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Joan del Alcázar ct al. ciones extranjeras de un gran número de productos. Sin embargo, la dependencia industrial de equipos e inversiones externas, la baja productividad y la escasa competitividad se mostraron claramente en esta fecha, cuando la crisis en Esta- dos Unidos se trasladó a México. La desocupación, la demanda de iguales condi- ciones laborales que las disfrutadas por los trabajadores extranjeros y la caída en los salarios reales y nominales desencadenaron una oleada de huelgas entre 1906 y 1908, sofocadas la mayoría de veces con baños de sangre (Cosío Ville- gas, 1957). Mientras las tasas de crecimiento industrial crecían por encima de las ta- sas de crecimiento en la agricultura, éstas últimas no iban acompañadas tampoco de una política de mejora de la productividad agrícola, determinando incluso una reducción relativa de la producción para el mercado interno (trigo, maíz, etc.), que se agudizó también durante el quinquenio 1906-1910 por efecto de las malas cosechas y que ocasionó una subida de los precios de los alimentos próxima al 20 %. Todo esto supuso un claro deterioro de los niveles de vida de la mayor par- te de la población mexicana, puesto que se redujeron los salarios reales mínimos y diarios tanto en el sector público como en la agricultura, con el consiguiente descenso en el poder adquisitivo, estimado entre un 15 % y un 20 % entre 1900 y 1910. Estos desequilibrios económicos y sociales fortalecieron amplios movi- mientos de oposición obrera y agrícola, ahora espoleada por el inmovilismo del régimen de Porfirio Díaz, que cumpliría ochenta años en 1910, y que parecía ya incapaz de mantener su función de árbitro de un sistema de acuerdos y avenen- cias que ya no satisfacía a antiguos aliados y que se veía ya profundamente afec- tado por la transformación social y económica que él mismo había alentado. Así, las protestas campesinas, las reivindicaciones regionalistas, las movilizaciones obreras y, especialmente, el nacimiento de un liberalismo constitucional y refor- mista fueron deteriorando el compromiso desde 1890 en la élite dirigente porfi- rista, lo que conllevó un final violento del régimen. Como señala Ankerson, si algo caracterizaba al régimen en 1910 era su decrepitud e inmovilismo, expresivos en los más altos niveles de la Administra- ción, que era una gerontocracia: de los treinta gobernadores, dos eran mayores de 80, seis pasaban los 70 y diecisiete tenían más de 60, y varios de ellos habían ocupado el cargo durante más de veinte años (Ankerson, 1994). Con esta clase dirigente resultaba improbable que las demandas no sólo del mundo rural, sino especialmente del mundo de los sectores medios urbanos, pudieran satisfacerse. La reforma educativa del porfiriato, desde 1905 en manos de Justo Sierra, y la modernización del país engrosaron y cultivaron las filas de estos sectores me- dios, que se sentían frustrados ante la rigidez del sistema político y no atendía ni a las demandas regionales ni a los profesionales de estos grupos. Como primeras muestras de estas frustraciones encontramos la prolifera- ción de clubes liberales en todos los estados desde 1896, en los que se reunían los contrarios a la perversión de los principios de la Constitución de 1857 y los contrariados por la buena relación entre el poder porfiariano y la Iglesia católica, que permitió también a ésta violar la legislación para recuperar poder económico ISO

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De Alcazar, Joan Historia contemporánea de América Latina 3,2 4

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Joan del Alcázar ct al.

ciones extranjeras de un gran número de productos. Sin embargo, la dependencia industrial de equipos e inversiones externas, la baja productividad y la escasa competitividad se mostraron claramente en esta fecha, cuando la crisis en Esta­dos Unidos se trasladó a México. La desocupación, la demanda de iguales condi­ciones laborales que las disfrutadas por los trabajadores extranjeros y la caída en los salarios reales y nominales desencadenaron una oleada de huelgas entre 1906 y 1908, sofocadas la mayoría de veces con baños de sangre (Cosío Ville­gas, 1957).

Mientras las tasas de crecimiento industrial crecían por encima de las ta­sas de crecimiento en la agricultura, éstas últimas no iban acompañadas tampoco de una política de mejora de la productividad agrícola, determinando incluso una reducción relativa de la producción para el mercado interno (trigo, maíz, etc.), que se agudizó también durante el quinquenio 1906-1910 por efecto de las malas cosechas y que ocasionó una subida de los precios de los alimentos próxima al 20 %. Todo esto supuso un claro deterioro de los niveles de vida de la mayor par­te de la población mexicana, puesto que se redujeron los salarios reales mínimos y diarios tanto en el sector público como en la agricultura, con el consiguiente descenso en el poder adquisitivo, estimado entre un 15 % y un 20 % entre 1900 y 1910.

Estos desequilibrios económicos y sociales fortalecieron amplios movi­mientos de oposición obrera y agrícola, ahora espoleada por el inmovilismo del régimen de Porfirio Díaz, que cumpliría ochenta años en 1910, y que parecía ya incapaz de mantener su función de árbitro de un sistema de acuerdos y avenen­cias que ya no satisfacía a antiguos aliados y que se veía ya profundamente afec­tado por la transformación social y económica que él mismo había alentado. Así, las protestas campesinas, las reivindicaciones regionalistas, las movilizaciones obreras y, especialmente, el nacimiento de un liberalismo constitucional y refor­mista fueron deteriorando el compromiso desde 1890 en la élite dirigente porfi- rista, lo que conllevó un final violento del régimen.

Como señala Ankerson, si algo caracterizaba al régimen en 1910 era su decrepitud e inmovilismo, expresivos en los más altos niveles de la Administra­ción, que era una gerontocracia: de los treinta gobernadores, dos eran mayores de 80, seis pasaban los 70 y diecisiete tenían más de 60, y varios de ellos habían ocupado el cargo durante más de veinte años (Ankerson, 1994). Con esta clase dirigente resultaba improbable que las demandas no sólo del mundo rural, sino especialmente del mundo de los sectores medios urbanos, pudieran satisfacerse. La reforma educativa del porfiriato, desde 1905 en manos de Justo Sierra, y la modernización del país engrosaron y cultivaron las filas de estos sectores me­dios, que se sentían frustrados ante la rigidez del sistema político y no atendía ni a las demandas regionales ni a los profesionales de estos grupos.

Como primeras muestras de estas frustraciones encontramos la prolifera­ción de clubes liberales en todos los estados desde 1896, en los que se reunían los contrarios a la perversión de los principios de la Constitución de 1857 y los contrariados por la buena relación entre el poder porfiariano y la Iglesia católica, que permitió también a ésta violar la legislación para recuperar poder económico

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y social. En 1900 estos clubes liberales se aglutinarían en una organización de ámbito estatal, gracias a una convención que fijaba un programa común que exigía, entre otras demandas, la reforma de la Constitución para evitar la reelec­ción, el respeto de los derechos de asociación y opinión, el restablecimiento de la Guardia Nacional, una mejora en la situación educativa del país (según cifras oficiales el nivel de analfabetismo rondaba el 80 %) y la reglamentación de las relaciones laborales. Sus peticiones, en definitiva, se resumían en una renova­ción democrática de la sociedad, que encontraba nuevos medios de expresión en la prensa de oposición, como el periódico Regeneración, fundado en 1900 por los hermanos Enrique y Ricardo Flores Magón.

La represión de Díaz, las conexiones con el sindicato norteamericano In­dustrial Workers ofthe World (de orientación anarquista) y la radicalización de los hermanos Flores Magón, en especial de Ricardo, hizo que el Partido Liberal Mexicano (plm), creado como continuador del Partido Liberal de Juárez, fuera perdiendo su arraigo anticlerical y ganando en radicalidad. En 1906, y desde la clandestinidad, sus dirigentes lanzaron un manifiesto que llamaba a la lucha con­tra la tiranía, la corrupción, el favoritismo y en favor de la democracia, la mejora en las condiciones laborales y el reparto de las tierras no cultivadas (Pérez Herre­ro, 1987). A pesar de ser el grupo opositor más destacable antes de 1910, no con­siguió un amplio apoyo ni entre los trabajadores industriales ni entre los agra­rios. Los esfuerzos de sus dirigentes por organizar revueltas en 1906 y 1908, especialmente en los estados del norte, no tuvieron éxito, ya fuera por la desco­ordinación o por la infiltración de agentes porfiristas. Pero aunque su actividad fue reduciéndose, obteniendo un triste resultado electora! en 1910, el i>lm sirvió pa­ra organizar por primera vez un frente de oposición nacional al régimen de Díaz.

Dentro del régimen, sin embargo, también se percibía cierta inquietud ante el reflejo en la política de la situación creada con la crisis agrícola e industrial de los años centrales de la década. Sin embargo, Porfirio Díaz maniobró con escasa habilidad ante esta crisis política, puesto que en una entrevista concedida a un diario norteamericano en 1908 expresaba su intención de no presentarse de nue­vo a las elecciones de 1910 y su confianza en la madurez de la política mexicana, capaz ya de soportar partidos de oposición (Roeder, 1973).

Estas declaraciones desataron la fiebre política en el país, visible en la pro­liferación de nuevos partidos, así como de nuevos periódicos y de publicaciones de tinte político. Entre aquellos que con razón no creyeron en la retirada de la política de Díaz, la opción reformista se circunscribía a proponer un rejuveneci­miento y una apertura controlada del sistema, mediante la promoción a la vice­presidencia del general Bernardo Reyes, exgobemador de Nuevo León. Entre los reformistas opuestos al personalismo de Díaz la alternativa sería la postula­ción a la presidencia de Francisco I. Madero, miembro de una importante, pero marginada políticamente, familia de hacendados e industriales de Cohauila y au­tor en 1909 del opúsculo La sucesión presidencial de 1910, en el que cargaba con­tra el régimen de Díaz y llamaba a la supresión de la reelección de cargos públicos.

Cuando Díaz descubrió de nuevo sus cartas, presentándose a la reelección presidencial con un Fiel seguidor, Ramón Corral, para la viceprcsidencia, el ge­

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neral Reyes admitió quedarse al margen de la lucha aceptando una misión oficial en Alemania. Así, ante las elecciones se presentaban con apoyos relevantes el Partido Antireeleccionista, de Madero y el Partido Reeleccionista, de Díaz.

Los clubes antireeleccionistas obtenían su fuerza de las clases medias ur­banas y de los obreros industriales, marcados por la represión del régimen. En el campo esta opción gozaba de menos adeptos, al margen de algunos rancheros, de un grupo de hacendados, de los habitantes de las ciudades pequeñas y de los instalados en los centros de gobierno municipales. Contrariamente, aquellos que poseían tierras comunales desconfiaban de que los líderes de la oposición les ayudaran a defender su propiedad ante los especuladores y los grandes terrate­nientes. Los peones de hacienda, por su parte, sólo se preocupaban de sobrevivir y permanecían ajenos a la lucha política (Ankcrson, 1994).

Madero, confiado en que las elecciones libres eran la clave para la solución de los problemas de México, puso en marcha una campaña nacional que cohe­sionó a la oposición, pero no planteó reformas sociales o económicas importan­tes. Su nombramiento por los delegados en un congreso nacional antireeleccio­nista como candidato a la presidencia, en abril de 1910, fue seguido por una gira electoral que preocupó mucho al oficialismo, especialmente por los apoyos que recogió, sobre todo en los dinámicos estados del norte del país. Su detención días antes de las elecciones evidenció la inviabilidad de lograr las reformas por la vía electoral; un mecanismo corrupto como nunca lo había sido a causa del fraude y la represión. La sucia victoria de Díaz le permitió a él y a sus partidarios disfru­tar de una aparente y exitosa normalidad durante la celebración del centenario de la independencia en el mes de septiembre.

Desde su exilio en Texas, el día 5 de octubre, Madero hizo público el Plan de San Luis en el que declaraba la nulidad de las elecciones, denunciaba como ilegal al nuevo gobierno de Díaz, exigía el cumplimiento de los principios de «sufragio efectivo y no reelección» y declaraba sujetas a revisión las disposicio­nes abusivas sobre terrenos yermos, que podrían ser devueltos a sus legítimos propietarios. Con este proyecto convocaba a todo el país aun movimiento revolu­cionario, que tenía que iniciarse el día 20 de ese mismo mes, para poner fin a la dictadura.

La actuación de los instrumentos de represión del régimen consiguieron que inicialmente la sublevación estuviese muy controlada y extendió la deten­ción a los posibles seguidores maderistas. Sin embargo, en diciembre y en las montañas de Chihuahua, un Estado con una larga tradición de autonomía popu­lar y municipal, los hombres de Pancho Villa y Pascual Orozco empezaron una lucha que pronto se hizo con el control de gran parte del Estado. Los triunfos en Chihuahua alimentaron nuevas resistencias en la Baja California, Guerrero, Za­catecas y Morelos, aquí bajo la dirección de Emiliano Zapata, un pequeño propie­tario que formó un ejército aprovechando el descontento popular ante la expan­sión de las haciendas azucareras a expensas de los pequeños poblados vecinos.

Y es que los que intervinieron en este nuevo impulso de la sublevación encabezada por Madero no eran sólo defensores de los valores de la democracia, que reconocían en él al líder indiscutible, sino que eran hombres de cierto presti­

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gio en sus comunidades que encabezaban reclamaciones muy concretas: la ven­ganza contra un jefe político despótico, la destitución de un alcalde ineficiente o corrupto o la recuperación de tierra adquirida por medios ilícitos por un hacenda­do vecino en complicidad con el jefe político local (Ankerson, 1994).

Dadas las diferencias de interés que movían a los diversos grupos revolu­cionarios, la coordinación no era una característica que definiera esta primera gran lucha contra Díaz. Sin embargo, el ejercito del porfiriato era más poderoso sobre el papel que en la práctica. Con la represión controlaba los núcleos urbanos y los centros industriales, pero era incapaz de hacer frente a las tácticas de las guerrillas. La desidia y el abandono administrativo, la elevada edad de sus jefes, la funesta centralización de la dirección en Porfirio Díaz, el desconocimiento del terreno y el aprovisionamiento ineficaz, entre otras razones, explican la incapa­cidad del Ejército para sofocar una rebelión que se extendía con rapidez.

Un intento tardío y a la desesperada de Díaz por mantenerse en el poder se dio el 1 de abril, al proponer al Congreso una serie de reformas, entre las que figuraban la prohibición a la reelección de cargos políticos y una reforma agra­ria. Esto no sólo no menguó la fuerza de la revolución maderista, sino que la estimuló al hacer patente la debilidad del régimen. Tras la caída de Ciudad Juárez a manos de Orozco y Villa, ciudad en la que se establecerá el gobierno de Made­ro, junto con el imparable avance del ejército del sur hacia la capital, Porfirio Díaz se vio obligado a firmar el Acuerdo de Ciudad Juárez el 21 de mayo de 1911. Mediante este acuerdo, el dictador y también Madero renunciaban a sus cargos, se formaba un nuevo gobierno provisional, encabezado por Francisco León de la Barra y se convocaban nuevas elecciones.

Con el pacto de Ciudad Juárez los maderistas conseguían su principal obje­tivo: el derribo de Díaz y las elecciones libres. Pero los seguidores del dictador también consiguieron grandes cosas: la permanencia en sus lugares de gran parte de los jueces, burócratas y militares. La transición se divisaba difícil, en vista de la inercia porfirista en la Administración y, sobre todo, de las divisiones que empezaban a aparecer entre las tropas revolucionarias, que no pudieron cohesio­narse en una larga lucha, que no existió gracias a la rápida caída de Díaz. La amnistía, dictada por el gobierno de León de la Barra por delitos de sedición pa­ra los revolucionarios, iba acompañada de una rápida licencia de las tropas in­surrectas, que no fue acatada por muchos que entendían que sus demandas (más garantías para los trabajadores, la restitución de tierras robadas o el acceso a la Administración o a las fuerzas de seguridad) distaban mucho de haber sido satis­fechas. Como dijera Porfirio Díaz al general Huerta al salir hacia el exilio a Francia, «Madero había librado al tigre», y estaba por ver si podía controlarlo (Vives, 1987).

La negativa de las tropas de Zapata a entregar sus armas antes de haber conseguido la restitución de las tierras usurpadas por las grandes haciendas, tal y como establecía el Plan de San Luis, era uno de los síntomas más evidentes de los problemas de orden interno que tenía que afrontar el nuevo gobierno. Ante las dificultades, se adelantaron las elecciones al 1 de octubre de 1911, las más limpias realizadas hasta el momento en el país. El triunfo de Francisco Madero.

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líder del nuevo Partido Constitucional Progresista, fue rotundo pero insatisfacto­rio para muchos de los trabajadores y de los agraristas que le habían llevado a la victoria sobre Díaz.

Los acontecimientos que se produjeron desde noviembre de 1910 y que dan inicio a la celebérrima Revolución mexicana, como puede comprobarse, no ayudan mucho a definirla como una revolución social, tal y como sostuvo duran­te años buena parte de la historiografía. Según esta visión, en la Revolución mexicana, el proletariado de las ciudades y el de los campos se había enfrentado contra la burguesía y el clero; incluso se ha hablado de la existencia de rasgos antiimperialistas por el hecho de incluirse en el programa revolucionario el res­cate de los recursos naturales del país de las manos extranjeras.

A estas alturas se puede decir mejor que, aunque los movimientos campe­sinos y los sindicatos aparecieron como fuerzas decisivas en el curso de los acon­tecimientos, parece evidente que la violencia desatada y que el cerca del millón de muertos caídos en el transcurso de la revolución no sirvieron más que para impulsar reformas políticas que consolidaron el Estado liberal y que propiciaron los cambios económicos y sociales que garantizaban el desarrollo capitalista de México. Aun así, el camino hacia estas metas se presentaba lleno de obstáculos, como tuvo ocasión de comprobar el nuevo presidente Madero al enfrentarse a duras oposiciones a su tibio proyecto de reforma política (Womack, 1992; Cór- dova, 1977).

La oposición más violenta no llegaba de la revitalización de la conflicti- vidad laboral en la industria, que paralizó al 80 % de la industria textil, sino de la movilización zapatista y regional. La primera se mantuvo viva desde el 25 de noviembre de 1911, cuando Zapata declaró formalmente su rebeldía contra Ma­dero, en base al dictado del Plan de Ayala, por el que se pretendía la devolución (a ios particulares y a los pueblos con títulos de propiedad), la dotación (tras la expropiación y la indemnización de la tercera parte de las posesiones de los mo- nopolizadores de tierra) y la nacionalización (para los enemigos del plan) de la tierras ocupadas por las haciendas. Bajo el lema «Tierra, libertad, justicia y paz». Zapata dirigió a un ejército de unos 15.000 hombres que mantuvieron en jaque a todos los gobiernos nacionales durante los nueve años siguientes. En Chihua­hua, con la ayuda interesada de los mayores hacendados y de las empresas nor­teamericanas antimaderistas, también se alzaron Orozco y sus tropas, insatisfechos por la moderación gubernamental en la aplicación del espíritu agrarista presente en el ya viejo Plan de San Luis. Orozco exigía la jornada laboral de diez horas, restricciones en el trabajo infantil, el aumento de los salarios, la reforma agraria, la nacionalización del ferrocarril y la ocupación de trabajadores mexicanos, dis­criminados en favor de los norteamericanos (González y Vives, 1985).

La victoria gubernamental sobre los orozquistas, gracias a la dirección del general Victoriano Huerta, comportó nuevos problemas para Madero -puesto que los gastos de la campaña militar obligaron al Gobierno a suscribir nuevos préstamos exteriores y a aumentar sus ingresos mediante la aplicación del primer impuesto sobre la producción de petróleo-, problemas que fueron interpretados tanto como un gran signo de la debilidad como del antiamericanismo de Madero

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(Womack, 1992). Dos intentos de golpe de Estado fue capaz de soportar el go­bierno de Madero, encabezados por porfiristas «científicos», comandados por Félix Díaz (sobrino del antiguo dictador) y alentados por el embajador norte­americano Henry Lañe Wilson. El tercero, iniciado el 18 de febrero de 1913, triunfó, en buena medida por la traición del general Huerta, comprometido con Félix Díaz a formar un gobierno provisional que convocara nuevas elecciones, a las que éste se presentaría contando con el apoyo del mismo Huerta y de Estados Unidos. El pacto incluía el respeto a la vida de Madero, pero no se cumplió: fue asesinado el 22 de febrero cuando era trasladado a Veracruz para salir hacia el exilio.

Tampoco el compromiso de celebrar elecciones se hizo realidad, y el poder de Huerta tuvo que sostenerse mediante el regreso a una represión que recordaba a la de los tiempos de Porfirio Díaz: se disolvió el Congreso, se ¡legalizaron los sindicados opositores, como la Casa del Obrero Mundial, anarcosindicalista, y se suprimió la libertad de prensa. Contra esta usurpación del poder por parte de Huerta, cuyo Gobierno no fue reconocido por Estados Unidos, se produjeron sublevaciones, más amplias y violentas en los estados del norte, donde destacaba el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, organizador de un ejército cons- titucionalista y, también en el sur, en Morelos, con el omnipresente Zapata.

La guerra civil declarada por las tropas constitucionalistas de Carranza y de Alvaro Obregón en el noroeste, de Pancho Villa en Chihuahua, y de Zapata en Morelos perjudicaron mucho a Huerta, impidiéndole consolidar su posición. Ade­más, su fuerza todavía se vio muy menguada por otro gran frente abierto contra él: el que representaba el gobierno norteamericano de Woodrow Wilson, debido al origen antidemocrático del Gobierno, a los nuevos impuestos sobre el petróleo exigido y a la nueva aproximación de Huerta a la influencia británica. La apuesta norteamericana en favor de los constitucionalistas llevó a Wilson a actuar más allá de la ayuda económica y armamentística, mediante la ocupación militar de Veracruz por 6.000 soldados norteamericanos, con lo que privaba al Gobierno de los imprescindibles ingresos de las aduanas y de la posible ayuda militar externa.

Con unas fuentes de aprovisionamiento muy reducidas, con la oposición norteamericana y, sobre todo, con un enemigo interno que ampliaba sus áreas de actuación, con una reducción del número de sus seguidores y de sus victorias militares, Huerta presentó su dimisión y salió hacia el exilio en julio de 1914.

La unión entre los diversos ejércitos revolucionarios (constitucionalistas de Carranza, villistas y zapatistas), sostenida en la común oposición a Huerta, desapareció rápidamente, mostrando la profundidad de las diferencias entre los orígenes y los proyectos políticos que defendían cada una de estas facciones. La lucha por el poder, de nuevo abierta con dureza y violencia, se mantendría duran­te varios años más.

La ocupación del palacio presidencial por Venustiano Carranza le obligó a enfrentarse a la delicada situación del país, antes de iniciar lo que denominaría «la reconstrucción de la patria». Y es que en julio de 1914 el panorama político y económico de México era desolador: los norteamericanos ocupaban el principal

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puerto del país; la guerra había roto todos los acuerdos políticos y comerciales que dieron estabilidad al régimen de Porfirio Díaz; también había agotado los fondos de la hacienda pública y destruido los antiguos canales internacionales de crédito. La destrucción de industrias, de vías de comunicación y el abandono de muchas explotaciones mineras y agrícolas no ayudaban a la necesaria recupera­ción económica del país. Junto con estos graves problemas, Carranza debía ha­cer frente a los embates de los ejércitos revolucionarios de Villa y de Zapata, una vez que la Convención de Aguascalientes no hizo posible en octubre de 1914 el acuerdo entre las diversas facciones. La toma de la Ciudad de México conjunta­mente por villistas y zapatistas en noviembre no eliminó de la lucha por el poder a Carranza, que contaba con el apoyo trascendental de Alvaro Obregón.

El carismático Pancho Villa y sus seguidores del norte formaban un ejérci­to de unos treinta mil hombres, casi profesionales, que luchaban por una paga recibida regularmente y que se obtenía de la extorsión, sobre todo a españoles expulsados (Reed, 1985), del control de las casas de juego de Ciudad Juárez y de la expropiación (sin indemnización) de las haciendas de los grandes terratenien­tes desafectos. El mantenimiento de la lucha, a la que se unían campesinos deseo­sos de tierras, mineros, ferroviarios, bandidos y vividores de toda clase, exigía contar con unos recursos con que alimentarse, abastecer de armas norteamerica­nas y pagar a este ejército. Por esta razón, Villa pospuso el reparto de tierra para después de la victoria, controlando y administrando las tierras expropiadas me­diante una oficina de propiedades dirigida por Silvestre Terrazas, miembro rebel­de de la familia más poderosa de Chihuahua. Más allá de lo que dicta la mitolo­gía revolucionaria, el «viento rojo» que recorría el norte de México junto con Villa, robando a los ricos y repartiendo a los pobres, no modificó mucho la situa­ción precedente de la propiedad, puesto que, mientras se postergaba el reparto generalizado a sus seguidores de base, la lealtad de los altos oficiales de su ejér­cito fue recompensada con la cesión de los mejores y mayores lotes de tierras. Se instaló así una nueva élite de propietarios revolucionarios, que respetaba las pro­piedades de las grandes familias fieles a la revolución y que respetaba también el poder de los grupos de poder local, corno el de los Rivera en Sinaloa, los May- torena en Sonora o los Cedillo de San Luis Potosí. Esta alianza entre el villismo y el poder local permitió a éste último una mejora y un fortalecimiento de su liderazgo. Esto ha permitido pensar que la ruptura del constitucionalismo, entre carrancistas y villistas, respondía a la lucha entre el villismo localista y el carran- cismo nacional, entendiendo éste como el transmisor de intereses de alcance na­cional, que pretendía imponer autoridades políticas extrañas sobre los caciques locales (Vives, 1985).

Emiliano Zapata, líder del ejército del sur, no integraba a grupos tan hete­rogéneos como el de Villa. Sus quince mil soldados regulares y los diez mil guerrilleros no luchaban por una paga, sino que se movilizaban por un claro objetivo, como era la obtención de tierras. Aquí se encontraba, al mismo tiempo, la fuerza y la debilidad del zapatismo: en la cohesión y en la unidad del objetivo exclusivamente agrario, y en la limitación de su acción en Morolos, en las zonas donde se encontraban las tierras anheladas. El ejército de Zapata era básicamente

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una liga armada de las municipalidades del Estado de Morelos, que elegía auto­ridades municipales y judiciales y expropiaba los bienes de las haciendas, no en bien del Ejército, sino por el bien de los pueblos. La autoridad reconstituida de los pueblos permitió desplegar un ambicioso programa de reforma agraria, que reforzaba a los mismos pueblos al concentrarse en ellos el control de la propie­dad privada, con lo que se podía disponer el reparto según la costumbre y el uso en cada lugar: en tierras comunales o en pequeñas propiedades privadas (Wo- mack, 1969). El reparto desarrollado durante 1915 bajo la dirección de Manuel Palafox se producía contra las disposiciones del gobierno de Carranza, contrario a la propiedad comunal. La distancia fue creciendo, aumentando la radicalidad del proyecto agrario y social de Palafox, que en su Manifiesto a la nación del 26 de octubre de 1915 llamaría a la «guerra a muerte» a los hacendados. La acción militar y política sobre Zapata y sus seguidores de Morelos se fue profundizando hasta conseguir la derrota de su ejército a manos de las tropas carrancistas en mayo de 1916.

La deirota definitiva de Obregón sobre Villa, en septiembre de 1915, y el repliegue paralelo de los zapatistas convirtieron a Venustiano Carranza en el lí­der definitivo, en el primer jefe, de la revolución, ahora con el reconocimiento explícito de Estados Unidos. Podía desde entonces poner en marcha la «recons­trucción» de México y la edificación de un nuevo Estado centralizado, que ten­dría en la nueva Constitución de 1917 su pilar básico. Como reflejo del libera­lismo anticlerical de sus redactores, la Constitución bebía en parte del espíritu de la de 1857, aunque incluía en su redacción algunas respuestas a las demandas agrarias y obreras expresadas en las luchas contra Porfirio Díaz, Huerta y el propio Carranza. Así, en su artículo 27 se reconocía la propiedad nacional de lodos los recursos naturales del país y se ordenaba la restitución a los pueblos y las comunidades de las tierras injustamente expropiadas, y la dotación de tierras comunales (los ejidos) a los pueblos que no las disfrutaron. En el artículo 123 se establecía la jornada laboral de ocho horas, se fijaba un salario mínimo y el prin­cipio de igual remuneración a igual trabajo, frente a las discriminaciones basadas en el sexo o en la nacionalidad. Asimismo se reconocía el derecho a la sindica­ción obrera, a la huelga, a la negociación colectiva y el poder arbitral del Estado en última instancia.

La nueva Constitución, promulgada por Carranza el 5 de febrero de 1917, asentaba las bases de un nuevo consenso, todavía inestable, pero que permitió alejar las posibilidades de revolución social que se apuntaban en los proyectos agraristas de Zapata, por ejemplo, al reconocerse limitadamente algunas deman­das de las clases populares, pero que inauguraban un nuevo régimen en el que el ejecutivo se dotaba de poderes extraordinarios, preludiando un sistema de go­bierno paternalista y autoritario como el que se institucionalizaría a partir de la fecha.

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3.3 Estados Unidos: de la frontera del oestea la guerra Hispano-cubano-norteamcricana

A partir de los años ochenta del siglo xtx se produjo un importante cambio en la política exterior norteamericana, hecho que ha sido considerado por la histo­riografía como el nacimiento del imperialismo norteamericano (Foner, 1975). Este imperialismo, sin duda, culminó en 1898 con la ocupación de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam.

Ciertamente, la expansión norteamericana no era un hecho nuevo, sino que continuaba una tradición inaugurada en 1783, cuando Gran Bretaña cedió el lla­mado «territorio indio». Habían sido hitos capitales la adquisición de Louisiana (1803), la compra de las dos Floridas (1819) (Remini, 1979), la anexión de Texas ( 1845), el Tratado de Orcgón (1846), la guerra con México (1848) y la compra de Alaska (1867).

Pero en los años ochenta y, sobre todo, en los noventa, la expansión se di­rigía hacia territorios cada vez más lejanos (el Caribe, el Pacífico, China) y den­samente poblados. Además, por primera vez el factor económico adquirió una gran importancia, aunque no era el único. Esto fue posible por el enorme creci­miento de la industria y del comercio norteamericanos. En los años noventa, la industria y las finanzas buscaban mercados extranjeros para los excedentes de producción y áreas donde invertir con garantías los excedentes de capital. El volumen del comercio exterior norteamericano creció de los 400 millones de dólares en 1865 a los 1.600 millones. Fue precisamente para proteger a este co­mercio que el Congreso autorizó en 1883 la construcción de los primeros cruzeros acorazados. En 1900, Estados Unidos se había convertido en la tercera potencia naval del mundo (Adams, 1980).

La expansión comercial norteamericana tuvo el apoyo oficial porque se consideraba un hecho positivo para la prosperidad de Estados Unidos. Destaca­ron en este sentido los secretarios de Estado William Seward (1861-1869), Wil- liam M. Evans (1877-1881) y James G. Blaine (1881,1889-1892). Para los repre­sentantes de este sector comercial, la expansión económica no debía ser bélica ni tener un carácter colonial, puesto que la guerra y la incorporación de nuevos territorios podían ser negativos para la economía norteamericana.

Sin embargo, paralelamente, tomaron fuerza algunos grupos imperialistas que iban más allá de la mera expansión comercial. En 1890, el capitán Alfred Mahan empezó su campaña a favor de una marina de guerra capaz de apoyar a una «vigorosa política exterior». Era necesario una marina mercante fuerte con bases seguras y de avituallamiento de carbón en lugares clave. Tanto estratégica­mente como desde un punto de vista comercial, el primer lugar donde se tenía que intervenir era en el Caribe (Foner, 1975).

El imperialismo norteamericano tuvo el apoyo de una parte de las élites políticas e intelectuales, que destacaron exageradamente la «misión civilizado­ra» de Estados Unidos. El anglosajonismo de estos sectores se consolidó en los años ochenta y noventa, cuando fueron derrotados los últimos pueblos indios (sioux, apache). Además, el hecho de que, sobre todo tras 1877, las viejas élites

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del sur recuperaran el poder en sus estados favoreció a los defensores de la su­premacía de los blancos anglosajones. Era lógico que los ideales de superioridad anglosajona también se preconizaran fuera de las fronteras de Estados Unidos. Todo esto contribuyó a que, cada vez más, Estados Unidos se considerara el único garante del orden en las Américas y en algunas zonas del Pacífico.

La principal área de expansión fue el Caribe y América Central. Aquí Cuba jugó un papel clave. Las ambiciones norteamericanas venían de tiempos atrás, y un sector de la burguesía azucarera criolla era partidario de la anexión a Estados Unidos. El secretario de Estado James G. Blaine consideraba, en 1881, que Cuba era la clave del golfo de México y que, aunque fuera española, formaba parte del sistema comercial norteamericano. Si Cuba dejara de ser española, tenía que pasar necesariamente a Estados Unidos (Foner, 1975).

La influencia económica norteamericana en Cuba fue aumentando durante la segunda mitad del siglo xix. Hacia el final de la dominación española, esta metrópoli sólo consumía el 3,7 % de la producción colonial, mientras que Esta­dos Unidos compraba más del 90 % del azúcar cubano (Moreno Fraginals, 1995).

Cuando estalló la guerra de Cuba, en 1895, el presidente Cleveland procla­mó la neutralidad de Estados Unidos. Aun así, amplios sectores sociales y buena parte de la prensa apoyaban la causa independentista cubana. Los cubanos emi­grados aprovecharon este ambiente para realizar un abundante contrabando de armas y voluntarios hacia la isla. El estado de opinión favorable a los cubanos separatistas se concretó en una resolución del Congreso a favor de reconocer el derecho a la beligerancia de las tropas de Máximo Gómez (marzo de 1896). La resolución incluía una cláusula claramente imperialista, donde se propugnaba la posibilidad de intervenir en Cuba en defensa de los derechos y las propiedades de los ciudadanos norteamericanos. Esta resolución no fue aceptada por Cle­veland, pero su sucesor, William Mckiniey, pronto se orientó hacia un interven­cionismo en la cuestión cubana. No se trataba de apoyar a los revolucionarios cu­banos, sino de favorecer la penetración económica norteamericana. Por esta razón era necesario que acabara la guerra y, en especial, las destrucciones ocasiona­das por la política de Weyler. En diciembre de 1897, Mckiniey expresó la nece­sidad de que se llegara a una paz justa en Cuba y se respetaran los intereses norteamericanos. De lo contrario, Estados Unidos se reservaba el derecho a in­tervenir. Por lo demás, algunos sectores económicos llegaron a un acuerdo con el gobierno insurrecto cubano para intentar comprar Cuba a España (agosto de 1897).

La destrucción del Maine en el puerto de La Habana (febrero de 1898) facilitó el camino a la intervención norteamericana. Tras el fracaso de una nego­ciación secreta para comprar la isla, Estados Unidos presentó un ultimátum a España. Se exigía que el gobierno de Madrid abandonara Cuba y se proclamaba que el pueblo de Cuba era libre e independiente. Pese a esto, no se reconocía ni al Gobierno ni al Ejército de la República de Cuba.

Para sorpresa del mundo, la guerra fue corta y la denota española abruma­dora. La «paz de París» (diciembre de 1898) consagró a Estados Unidos como una potencia imperialista a tener en cuenta. Cuba, Puerto Rico, las islas Filipinas

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y Guam pasaron a Estados Unidos. Washington no sólo avasalló a una España derrotada y aislada intcrnacionalmente, sino que prescindió completamente de los arraigados y combativos movimientos ¡ndcpcndentislas de Cuba y de las Fi­lipinas.

En Cuba, la ocupación norteamericana facilitó que buena parte de la vida económica de la isla estuviera controlada por ciudadanos de Estados Unidos. Finalmente, en mayo de 1902 se concedió la independencia a Cuba. Pero se tra­taba de un autogobierno limitado por la enmienda Platt, que establecía el dere­cho de Estados Unidos a intervenir en territorio cubano. Según el gobcrnador militar de Cuba, Leonard Wood, con esta enmienda la independencia quedaba muy reducida o casi no existía.

Puerto Rico era la única isla del Caribe hispánico sin tendencias anexionis­tas, y fue tratada por Estados Unidos como una auténtica colonia. La autonomía de la que disfrutaba en los últimos tiempos del dominio español fue suprimida. En 1900 se organizó un gobierno civil que consideraba que los puertorriqueños estaban incapacitados para el autogobierno. Las leyes aprobadas por la Asam­blea Legislativa de Puerto Rico tenían que ser remitidas al Congreso de Wa­shington, que podía anularlas. Así, Puerto Rico adquirió un estatus político sui generis y subordinado al de Estados Unidos. Paralelamente, la economía fue cayendo en manos del capital industrial y financiero norteamericano (Marimon Riutort, 1998).

En el resto de América Latina, Estados Unidos intentó imponer, cada vez con mayor fuerza, la doctrina Monroe. De hecho, no sólo defendió la no inje­rencia de las potencias europeas, sino su autoridad como potencia predominante en el hemisferio occidental. Son ejemplos de ello la Conferencia Panamericana de 1889 y el hecho de que, en la década de los noventa, Estados Unidos obligara a Gran Bretaña a ceder tres veces ante su autoridad en conflictos entre los britá­nicos y diferentes gobiernos latinoamericanos. Fue especialmente significativa la intromisión de Washington en el conflicto que oponía a Venezuela y a Gran Bretaña por una cuestión de límites en la Guyana. Los norteamericanos invoca­ron la doctrina Monroe y acusaron a los británicos de querer abusar de una pe­queña nación. Londres respondió que la doctrina Monroe nunca había tenido validez internacional y el conflicto se agravó. Finalmente, Gran Bretaña cedió, en parte porque en aquellos momentos tenía numerosos problemas internacio­nales. Por primera vez el gobierno de Londres reconocía que Estados Unidos tenía derecho a intervenir en las disputas entre americanos y europeos. De hecho, se aceptaba la hegemonía de Estados Unidos sobre el continente americano (Morales Padrón, 1991).

En el Pacífico, el imperialismo norteamericano se centró en las islas Ha­wai, Samoa y Filipinas.

En las islas Hawai (16.705 km2), durante la segunda mitad del siglo xix fue creciendo la influencia económica, religiosa y política de Estados Unidos, en disputa con Gran Bretaña y Francia. Hawai estaba considerado por algunos des­tacados imperialistas norteamericanos como la clave del dominio marítimo de Estados Unidos en el Pacífico. El predominio norteamericano se inició con el

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tratado comercial de 1875 y la cesión del puerto de Pearl Harbour (1883). Los hacendados blancos, principalmente norteamericanos, se fueron apoderando de la tierra y del cultivo del azúcar. Este producto, además, en 1890 era exportado en un 99 % a Estados Unidos. Cuando la reina Liliuokalania intentó defender los derechos de los indígenas, los hacendados blancos se sublevaron (1893). Los norteamericanos inmediatamente reconocieron al gobierno provisional formado por los rebeldes. Éstos enviaron a Washington una comisión para negociar un tratado de anexión. Aunque el presidente Cleveland rechazó la incorporación de Hawai, ésta se produjo finalmente en 1898. En aquella época, de los 125.000 habitantes de las islas sólo 20.000 eran indígenas.

En las islas Samoa, en la Polinesia, norteamericanos, británicos y alemanes rivalizaron por conseguir el predominio. En 1872, los norteamericanos se apode­raron del puerto de Pago Pago, pero Washington no ratificó la ocupación (1877). Al año siguiente, un tratado de amistad y comercio entre el Reino de Samoa y Estados Unidos permitió que el puerto de Tutuila fuera puesto a disposición de la Unión. Tras varios incidentes, todo el archipiélago de Samoa quedó bajo un pro­tectorado mancomunado de Estados Unidos, Alemania y Gran Bretaña. Aun así, continuaron las intrigas entre estas potencias, así como las luchas con los indíge­nas. Finalmente, un nuevo pacto firmado en 1899 hizo desaparecer el Reino de Samoa y repartió las islas entre Alemania y Estados Unidos. A éstos les corres­pondieron las Samoa orientales (197 km2), con las islas de Tutuila y Tau.

Contra todo pronóstico, mediante la paz de París, España también cedió las Filipinas a Estados Unidos. En aquel momento, de hecho, buena parte del archi­piélago estaba en manos de la República de las Filipinas, que había proclamado su independencia en junio de 1898. Washington nunca reconoció la existencia de este poder autóctono y, en febrero de 1899, estalló una guerra entre los imperia­listas norteamericanos y los nacionalistas tagalos. Este conflicto fue largo y cruel, y culminó con la completa derrota de los independentistas filipinos (1902). En aquella época, el presidente de Estados Unidos nombraba a todas las autoridades -civiles, militares y judiciales- en las Filipinas, hecho que fue reiteradamente denunciado por los sectores antiimperialistas norteamericanos. Aun así, en el seno de la opinión pública norteamericana predominaban los sectores imperia­listas partidarios de ocupar las Filipinas. Entre otros, se manifestaron en este sentido los extranjeros y los oficiales de la marina de guerra, los comerciantes y capitalistas deseosos de ensanchar sus negocios en Asia y buena parte de las iglesias protestantes, que querían hacer proselitismo entre los filipinos. La pose­sión de las Filipinas igualaba a Estados Unidos con las otras grandes potencias presentes en Asia y le permitía tener un acceso más directo a China (Elizaldc Pérez- Grueso, 1998).

Estados Unidos también obtuvo la isla de Guam, en el archipiélago de las Marianas. En cambio, en parte debido a la presión de Alemania, el resto de las Ma­rianas, las Carolinas y las Palaos continuaron en poder de España hasta que fueron vendidas al gobierno de Berlín en 1899. Aquel mismo año, los norteamericanos se anexionaron la isla de Wake, al norte de las islas Marshal!.

En el Extremo Oriente, la presencia norteamericana también se intensificó a finales del siglo xix. Comerciantes y misioneros norteamericanos se extendie­

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ron por China y Corea y entraron en competencia con Japón y con las grandes potencias europeas. En 1899 Estados Unidos consiguió que todas las potencias importantes, excepto Rusia, aceptaran competir en igualdad de condiciones en el mercado chino. Esta política de puerta abierta supuso un éxito notable para Washington y para los comerciantes y los capitalistas norteamericanos. En 1900 Estados Unidos participó activamente en la guerra de los Bóxers, del lado de Gran Bretaña, Japón, Francia, Alemania, Austria, Italia y Rusia.

3.4 Estados Unidos como potencia hemisférica

La mayoría de los analistas de la historia norteamericana coinciden en afir­mar que el resultado de la guerra contra España en 1898 es todo un símbolo para el inicio del camino de Estados Unidos como potencia del hemisferio. Según un estudio realizado por Philip S. Foner (1975), para los norteamericanos, la guerra de 1898 contra España tuvo unas motivaciones imperialistas y su resultado fue muy importante en el nacimiento del imperialismo de Estados Unidos sobre el Caribe. Por su parte, Claude Fohlen (1967) señala que el balance de 1898 fue el establecimiento de Estados Unidos como potencia fuera del continente. Ésta se materializó con la ocupación de Cuba y la cesión española de Puerto Rico, de Guam y de las Filipinas en el Tratado de París.

Aunque la guerra contra España marca el inicio de la hegemonía norteame­ricana en el Caribe y en el Pacífico, esta hegemonía tenía sus razones y estaba influenciada por varios hechos. Durante la década de 1890 tuvieron mucho eco -como ya se ha dicho- las ideas de Mahan sobre la necesidad de una marina mercante poderosa y otra de guerra con bases en el exterior de Estados Unidos para proteger el tráfico de los mercantes (Ruiz Rivera, 1991 a). La región natural de expansión era el Caribe y el Pacífico. Fruto de este eco fue la Ley de Marina, que permitió la construcción de los acorazados norteamericanos de acero que hundieron a la flota de guerra española en Cavite y en Santiago de Cuba en la primavera de 1898.

Más allá de la guerra colonial con España y de los enfrentamientos diplo­máticos con los británicos, de los que ya hemos hablado, uno de los principales problemas exteriores de Estados Unidos fue el del canal interoceánico centro­americano. El tema del canal tiene mucha importancia en la política exterior de Estados Unidos, y es una de las claves de la diplomacia de la década final del siglo xix y la de inicios del siglo xx. En abril de 1898, una comisión técnica norteamericana estaba estudiando la creación de un canal por el río Nicaragua, que se rechazó más tarde, y en 1902 decidieron hacerlo por Panamá. El proceso del canal requirió varios tratados internacionales gestionados por el secretario de Estado -Hay-, con los ingleses, los colombianos y los ingenieros franceses: los de 1898, 1902, 1903 Hay / Herrán y en 1903/1904 Hay / Bunau (Arias, 1957). Ante las dificultades del acuerdo con los colombianos, Estados Unidos resolvió el te-ma del canal con la presencia del barco de guerra Nashville en las costas colombianas y la independencia de Panamá en 1903.

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Si pensamos en las sugerencias de Mahan sobre la necesidad de crear la flota de guerra y las bases fuera de Estados Unidos para garantizar el tráfico de los mercantes, tenemos que decir que la tesis de Mahan estaba muy desarrollada en 1903: Estados Unidos tenía una de las mejores flotas de guerra del mundo, comparable a la británica y la alemana, y controlaba las Filipinas, Guaní, Samoa, Haití, Panamá y Puerto Rico. Además, el secretario Hay intentó comprar las islas Vírgenes danesas en 1903, pero no lo consiguió. Las obras del canal de Panamá se llevaron a cabo entre 1904 y 1914, año en que se inauguró. Finalmente, en 1917 Estados Unidos compró las islas Vírgenes danesas por 25 millones de dólares. La tesis de Mahan estaba desarrollada. Había una marina mercante poderosa y otra de guerra con bases en el exterior de Estados Unidos para proteger el tránsito de los mercantes e, incluso, la distancia de la ruta marina entre Nueva York y San Francisco se había reducido a menos de la mitad gracias al canal de Panamá.

La tesis de Mahan por sí sola no lo explica todo; hay que tener en cuenta también los intereses económicos de las empresas norteamericanas. Podemos citar, entre otras, la creación en Costa Rica de la United Fruto Co., en 1899, o el contrato de la Central American Improvement Co. sobre los ferrocarriles en Gua­temala, en 1900. También es necesario pensar en las argumentaciones morales del destino manifiesto de Estados Unidos, formuladas a mediados del siglo xix; en la tesis de Tumer sobre la frontera y, además, en la política panamericana iniciada oficialmente entre octubre de 1889 y abril de 1890 en la Primera Confe­rencia Internacional Americana, celebrada en Washington. El 14 de abril de 1890 se aprobó la creación de la Unión Internacional de las Repúblicas Americanas y su secretaría, llamada Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas, que en 1910 se convirtió en la Unión Panamericana.

Uno de los principales analistas de esta organización internacional opina que el panamericanismo y su organización administrativa fue resultado de la adaptación de la política exterior norteamericana a la política del momento (Fer­nández Shaw, 1963). Este hecho se vio claramente en la Segunda Conferencia Internacional Americana, celebrada en México en 1901-1902, donde se formula­ron las claves del arbitraje norteamericano para los conflictos entre los estados americanos o entre los americanos y los europeos. Las conferencias siguientes consolidaron esta concepción: la tercera, en 1906, en Río de Janeiro; la cuarta, en 1910, en Buenos Aires; la quinta, en 1923, en Santiago de Chile, y la sexta, en 1928, en La Habana.

El resultado fue una política exterior norteamericana en el Caribe, que unos historiadores han llamado «imperialismo protector» (Flagg Bernis, 1943; Morales Padrón, 1991) y otros, «diplomacia de la cañonera» (Aron, 1976), la cual se desarrolló desde 1898 hasta la implantación de la política de buenos vecinos del presidente F. D. Roosevelt (1933-1945) y el nuevo enfoque de la política hemisférica de la Séptima Conferencia Panamericana, celebrada en Mon­tevideo en 1933. Entonces -corno veremos más adelante-, Estados Unidos ya era una potencia mundial.

Con respecto a la diplomacia de la cañonera o el imperialismo protector. tuvo una doble vertiente: las acciones beligerantes, y las declaraciones legales

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que las justificaban y legalizaban. En cuanto a éstas últimas, es necesario recor­dar la enmienda Platt en la Constitución cubana de 1902, la doctrina Drago del mismo año y los corolarios de 1904 de T. Roosevelt (1901-1909) a la doctrina Monroe y de 1912 de Lodge. Estas declaraciones establecían, por decirlo en pocas palabras, que los marines norteamericanos eran los policías del Caribe e intervenían allí donde fuera necesario garantizar o restablecer el orden y la paz norteamericana o impedir la intervención europea. Entre 1902 y 1929 Estados Unidos, aparte de las ocupaciones militares y de los controles financieros y de­mostraciones de fuerza -que son otra vertiente del imperialismo protector-, in­tervino militarmente en Guatemala en 1820, en Honduras en siete ocasiones -la primera en 1903 y la séptima en 1924-, en Nicaragua en 1910 y en 1925, en Costa Rica en 1921, en Panamá entre 1918 y 1920, en 1921 yen 1925, enCuba en 1912, en Haití en 1914 y en 1915, en la República Dominicana en 1903, 1904 y 1914, e, incluso, el presidente W. Wilson capturó Veracruz e hizo dos interven­ciones militares en México durante los años de la Revolución mexicana.

Desde 1898 se vio que el poder alcanzado por Estados Unidos para refor­zar su voluntad en los estados del Caribe era enorme; lo que nadie esperaba era que este poder también se haría sentir en Europa. La demostración más impor­tante del poder militar y económico logrado fue la intervención en la Primera Guerra Mundial, en 1917. Las circunstancias convirtieron al presidente norte­americano Woodrow Wilson (1913-1921) en el árbitro mundial (Ruiz Rivera, 1991a). Durante los dos primeros años de guerra, el presidente Wilson intentó negociar la paz entre los beligerantes y convertirse en el árbitro de las grandes potencias -Alemania y Gran Bretaña-, además de evitar su entrada en la guerra. Durante esta etapa, según Marc Ferro (1970), es posible calificar a Wilson de pa­cifista. Pero hubo un tema que rompió la neutralidad norteamericana, y fue la guerra submarina de los alemanes. Los submarinos alemanes torpedeaban a los barcos mercantes ingleses y franceses. En estos barcos había intereses nortea­mericanos muy perjudicados por los ataques submarinos. Finalmente, el 18 de marzo de 1917, los submarinos alemanes hundieron tres barcos norteamerica­nos y, también, el secretario de Estado alemán había propuesto a los mexicanos que, si entraban en guerra a su lado, les devolvería los territorios que Estados Unidos les había usurpado en 1848. Entre el 4 y el 6 de abril el congreso decidió declararle la guerra a Alemania.

No obstante, esta es una explicación que, con respecto a las repercusiones más bien internas, ampliaremos más adelante. No obstante, podemos avanzar que, cuando los alemanes hundieron los navios y el congreso aprobó la interven­ción, Wilson movilizó a tres millones de hombres, las industrias de guerra se desarrollaron e incrementaron sus beneficios, la agricultura se organizó para pro­ducir alimentos y los barcos de guerra protegieron a los mercantes que transpor­taban hacia Europa tropas, armamento fabricado y alimentos producidos.

La incorporación plena de Estados Unidos en la guerra junto a las poten­cias aliadas fue de gran trascendencia. Por una parte significó una enorme ven­taja militar, puesto que Estados Unidos tenía recursos humanos muy superiores a los de los imperios centrales y tenía, también, una potente industria armamen-

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tística y otra susceptible de ser reconvertida. Aun así, a los norteamericanos les hacía falta tiempo para reclutar a las tropas, instruirlas, formar a los oficiales y transportarlos a Europa. Por otra parte -y aquí la ventaja fue inmediata-, además de incrementar la potencia antisubmarina de los aliados, la declaración de guerra de Washington a Alemania implicó que, desde ese momento, Gran Bretaña y Francia empezaran a recibir capital, no ya de los bancos, sino del propio gobier­no norteamericano; capital, claro está, para pagar las compras realizadas por los aliados a Estados Unidos.

Al mismo tiempo, la ventaja conseguida de forma más inmediata fue el incremento de la moral de victoria de los aliados, puesto que con los norteameri­canos a su lado se convencieron de las posibilidades de conseguir dicha victoria. Justo lo contrario de lo que experimentaron los alemanes. El esfuerzo nortea­mericano contribuyó de manera decisiva a la victoria final de los aliados y al armisticio.

En enero de 1919 se reunió la Conferencia de Paz en París. Wilson había expuesto en enero de 1918 ante el congreso de Estados Unidos, un programa de paz de catorce puntos, donde planteaba la supresión de la diplomacia secreta, la libertad de navegación de los mares, la eliminación de las barreras al libre comer­cio, la reducción de armamentos, la benevolencia hacia los vencidos y el estable­cimiento de una sociedad de naciones. En Versalles, en 1919, Wilson aceptó las condiciones de los aliados, que contravenían a ios puntos expuestos en el con­greso, con el fin de que se aceptara la creación de la Sociedad de Naciones. Cuando volvió a Estados Unidos se encontró con la oposición del Senado, sufrió una trombosis y no obtuvo su ratificación en 1920. Finalmente, los norteamerica­nos negociaron la paz por separado con Alemania, Austria y Hungría.

Desde entonces, centraron sus intereses en la tutela de los estados del Cari­be, la cual no habían abandonado a pesar de su participación en la guerra euro­pea, y garantizaron la estabilidad de los regímenes autoritarios del Caribe que les convenían, con intervenciones y ocupaciones militares. Los hechos de mayor duración, si los comparamos con las intervenciones militares mencionadas ante­riormente, fueron la protección de intereses sobre Nicaragua desde 1912 hasta 1925, y su ocupación militar entre 1926 y 1933; la ocupación militar de Cuba, entre 1917 y 1922; la de la República Dominicana, entre 1916 y 1924; y el esta­blecimiento de un régimen militar norteamericano en Haití, entre 1916 y 1934.

3.5 El impacto de la Primera Guerra Mundial sobre el continente

3.5.1 ím posguerra en América Latina

El período 1914-1929 enmarca una etapa en la que son ya perceptibles las tensiones y la debilidad de! modelo exportador y en la que las actitudes adopta­das ante esta situación influyeron decisivamente en la repercusión de la crisis de 1929, en las diversas respuestas elaboradas ante esta y en la rapidez de la recupe­ración de las economías latinoamericanas. Una recuperación tras 1929 que, con

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algunas excepciones como las de Argentina, Peni, Cuba y Honduras, fue anterior al incremento de las exportaciones tradicionales, hecho que mostraba la profun­didad de los cambios ocurridos tras la Primera Guerra Mundial en algunas de las economías nacionales latinoamericanas.

El origen más próximo de estos cambios se halla en la coyuntura de guerra, aunque se puede afirmar que en el período 1870-1914 se da el inicio de la indus­trialización en América Latina, unida a ciertos factores como el del crecimiento demográfico, la expansión de la renta propiciada por las exportaciones y el creci­miento de los mercados urbanos locales de bienes de consumo y bienes de pro­ducción.

Sin embargo, esta industrialización previa a 1914 fue muy desigual en el amplio marco geográfico del continente y padecía todavía importantes obstácu­los para su ampliación, identificados en el reducido y limitado tamaño de los mercados nacionales, en la muy ventajosa oferta de importaciones en aquel pe­ríodo, y en el escaso desarrollo de los mercados nacionales de capital. Estos incipientes procesos de industrialización no pueden ocultar un hecho evidente: todavía en este período el comercio exterior era la principal fuerza dinámica. Las exportaciones se mantenían como la fuente del crecimiento de la renta nacional y la fuente de los cambios estructurales unidos al desarrollo y, entre ellos, el de un crecimiento del sector industrial vinculado al sector externo.

Sin embargo, y manteniendo las reservas habituales a toda generalización que abarque el conjunto de América Latina, también se podría decir que es en el período 1914-1929 cuando se percibe ya en América Latina el fin de la etapa más brillante del crecimiento basado en las exportaciones. Se pueden encontrar ejem­plos muy claros de esto, como el de Chile, frente a otros en que este modelo no se debilitará hasta bien entrados los años treinta, como Honduras, aunque, tal y como ha señalado R. Thorp (1991), en estos años ya son evidentes las fuerzas económicas que pondrían fin a la anterior «Edad Dorada».

Una de estas fuerzas sería el debilitamiento y, en casos extremos, el hundi­miento de la demanda de los productos tradicionales. Hasta entonces habían sido las condiciones de la oferta las que habían propiciado el extraordinario desarro­llo precedente pero, desde aquellos momentos, ya se percibían los cambios des­de la oferta (por una oferta excesiva de productos básicos) y desde la demanda. En este último sentido, era el crecimiento de los países industrializados, junto con sus incrementos de renta, los factores que hacían más lento el aumento de la demanda de productos alimentarios. Estos cambios afectaron extraordinariamen­te a Argentina y Uruguay, exportadores de productos agropecuarios de zonas templadas -grano y carne-, con una tendencia a la baja en sus precios desde 1925 (O’Connell, 1988).

Otros productos, como el nitrato chileno y el caucho brasileño o peruano, habían visto cómo su demanda caía irremisiblemente ante la aparición de susti­tutos artificiales. En este caso, la evolución del nitrato chileno es paradigmática. Al principio de la Primera Guerra Mundial, este producto dominaba el cuadro de las exportaciones chilenas, con una participación del 80 % del total. Durante la guerra, ¡a demanda de nitratos para la fabricación de explosivos había cornpcn-

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sado la caída de aquélla destinada a la consecución de abonos. Pero, tras el auge bélico, la caída fue traumática por el fin de aquella demanda militar y por la apa­rición de fertilizantes sintéticos para la agricultura (Palma, 1988).

El segundo de los factores señalados por Thorp es el de la creciente limita­ción de recursos, que frenaba la expansión anterior basada en la incorporación de más recursos productivos -tierra, trabajo o capital-, sin exigir un considerable aumento de la productividad. Para muchas economías ya resultaba muy difícil ampliar aquellos recursos equilibradamente, como muy bien ha señalado Víctor Bulmcr-Thomas (1988) para el caso centroamericano.

En última instancia, debemos destacar el cambio en la composición de las exportaciones, en beneficio de aquéllas que eran de propiedad extranjera y que dejaban en la economía nacional una proporción relativamente escasa de su va­lor. Podemos señalar varios ejemplos. En Perú se produjo, a lo largo de los años veinte, un cambio en los productos líderes de las exportaciones: el petróleo y el cobre, cuya explotación se hallaba en manos de multinacionales extranjeras, sus­tituyeron en aquella privilegiada posición al algodón, azúcar y caucho, por lo general en manos de propietarios nacionales (Thorp y Londoño, 1988).

Lo más significativo de este cambio, entre otras cosas, es el hecho de que el petróleo y los minerales, por lo general, son productos que derivan un escaso por­centaje de su valor en la economía nacional, de la mano de impuestos, salarios, etc., debido a la ocupación intensiva de capital en su producción y a la remi­sión de los beneficios a sus propietarios extranjeros. Este último extremo está en íntima relación con lo que algunos han considerado como el cambio más espec­tacular del período 1914-1929 en América Latina: la sustitución de Gran Bretaña por Estados Unidos en el papel de potencia dominante en el comercio y la inver­sión (Thoip, 1988).

Esta presencia hegemónica norteamericana supondría diferencias impor­tantes respecto a la británica. Por un lado, la presencia británica se había concen­trado en el control de las economías latinoamericanas gracias al dominio de los circuitos comerciales, mientras que Estados Unidos orientó sus inversiones al sector bancario y financiero y al sector minero, e incrementó sólo sus inversio­nes en el sector agrícola en las zonas de agricultura tropical (América Central y el Caribe). Por otro lado, el esfuerzo de las economías latinoamericanas por adaptarse a las necesidades norteamericanas tuvo efectos indeseables, dado el carácter cerrado y proteccionista de los Estados Unidos, siempre proclive a la reducción de las importaciones. En última instancia, las economías latinoameri­canas tendieron por este motivo al déficit crónico.

En vísperas del inicio de la Primera Guerra Mundial se había alcanzado la cumbre de la influencia y el control de los bancos europeos sobre los distintos estados de América Latina. Estos habían acumulado una deuda que sobrepasaba los dos mil millones de dólares, la mitad de los cuales provenía todavía de deu­das adquiridas en el siglo xix, y el resto había sido producto de la fiebre financie­ra europea de inicios del siglo xx. Aunque el capital de origen británico continua­ba siendo el predominante, ya estaba padeciéndose la persecución de otras po­tencias europeas que amenazaban con romper la preeminencia británica.

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algunas excepciones como las de Argentina, Perú, Cuba y Honduras, fue anterior al incremento de las exportaciones tradicionales, hecho que mostraba la profun­didad de los cambios ocurridos tras la Primera Guerra Mundial en algunas de las economías nacionales latinoamericanas.

El origen más próximo de estos cambios se halla en la coyuntura de guerra, aunque se puede afirmar que en el período 1870-1914 se da el inicio de la indus­trialización en América Latina, unida a ciertos factores como el del crecimiento demográfico, la expansión de la renta propiciada por las exportaciones y el creci­miento de los mercados urbanos locales de bienes de consumo y bienes de pro­ducción.

Sin embargo, esta industrialización previa a 1914 fue muy desigual en el amplio marco geográfico del continente y padecía todavía importantes obstácu­los para su ampliación, identificados en el reducido y limitado tamaño de los mercados nacionales, en la muy ventajosa oferta de importaciones en aquel pe­ríodo, y en el escaso desarrollo de los mercados nacionales de capital. Estos incipientes procesos de industrialización no pueden ocultar un hecho evidente: todavía en este período el comercio exterior era la principal fuerza dinámica. Las exportaciones se mantenían como la fuente del crecimiento de la renta nacional y la fuente de los cambios estructurales unidos al desarrollo y, entre ellos, el de un crecimiento del sector industrial vinculado al sector externo.

Sin embargo, y manteniendo las reservas habituales a toda generalización que abarque el conjunto de América Latina, también se podría decir que es en el período 1914-1929 cuando se percibe ya en América Latina el fin de la etapa más brillante del crecimiento basado en las exportaciones. Se pueden encontrar ejem­plos muy claros de esto, como el de Chile, frente a otros en que este modelo no se debilitará hasta bien entrados los años treinta, como Honduras, aunque, tal y como ha señalado R. Thorp (1991), en estos años ya son evidentes las fuerzas económicas que pondrían fin a la anterior «Edad Dorada».

Una de estas fuerzas sería el debilitamiento y, en casos extremos, el hundi­miento de la demanda de los productos tradicionales. Hasta entonces habían sido las condiciones de la oferta las que habían propiciado el extraordinario desarro­llo precedente pero, desde aquellos momentos, ya se percibían los cambios des­de la oferta (por una oferta excesiva de productos básicos) y desde la demanda. En este último sentido, era el crecimiento de los países industrializados, junto con sus incrementos de renta, los factores que hacían más lento el aumento de la demanda de productos alimentarios. Estos cambios afectaron extraordinariamen­te a Argentina y Uruguay, exportadores de productos agropecuarios de zonas templadas -grano y carne-, con una tendencia a la baja en sus precios desde 1925 (O’Connell, 1988).

Otros productos, como el nitrato chileno y el caucho brasileño o peruano, habían visto cómo su demanda caía irremisiblemente ante la aparición de susti­tutos artificiales. En este caso, la evolución del nitrato chileno es paradigmática. Al principio de la Primera Guerra Mundial, este producto dominaba el cuadro de las exportaciones chilenas, con una participación del 80 % del total. Durante la guerra, la demanda de nitratos para la fabricación de explosivos había eompen-

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sacio la caída de aquélla destinada a la consecución de abonos. Pero, tras el auge bélico, la caída fue traumática por el fin de aquella demanda militar y por la apa­rición de fertilizantes sintéticos para la agricultura (Palma, 1988).

El segundo de los factores señalados por Thorp es el de la creciente limita­ción de recursos, que frenaba la expansión anterior basada en la incorporación de más recursos productivos -tierra, trabajo o capital-, sin exigir un considerable aumento de la productividad. Para muchas economías ya resultaba muy difícil ampliar aquellos recursos equilibradamente, como muy bien ha señalado Víctor Bulmcr-Thomas (1988) para el caso centroamericano.

En última instancia, debemos destacar el cambio en la composición de las exportaciones, en beneficio de aquéllas que eran de propiedad extranjera y que dejaban en la economía nacional una proporción relativamente escasa de su va­lor. Podemos señalar varios ejemplos. En Perú se produjo, a lo largo de los años veinte, un cambio en los productos líderes de las exportaciones: el petróleo y el cobre, cuya explotación se hallaba en manos de multinacionales extranjeras, sus­tituyeron en aquella privilegiada posición al algodón, azúcar y caucho, por lo general en manos de propietarios nacionales (Thorp y Londoño, 1988).

Lo más significativo de este cambio, entre otras cosas, es el hecho de que el petróleo y los minerales, por lo general, son productos que derivan un escaso por­centaje de su valor en la economía nacional, de la mano de impuestos, salarios, etc., debido a la ocupación intensiva de capital en su producción y a la remi­sión de los beneficios a sus propietarios extranjeros. Este último extremo está en íntima relación con lo que algunos han considerado como el cambio más espec­tacular del período 1914-1929 en América Latina: la sustitución de Gran Bretaña por Estados Unidos en el papel de potencia dominante en el comercio y la inver­sión (Thorp, 1988).

Esta presencia hegemónica norteamericana supondría diferencias impor­tantes respecto a la británica. Por un lado, la presencia británica se había concen­trado en el control de las economías latinoamericanas gracias al dominio de los circuitos comerciales, mientras que Estados Unidos orientó sus inversiones al sector bancario y financiero y al sector minero, e incrementó sólo sus inversio­nes en el sector agrícola en las zonas de agricultura tropical (América Central y el Caribe). Por otro lado, el esfuerzo de las economías latinoamericanas por adaptarse a las necesidades norteamericanas tuvo efectos indeseables, dado el carácter cenado y proteccionista de los Estados Uhidos, siempre proclive a la reducción de las importaciones. En última instancia, las economías latinoameri­canas tendieron por este motivo al déficit crónico.

En vísperas del inicio de la Primera Guerra Mundial se había alcanzado la cumbre de la influencia y el control de los bancos europeos sobre los distintos estados de América Latina. Estos habían acumulado una deuda que sobrepasaba los dos mil millones de dólares, la mitad de los cuales provenía todavía de deu­das adquiridas en el siglo xix, y el resto había sido producto de la fiebre financie­ra europea de inicios del siglo xx. Aunque el capital de origen británico continua­ba siendo el predominante, ya estaba padeciéndose la persecución de otras po­tencias europeas que amenazaban con romper la preeminencia británica.

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La banca norteamericana, aunque había sido la más retrasada en comenzar operaciones en el sur del río Grande, ya había alcanzado hacia 1910 un cierto relieve en el subcontinente, especialmente mediante su participación en consor­cios financieros internacionales que operaban fundamentalmente en Argentina, México y Cuba. Este retraso inicial, así como la relativa presencia posterior en colaboración con otras entidades, se debía no sólo al reconocimiento de la expe­riencia de los banqueros europeos, sino a la reticencia de los inversores norte­americanos a comprar bonos de gobiernos extranjeros.

Se puede decir que la rivalidad creciente de las distintas entidades banca- rias por controlar los préstamos latinoamericanos fue una característica de los años precedentes a la Primera Guerra Mundial. Esta rivalidad (por invertir en ferrocarriles, tranvías, minas y compañías agrícolas) estimuló un enorme auge especulativo que no cesará hasta 1914.

El estallido del conflicto provocó la súbita suspensión de las exportaciones de capital y amenazó con echar a perder todas las estructuras económicas de América Latina. Pese a la ruptura del comercio y del crédito internacional, la mayor parte de las naciones de la región continuaron haciendo frente al pago de sus deudas. Por primera vez en la historia de la región una situación de recesión internacional no significó la suspensión de pagos.

La explicación tradicional de esta realidad ha puesto especial énfasis en subrayar el papel de los bancos de Estados Ünidos como sustitutivos de las prin­cipales entidades de crédito europeo. Esta es una visión deformadora, puesto que durante 1914-1918 la mayor parte de los países de América Latina subsistieron sin préstamos externos. Los gobiernos superaron la reducción de los préstamos mediante el aumento de otros ingresos. Por una parte, utilizaron los excedentes por exportaciones durante los años de la guerra. Por otra, cubrieron sus déficits movilizando capital doméstico mediante préstamos pequeños de bancos locales, emisión de letras de tesorería c impresión de papel moneda (Manchal, 1986).

Inmediatamente después de la guerra, se produjo un notable incremento de las inversiones norteamericanas (especialmente en Cuba, México y Chile), aun­que no hubo préstamos para los gobiernos de estos países. Esta situación cam­biará radicalmente a partir de la crisis mundial de 1921. La violencia del impacto inesperado de esta crisis convenció a los dirigentes de América Latina de que no había otra opción que disfrutar del apoyo financiero de Estados Unidos para superar temporalmente la caída de las exportaciones. Durante la década de los veinte, gracias a la masiva afluencia de créditos exteriores, se paliaron los défi­cits en las balanzas de pagos, provocados por la ruptura de los canales comercia­les tras la crisis de 1921, permitiendo que siguiera creciendo el volumen de la producción de las mercancías tradicionales.

Las tensiones que sufre el modelo de desarrollo basado en las exportacio­nes durante los años veinte, en muchos casos, implicarían el fortalecimiento de diversas tendencias de las economías latinoamericanas, que se consolidarán de­finitivamente tras la depresión de 1929. Nos referimos a las tendencias hacia la industrialización, hacia la intervención estatal y hacia el desarrollo de las institu­ciones financieras.

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Su distinta incidencia en estas economías, junto con otros factores como los resultados desiguales de la «lotería de los productos» de que habla Díaz Ale­jandro, para distinguir las distintas repercusiones de la crisis sobre los principa­les productos de exportación latinoamericanos, o la asunción de determinadas políticas económicas expansivas por parte de los denominados, también por él, «países reactivos» explican la rápida recuperación de América Latina tras el bru­tal impacto de la Gran Depresión.

Podemos señalar, por ejemplo, la evidencia de que el impacto de la Prime­ra Guerra Mundial y los desequilibrios en los precios de las exportaciones que se vivieron en el período posterior sirvieron para difundir en América Latina la aceptación de una mayor intervención estatal en la economía. Una intervención que se orientaba básicamente a la aplicación de medidas de apoyo a los sectores exportadores tradicionales, caso de la política de fomento del café en Brasil, pero que ya sugería en Chile, según Gabriel Palma (1988), la existencia de un esfuer­zo sistemático para implantar un modelo de crecimiento diferente, basado en la producción para el mercado interno.

En el caso chileno, esta actitud derivaba del hecho de que, desde el fin de la Primera Guerra Mundial, el sector exterior se había convertido más en el origen de la inestabilidad que del crecimiento económico. En respuesta a esto, las medi­das económicas adoptadas -como el aumento de los aranceles para las manufac­turas importadas, la devaluación de la moneda en un 60 %, entre 1913 y 1929. o el mantenimiento de tasas de inflación interna inferiores a las exteriores- pro­piciarían un proceso perceptible y de proporciones considerables de sustitu­ción de importaciones.

En Chile, las graves dificultades vividas por su sector exterior tras la Pri­mera Guerra Mundial forzaron un proceso de transformación, en el que no falta­ron tensiones, conflictos e improvisaciones, que convertiría a la industria manu­facturera en «una nueva fuente de estímulos» para el desarrollo nacional.

Sin embargo, esta actitud chilena no fue la que predominó en la década an­terior a la crisis del 29 en el conjunto de América Latina, puesto que, por lo general, las debilidades de su sector externo pudieron superarse aparentemente gracias a la masiva afluencia de créditos externos, mientras se mantenían todavía estrechas conexiones entre el comportamiento del sector manufacturero respec­to al sector exportador.

3.5.2 La guerra y la posguerra en Estados Unidos

Como ya se ha dicho, el estallido en junio de 1914 de la Primera Guerra Mundial en el continente europeo fue recibido en Estados Unidos con sentimien­tos enfrentados y con un claro posicionamiento oficial de neutralidad, expresa­do por el presidente W. Wilson en agosto. Sin embargo, la multicultural sociedad norteamericana no mostró frialdad ante el conflicto. Era una sociedad que au­mentó de población entre 1891 y 1920, con más de 18 millones de emigrantes (la nueva emigración) procedentes en su mayoría de Europa del Sur y del Este, muy afectada por el alto volumen de inmigración de 1902-1914 que hizo posible que.

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en fechas previas a la guerra, un tercio de la población urbana de las grandes ciudades fuera extranjera (Dcgler, 1986). Las inclinaciones de los germanicoa- mcricanos y de los irlandoarnericanos -éstos por rechazo a la ocupación británi­ca de Irlanda-, en favor de las potencias centrales se enfrentaban a la mayoría descendiente de ingleses, fortalecidos por el patrón de conformidad norteameri­cano representado por la cultura wasp, y a otras minorías relevantes, nuevas pero ya numerosas, como la italiana o la griega.

A pesar de estas tensiones, para la Administración, la economía y la mayor parte de la población era obvio que, a pesar de la sintonía con la Triple Entente, en especial con las democracias francesa y británica, la neutralidad debía mante­nerse. Ya fuera por principios políticos basados en la animadversión tradicional norteamericana a involucrarse en los conflictos europeos, muy fundamentada desde la propia independencia y en los consejos de la despedida de G. Wa­shington, o por los evidentes beneficios económicos del conflicto, Estados Uni­dos se mantuvo diplomáticamente al margen hasta abril de 1917. Mientras se luchaba en suelo europeo, Estados Unidos se convirtió en el principal abastece­dor de los aliados, aumentando su intercambio con Gran Bretaña y Francia de 825 millones de dólares en 1914, a 3.200 millones en 1916, y en su principal acreedor y valedor económico, gracias a la compra de más de 2.000 millones de dólares en bonos de los aliados (Hernández Alonso, 1996).

El presidente Wilson empezó a significarse por su labor en favor de la fi­nalización del conflicto, proponiendo reuniones entre los beligerantes que no llegaron a buen puerto, mientras preparaba a las Fuerzas Armadas y a la opinión pública norteamericana para una posible entrada en la guerra. Su programa de preparación de 1916 se desplegó a medida que la indiscriminada guerra subma­rina alemana afectaba de manera creciente a los envíos norteamericanos a Gran Bretaña, representada popularmente en el hundimiento del Lusitania en mayo de 1915. Una gira presidencial a principios de 1916 buscó apoyos para la aproba­ción de medidas que mejoraran la defensa nacional, sólo conseguidas parcial­mente en el congreso al duplicarse el tamaño del ejército regular y limitarse el programa de construcción de la flota.

La paz que decía defender Wilson, el llamamiento al mantenimiento de la neutralidad, y la promesa de continuidad en la aprobación de políticas laborales y sociales progresistas fueron los determinantes en la victoria del entonces presi­dente, frente al candidato republicano Charles Evans Hughes, por un estrecho margen de votos (9,12 millones de votos populares y 277 electorales para Wil­son, frente a los 8,54 y 254, respectivamente, obtenidos por Hughes).

Con la nueva fuerza obtenida en las urnas, Wilson expresó en enero de 1917 ante el Senado su propuesta de «paz sin victoria», sostenida en un acuerdo internacional basado en el respeto a los derechos de autodeterminación de los pueblos, el desarme y la libertad de navegación, y garantizada por la presencia de un organismo internacional permanente (Jones, 1996).

Los acontecimientos en Rusia, que parecían preludiar en aquellos momen­tos la aparición de una monarquía constitucional y democrática, ayudaron mu­cho a superar los recelos de diversos dirigentes norteamericanos a vincularse en

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un conflicto junto con un régimen autocrático como el viejo zarismo. Por eso, la entrada de Estados Unidos en la guerra desató una oleada de patriotismo enfer­vorizado, a pesar de las actividades de los antibelicistas del Partido Socialista y de la iww (Industrial Workers ofthe World). Un patriotismo algo paranoico que consiguió, por un lado, aumentar a cerca de cinco millones el número de solda­dos reclutados en noviembre de 1918, al unirse millón y medio de voluntarios a los hombres movilizados por la Ley de Servicio Militar Obligatorio (1 de mayo de 1917), mientras se agudizaba la xenofobia contra los, fundamentalmente, ger- manicoamericanos y la persecución contra aquellos que se oponían a la guerra. Para ello, la Administración se sirvió de la Ley de Espionaje, de junio de 1917, y de la Ley de Sedición, de mayo de 1918. Ambas convertían en delito la obstruc­ción al reclutamiento militar, la propaganda «desleal» contra los bonos de gue­rra, contra la Constitución o los uniformes militares. Mediante estas leyes res­trictivas de la libertad de expresión se encarceló a cerca de mil personas, entre las cuales destacó el dirigente socialista Eugene V. Debs. El nuevo marco legal fortaleció la actuación represora de grupos como el Comité de Información Pú­blica, formado por el periodista George Creel, ocupado inicialmentc de financiar la propaganda con 75.000 oradores en favor de la guerra y también para alentar la germanofobia y el ultranacionalismo. Fueron creadas organizaciones como la Sociedad para la Defensa Americana, que formaba patrullas para denunciar las labores sediciosas, o la Liga Protectora Americana, financiada por el Ministerio de Justicia desde junio de 1917 y que reunió a cien mil miembros. Ésta última se jactó de haber denunciado tres millones de casos de dcslcaltad (Zinn, 1997).

La guerra abierta introdujo cambios en la organización económica del país, en favor de una pragmática centralización y tutela por los poderes públicos del esfuerzo de guerra. Los mecanismos fueron varios: la Junta de Industrias Béli­cas, dirigida por Bernard Baruch -el «zar de la industria americana»-, para la coordinación eficiente de la producción, estableciendo prioridades, uniformi­zando los productos y fijando los precios; la Administración de Alimentos, en­cargada de aumentar la producción y de racionalizar el consumo para abastecer a los aliados; la Administración de Combustibles y la Administración de Ferroca­rriles, ocupadas, una de aumentar la producción y el ahorro de energía y la otra de unificar y modernizar el transporte por ferrocarril, todo condicionado por las necesidades de guerra. Para completar el mapa de situación, la Junta Nacional de Trabajo Bélico consiguió la pacificación de las relaciones laborales durante el tiempo del conflicto, con el compromiso de no convocar huelgas reivindicativas que retrasaran el esfuerzo de guerra, a cambio de garantizar la negociación co­lectiva, la sindicalización forzosa y varias mejoras salariales (Jones, 1996).

La movilización de miles de hombres y la necesidad de aumentar la pro­ducción y orientar toda la actividad para garantizar la victoria aliada cohesionaron a la sociedad americana alrededor del Estado y de algunas de sus políticas más progresistas, que reconocieron legalmente algunas importantes demandas. Así, la integración perentoria de la mujer en la vida labora! en estos años de guerra inclinó al propio Wilson y a otros políticos antes refractarios a aprobar la Deci­monovena enmienda en enero de 1918, mediante la cual se establecía definitiva­mente y en todos los estados el voto femenino.

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El poder militar y el despliegue de miles de soldados en el frente europeo inclinó la balanza definitivamente a favor de los aliados, no sin elevadas perdi­das humanas, aunque no comparables a las sufridas por los beligerantes euro­peos. Los cerca de 50.000 muertos norteamericanos palidecían ante los más de 1,7 millones de rusos, los 1,8 de alemanes o el 1,3 de franceses.

Sin embargo, la frustración ante la sangrante y destructiva guerra marcó a toda esta generación de norteamericanos. Una generación que se caracterizará por un deseo explícito de olvidar la guerra y de volver a la normalidad de la pre­guerra, apareciendo muchos signos de la extensión de la desilusión en muchos aspectos de la vida social, cultural y política. Así, se multiplican los ejemplos del mantenimiento del nacionalismo intransigente y de la reacción civil y políti­ca a los supuestos o los reales desafíos al viejo orden moral y social. El fin de la era progresista se confirmó en las elecciones de 1920, con la victoria, por el ma­yor margen de votos conseguido por cualquier otro candidato, del republicano Warren G. Harding. Sin embargo, los más de dieciséis millones de votos popula­res obtenidos también muestran el desencanto y la frustración de la posguerra, porque se consiguieron con un porcentaje de participación del electorado que no llegaba al 50 %, frente al 71 % contabilizado en las elecciones de 1916 (Jones, 1996).

El ambiente que caracterizará al período preelectoral no podría definirse como tranquilo. En primer lugar, es necesario señalar la ruptura del acuerdo que había dominado las relaciones laborales durante la guerra y la utilización política c ideológica de esta conflictividad laboral. En efecto, las demandas, sobre todo salariales, de los sindicatos estuvieron contenidas durante la guerra y se desata­ron abiertamente a lo largo de 1919, de mano de la movilización de más de cua­tro millones de trabajadores, que organizaron más de tres mil huelgas. Las huel­gas de los astilleros de Seattle (que implicó a cerca de cien mil obreros), de la industria del acero del Midwesl y, especialmente, de la policía de Boston, en septiembre de 1919, fueron interpretadas y presentadas a la opinión pública por empresarios y políticos como la muestra de que existía en Estados Unidos un complot comunista y sindical que pretendía desencadenar una situación de anar­quía prerrevolucionaria. Los acontecimientos en Rusia daban argumentos a aque­llos que extendían el miedo y el temor a la revolución y que respondían a la conflictividad laboral con la más dura represión.

El «tenor rojo» (red scare) se desplegó desde el verano de 1919 al verano del año siguiente, dejando un rastro lamentable de damnificados entre los miem­bros del reducido Partido Socialista Americano, los sindicalistas de la íww (los Wobblies) y grupos de inmigrantes, sobre todo de filiación anarquista. El fiscal general A. Mitchell Palmer, con la ayuda del recién creado raí, puso en marcha una campaña de represión de los sospechosos de radicalismo, socialismo o co­munismo, que implicó la prisión sin juicio de entre cinco y nueve mil personas. Aprovechando una ley de tiempos de guerra que permitía deportar a los extranje­ros contrarios al Gobierno o a la propiedad privada, fue posible la expulsión de varios centenares de personas, entre los cuales se encontraban los anarquistas Emma Goldman y Alexander Berkman, deportados con otras 249 personas de origen ruso a la Rusia ya soviética (Zinn, 1997).

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Las restricciones a la libertad de expresión y al derecho de sindicación, vinculadas a esta campaña represiva, no pudieron probar la existencia de ningún complot revolucionario organizado, pero sí desmanteló al Partido Socialista Americano, al cual se le hizo pagar con creces su oposición a la guerra, la filia­ción prosoviética de alguna de sus facciones y su firmeza intemacionalista (Bosch, 1991), y menguó considerablemente la fuerza del sindicalismo de la ivvw. El conservadurismo, en definitiva, salió fortalecido de la situación abierta con el fin de la guerra y tuvo otros frentes de expresión evidentes una vez llega­do Harding a la presidencia.

En el resultado electoral influyó, obviamente, el clima de inestabilidad la­boral antes comentado y el deseo del electorado por restaurar el escenario propi­cio para avanzar en el crecimiento económico, incluso a costa de favorecer ex­presamente al mundo empresarial y de renunciar a ventajas laborales obtenidas en la anterior etapa progresista. Otro elemento de disputa electoral y partidaria relevante concernía al diseño del nuevo orden internacional de la posguerra y al papel que en él correspondía a Estados Unidos. Así, el moralismo y el idealismo de Wilson, expresados en sus «Catorce Puntos», presentados en el Congreso en enero de 1818, se concretaban en el punto decimocuarto, que proponía la crea­ción de la Sociedad de Naciones como garantía de la seguridad colectiva de todos los miembros. Ni en su país, donde las elecciones al Congreso de aquel año dieron la mayoría en ambas cámaras a los republicanos, ni entre los aliados, las propuestas de Wilson eran bien recibidas del todo. Entre éstos últimos, porque suponía la renuncia de británicos y franceses a conseguir una paz que implicara la asunción por parte de Alemania de las reparaciones de guerra, la obtención de ciertas concesiones territoriales y, en definitiva, la supeditación de los derrotados al nuevo orden internacional (Zorgbibe, 1997).

En Estados Unidos, la ausencia prolongada de Wilson en Europa era esgri­mida por los republicanos como una muestra del desinterés y la confusión del presidente respecto a los asuntos internos. De hecho, el resultado electoral de 1918, contrario a las propuestas de Wilson de convertir esta convocatoria electo­ral en un referendo sobre sus propuestas de paz, alentó las críticas respecto a su prepotente actitud ante el Congreso, poco informado y nada partícipe de las ges­tiones presidenciales. Sin embargo, no eran éstos los únicos focos de ataque a Wilson y a su idealismo. Frente a la integración de Estados Unidos en la Socie­dad de Naciones, que implicaba la aceptación de todos los puntos del pacto -en­tre ellos el del compromiso por defender a los agredidos-, amplios sectores ma­nifestaban su oposición a romper con el tradicional aislamiento norteamericano de la política europea y a aceptar unos compromisos que, según esta lectura, socavaban la soberanía nacional.

La derrota en dos ocasiones de la propuesta de ratificación, aunque con ciertas reservas, del Tratado de Versalles en noviembre de 1919 y en marzo de 1920 impidió la vinculación de Estados Unidos al sistema de seguridad colectiva de la Sociedad de Naciones, indicando, ya desde su inicio, algunas de sus más profundas debilidades. La indiscutible victoria de Harding, tímido en sus ma­nifestaciones electorales sobre este asunto, alejó la posibilidad de alterar estos

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primeros resultados, puesto que el nuevo presidente interpretó su triunfo como expresión del rechazo de la sociedad norteamericana a los términos de la paz de Versalles, ya que su oponente demócrata, James M. Cox, centró su campaña en el tema de la Sociedad de Naciones (Jones, 1996).

La llegada de Harding al poder representó el inicio de un nuevo período en la vida política y económica norteamericana, que sólo llegará a su fin con el brutal impacto de la crisis de 1929. En efecto, en 1920 se abre una década mar­cada por la fe ciega en la eficacia de la economía, por la sucesión de adminis­traciones convencidas de la bonanza de la no intervención federal en cuestiones económicas, más allá de lo que implicaba el establecimiento de marcos legales fa­vorables a la iniciativa individual y empresarial, y por la extensión de la prospe­ridad en la que ya era la primera sociedad de consumo de masas (Adams, 1980),

Una década en que los avances tecnológicos, los espectaculares beneficios empresariales y la difusión acelerada de nuevas formas de comunicación y con­sumo (automóvil, radio, cine, etc.) estuvieron acompañadas de muestras, más o menos violentas, de que el conservadurismo no se limitaría a favorecer al mundo de los negocios, sino que iba a tratar de imponer determinadas formas de com­portamiento y de relación social.

Si en el verano de 1919 se abrió la campaña del terror rojo, alentado por el temor de un ataque comunista a la forma de gobierno norteamericana, los mie­dos menos concretos, pero no menos firmes, a los cambios en las costumbres, en las creencias y en la supuesta moral tradicional también se tradujeron en accio­nes de largo alcance. Así, la reacción a la presencia cada vez más evidente de otras razas y culturas en la sociedad norteamericana de aluvión inmigratorio y la irritación ante la movilidad y el ascenso social de los ciudadanos negros, inmersos en estos años en una inmigración interna de grandes magnitudes desde el sur hacia las ciudades industriales del norte, se expresaron en el resurgimiento del Ku Klux Klan. Retomando el nombre de la organización racista que apareció en el viejo sur tras la guerra de Secesión, el nuevo Klan defendía también la supre­macía blanca, los valores tradicionales del cristianismo y de la patriotería norte­americana más intolerante. Sin embargo, sus ataques no se circunscribieron a los negros, sino que se extendían a todas aquellas minorías étnicas o religiosas que, según los principios del kkk, atentaban contra los auténticos valores nacionales. Judíos, católicos y jóvenes considerados disolutos también eran objeto de agre­sión de los nuevos miembros del Klan, que no procedían en su mayoría del atra­sado sur rural, sino que eran profesionales liberales, trabajadores cualificados y empresarios, originarios del oeste medio, del suroeste y de la costa pacífica, afec­tados por la competencia de nuevos grupos de inmigrantes. Por eso, muchos de sus más de dos millones de seguidores en 1925 residían en grandes ciudades (Detroit, Dallas, Los Ángeles, Denvcr...), de rápido crecimiento y de evidentes trazos multiculturales ante el impacto de la inmigración europea y negra. A fi­nales de 1925 un escándalo sexual implicó en Indiana al «Gran Dragón del Klan», David C. Stephenson, y descubrió a muchos de sus seguidores la doble moral de sus dirigentes, lo que provocó un declive rápido de la organización, que ya sólo contaba con 200.000 seguidores en 1928 (Jones, 1996).

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Mientras el Klan luchaba con violencia contra lo que entendían como agre­siones de los no americanos, desde la administración estatal y federal se desple­gaban en estos años las restricciones a la inmigración, el prohibicionismo y el antievolucionismo, como resultado de la confianza en que el cumplimiento de la ley reconstruiría el dictado de los principios morales e intelectuales básicos.

Las magnitudes de la inmigración en los años previos a la Primera Guerra Mundial también provocaron un renacimiento de las viejas críticas a la inmigra­ción, presentes desde finales del siglo anterior y representadas por los defenso­res del anglosajonismo frente a la degradación impuesta por la afluencia de ex­tranjeros de muy diversos orígenes y, en especial, de Europa del Sur y del Este. Las peticiones tendentes a introducir controles en la entrada de nuevos inmi­grantes por cuestiones educativas o, más abiertamente, racistas fueron rechaza­das por todos los presidentes hasta 1921. Desde entonces, ya dominaban en el Congreso aquellos que consideraban un peligro para la cultura y la sociedad norteamericana la necesaria asimilación de potenciales inmigrantes de raza y cultura latina, judía o centroeuropea. La Ley sobre Cuotas de Urgencia de 1921 introdujo límites cuantitativos a la entrada de extranjeros, con un máximo de 357.000 personas al año, distinguiendo cuotas por nacionalidades, representadas por un 3 % de los residentes de cada nacionalidad en 1910. La Ley sobre los Orígenes Nacionales de 1924 hizo más evidente el interés de la Administración por obstaculizar la entrada de inmigrantes procedentes de países no anglosajo­nes, al reducirse el volumen total a 150.000 personas y asignarse cuotas del 2 % a cada nacionalidad residente en el país en 1890. La nueva fecha de partida, anterior al cambio de origen de los nuevos inmigrantes ya valorados como di­solventes de la «cultura wasp» (blancos, anglosajones y protestantes), sirvió para maquillar el racismo y la xenofobia que inspiraba la ley y para permitir que el 96 % de las cuotas se destinaran, no a los países que en las últimas décadas nu­trían el flujo migratorio, sino a los países del norte y oeste de Europa, origen de la base demográfica de los viejos Estados Unidos (Deglcr, 1986).

Otra de las expresiones más conocidas y con más graves derivaciones so­ciales y económicas del conservadurismo de la década fue la cruzada contra el alcohol, encabezada por sectores muy conservadores y religiosos del mundo ru­ral, así como por grupos feministas, que pretendían erradicar por ley una costum­bre inmoral que perturbaba la vida familiar y laboral de millones de norteameri­canos. La legislación estatal que fue apareciendo durante los años de la guerra tomó un carácter nacional y federal con la aprobación, en 1918, de la Decimo­novena Enmienda y de la complementaria Ley Volstead, al año siguiente, que prohibía la venta y el consumo de todas las bebidas con más del 0,5 % de alcohol (Adams, 1980). La imposibilidad real de hacer cumplir esta enmienda constitu­cional provocó divisiones y descontentos, dado que fue ampliamente violada en las ciudades industriales del norte y más duramente aplicada en el sur y en el medio oeste. Aun así, la prohibición generó el desarrollo de la corrupción políti­ca, sobre todo en el ámbito municipal, y del crimen organizado, fortalecidos por unos beneficios espectaculares generados por el control del contrabando y por la protección de las salas ilegales de bebida y de juego. Las luchas por el control de

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los negocios ¡legales de la bebida, el juego o la prostitución por bandas rivales marcaron la vida cotidiana en ciudades como Chicago.

Los efectos no deseados de la prohibición hicieron crecer las demandas a favor de la revocación de la Decimoctava Enmienda por parte de grupos muy dispares. Para unos la ley representaba un ejercicio excesivo de influencia social del mundo rural sobre el moderno y liberal mundo urbano; para un importante grupo de grandes hombres de negocios, la supresión de la prohibición permitiría recuperar los impuestos sobre los alcoholes y, con esto, reducir los impuestos directos sobre la renta. El impacto de la Gran Depresión sobre los puestos de trabajo añadió nuevos argumentos a los opositores, que esgrimían la capacidad de generar trabajo en el sector de la producción y comercialización del alcohol. Igual que ocurrió en las elecciones de 1920, la ley seca inñuyó en la campa­ña de 1932 y halló entre los demócratas a los más firmes partidarios de la aboli­ción de la enmienda constitucional. La victoria de Roosevelt permitió la ratifi­cación de la Vigésima Primera Enmienda, en diciembre de 1933, que derogaba la Decimoctava Enmienda y devolvía a los estados el control sobre la legislación en esta materia. Esto hizo posible que siete estados mantuvieran la prohibición durante más tiempo y, entre ellos, fue Mississippi el último en abandonarla en 1966 (Hernández Alonso, 1996).

Una expresión diferente de la tensión entre las concepciones opuestas de la sociedad y de la función moralizadora de la ley, la encontramos en el resurgir del fundamentalismo religioso en el sur rural, denominado «cinturón de la Biblia». Se pretendía impedir la difusión de cualquier otra interpretación sobre la crea­ción y la historia de la humanidad contraria a la lectura literal de la Biblia. El evolucionismo, el cientificismo y el racionalismo eran los grandes enemigos a combatir, en gran parte por su influencia en la juventud norteamericana. Se con­siguió incluso, en 1925 y en Tennessee, la aprobación de una ley que impedía enseñar en las escuelas públicas las tesis de Charles Darwin. El seguimiento popular del juicio contra un maestro que violó conscientemente la ley y que fue condenado a una multa simbólica mostraba la profundidad de las contradiccio­nes de la sociedad americana de esa década, incapaz en muchos ámbitos de acep­tar y de integrar los cambios unidos a la modernidad de una población que, por primera vez y según el censo de 1920, ya era mayoritariamente urbana.

Una modernización que se hacía cotidiana gracias al despliegue y al im­pacto de los medios de comunicación de masas, como la radio o el cine, junto con el acceso a otros bienes de consumo duradero de gran efecto transformador y multiplicador, entre los cuales destacaba el automóvil. Entre el primer Ford T, fabricado en 1909 por Henry Ford, y el nuevo modelo A, sacado al mercado en 1927, mucho había cambiado la industria automovilística y, con ella, la socie­dad norteamericana. La aparición de la cadena de montaje hizo posible que Ford pusiera a disposición de los consumidores un coche cada diez segundos en 1927, lo cual, junto con la labor de los otros grandes competidores de la indus­tria, General Motors y Chrysler, provocó que en 1929 más de 25 millones de coches circularan por Estados Unidos (uno de cada cinco norteamericanos era propietario de uno). El efecto multiplicador de la industria automovilística la

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La época oligárquica en América Latina

convirtió en el sector más dinámico y renovador de toda la industria del país, al estimular desde la fabricación en sectores del acero, el vidrio o el textil la inver­sión estatal y federal para la construcción y mejora de nuevas vías de comu­nicación.

Este dinamismo económico representado por la industria del automóvil es­tuvo protegido y alentado desde las administraciones republicanas de Harding y de sus dos sucesores, Calbet Coolidgc y Herbert Hoover. El primero, con su obsesión por el regreso a la normalidad, se rodeó tanto de hombres públicos y juristas de prestigio como de grandes financieros, algunos de pocos escrúpulos, que favorecieron con constancia los intereses del mundo de los negocios. Se redujeron los impuestos sobre los beneficios extraordinarios, se profundizó en el proteccionismo arancelario con las leyes de 1921 y 1922, se consiguieron los máximos históricos y se paralizó la actividad de quienes exigían el cumplimien­to de la legislación antitrust, lo cual permitió, por ejemplo, que las tres grandes empresas automovilísticas controlaran el 90 % de la producción o que las cuatro grandes tabacaleras produjeran el 90 % del total de los cigarrillos.

El otro pilar en la construcción de un marco plenamente favorable para el mundo industrial se encontró en la reducción de la influencia sindical, ya fuera por la represión de los primeros años, como por la lectura restrictiva de la Ley Clayton de 1914. Varios juicios permitieron al Tribunal Supremo imponer una nueva interpretación de esta ley, que implicaba, por ejemplo, el posible procesa­miento de los sindicatos por prácticas consideradas legales hasta el momento, como el boicot secundario, la lista negra o los piquetes masivos, e incluso la exigencia a éstos del pago de los perjuicios económicos padecidos durante las huelgas. Asimismo, el Tribunal Supremo, siguiendo con las interpretaciones con­trarias al mantenimiento de las leyes laborales favorables a los trabajadores, es­tableció que la legislación en materia de regulaciones sobre el trabajo infantil o femenino era responsabilidad de los estados, con lo que se declaraba inconstitu­cional la Ley Keating-Owen, sobre el trabajo infantil, de 1916.

La muerte prematura de Harding le salvó de acabar su mandato en medio del escándalo por corrupción y el nepotismo que rodeó a su círculo más próximo (la «banda de Ohio»). Su sucesor, Coolidge, mantuvo y extendió la política fa­vorable a los grandes intereses empresariales y financieros, reduciendo nueva­mente la carga fiscal a las empresas y fijando en niveles muy bajos el gasto federal.

Esta excelente etapa de crecimiento y especulación, de ampliación del consumo y del nivel de ocupación (con tasas de desocupación que pasan del 12 % en 1921 al 3,2 % en 1929), de aumento considerable de los salarios reales (alre­dedor de un 26 %) llevaba implícitos, sin embargo, muchos puntos débiles, es­pecialmente con respecto al importante sector agrícola, perjudicado toda la déca­da por la caída de precios y el creciente endeudamiento de las propiedades. La crisis desatada en 1929 mostrará la importancia de estas debilidades.

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4. América entre la guerra y la revolución: de la Primera Guerra Mundial al período de J. F. Kennedy

4.1 Los movimientos obreros en América Latina

Con respecto a las raíces históricas, las primeras organizaciones de artesa­nos aparecen a principios de la segunda mitad del siglo xix y son núcleos urbanos orientados por intelectuales (sobre todo abogados, profesores o sacerdotes), que aprovechan sus reuniones para razonar sobre las dificultades de la realidad social que les afecta y encontrar soluciones a las duras condiciones de vida y de trabajo de los sectores más populares. El papel de los intelectuales se vería aumentado por la presencia activa de los europeos inmigrantes. Se trata, más bien, de grupos de resistencia que, aunque en un principio cuentan con la tolerancia inicial del Estado, rápidamente encontrarán en el la desconfianza y la aversión. También las clases dominantes, detentadoras del poder, introducirán una política de represión selectiva, y dotarán al Estado de mecanismos nuevos y exhaustivos de control. Es necesario recordar que en este período -finales del siglo xix- se constituyen los ejércitos modernos en Argentina, Perú, Chile, Brasil y otros países.

De la masa de artesanos se pasará a la estructuración de organizaciones reivindicativas, pero en un clima de fuerte confusión ideológica. Aparecerán clu­bes, hermandades sociales y logias (la denominación varía según países) que se extenderán por las plantaciones y las minas, singularmente. Más tarde, en algu­nos casos, la constitución del partido precede a la creación del sindicato, como es el caso argentino, pero en otros la evolución es la contraría: en Chile, por ejem­plo, la Federación Obrera de Chile (foch) será la que dará vida años después al Partido Comunista de Chile (i>cch). de forma parecida a Inglaterra, donde el Par­tido Laborista se constituye por decisión expresa de los Trade Unions.

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En las asociaciones mutualistas gozarán de gran importancia los inmigran­tes europeos, que darán un fuerte impulso a favor de los nuevos derechos. La di­fusión de la Rentm Novarían, de las doctrinas de Bakunin y de las del socialismo utópico tendrán un gran peso, al menos entre estos colectivos. Estas mutuales incidirán en Perú, Chile, Argentina, Cuba, Colombia y México, y sus reivindica­ciones tendrán efectos movilizadores y multiplicadores, con la confluencia de las corrientes anarquistas, socialistas y las de los sectores más abiertos del cato­licismo social y del liberalismo.

Las primeras reivindicaciones giran alrededor de la solución a los males sociales, como son el alcoholismo, la violencia, los juegos de azar y la prostitu­ción; pedirán el pago de salarios en moneda (no en fichas o pagarés) y la intro­ducción del crédito en los comercios y en los mercados. También se favorecen las reivindicaciones sociales, asistenciales y normativas, mientras que las de in­crementos de salarios vendrán más tarde.

En un principio no utilizan la huelga, sino la denuncia y las peticiones verbales o escritas (cartas a eclesiásticos, escritos en los diarios). Sólo más tarde aparecerán la huelga y la ocupación de los centros de trabajo. En la primera época la conflictividad no es elevada, excepto en Argentina y México, y las rela­ciones con el sistema político suelen ser de exclusión y no de reconocimiento.

Las primeras estructuras sindicales nacen y se concretan bajo la influencia dominante del anarquismo y sólo más tarde se ven influidas por el sindicalismo revolucionario (inspirado en Sorel) y por los pequeños grupos de inspiración lassalista. Es por esto que debemos ir con cuidado cuando hablamos del anarco­sindicalismo como un todo (Cuevas, 1990), sin tener presentes las fuertes diver­gencias entre los grupos. Podemos dividir el anarquismo en tres grupos o ramas. La menos consistente es la del lasallismo: pequeños sectores obreros partidarios de una ideología muy centralista y autoritaria, defensores de una organización obrera única, que dirija la lucha de forma centralizada. Son formas orgánicas que desaparecerán pronto. Las dos más importantes son los sorelistas y los anar­quistas. Las posiciones del sindicalismo revolucionario sorelista fueron, grosso modo, defendidas por los italianos, mientras que los españoles y los franceses se decantaron por el anarquismo.

En algunos países como Chile, Argentina, Uruguay, Cuba, Perú, Bolivia, Brasil y México, los anarquistas serán hegemónicos, pero siempre estarán condi­cionados por los sorelistas. Esta hegemonía terminará en la segunda década del siglo xx, aunque hasta los años cuarenta permanecerán presentes en Chile, Ar­gentina y Bolivia. Las posiciones de los anarquistas antiestatales no sintonizan con las de los sorelistas, más partidarios de luchar por una mayor tutela del Esta­do. Por otra parte, el posicionamiento de éstos en contra de los patrones contrasta con la tendencia de los anarquistas hacia formas de convenio, siempre y cuando el Estado quede al margen.

El anticlericalismo de los anarquistas difiere del de los sorelistas, puesto que para los primeros éste era un factor de cohesión de las posiciones laicas, mientras que para los segundos una posición contundente en este terreno podía crear divergencias entre los obreros. Más importantes son todavía las diferencias

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América entre la ¡•tierra y la revolución

sobre la forma de lucha. Para los anarquistas era necesario llegar a la huelga general, como consecuencia de un largo proceso de luchas parciales. Los sore­listas eran más bien partidarios de la huelga general por la acción directa y vio­lenta. Los anarquistas, contrariamente, eran partidarios de una tarca ideológica larga, así como de la construcción de cooperativas y de una fuerte organización que podría dar paso a las condiciones objetivas para la huelga general que disol­vería el Estado. Los sorelistas entendían que la ocupación salvaje de los centros de trabajo y -como ya se ha dicho- la huelga violenta pondrían punto final al poder de la burguesía.

Según Julio Godio, el anarcosindicalismo se apoyaba en un fenómeno so- ciocultural, y es que gran parte del proletariado de América Latina estaba for­mado por inmigrantes extranjeros que vivían un doble extrañamiento, uno de origen social, producto de la explotación y el otro de origen nacional, provocado por su desarraigo de la realidad latinoamericana. Por esta razón los anarcosin­dicalistas mantenían que la idea de patria era un invento burgués y fomentaban el cosmopolitismo, a la vez que partían del supuesto que los obreros no debían actuar en la política, puesto que esto no era sino entrar en el juego burgués.

La vía clásica de desarrollo sindical y político, unida a la Segunda Interna­cional, que se había producido en los países europeos avanzados, tuvo repercu­siones en algunos de los países latinoamericanos. Así, en Argentina, Chile y Uru­guay se formaron partidos socialistas. Aun así, si analizamos el período 1880- 1918, veremos que, dentro del panorama sindical, la corriente que experimentará un mayor auge será el anarcosindicalismo. Esto fue posible porque la mayor parte de los partidos socialistas latinoamericanos fundados a finales del siglo xtx mantuvieron un proyecto estratégico que proponía unos modelos sólo viables en los países más desarrollados de Europa occidental: profundizar la democracia política y mejorar las condiciones de vida y de trabajo de las masas obreras me­diante reformas sociales obtenidas por la acción parlamentaria.

El marxismo había llegado a América Latina a finales del siglo xtx, y ya desde el principio tropezó con una disyuntiva: aplicarlo al análisis de la realidad americana o asumir la doctrina tal y como se estaba utilizando en la práctica social y política de los trabajadores en otras latitudes, fundamentalmente en Eu­ropa. El argentino Juan B. Justo, a diferencia de otros correligionarios contem­poráneos, intentó, sin demasiado éxito, encontrar las raíces del socialismo en la historia nacional argentina, la cual fue revalorada desde la perspectiva de la lu­cha de clases. En realidad, como dice Aricó (1988), su «teoría científica de la historia y de la política argentina» no fue sino la reiteración del papel relevante reconocido al factor económico en la formación del Estado nacional, hecho so­bre el que ya había insistido la historiografía liberal. Justo recuperó la concep­ción de la lucha de clases y la propuesta de un partido específico y autónomo de los trabajadores, pero cayó en la trampa de privilegiar la institucional idad de la organización obrera, lo cual impedirá, en la práctica, que el Partido Socialista pueda convertirse en la herramienta transformadora que pretendía ser.

Los partidos socialistas latinoamericanos eran partidarios de mantener po­líticas agrícolas y mineras de librecambio, complementarias con los países in­

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dustrializados. Según los líderes socialislas, las políticas proteccionistas sustitu- tivas de importaciones sólo conseguían encarecer las mercancías para los consu­midores. Desde esta perspectiva, los partidos socialistas y sus dirigentes se plan­teaban organizar política y sindicalmente a los obreros con el fin de democratizar a las sociedades latinoamericanas. Parece evidente, pues, que los partidos socia­listas de América Latina de inicios del siglo xx intentaron copiar el modelo euro­peo, haciendo abstracción de las condiciones sociopolíticas de sus países con un escaso volumen de población obrera y un gran peso de trabajadores del sector primario. De este modo pretenderán organizar a los trabajadores para intentar obligar a las respectivas oligarquías a implantar sistemas democráticos. Esta op­ción reformista no fue aceptada ni por las oligarquías ni por los representantes del capital extranjero, interesados como estaban en mantener estados autorita­rios para garantizar un tipo de desarrollo capitalista dependiente, de base agrope­cuaria o de base minera con mano de obra barata.

Por eso los partidos socialistas sólo conseguirían éxitos ocasionales y pre­carios, puesto que éstos dependían de coyunturas políticas y económicas en las cuales las propias oligarquías se veían obligadas a hacer marcha atrás táctica­mente y concesiones secundarias a fuerzas emergentes, para recuperar el espacio político y volver al combate para mantener su hegemonía sobre el Estado y sobre la sociedad. Al mismo tiempo, tanta atención por las formas democráticas hizo descuidar los aspectos organizativos y de resistencia básica de la incipiente clase obrera. Podemos decir que, objetivamente, estos reformistas subestimaron la ac­ción sindical, con lo cual se creó un espacio para la acción del anarcosindica­lismo. El enfrentamiento casi permanente de los socialistas con los anarquistas (Cuevas, 1990) obedece a la naturaleza y forma de la reivindicación de los asala­riados y, por tanto, a la relación con el sistema político, mientras que los anar­quistas rechazan cualquier mejora parcial. Paralelamente, la reivindicación de la protección legislativa del Estado por parte de los socialistas equivalía para los anarquistas a engañar a los obreros, puesto que les podía inducir a pensar que era posible modificar el sistema.

Otro motivo de confrontación radicaba en que los socialistas querían or­ganizar a los trabajadores de forma territorial, mientras que los anarquistas se inclinaban por organizados en los centros de trabajo y, sólo después, de forma territorial. Igualmente, los socialistas entendían que los partidos políticos eran la mejor garantía del progreso político y social, mientras que los anarquistas los veían como los mediadores institucionales impuestos por el Estado.

El programa de los socialistas latinoamericanos giraba sobre: el sufragio universal, la descentralización administrativa, la confiscación de los bienes ecle­siásticos, la abolición de los ejércitos permanentes, la exigencia de igual salario para hombres y mujeres con igual trabajo, el descanso dominical ininterrumpi­do de 24 horas, la creación de comisiones de inspección en las fábricas, la res­ponsabilidad de los patronos en los accidentes laborales, la creación de tribuna­les paritarios de obreros y patrones para la resolución de los conflictos, y -final­mente-, la abolición de los impuestos indirectos y la introducción de impuestos sobre la renta y el patrimonio.

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América entre la guerra y la revolución

Pese a esle discurso -mimético del de sus hermanos europeos, pero relati­vamente ajeno, al menos, a la realidad de América Latina-, el socialismo prele­ninista no provocó ninguna ruptura con la cultura política ya existente; más bien entiende que la lucha por el socialismo es la continuación de las luchas de inde­pendencia de España y Portugal.

Como primera conclusión podemos decir, pues, que en América Latina no se produjo la vía clásica entre sindicato y socialdemocracia, tal como sucedió en los países de Europa occidental. Con respecto al anarcosindicalismo latinoame­ricano, justo es decir que fracasaría. Aunque su mayor flexibilidad en cuanto a la praxis revolucionaria (cuyos sujetos serían las masas explotadas, en general) le permitió una cierta capacidad para articular las protestas, no sólo de los indus­triales, sino de los obreros no fabriles y de los campesinos sin tierra, su rcduccio- nismo a la resistencia sindical le impidió cuajar a medio y largo plazo. A pesar del fracaso, su actividad influyó decisivamente en la escisión histórica entre el sindicalismo y los partidos obreros en América Latina.

A partir de los años finales del siglo xtx se produjo la aparición de los movimientos nacionales democráticos o nacionales revolucionarios de compo­sición policlasista, críticos con las respectivas oligarquías y con el capital extran­jero. Sus objetivos son la independencia política, la soberanía económica y la ampliación del mercado interno por la vía de las reformas agrarias, la industria­lización y la redistribución de los beneficios en un sentido más sensible a las necesidades de los sectores populares. Estos movimientos empezarán con el ra­dicalismo argentino, el batllismo uruguayo, la Revolución mexicana y la presi­dencia de Alessandri en Chile, tal y como hemos visto. Gran parte de los trabaja­dores, ya organizados sindicalmente o en vías de hacerlo, pasan a incorporarse a la vida política latinoamericana a través de estos partidos policlasistas. De esta manera, tanto los socialistas como los anarcosindicalistas fueron muy vulnera­bles frente a estas propuestas nacionalistas de base policlasista.

Tanto ios socialistas como los anarcosindicalistas tomarían posición du­rante la Primera Guerra Mundial, y los resultados de ésta incidirían sobre ellos. Los anarcosindicalistas se opusieron a la guerra, en sintonía con su táctica de la destrucción del Estado y de la oposición a la sociedad capitalista. Aunque no podemos hablar de una opción común entre los anarcosindicalistas de los países latinoamericanos durante el período, sí hay una cierta coincidencia con las te­sis bolcheviques de transformar la guerra imperialista en una guerra civil revo­lucionaria.

Los socialistas afiliados a la Segunda Internacional -los de Argentina y Uruguay—, adoptaron posiciones neutralistas en coincidencia con la posición de sus respectivos países. Con el avance del conflicto bélico empezaron a producir­se hechos que dificultaron el neutralismo, por ejemplo, el interés alemán por obstaculizar el comercio de América Latina con los países aliados. Como esto afectaba a las oligarquías argentina y uruguaya, éstas exigirán a sus gobiernos que declaren la guerra a los imperios alemán y austrohúngaro. Desde 1916 ésta será también la postura de los partidos socialistas, que evolucionarán así hacia una posición proaliada.

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En 1915, los bolcheviques se reunirán con sectores socialistas de varios países europeos en la Conferencia de Zimmcrwald. Allí llegaron a la conclusión que la guerra era el producto del imperialismo, que tenía como objetivo conse­guir un nuevo reparto del mundo, a la vez que acentuaban la idea de la explota­ción de los trabajadores. En 1916 hay una nueva reunión en Kicntal (Suiza), donde, aprovechando lo que se había dicho en Zimmerwald, se adopta la premisa bolchevique de transformar la guerra interimperialista en una guerra civil.

Esta nueva corriente logrará un gran predicamento entre los soeialistas y los anarquistas latinoamericanos, quienes verán con agrado el surgimiento de una posición revolucionaria en una parte del socialismo europeo. Así, lo que para los socialistas era «volver a Marx», para los anarquistas abría las puertas de una nueva internacional, es decir, un acercamiento de ambas posiciones. A pesar de todo, el hecho que realmente producirá una ruptura en las filas del socialismo y del anarquismo de América Latina será la Revolución de Octubre. Ésta permitirá el nuevo reagrupamiento de la izquierda latinoamericana: los partidos comunis­tas. En su nacimiento participarán principalmente los socialistas, pero también, como es el caso de México y Brasil, importantes núcleos anarquistas.

El proceso de americanización del marxismo -tras el fracaso de Justo y de otros- empezó con la difusión del leninismo, a partir de los años veinte, momen­to en que la ideología comunista tomó la antorcha abandonada por los socialistas de la Segunda Internacional. El leninismo proponía abiertamente un activismo revolucionario -antitético del institucionalismo de la izquierda socialista latino­americana, como hemos visto al hablar de Juan B. Justo-, apelaba a la acción y a la creatividad de las masas populares y conectaba la posibilidad de la victoria -la conquista del Estado- a la voluntad de poder de un grupo de profesionales de la revolución. En una región heterogénea, desarticulada y con fuertes lazos de dependencia, estas propuestas eran suficientemente sugestivas, y la prueba es que incluso las agrupaciones políticas de carácter nacional-revolucionario -las que denominamos populistas-, que proliferaron durante los años veinte y treinta, adoptaron lo que creyeron conveniente de este marxismo-leninismo, con el fin de configurar su discurso y de definir algunas de las ideas que constituye­ron la ba-se de su éxito. Quizás el caso más evidente sea el del aprismo peruano, encabezado por Haya de la Torre.

Los populistas y los marxistas estrictos coincidían en la idea de que sólo desde el poder podían empezar las transformaciones que harían posible la libera­ción nacional y social de los países latinoamericanos. Sin embargo, para que la transformación fuera más allá de una revolución desde arriba, era imprescindible que previa o simultáneamente se modificara la conciencia de los hombres como condición indispensable para romper la pasividad de las masas populares. Fundir las demandas de clase, de nación y de ciudadano en una realidad nacional que todavía no existía; es decir, incorporar a estas masas populares, fundamental­mente indígenas, a un proceso de liberación nacional y de clase: ésta será la gran aportación del peruano José Carlos Mariátegui.

Al colocar como eje teórico y político de su análisis a un universo que se definía más en términos de cultura que en los estrictos de clase, un objeto nacio­

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nal y popular antes que específicamente obrero, Mariátegui hizo emerger de manera inédita el problema de la nación peruana. El problema de Perú no será ya la liberación de una nación irrcdenta, ni la autodeterminación de una nacionali­dad oprimida, sino la incorporación democrática de las masas populares margi­nadas a un proceso constitutivo de la nacionalidad, que podía y debía fundirse necesariamente con un proyecto socialista (Aricó, 1988). Con Mariátegui se pro­duce la necesidad y la posibilidad de que el socialismo encuentre su razón de ser en la propia dinámica interna latinoamericana, a la vez que trasciende otras vi­siones en las cuales el socialismo no era sino un injerto europeo. Esta vía singu­lar y autónoma hacia el socialismo encuentra su esencia en la incorporación de las amplias masas indígenas al proyecto de transformación. Esta valoración del marxista peruano respecto a la población indígena no es, sin embargo, extensiblc a otras razas que habitan en el continente. Así, los negros y los chinos quedan absolutamente excluidos de la lucha liberadora mariateguiana. En su opinión, ni los chinos ni los negros habían contribuido a la formación de la nacionalidad con valores culturales o energías progresivas; tan solo con vicios (López Alfonso, 1990).

En un plano más general, la difusión del modelo ideológico propuesto por el leninismo fascinará al movimiento obrero latinoamericano, especialmente al de raíz anarquista, de manera que el leninismo latinoamericano tendrá durante muchos años una fuerte marca anarquista: un ejemplo, en los años treinta la In­ternacional Comunista criticará duramente al chileno Recabarren por esto.

Para los comunistas, el proceso de industrialización, que entonces empe­zaba a dar sus pasos más significativos, debía bloquearse, puesto que no incre­mentaba la lucha de clases sino la explotación. Esta era una idea a largo plazo, teniendo en cuenta que, si bien la industria implicaba un mayor crecimiento de la clase obrera, el desarrollo de una clase patronal industrial constituía un refor­zamiento del Estado. El sindicato era un instrumento para derrotar definitiva­mente al sindicalismo anarquista y revolucionario, y para la elaboración de pro­puestas reivindicativas que acercaran a los trabajadores al partido político de clase. Estas plataformas empezaron a ser elaboradas por los partidos y no por los sindicalistas directamente. Así pues, la autonomía del sindicato era prácticamen­te inexistente.

El rápido crecimiento relativo del sindicalismo leninista va paralelo a la crisis del anarquista y a la práctica desaparición del sorelismo. Esta crisis fue bien recibida por el Estado y por los partidos burgueses como una buena salida frente al sindicalismo barricadero. Aunque el leninista también era muy conflic­tivo, el partido podía servir como instrumento de mediación.

La crisis económica de los años veinte acentuará la política de «industria­lización por sustitución de importaciones» (isi), combatida por los comunistas -aunque no por los trostkistas-. Además, los comunistas manifestarán, por lo general, una gran incomprensión respecto a la cuestión campesina y amerindia, pese al esfuerzo de i. C. Mariátegui. El sindicalismo comunista vivirá una pro­funda crisis, especialmente evidente tras el fracaso de la primera alternativa sin­

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dical continental (la csi.a). A partir de 1935, la política de frentes populares pro­pugnada por el Vil Congreso de la Internacional Comunista incidirá en America Latina. Nacen las grandes organizaciones obreras que protagonizarán la vida social y rcivindicativa de las décadas siguientes. En el ámbito continental apare­cerá la ctai-, comandada por el mexicano Lombardo Toledano.

La principal reivindicación de este sindicalismo será la lucha contra el na­zismo. Toda la acción sindical se dirige a la obtención de la participación de los gobiernos y de los estados en la lucha antifascista y, para lograr este objetivo, los sindicatos ofrecen la paz social. Esta coincidencia de sindicatos y estados propiciará la tranquilidad social y el crecimiento económico.

Sin embargo, la ruptura de las alianzas creadas durante la Segunda Guerra Mundial y la lógica de la Guerra Fría tendrán notables repercusiones sobre el subcontinente. Las principales organizaciones sindicales latinoamericanas en­trarán en la misma dinámica perversa que caracteriza al sindicalismo europeo del momento, con los enfrentamientos internos entre unas y otras tendencias.

Una realidad singular con respecto al movimiento obrero en América Lati­na es, sin duda, la influencia y el control que el peronismo llegó a alcanzar sobre la clase obrera argentina. El golpe militar de 1943, que llevaría al coronel Juan Domingo Perón al Ministerio de Trabajo, encontró al movimiento obrero argen­tino fragmentado y débil después de la «Década Infame» (1930-1943). Perón supo aislar a las organizaciones sindicales clásicas, especialmente a los comu­nistas, que lo acusaban de neofascista, a la vez que mantenía posiciones que beneficiaban genéricamente a los trabajadores no politizados. Desde su lugar ministerial fomentó la organización sindical, permitió a los trabajadores nego­ciar en condiciones favorables con la patronal e hizo subir los salarios reales que llevaban años con una tendencia a la baja.

Cuando Perón radicalizó sus posiciones y esto le enfrentó con la Junta Mi­litar, hasta el punto de ser detenido y encarcelado, fueron las masas obreras las que tomaron las calles de la Buenos Aires burguesa exigiendo su liberación. Cuan­do en 1946 el líder populista decidió competir por la presidencia de la República, los líderes de la Central General de Trabajadores (co r) crearon el Partido Labo­rista para apoyar su candidatura. Cuando obtuvo la victoria, sin embargo, Perón destruyó el laborismo y pasó a controlar completamente la cc/r, utilizando la coacción y las amenazas con los discrepantes y premiando a sus partidarios.

Puede que las características más llamativas del período peronista con res­pecto al movimiento obrero fueran el descenso acusado de los conflictos huel­guísticos (en una coyuntura de desarrollo del mercado laboral y de crecimiento de los salarios) y la impresionante subida de la afiliación sindical (de medio millón en 1946 a más de dos millones en 1950). Los sindicatos disfrutaron de disponibili­dades económicas para otorgar gran diversidad de prestaciones a sus afiliados: desde la asistencia médica a la Seguridad Social hasta la creación de residencias subvencionadas para las vacaciones. El precio a pagar fue una progresiva sumi­sión de los obreros al Estado peronista. Cuando, en 1947, Perón promulgó los derechos del trabajador, el de huelga no figuraba. A pesar de la retórica guberna­mental, el sindicalismo argentino había sido domesticado (Roxborough, 1997).

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Otra importante ruptura interna se producirá con la Revolución cubana (Cuevas, 1990). La izquierda marxista, a través de los sindicatos que controlaba en los diversos países, propugnaba paralelamente una nueva política de grandes alianzas, con el objetivo de favorecer la solidaridad con Cuba, y una polarización del enfrentamiento interno, que provocará una importante ruptura de algunos de los más importantes sindicatos del subcontinente: Colombia, Perú, Bolivia, Bra­sil. Esta división será todavía más nítida en aquellos países donde los militantes de los partidos y de los sindicatos se decanten por la vía de la lucha armada. En otros países -Chile y Uruguay-, la izquierda sindical fue más cauta, ya que los partidarios de la lucha armada no tuvieron el apoyo de los sindicalistas.

Así pues, los años sesenta estuvieron determinados por la influencia de la Revolución cubana, especialmente sobre los jóvenes. La respuesta institucional vino determinada por el refuerzo del anticomunismo de las organizaciones so­ciales y la activación del mercado interior gracias a la reforma agraria y a las ayudas económicas bajo la batuta del Fondo Monetario Internacional (i mi). La década de los setenta es la de la derrota. El golpe militar dé Bolivia contra Torres en 1971, los de Chile y Uruguay de 1973 y el inicio del proceso en Argentina en 1976 dan la medida de la dramática derrota de la democracia en América Lati­na. Como ha escrito Cuevas, teniendo en cuenta que sin democracia difícilmente puede consolidarse y crecer el movimiento sindical, la presencia de gobiernos militares, con la pesada carga autoritaria y conservadora que impusieron, repre­senta para el sindicato el fin de un ciclo caracterizado por muchos avances y sus significativas conquistas -con una gran heterogeneidad según nos fijemos en. unos países o en otros-, pero también por sus serias e importantes rupturas.

Paradójicamente, como dice Roxborough, las dictaduras militares propi­ciaban, contra su deseo, la aparición de líderes sindicales más jóvenes y comba­tivos. Los intentos de deshacer lo que los militares llamaban sindicalismo políti­co propició la pérdida de poder de las grandes cúpulas sindicales en beneficio de las organizaciones de fábrica o de empresa individual, con el fin de desalojar a los militantes politizados, mejorar la productividad, reducir el número de huel­gas y poder despedir a los obreros incómodos con más facilidad. Aunque esta forma de actuar tuvo generalmente éxito, también es cierto que en ocasiones esto provocaba el nacimiento de sindicalistas de nuevo cuño, tal y como hemos dicho anteriormente. Pero es discutible que esta constatación nos permita hablar de un nuevo sindicalismo. Aunque en países como por ejemplo Brasil y México, y en menor medida Argentina o Perú, la nueva composición de la clase obrera y el enfrentamiento de las bases con los grandes dirigentes refuerzan la tesis de la existencia de ese nuevo sindicalismo, en otros países como Bolivia o Chile todo hace pensar que el mayor grado de combatividad sindical de los años setenta tiene una motivación más claramente política.

A pesar de todo, y como balance de conjunto, intentando hacer una valora­ción continental, podemos decir, coincidiendo con Alain Tourainc (1989), que el movimiento obrero no ha jugado más que un papel secundario y subordinado, igual que los partidos obreros, que han tenido una importancia muy limitada excepto en Chile. Los partidos socialistas han sido débiles y han reclutado más

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intelectuales y empicados que obreros. Los partidos comunistas, con una impor­tancia desigual -nula en algunos países-, lian dado casi siempre la máxima prio­ridad a la alianza con la burguesía nacional y con el Estado contra el capitalismo extranjero.

No ha habido movimiento sindical l'uerte y revolucionario más que en los países de importante minería como Chile, Perú y Bolivia, pero, excepto en el caso de Chile, en ningún país la política nacional ha sido determinada por la acción autónoma del movimiento obrero. La debilidad de la clase obrera se ex­plica también por la propia situación de los trabajadores y se ve acentuada por la dualización y, en un sentido más amplio, por la heterogeneidad estructural de la economía (Touraine, 1989).

4.2 La crisis de 1929 en América

4.2.1 América Latina ante la depresión

La coyuntura de los primeros años treinta ha merecido una gran atención por parte de los historiadores económicos, puesto que se ha afirmado que en este momento se produce una solución de continuidad en cuestiones tan destacadas como las del paso de un modelo de desarrollo a otro, o como la del cambio en el papel del Estado en la actividad económica. La repercusión historiográfica c incluso política de algunas de las visiones que sobre aquella crisis en América Latina se han sostenido, nos ha llevado a detenernos en primer lugar en el re­cuerdo de las más destacadas interpretaciones sobre sus efectos.

Como señalaron Stein y Hunt(1971):

Hasta finales de los años treinta, el conjunto de los historiadores econó­micos descuidaron el estudio del desarrollo en el siglo xix y principios del xx. Su interés se centraba en lo que según parece fue originariamente el mayor impedimento para el crecimiento y parad desarrollo: el sistema económico colonial.

Parte de este desprecio puede entenderse por los excelentes resultados eco­nómicos de los que disfrutó América Latina desde las décadas finales del siglo xtx hasta la Primera Guerra Mundial. En efecto, estos resultados parecían demostrar que el comercio internacional podía proporcionar a América Latina la posibili­dad de aprovechar las ventajas comparativas de sus recursos naturales para con­seguir el desarrollo económico. Sin embargo, el colapso del sistema financiero y del mercado mundial determinado por la crisis de los años treinta mostró clara­mente la aparente falacia de esta tesis.

Sin embargo, tras la recesión no surgió de manera inmediata en América Latina un pensamiento crítico que iluminara el nuevo horizonte de posibilidades y pudiera abrir el camino a un trabajo teórico original. Se tuvo que esperar a la labor de la cf.pal (Comisión Económica para América Latina), que fue creada en 1948 como un gabinete de estudio y asesoramiento de las Naciones Unidas, bajo

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America entre la guerra y ¡a revolución

la dirección de R. Prebish. Como él mismo ha destacado, la aparición de la cepal sirvió de aglutinante para un grupo de economistas latinoamericanos «no confor­mistas», que se dedicaron de forma casi exclusiva a la interpretación teórica y al «análisis de la realidad latinoamericana sin conceptos previos» (Prebish, 1963).

Desde los primeros trabajos de la cepal y de Prebish, en 1949, hasta las formulaciones sintéticas de C. Furtado, O. Sunkel y P. Paz, se fue conformando una teoría latinoamericana del desarrollo. Sus propuestas teóricas y su esquema de análisis reciben globalmente el nombre de estructuralismo. Gracias a su ex­traordinaria difusión, desde entonces el enfoque estructuralista no sólo dominó el análisis económico en América Latina durante varias décadas, sino que tam­bién estuvo omnipresente en algunas de las más importantes inteipretaciones históricas latinoamericanas sobre el presente del subcontinente. José Medina Echavarría -el eminente sociólogo valenciano que por un tiempo fue funcionario de la cepal- , señaló que en el pensamiento cepalino sería necesario destacar diversos aspectos, además del teórico, como eran su preocupación por la recogi­da de datos y su labor educativa en la formación de especialistas en planificación y análisis económico, visible durante años con la presencia de planificadores cepalinos en diversos países latinoamericanos (Medina Echavarría, 1964).

Según la versión neoclásica de la «Teoría del comercio internacional», la especialización de la producción y el intercambio, al permitir el máximo aprove­chamiento de los factores productivos, redundarían en una tendencia al equili­brio relativo de la remuneración de los factores de producción. Frente a esta visión del comercio internacional como moderador de las diferencias internacio­nales, R. Prebish y la cepal entendieron que los ingresos crecían con mayor ve­locidad en el centro que en la periferia, puesto que la mayor productividad in­dustrial no se trasladaba a los precios porque los oligopolios defendían su tasa de ganancia y los sindicatos presionaban para mantener el nivel de salarios.

Según el modelo cepalino, también aceptado por muchos de los críticos de su pensamiento, las fases históricas de las economías latinoamericanas han sido cuatro: el período previo a la inserción en el esquema de la división internacional del trabajo; la etapa del desarrollo hacia fuera; la etapa del desarrollo hacia den­tro, en su período de fácil sustitución de importaciones; y finalmente, la etapa del desarrollo hacia dentro, en su período problemático de la sustitución de importa­ciones.

En este esquema, la Gran Depresión suponía la fisura y el paso de una etapa histórica a otra: la caída de los precios y del volumen de las exportaciones latinoamericanas y el progresivo deterioro de los términos del intercambio forza­ron a las economías latinoamericanas a incentivar su propia industrialización por sustitución de importaciones, y a promover una mayor participación del Estado como motor del desarrollo. Este enfoque estructuralista, del que se desprendía una visión positiva de los resultados de la Gran Depresión en América Latina, no prestaba excesiva atención a las manifestaciones de la industrialización anterio­res a los años treinta o, al menos, las privaba de relevancia.

Desde las posiciones más críticas en su día a los planteamientos teóricos estructuralistas, las de los dependentistas, neomarxistas y marxistas ortodoxos,

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también la coyuntura de la crisis iniciada en 1929 era considerada crucial para el desarrollo. Por un lado, éstos llegaban en términos generales a las mismas con­clusiones que A. G. Frank (1972), quien establecía también un punto de inflexión alrededor de 1930, de mano de la quiebra de la inversión internacional y de la expansión de las exportaciones, percibidas como los obstáculos que hasta ese momento habían impedido el florecer de un auténtico desarrollo nacional y de la industrialización.

Tampoco para los dependentislas el desarrollo industrial anterior al perío­do de entreguerras y, especialmente, anterior a la Gran Depresión, en países como Argentina, México o Brasil, es de gran incidencia, puesto que no suponía un cambio cualitativo en el desarrollo económico de estos países. En aquellos ca­sos, la industria seguía siendo una actividad subordinada a la producción y ex­portación de materias primas, todavía centrales en el proceso de acumulación. Como decía Ruy Mauro Marini:

Es tan sólo cuando la crisis de la economía capitalista internacional, co­rrespondiendo al período que hay entre la Primera Guerra Mundial y la segunda, obstaculiza la acumulación basada en la producción para el mer­cado externo, cuando el eje de la acumulación se desplaza hacia la indus­tria, dando origen a la moderna economía industrial que prevalece en la región. (Marini, 1973)

Gunder Frank mantenía que América Latina inició su más grande indus­trialización independiente desde la depresión de 1930, gracias al debilitamiento de los lazos económicos y la consiguiente reducción de la intromisión metro­politana. Sin embargo, el resultado de este «desarrollo» no fue una mayor inde­pendencia económica para América Latina, sino el «neocolonialismo» y la pro- fundización de la dependencia. Esto fue posible porque la política de sustitución de importaciones se limitó a reemplazar unas importaciones por otras: se sustitu­yeron bienes de consumo, pero la nueva industria nacional necesitaba cada vez más materias primas y, especialmente, bienes de capital. En palabras suyas:

La misma política del «desarrollo» de la tumpenburguesía latinoamerica­na resultó ser el instrumento eficiente de la creciente dependencia y del mismo subdcsarrollo. (Frank, 1972)

El dominio de estas interpretaciones, y especialmente del estructuralismo, alrededor de los años sesenta en América Latina dio paso progresivamente a estudios más o menos revisionistas, que cuestionaban desde diversos puntos al­gunos de los postulados sobre el agotamiento del crecimiento latinoamericano basado en las exportaciones. En efecto, desde la óptica cepalina, las exportacio­nes habían sido el motor del desarrollo hasta 1930, con la característica que este desarrollo no producía apenas beneficios para las economías nacionales, sino que era aprovechado básicamente por los países centrales directores del inter­cambio. »

Desde los años sesenta han ¡do apareciendo importantes trabajos que in­tentan mostrar la transmisión de efectos beneficiosos del comercio internacional

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hacia el conjunto de las economías latinoamericanas. Estas positivas repercusio­nes se inscriben en cuestiones tales como las relacionadas con la ampliación del mercado, con la construcción de la infraestructura de producción o con la impor­tación y/o desviación desde el sector exportador de bienes de capital hacia las nuevas industrias nacionales. En esta línea se inscriben los trabajos de Warren Dean sobre Brasil; de Carlos Díaz Alejandro, Roberto Cortes Conde y Ezcquiel Gallo sobre Argentina, o de Stephen Haber sobre México.

Gran parte de este revisionismo en el debate sobre la industrialización y el desarrollo surge de la utilización por autores como Díaz Alejandro y Dean de la «teoría de los productos básicos» elaborada por Harold Innis para Canadá, que sostenía la bonanza de la exportación de productos primarios para el desarrollo del conjunto de las economías de los países dotados para eso, dada su disposi­ción para el desarrollo de otras actividades, de las cuales la industria es una parte importante.

Partiendo de esta concepción teórica o manteniendo criterios difusionistas, algunos de estos autores han sostenido la necesidad de situar la aparición de pro­cesos de industrialización en América Latina con anterioridad a la crisis de 1929. Aunque no se llegue a discutir la profunda incidencia de la depresión de los treinta como desencadenante de una recuperación económica que tendrá en la industrialización su motor y que supuso un profundo cambio en las actitudes del Estado -caracterizado ya por su intervencionismo y su proteccionismo-, algu­nos autores han enfatizado muy recientemente los escasos éxitos de aquellas políticas generalizadas desde los años treinta, frente al período histórico en que América Latina disfrutó de una economía abierta, orientada al comercio inter­nacional (Cortés Conde, 1979).

Sin entrar ahora en estas discusiones, consideraremos, como señala Hal- perín Donghi, que la Gran Depresión se anticipó a un agotamiento gradual de las posibilidades de expansión de la economía primaria de exportación, cuyos sig­nos premonitorios podían descubrirse ya en el decenio anterior a la crisis (Hal- perín Donghi, 1990). Aunque el agotamiento de las economías primarias de ex­portación era perceptible mucho antes de 1929, como dice R. Thorp (1991):

America Latina tuvo que esperar hasta la depresión antes de que las fuer­zas favorables al cambio pudieran unirse de un modo que hiciera posible una política alternativa real.

Fue una crisis que desde su origen norteamericano llegó a América Latina a través del sector externo, incluso con anterioridad a la quiebra de la bolsa de Nueva York, ante los efectos negativos de la salida de capitales de América Lati­na con aquel destino, atraídos desde mediados de 1928 por los elevados tipos de interés y la especulación. A esta salida anticipada de capitales era necesario aña­dir los catastróficos resultados de la caída en picado de los precios de las ma­terias primas en los países industrializados, y la contracción casi absoluta del comercio internacional que siguen a la crisis bursátil.

Con la reducción del volumen y del valor de sus exportaciones tradicio­nales y la imposibilidad de recurrir a fuentes de financiación externas, la crisis

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planeó sobre las economías latinoamericanas, que vieron cómo se deterioraban los términos del intercambio entre un 21 % y un 41 %. Los efectos de la crisis se ampliaron también porque en los primeros años el volumen de sus importaciones no descendió tanto como el de sus exportaciones, y el servicio de su deuda au­mentaba en términos reales al descender los precios en dólares, por lo que se redujo significativamente su capacidad de importar por encima de lo que indica­ba el poder de compra de sus exportaciones.

Un problema añadido acompañó la caída de los precios de las exporta­ciones: el hecho de que las tasas de interés nominal de la deuda externa pública y privada se mantuviera fijo. Ante el descenso de los ingresos por exportaciones, aumentó la tasa real de interés de esta deuda, aumentando la carga fiscal y el déficit en la balanza de pagos exteriores. De hecho, el deseo de muchos gobier­nos de mantener el prestigio internacional asumiendo el pago del servicio de la deuda hizo que una parte creciente de los ingresos por exportaciones se asigna­ra al pago del servicio de la deuda, llegando, como en el caso de Argentina, a duplicarse la parte de los que se dedicaban al pago de la deuda (Bulmer-Tho- mas, 1998).

El alcance de esta caída de las exportaciones no fue homogéneo en toda la región. Su impacto en los diversos países latinoamericanos dependió, fundamen­talmente, de la naturaleza de los productos que colocaba cada uno de ellos en el mercado. Es lo que Díaz Alejandro denominó la «lotería de los productos», don­de los más sensibles a la crisis fueron los que tenían una elasticidad de la de­manda muy alta y que llegaron a padecer un descenso en su valor entre un 70 % y un 50 %, como el cobre boliviano o el salitre chileno. Los países productores de este tipo de bienes, marcados por una gran caída en sus precios internaciona­les, se verían mucho más afectados por la crisis que las economías de los países que exportaban productos protegidos por una demanda menos rígida, como fue el caso de Venezuela, volcada desde poco antes de desencadenarse la crisis a la exportación de petróleo, cuyo valor cayó sólo un 18,5 %. La lotería también favoreció a algunos países por otras razones: así, la política norteamericana de apoyo a la plata y las sequías que padeció también Estados Unidos favorecieron las exportaciones de plata mexicana y de trigo argentino, por ejemplo.

La drástica reducción de ingresos derivada de la caída del precio y del volumen de estas exportaciones produjo una mengua en la capacidad de impor­tar, estimada para el período 1930-1934, y respecto a los valores de 1925-1929, en un 31 % para el conjunto de América Latina, con niveles de descenso tan extremos como el de Chile -58 % - y el de Argentina -23 %- (Guzmán, 1976).

Las respuestas ante la nueva coyuntura no fueron homogéneas, sin que se pudiera considerar que existieran auténticas políticas autónomas, sino más bien -incluso en los denominados países reactivos (Díaz Alejandro, 1988)-, respues­tas gubernamentales impuestas por las circunstancias, aunque se orientaron bási­camente en una dirección: la profundización de la intervención del Estado en la economía. Así, la proliferación de instrumentos de política económica activados por el Estado y que ponían fin a las anteriores políticas económicas autorregu- ladas fue uno de los efectos más perdurables de la crisis, puesto que desde 1930

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nuevas políticas de cambio, monetarias y fiscales, pusieron fin al predominio del más puro liberalismo económico en América Latina.

Para hacer frente al proteccionismo y al bilateralismo desplegado por los principales compradores tradicionales de productos latinoamericanos -muy bien ilustrados por el comportamiento británico en defensa de los mercados colonia­les y de las relaciones dentro de la Commonwealth-, en la región se recurrió a la intervención del Estado y se establecieron contingentes, cuotas y aranceles se­lectivos a la importación. Con esto se podía controlar el origen y el valor de deter­minadas importaciones, tratando de equilibrar las balanzas comerciales y de pa­gos, siguiendo la máxima de «comprar a quien nos compra» . También el Estado empezó a intervenir en la producción, en un intento de contener la aguda caída de los precios de las principales exportaciones, por la vía de la constitución de jun­tas reguladoras que fijaban cuotas máximas de producción, adquiriendo e in­cluso destruyendo parte de la producción excedente para contener la bajada en los precios.

La recuperación de la región empezó, excepto en Honduras y Nicaragua, en 1931-1932, con mayor prontitud que en muchos países centrales, aunque pue­den distinguirse tres grupos de países: los de recuperación rápida, mediana y lenta. Los primeros, con un crecimiento del pib próximo al 50 % entre 1931- 1932 y 1939, entre los cuales se encontraban Brasil, México, Chile, Cuba, Perú, Venezuela, Costa Rica y Guatemala, tuvieron en la industrialización por sustitu­ción de importaciones un mecanismo decisivo en la recuperación, aunque para Cuba y Venezuela fue más relevante la recuperación de la exportación de azúcar y de petróleo, mientras que en Guatemala el motor se encontró en la agricultura para el mercado interno. Los países de recuperación mediana, con un aumento del pib alrededor del 20 %, se apoyaron en el sector externo para superar la rece­sión, con las excepciones de Argentina y Colombia, donde la sustitución de im­portaciones logró una importancia fundamental. Los países con peores resulta­dos sufrieron un estancamiento prolongado, debido a la escasa recuperación del sector externo y a la escasa capacidad de sus mercados internos para permitir una salida de la crisis gracias a la sustitución de importaciones o a la agricultura para el mercado interno.

Estos resultados indican que la sustitución de importaciones, que afectaría tanto a la producción industrial como a la de productos agrícolas, se convirtió en un motor básico de la recuperación y del crecimiento durante los años treinta, produciendo unos resultados espectaculares en algunos de los países del área, preludiando su conversión en la base de una nueva propuesta de desarrollo en las décadas siguientes (Fajnzylber, 1983). Por dar unos datos, señalaremos que en 1929 la producción manufacturera de América Latina representaba el 10 % de su producción interna, y que en los años siguientes se produjeron crecimientos anua­les que oscilaron entre un 7 % en México y Argentina, un 10 %en Colombia y un 16 % en Brasil.

La industrialización previa a los cambios provocados por la crisis funcio­naba básicamente como un reflejo de la expansión de las exportaciones, mientras que en la década de los treinta pasaría a ser inducida fundamentalmente por los

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conflictos estructurales desencadenados por el declive o el crecimiento insufi­ciente de las exportaciones. Hasta esta coyuntura, la industria se dirigía a la pro­ducción de bienes de consumo corriente, como tejidos, productos de cuero, ali­mentos elaborados, etc., que encontraban su mercado en el aumento de la renta derivada del impulso de las exportaciones y en la expansión de la demanda de bienes manufacturados para la construcción, necesarios para hacer frente al cre­cimiento urbano de las primeras décadas del siglo. La sustitución de importacio­nes que se generaliza en los países mayores -bajo el proteccionismo estatal-, en los años posteriores a la depresión también se orientó hacia la producción de bie­nes de consumo, especialmente en los sectores textil, químico, alimentario y far­macéutico, con unas fuertes limitaciones en su crecimiento que obstaculizaban la creación de un sistema industrial cada vez más integrado (Durand Ponte, 1977).

En primer lugar, esta industria sustitutiva funcionaba en un mercado abun­dante de mano de obra, en ciertos casos procedente del exterior, que le permitía mantenerse con tasas de salarios estables, que aflojaban las presiones sobre la reducción de costes y la adquisición de nueva tecnología. Paralelamente, las in­versiones en infraestructura para el propio sistema industrial encontraban facili­dades para financiarse en el exterior de forma generalmente vinculada a la ad­quisición de bienes de capital y de tecnología de los países más avanzados. Esta dependencia financiera reducía el proceso industrial a la transformación de ma­terias primas locales o al acabado de productos semimanufacturados, siempre con maquinaria y tecnología importadas. Así, la industria sustitutiva tendía a no generar demanda para sí misma, o no presionaba para incrementar la sustitución de importaciones, y su crecimiento se limitaba a la expansión industrial en el mismo tipo de artículos, de acuerdo con la nueva demanda general por la renta que producían las exportaciones.

La crisis mundial permitió, a pesar de las limitaciones expuestas, cierto grado de experimentación con las políticas económicas heterodoxas en la perife­ria latinoamericana. Así, el hundimiento de los mercados financieros internacio­nales, que cortó la llegada de nuevas inversiones y créditos, estimuló los intentos de movilización del ahorro interno y desalentó la fuga de capitales. También la tensión comercial abierta con la crisis entre los países más desarrollados ayudó, de manera directa o indirecta, a desplegar políticas para diversificar geográfi­camente el comercio exterior, profundizar en el control nacional de los recursos y reestructurar las obligaciones de la deuda exterior (Díaz Alejandro, 1988).

Aunque la recuperación fue, comparativamente y por lo general, más rápi­da en América Latina que en algunos países industrializados, como Estados Uni­dos o Francia, el fuerte impacto de la crisis desencadenó efectos políticos y so­ciales muy trascendentales. La inestabilidad política arraigó en la región con múltiples formas: golpes de Estado, renuncias institucionales, instalación de dic­taduras, etc. Ya vimos cómo la decadencia del modelo agroexportador en las décadas previas a la crisis acompañó a los intentos de superación del viejo orden oligárquico y dio forma, en algunos países, a regímenes liberales más democrá­ticos. No obstante, la apertura reformista en Argentina y Uruguay no pudo con­solidarse ante la crisis a causa de los golpes militares, así como tampoco resistió

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el sistema oligárquico de la primera república brasileña. Y es que la caída de la bolsa de Nueva York y su repercusión en America Latina debilitaron el avance en la región hacia gobiernos representativos, puesto que quedaron afectadas du­ramente las bases de apoyo de la élite agroexportadora, la cual alentó en muchos casos el recurso a la fuerza por parte del Ejército para resistir, recobrando el poder, el embate económico. Por esto, los militares están presentes tanto en las propuestas de restauración o fortalecimiento oligárquico como en la otra gran respuesta a la crisis política y económica: el populismo.

Entre febrero y diciembre de 1930 los militares participaron, aunque con diversos proyectos políticos, en el derribo de los gobiernos de seis países: Argen­tina, Brasil, República Dominicana, Bolivia, Perú y Guatemala. Este mismo año fracasaron otras cuatro tentativas militares y triunfaron los golpes en Ecuador y El Salvador en 1931, Chile en 1932 y Uruguay en 1933 (Rouquié y Suffern, 1997). El proceso argentino muestra la imbricación entre economía y política en esta coyuntura y el papel jugado por los militares en una de las fórmulas adop­tadas para resolver el hundimiento económico: la restauración oligárquica, pri­mero, y la propuesta populista, más tarde.

Argentina era, en 1929, un país abierto al exterior, capaz de atraer la mano de obra y los capitales necesarios para seguir confiando, aunque ya con serias dudas, en la explotación inagotable de su mayor recurso, la tierra, que lo había convertido en uno de los mayores proveedores de productos agropecuarios de clima templado del mundo: cubría entre 1925 y 1929 el 20 % del total de las exportaciones mundiales de trigo, más del 65 % del maíz, del 80 % del lino y del 61 % de carne (O’Connell, 1988).

Gracias a esta integración en el mercado mundial, Argentina consiguió en la década de los veinte unos indicadores de desarrollo económico y social com­parables a los de importantes países europeos, aunque los cambios producidos en la demanda durante la Primera Guerra Mundial y su posguerra hicieron presa­giar tiempos complejos. Una aguda crisis en el sector agropecuario por la caída de precios, todavía muy compensados por las exportaciones de oro y el creci­miento de la deuda externa, dará inicio a un período de pequeños saldos favo­rables en la balanza comercial. Hizo falta esperar a 1927 para que Argentina disfrutara de nuevo de un saldo comercial claramente positivo, gracias a un in­cremento destacado en los precios de exportación y a la afluencia de capitales, mayoritariamente norteamericanos, aunque insuficientes para afrontar las obli­gaciones de la elevada deuda exterior.

Era evidente que la vulnerabilidad de la economía argentina iba agraván­dose progresivamente, a medida que se regularizaba la tendencia a la baja de los precios de sus productos en el mercado internacional y que se estrechaban los la­zos del peso con los movimientos externos de capital.

Lo que para los más firmes partidarios del aprovechamiento de las ventajas comparativas eran simples «accidentes», sucedidos por «vueltas a la normali­dad», eran, sin embargo, muestras claras de la fragilidad del modelo de creci­miento agroexportador, perceptible desde bastantes años antes de que la caída de la bolsa de Nueva York iniciara la Gran Depresión.

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En 1928 era evidente la contracción de la economía argentina ante la ten­dencia a la baja de los precios de exportación y la salida de capitales hacia Esta­dos Unidos, en búsqueda de unas elevadísimas tasas.de interés, aunque fuera a finales del año 1929, cuando la integración del proceso argentino en el marasmo del hundimiento del orden económico internacional marcaría la inflexión defini­tiva. Entre 1929 y 1933 Argentina sufrió una caída de los precios de sus exporta­ciones estimada en un 64 %, con una disminución de los términos del intercam­bio del 40 %. La reducción en el volumen y en el precio de las exportaciones argentinas produjo una reducción del 67 % en los valores de exportación y del 45 % de su poder adquisitivo. Junto con estas cifras, hay que considerar el hecho de que las exportaciones de 1930 tan sólo crearon dos tercios de lo que se ha estimado para 1929 en créditos en moneda.

Cuando se produjo el crack de Nueva York, salieron de Argentina capitales por valor de doscientos millones de pesos oro, equivalentes al total de las inver­siones norteamericanas de 1927-1928 (Brailovsky, 1982). Esta fuga provocaba graves pérdidas y presiones sobre el peso, que intentaron ser contenidas por el presidente radical Hipólito Yrigoyen mediante el cierre de la Caja de Conver­sión, en diciembre de 1929. Esta primera medida de contención resultó en su día tan poco ortodoxa como insuficiente, y contestada desde varios sectores económi­cos. A pesar de todo esto, la tendencia que este cierre inició fue seguida por el dictador, el general Justo, en octubre de 1931, al establecer una intervención directa en el mercado de cambios mediante la Comisión de Control de Cambios. Este extremo se justificó en su día por la incontenible depreciación del peso, la gran fuga de capitales, el empeoramiento de la balanza comercial y la fuerte carga de la deuda externa.

Un elemento más a considerar a la hora de estimar la repercusión de la cri­sis, por sus considerables implicaciones en el gasto público, es el de la profunda reducción de la recaudación impositiva de la aduana, todavía la principal fuente de ingresos del Estado. Pero ante el desequilibrio presupuestario, la inflación interna, la depreciación del peso y el incremento de la desocupación, se advertía claramente que la crisis no era simplemente económica, sino también política, marcada por la creciente oposición y desintegración interna del gobierno radical de Yrigoyen.

Su gobierno se mostraba incapaz de enfrentarse a los problemas económi­cos y políticos planteados por un amplio grupo de oposición, entre los cuales se podrían incluir a la vieja oligarquía tradicional, a los disidentes socialistas, a los nacionalistas de la Liga Patriótica y a importantes intereses económicos interna­cionales, representados de forma evidente por las empresas petroleras contrarias al nacionalismo de Mosconi y de sus Yacimientos Petrolíferos Fiscales (Solberg, 1985).

La degradación de la vida política y la interpretación interesada de los des­encadenantes y los efectos de la crisis por parte de la oposición favorecieron la conspiración y el triunfo del golpe militar encabezado por el general José F. Uriburu, el 6 de septiembre de 1930, con el que se dio paso a la restauración oligárquica en Argentina.

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Las pretensiones del grupo de Uriburu, con Lugones, Ibarguren y sus com­pañeros nacionalistas, de instaurar un régimen corporativo de inspiración fascis­ta, no salieron triunfantes frente a las posiciones mayoritarias de los militares y civiles partidarios del golpe y que, vinculados a los partidos de centro-derecha, propiciaban la reimplantación formal del régimen constitucional, controlado es­trechamente por el fraude electoral y la represión política (Ciria, 1968).

Sin embargo, entre septiembre de 1930 y la toma de posesión por el gene­ral Justo de la Presidencia de la República en febrero de 1932, el gobierno mili­tar se caracterizó por el uso casi indiscriminado de métodos puramente dictato­riales. Sus acciones iban dirigidas a la obtención de diversos objetivos, tanto políticos como económicos. En primer lugar, «poner fin a la anarquía y salva­guardar la nación», reprimiendo duramente a radicales personalistas, socialistas, anarquistas, líderes sindicales y todos aquellos contrarios a lo que se denominó la «Revolución Liberadora». Para conseguir este objetivo se sirvieron de las prácticas violentas de los órganos policiales o parapoliciales, como la recién creada Sección Especial de Represión contra el Comunismo o la Legión Cívica Argentina, declarada de utilidad pública en mayo de 1931. Paralelamente, se pretendió «desradicalizar» (por los radicales de la ucr) la Administración del Estado, antes favorecida por el uso extenso de prácticas clientelares, y ahora atacada de raíz por la dimisión masiva de muchos funcionarios, provocada por el descenso de sus salarios hasta un 20 % decretado en febrero de 1931 (Lafage, 1991).

Ante la crisis económica, durante el mandato de Uriburu, la respuesta fue claramente recesiva y con evidentes efectos deflacionarios, para mantener el pre­supuesto equilibrado, con la consiguiente reducción de las obras y los gastos públicos. Esta política dio como resultado que los pagos de la deuda pública sumaran en 1932 el 29 % de los gastos totales, mientras que se destinaba tan sólo un 5 % a las obras públicas. Pero, como señala Díaz Alejandro (1988), los esfuer­zos para reducir el gasto público se mitigaron gracias al «sentido común por la mera incapacidad para reducir los gastos y elevar los impuestos con la suficiente rapidez» . Hizo falta esperar a la llegada de tecnócratas como Pinedo y Duhau al gobierno del general Justo, vencedor de las elecciones de 1932 ante la absten­ción del radicalismo, para encontrar medidas deliberadamente expansivas del gasto público, garantes de la obtención de los dos principales objetivos del Go­bierno: recuperar el sector exportador y reactivar el mercado interno mediante una amplia política de obras públicas.

La política diseñada, conocida como Plan de Acción Económica Nacional, trataba de dar una nueva salida a la crisis. Integraba, entre otros muchos aspec­tos, políticas monetarias, fiscales y financieras anticíclicas con la intervención de la producción, mediante la proliferación de Juntas Reguladoras. Su misión, teóricamente, era la de garantizar el abastecimiento y la rentabilidad, aunque tuvieron como última función la destrucción subvencionada de la producción para mantener los precios. El control de cambios internacionales y el estableci­miento de dos mercados (el libre y el oficial), con tipos múltiples para la compra y la venta y con tratos preferenciales para los distintos países clientes, tenían

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como objetivo principal reducir las importaciones, aunque sirvieron más para se­leccionarlas que para restringirlas.

El bilateralismo y la reestructuración del comercio con Gran Bretaña, re­presentado por el controvertido Tratado Roca-Runciman, de mayo de 1933, fue­ron también característicos de estos años, como respuesta al proteccionismo agra­rio de los principales clientes al identificarse con la máxima «comprar a quien nos compra». El acuerdo implicaba para Argentina obtener la seguridad del man­tenimiento de la cuota de carne comprada por Gran Bretaña a cambio de que todas las libras generadas por este comercio se emplearan en comprar productos británicos (carbón, textiles, material ferroviario, etc.) o en pagar la deuda con­traída. Los máximos beneficiados fueron los intereses británicos, ya fuera para controlar el negocio de los frigoríficos y el comercio de la carne argentina, como para obtener grandes ventajas para el sostenimiento de empresas británicas de ferrocarril y transporte urbano instaladas en Argentina y con graves dificultades (Romero, 1994).

Los relevantes resultados económicos de esta gestión de Justo no servían para olvidar la ilegitimidad de su régimen, marcado por el «fraude patriótico», utilizado sistemáticamente en las elecciones a favor de los partidos oficiales, y por la represión de la oposición política o sindical, cuya actividad resurgió a partir de 1934. Las elecciones de 1937 dieron la victoria, gracias a un fraude y a una violencia electoral generalizada, al candidato propuesto por Justo: Roberto M. Ortiz, un antiguo radical antipersonalista. A pesar del origen fraudulento de su mandato, Ortiz, con apoyo de los radicales de Alvear y del propio Partido Co­munista, se propuso limpiar los mecanismos electorales del control que ejercían los conservadores y avanzar hacia una controlada democratización del sistema.

Su muerte prematura en 1940 elevó a jefe de la República al vicepresiden­te Ramón S. Castillo, valedor de los intereses más conservadores del país y opues­to a cualquier apertura. De nuevo el fraude apareció en las elecciones provincia­les, y la lectura proalemana de la neutralidad argentina ante la Segunda Guerra Mundial ilustraba la orientación del nuevo presidente, cada vez más dependiente del apoyo de los militares nacionalistas, antiliberales y filofascistas. La entrada de Estados Unidos en la guerra descompuso la base de la débil cohesión conse­guida por Castillo en el Ejercito en torno a la neutralidad. El general Justo se convirtió en el adalid de la causa en favor de los aliados, erigiéndose también como el rector de un proceso de democratización consensuado entre las fuerzas de la oposición radical y del oficialismo. El Ejército se convirtió, tanto para la oposición como para los partidarios de Castillo, en el actor decisivo antes de la siguiente elección, aunque la muerte de Justo redujo la capacidad de influir que habían alcanzado los sectores más liberales del Ejército. Frente a ellos, des­tacan los coroneles y oficiales de menor graduación aglutinados en la logia se­creta Grupo de Oficiales Unidos (oou), de tinte más nacionalista y neutralista que los seguidores del desaparecido general Justo. El golpe de_Estado militar del 4 de junio de 1943 triunfó sin un programa ni una dirección clara, más allá de los que se derivaban de la creencia de que era necesario romper el marco institucional para sacar al país de la tensión política y de la agitación social que sufría. Las

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primeras medidas, pues, se centraron en la persecución de militantes comunistas, en la represión del sindicalismo y en la prohibición de los partidos políticos. La estrecha vinculación del presidente y general Pedro P. Ramírez con los grupos ultranacionalistas, católicos y pronazis generó la oposición de una parle del Ejér­cito, más inclinada a mantener la neutralidad en favor de los aliados, más cuan­do la guerra se inclinaba claramente en contra del Eje. El sustituto de Ramírez desde febrero de 1944, el general Edelmiro J. Farrell, se puso claramente a favor de Estados Unidos, cuando ya el hombre fuerte del gobierno era el coronel Juan Domingo Perón.

El régimen que instaurará Perón en Argentina a partir de su victoria elec­toral en febrero de 1946 ha sido caracterizado de muchas formas, aunque en todas ellas aparece el concepto de populismo, como también está presente a la hora de analizar el régimen que se abrió en Brasil desde 1930, con Getulio Vargas, o las transformaciones que experimentó México con Lázaro Cárdenas a partir de 1934. Y es que, ante la crisis del Estado oligárquico evidenciada con la crisis abierta en 1929, la alternativa populista se abrió con fuerza en la región.

4.2.2 El New Deal

Los primeros años veinte transcurrieron en Estados Unidos con confianza en el vigor de su economía, a la vista de la creciente producción, del constante descenso del nivel de desocupación y de la fuerte estabilidad en los precios y en los salarios. Los años de rápido enriquecimiento se presentaban ilimitados si se confiaba en la euforia especulativa que se desplegaba en la bolsa norteamerica­na, al abrigo de las altas tasas de interés y de los beneficios en aumento. Sin embargo, el deseado retorno a la normalidad de la preguerra no se había conse­guido del todo, y eran muchas las debilidades del sistema económico internacio­nal, que J. Ncré (1970) calificó como de «equilibrio imperfecto». Un equilibrio debilitado por los desajustes en Alemania y en toda Europa central, señalados claramente por la inflación y el elevado déficit comercial y financiero, así como en Gran Bretaña, con una economía amenazada por el elevado nivel de paro (10 %), el declive de las industrias tradicionales, la debilidad de la libra y el elevado endeudamiento a corlo y largo plazo con Estados Unidos (Rojo, 1991).

Frente a estas amenazas, la situación de la economía norteamericana desta­caba por su aparente firmeza: sus reservas de oro se encontraban al mismo nivel que durante la guerra, se había convertido en la principal acreedora del mundo y se desplegaba segura bajo el proteccionismo arancelario dispuesto desde 1921. A pesar de estos signos saludables, desde 1926 ya se divisaban los problemas que para la economía norteamericana podía tener el desarrollo paralelo de la fiebre especulativa de la bolsa, mantenida gracias al crédito fácil, al abundante ahorro y al clima de confianza generalizado, con ciertos signos de crisis de la producción, visibles en las cifras del acero, en el descenso del volumen del trans­porte por tren y, sobre todo, en la crisis del sector de la construcción. A esto se unía la crisis agrícola de la década, determinada por la caída progresiva en los precios de los productos, la superproducción y el elevado endeudamiento en las

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explotaciones, que llegó a pasar de 3.300 millones de dólares en 1910 a 6.700 millones en 1920, y a 9.400 millones en 1929. De hecho, en algunos estados, el 85 % de las granjas estaban hipotecadas (Kindleberger, 1985).

Aunque las raíces de estos desajustes son complejas, no hay que olvidar que, en esta coyuntura de expansión de la producción y de los beneficios empre­sariales, los niveles de salario no se incrementaron en igual proporción, con lo cual el poder adquisitivo de los norteamericanos no se elevó en la medida que correspondía al potencial industrial y comercial del país. Algunas cifras ilustran este desajuste: entre 1923 y 1929 la tasa de crecimiento del pnb se situó en torno al 5 % anual, basado fundamentalmente en la actividad de nuevos sectores de inversión o de consumo duradero, intensivos en capital y con un aumento en su productividad cercano al 50 % entre estos años. Los aumentos medios de benefi­cios en torno a un 52 % no estuvieron acompañados de una elevación compara­ble de los salarios y los precios permanecieron muy estables. Todo esto provocó progresivamente mayores dificultades para sostener una expansión en el consu­mo, fuente básica del aumento en el pnb (Palafox, 1997).

Ajenos en apariencia a esta situación, la bolsa se había convertido en un instrumento de enriquecimiento rápido, gracias a la revalorización artificia] del precio de las acciones, adquiridas masivamente a plazos y con fianza, gracias a los préstamos concedidos a bajo interés por centenares de bancos norteamerica­nos, que negociaban con los fondos liberados por los bancos federales de reserva y que procedían del oro que llegaba a Estados Unidos de toda Europa, en busca de su estabilidad y sus más elevados tipos de interés. El volumen que lograron estos préstamos dedicados a la compra de acciones es una buena muestra de la especulación bursátil desatada: se pasó de 2.500 millones de dólares en 1926 a 6.000 millones el 1 de noviembre de 1928 (Galbraith, 1983).

La artilicialidad de esta tendencia alcista, no sostenida por la inversión en sectores realmente productivos, empezó a dar signos de debilidad a partir de agosto de 1929, cuando las restricciones de crédito en Londres y la subida del tipo de descuento en Estados Unidos elevaron el tipo de interés aplicado a la compra aplazada de acciones y restringió el volumen de crédito a disposición de los clientes de los brokers. Los bancos de Nueva York redujeron sus créditos y trasladaron las restricciones desde la bolsa a la financiación del mercado de bie­nes. La caída del precio de las acciones provocó, la última semana de octubre de 1929, una fiebre de ventas, que empezó el viernes 24, el «viernes negro», y que originó que las cotizaciones de los bienes industriales de la bolsa de Nueva York perdieran 43 puntos, y se anulasen las ganancias de todo el año anterior. Este hundimiento de la bolsa implicó la ruina de miles de modestos accionistas, in­mersos en la fiebre especulativa gracias al crédito. Un crédito que al contraerse suscitó la quiebra de centenares de pequeños bancos, incapaces de hacer frente a la imparable retirada de fondo de sus clientes, puesto que, de los cerca de 30.000 pequeños bancos registrados en 1921, tan sólo un tercio se integraba en el Siste­ma de la Reserva Federal. En 1929 se produjo la quiebra de 642 bancos, en 1930 la de 1.345 y en 1931 la de otros 2.298. Como el 90 % de la circulación moneta­ria se efectuaba con cheques bancarios, es decir, a crédito, la quiebra de un banco

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paralizaba muy profundamente la actividad de sus depositantes. Ante las restric­ciones de crédito, la quiebra de miles de empresas en delicada situación financie­ra fue inevitable, así como la caída general de los precios.

Los efectos de la crisis bursátil sobre el conjunto de la economía fueron in­mediatos y devastadores: la desocupación en la primavera de 1930 llegó a los cuatro millones de trabajadores y pasó a siete millones en octubre de 1931 y a cerca de quince millones en julio de 1932 (aproximadamente un cuarto de la población laboral del país); la producción industrial en el verano de ese año era la mitad que la de 1929, y el comercio de importación y exportación descendió a un tercio de la cifra previa a la crisis.

La depresión económica se instaló como nunca antes en Estados Unidos, no tanto por su profundidad, sino por su larga duración, como lo muestra el he­cho de que sólo en 1937 se consiguió el nivel del pnb de 1929 y sólo hasta 1941, ya en pleno esfuerzo de guerra, el valor de la producción en dólares no superara el del fatídico año de 1929.

Ante esta inesperada situación, las autoridades financieras y políticas reac­cionaron con poca fortuna. El presidente Hoover se mantuvo firme en unas inter­pretaciones poco ajustadas de los orígenes de la crisis, por lo que sus propuestas de recuperación se demostraron muy poco efectivas. Y es que Hoover creyó has­ta la primavera de 1931 que la crisis estaba provocada fundamentalmente por la fiebre de especulación que afectó a la bolsa norteamericana; por eso su resolu­ción no podía pasar por un aumento en la ayuda gubernamental a los afectados, sino por la recuperación del clima de confianza perdido, gracias a la cooperación voluntaria de la industria, de las comunidades locales y del «fuerte individualis­mo» (Jones, 1996).

Su oposición a que se desplegara la ayuda federal directa a los parados dejó en manos privadas de ayuntamientos y gobiernos estatales la misión de atender a los más perjudicados por la crisis. En 1931 el 70 % del fondo destinado al socorro era público, sobre todo de las ciudades y los estados. Un conjunto de 130 ciudades aumentaron sus fondos de asistencia un 15 % entre 1930 y 1931, aun­que en las más grandes los incrementos fueron mucho más extraordinarios: un 404 % en Filadelfia, un 267 % en Chicago, un 125 % en Nueva York y un 214 % en San Luis (Neré, 1970). Por esto, las ciudades se convirtieron en el último mecanismo de ayuda a los desplazados (entre uno y dos millones de norteame­ricanos vagaban por el país en busca de la supervivencia), desocupados y em­pobrecidos por la crisis, cuando el descenso en la recaudación tributaria hacía prácticamente insostenible el ya insuficiente sistema de socorro municipal. De hecho, en 1932 las administraciones de todas las grandes ciudades se declara­ron en quiebra.

Cuando en mayo de 1931 el mayor banco de Austria, el Kredit Anstalt de Viena, cuyo balance representaba el 70 % del balance total de todos los bancos austríacos, notificó su suspensión de pagos, Hoover se vio obligado a anunciar una demora general de un año para todos los pagos de indemnizaciones y deudas de guerra para aliviar, sin conseguirlo, la crisis centroeuropea. Esta circunstancia le llevó a otro error de apreciación grave, al hacerle afirmar que la crisis que

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asolaba a Estados Unidos tenía un origen externo, y que la principal defensa se encontraba en la recuperación de la confianza en las finanzas públicas -ya en 1931 asoladas por un déficit de mil millones de dólares-, mediante la recupera­ción del equilibrio presupuestario.

Pese a la fuerza de este convencimiento, la política de Hoover a partir de este momento experimentó un leve cambio, al proponer varias medidas para res­taurar la confianza y facilitar la recuperación del mundo empresarial. Sin llegar a aplicar ayudas federales directas a los marginados, el plan que presentó Hoover al Congreso pretendía crear unas mejores condiciones para los bancos y las em­presas, reduciendo impuestos y concediendo créditos, confiando en que su pues­ta en marcha mejoraría el nivel de ocupación y aliviaría la situación de los afec­tados por los dos años de crisis. Así, se crea una nueva Junta Agrícola Federal (Federal Farm Board), para intentar estabilizar los precios agrarios y reducir la competencia exterior aumentando los aranceles, y la Sociedad Financiera para la Reconstrucción (Reconstruclion Finance Corporation, rfc), para prestar dinero a los bancos, las compañías de ferrocarril y las de seguros en dificultades. Se reactivó también el programa de obras públicas gracias a la Ley sobre el Subsi­dio y la Reconstrucción (Ref and Construction Act), que autorizaba a la rfc a prestar a los gobiernos municipales y estatales 1.500 millones de dólares para obras públicas y 300 millones para subsidios.

A pesar de la limitación de este programa, totalmente contrario a la ayuda federal directa a los más afectados por la crisis, nunca antes ninguna adminis­tración norteamericana había implantado medidas tan atrevidas para intentar re­activar la economía. Sin embargo, sus resultados fueron muy insuficientes y las críticas que suscitó la nueva política de Hoover llegaron a ser violentas, dada la incomprensión que provocaba la ayuda a los bancos y a las empresas privadas, cuando millones de norteamericanos vivían en la miseria. Aunque las manifes­taciones de protesta no se correspondían a la magnitud del desastre, es necesario destacar las dos más importantes y que más contribuyeron a reducir la ya muy baja popularidad del presidente ante las próximas elecciones: la movilización de los granjeros de lowa y de los estados próximos, en huelga para exigir al Congreso una ley que fijara y elevara los precios agrarios; y la marcha sobre Washington, en junio de 1932, de cerca de 22.000 veteranos de guerra en paro, que exigían el cobro anticipado de la prima incluida en los bonos de guerra con los que se les había recompensado. El desalojo violento de los más insistentes, a manos del general Douglas MacArthur, no situó en muy buen lugar al presidente en la carrera electoral, frente al candidato demócrata Franklin Delano Roosevelt.

Durante la campaña los candidatos no mostraron demasiadas diferencias programáticas, pero el atractivo de Roosevelt pronto marcó las diferencias. El contenido de un discurso ambiguo, poco concreto y centrado en la crítica a la pasividad de Hoover ante la crisis, en su responsabilidad en el desequilibrio pre­supuestario conseguido y en su incapacidad para generar la confianza que nece­sitaba el pueblo norteamericano, no fue lo más determinante. Sí lo fue el tono de su campaña y su fuerte atractivo personal. Frente a la supuesta insensibilidad de Hoover ante la desgracia popular, Roosevelt hablaba a la gente de sus proble­

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mas, en un lenguaje comprensible y prometía acción y compromiso. Un compro­miso con un «nuevo trato» (New Dea/), que se hacía creíble dada la reputación reformista del candidato demócrata, ganada durante su gestión como subsecreta­rio de Marina con el presidente Wilson y, sobre todo, durante su mandato como gobernador de Nueva York desde 1928. Su determinación y fortaleza de carácter, mostradas por su superación personal y política después de un ataque de polio­mielitis que le dejó paralítico en 1921, era también un ejemplo edificante para la sociedad norteamericana, paralizada por la crisis. Con su llamamiento a la ac­ción conmovió a muchas conciencias, facilitando su llegada a la Presidencia con un 57,4 % de los votos populares.

Con su discurso de toma de posesión, el 3 de marzo de 1933, en el que aconsejaba no «temer más que al miedo mismo» y prometía una firme actuación frente a la crisis, obtuvo su primer éxito: la recuperación de la confianza, visible pocos días después, cuando tras la aprobación de la Ley sobre el Subsidio Banca- rio de Emergencia -que integraba a todos los bancos en la Reserva Federal y que estipulaba el permiso de apertura para los que fueran solventes-, aseguró en su primer mensaje radiado que los ahorros depositados en los bancos ya estaban se­guros. El cierre bancario con el que se encontró Roosevelt al llegar a la Presiden­cia se superó rápidamente con esta medida legal y con la confianza conseguida.

No todas las medidas del nuevo presidente tendrían estos excelentes y rá­pidos efectos, aunque su trascendencia llegó más allá de la coyuntura para la que fueron dictadas. En efecto, el conjunto de las disposiciones aprobadas por el Congreso en una sesión extraordinaria (del 9 de marzo al 16 de junio de 1933), en los «Cien Días memorables», y que se conocen como el primer New Dea!, se desplegó una acción, algo incoherente y desarticulada pero firme, de salvamento del capitalismo. Como dijo J. K. Galbraith (1983):

El New Deal operó la gran transformación en el seno del capitalismo mo­derno, la transición a partir de un sistema económico en el cual se espera­ba de los participantes que lo secundaban el coste de su propia debilidad, de su propio infortunio, merecido o no merecido, hacia un sistema en el que, por razones humanitarias, una cierta protección mitigaba los sufri­mientos y la dureza del que todavía es llamado por algunos el sistema de libre empresa.

El New Deal aparecerá, para unos, representados por A. M. Schlesingcr, como la culminación de los principios reformistas ya expuestos por los presiden­tes progresistas de principios del siglo xx; para R. Hofstadter fue, fundamental­mente, la muestra de que las democracias occidentales podían salir de la crisis sin recurrir al totalitarismo; mientras que para otros, como C. N. Degler, expresó la implantación de unos principios socialdemócratas, que imprimieron cambios decisivos, incluso revolucionarios, en Estados Unidos, básicamente unidos al fantástico crecimiento del poder de! Estado federal y al desarrollo del primer Estado de bienestar (Degler, 1986).

Al margen de las muchas derivaciones posteriores, los objetivos del primer New DeaI se resumían en las tres R: /?e/(«subsidio»), Recovery («recuperación»)

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y Reni («reforma»). En efecto, ante los efectos sociales de la depresión, Roosevelt superó la animadversión de la administración de Hoover respecto a la ayuda fe­deral directa a los parados, y con la Ley sobre el Subsidio Federal de Emergencia (Federal Emergency Ref Act) de mayo de 1933 se ponía en marcha un plan ge­neral de asistencia a los parados con quinientos millones de dólares de presu­puesto, que repartían los estados y que se concedía a cambio de trabajos que no entraban en competencia con el sector privado (reparación de carreteras, mejora de escuelas, jardines, etc.). Su gestor era Harry Hopkins, trabajador social de Nueva York y principal asesor del presidente en cuestiones asistenciales. Se en­tendía que los subsidios tenían que concederse por la realización de un trabajo y no por la condición de parado, por lo que las nuevas medidas de ayuda partían de esta filosofía. Los Cuerpos Civiles de Conservación (Civilian Conservaron Corps), creados en marzo de 1933, reunieron entre su fundación y finales de 1941 a casi tres millones de jóvenes urbanos entre 18 y 25 años, sin ocupación y con problemas de integración, en campos de trabajo, ocupados en labores de conservación de la naturaleza. En noviembre de 1933, la insuficiencia de estas dos disposiciones obligó a crear la Administración de Obras Públicas (Public Works Administraron), que con un presupuesto de 3.300 millones de dólares crearía cuatro millones de puestos de trabajo en el ámbito federal, estatal y local, en la construcción de carreteras, escuelas, hospitales, puentes c incluso porta­aviones. Sin embargo, este programa no puede considerarse como un programa coherente de reducción de la desocupación mediante la promoción de las obras públicas, puesto que su gestión, en manos del secretario del Interior, Harold Ickes, era lenta y carecía de previsión a medio y largo plazo, y se encontraba con el freno de la necesaria autofinanciación de los proyectos. De hecho, las ayudas federales a la promoción de obras públicas no llegaron a cubrir los descensos mayores en las partidas presupuestarias que con este objetivo tenían anterior­mente los estados y las administraciones locales.

Los éxitos de estos planes de ayuda fueron muy limitados, dado el bajo ni­vel de los salarios asignados en estos programas, más próximos a la limosna que a la retribución mínima para la supervivencia.

Otro de los objetivos de este primer New Deal era el de promover la recu­peración económica, para lo cual se pusieron en marcha los proyectos más con­trovertidos del programa presidencial: la Ley de Ajuste Agrícola (Agricultural Adjustment Act) y la Ley Nacional de Recuperación Industrial (National Indus­trial Recovery Act).

Ante la aguda crisis agrícola, Roosevelt se propuso actuar sobre la produc­ción, reduciéndola, para elevar los precios finales de los productos. Así, la Di­rección de Ajuste Agrícola (Agricultural Adjustment Administration, aaa) invitó a los agricultores a reducir voluntariamente sus cosechas a cambio de una in­demnización, pagada con la recaudación de un impuesto extraordinario aplicado a la industria transformadora de los productos agrícolas. La superficie cultivada se redujo en un 20 %, se destruyeron partes relevantes de las cosechas de algo­dón y tabaco, se sacrificaron seis millones de cerdos y los precios aumentaron un 75 % en dos años. Sin embargo, la elevación de precios no se debió a la reduc-

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ción voluntaria de la producción, puesto que se aumentó un 10 % gracias al in­cremento en la productividad inedia, sino a la continuada sequía que padeció el oeste de Estados Unidos durante toda la década. De hecho, se extendieron las quejas ante la destrucción de cosechas y el sacrificio de ganado cuando el ham­bre asolaba a muchos norteamericanos. A! mismo tiempo, se percibía claramente que las ayudas del aaa favorecían a los grandes propietarios, quienes recibían ayudas para reducir sus cosechas y se beneficiaban de la subida de precios, mien­tras que la reducción de la superficie cultivada perjudicaba profundamente a los arrendatarios y aparceros, que se veían obligados a abandonar su tierra. Los efec­tos fueron traumáticos para muchos de los 2,8 millones de arrendatarios que se encontraban entre los 6,8 millones de granjeros norteamericanos en 1935, y to­davía fueron más graves en el sur algodonero, donde empezó a organizarse el Sindicato de Granjeros Arrendatarios del Sur (Zinn, 1997).

La declaración de anticonstitucionalidad de la aaa por el Tribunal Supre­mo, el 6 de enero de 1936, al considerar improcedente el impuesto federal que grababa a las industrias de transformación y que se reservaba para una asigna­ción particular, puso fin al Plan de Recuperación Agrícola, visto que era imposi­ble mantener la disciplina en el sector sin un sistema que lo regulara.

Un final parecido, aunque no tan traumático, tuvo también en manos del Tribunal Supremo la otra gran apuesta de recuperación del New Deal: la National Recovery Administralion, a cargo de poner en marcha la Ley de Recuperación en la Industria. La filosofía de la nira era mucho más compleja que la que se plasmó en la aaa, puesto que se intentaba, al mismo tiempo, estabilizar los precios de lá producción industrial, regular la competencia desleal y mejorar las condiciones de trabajo de los asalariados. Se pretendía conseguir un esfuerzo conjunto entre los empresarios y el Gobierno para promover la recuperación económica, enten­diendo que las grandes empresas constituían una característica consolidada del capitalismo norteamericano que era inútil combatir, pero que necesitaba de un control. El objetivo era la construcción de un capitalismo corporativista, ordena­do sectorial mente de acuerdo con la planificación del Estado.

La nira establecía la posibilidad de hacer obligatorios para los sectores industriales interesados unos códigos de competencia leal, elaborados o acepta­dos por la mayoría de los industriales, bajo el control de un organismo público creado al efecto. Frente a la legislación antitrust que caracterizó a la acción del Estado durante muchas décadas en defensa de la libre competencia, la nira con­cedía valor oficial y obligatorio a los acuerdos entre los industriales, prohibidos hasta entonces. Ante esta inmensa concesión, los trabajadores vieron cómo se reconocían, en la cláusula séptima de la ley, algunos derechos largamente de­mandados: el de organización y sindicalización libre, el de negociación colecti­va, el del establecimiento de la duración máxima de la jornada laboral y el de­recho del salario mínimo. En teoría, la nira aspiraba a una reducción sustancial de la duración de la jornada laboral, manteniendo los salarios íntegros, para con­seguir una mejor redistribución del poder adquisitivo y aumentar el consumo, con lo cual se estimularía el conjunto de la economía. La difícil aplicación de la

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nira, que exigía un gran esfuerzo de planificación y control de los códigos apro­bados, despertó críticas, procedentes de todos los afectados: de aquellos defen­sores de los intereses de las pequeñas industrias, que protestaban por la hegem o­nía de la que disfrutaban las más grandes en la elaboración de los códigos de com petencia; de los representantes de éstas, quejosos ante la injerencia guberna­mental y la elevada burocratización; y, por fin, de los trabajadores, descontentos por el incum plim iento de las garantías laborales reconocidas por la ley.

Las protestas mostraron el ya evidente resurgimiento del movimiento obre­ro bajo el mandato de Roosevelt, al establecerse con la nira que la sindicación de los trabajadores era esencial para promover la paz social. Tras este estímulo, la afiliación sindical se recuperó de menos de 3 millones de trabajadores en 1933 a3,6 en 1934, y 3,9 en 1935. Una buena expresión de este resurgimiento fue la magnitud conseguida por las miles de convocatorias de huelgas desplegadas en­tre 1933 y 1934, en demanda de mejoras en las condiciones laborales y del cum­plimiento de lo que se había establecido en la sección séptima de la nira. Desde 1919 no se había conocido un movimiento de tanto alcance, en el que participa­ron 1,2 millones de huelguistas en 1933 y otro millón y medio en 1934.

Los comentarios de J. M. Keynes a Roosevelt sobre la nira sirven para establecer parte de la distancia entre los presupuestos del presidente norteameri­cano y el famoso economista. Para Keynes, la nira respondía a una filosofía res­trictiva e incluía elementos sumamente contradictorios que provocarían más un retraso en la recuperación económica que un estímulo, al dificultar la mejoría en el clima de confianza empresarial (Rojo, 1991). Y, en efecto, los pobres resulta­dos de la nira, incluso antes de que en mayo de 1936 el Tribunal Supremo esta­bleciera su anticonstitucionalidad, ya la habían privado de su fuerza instrumental en la política económica de Roosevelt.

Un último gran proyecto formó parle de este primer New Deai. la creación del Organismo Gestor del Valle del Tennessee (Tennessee Valley Authoríty, i va). Aprovechando proyectos antiguos, la tva transformó una de las regiones más deprimidas del país, del tamaño de Inglaterra y con territorios en siete estados diferentes, en un área sujeta a la planificación, que dio origen a la construcción de presas y plantas hidroeléctricas, a la irrigación de millares de hectáreas, a la modernización de las explotaciones agrícolas y a la mejora significativa de las condiciones de vida de sus habitantes. Sin embargo, la dependencia insuperable de los fondos federales para mantener este ambicioso proyecto también generó fuertes contestaciones, especialmente de los sectores más conservadores, que veían en la planificación de la tva un buen ejemplo del carácter socialista del programa de Roosevelt.

Las críticas al primer New Deal, por tanto, se fueron desplegando también desde el Partido Republicano y desde sectores del mundo de la gran empresa, alegando que era inadmisible la creciente injerencia del Estado en la actividad económica, y que los experimentos sociales y la asistencia a los parados condu­cían a un incremento insostenible del déficit público y de los impuestos. En efec­to, una de las mayores debilidades de esta primera elaboración del New Deal se encontraba en la fuente de los recursos con los que se financiaban la asistencia y

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la recuperación, que no procedían de una expansión del déficit público (lo que hubiese sido una aplicación de los principios keynesianos antes de que éstos se fundamentaran en 1936), sino de un aumento de los impuestos. Aunque el déficit público se amplió en 1934 hasta un máximo de 3.600 millones de dólares, su volumen no permitía hacer frente a los programas y, como señala Adams (1980), privar de parte de la renta a empresarios y trabajadores con ocupación para fi­nanciar el primer New Deal limitaba el alcance de sus resultados, puesto que no se generaba una mayor demanda que estimulara decisivamente la economía.

Si estas críticas se sostenían sobre la naturaleza presuntamente socialista y contraria a los principios de la libre empresa y de los derechos individuales, y so­bre la financiación y costes del New Deal, otras críticas insistían en los escasos resultados obtenidos por éste en la creación de ocupación, en la mejora de las condiciones de los desempleados y, cómo no, en la recuperación económica. Algunos de los promotores de este tipo de críticas sociales fueron capaces de articular movimientos de protesta con gran número de seguidores y con ciertas posibilidades de concreción política. Uno de ellos fue Francis E. Townsend, or­ganizador de miles de clubes por todo el país en apoyo de su plan sobre las pensiones, consistente en la concesión de pensiones federales de doscientos dó­lares mensuales a los mayores de sesenta años, con la condición de que toda la asignación se gastara en el plazo de un mes. Con esto entendía que se mejorarían las condiciones de vida de las personas mayores, sin la necesaria asistencia ni prestaciones suficientes, y se reactivaría la economía al dispararse el consumo. La inviabilidad económica de este proyecto no era considerada por los cerca de cinco millones de miembros de los clubes Townsend estimados en 1935. Más clientes potenciales (alrededor de cuarenta millones de oyentes) llegaba a reunir a través de las ondas el sacerdote y radiopredicador Charles E. Coughlin, con un discurso que combinaba el catolicismo liberal y el populismo tradicional del me­dio oeste. Su animadversión hacia el mundo de la banca y de las altas finanzas fue derivando hacia posturas antisemitas, anticomunistas y corporativistas de tinte fascista. La radicalización de sus planteamientos, inicialmente cubiertos bajo el lema «justicia social», provocó que sus superiores de la Iglesia católica lo relegaran al silencio en 1942.

Para Roosevelt, el más peligroso de todos ellos fue, sin duda, el senador de Louisiana Hucy P. Long, del que el presidente llegó a decir que era uno de los dos hombres más peligrosos del país (el otro era el general Douglas MacArthur). Este astuto político y atractivo orador supo canalizar el descontento social y el odio popular hacia las corporaciones y la forma tradicional de hacer política, poniendo en marcha en su Estado, mientras fue gobernador, un conjunto de re­formas tributarias y un ambicioso programa de construcción de infraestructuras viadas, sanitarias y educativas, que iban acompañadas de un ejercicio casi dicta­torial del poder. Su fama nacional llegó en 1934 a través de su plan «Comparta­mos nuestra riqueza» (Share Our Wealth), mediante el cual, y gracias a la confis­cación de parte de las mayores fortunas, se garantizarían unos ingresos anuales de dos mil dólares a las familias más pobres. La limitación de las fortunas, pese a la radicalidad aparente de la propuesta, era muy poco igualitaria, porque afec­

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taría a las herencias superiores a los cinco millones de dólares y a los ingresos anuales que excedieran el millón de dólares. Su asesinato en la capital del Estado de Louisiana, en septiembre de 1935, cuando se preparaba para presentarse a las elecciones frente a Roosevelt en 1936, puso fin a la vida del movimiento, aunque muchos de sus seguidores se integrarían en la gran alianza que llevó al presiden­te a la reelección.

Antes de que esto ocurriera, el New Deal experimentó desde 1935 un cam­bio de orientación, debido a la confluencia de varios factores: la adaptación de las medidas de la Administración a las condenas que desde el Tribunal Supremo se dirigían hacia importantes medidas del primer New Deal', el fortalecimiento de los sectores progresistas en el Congreso, tras las elecciones de 1934, que de­mandaban nuevas acciones legislativas; la necesaria desactivación de la oposi­ción al primer programa de Roosevelt, especialmente social y radical, con nue­vas reformas; y, cómo no, la obligación de responder con nuevas iniciativas a la lenta superación de la crisis.

Nuevamente, una fiebre legislativa se vivió en el Congreso, ahora más inclinado a la colaboración con el gabinete de Roosevelt, en favor de medidas económicas y sociales de claro matiz reformista y que dejaron en un segundo lugar la atención a la asistencia a los parados y a los marginados y la recupera­ción económica. Sin embargo, el componente reformista de este segundo New Deal no implicó el abandono de todos los proyectos de asistencia. Así, en abril de 1935 el Congreso creó una nueva dirección federal encargada de los subsidios a los parados a cambio de trabajo en diversos proyectos y que llamó primero Dirección de Progreso Laboral (Works Progress Administration) y más tarde Di­rección de Proyectos Laborales (Works Projects Administration). Siguiendo con los criterios ya aplicados por la primera wpa, en 1933, la creación de puestos de trabajo se concentraba en la mejora de las redes de comunicación, en la rehabili­tación de ciertos barrios, en el cuidado de parques y jardines, aunque también surgieron diversos programas orientados a la ayuda a grupos profesionales antes desatendidos. Así, aparecieron proyectos federales sobre los escritores, las artes, la música o el teatro, que sirvieron, en el primero de ellos, para redactar guías es­tatales y regionales, para llevar adelante proyectos de investigación histórica o folklórica, entre otros; con el programa de las artes, se decoraron con murales conmemorativos miles de edificios públicos del país y, con el de música, cen­tenares de orquestas realizaban conciertos y ofrecían clases gratuitas de música. Con el de teatro, unos 12.500 actores y técnicos montaban espectáculos de diver­sa naturaleza, trasladando el teatro a regiones a las que nunca antes había llegado.

En su conjunto, las actividades de la wpa ocuparon, en sus ocho años de funcionamiento, a unos ocho millones y medio de trabajadores, con un gasto próximo a los once mil millones de dólares. Sin embargo, los beneficios sociales y culturales de estos programas no enmudecían e incluso alentaban las críticas a la escasa productividad de los programas, al carácter izquierdista de algunas de sus manifestaciones y al favoritismo ideológico y político que también genera­ba (Jones, 1996).

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Sin embargo, la mayor trascendencia del segundo New Deal se encontró en la aprobación de tres nuevas leyes que vendrían a modificar el sistema de asis­tencia social, el sistema impositivo y las relaciones laborales. La Social Securiiy Act creaba por primera vez en Estados Unidos un sistema federal, directamente o a través de los estados, de ayuda a los desempleados, enfermos, minusválidos, hijos y madres necesitadas y jubilados de más de 65 años, sin que esta ayuda incluyera la asistencia médica. Los fondos para dotarlas pensiones de jubilación llegaban de aportaciones de los trabajadores y de los empresarios, por lo cual só­lo podían beneficiarse aquellos que habían contribuido con sus cuotas al plan, llegando a cobrar sólo a partir de 1942 y en una cuantía proporcional a las apor­taciones realizadas, sin que estuviera garantizada una pensión mínima que asegu­rara la subsistencia. La exclusión en estos planes de los trabajadores del campo, los del servicio doméstico, los empleados públicos y los trabajadores de las ins­tituciones de caridad limitaba fuertemente el alcance de la ley. Igualmente limi­tados eran los beneficios del subsidio de desocupación, puesto que las cortas asignaciones (entre cinco y quince dólares semanales) se pagaban por un período máximo de veinte semanas.

La segunda gran ley reformista fue la Ley sobre el Impuesto sobre la Ri­queza (Wealth Tax Act), también aprobada en 1935 y concebida en cierta medida como respuesta a las demandas de los numerosos seguidores de Huey Long. La oposición que provocó entre las mayores fortunas no se correspondía con el ver­dadero y muy limitado alcance de la ley, que creaba nuevos impuestos sobre la renta y los beneficios extraordinarios, pero que no llevaba implícito un efecto redistribuidor importante.

Si la Ley sobre la Riqueza suscitó quejas entre los más favorecidos por la economía, la última gran medida legislativa de este segundo New Deal agudizó la animadversión del mundo empresarial e industrial hacia Roosevelt. Y es que la Ley Nacional sobre las Relaciones Laborales, más conocida con el nombre de su promotor en el Congreso, Warner, se aprobó en julio de 1935, después de que el Tribunal Supremo declarara inconstitucional la nira, con lo cual se suprimían los derechos de los trabajadores recogidos en su sección séptima. Convencidos los partidarios de Roosevelt de la bondad de la sindicación para el desarrollo econó­mico, la Ley Warner amplió los poderes federales con el fin de asegurar el cum­plimiento de los derechos de los trabajadores afiliados a los sindicatos. La Junta Nacional de Relaciones Laborales, creada al amparo de la Ley Warner, adquiría el poder de negociar a favor de los trabajadores y de poner fin a prácticas labora­les injustas, como la discriminación en la ocupación, la indefensión del trabaja­dor ante sus patrones o el uso por éstos de listas negras o de sindicatos amari­llos. El nuevo clima político que dibujó esta ley propició la consolidación y la nueva expansión del movimiento sindical norteamericano, ahora de la mano del líder del sindicato minero John L. Lewis. Este hábil sindicalista de procedencia conservadora entendió que la depresión y el radicalismo del New Deal exigían cambios en el sindicalismo norteamericano imposibles de realizarse en la anti­cuada Federación Americana del Trabajo (afl). Dispuesto a convertir el movi­miento sindical en una activa fuerza política, rompió con la afl y creó el Comité

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sobre la Organización Industrial (Committee o f Industrial Organization, cío), con el objetivo de conseguir la sindicación de todos los trabajadores en sindica­tos de industria. La alianza entre Lewis y Rooscvelt fue muy beneficiosa para ambos, puesto que el presidente consiguió el apoyo electoral y económico del cío en las elecciones de 1936 y el nuevo sindicato aumentó su afiliación en un 60 % y obtuvo el apoyo gubernamental en conflictos laborales tan destacados como el que llevó a la ocupación durante seis semanas de la planta de la General Motors en Flint (Bosch, 1991).

En aquellas nuevas elecciones de 1936, en las que se presentaba a la reelec­ción F. D. Roosevelt, frente al candidato republicano Alfred M. Landon, la cam­paña no se centró alrededor del New Deal, sino de la figura del presidente. Para los republicanos, resultaba sumamente peligroso para la democracia la gran cen­tralización del poder en el presidente y la supuesta relegación del Congreso en beneficio de aquél. Pese a los argumentos de la oposición, y para sorpresa de muchos, la victoria de Roosevelt fue indiscutible: consiguió más del 60 % de los votos populares y 523 votos electorales, frente a los ocho votos electorales con­seguidos por Landon. El dominio demócrata sobre el Senado, con tres cuartas partes de los escaños, y de la Cámara de Representantes, con casi cuatro quintas partes de los diputados, auguraban una más fácil gestión para Roosevelt si man­tenía su tendencia reformista. Sin embargo, el primer gran frente abierto en este segundo mandato se dibujó en el Tribunal Supremo. El presidente se había en­contrado en los dos años anteriores con sentencias contrarias al mantenimiento de algunas de sus leyes más ambiciosas, como la aaa o la nira. Tratando de controlar a su favor esta función arbitral del Tribunal Supremo, propuso una reforma de su composición, que consistía en el nombramiento de un juez suplen­te por cada juez que superara los 70 años (en aquel momento, seis de nueve). Varias circunstancias, como la jubilación de un juez conservador y, sobre todo, la división de los congresistas demócratas ante la ley, convencieron a Roosevelt para desestimar la propuesta de reforma. De hecho, el Tribunal Supremo, avala­do por la fuerza moral que en teoría le asistía, resistió a este envite del ejecutivo, como en tantas otras ocasiones previas y posteriores, porque no desafió ni fue desafiado por los otros dos poderes del Estado al mismo tiempo (Kurland, 1975).

En adelante, los nuevos nombramientos permitirían a Roosevelt conformar un Tribunal Supremo más proclive a aceptar la política reformista del ejecutivo, aunque ya a estas alturas el New Deal podía darse por concluido. Sin grandes aspavientos, la furia reformista de Roosevelt se fue agotando, paralelamente al desplazamiento del centro de interés del problema interno por la conflictiva si­tuación internacional. Será, paradójicamente, la guerra en Europa (de nuevo un factor externo) la principal causa del definitivo resurgimiento de la economía norteamericana, envuelta ya desde 1940 en plena economía de guerra.

En este elemento se encuentra la base de la mayor parte de las críticas al balance del New Deal'. que su acción sólo fue capaz de promover una recupera­ción parcial de la economía y que hubo que esperar hasta el esfuerzo bélico, que también afectó a Estados Unidos desde 1939, para conseguir que la renta per cápita consiguiera el nivel de 1929 y un relevante descenso en la tasa de desocu­

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pación, situación en laque todavía en 1941 se encontraban unos cinco millones y medio de trabajadores norteamericanos.

Pero si los ambiciosos objetivos no se consiguieron en su totalidad, es ne­cesario no olvidar algunas de las herencias más permanentes de este período de la historia norteamericana. Como señala Adams (1980), el auténtico legado del New Deal fue el de revolucionar las expectativas, y en esta revolución es necesa­rio incluir la edificación de los fundamentos del Welfare State (Estado del bien­estar), que surgía de la asunción por parte del gobierno federal de una responsa­bilidad primaria en la regulación de la economía y de las relaciones laborales que hiciera compatible el desarrollo del capitalismo con el respeto y la garantía de ciertos derechos sociales básicos. No menos relevante para la vida política posterior sería la conformación, bajo la presidencia de Roosevelt, de un nuevo equilibrio político, de una nueva alianza, en la que se incluían a los votantes negros del sur (que desde las elecciones de 1936 se inclinarán por el voto a favor de los demócratas y no ya de los republicanos), a los trabajadores afiliados a los sindicatos, a los intelectuales y a los grupos más desposeídos. Aunque el balance del New Deal en la lucha por los derechos civiles, por la no discriminación de las minorías en el reparto de las ayudas o de los cargos públicos no fue espectacular, lo que se obtuvo fue recompensado con la fidelidad electoral durante varias dé­cadas. Una fidelidad que en gran parte se fortaleció gracias al nuevo papel repre­sentado por el presidente ante la opinión pública y que acercó su figura a los ciudadanos. Este fortalecimiento del poder presidencial se consiguió también ampliando su capacidad legislativa, en detrimento del Congreso, y poniendo en peligro el sutil equilibrio constitucional entre los poderes del Estado.

En cualquier caso, y parafraseando a un ciudadano que participó en el en­tusiasmo de la época del New Deal, Estados Unidos no pudo volver a ser en el futuro lo que fue antes de esta experiencia.

4.3 El populismo latinoamericano y el Estado desarrollista

El impacto de la crisis de 1929 en América Latina, con sus graves efectos destructivos sobre el modelo de crecimiento basado en la exportación de mate­rias primas y la importación de manufacturas, desembocó también en una crisis del régimen político oligárquico y en una crisis del Estado. Las alternativas pro­puestas inicialmente para superar la crisis no se definieron por orientaciones ideológicas claramente definidas, sino, como señala J. Graciarena (1984), por el uso del principio de «prueba y error» . Y es que la respuesta a la penosa situación del sector externo, básico para el conjunto de la economía de los diversos países, afectado por la caída de los precios y por la contracción del volumen del inter­cambio, tenía que contar con la irrupción en el escenario político de nuevos sec­tores burgueses urbanos y agrarios, contrarios a los dictados políticos y a la pri­macía económica de la oligarquía, sostenida sobre los intereses agroexportadores. Ante esta realidad compleja se aplicaron, por lo general, dos fórmulas para supe­rar la crisis: la restauración oligárquica y el populismo.

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La primera, bien ilustrada en Argentina por el golpe del general Uriburu en 1930, fue la más efímera, y esto por la imposibilidad real de reconstruir y recu­perar el orden social y político oligárquico en un contexto económico y social profundamente transformado, ya entonces, entre otros factores, por la inicial in­dustrialización, por la sustitución de importaciones, por la migración rural y la creciente urbanización, por las presiones en favor de la ampliación de la partici­pación política y social, por el fortalecimiento de las organizaciones sindicales obreras y campesinas y por un nuevo marco internacional afectado por la cri­sis de la democracia liberal, ante la irrupción de los fascismos y del socialismo soviético.

Será, por tanto, con mayor o menor rapidez, la propuesta populista la que domine en el panorama político latinoamericano posterior a la crisis internacio­nal abierta en 1929, con un primer ejemplo en el varguismo brasileño, surgido en 1930, que estará acompañado posteriormente por el cardenismo mexicano y el peronismo argentino, entre otros. Su fracaso, que será el fracaso de un primer intento de constituir un Estado social, redistributivo, en América Latina, abrirá paso a los proyectos desarrollistas, impulsados desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y condenados a desaparecer a partir de los años sesenta ante la fuerza de las dictaduras militares y de las políticas neoliberales en toda la región.

4.3.1 El populismo

El primer problema a la hora de analizar los regímenes, estados o movi­mientos populistas que están presentes en América Latina desde los años treinta surge con el término y con el concepto con el que se intenta definirlos: el popu­lismo. Desde la historia, la ciencia política o la sociología, muchos autores han usado este vocablo para referirse a muy distintos fenómenos, que han sido clasi­ficados por Juan Carlos de la Torre (1994), al distinguir que al hablar de popu­lismo se puede estar haciendo referencia a: 1) formas de movilización sociopo- lítica en las que las «masas retrasadas» son manipuladas por líderes demagógicos y carismáticos; 2) movimientos sociales multiclasistas con liderazgo de clase media o alta y con base popular obrera y/o campesina; 3) fase histórica en el desarrollo dependiente de la región o una etapa en la transición a la moder­nidad; 4) políticas estatales redistributivas, nacionalistas e incluyentes, opuestas a las políticas excluyentes que benefician al capital extranjero, concentran el ingreso y reprimen las demandas populares; 5) tipo de partido político con lide­razgo de las clases media o alta, con base popular y sin definición ideológica precisa; 6) discurso político que divide a la sociedad en dos campos antagónicos: el pueblo contra la oligarquía; y, finalmente, 7) intento de las naciones latinoa­mericanas de controlar determinados procesos de modernización desde el exte­rior, haciendo que el Estado tome un lugar central en la defensa de la identidad nacional y en la promoción de la integración nacional mediante el desarrollo económico.

Como es obvio, han aparecido propuestas para abandonar este confuso con­cepto, ante su débil definición y su aplicación a partidos, movimientos, regíme­

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nes, formas históricas de Estados o fases determinadas de! camino a la moderni­zación, que se mantuvieron o mantienen activas (si no olvidamos los neopopu- lismos de Alberto Fujimori en Perú o de Hugo Chávez en Venezuela) durante un largo período de tiempo. Sin embargo, la fuerza del concepto ha permitido que se mantenga presente en los análisis históricos, políticos y sociológicos, a la vista de su validez para hacer posible la comparación en la historia reciente de Améri­ca Latina y definir experiencias que han sido consideradas como populistas por sus protagonistas o sus espectadores, gracias a una noción casi intuitiva de popu­lismo que ha estado y está muy presente en la sociedad.

Asumiendo pues la utilidad del término, la primera aclaración llega de la necesidad de separar radicalmente a los populismos latinoamericanos de otras experiencias históricas populistas, entre las cuales destacan los movimientos ru­rales radicales del medio oeste de Estados Unidos en las últimas décadas del siglo xix (el populismo norteamericano) y el populismo ruso que, en la misma época, encabezaron ciertos intelectuales influidos por el socialismo utópico y conocidos como narodnik -del vocablo ruso narod, que puede traducirse por «pueblo» o «nación»- (Moscoso Perea, 1990).

A partir del estudio de estos casos norteamericano y ruso, el término po­pulismo se usó para referirse a movimientos de base rural y con un fuerte conte­nido antielitista, y empezó a emplearse para acercarse a uno de los fenómenos históricos más destacados del pasado reciente de América Latina, desde muy distintos enfoques teóricos y metodológicos (Worsley, 1970). La mayor parte de ellos se han ocupado de lo que Paul W. Drake (1982) denominó populismo clási­co, para diferenciarlo del populismo temprano y del tardío. Una distinción que también permite separar varias experiencias del más reciente neopopulismo de las dos últimas décadas del siglo xx. El populismo temprano o liberal, para Dra­ke, integraba partidos o movimientos que surgieron en los núcleos urbanos ma­yores y en los países más desarrollados, y que prometían simplemente reformas políticas y la integración de nuevos sectores sociales en el ejercicio del poder. Frente al excluyente control oligárquico de la política, los líderes populistas re­presentaban las demandas de democratización reformista que defendían los sec­tores medios, con el apoyo de facciones de la élite marginadas por el sistema oligárquico y de parte de sectores obreros. Entre este populismo liberal destacan el radicalismo personalista de Hipólito Yrigoyen, en Argentina, que llegó a la Presidencia en 1916 y que, después de una reelección en 1928, fue depuesto por el golpe del general Uriburu en 1930; y el radicalismo chileno de Arturo Ales- sandri, presidente electo en 1920, y también obligado a dejar su cargo por una sublevación militar en 1924, aunque retornó al cargo en 1925 gracias a un nuevo golpe militar, ahora liberal, hasta acabar su mandato en 1927.

El populismo clásico, el de más difícil definición, se desarrollaría durante los años treinta y cuarenta, de la mano, entre otros, de Getulio Vargas en Brasil; Juan Domingo Perón en Argentina; Lázaro Cárdenas en México; Víctor Raúl Haya de la Torre y su partido, el a p r a , en Perú; Rómulo Betancourt y su Acción Democrática venezolana; o Jorge Eliécer Gaitán en Colombia. Todos ellos se autodefinían como promotores del cambio social a favor de los trabajadores, la

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democracia electoral y el nacionalismo continental, y consiguieron movilizar a gran parte de las masas urbanas, aunque su carácter policlasista es muy visible. Aunque aparecerán otros ejemplos de propuesta populista en los años sesenta, como el de Goulart en Brasil o el de Velasco Ibarra en Ecuador, varias circuns­tancias, fundamentalmente unidas a las limitaciones del modelo sustitutivo de importaciones y a la crisis que provocaron, frenaron su avance. Los populismos tardíos, en los años setenta, de los que habla Drake (1982), con Luis Echeverría en México (1970-1976) y el propio Perón en Argentina (1973-1974), fueron in­capaces de reconstruir las antiguas alianzas y los programas populistas clásicos. La agudización de la crisis económica y de la conflictividad social y política fue tratada con severas medidas de ajuste económico y también político, de manera que los golpes militares y las dictaduras aceleraron la desaparición de este po­pulismo tardío.

El neopopulismo de los noventa se interpreta como una respuesta funcio­nal a determinadas demandas sociales no cubiertas, dada la profundidad de la crisis económica, que alienta la aparición de nuevos liderazgos con fuerte apoyo social. Se habla de unos movimientos dentro de la generalizada «informalización de la política», marcada por la eclosión de procesos que se desarrollan al margen y en contra de la política tradicional y de la institucionalidad democrática, y que se extienden en medio de una crisis de la función mediadora de los partidos políticos y de la aplicación de políticas neoliberales. Una conexión y conviven­cia, la de neopopulismo y neoliberalismo, que se explica por la tendencia recí­proca a provocar e incrementar la desinstitucionalización de la representación política (Roberts, 1998).

Pero, volviendo al populismo clásico, a la hora de analizar las causas y las condiciones de su formación, nos encontramos con muy diversas aproximacio­nes. Por eso hemos seguido la clasificación que sugieren Mackinnon y Petronc (1998), dividiendo en cuatro grandes grupos a los múltiples autores que se han acercado al estudio del populismo clásico. El primero de ellos integra las aproxi­maciones desde la Teoría de la modernización, que entienden que el populismo es un fenómeno que aparece en los países subdesarrollados en la transición de la sociedad tradicional a la moderna, y que aparece en los trabajos de Gino Gernrani (1962) o Torcuato di Telia (1965). El segundo es mucho más heterogéneo, e integra las interpretaciones histérico-estructurales, que establecen la vincula­ción del populismo con un determinado estadio del desarrollo del capitalismo en América Latina, en concreto con el que aparece ante la crisis del modelo agroex- portador y del Estado oligárquico, y que se caracterizaría por la dirección estatal en los necesarios procesos de cambio, dada la debilidad de la burguesía. En este grupo se encontrarían los estudios de Cardoso y Faletto (1979), desde la Teoría de la dependencia, y los de Ianni (1975) o Murmis y Portantiero (1971), desde el marxismo. Los denominados coyunturalistas integrarían el tercer grupo, y tie­nen en común su interés por el análisis de las oportunidades y las restricciones que rodean, en ciertas coyunturas históricas, a las distintas clases o sectores so­ciales, sobre todo a los trabajadores, y su cuestionamiento de las explicaciones que remiten los orígenes del populismo al pasado prepopulista de América Lati­

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na. Todos ellos, como Adclman (1992) o Frencli (1992), rechazan que las alian­zas pol ¡clasistas verticales que se producen en el populismo no puedan ser anti­cipadas antes de su aparición, por lo cual condenan las tesis funcional islas o histérico-estructurales, por desprenderse de ellas la idea de que América Latina se inclina de modo natural hacia el populismo. La cuarta línea interpretativa se caracteriza por buscar la especificidad del populismo en los rasgos de su discur­so ideológico. En ella destaca, por su influencia, la tesis de Ernesto Laclau (1977), centrada en la definición del populismo como un fenómeno ideológico que consiste en la presentación de las demandas popularcs-dcmoeráticas como un conjunto opuesto a la ideología dominante.

Muchas de estas interpretaciones se centran en la definición del populismo a través de las características negativas o ausentes del fenómeno, como puede sel­la supuesta falta de conciencia de clase o de autonomía política de los trabajado­res. Por esto, puede ser más operativo seguir a aquellos que entienden que «el estudio del populismo es, fundamentalmente, el de sus manifestaciones concre­tas» (Gallego, 1994), y que es posible cenar una definición descriptiva del popu­lismo a partir de la articulación de ciertos rasgos. Aquí seguiremos básicamente la propuesta de Kenneth M. Robcrts (1998) que, tratando de evitar los problemas que genera encontrarse ante interpretaciones radicalmente distintas del popu­lismo, sugiere conceptualizarlo de forma sintética a partir de cinco rasgos, que permiten la comparación entre fenómenos y la identificación de «subtipos» po­pulistas que compartan «un parecido de familia». Estos cinco rasgos son:

1) Un patrón personalista y paternalista, aunque no necesariamente caris- mático, de liderazgo político; 2) una coalición política policlasista hetero­génea, concentrada en los sectores subalternos de la sociedad; 3) un pro­ceso de movilización política de arriba hacia abajo, que pasa por alto las formas institucionalizadas de mediación o las subordina a vínculos más directos entre el líder y las masas; 4) una ideología amorfa o ecléctica, caracterizada por un discurso que exalta a los sectores subalternos o es anticlitista y/o anticstablishment\ 5) un proyecto económico que utiliza métodos redistributivos o clientelares ampliamente difundidos con el fin de crear una base material para el apoyo del sector popular. (Roberts, 1998)

Vamos a acercarnos uno poco más detenidamente a cada uno de ellos.

1. El patrón personalista y paternalista de liderazgo políticoEl liderazgo político populista queda marcado por la identificación del lí­

der con la totalidad de la patria, la nación o el pueblo en su enfrentamiento con la oligarquía. El líder, con su honestidad probada, su sacrificio, desinterés personal y su fuerza de voluntad, garantiza que se satisfacerán las demandas populares (De la Torre, 1994). En ocasiones, la apariencia física fortalecía su identifica­ción carismática con el pueblo, como ocurrió con Jorge Eliccer Gaitán y Luis Sánchez Cerro, al ser ambos de origen mestizo en unas sociedades racistas -la colombiana y la peruana respectivamente-, en las que las élites se vanagloriaban de su blancura y en las que su figura morena podía ser usada como agresión a las

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normas políticas tradicionales. El liderazgo del dirigente populista también se fortalecía gracias a construcciones mitológicas que los identificaban con iconos culturales y populares muy arraigados. Así, aparecían identificaciones de Eva Perón con la Virgen de los Dolores y de José María Velasco Ibarra o Raúl Haya de la Torre con el Cristo Redentor.

2. La coalición política policlasista

Se puede hablar de una alianza dinámica, en la que cada participante tiene un papel que jugar, aunque sea desigual en ella y se concentre en los sectores su­balternos de la sociedad. Se deben rechazar las explicaciones basadas en la ma­nipulación por parte de la clite y en la existencia de alianzas de clase armoniosas, para destacar la dinámica interna e inestable de las coaliciones populistas y el pa­pel autónomo relativo de la clase trabajadora o de la campesina. Un buen ejemplo de un enfoque con esta orientación lo encontramos en el trabajo de Juan Carlos de la Torre sobre el apoyo del movimiento sindical a Perón, en el que señala que este apoyo surgió de un comportamiento racional en la acción de las masas: en parte para conseguir del Estado la obtención de reivindicaciones materiales pre­vias y, también, para conseguir el reconocimiento y la participación que se exi­gían con el fin de superar la marginalidad política que sufrían ios sectores labo­rales. La subordinación del movimiento obrero en los orígenes del peronismo no oculta una gran tensión entre la élite peronista y el conjunto del movimiento, que se resuelve con represión de los desafectos y con políticas que intentan re­ducir la dependencia del peronismo frente a los sindicatos (De la Torre, 1990).

Los participantes en esta alianza varían en cada caso. El cardenismo disfru­tó de una fuerte base campesina, pero ni el peronismo ni el varguismo la disfruta­ron. Cárdenas se enfrentó por las expropiaciones con gran parte de la clase te­rrateniente, mientras que Perón pasaba del antagonismo al apaciguamiento de los estancieros argentinos, y Vargas coexistió pacíficamente con la élite terrate­niente brasileña. Asimismo, como señala Knight (1994), la mayor parte de la burguesía y de las clases medias urbanas de sus respectivos países se opusieron a Cárdenas y a Perón. Por lo general, en los movimientos populistas, al lado de los obreros aparecen sectores de las clases medias urbanas (periodistas, profesiona­les y políticos), que se proponen como élite política alternativa frente a las oli­garquías tradicionales de origen agrario.

Como señala Álvarez Junco, el carácter interclasista del populismo provo­ca que su análisis en términos de intereses o lucha de clase no sea factible, aun­que se tiene que señalar el hecho de que la incidencia del populismo en los distin­tos grupos sociales no sea totalmente indiscriminada. Y esto porque, al ser un movimiento antioligárquico que llama al pueblo a movilizarse y que promete satis­facer ciertas demandas, genera unas expectativas sociolaborales, socioeconómicas o políticas muy atractivas para determinados sectores (Álvarez Junco, 1994).

3. El proceso de movilización política

El populismo es un movimiento de masas que pugna por encontrar un es­pacio (político, económico, social, cultural) en las zonas urbanas, y que produce

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como consecuencia un choque social de rechazo / asimilación que se contrarres­tará con políticas populistas en todos los órdenes; esto quiere decir que concluirá acomodándolos al orden social existente.

El populismo es un fenómeno coyuntural en el que predomina la moviliza­ción de masas urbanas, al margen del sistema legal vigente, a partir de una retó­rica de tipo emocional, maniquea y autoafirmativa, fundamentada en la idea del pueblo como depositario de las virtudes sociales de justicia y moralidad, y con una fuerte vinculación a un dirigente que con su personalidad -más que con el programa o las tácticas- garantiza el triunfo del movimiento.

La movilización de las masas se alimentaba y se conformaba al mismo tiempo como movimiento electoral y movimiento social, porque no todos los que participaban en los actos y campañas populistas eran votantes. Para explicar el voto popular a las opciones populistas se ha recurrido al carisma del líder y al clientelismo, aunque parece que la organización de vastas redes clienteiares, a través de las cuales se cambiaban votos por bienes y servicios, eran determinan­tes en el éxito electoral, junto con otro elemento: la fuerza de la organización política populista en la creación de mecanismos de solidaridad y de identidades colectivas, que unifican y cohesionan a sus seguidores. Estas identidades y las identificaciones con el líder populista se iban dibujando a través de diversos canales: el uso por parte del líder de un lenguaje popular, directo y rupturista con las formas tradicionales de hacer política, que le llevaba a aparecer como un hombre de a pie, o la ritualización de actos públicos y celebraciones que recrean la comunión simbólica entre el líder y el pueblo, como ocurrió con la celebración en Argentina del 17 de octubre (Plotkin, 1993).

4. Eclecticismo ideológico y discurso populistaEl discurso populista se caracteriza, en primer lugar, por difundir la imagen

de una sociedad radicalmente dividida entre dos campos políticos antagónicos: el pueblo frente a la oligarquía. En esta división maniquea, el pueblo es halagado y reafirmado porque representa lo auténtico, lo nacional, lo moral, lo justo y lo bueno. Se exalta la propia identidad colectiva y la pertinencia de las soluciones para los problemas que se encuentran en la fidelidad a la tradición y a la cultura heredada, mientras que la oligarquía representa al antipueblo, al extranjero y falso, injusto e inmoral. La radicalidad del enfrentamiento hace imposible el acuerdo o la sintonía, por lo cual la oposición queda privada de toda legitimidad y el discurso se convierte en profundamente opuesto al statu quo. La suprema­cía de la voluntad popular y el fomento de una relación directa y no mediatizada por instituciones entre el líder y los seguidores generan y estimulan formas de participación que muestran la exaltación de las virtudes propias de la gente co­mún, incorrupta y verdadera, y una profunda desconfianza en todo lo que repre­senta a los otros, los antinacionales, corruptos y degenerados, representados en el ocio elitista, la cultura y la política tradicionales. Los objetos de los ataques de los miles de ciudadanos (obreros, marginados y lumpen) que se movilizaron exi­giendo la liberación de Perón el 17 de octubre de 1945 son un claro ejemplo de esta identificación: entre bailes y cánticos, y parapetados tras la indumentaria

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popular que muchos vistieron, se produjeron asaltos y ataques a los símbolos, lu­gares y personas que representaban a los que controlaban el acceso a la política, a los beneficios económicos y a la cultura: bares, clubes y publicaciones periódi­cas de la élite, monumentos de eminentes de la patria y, sobre todo, universida­des (De la Torre, 1994).

Había en el discurso populista un fuerte moralismo, intransigencia y reli­giosidad que tendía a presentar el movimiento como una cruzada regeneradora de connotaciones morales y religiosas; en definitiva, como una religión política que no dejaba espacio para otros sistemas simbólicos alternativos. En la delimi­tación de esta religión política se otorgaban nuevos sentidos a palabras clave de la cultura política del momento, para reproducir el teórico enfrentamiento entre el pueblo (lo nacional) y la oligarquía (lo foráneo o extraño). Así, se reivindican, se dignifican y se autoafirman los seguidores del movimiento, rechazando anti­guas marginaciones y desprecios mostrados en el lenguaje político. Por ejemplo, Gaitán transforma la «chusma» en la «chusma heroica», o Perón identifica a los «descamisados» con la verdadera esencia argentina, y adjetiva al «pueblo» como «pueblo trabajador» (De la Tone, 1994).

Sin embargo, estas lecturas maniqueas no llamaban a la lucha de clases. Es característico del discurso populista su oposición a cualquier idea de conflicto socioestructural y, en particular, de clase. El pueblo al que apela y se dirige no es una clase sino una comunidad, y la identificación del movimiento con la nación implicaba aceptar la subordinación de los intereses particulares a los de ésta, destacando las virtudes de la armonía de clases y la obediencia a un Estado pa­ternalista (Touraine, 1987). Cárdenas puede servir de ilustración. El creía en la existencia de la lucha de clases, pero entendía que no había de desembocar en la destrucción de una de ellas, desencadenando la anarquía y la destrucción de la ciase capitalista, porque esto perjudicaría gravemente al progreso de México. Pretendía dar forma a un compromiso entre las diversas clases sociales, en el que la existencia de la clase capitalista estuviese sujeta al control y a la dirección del Estado, que aparecería como dueño de su propio aparato económico, como tutor de los derechos de los trabajadores y como rector de la conciliación social y garantizador del interés general. Cárdenas diría en 1938:

Considero necesario llevar al pensamiento de toda la nación que no ha de abrigar temores que causas políticas internas pudieran trastornar al país, puesto que el régimen institucional se apoya en el programa del pueblo, que es el programa del actual Gobierno: respeto a la vida, garantías indi­viduales, libertad política, cancelación de privilegios y mejor distribución de la riqueza pública. (Cárdenas, 1976)

El instrumento básico que diseñó el líder mexicano para moderar la lucha de clases, promover la conversión del Estado en el rector de la vida social e in­tegrar a los teóricos enemigos del proyecto fue el Partido Revolucionario Mexicano, creado en 1938 y que reorganizaba al anterior Partido Nacional Re­volucionario, fundado en 1929. La organización corporativa en cuatro sectores -campesino, obrero, popular y militar-, surgía, entre otras cosas, de la idea de

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que no era el proletariado e! único que podía decidir los destinos del país frente a los intereses comunes de un pueblo. En palabras de Vicente Lombardo Toleda­no, el nuevo partido trataba de:

Asociar con el proletariado al campesino, a los trabajadores intelectuales, al artesano, al pequeño comerciante, al agricultor a pequeña escala, a to­dos los sectores de la clase media y del Ejército, a todos estos sectores que de alguna manera cooperan en el desarrollo de nuestras instituciones y que hacen posible la vida de la nación. (Córdova, 1974)

5. El proyecto económico redistributivo

Se ha señalado en múltiples ocasiones que el proyecto populista surge en una situación de crisis y de cambio. Si hablamos del populismo clásico, la crisis y el cambio estaban representados por la fractura anunciada del modelo agro- exportador, por el grave impacto de la crisis de 1929, por los evidentes signos de cambio social, entre los cuales destacaban los provocados por la primera indus­trialización (organización del movimiento obrero, creciente peso económico y, no siempre, político de los sectores medios, creciente urbanización, etc.), y fi­nalmente, por el cambio estructural que implicaba la nueva industrialización por sustitución de importaciones.

La alternativa populista a la crisis implicaría la reorganización del Estado, que ampliaría sus funciones políticas y económicas y que se convertiría en un Estado paternalista, una fuente importante de ocupación, de servicios sociales y de organización de masas. Esta reorganización pasaba por la implantación dé políticas económicas redistributivas, directas e indirectas, como la ampliación de la Seguridad Social o el reparto de subsidios al consumo popular. La indus­trialización por sustitución de importaciones sería un objetivo central, enten­diendo que este proceso permitiría al país superar el control extranjero sobre el curso de la economía, aunque mantener el apoyo popular y mantener la expan­sión del mercado interno exigieran una mejor distribución del ingreso para am­pliar el consumo.

El peronismo se ajustó a estas líneas básicas: nacionalización y mayor con­trol de la economía por el Estado y redistribución de la riqueza. Juan Domin­go Perón, tras su amplia victoria en las elecciones de 1946 con el lema «Braden o Perón», oponiendo su propuesta y lo que representaba su persona al entonces embajador de Estados Unidos en Argentina, empezó muy pronto a mostrar su voluntad de incrementar la intervención económica del Estado. Se embarcó en la aprobación de disposiciones que daban al Estado el control del crédito, del co­mercio exterior y de gran parte de las inversiones extranjeras. La nacionalización del Banco Central le permitió manejar la política monetaria y crediticia, aplican­do tipos de cambio variables que favorecían al sector industrial nacional. El Ins­tituto Argentino de Promoción del Intercambio (iapi) controlaba todo el comer­cio exterior, extendiendo el monopolio estatal sobre las exportaciones clave. Este control monetario, crediticio y comercial hizo posible la transferencia al sec­tor industrial y a los trabajadores de parte de los ingresos procedentes del sector externo, aprovechando la diferencia entre los precios pagados a los produeto-

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res y los conseguidos de la venta de los productos en el mercado internacional (Romero. 1994).

Para aumentar el control nacional sobre la riqueza nacional se puso en mar­cha una llamativa campaña de nacionalización de las inversiones extranjeras, que afectó, entre otros, a los ferrocarriles británicos, a la compañía de teléfonos norteamericana, a las instalaciones portuarias de capital francés y a varias em­presas eléctricas y de gas. Como señala Halperín Donghi, esta política naciona­lista venía a satisfacer aspiraciones antiguas de grupos muy numerosos del país, tal y como mostró el hecho de que el acto público de toma de posesión de los ferrocarriles británicos reunió a la mayor multitud adicta y fervorosa vista hasta entonces, a pesar de que las compensaciones cedidas por la nacionalización pu­dieran ser consideradas excesivas (Halperín Donghi, 1995).

La aparente culminación de este proceso de recuperación nacional de la dirección económica se produjo cuando, en julio de 1947, se saldó toda la deuda exterior argentina. Esto fue celebrado, como era habitual, con una grandiosa ce­remonia simbólica en la que se emitió la denominada Declaración de Indepen­dencia Económica.

El otro pilar de la política económica se encontraba en su vocación redis­tributiva. En efecto, el peronismo o justicialismo pudo aprovechar los beneficios conseguidos a lo largo de la década anterior para financiar una ambiciosa polí­tica de pleno empleo y de redistribución de la riqueza. Siguiendo las enseñanzas adquiridas por Perón en la Secretaria de Trabajo en 1943, desde el Gobierno se alentaban las convocatorias de huelgas que después resolvía él mismo en favor de los trabajadores; se reconoció el derecho a la negociación colectiva, se apro­baron las vacaciones pagadas y las licencias por enfermedad, y se favorecieron a través de los sindicatos los sistemas sociales de medicina y turismo.

La mejora en el nivel de ingresos y de vida de los trabajadores se debía tan­to al aumento de los salarios (que crecieron un 25 % en 1947 y un 24 % en 1948), como a la acción protectora del Estado, visible en la congelación de los alquile­res, el establecimiento de salarios mínimos y de precios máximos, la construc­ción de viviendas públicas, la inversión en educación y sanidad, etc.

Sin embargo, en este despliegue peronista, como en otros ejemplos popu­listas de políticas redistribuidas, se encontraba el propio fin del proyecto: su escasa previsión y su fuerte dependencia de una etapa de prosperidad económi­ca. El fin de los excelentes años de la posguerra era evidente ya en 1949, cuando los precios de los productos argentinos en el mercado internacional volvieron a su tendencia a la baja y los mercados se contrajeron significativamente. Así, Argentina se encontró con un stock de productos exportables de valor decrecien­te y menguado por el aumento del nivel de vida y el de la población, y con unas reservas acumuladas ínfimas, agotadas sin mucha previsión. La rectificación de la política en el segundo plan quinquenal de 1952, mostraba, en el fondo, que la prosperidad peronista era, fundamentalmente, fruto de la expansiva coyuntura de posguerra y que se evaporaba con ella. El estancamiento industrial era ya preocupante, debido a múltiples factores: la proliferación de medianas y peque­ñas industrias, poco eficientes u obsoletas, pero mantenidas bajo la protección y

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los subsidios del Estado: los servicios básicos se deterioraban rápidamente (la electricidad y el ferrocarril, principalmente) por el abandono del Estado; y el elevado uso de mano de obra, que compensaba en parte la maquinaria obsoleta, pero que aumentaba mucho los costes de producción por el peso de los salarios, mantenidos por la fuerte presión sindical. Renunciando a ciertos principios de la justicia social defendida hasta entonces y con el fin de contener la inflación, se restringió el consumo interno, eliminando subsidios a bienes de consumo popu­lar, se implantó un límite parcial al consumo de carne y se levantó la congelación de los alquileres. Renunciando también a los principios de la independencia eco­nómica, se alentó nuevamente la llegada de inversiones extranjeras, favorecidas y garantizadas por la Ley de Radicación de Capitales, de 1953.

El abandono de sus posiciones originarias y su inclinación hacia un claro conservadurismo económico-social, que lo alejaban de su trayectoria popular previa, estuvo acompañado de una orientación muy definida hacia un corporati- vismo «extravagante» (según Halperín) y hacia el ataque a las fuerzas aliadas (como lo era la Iglesia hasta entonces) y rivales (como la mayoría del Ejército), a las que su política conservadora debía favorecer. La tensión entre los compo­nentes iniciales del peronismo concluyó con la derrota del líder después de un golpe de Estado militar en septiembre de 1955 (Melón Pirro, 1998).

Como puede observarse en este recuerdo del peronismo, varios factores contribuyeron a su caída, los cuales pueden extenderse para resumir las causas principales de! fracaso de las propuestas populistas clásicas. En primer lugar, debemos mencionar el hecho de que dependieron excesivamente de un período de bonanza económica, sin que pudieran resistir las crisis que iban acompañadas de desocupación y de suspensión de las políticas asistenciales y redistributivas. La incapacidad de los regímenes populistas para generar políticas de desarrollo eficaces les atribuía una gran debilidad ante la recesión económica. En segundo lugar, la heterogeneidad y la difícil conciliación de los intereses presentes en la alianza populista limita las posibilidades de mantenimiento a largo plazo del proyecto, que provoca la descomposición interna del movimiento. En tercer lu­gar, la movilización social alentada inicialmente por el populismo llega a ser in­controlable cuando se fundamenta únicamente en el liderazgo personalista, ante el desarrollo de otras formas más orgánicas de articulación y de actuación, fuera de los controles de los partidos o de los regímenes populistas. Finalmente, no debemos olvidar que la movilización que sostiene y da carta de naturaleza al po­pulismo es sentida como una grave amenaza al orden social por parte de sectores medios y altos, temerosos ante lo que Touraine denomina hiperdemocratización\ cuando la recesión económica alentó una contestación que parecía desbordar los controles populistas, estos regímenes tendieron a ser desmontados por reaccio­nes oligárquico-militares (Graciarena y Franco, 1981).

4.3.2 El Estado desarrollista

El fin de la Segunda Guerra Mundial, con el triunfo de los aliados frente al Eje, tuvo un relevante impacto en la realidad política y social de los países lali-

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noamericanos. Un impacto muy vinculado a la apertura de unas expectativas de desarrollo y de democratización que darán impulso al establecimiento de múlti­ples programas desarollistas y a la aparición de una nueva forma histórica de Estado en la región, también conocida como Estado desarrollista.

Los rasgos básicos del contexto posbélico en el que surge este proyecto pueden resumirse recordando tres cosas: en primer lugar, la atmósfera de cre­ciente optimismo respecto al futuro y a las posibilidades de progreso humano, de la mano de un nuevo orden internacional pacífico tras la victoria sobre los fascis­mos; en segundo lugar, la firme unidad ideológica en el mundo capitalista, con­seguida tras la victoria de las democracias liberales; y, finalmente, la renovada confianza en la capacidad expansiva del capitalismo y en que esta expansión podía unir sin tensiones el desarrollo de la producción con la justicia social (Gra- ciarena y Franco, 1981).

En efecto, aunque por breve tiempo, la coincidencia de intereses entre los aliados, incluida la Unión Soviética, y el diseño de un nuevo orden internacional a partir de la creación de la Organización de Naciones Unidas (onu) hacían ali­mentar esperanzas de que los conflictos, sin llegar a desaparecer, podían institu­cionalizarse y resolverse principalmente por la negociación y el acuerdo. En América Latina, la expresión de esta tendencia a la instilucionalización de las relaciones es visible en los esfuerzos norteamericanos por construir un sistema de acuerdos y pactos regionales que confirmaran su posición dominante en la región y que garantizaran la unidad política del área americana. El mejor ejem­plo lo encontramos en la creación de la Organización de Estados Americanos (oea) en 1948, que heredaba los proyectos y concreciones de las conferencias panamericanas de finales del siglo xix y las primeras décadas del siglo xx. Ya en el contexto de la Guerra Fría, la oea tendría cuatro objetivos básicos: ser el ins­trumento básico del sistema de seguridad regional, defender la soberanía y la integridad de los estados miembros, perseguir la resolución pacífica de los con­flictos interamericanos y promover la colaboración económica, social y cultural entre los socios.

La segunda consecuencia de la guerra, más duradera que la confianza en un orden internacional pacífico y basado en la seguridad colectiva bajo el para­guas de la onu, será la ya mencionada unidad ideológica en el mundo capitalista, que favorecía una nueva identificación: que el capitalismo de libre empresa, y no el capitalismo totalitario y estatizante, era el único modo de organización econó­mica viable para la democracia. Después de las críticas del período de entregue­rras a la justicia del crecimiento capitalista y a la democracia liberal representa­tiva, el triunfo de las democracias occidentales sobre los modelos económicos de Alemania e Italia permitió recuperar la confianza en la identificación entre capitalismo y democracia. Esta fe en el capitalismo -en América Latina, en con­creto-, no daba margen de maniobra a una posible contestación de la hegemonía de América del Norte en la región, tanto más cuanto ya no cabían dudas des­pués de la victoria y la posición central que ocupaba Estados Unidos en el blo­que capitalista. Era evidente que el paradigma político a seguir era el de esta gran superpotencia: el de la democracia representativa basada en la lucha electo­

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ral y el pluralismo político. Es bien cierto que, cuando el sistema político de un aliado no se correspondía a este modelo, su integración en el sistema interame­ricano se garantizaba si esta desviación iba acompañada de la lealtad política y estratégica a Estados Unidos.

Los buenos resultados de la participación del Estado en la economía de güeña, planificando la producción, permitió que, al mismo tiempo que se rcvalo- rizaba la economía capitalista de mercado, se pudiese considerar que la planifi­cación estatal no fuera un obstáculo para la iniciativa y el beneficio empresarial. La discusión se centraría alrededor de la definición de la planificación más ade­cuada para la armonización de la economía con la política. Este marco proclive a considerar los beneficios generales de la intervención estatal en América Latina tenía otros rasgos específicos. El primero de ellos surge de la convergencia de este clima de confianza en la democracia, que caracteriza los primeros años de la posguerra, con la larga tradición latinoamericana de colocar a la democracia en­tre los valores más altos de la organización política. Una tradición que, aun así, no impide la existencia de una larga y frecuente violación de las normas demo­cráticas, ni la existencia de países en los que no se establecieron las mínimas condiciones para que el modelo democrático se implantara.

Otra característica que define la reflexión latinoamericana sobre la actua­ción del Estado aparece ante la gran influencia de la obra de Karl Mannhein. Las reflexiones de Mannhein en su texto Libertad y planificación, publicado en 1935 y traducido en 1941, fueron muy consideradas en la región, especialmente por entender que era precisa una tercera vía entre el laissez faire y la planificación totalitaria, en medio de la búsqueda de nuevas formas de organización en la so­ciedad industrial. La cuestión fundamental, después de los cambios estructurales que se habían producido en la sociedad moderna, ya no era elegir entre la plani­ficación y el libre mercado, sino tomar opción entre la buena y la mala planifica­ción. Esta venía definida por el uso de los mecanismos sociales que unían los principios de libertad y planificación, para evitar el caos en los procesos sociales no planificados y garantizar que el poder y la expansión totalitaria no fueran fines en ellos mismos. Sobre estas bases teóricas, planificar significaba «planifi­car para la libertad», es decir, para dirigir a las esferas de progreso social de las que depende que la sociedad funcione sin dificultades, sin reglamentar aquéllas otras que ofrecen más posibilidades para la evolución y la individualidad creado­ra. La planificación se convertía en una herramienta básica de la construcción de una sociedad democrática, que hacía posible la continuidad en el desarrollo eco­nómico y la ampliación de la sociedad democrática.

El desarrollo económico se convertía, con estas argumentaciones, en una necesidad derivada de la naturaleza equitativa c igualitaria de la democracia, y en un recurso social y político para dotar de mayor consistencia a la propia de­mocracia, gracias a la formación generalizada de consenso entre los grupos be­neficiados por la expansión productiva. La denominada ecuación optimista, en definitiva, establecía la necesidad de promover y consolidar el crecimiento eco­nómico, para fortalecer el deseado equilibrio social y político que acompaña a la democracia (Pérez Herrero, 1994).

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La situación de América Latina en el contexto posbélico era propicia a que estas lecturas económicas y sociológicas calaran profundamente. Entonces, el proceso de industrialización por sustitución de importaciones había avanzado considerablemente y tenía como agente principal el capital privado nacional. Sin embargo, se enfrentaba ya a un claro proceso de estrangulamicnto. En primer lugar, debido al progresivo agotamiento de la capacidad motriz de las industrias ligeras, sobre las que se había centrado la industrialización posterior a la depre­sión de 1929, ante la ya concretada sustitución de la mayor parte de este tipo de bienes, antes importados, por la producción local. En segundo lugar, porque se evidenciaba el final de la protección natural tras la que se había desplegado esta industria nacional, provocado por la reapertura de los mercados internacionales y la gran acumulación de reservas de divisas conseguidas por los países latinoa­mericanos durante la guerra. Finalmente, porque no se había podido superar el principal freno al mantenimiento indefinido de este mecanismo de sustitución de importaciones de bienes de consumo, que seguía siendo su dependencia del co­mercio exterior, pues sólo las exportaciones de los productos primarios apor­taban las divisas necesarias para la imprescindible importación de bienes de equipo, bienes de consumo intermedio, combustible y ciertas materias primas (Ikonicoff, 1988).

Estos frenos al crecimiento disfrutado hasta la mitad de la década de los cuarenta podían provocar una reversión del proceso de industrialización ya en marcha si no intervenía el Estado, tal y como sucedió en Perú tras el golpe del general Manuel A. Odria, en 1948 -en el poder hasta 1956-, que volvió al mode­lo de crecimiento basado en la exportación de algodón, azúcar y cobre, en be­neficio de la oligarquía tradicional (Skidmore y Smith, 1996).

La existencia de estas posibilidades reales de retroceso en el proceso ini­ciado de industrialización y de democratización y, por tanto, la perentoriedad de dotar de nuevas fuerzas a este movimiento fortalecieron las propuestas de quie­nes entendían que el Estado debía encabezar el impulso industrializador y moder- nizador que garantizara la estabilidad política y el régimen democrático. Entre todas las propuestas, la más influyente, sin duda, fue la diseñada y difundida por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe ( c e p a l ) .

La c e p a l sostenía que, en vista de los dictados de la «Teoría del deterioro de los términos del intercambio», la economía latinoamericana no podía salir del subdesarrollo si no se promovía desde el Estado la profundización en la indus­trialización. Este diagnóstico tuvo un extraordinario acogimiento porque, según Graciarena (1984), supuso la concreción teórica de una serie de ideas que se «respiraban en el aire» y la dotación de guías y orientaciones útiles a los gestores públicos que asumieron el proyecto de industrializar la realidad latinoamericana para desarrollarla y democratizarla.

Los objetivos básicos de la c e p a l eran la legitimación de la intervención del Estado en la actividad económica, a corto, medio y largo plazo; la dotación al Estado de una estrategia a largo plazo, conocida como la «industrialización por sustitución de importaciones»; la defensa de la planificación y de un apropiado sistema de cuentas nacionales, como instrumentos básicos del Estado en la pro­

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moción de la estrategia desarrollista; y finalmente, la cesión al Estado de la ges­tión directa en ciertos espacios de los sectores financiero e industrial de la econo­mía (Ikonicoff, 1988).

El diseño del Estado planificador propuesto por la cepal recibe influencias teóricas de las propuestas del Estado organizador de Gunnar Myrdal y de las formas de intervención estatal vinculadas al pensamiento keynesiano. J. M. Key- nes sostenía que el sistema capitalista de mercado no consigue fijar de manera espontánea un volumen de producción que haga posible el pleno empleo, y que el Estado tiene que compensar este volumen con una regulación de la demanda efectiva, por medio de las políticas fiscal y monetaria. Al conseguirse por la acción compensatoria y reguladora del Estado el necesario volumen de produc­ción, los mecanismos de la economía capitalista de mercado pueden establecer qué se produce, cómo se produce y de qué modo se distribuye el valor del pro­ducto final entre los factores productivos.

La magnitud del desequilibrio estructural de la economía latinoamericana en los cuarenta y la profundidad de los desafíos planteados en esta coyuntura eran tales que, para la cepal, el modelo intervencionista keynesiano resultaba insuficiente y, por tanto, se apelaba a una participación más amplia del Estado en la economía. Y esto porque los objetivos del Estado planificador de la cepaí. tenían que ser más ambiciosos que los que se fijaban en los países centrales, y no se limitaban sólo a garantizar el pleno empleo y a impulsar el crecimiento econó­mico (en cuanto a la producción) y garantizar una distribución más equitativa de los beneficios (cómo distribuir), sino que incluían la reestructuración de la eco­nomía para cambiar el modelo de desarrollo e industrializarla (qué producir) y orientar la utilización de los factores productivos según su disponibilidad (cómo producir). La posición periférica de América Latina obligaba al Estado a asumir un control más estricto de las relaciones económicas internacionales y a superar los planes keynesianos de estabilización a coito plazo, gracias a la asunción por parte del Estado de un papel decisivo y directo, ante la ausencia de importantes agentes privados, en la acumulación de capital para promover el crecimiento a largo plazo (Gurrieri, 1984).

Con estos rasgos teóricos, el Estado desarrollista se ocuparía de construir la infraestructura física c institucional para la producción y circulación de bienes y de estimular, mediante diversos mecanismos, el crecimiento de la economía basado en la industrialización. Puesto que la etapa inicial de la industrialización sustitutiva se había cubierto, la cepal puso gran énfasis en la siguiente fase, la de la creación de las industrias pesadas. Teniendo en cuenta que la naturaleza de éstas las dejaba al margen de la iniciativa privada y se pretendía evitar una irrup­ción masiva y descontrolada del capital extranjero, el Estado se encargaría de crear este sector estratégico de la matriz industrial.

La primera y prioritaria vocación del Estado hacia la producción estuvo acompañada de una vertiente distributivista real, imprescindible ante las deman­das cada vez más importantes de los sectores medios, de los trabajadores urba­nos y de otros sectores populares, que se hacían presentes en la política y que exigían que el Estado asumiera una función asistencial suficiente. Frente al pre-

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cedcnte del Estado populista, más distributi vista que promotor del desarrollo, el Estado desarrollista dio prioridad a la modernización expansiva de la produc­ción, relegando a una segunda etapa la distribución más igualitaria de los benefi­cios del crecimiento.

Los años cincuenta fueron los más propicios para el despliegue del proyec­to desarrollista en la región, favorecida por la prosperidad que generó la Segunda Guerra Mundial y, más recientemente, por la expansión del comercio internacio­nal provocada por la guerra de Corea, disfrutando de una relativa estabilidad social. Los países mayores, Argentina, Brasil y México, siguieron en esta década la estrategia propugnada por la cepal y alcanzaron un nivel relativamente eleva­do de integración industrial, hasta lograr el calificativo de «semiindustrializa- dos», mientras que el nivel alcanzado por Chile y Colombia era algo inferior, debido fundamentalmente al menor tamaño de su mercado interno.

El proteccionismo en favor de la industria se construyó con varios meca­nismos, como los aumentos en las tasas aduaneras, la implantación de sistemas de cuotas a la importación o el uso de tipo de cambio múltiple. El sector indus­trial creado a la sombra del proteccionismo y de la iniciativa estatal con las em­presas de propiedad pública no pudo evitar caer en la ineficacia y en elevados costes de producción, no sólo debido a la obligación de pagar por los productos de importación imprescindibles un precio superior al precio mundial, sino por­que también los mercados internos nacionales solían ser demasiado reducidos para mantener empresas del tamaño óptimo (Bulmer-Thomas, 1998). Era funda­mental ya, y así lo propuso la cf.pal, estimular la integración regional para dotar a la industrialización de un nuevo impulso. La integración, basada en la desapa­rición de las barreras arancelarias y en otro tipo de intercambio regional, per­mitiría ampliar el mercado interno, conseguir la explotación de economías de escala, reducir los costes unitarios y mantener la protección ante las importacio­nes de terceros. Será ya en la década de los sesenta, como veremos más adelante, cuando empiecen a concretarse los primeros proyectos de integración regional de cierta importancia.

En definitiva, los resultados del proyecto desarrollista a finales de la déca­da no cumplían con las grandes expectativas abiertas pocos años antes. Diversos elementos incidieron en el hecho de que, después de un breve y forzado resurgi­miento al amparo de la Alianza para el Progreso, el fin del desarrollismo era inevitable. El primer elemento no es otro que el estancamiento económico. En efecto, tras el rápido crecimiento del primer decenio posterior a la guerra, los síntomas de freno al crecimiento aparecen en 1955 y se convierten en un estan­camiento claro entre 1959 y 1960. Según estimaciones de la cepal, el ritmo de ascenso del pib sería, para el conjunto de América Latina, del 5,2 % anual entre 1945 y 1955. En Brasil, donde el fenómeno había sido más importante, las tasas alcanzaron el 6,4 %. Estos años de expansión coincidieron con los momentos de mayores transformaciones estructurales, con un resultado espectacular, puesto que las tasas de crecimiento anual de la industria oscilaban entre el 12 % y el 15 % anual, mientras que en la agricultura las cifras se encontraban entre un 5 % y un 10 %. A partir de 1955, la producción global del continente crece en tasas

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próximas al 4 % anual, cuando su población lo hacía alrededor del 2,5 % al año. Por eso ningún país consiguió cifras de aumento del p i b superiores al 2,5 % y

había siete países que no superaron el 2 %, otros cinco con un crecimiento cero y ocho con cifras negativas. En Argentina, donde hubo un gran esfuerzo inversor desde 1958, los beneficios de la expansión económica fueron rápidamente anu­lados porque, mientras la agricultura seguía siendo el sector más desatendido y gravado, la industria dejó de ser el polo dinámico, con lo cual el p i b descendió un 4,3 % en 1963.

A este estancamiento económico que mostraba las limitaciones del modelo desarrollista se unió un hecho político de gran trascendencia: el triunfo de los guerrilleros cubanos en 1959 y la posterior consolidación de la Revolución cuba­na, que significaba, entre muchas otras cosas, que era posible la implantación de una alternativa no capitalista en América Latina, más allá de los esfuerzos norte­americanos. Esta alternativa posible aparecía totalmente opuesta al proyecto de­sarrollista y destacaba sus promesas incumplidas de desarrollo automantenido, poniendo en cuestión la viabilidad del modelo capitalista de desarrollo. Como se verá más adelante, la Alianza para el Progreso surgida en Punta del Este en agos­to de 1961 apuntaló el proyecto, en un intento de reunificar y consolidar el frente capitalista ante el enemigo comunista.

Un tercer elemento que debilitaba el modelo de planificación se encontra­ba en el boom demográfico que indicaban las tasas de crecimiento del período, muy superiores al 3 % anual. Aunque en la década de los treinta ya es visible en algunos países el descenso en las tasas de mortalidad que propiciaría la acelera­ción del crecimiento demográfico, será entre la posguerra y los primeros años sesenta cuando se producirá la caída más significativa de esta tasa, cayendo has­ta cifras próximas al 10 %o, con niveles inferiores en Argentina, Cuba, Uruguay, Panamá, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, México, Paraguay, la República Dominicana y Venezuela. Mientras tanto, la tasa de nata­lidad se mantuvo muy alta hasta la década de los sesenta, cuando se situó por encima del 45 %c. De hecho, la tasa de natalidad creció en varios países entre las décadas de los treinta y los cincuenta, tendencia que se agudizaba por una tasa de nupcialidad cada vez mayor y una mortalidad decreciente, con las conocidas excepciones de Argentina, Cuba y Uruguay, que ya tenían tasas muy inferiores a la media en los años cincuenta. La marcada juventud de la estructura de edades de la población latinoamericana queda claramente expresada en el hecho de que, en 1960, la población menor de 15 años alcanzaba casi el 40 % en todo el conti­nente. Este aspecto, como señala Merrick (1997), es de gran trascendencia, dada la conexión que tienen los procesos demográficos con los cambios socioeconó­micos, lo cual puede empezar a evaluarse con el índice de edad, un índice que estima la proporción que existe entre los consumidores de una economía (los me­nores de 15 años y los mayores de 65) y los que producen y consumen simultá­neamente (los individuos entre 15 y 65 años). Se supone que una tasa de depen­dencia alta es una amenaza para el crecimiento económico, al restar recursos a la inversión productiva. En América Latina, en 1960, la proporción de dependen­cia era del 80 %, con casos en que los porcentajes superaban el 100 % (más

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ancianos y, sobre todo, niños, que población en edad productiva). Por establecer comparaciones, en Estados Unidos la proporción en esta fecha era del 60 %.

La ckpal reconoció que el desarrollo latinoamericano de esta década mos­traba una «insuficiencia dinámica», manifestada en la incapacidad del sistema productivo para crear ocupaciones en número suficiente y poder absorber el cre­cimiento demográfico de la región. Por eso, cuando se acelera la tasa de urbani­zación se manifiestan crudamente las condiciones típicas del subdesarrollo. En esta etapa le correspondía al sector secundario un gran papel dinámico en la absorción productiva de la fuerza de trabajo que se marcha de las áreas rurales. Pero esta absorción no se produjo, razón por la cual la población ocupada en el sector servicios creció de manera desproporcionada, lo que provocó un grave desequilibrio, al aumentar la proporción de los que querían consumir estos bie­nes sin producirlos, mientras crecía de forma anormal la proporción de quienes producían. La población en este sector terciario pasó entre 1950 y 1960, en Ar­gentina, del 44,9 % al 48,2 %; en Brasil, del 26,4 % al 33,5 %; en Perú, del 18,6 % al 31,3 %; y en Venezuela, del 36,3 % al 46,6 % (Roggero, 1976).

Aunque las proyecciones catastróficas sobre el aumento de la población no se cumplieron a medio plazo, algunos efectos de este boom demográfico unidos a los impulsos industrializadores no dejaron de ser perturbadores. Nos referimos especialmente a la urbanización incontenible, así como a la expansión de las migraciones internas. Y es que el crecimiento urbano en América Latina a partir de los años cuarenta fue más rápido que el que experimentó el mundo indus­trializado avanzado en el período comparable de crecimiento, que pudo estimar­se alrededor del 2,5 % al año, mientras que en América Latina las lasas durante el período 1940-1960 doblaban esta cifra, alcanzando los niveles más elevados en los años cincuenta (4,6 %). Al inicio del período, sólo un 37,7 % de la población de los países mayores vivía en las ciudades, mientras que al inicio de la déca­da de los sesenta la cifra se había elevado hasta casi el 70 %. Tan significativo como esto es el hecho de que el crecimiento urbano estuvo más vinculado a la expansión de las ciudades intermedias (por efecto de la espccialización urbana unida a la industrialización) y a los grandes núcleos metropolitanos.

En este proceso de urbanización fue determinante la migración rural que se amplió desde los años cuarenta. Las deficiencias de la estructura agraria en tér­minos de tenencia de la tierra, su elevado grado de concentración, el bajo nivel de inversiones en la agricultura, los bajos niveles de productividad y la pobreza asociada a la persistencia de estos factores fueron los motores principales de esta migración interna. Los importantes flujos migratorios del campo a la ciudad se encontraron con la incapacidad del sector secundario para absorberlos; esta cir­cunstancia explica que la mayor parte de los inmigrantes en las grandes ciudades no encontraran ocupación en los sectores productivos y se vieran obligados a practicar una gran variedad de actividades improductivas en el sector terciario o en el sector informal, lo cual ocasionó una hiperterciarización y una creciente infonnalización de la economía (Muñoz el al., 1974). Aunque la generalización sea abusiva, debemos destacar que esta migración se convirtió en un factor de marginalización de sectores cada vez más numerosos de la población urbana, en

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vez de funcionar como canal de movilización de la población, de los sectores menos productivos a los más productivos.

Esto nos lleva a señalar otro factor de debilitamiento del modelo desa- rrollista: la generalización de la subocupación y de la ocupación informal. En vista de la explosión demográfica y del estancamiento económico, apareció con matices más graves la ya crónica situación de la desocupación rural y urbana, evidenciando una de las más graves contradicciones del estilo de desarrollo. Lo que la cepal consideraba como el sector moderno y dinámico de la economía mostró su «insuficiencia dinámica», su muy limitada capacidad de absorber la fuerza de trabajo por la rápida expansión de la demanda ocupacional y por la primacía de un modelo de crecimiento económico de rasgos muy concentradores, porque se basaba en una relevante canalización de las inversiones productivas hacia empresas modernas que usaban una tecnología compleja y costosa, pero que no requería mucha mano de obra no cualificada, sino escasa y cualificada (Graciarena y Franco, 1981). Un elevado número de habitantes de las ciudades fueron marginados por la escasa receptividad del sector industrial, teniendo que inventar sus propias ocupaciones en el sector informal: vendedores ambulantes, proveedores de servicios personales de diversos tipos y trabajadores ocasiona­les. Algunas estimaciones calculan entre un tercio y dos quintas partes la pro­porción de la población activa que estaba desocupada o subocupada.

Mientras se mostraba por este lado la incapacidad dinámica del modelo pa­ra generar suficientes puestos de trabajo, la tendencia a la concentración inver­sora en los sectores industriales más modernos determinó también una concen­tración del ingreso. Frente a las previsiones optimistas de la posguerra, en los primeros años sesenta ya era obvio que el estilo desarrollista era, en sí mismo, una fuente de mayor concentración del ingreso. Este fenómeno se producía por­que las traslaciones más importantes de ingresos beneficiaban a las capas urba­nas más altas, vinculadas al sector moderno de la economía, donde era también más elevada la concentración del capital extranjero, a los grupos dirigentes de la administración del Estado y a los vinculados a las empresas públicas. La distri­bución del ingreso experimentó un deterioro notable porque, entre 1950 y 1965, la proporción de producto recibido por las familias de menor ingreso (el 50 % del total) se redujo del 19,1 % al 15,4 %, mientras que la mano de obra cualifica­da gozó de una mejora considerable, y pasó del 21 % al 25 % (Roggero, 1976). Tras más de una década de planificación desarrollista no podía argumentarse que la concentración en el ingreso era una supervivencia tradicional, sino un elemen­to unido estructuralmente al estilo de modernización implantado.

Por todo ello, estos síntomas de desajuste determinaron el debilitamiento del apoyo explícito del consenso espontáneo de importantes sectores sociales, cuyas demandas y tensiones no podían ser ya satisfechas o aliviadas por un Esta­do que se tuvo que enfrentar al cuestionamiento de su capacidad arbitral y a su creciente inoperancia para conducir la vida política. La crítica a la democracia se extendió al mismo tiempo que se extendía la crítica al modelo al que se vinculó estrechamente. Las convulsiones que se inician en la segunda mitad de los sesen­ta darán paso a una siguiente etapa desarrollista, que no se unió a un orden polí­tico democrático, sino a uno autoritario.

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4.4 Estados Unidos, de la guerra a la N u eva F ro n te ra

4.4.1 Estados Unidos en la posguerra: Traman y la «fuerza ansiosa»

La conclusión de la Segunda Guerra Mundial parecía anticipar una nueva depresión económica, producto del fin de la economía de guerra y de los posibles efectos que sobre la oferta de mano de obra tuviera la desmovilización del Ejér­cito norteamericano. Ésta, iniciada en enero de 1946, a razón de 35.000 personas al día, y la cancelación de los contratos de guerra, sin embargo, no generaron la esperada recesión, sino que fueron seguidas por un período de crecimiento eco­nómico espectacular. A esto contribuyeron la revitalización de la economía gra­cias a la elevada demanda de consumo y al estímulo añadido por algunas medi­das económicas impuestas por la administración Truman, como la reducción de impuestos, los préstamos a empresas y el mantenimiento de los precios agrícolas (Jones, 1996).

Sin embargo, y a pesar de la excelente respuesta de la economía al final de la guerra, los primeros cinco años de la posguerra resultaron algo paradójicos, pues junto con la realidad impuesta por el hecho de que Estados Unidos había conseguido una posición de poder desconocida hasta entonces, se percibía una creciente inquietud ante el llamado peligro ruso y las previsibles consecuencias humanas de un nuevo conflicto entre potencias nucleares. De hecho, la victoria aliada se percibió como una victoria abrumadora norteamericana, que adquiría rasgos sobrenaturales por razón del poder nuclear mostrado sobre Japón. Fue una victoria también atroz por los componentes apocalípticos que acompañaron a las bombas de Hiroshima y Nagasaki, que hicieron sentir en la sociedad norte­americana un «gran miedo» a las posibles consecuencias de este poder, y que un periodista norteamericano describió con estas palabras al conocerse el bombar­deo sobre Hiroshima: «Según hemos sabido, hemos creado un Frankenstein. De­bemos asumir que, de aquí poco tiempo, una forma perfeccionada de la nueva ar­ma que hemos utilizado hoy podría volverse contra nosotros» (Engelhardt, 1997).

El poder destructivo del armamento nuclear llegó más allá de Japón: se instaló desde 1945 en la mente norteamericana, sin que fuera muy relevante el temporal monopolio en su posesión. A este miedo a la propia responsabilidad se unió la angustia que despertaba una nueva y peligrosa paradoja: tres de los ene­migos en la guerra pasada -Italia, Japón y Alemania- se habían convertido en aliados del mundo libre, mientras que dos de los antes aliados más firmes en el conflicto -China y la Unión Soviética- se convirtieron en los más perversos enemigos.

Cuando en 1949 se conoció que los soviéticos poseían ya la bomba atómi­ca, y cuando la guerra civil en China acabó con el triunfo comunista y se firmó el pacto de mutua asistencia entre chinos y soviéticos, aquella transformación en los papeles jugados en la guerra se hizo mucho más inquietante. Ya eran altos cargos de la Administración los que reconocían que el «peligro amarillo» no era una tontería y que era plausible que los asiáticos, unidos a los eslavos, llegaran a conquistar el mundo.

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Esta «fuerza ansiosa» (Heffcr, 1990) estaba delimitada por varios elemen­tos. En primer lugar, por la indiscutible fuerza y por el potencial norteamericano en materia económica, más explícito que nunca por el contraste establecido entre la rápida recuperación del consumo y dé\la producción norteamericana y el ra­cionamiento y la penuria europea. Como signo de la prosperidad de una econo­mía con su potencial de producción intacto y en frenética actividad, con una balanza comercial con abundante superávit y unas enormes reservas de oro, se muestra la conversión del dólar en el patrón universal de valores, con un estatus comparable al de este metal.

Un segundo elemento se inscribe en el indiscutible poder militar norteame­ricano, especialmente apoyado en el monopolio nuclear, hasta la confirmación de la posesión soviética de la bomba atómica, en agosto de 1949. Nunca la in­fluencia norteamericana sobre los asuntos mundiales fue superior y, rompiendo con tradiciones aislacionistas previas, por primera vez Estados Unidos se integró en un sistema de alianzas de la mano de la firma del Tratado del Atlántico Norte, también en 1949. Su posición hegemónica en el hemisferio occidental se asentó además sobre el control de gran parte del Pacífico, consolidado con la creación en 1954 de la seato.

Además de este poder económico y militar, Estados Unidos gozaba des­pués de la guerra de un predominio cultural que le convertía en el principal foco de irradiación cultural y científica, determinando las formas culturales a imitar por la mayor parte del mundo.

Sin embargo, todos estos signos de triunfo no ocultaban los efectos traumá­ticos de la guerra sobre la sociedad, la política y la economía norteamericanas. Algunos provocaron cambios más permanentes, como los que afectaron a la ins­titución familiar a causa de la creciente presencia de la mujer, soltera y casada, en el mundo laboral, ya sin vuelta atrás una vez concluido el esfuerzo de guerra (Degler, 1986). Otros respondían al predominio cada vez mayor del conservadu­rismo en la política, y se concentraban en un giro conservador, por encima de la figura del presidente demócrata, muy debilitado un año después de acabar el conflicto, tanto por una serie de huelgas -protagonizadas por más de 4,5 millo­nes de trabajadores en protesta por la elevada inflación-, como por la división dentro de su partido.

Las primeras pruebas de este giro conservador se encuentran en la victoria republicana en las elecciones al Congreso de 1946, que dio la mayoría en ambas cámaras al Partido Republicano por primera vez desde 1930. Gracias a esta fuer­za, se aprobó en junio de 1947 la Ley sobre Relaciones Empresariales (Tatj- Harley), de marcado carácter antisindical. Esta ley rompía con la tendencia fa­vorable a los sindicatos instaurada por la Ley Warner de 1935, que imponía la prohibición a la sindicación obligatoria y convertía a los sindicatos en respon­sables de las rupturas de contrato y de los actos de violencia, impedía las con­tribuciones sindicales a las campañas políticas, exigía la declaración de no ser comunistas a los altos dirigentes sindicales y, entre otras disposiciones, permitía la declaración de un período de reflexión de sesenta días previo a la declaración de huelga.

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A pesar de este escenario aparentemente contrario a la renovación de su mandato, en las elecciones de 1948, Traman salió victorioso frente al republica­no Tilomas E. Devvey, con un 49,6 % de los sufragios. Gran parte de este triunfo se debió al apoyo del movimiento sindical y de los electores negros, sensibiliza­dos por la apuesta de Traman en defensa de los derechos civiles, ya mostrada con la creación en el año anterior del Comité de Derechos Civiles y con la prohibi­ción legal de la segregación racial en las Fuerzas Armadas.

Su inesperada victoria, sin embargo, no le permitió disfrutar de una presi­dencia tranquila. El Congreso impidió que se pusiera en marcha su plan de refor­ma social, el Trato Justo (Fair Deal); la corrupción entre los funcionarios man­chó su gestión y la mala resolución de algunas huelgas importantes le alejó del movimiento sindical. Otros frentes de oposición importantes llegaban de la dis­cusión sobre la ayuda norteamericana a Europa y del desarrollo de la guerra de Corea.

Los argumentos en defensa de la necesidad de ayudar económicamente a la reconstrucción de Europa están claramente expresados en el discurso de Traman en el Congreso, el 12 de marzo de 1947, recordado como la doctrina Traman. En sus palabras exponía que el mayor peligro para la seguridad norteamericana y de Europa no estaba en una posible invasión soviética, sino en la pobreza y el paro, caldo de cultivo para el crecimiento de la influencia y el avance comunista. Por esto, era necesario prestar ayuda económica y militar a Europa y, por extensión, a los países amenazados por el comunismo. Siguiendo esta lectura de la situa­ción mundial, el secretario de Estado Gcorge C. Marshall presentó, en diciembre de 1947, un plan de asistencia económica a Europa, que preveía un gasto de do­ce mil millones de dólares en cuatro años, sin discriminar a los países comunis­tas. Era tan estrecha la conexión entre el plan Marshall y la doctrina Truman, que el propio presidente señaló que eran «las dos mitades de una misma nuez» .

La primera oposición a la aprobación de la ayuda fue reduciéndose ante los avances comunistas en Europa, visibles en el resultado de las elecciones húnga­ras de ese año y, más duramente, con el golpe de Estado en Checoslovaquia de febrero de 1948. Finalmente, el 2 de abril de 1948, el Congreso dio luz verde a la puesta en marcha del llamado plan Marshall, con la concesión inicial de una ayuda de 5.300 millones de dólares, que se amplió progresivamente hasta los trece mil millones. Este plan favoreció a los dieciséis países agrupados en la Organización Europea de Cooperación Económica (oecf.) excluidos los países de la órbita soviética, al haber rechazado éstos su vinculación al proyecto. La oece se propuso conseguir un objetivo triple: frenar la inflación, equilibrar las balanzas de pagos y estimular la reconstrucción y el crecimiento económico gra­cias a la liberalización de los intercambios.

Los beneficios del plan se mostraron claramente en la economía norteame­ricana, estimulada porque gran parte de la ayuda (en forma de transferencias a fondo perdido y no en créditos) tenía que gastarse en Estados Unidos; también la economía europea se vio favorecida al mismo tiempo que se percibieron otros efectos colaterales muy relevantes: así, por ejemplo, la apertura de proyectos de integración económica y política en Europa alternativos a los proyectos norte­

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americanos. Alentados por el enfoque colectivo, europeo'y no individual de la ayuda, a pesar de avanzar muy lentamente en sus primeras décadas, empezando por la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951, concluyeron con la creación de la Unión Europea en 1993 (Nouschi, 1996; Hobsbawm, 1995).

La guerra de Corea centró gran parte de la polémica durante el segundo mandato de Truman. En efecto, la división artificial de la antigua colonia japone­sa en 1945 a lo largo del paralelo 38° y la consiguiente separación de dos regíme­nes antagónicos, y con explícitos deseos por ambas partes de reunificación bajo el control particular de cada una de ellas, constituían un importante foco de ten­sión en el sudeste asiático. Los esporádicos enfrentamientos fronterizos desem­bocaron, el 20 de junio de 1950, en la invasión de Corea del Sur por las tropas de la comunista Corea del Norte. La reacción de Truman fue inmediata, al entender que la invasión de su aliado por los aliados de la Unión Soviética suponía un serio peligro para todo el hemisferio occidental. Recurrió a las Naciones Unidas, que legitimaron el contraataque de fuerzas internacionales, dirigidas por el gene­ral norteamericano Douglas MacArthur, en defensa de la agredida Corea del Sur.

Las diferencias de criterio entre MacArthur y Truman ensombrecieron las primeras victorias que permitieron recuperar todo el territorio surcoreano, en septiembre de aquel mismo año. MacArthur, ante la presencia de tropas chinas en apoyo a Corea del Norte, pretendía una expansión del conflicto y la unifica­ción por la fuerza de Corea, atacando al ejército chino y fortaleciendo a la China nacionalista, con lo cual se superaría el objetivo limitado de la onu y de Truman de restablecer la antigua frontera entre ambas Coreas. La intransigencia del hé­roe de la Segunda Guerra Mundial, que llegó incluso a proponer el uso de la bomba atómica, forzó su destitución por parte del presidente Truman. Mientras MacArthur volvía a Estados Unidos manteniendo su aureola de héroe, los de­tractores de Truman encontraron nuevos argumentos para criticar su presunta debilidad ante el avance comunista.

La estabilización del frente en Corea abrió paso a las negociaciones para firmar la paz, con un largo proceso que concluiría el 27 de julio de 1953, con un nuevo presidente en la Casa Blanca: el general Dwight D. Eisenhowcr. Esta su­cesión presidencial fue en parte efecto de la guerra de Corea, al plantearse la campaña de los republicanos de Eiscnhower en torno a la actitud prepotente de Truman ante el Congreso y sobre la crítica a su errática y contradictoria política exterior. La desconfianza popular hacia los demócratas expresada en las eleccio­nes de 1952 permitió derrotar a la coalición creada por Roosevelt veinte años antes con un 55,1 % de los votos a favor de los republicanos.

También la guerra de Corea, a pesar de su limitación y lejanía del territorio norteamericano, contribuyó a fortalecer el miedo de la sociedad americana a la expansión comunista, fuera y dentro de sus fronteras. A esto ayudó decisivamen­te el hecho de que, por primera vez desde 1815, era en Corea donde Estados Unidos no conseguía una victoria decisiva en un conflicto, que, por otro lado, había costado más de quince millones de dólares al presupuesto y se había salda­do con cerca de 34.000 muertes y 103.000 heridos. Parte de esta frustración se canalizó en el fortalecimiento de la persecución de socialistas, comunistas y pro-

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gresislas radicales a través del Comité de Actividades Antiamericanas (Hoit.se Un-American Activities Commitlee), recuperado tras su creación en 1938 para controlar las acciones de los nazis norteamericanos y ahora estimulado por el senador republicano Joscph McCarthy. Este iracundo senador alimentó la histe­ria y la intolerancia anticomunista difundiendo noticias sobre la supuestamente fuerte infiltración comunista en el Departamento de Estado. Un subcomité se­natorial dictaminó que las acusaciones de McCarthy eran falsas, pero no pudo impedir que se extendiera la fiebre persecutoria por todas las instancias de la Administración, legitimada por la aprobación, en septiembre de 1950, de la Ley McCarran de Seguridad Interior, que permitía al citado comité investigar las ac­tividades comunistas en Estados Unidos. Dos años después, la segunda Ley Mc­Carran de inmigración exigía a todos los visitantes extranjeros una prueba de su lealtad (Adams, 1980).

Tres millones de norteamericanos fueron encausados por el fiscal gene­ral, acusados de haber pertenecido en algún momento de su vida a organizacio­nes subversivas y desleales a Estados Unidos. Cerca de tres mil funcionarlos federales tuvieron que dimitir de sus puestos y el matrimonio de Julius y Ethel Rosenberg pagó con la vida su espionaje sobre secretos atómicos a favor de la u r s s . Pero si el macartismo envenenó la vida pública, desmoralizó al Departa­mento de Estado, puso en entredicho su eficiencia y dañó la reputación de Es­tados Unidos en el exterior (Jones, 1996), también sirvió para construir una plataforma de ataque contra las bases del sistema de mayoría creado por Roo- sevelt, aislando a los sectores comprometidos con las reformas del New Deal y del Fair Deal del elector medio. Por eso fueron tan perseguidos y fustigados, con gran despliegue propagandístico, intelectuales, artistas de Hollywood (Gu- bern, 1987) y ciudadanos lejanos de responsabilidades en materia de defensa, con lo cual la caza de brujas de McCarthy puede considerarse como un sólido instrumento republicano contra el largo dominio de la política por los demócra­tas reformistas.

Estas conexiones de la guerra de Corea con la evolución de la política in­terior norteamericana deben unirse a otras implicaciones en la política exterior y de contención. En efecto, Corea supuso la extensión de la política norteamerica­na de contención del comunismo más allá del continente europeo, adquiriendo fronteras universales. Esto supuso un rearme y una militarización que fue asu­mida políticamente, con todos sus costes presupuestarios: en 1952 se elevaba a cuatro millones el número de soldados en las Fuerzas Armadas, y los gastos militares ascendieron a 44.000 millones de dólares, desde los 22.500 de 1950 (Adams, 1980).

Para la economía norteamericana, la guerra de Corea supuso tarpbién un primer aviso. Todavía la balanza comercial gozaba de superávits considerables, con tasas de cobertura de las importaciones por las exportaciones frecuentemen­te superiores al 120 %, aunque esto no resultaba ya suficiente para compensar los elevados gastos militares en el extranjero. Entre 1950 y 1953 la balanza de cuen­tas comentes era deficitaria, sin que supusiera todavía un riesgo inmediato, a causa de las grandes reservas de oro y el crecimiento todavía razonable de los

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créditos exteriores, si bien ya preludiaba los problemas graves de los últimos años de la década.

4.4.2 La era de la opulencia: de Eisenhower a Kennedy

Las dos presidencias de Eisenhower, en apariencia, superaron estos y otros retos internos, y fueron recordadas por los norteamericanos como una edad de oro, como las de la «América de la opulencia» (Vives, 1985). Sin duda, su «con­servadurismo dinámico» trajo tranquilidad y confianza a una sociedad marcada por el recelo macartista y la dura lección de Corea, aunque las tensiones socia­les, las crisis coyunturales y las debilidades económicas estructurales oscurecen, no obstante, el balance de los mandatos del antiguo comandante de las fuerzas de la otan.

Desde su toma de posesión, se destacó por su defensa de la teoría whig de la presidencia, contraria a un ejecutivo fuerte, poco respetuoso con el Congreso y limitativo de los poderes de los estados (Hernández Alonso, 1996), aunque en su gestión demostró su apoyo a la labor del gobierno federal en favor del bienestar individual. En efecto, durante su primer mandato, Eisenhower se significó por reducir la intervención estatal en la economía, el gasto público y la actividad del gobierno federal, por favorecer a la iniciativa privada mediante la reducción de impuestos y de tipos de interés, y por dar prioridad a las empresas privadas sobre las públicas en la explotación del subsuelo y la energía. Se dijo que su gabinete estaba formado por «ocho millonarios y un fontanero» (el sindicalista y secreta­rio de Trabajo, Martin Durkin), entre los cuales destacaba Charles E. Wilson, antiguo presidente de la General Motors y padre de la frase: «lo que es bueno para el país es bueno para la General Motors y viceversa» (Adams, 1980).

A pesar de su política a favor de la empresa privada y de su preocupación por recortar los gastos, en especial en defensa y ayuda exterior, y así obtener presupuestos más equilibrados, Eisenhower no hizo marcha atrás en gran parte de las políticas sociales de las presidencias anteriores. Amplió los subsidios de la Seguridad Social, hasta abarcar a diez millones de beneficiarios más en 1954, la cobertura de la desocupación para cuatro millones de trabajadores, elevó el sala­rio mínimo a un dólar la hora y creó, en 1953, un Departamento de Salud, Educa­ción y Bienestar, para racionalizar y coordinar las políticas nacionales sobre es­tas materias. Tampoco se privó de hacer uso de la autoridad federal para paliar el impacto de las recesiones económicas, con planes de obras públicas, como el aprobado en 1956 para la creación durante diez años de autopistas federales. También destacó Eisenhower por la ayuda al sector agrícola, menos favorecido por la prosperidad de esta década ante la constante caída en los precios. Gracias al pago de subvenciones a los cultivadores que dejaron sus tierras en barbecho, se aumentaron seis veces los gastos federales en el sector entre 1952 y 1958.

El crecimiento económico sostenido del sector industria! permitió mejorar el nivel de vida de muchos trabajadores y mitigar la conflictividad laboral, una vez que los dos principales sindicatos, la afl y la cío, se fusionaron en 1955 y se centraron en la obtención de unos objetivos mínimos: la reforma de la Ley Taft-

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Hartley, el salario mínimo anual garantizado, y acuerdos sobre productividad y participación de los trabajadores en los beneficios y la gestión de las empresas.

Más allá de la evidente reducción de la tensión social en el mundo laboral, con un fuerte y moderado sindicato, y de la prosperidad lograda por grandes sectores de la población, durante la presidencia de Eisenhower se divisaban cam­bios de orientación significativos que vaticinaban una nueva época de inestabili­dad y de incertidumbres (Galbraith, 1963).

En primer lugar, después de la crisis de 1957-1958, la tasa de desocupación se mantenía en torno al 7 % y los análisis no eran muy optimistas sobre el futuro próximo, por la evidente incapacidad del sistema para absorber unas islas de pobreza inaceptables para la primera potencia económica mundial. Los obser­vadores señalaban que en 1960 la pobreza no afectaba sólo a una minoría negra, sino que marcaba la existencia de varios millones de norteamericanos blancos, en especial en las pobladas regiones de los Apalaches, en los estados de Virginia y Kentucky. Casi una cuarta parte de los 180 millones de ciudadanos padecían por rentas pequeñas e irregulares, por la desocupación frecuente, por una defi­ciente cobertura social y por una escolarización insuficiente. Tanto era así que veinte millones de norteamericanos vivían por debajo del mínimo de subsisten­cia. Ante esta realidad, la lucha contra la pobreza se convertirá en uno de los objetivos prioritarios de las administraciones de los años sesenta.

En segundo lugar, los conflictos interraciales se agudizaron desde los años centrales de la década de los cincuenta, al no resolverse los problemas más ur­gentes con el Comité de Derechos Civiles creado porTruman, paralizado por un Congreso dominado por los republicanos y un presidente que no mostró inicial­mente gran interés por continuar la defensa de los derechos civiles de su prede­cesor. La tensión se inició en el mundo educativo en 1954, cuando el Tribunal Supremo declaró la inconstitucionalidad de la segregación en las escuelas públi­cas, basada en muchos estados del sur en el principio de «iguales, pero separa­dos». La gravedad de la discriminación se constataba en las cifras (a mediados de 1956 sólo 350 de los 6.300 distritos escolares del sur habían suprimido la segregación racial) y en las profundas diferencias en la calidad de la educación recibida en las escasamente dotadas escuelas para negros. La oposición a estas disposiciones legales en el sur fue muy violenta, encabezada por el reaparecido Ku Klux Klan y por los White Cilizens Councils, y las protestas llegaron a impe­dir por la fuerza la entrada de escolares negros en las escuelas. Ante esta violen­cia, en 1957 se tuvo que poner en marcha un plan de integración escolar que necesitó en Arkansas la ayuda de las tropas federales enviadas por el presidente para garantizar los derechos a la escolarización de los niños de color; un derecho violado por orden del gobernador segregacionista Orval Faubus.

Los ciudadanos negros del sur, animados por las nuevas perspectivas, se fueron movilizando recurriendo a los principios de la desobediencia civil y a la resistencia pasiva, inspirados por Gandhi y dirigidos por el pastor Martin Luther King (Branch, 1992). La respuesta se orientó primeramente al bóicot de las em­presas que practicaban la segregación, siendo el caso más ¡mpaclante el iniciado en diciembre de 1955 por Rosa Parks en Montgomery (Alabama), al negarse a

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ceder su asiento a un blanco en un autobús. Su detención desencadenó un boicot de 382 días, seguido por los cincuenta mil negros residentes en la ciudad hasta forzar a la compañía a abandonar las medidas segregacionistas ante la declara­ción del Tribunal Supremo sobre su inconstitucionalidad. En estos últimos años de la década de los cincuenta, la labor jurídica de la naacp (National Assso- ciation for the Advancement of Coloree1 People) contra la segregación estuvo fuertemente apoyada por la proliferación de acciones de resistencia pacífica en tiendas, iglesias o lugares públicos, que sirvieron para forzar la aprobación en 1957 de una primera ley de derechos civiles que garantizaba el derecho al voto de los negros. Pero todavía su aplicación era difícil y la segregación era cotidiana y reconocida por leyes en muchos estados del sur, con lo cual será necesario esperar a la década siguiente para ver cumplidas -aunque sólo hasta cierto pun­to- las aspiraciones de igualdad de millones de norteamericanos.

Finalmente, habría que señalar que a partir de 1958 se desencadena una aguda crisis del dólar, provocada por el déficit en la balanza de pagos exteriores, estimado ese año en más de tres mil millones de dólares. El mantenimiento de ese déficit exigía importantes pagos en oro, protegidos todavía con unas impor­tantes pero ya menguadas reservas. El volumen de esta deuda exterior se triplicó entre 1948 y 1960 y alcanzó la cifra de diecisiete mil millones de dólares, similar al valor total de las reservas de oro existentes. El importante desequilibrio en la balanza de pagos se debía fundamentalmente a las masivas exportaciones de ca­pitales privados y públicos, de la mano de inversiones privadas en Europa y de las ayudas militares y económicas a los gobiernos aliados de Extremo Oriente, Africa y América del Sur.

Estos problemas (la pobreza, el movimiento por los derechos civiles, la crisis del dólar y el déficit público) enturbiaron los últimos años de una década en la que la sociedad norteamericana parecía haber conseguido cotas de bienes­tar y de consumo desconocidas. Fueron también años de crecimiento demográfi­co relevante, continuando el baby boom de la posguerra, tanto por el aumento en el índice de la natalidad como por el descenso del índice de mortalidad, que elevó la esperanza de vida de los 55 a los 70 años, desde 1920 a 1950, para los blancos, y de 45 a 64 años para los ciudadanos negros. El éxodo en las ciudades continuó, y se redujo el porcentaje de población rural al 30,1 %; la populariza­ción masiva del automóvil, de la televisión y de las empresas de Ocio, así como el acceso de las mujeres y de los jóvenes a la educación, al mundo laboral y al consumo relajaron las relaciones familiares y sociales, y alimentaron el incon­formismo entre los críticos con un sistema que rezumaba autosatisfacción y, al mismo tiempo, incapacidad para resolver los múltiples problemas de la sociedad industrial más avanzada y más desigual del planeta. La era de la protesta empe­zaba a manifestarse con la estrecha victoria del candidato demócrata John F. Kennedy en las elecciones presidenciales de 1960.

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4.4.3 La Nueva Frontera

Estos elementos de distorsión de la aparente tranquilidad de los años cin­cuenta, junto con la política exterior, aparecieron en la campaña que enfrentó al candidato republicano, el vicepresidente Richard Nixon, y al senador demócrata por Massachusetts, J. F. Kennedy. El programa de ambos no era demasiado dife­rente, excepto ante cuestiones de política exterior, al reprocharse desde los de­mócratas la inacción de Eisenhower ante la superioridad nuclear soviética y la incapacidad para controlar la influencia comunista en Cuba; todavía el difuso lema de la «Nueva Frontera» de Kennedy no servía para marcar demasiadas diferencias. El estrecho margen de victoria (un 0,1 % de los votos), el más corto de la historia, demuestra la importancia en esta elección del voto definido por la raza y la religión. En efecto, Kennedy supo ganarse el voto negro, al interesarse por la lucha por los derechos civiles y presentarse como continuador y ampliador de la política de Truman. Frente a la reticencia protestante de aceptar la llegada a la presidencia de un católico, Kennedy convenció a buena parte de los electores de los estados del norte de que su fe católica no suponía un alejamiento de las tesis más laicas de la necesaria separación entre la Iglesia y el Estado, y ganó para su candidatura los votos de las comunidades de origen irlandés e italiano.

La lucha por la imagen fue decisiva en los resultados, y en este campo la victoria fue sorprendente, pero suficiente para Kennedy, que consiguió 34,22 millones de votos y 303 votos electorales, frente a los 34,10 y 219 de Nixon. Kennedy usó muy bien algunas de sus posibilidades: hizo gala de su juventud, dinamismo experimentado y buena formación (cuarenta y tres años, graduado en Harvard, héroe de la Segunda Guerra Mundial y senador desde 1952), ante la viva imagen patriarcal y anticuada de Eisenhower y de su sucesor; no ocultó su catolicismo (fue el primer católico en llegar a la presidencia) en una sociedad en la que las minorías religiosas estaban cada vez más presentes, a pesar del fuerte dominio protestante (en 1960, un 55,6 % de la población se declaraba protestan­te y un 36,8 % católica) (Heffer, 1990). Gozó de la fortuna de su padre, un rico banquero, y de su ascendencia irlandesa, mostrando al mismo tiempo la realidad de las posibilidades de éxito y ascenso en la sociedad americana para los inmi­grantes y la fuerza de las identidades étnicas entre los italoamericanos, los irlan- doamericanos, los germanoamericanos, los judeoamericanos, los afroamerica­nos, etc., como expresión del multiculturalismo que ya definía a la sociedad norteamericana de los sesenta, por encima del fracaso de la asimilación, del melt- ing-pot, en los valores wasp («anglosajones blancos protestantes») (Ca/.emajou y Martin, 1983). La fuerza de los medios de comunicación de masas también fue decisiva en la campaña. Si la radio cambió la relación del presidente con los ciudadanos de la mano de Roosevelt, la televisión adquirió una relevancia indis­cutible, tal y como mostró el excelente resultado que tuvo para Kennedy el pri­mer debate televisado entre los candidatos a la presidencia. La publicidad apare­ció con fuerza en la campaña, prestando atención a la imagen pública de los candidatos, y también sus efectos fueron poco favorables para Nixon.

Todo esto nos indica que el arma decisiva de Kennedy consistió en reflejar la imagen que Estados Unidos quería dar a sí mismo: jóvenes, preparados, mode­

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lados y llenos de glamour, como el propio candidato demócrata y su bella e intelectual esposa (que obtuvo el premio Pulitzer en 1957), Jacqueline Bouvicr (Hernández Alonso, 1996).

Su discurso de toma de posesión en un frío día de enero de 1961 cumplió y superó todas las expectativas, y su llamamiento a los ciudadanos a preguntarse no por lo que el país podía hacer por ellos, sino por lo que ellos podían hacer por su país (parafraseando a Rousseau) estimuló a muchos norteamericanos. Sin em­bargo, son muchos los que consideran que la trascendencia de su discurso, como la de su mandato, está más en un asunto de tono y de estilo que de sustancia (Boorstin, 1997). No porque los cambios no fueran fundamentales en el camino de la obtención de mayores beneficios sociales para los norteamericanos, sino porque, más allá de su política fiscal conservadora y sus errores en política exte­rior, se recuerda con más nitidez su convocatoria a luchar contra los enemigos comunes del género humano.

El cambio de tono y de estilo en el círculo dirigente de Washington fue rápido y espectacular en todos los ámbitos, incluso en los más mundanos. La propia Casa Blanca, que parecía, según palabras de Jacqueline, amueblada en una tienda de rebajas, cambió su fisonomía «de ser de plástico a ser de cristal» (Boorstin, 1996) y empezó a superar las provincianas veladas de Eisenhower y Mamie con reuniones de intelectuales y artistas prestigiosos, como Pau Casals, Igor Stravinsky o la propia Marylin Monroe. Sin embargo, más determinante que el cambio en la decoración y en los ambientes sociales que se prodigaban en la Casa Blanca fue el nuevo origen y la influencia de los asesores presidenciales, entre los que se encontraban destacados universitarios e intelectuales de todas las ramas, como los economistas J. K. Galbraith y W. W. Rostow o el historiador A. M. Schlesinger Jr. Mientras que en la administración de Eisenhower sólo un 6 % de los doscientos cargos más importantes eran profesores universitarios, con John F. Kennedy el porcentaje se elevó al 18 %.

Con este grupo de elegidos, Kennedy elaboró y puso en marcha su progra­ma de la «Nueva Frontera». Frente a la autosatisfacción que predominaba en los Estados Unidos de Eisenhower, la crítica a las debilidades del sistema y el con­vencimiento de que era necesario afrontar los múltiples retos en el interior y en el exterior planeaban sobre el diseño de la Nueva Frontera. Se trataba de un progra­ma que seguía parcialmente a la Nueva Libertad de Wilson, en su promesa de un nuevo marco político y económico, y al New Deal de Roosevelt, en su compro­miso de asistencia a los necesitados, pero que en su conjunto no proponía nada demasiado concreto, excepto el abordaje de los problemas. En palabras de Ken­nedy, la Nueva Frontera «no resume lo que tengo intención de ofrecer al pueblo americano, sino lo que quiero pedirle. Hago un llamamiento a su orgullo y no a su bolsillo. Prometo más sacrificios y no más tranquilidad».

Su pretensión de poner al país en marcha en materia económica tuvo que conciliar, en primer lugar, la necesidad de fomentar la expansión de la actividad económica con los imperativos que imponía al dólar su relevante papel en el sistema de cambio internacional. Aconsejado por su secretario del Tesoro, el republicano Douglas Dillon, tomó una medida muy ortodoxa, pero de largo al-

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canee: se comprometió en un mensaje al Congreso a mantener la paridad del dólar en oro, por encima de cualquier obstáculo. Para conseguirlo se empeñó en conseguir concesiones comerciales de sus aliados, para compensar los costes de la gestión del bloque occidental con un aumento de las rentas norteamericanas, obtenidas con una mejor entrada de los productos norteamericanos en los merca­dos aliados. El instrumento de esta política fue la nueva Ley de Expansión Co­mercial, de 1962, destinada a dotar a la Presidencia de los poderes precisos para negociar importantes rebajas en las tarifas arancelarias, antes responsabilidad del Congreso, para facilitar las importaciones y para obtener contraprestaciones de los países europeos y de Japón. Como consecuencia de la ley, en mayo de 1967 cerca de cincuenta países firmaron un acuerdo de reducción arancelaria para construir un mercado internacional más libre (Hernández Alonso, 1996).

Para garantizar y aumentar la necesaria competitividad de los productos americanos, la administración demócrata se concentró en una lucha contra la inflación, llamando a los sindicatos a la responsabilidad, que respondieron a la demanda, porque bajo el mandato de Kennedy los aumentos salariales fueron los menores, en términos relativos, de toda la posguerra. Pero el fomento de la pro­ductividad y de la competencia para promover la actividad económica estuvo acompañado de medidas más urgentes para aliviar los efectos del paro, como los aumentos de las indemnizaciones por desocupación o del salario mínimo por ho­ra. Los resultados de estas medidas fueron los esperados y, tras meses de rece­sión, la economía se reactivó aunque limitada por el lento ritmo en la creación de ocupación.

Mientras los beneficios de la política económica se hacían evidentes con relativa prontitud, la apuesta por el fin de la segregación racial no había conse­guido nada positivo hasta noviembre de 1962, en parte por la situación de mino­ría y por la división demócrata en el Congreso. En otoño de este año, Kennedy inició una política más activa con la firma de un decreto que prohibía la discri­minación racial en los alojamientos que en el futuro subvencionara el Gobierno. En aquellos momentos, esta primera medida legal iba acompañada de importan­tes movilizaciones y actas de desobediencia civil, lideradas por las organizacio­nes no violentas, como el core (Congresx o f Racial Equality), la sct.c (Southern Christian Leadership Conference) o el sncc (Student Non-Violen! Coordinating Committee). La respuesta violenta en el sur a los «viajes de la libertad», repre­sentada por el gobernador de Alabama, George Wallacc y su lema «segregación hoy, segregación mañana, segregación siempre», obligó a intervenir a la admi­nistración federal en defensa de ios negros meridionales (Cantor, 1973).

El crecimiento de la tensión acompañó al envío al Congreso, en junio de 1963, del proyecto de ley más avanzado redactado hasta entonces, en el que se prohibía la discriminación en los lugares públicos, puestos de trabajo, colegios y listas electorales, y preveía la supresión de la ayuda federal a los estados que no la cumplieran. La oposición del Congreso se puso nuevamente de manifiesto tanto en este tema como en el referido a la lucha contra la pobreza.

Aunque su muerte sucedió antes que la aprobación en 1964 de la trascen­dental Ley sobre las Posibilidades Económicas de Promoción Social (Economic

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Opportunity Act), Kennedy consiguió la aprobación de tres leyes que resultarían importantes, más por la orientación que daban a la lucha contra la pobreza que por sus resultados. En ellas se entendía que la pobreza era un problema indivi­dual que, con la ayuda al desarrollo de las capacidades personales, podría ser resuelto, por lo cual el objetivo de la Administración pasaba a ser el restableci­miento de la igualdad de base (Chevalicr, 1972).

La primera de ellas, de 1961, la Ley de Ayuda a las Zonas en Desarrollo, pretendía crear zonas de desarrollo allí donde el paro industrial fuera superior al 6 % y donde la desocupación en familias rurales fuera elevada. Se habilitaron ayudas a largo plazo y con bajo interés, entregadas a colectividades locales para mejorar las infraestructuras; la segunda, la Ley sobre el Desarrollo de la Ocupa­ción y la Formación Profesional, de 1962, preveía la organización de cursos de formación profesional para parados, subempleados y jóvenes. Éstos fueron se­guidos por cerca de 370.000 personas en 1963, de las que el 70 % encontró tra­bajo al finalizarlos. La atención a la preparación de los jóvenes para la mejor competencia en el mercado laboral se completaba con la Ley sobre la Orienta­ción y la Formación Profesional, mediante la cual se habilitaban fondos federa­les para impartir cursos nocturnos en universidades y escuelas técnicas.

Pero la Nueva Frontera no constituía únicamente una propuesta puertas adentro del país, sino que, ya desde su discurso de toma de posesión, Kennedy expresó su gran interés por dirigir una política exterior mundial para Estados Unidos. En este componente de su política es, sin duda, donde se encuentran las mayores continuidades y, posiblemente, los más grandes fracasos del período de John F. Kennedy, muchos de ellos relacionados con el sentimiento de misión global que debía cumplir Estados Unidos, la contención del comunismo. Su lec­tura del sistema internacional, apropiada para los momentos más duros de la Guerra Fría, ya respondía inadecuadamente ante los cambios que se producían: la tensión entre China y la u r s s , el fortalecimiento de Europa y el desarrollo del nacionalismo en África y Asia (Jones, 1996).

La primera preocupación de Kennedy en política exterior le vino dada por la Administración precedente: una invasión a Cuba, preparada por la c í a y nutri­da por cubanos exiliados, para derribar a Fidel Castro. El fracaso de la operación, iniciada el 17 de abril de 1961, se debió a un cúmulo de factores, entre los que destacaban la ausencia de apoyo popular a la invasión y la escasa preparación y dotación de los anticastristas, que no podían esperar muchas y explícitas mues­tras de ayuda del gobierno norteamericano.

Sin embargo, el triste resultado de la aventura de bahía de Cochinos (Playa Girón para los cubanos) no mitigó la confianza de Kennedy en el poder norte­americano para contener la amenaza comunista en todo el globo, ni su afán por aumentar el poder militar. Así, el presupuesto de defensa aumentó al llegar a la Presidencia de 4,5 a 5,4 billones de dólares. El objetivo era lograr la supremacía norteamericana en armas nucleares y convencionales frente a los soviéticos (Vi­ves, 1985).

A pesar de lo que dijo en su discurso de toma de posesión, claramente indicativo de la determinación de Kennedy por mantener el principio de conten-

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