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1 de enero

Ha amanecido lento y gris este primer día del año. Sólo rompían el silencio algunas voces tristes

y nocturnas. He levantado el cuello de la gabardina hasta las orejas y he salido a la calle para

presentarme al 2013. Soy Ana, común, Gómez, común hasta el bostezo; hija única, 29 años, li-

cenciada en Periodismo, parada. Común, común, común. Comparto piso en Madrid, tengo el

pelo castaño, soy de estatura media, me gustan los bocadillos de chocolate con mantequilla. He

dejado de votar al PSOE como miles de comunes y leo las noticias en internet.

A veces me pinto los labios de rojo y a veces me voy a la cama con alguien, pero una circunstan-

cia no suele coincidir con la otra. Leo, veo series americanas y compro plantas, aunque pocas

veces sobreviven a mis manías. Nací en Santander, me acomplejan mis caderas y mi nariz y por

la noche me siento sola y malvada. Común y torpe. Uso una crema hidratante antes de acostar-

me y otra al levantarme. Fumo, pero no mientras camino, me senté en la Plaza el 15M, rodeé el

Congreso el 25S e hice huelga el 14N. No me muerdo las uñas, casi nunca sé qué hacer con las

manos y este puede ser el último 1 de enero de mi vida. Pero eso no lo he sabido hasta que no he

vuelto a casa.

Mis compañeros María y Antón han ido a pasar las fiestas con sus familias y yo he podido poner

música tranquilamente mientras preparaba té.

A través de la galería sin cortinas se han colado el viento y la luz imprecisa y he recordado la sen-

sación que tuve anoche cuando salí por la puerta de la discoteca anudándome a la cintura una

gabardina que alguien había abandonado. Durante ocho horas vi entrar a personas con brillo en

el pelo, en el vestido y en las uñas y las vi salir desdibujadas y solas. Gané 53,23 euros en propinas

y me quedé parada en la calle con la sensación de haber sido estafada.

Estafada por mi jefe, un chulo anaranjado con los dientes blancos, que me explicó por qué era

mejor no firmar un contrato, estafada por la chica a la que sustituí, que se saca “unos 80 euros,

depende de lo simpática que seas, ya sabes nena” y estafada por la encargada que me sugirió

que me comprase unos zapatos nuevos para ajustarme a la imagen de su local de mierda. Me

siento engañada por quienes dicen que es todo por mi bien pero no me preguntan, por quienes

me hicieron creer que lo que habíamos conseguido no lo íbamos a perder jamás y por los que no

ven alternativas. Por los que se quedan con mi dinero y se hacen fotos en restaurantes de dos te-

nedores con la cara roja de pura avaricia junto a malhechores y bandidos, por los Montoros y los

Montis, por los que manipulan, los que van al Congreso a pasar un buen rato y por los Ratos. Me

han mentido esos y esas que sonríen delante de los ahorradores atracados por banqueros, esos

y esas besamanos con mantilla, esos y esas que dan trabajo a sus inútiles, esos y esas patriar-

quistas. Los que cazan animales adormilados, se compran medios para hacer la guerra y hacen

la guerra junto a los malos.

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Y tuve ganas de gritar, llorar y golpear. Pero por la tarde, con el habitual acompañamiento de la

calle tras el cristal y un cigarro, me he sentido mejor. He preparado un bocadillo con pollo frío,

lechuga, cebolla y mostaza, me he acomodado en el sofá con una manta y he buscado la marca

en mi libro. Al abrirlo por la página 56 he sentido un frío pesado en el cuello y la cara y he tenido

que apretar la manta para entender que ésta es mi realidad.

Una realidad que quiero contar a muchos o pocos, eso no importa, por lo que pueda pasar en este

2013.

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DoblecesLa luz es débil frente al ordenador y el humo del té trepa hacia la bombilla formando dibujos de

terciopelo azul. Ayer llegaron mis compañeros y ahora puedo escuchar su acompañamiento de

televisión y cocina rápida mientras leo las últimas noticias.

El ministro de Defensa, Pedro Morenés, agradece que los militares no atiendan a provocaciones

absurdas y no puedo evitar recordar a la pluriempleada Dolores de Cospedal tachando a los in-

dignados de golpistas el 25 de septiembre en esta España de las dobleces, de la memoria histó-

rica como arma y no como consuelo, del 23F siempre en la puntita de la lengua y de ese patético

Tejero en bermudas dando el pie a Morenés, al denunciar al president Artur Mas por provocar.

La realidad vuelve a su ritmo de tango perverso, pero los días después de ese 1 de enero fueron

solitarios e inquietos tras la melodramática advertencia de muerte encontrada en las páginas de

uno de mis libros preferidos. Finalmente la rutina ganó terreno a la superstición. Seguí buscando

trabajo en la red, preparé espaguetis con mojama casera, ajo y almendra, me puse una mascari-

lla de chocolate y busqué manchas en mi cara durante 20 minutos. Abandoné mi libro por miedo

a las sombras que contenía y me dejé conquistar por los feroces Relatos de lo inesperado de

Roald Dahl, fui testigo y parte de ese histerismo navideño de gran superficie con el suelo pulido

y descubrí maravillada que las venas del dorso de las manos son diferentes entre ellas. Compré

un regalo para Noa, la hija de mi prima.

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Sin embargo, las sombras volvieron a perseguirme la madrugada del día de Reyes.

El día 5 leía el Huffington Post cuando recibí la llamada de la encargada de la discoteca. Quería

que volviese a trabajar en su guardarropa sin contrato, sin sueldo y sin amor propio. Después de

considerar la situación entendí que era mejor hacerme con alguna propina condescendiente que

gastar luz en casa, así que cogí mi libro, me puse los tacones nuevos y un abrigo viejo y salí de

casa.

En la calle las hojas muertas me revolvían el pelo. Comprendí que en estas fechas es más fácil re-

conocer esa España duplicada, la de las luces y la suburbana. La de esa falsa mayoría silenciosa,

dócil como a ellos les gusta, para moldear a su antojo.

Ya en la discoteca, ocupé mi puesto guardián, mientras al otro lado de las pesadas cortinas so-

naba alegre y confusa la melodía de una trompeta. Un tipo trajeado entró en la sala dejando tres

euros en el bote y llevando consigo su gabardina al hombro. Lo vi varias veces más. No habló,

pero se preocupó por no pasar desapercibido delante de mi mostrador. Después de unas horas

recogiendo abrigos y ofreciendo una sonrisa, un trozo de roscón manoseado y una corona de

cartón pude concentrarme en mi libro. Tanto que no vi llegar al dueño del local, ese empresario

hipócrita con su condición de bruto de patio de colegio, hasta que su silueta amenazó a las letras

como en unos dibujos animados facilones.

- La chica que ocupaba tu puesto ha desaparecido, así que si te portas bien seguirás con noso-

tros. Pero no te relajes. Trabaja como si este fuese tu último año.

Su mirada fue gélida y me persiguió hasta casa. Probablemente no iría más allá de una ridícula

amenaza empresarial, pero debía averiguar qué había sucedido con la anterior chica del perche-

ro. Ayer la llamé y no contestó. Hoy he intentado ponerme en contacto con ella de nuevo, pero

tampoco hubo respuesta. Su número ha sido dado de baja.

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La chica de Hopper

Fue el domingo de madrugada. Llegué a la cafetería y me quedé de pie mirándola unos segun-

dos. En la calle la niebla amenazaba a los insomnes y al entrar en aquel local con olor a lejía noté

un calor violento en las mejillas. Ella no me vio y no pareció oírme, aunque la puerta tenía colga-

das unas escandalosas campanitas. Estaba encorvada sobre su taza de café, pálida por respeto a

la situación. Rita. La chica de Hopper.

Unos días antes había vuelto de la casa de su familia a las afueras de Bilbao y la había ido a reco-

ger a la estación de Chamartín. Nos abrazamos en el andén y nos fuimos a comer a mi casa. Mi

compañera María había quedado, pero Antón había comprado vino y había preparado masa de

pizza. La cubrimos con tomate seco, espinacas y un queso Idiazabal que traía Rita entre la ropa

de la maleta. Nos llenamos las copas, nos sentamos alrededor de la mesa y bebimos. Mi com-

pañero ya conocía parte de la extraña historia de la nota y me miraba divertido mientras ponía

al día a Rita. Le hablé del nuevo trabajo, le enseñé esa amenaza encontrada entre las páginas

de mi libro y le expliqué que no conseguía ponerme en contacto con la anterior encargada del

guardarropa.

Ya habíamos abierto la segunda botella y Rita tenía la misma sonrisa de polichinela que Antón

en el medio de la cara, así que seguimos comiendo, bebiendo y charlando, con la luz del sol de

tarde acariciándonos el cuello, y conseguimos que olvidara unos problemas que ni siquiera sabía

si tenía.

Cuando se marchó llevaba consigo la gabardina que habían abandonado en la discoteca para re-

matar el disfraz que llevaría a la fiesta “Una partida de canasta y un té en el club” que celebraba

su amigoamanteenemigoydenuevoamigo por su cumpleaños.

El sábado era el tercer día consecutivo que trabajaba. Empezaba a notar un murmullo sobre mi

cabeza y un calor impaciente en la mirada.

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Los únicos contactos dignos de mención los mantenía con el tipo trajeado y silencioso, que se

aparecía frente a mí con la sonrisa y el abrigo siempre puestos, y con mi jefe. Me repugnaba cada

minuto, pero había descubierto que la letra con la que estaba escrita la nota no era suya y que su

inteligencia era más bien limitada.

Dos o tres veces por noche se acercaba a mí y me deleitaba con alguna de sus observaciones

poco afortunadas, generalmente relacionadas con las mujeres. Inmediatamente lo imaginaba

en el colegio, antes de haber empezado a broncearse, ridículo y torpe tratando de besar a una

chica más alta, más lista y más cruel. Después se marchaba, satisfecho por haber ilustrado a una

criatura supletoria como yo.

Así que había empezado a relajarme, hasta que Rita me envió un mensaje citándome en la cafe-

tería junto a la discoteca. Y allí estaba sola de madrugada, la chica de Hopper.

El camarero limpiaba tazas y escuchaba el informativo matinal, que anunciaba una nueva marea

blanca por las calles de Madrid y sentí no poder sumarme a su paso valiente en defensa de la me-

jor salud para todos, para los que no pueden pagar un euro por cada uno de sus medicamentos,

para los que necesitan coger una ambulancia a diario, para los que tienen una urgencia fuera del

horario de oficina e incluso para los Juan José Güemes, que privatizan laboratorios en hospitales

públicos desde la Comunidad para mullirse el sillón de su despacho en la concesionaria del ser-

vicio.

Me acerqué a la mesa en la que estaba sentada mi amiga. Llevaba la gabardina que le había pres-

tado y tenía un lunar pintado en la cara. Cuando me senté frente a ella no me habló, sólo sacó

una nota del bolsillo y la deslizó sobre el mármol hasta ponerla frente a mí.

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La única respuesta

Rita y yo nos despedimos cuando la mañana ya había congelado el cemento azul de las calles,

después de hablar durante horas de esa nueva nota. Resultaba evidente que estaba escrita por

una mujer segura de que aquel iba a ser su último día, la misma que había escrito la que encontré

el 1 de enero confundida con las páginas de mi libro. Con un té y una tostada de queso provolone

y mermelada de aceitunas verdes delante decidimos que no pretendía amenazarme, sino alertar-

me. Pero, ¿de qué? Era necesario averiguar de quién había sido esa gabardina y yo creía conocer

la respuesta. Pagué con la mitad de mis propinas de la noche y dejé descansar a mi amiga.

Pasé unos días como en esas películas en las que se resume un año entero de sol, nieve y tristeza

en una sola canción. Distraída con enigmas irreales, testigo de una actualidad podrida, cronista,

ajena a mi propia urgencia de monedas de todos los tamaños para llegar a final de mes, paseante,

amiga de teclado y abreviaturas. Y el jueves empecé a buscar respuestas.

Dejé la gabardina en una percha a la vista de todos los que entraban en la discoteca, pero nadie la

reclamó. Laura, la encargada del local tampoco quiso contestar a mis preguntas sobre la prenda

o sobre la chica que ocupaba mi puesto. Cada vez que intentaba hablar con ella encontraba algo

mejor que hacer y con alguien mejor, sin duda.

Me fui a casa desanimada y el viernes le hablé a Rita de mis nulos avances. Fuimos juntas a la calle

Génova a buscar identidad, a compartir la indignación de muchos, de casi todos, por esos nuevos

manejos tan viejos como el fabricante de la gomina de los caudillos del PP. Por ese esquiador

Luis Bárcenas, habitual en las pistas de Suiza, amigo del omnipresente Francisco Correa, que

comparte bigote con un tal bigotes, que no merece la mayúscula de mi máquina, pero al que ese

apretado Francisco Camps quiere un huevo.

Trabajé durante todo el fin de semana en silencio, tocada, no hundida, por quienes pretenden

que seamos nosotros los que debilitamos al país mientras se tapan la nariz para no oler el dinero

descompuesto que pasa por delante de su despacho presidencial.

Y el domingo por fin conseguí algo. En la calle la oscuridad intensificaba el sonido del tráfico y mi

compañera María y yo veíamos concursos en la televisión cuando sonó mi móvil.

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Era él, siempre con su abrigo y su sonrisa frente a mi guardarropa. No supe qué hacer, qué escri-

bir, mientras él me hablaba de su trabajo en un despacho cercano a la discoteca, multinacional,

eminente y ruin. Y de mí, en aquel cuchitril, tan fuera de lugar con mi libro, como si me hubiese

conocido siempre.

Y sólo pude enfadarme con esa encargada bocazas que iba repartiendo mis datos, mientras me

evitaba.

Ayer volvió a escribirme, el chico del traje sin su traje.

.

Y entonces me di cuenta, él puede darme algunas de las respuestas que estoy buscando. Martín.

Ha sonado el timbre del teléfono de nuevo.

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29, no 31Se acaba un enero nada común, puede que el último para mí. Todo es igual en esta habitación

desde la que he escrito las últimas cinco semanas. Las imágenes escogidas para abrigar desde

sus marcos de escayola, el colgante que compramos en aquel anticuario de Barcelona, la mar-

garita que me regalaron, siempre buscando la luz del día, y un sari amarillo heredado, siempre

disimulándola. Pero todo ha cambiado a mi alrededor.

Durante estos 29 días he visto llover 19 veces, he echado de menos a mi familia 26 tardes re-

petidas y me he asomado 14 veces para oler los guisos y escuchar los ruidos enmoquetados en

las casas vecinas. He enviado 22 cartas de presentación a 27 empresas y he conocido al menos

5 nuevos nombres para viejos vicios. La crueldad del justo Alberto Ruiz Gallardón, la insensibi-

lidad de la empleadora Fátima Bañez, la codicia de una falsa Amy Martín, no dejes de leer su

nueva novela, la miseria incontrolada del Duque paleto, la demencia de esa Sor María que deja

un número indeterminado de huérfanos.

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He debatido 15 veces sobre la crisis, he recogido 4 cajones de mi escritorio, he preparado cuscús

con cebolla frita y canela y he caminado 20 kilómetros. He colgado 512 abrigos. He leído 4 libros

y 56 páginas de otro, he guardado 2 notas y 3 números de teléfono y he conocido a 1 persona

interesante.

He hablado con Martín todos los días desde aquel domingo y el jueves lo volví a ver en el ropero,

aunque parecía la primera vez. Antes no me había dado cuenta de que tiene una cicatriz en la

frente ni había escuchado su voz. Después de tres noches supe que tiene 30 años y que lleva 6

en Madrid, que estudió Psicología y que comparte piso con su hermano. Que es otro común con

el pelo oscuro y las manos en los bolsillos. Le gusta la palabra “grosero” y la fotografía y suele

tener los pies fríos. Sale por las noches, escucha música en el móvil y a veces pasea en bicicleta

por las mañanas.

Hace planes a principio de año, principio de mes, principio de semana y no los pone en práctica

casi nunca. Es zurdo y no vota. Todavía no he conseguido que me aclare nada y no he querido

contarle lo sucedido, pero hace sólo un minuto me ha dicho por teléfono que el jueves quiere

hablar conmigo fuera de la discoteca.

Se acaba este enero nada común, pero hoy es 29, no 31 y no sé qué puede pasar hasta entonces,

así que dentro de dos días os contaré más.

PrometoEl día ha amanecido inquieto, garabateado y manchado de amarillo, cargado de argumentos y

ha avanzado hasta alcanzar lo grotesco.

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He salido pronto de casa, pero cuando he llegado al Estar café, Martín ya me esperaba leyendo

El guardián entre el centeno delante de una cerveza. Pedí lo mismo. Sentada junto a él me sentí

torpe, charlando y bebiendo con fingida serenidad. Fue una tarde terapéutica, pero cuando nos

despedimos me explicó el verdadero motivo de nuestro encuentro.

Y me fui a la calle Génova para mostrar mi compromiso con esos que nos dirigen hacia el abismo.

Yo os prometo pedir perdón si me equivoco, si demostráis que no sois unos miserables indecen-tes, unos sucios tramposos, unos delincuentes y unos paletos arrogantes.

Prometo no volver a parar delante de vuestro edificio si me convencéis de que ninguno de los que ocupan sus despachos y almacenes, cuartitos, trasteros y archivadores con el humo de sus puros satisfechos está corrupto.

Prometo no despreciaros si os sometéis a una investigación digna y probáis que no habéis recibi-do dinero dentro de sobres, si señaláis a los que sí lo han hecho, porque los hay, si dais la cara y nos dejáis salir de este agujero que estáis cavando amablemente para hacer montañitas a las que subir a unos cuantos horteras de urbanización marbellí.

Prometo no perder los nervios si vosotros prometéis que no os voy a volver a ver reír durante una sesión del control, que vais a responder algo más que el habitual “y tú más”.

Prometo manifestarme con traje de cóctel para que no se os ocurra volver a decir que soy yo la que da mala imagen a este país, gobernado por patéticos bandidos.

Y prometo aplaudir la inevitable dimisión de ese presidente Mariano Rajoy, que ha resultado ser menos patán de lo que parecía, 25.200 euros menos patán cada año, pero igual de cobarde.

De camino a casa el frío me animó, pero ahora que voy a salir hacia la discoteca, las últimas pala-bras de Martín esta tarde vuelven a mi mente:

- De verdad, Ana, ten cuidado con ese jefe tuyo. Creo que oculta algo y tú me importas.

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DifuminadosEl jueves pasó y dediqué el resto del fin de semana a investigar a mi jefe y a tratar de evitarle

dentro de mi cárcel de abrigos, bufandas y bolsos.

- Déjalo estar-, me advirtió Martín por la noche-. Sólo ten cuidado. No me fio de él.

No conseguí sacarle ni un gesto más, pero no podía ni quería guardar ese enigma sin resolver, así

que busqué su nombre en internet en cuanto llegué a casa.

Encontré fotografías en las que aparecía abrazado a la encargada de la discoteca, ella subida en

unos patines rosas, él con su habitual vaquero oscuro encima de zapatos brillantes como el pe-

tróleo iraní. En otras se le veía con ejemplares de su misma especie poco evolucionada aunque

satisfecha con el resultado.

Había otra imagen en la que posaba con traje de rayas diplomáticas encima de un ring de boxeo.

Esta última ilustraba un reportaje sobre viejas glorias del deporte. En él hablaba de su infancia en

un pueblo marinero y de sus esfuerzos para salir adelante en un mundo realmente competitivo.

Llegó a conmoverme aquel chico que pudo haber sido.

También encontré una cuenta de Facebook y algunos artículos que lo relacionaban con eventos

y con locales en Madrid, Castellón y Murcia. En una ocasión montó una carpa con un socio local

para hacer una fiesta 24 horas y poco antes de que comenzase se habían echado atrás. Algunos

asistentes les habían denunciado y estaban a la espera de juicio. Además estaba siendo inves-

tigado como parte insignificante de un apestoso caso de corrupción administrativa. Ni siquiera

daba la impresión de que hubiese entendido en lo que se metía, aunque seguro que sí sabía con

quién. La ternura se había desvanecido por completo.

Sin embargo, no parecía seriamente perjudicial para la salud, sólo desleal, simple y rastrero, un

mendigo de los favores politiqueros más mediocres.

El domingo dormí unas cuantas horas y me fui al Rastro con Rita y Salva. Él ha leído el blog desde

el 1 de enero y prácticamente todo lo que escribo desde la primera clase de Géneros Periodísti-

cos. Una noche nos olvidamos de que somos amigos.

Sus hombros son rectangulares y cocina pan de azafrán siguiendo la receta de su abuela. Trabaja

en el gabinete de prensa de una compañía aérea, pero no viaja tanto como pensó que haría cuan-

do aceptó el trabajo.

El sol salió a mediodía y fuimos a la Plaza de San Andrés a guardarnos un poco para el resto del

invierno, difuminados entre muchos otros.

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Me sentía decepcionada por no haber podido encontrar la clave del misterio,

como ocurre en las películas de terror.

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Y allí estaba la clave. Salva leyó un artículo fechado tres años atrás en la pantalla de su móvil:

“Un hombre de 41 años con iniciales tal tal tal ha sido absuelto del cargo de homicidio en grado

de tentativa después de que su víctima, un joven de 23, haya retirado la denuncia contra él y se

haya negado a declarar en el juicio.

Los hechos sucedieron la noche del 21 de noviembre del pasado año en un garaje de la capital.

Las imágenes de las cámaras de seguridad muestran el enfrentamiento entre ambos, que se

produjo ante más de 20 personas que no intervinieron. Sin embargo, la baja calidad de la gra-

bación la ha invalidado como prueba. Tampoco se ha podido localizar a ninguno de los testigos

de la paliza.

La decisión del jurado popular ha conmocionado a los familiares del chico, que apuntan que

podría haber sido amenazado para obligarle a retirar la demanda…”

Mardi grasYa es carnaval, ya podemos quitarnos las máscaras y enseñar nuestras verdaderas debilidades.

Los monstruos salen de las sombras y desfilan al ritmo de satíricas trompetas entre humos de

cocina callejera a lo largo de la sincera Bourbon Street en Nueva Orleans.

Yo dejo que un cigarrillo se consuma delante de mi pantalla azul, preparada para volver a mi

puesto de observación, vestida como una de esas grandes mujeres que ejercieron el periodismo

desde masculinas chaquetas sastre, corbatas bicolor y tremendas gafas impersonales. Disfraza-

da de investigadora, rodeada de papeles y tazas de té con canela y limón vacías. Puro escenario

de cartón.

Internet se agotó después de aquel hallazgo y hasta el momento ni la exposición de la gabardina

abandonada ni mis vagos interrogatorios a la encargada de la discoteca han dado resultados.

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Las hemerotecas digitales son pantanos de información encriptada y la Federación de boxeo no responde a mis correos electrónicos. La búsqueda de esa chica desaparecida es un callejón sin salida y Martín no responde a mis mensajes.

No le vi en el ropero en todo el fin de semana y tengo la impresión de que hoy tampoco me acom-pañará. Me da la sensación de que cada persona que puede ayudarme a resolver este misterio desaparece de una forma descortés.

Y qué podemos hacer sin un opulento intermediario con ese Dios que nos han asignado, cómo vamos a salvar nuestras almas pecadoras, folladoras, doncarnales, pobres alimañas sin oficio y sin futuro. Gente terrenal, sumisa, viva, cordial, maligna, sucia, honesta, fea. Menos fea de lo que quieren, no tan fea como ellos son en realidad.

Le echo de menos en esta mascarada demente por calles iluminadas, a Martín, con su camiseta blanca y sin su chaqueta de traje. Calles en las que la perversión se levanta próspera, en las que no existen pecados, penitencias ni jueces libres, en las que dos, tres o noventa y ocho manejan unos hilos que cortan cabezas anónimas.

Pero necesito saber qué pasa a mi alrededor, porque puede que mi aliento tenga espías.

Me quito la máscara y soy una chica común intentando sobrevivir, sola, mirando las ventanas ilu-minadas de lo que parece el barrio francés, preguntándome quién ha matado a quién, a oscuras, sabiendo que mi malo se ha disfrazado de boxeador y que la Laura encargada de su antro se ha

vestido de bruja Morgana.

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Realidad y ficción y todo lo contrario

El comentario de Martín después de mi última publicación me abrió los ojos. Es injusto hablar de

la realidad de otros sin que lo sepan. Llegué a pensar que incluso lo es buscar aquello que se me

oculta de un jefe oscuro e indiferente, que quizá no tengo derecho a conocer.

Pasé dos días llamando por teléfono con un gran discurso preparado, pero nadie respondió al

otro lado. Así que el jueves, cuando le vi entrar en la discoteca con su traje y su sonrisa, fui incapaz

de sacar una sola palabra de mi garganta.

El fin de semana resultó tierno, una huida de mi celda de verdad oscura y estridente, y el lunes

seguí el consejo de Jesús, que respondió a mis dudas sobre este espacio, y busqué ayuda para

expresar lo que llevo dentro en Clara. Inventora, aventurera, guía.

Me encontré con ella en el Café Central, frente al taller de escritura creativa que dirige, y charla-

mos.

- Sé sincera con lo que escribes-, me dijo en un español noble-. No es necesario que cuentes la

verdad, sólo que creas lo que cuentas.

Y así empieza el primer relato sin título que leeré en clase el próximo jueves.

Pero como dije hace ya más de un mes y medio, tengo la necesidad de contar mi realidad. Una

parte absurda de esta opereta grotesca con sus habituales faranduleros, que hacen juegos de

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manos para distraernos y lloriquean mientras presentan Fondos de Viviendas nada Sociales, que

reinciden a diario en la omisión del deber de socorro, que se ríen de quien les pide ayuda, que

se acuestan con banqueros y se levantan con una bonita prima, que permiten que haya quien

muera de desesperación y soledad.

Esta mañana Laura me ha enviado un mensaje para trabajar en una fiesta privada. “O cuelgas

abrigos en casa del jefe o no vuelvas por la discoteca”, ha sido su cordial invitación. Todavía no le

he contestado, pero es evidente que no puedo quedarme en la cálida ficción, debo hacer frente

a una realidad amenazadora en la que no puedo involucrar a nadie. Pero necesito ayuda.

AzulFrente al mar de febrero todo vuelve a ser relativo. El azul recupera su profundidad cantábrica y

gana seguidores.

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Después de unos días agitados, el domingo cogí un tren y me planté en Santander exigiendo

abrazos atrasados, cervezas con gusto a sal y sardinas en tomate a la hora del informativo.

Nada ha cambiado en mi rincón del mundo, que tiene un hueco en esta ciudad, aunque nada

es igual después de unos cuantos otoños, algunas ausencias vitales y golpes de los que cuesta

recuperarse.

Sin embargo, el puerto tiene la misma luz y las terrazas mantienen la tortilla y la actualidad ca-

lientes. Las señoras tratan de comprender qué es una indemnización en diferido y en forma de

simulación mientras se toman el vermú y los trabajadores que almuerzan se preguntan si será la

compensación que se aplicará cuando se formalice el próximo ERE cobarde.

Yo actualizo el cariño de los míos alrededor de esas mismas mesas en las que no sólo se habla

de desahucio, desalojo y alzamiento, sino también de inconstitucionalidad, absolutismo y ase-

sinato.

Aquí, frente al mar, soy capaz de recordar la noche del miércoles como una película inquietante

con personajes desproporcionados y ángulos muertos. Los 456 kilómetros que me separan de

ella la convierten en algo irreal y hueco.

Después de que la encargadísima Laura me enviase un mensaje citándome en casa de nuestro

jefe para trabajar en una fiesta privada fui incapaz de pensar en otra cosa y Antón, María, Rita y

Salva pusieron voz a todos los pensamientos confusos.

- Es una oportunidad cojonuda para saber más de ese tipo.

- Tienes que ir allí y abrir bien los ojos y los oídos.

- Pero es como meterse en la boca del lobo.

- Yo te acompaño hasta allí.

Me despedí de Salva delante de un edificio del barrio de Salamanca en el que entraban cama-

reros cargados con bandejas. Les seguí hasta un gran piso con el suelo brillante y sin apenas

muebles. Antes de que Laura me interceptase pude ver varios trofeos, una mesa de mezclas y

una barra, pero mi trabajo consistía en abrir la puerta y recoger los abrigos de los invitados así

que mi investigación tenía poco futuro. Reconozco que sentí más decepción que alivio.

A lo largo de la noche pasaron por delante de mí una serie de sujetos imposibles con ojeras,

dientes de oro y abrigos de piel agujereados por cigarrillos.

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Quizá alguna de aquellas mujeres hubiese sido actriz en otra época y seguro que alguno de esos hombres es constructor. Desde la entrada sentía sus risotadas manchadas de carmín y también escuché al dueño de la casa referirse a mí como “su nueva chica” delante de un grupo de ma-cheteros venidos a más. Al final todos salieron, dejando el suelo manchado y una impresión de pesadilla en cada habitación.

Me marché de allí desolada y pasé el resto del fin de semana trabajando adormilada y corrigiendo el relato que había leído delante de mis nuevos compañeros de clase frente a un café en la cocina de Martín.

Pero el domingo encontré una nueva nota entre las propinas del miércoles.

No las había sacado de la americana, que estaba colgada en la silla de mi habitación.

Después de dos horas en tren y de repasar una y otra vez lo sucedido aquella noche en casa de mi jefe recordé que uno de sus invitados me había dado su tarjeta cuando salía tambaleándose: “David L. Apoderado”.

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Page 21: Desde aquel 1 de enero... Descárgate el pdf

RevelandoSalir de un laboratorio de fotografía a mediodía es igual que nacer una tarde de verano. Después de caminar durante 5 minutos en silencio encontramos una terraza junto a la estación de Atocha y nos sentamos al sol y al frío del primer marzo.

- Explícame de qué va tu proyecto-, pregunté después de pedir un par de jarras de cerveza.

- No, porque lo contarás en tu blog-, me respondió Martín con una sonrisa sincera en la cara.

Todavía no sabía si me había perdonado por haber hablado de él sin su permiso, pero desde entonces hemos pasado mucho tiempo juntos y hemos bromeado al respecto. En cierto modo existe un código íntimo según el cual sé qué puedo decir y qué no y después de cada martes su expresión me revela que hasta el momento no lo he incumplido.

- Te prometo que no.

- Vale, pues lo que intento con mis fotografías es contar (…)-. Debo guardar el secreto, pero el código sí me permite explicar qué hacíamos un lunes por a mediodía en una terraza del centro de Madrid.

El domingo por la noche Martín llegó a mi casa con una mochila y me pidió que al día siguiente le acompañase a un lugar.

- ¿Cuál?-, quise saber.

- Es una sorpresa.

Preparamos pimientos asados y pan de ajo y cenamos con mis compañeros. El salón olía a acei-te de oliva y todos queríamos aprovechar esas últimas horas de descanso y libertad mientras el edificio entero guardaba silencio, así que hablamos sobre trabajo y casualidades, amistad, recetas y bonsais, pusimos música a las viñetas de Forges, apostamos cuánto tardarán en retirar los nuevos realities gemelos Telecinco y Antena 3, insultamos a dos o tres políticos aterroriza-dos por sus fantasmas e imaginamos nuestros destinos ideales, Narai, Río de Janeiro, Kerala y Cádiz. Después los cambiamos varias veces. Discutimos sobre nuestro porvenir en cada uno de ellos y nos despedimos con el sobado “para el futuro que tenemos aquí…”.

Cuando María y Antón se habían metido en sus habitaciones enseñé a Martín los correos que había intercambiado con ese David L. de la fiesta de mi jefe. Estoy decidida a averiguar quién es la autora de las notas que han aparecido entre mis cosas y después de encontrar la última junto a las propinas de esa noche queda clara la relación con el entorno del dueño de la discoteca, así que me puse en contacto con él haciéndome pasar por un tal Alejandro al que había conocido en su casa. Confiaba en que estuviera tan borracho como aparentaba cuando salió de madrugada y su respuesta lo confirmaba.

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“Por supuesto que me acuerdo de ti Alejandro. La noche fue provechosa y quedaron claras las bases de la

nueva partida. Sin embargo, lamento decirte que tu amistad con El Boxeador no te exime de completar las

mismas pruebas que el resto de nuevos jugadores. No te apures, todavía hay tiempo. Recibirás noticias mías.

David L. Apoderado”.

- Es intrigante-, comentó Martín sin apartar los ojos de la pantalla.

Parecía que había dado con algo importante sin proponérmelo. Él estaba convencido de que

debía dejarlo estar, pero también tenía curiosidad por saber qué escondía ese grupo grotesco.

Antes de dormirnos llegamos a la conclusión de que no tenía sentido tomar una decisión antes

de recibir el siguiente correo.

Ayer nos levantamos pronto y cogimos el metro junto a miles de personas que todavía no ha-

bían perdido el calor del edredón. Cuando llegamos a La Casa Encendida el sol pedía café.

Martín había reservado un laboratorio de fotografía para avanzar en su proyecto. Pasamos va-

rias horas entre películas, cubetas y sombras rojas, nos retratamos a ciegas y nos revelamos en

grises y negros. Pude ver algunas imágenes de paisajes urbanos y conocer más a ese Martín sin

traje.

Salí del edificio como si hubiese nacido una tarde de verano. Suave y libre.

Un rato después el camarero trajo dos jarras de cerveza y yo recibí un nuevo mail.

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Estimado Alejandro:

Esta es la primera prueba que deberás superar. No garantiza tu participación en el juego pero te obliga a

seguir adelante. Piensa bien qué quieres hacer antes de responder porque, insisto, no hay marcha atrás.

Te encuentras frente a una puerta detrás de 17 personas. Para entrar cada una debe responder al portero,

que grita su posición:

- ¡Uno!- Uno-, responde el primero.- ¡Dos!- Dos-, responde el segundo.- ¡Tres!- Tres-, responde el tercero.- ¡Cuatro!- Tres-, responde el cuarto.“¿Tres?”, piensas, mientras el portero abre la puerta al cuarto jugador.- ¡Cinco!- Dos-, responde el quinto.

No comprendes cuál es la lógica de sus respuestas, pero son las acertadas porque la puerta se sigue abrien-do ante ellos.

- ¡Seis!- Dos-, responde el sexto.Cada vez te acercas más a la puerta.- ¡Nueve!- Tres-, responde el noveno.- ¡Doce!- Dos-, responde el decimosegundo.- ¡Trece!- Tres-, responde el decimotercero.- ¡Catorce!- Cuatro-, responde el decimocuarto.Casi es tu turno y todos los participantes han respondido correctamente al portero.- ¡Dieciséis! - Siete-, responde el decimosexto.- ¡Diecisiete!- Ocho-, responde el decimoséptimo.- ¡Dieciocho!

¿Qué respondes?

Nos bebimos la cerveza y Martín se fue a trabajar. Yo caminé hacia casa, con dos fotografías

ondulando las hojas de mi libreta, pensando en la solución a ese enigma y planteándome la po-

sibilidad de no resolverlo

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Esta noche noEl momento antes de empezar a cocinar es perfecto. Los cuchillos limpios son como esta hoja

casi noble que me permite dar forma a lo que desordena mi cabeza. La casa está vacía y puedo

fumar en la ventana sin tener que escuchar los suspiros deliberados de Antón. Abro una botella

de vino y lleno una copa despacio, regañándome por recordar que hace más de un mes que no

escribo una carta de presentación para algún puesto remotamente relacionado con mi carrera.

Esta noche no.

Me he duchado y he probado tres sonrisas delante del espejo, me he guiñado los dos ojos y

he practicado la mueca de Sid Vicious, he cambiado de lado la raya de mi pelo y después la he

devuelto a su lugar de origen.

En el salón son las 8 de la tarde, pero en la cocina ya son las 9 de la noche, así que enciendo

un par de luces y saco una corteza de torta del Casar de la nevera. María ha pasado el fin de

semana en Cáceres con sus amigos de la Universidad de Salamanca y ha vuelto con un queso

cremoso y varios recuerdos casi reales.

Mientras pongo una olla con agua al fuego no puedo evitar pensar en la puerta que permanece

cerrada para mí. Hasta que no sepa qué me pide ese matón para pasar al otro lado, no tendré

que decidir qué quiero hacer y por el momento sólo he descubierto que la respuesta de cada

jugador es un número que coincide con la posición de una vocal en la palabra que le grita el

gorila. Pero esta noche no quiero darle más vueltas al asunto.

El agua ya hierve, así que echo los fetuccini en el interior de la olla y meto el resto de la torta

en el horno. Pongo unas velas en la mesa y echo más vino. Hace calor en la cocina y huele a

ropa limpia. Las noches premeditadas deben fracasar.

Todavía no ha empezado El Intermedio. Hago un movimiento aprendido para ir al salón y

encender la televisión, pero recuerdo que hoy no. Hoy los protagonistas no pueden ser los

lobos de siempre con pieles inocentes que ya no tapan nada. Los cagones de la banda de los

Cospedal, especializados en robo con divagación, los purpurados (no se puede ser más glam)

y sus intrigas infanticidas, los que celebran que las mujeres todavía necesitamos un día en el

calendario tomando vinos con maltratadores y los toreros borrachos, más preocupados por

sus luceritos y sus yerababuenas que por las personas que tienen la desgracia de cruzarse en su

camino.

Por eso escurro los fetuccini y los vierto inmediatamente en la corteza del queso, tostada y

brillante, y los remuevo con un chorrito de aceite de oliva, lleno la copa de vino por tercera vez

y me siento sola a la mesa. Esta es mi noche, así que enciendo las velas y busco las clases ma-

gistrales de los señoritos de ciudad entre las páginas de Los santos inocentes, mientras enrollo

la pasta en el tenedor, despacio, arañando el queso, fabricando un sabor desconocido con las

manos.

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Y de pronto me viene una idea siniestra a la mente. Son las reglas de la gramática y nada se

puede hacer contra las reglas de la gramática. Las vocales tónicas abren la puerta.

19 de marzo

He llegado a casa y me he sentado delante del ordenador con el pelo mojado pegado a la cara.

En la bandeja del correo sólo hay ofertas de páginas que han dejado de interesarme. Mis brazos

se relajan a los lados de la silla coja que encontramos junto al contenedor una madrugada que

volvíamos a casa con churros y cerveza. El sonido de la guitarra infantil de María en su habita-

ción ayuda a espantar las sombras de la lluvia, así que me deshago de la ropa mojada y abro un

documento nuevo.

“No hay marcha atrás”. Di muchas vueltas a esa sentencia antes de atreverme a escribir un nú-

mero para mandárselo a David L. El fin de semana intenté encontrar una reacción de mi jefe que

me animase a tomar una decisión. Incluso mencioné la fiesta de su casa, pero respondió con una

indiferencia ensayada delante de las muñecas descabezadas de su hermanita. Las noches son

cada vez más largas detrás de mi mostrador y los abrigos llegan cargados de agua.

Me siento de nuevo frente al ordenador y vuelvo a buscar una respuesta a mi atrevimiento.

Ningún correo nuevo. Fuera la lluvia deforma la luz del letrero de la farmacia y Antón habla por

teléfono con su padre mientras recorre el pasillo. Escribo la fecha, “19 de marzo”.

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El sábado salí de la discoteca con mi paraguas azul. Martín me recogió y preparó mazorcas de maíz a la plancha para desayunar.

- No contestes-, me pidió frente a la luz inflexible de la nevera-. Ese apoderado es sospechoso.

Y mientras comíamos, nos dedicamos a elaborar una lista de profesionales que deben soportar adjetivos injustos.

- Apoderado sospechoso-, insistió Martín.

- Asesor conspirador, testaferro gamberro-, rimé.

- Banquero usurero-, contraatacó.

- Tesorero cabrón-, rematé.

La humedad se queda pegada en los dos lados de la ventana y debo hacer un esfuerzo feroz para concentrarme en la hoja que tengo delante. “19 de marzo. Cada letra de esta realidad…”.

Ahora no consigo convencerme de que hice lo correcto, pero el domingo Rita y yo nos senta-mos en una terraza de Cuatro Caminos y dejamos que la cerveza resolviese todas las dudas.

- ¿Cómo llegaste a ese número?-, preguntó mientras dejaba el tabaco, el mechero y las gafas de sol encima de la mesa.

- La clave es la palabra “dieciséis”-, le expliqué-. Es la única de la lista que tiene tilde y está enci-ma de la séptima letra.

- Entonces si el tipo te dice “dieciocho”-, terminó su razonamiento con un lápiz del Museo del Traje en una servilleta.

- Exacto.

Después buscamos un locutorio con ordenadores y lo enviamos sin pensarlo antes. Sigo sin reci-bir una respuesta y esta calma es más siniestra que la confusión, pero ha dejado de llover.

“19 de marzo. Cada letra de esta realidad me la has enseñado tú”.

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En el caminoLa primavera ha llegado sin querer molestar a diciembre. Han pasado tres meses desde que

empecé a recorrer este camino y sigo sin saber dónde acaba. Todavía no he recibido un mensaje

que me aclare si el número que mandé es el correcto y a veces creo que es mejor haberme equi-

vocado, pero cada día me pregunto qué esconden esos personajes que sujetaban vasos llenos de

vodka con dedos agrios en casa de mi jefe, qué esconde ese jefe que me considera “una polilla en

mi armario” y consigue que me duela la boca del estómago.

Sigo siendo Ana, la común, la periodista sin bolígrafo, sigo estando acomplejada y me sigo abu-

rriendo con el Hotel California en todas las emisoras de radio sin recursos. Sigo sin comprender

qué pasa a mi alrededor cuando se cierra la noche fuera de casa. Puede que los porteros que bus-

can una clave cierren sus locales para ver las procesiones.

Todavía no he guardado el suéter que tejió mi abuela y tampoco me he despedido del gris. Sigo

sin soportar el olor de la ropa húmeda debajo de toda esta lluvia y en mi cocina aún se respira el

caldo de pollo.

Pero sigo en el camino y ahora sé con seguridad quién escribió las notas.

Y la primavera… al final llegará.

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El sábado llegué tarde a trabajar. Después de cenar con Martín en Los Rotos, fui incapaz de dejar mi jarra de cerveza para volver a ese local castrado y cuando entré por la puerta la encargada colgaba mis abrigos. No pude evitar sonreír debajo de una montaña de ropa y perchas.

- Y no te olvides de darle esa carta al jefe-, me dijo mientras se marchaba cabalgando sobre sus tacones.

Ordené mi cuchitril y ofrecí un par de sonrisas antes de poder darme cuenta de que aquel sobre tenía una dedicatoria escrita con la misma letra que las notas que había recibido. Apenas pude reaccionar antes de que el dueño de la discoteca viese el papel y lo cogiese con violencia.

Había perdido todo ese color que tanto le había costado conseguir en una cabina de peluquería de barrio. Esa noche se encerró en su despacho con una botella de ron y no le volví a ver.

Tengo que recuperar el sobre. Tengo que conseguir entrar allí, porque no puedo olvidar esas

palabras: “Siempre seré tu polilla… Alma”.

Tambores electrónicos. parte 1Antón ha metido los palitos de hojaldre con queso y semillas de amapola en el horno y el paté de

anchoas se enfría en la nevera, la mesa está puesta y una oscuridad premonitoria se agarra a las

paredes. Yo reviso mi correo electrónico, aunque lo hago de forma rutinaria. Estoy convencida

de que la respuesta que di no es la correcta y puede que haya cerrado esa puerta definitivamen-

te.

En la cocina Salva y Rita beben cerveza y discuten a mi compañero esa idea de acoso tan su-

perficial que unos cuantos se empeñan en extender para hacer ruido. Son esos que se esconden

de nosotros en sus salones con apliques dorados, los que vuelven a inventar conspiraciones te-

rroristas, los González Pons siempre a punto de ser imputados. Son los que pulsarán el botón

rojo para seguir arrancando a las personas de sus casas y después se irán a comer una ración de

bravas.

Han olvidado por qué están en sus sillones de cuero envejecido y quiénes somos. Limpian los billetes de 500 euros que llegan en camiones de basura desde Suiza, saquean a los ahorradores estafados, se rodean de gentuza y nos perdonan la vida cuando pedimos explicaciones.

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Ha sonado el timbre de la puerta. Es Martín. El último miembro de este grupo disparatado que hemos formado para investigar a mi jefe.

Después de haber visto ese sobre y esa letra que ya me resulta familiar, tenía que entrar en su despacho. Él no cerraba la puerta de ese cuarto, pero siempre estaba por allí, saliendo y entran-do, así que debía ser rápida.

El miércoles me metí en el guardarropa y no me moví. La discoteca había abierto para celebrar la Santa fiesta, pero fue una noche pobre. El jueves Martín me acompañó, como de costumbre, mientras la encargada nos miraba con su habitual chicle de vinagre en la boca. Cuando salí me sentí avergonzada. Parecía incapaz de reunir el valor suficiente para hacer algo importante por fin, así que me obligué a no retrasarlo más allá del viernes.

Fui incapaz de comer durante todo el día y por la noche me vestí mecánicamente y salí a la calle con el abrigo colgado del brazo. No sentía el frío, pero temblaba igual. El local se iba animando rápidamente y yo notaba el corazón latiendo al ritmo de los tambores electrónicos. Mis amigos habían querido ayudarme, pero yo sabía que si estaban por allí Laura no me quitaría la mirada de encima.

Hacia la una llegaron varios tipos encorbatados y muy borrachos. Se plantaron delante de mí acompañados por una encargada aparatosa y servicial y fueron dejando sus abrigos sin soltar ni una sola moneda en mi bote metálico. De repente se me heló la piel. Allí estaba David L. con su habitual balanceo, pero él ni siquiera me miró.

Laura me hizo un gesto para que fuese al despacho del jefe a avisarle y supe que no tendría una ocasión como aquella. Llamé a la puerta y salió dispuesto a soltarme uno de esos siniestros pen-samientos que tanto le divierten, pero en cuanto vio a sus amigos se olvidó de mí. Y entonces me colé en la habitación. Sólo tenía unos segundos antes de que ese gorila recordase que yo estaba allí para atender a sus ridículos caprichos, así que empecé a rebuscar por la mesa. Todo estaba revuelto y apestaba a sudor y a tabaco. Facturas, botellas vacías, un cortaúñas, gafas de sol. Sólo era capaz de escuchar un gemido patético que salía de mi garganta. La pobre bombilla del techo daba un aspecto de pensión enmoquetada a la estancia. Y por fin la encontré, cuando ya estaba a punto de irme corriendo, en la papelera. Estaba arrugada y olía a alcohol.

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Cuando salí del despacho no había nadie cerca. Volví a mi cuartucho y me bebí una copa casi sin

permitirme respirar.

Al día siguiente estudiamos la carta de esa tal Alma, que había sido la anterior “polilla” del local.

Citaba al destinatario en un lugar y un día que no conocíamos. Volví a perder el apetito cuando

Rita confirmó lo que todos estábamos pensando.

- Tienes que volver a entrar en el despacho.

Esa noche no noté mi corazón ni quise gritar desde el estómago, sólo sentí una extraña tristeza.

Veía a mi jefe salir constantemente de ese cuarto, pero no me decidía y las horas pasaban sin

darme una tregua. Quedaban pocos abrigos en mis perchas, cuando vi desaparecer al jefe y la

encargada detrás de las cortinas. Entonces salí corriendo y me metí en el cuarto cerrando la

puerta detrás de mí. Sabía qué debía buscar. En la pared había un calendario en el que estaba

todo apuntado. Pasé las páginas frenéticamente y no encontré nada inusual. Existía la posibili-

dad de que el día X hubiese pasado y eso me desanimó, pero entonces vi su teléfono móvil sobre

la butaca. Oí voces fuera, pero debía correr el riesgo. Me metí en sus citas y allí estaba: MIER. 3

de abr. Alma.

Volví a dejarlo todo como estaba y me acerqué a la puerta. Fuera la encargada preguntaba por

mí. Abrí una rendija y la vi frente a la entrada. No pude evitar darme el gusto de volver a la garita

y poner mi cara más inocente.

Ahora estamos todos sentados alrededor de la mesa, comiendo palitos de hojaldre y haciendo

planes. Mañana os contaré más.

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Tambores electrónicos. Parte IIAyer a las nueve de la mañana Martín y yo nos dirigíamos hacia la casa de mi jefe con las manos

apretadas dentro de los bolsillos. El plan era sencillo. Esperaríamos frente al portal hasta que le

viéramos salir y le seguiríamos hasta el lugar en el que le había citado Alma.

Entramos en una cafetería desde la que se veía la fachada de ese edificio arenoso y nos senta-

mos uno junto al otro con El País sobre la mesa. No le prestábamos atención, sólo pasábamos

las hojas y escuchábamos su crujido familiar.

Pedimos un café y un té y después dos zumos de naranja y después un bocadillo de atún con

alcaparras y dos cañas y del portal sólo salieron una señora y un perro cabizbajo con un abrigo

de pelo verde, un cartero comercial cargado con folletos y una pareja de adolescentes que se

habían saltado la primera hora de clase, probablemente de matemáticas.

Unas cuantas personas ocupaban los taburetes del local como si lo hubiesen hecho cada día

durante los últimos 26 años, mirando la televisión y perdiendo monedas rítmicamente en la

máquina tragaperras.

Alrededor de las doce y media llegó Rita y una hora después Martín se fue a trabajar. Mi amiga

había madrugado para poder avanzar en el diseño de la imagen de una cadena de panaderías, el

más importante que le han encargado hasta el momento. Quería acompañarme en esta aventu-

ra novelesca, pero a mí me empezaba a pesar el papel de investigadora serena. Así que salimos

de la cafetería con la imagen de un personaje ridículo que se atreve a hablar de transparencia

desde una pantalla clavada en la televisión.

Llovía de nuevo en Madrid y lloverá hoy también. Antón y María querían saber si les necesitába-

mos, pero no había nada que hacer en aquel lugar. La puerta permanecía cerrada. Rita y yo nos

acomodamos en un banco y hablamos y fumamos hasta olvidar lo que habíamos ido a hacer allí.

Hacia las seis de la tarde vimos aparecer el coche de Salva por la esquina y sin darnos tiempo a

recordar la seriedad de la situación mi jefe salió del portal y se detuvo para mirar a ambos lados

de la calle. No podía vernos detrás de una furgoneta oxidada y no había nadie más cerca, así

que echó a caminar en dirección contraria. Rápidamente nos metimos en el coche y le seguimos

manteniendo una distancia segura.

Si entraba en el metro Rita iría tras él, pero siguió caminando con la espalda muy recta y los

brazos separados del cuerpo. Dobló la calle y se metió en un Mercedes tostado resplandeciente.

Apenas podíamos seguirle por las callejuelas, sorteando peatones y jardineras, y cuando llegó

al Paseo de la Castellana sorteó motos y semáforos. Después de varios kilómetros protegidos

por la ciudad, de pronto se hundió en un subterráneo sin reducir la velocidad y nos quedamos a

solas con las luces naranjas.

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En nuestro coche se desarrollaba una escena histérica. Salva se inclinaba sobre el volante con

un aspecto descolorido y los ojos irritados, Rita buscaba un emoticono que resumiese la perse-

cución para enviarlo al resto del grupo y yo rodaba en el asiento de atrás, tratando de registrar

todas las huidas posibles de aquel agujero. Éramos incapaces de mantener un volumen razona-

ble y nos gritábamos unos a otros sin escucharnos.

Al cabo de unos minutos, los pasillos se estrecharon y el Mercedes entró en un garaje sombrío.

Recogimos el ticket y atravesamos una barrera rayada tan real como los tambores electrónicos

de nuevo en el interior de ese vehículo. Nos guiamos por las luces, las sombras y los sonidos

respondidos por todos los muros. Mi jefe bajo tres plantas y detuvo el motor y nosotros nos

quedamos una antes. Era más prudente que yo bajase la última pendiente andando.

Una oscuridad sucia y sofocante llenaba todo el espacio. Me pegué a una pared y avancé en si-

lencio. De vez en cuando giraba la cabeza para reconocer a mis amigos acompañándome, pero

temía que en cualquier momento una persona sin rostro apareciese al final de la cuesta. Enton-

ces no tendría posibilidad de ocultarme ni de huir. Cuando llegué al final del muro me asomé.

Tardé un momento en completar la dudosa claridad de esa cueva, pero al fondo pude ver a mi

jefe, apoyado en su coche. Aquel escenario tenía algo común que no conseguía recordar. Unos

minutos más tarde una mujer salió del ascensor haciendo ruido con unos tacones de madera. La

pareja estaba demasiado lejos como para que pudiese entender sus palabras o sus gestos y todo

duró menos de dos minutos. Sin previo aviso, la mujer volvió a meterse en el montacargas y mi

jefe hizo rugir el motor antes de salir derrapando. Tardé menos de un segundo en pensar lo que

debía hacer. Me escondí detrás de un coche hasta que el piso se quedó vacío y entonces corrí

hacia el ascensor y escribí a Salva y a Rita para que siguiesen al dueño de la discoteca de vuelta.

Cuando salí a la calle la claridad me golpeó los párpados. Pensé que había perdido a la mujer

misteriosa, a la anterior encargada del guardarropa, a Alma, pero pude escuchar sus pasos hue-

cos doblando la esquina. La seguí de nuevo por el Paseo de la Castellana y de nuevo me metió

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por estrechas callejas con negocios de fotografía y restauración. Caminamos una detrás de la

otra durante casi 50 minutos, como si hubiésemos podido ser amigas si no nos separasen siem-

pre esos 20 metros. Finalmente se metió en un portal y yo me quedé sola, en la calle, hasta que

me di cuenta de que no era sensato dejarse ver por allí y volví a casa para contar las novedades

a los demás.

Villanos o héroes… de la indignación nace la voluntad de compromiso con la historia.

J. L. S.

Éste es un martes familiar, un extraño día más después de esa semana caprichosa. He salido a la calle con el pelo mojado y un suéter amarillo para dar un paseo y comer en casa de Rita. Allí fue donde terminó la noche de ese emocionante miércoles que ha planteado más preguntas que respuestas.

¿Qué sucedió el 3 de abril de 2012?, ¿de qué hablaron Alma y mi jefe en aquel garaje?, ¿cuál de los dos es el villano de la película?, ¿alguno es el héroe? Y, sobre todo, ¿qué pinto yo en todo esto?

Hemos buscado el sol en la terraza con dos botellines, unas patatas asadas con limón y tomillo y un paquete de Camel y hemos recordado la tarde del miércoles y la mañana del domingo.

- Yo sigo pensando que es mejor hablar con Alma cuanto antes-, ha dicho mi amiga, quitando las hojitas muertas de un helecho sabio.

- Podríamos averiguar algunas cosas más antes, ¿no?-, he contestado.

Sabía dónde vivía y el jueves no había podido evitar acercarme a su casa, fascinada por lo común de una ciudad ruidosa que esconde misterios ambiguos. Pero como el día anterior me había quedado paralizada delante del pesado portón sin decidirme a entrar y me había marchado a clase, a Clara, a mis compañeros de aventuras, a la libertad de las tardes de vino y galletas de chocolate.

La noche llegó fría y en la discoteca encontré un refugio inesperado. Nada había cambiado, nadie parecía haber notado el terremoto sólo un día antes. Allí estaban el olor a alcohol insis-tente, esa voz abusiva y estridente por todas las esquinas y Martín rescatándome con su traje y su ternura.

El olor caliente del café me despertó de un nuevo fin de semana junto a mi libro de relatos de Flannery O’Connor. Martín y yo desayunamos con su hermano y después nos fuimos a celebrar con Rita y su amigoamanteenemigoydenuevoamigo el nacimiento de su sobrina a la terraza del mercado de San Antón. Una criatura limpia y sincera que sentí muy cerca. Todavía no sabíamos que ese mismo día se había ido una vida serena, una vida que dará más sentido a los nuevos nacimientos.

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Pero las nubes han vuelto al suelo de Madrid.

- ¿Qué quieres averiguar de ella?-, me ha preguntado mi amiga delante de un té con miel.

- Pues por ejemplo qué tiene contra mí-, he sugerido distraída, dirigiéndome a la puerta.

Cuando he salido a la calle he vuelto a sentir esa atracción planetaria hacia la casa de aquella

chica, así que he cogido el metro y me he quedado de pie frente al edificio. Estaba a punto de

entrar detrás de una señora con bastón dorado, cuando algo me ha paralizado y he salido co-

rriendo de allí.

Al fondo del portal se ha abierto la puerta del ascensor y he visto salir de él a David L. Ese David

L. que no responde a mis correos, pero que se aparece delante de mí cada vez que he consegui-

do olvidarlo.

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La realidad prestadaEl sol se empaña otro día y una noche más sigo analizando una verdad ajena. Después de ver a

ese personaje desubicado en el portal de Alma volví a casa caminando, mareada. Hay demasia-

das dudas y el calor empieza a desdibujarlas en mesas de terraza rodeadas de amigos ruidosos.

Puede que sea el momento de dejar que la anterior encargada del guardarropa recupere su le-

tra, que mi jefe se reconcilie con los garajes, que David L. cierre su puerta secreta y que Martín

conozca a la persona que yo era antes de leer esa nota violenta hace casi cuatro meses. Una

persona indecisa, consumidora ocasional de telebasura y despeinada casi a cualquier hora del

día. Quizá deba regresar a mis cartas de presentación, a mis cursos de formación online y a mis

periódicos digitales, al té por las noches, el reloj de pulsera y los email reenviados.

Es el momento de liberarme de un equipaje prestado y de recuperar una realidad corrompida

por quien recuerda con sadismo a los nazis, por una Mengana (no quiero faltar a la elegancia

utilizando el femenino del amigo Fulano) encantada cuando se ve en televisión atacando, reata-

cando, quiero decir, a las personas que se han quedado sin lo más elemental. Pero es verdad,

Dolores, guapa, “si algún día tenemos algo grave que lamentar, habrá que mirar a los respon-

sables de provocar violencia”, y tú sólo tendrás que verte de nuevo en esa pantalla que tanto te

quiere.

Por suerte, tu amiga, no, perdón, sólo compañera Soraya Saenz ha animado a hacer preguntas

y plantear quejas en la Moncloa y el Congreso, aunque esas alternativas ya las utilizamos y las

habéis evitado con golpes, humillación y quiebros vergonzosos.

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Sois unas cobardes, como el moderadísimo Gallardón, que reconquista a una iglesia codiciosa

despreciando la salud y la libertad de las mujeres en el foro de La Razón, sede de la soberanía

PPopular.

Sin embargo, es posible que añore esa aventura que me fascina, que me había convertido en

espectadora y protagonista. No sé si podré evitar el portal de Alma, si conseguiré trabajar junto

a ese tipo del que sé cosas que no querría saber, si seré capaz de olvidar que éste podría ser mi

último año.

Pero en un país de folclóricas desmayadas a las puertas del juzgado, de paseos en barca con

amistades peligrosas, de alcaldes xenófobos, machistas y violentos, no creo que me aburra.

El sol se empaña de nuevo, pero por suerte cada día Amanece, que no es poco.

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Page 38: Desde aquel 1 de enero... Descárgate el pdf

VentanasEl sol quiere morder, pero todavía necesito una chaqueta gris para asomarme a la galería a fu-

mar. Al otro lado de la calle veo unas cortinas moverse y recuerdo que hoy detrás de esas corti-

nas puede vivir quien yo quiera.

El sábado de madrugada Martín me recogió en la discoteca y fuimos a desayunar a mi casa. La

ciudad todavía estaba desdibujada y por la calle sólo caminaba una mujer vestida con un unifor-

me rosa y una placa metálica en la solapa. Delante de un tazón de yogur con fresas y nueces le

conté a Martín lo que tenía que escribir para el taller de escritura de Clara.

- Tengo que imaginar quién vive enfrente y después tengo que imaginar lo que ve desde allí.

- ¿En esa ventana?-, preguntó señalando unas cortinas blancas al otro lado de la calle.

- Exacto-, contesté.

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Page 39: Desde aquel 1 de enero... Descárgate el pdf

Ayer por la tarde quedé con Rita y con Salva en una cafetería sin identidad. Detrás de las con-

versaciones apresuradas se escuchaban la voz de Otis Redding y un rumor de olas de otra época.

Había conseguido librarme de mis sombras casi por completo y podía planear fiestas de cum-

pleaños extravagantes y viajes en coches legendarios, todo ajeno a mi realidad, pero sencillo y

cálido.

Cuando volví a casa la ventana de la casa al otro lado de la calle estaba oscura.

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Martín se ha marchado y estoy apoyada en la ventana de la galería fumando. He celebrado el

día de las historias imaginando a Tomas al otro lado de la calle, calentando unas judías con to-

mate precocinadas, solo, en la oscuridad. Buscando la pintura que compró para arreglar la pared

manchada hace casi un año.

Pero algo se mueve detrás de las cortinas y es real. Un visor, puede que el piloto de una cámara.

De pronto me he dado cuenta de que yo también puedo ser observada en mi ventana.

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Al borde de mayoQuise llamar a la policía, agachada junto a las sombras del salón, pero María me rescató de la

paranoia. Al otro lado de la calle no veía nada extraño, ni un solo movimiento detrás de aquellos

cristales ajenos. Aun así, nos refugiamos en el calor de una cocina con gusto a caldero heredado

del invierno.

- Esta noche te metes en la cama, descansas y mañana vuelves a mirar por la ventana-, comentó

mi compañera, recogiendo las piernas dentro de un suéter tolerante -. Si todavía tienes esta

sensación vamos a la comisaría.

Y entonces me di cuenta de que antes no lo había hecho porque no tenía nada que contar. Van

agotándose los meses de un año difícil de enmarcar en mi existencia, que comenzó con una nota

inquietante, seguida por otras dos. Alma las escribió y de alguna manera están relacionadas con

un jefe deshonesto e incluso brutal y con un tal David L. Apoderado, que se aparece en mi ca-

mino cada vez que trato de dar un paso para encontrar una solución a este juego inconsistente.

La nieve ha vuelto por sorpresa al borde de un mayo lleno de realidad, de tristeza en este Día In-

ternacional del Trabajo, de desamparo de una ministra indeseable que vuelve a su puesto carga-

da de optimismo después del wikend. De herencias agotadas y diabólicos planes para amputar

todavía más nuestro futuro. Pero también es el mayo de las madres que inventan leones y jue-

gan al escondite entre las hortensias, las recién nacidas, las profesoras de lengua, las jardineras

y las psicólogas, las que ceden sus rizos y su sonrisa, las que leen en la cama, las que nos reúnen

en una mesa para celebrar la Nochevieja y las que desafinan cuando cantan con sus hermanas.

Por la mañana todo parecía diferente. Las cortinas al otro lado de la calle tenían un aspecto

inofensivo bajo el sol, pero durante la noche yo había tomado una decisión. El fin de semana

fue casi accidental. Martín había ido a visitar a su familia y yo apenas había salido de casa para

trabajar e ir a comprar nísperos para preparar una ensalada y cenar el domingo con mis compa-

ñeros. Les conté mis planes mientras tostábamos almendras con una cerveza en la mano.

- Es lo mejor que puedes hacer-, dijo María levantando el botellín.

Antón estuvo de acuerdo.

La realidad no cabe en las páginas de una novela, es descuidada, sucia y rebelde, pero necesito

entenderla. Por eso el lunes salí a la calle con la bufanda gris alrededor del cuello. Caminé has-

ta el portal en el que había visto entrar a Alma como si volviese a acompañar sus pasos por las

aceras de Madrid y entré sin pararme a reflexionar detrás de un cartero. Busqué su nombre en

los buzones y lo encontré junto al de un tal Diego. Cuando las puertas del ascensor se cerraron

detrás de mí fui realmente consciente de lo que iba a hacer, pero estaba decidida a llegar hasta

el final. Recorrí el pasillo y al fondo encontré el piso 35. Llamé al timbre y esperé, intentando

decidir qué hacer con mis manos, pero me olvidé de ellas y del resto de mi cuerpo cuando se

abrió la puerta.

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- ¿Sí?-, preguntó un chico de unos 30 apoyado en un bastón.

- ¿Puedo hablar con Alma?-, pedí con un hilo de voz incontrolable.

- Hace años que no vive aquí-, respondió con amabilidad.

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La puerta con el número 35- Pero ella me dijo que esta era su dirección-, contesté tratando de parecer sincera.

- Sí, antes lo era-, comentó con la mirada abandonada en la pared a mi espalda. Había olvidado

que estábamos allí, pero yo no iba a deshacer aquel pasillo confidencial sin algo a lo que aga-

rrarme.

- ¿Sabes dónde la puedo encontrar?

Él volvió a enfocarme y se quedó pensativo un momento.

- Antes venía más por aquí-, dijo cambiando el peso de la pierna derecha al bastón-, ahora sólo

una vez al año.

El miércoles celebré el Día Internacional del Trabajador, por la noche, en mi habitual garita pre-

caria y eventual. Desde allí podía ver a ese jefe con su cara brillante, charlando despreocupada-

mente con las pocas personas que entraban en el local. Parecía haber olvidado por completo su

cita con Alma. De momento no iba a descubrir nada más de él y notaba la mirada de esa encar-

gada fiera cada vez que salía de la sala, así que volví a concentrarme en los cuentos de Chéjov,

deseando volver a mi edredón para sentir toda aquella nieve alrededor.

Y de pronto Martín apareció con su sonrisa y su abrigo delante del ropero. No lo esperaba hasta

el domingo y no lo esperaba con una margarita para guardar entre las letras de mi libro.

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Se quedó toda la noche conmigo, hablando de su viaje y regalándose con cada palabra. Al día

siguiente preparamos una tortilla con queso tierno y cebolleta y nos fuimos a celebrar su cum-

pleaños al sol del Parque del Oeste. Le expliqué que había ido a la casa en la que había visto

entrar a Alma y quiso saber más.

Frente a aquella puerta con el número 35 pensé que no podía ser casual que aquella chica miste-

riosa se encontrase con mi jefe en un garaje y visitase ese piso el mismo día.

- ¿Y sabes si va a venir pronto?-, pregunté. No quería que notase la ansiedad en mi garganta,

pero necesitaba una explicación.

- Estuvo aquí hace algo más de un mes-, dijo, bajando la mirada hacia el bastón.

En aquel momento creí que era necesario hacer una apuesta arriesgada.

- ¿Te puedo preguntar por qué vino entonces?

De pronto me miró como si hasta ese momento no me hubiese visto realmente.

- ¿Quién eres tú?-, quiso saber agarrando el canto de la puerta.

A veces yo también me hago esa pregunta. Busco respuestas en edificios equivocados y espero

argumentos apoyada en un mostrador triste y húmedo. La realidad se amontona, los empresa-

rios déspotas, la misma justicia para los siervos y sus Excelentísimas Majestades, un ministro

que no distingue entre la libertad de las mujeres y la pistola de los asesinos, el predicador Mi-

guel Ángel Rodríguez, que no se me olvide ninguna letra, ex consejero de uno al que no le voy a

dedicar ni una sola, salvo que todos los niños se hayan ido ya a la cama, mamao por las calles de

Madrid. Las privatizaciones, los desahucios, las Aguirres haciendo su jugadita por la derecha, los

impuestos de los chuches, esa Beatriz Talegón que lo vale todo.

No queda más remedio que preguntarnos qué pintamos en medio de todo esto y si volveremos

a encontrarnos el 15 de mayo.

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- Soy Ana-, contesté tímidamente-. Necesito encontrar a Alma para que me explique por qué me

está dejando notas.

Pensé que Diego, suponía que era él, merecía un poco de mi verdad.

- Pues yo no te puedo ayudar-, comentó entrando en el piso-. No sé dónde vive y ha cambiado

de teléfono.

Puse la mano en la puerta para intentar evitar que cerrase definitivamente esa posibilidad.

- No intentes encontrar a Alma-, dijo sin detenerse-. Es ella la que te busca a ti.

La tormentaEn invierno la tormenta anima a hacer confesiones ligeras

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Aquella tarde me cerraron la puerta número 35 con una prudencia definitiva, pero cuando ba-

jaba en el ascensor garabateé mi número de teléfono y lo metí en el buzón que Alma seguía

compartiendo con aquel Diego escéptico junto a una súplica desesperada. Alma… leí el nombre

escrito con una letra que no era la suya. Cada vez tenía la impresión de saber menos de ella.

También anoté los dos nombres completos y salí a la calle.

Parecía que habían pasado más de dos semanas desde que había pisado la alfombra de aquel

pasillo incompleto.

Terminaron las fiestas en Malasaña y poco a poco recuperamos todos nuestras vidas transversa-

les. Salva pidió cita para hacer la declaración de la renta, María ordenó los apuntes encima de la

mesa y guardó la guitarra en el armario y Rita me visitó en la discoteca.

En otoño las tormentas acolchan las aceras con hojas tristes

- ¡Es de color naranja!-, comentó mi amiga con la boca torcida, mirando con descaro a ese jefe

concentrado en las relaciones públicas de chupito.

No era la primera vez que venía a verme con su amigoamanteenemigoydenuevoamigo, pero

cada noche se quedaba fascinada con alguna de sus evidentes cualidades.

- Creo que lo único que puedo hacer ahora es ir al garaje y averiguar qué pasó allí-. Llevaba va-

rios días dándole vueltas a esa posibilidad y seguía sin gustarme, pero parecía que todo empe-

zaba y acababa entre esas paredes ennegrecidas.

Así que el domingo Rita y yo volvimos a hundirnos en esa ciudad subterránea en busca de res-

puestas. Le pedí que me esperase en el ascensor y me dirigí a la garita con la sensación de ahogo

aprendida durante los últimos meses y con una acreditación de periodista que guardaba como

un valioso recuerdo de un tiempo menos perturbador.

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La tormenta de verano invita a compartir un bocadillo de pan viejo en un patio mediterráneo

En la cabina había tres tipos. Uno de ellos se colocó frente al cristal para atenderme y me recordó

a mí misma horas antes detrás de un mostrador remoto. Sus compañeros siguieron charlando.

- Hola, buenos días-, dije con una voz que estallaba en el suelo de cemento-. ¿Podría hacerles

unas preguntas?

Les enseñé la tarjeta preocupada por ocultar mi nombre e interpreté su silencio forzado como

una invitación.

- Me gustaría saber si alguno de ustedes estaba aquí el 3 de abril del año pasado.

Detrás de aquel cristal los tres rostros se volvieron grisáceos. Pasaron unos segundos antes

de que uno de ellos negase con la cabeza de forma contundente. Tampoco quisieron darme el

nombre del encargado del aparcamiento ni la referencia de alguno de los empleados antiguos.

Aquella no había sido una buena idea. Me despedí de forma atropellada y anduve hacia el as-

censor con las piernas vacilantes.

Las tormentas en pleno mayo pueden ser liberadoras o amenazantes

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No me sentí segura hasta que volví a notar el sol en las palmas de las manos. Entonces le conté a

Rita lo sucedido y le expliqué que cuando me había dado la vuelta uno de ellos había comentado

que su turno terminaba dos horas después.

- Se lo decía a los otros dos, pero se dirigía a mí-, expliqué confusa.

Acompañé a mi amiga a comer algo, yo era incapaz de tragar, y después la convencí de que era

mejor que fuese sola a esa cita.

Caminé de vuelta a la salida de aquel submundo artificial y esperé junto a unos setos hasta que

vi salir del ascensor al más joven de los tres empleados, mirando hacia los dos lados. Cuando me

localizó se acercó dando grandes zancadas y me agarró del brazo. Quise huir, pero me apretaba

con fuerza.

- No sabes en lo que te estás metiendo-, me dijo con la boca pegada a mi oreja-, déjalo estar si

no quieres tener problemas muy serios.

Y se marchó tan rápido como había llegado, arrancándome la protección del sol.

La tormenta me ha rodeado. Desde mi habitación oigo a María pasar páginas frente a su mesa.

Todavía puedo notar un movimiento desafiante en las cortinas del piso de enfrente y sigo abrien-

do puertas que contienen abismos.

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La calmaPasó el 15M, pasaron más lluvias y el frio se quedó. También guardé aquella sensación de des-

mayo que me invadió cuando ese tipo del garaje me agarró el brazo. Pasaron fiestas de santos

también en los tugurios profanos y regresó esa calma deshonesta que sucede a una tormenta

extraordinaria.

Martín y yo recorrimos avenidas enteras junto a miles de personas indignadas, que han sido

asaltadas con violencia por los responsables de nuestra fortuna. Ya hemos perdido la casa, el

trabajo y el futuro perfecto de indicativo, pero siguen encañonándonos. Quieren nuestra liber-

tad moral y nuestra calle, porque las han vendido de saldo a curas obscenos y constructores

engordados con su propio tocino.

Necesitan nuestros derechos para pagar con ellos sus trajes ceñiditos a la cintura, sus sobres en

cajas marrones y sus regalos de boda.

Antes de irme a recoger claveles marchitos del suelo de mi ropero, Martín y yo paramos para

robar un poco de calor del Pepe Botella. Con las cuatro manos rodeando dos cafés espumosos

reuní valor para contarle mi encontronazo del domingo anterior. Ya me había dicho que no había

tenido tiempo para leer la última entrada del blog y vi sus ojos caer sobre la mesa de mármol

con cada palabra.

- ¿Por qué no me lo contaste antes?-, preguntó con una voz que quería decir otra cosa.

- Porque sabía que no te gustaría-, reconocí.

Podía notar cómo ese local se extendía hacia la calle y cómo Martín se alejaba sin remedio.

- No puedo seguir con esto-, sentenció.

Ni siquiera me pidió que abandonase la búsqueda de esa clave cada vez más absurda. Sólo salió

de la cafetería y caminó a mi lado entre cientos de vidas diferentes, reales y complejas. Yo sí

quise pedirle algo, pero no fui capaz.

Nos despedimos con la mirada delante de la discoteca. No había palabras ese miércoles y no

las ha vuelto a haber. Estoy más sola en medio de esta calma que no sé si sucede o precede a la

auténtica tormenta.

He dejado olor a caramelo de azúcar por toda la casa, pero es hora de regresar a mi habitación,

a la vida de ficción.

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Page 51: Desde aquel 1 de enero... Descárgate el pdf

La salidaA mediodía nos detuvimos sobre la cuadrícula de Carl Andre como en un damero caprichoso y

definitivo. El sol había ocupado las plazas de Madrid y cientos de incondicionales lo celebraban.

Rita, Salva y yo nos abrazamos y nos separamos en la estación de Atocha. Después de haber

recuperado el calor durante unas cuantas horas, volvió el vacío.

Rita había adelantado trabajo para que pudiésemos celebrar su cumpleaños, así que nos toma-

mos un café y nos colamos entre los majestuosos ascensores del Reina Sofía.

Los pasillos vacíos de seminario recogían el sonido de nuestro itinerario.

Con mis amigos sentía la confianza de nuevo, podía compartir las payasadas de Salva delante

del relieve de Jean Arp e inventar instrumentos con Rita sobre La Figura de tres ojos de Picasso,

pero de vez en cuando me caía dentro de ese gris profundo de Miró con una sensación de vértigo

radical.

Martín ya no estaba, ya no está. No le he vuelto a ver desde que se marchó caminando despacio

aquella noche. He comprendido que no quiere que le relacione con mis intrigas, pero de madru-

gada tengo que hacer un esfuerzo penoso para no pedirle que venga a comer macarrones con

queso sentados en la encimera de la cocina para no despertar a mis compañeros.

Pasamos el rato imaginando qué libro pintó Juan Gris junto a una garrafa y estudiamos todos

los detalles del Sueño y la Mentira de Franco I para poder comentarlos después en reuniones

ambientadas con música de consulta odontológica a las que jamás seremos invitados.

Nos sentamos en el suelo para poder ver a los obreros saliendo de la fábrica de los Lumière una

y otra vez. Primero las mujeres, luego los hombres, algunos con bicicleta. Las sombras me aga-

rraron de los dos brazos. No podía evitar recordar a los amigos de Martín pasando por delante

de mi ropero en silencio, como aquellos trabajadores enmudecidos en la pantalla.

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Parecía imposible que no guardasen una sorpresa al final de su procesión, pero sólo dejaban

más silencio.

Antes de marcharnos conseguimos sacar una fotografía a Rita intentando dar un mordisco a la

tarta de cumpleaños tóxica de Claes Oldenburg, a pesar de la mirada censora de una pareja de

guardias de seguridad, y nos recreamos en la poesía infantil de los dibujos de Philip Guston.

Después de comernos un bocata de calamares en El Tres y de bebernos un par de cervezas, ca-

miné durante mucho rato y me di cuenta de que al parecer he agotado este suspense, no quedan

indicios que seguir ni fuentes que consultar.

Había conseguido olvidar a todos esos personajes extravagantes y disfrutar con mis amigos. Ya

no había nada de que proteger a Martín.

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Page 53: Desde aquel 1 de enero... Descárgate el pdf

Do ut desEsta mañana me he levantado para preparar pechuguitas de pollo rebozadas con kikos y guaca-

mole con María.

La noche en la discoteca había sido caníbal y necesitaba tomarme una cerveza con mi amiga,

pero antes de vestirme he abierto la cuenta de correo que inventé para ese Alejandro irreal, lo

hago por costumbre, convencida de que no me va a ofrecer nada más que spam.

Pero he encontrado un mensaje único en la bandeja de entrada, enviado a las 00:00 del 1 de

junio.

Sólo contenía un nombre de usuario, una contraseña y una dirección de correo:

http://doutdes.es/

Puede que el juego no haya terminado.

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Page 54: Desde aquel 1 de enero... Descárgate el pdf

En juegoEl sábado a mediodía estaba sentada delante de la pantalla de un ordenador anónimo en un local alargado. Había abierto el mensaje de David L. en mi casa, pero no quería investigar allí la página a la que me había dirigido. Do ut des.

El silencio era rígido en aquella sala llena de desconocidos.

Lo primero que hice fue ampliar el significado de aquella expresión.

- Tiene que ver con la reciprocidad en los negocios-, le expliqué a Salva más tarde en-trando en el parque del Retiro-, y se utiliza en derecho.

Ese aspecto jurídico había sido terapéutico en un primer momento.

Entré de nuevo en la página con el nombre de usuario y la contraseña que había recibido y accedí a un cuestionario. Antes de empezar a responder miré en todas direcciones y me aseguré de que nadie estaba atento a mis intrigas.

- Había muchísimas preguntas-, comenté con mi amigo caminando entre las casetas de la Feria del Libro.

Había decidido responder como lo hubiese hecho yo misma. Era lo más prudente si en algún momento tenía que repetir el test.

Y así imaginé a un Alejandro licenciado en Periodismo, común, desempleado y aficio-nado al cine y a la literatura, común, sin propiedades, sin pareja, sin afiliación política.

Pasé más de una hora concentrada en las cuestiones que se sucedían sobre un fondo deliberadamente ambiguo y por fin acabó el interrogatorio y un número ocupó toda la pantalla. Debajo, en una esquina había un mensaje: “Entregar a su padrino”.

- ¿El boxeador?-, preguntó Salva.

Eso creía yo. Recordé que cuando había escrito a David L. por primera vez le había ha-blado de la fiesta de mi jefe y él me había explicado que a pesar de ello tendría que so-meterme al proceso habitual.

En cuanto al número, le había dado cientos de vueltas y no le encontraba sentido.

Nos quedamos tumbados sobre la hierba caliente, pero fuimos incapaces de borrar esas cifras de nuestros párpados.

No conozco las reglas de este juego y la protección de Alejandro parece bastante frágil, pero ya había sido advertida de que no hay posibilidad de darse la vuelta y estoy decidi-da a llegar al fondo de este pozo siniestro con vuestra ayuda.

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Nos despedimos en el Palacio de Cristal, entre sombras y reflejos melodramáticos.

- Está todo claro, ¿no?-, quiso saber cuando ya nos habíamos alejado en direcciones opuestas.

Asentí y salí del parque en dirección hacia la discoteca.

El calor había sacado a cientos de personas a la calle esa noche y había llenado el local rápida-

mente. Durante un par de horas tuve la misma sensación entre el estómago y la garganta que

cuando había tenido que colarme en el despacho privado de mi jefe. Y como en aquella ocasión,

todo sucedió sin que apenas pudiese controlar la situación.

Laura había recogido el correo y me lo había dado como cada noche para que yo se lo entregase

a él. Tenía la carta guardada entre los vaqueros y la camiseta y me había dado la vuelta para

sacarla y meterla entre el resto de la correspondencia sin que ella me viese, pero entonces me

encontré con la mirada de mi jefe hundida en mi. No pude evitar dar un paso atrás, pero en se-

guida vi mi oportunidad detrás de una pareja agarrada de las manos. Sin pensarlo saqué el sobre

y lo metí en el montón al tiempo que él alargaba la mano para cogerlo.

No me miró, a pesar de que mis manos temblaban congeladas, se apartó distraído y se dirigió

a su despacho, pero al cabo de unos segundos salió corriendo hacia la entrada. A su regreso

parecía derrotado.

Mientras tanto yo no puedo hacer otra cosa que seguir esperando una respuesta inesperable.

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En el circoLa pista central se iluminó de pronto. Estaba vacía y descolorida. En la carpa sólo se escuchaban

mis pisadas. Caminé hacia un asiento de plástico rojo, sin preocuparme por las personas que me

rodeaban. No sentía frío ni calor, cansancio o hambre, sólo esa sombría intuición de los sueños.

Un payaso triste salió a la arena para presentar el espectáculo. La grada rió sus ocurrencias, pero

yo no pude escucharlas. Sólo le veía gesticular sin ganas y mover los pies desnudos en círculo.

El asiento junto al mío estaba vacío.

Una extraña multitud salió a la pista y desfiló con el payaso a la cabeza. Había acróbatas y gla-

diadores, un hombre bala voló suavemente sobre la grada con un gesto de dolor intenso y un

ventrílocuo bajó las escaleras charlando con su disciplinado muñeco. Una pareja de trapecistas

trataba de dar impulso a su columpio sin fuerza. Finalmente se dejaron caer derrotados sobre

una gran tela de araña.

Los agujeros en la lona dejaban entrar una luz insoportable que buscaba las retinas.

Después de dar varias vueltas al recinto, los personajes fueron desapareciendo por un pasillo

mullido con sus artilugios y olor a gasolina en la garganta y el público bajó la voz hasta desapare-

cer. En la pista central un foco empezó a moverse. Forcé la vista hasta descubrir un punto negro

que se movía ágil.

De pronto me di cuenta de que se acercaba a la escalinata que llevaba a mi asiento y apreté los

puños, incapaz de moverme.

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Cuando he abierto los ojos he sentido un zumbido bajo los párpados. Me he levantado de la

cama desorientada y he recorrido la casa. Estoy sola.

He preparado palomitas y me he sentado a leer las noticias en eldiario.es sin poder quitarme de

la piel esa inquietud.

Todo sigue girando en torno al escenario de un agrio freak show en el que las pulgas saltan al

ritmo del silbato de un maestro de ceremonias déspota y eventual con afán de protagonismo

(ya había advertido que no mencionaré su nombre por temor a que se refleje al otro lado del

espejo como un asesino sobrenatural de serie B). Mientras, González Pons sorprende al público

más vulnerable con un número de escapismo muy fresco y el mago Capital hace desaparecer los

billetes de los espectadores preferentes.

Además, los bufones Florianotti y Escuderi arrancan carcajadas con su aparatosa inocencia y

fuera de la carpa se deleita a los presentes con un espectáculo de agua y fuego en una plaza

encendida.

Y cuando empezaba a perder el eco de aquel sueño, he abierto un nuevo mensaje de David L.

Apoderado.

“Eres una persona desconcertante, Alejandro. Encajarás bien en DUD. David L. Apoderado”.

Un foco ilumina algo amenazador que se acerca a mi asiento para obligarme a participar en este

espectáculo de pesadilla y recuerdo las palabras de advertencia y apoyo de Rosa y de Jesús.

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Carreteras retorcidasVolví a reunir al comité de crisis a las 10 de la mañana en el portal de Salva. Después de una

ridícula discusión sobre el lugar que debían ocupar la sandía rellena de Rita y la mochila para

imprevistos de su amigoamanteenemigoydenuevoamigo en el maletero, salimos de Madrid por

la A-1 para celebrar la visita del sol de proximidad en alto.

- Aquí detrás nos vamos a quedar pegados-, comentó mi amiga despreocupada y yo sentí cómo

mis hombros se hundían un poco, pero Renato Carosone me apartó de una pena que se quedaba

junto a las cuatro torres. Con los personajes estroboscópicos, las exclusivas de calle y las fiestas

de fin de curso delante de botellas de vino rebajado. Con el ridículo empresario de la Cavada en

busca de nuevas víctimas y los mismos ricos con sus mismos codiciables.

Las carreteras se estrechaban y retorcían a medida que nos acercábamos a Patones de Arriba

con una sandía cargada de ron dando vueltas detrás de nosotros.

Recorrimos las calles desiertas y guardamos el silencio de las piedras calientes para utilizarlo

de vuelta. Subimos y después bajamos al rio. Nos sentamos alrededor de una mesa frente al

humus con bastones de zanahoria que había preparado Antón siguiendo la receta del Cocinero

Fiel.

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Después del segundo vaso de licor de sandía les enseñé a mis amigos el nuevo mensaje que ha-

bía encontrado en esa página Do ut des dirigido a Alejandro: “Número 5481, su padrino le dará

instrucciones para abrir la segunda puerta”.

- ¿Cómo piensas conseguir esas instrucciones?

- Es imposible que puedas hacerlo.

- Ahora sí que se ha acabado.

- Pásame la sandía.

De vuelta a la ciudad la carretera todavía tenía propiedades sedantes, pero frente a la discoteca

aquella misma noche las alarmas volvieron a sonar. Cuando entré en el local Laura señaló con la

cabeza al pasillo de forma despectiva y me advirtió de que el jefe estaba encerrado en el despa-

cho y de que no quería ser molestado. Durante las últimas semanas había pasado mucho tiempo

en aquella habitación.

Parecía que todo había terminado, pero de pronto se me ocurrió una idea. Llamé a Salva y le di

el número de teléfono de la barra para que dejase un recado a los camareros haciéndose pasar

por Alejandro y avisando de que pasaría por allí sobre las dos. Media hora después uno de ellos

cruzó el pasillo y llamó a la puerta del cuarto privado del jefe. Salió de allí antes de que hubiese

pasado un minuto, encerrando de nuevo los secretos.

Ahora tenía que conseguir que saliese y confiar en que hubiese dejado sus planes para mi alter

ego a la vista. No pude evitar pensar en Alma, en cómo había conseguido acercarse a mí sin per-

miso. Ahora yo estaba haciendo lo mismo. Sus amenazas me parecieron súbitamente inocentes.

A las dos en punto respiré profundamente el aire corrupto del local y crucé el pasillo. La encar-

gada había desaparecido dentro de la sala con sus amigas falsificadas. Llamé a la puerta y abrí

una rendija.

- Hay un tipo que te quiere invitar a una copa-, le dije como una actriz sin talento-. Está dentro.

Saltó de la silla y echó a correr. Tenía que aprovechar ese instante. Entré y recogí varios vasos de

la mesa tratando de encontrar algo. Uno de los cajones del escritorio estaba abierto, así que tiré

de él y lo volví a cerrar al momento.

Intenté esquivar a mi jefe en la barra. Miraba en todas direcciones desesperado y cuando me vio

corrió hacia mí acorralándome como en un viejo videojuego, me agarró del brazo y me preguntó

cómo era. Le di un par de indicaciones vagas, dejé los vasos y volví a mi garita.

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Allí pensé en lo que había visto en aquel cajón. Junto al número 5481 había escrito una dirección

que me resultó familiar. Todo quedó claro cuando leí el número de la puerta: 35.

En veranoEsa revelación daba la vuelta a todo lo que había supuesto hasta el momento. Regresé a mi

guardarropa con las piernas adiestradas y me quedé muy quieta, pensando qué sentido tenía

todo.

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Caminé sola con las manos dentro de los bolsillos y me escondí durante un par de horas en la

galería del salón con el cenicero a mano. A mi cabeza venían imágenes de un garaje siniestro, el

pasillo que llevaba hasta la puerta 35, varias notas huérfanas y una página web que no me per-

mite avanzar, pero no conseguía relacionarlas.

Estaba amaneciendo y detrás de los cristales un color cobarde impedía adivinar la época del

año.

Pero el verano ya calienta fachadas. Pone bermudas a los malvados para darles vacaciones,

alarga tardes y extiende el olor del churrasco por las terrazas. Saca a los indignados a la calle

y los mete en grandes auditorios, cierra aulas y el muy deficiente Ministro de Élites aprovecha

para ponerlas en venta.

Algunas aventuras terminan aquí, otras se aplazan y otras se empiezan a soñar. Yo me despido

de mis compañeros del taller de Clara con una gran fiesta, pero sólo hasta septiembre.

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Las noches de calor no riñen con la melancolía de la ficción, pero yo no puedo dejar de pensar

qué tengo que hacer, frente a una galería delatora tres veces a la semana. Sé que no hay vuelta

atrás, pero cómo voy a acercarme a la puerta de un tal Diego que hace sólo un par de meses se

despedía con la intención de no volver a verme. En este momento soy incapaz de seguir adelan-

te sola así que os pido ayuda para dar el siguiente paso.

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Derribando murosNo consigo decidir qué música es la adecuada para ambientar un misterio cuando el sol se niega

a marcharse. Puede que Woody Allen tuviese una solución diplomática para esta crisis. Llevo

dos días mirando ese sobre junto al ordenador y no he averiguado qué contiene ni qué debo

hacer con él.

Soy incapaz de concentrarme en la realidad de la pantalla, en las verdades y las mentiras que

se suceden y que dejan de interesar pasadas las dos horas de digestión legítimas, en personajes

grotescos que comparten gomina y puro en el módulo IV de Soto del Real como lo hicieron en la

boda de la hijísima y en el término imputación, que ha perdido inmensidad desde que se escribe

en cursiva en las tarjetas de visita de docenas de ex consejeras-diputados-directores-delegadas.

He pasado dos noches sin poder borrar la imagen de Salva frente a mi puerta con ese sobre en

una mano y una botella de vino en la otra. Durante una hora le grité mientras él preparaba crê-

pes con queso y pistachos en silencio. Todavía me asusta pensar en lo que le podía haber pasado.

Voy de una página a otra apuntando ofertas de trabajo que me saquen de este Madrid noctám-

bulo y esquizofrénico, sin perder de vista ese papel envejecido y sellado. Sin poder olvidar a mi

amigo sentado frente a mí, bebiendo vino y esperando a que me templase para contarme lo

sucedido.

- Así que has ido allí-, le animé finalmente.

Sonrió tranquilo y asintió con la cabeza.

- Pero, ¿cómo sabías la dirección?-, todavía no podía creer lo que había hecho.

- Nos la dijiste después de haber ido tú-, contestó.

- ¿Y?

- Llamé a la puerta 35 y me abrió el tipo con bastón y me preguntó qué quería-, respondió dando

un trago-. Yo llevaba pensado el número y se lo dije.

- ¿5481?-, notaba la rigidez en la boca.

- Sí-, comentó mientras dibujaba la cifra con el dedo sobre la mesa-. Se quedó mirándome extra-

ñado y pensé que me iba a cerrar la puerta en las narices, pero entonces le dije que iba de parte

del boxeador y puso una cara de terror que me dejó acojonado.

Le miraba sin poder sacar una sola palabra de la garganta.

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- Me pidió que esperase y se metió en la casa-, siguió con su relato-. Intenté cotillear un poco,

pero sólo se veía el pasillo. Después de un rato salió con el sobre y me lo dio.

- ¿Cómo se te ha ocurrido hacer algo así?-, quise saber preocupada.

- Era algo que tú no podías hacer-, dijo encogiéndose de hombros-. Hay más.

Hizo una pausa dramática y yo bebí para ayudar a tragar lo que venía.

- Me dijo literalmente: “Esta es la última puerta que debes cruzar. No abras el sobre ni intentes

averiguar qué contiene. Sólo encuentra a alguien a quien entregar el mensaje”. Y cerró.

Ninguno de los dos ha averiguado que significa, pero Salva me ha sacado del laberinto derri-

bando muros y yo tengo el deber de encontrar respuestas a este acertijo para él, para ambos.

Aprovecharé la noche para ocultar el verano y dar con ese alguien, con la carta en una mano.

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Los buenos, los malos y los demás

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Semana negra de Gijón, 5 a 14 de julio de 2013…

Juegos de azarJugué a los detectives y perdí. Pasé tres noches delante del portal del tal Diego esperando que

me llevase hasta la persona que debía recibir ese sobre que empezaba a pesarme, pero no se

movió de su madriguera alfombrada. No fue necesario. Todo quedó claro frente a un café que

no merecía azúcar.

La semana se resignó y yo huí del cemento el domingo temprano. El tren me llevó a la costa, a

las tardes sencillas, pero no pude librarme de lo que había descubierto en ese papel prohibido.

El salitre pegado a los tercios de cerveza rellenó los vacíos, la tristeza, pero la pasada noche tra-

jo silencio. Hacia las cuatro me senté delante del ordenador y escribí: “Entregado”.

En el momento en que envié el mensaje a David L. desde la cuenta de correo del falso Alejandro

el sueño me recuperó. La luz de un cielo despreocupado con olor a tostadas me abrió los ojos,

caminé descalza por la playa y respiré fuerte. Comí mejillones con salsa picante y participé en

uno de esos momentos que sólo se comparten con la familia alrededor de una mesa con platos

vacíos y copas llenas, como la caída del muro de Berlín, el quinto Tour de Indurain o el último

capítulo de Cristal.

Un momento protagonizado por ese Mariano Rajoy, presidente del Gobierno, para desgracia de

la mayoría absoluta, un tipo que cuida a sus buenos amigos de Pontevedra, ABC y Soto del Real,

que vende propaganda al mejor postor y censura a los medios con intereses encontrados, que

nos cree igual de ignorantes, embusteros y miserables.

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No lo somos. El tiempo de las excusas escritas en un papel ya pasó, ahora es el de la auténtica

soberanía popular, la indignada y la educada. No nos intentéis cargar con vuestros complejos.

Un momento vergonzoso que nos unió en la indignación y que sólo el absurdo más elegante

puede relatar sin decepcionar.

Pero a pesar de la realidad y de las olas no puedo ignorar esa fotografía con la que he cargado

durante tres noches sin saber, esa imagen que muestra la sonrisa imposible de Martín, una son-

risa que devuelve la misteriosa Alma con sus tacones, una imagen que me obligó a huir en el pri-

mer tren de cualquier espacio compartido con esa intimidad inimaginable y traidora. Sonrisas

que encierran un instante de la vida de ambos o puede que toda su existencia.

Ha llegado el momento de dar la cara en esta partida de tramposos, porque después de varios

días a oscuras he llegado a la conclusión de que sólo hay una persona que conozca a la que pue-

de interesar el contenido de ese sobre. Yo.

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ReflexiónA veces la realidad es una auténtica cabrona. Después de golpes como el del pasado miércoles

los minutos parecen diferentes. Cuesta seguir tachando días en el calendario con la tranquilidad

con que lo hacíamos antes de que sucedieran. Es inevitable seguir caminando, pero ya no olvi-

daremos a 79 personas que perdieron sus vidas en un instante dolorosamente cruel.

A mi alrededor la verdad mantiene un caos ligero sin sentido en estos días de tristeza sin con-

trol. Vuelvo a la discoteca cada noche esperando una respuesta limpia a ese desafío que lancé

desde un lugar más seguro, pero mi jefe mantiene su desprecio por los seres insignificantes y no

he vuelto a ver a un David L. siempre imprevisto.

No puedo evitar pensar en Alma, esa “polilla” que ha vuelto a mi realidad con violencia. Quizá su

relación con Martín sea la clave de todo este misterio, pero por el momento no lo puedo saber.

Mis amigos han entrado en un estado de inestabilidad que se suma inevitablemente al calor.

María terminó siete exámenes y ha vuelto a casa para descansar y Antón ha conseguido un nue-

vo trabajo temporal como monitor de campamentos de teatro para niños. Me han dejado sola

en una casa que tiene más esquinas y más ecos de los que conocía.

Varias veces al día he tenido la necesidad de abrir el cajón de mi escritorio y buscar algún detalle

de esa fotografía que explique las sonrisas encontradas de esos personajes que me han provo-

cado tantos sentimientos en apenas siete meses.

Y entonces Martín volvió al presente. El sábado de madrugada preparaba pan tostado con paté

de aceitunas negras y alcaparras cuando recibí un mensaje que me obligó a sentarme.

Necesito una explicación. Necesito volver a verle cara a cara para saber si lo que me cuenta es

real.

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En el jardín secreto

- Pues aquí me tienes-, comenté sin mirar a Martín a los ojos. Cuando le había visto acercarse

había tenido que apoyar las manos en la piedra caliente para recuperar la realidad.

- ¿Qué tal estás?-, preguntó sentándose en el banco. No cometió la torpeza de abrazarme y dejó

espacio para quedar uno frente al otro-. Parece que hace un siglo que no nos vemos-, comentó

breve.

- Hace más de dos meses-, respondí con los ojos fijos en nuestros pies fronterizos. Entonces me

di cuenta de que no le había conocido en verano, con ropa fina y la piel tostada.

- ¿Cómo va todo?-, insistió.

- Supongo que ya lo has leído-, contesté afilada.

- Prefiero que me lo cuentes tú.

- Pues va…-, las letras me habían dejado sola en aquel Jardín del Príncipe de Anglona-. No lo sé.

Estoy triste y enfadada…-, no había tenido tiempo de poner nombre a todo lo que había dejado

que pasara-, y perdida.

- Ya.

- ¿Me lo vas a explicar?-. Le miré a los ojos con el sol en mi contra y noté cada órgano debajo de

las costillas.

- ¿Por dónde empiezo?-, quiso saber.

- Por el principio, por favor.

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Se acomodó y rascó la piedra que nos separaba con el dedo pulgar.

- La madrugada del 1 de enero no te buscaba a ti en la discoteca,- hizo una pausa y me miró a los

ojos como un actor que necesita la aprobación de la primera fila de butacas-, buscaba a Alma-.

Le costaba encontrar la manera de decir aquello-. No la conocía, sólo había hablado un par de

veces con ella y me había parecido una chica triste.

Entre los rasgos que había repasado una y otra vez en su cara, algo me resultó ajeno de pronto.

- Después desapareció sin más-, continuó- y llegaste tú a ese antro. Desde entonces sólo te

busco a ti-. Tuve que encogerme para conseguir que el aire de aquella mañana llegará a los pul-

mones.

- ¿Qué es lo que no me estás contando?-, las preguntas se amontonaban desordenadas-, ¿por

qué la buscabas?-. Empecé a sentirme incómoda en el papel de inquisidora.

- Porque la última noche que la vi pasó algo extraño-, explicó-. Yo estaba cerca del ropero y vi a

tu jefe agarrarla por el brazo y decirle algo-. Miró las ramas como si le ayudasen a recordar aque-

lla noche-. Estaba muy cabreado y le hablaba muy cerca. Quise hacer algo, pero ella no parecía

asustada-, aclaró-. Se soltó de un tirón y le contestó con una sonrisa muy siniestra en la boca.

- ¿Te contó qué había pasado?-, pregunté con urgencia.

- No, sólo me dijo “cosas de trabajo” y se metió en el baño. Cuando salió tenía los ojos muy rojos.

No la volví a ver-. Terminó su relato, regresando a nuestro banco de verano.

Me cogió la mano con ternura y entendí la advertencia que me había hecho sobre ese jefe vio-

lento cuando todavía nos estábamos reconociendo y su insistencia para que olvidase el asunto.

- No he dejado de preocuparme por ti-, comentó como si le hubiese transmitido mis reflexiones

a través de la yema de los dedos. Y entonces me aparté de nuevo.

- ¿Y la foto?-. Las dudas nos rodearon de nuevo.

- Hace un mes y medio me la encontré-. Mi expresión le obligó a justificarse-. Yo no lo planeé.

- ¿Qué quería?

- Me preguntó por ti-. Martín volvió a detener el tiempo y a las personas que nos rodeaban-.

Quise saber por qué te había mandado aquellas notas-, explicó con prisa-, le pedí que me dijese

qué pasaba en la discoteca, con el boxeador y sólo me dio largas. Pero cuando le pregunté por

la página esa, Do ut des, te juro que no sabía de qué le hablaba.

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Las sombras se deslizaban silenciosas hacia mis pies.

- ¿Por qué no me lo contaste?-. Aquella parecía la pregunta que más le costaba responder.

- No lo sé-, habló con el cuerpo más que con la garganta-, te había pedido tantas veces que lo

dejases y tenía tan claro que no lo ibas a hacer-. Quería decir mucho más, pero no sabía cómo.

Encendí un cigarro y se lo di. Necesitaba saber mucho más, pero yo también quería contarle que

había recibido un nuevo mensaje.

Martes y 13Hace más de una semana de aquel cigarro y del siguiente, pero todavía quedan preguntas por

responder. Puede que las cuestiones no terminen nunca entre Martín y yo y que Jesús tenga

razón, pero como dice Rosa creemos lo que queremos.

Estoy sola en la ciudad, incluso Rita ha huido, y las noches son suaves caníbales. Preparo tempu-

ra de calabacín y berenjena con miel y limón y escucho Hora 25, dejo pasar las horas, mientras

una tela de araña soñada en el circo me va rodeando.

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La verdad es una enorme mentira de la que nos quieren hacer cómplices, pero no se lo vamos a

poner fácil.

Es martes y 13 para dos personajes olvidadizos y mañana probablemente será otro día de mala

suerte para la actualísima Dolores de Cospedal, mientras en mi discoteca acartonada cada no-

che es estéril. Nada ha cambiado después de haber recibido ese nuevo mensaje sin texto, una

imagen premonitoria grabada en el techo de mi habitación cada vez que cierro los ojos.

Martín no sabe dónde localizar a Alma, así que tendré que esperar a que vuelva a salir de su es-

condite para conocer más de esta trama.

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Soñar arañasCuando me desperté la araña seguía allí. Dejé los cuentos de Monterroso germinando sobre la

mesilla y me arrastré hasta la cocina. Delante de una rodaja de sandía compartí la mañana del

domingo con familias de uno a siete miembros, con pan, azúcar y leche fría sobre manteles de

plástico, con periódicos tibios, camisetas amarilleadas y música que entra en todas las casas

pero no sale de ninguna ventana.

Después de una noche lunática por fin encontré armonía en mi soledad y pude organizar la ver-

dad encima de una mesa de madera.

El viernes había llegado a la discoteca tarde y había tenido que soportar el ingenio agresivo de

Laura. La noche parecía tranquila al otro lado de mi mostrador, así que pude concentrarme en

un sudoku killer que jamás conseguiré completar.

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Recordaba las madrugadas que había pasado frente a Martín en aquella cajonera. Recordaba mo-

mentos en los que había creído que toda aquella locura merecía la pena, pero ese viernes no sabía

que pensar. Y de repente se plantó delante de mí. No Martín. Ese David L.

- Hola guapa-, me dijo con una voz suave que me espantó.

Intenté que mi gesto fuese neutro, pero notaba cómo mis pómulos se endurecían en una mueca

descontrolada.

- Voy a dejar mi abrigo por aquí-, continuó, acercándose a mi cara con su aliento vulgar.

Apenas pude sostener aquella chaqueta inoportuna, pero el apoderado ya había desaparecido tras

las cortinas de la pista.

No conseguí pensar en otra cosa durante el resto de la noche y entonces le volví a ver entre todas

las personas que salían con un balanceo solidario a la calle. Se volvió a quedar muy quieto delante

de mí con una sonrisa sucia en la boca y la ficha con el número de su abrigo sujeta con fuerza entre

los dedos. Lo cogió de mis manos rígidas, se lo puso con calma y rebuscó en los bolsillos sin dejar de

enseñarme los dientes.

- Vaya-, dijo acercándose de nuevo-, esperaba encontrar algo dentro.

Y así desapareció de nuevo. Yo no pude dejar de tiritar hasta que el taxi que había pagado con todas

las propinas de la noche me dejó en la puerta de casa.

Al parecer, soñar con arañas tiene un significado positivo, pero el sábado amanecí con una sensación

dolorosa en el estómago. Llamé a Rita y juntas decidimos que esa noche llevaría la fotografía que

había hecho llegar hasta mí, pero el terrible apoderado no volvió a aparecer por el local.

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La noche se fue apagando triste y me marché cuando empezaba a amanecer. Fuera me esperaba él.

No David L. Martín. Compramos pipas, nos sentamos en un portal y hablamos durante horas. Nos

despedimos cuando los perros sacaban a sus dueños a pasear.

Desperté poco después y, efectivamente, la araña todavía estaba allí, pero también estaban el sol y

una cafetera italiana.

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Momentos irreconciliablesRita y Salva han llegado con su olor a arena caliente y a crema protectora con factor 30 y se han mar-

chado dejándome a oscuras delante de una mesa cargada de momentos que todavía no he aprendi-

do a reconciliar. Una botella llena de conchas que suenan, una cita apuntada en un papel amarillo y

una fotografía. Otra más.

La botella llena de conchas que suenan

Esta mañana me he levantado con el ruido del tráfico entrando sin cuidado en mi almohada y he

puesto música para equilibrarlo.

Me he dado una ducha, he preparado café y me he sentado delante del ordenador para revisar los

procesos de selección en los que estoy inscrita con otras 7.742 personas y para mandar un par de

curriculum demasiado ambiciosos.

Cada día reviso las mismas páginas sobadas, golpeo unas teclas deslucidas y repito posdatas insig-

nificantes. Todos los días me pregunto qué palabras mágicas ha utilizado una de esas 7.742 personas

para abrir la puerta frente a la que esperamos juntos.

A las doce en punto ha llegado Salva con el pelo más rubio y una cerveza fría para celebrar sus últi-

mas horas de vacaciones y una hora más tarde ha aparecido Rita con la botella llena de conchas que

suenan lejanas y unas poleras de plástico para soportar su primera jornada de trabajo.

La cita apuntada en un papel amarillo

- ¿Por qué ya no hay polos de chocolate?-, ha preguntado mi amiga entrando en la cocina con una bolsa llena de cacao, maicena, leche en polvo y nata.

Mientras calentábamos todos los ingredientes comentamos el encuentro con ese extraño apoderado con americana.

De nuevo me había relajado en un ropero en el que no soy más que una polilla con los días contados, aunque cada vez que metía la mano en el bolsillo recordaba una imagen afilada que trataba de negar. No le había vuelto a ver. Tampoco había recibido más mensajes suyos.

- Pero él siempre aparece cuando menos te lo esperas-. Salva ha confirmado lo que planeaba en silen-cio sobre la cocina.

El timbre de mi teléfono ha roto un misterio que estaba contaminando el gusto del chocolate.

- ¡Tengo una entrevista!-, he rugido apuntando la fecha y la hora del encuentro en un papel amarillo.

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La fotografía. Otra fotografía más

En la galería hemos compartido vasos de cerveza con el sol de media tarde. Agosto es un mes lángui-

do, un mes de gestos suaves y palabras huecas. De periódicos que apartan moscas en los chiringuitos

y calzan ruedos de paella y televisiones públicas de unos cuantos parásitos para sus amigos de azul.

De siesta y Casera por lo bien que lo hemos hecho. No sufráis por los incendios que estáis extendien-

do ni por los que celebran cumpleaños en prisión con regalitos preparados para todos. No en agosto,

porque septiembre llegará a la calle aunque huyáis del país.

Mis amigos se han ido y yo me he vuelto a sentar frente al ordenador con el frío pegado al paladar.

He entrado en Du ut des y he encontrado un nuevo mensaje para Alejandro: “Sígala hasta su hogar”.

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Los abrigos prudentesSeptiembre miente. Llega suave y cálido, cargado de folletos baratos, chándal de colores y spam.

Con medias incómodas y bañadores gastados. Sin Martín. Disfrazado de nuevas oportunidades y de

libreta en blanco.

María ha vuelto a casa y apenas se ha movido de su escritorio. Ni siquiera me acompaña con el soni-

do de su guitarra infantil. Antón sigue en la sierra y yo no encuentro el camino de vuelta al hogar de

esa araña vagabunda. No comprendo cómo puedo haber emprendido un camino sin retorno si no

encuentro la forma de avanzar.

Salva ha vuelto a sus aviones y a Rita le han encargado un trabajo nuevo. Pero mi teléfono no ha

vuelto a sonar.

El viernes llegué a una oficina inmensa con ordenadores enfrentados y olor a café y pude imaginar

cuál sería mi lugar en ella.

Había pasado la noche anterior estudiando a qué se dedican allí y buscando ese tipo de adjetivos

insulsos con los que definirme, pero la entrevista fue breve y salí de aquel edificio gris confundida,

incapaz de adivinar mi futuro.

De nuevo en la discoteca colgué algunos abrigos prudentes, esperando una llamada que me permi-

tiese salir corriendo, olvidarme de esa Laura vampira, de un ex boxeador en serie, del infeccioso Da-

vid L. Quise dejar de rebuscar céntimos en todos los bolsillos para ir a cambiarlos al banco e imaginé

la primera fiesta que haría un sábado por la noche. Pero no pudo ser ese sábado.

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Ha llegado septiembre con sus fascículos y sus coleccionables de estreno en los mejores quioscos del

país. Por fin entenderemos a los políticos con 100 expresiones absurdas. De la desaceleración acele-

rada al anuncio del anuncio de una bajada de impuestos. Además, podremos aprender informática

básica para corruptos ineptos y completar la enciclopedia “Derechos de la mujer del PP según Ga-

llardón. Si tienes opinión te jodes”.

Es hora de sacar el abrigo prudente y de prepararse para lo que tenga que pasar.

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De madrugada

Esa madrugada fue diferente. Volví a casa a la misma hora, con las manos metidas en los bolsillos y la

sombra agarrada al cemento. Me quité los vaqueros y me lavé la cara en silencio. Preparé el mismo

pan de ajo con queso y dados de tomate que había preparado otras mañanas acompañadas y me lo

comí sentada en la galería abandonada.

Busqué el movimiento en la ventana de enfrente y me dejé bailar por el humo de un cigarro. Parecía

una madrugada como cualquier otra, sonaba y olía igual que las demás. Incluso parecía la madruga-

da de cualquier otra persona. Pero no lo fue.

Unas horas antes había salido de casa como cualquier otro sábado, pero había cogido un metro en

dirección opuesta a la discoteca. Sentada en el vagón conté las llamadas de Laura que no había que-

rido contestar el jueves y el viernes y no pude evitar sonreír. Estaba segura de que esa noche no in-

sistiría. Su bilis se lo impedía. Disfrutaba sabiendo que no la vería más y que podía alejarme de aquel

local en el que había cumplido una pena de 8 meses y 1 día tanto como quisiera.

El miércoles por la mañana había recibido una llamada de la que sería mi nueva jefa acompañada

por el sonido de los teclados y los teléfonos, citándome el lunes para hacer un curso de formación

remunerado y firmar un contrato de tres meses. Me sentí libre y mareada y salí a celebrarlo con Rita

y María por Malasaña.

Después pasé dos días recuperando el sol, tratando de evitar cualquier contacto improbable con una

gente que se había convertido en la familia peor avenida que me había adoptado de forma perversa.

Me preguntaba qué va a pasar a partir de ahora, cómo voy a seguir las pistas lejos de aquel hogar

siniestro y si quiero hacerlo.

El sábado bajé en la parada de la casa de Rita con cerveza, limones y hielo y me reencontré con per-

sonas a las que apenas había visto durante el último año, Chusa, Aída, Mamen, Mika, Angi, Nacho.

Y bebí y disfruté, sin otra preocupación que la de imaginar en qué se van a dejar de invertir los miles

de millones previstos para los inverosímiles Juegos Olímpicos. Lamentando que de nuevo nos hayan

intentado hacer creer que somos algo que nunca seremos, como ellos. No lloréis por algo que no tu-

vimos, llorad lo que nos estáis quitando a diario, por la incompetencia que tenéis que ocultar detrás

de penosos discursos y de pactos secretos que recuerdan a un momento inmoral de nuestra historia

que compartieron dos personajes míseros y acomplejados con los pies encima de una mesa.

Y volví a casa con las manos en los bolsillos mientras se apagaban las farolas.

Ayer entré en la oficina a las 9 en punto de la mañana, expectante, pero con una inquietud familiar.

Durante el descanso volví a leer el mensaje que mi antiguo jefe me había enviado la madrugada del

sábado, mientras buscaba estrellas desde la galería en el techo opaco de Madrid.

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Aquella parecía una mañana como otra cualquiera, pero no lo fue.

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Juegos de cazaDe mi padre he heredado las cejas y los gemelos, el tembleque de la pierna cuando ve algo que no

le interesa en televisión, el gusto por las nueces con pan, el dedo pequeño del pie y el sonido metá-

lico que hace con la garganta al estornudar. Un pijama, la receta del arroz al horno y una capacidad

explícita para escupir odio en días tan vergonzosos y tristes como este, en el que un animal ha sido

acuchillado por todo el cuerpo hasta que ha muerto aterrorizado.

Mi mayor deprecio para ese paleto que se ha ensañado con un toro y se ha llevado un trofeo siniestro

a casa y para todos sus cómplices. Me dais asco, porque sacáis lo peor de mí.

No puedo evitar que esta realidad primitiva me sacuda cuando voy cada mañana en el metro, cuan-

do leo alguna de las Historias de cronopios y de famas y cuando me siento delante del ordenador

para remover de nuevo las piezas de un rompecabezas imperfecto.

Durante varios días no pude olvidar ese mensaje del boxeador en la pantalla de mi teléfono: “Tenía

grandes planes para ti y todavía los tengo. Siempre serás mi polilla”. Recordé que Alma también

había sido la polilla de su armario y sentí náuseas. No comprendía qué quería decir aquello, pero

recordaba el encuentro entre ambos en aquel garaje y el relato de Martín sobre ese último día que

ella había ocupado el guardarropa.

También me obligó a recordar y ordenar todas las amenazas, advertencias y recomendaciones que

había recibido a lo largo del año.

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Por suerte también ha habido consejos y mensajes de ánimo.

Espero llegar al final Jesús. El despertador me arranca de esa pesadilla cada vez más lejana todas las

mañanas y no sé cómo dominarla. Por el momento no tengo más remedio que dejar que esos perso-

najes de ocho patas me rodeen con sus juegos de caza y volver a pediros ayuda.

¿Quizá debería volver a la discoteca?

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Fui- ¿Falta algo?-, me preguntó un policía tibio, mientras pulsaba teclas del ordenador al azar.

Abrí el bolso y coloqué todas mis posesiones en orden sobre la mesa. Una cartera cargada de fotos

más valiosas que la Master Card, 12 euros y 37 céntimos, una funda de gafas vacía, la factura de la

luz que había tenido que ir a pagar al banco, dos bolígrafos de punta fina, la libreta rota atada con

un trozo de tela, auriculares enredados, un mechero sin carácter, La espuma de los días, horquillas

oxidadas, una cinta métrica, la pulsera verde, llaves y un tampón que no quise sumar a aquella cere-

monia exhibicionista.

- Está todo-, respondí, recogiendo mi intimidad.

El viernes María había llenado la casa de personas que celebraban su licenciatura y se preguntaban

por el futuro con una cerveza medio llena en una mano y una medio vacía en la otra. Salva, Antón y

yo nos sentamos en una esquina de la galería con nuestra intriga encerrada en la guitarra de Johnny

Cash.

- Tenemos que ir a la discoteca y ver qué quiere ese tipo de ti-, dijo Antón. Había vuelto de la sierra

con la piel endurecida y la ropa sucia.

Todos pensábamos lo mismo, pero buscábamos el valor necesario para hacerlo en el fondo de nues-

tros vasos.

La fiesta fermentó de manera inevitable, así que no encontramos ningún motivo para seguir igno-

rando la gravedad de nuestra misión. María se quedó bailando en la cocina inspirada por un Peter

Sellers despistado entre las burbujas.

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De camino al local apenas nos miramos. No teníamos un plan, sólo queríamos encontrar una res-

puesta en aquella cueva tramposa. Cuando entramos esa humedad acomodada que había intentado

olvidar me golpeó todos los sentidos. Fui al ropero seguida por mis amigos y vi a una chica leyendo,

ajena a las tristes luces que la rodeaban. Quise advertirle, como quizá había hecho Alma conmigo,

pero de repente escuché una voz familiar a mi espalda.

- ¿Qué haces aquí?-. Era Laura. Me sorprendió ver que seguía escalando tacones. Parecía que hubie-

ra pasado un mundo desde que recibía sus órdenes feroces.

- Quiero verle-, respondí acercándome a ella.

- No está y dudo que quisiera verte después de lo que nos hiciste-, también se acercó a mí.

Todo lo demás pasó muy rápido. Las personas se amontonaban en el mostrador para dejar y recoger

abrigos y Laura me empujaba hacia la salida. Antón y Salva intentaban hacerse hueco para echarme

una mano y al fondo la puerta del despacho se abrió sólo durante un segundo. De pronto había per-

dido de vista el bolso. Busqué por el suelo y en el guardarropa. Sabía que Laura no me lo podía haber

quitado porque no se había apartado de mí, así que salí de allí corriendo, pero ya no había nadie en

la calle.

Mis amigos me acompañaron a la comisaría y de vuelta a casa. María dormía en el sofá y nos senta-

mos junto a ella derrotados.

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Ayer en la oficina recibí la llamada de un agente y pase la tarde en la jefatura. Por eso no pude con-

taros lo ocurrido. Había recuperado mi bolso, con todo lo que llevaba en él.

Cuando salí de allí cogí el autobús y me senté sola. El tráfico estaba desquiciado, pero no me impor-

tó. Necesitaba un rato para pensar. Quería pasar página, olvidarme de ese jefe cobarde atrincherado

en las sombras y de su encargada alborotadora. Recuperar mi realidad de té con El diario en la pan-

talla del ordenador, de la calle en octubre. El calor de todos los que sostenemos esos mensajes de

buena esperanza que se mandan de puertas para afuera. Los pensionistas, los enfermos crónicos, las

víctimas de la divina Botella, que sigue de risas mientras aprieta hasta ahogar a sus vecinos por 900

sucios euros, las funcionarias y los opositores, aquellos que vemos fascinados cómo esa televisión

marilolera monta un chou mu divertío en torno a las desgracias personales, eso sí, las andaluzas

primero, los desempleados y quienes estamos orgullosos de Rodrigo Rato, que no deja de superarse

personal y profesionalmente. Sólo espero que su amigo Emilio le dé un par de días de asuntos pro-

pios para responder a todos los que ha hundido.

Pero entonces recordé lo que me había dicho Salva el viernes antes de salir de casa.

- Coge el sobre por si acaso.

No estaba. Aquel sobre con la fotografía que había sacado del cajón de mi escritorio había desapa-

recido del bolso.

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Cuestión de interpretaciónMi segunda visita a comisaría ha sido más breve. Sola frente a esa pared descuidada por las horas

huecas he escuchado el avance de las noticias en una radio particular:

“Mariano Rajoy viaja a Japón en el marco de su gira asiática…” para seguir huyendo de la corrup-

ción. El presidente se esconde en Fukushima de preguntas incómodas como las de la periodista de

Bloomberg.

- Así-, reconoce protegiéndose de la radiación con una máscara-, evito el ridículo de intentar censu-

rarlas.

“El ministro Montoro defiende los presupuestos de la recuperación…” de sus colegas peinabigotes

al frente de bancos, eléctricas y clínicas privadas de Pozuelo y agradece que ya apenas se escuche a

los más débiles en las calles del país.

“Y en el ámbito internacional, cierra el gobierno de Estados Unidos…” porque un grupito de algo-

doneros revenidos quieren evitar que las personas con menos ingresos disfruten de la mínima co-

bertura sanitaria. La ministra Ana Mato ya se ha puesto en contacto con el charlatán Ted Cruz para

felicitarle por su hazaña.

Cuando el agente ha vuelto a sentarse ante la misma pantalla una semana después parecía divertido.

- Mira-, me ha dicho, aunque se dirigía a otra persona, quizá a un compañero disfrazado de oficinista

que no perdía detalle de nuestra conversación-, lo único que puedes hacer es poner una denuncia,

pero yo no te puedo dar información sobre la página que me dices.

Después de unos minutos he salido de la habitación triste con cristales turbios y he vuelto a coger el

autobús, sola, humillada una vez más.

Cuando he llegado a casa le he contado lo sucedido a María.

- Parece que estás sola en esto-, ha comentado mientras untábamos pan con tomate triturado,

aguacate y wasabi.

- Y no sé qué hacer-, he respondido distraída.

Delante de la televisión todo me ha parecido irreal, una de esas series que dejan pasar la oportuni-

dad de terminar con éxito, cuestión de interpretación. Pero ahora, frente al ordenador recuerdo el

momento en el que decidí pedir ayuda a la policía por fin.

Fue ayer, sentada en mi nueva mesa en la oficina. El viernes anterior había terminado el período

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de formación y había empezado a trabajar junto al resto de mis compañeros. Durante el descanso

aproveché para entrar en mi correo y también en Do ut des. Fue algo reflejo, una necesidad prima-

ria. Y entonces leí el nuevo mensaje: “Sabía que no podría dar marcha atrás cuando reclamó nuestra

confianza. Encuentre el camino o iremos a buscarle”.

La montaña rusaDespués de haber recibido ese nuevo mensaje, de haber recibido ese mensaje en un refugio aséptico

y neutral, si eso es posible, de haber pedido ayuda y haber sido rechazada, de haber creído que no

hay nadie a mi alrededor, de haber escuchado que efectivamente no hay nadie, sólo un par de horas

después de haber compartido esa última imagen con vosotros y de haber sentido el vacío bajo mi

cuerpo, Martín llamó a la puerta.

- Lo he leído-, dijo.

Le dejé pasar y aquella sensación de vacío se quedó en el pasillo. Preparé té y abrí la ventana para

despistar al verano, que se había pegado a las paredes. Martín cogió dos tazas del armario sin tira-

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dor, como si siempre hubiese sabido dónde estaban, como si no hubiese dejado de saberlo.

- ¿No te han dicho nada más?-, me preguntó echándose tres cucharadas de azúcar.

Negué con la cabeza. No había nada más que contar sobre aquella visita a la comisaría.

- ¿Y no has vuelto a tener noticias del apoderado ese?-, continuó.

No había recibido más mensajes suyos, pero el último que había mandado parecía tener una conti-

nuación más allá del papel. Le imaginaba acercándose muy despacio, como un animal peligroso y

arrebatado. No sabía dónde buscar o cómo detenerle.

Martín acercó su silla a la mía y me ofreció un cigarro. Fumamos en silencio durante un par de minu-

tos.

- ¿Has vuelto a la discoteca?-. En esta ocasión la que preguntaba era yo y él negaba con la cabeza.

- Ya no tengo nada que buscar allí-, explicó con voz subterránea.

Por la mañana las páginas de los periódicos se amontonaban calientes sobre la acera. Me despedí de

Martín en la parada de metro y volví a ese refugio caprichoso.

El jueves llegué al taller de Clara para encontrarme de nuevo con Jesús, Patricia, Arantza y los demás,

el vino tinto, el calor de los libros viejos y nuevos, una nueva partida contra esta realidad disfrazada.

Cuando salí Martín me esperaba apoyado en una farola.

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Esta realidad debe continuar, no hay modo de frenarla. Todavía no os pueda contar si subo o estoy

cayendo, pero sé que no estoy sola.

Mientras, la vida vuelve poco a poco a las calles.

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¿Nada ha cambiado?El viernes recogí el correo cuando llegué de la oficina y subí las escaleras detrás de una vecina car-

gada con un perro peludo *. En la cocina el otoño jugaba con los colores, guardé la compra, abrí la

ventana para compartir la suavidad del fin de semana y puse música.

María había salido a buscar calor abandonado en las terrazas de Malasaña y Antón llevaba varios días

sin pasar por casa. Sus mensajes eran rompecabezas escritos con prisa. Rita había cogido varios días

de vacaciones y se había marchado a Asturias con Sergio, ascendido de amigoamanteenemigoyde-

nuevoamigo a amanteenemigoydenuevoamante. Y Salva también llevaba varios días desaparecido

entre hojas de cálculo, certificados, cédulas y otros papelajos grises.

Lavé los pimientos, la berenjena y la cebolla y los metí en el horno caliente con aceite de oliva. Mien-

tras se doraban puse dos copas de vino sobre la mesa y llené una, me abrigué con una chaqueta vieja

y busqué en los bolsillos momentos de vidas pasadas. Un billete de metro, una piedra y una lista para

comprar queso tierno y manzanas. Aquello había sido en mayo, en el cumpleaños de Martín. Ahora

estaba esperándole de nuevo.

Era extraño recordar todo lo que había sucedido como si lo hubiese visto en una película empezada,

aquella tarde tumbados sobre un banco, abrigados con una chaqueta vieja.

Parecía que nada hubiera cambiado, la misma justicia asustada frente a los todopoderosos, el mis-

mo Gallardón riéndose de las mujeres que no tienen miedo y un renovado Miguel Ángel Rodríguez

con su superpoder para sentenciar a los demás mientras espera su propio juicio. Los mismos desahu-

cios, más dramas ignorados, repagos, imputaciones, sindicalistas chantajistas.

Tampoco había cambiado casi nada en aquel mundo de sombras y arañas. Todavía hacía frío cuando

había llamado a esa puerta con el número 35, que jamás había dado respuestas a mis preguntas.

Martín llamó al telefonillo y dejé la puerta abierta para que entrase mientras le quitaba la piel a las

verduras y untaba los panes de pita con queso cremoso.

Tampoco había cambiado la impresión que dejaba su voz en todas las habitaciones de la casa.

Me ayudó a cubrir la masa con la escalibada y aceitunas negras y se sentó delante de mí con una

copa en la mano. Hablamos durante horas mientras Martín jugaba distraído con la publicidad de los

restaurantes chinos de la zona y entonces me fijé en aquellos papeles. Entre los colores chillones y

las letras resbaladas había un sobre que ya conocía.

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Es posible que todo haya cambiado de repente.

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Imágenes. Parte IHabía dejado aquella fotografía sobre la mesa, con su reflexión a cuestas, peleando con el olor del

pan tostado. Martín tampoco se atrevía a tocarla. Era la primera vez que se veía junto a Alma en ese

papel peregrino, relleno con sonrisas molestas.

Así que nos fuimos a la galería para alejarnos de ella. Entre abrigos y mantas recordamos la conver-

sación que habían tenido en esa discoteca delirante el pasado doscerodoce, aquel encuentro, cada

vez menos casual, el robo de una imagen que vuelve, las notas que guardo entre las páginas de aquel

libro que leía la madrugada del 1 de enero, conversaciones clandestinas en un garaje, amenazas, una

gabardina abandonada en el perchero. Diego, el boxeador, David L.

Alma.

Agotamos un par de horas buscando la manera de localizarla, llenamos varias copas de vino y volvi-

mos a encontrar un hueco para las verduras asadas entre la inquietud.

Esa noche conseguimos apartar la imagen sin sentido de nuestra realidad y al día siguiente me le-

vanté para preparar café y me atreví a mirarla de nuevo. Pero sólo por la parte en la que había escrito

su mensaje agotado. Y entonces descubrí dónde buscar.

El día de mi cumpleaños se llenó de presentimientos, pero el sol se fue cayendo y la noche tuvo otros

protagonistas: Rita, Sergio, mi amiga Valentina, de 1º A, Antón, Carlota, que fumaba conmigo en el

baño de aquel restaurante chino en el que trabajé, María, Fer y Yol, compañeros de muchos viajes,

Salva.

Martín.

Esta realidad tiene dos caras y debo encontrar el vínculo entre ambas antes de que esa primera ad-

vertencia se cumpla este año, el número 30 para mí.

El domingo, mientras recogía las copas que se habían quedado a medias entre conversaciones capri-

chosas y huidas improvisadas, le enseñé lo que había descubierto a Antón.

- ¿Ves?-, le indiqué-, en la esquinita hay algo más escrito.

Él estudió el papel en silencio durante unos segundos.

- No entiendo muy bien lo que pone-, dijo alejándolo un poco-. Langa…

- Langa ópticos-, rematé.

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Me miró sin comprender y enseguida sacó el teléfono móvil de alguno de los bolsillos de su pijama.

- Langa ópticos-, dijo mientras esperaba para que se completase toda la información en la pantalla-. Fuencarral 54.

Aquella dirección me abrasaba los párpados desde la mañana anterior y no había podido encontrar el establecimiento abierto. Hasta ayer.

Nunca había entrado en Langa ópticos y no encontré nada allí que me hiciese sospechar que oculta-ba arañas asesinas en la trastienda. Era un local pequeño y muy luminoso, con un personal amable y estanterías cargadas de gafas de todos los colores.

- Hola, buenas tardes-, le dije al propietario-, he recibido una fotografía con su logotipo y me gustaría saber si usted sabe algo de ella.

Había tratado de encontrar una manera más sutil de abordarle, pero no había nada que justificase todas las dudas que tenía.

Aquel hombre cercano me miró con serenidad y después fijó su atención en aquel papel arrugado.

- Aquí está-, señalé de nuevo, tratando de impedir que leyese el incómodo mensaje de Alma.

- Sí-, comentó absorto-, ese es nuestro logo-. Colocó la imagen bajo una lente de aumento y después de unos instantes levantó la vista-. Pero esto no es nuestro.

Me tendió la fotografía y se quitó las gafas con un gesto cómplice de mi angustia.

Y entonces me dio la clave que necesitaba.

- No revelamos desde que estábamos en el Pasaje Mutualidad.

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Imágenes. Parte IIHe necesitado dos semanas para ordenar este relato y para asimilar todo lo que implica. Frente a la

pantalla iluminada todavía no he dejado de sentir el frío de todo lo que sé y todo lo que aún desco-

nozco.

El lunes pasado entré en ese edificio por la Corredera Alta de San Pablo. El sonido de la calle se apagó

en cuanto pisé aquellos suelos oscurecidos por el abandono. Los escalones, una curva misteriosa, el

cristal opaco y varios comercios consumidos contaban una historia común.

Todas las puertas estaban cerradas, todas las bombillas fundidas y las voces se acumulaban en bal-

cones inesperados. Y al doblar una esquina confusa la vi. Apoyada en la fachada de la antigua tienda

Langa, leyendo La conjura de los necios, Aquella conjura de los necios en la que guardo todas sus

notas, esperándome.

Me miró acercarme, torpe, y sonrió.

Un año de dudas se acumuló en mi boca, pero no llegó a salir ningún sonido de ella.

- Veo que has conseguido encontrarme-, dijo con la garganta desentrenada.

A nuestro alrededor las personas no tenían rostro y caminaban despacio hasta desaparecer en sus

propias vidas.

- ¿Qué hacemos aquí?-, pregunté.

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Mis palabras llegaron a la cúpula de vidrio mojado, rompiendo la pesadilla y empujándome a aquel

momento absurdo.

- Mi padre trabajó aquí-, comentó-, guardo un sello de la tienda.

La miré esperando una explicación que acabase de convencerme.

- Pensé que si de verdad estabas interesada en encontrarme harías un esfuerzo-, concluyó con des-

gana, buscando un cigarro en su bolsito rojo.

Quise sacar alguna palabra de mi estómago, escupir todo lo que había provocado con sus sentencias

apáticas, obligarla a mirar lo que no era capaz de expresar en mis ojos.

- ¿Me puedes explicar qué quieres de mí?-, pedí con angustia.

Echó un hilo de humo en la otra dirección buscando un apoyo invisible y se acomodó en una crista-

lera triste.

- Necesitaba ayuda-, dijo-. Quería que alguien que no tuviese nada que ver conmigo metiese las na-

rices en ese cubo de basura para saber qué pasa allí.

- No me sirve-, respondí nerviosa.

Tiró el cigarro al suelo y se encogió en su bufanda.

- Yo estaba con alguien-, explicó, recordando un momento doloroso-. Él me metió en el ropero de la

discoteca. Durante un tiempo todo fue muy bien. Nos llevábamos muy bien entre todos, tomába-

mos copas juntos e íbamos a fiestas en casa del jefe.

Me miró buscando una señal de conformidad. Entonces recordé la reunión en la que había trabajado

en aquel piso siniestro. Allí había recibido la última nota y había conocido a David L.

Todo lo que me contaba intentaba encontrar su lugar en esta historia en la que me atrapó a principio

de año.

- Pero entonces todo cambió-, continuó-. Ese hijo de puta hizo algo que nos hundió a Diego y a mí.

No me sorprendió aquella revelación. Busqué más detalles en su gesto, pero sólo reflejaba odio y

angustia. Le di un momento para que recuperase la distancia con aquello que había dejado cicatriz.

- Me fui de casa de mi novio-, quería acabar cuanto antes-, pero seguí trabajando allí durante varios

años para intentar averiguar algo, hasta que ese cabrón me pilló en su despacho y tuvimos una bron-

ca.

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Por fin me miró a los ojos y me enseñó lo que llevaba guardado en las entrañas. Dio unos pasos y volvió a enfrentarse a mí.

- Martín estaba allí y lo vio todo-, apuntó en voz baja-. Después llegaste tú y el jefe me dijo que me marchase sin montar el numerito y no se apartó de mí, así que no pude decirte nada.

Recordé aquella coletilla que me había golpeado el estómago, “ya sabes nena”.

- Y después me dejaste la nota-, completé su relato.

Ella asintió y noté como sus hombros se relajaban. Era mi turno, así que traté de ordenar todas las preguntas que se amontonaban.

- ¿Por qué me amenazaste?-, tenía que ir con cuidado para evitar que huyese de nuevo.

Alma rebuscó dentro de su bolsito rojo y sacó una libreta pequeña con dibujos infantiles en la porta-da. Era un intruso con colores de chicle dentro de aquel vacío cenizo.

- Es mi diario-, lo abrió por la última página y fue pasando hasta la primera-. Cuando empecé a escri-birlo mi vida era diferente.

Volvió hacia delante más despacio y pude ver varias páginas arrancadas. Había sacado las adverten-cias de sus propias anotaciones.

- Aquella noche te quedaste en la garita y yo me metí en el despacho con ese-, comentó con una mueca de desprecio, refiriéndose al boxeador-. Me dio un sobre con dinero para que dejase las cosas tranquilas. Cuando salí tú estabas con Laura en la entrada, así que metí esa página en tu libro. Fue lo único que encontré para advertirte y, realmente, me pareció apropiado-, sonrió con amargura.

Reviví el momento en el que había visto la nota por primera vez. “Este va a ser tu último año”.

- ¿A quién iba dirigida esa amenaza?-, presioné. No quería que cayese en aquella sombra otra vez.

- A mí misma-, recordó con voz ronca.

De nuevo quería guardar entre las columnas de aquella galería de Fuencarral sus misterios, pero me debía verdades. Así que saqué de mi propia mochila aquellas tres notas y las coloqué delante de ella en el suelo.

Nos volvimos a mirar a los ojos en silencio y ella encendió un cigarro más.

- Sólo escribí la última después de conocerte-, dijo mirando aquel papel. “Las predicciones se están

cumpliendo”.

- ¿Por qué?-, exploté-, ¿por qué has jugado conmigo durante todo este tiempo? Las notas, el sello,

siempre a escondidas, la gabardina, ¿qué esperas que haga por ti? ¿Qué esperas que piense de ti si

me puteas para conseguir algo que no sé qué es?

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Miró sus pies como una cría humillada, mientras yo daba pequeños pasitos a un lado y a otro con el ritmo del corazón en los zapatos.

- A Diego le gustaba mi forma de ser-, comenzó un nuevo relato incoherente, recuperando su arro-gancia crónica-. Esos juegos que te molestan. Así es como soy.

- Me asustaste-, escupí acercándome a ella-. Me metiste en algo muy raro.

Me tragué todo el aire amontonado en aquel pasillo y esperé a que continuase.

- Lo siento-, tartamudeó como si fuese la primera vez que sacaba aquellas palabras de su interior-. Quería que te interesaras por lo que pasaba en la discoteca, pero hace un par de meses Diego me dijo que habías ido a su casa y que habías preguntado por mí y me entraron remordimientos.

No pude evitar una sonrisa a la altura de esas suyas, tan rojas y asimétricas.

- Entonces fui a ver a Martín-, siguió, aceptando mi reproche mudo-. La noche que vio mi pelea con el jefe me dijo dónde estaba su oficina, así que sólo tuve que esperarle en la entrada.

Ahora la que quería fumar era yo.

- Le pregunté por ti y me dijo nosequé de una página.

- Do ut des-, la ayudé-. ¿Qué sabes de eso?

- Nada-, aseguró inmediatamente.

De pronto unas lámparas colgadas en techos rebeldes iluminaron los rincones y por primera vez aquella tarde la creí.

- ¿Quién es David L.?-, ya no había motivo para guardar cartas en la manga.

Su mirada fue de nuevo sincera. Sólo me quedaba una gran pregunta que hacer.

- ¿Qué pasó con el jefe?

Alma la esperaba con terror, pero las dos sabíamos que no nos íbamos a marchar de allí hasta que la respondiese, así que la animé a comenzar cuanto antes.

- Fue el 3 de abril, ¿verdad?-, me miró rígida-. Yo también sé colarme en sitios a los que no he sido invitada-, apunté, recordando el garaje hasta el que había seguido a mi jefe.

- Sí-, respondió todavía confusa-. El 3 de abril de 2010.

Aquella chica había trabajado durante tres años en el guardarropa después de aquello, así que debía

haber sido veneno para ella.

- Era sábado y yo había trabajado, así que llegué de madrugada a casa-, relató-. Diego no estaba allí.

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Me había sorprendido no verle en la discoteca; solía ir cada noche, como Martín cuando tú ocupaste mi puesto.

Tuve la impresión de que nunca sabría hasta qué punto me conocía, cuántas veces me había obser-vado, cuándo había seguido el sonido de mis pasos, como había hecho yo hasta aquella puerta con el número 35.

- Me sorprendió, pero estaba tan cansada que no le di importancia-, reflexionó-. Creo que en parte me marché de allí porque me sentía culpable.

Una lágrima se escondió en su bufanda.

- Llevaba un par de horas durmiendo cuando llamaron por teléfono y antes de cogerlo supe que había pasado algo. Era la madre de Diego y me llamaba desde el hospital-, levantó la cabeza-. Le habían dado una paliza en un garaje y estaba en coma.

Se encogió entre aquellos muros tratando de envolverse en piedra.

- Se despertó después de varios días-, continuó-. Si no te importa no te voy a contar los detalles de la recuperación, pero ya te habrás dado cuenta de que tendrá secuelas de por vida. El caso es que nunca dijo nada, ni a su familia ni a mí ni a la policía.

Cada vez pasaban menos personas a nuestro lado, parecían comprender la gravedad de lo que Alma estaba descubriendo. Yo tampoco quería interrumpirla con preguntas intransigentes.

- Una tarde vino el jefe a verle y me pidió que les dejase solos-, recordó-. Cuando se marchó y volví a entrar en la habitación Diego tuvo una crisis que casi lo mata. Entonces empecé a sospechar que tenía algo que ver con la paliza, pero me volqué en la rehabilitación y me olvidé de todo lo demás.

Arrugó el paquete después de dar una calada que parecía capaz de sacarla de su pasado.

- Poco a poco fui confirmando lo que pensaba y me desentendí de la discoteca.

Aquella explicación era insuficiente.

- No fue por nada en concreto, sólo el miedo que intentaba esconder cada vez que hablábamos del jefe, el tiempo que habíamos vivido juntos. Lo conocía tan bien-, comentó dejando el dolor para refugiarse en la ira-. Y entonces les vi juntos como si no hubiese pasado nada. Tuve una bronca con Diego y me marché. Sólo le veo un par de veces al año, para que no se olvide de que aquello también me marcó a mí.

Se apartó de la pared y lanzó la colilla lejos, buscando la calle con la cabeza.

- Volví a la discoteca como si no hubiese pasado nada-, concluyó-. Sabía que Diego no diría nada para protegerme. El resto ya lo sabes.

Han pasado dos semanas de aquello y soy incapaz de olvidar la mirada de Alma cuando nos despe-

díamos.

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Tenía los ojos tan rojos como la boca, éramos casi amigas caminando una junto a la otra hacia el metro. Habíamos compartido unas horas intensas y yo había guardado su teléfono justo antes que el de Antón.

- De todas formas ya no estoy en el ropero.

Cuando le dije el nombre de la empresa en la que había empezado a trabajar me agarró el brazo con fuerza.

- Diego trabajaba allí cuando me metió en la discoteca.

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Noche de brujasMe metí en un vagón de metro cargado de personas que sabían a dónde iban y me llevó a mi cama.

Allí no tenía que pensar, podía abrigarme con la oscuridad anaranjada de las calles y recordar una

canción que probablemente nunca haya oído.

Aquel lunes pensé que la realidad habría querido convertir mis minutos en desiertos, pero enseguida

me saqueó con su habitual violencia.

Durante estos 15 días he perdido una hora, un eclipse de Sol y un día de superstición y buñuelos, he

vuelto a estudiar inglés, he probado una mascarilla de cactus de Panamá, he visto Searching for Su-

gar Man y he hecho un comecocos con papel, pero no he conseguido que tome decisiones para mí.

Estas semanas miles de personas se han vuelto a vestir de blanco y de verde para defender lo que

fue suyo, mientras los que se lo han quitado huyen de sus despachos para disfrutar de la ignorancia

en familia. Es la noche de brujas y todo vale, Take a walk on the wild side. Los sátiros se visten de

cura, los curas se disfrazan de educadores y los mismos cretinos de siempre vuelven para asustar a

los niños con el clásico discurso de héroe sacrificado por la patria.

La negligencia se esconde bajo tierra y la tortura más atroz se engalana en las fronteras. Es un día

para recordar a los muertos, pero sólo a aquellos que nos resultan cómodos, que no nos quiten el

sueño y el hambre.

Pensé dejar la oficina. Había aprendido que en esta fiesta de caretas nada es casual. Si Diego había

trabajado allí significaba que la empresa estaba relacionada con esa trama siniestra en la que estaba

atrapada.

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Me enredé con las sábanas y cerré los ojos y entonces me descubrí realmente enfadada conmigo.

Había llegado demasiado lejos para echarme atrás, aquel lugar era el único que podía darme res-

puestas y tenía que seguir adelante.

Cuando llegué a la puerta tenía los hombros rígidos, estaba expuesta en aquella mesa impersonal,

“ellos” sabían que estaba allí, “ellos” me habían metido allí.

Pero no sucedió nada. Y los días que siguieron a aquel martes tampoco pasó nada, así que hoy he

reunido a mis amigos alrededor de una mesa con el calor de las castañas asadas. Quiero recordarles

que se acerca una fecha importante.

9Seguimos difuminados, buscando pistas que se esconden detrás de los espejos unidireccionales. Se-

guimos haciendo planes con cervezas frías y papeles usados. Intentando encontrar una solución que

no será amable.

Todavía no me he quitado ese disfraz de periodista que me queda grande y busco huellas en las puer-

tas acristaladas de la empresa en la que trabajo por orden de una sombra imprecisa que me maneja

con hilos de seda.

Cada día a la misma hora tomo café con mis compañeros, tratando de averiguar si son amigos o ene-

migos y si yo soy presa o trampa, pero ellos no me van a dar la respuesta. Quizá no la conocen. Y por

la tarde busco la manera de seguir adelante. Recuerdo los tambores electrónicos que nos llevaron

a la boca del lobo y la calma que se sucede y que siempre pasa. Reviso el correo electrónico de un

Alejandro creado y repaso las líneas de esa araña una y otra vez.

Miro el número de teléfono de Alma en la pantalla de mi móvil y busco nuevos mensajes en Do ut

des, pero David L. no quiere poner otro anzuelo. Ya estoy donde él quería y sigo chocando con las

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paredes, pero puede que haya encontrado un pasillo que él no vigila.

Rita camina a mi lado, entre bolsas amontonadas con la basura de una alcaldesa satisfecha con su

ignorancia y hojas húmedas, igual que me acompañó aquel día. Igual que Martín y Salva.

Siento no poder contaros más, pero esta historia se escribe y se revisa cada día con los comentarios

de todos los que queráis participar. Espero vuestra ayuda en esta página incompleta. Ha comenzado

la cuenta atrás. 9 días hasta ese 21 de noviembre… *

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2Ya se habían marchado todos y Martín y yo fregábamos vasos agotados y agotábamos migas de ho-

jaldre con pollo y sobrasada. Habíamos celebrado el cumpleaños de Antón y una nueva oportunidad

para María. En otra ciudad, al norte de varios ríos, sin cruzar el mar.

Habíamos planeado la primera visita que le haremos y las primeras filloas con miel y nata que com-

partiremos.

Habíamos puesto una vela en el centro de la mesa, habíamos bebido vino y habíamos hablado con

voces arrebatadas de mierda acumulada en las rocas, las aceras y los despachos. Parece que nadie

la ha colocado ahí y nadie quiere limpiarla. Hay que reconocer que tienen habilidad para esconder la

mugre en cajones cargados de billetes pegajosos, para disfrazarla de éxitos y cargarla en el lomo de

los que tratan de sobrevivir debajo de montones de basura que no han generado. Quieren hacernos

responsables de su nulidad, cerrarnos la boca con multas cargadas de ceros, mientras celebran sen-

tencias absurdas que ya habían pagado hace 11 años. Pero no pueden evitar la peste a chapapote

cada vez que abren la boca.

Habíamos guardado una carta en el bolso de María y nos habíamos despedido. Secábamos vasos

desafiantes cuando recibimos un mensaje: “Hecho”.

Dentro de dos días habrán pasado tres años desde que ese boxeador convertido en matón de garaje

dio una paliza a un chico, otro. Lo habíamos leído en un periódico al sol de febrero en La Latina. Esa

será la ocasión de dar la vuelta a este teatrillo verbenero y conseguir aclarar cuál es mi papel en él.

Llevo estudiando mis frases desde aquel 3 de abril en una esquina sombría y el miedo escénico ha

desaparecido. Necesito conocer lo que tiene que contar ese tipo que sigue participando en mis mo-

vimientos después de haber dejado su cueva.

Seguíamos viendo Twin Peaks en el sofá cuando Antón volvió a casa. Dejamos al Agente Especial

Cooper soñando cuartos intoxicados y salimos a la galería para conocer los detalles de la noche.

- Hemos ido a la discoteca-, dijo mi compañero.

Encendí un cigarro y abrí la ventana para no molestarle.

- Hicimos lo que nos dijiste-, continuó-. Fuimos a la barra y le dimos la carta al camarero.

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- ¿Le visteis dársela a alguien?

- Sí-, respondió,- a la estirada esa que anda por ahí.

Se refería a Laura, la encargada. Si ella la había recogido llegaría al jefe.

- Después nos fuimos-, explicó-, por si nos conocía alguien.

Al cabo de un rato Antón se fue a dormir. Había pasado la noche de su cumpleaños haciendo recados intrigantes para ayudarme. Martín y yo nos miramos sin hablar. Habíamos completado la primera parte de aquel plan calcado y ya sólo podíamos esperar.

Dentro de dos días volveré a aquel garaje hostil para encontrarme con ese personaje secundario,

como hizo Alma unos meses antes, pero no iré sola.

Puede que sea un error confiar en ella, como me había advertido Othelo, pero estamos unidas por

un antagonista común.

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En la cueva otra vez

Alma y yo pasamos un par de horas sentadas en el coche de Salva. En aquella cueva de nuevo. Me

sentía acechada por animales subterráneos y apenas confiaba en un plan que sólo estaba basado en

sospechas y temores.

En aquel periódico ponía que el ataque había tenido lugar de madrugada, así que había recogido a

Alma cerca de la medianoche y juntas nos habíamos metido en aquel lugar, el mismo que ella había

compartido con el jefe unos meses atrás.

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Alma y yo pasamos un par de horas sentadas en el coche de Salva. En aquella cueva de nuevo. Me

sentía acechada por animales subterráneos y apenas confiaba en un plan que sólo estaba basado en

sospechas y temores.

En aquel periódico ponía que el ataque había tenido lugar de madrugada, así que había recogido a

Alma cerca de la medianoche y juntas nos habíamos metido en aquel lugar, el mismo que ella había

compartido con el jefe unos meses atrás. Pero la noticia no especificaba dónde se había producido.

Por eso había pedido a Rita que vigilase el portal del boxeador. Debía seguirlo cuando saliese por si

utilizaba otros garajes como cuadrilátero.

Sin embargo, tenía la intuición de que no sería así.

Martín había venido detrás de nosotras con su coche y estaba aparcado varios metros más allá, pre-

parado.

Los nervios se apretaban entre mis costillas en medio de aquella oscuridad. Había decidido confiar

en una chica que no traía referencias.

Le había mandado un mensaje unas semanas atrás para contarle lo que tenía pensado hacer y en-

seguida había aceptado escribir la carta que Antón y María habían entregado al jefe. Aquel efecto

teatral tenía su firma.

- ¿Qué pasó aquí?-, le pregunté, rompiendo la gravedad de aquel silencio.

- Básicamente le dije que iba a descubrirle-, comentó mirando por el espejo retrovisor como si hubie-

se esperado aquella conversación durante varias semanas-. Se rió de mí. Me dijo que no tenía nada

que descubrir, que dejase de torturarme y que le dejase en paz.

Yo también buscaba sombras en todas las esquinas, aunque podía sentir la compañía prudente de

Martín.

- Le dije que no se relajase y me marché-, concluyó.

Entonces recibí un mensaje de Rita, para cerrar aquel episodio y abrir una nueva página: “Está salien-

do”. Un quejido se escapó de mi garganta.

Mi amiga me iba relatando brevemente los movimientos de ese tipo miserable desde cada semáfo-

ro, acercándose. No pude evitar recordar aquella historia que me contaba mi madre en un estudio

lúgubre en la que un espíritu sube escalones uno a uno, despacio, devorando el terror de Marieta,

hasta llegar a su lado: “Está entrando en el garaje”.

Enseguida vimos las luces rodeando aquel espacio difuso y deteniéndose frente a nosotras. Alma

estaba rígida, pero en cuanto vio al jefe salir de su coche abrió la puerta del pasajero y caminó hasta

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situarse a su lado.

- Veo que no te cansas de mí-, dijo él con una sonrisa colocada en la mitad de su cara.

- Esta es la prueba que necesitaba para relacionarte con aquello-, comentó ella con serenidad mal

fingida.

- Ya sabes que casi nunca te entiendo, cariño-, respondió él acercándose para tratar de tocar su cara-.

Dime, ¿a quién has traído?-, preguntó volviendo a su posición inicial.

Era mi turno. Salí despacio del asiento del conductor, animada por el juego de siluetas de mi acom-

pañante. Me apoyé en el maletero del coche de Salva y por primera vez me di cuenta de que aquel ser

era humano. Trataba de encajar la imagen que tenía frente a él, pero le resultaba imposible hacerlo.

Habían sucedido muchas cosas desde principio de año que aquella banda de cuatreros no había po-

dido dirigir, pero al instante se repuso y esa sonrisa cuadrada volvió a su sitio.

- Ahora puedes explicarme cuáles son esos planes que tienes para mí-, comenté sin perder el control

de mis manos.

Abrió la boca y se rió a carcajadas.

- Chicas, no sabéis en lo que os estáis metiendo.

Había escuchado aquella frase muy cerca de ese lugar, aunque en la superficie, donde el aire todavía

recuerda sus obligaciones.

Miré hacia atrás y entonces Martín encendió las luces largas y el sudor iluminó la piel temblorosa de

aquel personaje.

- Escucha-, dijo mirándome a los ojos-, cuando no volviste a aparecer me cabreé y quise acojonarte

un poco.

Parecía un animal tratando de encontrar su madriguera, buscando la manilla de la puerta desespe-

radamente. Aquel movimiento meditado durante otras madrugadas le había asustado. De nuevo

parecía sincero.

- Chicas, vamos a olvidar todo esto-, cerró-. Marcharos de aquí y seguid con vuestra vida.

Apenas nos dio tiempo a replicar. Una vez más desapareció dejando un sonido de neumáticos escu-

rridizos en los muros.

Martín se acercó a nosotras y le explicamos lo sucedido. Aquellas luces le habían aterrorizado y no

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comprendíamos por qué, pero sí sabíamos que lo mejor era salir de aquel lugar cuanto antes.

De vuelta a la ciudad dormida las farolas nos acompañaban. Alma y yo quisimos guardar los recuer-

dos para cada una. Parecía imposible que ella perdonase a la persona que había roto su vida, pero yo

no podía evitar pensar que sólo era el peón sin escrúpulos de una partida salvaje.

¿Ana?

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Esto fue lo último que escribió Ana. Lo acabo de encontrar encima de su escritorio.

Soy Rita y creo que puede haber pasado algo.

El viernes hablé con ella y me dijo que sabía qué pasos tenía que dar. No quiso contarme nada más

por teléfono y no nos vimos durante todo el fin de semana, así que hoy he decidido venir a su casa.

Antón me ha dicho que tuvieron esta conversación el domingo y que ayer no la vio. Tampoco ha ha-

blado con Salva y Martín tiene el teléfono apagado.

Si alguien sabe dónde puede estar que nos diga algo, por favor.

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Ritmo

Efectivamente, Antón y yo compartimos silencio y canelones en la encimera de la cocina. Hace más

de una semana. Hoy todo es diferente, la soledad nos está ganando una partida más y ya no quedan

recetas ni pasos de María en el portal.

Se marchó en medio de una tormenta de la que yo ya no puedo escapar.

Siento haber asustado a mis amigos y me esforzaré por contar todo lo que pasó desde aquel viernes.

29 de noviembre

El día despertó en aquella oficina con cristales velados y ritmo inquieto. No había olvidado la cita en

el garaje, pero había vuelto a concentrarme en la rutina, en los anuncios de perfumes y préstamos

fáciles.

Aquel personaje que había dirigido mi vida durante varios meses había huido sin atender a nuestras

preguntas, pero el miedo que había visto en sus ojos era una respuesta. Tenía que descubrir qué in-

quietaba a ese grandullón inconsciente y lo hice.

A las tres en punto apagué el monitor, buscando Changes entre los temas de David Bowie en el telé-

fono, y entré en el ascensor de la oficina detrás de un tipo que permaneció de espaldas a mí. Cuando

salió se despidió del empleado de seguridad y entonces me quedé rígida en mitad de la recepción.

Conocía aquella voz. Sus palabras estaban grabadas en mi cerebro: “No sabes en lo que te estás

metiendo, déjalo estar si no quieres tener problemas muy serios”.

Era imposible que todo aquello fuese casual. Apenas una semana atrás había vuelto al garaje en el

que trabajaba y ahora estaba allí.

Sin pensarlo fui detrás de él. Puede que yo también sea una inconsciente o que esta historia sin fin

me haya convertido en alguien diferente.

Me mantuve a distancia y le vi dar la vuelta al edificio por una calle por la que nunca había ido y de

repente se coló en un pasadizo precipitado. Dejé pasar un par de minutos y nadie entró o salió de

allí, así que me acerqué. Estaba prácticamente sola y tuve que concentrarme en el compás que mar-

caban mis botas para no salir corriendo. Entré en aquel callejón que atravesaba las entrañas de la

oficina. Sabía lo que iba a encontrar cuando llegase al final, pero de pronto escuché pasos al fondo.

Me escabullí sin hacer ruido y me fui directa al metro, buscando The man who sold the world en la

pantalla del móvil.

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30 de noviembre y 1 de diciembre

El fin de semana prometió miles de minutos rebeldes y se marchó sin despedirse, agarrado a la gui-

tarra de María.

Martín estuvo fuera de Madrid hasta el lunes y Salva pasó el sábado con su familia, así que intenté no

aburrirme con mi compañía. Desayuné tostadas con nocilla, me reconcilié con el gimnasio y releí la

Carta a una señorita de París. Encendí la televisión y la apagué cuatro veces, di un paseo por el Canal

de Isabel II y deseé no haber visto todavía la película que cambiará mi universo. Busqué un regalo,

comí pipas, ojeé El País.

Confirmé que la realidad es más absurda que los conejitos vomitados por Cortázar, que las políticas

de cuchilla se complementan con patéticos spot navideños, que Robin Hood llena grandes carteras

falsificadas con billetes robados a los pobres para hacerse rico y que ese cobarde del sillón más gran-

de sigue haciendo un muro con nuestras opiniones. Todos defienden la misma patria y no es la tuya.

2 de diciembre

De nuevo la mañana llegó cuando ya me había encerrado en ese espacio degenerado. No podía pen-

sar en nada que no fuese aquel pasillo, pero tampoco importaba. Durante 8 horas tuve la certeza de

que era la protagonista involuntaria de una comedia negra y quise saber cuántos espectadores tenía,

así que a las tres en punto volví a dar la vuelta al edificio.

Busqué un lugar seguro al otro lado de la calle y pasé al menos una hora vigilando la entrada a esa

realidad perversa. No pasó nada. Nadie entró ni salió y apenas pasaron un par de coches por delante.

Daba la impresión de que fuese un territorio ajeno a la ciudad.

Y por fin decidí entrar. La sensación de pánico que había tenido el viernes anterior me volvió a domi-

nar, pero fui capaz de avanzar.

Durante varios metros el pasadizo se estrechaba a ambos lados, pero de pronto se abrió en una es-

pecie de patio con una claraboya que dejaba entrar una luz mentirosa. Había llegado al final del reco-

rrido. Frente a mí había una puerta metálica protegida por un panel numerado y por aquella imagen.

La había encontrado. Era la araña que David L. había enviado a mi Alejandro a través de DUD.

Durante unos segundos no supe qué hacer y después me acerqué a la puerta y la empujé, pero no se

movió. Entonces sonó mi teléfono dentro del bolso y volví a correr lejos del caos.

Cuando llegué a casa de Martín le hablé de todo ello, aunque mi mente sólo podía concentrarse en

un número. Pensamos avisar a la policía, pero no teníamos nada que contar que motivase la entrada

en ese sitio ajeno, de manera que sólo podíamos hacer una cosa.

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Cuando nos acostamos seguía repitiendo esa cifra armónica: 5481.

3 de diciembre

Me desperté convencida de que recordaría ese día el resto de mi vida y me despedí de Martín en la

entrada del metro.

Ya no veía ninguna razón para meterme en aquella oficina de cartón piedra, pero debía mantener la

sensación de normalidad. Durante toda la mañana busqué algún indicio de lo que estaba sucediendo

realmente allí, pero nada se salió de lo común.

Cuando salí a la calle Martín me esperaba. Le cogí de la mano y le guié. Repartimos el temor y el cora-

je y respiramos el último pedazo de libertad antes de marcar los cuatro dígitos en el panel. La puerta

se abrió y se cerró detrás de nosotros con un ruido incondicional. Nos dimos la vuelta sobresaltados

y allí estaba él.

- Bienvenidos-, dijo sonriendo-, les esperábamos desde hace mucho tiempo.

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Deux ex machinaEl cemento había calentado el aire de aquel lugar mucho tiempo atrás y lo había guardado como un

tesoro inconfesable.

David L. se quedó 17 segundos frente a nosotros. Sonriendo y moviendo las rodillas. Y después hizo

un gesto para que le siguiéramos y se dio la vuelta. Caminó despacio entre maquinaria extravagante

y enormes tanques oxidados. Era una persona bastante más pequeña de lo que me había parecido y

la tela de sus pantalones se movía dibujando formas hipnóticas.

No era capaz de comprender cómo habíamos llegado a aquel espacio intimidante después de un año

caminando debajo del sol y entre la lluvia, por Ballesta, por un puerto azul. Subiendo escaleras en la

librería Lello, compartiendo calle con miles de personas, frente a unas pocas que nos quieren dete-

ner y separar. Habíamos intuido los secretos de la oscuridad y habíamos dejado que nos separasen.

Pero Martín y yo seguimos caminando cogidos de la mano detrás de aquel sujeto danzarín hasta

una gran zona de oficinas. Todas las habitaciones estaban acristaladas, pero algunos ventanales se

habían roto y el agujero había sido cubierto con un plástico opaco. Los que quedaban estaban escon-

didos detrás de una gran capa de polvo.

Un par de estancias más allá se adivinaban movimientos e incluso pude distinguir el sonido de unos

tacones sobre el cemento áspero.

David L. nos hizo entrar a una salita y cerró la puerta tras él.

- Si no le importa espere aquí-, pidió a Martín con tono cordial-. Tengo algunos asuntos que tratar

con la señorita Gómez.

- No-, empezó a decir él, pero hice un gesto para que se tranquilizase.

Desde el despacho que había detrás de la siguiente cristalera podía verle sin problema.

El apoderado cerró y me señaló un sillón destartalado que había frente al escritorio. Él se sentó al

otro lado y apoyó los codos en el tablero como un niño en la mesa del profesor. Recordé a Alicia en

ese mundo que le queda grande.

- Bueno, por fin está aquí-, comentó distraído-, llevamos tiempo esperándola.

Quise preguntar quiénes eran los que me esperaban y para qué, pero entonces me di cuenta de que

nunca le había dicho una sola palabra y me encogí acobardada entre muelles.

- ¿Qué le parece todo esto?-, preguntó abriendo mucho los brazos y mirando en todas direcciones.

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- No sé qué es esto-, contesté con sinceridad.

Se rió con un movimiento teatral y escuché a Martín revolverse en su sillón de cuero envejecido.

- Bueno, nosotros tampoco sabemos muy bien quién es usted-, continuó, recuperando la seriedad en

un instante-. Ana, Alejandro… nos ha engañado durante mucho tiempo, ¿no cree? Pero la entiendo.

Abrió un cajón y sacó un paquete de tabaco. Cogió un cigarrillo y un mechero y dio la vuelta a la mesa

para ofrecérmelo, pero no quería fumar. Volvió a su sitio y lo encendió con calma.

- ¿Qué es todo esto?-, insistí.

Mi voz sonó más aguda de lo que me hubiera gustado.

- Nos ha obligado a utilizar más recursos de los que solemos utilizar-, prosiguió, ignorando mi pre-

gunta-, pero ha merecido la pena. Ahora ya está usted dentro.

Noté la presión de aquel ambiente viciado sobre mi espalda. David L. tiró la ceniza al suelo y conti-

nuó.

- Reconozco que en aquella fiesta estaba un poco achispado y había muchas personas a las que no

conocía-. Comprendí que se refería a esa reunión monstruosa en casa de boxeador-. Y no me acor-

daba de usted, no se ofenda.

Me miró en silencio buscando una absolución insustancial y encontró mi rostro vacío.

- Desde el principio sabía que había algo raro en ese Alejandro, pero me apeteció jugar un poco-, ex-

plicó brevemente-. Y usted me siguió el juego, ¿eh? Me sorprendió recibir su respuesta a ese acertijo

retorcido.

Apagó el cigarro en el suelo y se acomodó en su butaca.

- Y un día la vi salir del despacho de ese gilipollas de la discoteca -. Su mirada se llenó de desprecio,

por primera vez no fingía-. Él ya me había enseñado la carta de esa metomentodo que había traba-

jado allí, así que la seguimos hasta el garaje. Relacionarla con ese aspirante misterioso fue cuestión

de tiempo.

Sentada frente a aquel tipo que cada vez tenía más cara de secundario con necesidad de aplausos,

recordé cientos de escenas en las que un malvado patético completa la trama de la película antes de

intentar acabar con todos los testigos, como un Deux ex machina miserable.

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Miré a mi espalda y vi a Martín mordiéndose las uñas en aquella antesala inútil.

- La estoy aburriendo, ¿verdad?-, dijo David L.

-¿Qué es Do ut des?-, quise saber. Me había cansado de aquella charla estudiada.

Miró la mesa y dibujó algo con el dedo pensativo.

- Creo que no soy yo el que le tiene que explicar eso.

Se levantó y salió de la habitación. Martín dio un salto en su asiento, pero David L. pasó por delante

de él sin mirarle.

Pensé en huir, pero no conseguiríamos escapar de aquello por mucho que corriéramos, así que es-

peramos juntos, escuchando voces oscuras que golpeaban el techo. Dos pares de zapatos se acerca-

ron, unos torpes y rápidos, los de aquel mafiosillo a medio hacer, otros ágiles y femeninos.

Cuando se detuvieron frente a aquel despacho nuestro gesto se desencajó. Durante varios segundos

fuimos incapaces de aceptar aquella verdad…

Mañana cerraré este episodio delirante, aunque la historia todavía no ha terminado.

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El encargo

Algunas veces todo lo que conoces te golpea en la boca para que no te pases de listo. Duele.

Recuerdo que miré el reloj después de que David L. saliese del despacho. Eran más de las siete de

la tarde. Había algunas luces encendidas, pero las sombras dominaban ese espacio vivo y teñían el

aire. Los cristales ya no eran cómplices, sino enemigos, y los silencios estaban llenos de misterios.

Martín y yo no fuimos capaces de hablar, sólo pegamos nuestros hombros y esperamos. Tuvimos el

presentimiento de que algo iba a complicarlo todo y así fue.

Cuando salimos de allí todavía caminábamos muy juntos. Era de madrugada y la ciudad no iba a

ayudarnos. Rita había llamado 7 veces a mi teléfono y 5 al de Martín. También tenía mensajes de

Antón y Salva.

Estaban en la cocina esperándonos con té caliente. Pasamos toda la noche hablando de lo sucedido

y pensando qué podíamos hacer a continuación. Se marcharon cuando el sol se empezaba a colar

entre la ropa tendida en el patio y Martín y yo nos quedamos sentados en silencio. Había demasiadas

palabras y estaban desordenadas, aunque un encargo iba tomando forma entre tanto caos.

La mañana me despertó con resaca. Apenas había dormido y cuando había conseguido cerrar los

ojos había soñado con arañas y almacenes gigantes de color gris. Preparé café y me senté delante

del ordenador para escribir este relato que nos puede rescatar de la pesadilla.

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Todo lo sucedido la tarde anterior parecía más irreal a la luz del día. Aquellos pasos seguían siendo

definitivos y esa figura conocida resultaba excepcional. No podía dejar de mirarla y no podía escon-

der mi fascinación. Esa encargada de discoteca estridente se había aparecido delante de nosotros

disfrazada de seguridad. Esa Laura mascachicles se había convertido en una persona diferente, car-

gada de elegancia y poder y entonces me di cuenta de que el disfraz era el que llevaba cada noche

en aquel antro.

No comprendía aquel giro y eso le resultaba divertido. Nos invitó a pasar de nuevo al despacho y

esta vez fue ella la que ocupó la butaca tras la mesa. David L. se quedó de pie a su lado con las manos

agarradas detrás de la espalda. Los roles se habían vuelto a repartir y ahora sí parecían definitivos.

- Cuánto tiempo…-, hasta su voz parecía diferente-. No te veo desde aquella noche…

Recordé aquella tarde en comisaria haciendo inventario de mis pertenencias.

- Lamento lo sucedido, no es mi estilo robar bolsos, pero es evidente que necesitabas un empujon-

cito.

Apenas la escuchaba. Trataba de sumar todas mis conversaciones que habíamos mantenido, todos

nuestros encuentros desde la madrugada del 1 de enero.

- Estás muy callada Ana-, comentó inclinándose sobre el tablero-, ¿es que me ves muy cambiada?

- Pues sí-, contesté sacando fuerza del estómago-, no te reconozco.

- Bueno… Es lo que pretendo-, guardó silencio durante un instante-. Mi vida es muy complicada,

¿sabes? Tengo que ir con cuidado.

Martín estaba muy rígido a mi lado. Recordé que había sido Laura la que le había dado mi número de

teléfono. Nos había dirigido sin hacer ningún esfuerzo.

- Pero no hablemos de mí-, continuó con un gesto tajante-. Tengo que reconocer que al principio no

confié en ti, eras tan paradita… Siempre metida en tus libros… Pero por suerte me ayudaron a ver tu

potencial-, concluyó girándose hacia David L.

- ¿Potencial para qué?-, quise saber.

Aquello provocó la risa de aquellos dos personajes incongruentes.

- ¿Para qué va a ser?-, preguntó levantando las manos-, para formar parte de nuestro grupito de

amigos.

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El corazón dio un golpe dentro de mi chaqueta de lana. Por fin habíamos llegado a algo interesante.

Laura abrió el cajón en el que el apoderado guardaba el tabaco y sacó una carpeta.

- Durante todo este año te has esforzado mucho para que te aceptemos y lo has conseguido.

Y entonces empezó a colocar sobre el escritorio fotografías en las que aparecía junto a David L. en

casa del boxeador, con Alma en el Pasaje Mutualidad, en el guardarropa de la discoteca, dentro del

garaje, frente al portal de Diego, en mi ventana.

- Aquí están tus méritos-, dijo sonriente.

Comprendí que aquello me comprometía con todo eso que desconocía y que me estremecía.

- Ahora ya puedes hacer tus preguntas.

- ¿Qué es Do ut des?-. Tenía la sensación de haber hecho aquella pregunta 702 veces aquella tarde.

Se levantó, dio la vuelta a la mesa y se apoyó delante de nosotros.

- No es más que un grupo de personas que se ayudan unas a otras-, explicó-. Do ut des… doy para

que me des. Todavía no sabes, no sabéis, la suerte que tenéis de contar con estos amigos, de lo mu-

cho que pueden hacer por vosotros, lo lejos que os pueden llevar-, continuó apasionada.

- ¿Quiénes son?-, intervino Martín.

- Eso es algo que nadie sabe-, respondió Laura-. Esta red ha ido creciendo y ha alcanzado posiciones

que jamás creeríais.

Sentí vértigo al imaginar qué tipo de favores se intercambian en esta trama y especulé con nombres,

rostros, cargos.

- ¿Qué queréis de nosotros?-, pregunté.

- Eso no es lo importante-, se escapó-. Lo fundamental es lo que podéis obtener vosotros de DUD.

Volvió al otro lado de la mesa.

- Pero necesitamos comprobar vuestro compromiso-, apuntó recostándose en su asiento.

Cogió un bolígrafo y señaló la imagen de Alma con él. De pronto me di cuenta de que el frio me había

envuelto por completo.

- Esta chica tenía una carrera prometedora-, reveló Laura mirándome sin pestañear-, pero eligió un

camino equivocado.

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Pensé en Alma, que había hipotecado su vida para tratar de aclarar quién había destrozado la de su

pareja.

Ya es hora de que tengamos una charla con ella-, continuó aquella mujer con sombras-, pero estoy

segura de que no responderá a mi llamada. Tú serás la encargada de convocarla.

Todos compartimos un silencio sombrío.

- No-, grité.

- Verás-, dijo Laura-, tu amiga se ha metido en esto porque su amiguito quiso dejarnos.

Estaba atrapada en el medio de una red violenta y pegajosa.

La encargada se levantó de nuevo y se dirigió a la puerta seguida por el apoderado

- El director de un diario nacional me ha comentado que busca redactor jefe, me habías dicho que

eras periodista, ¿no?-, me guiñó un ojo-. Ya sabes lo que puedes ganar y todo lo que tienes que per-

der-, se despidió-. El jueves 19 a las 15 horas en el garaje.

Un golpeHace menos de una semana estaba bajo tierra de nuevo y ahora me envuelvo en el calor del solomi-

llo al horno de mi padre. La casa se ha llenado de ruido y fuera la lluvia y el viento amenazan la os-

curidad. Mi madre enciende velas en el salón y mi tía Mecu envía mensajes de felicitación apurados

mientras yo termino de escribir una historia a través del espejo.

Sin embargo, esta realidad sobada no es menos siniestra que aquella telaraña, tampoco tiene sitio

para la libertad. Nuestro cuerpo pertenece al Estado y nuestra inteligencia está sujeta a revisión.

Nos habéis degradado a máquinas de parir en vuestro sistema del miedo, pero la mayoría absolutis-

ta no os convierte en tutores y la vagina no nos convierte en madres. En cambio, las malformaciones

éticas de Alberto Ruiz Gallardón sí son razón suficiente para abortarle de esta democracia defectuo-

sa.

El calor de una casa que se ha convertido en templo me recuerda que hace menos de una semana

estaba preparada para enfrentarme a aquel encargo en una cueva cómplice. Ahora me siento libre

frente a un mar desobediente.

Todo ha terminado o puede que no haya hecho más que comenzar.

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LOS JUGADORES

Pensamos cómo librarnos de esa tarea durante muchas horas noctámbulas, pero no iba a ser fácil.

Laura me había dejado claro lo que ordena hacer a quien no colabora con Do ut des y controlaba

prácticamente todos mis movimientos, así que no tenía más remedio que llamar a Alma y pedirle

que volviese conmigo al garaje.

Le dije que había descubierto algo que quizá le interesase y que se lo enseñaría el día 19 a las 15

horas, como había establecido aquella mujer duplicada. Pensé que si la llevaba yo en lugar de citarla

allí, Laura dependería de mí y no podría hacerme lo mismo que tenía pensado hacer con esa chica

de tacones rojos.

Desde ese momento fui incapaz de comer, dormir o mantener una conversación corriente. La tor-

menta se acercaba y tenía miedo de que mis amigos también resultasen salpicados por mis juegue-

citos.

Escribí un mensaje a David L. a través de la página de esa red febril para confirmar que Alma y yo

estaríamos en el garaje a la hora prevista y me di cuenta de que esta intriga había convertido a los

débiles en poderosos y a las víctimas en conspiradores. Ahora era yo la que perseguía a esa chica que

me había intimidado durante tanto tiempo.

Pero todavía podía volver a dar la vuelta a la realidad para colocar a cada uno en el lugar que nos co-

rresponde, así que traté de encontrar un aliado polémico. La persona que intentó advertirme y que

ahora podría ayudarme a salir de esta trampa: el encargado del garaje.

EL PLAN

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No tenía más remedio que encontrarme con él en la plaza en la que le había visto aquella vez, entre

la lluvia y las neurosis de mayo, porque no conocía ni siquiera su nombre, pero era arriesgado.

Cuando llegué a la plaza en la que se encuentra el ascensor de entrada al sótano recordé la sensación

de pánico que había tenido cuando aquel tipo me había agarrado el brazo y me había pedido que me

alejase de allí si no quería tener problemas. Era prácticamente la misma hora a la que había salido

entonces, así que me senté en un banco y esperé, protegida con el gorro y los guantes.

Un gato se acercó a mí, buscando su soledad, y cuando había conseguido distraerme con su mirada

hipnótica le oí. Salía del ascensor dando grandes zancadas junto a otro hombre al que le costaba

mantener el ritmo. No parecía uno de los que me habían atendido meses atrás, así que eché a correr

tras ellos y les grité.

Cuando se giraron pude ver el gesto congelado de aquel tipo bajo una farola débil.

- Disculpe-, dije sin apenas detenerme a su lado-. Se le ha caído este papel.

Y me marché con el corazón volcado de vuelta a mi casa.

EL TINGLADO

Había dejado ese trabajo estéril en la oficina. Me indignaba pensar que aquella gentuza había estado

vigilándome frente a una mesa común y riéndose de lo cómoda que había sido para ellos.

A pesar de todo había recibido un finiquito cargado de números. De nuevo esos personajes desdi-

bujados imponían su poder con regalos equivocados, mientras yo intentaba sujetarme a la verdad.

Cada vez tenía más claro que la trama de Do ut des era tremenda e implicaba a personas que no po-

día ni siquiera imaginar. Parecía imposible enfrentarse a ella, a sus extorsiones, sus amenazas y sus

castigos. Había conocido la disciplina antes que sus fines y temía que la impusiesen a más personas.

Yo sola había caído en la trampa de esa araña y ahora no podía librarme de ella. Este blog era lo

único que me mantenía alejada de sus redes. Daba por supuesto que no lo conocían, porque de otra

manera lo hubiesen cerrado.

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LA TRAMA

La fecha del encuentro se acercaba y las calles se llenaban de luces amarillas y azules. Yo sentía que

caminaba en dirección contraria a todas las personas que pasean por las aceras con tranquilidad y

cargan cestas de navidad semivacías. Así que me aislé de todo lo que intentase distraerme de aque-

llo que debía hacer.

Sólo bajaba para comprar pan y pasaba los días en silencio. Antón ya se había marchado a su casa

y sólo volvería para recoger sus cosas y despedirse antes de final de año y yo trataba de mantener

alejados de mi veneno a Rita y a Salva. Martín era el único que podía colarse en mis reflexiones. Él

estaba metido en aquella intriga, pero no lograba comprender por qué.

Un día antes de la fecha impuesta por Laura subía con mi barra y escuché ruido en la escalera. Cuan-

do entré en casa pude percibir un olor familiar que me erizó el pelo en la nuca. Avancé despacio y

revisé todas las habitaciones, pero no había nadie. Y entonces encontré un sobre encima de la mesa

del salón.

Contenía la nota que le había pasado al empleado del garaje en la que le pedía que se pusiese en con-

tacto con la policía y una fotografía en la que Martín aparecía atado en un cuarto vacío. En el reverso

ponía: “Deja de jugar. Última oportunidad”.

No había marcha atrás.

EL GOLPE

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Llegó el 19 de diciembre, un día tímido. Me levanté del sofá después de haber pasado la noche inmó-

vil mirando las irregularidades de la pared y me di una ducha. No sabía qué se suele hacer el día en

que debes traicionar todo lo que has intentado defender.

No podía pensar en otra cosa que no fuese Martín. Ahora ya estaba claro cuál era su papel en esta

partida y no podía permitirlo.

A las dos de la tarde recogí a Alma en el sitio en el que nos habíamos encontrado la otra vez y caminé

junto a ella hacia el garaje. Tenía la sensación de haber superado la barrera de la sensatez y no sabía

si podría recuperar la normalidad después de aquello.

Provoqué un choque de miradas con el empleado, que estaba muy tieso en su caseta, y acompañé a

Alma al piso inferior. Cuando llegamos al lugar en el que nos habíamos encontrado con el boxeador

ella quiso saber por qué la había llevado allí. Le pedí que confiase en mí, pero estaba alarmada. Em-

pezaba a darse cuenta de que no podía confiar tampoco en mí. Y entonces escuchamos las ruedas

de un coche chillando sobre el cemento. Se detuvo frente a nosotras y de él salieron David L. y el

propietario de la discoteca, pero en el asiento de atrás pude ver a Martín y a otra persona que no

pude reconocer.

- ¿No os había pedido que estuvieseis tranquilitas?-, comentó el jefe con una sonrisa ensayada en la

cara.

- ¿Qué está pasando aquí?-, quiso saber Alma, incapaz de asimilar todo aquello.

- Aquí está pasando que tú y tu novio nos tenéis un poco hartos-, contestó el apoderado.

Ella no sabía quién era él ni a qué se estaba refiriendo.

El boxeador sacó del coche a la persona que estaba sentada junto a Martín. Era Diego y también

estaba atado. Le costó acercarse a nosotras sin su bastón, pero Alma le ayudó.

- Creo que os merecéis una pequeña lección para que no tengáis más tentación de ser los listillos de

la clase. Tú ya sabes cómo funciona esto, ¿verdad?-, continuó, dirigiéndose a Diego-. Ah, y tenéis que

darle las gracias a vuestra amiga Ana por esta oportunidad.

Sentí sus miradas a través del pelo, pero fui incapaz de devolvérselas.

- Tranquilos, ella también tendrá que aprender con quién se la juega.

Pude ver al boxeador cerrando los puños y acercándose lentamente. Disfrutaba buscando nuestro

miedo, sorteando el primer golpe que iba a dar.

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Y de pronto una veintena de agentes salieron de entre las sombras y corrieron hacia él. No le dio

tiempo a reaccionar. David L. trató de huir y después juró que no tenía nada que ver con aquello. Am-

bos fueron detenidos. Yo saqué a Martín del vehículo y le abracé. En ese momento noté los músculos

de las piernas rígidos después de todos aquellos días.

De camino a la comisaría me disculpé con Alma y le expliqué lo sucedido. Durante la segunda visita

a la policía, después de que me robasen el bolso en la discoteca, además de pedir que investigasen

la página de DUD, dejé la dirección de este blog y poco tiempo después un inspector se puso en

contacto conmigo para confirmar que se había interesado por la trama y para pedirme que siguiera

anotando todo lo relacionado con ella. Nos comunicamos a través del buzón de mi casa y cuando

Laura me ordenó llevar a Alma al lugar en el que se habían sucedido las agresiones creyó que era el

momento de actuar.

Sabía que estaba siendo vigilada, así que debía ser discreta. Eso implicaba no acercarme a ella para

advertirle de lo que iba a suceder. Pero sí me puse en contacto con el empleado del garaje. Aquella

tarde le di una nota en la que le pedía ayuda y otra en la que le advertía de que la policía iba a actuar.

Al recibir sólo la primera de vuelta comprendí que estaba dispuesto a colaborar y a permitir que los

agentes se escondiesen en el sótano.

Y eso fue todo. Algunas personas fueron detenidas, escuché nombres que me congelaron el aliento,

pero Laura sigue desaparecida.

No sé qué sucederá con Alma y con Diego, ni qué alcance tendrá esta historia, pero la mesa está

puesta y la cena me espera al otro lado de la locura.

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Fin (31 de diciembre)Este último día del año ha amanecido lento, buscando minutos entre los contenedores de basura. He preparado té y he llenado algunas cajas con una manta de cuadros eterna, un puñado de libros viajeros y tres pulseras marroquíes que hacen juegos de música en el brazo.

No tenía nada más que hacer allí, así que me he sentado en la galería y he encendido un último ciga-rro delante de esa fachada, que parece menos confusa.

Se han gastado varios días, 67 felicitaciones y un temporal de viento que ha cargado con algunos de mis fantasmas. Cada día conozco algún detalle demencial de esa trama que estuvo a punto de absorberme y tendré que explicar otra vez todo lo que he escrito durante este año. La discoteca ha cerrado y la página de DUD ya no existe, pero esa encargada transformista sigue escondida en algún agujero remoto, She’s got the jack.

Martín ha recuperado el sueño y se ha quitado el traje. No puedo evitar un sentimiento de culpa casi fanática por haberle arrastrado en este desvarío, aunque fue Laura la que manejó nuestros hilos desde aquella noche en que le dio mi número de teléfono.

Ha llegado el momento de despedirse de este capítulo.

Recorro las habitaciones de una casa que ya no me pertenece, que nunca fue mía, y ordeno recuer-dos en una cocina protectora. La compañía cálida de Rosa y Jesús desde aquel 1 de enero, un plato de arroz al horno que sabe mejor a las cinco de la tarde, aquel charlestón con Salva, el abrazo de Rita, la cercanía hipnótica de María. Manchas imborrables, noches generosas y el sonido de un concurso de televisión en el último piso. Patricia, a veces al derecho y a veces al revés, Artur y Eva de cerca, Antonio, Luci, tan dulce entre rizos.

La ropa interior de la vecina, cientos de soles descolgándose por las cuerdas, el recuerdo de Paula y la familia de Nestor, siempre en el espejo en el que miro. Los cálculos de Fernan y Zaira, el cariño de Yolanda, Amanda.

Una discusión sobre la mejor hora para ver Los pájaros, sin duda después de comer, la nevera vacía y Antón rellenando un autodefinido sobre el suelo fregado. La inspiración de Juanjo, Aída y Mamen, siempre esperando un poquito más, todas las canciones de Nacho, un Anónimo puntilloso, Anirri, demasiado lejos…

Las conversaciones interrumpidas con mi abuela, una mañana escribiendo cuentos para el taller de Clara y los versos de Paco:

La vida empieza y acaba en su rincón,

viendo pasar otros tiempos,

inventando otro futuro…

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Este ordenador encima de la mesa y sobre todo Othelo y Abaraz, y sobre todo Martín. Y la tranquili-

dad de que siempre hayan estado entre estas líneas, antes incluso de aquella tarde frente a La Bar-

demcilla, de que las hayan escrito, pintado, fotografiado, cantado. Un mensaje cada martes, cientos

de cañas con inspiración, un par de ellas bajo el Puente Luis I, recetas prestadas, sonrisas, lágrimas

y un vestido de seda firmado.

Después de todo, sigo siendo Ana, la misma Ana común, que busca el contenedor adecuado para los

paquetes de tabaco, que tropieza al menos una vez al mes y sale mal en todas las fotografías. Sigo

parada y ya no tengo casa. Ahora tomo el té más dulce y el café más amargo y utilizo una sola crema

hidratante.

Y esta realidad sigue pudriéndose y agotándose. Este ha sido el año de los escraches, la corrupción

única, la esclavitud laboral y la pantalla de plasma en oferta. De las mentiras, los enredos y los si-

lencios. Hoy los indignados son delincuentes y las mujeres son la carne de la que se alimentan unos

cuantos curillas impuestos con dolor. Hemos pasado del Nunca máis al Sempre que queiras, de la Cá-

mara baja a la Cámara arrastrada y del banquero encarcelado al juez expedientado. De los derechos

sociales a los medicamentos para unos cuantos, el crucifijo en las aulas y la justicia selectiva. Este ha

sido un año de dramas e impunidad, de espionaje e impunidad, de incompetencia y café con leche e

impunidad. Y de la despedida de Nelson Mandela.

Puede que me marche lejos, puede que me marche con Martín, puede. Ahora lo único que sé es que

voy a cenar brochetas de langostino y mozzarella con soja de tomate y wasabi con él.

Os deseo un doscerocatorce lleno de casualidades.

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