Y luego seguían más de doce versos que cantaba

todas las mañanas junto a la mesa del nuevo maestro.Bob Tarter aleccionó también a uno de los máspequeños, un niño de mejillas sonrosadas que sellamaba Brass y era bastante alocado, para que unamañana se le acercara con su gramática latina yrecitase: nominativus pronominum: viejo Quesero,raro exprimitur: nunca se sospechó, nisi

distinctionis: que fuera un delator, aut emphasisgratia: hasta que demostró serlo, ut: por ejemplo,vos damnastis: cuando vendió a los alumnos. Quasi:como si, dicat: hubiera dicho, pretaerea nemo: ¡soyJudas! Todo aquello impresionó mucho al viejoQuesero. Nunca había tenido demasiado pelo; pero elpoco que tenía empezó a clarear cada vez más. Sevolvió más pálido y ojeroso; y a veces lo veían porlas noches sentado ante su mesa con un largo pabiloen la vela y las manos en la cara, llorando. Peroningún miembro de la Sociedad podía apiadarse deél, aunque tuviera ganas, porque el presidente decíaque era la conciencia del viejo Quesero.

Y el viejo Quesero continuó así, ¡y qué vida tantriste llevaba! Por supuesto que el reverendo lomiraba por encima del hombro y ella, no digamos,porque era su forma de tratar a los profesores; peroél sufría sobre todo por nuestros compañeros, y atodas horas. Nunca se quejó de ello, que la Sociedadsupiera; pero ese mérito no le fue reconocido porqueel presidente dijo que era la cobardía del viejoQuesero.

No tenía más que una amiga en el mundo, queestaba casi tan desvalida como él, porque solo eraJane. Jane era una especie de guardarropa para losalumnos, y vigilaba las taquillas. Había llegado como

aprendiza —según algunos compañeros, venía de unainstitución benéfica, pero no lo sé— y, cuando suformación terminó, se quedó cobrando tanto al año. Otan poco, debería decir quizá, ya que esto es muchomás probable. Sin embargo, tenía ahorrado algúndinero en el banco, y era una joven muy amable. Noera exactamente guapa; pero tenía un rostroexpresivo, sincero y sonriente, y los alumnos letenían mucho cariño. Era increíblemente limpia yalegre, e increíblemente paciente y simpática.Siempre que ocurría algo con la madre de algúnmuchacho, éste iba a enseñarle la carta a Jane.

Jane era amiga del viejo Quesero. Cuanto más semetía con él la Sociedad, más le consolaba ella. Aveces le dirigía una mirada jovial desde su ventanaque le infundía ánimos para toda la jornada. Salía delhuerto (siempre cerrado con llave, ¡creedme!) por elcampo de deportes, cuando podía hacerlo por el otrolado, solo para volver la cabeza, como si quisieradecirle al viejo Quesero: «¡Arriba esa moral!». Elcuartucho de él estaba siempre tan limpio y ordenadoque todos sabían quién lo dejaba así mientras el viejoQuesero trabajaba; y, cuando los alumnos veían unaempanada humeante en su plato a la hora de comer,comprendían indignados quién se la había enviado.

Dadas las circunstancias, la Sociedad decidió,

después de muchas reuniones y debates, que debíapedirse a Jane que le hiciera el vacío al viejoQuesero; y que, si se negaba, debían condenarlatambién al ostracismo. De modo que se eligió unadelegación, encabezada por el presidente, paracomunicar a Jane la votación que la Sociedad sehabía visto dolorosamente obligada a celebrar. Lajoven les inspiraba un gran respeto por todas susvirtudes y, según decían, en una ocasión habíaabordado al reverendo en su propio estudio y habíaconseguido librar a un alumno de un castigo muysevero gracias a su buen corazón. Así que a ladelegación no le gustaba demasiado aquel cometido.Pero cumplieron con su deber, y el presidenteinformó a Jane de su decisión. Al oírla, Jane se pusoroja como la grana, rompió a llorar y respondió alpresidente y a la delegación, de un modo muy pocohabitual en ella, que eran una panda de jóvenessalvajes y malvados; luego echó del cuarto a larespetable comisión. En consecuencia, se escribió enel libro de la Sociedad (con un código indescifrableante el temor de que fuera descubierto) que todacomunicación con Jane quedaba prohibida; y elpresidente señaló a los miembros lo mucho que poníaeso de manifiesto el debilitamiento del viejoQuesero.

Pero Jane era tan fiel al viejo Quesero comodesleal éste a los muchachos —en opinión de ellos,en todo caso—, y continuó siendo su única amiga.Esto irritó sobremanera a la Sociedad, porque Janeera una pérdida tan grande para ellos como unaganancia para su amigo; así que, aún más airados conél, lo trataron peor que nunca. Finalmente, unamañana, el viejo Quesero no se sentó en su mesa detrabajo; y, cuando fueron a su cuarto y lo encontrarondesierto, corrió el rumor entre los pálidos rostros denuestros compañeros de que el viejo Quesero, nopudiendo más, se había levantado muy temprano y sehabía ahogado.

Las miradas misteriosas del profesorado despuésdel desayuno, y la evidencia de que nadie esperaba alviejo Quesero confirmaron su teoría a la Sociedad.Algunos miembros empezaron a debatir si elpresidente sería colgado o solo deportado de porvida, y la cara del presidente reflejó una graninquietud por saber cuál sería la decisión. Noobstante, dijo que un jurado de su país destacaría suvalor; y que, cuando se dirigiera a éste, pediría a susintegrantes que se llevaran la mano al corazón ydijeran, como británicos, si estaban conformes conlos delatores, y hasta qué punto les gustaría ser suvíctima. Algunos miembros de la Sociedad le

aconsejaron huir hasta que encontrara un bosquedonde pudiera cambiarse la ropa con un leñador, yembadurnarse el rostro con moras; pero la mayoríapensaba que, si no daba su brazo a torcer, el padre —al estar en las Antillas y nadar en la abundancia—sobornaría a quien fuera para que lo dejaran libre.

El corazón de nuestros compañeros latió a granvelocidad cuando el reverendo entró con aire deromano, o de capitán general, con la regla; comohacía siempre que iba a soltarles un discurso. Pero sutemor fue mucho menor que su asombro cuandoescucharon que el viejo Quesero, «durante tantosaños nuestro querido y respetado amigo, amén decompañero de peregrinaje en las placenteras llanurasdel conocimiento», dijo de él (¡Oh, sí! ¡Yo diría quetodo eso!), era el huérfano de una joven a la que supadre había desheredado por contraer matrimonio sinsu consentimiento, y cuyo marido había fallecido;como ella se había muerto de pena, su desdichadobebé (el viejo Quesero) se había criado a expensasde un abuelo que jamás había accedido a verlo, ni debebé, ni de niño ni de hombre. Y ese abuelo acababade morir, algo que le estaba bien empleado —estecomentario es mío—, y, al no dejar testamento, todasu inmensa fortuna era de pronto y para siempre ¡delviejo Quesero! Nuestro querido y respetado amigo y

compañero de peregrinaje en las placenteras llanurasdel conocimiento… —el reverendo terminó unaretahíla de fastidiosas citas diciendo—: Volverá avernos dentro de quince días, fecha en que deseadespedirse de nosotros de un modo más personal.Tras estas palabras, miró con severidad a nuestroscompañeros, y se marchó solemnemente.

Hubo una gran consternación entre los miembrosde la Sociedad. Muchos querían dimitir, y otrosempezaron a decir que jamás habían pertenecido aella. Sin embargo, el presidente se mantuvo firme, ydeclaró que todos debían resistir o caer juntos. Yque, para abandonar la nave, tendrían que pasar porencima de su cadáver; pretendía así animar a laSociedad, pero no lo consiguió. El presidenteprometió también meditar sobre la situación en quese encontraban y darles su opinión y consejo al cabode unos días. Esto despertó una gran expectación, yaque sabía mucho del mundo por tener un padre en lasAntillas.

Después de días y días de mucho pensar, y dellenar su pizarra de soldaditos, el presidente convocóa nuestros compañeros y dejó las cosas claras. Segúnél, era evidente que, cuando el viejo Queseroregresara, lo primero que haría para vengarse seríaacusar a la Sociedad, y pedir que los azotaran a

todos. Después de contemplar con alegría el tormentode sus enemigos, y de regodearse con sus gritos dedolor, es muy probable que invitara al reverendo, conel pretexto de conversar, a una estancia privada —por ejemplo, la sala de los padres, donde estaban losdos grandes globos terráqueos que no se usabannunca— y allí le reprochara los engaños y vejacionesque había sufrido en sus manos. Al final de susobservaciones haría señas a un boxeador profesionalescondido en el pasillo, que se abalanzaría sobre elreverendo hasta dejarlo inconsciente. Después elviejo Quesero le regalaría algo a Jane de entre cincoy diez libras, y se marcharía de la institucióndiabólicamente victorioso.

El presidente explicó que no tenía nada que deciren lo tocante a la sala o a Jane; pero, en lo tocante ala Sociedad, su consejo era resistir hasta la muerte.Con semejante perspectiva, recomendó que llenarande piedras todos los pupitres disponibles, y que laseñal de ataque al viejo Quesero fueran sus primeraspalabras de queja. El temerario consejo levantó elánimo de la Sociedad, y fue seguido unánimemente.Clavaron un poste más o menos de la misma alturaque el viejo Quesero en el campo de deportes, ytodos nuestros muchachos practicaron con él hastaque estuvo lleno de abolladuras.

Cuando llegó el día de la visita, y cada uno ocupósu puesto, todos los muchachos se sentarontemblorosos.

Habían discutido y discrepado mucho sobre cómoaparecería el viejo Quesero; aunque la opinióngeneral era que llegaría en una especie de carruajetriunfal tirado por cuatro caballos, con dos lacayoscon librea sentados delante, y el boxeadorprofesional disfrazado sentado detrás. Así quenuestros compañeros esperaban oír unas ruedas.Cosa que nunca ocurrió, ya que el viejo Quesero sepresentó andando, y entró en el colegio sin previoaviso. Más o menos como siempre, vestidoúnicamente de negro.

—Caballeros —dijo el reverendo, presentándolo—, nuestro durante tanto tiempo querido y respetadoamigo y compañero de peregrinaje en las placenterasllanuras del conocimiento quiere dirigiros unaspalabras. ¡Atención, caballeros, todos sin excepción!

Todo el mundo metió con disimulo la mano en elpupitre y miró al presidente. El presidente estabapreparado, y tenía al viejo Quesero en su punto demira.

Pero el viejo Quesero lo único que hizo fueacercarse a su vieja mesa, mirarlos con una sonrisaextraña como si estuviera a punto de llorar, y

empezar a decir con voz suave y temblorosa:—¡Mis queridos compañeros y amigos!Todos los alumnos sacaron la mano del pupitre, y

el presidente de pronto se echó a llorar.—Mis queridos compañeros y amigos —repitió

el viejo Quesero—, ya sabéis la suerte que he tenido.He pasado tantos años bajo este techo —toda mi vidahasta el momento, podría decir— que espero que oshayáis alegrado por mí. Jamás podría disfrutar de mifortuna sin felicitaros también a vosotros. Si algunavez no nos hemos entendido, os ruego, queridosmuchachos, que nos perdonemos y lo olvidemos.Siento un gran cariño por vosotros, y estoy seguro deque me correspondéis. Con el corazón repleto degratitud, quisiera estrechar la mano de cada uno devosotros. He vuelto para hacerlo, si os parece bien,mis queridos muchachos.

Como el presidente se había puesto a llorar,varios muchachos siguieron su ejemplo; pero cuandoel viejo Quesero se dirigió a él por ser el alumnomás antiguo, le puso la mano cariñosamente en elhombro y respetó su derecho, el presidente dijo:

—No lo merezco, señor; a decir verdad, no lomerezco.

No se oyeron más que sollozos y llantos en elcolegio. Todos los muchachos exclamaron que no lo

merecían de un modo muy similar; pero el viejoQuesero, haciendo caso omiso, se acercóalegremente a todos los alumnos, y después saludó atodos los profesores, dejando al reverendo para elfinal.

Entonces un chiquillo que gimoteaba en un rincón,y que estaba siempre castigado, gritó con voz aguda:

—¡Viva el viejo Quesero! ¡Hurra!El reverendo lo miró encolerizado.—El señor Quesero —le corrigió.Pero el viejo Quesero declaró que le gustaba

mucho más su antiguo nombre, y todos los muchachosse unieron a los vítores; y, durante no sé cuántosminutos, se oyó un gran estruendo de pies y manos ylos mayores rugidos aclamando al viejo Quesero.

Después les esperaba un auténtico festín en elcomedor. Aves de corral, lenguas, confituras, frutas,gelatinas, dulces, negus[7], templos de azúcar cande,chucherías, galletas… —comed lo que podáis yguardad en el bolsillo lo que os guste— y todo aexpensas del viejo Quesero. Luego hubo discursos,un día entero de vacaciones, toda clase de juegosrepetidos dos y tres veces, burros, pequeñoscarruajes tirados por ponis para conducir, cena paratodos los profesores en Las Siete Campanas (veintelibras por cabeza, según calcularon los alumnos), una

fiesta anual fijada para esa fecha, y otra el día delcumpleaños del viejo Quesero —el reverendo tuvoque acceder delante de todos para que nunca pudieraecharse atrás— y todo costeado por el viejoQuesero.

Y los alumnos ¿no fueron en masa a vitorearlo enla puerta de Las Siete Campanas? ¡Oh, no!

Pero falta algo más. No miréis al siguientenarrador porque no he terminado. Al día siguiente, laSociedad decidió hacer las paces con Jane ydisolverse luego. Pero ¡Jane se había ido!

—¿Qué? ¿Que se ha ido para siempre? —preguntaron los alumnos con caras largas.

—Por supuesto —fue la única respuesta queobtuvieron.

Y nadie les dio más explicaciones. Finalmente, elalumno más antiguo se encargó de preguntar alreverendo si era cierto que nuestra vieja amiga Janese había ido. El reverendo (que tiene una hija encasa, pelirroja y de nariz respingona) contestógravemente:

—Sí, señor, la señorita Pitt se ha ido.¡Mira que llamar a Jane señorita Pitt! Algunos

dijeron que la habían despedido por quedarse condinero del viejo Quesero; y otros que había entrado aservir en casa del viejo Quesero por diez libras al

año. Lo único que nuestros compañeros sabían es quese había marchado.

Dos o tres meses después, una tarde, un carruajedescapotable se paró en el campo de cricket, justodetrás del muro, con una dama y un caballero en suinterior, que pasaron mucho tiempo en pie viendo elpartido. Nadie se fijó en ellos, hasta que el chiquilloque estaba siempre castigado abandonó, en contra delreglamento, su puesto de vigilancia y dijo:

—¡Es Jane!Los once jugadores de cada equipo olvidaron

inmediatamente el partido, y corrieron a aglomerarsealrededor del carruaje. ¡Era Jane! ¡Y menudosombrero llevaba! Y ¿podéis creer que se habíacasado con el viejo Quesero?

No tardó en ser muy normal que, estando nuestroscompañeros en mitad de un partido, vieran uncarruaje detrás de la parte baja del muro, justo antesde la parte alta, con una dama y un caballero mirandopor encima. El caballero era siempre el viejoQuesero, y la dama era siempre Jane.

La primera vez que los vi fue de ese modo. Habíahabido muchos cambios entre nuestros compañerosde aquella época, y ¡resultó que el padre de BobTarter no nadaba en la abundancia! No tenía nada.Bob se hizo soldado, y el viejo Quesero compró su

licencia. Pero lo del carruaje seguía igual. Elcarruaje se paraba, y los muchachos dejaban de jugarnada más verlo.

—Así que, después de todo, nunca mecondenasteis al ostracismo —dijo la dama, riendo,cuando los niños se encaramaron al muro paraestrecharle la mano—. ¿Seguro que no lo haréisnunca?

—¡Nunca, nunca! —gritaron por doquier.En aquel momento yo no entendí sus palabras,

aunque ahora por supuesto que sí. Pero me encantó surostro, y lo amable que era, y no pude evitar mirarla—y al viejo Quesero también— cuando losmuchachos nos apiñamos felices a su alrededor.

Enseguida se dieron cuenta de que yo era unalumno nuevo, así que también me encaramé al muroy les estreché la mano como los demás. Me alegré deverlos tanto como mis compañeros, y en un instanteme pareció conocerlos de siempre.

—Solo faltan quince días para las vacaciones —dijo el viejo Quesero—. ¿Quién se queda? ¿Algunode vosotros?

Muchos dedos me señalaron, y muchas vocesgritaron:

—¡Él!Pues era el año en que estabais fuera del país; y

os aseguro que me sentía muy desgraciado.—¡Oh! —dijo el viejo Quesero—. Pero este

lugar es tan solitario en vacaciones… Será mejor quevenga a casa.

Así que fui a su preciosa casa, y no pude ser másfeliz. Los dos saben cómo tratar a los niños, ¡ya locreo! Cuando te llevan al teatro, por ejemplo, tellevan de veras. No llegan cuando ya ha empezado, nisalen antes de que termine. Y también saben cómoeducar a un niño. ¡Mirad al suyo! Aunque todavía seamuy pequeño, ¡qué maravilloso es! Bueno, despuésde la señora Quesero y del viejo Quesero mipreferido es su hijo.

Y ya os he contado lo que sé del viejo Quesero.Aunque no sea mucho, me temo, ¿verdad?

V

EL CUENTO DE NADIE

ivía a orillas de un río caudaloso, ancho yprofundo, que corría siempre silencioso e iba a parara un océano inmenso e ignoto. Existía desde queempezó el mundo. Había cambiado a veces su curso,y abierto nuevos cauces, dejando los antiguos secos ybaldíos; pero su fluir jamás se había detenido, ni loharía hasta el final de los tiempos. Nada podíaavanzar en contra de su caudal impetuoso einsondable. Ningún ser vivo, ninguna flor, ningunahoja, ninguna partícula animada o inanimadadesviaba su rumbo jamás del océano ignoto. Lacorriente del río era implacable con ellos; y nunca sedetenía, al igual que la tierra mientras gira alrededordel sol.

Vivía en un lugar muy concurrido, y trabajabaduramente para salir adelante. No tenía esperanzas dellegar a ser tan rico como para vivir un mes sintrabajar así, pero bien sabe Dios que se sentía muysatisfecho de trabajar con tan buen ánimo. Era

miembro de una familia muy numerosa, en la quehijos e hijas se ganaban el pan trabajando todos losdías, desde que se levantaban al alba hasta que seacostaban por la noche. Aquél era su destino, y noaspiraba a nada más.

Había demasiados tambores, trompetas ydiscursos en el lugar donde vivía; pero él noparticipaba en ellos. Todo aquel estruendo y alborotolo organizaba la familia Peces Gordos, cuyoincomprensible proceder le llenaba de asombro. Susmiembros erigían las estatuas más extrañas, dehierro, mármol, bronce y latón, delante de su puerta;y ensombrecían su casa con las patas y las colas deunas toscas figuras de caballos. Él se preguntaba quésentido tendrían, sonreía con su aire socarrón yseguía trabajando como una mula.

La familia Peces Gordos (a la que pertenecían losmás distinguidos del lugar, y los más ruidosos) seencargaba de que no tuviera que molestarse en pensarpor sí mismo, y dirigía su vida y sus asuntos.

—Bueno, la verdad es que tengo muy pocotiempo —les decía— y, si tienen la amabilidad deocuparse de mí a cambio del dinero que pago(porque la familia Peces Gordos no menospreciabasu dinero), me quitarán un peso de encima y estarémuy agradecido, teniendo en cuenta que ustedes

saben más.De ahí el tamborileo, el trompeteo y los

discursos, así como las feas estatuas de caballos antelas que, en teoría, debía arrodillarse.

—No entiendo qué significa esto —decía,frotándose las arrugas de la frente con aire confuso—. Pero quizá tenga un sentido que escapa a micomprensión.

—Significa —contestaba la familia PecesGordos, recelosa de sus palabras— la mayor honra yensalzamiento de las personas de mérito.

—¡Ah! —exclamaba él. Y le alegraba saberlo.Pero, cuando miraba entre las estatuas de hierro,

mármol, bronce y latón, no podía encontrar a ningúnpaisano suyo meritorio, en otro tiempo hijo de uncomerciante de lana de Warwickshire, o a un sololugareño de esa clase. No podía encontrar a ningunode los hombres cuyos conocimientos les hubieransalvado a él y a sus hijos de enfermedades terribles yque causaban deformidades, cuyo valor hubieraacabado con la condición de siervos de susantepasados, cuya imaginación sagaz hubieracambiado y mejorado la existencia de los máshumildes, cuyo talento hubiera enriquecido el mundode los trabajadores con innúmeras maravillas. Por elcontrario, encontraba otros de los que no sabía nada

bueno, e incluso otros de los que sabía muchas cosasmalas.

—¡Bah! —exclamaba—. No entiendo nada.Así que volvía a casa, y se sentaba al amor de la

lumbre para olvidarlo. Su hogar apenas teníamuebles, y estaba rodeado de calles ennegrecidas;pero era un lugar muy preciado para él. Las manos desu mujer estaban endurecidas por el trabajo, y habíaenvejecido antes de tiempo; pero él la quería. En sushijos, que no podían criarse bien, se veían las huellasde la mala alimentación; pero a él le parecíanhermosos. Por encima de todo, el alma de estehombre deseaba que sus hijos tuvieran unaeducación.

—Si algunas veces me equivoco —decía él—por ignorancia, que al menos tengan más criterio queyo y no cometan los mismos errores. Es muy duropara mí recoger la cosecha del placer y la instrucciónque almacenan los libros. ¡Que sea más fácil paraellos!

Pero los Peces Gordos se enzarzaron en violentasdiscusiones familiares sobre lo que era lícito enseñara los hijos de este hombre. Algunos de sus miembrosinsistieron en que lo más importante y necesario eratal cosa; y los demás insistieron en que lo era tal otra;y los Peces Gordos, divididos en facciones,

escribieron panfletos, celebraron asambleas,formularon acusaciones, pronunciaron solemnesdiscursos y peroratas de todo género; se llevaronunos a otros a los tribunales de justicia y a lostribunales eclesiásticos; se cubrieron de insultos, sedieron palizas, y se cogieron una inquina tremenda eincomprensible. Entretanto, ese hombre, en el brevetiempo que pasaba por las noches al amor de lalumbre, veía cómo el demonio de la Ignorancia seadueñaba de sus hijos. Vio a su hija convertida enuna sucia bestia de carga; vio cómo su hijorestregaba el camino de la mezquina sensualidad,hasta caer en la brutalidad y el crimen; vio cómo laluz de inteligencia que empezaba a brillar en los ojosde sus pequeños se trasformaba en tanta desconfianzay mala fe que casi habría preferido que fueranidiotas.

—Tampoco lo entiendo —decía—; pero no creoque esté bien. ¡No! ¡Clama al cielo semejanteinjusticia!

Recobrando la calma de nuevo (pues suvehemencia no solía durar mucho, y era apacible pornaturaleza), echaba un vistazo a su alrededordomingos y festivos, y veía que tanto tedio y desidiaempujaban a la gente a emborracharse, con todos losmales que esto conlleva. Entonces apeló a los Peces

Gordos:—Somos trabajadores, y empiezo a sospechar

que los trabajadores, sea cual sea su condición,fueron creados —por un intelecto mayor que elvuestro, a mi humilde entender— con la necesidad dealimentar su espíritu y tener alguna distracción.Mirad en lo que caemos cuando esto nos falta.¡Vamos! ¡Entretenedme de un modo inofensivo,enseñadme algo, dadme alguna salida!

Pero entonces se produjo entre los Peces Gordosun revuelo completamente ensordecedor. Cuando seoyeron unas pocas voces que proponían mostrarle lasmaravillas del mundo, la grandeza de la creación, lospoderosos cambios del tiempo, el funcionamiento dela naturaleza y la belleza del arte —mostrarle esascosas, es decir, en cualquier momento de su vida enque tuviera ocasión de verlas—, los Peces Gordosgritaron de tal modo e hicieron tantas declaraciones,tantos sermones y tantas demandas, fueron tanincoherentes y conmemorativos, tan insultantes yofensivos, desencadenaron tal cascada de preguntasparlamentarias y débiles repuestas —en las que el«no me atrevo» secundaba al «lo haría»— que elpobre hombre se quedó horrorizado, con ojos y carade espanto.

—¿He ocasionado todo esto —decía— con lo

que no era más que una pregunta inocente, que surgíatan solo de mi experiencia familiar, y del sentidocomún de cualquier hombre que decide abrir losojos? Ni lo entiendo, ni los demás me entienden a mí.¿Qué ocurrirá si las cosas siguen así?

Estaba inclinado, trabajando y repitiéndose esapregunta, cuando empezó a divulgarse la noticia deque se había extendido una epidemia de peste entrelos trabajadores, que estaban muriendo comochinches. Cuando fue a comprobarlo, vio que eracierto. Los moribundos y los muertos se hacinaban enlas casas sucias y sin ventilar donde transcurría suvida. El aire siempre contaminado y nauseabundodestilaba un nuevo veneno. El fuerte y el débil, elanciano y el niño, el padre y la madre: todos caíanfulminados.

¿Qué posibilidades tenía de huir? Se quedódonde estaba, y vio morir a sus familiares y amigos.Un bondadoso predicador se le acercó, y habríarezado algunas plegarias para mitigar ladesesperanza de su corazón, pero él le dijo:

—¿De qué sirve, padre, que se acerque a mí, unhombre condenado a vivir en este lugar hediondo,donde cada uno de los sentidos que se me hanotorgado para deleitarme se convierte en un suplicio,y donde cada minuto de mis contados días añade más

fango al cenagal bajo el que me ahogo? Pero déjemevislumbrar por primera vez el Cielo con un poco desu aire y de su luz; deme agua pura; ayúdeme a estarlimpio; aligere esta atmósfera tan cargada y esta vidatan opresiva, en la que nuestros espíritus se hunden ynosotros nos convertimos en las criaturas indiferentesy encallecidas que usted encuentra tan a menudo;saque con delicadeza y cariño los cuerpos denuestros muertos de los cuchitriles donde noscriamos hasta familiarizarnos tanto con el terribletránsito que incluso Su santidad se desvanece; y,Maestro, ¡entonces le escucharé hablar —nadie sabemejor que usted con cuántas ganas— de Aquél quetanto pensó en los pobres y tanto se compadeció delsufrimiento humano!

Había vuelto al trabajo, triste y solitario, cuandollegó el patrón vestido de negro. También él habíasufrido mucho. Su joven mujer, su bella y bondadosamujer, había muerto; y también su único hijo.

—Sé que es difícil de sobrellevar, patrón, perotiene que animarse. ¡Ojalá pudiera consolarlo!

El patrón le dio las gracias con el corazón, perodijo:

—¡Ay de vosotros, los trabajadores! Estaepidemia empezó entre vosotros. Si hubierais vividode una forma más decente y saludable, hoy no sería

un hombre viudo y desolado.—Patrón —respondió su interlocutor, moviendo

la cabeza—, he empezado a entender que la mayorparte de las calamidades son culpa nuestra, como lapeste, y que ninguna se detendrá en nuestra humildepuerta hasta que no nos unamos con esa importantefamilia que anda siempre a la greña, a fin de hacerlas cosas que son justas. No podemos vivir de unaforma más decente y saludable si nuestros dirigentesno nos proporcionan los medios. No podemosaprender si no nos enseñan; no podemos divertimosracionalmente si no nos entretienen; no podemostener más que nuestros propios dioses falsos mientrasellos llenen con los suyos todos los lugares públicos.Las consecuencias funestas de una enseñanzadeficiente, las consecuencias funestas de un abandonopernicioso, las consecuencias funestas de unarestricción contra natura y de una negación de losplaceres que humanizan a la gente serán culpanuestra, y ninguna de ellas se contentará con nosotros.Se extenderán por todas partes. Siempre lo hacen;siempre lo han hecho, como la peste. Al fin creoentender tantas cosas…

Pero su patrón volvió a exclamar:—¡Ay de vosotros, los trabajadores! ¡Rara vez

tenemos noticias vuestras que sean buenas!

—Patrón —respondió él—, me llamo Nadie, y noes probable que tenga noticias mías (ni interés entenerlas, tal vez) que sean buenas. Pero éstas niempiezan ni terminan nunca conmigo. Tan infaliblescomo la muerte, caen sobre mí y luego vuelven aelevarse.

Había tanta verdad en sus palabras que la familiaPeces Gordos, al enterarse de ellas, y terriblementeasustada por la reciente epidemia, decidió unirse conél para hacer las cosas que eran justas; en todo caso,las directamente relacionadas —lo que es humano—con la prevención de otra epidemia de peste. Pero, encuanto se les pasó el miedo, algo que empezó aocurrir enseguida, volvieron a enemistarse unos conotros, y no hicieron nada. Y así la maldición aparecióde nuevo —entre los más humildes, como antaño— yse extendió vengativamente hacia arriba, comoantaño, causando la muerte de gran número dealborotadores. Pero ningún hombre admitió jamás, sies que llegó a percibirlo, haber tenido algo que ver.

Así que Nadie vivió y murió como se había hechodesde los viejos, viejísimos tiempos; y éste es, enlíneas generales, el cuento de Nadie.

¿Acaso no tenía nombre, me preguntaréis? Esposible que fuera Legión. ¿Qué más da cómo sellamara? Para nosotros será Legión.

Si habéis visitado alguna vez los pueblos belgasmás cercanos al campo de batalla de Waterloo,habréis visto en alguna iglesia pequeña y silenciosaun monumento erigido por sus leales compañeros dearmas a la memoria del coronel A., del comandanteB., de los capitanes C., D. y E., de los tenientes F. yG., de los alféreces H., I. y J., de siete suboficiales yde ciento treinta soldados rasos, que cayeroncumpliendo con su deber aquel día memorable. Elcuento de Nadie es el cuento de los soldados rasosde la tierra. Participan en la batalla; una parte de lavictoria es suya; caen; y solo dejan su nombre entrela multitud. Nuestra marcha, la de los más orgullososlleva al camino polvoriento por el que ellos avanzan.¡Ay! Acordémonos de ellos este año al calor delfuego navideño, y no los olvidemos cuando éste seextinga.

CHARLES DICKENS, nació en Portsmouth en 1812,aunque pasó la mayor parte de su infancia en Londresy Kent. No empieza a acudir al colegio hasta losnueve años. Tras el encarcelamiento de su padre porel impago de deudas, su familia se traslada a lacárcel, ya que la legislación de la época permitía quelos familiares compartieran la celda del moroso. Eljoven Dickens se ve obligado entonces a trabajarcomo operario en una factoría de betún para zapatosbajo duras condiciones laborales. Con el dinero queganaba pagaba su propio hospedaje y ayudaba a sufamilia. Tras una formación prácticamenteautodidacta, consiguió un puesto como secretario de

un abogado en 1827, y poco después se convirtió encronista parlamentario. Gracias a este oficio pudopublicar en 1833 su primera obra, Esbozos, bajo elseudónimo de Boz. En esta línea continuópublicando, hasta que su obra Los papeles póstumosdel Club Pickwick lo convirtió en un autor aclamadomundialmente. Que la mayoría de su obra fuerapublicada en entregas periódicas le daría granpopularidad e influencia entre el público inglés.Viajó por Europa y Estados Unidos, donde era muyconocido, aunque tras la crítica que realiza delNuevo Mundo en su novela Martin Chuzzlewit, se verechazado por la sociedad norteamericana. Entre susobras más célebres se encuentran Oliver Twist,Canción de Navidad y, sobre todo, DavidCopperfield, del que vendería en poco tiempo más de100 000 ejemplares y que resume de modo magistralsus penurias infantiles. En el ámbito personal disfrutóde un fecundo matrimonio que le aportó diez hijospero que finalmente se vio perturbado por lasrelaciones extramatrimoniales que Dickens manteníacon una actriz de teatro. Hombre enérgico ycomprometido, compaginó su extensa labor literariacon otros campos de la cultura tales como ladramaturgia y la edición (fue fundador del semanarioHousehold Words, donde publicaría por entregas dos

de sus obras más conocidas, Casa desolada yTiempos difíciles). Administró diversas asociacionescaritativas y luchó por conseguir reformas socialesque favorecieran a las clases obreras, así como porla abolición de la esclavitud en Estados Unidos.Murió en Gadshill Place, el 9 de junio de 1870, trassufrir una apoplejía. Fue incinerado, y sus restosreposan en la Esquina de los Poetas de la Abadía deWestminster.

Notas

[1] Parte más antigua de la ciudad. En la actualidad, elcentro financiero de Londres. [Esta nota, como lassiguientes, es de la traductora.] <<

[2] Columna dórica de 61 metros de altura erigida enla City de Londres, entre 1671 y 1677, paraconmemorar el gran incendio de 1666. <<

[3] À la mode. <<

[4] Se refiere al Hampstead Heath, una zona verde de320 hectáreas a solo seis kilómetros de TrafalgarSquare. <<

[5] Valentín y Orson: leyenda del ciclo carolingiosobre dos hermanos gemelos. <<

[6] Julio César, de William Shakespeare, acto IV,escena II: «Antes me acuñaría el corazón… y sacaríadracmas de mi sangre» (traducción de Ángel LuisPujante, Espasa Calpe, Madrid, 2001). <<

[7] Bebida caliente con oporto o jerez, agua y azúcar.<<