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172 www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 68 - Primer Semestre 2003 • Bogotá, D.C. - Colombia ¿De qué manera comunica la música? por JUAN CARLOS GARAY El enigma de los tonos E n la más reciente novela del escritor in- dio Vikram Seth, que muy apropiada mente se llama Una música constante, encuentro un episodio digno de recor- dación. El protagonista toma un taxi; la radio está en- cendida y suena el Preludio y Fuga en do menor de Johann Sebastian Bach. Algo indefinible, algo que él escucha en el final del preludio y el inicio de la fuga le hace pensar que quien está tocando es su antigua novia, la pianista Julia McNicholl. Tiempo después se encuentra con ella y le relata la anécdota. La pianista le dice que ella jamás ha grabado nada de Bach, sólo lo toca en privado, de modo que la interpretación que escuchó Michael ha de haber sido de “alguna otra mujer”. Y sigue este diálogo misterioso: –¿Una mujer? –pregunté. –Sí –dijo–, puesto que la confundiste conmigo. Ya sabemos que la literatura se puede dar el lujo de alejarse de la realidad, pero también es cierto que algunos de los episodios literarios más fantásticos sue- len tener un piso firme en lo real. Tal vez lo más invero- símil de esa historia no sea el hecho de que los perso- najes adivinan el género del intérprete con solo escu-

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¿De qué manera comunica la música?

por JUAN CARLOS GARAY

El enigma de los tonos

En la más reciente novela del escritor in-

dio Vikram Seth, que muy apropiada

mente se llama Una música constante,

encuentro un episodio digno de recor-

dación. El protagonista toma un taxi; la radio está en-

cendida y suena el Preludio y Fuga en do menor de

Johann Sebastian Bach. Algo indefinible, algo que él

escucha en el final del preludio y el inicio de la fuga le

hace pensar que quien está tocando es su antigua

novia, la pianista Julia McNicholl. Tiempo después se

encuentra con ella y le relata la anécdota. La pianista

le dice que ella jamás ha grabado nada de Bach, sólo

lo toca en privado, de modo que la interpretación que

escuchó Michael ha de haber sido de “alguna otra

mujer”. Y sigue este diálogo misterioso:

–¿Una mujer? –pregunté.

–Sí –dijo–, puesto que la confundiste conmigo.

Ya sabemos que la literatura se puede dar el lujo

de alejarse de la realidad, pero también es cierto que

algunos de los episodios literarios más fantásticos sue-

len tener un piso firme en lo real. Tal vez lo más invero-

símil de esa historia no sea el hecho de que los perso-

najes adivinan el género del intérprete con solo escu-

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char un fragmento musical en la radio. Lo verdadera-

mente difícil de creer es que uno tome un taxi, por

casualidad la radio esté sintonizada en una emisora de

música clásica y el destino le obsequie la fortuna de

viajar escuchando ese preludio y esa fuga de Bach,

que son maravillosos.

Ahora bien, ¿es usual que un pianista profesional re-

serve la música de Bach para circunstancias exclusiva-

mente privadas? Sí, hay muchos casos. Tomemos el ejem-

plo histórico de Chopin, a quien le gustaba tocar, preci-

samente, algunas fugas de Bach antes de cada concier-

to. Era una especie de ritual o de ejercicio para entrar en

calor, pero él jamás llevó esos ejercicios al estrado.

En cuanto a la otra posibilidad, la de conocer ras-

gos definitivos de una persona sólo con oírla tocar una

pieza, no la creería de no ser porque una vez leí al com-

positor Aaron Copland diciendo que algo así es per-

fectamente posible. En su libro Music and Imagination,

que recoge seis conferencias dictadas en Harvard du-

rante el año académico 1951-52, anota: “Pienso que si

tuviera que escuchar sucesivamente a tres pianistas no

identificados detrás de una cortina, yo podría dar un

breve diagnóstico de la personalidad de cada uno de

ellos y ser bastante acertado”.

Tanto el episodio novelesco como la frase pronun-

ciada por Copland en solemne conferencia apuntan a

una sola idea: hay muchas cosas que la música nos

está diciendo si sabemos escucharla atentamente. No

se trata de datos extramusicales, de saber por ejemplo

en qué fecha compuso Bach los preludios y fugas o

cuál es la nacionalidad del intérprete; se trata de men-

sajes completos y complejos que están en la música

misma. Esos mensajes pueden referirse a las caracte-

rísticas personales del intérprete (como lo sugiere

Copland y lo recrea Seth), pero a un nivel más profun-

do hablamos también de las emociones que imprimió

el compositor y que vuelven a salir a flote cada vez

que la música es tocada. Con normas muy propias,

casi siempre alejadas de la mera semántica, la música

tiene una facultad de comunicar que ha fascinado a

estudiosos de varias épocas. Voy a permitirme recor-

dar algunas teorías, dejando en claro que siempre

quedará algo de misterio en este tema, algo que no se

puede resolver en el campo de las palabras, porque la

música tiene una potencia de expresión más

allá de la palabra.

La semántica imposible

Justamente el tema de debate más anti-

guo en la historia de la música es el de una

independencia de la palabra. Vincenzo

Galilei, el papá de Galileo, discutió acalora-

damente el tema con ese gran teórico musi-

cal del Renacimiento que fue Gioseffo

Zarlino. Galilei decía que la música debía

seguir los dictámenes del lenguaje, servir a

las palabras, en tanto que Zarlino prefería

que la música se escapara de ellas y así lo-

grara demostrar su condición de lenguaje

independiente.

“El lenguaje universal”, ha oído uno de-

cir incontables veces. Pero ni siquiera esa

metáfora se asoma a la esencia de la músi-

ca, porque resulta que un lenguaje es algo

bastante distinto. El psicólogo John Booth

Davies lo explica con sumo detalle en su Psi-cología de la música, publicada en 1978:

La música no satisface todos los reque-

rimientos para ser llamada lenguaje,

ya que tendemos a usar el término ‘sig-

nificado’ de una manera diferente en

el contexto de la música que en el del

lenguaje. Además, la música parece

tener algo en común con las formas

más simples de experiencia sensorial

como el calor, el sabor o el aroma. Uno

puede preguntarse ‘¿qué significa la

Quinta Sinfonía de Beethoven?’ y ca-

recer de una respuesta satisfactoria.

Cualquier contestación que aventure-

mos estará expresada en términos de

nuestras reacciones y sentimientos par-

ticulares, y éstos no serán idénticos a

la respuesta de otra persona a la mis-

ma música.

Esto indica que no podemos aplicar las

leyes de la lingüística para esclarecer la for-

La escena del hombre sentado, viendo la pantalla vacía de su televisión en un día de huelga,quedará como una de las imágenes más bellas e impresionantes de la antropología del siglo xx.

JEAN BAUDRILLARD

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ma en que la música comunica su mensaje. En el len-

guaje verbal uno tiene palabras, y esas palabras pue-

den juntarse para construir frases, y esas frases van

sucediéndose una a otra hasta conformar, por ejem-

plo, una novela. En música la construcción llega a pa-

recerse un poco, porque también tenemos notas y esas

notas se juntan y van formando frases y todo está res-

paldado por una estructura que al final produce, diga-

mos, una sinfonía (creo que la novela y la sinfonía se

parecen mucho: Mahler decía que una sinfonía debía

“contenerlo todo, como el mundo” y esa misma idea

aplicada a la novela es muy común entre los literatos).

La diferencia es que una nota no significa siempre lo

mismo y una línea melódica tiene tantos significados

como oyentes. La música es menos directa que la len-

gua; precisamente por eso tiene la facultad de expre-

sar aquello que escapa a ser nombrado.

Esta característica ha sido malinterpretada, sobre

todo por filósofos y, en general, por autores que sólo

creen en aquello que puede explicarse o representar-

se con palabras. Alguna vez encontré en un texto so-

bre filosofía del arte la siguiente frase: “La música evo-

ca las emociones pero no está conectada a situacio-

nes definidas”. Pertenece a alguien que sin duda lle-

gó a esa conclusión a través de un acucioso silogismo,

pero que no se ha tomado la molestia de escuchar, de

atender y de sentir la música. Equivale a decir que la

música tiene efectos emocionales pero no contenido

emocional. Es una idea ingeniosa propia de la filosofía

(y no está de más recordar que Schopenhauer decía

que la filosofía es la música de los pensamientos), pero

en realidad no creo que ningún músico de oficio com-

parta este pensamiento.

Prefiero pensar, más bien, en la música como un

mensaje que está en todas partes: en las notas mismas,

en el espacio y el tiempo que sirven de telón de fondo

a esas notas y, por último, en el espíritu de quien escu-

cha. No es simplemente que quien escucha le otor-

gue su carácter a la pieza; se trata más bien de una

resonancia, a través de la obra, entre el mundo que

plasma la música y el oyente que la recibe. Esta idea la

planteó por primera vez Pitágoras, hace veintiséis si-

glos, al afirmar que cuando la música llega al alma es

porque se expresa en consonancia con el universo.

Durante el Renacimiento muchas de estas ideas de la

cultura helénica volvieron a la palestra del pensamien-

to; por eso uno ve resurgir tales enfoques en la litera-

tura de entonces. En El mercader de Venecia de

William Shakespeare aparece una frase que retoma

ese sentido de la música como comunicación del indi-

viduo con el cosmos. En este caso se trata de prevenir

contra aquellos que no dan cabida a la música en su

alma, que por tanto son sordos a la armonía universal.

Shakespeare lo expresa hermosamente:

El hombre que no tiene música en sí ni se emo-

ciona con la armonía de los dulces sonidos es

apto para las traiciones, las estratagemas y las

malignidades; los movimientos de su alma son

sordos como la noche y sus sentimientos tene-

brosos como el Erebo.

Gobernar es comunicar.

SIMÓN BOLÍVAR

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Pero volvamos al punto esencial: la música no es

un lenguaje. No hay un sistema de equivalencias que

nos indique, por ejemplo, lo que puede llegar a signifi-

car la nota fa. Un fa de Mozart puede ser alegre y un fa

de Mahler trágico, a pesar de que la onda sonora tenga

la misma frecuencia (el mismo número de hertzios) y la

misma amplitud (los mismos decibeles). Sin duda es por

eso que Kant, en las dos ocasiones en que aventuró

una clasificación de las artes, le dio a la música posicio-

nes extremas. Cuando organizó a las artes por su ex-

presividad, la música ocupó el primer puesto. Cuando

las reorganizó por su condición semántica, la música

pasó inmediatamente al último lugar.

Tal vez no sobra aclarar que esa condición

antisemántica que tiene la música no es una debilidad

sino, de hecho, su mayor riqueza. En las citadas confe-

rencias de Harvard, Aaron Copland lo dejó plenamen-

te esclarecido al afirmar: “Como compositor, me gusta

pensar que cualquiera de mis obras es factible de ser

interpretada de diversas maneras”.

Las estaciones y el paso del tiempo

Hay otro modo de pensar respecto a aquello que

nos comunica la música, y es entender el ejercicio de

composición como una imitación de la naturaleza.

Quizá ‘imitación’ no sea la palabra más indicada, por-

que sabemos que la música no se limita a repetir el

paisaje sonoro sino que también hay creación. Pero es

bueno entender que toda esa creación partió, en sus

orígenes, de un modelo que era la naturaleza. Obvia-

mente la presencia humana va transformando el entor-

no, y hay una frase de García Márquez que hace refe-

rencia a esa transformación del sonido en música. Apa-

rece como epígrafe en un disco de la cantante perua-

na Susana Baca: “Debieron transcurrir cuatro eras geo-

lógicas para que los seres humanos fueran capaces

de cantar mejor que los pájaros y morirse de amor”.

Es una manera literaria de exponerlo pero, nueva-

mente, hay mucho de veraz en su afirmación. Cantar

mejor que los pájaros fue uno de los intereses manifes-

tados por los primeros flautistas. Todavía en 1717 circu-

laba en Inglaterra un volumen de partituras para flau-

tín con el título de Tunes for the instruction of singing-birds (tonadas para la instrucción de pájaros cantores),

lo cual significa que el compositor no sólo concebía

sus piezas como un retrato de estorninos, ruiseñores y

canarios, sino que proponía estas melodías para enri-

quecer el léxico de las aves.

Esta manera de concebir la música nos regala nue-

vas perspectivas para el término ‘significado’. Lo que

significa es aquello que recrea, que calca un sonido

familiar de nuestro entorno. Es una idea que pareció

tener mucho auge entre los músicos del Romanticis-

mo, porque allí justamente escuchamos orquestas que

evocan una tormenta con todo y sus truenos, pianos

que sugieren la lluvia y flautines que se empecinan en

repetir a los pájaros.

Claro que entre todas las obras musicales que

imitan a la naturaleza, la más recordada no pertene-

ce al Romanticismo. Y esa obra es el ciclo de cuatro

conciertos barrocos que se conoce como Las cuatroestaciones, de Vivaldi. Podemos pensar que su po-

pularidad se debe a que su significado es claro: son

cuatro conciertos que hacen referencia, cada uno, a

una estación del año. Pero creo que a la vez hay un

peligro si se toma demasiado en serio aquello de que

Nunca he sabido si la soledad nace del afán de comunicación o éste de la soledad.

LUIS CARDOZA Y ARAGÓN

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“El otoño” o “El invierno” significan

eso y nada más, porque nos esta-

mos perdiendo de esas múltiples

maneras de interpretación de la

música a las que se refería Copland

en sus conferencias. En resumen,

las palabras han terminado por li-

mitar a la música, y ésa es una de

las cosas tristes que pueden suce-

derle a la música.

Por fortuna, quienes creemos en

la importancia de Las cuatro estacio-nes más allá de su título, contamos

con los estudios del profesor Paul

Everett, quien ha escrito todo un li-

bro sobre el tema. Para Everett, pen-

sar en estos conciertos como simples

postales de estación es despreciar

muchos otros sentidos posibles, más

profundos incluso. Y nos cuenta que

“existe evidencia que sugiere que los

cuatro conciertos, en su versión más

temprana, no poseían elementos li-

terarios”. Esto es, que la música exis-

tió antes que la palabra. Me parece

que este caso revela cierta ansiedad

que nos ha invadido siempre ante la

música, y es el afán de explicarla, de

justificarla con palabras. Allí ha exis-

tido siempre un contrasentido, por-

que cuando mejor nos compene-

tramos con la música es cuando se

producen emociones sin un motivo

racional.

El filósofo Maurice Merleau-

Ponty decía que acaso la pintura

existe simplemente para celebrar el enigma de la vi-

sibilidad. Me gustaría pensar que el misterio de las

notas, los acordes y las melodías también se resuelve

en sí mismo; que el gran mensaje que se esconde

detrás de la música no es otra cosa que la celebra-

ción de nuestra capacidad de escuchar.

Esa capacidad requiere de la complicidad del tiem-

po, y en este punto aparece otra característica que es

imposible arrebatarle a la músi-

ca: la presencia del tiempo como

uno de sus ingredientes vitales.

En otras artes el tiempo es un ac-

cidente: lo que uno pueda tar-

darse en leer una novela o en

observar una pintura no depen-

de realmente de la obra ni tam-

poco es lo fundamental. En cam-

bio en música el tiempo va crean-

do, va componiendo también.

El musicólogo Leonard Me-

yer es quizá la persona que más

se ha acercado a develar el con-

cepto de ‘significado’ que mane-

ja la música. En un tratado que

publicó en 1956, Meyer parte de

esta premisa del tiempo como

elemento vital de la música y

dice que nuestra percepción del

mensaje musical no es diferente

a nuestra percepción del tiempo.

Vamos oyendo, y las notas que

van pasando las acumulamos en

nuestra memoria. Luego, con

base en ese recuerdo del pasa-

do y en la vivencia del presente,

generamos expectativas acerca

de lo que puede llegar a sonar

más adelante. Es una especie de

juego intelectual, una secuencia

de adivinanzas, donde en reali-

dad no importa si logramos acer-

tar en todos nuestros pronósti-

cos, porque resulta que a veces

es mayor el goce cuando el com-

positor nos toma por sorpresa. Y ahí está el verdadero

significado de la música para Meyer. “Si, con la base

de la experiencia del pasado, un estímulo presente

nos lleva a esperar un evento musical más o menos

consecuente, entonces ese estímulo tiene significado”.

Claro que estas palabras de Meyer (y las palabras

en general; no se trata de enjuiciar a Meyer) explican

el proceso de escucha pero no abarcan la profundi-

Las imágenes tienen algo de platónico: transforman al individuo en ideas generales.

UMBERTO ECO

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dad de la experiencia musical. Me parece más certe-

ra, más inspirada, una frase que le leí a Charles Cobb

en su estudio sobre el significado de los blues: “Escu-

char música es sentir la vida mientras pasa”. Creo que

ahí están contenidos el fenómeno del tiempo, nuestra

percepción de su paso inequívoco y, además, cierto

elemento emotivo sin el cual siempre será incompleta

una audición musical.

Comencé esta exposición citando un pasaje litera-

rio, quizá, porque cuando lo leí hallé una clara reso-

nancia con una experiencia personal. Voy sumar esa

anécdota a los muchos datos que he mencionado aquí,

no porque la considere de igual importancia sino por-

que el lector pensará que también alguna experien-

cia suya podría ayudar a resolver el enigma de los to-

nos, y eso sería magnífico. La primera vez que escu-

ché las Variaciones Goldberg de Bach fue en la ado-

lescencia, interpretadas por Isolde Ahlgrimm en un

long-play del sello Philips que lastimosamente ya no

circula. Más adelante llegaron a mis manos otras ver-

siones, pero era inevitable mantener como punto de

referencia aquella primera audición. Me impactaron

las interpretaciones de Andras Schiff y de Glenn

Gould, y sin embargo había algo que sentía perdido

cuando evocaba nuevamente aquel viejo disco.

Al igual que los personajes de Vikram Seth, he lle-

gado a pensar que hay una manera femenina de inter-

pretar a Bach. Incluso suelo jugar un juego cada vez

que escucho las Variaciones Goldberg en la radio: trato

de adivinar si el intérprete es hombre o mujer, y mu-

chas veces acierto. Pero si alguien me pidiera explicar

en qué consiste esa diferencia, me sería infructuoso

buscar una respuesta precisa, satisfactoria. Las pala-

bras se escabullen como la vida entre las manos y lo

único que queda, al final, es música en estado puro.

Es posible que el enigma de los tonos sólo pueda re-

solverse en su propia dimensión, que el gran mensaje

secreto de la música sea éste: “Escucha. No hables,

escucha”.

BIBLIOGRAFÍA

Cobb, Charles E. “Por los caminos del blues”. En National Geographic, abril

1999, págs. 42-69.

Copland, Aaron. Music and imagination. Cambridge, Harvard University Press,

1980.

Davies, John B. The psychology of music. Stanford, Stanford University Press,

1978.

Everett, Paul. Vivaldi: The four seasons and other concertos. Cambridge,

Cambridge University Press, 1996.

Hospers, John. Meaning and truth in the arts. Chapel Hill, University of North

Carolina Press, 1974.

Meyer, Leonard. Emotion and meaning in music. Chicago, University of Chicago

Press, 1956.

Seth, Vikram. Una música constante. Barcelona, Editorial Anagrama, 2000.

Shakespeare, William. El mercader de Venecia. Traducción de Antonio

Cisneros. Bogotá, Editorial Norma, 2002.

JUAN CARLOS GARAYPeriodista, crítico musical y profesor universitario.

Cursó estudios de postgrado en periodismo cultural enAmerican University de Washington. Durante ese tiempo

trabajó como traductor y realizador de espacios musicalespara la Voz de América. Actualmente se encarga de la

sección de música de la revista Semana y realiza unprograma en la emisora de la Universidad

Jorge Tadeo Lozano.

¿Se ha perdido la relación orgánica entre la información y la experiencia,entre el conocimiento y la comunicación?

CARLOS FUENTES