"cuentos colombianos". zapata angel. agosto 2007

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Ángel Zapata Ceballos Julio 2007 Cuentos Colombianos

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"CUENTOS COLOMBIANOS". Zapata Angel Ceballos (1921-2009) . Primera edición: Agosto 2007.TEXTO EN LA CONTRACARATULA:http://picasaweb.google.com/ntcgra/ANGELZAPATAYMARGARITALUJANReunionDeDespedida#5359095572307104162 Hace muchos años leí en un ensayo de Paul Valery que la inteligencia humana es una sola. Que su aplicación al Humanismo, a las Ciencias o a la Tecnología era circunstancial. Desde entonces comprendí por qué en mi caso personal, mientras estudiaba con pasión las materias de la Ingeniería Química, en mi mucho tiempo libre, gozaba leyendo obras de Literatura, de Historia o de Arte. Así hice mi carrera y dediqué mi vida útil a enseñar ciencias básicas: Física, Química, Fisicoquímica y Termodinámica. Me pensioné a la edad de 70 años con el honroso título de Profesor Emérito de la Universidad del Valle. Entonces, en lugar de dedicarme a cuidar el jardín, salir a asolearme o dar la vuelta a la esquina, opte por escribir. He publicado cinco libros: dos de poesía, uno de Historia de la Ciencia, una corta autobiografía, otro de ficciones y relatos y estoy escribiendo estas notas para la contra carátula de este libro "Cuentos colombianos". ¿Calidad? No estamos hablando de eso. Pero digo que admiro a todos los que escriben. Mi vida es como una manía por escribir. Lo haré hasta el fin. Admiro infinitamente a los grandes autores. Tengo en este momento 86 años.+++++ Sobre el autor y sus obras, ver: http://ntc-documentos.blogspot.com/2009_06_19_archive.html y http://ntc-aciq-cv.blogspot.com/2009_07_01_archive.html++++Publica y difunde: NTC … Nos Topamos Con … http://ntcblog.¬blogspot.com/ , [email protected] . Cali, Colombia, Junio 4, 2009

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Ángel Zapata Ceballos

Julio 2007

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Carátula:Primera edición: julio de 2007Impresión y Diagramación: Todográficas Ltda.Impreso en Colombia

Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente sinautorización escrita del autor.

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Contenido

TATIANA.............................................................. 7

EL PEZ NEGRO ................................................. 83

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TATIANA

De todos los pretendientes que tuvo Lucía AgudeloAguilar, el que más le agradó a ella y a sus padresfue Ernesto Cisneros. Un hombre alto, fornido, algodesgarbado, pero bien educado, de trato agradable,hijo de don Marco Cisneros, ya muerto, y DomitilaCifuentes. Dueños de una finca pequeña pero orga-nizada de la que derivaban, con poco trabajo, un buenvivir. Lucía Agudelo era hija única del juez de SanJuan del Puente, don Miguel y de la profesora, direc-tora de primaria, señora Mercedes Aguilar.

El amor entre Lucía y Ernesto avanzó hasta elpunto de que el ocho de agosto de 1983, a las dos dela tarde, después de compartir un almuerzo, en casadel juez y su esposa, fue aceptada por las dos fami-lias la boda entre Lucía y Ernesto.

Nadie sabía, entre tanta gente, cuál estaba másalegre, regocijada y feliz con ese noviazgo. Había quever los regalos que doña Domitila les enviaba a Mer-

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cedes y a don Miguel. Todos los sábados llegaban dela finca, traídos por un peón, flores exóticas que secultivaban en la finca; uno o dos pollos gordos ycrestones; verduras; mazorcas de maíz, que le en-cantaban asadas al juez. Tanta amabilidad, genero-sidad y muestras de cariño tuvieron el efecto de ace-lerar la boda. No por interés, sino porque el amor seimponía. Terminaron casándose pronto. Fue unaceremonia sencilla que por poco pasa inadvertida enel pueblo, si un insignificante incidente no hubieraperturbado el acto religioso: las familias solamentehabían advertido al cura de la hora de la boda; esedía, al entrar al templo la pareja en la forma acos-tumbrada, se encontraron con una iglesia cubiertade flores blancas, pasacalles en la nave principal,una aroma exquisito en el ambiente y cada silla per-fumada y adornada de flores blancas. Lucía creyóque era una sorpresa de Ernesto y procedió a agra-decerle. Pero se topó con que él nada sabía del he-cho. Ni el juez, ni doña Domitila sabían, ni estabanadvertidos. El cura menos. Juró poniendo su iglesiapor testigo que nada sabía de las tales flores.

Sin embargo, la que más dudas pensó, fue Domitilala madre de Ernesto. ¿Que nadie sabe quién pusolas rosas de un día para otro? ¿Qué pasado tenía esanovia, ahora esposa de su hijo? No lo expresó peroquiso averiguarlo. Domitila era taimada, maliciosa,desconfiada. Sabía que Ernesto era ingenuo, Lucíaera su primera novia. Tal vez su belleza y su aparen-te ingenuidad, ocultaban otra cosa.

Viajó al pueblo a donde su hermana Teresa: casa-da, con varios hijos casados y le refirió en secreto losucedido. Todos los informes y referencias que reci-

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Tatiana

bió de gentes que conocían a Lucía coincidieron enque era una muchacha virtuosa, hija de unos pa-dres irreprochables. El Juez y Mercedes eran honradel pueblo. Le refirieron que había suspendido unnoviazgo con el hijo mayor del señor Ramírez antesde ir éste al ejército, precisamente porque Mercedes,su madre, le había dicho que no le convenía esa re-lación. Ella lo hizo inmediatamente, aunque el señorRamírez era el hombre más rico del pueblo.

Poco a poco Domitila fue olvidando el cuento delas flores blancas. Se encantó con el genio, las cos-tumbres y educación de Lucía. La hizo como su hijahasta su muerte, que fue de agonía corta y doloresintensos a causa de un cáncer que la mató en seismeses, antes de nacer Tatiana.

Tatiana entró precipitadamente a la casa. Estabamojada, descalza, los pies embarrados y los cabellosle chorreaban agua en la espalda. Serían las ocho ymedia de la mañana. Afuera llovía sin compasión.Su abuelo la vio entrar y la siguió con los ojos hastaque entró en silencio a su cuarto. Lejos, los pomalesse veían nublados. El único limonero del patio, ocul-taba sus frutos tras la lluvia, confundiendo sus ga-jos de limones verdes y pintones con las hojas bri-llantes y húmedas.

-¿Dónde estabas, hija?- preguntó en voz alta donMiguel, su abuelo, mientras ella salía seca y calzadadel cuarto.

-Me cogió el chubasco, papá, mientras buscabahuevos de codorniz detrás de los pomales.

-¡Ideas de Mercedes! ¿Verdad?-

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-Si abuelo, pero cuando ella me lo dijo no estaballoviendo. Son chubascos de octubre, que vienen derepente, mojan y se van.-

Al salir de su cuarto, seca, calzada y peinada, donMiguel la miró en detalle y le pareció bella. Alta, ele-gante como Lucía, su madre. Intentó recordar la his-toria, pero desechó su pensamiento y guardó silen-cio. Encendió su pipa, buscó un sillón viejo y se aco-modó a ver llover. Tenía 68 años. Disfrutaba de sujubilación. Su único hijo, Ernesto, llevaba diez añosde muerto. De modo que Tatiana, su nieta, tenía die-cisiete. Era una señorita bella como Lucía su madre.Un dolor. Una pena. Algo que marcó su vida y la deMercedes, su esposa, para siempre…

Aquella noche llovía también. Tatiana de siete añosse había acostado. Miguel con su esposa, había ha-blado en el comedor de la vida de su hijo en la mon-taña. Trabajando sin descanso en la finquita conLucía: cosechas, sembrados, negocios, ventas, deu-das, pero felices. La niña había venido al pueblo ainiciar sus estudios en San Juan del Puente, puesen el rincón donde estaban sus padres no había co-legio, ni escuela. Eran campos de cultivo, fincas gran-des y pequeñas. Soledades, cielo azul, noches de lunao de estrellas. Silencios. Trabajo. Sin otras voces quelas del campo. Montes, pájaros, ganados. Y, comoconsuelo, la voz de Lucía y de Tatiana que le llena-ban el corazón. Era la vida de Ernesto.

El compromiso de Ernesto y Lucía con los abuelossobre la niña, era que ésta, a los siete años, vendríaa vivir con ellos para empezar su escuela en el pue-blo. Doña Mercedes les recordaba a los padres ese

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Tatiana

compromiso, pues no quería que su única nieta seformara en el campo, ignorante en todo. Por eso,cuando llegó el tiempo de empezar los estudios, laniña fue recibida sin cartas, ni certificados, en laescuela que por mucho tiempo había dirigido la Se-ñorita Mercedes Aguilar, luego esposa del Juez Mi-guel Agudelo.

Al Juez pensionado, don Miguel, no le gustabamencionar para nada el día de la tragedia y menoslas consecuencias que derivaron de ella. Era unatumba. Su trato con su nieta, ahora de diecisieteaños, era amable, parvo y ocasional. Lo mismo suce-día con Mercedes. Fue como si hubiera conocido otrosmundos; como si para cumplir sus propósitos hu-biera cambiado su alma. Hacerse un hombre duro,intratable, lleno de prevenciones. Tal vez despertartemor en los demás y, ahora, lo único que deseabaera esperar la muerte en silencio. Sin embargo, mu-chas imágenes perduraban en su memoria. Frasesque dijo y le dijeron. Gentes de toda índole que debiótratar, hablar, conversar, convencer y horas de es-pera. Momentos que tuvo que esperar, rogar, poner-se serio, ser amable, subir a edificios en construc-ción tan altos como nunca pensó estar allí, esperan-do a un obrero que no era el que llegaba.

Su esposa lo ignoraba todo. Sus relaciones se re-dujeron a: - cómo estás Miguel, cómo te va Merce-des-. Acabaron las caricias. Los mimos que ya ma-yores se hacían. Él se redujo a una caja de memo-rias para sí mismo; y ella a mirar en su nieta a Lu-cía, porque la semejanza con su hija la hacía olvidar,por un momento, a Ernesto, su hijo. Vale decir: ado-raba a Lucía.

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El chubasco pasó. Abrió el día. Los campos alre-dedor de la casa se volvieron de un verde niño, loslimones mostraron otra vez sus colores naturales. -¿No te parece, abuelo, el día muy hermoso?- le pre-guntó a su abuelo pretendiendo sacarlo de ese mu-tismo persistente.

-¿Qué día es hoy?- preguntó el abuelo.

-Once de octubre, abuelo-

-Mañana se cumplen diez años. Parece que fueayer. Tatiana lo miró con pesar.

Fue una noche horrible. Llovía a cántaros. Merce-des se había quedado dormida y él intentaba ver enla oscuridad. Se habían acostado temprano. Pero élno podía dormir. Tatiana dormía hacía rato en sucuarto al lado de sus abuelos, separados por unacortina azul que dividía los dos cuartos. De pronto,volvió la luz a la casa pero no pudo despertar a Mer-cedes ni a Tatiana. Él estaba como asustado. Respi-raba mal. Se sentó al borde de la cama y vio que laluz del corredor estaba encendida. Era su reflejo elque daba un poco de claridad a su alcoba. La alcobade Tatiana permanecía a oscuras. Pensó en su hijo.Allá no tenían energía eléctrica y todo lo hacían conlámparas de petróleo, velas y leña. Se volvió a acos-tar. El temporal había empezado a ceder. Creyó quese dormiría. Cerró los ojos, llevó sus brazos sobre elpecho e intento cerrar los ojos. Todo resultó inútil.En ese momento tocaron vigorosamente la puerta dela calle. Mercedes se despertó.

-¿Tocan?-

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Tatiana

-Parece que sí- respondió él, apercibiéndose parair a abrir.

-¡Cuidado!- pregunta quién es. Hay tantos peligros.

-Tranquila. Tranquila.-

Luego escuchó dos caballos que parecían detenersefrente a la casa. Escuchó de nuevo los toques a lapuerta.

-¿Quién es?- preguntó

-Malas noticias don Miguel.-

Entonces abrió la puerta.

Un hombre en zamarras de cuero esperaba en lapuerta.

-Don Miguel- le dijo –Mataron a Ernesto y a Lucía.

-¿Quién?-

-No se sabe. Parece que fue un guerrillero-

-¿Por qué a ellos? ¡Oh, Dios mío!-

Detrás de él estaba Mercedes. ¡No, no! Exclamó

Parece que un guerrillero solo bajó de la montañay les disparó a quemarropa, y se fue. Hay un hombreque lo vio, pero de lejos y no pudo acercársele pormiedo. El criminal volvió a la montaña.

-¿Y dónde están Ernesto y Lucía?-

-Aquí los trajimos. Son cadáveres.-

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Los cadáveres fueron traídos sobre el mismo ca-ballo. Venían en cajones de madera rústica, separa-dos en dos cajas sobre el lomo de un caballo, ama-rrados con sogas. Dos hombres los descargaron. Elhombre que tocó la puerta era un finquero vecinoque se presentó como Joaquín Mesa, dijo que losasesinaron a las dos de la tarde y que el asesino co-rrió a la montaña, según el testigo. Estaba pálido,ido, como drogado – dijo el testigo.

-¿Está aquí el hombre?- preguntó el abuelo.

-Yo soy, señor.- dijo uno de los peones que habíacuidado en el camino de los cuerpos muertos.

-Dígame señor todo lo que observó, don-

-Genaro Díaz, señor-

-Bueno: es alto. Delgado. Joven. Barbado. Lleva-ba fusil y pistola. Pasó algo lejos de mí, cuando yoestaba escondido y, por cierto, el uniforme tenía unremiendo en la espalda.

-¿Qué remiendo?-

-Cómo si lo hubieran rasgado y le hubieran pega-do una cinta larga que no cuadraba con el resto.-

-¡Aja!- gracias, don Genaro.

Los cajones de tablas rústicas los colocaron en elcorredor, uno detrás del otro. En el piso. Como siella fuera tras él.

Don Miguel Agudelo, el juez de San Juan del Puen-te, no lloró. Permitió que Mercedes y la niña Tatiana,

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Tatiana

que tenía entonces siete años, expresaran sus triste-zas con llanto. Sin decir aun lo que harían con loscadáveres, como inspirado por el dolor le dijo a Mer-cedes: allí está nuestro hijo y su esposa, vilmenteasesinados. Pero yo me pregunto, ¿el llanto los resu-citará? El llanto nos perturba a nosotros, no a ellos ypara ellos empieza el silencio de la muerte. Todos losdías, a toda hora, nacen y mueren millares de seressobre la tierra. Un dolor, una pena, que afortunada-mente pasa. Pasa como todo en la vida: niñez, juven-tud, madurez, ancianidad. Unos más temprano queotros. Pero el mundo sigue: siguen las plantas cre-ciendo, los prados reverdeciendo, los ríos corriendohacia el mar. El mar golpeando con sus olas las cos-tas y sigue el cielo lleno de belleza. Tal vez las almasrían mientras nosotros lloramos… Hijas, hagamos elpropósito de no sufrir por los muertos. Persigamos alos cobardes que los asesinaron. Hagamos que envida paguen sus actos malos. Pero a los muertos, nolos perturbemos con nuestro dolor… Suspendió suspalabras. Tatiana, de siete años, solo sabía obede-cer. Mercedes se confundió. Entendió las palabrasde Miguel, su esposo, pero no sabía cómo obedecer-las. ¿Y los recuerdos, la ausencia y el dolor de verlosmuertos, ahora, cuando ayer hablaban y reían y co-mían frutos maduros y amaban los amaneceres y seamaban entre sí?

-Y, ¿Qué haremos nosotras, Miguel, cuando nosacose el llanto?- preguntó Mercedes que había en-tendido mejor que la niña las palabras de su marido.

-Llora, hija, tú que puedes. Pero recuerda: somospavesas, con un tiempo de duración finito. Tal vez elllanto sea una defensa y consuelo para nuestros su-

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frimientos. Quizá a los que no podemos llorar nosdure más el dolor, la pena.

Varios meses después del entierro, ya arregladostodos los negocios de Ernesto, Miguel le dijo a Mer-cedes: Tú piensas que el asesino de nuestros hijosfue un hombre de este pueblo, ¿Verdad? Mercedesvaciló por un momento y le respondió que ella habíapensado mucho en eso. No sé. Si el hombre que lovio dice que es alto, delgado, y muy barbado, me vie-ne a la memoria el hijo mayor del señor Ramírez, eldueño de la Tienda Ramírez. Ese muchacho, antesdel servicio militar, estuvo pretendiendo a cuantafalda viera, pero Lucía nunca me dijo que a ella. Bienparecido pero un vagabundo, sin oficio, jugador dedados, y un sinvergüenza. Pero ese hombre desapa-reció del pueblo hace más de cinco años. El señorRamírez no lo soportó. ¿Iría a dar a la guerrilla?

-Sería muy peligroso que usted personalmente, lepreguntara por su hijo- Le dijo el alcalde a don Mi-guel, sobre el consejo que le pedía de visitar al señorRamiréz en su tienda y preguntarle por su hijo ma-yor. -Más ahora que por todas partes se oye que fueél, quien mató a su hijo. Se lo digo por la amistadque nos une- dijo el alcalde.

El alcalde se había manejado como un hermanodurante el duelo que embargaba al señor don Mi-guel, como le decía siempre. Eso, y la amistad detantos años, hicieron reflexionar al juez.

Era obvio. Reconoció que su propósito era peligro-so. Lo que sí lo llamó a la reflexión fue la afirmaciónque hizo el alcalde de que todo el pueblo acusaba al

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Tatiana

hijo mayor del señor Ramírez como el autor del cri-men. ¿Por qué? ¿Qué lo acusaba? ¿Por la descrip-ción del trabajador? El juez no se comunicaba connadie, vivía encerrado lejos de todos, como un ermi-taño condenado a la soledad; no sabía nada de loque en el pueblo se decía. Era vox populi que Lucía lohabía despreciado, hacía varios años, antes de irseal ejército. ¿Sino fue él? ¿Si alguien se estaba gozan-do la desviación que estaba sucediendo? En verdad,indicios no son pruebas. Pero ¿Por qué nadie lo de-fendía? ¿Cuál era la opinión del viejo comerciante?Era su hijo. Como en un pueblo pequeño se conocentodos, don Miguel sabía de la amistad que existíaentre el señor Ramiréz y el Cura del pueblo. Ramirézera buen cristiano. Ayudaba a la iglesia. El cura sesentía apoyado por el más rico hombre del pueblo.Miguel, el juez, resolvió hablar con el cura en confe-sión. Pero quería oír al cura sobre el asunto. Habla-ron en confesión. Un sábado por la tarde, el cura,que admiraba al juez, le prometió hablar con Ramirézcomo cosa suya y que le contaría. Así lo hizo. Larespuesta del comerciante fue tajante: Sé que se diceeso, padre, pero le juro que Jairo, mi hijo, no tieneriñones para cometer un crimen así. Él es unmalversador de la plata, es mujeriego, fanfarrón, ta-húr, lo que quiera, pero no es un asesino. Yo no séen dónde está ahora, puede estar en la cárcel, enalgún pueblo o ciudad preso por engaño, pero nuncapor ser un asesino. Por esta razón yo dejo que pasencomo lluvias, las calumnias de la gente. Yo soy elprimero en meter mi mano al fuego por Jairo.

Así lo refirió en privado el cura a don Miguel. Estole hizo cambiar su pensamiento. Recordó la visitaque hizo el señor Ramírez a la finquita. Recordó que

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había buscado por todas partes algún indicio que loorientara sobre la causa de aquel hecho que teníaestremecida a la comunidad. Recordó que el hombreque culpaba al desconocido se ratificaba en sus ras-gos exteriores que acompañaron, durante más de diezaños a su hijo, aún después de que don Miguel cum-plió su tiempo de servicio y se dispuso a su jubila-ción. Pero un día cualquiera, antes de pensionarse,escuchó en la calle la extraña norma de que a losguerrilleros rasos no se les permitía la barba. Se pusoa pensar; pero luego se acordó del hombre que, su-puestamente, había cometido el crimen.

Volvió a conversar con el hombre, cuyo nombrenunca se le olvidaría: Genaro Díaz. Le pidió que re-cordara a ese asesino. Hábleme de su talante, le dijo.

-¿Qué es talante, señor?-

-Quiero decir, como camina, la cabeza, si es echa-da para atrás o inclinada hacia abajo. Si mueve losbrazos exageradamente, etc.-

-No. Es un señor normal.

-¿Está seguro que era de barba?-

-Sí señor, de eso estoy seguro.-

-Al cálculo, dígame. ¿Qué estatura tenía?-

-Más alto que yo, que mido un metro con setentacentímetros.-

Este dialogo tuvo lugar hacía más de cinco años:la gente se había olvidado del crimen. Varios inten-

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Tatiana

tos de investigar habían fracasado y mientras tanto,la abuela de Tatiana y la niña, se habían olvidado delas flores en la tumba los domingos.

La vida del pueblo era normal. Misa los domingos.Los niños en la escuela corriendo, jugando, riendopor nada. Las ceibas del parque silenciosas. Losmayores trabajando, y, en las tardes dos o tres pare-jas de enamorados paseando por la única calle pavi-mentada.

Un día vino hasta la casa de don Miguel, que esta-ba haciendo las vueltas de su jubilación, un hombremás o menos conocido en el pueblo a quien don Mi-guel había visto una o dos veces. Con educación lepreguntó si todavía estaba en busca del hombre quehabía asesinado a su hijo. Don Miguel lo miró conextrañeza.

-Mi nombre es Jeremías Ocampo. Vivo de arrima-do en la casa de Matilde de Vera ¿Usted la conoce?-

-Sé quien es- respondió el juez con algo de des-confianza. Pues la señora tenía fama de bruja. Perono de las de bolas de cristal, sino de las que cierranlos ojos frente a una figura de madera y empieza ahablar con ella.

-Y que quiere la señora Matilde de Vera, ¿Ah?-

-La historia es muy larga-

-Cuéntemela- dijo don Miguel.

-Ella quería mucho a don Ernesto, porque el pá-rroco anterior la quiso sacar del pueblo dizque por

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bruja. Y fue don Ernesto, su hijo, el que intervino afavor de doña Matilde. Desde eso, ella rezó por élsiempre. Cuando supo de su muerte lloró por tresdías hasta que dijo: -“Ya están en el cielo”

Don Miguel, que era bastante indiferente hacia esascosas, lo miró a los ojos esbozando una sonrisa y ledijo: -buena mujer-

-¿Pero para que me necesita la señora?-

-No sé. Ella me dijo: “Vaya a donde don MiguelAgudelo y le dice que tengo noticias para él”- esodijo.

-Dígale a doña Matilde que hoy voy a las cuatro dela tarde- dijo don Miguel.

Eran las diez de la mañana. Como don miguel sehabía constituido en el instructor del nuevo juez, esedía tenía un diálogo con el nuevo juez, que lo habíacitado para las dos de la tarde.

-Está bien, don Miguel. Se lo voy a comunicar in-mediatamente a doña Matilde- dijo Jeremías.

No era bruja, como decía la gente. Se nombraba,“Mentalista”. Como todas las brujas, nadie sabíacuándo había llegado al pueblo. Pues sus primerosprodigios los había realizado en tiempos del cura másjoven que llegara al pueblo, un tal Asunción MaríaCalle. A él fue a quejarse la abandonada mujer delcabo del ejército que estuvo allí cuando la guerrillamerodeaba por el pueblo. Tenía una mujer hermosa.Parecían casados. Estaban jóvenes. Pero un día lamuchacha salió corriendo bañada en llanto y con un

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aporrión en la cara. Ella dijo que la había golpeadopor una moza que tenía. Alguien le recomendó a labruja. Esta la vio. Sintió pesar por ella. La llevó a sucuarto. Destapó una estatua de madera oscura a laque se puso a orar. Al cabo de media hora, la mujerle pagó unos pesos y volvió a su casa. Al poco ratovolvió su marido. Arrepentido. Le puso remedios ca-seros sobre el magullón, prometiéndole que nuncalo volvería a hacer. El cura conoció la historia y aldomingo siguiente advirtió a la bruja, a la que llamópor su nombre, que la conjuraba a irse del pueblo.Ernesto Agudelo visitó al cura casi en seguida de lamisa y le hizo levantar el conjuro. Por eso lamentalista lo quiso hasta la muerte.

A las cuatro de la tarde don Miguel estuvo a lapuerta de la casa de Matilde de Vera. Era blanca,alta, acuerpada y lo miró por un instante primeroantes de dirigirle la palabra.

-Don Miguel, ¿No?-

-El mismo. ¿Para que me quiere?-

-Es asunto grave que le compete-

-¡Aja!-

-Es sobre sus hijos Ernesto y Lucía- dijo.

-Ambos están muertos- le dijo don Miguel, con ti-midez.

- Me dolió mucho. Sé del crimen. Sé cuanto hatrabajado usted para desentrañarlo. Claro. Pero sién-tese, por favor.

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Don Miguel estaba de pie en el centro de una sala,organizada, limpia, sin imágenes de santos, pero conel retrato de un señor bien vestido, jugando cartas,junto a un gato negro. Lo miró todo. Lo detalló todo.En un rincón vio una olla de barro con cactus pren-didos.

-Siéntese don Miguel. Esta es la casa que me gus-ta. Sin adornos. Pocos muebles. Bastante luz. -¿Nole parece que esto es mejor?-

-Si señora, pero, por favor, dígame qué sabe de lamuerte de mis hijos.-

-Yo viajo en las noches, sola. Sin moverme de micama. Yo pienso. Viajo con el pensamiento. Miro.Observo los lugares más distantes. Escucho cosasnuevas en que nunca había pensado. A veces, tam-bién, recuerdo las cosas que me han herido, y en-tonces recibo luces, claridades sobre misterios queme ha atormentado. La muerte de Ernesto, su hijo,ha ocupado mis pensamientos desde el día en que losupe. Y esperaba un viaje en el que hablaran de él.Que alguien sin conocerlo, supiera de su muerte, mecomunicara algo. Una palabra. Un signo de su horaúltima. O dijera “Este fue el culpable”, que yo puedaverlo. Reconocerlo en cualquier parte y que puedadecir “es él”. Pero la vida es injusta. Nadie se ha co-municado conmigo, hasta anoche, muy al amane-cer. Apareció en mi sueño un hombre alto, trigueño,de ojos negros, barbado, y armado con un fusil yuna pistola. Subiendo por una arboleda. Me parecióextraño. Un hombre joven vestido de guerrillero enun pueblo que no tiene ni ha tenido la presencia deesa gente. Yo intenté acercármele, verlo de cerca, pero

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Tatiana

él iba de afán. Ni me vio ni supe quién era. Entoncesde repente, asustada, recordé que se dice que unhombre lo vio de cerca. Sucede que yo conozco aGenaro Díaz, el fue peón de mi marido. Así se llama¿Verdad?

-Si señora, así se llama. Él lo vio. Pero tampoco loconocía.-

-Allá voy. En uno de mis viajes en sueños por elPacifico conocí a un pescador blanco en Buenaven-tura que paseaba con un joven que le ayudaba conlas redes y ahora lo recuerdo: es él. Está en el puer-to. Trabaja como pescador en el puerto. Vaya usteda allá y le prometo que lo ve. Es un hombre fuerte ydesalmado. Ahora pasemos al cuarto donde tengolos restos de mi esposo y verá que él confirma-

Don Miguel estaba desorientado. No sabía quépensar. ¿Era acaso una loca? Visionaria. Adivinado-ra. Farsante. Embaucadora. ¿Quién era? Aquí donMiguel sintió miedo, pero aceptó el paso al cuarto si-guiente, aunque podía ser peligroso para él. Se pusoen pie y se dispuso a seguirla. La señora pasó adelan-te. Abrió la puerta sin tocarla y se halló don Miguel enun cuarto sobre iluminado por dos lámparas que orien-taban sus chorros de luz hacia un rincón donde des-tacaba un bulto oscuro. La señora se detuvo. DonMiguel también. Entonces vio que una seda azul os-cura y brillante caía al suelo y una estatua negra demadera saltó a la vista. Don Miguel retrocedió.

-No tema- le dijo la señora –Que está muerto-

La señora avanzó y sin hacer el menor movimien-to, don Miguel vio cómo la cabeza de la estatua se

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salía del cuello, se colocaba en la mano libre de lamujer, dejando un hueco que daba la pesada sensa-ción de un descabezado.

-Así murió Justino Vera, mi esposo-

-¿Descabezado?-

-Sí señor. Un solo machetazo: certero y cobarde.Ahí están sus restos. ¿Quiere verlos?-

-No es necesario doña Matilde. Gracias.-

Entonces la señora preguntó. – ¿Donde está elasesino de Ernesto Agudelo?-

Y don Miguel escuchó un ruido como si el marestuviera dentro de esa madera seca y tallada. Diceque en Buenaventura.

Esa noche, después de despedirse de Tatiana, donMiguel le dijo a Mercedes:

-¿Tienes mucho sueño? Es que te quiero contaralgo que me sucedió esta tarde.-

-Podemos hablar en el corredor.-

Él encendió su pipa, ocupó la silla de los cojines allado de su esposa, y le dijo:

-Hoy he tenido la entrevista más extraña del mun-do. Hoy conocí personalmente a Matilde Vera, la bru-ja.- dijo don Miguel.

-¿Hijo, Dios mío, qué has hecho? ¿Quién te llevó aallá?- dijo Mercedes alarmada.

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Tatiana

-Un hombre a quien no conozco se me acercó y medijo que la señora necesitaba verme para hablarmede Ernesto y Lucía. Yo estoy dispuesto a ir a los mis-mos infiernos por saber quién y porqué mataron anuestros hijos, Mercedes.-

Lo dijo con tanta decisión e ira y tan lejos de sucarácter silencioso, siempre reservado, que Merce-des comprendió que en ese tiempo –casi seis añosdespués- la imagen de sus hijos estaba viva en sualma. Ante la realidad que observó la esposa no tuvomás remedio que escucharlo.

-¿Fuiste allá y que te dijo?-

-Ella es un espíritu de otra parte, Mercedes. Sue-ña, piensa, lee el presente y el futuro, viaja a dondequiere sin salir de su casa que es un santuario parasu esposo.-

-¿Fue casada?-

-Sí-

-¿Con quién?-

-Un hombre de apellido Vera, que en latín es verdad.-

-¿Es italiana?-

-No sé. Es una mujer blanca, que parece que fuehermosa.-

-¿Es de Colombia?-

-No lo creo. Es como de otros tiempos.-

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-Ja, ja. Te embaucó como a tantos.- exclamó Mer-cedes. -Es una charlatana, mentirosa, que abusa delos urgidos como tú, de los que pasan un dolor, paraengañarlos. Olvídate de esa “Verdad” y vuelve al mun-do… Nuestros hijos se fueron, están en el cielo siDios quiere y se acabó.-

Doña Mercedes estaba realmente molesta. Disgus-tada con la ingenuidad del juez. Mira estos campos –le dijo- es de noche, hay luceros en el cielo y lunamenguante. Estamos solos en este corredor. La ver-dad, la realidad, está a nuestra vista. Hasta aquí lle-gamos los humanos. Pensamos en el futuro y nues-tra verdadera verdad es la muerte que nos llega atodos… intentó ponerse de pié.

Don Miguel, que era hombre tranquilo, impermea-ble a las emociones pero tenaz en sus propósitos, latomó del brazo y le dijo: -Nunca habíamos habladoseriamente de esto. Ambos hemos expresado nues-tro dolor. Tu, más con lágrimas que yo. Pero en elalma creo haber sufrido más. Todo lo que dices escierto, vivimos en un mundo bello pero sin sentido.Los sentimientos los ponemos nosotros. Son, comolos pensamientos, obra humana. Pero yo no puedocreer que queramos saber cuál es la verdad de todolo que el azar nos ofrece. Sin dolor, conscientemen-te, podemos, debemos investigar qué nos ocurre. Midolor no es superficial, no nace de un capricho, espor el bien de la sociedad en que vivimos que loscrímenes debemos castigarlos para el bien de todos.Esa es la conciencia que estamos obligados a impo-ner. Perdóname esta aclaración. No te vayas, necesi-to tu ayuda y comprensión ahora.

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Tatiana

Mercedes lo miró. Estaba serio, pensativo, comosumergido en un mundo que ella no conocía. Estábien Miguel, cuéntame que te dijo la señora.

Voy a abreviarte los raros métodos que usó paradecirme que en Buenaventura, el puerto sobre elPacifico, está el criminal.

La señora aguzó sus entendederas y miró a su es-poso con curiosidad. ¿Cómo que está en el puerto?¿Quién es? ¿Qué hace allí? La señora se puso a tem-blar y le dijo: ¡de cuán lejos nos llega la muerte! O¿Andará con nosotros? El puerto está muy lejos deSan Juan del Puente, nos separan colinas y monta-ñas. El cielo allá es gris y lluvioso, el viento parecesoplado por la boca del diablo. ¿Quién es el asesino?

-No sé quien es. Dijo que lo había conocido en unode sus viajes por el mar.-

-¿Ha viajado por el mar? ¿Cuándo? Si aquí vivehace años fabricando “cocadas de coco” y vendién-dolas por una ventana. Esa mujer está loca. A mi nome saca nadie de la cabeza que esa mujer te alucinó,se burló de tu ingenuidad. Bueno es creer Miguel,pero no hay que abusar de la fe. Y tú que harás. ¿Irtepara el puerto? ¿Preguntar quién mató a nuestroshijos?

Don Miguel guardó silencio.

Ese día era lunes. Tatiana se había levantado, ba-ñado y estaba lista para ir al colegio. Cursaba el cuar-to año de bachillerato. Alegre como el día luminoso.El aire penetraba en sus pulmones aromado por lospomales. Saludó a su padre con efusión, como si

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hubiera soñado con el cielo o con la vida. A los dieci-siete años era la mas alta y bella de su grupo. “Tati”,le decían sus compañeras y sentíanse todas orgullo-sas de ella. La primera clase fue de geografía de Co-lombia. Le encantaba porque no tenía que pensarmucho, sino escuchar las explicaciones de su maes-tra, imaginar ríos, mares y montañas. Ciudades le-janas, escuchar cómo eran las ciudades de los dosgrandes litorales de su país. Cómo era el mar que lasbordeaba, los oficios de los pescadores, los muellesde los puertos, las gentes que habitaban esos luga-res, el carácter de todos. Una especie de denomina-dor común que los caracterizaba: la franqueza, laalegría, su música típica que invadía y alegraba asus gentes. Todo esto le encantaba. Le hablaron deBuenaventura como el principal puerto del Pacíficode Sur América. Habló de sus habitantes, negros deancestros africanos, y la maestra los describió comoaltos, fornidos, trabajadores incansables y alegrescomo sus fanfarrias.

Cuando al almuerzo ella se sentó a la mesa consus abuelos, le contó la abuela Mercedes que su abue-lo iba a hacer un viaje urgente al puerto, que en ellenguaje de la región era Buenaventura.

-¿A qué vas a Buenaventura, Abuelo?- preguntóTatiana.

El abuelo pensó por un momento y le respondió:

-Es una comisión de carácter público que me haencomendado el juez actual, relativa a un juicio quedejó pendiente en el puerto. Tal vez no sepas que eljuez actual lo fue también en el puerto.-

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Tatiana

-¿Es negro el juez actual de aquí?-

-Bueno, es algo moreno, pero una persona muyamable. Además, pagan un poco por ese viaje.-

La muchacha quedó convencida por la explicaciónde su abuelo.

- Hoy, precisamente, en la clase de geografía, lamaestra nos habló de las gentes del litoral pacífico –dijo.

-¡Qué casualidad! y ¿qué dijo?-

-Bueno. Habló de su raza y de su gente. De la im-portancia del puerto. Dijo que es el mayor puerto deSur América. También que esa costa se ha converti-do en la mayor puerta de salida para los contraban-distas de drogas alucinógenas del país.-

-Esa maestra parece que les enseña de todo me-nos geografía.- comentó don Miguel.

-Bueno. Supone que todos hemos visto el mar, losríos y las montañas y que es más importante cono-cer el carácter de los pueblos que los accidentes físi-cos del país.-

-Muy bien hija. Tú comprendes el espíritu del cur-so, sólo que es importante, especialmente para losreinados, saber donde queda Tunja. ¿No te parece?-

Todos rieron.

La ansiedad por el viaje le vino al amanecer. Pen-só en lo que averiguaría una vez que estuviese allí.

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Pensó que lo mejor sería contactar al juez, y hacerseacompañar por dos agentes de policía para con ellosbuscar a quien no conocía sino por la lacónica des-cripción que hizo el campesino que lo vio de cercapoco después de cometer el crimen.

Salió de la oficina del juez acompañado por dosnegros fornidos. Viajaron despacio por el muelle. Mi-raron aquí y allá. Por oficinas, por bodegas, mirarondetenidamente a los cargadores de los camiones quetransportaban las mercancías de las bodegas a laciudad. De repente, don Miguel vio a un cargadorblanco, alto aunque no fornido, que tomaba agua enuna fuente. Se le acercó y el hombre, al reconocerlointentó huir.

- ¡Ese es el hombre! Gritó. Inmediatamente losagentes le intimaron rendición. No huyó. No opusoresistencia. Solo dijo:

-Están equivocados. Señores. Yo no he hechonada.-

Don Miguel lo miró cuidadosamente. Era un hom-bre alto. Delgado. De ojos negros y huidizos. Llevabauna barba oscura de tres o más días. Inmediatamentese le vino a la memoria los rasgos del señor Ramiréz,el comerciante de San Juan del Puente. Era él. ADon Miguel no le quedaban dudas.

-Llevémoslo al comando de la policía- les dijo a losagentes.

Al entrar a San Juan del Puente, el preso, paradó-jicamente, se sintió alegre. Se sorprendió. Venía es-posado, pálido, con hambre, pero la vista de su pue-

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Tatiana

blo, donde había nacido y crecido; donde tuvo amo-res de toda clase, allí conoció a muchas mujeres.Nunca recordó el nombre de Lucía. No sintió arre-pentimiento, ni dolor, sino una inmensa alegría. Re-cordó a su padre sin odio. Se acordó de cuánto malle habían hecho otros; pero a la señorita Lucía Aguilarnunca la recordó. Al recordar su hogar, sus herma-nos, ver el parque de la plaza con sus ceibas ypomales. Flores azulinas sembradas en la eras delos jardines del parque y ese aire limpio, claro, trans-parente. Sintió la vida como renovada. Miró a la gen-te con simpatía. Una tranquilidad infinita que sola-mente el hogar la comunica. Sea lo que sea, pensó,mi pueblo es mi pueblo y aquí el aire me consuela.

Empezaron el juicio. Negó todo. El señor Ramírezdijo que era su hijo mayor, que había sido esto yaquello, pero se extrañaba que hubiera también co-metido el crimen que le imputaban. Ramiréz no ce-dió. Negó todo. Nadie podía mostrar que él era el autordel asesinato.

A Genaro Díaz, el hombre que afirmó que lo habíavisto vestido de soldado o guerrillero, armado, el delcuento del remiendo de su camisa en la espalda, hacíacasi un año lo había mordido una culebra coral yyacía en el cementerio, de manera que a Ramiréz lodejaron en la cárcel, sindicado pero sin pruebas cier-tas. Podía ser, podía no ser el culpable del crimenque se había constituido en un asunto de millaresde inculpaciones, pero sin una prueba que lo conde-nara.

El tiempo fue pasando. Ramírez se constituyó enel preso más antiguo del penal. Don Miguel volvió

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una y otra vez a la casa de Matilde de Vera. La con-sultaba siempre sobre lo mismo: cómo hacer que esehombre confiese. No existe método de intuición, nimentalista, ni brujería de ninguna clase que puedahacer que la razón supere a la decisión de un hom-bre de mantener firme su palabra. -De modo donMiguel, dijo que hasta aquí llegaba él en este paseo.-dijo Matilde a don Miguel.

La señora Mercedes, al reconocer la impacienciade Miguel, se enojaba con el juez y hablaba del fra-caso de la ciencia de la jurisprudencia. Un día re-prendió a Miguel:

-Por creerle a esa charlatana. A esa embaucadora.Bien inocente que será ese desmadrado preso. Élestará feliz. Comiendo por cuenta del Estado. Dur-miendo sin acoso, esperando el famoso, “por falta depruebas queda libre”. Y usted ha perdido la vida, seha atormentado, le ha traído esperanzas a Tatiana,que no hace más que esperar la sentencia y saberque por fin la justicia se impone.-

Cuando vio entrar otro año en esa espera, y quetodo se parecía al pasado, don Miguel pensó seria-mente en devolver el tiempo, olvidarse de sus hijosque cumplían siete años de enterrados y autorizar aljuzgado que diera por cumplida la pena.

Antes de tomar esta decisión visitó a Matilde y ledijo:

-Usted Matilde ha cumplido su promesa de en-contrar a este hombre (se refería a Ramírez). Fueapresado donde usted anunció. Todos sabemos quees él el culpable, pero las circunstancias nos han

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Tatiana

jugado una mala jugada, y no hay aquí, quien afirmecon pruebas, que él es el responsable. Yo estoy viejo.Las leyes no cambian y lo mejor que podemos hacer,es retirar la demanda.-

-Pero usted ha visto, Miguel, lo que ha pasado conel preso. Se ha rejuvenecido. Yo, como mujer, lo es-toy viendo mas joven. Se ve más alto, ya no es elesmirriado que trajimos. Levantó la cabeza. Motilósu pelo. Hasta la piel de su cara y su cuerpo, hanmejorado. Ahora su mirada es franca, abierta, yo di-ría que son bellos sus ojos negros y como escrutan-do de todo lo que pasa. ¿Lo ha notado, don Miguel?-

-Algo he visto-

-Yo diría que ha hecho retroceder el tiempo. Es unjoven a quién nadie culparía.-

Don Miguel salió de la casa de Matilde un tantodesorientado. ¿Se estaría enamorando doña Matildedel preso? ¿Acaso ella no le estaría comunicando esafuerza que el preso muestra para negar? En ese casoMatilde es culpable. ¡Que lío!- pensó.

Al domingo siguiente Tatiana, que sólo se habíaanimado una vez a visitar la pequeña finquita dondesucedió la tragedia, y fue cuando sus abuelos viaja-ron a la casa, a fin de efectuar un inventario de todolo que habían dejado sus padres, e instalar un nue-vo administrador de la propiedad. En esa ocasión,con la aprobación de sus abuelos, sacó un baúl deLucía, su madre, que contenía sus vestidos, inclu-yendo el traje de novia, que permanecía doblado,embalsamado con naftalina para evitar su deterioro.

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El baúl y otras pertenencias de Lucía las puso ensu cuarto. Pero hasta ese día permanecieron en elmismo sitio.

Ya hacía varios años de la noche aciaga en queTatiana, de siete años, miró los cajones, de tablasrusticas, enfilados en el corredor de la casa con loscuerpos muertos de sus padres. El tiempo tiene malamemoria. Ahora la única hija de los muertos era unaniña alta, hermosa, de cabellos negros y de un ros-tro que solamente recordaba el de Lucía.

Un domingo, su abuelo, don Miguel, le pidió porpuro capricho de viejo, que se vistiera con el trajerosado que Ernesto le había regalado a Lucía el díaque lo aceptó como novio.

A Tati le pareció a la par que algo miedoso, inopor-tuno, irrespetuoso a la memoria de su madre, vestirsu traje de fecha tan memorable por un capricho delabuelo. Pero el viejo insistió, como si tuviera unasegunda intención. Cuando la vio vestida así, porpoco lanza un grito de llanto. Tatiana era idéntica asu madre: La misma estatura, sus formas de mujeriguales, sus labios rosados y su sonrisa idéntica a lade Lucía.

Largo rato demoró el abuelo para reponerse delchoque de recuerdos que lo invadieron aquel día. Ledijo: - Hija, eres idéntica a tu madre; ella, desde elcielo, debe estar celebrando tu semejanza con ella.

Cuando la abuela la vio salir de detrás de la corti-na, estaban en la sala, la abuela tornó a mirarla. Lamiró después con curiosidad. Luego se puso pálida,

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Tatiana

se apoyó en una silla, y rodó por el cuelo desmaya-da. No tuvo voz. Los ojos perdidos en la sala. Musitabaalgo. Don Miguel se inclinó asustado viendo el ver-dadero desmayo de Mercedes. - Agua, agua, y alco-hol, gritó el abuelo. Frotaron la frente de Mercedescon alcohol, le dieron agua, su marido la apoyó ensus brazos diciéndole: Es Tatiana mija. Es Tati quese puso el vestido de Lucía, el día que nos presentó aErnesto. ¿Recuerdas?

- Sí. Sí. Pero, por Dios, eres el retrato de tu madre,dijo, más recuperada.

La escena de Mercedes tuvo consecuencias. Mi-guel, que era un viejo obsesionado con la muerte desus hijos, recordó que en la cárcel estaba el probableculpable del crimen. Le propuso a la bruja una ideasiniestra: que pidieran la ayuda de Tatiana para que,aprovechando su singular semejanza con la bellezade su madre, hicieran en la cárcel una especie deminitragedia ante los presos. Una tragedia en la queun actor de nombre Ernesto fuera asesinado con suesposa, por un guerrillero de barba que de repenteentraba a su casa.

Miguel pensó que aquella representación sería su-ficiente para que Ramírez confesara su crimen. AMatilde de Vera le pareció genial la idea. Había queescribir el argumento de la tragedia y buscar los ac-tores.

Don Miguel le refirió a Mercedes, su esposa el planque había pensado. Estaba seguro de que el asesinocaería si Tatiana hacía su papel de Lucía, tan bien,como lo hizo en el pasaje de la cortina en la sala.

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Todo lo que se requería era recordar frente a Ramirézla muerte dramática de Lucía y su esposo.

Doña Mercedes entendía un poco de teatro. Le dijoa Miguel que el drama estaba ya vivido. Recordó lanoche anterior al crimen. Casi no pudimos dormirhablando mientras afuera llovía a cántaros. Esa no-che, ese viento afuera, los toques de los viajeros enla puerta. Nuestro miedo de abrir a esas horas. Lavoz del viajero se escuchó clara, nítida, inolvidable:“Malas noticias don Miguel”. Esa frase, Miguel, viveen mi memoria, en mi alma, y será enterrada conmi-go. Allí está el drama. La tragedia.

Ahora pienso que teatralmente será un acto y dosescenas. En el tiempo, la primera escena será la vi-sión del campo. Sus montañas, sus valles, los culti-vos, y las casas separadas, aisladas, pequeñas, don-de habitan los campesinos.

Escena primera

Son las dos de la tarde. Un sol ardiente iluminatodo. Una salita pequeña. Los esposos jóvenes con-versan en la sala. La puerta que da al exterior estáabierta. Un guerrillero, o paramilitar, en traje de fa-tiga dispara desde la puerta, sin hablar y asesina deuna vez a los esposos. Silencio. Huída. Un hombreescucha, mira hacia la casa y se esconde, etc.

Escena segunda

Una alcoba. Una cama. Están acostados dos vie-jos. Hombre y mujer. Hablan. Este dialogo sí se es-cucha. Es sobre los jóvenes de la escena anteriorque para ellos están vivos aún. La lluvia arrecia. De

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Tatiana

pronto, se escucha claramente una voz invisible quedice: “Aquí es la casa de don Miguel”. Entonces se vea un jinete en su caballo que en otro caballo trans-porta los dos cajones con los muertos a lado y ladode la enjalma. Etc.

Al final de esta escena se escucha una música triste.

Telón

El auditorio son los presos, los guardias, el públi-co en el cual don Miguel y el juez actual, están sen-tados a lado y lado de Ramírez, que se ve juvenil,afeitado y sin ninguna muestra de que es otro preso.

Personajes: Tatiana y un Ernesto (Primera esce-na) el traje de Tatiana es el mismo de su madre. Etc.

Segunda escena: Doña Mercedes y don Miguel enla cama. Etc.

Tercera escena: El jinete, los trabajadores y donMiguel.

Con mucho esfuerzo se hizo la representación. DonMiguel y el juez observaron hasta las menores reac-ciones de Ramírez. Cuando sonaron los disparos con-tra la pareja, se estremeció, como todo el público yexclamó:

-¡Qué hijueputa, matar a una hembra como esa!

Los jueces salieron del espectáculo seguros de va-rias cosas: primero, que Ramírez no era el autor delcrimen. Segundo: que no conocía a Tatiana. Tercero:que no todo el que niega un hecho en el que se supo-

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ne culpable, miente. Cuarto: que para condenar auna persona se requieren pruebas irrefutables.

Después de la representación, en casa de don Mi-guel, dialogaron don Miguel, Mercedes y el nuevo juez,de apellido Ortiz, un joven graduado de la universi-dad del Cauca.

-Este acto se representó con el propósito de verifi-car la hipótesis de verificar la culpabilidad de Ramírezen el crimen. - dijo el juez Miguel, con aire de pre-ocupación-. A mí me parece, continuó, que no tuvoel efecto esperado. Salvo mejor opinión de ustedes.El doctor Ortiz y yo, estuvimos atentos a todos losmovimientos, reacciones, palabras o gestos queRamírez pronunciara o hiciera durante la represen-tación. No observamos nada. Una exclamación vul-gar en el momento del asesinato pero en sentido deprotesta. ¿Se puede deducir algo de esa actitud?-preguntó.

-Nada- dijo Mercedes. Ni siquiera en la escena do-lorosa de la llegada de los cadáveres, cuando muchagente que no conoció a Lucía sintió la punzada deldolor. Es que yo creo que no conoció a Lucía. ¿Uste-des creen que no la conoció?- preguntó a los otros.No hubo respuesta.

-Leí en alguna parte,- dijo Ortiz –que hay una te-rapia, consistente en recordar el momento del cri-men tantas veces en el día y en la noche, hasta queel dolor, o la rabia, o el pesar, se diluyan en el vivircotidiano, y que el crimen desaparece de la mentehasta olvidarlo. Mediante esa terapia el acto se borrade la memoria y todo lo que pasa, es nuevo o indife-

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Tatiana

rente. ¿Ese señor Ramírez es graduado en algo?- Pre-gunto el nuevo juez.

-Poco sabemos de él. Sé que sirvió comocontraguerrilla mientras estuvo en el ejército pres-tando el servicio- respondió don Miguel. -¿Y quiéndice que ese método no lo usan los guerrilleros paraenseñarles que su causa es más justa que la del go-bierno y hacer sus guerreros indiferentes al crimen,terrorismo, sin sentimientos?-

-Mercedes se santiguó. ¿Hasta allí hemos llega-do?- Preguntó.

-Y más lejos, señora. Respondió Ortiz- hoy se sa-crifica un joven para dejarle a su madre o a su mujerun puñado de dólares. Eso pasa a menudo con lossicarios.-

-En síntesis no se logró nada con el experimento.Estamos como al principio. Ahora tendrá que dardoctor Ortiz curso a la liberación, con el agravantede que el padre del muchacho, señor Ramírez ya hacontratado a un abogado para que alegue el derechode libertad que obliga la ley.-

-¿Pero no dizque el padre está de acuerdo que secastigue al criminal?- preguntó Mercedes.

-Al criminal sí, pero si su hijo es inocente por faltade pruebas, ¿a quién van a castigar? Seguramente elpadre de Ramírez se alegrará y acogerá a su hijo.-

Todo sucedió como ellos lo pensaron. A los pocosdías Ramírez quedó en libertad y, como un hijo pró-digo, su padre lo acogió. Empezó a vestirse bien.

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Caminaba con la frente en alto. Y como era un hom-bre de apenas treinta años, las muchachas del pue-blo lo empezaron a mirar como un hombre intere-sante.

Pasaron ocho meses y un día Tatiana llegó tem-prano a la casa. Estaba a dos meses de terminar subachillerato. Se encerró en su cuarto y se dejo caersobre la cama sin desvestirse, mirando al techo comopreocupada, pensando:

- “Que horror. Ese hombre en mi vida. Me mira ensilencio, parece que me esperara a las cinco de latarde. Yo miro hacia el horizonte. Veo el sol ocultán-dose tras los cerros y siento sus ojos negros mirandomi espalda. Me penetran, me asustan, temo esos ojosque parecen atravesar mi vestido, complacerse demis formas. Es el hombre liberado, el hijo mayor delseñor Ramírez. El hombre que fue acusado de habermatado a mis padres. ¿Qué busca? ¿Qué quiere? ¿Porqué me perturba? Es como si me persiguiera un pe-cado. Como si no pudiera escaparme de él. Todos losdías. Todas las tardes. Constante como la luz. ¿Quépensarían mis abuelos si llegaran a enterarse de quepienso en él? Pero estoy pensando en él. Lo mismome pasa en el colegio. Mientras la profesora lee, parailustrarnos, el poema “Amo amor” de la Mistral:

“Anda libre en el surco, bate el ala en elviento,Late vivo en el sol y se prende al pinar.No te vale olvidarlo como al mal pensamiento:¡Le tendrás que escuchar!

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Tatiana

Y si yo lo autorizara para que me hablara ¿Quépasaría? Me gusta. Es mayor que yo. Se ve que havivido mucho. Dicen que es un aventurero. Que haestado en todas partes, trabajado aquí y allá. Que hatenido muchas mujeres. Pero está soltero. Es alto.Buen mozo. Parece respetuoso. Pasó la prueba demis padres. Mi abuelo lo sigue odiando. El cree en elfondo que es el culpable, sin embargo no pudieronencontrar pruebas de su culpabilidad. No debo pen-sar en él. Es como un mal pensamiento, como diceGabriela Mistral. ¿Qué haría ella? ¿Hasta donde sepuede perdonar? A mi me da pesar por mis padres, ysi no fue él, si todo es una confusión. Si el culpablesigue vivo, o muerto, ¿Por qué yo debo cargar conesa culpa? Su piel es tersa. Su mirada es franca. Noanda escondiéndose. Fue capturado mientras alza-ba bultos en Buenaventura. Tal vez haya sido unpobre hombre desorientado, y por no obedecer a supadre, resolvió echarse a la aventura. Conocer otrosmundos: el mar, mujeres, otras montañas, dicen quefue pescador, como algunos de los apóstoles, perosin fe, regresando a la sombra de su padre. ¿Le doyuna oportunidad? ¿Quién me impide conocerlo? Ha-blarle, tal vez sea feliz y quizá yo llegue a serlo. ¿Aquién tengo? ¿Quién me ama fuera de un par de an-cianos? Mi abuelo está más acabado, decaído, quemi madre. ¿Qué será de mi futuro cuando ellos mue-ran? La otra noche se enfermó mi abuelo. ¡Que con-fusión! Cuánto temor. Dos mujeres solas en el mun-do. Mejor no pensar en eso. Mi disyuntiva: “Le doyoportunidad de que me hable, o no. A eso se reducetodo.”

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Había oscurecido. La casa que era grande, se sen-tía vacía; la mujer que ayudaba a Mercedes la viosalir de su alcoba y se alarmó.

-No sabía que estaba aquí, señorita Tatiana.¿Cuándo llegó?-

-Hace rato, Rosana. Estaba haciendo tareas en micuarto- dijo -¿Dónde esta mi abuelo?-

-No lo sé señorita. Debe estar jugando billar, o aje-drez, que es lo que hace por la tarde.-

El abuelo estaba haciéndole una larga visita a laseñora de Vera. Hablaron sobre la representación quele hicieron a Ramírez, para ver si soltaba prenda. Sele presentó Tatiana vestida con un traje de Lucía, nose inmutó. Como si jamás la hubiera visto. PeroTatiana lo conoció. Estaba a mi lado y lo único queexclamó fue su rabia por el asesinato. ¿Qué pode-mos hacer?

-Ya le dije don Miguel, si un hombre insiste ennegar, no hay manera hacerle confesar. Ya se lo dije.

-¿Entonces?-

-Guardar silencio y morirse con la pena. ¡Cuántosculpables hay en la calle porque no los venció la au-toridad! ¡Y cuántos han pagado penas injustas! A esehombre deben dejarlo en libertad y no luchar másen ese asunto. Son más de diez años y no se ha podi-do hallar el culpable. Deje eso, don Miguel y viva suvida. A mí también me engañó, aunque nunca lo hevisto.

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Tatiana

-Si lo viera ¿Qué?-

-Si lo viera… mirándolo a los ojos por un segundoyo sabría si es culpable.-

-¿Seguro?-

-Seguro. Los ojos del culpable llevan la manchadel crimen.-

-Yo creo que puedo traérselo- dijo el juez.

Sucede que ya Tatiana había dicho una sola fraseque le ayudaría. Un día dijo, de pasada, que era muybuen mozo. Esa sola declaración de Tatiana le iba aayudar.

Don Miguel no tuvo que mencionar su larga con-versación con la señora de Vera. Durante el almuer-zo en la casa, la niña contó a Mercedes y a don Mi-guel que ese hombre la miraba con una insistencia,con un cariño, con un interés, que solamente por latriste historia de su vida, ella sentía un poco de lás-tima por él. Es como un niño hermoso pidiendo li-mosna. Así lo siento.

Mercedes en silencio, miró a su marido. Don Mi-guel le preguntó a la niña - ¿Tú no lo saludas?-

- No padre. ¿Por qué?-

- Porque tú sabes que ha sido absuelto. Que supadre lo perdonó también de sus errores de juven-tud y hoy maneja su finca.-

- Sabía que estaba libre. Solamente eso.-

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- Salúdalo. Es un pesar ver a un hombre que talvez sea inocente, humillado.-

Pasaron varios días. Ella salía del colegio y no loveía. Parecía que había desaparecido del sitio dondela esperaba. Un día lo vio de lejos como esperándola.Disminuyó el paso, lo miró (ella nunca supo si conmás fuego), porque la mirada de Tatiana era profun-da, que llegaba hasta el alma. El hombre se animó,dio un paso adelante y le dijo.

- Hoy estás más hermosa que nunca, Tatiana.-

-¿Si? ¿Y por qué sabe mi nombre?-

-Lo aprendí la noche que representaron la muertede su madre. Me impresionó. Se fijó usted en mimente. Yo estaba sindicado del crimen. Pero le juró,que no conocí a su madre. Aunque varios presos medijeron que fue como usted. Así de hermosa-

Tatiana escuchó esa declaración, dicha en un ins-tante. Ella siguió adelante sin responderle nada. Perotuvo tiempo de mirarlo. Sus rasgos, la forma de surostro, los ojos, el cabello, la boca, la sonrisa, su es-tatura y el tono de su voz. Todo le pareció hermoso.Mientras caminaba despacio, escuchando su voz,recordándolo como si siguiera su lado. Llegó a la con-clusión de que le gustaba. Pensó entonces en su pro-pio pasado. Nunca había tenido novio. Para ella elamor no existía en ese momento. Era una palabraque escuchaba a menudo, sin embargo, jamás pen-só en ella. Era algo que seguramente sentían los de-más, y, en el fondo, el único amor que sentía era elde sus padres. Pero, ¿Cómo sería el amor que lleva-

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Tatiana

ba a un hombre y una mujer a unir sus vidas hastala muerte? Había vivido, en cierta forma, el amor entresus abuelos. No recordaba pormenores del amor deErnesto y Lucía, sus padres. Era una niña queridapor ellos. Adorada por todos hasta hoy, a pesar delas penas que le ocasionaron la muerte de sus pa-dres. Lo imaginaba, lo pensaba como un gran cari-ño. Sabía que por ese cariño, nacían los hijos. Sabíaen teoría, cómo sucede el acto del amor. Sentía de-seos sexuales, que ella disipaba. Sabía que debíarespetar su cuerpo. Era virgen a su edad. Se alejabade las conversaciones sobre sexo. Las pocas leccio-nes que sobre sexo debía recibir en el colegio las des-echaba haciendo esfuerzo por olvidarlas… ¿Pero cómoserá el amor verdadero?

Se preguntó al llegar a su casa.

Su abuelo estaba fumando su pipa en la silla delcorredor. Pensaba precisamente en la posibilidad dellevar a Ramírez a donde la bruja. Don Miguel leyóen el rostro de su nieta un aire de alegría que lo llevóa pensar que algo nuevo, distinto, le había sucedido.Lo besó con efusión. Ella pasó con cariño su manodelicada por el mentón del abuelo: - Algo aquí, nece-sita una afeitada. Miguel sonrío.

-¿Qué nos cuenta la señorita que trae el rostrotan alegre? –

-Algo raro me sucedió, abuelo.-

-A ver, cuéntame-

-Yo había notado, desde hace días, que ese señorRamírez, a quien acusan como el responsable de la

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muerte de mis padres, después de quedar libre de laacusación, me mira con insistencia. Me mira comoextrañado de algo. Es una mirada de admiración yextrañeza a la vez. ¿Por qué, abuelo? A veces sientomiedo. Pues hoy, al pasar junto a donde estaba, sedecidió por hablarme. Sabe mi nombre.-

-¿A ti, a ti te habló?- preguntó el abuelo.

-Si abuelo.-

-¿Qué te dijo?-

-En un instante me dijo que él no era responsablede nada. Que mi imagen lo impresionó por lo bella yla lleva consigo. Me dijo que no conoció a Lucía, mimadre…

-¿Te lo dijo como algo aprendido y ensayado, ve-lozmente?-

-No papá. Fue algo natural- respondió Tatiana.

Don Miguel quedó perplejo.

-¿Le respondiste algo?-

-No señor. Seguí derecho.-

-¿Y tú qué piensas?-

-Nada, abuelo. Que es muy buen mozo. Eso es loúnico que pienso.-

-¡Aja! Me parecen esas palabras como preparadas.Como algo pensado y ensayado. No me gustan, sinembargo, te voy a contar una cosa importante. Su-

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Tatiana

cede que la vieja que llaman la bruja, que sigue ayu-dándome en este asunto me dijo recientemente que siella hablaba con ese hombre por dos minutos, consolo mirarlo a los ojos, ella sabía si era culpable o no.-

-¡Papá! ¿Le crees a esa vieja?-

-Tengo razones para creerle hija.-

-¿Cuáles razones?-

-Me reveló el sitio donde estaba. ¿Has pensadocuanto lugares tiene un hombre para esconderse eneste país?-

-Muchos.- respondió Tatiana.

-Pues bien, la señora de Vera, me reveló el sitiopreciso donde estaba Ramírez. Yo lo traje de Buena-ventura- afirmó Miguel, triunfante.

-Sí papá. Pero no se le pudo probar nada y tuvieronque soltarlo. Los brujos son unos charlatanes. Estoysegura que en la premonición de la bruja hubo una tram-pa. Tal vez lo vio en el puerto en uno de sus viajes.-

-¿Sería así? Hay algo de posible en eso. De todosmodos, si pudiéramos llevarlo hasta esa señora, sal-dríamos de las dudas.-

-Creo que es posible, papá. Yo lo puedo invitar aque la señora nos lea “la buena suerte”. Varias ami-gas mías han ido a eso.-

-Pídeselo. Como cosa tuya, sin que malicie nada.Le puedes decir a la señora de Vera que eres mi nie-ta. Ella me conoce bien.-

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-Así quedamos, papá- dijo Tatiana.

Don Miguel quedó muy agradecido con su nieta.Pensó que sería el último esfuerzo que haría en esepenoso asunto. Se sentía cansado. Estaba ya muyviejo para “perseguir bandidos”, como él decía. Que-ría descansar de tanta lucha.

Pocos días después, Tatiana volvió del colegio conel rostro sonriente. Le dijo a su abuelo que habíahablado con el señor Jairo Ramírez. Qué señor tansimpático. -¡Y que palo de hombre!- exclamó.

-¿Cuándo?-

-Ahora. Me estaba esperando en la misma esqui-na del almacén. Me saludó por mi nombre otra vez.Estuvimos charlando y yo le dije: “que suerte Jairo.Venia pensando en usted” “¿Por qué?” me preguntó.“porque siempre nos encontramos en la misma es-quina. Deberíamos hacernos adivinar la suerte. “Algodebe suceder”, él se rió y dijo “¡Si quieres ya!”. “Des-pacio”, le dije. “Pero sí mañana”. “¿A que horas?” mepreguntó. “Mañana es viernes, ¿A esta hora, le pare-ce?”- ¿Pero tú crees en eso?- me preguntó. -Bueno.En Colombia hasta el Fiscal Nacional lo cree.- Jairosoltó la carcajada.

Al otro día se encontraron en el mismo punto. Sesaludaron y Jairo dijo:

-Vamos pues, a donde la bruja-

No tuvieron que esperar turno, pues la vieja quela ayudaba a Matilde les abrió la puerta inmediata-mente. Encontraron a la señora de Vera meditando

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Tatiana

en la sala. Los miró sin pestañear, y cuando Tatianale recordó que ella era la nieta de don Miguel, la se-ñora respondió:

-Los estaba esperando. Los vi en el parque con-versando juntos, hacen muy bella pareja.-

-Usted- le dijo a Jairo –está mas alto de cuando lovi paseando cerca de Guapi, ¿Recuerda?-

Ramírez miró a Tatiana desconcertado y le dijo.

-Sabe donde he estado-

-Adelante- nadie supo si lo decía a la muchacha oa si misma.

Lo cierto fue que la bruja les pidió que se sentaran.

-Mi arte es eterno. Los adivinadores, pasamos.Como nosotros, la verdad hay que buscarla y noso-tros somos apenas los agentes de ella. Ustedes estánvivos. Todos los vivos quieren saber la verdad. Si esverdad la existencia o si somos apenas fantasmas dela verdad. Tenemos un alma. Nos cuesta trabajo lle-varla. Muchas veces la perdemos, volvemos a encon-trarla en la existencia de las cosas- guardó silencio yluego preguntó. -¿Quieren saber la suerte de uno ode ambos?-

-De cada uno y también de ambos- respondióTatiana.

Miró a Jairo primero y le dijo:

-Has encontrado la verdad de tu vida, joven. Hasvacilado. Te has hundido. Has flotado y el sabio azar

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te ha rescatado para la felicidad. Tu vida será de hoyen adelante, una vida normal y feliz. Esa es tu suer-te. Cree en el futuro.-

Respiró profundo. Arqueó las cejas.

-Tatiana, tienes mucha suerte. Leo en tus ojos lafelicidad. La felicidad tiene muchos momentos no tanfelices, pero en conjunto, nunca, de hoy en adelante,volverán esas horas angustiosas y oscuras que ya hasvivido. La muerte de tus padres fue inaudita. Aún re-cuerdo esas horas, pero no volverán. La vida para ti,apenas empieza. Tienes 18 años. Dentro de dos me-ses terminas tus estudios. Entonces empezarás a go-zar de la felicidad. Un hombre que te ama. Un hom-bre valiente que ya conoce la vida puede comparar laaventura con la estabilidad. El hogar que quiso tantoLucía lo tendrás y ya pasaron los peligros. Estarán enpaz los hijos de los que ayer sufrieron dolores y mise-rias. Hay que tener fe en el futuro. No nos engañe-mos. Ustedes dos serán felices. Esto lo digo hoy vier-nes cuando, el sol empieza a ocultarse.-

Luego los llevó al cuarto donde tenía la estatua demadera oscura. Avanzó hasta el rincón donde ar-dían dos velones blancos y, como olvidándose de lapareja le dijo:

-De acuerdo, Vera, ¿o no?- Vera, o lo que fueraaquella figura, inclinó la cabeza con esfuerzo en se-ñal de aprobación.

Volvieron a la sala. Entonces la adivina los miró,alternativamente, a los ojos, como comparándolos.Le dijo:

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Tatiana

-Tal para cual. Ah, y dile a Miguel, “que la claridades cierta”. Él me entiende.-

Pero Tatiana también entendió.

Salieron felices. Sobre todo Tatiana. El corazón ledaba saltos. No se cansaba de sonreír mientras mi-raba a los ojos a Jairo, alegre, satisfecho. Nadie diríaque la noticia que llevaba adentro era el principio deuna esperanza varias veces soñada. Al llegar sola asu casa, don Miguel le preguntó con ansiedad:

-¿Y? ¿Qué noticias?-

Tatiana le sonrió, lo miró al rostro como para com-probar su felicidad y le dijo:

-La claridad es cierta.- y se lanzó a sus brazos conlágrimas en los ojos.

-En esa prueba de los ojos, la señora de Vera esinfalible, dijo, estrechando a su nieta que no era unaniña, sino una muchacha de su misma estatura, unmetro con ochenta centímetros, en la flor de la edad.-

Por mera curiosidad le preguntó si él había cono-cido al señor Vera.

-Claro que sí-

Con voz apagada le dijo:

-Dicen que ese sí conoció al diablo.- Al menos esose decía.

-¿Cómo era?-

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-Enanito, flaquito, un fenómeno, que dicen que lopuso el mismo diablo en un bote en medio del mar.-

-¡Que bestialidad!, papá-

-¿Y ella dónde lo conoció?-

-Ella venía en el mismo bote, y le tocó acabarlo decriar. Dicen que ese muñeco negro que ella conservaen el cuarto, es su estatua.-

-¡Santo Dios bendito!-

-¿Y nosotros tan cristianos nos metimos en esto?-

-¡Lo que tiene uno que hacer por los hijos, hija!-respondió.

En pocos días el pueblo de San Juan del Puente,se acostumbró a ver por sus calles y en el parque, laagradable figura de los novios, paseando, recibiendojuntos ese aire tibio, o comprando flores o frutas enlos mercados dominicales. Don Miguel y su esposaestaban verdaderamente entusiasmados. Habíansehecho al propósito de no mencionar delante deTatiana, a ninguna hora, los nombres de sus padres.Si por alguna razón los mencionaban, lo hacían comosi sus nombres pertenecieran a un pasado lejano.Don Miguel abandonó, por voluntad y propósito, elnombre de su hijo y el nombre de Lucía no se escu-chaba. Hacía más de tres años habían suspendidolas visitas dominicales a sus tumbas. Solamente donMiguel, el día de los difuntos, se escapaba de la casay se iba solo, a llorar por media hora sobre las tum-bas de sus hijos. Todo esto lo hizo para no atormen-tar a Tatiana. Quería que ella recuperara su vida, la

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Tatiana

cual había sido opaca, sin alegrías ni fiestas, sola-mente recuerdos tristes.

La amistad con Jairo la estaba transformando.Reía, hablaba de él como el hermano que nunca tuvo.Él se comportaba con delicadeza, con afecto y eseaire de consideración y cariño que sus abuelos nopodían darle. Un día, mientras conversaban, él, cons-cientemente, la acercó a su cuerpo y la besó en lafrente. Tatiana guardó silencio. Pero, de ahí en ade-lante, siempre la saludó de beso, en la frente prime-ro, hasta el día en que se acercó a los labios. Se que-dó quieta, como un pajarito que espera su alimento.El amor desde ese día, empezó a cambiarla. Ahoraera más espontánea, más amistosa, sus sentimien-tos cambiaron. Se sintió más completa, más mujer,sintió deseos de abrazarlo y, definitivamente, creyóque amaba a ese hombre. Fue una transformaciónrápida, como esperada. Su cuerpo, sus senos, susbrazos largos y su cabello oscuro adquirieron paraella otro significado.

Un día, paradójicamente, volvió a su mente la fi-gura que apenas recordaba de su madre, de Lucía,que parecía yacer en el fondo de su alma. Recordónítida su belleza, su estructura, su aire, y quiso re-cordar con su abuela todo lo que recordara de Lucía.Era –Le dijo su abuela Mercedes- tan bella como tú.Lo que más recuerdo de Lucía, era su sonrisa. Eracomo una combinación de sus dientes blancos y pa-rejos con sus ojos. Reía, sonría, expresaba todo consu rostro. Pero mantente tranquila, así eres tú.

Era viernes. Tatiana sabía que el sábado, a las doso tres de la tarde, llegaba Jairo de la finca. Ese día lo

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había pensado, lo había llevado consigo a todas par-tes. Al colegio. A la iglesia donde había pedido por susuerte, por su vida y la de él. No sabía porque, depronto, resultaba pensando en él… como sí lo tuvie-ra al frente. Escuchaba su voz, lo veía avanzar haciaella: blanco, alto, con sus dientes un poco mancha-dos de cigarrillo. A ella no la molestaban esas cosas.Pero pensaba a cada momento en él. Sí, -se dijo-estoy enamorada. Fieramente enamorada de JairoRamírez, el sindicado por varios años de la muertede mis padres. Ahora lo quieren mis abuelos, lo quieroyo. Lo admiran mis amigas. Nadie le comprobó nada.¿Fue un error, una confusión? ¿O estoy enamoradade un asesino? ¿Por qué pienso esto? Yo tengo dieci-nueve años. A mis siete años, él estaba en el ejército.¿Como era? Que era un muchacho travieso. Le gus-taba el trago y las drogas, pero cumplió en el ejérci-to. ¿Qué drogas? Sería bueno que él me contara,ahora que no se toma un trago. Ahora que vive sola-mente para los trabajos de la hacienda. Ahora quemira los amaneceres pensando en mí y en la lluvia.Lo amo como nunca amé a nadie, a ningún hombre.Solamente a mis padres, al hogar y a los pomales.¿Hasta cuándo lo amaré?

El sábado llegó a las tres de la tarde bajo un sol defuego. Tomó mi mano. Apretó mis labios contra lossuyos y sin decir palabra se sentó en una silla.

-Estoy cansado, Tatiana- me dijo.

-¿Trabajaste mucho?-

-No. Pienso mucho.-

-¿En qué piensas?-

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-En ti. En mi vida. En mi pasado, tengo treinta ydos años y tengo una historia muy larga.-

-Cuéntame tu vida en el ejército-

La miró como extrañado. Palideció. Se puso de pie.

-No vale la pena. Es como haber estado alguna vezen un desierto solo y rodeado de peligros. Es inolvi-dable. Marca tu vida en todas las formas. ¿Para quehablar de eso?-

-Tengo curiosidad.-

-La curiosidad mató… ¿a quien?-

-Yo no sé- respondió Tatiana.

-Yo recuerdo ese tiempo casi con terror-

-¿Por qué?-

-Yo tenía dieciocho años. Apenas había hecho has-ta quinto año de primaria. Había aprendido en lafinca con la práctica todos los oficios y artes del cam-po. Sabía de ganado, de caballerías, de terreno, desembrados, de todo. Era feliz en esa vida del campo.Mi padre me pagaba como a los otros trabajadores,pero me quería todos los días más. Quería que pron-to estuviera al frente de la hacienda, que me sintieraun propietario de sus haberes y su fortuna. Pero undía llegaron dos militares a la casa. Hablaron con eladministrador. Yo estuve presente. Hablaron del ser-vicio militar obligatorio, pero no como deber, unaobligación, sino como la mejor escuela de formación,de conocimientos, de fortaleza. Me animé. Mi padre

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dio su aprobación y entré al ejército casi por mi pro-pia voluntad. Recibí con atención las primeras lec-ciones. Las primeras instrucciones de armas. La dis-ciplina, el orden, la responsabilidad, la obediencia.Todo lo aprendí. Sabía que mucho me servirían esosconocimientos para mi formación. Llevaba cincomeses en ejercicios, cuando vino la orden de quedebíamos alistarnos para servir a la patria como sol-dados contra la guerrilla y contra los paramilitares.Pensé en la emoción de la guerra. Esa sensación depeligro permanente. Ese miedo ansioso de enfrentara un enemigo que, pensaba, tenía igual preparacióna la mía.

Fui asignado a un batallón de cincuenta hombresque debíamos encargarnos de cuidar una región demás de sesenta kilómetros cuadrados: dos pueblos,quince veredas, dieciocho casas de fincas, y no secuantos caminos. Por supuesto, nos dividimos encinco piquetes de diez hombres bajo la dirección deun cabo cada uno, y toda la tropa bajo la direcciónde un subteniente. Con un mapa de la región en lamano el subteniente nos distribuyó en tal forma quepor lo menos dos de los piquetes estuvieran a uncuarto de hora de cada pueblo, el “piquete viajero”como lo llamamos, estaría recorriendo la región es-perando al enemigo.

Llevábamos como dos meses en el monte. No te-níamos noticias de por donde estaba el piquete via-jero, que, por lo sabido había recorrido mas del ochen-ta por ciento de los terrenos de esos campos sin darnoticias de los enemigos. Cuando un miércoles, alas cinco de la mañana, se dio la noticia de que ungrupo de más de ciento cincuenta guerrilleros se diri-

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Tatiana

gía al pueblo, “La Cascada”, uno de los dos pueblosde la región.

En menos de dos horas estuvieron en el puebloveinte soldados, que con los quince policías, enfren-tarían a los guerrilleros. Señales de radio. Mensajesen clave. Vuelos de dos aviones se escucharon por elaire. Yo estaba en el pueblo, tras barricadas, mien-tras ocho de mis compañeros esperaban que los gue-rrilleros avanzaran por un paso obligado del camino.Hubo a las cinco de la tarde no menos de dieciochoguerrilleros muertos y veintiséis presos. La toma delpueblo se evitó en menos de ocho horas. Los guerri-lleros huyeron a las montañas perseguidos por diezsoldados. Tuvimos seis bajas y once heridos.

Yo miraba los rostros de los sobrevivientes. Cora-je. Decisión. Rabia. Dolor sincero por las bajas, peroespíritu de lucha y bravura que por primera vez leíen sus rostros. Por ocho días permanecimos en LaCascada. Descansamos. Hicimos ejercicios, intima-mos con varia familias pero, una noche empecé, porprimera vez en mi vida a fumar bazuco.-

-¿Tú?-

-Yo.

- ¿Cómo conseguiste eso?- preguntó Tatiana alar-mada.

-Un negro de apellido Yepes parecía usar peque-ños cigarrillos de eso. Los fumaba en el monte. De-cía que le daba valor. Que lo llevaba a otro mundo. Aveces uno lo veía ido del mundo. Idiotizado: audaz.Valiente. Incapaz de retroceder, pero trabado. Al día

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siguiente, terminado el efecto se ponía triste, solita-rio, inquieto, de forma que los compañeros decíanque “iba pero no venía”. El cabo del grupo sabía queel era el único que actuaba así. Pero debía llevar ensu morral una provisión grande de esa mezcla por-que durante el tiempo que estuve a su lado siemprese animaba con eso.

-¿Y los superiores lo permitían?-

-A los cabos les importaba sólo la disciplina y siveían voluntad y animo en el soldado, lo demás, suvida, sus costumbres, su soledad, y sus ausenciasno les importaba nada.-

-Cuéntame Jairo, ¿Cómo pudiste salir de ese tran-ce? ¿Es posible entrar a ese mundo de la droga ysalir después sin que nos quede alguna cicatriz im-borrable?-

Jairo, que venía refiriendo su aventura del ejérci-to, guardó silencio instantáneamente. Tatiana vio ensu rostro un gesto, una variación en sus rasgos, ins-tantáneo pero, en pocos instantes, sin hacer ni uncambio mínimo voluntario a su aspecto normal y,por primera vez, colocó su mano sobre el hombroderecho de la muchacha y con aire de amistad ledijo:

-Te entiendo. Mi caso, Tatiana, no fue de salva-ción. Quiero decir, que por una o dos veces que unose sumerja en ese pozo, no queda condenado al “fue-go eterno”. Existe la voluntad, el carácter, los propó-sitos, y un poco de todo eso es suficiente para sal-varse.-

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Tatiana

Luego, como queriendo demostrar cuanto se ha-bía curado, le explicó cómo es ese infierno y cuántasestancias tiene. Tatiana se interesó del rumbo de laconversación y le pidió que le refiriera esas etapaspor las que pasan los que se inician en el vicio.

-Uno cree al principio que ha alcanzado la felici-dad. Lleva ese aire tóxico a la sangre y por primeravez se siente el más fuerte. El más alegre. El que losabe todo y fuera de él no hay ningún grado de felici-dad. Sexualmente es el más poderoso. Físicamente,no existe enemigo. La alegría, la dicha, la satisfac-ción, van poco a poco, apoderándose de él. Todo cre-ce en él hasta que, de pronto, todo empieza anublarse. Se va alcanzando un grado de irracionali-dad que los lleva a la agresión, al desprecio por lavida humana, por el respeto, desaparece la amistad,la memoria recuerda desprecios, ofensas, siente de-seos de venganza y si la victima esta cerca, viene laagresión. Se hace uso de las armas como sí fueranjuguetes y saltan por sobre la tragedia como si fueraun juego.

Después viene el olvido. Se pierde la memoria, seolvida donde estuvo y si el asunto es de responsabi-lidad, viene como sola defensa la negación absoluta.Son hechos irrecuperables.-

- Pero si pasada esa crisis, ya dentro de la norma-lidad, alguien, que fue testigo de esos hechos, recla-ma algo: una herida, una muerte u otra atrocidad.¿Qué responde la memoria?-

-Dice que no recuerda nada. Si no hay pruebas, elsujeto es inocente.-

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-¿Inocente? ¿Siendo culpable?-

-Es asunto de pruebas. La voz del juez, sus prue-bas, contra la voz del supuesto criminal.-

-Se requiere la confesión o una prueba irrefutable.-

-¿Cómo cual?-

-La declaración del moribundo.-

-Entiendo- Dijo Tatiana y guardó silencio.

Pero ya el signo de la duda había nacido en sumente. Recordó al abuelo. Tuvo presente la imagende su abuela. Miró de frente el rostro de Jairo. Lo vioen la plenitud de su vida: Joven, buen mozo, rico,elegante, mayor que ella en doce años, pero en la florde su vida. Ella había empezado a sentir por él unamor sereno, a pesar de ser su primer pretendiente.Sin embargo recordó la imagen de sus padres. Entreel nacimiento y los siete años, se alcanza a formar elamor más puro entre los hijos y los padres. Es laedad en que difícilmente se olvidan las caricias, mi-mos y contemplaciones entre padres e hijos. Guardósilencio.

Habían llegado a un punto crítico en su conversa-ción. Así lo entendieron ambos. Él comprendió queno resistiría otro relato como el que le había referido.Le dijo que quería volver a su casa. A veces, cuandome siento fatigado, recuerdo mi casa con cariño. Túnunca has ido allá. Está rodeada de árboles. Todo eldía se escuchan pájaros cantando. Varios están en-jaulados, otros libres, saltan, se persiguen, vuelanhacia los árboles y vuelven a merodear las vasijas

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con granos y plátanos maduros que mi madre lescoloca en platones altos de madera para que no laabandonen. Hasta en eso es sentimental. Mis her-manos viven lejos, en sus casas, con sus familias,ocupados en sus negocios. Mi padre vuelve por latarde del almacén y la contempla un poco. Pero vi-ven felices. Cuando les dije que tú me encantabas,se miraron y guardaron silencio. Después de que fuipuesto en libertad, ellos se alegraron, pero pensaronque era otra locura mía. Sin embargo, al compren-der la seriedad y constancia de mi trabajo en la ha-cienda, moderaron sus ánimos y esperaronprudencialmente los resultados. Ahora están felicesy un día, mi madre me pidió que te llevara a la casa,pues quiere conocerte. ¿Qué opinas?

-Un día de estos voy a conocerla, Jairo.-

-Es muy amable la vieja. Sufrió mucho por misenredos y trastadas, pero hoy no solamente está se-gura de mi inocencia sino que quiere que yo me asien-te y forme mi hogar. ¿No crees que ya es tiempo dehablar de esas cosas?-

Tatiana sonrió.

El hogar de los Ramírez era clásico en el pueblo deSan Juan del Puente. El abuelo, don Eulalio fue fun-dador y le tocó abatir monte e iniciar el poblado. Él yseis compañeros, con sus esposas, levantaron el ca-serío, elevaron la iglesia y empedraron la calle prin-cipal con piedras redondas traídas en morrales decuero desde la orilla del río. Ellos hicieron el primerpuente sobre el río Cauca y le dieron al pueblo elnombre de San Juan del Puente. Cuando el biznieto

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nació los bisabuelos descansaban en el cementerioque parcialmente se inundaba al pie del Cauca.

El biznieto heredó ese carácter aventurero, un pocodesalmado de los antepasados y desde niño se mos-tró altivo y suficiente. Fue el primero de los hijos dedon Manuel Ramírez y Carmelina Castellano, un pocoricos, herederos de tierras y Jairo mostró desde niñomala ley e independencia. Mientras pasaba lo quepasó, sus hermanos, casados, hombres de trabajo yde hogar, lo vieron flotar, solo, llevado de su parecerhasta ser sindicado de uno de los mayores crímenesde que hubo en la historia del pueblo. Él se metió yél salió de algún modo.

Ahora cuando paradójicamente parecía enamora-do de nadie menos que de la hija de los muertos porlos que lo sindicaban, había apelado a su padre, nopor amor, que todos sabían que no lo conocía, sinocomo el último escampadero que le ofreció el amorpaterno, a un muchacho que nadaba sobre aguasborrascosas. Sin embargo, la hacienda Los Tulipa-nes, última riqueza tangible de su padre y herenciade todos, estaba bien. Las caballerizas progresaban.Los potreros estaban limpios, la casa ordenada, yJairo hacía largos recorridos por sus caminos, cadadía en un caballo distinto, aunque los fines de sema-na siempre prefería un caballo negro domado por él;un potro brioso, ágil, de fácil desboque, y mas bienpeligroso. Jairo lo montaba con confianza. Azabachele decían.

Varios hechos sucedieron en la casa de don Mi-guel y Mercedes después de la larga y amable con-versación de los novios en la casa de los abuelos de

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Tatiana

Tatiana. Quizá por causa de tales hechos, Tatianano recordó todo lo que hablaron esa noche, ni pusoal corriente a sus abuelos de cuanto le contó Jairode su vida en el ejército. En primer lugar sucedió elgrado de bachillerato de Tatiana, y las reuniones,felicitaciones y regalos de los abuelos. Especialmen-te el anillo de esmeralda con que se apareció Jairoque deslumbró a Tatiana. Ella se puso feliz. Lo ob-servaba, lo miraba a la luz, se los mostraba a susabuelos a cada momento, pues verdaderamente nun-ca esperó un regalo de esa belleza y laboriosidad.Dos noches después, el abuelo le dijo que un regaloasí, era casi un pedido de matrimonio. Tatiana, queestaba ya enamorada de Jairo le dijo que si era susuerte, ella lo aceptaba cuando él la solicitara.

- El matrimonio. El matrimonio, dijo ceremonio-samente el abuelo.

-¿Has hablado alguna cosa con él? ¿Sabes lo queeso significa? Toda la vida, hija. Toda la vida. ¿Cuántohace que lo conoces? ¿Te ha hablado de matrimo-nio?-

-No, papá-

-¿De qué hablan?-

-Él me cuenta cosas de su vida.-

-¿Nada más?-

-Nada más, padre.-

-No es suficiente. ¿Qué hizo en el ejercito?-

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-Defendió con un piquete de Policía del pueblo, unataque de la guerrilla a La Cascada. -

-¿La Cascada? Eso queda cerca de aquí. Es uncaserío rico y ganadero. ¿Qué pasó? Lo defendieron.¿Hubo muertos?

- Sí. Seis soldados.

- ¿Compañeros de él? Pero impidieron el ataque.Buena acción. Meritoria. Pero el ejército es siempreel que pierde. O los guerrilleros se llevan siempresus heridos y muertos.

- Yo creo que sí.

- ¿Y no hablan de amor?-

- Él me dice a cada momento que me quiere.-

-Y ¿Usted qué opina?-

-A mí me gusta. ¿Nada más? Le voy a ser sincera,abuelo. Durante la conversación me contó una cosaque me puso a pensar.-

-¿Qué cosa?-

-Que una noche se fumó un cigarro de bazuco, yme refirió lo que sucedió.-

-¿Qué le pasó?- preguntó el abuelo con interés.

-Que en un principio se sintió valiente, fuerte, ca-paz de enfrentar a todo el piquete. Que después em-pezó un viaje por entre nubes negras, flotaba, vola-ba, perdió la vista y la percepción. Fue agresivo por

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Tatiana

un tiempo. Luego se amilanó y se dejó caer desma-dejado. Lo encontraron en un rincón donde pasó lanoche, sin fuerzas, sin fusil, y como en otro mundo.Lo más extraño fue que al día siguiente no recordónada de lo que había hecho esa noche. ¿Cree posibleese comportamiento, papá?-

-¿Pero después recordó todo?-

-Hasta hoy, dice que no sabe lo que hizo esa no-che. Yo me quedé abismada. No pude creerlo. Yo creoque nadie pierde la memoria así. Yo sé que existen losderrames cerebrales que afectan el cerebro de mu-chas maneras. Sé que un golpe puede llevar a laamnesia. Pero que una sustancia lo lleve al olvido detodo, me pareció muy raro. Por eso, papá, yo lo escu-cho hablar de amor, y algo se resiste en mí a creerle.-

-¿A qué horas dijo que se fumó esa cosa?-

-Una noche- me dijo.-

-¿Y se habrá enviciado a esa porquería?-

-No lo sé abuelo-

-¿Usted le ha notado algo raro?-

-No papá. Es normal todo lo que dice-

-¿Dónde estaba cuando fumó bazuco?-

-No sé. Pero debió ser cerca de La Cascada.-

-Quién sería el cabo o el subteniente de ese pique-te- se preguntó el abuelo.

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-Eso sucedió hace diez años, papá- contestóTatiana.

-Ya lo sé hija. ¿Viene hoy a verla?-

-No papá, está en Los Tulipanes. Hoy es miércoles.-

El sábado de esa semana, Tatiana estaba bajandopomas de los pomales acomodándolas en un cesto,embelezada con el aroma y color de la frutas. Agita-ba un árbol y caían aquí y allá las pomas, algunas sereventaban al caer y Tatiana las comía inmediata-mente, devorándolas con sus dientes, sintiendo suaroma y sabor en su boca. De repente, vino corrien-do de la casa Eloisa, la única sirvienta que le ayuda-ba a Mercedes en los quehaceres.

-Llegó don Jairo, señorita, le dijo, y trae una bra-zada de tulipanes rojos.-

-Dígale que estoy ocupada, Eloisa- dijo seria,Tatiana.

-¿Verdad señorita?-

-Mentiras Eloisa. Dígale que ya voy.- Eloisa des-cansó.

-Hay señorita. ¡Como es usted!- exclamó.

Mientras tanto, doña Mercedes le había recibidoel manojo de tulipanes y estaba preparando un flo-rero de vidrio de boca ancha para depositarlo.

Cuando Tatiana llegó lo encontró todavía de pie,afeitado, peinado, de pantalón gris y camisa azul cla-

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ro. Al darse el beso, ella sintió el aroma de la lociónque usaba. Se sentaron uno al lado del otro. Lo pri-mero que le ofreció fue pomas, de su canasto reple-to. Jairo sonrío.

- Estamos intercambiando pomas por tulipanes.Me parece maravilloso- dijo, besándole la mano.

Jairo, que casi siempre dejaba que Tatiana inicia-ra la conversación, se adelantó ese día y le dijo.

-¿Por qué nunca hablamos de nuestro amor?-

Tatiana lo miró sonriente y comprendió que algomuy serio iba a proponerle.

-Está bien Jairo, hablemos de nosotros.- respon-dió ella. –Pero lo hacemos con franqueza y sinceri-dad.- dijo.

-¿Te sientes engañada, Tati?- le dijo así, por pri-mera vez.

-Engañada no. Pero tú eres un hombre con histo-ria. Quiero decir, con un pasado muy rico en expe-riencias. Eres como una enciclopedia, todo lo sabes,todo lo has vivido y tienes apenas treinta y un años.-

Guardaron silencio ambos. Jairo no alcanzaba apenetrar en el sentido de las palabras de Tatiana.¿Lo pensaba muy viejo para ella? Tenía miedo, ¿dequé? Él era fuerte, se consideraba joven, con sufi-cientes fuerzas para luchar por ella. Le preguntó:

-Todo cuanto dices me pone a pensar. Soy mayorque tú en doce años; pero he vivido una vida marca-

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da por la aventura, ahora he sentado cabeza, tengoun buen trabajo que me agrada, nuestra familia espudiente, mi porvenir está despejado, y por sobretodas las cosas, te amo mucho. Te amo con admira-ción, con deseos de formar un hogar y una familia,soy decidido y seguro. ¿A qué le temes?-

Tatiana se encontró en un parangón. Ella mismase había metido en él. Sin embargo no se podía libe-rar de su temor. Había vivido al lado de su abuelo.Sabía cuántas pruebas, argucias, ensayos y pesqui-sas había practicado su abuelo intentando demos-trar la culpabilidad de Jairo en el asesinato de suspadres, sin ningún tipo de éxito.

Su abuelo intentó demostrar la culpabilidad deJairo en el asesinato de sus hijos, sin ningún éxito.Ahora ella estaba en el dilema de considerarlo cul-pable o inocente; teniendo de por medio el amor quele inspiraba. A veces se sentía culpable, no sabía porqué, tal vez su corazón le decía cosas contradicto-rias. Que era un hombre físicamente atractivo, eraverdad. Era noble, amable, respetuoso y generoso.Pero de pronto, llegaba a su memoria esa nochemaldita cuando vio en un corredor, bajo la lluvia te-naz, los cuerpos sin vida de sus padres. La desespe-ración de su abuela; el pasmo y tristeza de don Mi-guel; lo que siguió en esa noche, fue llanto y desola-ción. Los peones se fueron, la lluvia no cesaba. Yoveía en ese corredor los dos cajones cerrados, moja-dos, mis abuelos no sabían que hacer. Por último,mi abuelo entró a su cuarto, saco un martillo y em-pezó a desclavar las tapas de los cajones. Mi madreensangrentada. Pálida. Sus manos en el pecho. Susojos cerrados. Recordé entre mi llanto, que eran azu-

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les como el cielo. Entonces yo no pude más. Corrí ami cuarto, hundí mi cabeza entre las almohadas yperdí el conocimiento. Al día siguiente me despertécomo a las ocho. Descalza, me asomé a la sala y vimucha gente. Rezaban. Lloraban. Hombres en man-gas de camisa. Me acariciaron todos, y, al fondo, losataúdes, paralelos, con flores y cirios encendidos, ymis abuelos me acogieron en sus brazos. Tenía sieteaños… levantó la cabeza. Había pasado por uno desus recuerdos, mientras Jairo le contaba de su aven-tura en el Pacifico como pescador. Ella venía de tanlejos que había olvidado la presencia de Jairo. Al pocorato se despidieron. Eran las once de la noche de esesábado.

En su cama, cómoda, con el retrato de sus abue-los delante, sobre la pared, Tatiana pensó que teníasueño. Dejó descansar su cabeza sobre la almoha-da, cerró los ojos e intentó dormir. De pronto se acor-dó que había pasado la tarde con Jairo. Escuchó suvoz varonil, clara, amorosa pero sin zalamerías. Pen-só que nunca le hacía una zalamería empalagosa.Era serio, sin niñerías, y eso le gustaba. Ella tampo-co usaba frases ni palabras pegajosas. Tal vez esecarácter los unía más. Aunque ella no tenía amigosde confianza, sintió que el trato de Jairo era sobrio,sin humor, un trato respetuoso. Nunca le habló deotras mujeres, aunque sabía que tenía amigas en elpueblo. Conociendo ese modo de ser, un día se arries-gó a preguntarle por otras mujeres.

- Tranquila, Tatiana, que yo no he tenido sinoamigas indispensables.

-¿Qué entiendes por indispensables?- le preguntó.

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-Bueno- le respondió. -Mujeres para hacer el amor,sin ningún sentimiento.-

Ella se ruborizó. No entendía ese lenguaje sino li-geramente. Era virgen. No conocía varón y entendíaque el matrimonio era la única ocasión de conocerlo.Pensó que esa conversación la llevaría a una tierradesconocida y cambió rápidamente de tema.

-¿Nunca te has casado, Jairo?- le preguntó.

-No. Nunca, y con la única mujer con quien mecasaría sería contigo.-

-Debemos esperar- respondió ella, sin mostrarmayor interés.

Hablaron de otra cosa. Esa noche, Tatiana encon-tró el sueño abandonando sus recuerdos.

El temperamento de Tatiana, era el de una mu-chacha educada por un matrimonio serio. La madre,por vivir tan poco con la niña, no tuvo tiempo deformarla. La abuela, doña Mercedes, la tomó en unaedad en que el comportamiento de la casa ya erauna rutina: lo avanzado de la edad de los abuelos;las costumbres definidas; la carencia de hermanos,etc. Dieron a la educación de Tatiana el tempera-mento de una persona prematuramente seria,aplomada y quizá un poco indiferente hacia casi todo.

La noche de Jairo no fue tranquila sino de recuer-dos desagradables. Vio, al empezar a dormir, unamorena alta, de brazos interminables, senos duroscomo piedras, y unas caderas onduladas que lo invi-taban por sí solas al amor. Se acordó que fue en

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Buenaventura. Era una de esas noches en que vol-vía con olor a bagre entre los brazos. Todo su cuerpoolía a pescado y sus brazos se podían caer por elcansancio. Se bañó con jabón de olor hasta casi ago-tar la pastilla. Se vistió despacio de pantalón, zapa-tos y camisa blancos. Usó loción de esa de contra-bando que circulaba en el puerto, y salió delhotelucho con un deseo de mujer incontenible. Visi-tó primero el bar Los Volcanes. Halló las mismasmorenas de siempre. Unas acompañadas y otras es-perando en las mesas, jugando a las cartas. No tuvointerés por ninguna. Sin mirarlas siquiera siguió albar Carta Roja y vio desde la puerta a una mucha-cha alta, joven, peinada de moña con peineta lumi-nosa de piedras fantásticas. Le gustó. Se le acercó yle dijo: un whisky o una cerveza. -Una cerveza, lerespondió-. -Dos cervezas patrón.- Ordenó.

Hablaron primero de ella. Llevaba un mes en elpuerto. Había venido de Quibdó y trabajaba de asis-tente en el muelle.

-¿Estás sola o esperas a alguien?- le preguntó.

Vaciló por un momento. La noche estaba limpiade lluvia y un cuarto de luna de forma caprichosa seveía en el horizonte. Ella era negra sí, pero de rasgosbellos y un cuerpo majestuoso. Se sentaron uno fren-te al otro, y Jairo comprendió que era tímida y lotrataba con respeto. A su pregunta le respondió concalma: -Espero a mi hermano- le dijo, mirándolo alos ojos.

-¿Trabaja él aquí en el puerto?-

-Sí. Él es vigilante de la bodega No. 5-

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-¿Cuánto llevas aquí?-

-Yo llegué hace dos meses. Él tiene cuatro años ytiene su familia aquí.-

-¡Ah! ¿Te agrada el puerto?-

-Es un buen moridero-

Se rieron ambos. La risa de ella era franca y her-mosa. En ese momento llegó el hermano de la mu-chacha. Era de regular estatura, negro, pero no devientre abultado como los conocía Jairo. Sin pedirpermito rodó una silla y dijo su nombre, RicardoBuenahora. Se quedó mirando a Jairo, esperandosu nombre. Jairo Ramírez, dijo. ¿Cómo estás herma-na? – refiriéndose a la muchacha – y agregó ¿De quéhablaban?

- Nos acabábamos de sentar, ni siquiera los nom-bres nos habíamos dado.

El cantinero envió con una muchacha las dos cer-vezas y le preguntó a Ricardo qué quería tomar.

- Otra cerveza, respondió.

Todos los gestos, entonaciones y miradas de Ri-cardo le molestaron a Jairo. Sin embargo, la mucha-cha le agradaba. De pronto, Jairo se levantó de suasiento y le dijo: Vamos Inés. Esta se levantó. Ricar-do quiso levantarse y Jairo poniéndole la mano so-bre el hombro le dijo:

-Nadie lo ha invitado a usted a esta mesa. Parami no es bienvenido señor Buenahora. Si es por su

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hermana su extraño comportamiento, yo le digo quesu hermana no es menor de edad. Se puede compor-tar como ella quiera y usted está de más en estamesa.-

Jairo era más alto que Ricardo. Así, vestido de blan-co impecable, parecía un amo regañando a su obre-ro. Ricardo intentó levantarse de su asiento, y sintióla mano de Jairo posándose sobre su hombro dere-cho, abierta, presionándole el hombro como si fueraun alicate de acero que destrozaba su carne blanda.Se dio cuenta que la furia de Jairo era incontenible.Sin soltarlo le dijo a Inés, vamos a otra parte. Ellaatemorizada dijo que sí. Entonces soltó el hombro deRicardo, y sin ponerle atención, tomo la cintura deInés y marchó hacia el mostrador, pagó con un bille-te las cervezas y le dijo al tendero: - Deja el resto porsi Ricardo quiere repetir.

En el hotel de Inés, entraron a las diez de la no-che. Ninguno de los dos mencionó el incidente. Ha-blaron del agua, del sol, de los colores del mar du-rante el día, y terminaron hablando del amor antesde hacerlo.

El incidente molestó más a Jairo que a Inés. Peroretuvo su furia y a las doce de la noche dejó a lamuchacha en su cuarto y volvió a su apartamento.

Pasaron dos o tres meses. Jairo era conocido en elpuerto como un pescador de confianza. Un día almarchar hacia su bote, un compañero pescador ledijo:

-Te buscan, Jairo. Parece que con urgencia.-

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-¿Quién y por qué?-

-La cosa es confusa. Te acusan de haber dadomuerte a una pareja, el año pasado en una finca deSan Juan del Puente.-

-¿Yo? ¿Quién dijo eso?-

-Es lo que se comenta. Tienes orden de captura.Los pescadores hemos dicho que no te conocemos,pero las señas que tienen son tuyas-

-Es un error. Una equivocación. Yo no sé de quéhablan.-

-¿Qué hacías el año pasado por el mes de octubreen ese pueblo?-

-Pagaba el servicio militar.-

-¿Dónde?-

-Cerca de ese pueblo.-

-¡Aja! Pues ponte alerta. Que te buscan.-

Jairo montó en su bote con temor. No recordó nada.Prendió el motor. Les dijo a los dos muchachos quelo ayudaban, que miraran en todas las direcciones yque le avisaran si veían el bote de la policía. Pensóque debía vestirse distinto. Se cubrió la cabeza conun sombrero negro y roto. Arremangó los pantalo-nes, se pintó la cara con aceite quemado y derramóaceite sobre la camisa. De adeahla la pesca en el díafue pésima. Seis pargos rojos y una aguja mediana.Volvieron a las siete de la noche. Se cambió la ropa yse acordó de Inés. Ella quizá le daría noticias. Subió

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a su apartamento como a las nueve de la noche. Lorecibió pronto. El le refirió todo.

Yo creo, le dijo, que el lugar más seguro para es-capar de la policía, es disfrazarte de bracero. Allí, sincamisa, bregando con cajas y bultos no te identificanadie. Al día siguiente ella lo llevó al muelle, estabairreconocible. Botas, pantalón de dril sucio y man-chado, sin camisa, cubierto el cuerpo de aceite si-mulando sudor y se puso a hacer lo que los otroshacían, trasladar bultos de una pila a un salón. Porprimera vez no sabía para quién trabajaba, ni quehacía, ni donde almorzaría, es decir, no sabía nada.Lo que tampoco sabía era que esa cuadrilla estaba almando del señor Buenahora. Este lo reconoció. Fuea buscar la policía. Andaba con dos jueces y un miem-bro de la policía de San Juan del Puente. Esa nochefue su primera noche de cárcel por la muerte violen-ta de Lucía y Ernesto… por fin recobró el sueño, des-pejó los fantasmas y encontró el descanso. Todo erauna pesadilla.

Ese día, domingo, Jairo se levantó a las ocho de lamañana. Día calido, venteado, amable en el corazón.Había conversado con Tatiana la noche anterior hastalas once. Pero su sueño fue una invasión de malosrecuerdos. Como a las diez de la mañana después dedesayunar, buscó su hamaca, y el tiempo le ofreciómeditación y descanso. Cielo azul, brisa suave, lospájaros cantando; el cuerpo de Tatiana en su memo-ria. ¿Se casará conmigo? Le puedo ofrecer todo; unahacienda, una casa hermosa, lejos del pueblo, peroamable y acogedora. Un tren de mujeres del servicio,y las noches que tanto le gustan, silenciosas y aco-gedoras.

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Al mismo tiempo recordó lo que había sido su vida:niñez libre en el campo aprendiendo oficios de obre-ros con su padre. Carreras desbocadas de potros re-cién domados por las llanuras. Iniciación de abusossexuales con las campesinas. Recordó: “Ese mucha-cho Jairo abusó de mi hija”

-Nada hay sin remedio-

-¿Cuánto vale eso en plata?-

-No patrón, no se ofusque, es que todos defende-mos el honor.-

-El honor se pesa en oro- dijo ese día su padre.

-¿Cuánto vale el suyo?-

El obrero cayó. Pero desde ese día, Jairo les hacíaprometer a las muchachas, que si le contaban alpadre de ellas, los hacía echar del trabajo. Las que-jas desaparecieron, pero los placeres de Jairo, no…Aprendió a leer y a escribir a regañadientes. Luego,en el ejército se hizo marihuanero y algo bazuquero,pero al final, la disciplina militar, lo agachó. La inso-lencia y temeridad le hizo perder el apoyo de su pa-dre. Inició su vida de vagabundo, y en estas iba, cuan-do fue acusado de la muerte de Lucía y Ernesto. Ne-gándolo todo llegó hasta donde estaba. Por azar co-noció a una niña hermosa que por no saber quiénera, le confió su amor. Era joven aún, bien parecido,sentía su juventud como una fortuna. Parecía no te-ner el menor remordimiento y esperaba un futurosereno. Se reacomodó en su hamaca. Plácido. Ale-gre. Su futuro era un bello campo abierto. Soñó porun momento en tener hijos con Tatiana. Una mujer

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culta, sencilla, nacida para ser madre. Miró a su al-rededor: campos abiertos. Sol ardiente. Horizontessuyos y lejanos. Miró hacia su casa. Establos, pa-tios, corredores, su padre capoteando dos gallos decarúnculas rojas, uno amarrado y el otro en manosde su padre. La gallera era esa noche y la gallada dedon Ramírez estaba lista.

Serían las cuatro de la tarde del domingo de esasemana, cuando Jairo tomó la resolución de visitar aTatiana. Lo había pensado mucho, comentado con susamigos, lo dijo a sus padres temprano; y todos nosolamente celebraron su decisión, sino que se alegra-ron sinceramente de su resolución. Con tiempo lehabía encargado a la joyería el anillo de compromisoque le llevaría esa tarde a su novia. Con los joyeroshabía escogido las piedras preciosas que acompaña-rían al anillo de compromiso y estos trabajaron en élhasta el sábado de esa semana. Cuando abrieron elestuche donde estaba la joya, todos se abismaron dela perfección, el gusto, la belleza, los colores, formasdel anillo. Lo guardó en el bolsillo de su pantalón y sedespidió de todos, llevando la joya como un tesoro.

Tatiana lo esperaba. Llegó a las cuatro y media dela tarde. La abrazó. Se besaron. Saludó a los abuelosque estaban sentados en el corredor, y ellos siguie-ron a la sala. La tarde se había oscurecido. TantoTatiana como él sintieron al entrar a la sala, un te-mor profundo, un escalofrío que los hizo vacilar alescoger sus asientos. Pero se acomodaron en dos si-llas continuas separados por un espacio que al finalcomprendieron que estaban distanciados. Jairo le-vantó la cabeza. Miró a Tatiana, y con voz tembloro-sa, le dijo.

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-Yo te amo desesperadamente, Tatiana. Quisieratener palabras nuevas, distintas de las que se dicenlos enamorados, para expresarte que eres en mi vida.Mi consuelo. Mis esperanzas. Eres todo en mi vidapara seguir luchando. Hasta ti llegó mi amor. Hastati llegaron mis ansias de seguir sobre la tierra. Sí túme concedes la gracia de tu amor, sería el hombremás feliz del mundo.-

Descansó por un momento. Levantó su cabeza yle dijo:

-Por primera vez, en mis treinta años de vida, sientoque en éste momento, si me lo pidieras, moriría porti. En cambio de eso, te ruego que aceptes este anilloque lleva todos mis sueños, intenciones, propósitosy esperanzas de que nos unamos en matrimonio. Tejuro, Tatiana, que esta unión será por todas nues-tras vidas.-

Sacó del bolsillo el anillo y se lo ofreció con lágri-mas en los ojos.

Sin recibir la joya, Tatiana, con lágrimas en losojos, le dijo:

-Yo esperaba esta propuesta Jairo. La esperabahoy o mañana. Pero estaba segura de tu amor. Losupe desde el día en que me dijiste, por primera vez,que me amabas. Nuestra tragedia es que yo te amotambién sin querer decirlo. Tú, desde que te conocí,desataste una tempestad en mi alma. Fue una lu-cha, de la que no he podido salir: me hundo, floto,respiro, me ahogo y siento que perdono a quien medejó huérfana a los siete años. A quién me negó ser

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una niña con futuro y esperanzas. Yo lo perdonoporque él no vio con el dolor con que yo vi una nochede lluvia a mis padres, muertos al mismo tiempo,ensangrentados, inertes, silenciosos, todo era san-gre, mi sangre. Solo los ojos azules de mi madre abier-tos y mirando toda la eternidad… Tú no fuiste, nadiehalló pruebas contra ti. Pero me contaste algo queme dejó desorientada. Que fumaste bazuco. Que per-diste la memoria. Que estuviste recorriendo camposcercanos a donde sucedió el crimen miserable. Estome detiene. Tú eres libre ante las leyes. Pero no pue-des evitar que en mi interior yo tenga miedo. Esta esla razón por la cual te agradezco pero no puedo acep-tar tu compañía para toda mi vida.-

Calmadamente Jairo le dijo:

-Me has quitado la vida, Tatiana. Yo no podré vivirsin ti. Mi destino es tan infeliz como el tuyo. Me voyTatiana y no me volverás a ver nunca.-

Se levantó de su silla. Miró a Tatiana y tenía losojos húmedos como los de él. Se despidió de los abue-los, miró una vez más a Tatiana y salió de la casa.

-¿Qué pasa, hija?- preguntó el abuelo.

-Que terminamos todo, papá.-

-¿Todo? ¿Por qué salieron llorando ambos?-

-Porque nos amamos mucho, papá.-

Don Miguel tuvo que apelar a toda su experienciapara comprender lo que había pasado. Le dijo aTatiana:

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-Es mejor, hija. Las circunstancias de la vida si-guen trayendo dolor a los hombres. Pienso que serámejor que te vayas a Popayán a estudiar lo que quie-ras.-

-Sí, papá.-

Eran la cinco de la tarde. En el primer cafetín queencontró se sentó y pidió una botella de aguardien-te. -¿Para llevar?- preguntó el tendero. No. Para to-mar. En menos de una hora salió sereno de la tien-da. Marchó a su casa. Ya, en el pequeño establo, seacercó a su caballo Azabache, el potro brioso que lohabía traído. Él mismo le colocó la montura. Lo aca-rició con cariño. Le sobó los lomos y le dijo al oído, -Me vas a llevar a los infiernos.- El potro lo miró sininmutarse.

Salió de su casa a las seis de la tarde. Sin aspa-vientos. Naturalmente. Fue llevando su caballo porla ruta de la hacienda a paso normal. En el cielo seveían ya luceros. Iba como buscando un camino quenunca había recorrido. Pensó que era el mar la tardetan tranquila. Iba al paso que quería su caballo Aza-bache. Recorrió un trayecto tan despacio que pare-cía temeroso o sin resolución. Pensó en Tatiana. Lavio desnuda, provocativa. Insinuante. Se detuvo. Miróhacia el camino que seguía. Empezaron losbosquecillos. Mas adelante vio árboles frondosos.Empezaron los taludes de rocas y sintió escalofrío.Entonces apuró su caballo. Un viento frío de la no-che empezó a rozarle el rostro. Mas allá las monta-ñas empezaron a ocultarse y todo se trocó en oscuri-dad intensa, profunda, sin fin como si una tela ne-gra le envolviera el rostro. Pensó por donde iba. El

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cabalo fue acelerando lentamente, hasta que se des-bocó. Se bebía el viento de la noche. Jairo iba feliz.El mundo no existía, la brisa lo anestesiaba, era unsueño, sentía que era nada. Todo había desapareci-do. Sintió por la curva que le indicó el caballo queestaba cruzando el arco de la “curva del diablo” ysintió que Azabache seguía derecho. Un viaje deli-cioso por el aire de la noche… hasta estrellarse con-tra un muro de rocas en la oscuridad.

Los dos campesinos que al otro día divisaron des-de el camino el cuerpo del caballo muerto,espernancado entre dos moles rocosas, detuvieronsu marcha.

-Otro caballo muerto por la lluvia-

-No. La lluvia no mata los caballos.-

-¿Es el patrón?-

-Así parece.-

¿El caballo?-

Un noble compañero, Azabache.

Ayer la noche fue fantasma.

Fin

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EL PEZ NEGRO

La vida en la orilla del río era la más dura. El po-blado quedaba a veinte horas de trocha selvática deallí. Todos eran negros. Una colonia de madererosde torso grueso y piernas largas y delgadas comoparados sobre guayacanes. A las siete de la maña-na estaban reunidos, descalzos, de ropas mancha-das y remendadas a la espera de una canoa que to-dos los días los transportaba a distintos puntos a lolargo del río donde unas banderas rojas batían alviento. Eran las bocas de las trochas por donde sesubía a los aserríos. En la tarde, los recogía un plan-chón extenso y desnudo, donde cada grupo de tres ocuatro madereros subían su carga de tablones y losllevaban hasta donde los habían recogido por la ma-ñana y los descargaban a hombro en un sitio cerca-no a los arenales que nombraban El Príncipe, nadiesabe por qué. Era un depósito de maderas de dondelo recogía un barco maderero con destino al puerto.

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Una tarde, al descender de la canoa, de vuelta asu choza, vio, a través de la niebla que empezaba aposarse sobre el río y la playa, que una mujer gordasalía de su casa con una palangana de agua y lavertía sobre la arena. Reconoció inmediatamente aEduviges, la partera, conocida por todos. “Parió LuzMaría”, pensó. Esperaba su primogénito para esosdías. Entró precipitadamente a su casa y lo primeroque vio fue a Luz María Ortiz, su esposa, sonriente,arropada con una colcha blanca y a su lado su hijopequeñito, con los ojos abiertos, negros, grandes,silencioso y su madre sonriendo con esos dientesblancos que destacaban en la semioscuridad.

- No señor – le dijo la mujer protegiendo a su críocon su brazo derecho. Te tienes que bañar, llenartetodo el cuerpo de loción, cambiarte de ropa y darmea mí un beso primero. Fue cuanto dijo.

Él sintió la emoción en todo el cuerpo. Se rió. Sa-lió de la pieza, buscó sus pantalones de baño, sesumergió en el río llevando en su mano una pastillade jabón de olor. Se enjabonó, se enjuagó, secó sucuerpo negro con una toalla, destapó un frasco deloción y vistió traje limpio. Entonces entró a su cuartoy vio a Luz María bregando por darle pecho a su niño.Temblaba de felicidad. Así, limpio, bañado y perfu-mado era como un Adonis de ébano. Se llamaba Je-sús Londoño: alto, fornido, de piel quemada, atezaday suave, a quien los soles, las lluvias, los esfuerzosdel día no deterioraban, sino que cada día todas lasmujeres, pero Luz María, especialmente, lo sentían yveían como un dios de la selva.

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El pez negro

Los compañeros le decían don Chucho, a pesar deser menor en edad a todos ellos. Era que se imponíapor el ingenio y habilidad. Tenía de natural, sentidocomún, malicia indígena, buen carácter y un encan-to natural que atraía. De pronto, resultó siendo eljefe de la cuadrilla de los madereros y a él le avisa-ban qué elementos faltaban en los aserríos, qué má-quinas había que transportar al puerto: qué repues-tos faltaban, hasta que los dueños de los aserríos lonombraron el administrador de todo el negocio.

Cuando eso sucedió, su hijo mayor a quien hizobautizar Jesús como él, ya sabía nadar. Tenía sieteaños y no salía del río, atravesándolo, clavándose enél, buscando los suribios más altos que bordeabanel río para treparse a ellos y, sin testigos, solo, lan-zarse al río, en lo más profundo, contra los gritos yadvertencias de Luz María que siempre lo regañabapor esas piruetas. Pero cuando su madre o algunavecina necesitaban pescado del río, él se iba con unared pequeña y la lanzaba a lo más hondo. La pulsa-ba, sabía que había atrapado unos cuantos peces,recogía solo la red y nadaba arrastrándola a la orilla:bagres, sabaletas y bocachicos, era lo que le llevabaa Luz María para que ella repartiera a sus vecinas.Esto y los días le dieron fuerza y estatura… un día,viéndolo correr su padre por los arenales y conside-rando lo hábil que era, la estatura que tenía, la bue-na voluntad que mostraba para todo, y su espíritu,que era como un viento que lo cubría todo, pensó ensu futuro: incierto, enteramente similar al suyo. Vi-viendo en la selva y de la selva. Sufriendo toda clasede peligros al frente de un río torrentoso, profundo,revuelto y traicionero. Resolvió hablar con Luz María

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sobre el porvenir que les esperaba a ellos y a sushijos, Jesús y Mario, el menor, de tres años.

-Tal vez, le dijo a la madre, si siquiera nos dejaranvivir en el puerto, yo podría administrar los aserríosdesde allá. Viajaría tres veces a la semana a los pun-tos de embarque y don Emilio, que no tiene familiaya, podría hacer mi trabajo en la semana. Él es unhombre solo. Vive para él. Ha pasado en estos mun-dos toda una vida. Nadie lo espera y él no espera anadie… Eso sería posible si el negocio estuviera enmanos de una sola persona, pero mientras sean tresdueños, la cosa no es fácil – dijo Luz María. Precisa-mente, me dijeron que don Jesús Laverde se iba aquedar con el negocio. ¿Seguro? Eso me dijeron.¿Quién te lo dijo? En el segundo aserrío lo dan porhecho. ¿Por qué no pides permiso para ir hasta elpuerto y hablar con él? Es lo que estoy pensando.Éste fin de semana voy a viajar allá. Quiero propo-nerle que nos permita el traslado. ¡Eso! ¡Está bien!Exclamó Luz María, llena de alegría.

Durante los tres días que faltaban para el sábado,no hablaron de otra cosa más que del viaje. Habla-ron con Jesús el hijo mayor, quien se puso feliz, so-ñaba en el puerto. Sabían sus padres que allí habíaescuelas, medios, ferrocarril que iba hasta Medellín.Jesús entró en un estado de indecible alegría.

Llegó el sábado, todos estaban informado del via-je. Hasta el menor, Mario, que hablaba ya muy enre-dado dijo: puerto. Salió de la casa a las cinco de lamañana a esperar que alguna lancha de motor delas que pasaban a menudo lo llevara. Poco esperó,porque la primera lancha que pasó lo divisó y la abor-

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dó. La familia toda quedó feliz. Su misión empezabaa convertirse en una realidad. El puerto le era cono-cido. Era sábado a las nueve de la mañana. Se diri-gió a las oficinas de don Jesús Laverde, el viejo, por-que su hijo se llamaba igual y tenía su depósito demaderas en Bello, donde madera que no se consi-guiera allí era porque no existía: guayacán de todaslas clases, lo mismo que cedros, cominos, canelos,etc., hasta maderas negras, naturales del cañón delNare, se encontraban en el depósito de los Laverdes,padre e hijo.

Don Jesús, el padre, vio llegar ese sábado al maes-tro Chucho. Lo conocía. Sabía quién era. Lo saludócon simpatía y le preguntó inmediatamente comoestaban las cosas en los aserríos.

-Bien. Muy bien, don Jesús. Se están sacando porsemana entre cincuenta y sesenta tablones de 3 pul-gadas de grueso y 3 metros de largo. ¿No le parecebien? Preguntó el maderero.

-Está bien hombre. Y dígame ¿A que vino?

-Tengo una propuesta. Suspendió el diálogo y va-ciló un poco.

-¿Qué propuesta, don Chucho?

-Sucede que yo he sido nombrado administradorde los aserríos. Yo tengo ya dos hijos. Mi trabajo esvigilar los tres aserríos durante la semana y ordenarlo que sea necesario. Usted sabe. Calló por un mo-mento y continuó. Sucede, don Jesús, que el mayorde mis hijos ya tiene ocho años: es despierto, hábil,vivo, inteligente, de buen genio y buen carácter. Pero

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pensando en él y en el menor, Mario, resolvimos, mimujer y yo, hacerle a usted una propuesta consis-tente en lo siguiente: yo sigo administrando losaserríos allá, en el río. Pero usted me permite que mimujer viva aquí en el puerto. Yo la visitaría los do-mingos y ella está en un lugar más decente que eserincón del río, sola, con dos niños, uno ya de escue-la. ¿Usted qué opina de esto, don Jesús? Preguntódon Chucho, ansioso.

-Esa es una cosa de pensarla muy bien, don Chucho.

-¿Le encuentra algún inconveniente? Preguntó.

-Muchos – respondió Jesús Laverde, pensativo.¿Sabe usted lo que es el puerto como vividero? Estepuerto es un infierno. Aquí se ven las llamas del in-fierno recorriendo las calles. Este puerto es de pros-titutas, de degenerados, de ladrones, de culpablesde algo. Hay escuelas y colegios pero no hay ni pizcade educación. Esto se lo digo porque lo conozco desdehace diez años que vivo del negocio de las maderas.Aquí hay dinero. Se cambia, se vende, se hacen nego-cios, pero no se vive como en los otros pueblos. Yoreconozco que usted con su familia viven mal en esepuesto maderero, pero aquí estarían peor. Extraña-rían el silencio. El fluir del río, y ese silencio que locubre todo, como un manto de nubes. ¿Qué edad tie-ne su esposa? Le preguntó inesperadamente.

-Veinticuatro años, don Jesús.

-¿De dónde es?

-Del Chocó, señor.

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-La imagino alta, bella y discreta como son lasmujeres del Chocó… mi consejo don Chucho es queno se arriesgue a esa aventura. Como está el mun-do, el mejor vividero es la selva. El verde de los árbo-les. La paz de los ríos. La tranquilidad de la natura-leza. La compañía de los animales. Hay más formasde vida en los bosques que en las ciudades. Si ustedgusta del aire puro, de los cantos de las aves y si sucorazón le pide calma, en ninguna parte hallará igualreposo que en un monte. Mire este pequeño puerto:ni un momento de calma, de reposo. Voces descom-puestas, lenguaje que hiere los oídos, ruidos de má-quinas, trenes, vapores, botes, canoas y el corazónhumano resistiendo las horas. Salga a las calles. Mirea las gentes, todo el mundo planeando el engaño, elhurto, la mentira y éste, don Chucho, es un puertopequeño, insignificante. Usted dirá, señor. Si quierehacerlo yo le ayudo. Siempre hay lugar para unadecisión. Usted me avisa. Usted decide.

Eran las doce del día. Salió de la oficina de donJesús y sintió hambre. En la primera persona quepensó fue en Luz María. Pero ella estaba a cinco ho-ras, río arriba. Caminó por una calle cualquiera ypronto divisó un puesto de comida. Funcionaba alaire libre. Vio cacerolas friendo trozos de carne, chi-charrones, patacones de plátano, pescado, y sobreuna estantería una fila de vasos de horchata, a lasombra de una inmensa ceiba. Se metió la mano aun bolsillo de su pantalón y tocó unas monedas.Señaló lo que quería comer y se sentó en una mesa yesperó que una mujer negra, robusta y simpática lesirviera. Tomó al terminar un vaso de horchata, pagótodo con una sola moneda y esperó la devuelta. Se

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sintió bien. Miró a su alrededor y vio a lo lejos elmuelle del puerto. Caminó despacio hacia el muelley observó varios botes de pasajeros dispuestos a partiren la dirección que él necesitaba: pagó su pasaje conotras monedas y se acomodó en unos bancos cu-biertos por un techo de lámina que a esa hora rechi-naba por el sol.

Dos pensamientos le habían surgido de la conver-sación con el señor Laverde: una que todo dependíade él. Si realmente lo deseaba, podía buscar en elpueblo una casa barata y, con su aprobación, dispo-ner su trabajo desde el puerto. La otra alternativa eracreerle su discurso sobre la vida en el monte, y dejara su hijo como era él, un hombre que nunca habíatenido un lápiz en sus manos. Así era Luz María, asíeran sus hermanos en el Chocó, así eran todos losaserradores que él debía manejar en su trabajo.

Corría el año de 1933. Las últimas elecciones paraPresidente de la República habían dado el triunfo aun liberal. Su partido. Por ese presidente había vo-tado allí, en el mismo puerto. Se decía que habríaeducación para todos. Su hijo mayor era despierto,él lo consideraba inteligente, capaz, de buen corazóny fuerte como él. Sabía, también, que el señor Laverdeera conservador y ya era su patrón. Pero por su almano cruzaba ni un asomo de sentimiento por ese he-cho. El había votado por el doctor Alfonso LópezPumarejo. Entre muchas cosas que se decían de él,era que apoyaba la educación del pueblo. Esta solapromesa lo estimuló para votar por él.

Llegó a su playón a las cinco de la tarde. Luz Ma-ría lo esperaba con su niño Mario. Se alegró de verlo.

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Lo besó en los labios. Era alta como él, tallada, puli-da, limada como una virgen labrada en mármol. Seadoraban. Algunas veces ella se imaginaba el mun-do sin él y se entristecía. La había conocido en uncamino del centro del Chocó. Era una niña, él la es-peró. Conoció a su familia. Él esperó a que cumplie-ra quince años antes de proponerle matrimonio. Ellaera la menor de tres mujeres que se habían casa conregular suerte. Una separada. Otra inhábil por unaccidente y Luz María, la más bella y elegante.

-¿Cómo te fue? Le preguntó.

-Bien, mi amor. Hablé esta mañana con el señorLaverde. Después de hacerme un discurso sobre lobello que era vivir en el monte y lo agitada de la vidaen la ciudad, se le acabaron las razones, y terminódiciendo que si nosotros queríamos hacer el cambio,vivir en el pueblo, y si yo prometía seguir adminis-trando los aserríos, él aprobaba. Que no tenía in-conveniente.

Luz María se alegró, lo abrazó y mientras iban alrancho, Chucho preguntó por Jesús.

-Está en el poblado trayendo el mercado. No tienepeligro. Dijo Luz María, conoce el camino y en unmomento llega.

-Pueda ser. Tú sabes que no me gusta que viajesolo. Es un niño y el camino es peligros. “Por él vivi-mos, hija”. Le dijo serio. Como una advertencia.

-Claro que sí, hijo. Respondió ella y por primeravez sintió temor.

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-Pero dime Chucho, ¿Cuáles ventajas le encuen-tra el señor Laverde para vivir como nosotros?

-Habló del silencio. De la calma, del aire y de todolo que imaginan los que no viven en el campo; de losencantos de que disponemos aquí. Se les olvida laeducación, la salud, los medios, el comercio, y todolo que es distinto de oír chillar marranos…

Luz María soltó la risa. Y al final – preguntó - ¿Enqué quedaron?

-En que nosotros resolvemos, hija. Yo creo que yaresolvimos, ¿verdad?

En eso entró a la choza Jesús, con un joto a laespalda. Abrazó a su papá y le preguntó:

-¿Qué pasó, papá, nos vamos para el puerto?

-Creo que sí, hijo. Nosotros lo resolveremos.

-¿Cuándo?

-Cuando encuentre una casa allá. La semana en-trante voy a buscarla y en unos días nos pasamos.

Habían conseguido dos camas de metal. Una es-pecie de sala con dos sillas y un aparador al lado dela cocina. Al fondo, dos hamacas. Era todo lo quetenían y llevarían a su nuevo hogar. Acordaron queal domingo siguiente, el último del mes de octubrede 1934, irían todos a buscar y ver la casa. Era laprimera casa que arrendarían desde que se casaron,porque las otras habían sido ranchos en el monte.Hallaron una casita pequeña, como para ellos, atrás

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de la iglesia, cerca de la plaza de Bolívar y con vistaal río. Se veía, pero se escuchaban poco los ruidosdel muelle que quedaba lejos de allí. No tenía solar,pero lo que más claramente se escuchaba eran lascampanas de la iglesia. Tenía sala y dos piezas y co-cina con fogón eléctrico, luz y un ventilador grandeadosado al techo de la sala. Valía 20 pesos el arren-damiento mensual y había que pagar luz y agua. Perodon Chucho, como administrador del aserrío, gana-ba 30 pesos semanales.

Arregló todo en el trabajo y en su casa, y esperó elnoviembre para matricular a Jesús, su hijo, en pri-mer año de la escuela primaria. Tenía ocho años peroparecía un muchacho de diez años. Alto, delgado,derecho, con una fuerza desproporcionada. El direc-tor de la escuela dudó de la edad, pero luego pensóque esos negros del Chocó eran altos y fuertes y elmuchacho tenía cara de inteligente.

En enero del año siguiente empezó sus primerasletras en la escuela “Marco Fidel Suárez”. Los profe-sores lo distinguieron desde los primeros días. Nopor su color, porque asistían con él al primer añootros muchachos negros como Chucho, sino porquerecordaba todas las explicaciones que le daban. Enel proceso de aprender las combinaciones de las vo-cales con las consonantes iba adelante en el grupo.En menos de una semana sabía leer más de de vein-te nombres. Construía frases. Hablaba despacio, sintemor, y al final del año le comunicó a su madre,quien también sabía leer y escribir, que los profeso-res la invitaban a que fuera al examen final, pueseste era oral y apreciaría sus habilidades.

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Luz María apercibió su mejor vestido que era unablusa blanca bordada y una falda roja granate queguardaba de sus tiempos de soltera. A Mario lo dejóal cuidado de una vecina y marchó a las diez de lamañana, bajo un sol ardiente al colegio. Se encontrócon otras señoras a quienes no conocía. Pero ella eradespejada, segura y simpática y pronto la aceptaronentre las otras madres invitadas. La profesora erauna muchacha de apariencia humilde, blanca y debaja estatura. Se encantó de conocer a Luz María einmediatamente destacó los rasgos de semejanzaentre el niño Jesús Londoño y su madre. Fue fami-liar. Preguntó por el padre del niño, y entabló unaconversación con la señora verdaderamente amisto-sa. Como la estatura de Luz María casi duplicaba lade la maestra, buscaron asiento y charlaron todo eltiempo anterior al examen. A mediados del acto lecorrespondió el turno a Jesús quien había pasado eltiempo conversando con otros niños. Pero ya le ha-bía escuchado varias veces a la señorita JosefinaVargas, la maestra, que su hijo le parecía un verda-dero fenómeno en todas la materias de la escuela.Es igualmente bueno en escritura, lectura y mate-máticas; y en educación física es el mejor. Da gustoverlo corre, saltar y nadar. ¿Estuvo – preguntó – enalgún colegio antes? No señorita. Éste es su primeraño. Estaba ansioso. No veía la hora de entrar a laescuela.

-Ustedes no son de aquí, del puerto ¿verdad?

-No propiamente, respondió Luz María. Mi maridotrabaja a cinco horas de aquí, él es maderero, traba-ja en el monte y nos pasamos a vivir al puerto haceunos cuatro meses. Pero el padre y yo somos de

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Quibdo, en el Chocó. El trabajó siempre en aserríos.Eso hizo allá y nos vinimos a los aserríos de donJesús Laverde que le ofreció trabajo a él en un viajeque hizo el señor Laverde a Quibdo. Vivimos cercade esa zona que llaman El Príncipe.

-Pero eso es casi bosque – comentó la maestra. ¿Yallí nació el niño?

-Si señorita. Ambos somos del monte y se río LuzMaría.

-¿Usted le ha enseñado alguna cosa? – Preguntóla maestra.

-Si. Un poco. A vivir. A trabajar y a defenderse. Élnada, pesca, corre, se mueve, en el bosque comocualquier animal. Conoce plantas y no le tiene mie-do a la noche.

La maestra quedó boquiabierta. – Es un hombrede ocho años. Ahora verá como conoce el idioma: esdecir, cómo lee, como escribe y la autorizo para quele pregunte cosas pertinentes.

Como el colegio, a pesar de ser público y popular,era bien organizado, con un respeto por las perso-nas que Luz María no se imaginaba, un niño, el queanunciaba el nombre de los niños, salió al salón conuna paleta donde la madre y la maestra y el públicoleyeron Jesús Londoño. Inmediatamente salió Jesúsal estrado. Tenía al frente la mesa de los directivos:un maestro bien vestido, y dos damas a sus lados. Elprofesor se puso de pie y le extendió la mano al niño,luego las mujeres hicieron lo mismo: y a la espaldadel niño, un tablero negro y tizas…

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A Luz María le pareció toda una ceremonia espe-cial. Luego el profesor le pidió a Jesús que escribieratodo el abecedario, diciendo el nombre de las letrasen voz alta. Jesús lo hizo en menos de cinco minu-tos. Esto provocó un aplauso en la sala por parte desus compañeros y asistentes. Luego el maestro leentregó un libro y le pidió que leyera en voz alta lapágina que quisiera. Jesús tomó el libro en sus ma-nos y leyó en voz alta y clara lo siguiente:

“No seas ambiciosaDe mejor o más próspera fortuna;Que vivirás ansiosa,Sin que pueda saciarteCosa alguna.No anheles impaciente el bien futuroMira que ni el presente está seguro”Félix María de Samaniego: “La lechera”.

Todos aplaudieron. Luz María sintió sobre su pielun escozor desconocido. Tuvo deseos de llorar. Degritar. De salir corriendo de esa sala. Estaba temblo-rosa y sin nada que decir. Miró a las otras señoras,había negras y blancas, pálidas y trigueñas, y ellasintió que por su rostro se deslizaban lágrimas.

A la noche siguiente, cuando tuvo a su esposo entresus brazos le refirió cuanto había sucedido en eseacto final del primer año lectivo. Él se alegró hasta loindecible y sabes lo que dijo una de las maestras queestaba conmigo, que ese niño nos daría muchas ale-grías en el futuro. Que era un muchacho excepcio-nal. Quién lo creyera, hijo. Todo esto –dijo – es ben-dición del cielo para nosotros.

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Don Chucho guardó silencio. Abrazó a Luz María,y le dijo:

-Si Dios nos da vida, ese muchacho dará muchoorgullo el día de mañana. ¿Cómo va Mario? – pre-guntó.

-Tuvo un poco de fiebre. Una gripa. Ya estámejor.-¿Dónde está?-Durmiendo. Se acuesta temprano.-¿Y Jesús?-Salió con un amigo al parque.-¿Qué clase de amigo?

-Es el hermano menor de la señorita JosefinaVargas, que es profesora del colegio y estuvo conmi-go en el examen. Ellas es muy culta, bien educada, ysu hermano que se llama, creo que Gustavo, es unalumno de tercer año en el colegio. Ella me visitóayer. Es muy querida. Es blanca, de baja estatura,pero muy bella. Es normalista de Medellín. Es profe-sora de Historia y Geografía de Colombia. Tienes queconocerla – le dijo Luz María. Y a ti ¿cómo te va?

-Regular. Ayer se accidentó Eduardo Giraldo.-¿El tuerto? ¿Nuestro amigo?-No es tuerto, es bizco.-¡Ah! ¿Grave?-Una sierra eléctrica se rompió y le cortó enun brazo.-¿Grave?-No. Lo curaron y siguió trabajando. Puedaser que no se le infecte. Aunque esas sierrasson muy limpias.

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La vida de ellos era rutinaria. Había llegado a esepunto en que todo va transcurriendo sin tropiezos:el padre trabajando, cumpliendo sus deberes; loshijos creciendo, conociendo la vida, los días pasan-do, el río fluyendo; todos envejeciendo y en el puer-to, los barcos, las lanchas, planchones y canoas en-trando y saliendo. Jesús había terminado con elo-gios y admiración la primaria. Mario, el menor, cur-saba ya el tercer año de primara. Don Jesús era yapersona conocida y apreciada en el puerto, y LuzMaría se había convertido en una mujer bella, ma-dura y seria.

La amistad con la señora Vargas, quien se habíacasado y tenía un hijo precioso, se afianzaba. Un díaésta visitar a Luz María; una de esas visitas que sehacen las señoras, sin objeto definido. A conversar,a pasar la tarde juntas. Justo es reconocer que laseñora Vargas habíale tomado cariño a Luz María,pues se cruzaban visitas con frecuencia, y el esposode Josefina que tenía una pequeña farmacia que leservía al pueblo, trataba a Luz María con respeto yamistad, vendiéndole, cuanto ella lo requería:mejorales, algodón antiséptico, cuando más; era loúnico, porque la salud de Luz María y de sus hijosera excelente.

Esa tarde, después del saludo, Luz María le ofre-ció una de las dos sillas de la sala y se sentaron aconversar. Inmediatamente la señora Josefina le pre-guntó por sus hijos.

-Chucho, como le decimos a Jesús, está en el pa-tio leyendo. Mario está en la escuela y el padre en eltrabajo.

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-¿Qué piensas de Chucho? ¿Qué lee?

-Pensar, lo que decimos pensar, nada. Tiene cercade trece años. Aquí no hay colegio. Seguiría el bachi-llerato pero no tenemos dinero. Habrá que esperar aver si consigue algún trabajo – respondió Luz María.

-¿Y qué lee?

-Todo lo que cae en sus manos. Novelas, cuentos,versos, historias, todo. Algunos de sus amigos le pres-tan los libros que a ellos les regalan y él los lee por ellos.

Josefina se echó a reír. –Consiguieron lector gra-tis, entonces – comentó Josefina.

-Le sigue gustando el estudio pero aquí no haybachillerato. El papá y yo lo comentamos muchasveces, pero no sabemos qué hacer.

-Mira Luz María, siempre es un milagro que a unniño le guste la educación, es decir, ir a la escuela,levantarse temprano, hacer tareas, presentar exá-menes y privarse de juegos, idas al río o a jugar ba-lón. Pero cuando se da el milagro de que a un mu-chacho le guste aprender cosas nuevas para él, asis-tir a la escuela, es una bendición del cielo, y no apro-vechar esa gracia divina es hasta pecado. – dijoJosefina con tanta sinceridad que Luz María se sin-tió conmovida.

-Bien. ¿Y qué podemos hacer nosotros en este des-tierro?

-Bregar a llevar a este muchacho, que es un mila-gro del Señor, a un colegio de Medellín. Allá hay co-

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legios para ricos y para pobres. Todos buenos. Yome eduqué allá. Claro, me quedó más fácil porque yonací allá.

-¿Y cómo viniste aquí? Preguntó Luz María concuriosidad.

-¡Hay mija! Es toda una historia: Benjamín estu-diaba farmacia en la universidad de Antioquia. Cuan-do se graduó estaba loco por mí. Me dijo que iría atrabajar al otro lado del mundo si yo me casaba conél. Es un buen muchacho, sin vicios, serio y consi-guió ser asistente de un viejo que era el dueño deuna farmacia aquí, en el puerto. Se vino para acá. Elviejo Esteban Galindo, murió hace tres años y la fa-milia de Benjamín le compró el negocio y nos casa-mos y aquí estamos.

Luz María recordó al farmaceuta. Era flaco, alto,de pelo rubio y más feo que bonito. Josefina iba aseguir hablando, olvidada de Jesús, el niño que ad-miraba tanto, pero Luz María la volvió a encaminaracerca de su hijo.

-Pero, ¿Qué hago yo con Jesús? Preguntó LuzMaría.

-¡Ah! Verdad que estábamos hablando del niño.Es que soy así. Me elevo. Perdona. Te voy a decir loque podemos hacer – contestó Josefina. Primero,como te dije, en Medellín hay colegios para pobres ypara ricos. El más famoso de los colegios populareses el Liceo Antioqueño. Recibe a todos los niños quehayan ganado el quinto años de primaria y su edu-cación es la mejor. Recibe a blancos, trigueños, ne-

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gros, indios y todos son iguales: si estudian pasan,si no, salen. Es el colegio más democrático que pue-des encontrar.

-¿Es muy caro? – preguntó Luz María.

-No mija, es gratuito para los pobres. Claro, comohay ricos que lo prefieren, a ellos les cobran en pro-porción a sus bienes.

Mientras Josefina hablaba, Luz María pensaba enqué forma podían ellos aprovechar esas oportunida-des que la señora mencionaba. Primero hablaría conJesús, su esposo, apenas llegara. Era miércoles delmes de octubre de 1934. Precisamente esa tarde lle-garía de los aserríos. Le contaría todo cuanto Josefinale contaba. Ahora era ella la que se estaba elevandode la conversación. Entre sus pensamientos escu-chó algo sobre una casa llamada La casa del estu-diante – volvió de sus diálogos con don Jesús, a es-cuchar claramente lo que le decía Josefina.

-¿Que hay una casa de estudiantes donde recibenestudiantes de otros lugares? – preguntó interesada.

-Si. Queda cerca de la Catedral de Medellín – res-pondió Josefina. Es la casa de doña Sofía Ospina deNavarro, una señora rica que le ayuda a los estu-diantes pobres.

-¿Y reciben negros también?

-Negros, indios, blancos, a todos los que quepanen una casa grande que ella sostiene. Ofrece desa-yunos, almuerzo y comida y arreglan sus ropas.

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-¡Ave María! Pero esa señora debe ser muy rica.

-Yo no sé cómo lo hacen. Creo que es un grupo debenefactoras.- Dijo Josefina.

Como a las seis y media de la tarde vio entrar a sumarido, Jesús. Venía sudoroso, sucio, descalzo y conun racimo de plátanos pintones al hombro. Los doshijos exclamaron al verle:

-¡Papá!

Él descargó el racimo y los abrazó. Luz María, queestaba en la cocina, a las voces de sus hijos salióllena de alegría. Lo abrazó. Lo besó y se quedó mi-rando el racimo de plátanos.

-¿Pescaste esto en el río? Le preguntó muerta dela risa.

-Lo compré por veinte centavos, aquí en el male-cón. Respondió riendo.

Él dijo que se iba a bañar.

-¿Sin tomarte ni un caldo?

-Como cuando esté limpio, preciosa.

La mujer salió en dirección al marido a conseguir-le ropa limpia.

Jesús le pasó su brazo derecho a Mario y le dijo:

-Vení te explico los quebrados.

Mario contestó: - ¿Ahora?

-Ahora, ¡perezoso! Ambos se rieron.

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Esa noche hablaron los cuatro en la sala sobre lavisita y las noticias que había escuchado Luz Maríade Josefina.

-Ella dice - contó Luz María – que nosotros no de-bemos perder las capacidades ni el ánimo de Jesúsen el estudio, y debemos pensar en ponerlo en uncolegio de Medellín para que haga su bachillerato.Que allá hay un colegio, el Liceo Antioqueño, quereciben a los niños pobres pero aplicados en el estu-dio, que en este octubre son las inscripciones; quedebemos viajar allá. Y que hay una Casa del Estu-diante, que recibe a los alumnos pobres, con alimen-tación y arreglo de ropa, si el muchacho es buenalumno como Jesús.

El padre pensó por un momento. Su hijo Jesús lomiraba; luego miró a su madre y vio que ella espera-ba la opinión suya.

-¿Eso si será cierto, hija? Preguntó desconfiado.

-Así me lo aseguró esta tarde Josefina.

-Pero ¿cómo hacemos para averiguar si es cierto?

-Darle fe a la señora Josefina, que adora a Jesúsdesde el colegio y no tiene más interés que el de ayu-darnos – dijo Luz María.

-¿Cómo podemos ir a Medellín, nosotros, que noconocemos nada? – dijo Jesús.

-Yendo uno de nosotros, con el niño a averiguarlo– dijo Luz María.

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Ella, en ese momento, estaba decidida a todo. Miróa su hijo, que tenía catorce años y que casi la alcan-zaba en estatura, preguntándole: ¿Tú quieres estu-diar más, hijo?

-Yo quisiera estudiar toda mi vida, mamá – res-pondió Jesús.

La madre se sintió conmovida y por primera vezen su vida, sintió que sus lágrimas le humedecían elrostro.

Todo lo que me refieres me parece importante, hija,le dijo don Jesús, el padre; mientras su hijo pensabacallado y cabizbajo. De pronto levantó la cabeza, miróalternativamente a sus padres, y le dijo:

-Y si yo fuera solo, a Medellín, buscara el Liceo yla Casa del Estudiante, averiguara todo y viera si esposible estudiar allá, ustedes me lo permitirían.

El padre se puso de pié en silencio. Caminó dospasos por la sala. Tornó a mirar a su mujer que per-manecía en silencio. Muchos pensamientos cruza-ban por las mentes de todos: ansiedad, resolución,temor, imaginaciones extrañas de Luz María sobresu hijo, sobre los peligros; había oído decir de lamultitud de obstáculos, en esa ciudad que ningunoconocía verdaderamente pero imaginaban monstruo-sa. Ladrones. Degenerados. Persecución a los negros.Todo esto la fue llenando de pavor, de terror de esaciudad desconocida por todos.

-No mijo, sería lo último que haríamos, dejarte irsolo a esa ciudad. No. Prefiero que trabajes aquí depaje, de ayudante en alguna parte: en el embarcade-

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ro, en una tienda, haciendo mandados, en cualquiercosa, pero donde yo te vea todos los días. Dijo esto yse soltó a llorar.

Don Jesús intentó hablar, pero guardó silencio.Estaba tan conmovido como su mujer, pero no lloró.Miró a sus hijos y a su esposa, inclinó la cabeza.Pensó por unos minutos qué había traído el llanto aLuz María. Sintió lástima de todo: de su pobreza, desu familia, de sí mismo, por no poder hallar una so-lución a la situación. De pronto, detuvo sus pasos.Miró a su alrededor y le dijo:

-¿Por qué no vamos mi hijo y yo a Medellín, averi-guamos las cosas en el Colegio y en la Casa de Estu-diantes y volvemos en tres días? Yo creo que no po-demos ahogarnos en un pozo de sapos. Yo voy a ha-blar con el señor Laverde. Que me dé tres días queyo se los pago después. Yo tengo en el trabajo quienme reemplace y salimos mañana jueves el mucha-cho y yo.

Esa propuesta reanimó al grupo. Todos la creye-ron posible. Era miércoles a las siete de la noche. Yohablo con el señor Laverde a las ocho de la mañana.Mientras tanto Luz nos prepara unas mudas y Jesúscompra los pasajes para el tren de las diez de la ma-ñana. Son ocho horas, llegamos de noche, buscamosun hotel y mañana estamos en el colegio y allá mismoaveriguamos lo de la casa de estudiantes.

Esta propuesta les pareció a todos aceptable. LuzMaría pensó que era como una iluminación. La acep-taron, comieron todos con ánimo y se acostaron to-dos pensando en el día siguiente.

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Luz María preparó un maletín de cuero con dosvestidos y los otros accesorios para cada uno. Tuvotiempo de freír un pedazo grande de pescado, dosarepas y una botella de gaseosa para que comieranen el viaje. Esperó que volviera Jesús de su conver-sación con el señor Laverde.

El diálogo con el señor Laverde fue muy corto:

-Tengo necesidad urgente de viajar a Medellín hoy.Voy a buscar colegio para mi hijo Jesús que quiereestudiar. Le dijo don Jesús al señor Laverde, su pa-trón.

-¿Hoy?

-Hoy.

-Imposible don Jesús.

-¿Por qué?

-Porque yo lo necesito allá. No en Medellín.

-Son tres días nada más, que yo se los pago mástarde.

-Imposible.

-Yo necesito esos tres días desde hoy hasta el sá-bado. Me los descuenta de la paga.

-No – dijo cerrado el patrón.

-Es un favor. Se lo ruego.

-No. Yo no hago favores.

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-Es por la educación del muchacho.

-A mí no me importa la educación. Usted es unpeón y debe cumplir con su deber.

Don Jesús no salió del despacho. Lo pensó. Luegodijo:

-Entonces, señor Laverde, yo me voy sin permiso.Si quiere liquidarme, le ruego que con un mensajerole haga llegar a mi mujer mi liquidación. Hasta luego.

Salió de la oficina a las ocho y media de la mañana.

A las nueve estaban todos en la estación del ferro-carril esperando a que el tren saliera. Todos estabanen silencio. Los embargaba la tristeza. El padre esta-ba triste, asustado, le faltaba esa mañana, como unapalabra de consuelo. Su alma pasaba por la situa-ción más triste que había sentido: no conocía el trensino de lejos, se sentía desasosegado, temeroso, asus-tado, sin deseos de viajar pero urgido por las cir-cunstancias. Temía dejar a Luz María sola, o sola-mente con su hijo menor. Miró a Jesús, el estudian-te y lo vio relativamente alegre, lleno de esperanzas,audaz, decidido, ansioso, como si quisiera en esemismo instante elevarse al cielo, estar ya en Medellín,jugándose su suerte. Luz María, que tampoco habíasubido al tren, estaba como él, silenciosa, disimu-lando su temor dándole caricias a su hijo menor quelos miraba a todos como a desconocidos y se entre-tenía viendo los pájaros que en el bosque cercanojugaban su juego de alas. Definitivamente el más au-daz, más decidido y como más esperanzado era Je-sús, el viajero que iniciaba su aventura. La primera

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aventura de su vida. Sentía, no sabía por qué, quesu vida futura sería amable; era como si fuera a cam-biar de mundo, un nuevo sol, otras riveras lo espe-raban y no quería recordar ni su vida anterior, n suspescas con red en el río solitario, ni los llamadosinsistentes de sus padres. Por alguna causa, él ya sesentía en su viaje con el alma llena de ilusiones.

Jesús, el niño, el estudiante, llevaba los tiquetesen el bolsillo de su pantalón. Estaban todos senta-dos en una banca del salón de espera. De pronto,sonó una campana como la del colegio y la voz varo-nil de un joven vestido de dril azul oscuro dijo:

-Listos para subir al tren.

Entonces todos vieron la máquina aproximándosea la estación. Luz María que nunca se había separa-do de su esposo durante quince años, la mujer quele dijo hacía tanto tiempo que viviría con él hasta lamuerte, no resistió y los niños vieron como su ma-dre envuelta en lágrimas se colgaba del cuello deJesús, el padre, y lloraba sin importarle nada queella, esa negra alta y todavía hermosa, se agarrara alcuello de su hombre negro también, pero que era suesposo legítimo, y que en medio de su pobreza lahabía hecho feliz.

-Cálmate, hija. Yo vuelvo el sábado. Pídale a Diosque nos vaya bien a todos. Los dos hijos la abraza-ron y Mario, el menor dijo:

-Viaja tranquilo papá que yo cuido a mi mamá.

Todos guardaron silencio. Luz María suspendió elllanto. Jesús, el estudiante, lo abrazó y le dio un beso

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en la mejilla. Hubo una despedida corta y los viaje-ros subieron al tren sin perder de vista a la parejaque quedaba en la estación.

Todo era nuevo para el padre y el hijo. Los montesque atravesaban. Los puentes majestuosos que cruza-ban. Las haciendas ganaderas, las montañas ver-des, arborizadas y lejanas. Las estaciones donde sedetenía el tren por cinco minutos. Las vendedorasde hojaldras y empanadas en las estaciones. Y la nos-talgia del viento corriendo con las ventanillas queparecía llevarse todo cuanto la memoria guardaba.

¿Qué estarían haciendo a esa hora a esas horasLuz María y su hijo? Pensaba don Jesús, mientrasveía pasar por las ventanas los viejos maizales, losganados dispersos sobre las cañadas y hondonadas.Había hablado con su hijo por pocos minutos. Todasu atención estuvo ocupada en el inmenso y soleadopaisaje que a cada momento se veía pasar.

-¿Y qué más le dijo su madre del colegio, hijo?

-Que es el mejor colegio de Medellín.

-¿Cómo es que se llama?

-El Liceo Antioqueño.

-¿Le dijeron donde queda?

-No sé papá. Pero eso lo averiguamos.

-¡Claro! ¡Claro! “Preguntando se va a Roma”, dicela gente. Y de la tal casa de estudiante ¿qué le dijo?

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-No mucho. Que es una obra de una señora quese llama Sofía Ospina de Navarro. Es una obra decaridad.

-¡Aja! Gente buena que hay, hijo.

En el camino comieron el fiambre que les preparóLuz María. Una sola vez fue don Jesús al baño. Elhijo le preguntó:

-¿Cómo es el baño?

-Un hueco por donde se ve pasar a toda velocidadel empedrado de la vía.

-¿Empedrado? ¿Esto va sobre piedras?

-Entre los rieles hay piedras.

-¡Qué raro! Los ingenieros saben mucho.

-Y a usted Jesús ¿qué le gustaría ser: ingeniero omédico?

-Si yo pudiera escoger, médico, papá.

-¿Por qué?

-Se puede ayudar más a los pobres.

-¡Aja! Eso como que va en gustos. A mí me gustamucho la ingeniería. Eso de hacer ferrocarriles, bar-cos, edificios, es muy bello.

Don Jesús Londoño Buriticá, era su nombre com-pleto. Había sido maderero toda su vida. Empezó alnorte de Antioquia, en los límites con el Chocó. Su

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madre lo llevó al Chocó a los doce años y allí trabajóen cosas del monte asta que se hizo aserrador. Allálo conoció don Jesús Laverde y lo contrató para tra-bajar en los bosques cercanos a Puerto Berrío. Aho-ra iba peleado con don Jesús, el padre de su patrón,que era don Jesús Laverde, también. En verdad nole importaba. Había ocultado su discusión con elseñor Laverde antes de salir del puerto. Es decir, quesolamente él sabía que estaba sin trabajo. Pero es-peraba que en Medellín le fuera bien con su hijo y élvolvería al puerto a arreglar las cosas con su patróno a buscar otro trabajo.

Llegaron a las nueve de la noche a la EstaciónCisneros. Recogieron su maleta y salieron a la calle.Era un parque muy concurrido. Al fondo escuchó lamúsica de Alfonso Ortiz Tirado. La misma músicaque se oía en el puerto. Antes de dejar la Estación, lepreguntó a un muchacho por un hotel.

-¡Uy! Hay muchos. Siga por esta misma acera y seencuentra con el hotel La Paz. Allí hay buena esta-ción. Siguió adelante y halló el hotel. Era limpio,amplio, de un solo piso, pero la casa era grande. Unamuchacha lo atendió. Dijo que necesitaba un cuartocon dos camas.

-¿Va a pasar la noche aquí, o el cuarto es paravarios días?

-Probablemente hoy y mañana, señorita.

-El día completo va a 10 pesos cada uno.

Al día siguiente, gracias a algunas indicacionesllegaron al colegio. Estuvieron haciendo parte de una

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fila de más de cuarenta personas esperando queabrieran la oficina de admisiones de los alumnos delprimer grado del Liceo Antioqueño. La fila iba hastael centro del patio principal, se movía a una veloci-dad de un alumno cada diez minutos. Ni el padre, niel hijo estaban desanimados. Esperar era para ellosun asunto conocido. Hasta siete horas les tocabaesperar que un bote, una canoa o un planchón lespararan para viajar al puerto cuando vivían en eldestierro de El Príncipe. Fueron los penúltimos enser atendidos. A las doce se detuvo la fila hasta lasdos de la tarde. Don Jesús se turnaba con su hijo yaprovechaba para traer bananos, una rosca depandequeso al que estuviera de turno. A las cuatrode la tarde los atendieron. El padre que, lleno de or-gullo, llevaba las notas obtenidas por su hijo, las en-tregó por una ventanilla y escuchó que leyeron: Cin-co en todo.

Quien anotaba, preguntó: ¿Cómo dice?

-Que cinco en todo.

Nombre: Jesús Londoño Ortiz

Escuela: Central de Puerto Berrío.

Estatura: Uno con setenta.

Color: Negro.

Edad: Catorce años.

Padres: Jesús Londoño y Luz María Ortiz.

¿Casados? Casados.

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Entrégueles las instrucciones (dijo el señor querecibía la información).

Una señorita blanca, de cara bien dibujada, mirócon simpatía a Jesús, él no sonrío. Estaba más asus-tado que un becerro viendo a un tigre. Recibió uncuaderno de instrucciones y fijaban la fecha de en-trada el 20 de enero de 1935.

Aquel acto. Aquel momento. Constituyó lo más no-table, memorable e importante en la vida de JesúsLondoño. Ni los grados posteriores que recibió. Nilos servicios que prestó a la comunidad negra de Co-lombia, ocuparían en su memoria un lugar compa-rable a esa fecha en que fue admitido en el LiceoAntioqueño. Viviría muchos años más; sufriría dolo-res y penas y muertes dolorosas. Nada en su vidasuperaría esa alegría, ese triunfo, esa victoria, quesignificaba tener en sus manos la autorización parapertenecer al Liceo, y llegar a ser parte, en menorescala, de la Universidad de Antioquia.

Así era la gratitud que sentía. Ser que podría lle-gar a ser bachiller, y luego profesional, y despuésservidor de su comunidad. Hombre culto. Ciudada-no de bien. Sus esperanzas no cabían en su cuerpo,y salieron como mudos, llevando el cuaderno de ins-trucciones a esa plazuela poblada por niños como él,cada quien con sus sueños, sus esperanzas y susfantasías. Instintivamente se orientaron al hotel, sinsaber en donde estaban. Vieron la iglesia de San Ig-nacio y recordaron la ruta que los había traído desdeel hotel al Liceo. Caminaron despacio, en silencio,cada cual con distintos pensamientos: el niño pensóen su futuro. Varias veces se detuvo a apreciar el

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imponente edificio del Liceo. Miraba las calles, lascasas, los pequeños edificios y la circulación de losautomóviles que casi lo mareaban.

Salieron de la Plazuela y como si ambos conocie-ran el camino dieron con la pensión. Eran las cincode la tarde.

-¿Por qué no vinieron a almorzar? Les preguntóuna señora del servicio.

-Logramos inscribir a este muchacho en el LiceoAntioqueño para el año entrante. A eso veníamos.¿Cómo nos podemos regresar al puerto?

-El próximo tren saldrá mañana a las 7 de la ma-ñana.

-Entonces vamos a descansar.

-¿A las cinco de la tarde?

-Sí señora, estamos rendidos. La mujer miró alhombre y luego al muchacho. Se quedó pensando ytranquilamente les dijo:

- Como ustedes quieran.

Desayunaron a las seis de la mañana. Estuvieronlistos a las siete, cuando el tren estaba ya pobladode pasajeros.

-¡Y no averiguamos el asunto de la casa estudian-til, o como se llame eso! Comentó el padre.

-Papá, es octubre, tendremos que volver despuésde diciembre para averiguar eso. Hicimos lo másimportante. Luz María se va a alegrar mucho.

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-Si hijo, pero yo estoy pensando muchas cosassobre eso. ¿Recuerdas al tío Ricardo, el que vino a tuprimera comunión?

-Sí, papá.

-Pues yo pienso que Richi vive en Medellín. Él es-taba estudiando mecánica de carros cuando nos vi-sitó. ¿Dónde estará ahora? ¿Tal vez en esta ciudad?

Luego de un rato de silencio le dijo a su hijo:

-Tú no recuerdas que él habló algo sobre unas cla-ses que recibía, ¿de qué?

-Yo recuerdo que habló de mecánica de carros.

-Eso es. Él es mecánico de carros – dijo el padre.

Yo no te he contado quien es Ricardo, al que ledecimos Richi. Él dejó la casa apenas de diez años.Tenía un temperamento independiente, algo hermé-tico de esos que no hablan sino lo preciso. Mientrasyo subía por el monte, conociendo árboles y cami-nos, él se tiraba en el arenal del río y leía ya despaciouna revista vieja que tenía un carro desarmado. Yono sé quién llevó a mi casa esa revista, debió sermuy vieja, pero en eso se entretenía horas y horas.De pronto Richi se voló de la casa, unos dicen quefue por los caminos que salen al pueblo antioqueñoBolívar, y que de allí salió para Medellín. Pero algotiene extraño, como adivino o brujo, porque cuandoyo estuve ya trabajando con el señor Laverde, mehizo saber que estaba estudiando en Medellín en unaescuela de artes y oficios.

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-¿Cómo se sostenía? ¿Quién le ayudaba? Nadie losabe. Fue aventurero. Dicen que mujeriego. Pero sedefendía por sí solo, hasta que apareció en el puertovestido todo de blanco en tu primera comunión haceseis años, con un vestido que no te sirvió, te quedóestrecho porque pensaba que eras un muchachonormal y se encontró, para tu edad, con un gigante.

Llegaron a las siete de la noche. El puerto hervíade gente. Nadie sabía de dónde salía tanto movimien-to, tanto ruido, tanta música en las esquinas. Obre-ros, braceros, tenderos, radiolas, gente ebria y otraconversando voz en cuello. Al papá le vio el joven unpaquete en la mano cuando bajaron del tren. Elmuchacho llevaba la maleta.

-¿Qué es eso papá? Preguntó Jesús a punto dellegar.

El padre se llevó el índice indicando silencio.

-Se me olvidó – le dijo – un regalito para Luz Ma-ría. En Caracolí le compré una hojaldra por ver siesto la calma.

Su hijo sonrió. Era viernes en la noche. Ella losesperaba el sábado. Pero su alegría fue inmensa alverlos.

-¿Cómo les fue? ¿Pudieron hacer todas las vuel-tas? Preguntó ansiosa. Mario los abrazó y se pusofeliz al verlos.

-Casi todo, hija – respondió Jesús. Pero lo másimportante fue que pude inscribir a Jesús en el Li-ceo. Es un edificio imponente y por lo que escuché,

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es el más importante colegio de Medellín. Es, mija,para pobres, ricos, negros, blancos, indígenas y has-ta para extranjeros. Es una maravilla en orden y aten-ción. Ayer estuvimos esperando el turno desde lasocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Co-míamos chucherías en el día pero al final llegamos.Hubo una fila de casi cien personas: muchachos,padres de familia, indios con sus faldas; negros su-dando, y todos con ese espíritu de llegar al cielo.

-¿Tanto quiere la gente la educación?

-Así, hija, y más. Toda la gente quiere saber algo,dijo el padre, como si hubiera leído alguna vez aAristóteles. “Todos los hombres desean naturalmen-te saber”, escribió el filósofo.

El padre recordó que la averiguación sobre la casadel estudiante no había sido hecha. Entonces le re-cordó a Luz María la persona de Ricardo, el cuñado.¿Tú sabes, por casualidad, dónde está Richi ahora?Es que tengo la malicia de que cuando estuvo aquíhace seis años, en la primera comunión de Jesús, éldijo dónde estaba. La mujer trató de recordar, y alcabo le dijo:

-Creo que en Medellín… si. En Medellín. Allá tieneun taller de mecánica, eso dijo. Como habla tanpoco… ¿Para qué necesitas a Richi, hijo?

-Porque si Richi tiene casa en Medellín, yo podríaarreglar con él para que tuviera a Jesús cuando élempiece sus estudios y no haya que buscar las ca-sas de caridad, como dijo la señora Vargas. Esto erauna muestra de orgullo que le era característico.

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¿Pero dónde vivirá, en qué condiciones? ¿Podrá ayu-dar al muchacho? Esto debía definirlo antes de lafecha de entrada al colegio de su hijo.

Como era sábado y Luz María no había recibidoningún pago de parte del señor Laverde, fue al a ofi-cina de pago a reclamar el suyo de los tres días queesperaba. Hacía cuenta de que eran unos cinco pe-sos. Le quedaba la tarea de buscarse otro trabajo enel puerto o en el río. Sin rencor, sabiendo que habíasido la culpa de Laverde, entró con la cabeza alta ala oficina. Su sorpresa fue grande cuando el pagadorle dijo:

-Este es su pago, don Jesús, y me pidió el señorLaverde que si usted venía que por favor le dijera quelo esperaba en la oficina. Recibió su sobre y le dijo:

-¿Puedo seguir?

-Por supuesto don Jesús. Oyó que le decían.

Subió dos escalones y vio al señor Laverde tomán-dose un café. Era alto, robusto, blanco y canoso.Miraba fijamente a los ojos y escuchaba con aten-ción:

-¿Cómo le fue por Medellín? Le dijo.

-Bien señor. Pude inscribir al muchacho en el Li-ceo Antioqueño. Empieza su bachillerato en enero.Eso me tiene satisfecho.

-¿Ya tiene trabajo?

-No señor.

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-Vuelva a su puesto, don Jesús, si todavía le inte-resa. Y le concedí permiso hasta el lunes y le recono-cí los tres días. ¿Ya recibió su pago?

-Acabo de recibirlo don Jesús y no he abierto elsobre.

-Bien. La educación es una bendición. Yo no tuvesino el hijo que usted conoce. Vive en Bello de allídespacha madera para Medellín. Está casado, noquiso estudiar y sus hijos tampoco. Por eso yo admi-ro a los que estudian. ¿A su hijo le gusta estudiar?

-Sí, señor.

-Afortunado usted. ¿Es alto como usted?

-Tiene catorce años y mide 1.70 metros.

-¡Qué maravilla! Le deseo mucha suerte.

-Gracias señor Laverde.

-Salúdeme a Luz María y felicítela también.

-Gracias señor.

Salió de la oficina, que era un reburujo de tablo-nes de diversas maderas, chicotes de guayacán, unzurriago colgado de la pared y un escritorio lleno depapeles. Pero era exportador de maderas preciosas ycada mes un barco zarpaba de Puerto Berrío destinocon a Barranquilla, llevándose parte de la riqueza deColombia. Don Jesús Londoño salió. Abrió el sobre yvio diez pesos. Se alegró. Le contó a su mujer y a losmuchachos y se aprestó para volver a su trabajo.

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Sabía que allí no había pasado nada.

La vida se rutiniza en todos los oficios. Hay saltosy sobresaltos, pero la esencia de la vida es pasar.

Yo estoy intentando contar una vida que ya pasó, dejándome unahuella profunda que comunico a mis pocos lectores. Hoy son recuerdos,memorias pasadas de un hecho que ocupó una fracción insignificante deltiempo. Mañana ya será historia, pero estuvo llena de vicisitudes, saltos,contradicciones, temores, vergüenzas. Días de hambre, miseria y sole-dad, pero fue una vida. Lo que hacemos muchos hombres es revolver lahistoria, que es el paso de la misma vida, en busca de un ser humano o deun pueblo que sufrió por la indiferencia de sus contemporáneos y contar –muchas veces sin gracia ni creación – la vida de seres oscuros que vivie-ron, lucharon, tuvieron ideales y pasaron sin ningún recuerdo al olvido.¡Ah! El olvido es la voz de los humanos que mueren creyendo que hicieronalgo por sus vecinos y, en síntesis, es lo único que le da sustancia alpasado.

Vendrán hombres, ilusiones, esperanzas, sueños. Ese día que espera-mos será mejor y llega y es igual o peor, pero ya pasó. Sueño cumplidoes sueño pasado. Vivimos llenos de esperanzas: nombre, reconocimiento,comentario benéfico, y soñamos en una gloria que solamente yace en nues-tras almas. Yo estoy contando la vida de Jesús Londoño. Fue bella,esforzada, brillante por su inteligencia, útil, muy útil, pero ya pasó. Fuemédico y amó a sus pacientes tuberculosos, leprosos, desnutridos en losbosques más feraces del mundo. Pero ya pasó. De qué sirvió su esfuerzo,sus viajes a pie cubriéndose con un abrigo viejo. Ya fue. Ya pasó. Fue unhombre bueno. Pero la muerte disolvió sus huesos y ahora otros mueren delos mismos males que él quiso combatir.

En una lancha motorizada estuvo instalado el lu-nes a las cinco de la mañana, en compañía de otros

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trabajadores que seguían la misma ruta, río abajo,con destino al paso del Príncipe, donde tenía ropa detrabajo, en su antigua choza que ocupara Luz María ysus niños. Un banco de neblina posado sobre el ríodificultaba un poco la marcha. Pero la lancha con suluz difusa delantera, rompía la oscuridad y avanzabaa buena velocidad sobre el río que fluía silencioso.

Al amanecer, cuando ya se veían los arenales delas orillas y los pájaros en bandadas de colores atra-vesaban la ruta de un lado al otro del río: pericos,guacamayas, palomos que madrugaban buscandosembrados de maíz, le daban al recorrido un aire depaseo. Don Jesús no fumaba, pero aspiraba con agra-do las bocanadas de humo de tabaco de algunos desus compañeros, algunos de los cuales le eran cono-cidos, aunque trabajaban para otros patrones. El solempezó a verse entre los árboles de las riveras y uncalor húmedo se sintió sobre los cuerpos de todos.La tendencia general era de silencio, aunque de vezen cuando uno de los trabajadores entonaba trozosde una canción vieja, de la cual repetía una estrofa.Parecía que estaba enamorado de una muchacha deojos verdes.

“Verdes como los llanos eran tus ojosVerdes con dicen que es la esperanza.Verdes como la mar cuando en las tardes”…

Repitió estos versos varias veces, pero no pasabade allí. Un compañero que iba a su lado le decía,¡bravo! La próxima vez nos cantas otra estrofa… ytodos reían.

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Don Jesús pensó en su hermano. Recordó que alterminar la escuela primaria dijo que le gustaríaaprender mecánica de autos, pero en Quibdó en esetiempo había dos o tres autos y los otros medios detransporte eran en carro de bestia o en canoa, si erapor el río. A poco, desapareció de su memoria. Depronto, sintió que la lancha desaceleraba. Vio a lolejos su rancho, el mismo remanso hondo con suseternas ondulaciones de siempre. Le pareció ver aJesús, su hijo, atravesándolo a nado de apenas tresaños – descendió antes del remanso y se encaminó ala choza.

-Salud, don Jesús – le gritaron de la choza siguiente.

-Salud, Salustino – respondió. Nos estaba olvidan-do ¿No?

- No señor. Tuve que ira a Medellín a una vueltacon mi hijo. Y ¿Cómo están todos por aquí?

-Bien. Bien. ¿Qué hay de doña Luz María?

-Están bien todos, gracias a Dios.

- Y ¿Qué hará hoy? Preguntó.

-Voy a afilar una sierra y a prepararme para mañana.

Entró a su choza. Toda estaba vacía. Sacó de uncajón una olleta de cobre, prendió fuego e hizo café.Eran las tres de la tarde y se puso a afilar con unalima una sierra trocera amellada.

Volvió a pensar en su hermano Ricardo. Así es lamemoria. Uno quiere recordar algo, y éste solo deseo

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inconscientemente se convierte en una obsesión. Seva de la mente al objeto, entramos a hacer otras co-sas. Aceptamos otros resultados. Nos proponemoshacer algo. Aparentemente nos desentendemos de loque queremos recordar. Repetimos estos pasos va-rias veces, pero, de pronto, vuelve el recuerdo delobjeto que queremos recordar. Entonces nos hace-mos preguntas: ¿Fue ayer? ¿Cuándo? ¿Qué dijo so-bre el asunto? ¿Sí lo dijo? Volvemos otra vez a olvi-dar. Se nos borra de la memoria todo. Entran otrospensamientos. Actuamos. Nadie sabe el movimientode las células cerebrales ordenando, cambiando po-siciones, reorganizando las ideas presentes, pasadas,de pronto, se obtiene una configuración que le rebe-la a la conciencia la verdad buscada. Aparecen pala-bras, recuerdos de lugares, personas, cosas y al fi-nal, el recuerdo llega. Hay una calma. Un descanso,y la verdad buscada aparece.

A don Jesús le pasó esto. Recordó el día de la pri-mera comunión de su hijo, lo que hizo, lo que habló,las palabras de Mario, las de Luz María, lo que éldijo, lo que él le dijo, todo esto un día y otro día, ypasan los días. Se aplica la memoria en otras cosas.De pronto Luz María dice algo que lo lleva al recuer-do que busca, y vuelve a hacerse presente la necesi-dad de recordar. Pero viene a la memoria nítido loque se quiere recordar y todo parece claro, ordena-do. Se forma la figura mental clara. Lo que Ricardodijo fue que había salido del Instituto IndustrialPascual Bravo, con el grado de técnico en mecánicaautomotriz. Que tenía su taller cerca del Bosque, unlugar de recreo que existía en Medellín… Esta fue lamemoria que lo atormentó varios días y noches, ho-

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ras de trabajo, de descanso, charlas con su esposa,con su hijo, hasta que, tras largo tiempo de conser-var el anzuelo esperando una picada… Cayó el pez.Se acordó de lo que muy claro le dijo Ricardo. Estesolo hecho, cambió el curso de los acontecimientos,la suerte de Jesús, su hijo, la calma de Luz Maríaque venía pensando en lo que había dicho Ricardohacía seis años en la fiesta de la primera comuniónde Jesús.

Terminó de afilar la sierra, todo el tiempo pensan-do en Ricardo. Al final se sintió satisfecho. Habíaconseguido recordar nítidamente a Richi, y los múl-tiples filos de la sierra parecían agujas de acero inoxi-dable por lo agudos y brillantes. Ahora sí pudo pen-sar en su hijo: viviría en la casa de su tío. Desde allíiría todos los días al Liceo. Almorzaría en la casaescolar y por la tarde volvería a la casa de su tío. Sesintió satisfecho. En una tarde había resuelto el pro-blema de su hijo. Si tuviera a Luz María allí, a sualcance, le habría referido cuánto se atormenta unocon la memoria incierta. Pero ya tendría tiempo deexplicarle lo que había conseguido ese tarde. Ahorase explicaba lo afanes de su mujer sosteniéndole queella recordaba, así, entre gallos y media noche queRicardo, su cuñado, le había hablado de un bosque,era El Bosque, un barrio de Medellín, por donde vi-vía.

Cuando estuvieron juntos otra vez y ella supo loque había recordado Jesús estando en el monte, ellarecuperó su calma interior. Dio gracias al cielo y ce-lebró con sus hijos la noticia. Ahora no tenemos sinoque volver a Medellín, averiguar donde es El Bosque,

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conocer la familia de Ricardo, que se entiendan ellas,las dos esposas, y arreglar las condiciones en queellos recibirían a Jesús para que él viviera allí. Acor-daron que en diciembre irían todos a Medellín, a co-nocer la ciudad y a pasar ocho días con sus familia-res. Don Jesús volvió a su trabajo con ese ánimo quele dio la noticia y resolución que había acordado consu familia.

Dos días más tarde, estando en el bosque, le hi-cieron saber que don Jesús Laverde lo estaba nece-sitando en el puerto. Don Jesús Londoño arregló suscosas para irse al otro día a atender el llamado de supatrón. En el puerto estuvo a las once de la mañana.Subió directamente a la oficina del señor Laverde.

-Celebro verlo, Jesús – dijo - ¿Usted tiene incon-veniente de viajar a Medellín, con viáticos, a hacer-me una diligencia con los Barrenechez allá?

-No, don Jesús. ¿De qué se trata? Preguntó.

-Es arreglar con ellos un pedido de cedro blancopara ser entregado en dos meses. Usted y yo acorda-mos un precio, y usted lo negocia, bajándole hastaun diez por ciento. Si no lo aceptan, usted se vuelve.Recuerde que va como administrador de mi empre-sa. Después va a la ferretería “Santamaría” y compracinco sierras trozadoras que necesitamos.

- ¿Cuándo puede salir? – preguntó.

-Mañana mismo, señor.

-Listo. Si necesita un día más, lo espero el viernesaquí.

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-Si señor.

El negocio con los Barrenechea no tuvo inconve-nientes. Tuvo que rebajar solo un tres por ciento.Las sierras las compró inmediatamente, así que seencontró con un día y medio de tiempo libre. Enton-ces los aprovechó para buscar a su hermano, quienvivía por los lados de El Bosque.

Preguntando, preguntando, descubrió el taller, R.Londoño. Era una casa grande a la que se la habíanderruido todas las paredes, excepto un rincón don-de, al parecer, había todavía dos cuartos. Se habíaconstruido una balconada que dominaba todo el sa-lón con escalas de madera y un pequeño corredorque llevaba a una pieza. Había tres o cuatro máqui-nas, tornos, fresadoras con sus operarios. En el pa-tio al aire libre, varios automóviles, y era notable unsoldador intermitente que lanzaba lluvias de chis-pas de fuego. Eran unos seis obreros. Ejes, rines,cabezotes y grasa, aceite, mugre sobre un piso debaldosa grabada de color rojo oscuro. Se escucha-ban ruidos de martillos y por sobre todo, una músi-ca argentina de arrabal… Se sintió desorientado. Sinembargo, le preguntó a uno de los obreros, que erantodos blancos:

-¿El señor Londoño se encuentra?

El obrero entendió de inmediato que era un herma-no o familiar de don Ricardo. Era la una de la tarde.

-Él está – dijo – señalando el cuarto del balconci-llo. Pero está dormido. ¿Por qué no viene a las cua-tro? Usted es familiar ¿verdad?

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- Soy su hermano. ¿Y puede dormir con tanto ruido?

- ¿Cómo le dijera?… es que está acompañado.

-Comprendo. ¿Él vive aquí?

-¿Cómo le dijera?…Él vive aquí, en el balcón o encualquier parte, donde lo coja la noche.

En ese momento se abrió la puerta del cuchitril ysalió precipitadamente una muchacha blanca, deregular estatura, pintada y cabellos negros.

-¡Bruto! Me cogió la noche. – dijo. Adiós Armando– le dijo al joven que hablaba con don Jesús. Mecogió la noche ¿Qué horas son?

-La una y cuarto.

-Me van a echar…

-¿Quién es? Preguntó don Jesús.

-Una amiga del patrón. Es portera en el HospitalSan Vicente de Paul y le gusta hacer la siesta condon Ricardo.

Don Jesús la vio partir: falda negra cortísima, blusaroja. Los otros muchachos silbaron acompasadoscuando salió.

Al poco rato, se abrió la puerta del cuarto encara-mado y salió la figura inconfundible de don Ricardo:pantalones negros con tirantes negros para soste-nerlos en la cintura, delgado, alto y negro. Quien veíaesta figura, estaba viendo a Ricardo Londoño, dueñode un buen taller de mecánica. Soltero, enmozado

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pero de urgencias varoniles. Buena persona, pero in-transigente. Al ver a don Jesús mostró alegría.

-¡Hermano! – gritó desde su balcón y empezó adescender, pero don Jesús iba a su encuentro y algole dijo que lo hizo detener en el segundo escaño.

-Prefiero hablar contigo allá arriba, si no tienesinconveniente.

-¡Claro! Jesús, ésta es tu casa, sigue. Se devolviólos dos peldaños y lo esperó para saludarlo de abrazo.

Eran de igual estatura, aunque el más fornido eradon Jesús. Tal vez la vida al aire libre de éste eramás sana que la vida libre que llevaba Ricardo. Eldiálogo fue en el cuarto diminuto, que contenía sola-mente una cama, un espejo largo colgado de la pa-red frente a la cama y un sanitario separado por unacortina de tela azul.

-¿Tú aquí? – preguntó Ricardo.

- La vida, hermano, que junta hasta desapareci-dos… en verdad vine porque te necesito con ciertaurgencia – dijo Jesús.

-¿Problemas en el puerto? – preguntó Ricardo concierta ansiedad.

-No. No trates de adivinar que no lo lograrás. Esalgo personal.

Ricardo descansó, pensó que era asunto de dine-ro y esperó el golpe.

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-Me sucede esto, Richi: hace seis años tú fuiste ala primera comunión de mi primogénito, Jesús, ¿Lorecuerdas?

-Claro que sí.

-Ya era una joya. Bueno, ese muchacho en la es-cuela fue una especie de genio. Una amiga de LuzMaría, mi mujer, la entusiasmó que lo entrara al Li-ceo Antioqueño aquí. Yo vine hace ocho días aMedellín y lo inscribí para el primer año, en enerodel año entrante. Logré que lo recibieran. Todos qui-sieron conocerlo porque sacó cinco en todas las ma-terias durante cinco años. Mi mujer y yo, lloramosde alegría a cada momento. Ahora sabemos que en-trará al Liceo el año entrante, 1934 y que luego serámédico. ¿No es esta nuestra mayor esperanza? Yono sabía que estabas instalado aquí. Ahora que losé, he pensado que tú nos ayudes con el muchacho.Es tu ahijado y tu sobrino.

-¿Cómo le puedo ayudar?

-Dándole, si tú quieres, posada en tu casa, paraque él pueda ir al colegio. Yo te puedo pagar algomensual por ese favor. Yo soy un peón pero he podi-do sostener mi casa en el puerto y vivimos decente-mente.

-Hermano – le dijo Ricardo: “Yo no tengo hogar”.Vivo donde las putas. Yo soy un perdido… y apretóel brazo de su hermano, como pidiéndole perdón.

Jesús inclinó la cabeza. Pensó en mil cosas, perolo venció el sentimiento. Obviamente no debía repro-charle nada.

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-¿Pero tienes una mujer en especial? Preguntó.

-Todas son iguales, Jesús. Nunca se me ha ocu-rrido pensar en eso. Este taller lo pagué en tres años.Ahora vivo bien de él. Pero, dime, si estás buscandouna casa que reciba al niño ¿Por qué no alquilasuna casa aquí y traes a tu familia? Aquí los arrenda-mientos son baratos y en eso si te puedo ayudar –dijo – animado otra vez. O comprar una casa peque-ña, bien situada. En eso yo te puedo ayudar.

-¿Y mi trabajo? Aquí no hay montes.

-Vendrás una vez al mes. Así vive mucha gente ytú tienes una mujer muy buena y perdona que te lodiga.

Quedaron en esto: Jesús volvería a su trabajo. Ri-cardo quedaba encargado de buscar una casa peque-ña, si mucho, de tres piezas, cercana al Liceo, barriosque Ricardo conocía. En 1934 Medellín era pequeño,con pocas fábricas y se veía iluminada por las nochescomo una tacita de plata entre tantos cerros.

Mientras don Jesús le rendía cuentas al señorLaverde y le entregaba las sierras que le había com-prado en el almacén Santamaría; Ricardo sacaba unahora de su trabajo y buscaba por Buenos Aires ymás cerca, la calle Niquitao, una casa mediana, contodos sus servicios. El primer día que en su carroviejo, Ford, pero bien arreglado, buscó una casa, li-teralmente, se enamoró de una casita a seis cuadrasdel Liceo, incluso con un subterráneo, que, en sucaso, podía usar para guardar repuestos. Entoncesusó sus dotes de negociante. Le pidieron por la pro-piedad quince mil pesos al contado.

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Empezó su trabajo:

-¿Usted sabe que en los proyectos más cercanosdel municipio, este barrio va a desaparecer? Yo tra-bajé en el Departamento de Planeación hace dos añosy todo esto va a ser cambiado por una sola avenida.

-“Pues aquí me encontrará la tal avenida”. Estaspropiedades son muy costosas. Le dijo el vendedor.

-Yo le haría una propuesta por esta casa, si ustedno hubiera pensado que aquí hay oro enterrado.¿Usted sabe cuáles son los precios que ofrece elmunicipio por estas casas?

-No lo sé ni me interesa.

Silencio. El negro comprador enciende un cigarri-llo Victoria. Le ofrece al vendedor. Éste lo acepta.Fuman al tiempo.

-¿Usted dónde trabaja hora?

-Tengo un taller automotriz cerca de El Bosque.

-¡Ah! Al otro lado de la ciudad. Aquí no puede traerel taller.

-Lo sé, es para una familia.

-¿Vive en el Chocó?

-No señor, está en Puerto Berrío.

-¡Ah! ¿Cuánto ofrece por la casa al contado?

-¿Quiere saberlo? Le doy peso sobre peso: diez mil.

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Esta casa no tiene donde sembrar ni una mata deyerbabuena.

-NO. Pero está en el centro.

-El centro de Medellín, no se sabe donde va a que-dar, señor.

-A usted le gustó la casa, súbale a la oferta y vuel-va después.

-¿Por qué no le rebaja para que negociemos ya?

-Usted se colocó muy bajo. ¿Cuánto le sube?

-¿Cuánto le baja?

-Usted me parece una persona honrada.

-Gracias, señor.

-Bautista Gómez, para servirle.

-Ricardo Londoño, servidor.

El precio de la propiedad que compró don Ricardofue de doce mil pesos. La pintó. La arregló como parapasarse al otro día y la cerró. Terminaba el mes deoctubre. Cuando se iniciaron los arreglos de las ca-lles, casa y ambiente a causa de las festividades dediciembre, Richi le gastó en iluminación y embelleci-miento varios pesos. Estaba contento. Entonces sídejó encargado de su taller a su primer maestro yviajó al puerto cargado de regalos para Luz María,Jesús y sus hijos. Fue una sorpresa. Luz María loencontró tan viejo como lo creía. Vestía de blanco,como lo hacen en la costa atlántica y a los mucha-

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chos de Luz María les pareció simpático. La señora ylos muchachos le insistieron que pasara unos díascon ellos, ya que Jesús tardaba hasta el sábado. Élles repartió los regalos pero se guardó para el sába-do la noticia de la casa. Ricardo aprovechó variashoras en hablar con los muchachos. Quería estar unrato con el hijo mayor de Jesús, de quien le habíanhablado maravillas en Medellín.

La vida de Ricardo había sido variada y profunda.Muy rápidamente había comprendido las mil y unaformas en que se divide la inteligencia humana. Talvez él era inteligente en una forma que le había ayu-dado a sobrevivir y aún destacar entre muchos desus amigos y compañeros. No era rico, tal vez por-que no ambicionaba dinero, sino que se conformabacon un pasar. Pero cuando le llegaba mucho dinero,lo dilapidaba en mujeres, en paseos, en viajes, enamores, en cosas baladíes y sin mucho esfuerzo, lodaba a ancianatos, a pobres vergonzantes, a misera-bles. Pagaba bien a sus trabajadores, los sacaba delíos. No temía al futuro. Sabía que llegará un mo-mento en que no tendría nada y tampoco lo necesi-taría. Sencillamente había vivido.

De pronto, entró Jesús, su sobrino, a la sala. Loobservó mejor y le pareció que tenía su mismo tipo.Su misma fisonomía. Alto, de hombros amplios, pieldelgada y morena, dientes blancos y el mismo airede su padre.

-Con que tú eres el gran estudiante de esta casa.¿Qué piensas de la vida, hijo?

-La vida, tío, es una lucha entre el mundo y nosotros.

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-Y ¿Quién gana en esta lucha?, Jesús. – preguntóRicardo.

-Yo creo que la muerte, tío. La muerte acaba conla vida. Dijo Jesús.

Entonces Ricardo que estaba animado con las res-puestas del niño, cayó de pronto en uno de sus si-lencios. Recordó su taller. Recordó a las muchachasque iban a su taller en busca de una siesta activa yunos pesos. Pensó en su vida: errante. Medellín,Pereira, Cisneros, Bello y de pronto un como aban-dono de sí mismo. Unas veces tenía suficiente dine-ro. Otras, “Pilaba por el afrecho”, como él mismo de-cía. Quiso hablar con su sobrino que, según todos,era muy inteligente, pero le cerró el paso. Principiópor el final. Él no pensaba en la muerte. Aunque viomorir a sus padres, eso no lo sacudió, no lo puso apensar. Estaba enamorado de una mujer casada yse jugaba la vida por ella. Pero entre ellos no sucediónada y ahora no sabía si estaba muerta o viva. Tuvoque aceptar que su sobrino, de solo catorce años,era inteligente. Haría bachillerato en el Liceo. Pensó.

-Después del bachillerato ¿Qué estudiarás? Le pre-guntó al muchacho que seguía silencioso hojeandoun libro.

-Después viene servir al prójimo. Contestó Jesús.

-Buen propósito, dijo el tío.

En eso, entró al saloncito Luz María con un poci-llo de café en sus manos para Ricardo. Estaba her-mosa. Éste la miró a los ojos, apreció lo bella que

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era, desechó pensamientos absurdos que cruzaronpor su mente y le dijo:

-Gracias, cuñada. Un tinto a esta hora sabe deli-cioso. Pero – le dijo – yo no siento el calor tan inso-portable de que hablan del puerto.

-Espera que suban las diez de la mañana y habla-mos – dijo Luz María. Es un calor húmedo que pare-ce brota de las cosas. Te envuelve, te desasosiega, tedesespera. Luego el cuerpo como que se adapta, perotú sigues en un hervor que te cocina el cuerpo. Éstospájaros que escuchas, ya no existen. El sol vibra enlas calles como un acordeón que no suena, pero sesiente. Se respira calor. Se exhala calor y el genio dela gente empieza a hacerse áspero. Sin embargo todoel mundo va de aquí para allá, como si el calor losacelerara, como al tren.

-¿Con que así es la cosa? Comentó Ricardo. Pron-to las cosas serán distintas, Luz María.

-¿Pronto? ¿Qué quiere decir pronto, don Ricardo?Preguntó no alarmada sino asustada. ¿Jesús le con-tó el problema en que estamos con el niño?

-Un poco, hablamos de eso.

-¿Pueden recibirlo usted en su casa?

-¿Quiénes somos “ustedes”, Luz María?

-Pues usted, su mujer y sus hijos.

-Sucede, Luz María, que yo estoy soltero. ¿No lehabía dicho Jesús? No tengo ni mujer ni hijos.

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Don Jesús si le había contado eso a Luz, ella losabía, pero suponía que tenía un hogar organizadocon una mujer, a eso se refería, pues no le importa-ban las uniones libres y discretas, y que no tendríaninconveniente en recibir a Jesús, su hijo. Pero la res-puesta de Ricardo la dejó abrumada.

-¿Cómo? ¿Usted no es casado? ¿Y con quién vive,pues?

-Vivo solo. Por eso no le pude ayudar a Jesús. Peroencontré una solución mejor para la permanenciadel niño en Medellín.

-¿Cuál solución? – preguntó Luz María sin poderpensar en lo que le decía.

-Que usted con su familia se vayan a vivir aMedellín. Así lo niños y ustedes tendrán un hogarcercano al Liceo.

Hubo silencio. Luz María soltó la risa.

-Usted está loco – le dijo.

-No. No estoy loco. El asunto ya está arreglado.

-¿Cómo? ¿Sin saberlo Jesús? ¿Está loco?

Cambió el rostro se puso seria. Por primera vezvio la cara de Luz María como si le hubieran hechouna propuesta indigna. Lamentó que Jesús no estu-viera allí. Yo no le entiendo su enredo, ni lo quieroescuchar. Pensó echarlo de su casa.

En cierta forma, Ricardo, que era naturalmentealgo cínico, vio que había, sin quererlo, herido la

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dignidad, el honor de Luz María. Ella tomó a su hijopor los hombros, como exponiéndolo primero al com-bate. Ricardo sintió que había herido a aquella mu-jer irreparablemente. Sintió vergüenza, pena, dolor,autorrabia. Se puso de pie.

-No, Luz María. Yo no me he hecho entender. Escú-cheme por favor: hace pocos días Jesús, mi herma-no, encontró mi taller en Medellín. Es un taller mo-desto, pero resulta mucho trabajo en reparar auto-móviles. Él me refirió las condiciones del niño paravivir en Medellín y estudiar en el Liceo Antioqueño.Él también creía que yo era casado y tenía mujer ehijos. Pero al saber la realidad de mi vida, yo mismole propuse que hiciera el esfuerzo de alquilar unacasa pequeña en Medellín y se trasladara con su fa-milia a la ciudad. Él descartó esta posibilidad porvarias razones: que no tenía dinero para alquilar unacasa y sostenerla en la ciudad. Segundo, que nuncahabía pensado en separase de su familia y menoscomprar una casa en Medellín. Él salió de mi tallerdesconcertado. ¿No le contó a usted? ¿No le dijo cómovivo?

Luz María, que había escuchado con atención laexplicación de Ricardo, le respondió:

- Sí. Encontró el taller. Que usted vivía solo en esetaller y que ese no era sitio para que nuestro hijopudiera vivir allí. Nada más.

-Así fue. Continuó Ricardo. Pero más tarde, yo mepuse a considerar el estado de Jesús. El haber tra-bajado duro, toda su vida y no poder ahora enviar asu primogénito al colegio donde quiere estudiar, y

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me dije: ¿Para qué sirve el dinero si no es para estoscasos en que uno puede ayudar a un hermano? Sa-qué unos ahorros míos y escogí una casita para queustedes vivan y puedan educar a sus hijos.

-¡Santo Dios Bendito! Dijo Luz María loca, ciega,inconsciente. Se desprendió de su hijo, y acudió don-de Ricardo, con los brazos abiertos. Él la recibió, laabrazó, la besó en las mejillas, y lleno de emoción ledice:

-¿No te mereces, con Jesús, este premio? – se refi-rió abiertamente a su esposo.

Luz María se desprendió de Ricardo como de unpadre, de un hermano y no sabía dónde poner suemoción ante la sola noticia. Lo miró con cariño, conagradecimiento, con una alegría que no le cabía enel pecho.

De pronto, Ricardo preguntó:

-¿Cuándo llega Jesús?

-Mañana. Viene mañana. No sé cómo, ni cuánto,se va a alegrar. Él se va a enloquecer de la alegría.Saber que nos podemos trastear a una casa propia.En Medellín. Cerca del Liceo. ¿No te parece maravi-lloso, milagroso, Jesús? Dijo a su hijo.

- Sí mama, es maravilloso.

Esa noche Ricardo los llevó a los tres Jesús, Marioy la madre a cenar al mejor restaurante del puerto“La Sirena”, administrado por una señora francesa.Comieron comida de mar. Los niños la devoraron.

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Ellos se engolosinaron con un arroz con camarones.Al terminar, empezó a sonar un bolero de René Cabel.

Ricardo le preguntó: -¿Bailamos? Si. Dos piezasnada más. Bailaron. Él miró su reloj; eran las diez ymedia. La noche era tibia pero agradable. Había es-trellas en el cielo y ráfagas de aire templado despei-naba un poco los cabellos largos y pulidos de LuzMaría, quien lucía un vestido rosa y zapatos blan-cos.

Al día siguiente, sábado, llegó don Jesús. Traía supago en un sobre café oscuro en el bolsillo de la ca-misa. Estaba sudado. Embarradas las botas. Guar-daba su ropa de calle en el cambuche y allí mismo lacambiaba por unos pantalones cortos, de dril, queeran los de combate. Estos los traía en una bolsa dela que asomaba un gajo grande de plátanos a mediomadurar. Así abrazó a Luz María al llegar a la casa.Cada sábado que Jesús regresaba de su duro traba-jo, llevaba a su hogar un racimo de plátanos verdeso maduros, un racimo de chontaduros rojos o unpescado grande. Era la alegría de los chicos y de LuzMaría.

Cuando Jesús, ése sábado, se vistió su traje decalle: pantalón de paño bien planchado, camisa blan-ca, zapatos lustrados por su mujer o por uno de loschicos, chispeado de loción, sus niños lo rodeaban,preguntándole cosas relacionadas con el trabajo. Élaprovechaba esos momentos para hablarles de loimportante que es la educación. Ese hacer la cosasmás con la inteligencia que con las manos. Ese día,serían las cuatro de la tarde, vino Luz María a inte-rrumpirlos con una noticia que los niños sabían pero

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que desde temprano les había pedido que no le co-municaran a su papá hasta que ella lo hiciera. Lanoticia era, simplemente, la llegada de Ricardo y laincreíble noticia de que les había comprado una casaen Medellín, porque estaba preocupado desde quesupo que su ahijado Jesús no podría asistir al Liceo.

Don Jesús escuchó la noticia con especial atención.

-¿Cuando llegó?

-El jueves por la tarde.

-¿Dónde está?

-Creo que en el hotel. Te está esperando para dar-te la noticia – dijo la esposa.

-¿Pero ya vino aquí?

-Sí. El viernes nos dio la noticia e incluso nos invi-tó a comer al restaurante La Sirena. Estuvimos allícomo dos horas, incluso bailé dos piezas con él. Estan buena pareja como tú. Explicó Luz María conalegría.

-¿Y tú estás feliz con su vidita? – preguntó Jesús.

-Imagínate hijo. Venirnos del cielo esa ayuda eneste momento, cuando no sabíamos si Jesús podríaestudiar. Tú sabías la locura que siente el niño porcursar su bachillerato; cuando todas las puertas sehabían cerrado, de pronto, milagrosamente, aparecetu hermano con esta noticia. Yo, Jesús, no tengo fesuficiente para darle a Dios gracias por este bien.

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El padre escuchó en silencio la casi oración quesu mujer pronunció.

-¿Y qué sigue Luz María?

Sin pensarlo le respondió:

-Yo creo, hijo, que nosotros nos debemos pasar aMedellín. Allí podemos darle la educación que ellospiden y nosotros queremos. El pasaje del puerto aMedellín no es caro. Tú me encuentras siempre allí.Yo, Jesús, seré la misma donde quiera que esté. Esteviaje tiene para nosotros muchas ventajas: no noscostará nada el arrendamiento. La casa está a seiscuadras del colegio. Yo puedo aprender algún artemanual, ahora que se están abriendo tantos cole-gios para mayores. Te juro, hijo, que saldremos ade-lante.

La mujer creyó haber respondido toda duda de suesposo, respecto del proyecto total.

-Pero tú me haces mucha falta, Luz María – dijo.

-Puedes ir los sábados en el primer tren y volveren el último el domingo.

-No es suficiente – dijo el con algo de tristeza.

-Nosotros llevamos más de quince años de matri-monio. Hemos tenido tiempo de querernos, amar-nos, tener dos hijos que son nuestro orgullo. ¿Nocrees que les debamos un tiempo a los hijos? Sola-mente por esto te pido lo que te pido.

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En este momento de la conversación, llegó Ricar-do. Eran las cinco de la tarde. Jesús y Luz María sepusieron de pie. Ricardo saludó de mano a Jesús. ALuz María de abrazo y beso. Mientras su ahijado Je-sús se dejó abrazar como lo hizo con Mario. Les traíade regalo a los muchachos un balón de fútbol. A LuzMaría un estuche de perfume y a Jesús, el padre, unjuego de tres toallas. Se sentó. Vestía un traje blan-co casi igual al del día anterior, solamente tenía tresbotones el saco. Se veía elegante. Zapatos blancos yun pañuelo rosado cayéndole en cascada del bolsilloalto del saco.

-Viene muy elegante, don Ricardo – dijo Luz María.

-En verdad te ves muy bien Richi – comentó Jesús.

-Espero no interrumpirlos, pero, en verdad, que-ría saber qué piensa el señor de la cada sobre la pro-puesta que le hice ayer a Luz María. ¿Ya le contaste?– se dirigió a Luz María.

-Hemos estado hablando de eso.

-¿Qué opinas, Jesús?

-Escuché lo que me contó Luz María. Por lo quecorresponde a ella, me abandonaría hoy mismo. Peroyo debo pensarlo más. Dijo Jesús.

De pronto Jesús le preguntó a Ricardo: - ¿Por quélo hiciste? Sabes que es muy difícil nuestra separa-ción. No es lo mismo separarme de mi hijo, por subien, que de toda mi familia.

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Estas palabras las dijo con tanto sentimiento quellenaron de pena a Ricardo.

Entonces habló Luz María:

-Yo le expliqué a Jesús que todo se hace por elestudio de Jesús y luego el de Mario. Un tiempo delmatrimonio nos pertenece a nosotros, pero otro tiem-po se lo damos a los hijos. ¿No crees? – le preguntó aJesús.

Jesús no supo qué decir.

Ricardo pensó rápidamente, como una visión ins-tantánea, que la inteligencia tan afamada de su ahi-jado provenía de la madre, de Luz María. Sin embar-go, pensando bien para él mismo, era más conve-niente apoyar a Luz María que a Jesús. Por esto sol-tó la lengua y dijo:

-Yo no soy casado, pero si lo fuera, no me perderíala oportunidad que se presenta de educar a un hijoprobadamente inteligente por sacrificar una compa-ñía que ya conozco, que sé que me ama, por no re-sistir ocho días de ausencia.

A Jesús no le gustaron esas palabras.

-Es que tú nunca te has casado. Toda tu vida hasido de vagabundería. No sabes lo que son sentimien-tos. Por eso no comprendes mi problema.

Luz María vio que siguiendo en esa discusión, nollegaría a ninguna parte. Por eso los convocó a cal-marse diciéndoles que se prepararan para comerunos tamales con tres carnes que les había prepara-do: pollo, cerdo y pescado.

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-Ustedes no saben el manjar que les estoy ofre-ciendo. Agregó ella.

Los muchachos, Jesús y Mario, como ensayados,aplaudieron. Luz María apercibió la mesita del co-medor y se dispuso a servir la comida. Eran las sietede la noche. La conversación se cambió por comple-to. Durante ella hablaron del movimiento del puerto.Las obras que el nuevo gobierno debía hacer: mejo-ras en el muelle, leyes sobre la navegación en el río,etc. El nuevo gobierno era el del doctor Alfonso LópezPumarejo y se esperaba de su programa los avancesmayores de la reciente historia del puerto.

Durante la comida, aparte de los elogios de Ricar-do sobre ella, se sintió un silencio tenso, durante elcual Jesús recordó muchas de las frases del obrerode Ricardo sobre lo que era la vida de Richi: vaga-bunda. Crapulosa. Desordenada. Sin principios, yen-do al azar por la vida. Recordó, especialmente a lamuchacha de la falda alta que hacía su siesta en elpropio taller. Recordó que había aprendido mecáni-ca. Pero, ¿Quién le ayudó? ¿Las prostitutas? ¿Dedónde sacó el dinero para comprar la casa? ¿El ca-rro? ¿Quién diablos era?

Durante la comida Ricardo solo pensó en la in-transigencia de Jesús para aceptar una ayuda quenecesitaba. Pensó en cuántos trabajadores laboranlejos de sus familias, a cambio de un salario que lespermita vivir. Ni un solo momento se le ocurrió pen-sar en su cuñada. Aunque le parecía hermosa. Perosu misma vida lo había llevado a relacionarse conlas mujeres negras y blancas y, en el fondo, eraniguales.

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La comida continuó silenciosa pero tensa. El unomiraba al otro. ¿Cuál resolución tomó, Jesús? Nadielo sabe. Pero al terminar la comida, después de to-mar el café, Jesús invitó a Ricardo a que salieran auna tienda cercana para terminar la conversación.Como eran de igual tamaño, se pusieron los brazossobre el hombro y Luz María, confiada en el buenjuicio de ambos, los vio partir desde la puerta de lacasa, calle abajo, hacia la cantina donde siempresonaban las tonadas argentinas que hasta medianoche perturbaban su sueño.

Con su respectivo vaso de cerveza Pilsen al frente,los dos hermanos dialogaron:

-Yo creo, hermano, que usted, por sus resquemo-res injustificados, se niega a aceptar mi ayuda paraque el niño pueda entrar al Liceo. - Dijo afablementeRicardo -. Es una casita pequeña, vieja pero para us-tedes, suficiente. No me ha costado una fortuna. Mecostó doce mil pesos de contado. Usted comprende.Es poca inversión para que la familia esté tranquila.

Jesús no interrumpió lo que dijo Ricardo, pero nolo miró ni una sola vez durante su exposición. Com-prendió que él debía decir algo. ¿Por qué se negaba?¿Por qué no le gustaba? ¿Qué dificultad había? Apu-ró un trago grande de cerveza. Miró a su alrededor.Vio paisanos tomando aguardiente y conversandotranquilos. Se le acabó su tiempo y le dijo:

-Mi mujer se queda sola por ocho días, Ricardo.

-¿Y eso que tiene que ver? Tiene sus hijos. Ustedles suministra lo que requieran. No entiendo. Está

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con sus hijos. Jesús es un hombre ya. Yo estoy en laciudad en cualquier emergencia. ¿Qué más quiere?

Jesús había consumido su cerveza mientras Ri-cardo apenas había probado la suya.

-¿Quieres otra cerveza? – preguntó Ricardo.

- No, un aguardiente doble – dijo, sin mirarlo.

Trajeron el trago y Jesús se lo tomó en el acto.

-Bueno, -dijo. La cosa es que a mí no me gusta.

-¿No te gusta qué?

Hubo un silencio. Jesús pidió otro trago doble. Loesperó mirando hacia el mostrador. Se lo tomó deun solo sorbo. Miró por primera vez a Ricardo a losojos y le dijo, ya borracho:

-Que usted la ayude. No me gusta nada. Usted esun vagabundo. Le gustan mucho las mujeres. Ustedes un mujeriego. Un hijo de puta.

Se paró de su asiento. Sacó en un segundo unabarbera y Ricardo, sentado aún, la vio venir hacia sucuello. Cruzó el brazo para protegerse. Sintió su car-ne destrozada por la herida profunda en su brazo.Observó que Jesús vaciló al verlo bañado en sangre.Miró aterrado que su hermano quien esperaba otrogolpe, sin bajar el brazo izquierdo buscó con la manoderecha un revólver y disparó a ciegas. Jesús se des-plomó arrastrando una silla en su caída. Uno de loshombres que estaban al lado se levantó rápido y leintimó rendición a Ricardo. Éste, ciego, le entregó elarma y dijo, como a la noche:

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-“Maté a mi hermano”.

No escuchó la voz del hombre que lo desarmó: Fueen defensa personal – dijo.

En medio de la trifulca que se armó el hombresalió gritando:

-¡La policía, el juez, la autoridad!

La gente corría hacia el café. Luz María vio el tro-pel y escuchó los gritos. Los niños se mezclaron conla multitud y Jesús fue el primero en ver que entredos hombres ayudaban a Ricardo bañado en sangre.

-¡Tío! ¡Tío! ¿Qué pasó?

-Que maté a tu padre, hijo.

Jesús, el niño, perdió la vista, el corazón, el alma.Se quedó estático. No supo por qué la gente corría asu alrededor. Dio un paso y rodó por el suelo. Lamadre, Luz María, dio un grito y corrió hacia su hijo.Entonces vio a Ricardo, ayudado por dos hombres,ensangrentado, a punto de desmayarse, todo su ves-tido teñido de sangre. Lo miró y apenas lo reconoció,le preguntó:

-¿Qué fue, don Ricardo?

-Tuve que matar a Jesús. Voy al hospital – siguiódejando a su paso chorros de sangre.

Luz María siguió como sonámbula entre la multi-tud. Luego escuchó:

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-Solamente la autoridad puede levantar el cadá-ver. Eso escuchó. Siguió caminando, trastabilló y cayóal piso como postrándose ante la realidad.

A las cuatro de la tarde del domingo, despertó Ri-cardo con su brazo izquierdo atorado de cintas blan-cas, adolorido, en un catre metálico de la cárcel condos guardias armados de fusil y pistola. Fue lo pri-mero que vio. Se humedeció los labios con saliva antesde llamar a uno de los guardias.

-¿Qué horas son? –preguntó.

- Las cuatro, señor.

- ¿Me podría dar un vaso de agua?

- Sí, señor.

Le trajeron el agua y con su mano derecha lo tomócon ansia. Devolvió el vaso y dio las gracias.

-¿Ha venido alguien a buscarme?

- No señor. Está aislado.

Era la primera vez en su vida que estaba encarce-lado. Tenía cuarenta y ocho años. Era fuerte, alto ymacizo.

Ese domingo fue de color morado. Lluvioso. El vien-to soplaba sobre el puerto simultáneamente desper-taba, en otra parte, bajo otra luz, la madre, Luz Ma-ría y su hijo menor que habían sido recogidos de lacalle cuando iban a verificar lo que sucedió en lacantina del accidente.

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-Soñé que algo grave le sucedió a Jesús – le dijoLuz María a Mario que estaba a su lado, dormido.¿Dónde están Jesús y Ricardo?

Una voz que apenas recordaba, le respondió:

-Tranquila. Silencio. Están en casa amiga. SoyJosefina Vargas, ¿me recuerda?

-¿Josefina Vargas? ¿Mi amiga? ¿La que estudióhistoria? ¿Mi amiga? ¿Por qué estoy aquí?

- Cálmese. Yo iba a visitar la iglesia, ayer sábado,cuando la vi caer en la calle. Yo la reconocí, la traje ami casa con su hijo Mario que está todavía dormido.Les di un calmante y ambos durmieron toda la no-che. Hoy es domingo. Son las nueve de la mañana.¿Quiere desayunar?

Luz María fue volviendo, despacio, a su mundo.

-Pero yo estaba en mi casa, con mis hijos y Jesús yRicardo. ¿Dónde están ellos? ¡Soñé cosas tan raras!

- A ver. Qué soñaste, cuéntame.

Luz María estaba transformada. Había enflaque-cido en una noche, sus ojos hundidos, su rostro des-compuesto, y temblaban sus manos como un vibra-dor. Josefina la observó. Era otra. La mirada errantey de pronto, una miraba profunda a los ojos, como siJosefina la ocultara algo.

-Qué hay de Jesús. Él estaba aquí, hablando condon Ricardo. Salieron. ¿Dónde están? Soñé cosas ho-rribles. Que se mataban entre ellos por mí. ¿Qué

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sucedió anoche, Josefina? ¿Hay algo de cierto en esto?Dijo y se echó a llorar.

Josefina se hundió en la tristeza. Sabía todo: queJesús el padre, estaba muerto y lo velaban en la casade velación de los hermanos Vélez, allí estaba donJesús Laverde, quien lo había retirado del hospital,después de la autopsia, a las cuatro de la mañana, yesperaban que Luz María diera la orden del entierro.Su hijo menor Mario, estaba en su casa, durmiendobajo el efecto de las tabletas que le habían suminis-trado la noche anterior. Pero a esa hora, las cuatro ymedia de la tarde, nadie sabía la suerte del hijo ma-yor Jesús Londoño.

Cuando las diez de la mañana Luz María y Mariorecobraron su razón, Josefina los llevó a su casa.Les dijo que estaban pendientes de sus órdenes paraque se le diera cristiana sepultura a Jesús, pues donJesús Laverde se había encargado de todas las ges-tiones con el cementerio, y la curia y que solo seesperaba la orden para proceder. Luz María y el niñoestaban consolados. Solamente el estudiante, Jesús,estaba perdido. Un grupo de policías se había dis-persado por el pueblo en su búsqueda: en el muelle,en el templo, en los sitios más ocultos y lejanos lobuscaron. Alguien refirió que como a las seis de lamañana había visto a un joven, negro, espigado, sal-tando polines en dirección a la estación siguiente detren. Tal noticia fue suficiente para que un ayudantede máquinas y un agente de policía, con la aproba-ción del jefe de estación, partieran en un carrito demotor eléctrico, de esos que la gente llamaba“ratoncitos”, en busca del niño. Lo encontraron a unkilómetro de la penúltima estación… estaba aterido

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de frío. Húmedo por la lluvia que había recibido. In-diferente ante la presencia del carro. Le pregunta-ron:

-¿Eres Jesús Londoño?

- Si. Respondió - ¿Qué quieren de mí?

-Queremos que nos acompañes al puerto. DoñaLuz María te necesita.

-¿Ella está viva?

-Sí. Y Mario también.

-¿Ustedes saben para qué me necesita mi madre?

- No sabemos, pero súbete que en la próxima es-tación nos devolvemos.

Se subió al carro sin resistencia.

Un abogado amigo de Ricardo tardó tres días enllegar al puerto. Tardó un día en levantarle la inco-municación en que lo tenían. Al martes de la sema-na siguiente empezaron los interrogatorios. Sucedióque el hombre que le intimó a entrega y rendiciónera un cabo de la policía que actuaba en su día libre,y fue testigo de todo el incidente. Vinieroninterrogatorios, verificaciones, averiguaciones y gra-cias a su abogado, en menos de un mes obtuvo sulibertad condicional. Permaneció en el puerto por unmes más y volvió a Medellín. No obstante, la breve-dad del incidente, volvió flaco, débil, sumido en unatristeza infinita y prisionero de su propia conciencia.La vida, su pasado, su presente, le parecieron sin

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sentido. Sentía miedo a todo. Su mano defectuosapero no inútil, le recordaba a cada momento su tra-gedia. El rostro sobrio, serio de su hermano se lepresentaba en sus sueños. Se olvidó de que era unhombre de tan solo cuarenta y ocho años. Interior-mente envejecía. Sus iniciativas en el taller eran li-mitadas y a no ser por su segundo, el taller habríafracasado. Se llamaba César González. Era de esta-tura regular, alegre sin excesos. Dueño de la terceraparte del taller, sobrio, decidido y fiel.

Un día, Londoño le refirió espontáneamente aGonzález cómo habían sucedido las cosas, y la únicapregunta que le hizo fue:

-¿Y cómo recibió Luz María la tragedia?

- No lo sé. Creo que fue su mayor desgracia.

-¿Estás seguro?

-¿Qué sugieres?

-Que estamos en el mundo y entre seres huma-nos. Nadie dice la verdad si no es muy obvia.

-No te entiendo. Le dijo Ricardo.

-Es difícil. Dijo González. ¿Quién conoce el fondode una mujer? Ellas son un misterio. A menudo cree-mos entenderlas, pero acuérdate: hay conveniencias,hay resignación, hay hipocresía, hay de todo. Y lasmujeres, consciente o inconscientemente manejanun lenguaje incomprensible.

- ¿Tú nunca hablas claro? – preguntó Ricardo.

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-Siempre hablo como debemos hablar. Nos cubrela mentira, el interés, los miedos, las necesidades, yescoger las palabras adecuadas es nuestra primeradificultad. Hablemos en serio: ¿A ti te gustó la mujerde tu hermano? No me mientas, por favor.

Ricardo vio, interiormente, que se le había derri-bado un muro, una muralla que tenía al frente.

-Sí, es muy hermosa y quisiera amarla. Contestó.

-¿Cuánto tiempo?

-Toda la vida que me resta.

-Está bien – dijo González.

-¿Dónde está?

-No lo sé.

-Búscala. No la consueles con palabras falsas.Háblale de la vida. Del amor. Estimula sus deseos.No llores con ella. Ayúdala sinceramente. Sin recor-darle que sos culpable. Ya fuiste bueno con ella. Ahoraenséñale con tu vida que la mereces. Te han absuel-to por inocente. Sigue siendo inocente.

Esa noche Ricardo pensó en Luz María, en él, enGonzález. En un momento sintió miedo de ese mu-chacho. No miedo físico, era como un miedo intelec-tual. Lo cautivaba la franqueza, la inteligencia. Esaforma de agarrar las ideas. ¿Por qué era simplemen-te un tornero? Pensó en decisiones. Pensó en opor-tunidades. En necesidades. Pensó, pensó, hasta quese quedó dormido.

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La vida de Ricardo había cambiado, seguramente.No sabía dónde estaban, ni ella ni sus hijos. Apenasse sintió libre, quizás por ese miedo interior que sesiente al haber salido de una situación embarazosa,sea uno el culpable o no, hizo lo que creyó debíahacer: huir del lugar, sentirse a salvo, y por eso ha-cía ya casi seis meses que no sabía de ella ni de sushijos… Ahora lo recordó todo: sus sacrificios por ellaal ponerse a invertir sus ahorros en una casita queun día la pensó para ella y sus hijos. Pensó tambiénen qué suerte la había seguido después de la trage-dia. ¿Dónde estaban? ¿Pudo ella cumplir el sueñode ver estudiando a su hijo mayor en el Liceo? ¿Quéera de ellos? Sintió temor, culpa, abandono de susresponsabilidades. ¿Era en verdad responsable detodo?

Habló con González, este muchacho se había con-vertido en su confidente. En su ayuda. Le refirió suspreocupaciones. Finalmente le preguntó:

-¿Tú qué harías?

González lo pensó por un rato y le dijo con seguridad:

-La buscaría. Tú no necesitas perdón. Si realmen-te ella es sincera, si realmente su corazón te quiereun poco, debe acogerte. Este es mi consejo: búscala.

Corría el mes de junio de 1934. Ricardo estabalibre, pero llevaba en su corazón una pena muy gran-de. Pensó: Ante quién soy inocente, si mi pena es tangrande. Los remordimientos lo acosaban. Llegó adudar de su inocencia. Cerraba los ojos y veía a suhermano fuera de sí, barbera en mano, buscando su

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cuello. Era una visión viva la que tenía en su memo-ria. Su inconsciente reacción, su búsqueda mecáni-ca de una defensa. El disparo aislado. Solo. Uno solo,y mi hermano se desmoronó para siempre. Y me dejóesta pena. Este dolor, y no pensé que era por nadie,sino por mí. ¿Por qué actuamos y después pensa-mos? ¿Quién ordena nuestros actos?... es mejor nopensar. Esto me puede llevar a la locura, se dijo.

Don Jesús Laverde, el patrón de muchos años dedon Jesús Londoño, cuando supo de la tragedia, sepuso tembloroso. Había oído hablar de Ricardo perono lo conocía. Sabía que era un hombre de mundo,artesano y negociante; que vivía en Medellín y allítenía un taller de mecánica de automóviles. Era todolo que sabía de él. Al conocer la dura tragedia pormedio de un agente de policía, se estremeció; pensóen Luz María y en lo niños. Recordó, porque se lohabía referido su empleado Jesús Londoño, que suhijo mayor había sido aclamado como el mejor estu-diante de la escuela. Que había ideo con el niño alLiceo Antioqueño y que estaba esperando el mes deenero para entrar al colegio. Por todos estos conoci-mientos, sintió profundamente la tragedia deLondoño y se sintió comprometido con esa familia.De aquí que, pasadas las exequias de Londoño y dán-dole a Luz María unos días de duelo, mandó a unode sus ayudantes con una tarjeta de pésame y solici-tando el permiso de una visita personal. Don Laverdeera viudo, viejo, con su único hijo casado en Bello ycon familia. Luz María, quien le pareció al mensajerouna mujer muy fuerte, le agradeció el pésame, y ledijo que cuando el señor Laverde quisiera, lo recibi-ría. El mensajero volvió admirado de la fortaleza de

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la señora y así lo transmitió a su patrón. CuandoLaverde escuchó el relato del comportamiento y due-lo de la señora, como él era bíblico, dijo en voz alta:“Concédele, Señor, el descanso eterno”.

Ocho días después don Jesús Laverde le anuncióvisita a la señora Luz María. Eran las siete de la no-che cuando su chofer le abrió la puerta de su carropara que descendiera, y luego tocó la puerta. Se abrióla puerta de la casa y en el vano vio don Jesús Laverdea una mujer joven, vestida con un traje rosado pálido,en tacones altos, arreglada y bella como nunca la ha-bía visto. Don Jesús Laverde la saludó simpático,abandonando el tono triste que traía preparado…

-Don Jesús, me alegra verlo y le agradezco su visi-ta. Siga, por favor.

Don Laverde se sentó, era un hombre viejo, páli-do, arrugado y de anteojos con ganchos de oro. Miróa su alrededor: un juego de tres taburetesabollonados, una mesa de centro cuadrada con unflorero de vidrio verde con tres rosas blancas. La co-cina a la derecha y tres alcobas de puerta cerrada.En ese momento salió de su cuarto Jesús, el mayorde los hijos de Luz María. Saludó correctamente y lamadre le dijo:

-Es don Jesús Laverde el patrón de tu papá…

-Mucho gusto, don Jesús, mi padre me hablómucho de usted. ¿Cómo va el negocio de las made-ras?

Don Jesús estaba un poco desorientado. Pero asu-miendo la misma seriedad del muchacho, le dijo:

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-Digamos que bien. ¿Te llamas Jesús?

-Sí, señor. Como llamaba mi padre. Lo dijo sin doloraparente.

-Fue una lástima la trágica muerte de don Jesús.

-Claro que lo fue – respondió el muchacho -. Lamuerte nos alcanza en el momento menos pensado.Es nuestra realidad. Agregó.

El señor Laverde estaba asustado. No solamentecon la respuesta del muchacho quien, a pesar de suestatura, sabía que tenía apenas catorce años. Máspor ese aplomo, esa seriedad, esa dignidad ante eldolor que seguramente lo atormentaba.

-Cambiando de tema – dijo señor Laverde – medijeron que fuiste aceptado en el Liceo Antioqueño,¿verdad?

-Así es don Jesús.

-¿Y qué piensas? – preguntó el señor Laverde.

-Estamos indecisos. Lo mejor es que pudiéramosirnos a vivir a Medellín. Pero no tenemos medios. Nipara transportarnos ni para vivir allá. Tal vez lo quepodemos hacer es que yo consiga algún trabajo aquíy como mi madre sabe un poco de costura, bregar asostenernos aquí. – Lo dijo sin pesar ni tristeza.

Don Jesús Laverde guardó silencio. De pronto lepreguntó a Luz María:

-¿Tú tienes familia en Medellín?

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- No señor. Yo soy del Chocó. Me casé con Jesús alos quince años. Emprendimos juntos su trabajo deaserrar maderas. Mientras tanto los hijos fueronnaciendo, en cambuches, a la orilla de los bosques,de modo que ninguno es de pueblo conocido, hastaahora que vivimos en el puerto, y yo he tenido queinventar los pueblos donde ellos nacieron. Don Je-sús Laverde escuchó la historia sin pestañear. Noquiso mostrarle ni a ella ni al muchacho lo que real-mente sentía. Para él, que era muy rico, tuvo uno deesos momentos en que se nos parte el alma. No mal-decimos de nada: de la injusticia, de la sociedad, dela vida, pero si comprendemos cuánta desigualdadexiste sobre la tierra. Laverde era simplemente unode los hombres que había llegado primero: hijo deun finquero de riqueza tradicional, había nacido yvivido entre la abundancia. Ahora tenía dinero paralo que quisiera. ¿Por qué no ayudarle a una mujerdigna, cuyo estigma era la pobreza? Una mujer quesoñaba dándole educación a sus hijos; una mujerbuena y bonita, sacrificada por una sociedad des-igual. No vaciló. Le propuso a Luz María que él veníapensando que su esposo no murió por ninguna fallaen su trabajo. Que él se sentía en obligación con ellapor tantos años de servicio leal de su marido, y por-que él quería ayudar a un joven a quien el cielo yellos le habían dado una inteligencia excepcional…Luz María y su hijo mayor, se miraron entre sí. Elviejo siguió: ahora, el Estado está empezando a de-fender los derechos de los trabajadores, pero antesde eso, todos quisiéramos defender los derechos hu-manos. Yo quiero proponerle: que ustedes se insta-len en Medellín en una casita que yo les conseguiré yles pagaré hasta que usted, Luz María, acabe de

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aprender modistería e instale un pequeño taller decostura para que vivan dignamente mientras educa asus hijos. Yo les ayudaré hasta el día en que sepa quepueden vivir con su trabajo…esa es mi propuesta.

Luz María no pudo contener el llanto y abrazó adon Jesús. El niño también lloró y abrazó al viejo.Entonces, dijo, manos a la obra.

En este sobre le he traído tres mil pesos, para queviajen a Medellín y busquen la casa alquilada y coneste mensajero -señaló a Jesús-, me mantendrá in-formado de todo. Se puso en pie, la señora se acordóde que no le había ofrecido ni un tinto.

-No se preocupe de eso, le dijo el viejo. Está tardey yo me recojo muy temprano. Bébanlo a mi nombre.Abrazó a la señora y partió.

Hallaron la casita en el barrio Buenos Aires: biensituada, con todos los servicios. Se trasladaron allí.Compraron una máquina de coser, tijeras, metro,hilos, etc. y por muestra de varios pantalones de donJesús, empezó a coser día y noche. Mientras sus hi-jos estudiaban, el mayor en el Liceo y Mario en unaescuela del barrio. Dieron comienzo a su nueva vida.

Por la muestra de sus propios vestidos y los pan-talones y camisas de sus hijos, Luz María, trabajan-do hasta los días feriados, acreditó el primer tallerde costura del barrio, y empezaron a lloverle pedi-dos, pues sus precios eran más baratos que en losalmacenes.

A principios de julio de 1934, Jesús Londoño fueenviado por su madre a Puerto Berrío con una espe-

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cie de balance, con datos de compras, inversiones,ventas, costo de materias primas y equipos.

Como su primer compromiso fue con su benefac-tor, don Jesús Laverde. El chico subió las escalerasy alcanzó la oficina de don Jesús. Se encontró conun señor que le dijo que don Jesús Laverde habíamuerto hacía doce días. El chico se apartó del escri-torio y se echó a llorar.

-No llores, hijo. Está en el cielo. Desde allá te mira.

-¿De qué murió don Jesús? – preguntó.

- De viejo, tenía noventa años.

-¿A qué venías, hijo?

-A darle el primer informe sobre el dinero que nosprestó para instalarnos en Medellín.

-¿Cuál es tu nombre?

-Jesús Londoño – dijo entre lágrimas.

-¡Ah! No llores. Eres el hijo de Jesús Londoño. Éldejó noticias de ese préstamo, miró hacia un cua-derno viejo y le dijo. No te preocupes. Lo que le dio atu madre es el precio de la vida de tu padre, que fueun buen servidor. No llores y salúdame a Luz María.

Al empezar a bajar las escaleras dijo:

-Tres mil pesos valía la vida de mi padre.

Cuando a mediados de julio llegó un hombre ensu carro crema y se estacionó frente a la casa de Luz

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María, ella no se imaginó que el conductor era cono-cido. De terno gris, elegante y negro como ella, y aldarle la cara reconoció en él a Ricardo Londoño, elasesino de su esposo. Ella lo vio. Sintió frío y temor.Inclinó la cabeza esperando que no la reconociera.

Él avanzó hasta la pequeña baranda que separa-ba la sala de costura de la puerta de la calle. Es de-cir, el taller estaba a la vista. Se detuvo en la puertay desde allí habló:

-¿Cómo está, Luz María?

No lo veía desde aquella noche en que el ofreció atoda la familia tamales con las tres carnes. Lo mirócomo desde el infinito y respondió:

-¿Cómo está, don Ricardo? Tembló al saludarlo,pero al final le pidió que siguiera. Él caminaba comosobre nubes. Ambos estaban flacos, con la sangredel rostro en los pies. Se dieron la mano, intentandosonreír. Guardaron silencio. Al fin, tras mirar a sualrededor driles colgados en un alambre, pantalonesa medio hacer, retazos de telas por el suelo, y eseolor de las sastrerías tan característico; se atrevió apreguntarle:

-¿Cuánto hace que está aquí?

-Voy a cumplir seis meses. Respondió ella.

- Yo, hace cuatro meses la busco.

-¿A mí? ¿Para qué?

-Quería verla.

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-¿Qué nos une a nosotros?

-Tal vez el dolor – respondió Ricardo.

-¿Eso dijo la ley?

-Sí. Luz María. Yo soy el más desgraciado de loshombres – inclinó la cabeza y lloró. He pensado ma-tarme. He pensado presentarme ante Dios y decirleque soy inocente – dijo Ricardo. Lo único que le pidoes que me perdone usted. Que me comprenda.

-No llore. La ley lo absolvió.

-¿Y usted en su corazón?

Ella calló. La memoria de Luz María viajó lejos.Recordó en voz alta la bondad de Jesús. Lo que ha-bía hecho por ella. Su amor por los niños. Su cariñoal volver de la selva, sudado, cansado, y así me abra-zaba, me besaba y me hacía feliz. ¿Me entiende loque yo puedo estar pensando?

-Sí, dijo él. ¿Por qué la vida es tan cruel? ContinuóRicardo. Yo lo amaba. Lo respetaba. Lo envidiaba porsu vida, un poco salvaje, un poco aventurera, perotuvo la fortuna de encontrarla a usted. Y usted escomo un ángel: protege, ayuda, lo mantiene lejos delmal. Usted es una virgen de la selva… Luz María.

Eran las cuatro y media de la tarde. En ese mo-mento llegaron los dos hijos de Luz María. Se queda-ron paralizados ante la verja de la casa. Ricardo losvio y vaciló ante su presencia. La madre tambiénguardó silencio. De repente les dijo:

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-Saluden a don Ricardo, por favor.

Jesús lo miró de arriba abajo. Luego dijo despecti-vamente:

-¿Cómo le va, tío?

El segundo, Mario, aprovechó ese instante paraseguir a su cuarto sin abrir la boca. Luego Jesús,siguió a su cuarto. Ricardo inclinó la cabeza y le dijoa Luz María:

-¿Cómo conseguiste esta vivienda? ¿Cómo la pa-gas? ¿Cuánto tiempo estás aquí?

-Como la conseguí: fue un favor del señor Laverde.Él me prestó unos pesos para que me instalara conmi taller. Incluso me puso un plazo para ayudarmea pagar el arrendamiento. Por fortuna le cumplí has-ta su muerte.

-¿Cuándo murió?

-Hace tres meses, según parece.

-Me imagino lo que te dio por Jesús. Un tacaño.Ladrón y mal patrón.

-Yo no tengo el mismo concepto. Fue un negocian-te, simplemente.

-¿A quién le debes dinero?

-A nadie.

-¿Y el préstamo?

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-Está condonado por el señor Laverde antes demorir, y por el hijo.

-¿Vives con lo que te da el taller?

-Sí. Y me sobra.

-Yo quería recordarte que la casa que te ofrecí estáa tu disposición.

-Lo sé. Gracias.

Se despidió a las cinco de la tarde.

Inmediatamente salió Ricardo de la casa, los hijosla abordaron.

-¿Qué quería ese asesino mamá?

-No hay que juzgar, hijo, - le dijo a Jesús, que aella le parecía idéntico a su padre, ella lo veía másalto, más entrado en años… - Los jueces, hijo, loabsolvieron. Fue en defensa personal. Jesús se enlo-queció con los tragos y lo atacó dispuesto a matarlo.Ricardo recibió primero una herida horrible conbarbera y, según las autoridades, lo habrían matadosi no se defiende. De modo, hijo, que no debemosjuzgar. El caso está cerrado y nada podemos hacer.

-Sí, mamá. ¿Pero a qué vino?

-Vino a ver cómo estábamos. Preguntó por uste-des. Él siempre me ha dicho que la educación deustedes es lo primero. Vino a ofrecerme la casa quecompró para nosotros, que está lista.

-¿Qué le dijiste sobre eso? Preguntó Jesús.

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-Pues, que estamos bien aquí y que le agradece-mos su oferta.

-Pero a él no tendremos que pagarle arrendamien-to ¿verdad?

-No sé. De eso no habló nada.

-Porque si no tuviéramos que pagar arrendamien-to, no tendrías que trabajar tan duro y no te pon-drías fea, mamá. Lo dijo cariñosamente Jesús, quemostraba por su madre un amor especial. Que laconmovía.

-Sí, hijo, la ayuda de un hombre sería muy útil enesta casa.

A un pregunta de Luz María sobre el estudio delLiceo, el muchacho respondió:

-Si uno entiende, piensa sobre lo que el profesordice, y estudia el libro, ninguna materia es difícil.Así hago yo y muchas veces, les tengo que explicar alos otros. Creo que voy bien, mamá.

Cuando Jesús llegó al segundo año del colegio, lamadre parecía agotada. La costura constante, lostrasnochos, los oficios y trabajos de la casa, lavandoy planchando ropa, la elaboración de alimentos, losviajes a las agencias a llevar costuras y conseguirtelas y la hechura de los nuevos modelos, la habíanembarcado en una lucha que no resistía. Se habíapuesto flaca y estaba perdiendo su garbo y su belle-za. Sus hijos la veían envejecer todos los días.

Una noche de marzo de 1935, cansada e insomne,mientras pensaba furtivamente en Ricardo, quien no

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había vuelto a su casa, escuchó la música de unaserenata en su propia ventana. La música tiene tan-tos efectos sobre nosotros que ella sintió primeroextrañeza. Pensó que sonaba en su ventana, peroque estaba destinada a la casa siguiente, aunquerecordó que en esa casa no había niñas en edad deserenata. Luego escuchó frases que seguramente eranpara ella. Curiosa, quiso mirar por la hendidura dela ventana y estaba dispuesta a hacerlo, cuando susdos hijos entraron en silencio a su alcoba y le dije-ron en voz baja:

-Es para usted, mamá.

Jesús le dijo: -Es Ricardo, yo lo vi por la rendija demi ventana.

-¿Qué quiere, mamá? Preguntó el menor, que ape-nas tenía diez años.

-Silencio. No sé qué busca pero es muy bello loque están cantando.

Cantaron, acompañados de guitarras:

“Asómate a la ventana” de Romero

“La Espina” de A. Machado

“Flores Negras” de J. Flores

“Fúlgida luna”

“Morena hechicera”

Luz María se sintió conmovida. Apenas los niñosvolvieron a sus cuartos, se echó a llorar en silencio:

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Pensó en Jesús y pensó en Ricardo. Cuán diferenteseran: Jesús el deber, el trabajo, la ignorancia, el amorsin preámbulos, la ternura natural. Ricardo era elmundo moderno, la alegría, el desvelo, el sueño, lavida. El mundo para vivirlo. Divertirse. Amar, gozary trabajar sin esclavizarse. ¡Oh! Dios ayúdame. Setiró en la cama sin sueño.

Al levantarse en la mañana a recoger la botella deleche que siempre le dejaban al amanecer, vio unsobre azul en el suelo. Lo abrió precipitadamente yleyó:

“Si no me amas, déjame amarte”.Ricardo

Se apresuró a esconderlo debajo de su almohada.Fue a preparar el desayuno de los hijos que prontose levantarían.

-Qué serenata más bella, mamá. ¿No dejó tarjeta?Fue del tío Ricardo. Dijo Jesús. Tú le gustas, mamá.¿Qué opinas?

-Cantaron canciones muy bellas, hijo. Peor ¿Cómopiensas que yo pueda ser su novia? Él seguro veníade una fiesta y como anda con músicos, se le ocurriódarme una serenata.

El pequeño Mario le dijo que él pensaba que Ri-cardo la quería mucho. Pero no dijo más.

Cuando los chicos salieron, Luz María volvió a sualcoba. Leyó varias veces la tarjeta. Se sentó al bor-de de la cama y dejó ir su pensamiento. Recordó aJesús, su esposo. Lo vio sudoroso, con un tablón al

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hombro, caminando por la orilla del río, derecho,hacia la choza. No pudo recordarlo más y se echó allorar. Hacía ya casi tres años había muerto. Se vioarrojando un ramo de rosa rojas sobre su ataúd. Si-guió llorando.

Salió del cuarto y se dirigió a la máquina Singerde pedal. Se acomodó en el asiento y mecánicamen-te empezó a pedalear cosiendo una costura que eldía anterior dejó empezada. Sabía que ese día teníaque terminar un lote de pantalones, plancharlos,hacer una especie de paca con ellos y prepararse parallevarlos al almacén.

Al día siguiente alistó tres paquetes de doce pan-talones cada uno. Los amarró con cordeles, salió a lapuerta y detuvo el primer taxi que pasaba. El con-ductor mismo la ayudó a cargar los paquetes y sedirigieron al almacén “La Moda”, donde entregó lamercancía. Era el almacén más cumplido con la paga.Consideraban sus cortes y acabados tan buenos comolos mejores. Eran gentes amables. Conocían, porquese los había contado, su vida y empeño para sacarcon su trabajo adelante a sus hijos, y conocían lahistoria de su desgracia personal.

Serían las diez de la mañana. Recibió el sobre conel pago, doscientos sesenta pesos. Pero eso era sufi-ciente para pagar el alquiler y vivir dos semanas consus hijos. Era evidente que su arte le daba con quévivir. Debía trabajar mucho, esforzarse mucho, perotrabajando así, le quedaba para comprar todo los li-bros de los hijos, comer, vestirse decentemente y aveces, salir a pasear con sus hijos por el centro de laciudad.

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Un día, en uno de sus paseos que generalmenteera por la calle Junín donde quedaba el Astor, unadulcería famosa, entró con sus hijos a tomar unaleche malteada, que les encantaba. De pronto, vio aRicardo solo, en una mesa, como esperando un pe-dido. Se apresuró a saludarla y después de besarlaen la mejilla, abrazó a los hijos. Reconoció que Jesústenía su misma estatura pero con cara de niño.

-Es un hombre ya, este muchacho. Le dijo.

-¿Cuántos años tienes? Le preguntó.

Apenas diez y siete, tío.

-¡Ah! Pero haz crecido mucho. ¿Haces deportes?

- Si, señor.

-¿Qué practicas?

-Natación solamente.

- Lo llaman “el pez negro”, porque les gana a to-dos. Dijo Luz María sonriendo. Ya está en tercer añode bachillerato y lo admiran mucho por su habilidady fuerza para nadar.

Ricardo lo miró con admiración. - Es un buen nom-bre el que te han puesto. El pez negro. Tienes queganarles a todos. Los negros somos más ágiles, másveloces, más altos que los otros. Yo leí que enbásquetbol no tenemos iguales en los Estados Uni-dos. Así debemos ser nosotros en natación, enbásquet, en fútbol.

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-Pero también debemos serlo en matemáticas yciencias – dijo Jesús.

-Bueno, en eso nos ganan.

-¿Por qué? Preguntó Luz María.

-Porque ellos tienen más oportunidades y mejorescolegios que nosotros.

Hubo un silencio. Los dos muchachos, que hastaahora llevaban ambos en sus estudios buenos pues-tos. Dijo Jesús:

-Algún día seremos como ellos. Pero lo dijo sinánimo, ni competencia. Como se dicen las cosas sindemasiada fe ni esperanza.

Luz María pensó en algo y dijo, como calmandouna discusión inútil:

-A propósito, te agradecimos mucho la hermosaserenata de la otra noche.

-Me sentí solo y me dio por llevarte esa serenataque ojalá te haya gustado. Pero no hablemos de nues-tra soledad ahora – dijo Ricardo.

Ricardo miró a los muchachos y les preguntó siquerían algo adicional a los frescos que estaban to-mando.

-Yo quiero un pastel de gloria, dijo Mario.

La madre lo reprendió, diciéndole que lo olvidara.Pero Ricardo se puso de pié. Les pidió que no semovieran de sus asientos y fue al mostrador y, a poco,

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trajo a la mesa una caja blanca que contenía: paste-les gloria, un dulce llamado “besos de negra”, galle-tas dulces y una especie de bombones blancos. LuzMaría protestó. Pero Ricardo, sonriendo, le dijo:

-Dejá que los niños gocen, que la amargura esnuestra.

Luz María lo miró, y él la estaba mirando a losojos con un aire de tristeza infinita. Mario no perdíauno solo de los gestos ni palabras que ellos decían.De pronto, preguntó, como al aire:

-Ustedes se quieren ¿Verdad?

Luz María en lugar de celebrar con un chiste laocurrencia de su hijo, se puso seria, enfadada, comosi hubiera escuchado una ofensa, y alzó la mano,dispuesta a darle una bofetada. Ricardo aprovechóel momento para cogerle la mano, deteniéndosela conmás cariño que fuerza.

-Es un niño. Dijo – tal vez sus ojos vean lo quenosotros no queremos ver.

Luz María se calmó, poro dejó su mano en poderde la mano de Ricardo.

Quisieron despedirse y se pusieron de pié.

-Yo los arrimo a la casa, dijo Ricardo. Si ustedesquieren, desde luego.

-Vamos con Ricardo mamá, dijo Mario.

Entonces Luz María le dio las gracias. Salieron yocuparon el carro que estaba cerca: los dos mucha-

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chos atrás y adelante Ricardo y Luz María. En unmomento estuvieron en la casa, pero en el camino,pasaron, sin necesidad, frente a la casa que Ricardohabía comprado para Luz María hacía un tiempo. –Esta es la casa de la que te hablé hace tiempo, le dijoél a Luz María.

-Se ve bien. Pero tú le das vuelta ¿verdad?

-¿Yo? ¿Para qué? No hay cosa más triste que unacasa vacía. Dijo él.

Luz María lo miró a los ojos y guardó silencio.

Pensó en su hijo menor, lo vio como era, vivara-cho, curioso, despierto, algo aventurero y volunta-rioso. En fin, pensó, lo que más me importa es queno sean celosos como lo fue su padre. Eso lo perdió.Porque, lo que había sentido siempre, sin decirlo anadie, fue que su esposo se hizo matar por celos.Eso lo llevaba en el corazón. No había confiado nun-ca en su hermano. Creía que yo podía traicionarlo,que o podía engañarlo con Ricardo, no sabiendo élque lo quería por sobre todo. A él le debo el ser espo-sa. El haber aprendido a tener hijos, el sentirmemadre y el haber tenido un hijo tan perfecto comoJesús… Ahora él se ha ido y no puedo hacer nadapor él. Llorarlo. Amarlo hasta hoy. Pensarlo siempre.Pero ahora tengo treinta y dos años. Ricardo tieneunos cincuenta años. Me ha dado mil muestras dequererme. Quiere a mis hijos. Me empieza a perse-guir en mis sueños. Lo necesito. Aún podría sin peli-gro, darle hijos propios. ¿Por qué siento tanto temorde volverme a casar? La vida ha cambiado, aún soyjoven y fuerte. Mi hijo Jesús progresa. Mario tam-

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bién. Tenemos un medio para vivir. ¿Cuál es la nece-sidad de casarme otra vez? Pensó largo rato y noencontró otra razón que el sexo. Lo necesitaba. Ha-bía pensado en el sexo mucho. No podía prostituir-se, por sus principios. Sus hijos, su honor, su fami-lia y su fe en Dios. Por eso pensó, desde hacía untiempo, en Ricardo. Pero le pareció horrible pensaren él, sabiendo que era el asesino de su hermano, desu único marido. Se acordó del padre, sacerdote dela capilla a donde iba a misa los domingos. Pensóconversar con él, pues le había mostrado cariño, eraamable y ella no sabía por qué la saludaba tan sim-pático cuando la encontraba. Un día, una vecina ledijo a Luz María en donde vivía este sacerdote. Tomóla decisión de visitarlo en la tarde de ese día.

Vistió un traje blanco bordado, zapatos negros detacón alto sin medias. Llevaba el cabello estirado,largo, recogido atrás con una peineta de carey bri-llante. Tocó y salió precisamente el sacerdote en so-tana blanca.

-¡Hija! La saludó. Nunca has venido a saludarme.Sigue, por favor. ¿En qué puedo servirte?

Luz María se sintió perturbada. No esperaba eserecibimiento. Miró a su alrededor ya adentro, y divi-só a una señora vieja planchando ropa en un rincóndel corredor.

-Siga señora, le dijo con confianza a Luz Maríacomo si la conociera.

-¿En qué puedo servirte Luz María? Insistió el sacer-dote, que era blanco y rosado, de mediana estatura.

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-Necesito hablar con usted, padre. ¿Usted me co-nocía?

-Claro que sí. Tú vas los domingos a la iglesia condos muchachos muy espigados. ¿Son tus hijos?

-Si, padre. Ella se vio en el patio de la casa y sesintió como en público. Dijo:

-Padre, ¿Me podría recibir en su despacho?

-Claro que sí. ¿Vienes a consultarme algo?

-Sí, padre. Estoy en un apuro.

-Sigue al despacho, hija. Siéntate y dime en que tepuedo servir.

Entró en un despacho sencillo. Con una virgen decuerpo entero en un altar con flores naturales. Elambiente era acogedor y silencioso. Sintió respetode todo el ambiente.

-Padre – dijo – estoy a punto de dar un paso queme asusta: estoy queriendo a un hombre que no sési me conviene o es una tentación del demonio.

El cura la miró de arriba abajo. No podía imaginarlo que angustiaba a aquella mujer, de apariencia agra-dable. Aunque era negra, era alta, joven y atractiva.Recordó que siempre salía y vivía con los dos jóvenesy no dudaba de que fueran sus hijos.

-¿Cuál es tu angustia, Luz María? Le preguntó.

-Yo soy viuda, con dos hijos, padre, y no sé poracción de quién, me enamoré de un hermano de miesposo.

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-¿Casado?

-No, padre, es un hombre bueno. Pero él es el ase-sino de mi esposo.

-¡Santo Dios! Exclamó el cura. ¿Qué pasó? ¿Lefuiste infiel a tu primer esposo con él y lo mató? Quépasó, dime. El cura estaba alarmado.

-Padre, es toda una historia. Pero le puedo decir loesencial: el hermano se llama Ricardo Londoño. Fueabsuelto por su crimen porque fue en legítima de-fensa personal. Mi esposo lo hirió en un momento decelos por mí. Pero yo le juro que nunca le fui infiel ami esposo. Rara vez yo veía a Ricardo, pero un díaque estuvo en mi casa Ricardo nos llevó a mis hijos ya mí unos regalos. Yo creo que esto enfureció a Je-sús, mi esposo, pensó no sé qué, y después de lacena, invitó a su hermano a tomar una cerveza y enla tienda lo atacó a barberazos, alcanzó a herirlo y siRicardo no se defiende, lo mató. Le dio un solo tiro ydesató la tragedia: de él, mía y de mis hijos. Mi espo-so como era de bueno, era de celoso. Yo lo supe esedía. De esto hace unos cuatro años. Ahora Ricardotiene 50 años, yo tengo 32 y mi hijo mayor tiene 16años. Ricardo es muy amable, respetuoso y bueno.Yo ya lo perdoné. Mis hijos lo adoran. Yo necesito unhombre en mi casa porque ya no puedo con la cargaque tengo sobre mis hombres. ¿Cree usted padre queyo no debo casarme con él?

-Y ¿Cómo es él? – preguntó el cura.

-Yo sé que fue aventurero, mujeriego y sinvergüen-za pero después de su crimen, es juicioso, bueno

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con nosotros, trabajador, económicamente yo diríaque rico. Y nos adora a todos. Nunca se ha casado.

-¿Usted en verdad lo ama o lo necesita? Preguntóel cura.

-Ambas cosas, padre.

-Cásese con él y sea siempre una mujer buena.

Luz María salió del despacho del cura como por elaire.

Un día, cuando ya Jesús cursaba su cuarto añode bachillerato, apareció en la clase de Ciencias dela Tierra un profesor nuevo, quien le habló de depor-tes a todo el grupo. Era el Director de Deportes deLiceo. Un señor blanco, alto, fornido, como quemadala cara por el sol. Parecía ser de los Estados Unidos,aunque hablaba muy bien el castellano. Habló delos distintos deportes: fútbol, básquetbol, natación,waterpolo, y hasta de ajedrez. Quería informar y es-coger los candidatos que quisieran matricularse encursos de tales deportes, que él ofrecía dos días a lasemana. Según el deporte escogido, las clases seríanen distintos sitios: fútbol en la llamada Sede deMiraflores, arriba de la calle Buenos Aires; natacióny waterpolo en las llamadas Piscinas Municipales, yasí.

Jesús se acordó de sus nados espontáneos en elrío, cuando a pura fuerza arrastraba solo la red depesca cerca del cambuche donde había crecido. Eranhoras y horas en el río. Clavándose sin ningún regla-mento desde lo más alto de las ramas de una ceibaorillera. Era un placer, una emoción sentir el aire en

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el aire, y caer clavado en el río. De eso se acordó yfue de los primeros en inscribirse en natación ywaterpolo, aunque de este deporte no tenía idea.Solamente que se requería sumergirse y saber jugaren el agua.

El propósito de la inscripción era el de formar equi-pos para representar al Liceo en las olimpiadas anua-les que celebraban entre los colegios de secundariaen el mes de octubre. Estaba terminando el mes demarzo, y los entrenamientos y la instrucción en cadadeporte dura, en teoría y práctica, hasta el cinco deoctubre.

Cada año se daban las inscripciones y se hacíancompetencias internas entre los muchachos que sehubieran inscrito en años anteriores en el mismodeporte, así que se encontraban muchachos de cuar-to, quinto y sexto años. No importaba que entrarana competir equipos que hubieran ganado la olimpia-da general en años anteriores; esto quería decir quelos estudiantes de cuarto hasta sexto años practica-ban algún deporte. Obviamente, las inscripciones noeran obligatorias.

Es evidente que este esfuerzo del Liceo Antioqueñoen el desarrollo deportivo lo llevó, durante varios años,a ser el colegio con un mayor número de triunfos enlos deportes.

Un día volvió del colegio Jesús, estaba alegre ymás comunicativo que de costumbre. Luz María lopalmoteó espontáneamente en la espalda y curiosapor su risa y simpatía le preguntó por la causa detanto gozo.

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-Mamá – dijo – soy el mejor del colegio en nata-ción.

-No puede ser, hijo, tú que apenas arrastrabas lared en el río con tanto esfuerzo.

-Sí, mamá. Pero era que tú veías arrastrar la redsin saber la fuerza que hacía. Como uno ve volar unave sin saber cuánto le cuesta. Mamá ese sólo ejerci-cio me dio la fuerza para ahora, en natación, llegar aser el mejor. Claro, aquí hay reglas, hay normas, perotodo se reduce a una gran disciplina. Los instructo-res siempre nos repiten que no hay otro deporte, queno hay otra actividad física que comunique igual con-fianza, fuerza, recreo y calma psicológica como lanatación.

Luz María lo escuchó respetuosa. Era la voz de suhijo hablando como nunca lo había escuchado. Erasu nuevo lenguaje, la claridad de sus palabras y comoun ideal nuevo. Él continuó:

-El sábado hay una exhibición para el público, yoquiero que vayas y te diviertas un poco viéndometriunfar.

-Eso no se dice, hijo, hay que competir pues nadiesabe quién triunfará.

-Está bien mamá. ¿Pero, irás?

Los compañeros lo habían visto competir y sabíanque era invencible en todos los estilos. Sin embargoaceptaron las pruebas para cumplir las exigenciasdel Director.

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Apenas triunfó de la primera prueba que fue ha-cer diez piscinas en estilo pecho fue aclamado tanruidosamente que alguien gritó: “Es un tiburón ne-gro”. De ahí en adelante lo llamaron “el pez negro”.

Al término de las pruebas, que duraron dos ho-ras, Jesús abrazó a su madre delante de todos. Unamigo le preguntó si ella había sido nadadora y ellarío y respondió:

-De ducha apenas, hijo.

La fama, el prestigio y el nombre de Jesús Londoñose hicieron populares en todos los medios estudian-tiles y en toda la ciudad. Celebrado en todos los lu-gares. Hay va el pez negro, decían.

El tiempo pasó. Llegaron los exámenes finales debachillerato y Jesús siguió siendo el primero en na-tación y uno de los mejores alumnos del Liceo. Porese tiempo, existía la regla de que los alumnos quepasaran su bachillerato con calificación promedio decuatro, tenían derecho de entrar sin examen de ad-misión a cualquiera de las carreras que ofrecía launiversidad: Medicina, odontología, derecho y cien-cias políticas y en todas las escuelas auxiliares.

Jesús, después de examinar sus dotes, aficiones ydeseos, escogió la medicina. Era una de las carrerasde mayor prestigio. Coincidía con su carácter serio yreservado. Fue a la secretaría de la facultad a inscri-birse. Por poco no lo dejan acceder a la oficina porlos saludos, charlas, felicitaciones de los muchachosy amigos que encontró a su paso. El que recibía lasinscripciones era un señor alto, de tez blanca y ras-

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gos finos. Lo saludó como a persona conocida. Loscompañeros de fila lo saludaron de mano. El em-pleado recibió el resumen de notas y sin decir pala-bra, salió de la oficina. Las muchachas de la oficinalo saludaron, lo felicitaron, una de ellas, la más sim-pática, sacó una cámara fotográfica y le pidió a unacompañera que les tomara una fotografía juntos. Lasotras aplaudieron. Él sonrió. Esperó al empleado, yacon fastidio. Al fin llegó. Dijo que los cupos estabanagotados, pero que a las dos se reuniría el cuerpodirectivo de admisiones para resolver su caso. Quevolviera a las cuatro de la tarde.

Jesús creyó todo. Que había demorado por errorla fecha de inscripción. Que los directivos lo aproba-rían por ser el mejor deportista del Liceo y por tenerun promedio de 4.7 sobre cinco. Esto lo hizo pensarque todo iba bien.

A las cuatro de la tarde estuvo en la oficina delsecretario. Vio que estaban recibiendo nuevas cre-denciales. En su espíritu sin malicia, comprendió quela asamblea había aceptado otros candidatos. Cuandole correspondió su turno, el secretario le dijo que nohabían aceptado más cupos. Que le ofrecían enfer-mería, que tenía mucho que ver con la medicina.Escuchó la decisión, se apartó de la taquilla y se fuehacia una de las bancas que había en un campo cer-cano. Allí se sentó, saludó con desgano a muchosque lo saludaban al pasar. -¿A quién espera, Jesús?Le dijo un alumno de medicina que lo conocía detiempo atrás.

-No me admitieron en medicina – dijo.

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-¿Cómo? ¿A ti? ¿Quién te lo dijo?

-El señor de recepción. Vine esta mañana, me dijoque había llegado tarde. Me citó para las cuatro por-que había consejo de admisiones y que llevaría micaso allá. Ahora me dijo que no había cupo. Me pro-puso que estudiara enfermería, que tenía que ver conla medicina.

-¿Así fue la cosa? ¿Te dijo por la mañana que yano había cupo? Pero si hoy es martes, hay plazo has-ta el martes de la semana entrante. Son cosas de eseviejo lambe ladrillos. ¿Sabes quién es él? Un fraca-sado de medicina. Se llama Tulio Jiménez. Alcanzóhasta un segundo año y en premio, porque es sobri-no del doctor Emilio Jiménez quien ni siquiera tra-baja en la facultad, es el que inscribe a los estudian-tes y ha conseguido en cinco años, ser el director delas secretarias.

Quien hablaba era estudiante de quinto año demedicina y había sido campeón, en el Liceo, del equi-po de waterpolo. Se llamaba Gerardo Gónima y erauno de los líderes de los estudiantes de la facultad:buen estudiante, deportista y amigo de todos los es-tudiantes. Era liberal, lopista y había hecho una vi-gorosa campaña, entre los estudiantes, por el doctorAlfonso López Pumarejo.

-Venga “pez negro” – le dijo, vamos a ver al viejoJiménez, yo hablo con él.

Apenas entraron al salón, volvieron las mucha-chas a aplaudir al “pez negro”, cómo le decía Gónima:

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El empleado Jiménez los vio juntos y se puso ner-vioso. Respetaron el turno, pero cuando le llegó,Gónima, que tenía una voz de trueno, le dijo aJiménez:

Don Tulio, por favor, ¿quiere decirme qué es loque pasa con la matrícula de este joven que usted seniega a aceptarla?

Jiménez empezó a temblar, vacilar, y luego le dijo:

-Esas son decisiones del doctor Robledo, señor.

-¿Me puede asegurar que es asunto del doctor Ro-bledo?

-Bueno. Él estaba en la reunión cuando se aprobó.

-¿Qué se aprobó, Jiménez?

-Que él no podía entrar a medicina.

-¿Por qué?

-Por el color, señor. La norma es que no aceptannegros.

-¡Ah! Qué bien. Vamos “pez negro” a donde él.

Salieron de la oficina de admisiones y subieronuna pequeña escalera, estuvieron frente a una placade bronce que decía: “A. Robledo O. Ph.D. MédicoCirujano. U. de A.” abrió Gónima la puerta y se en-contró frente a una pared llena de diplomas, en es-pañol, inglés, francés y alemán, un gran diploma dedoctor, con K. había que seguir a un despacho pri-vado. Una dama los anunció, por cierto, reconoció aJesús y le dijo, cariñosamente:

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-Cómo está tiburón.

Jesús soltó la risa.

-Bien, muy bien. Respondió.

En ese momento se abrió la puerta y los jóvenesvieron a un anciano, de cabeza pelada, sin una he-bra de pelo. Gafas de marco de oro y mostrando dis-gusto por la sorpresiva visita. Jesús, que estaba enla sala observando un retrato de Max Planck se ad-miró de su parecido con el Dr. Robledo.: blanco puro.Descendientes de los hijos del profeta.

-Buenos días, jóvenes, ¿En qué les puedo servir?– dijo el doctor.

Gónima le pidió a Jesús que le dejara hablar a él.

-Dr. Robledo la queja que tiene el bachiller Londoñoes insólita, terminó su bachillerato con una califica-ción promedia de 4.7 sobre cinco. Es un modelo deestudiante como lo dice el informe oficial. Es un de-portista de fama en toda la ciudad.

-Sí. Ya lo sé, usted es “el pez negro”, ¿verdad? In-terrumpió el médico que mostraba fastidio ante laacentuada y enfática exposición de Gónima.

-¿Cuál comité de admisiones lo ha rechazado? ¿Porqué? Preguntó con disgusto el Dr. Robledo.

-Eso lo queremos saber, doctor, usted pertenece atodos los comités de la facultad. Dijo enfático Gónima.

-Señor – dijo Robledo – esto es asunto deadmisiones, yo no tengo qué ver con ello.

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-No, señor. Usted sabe que el señor Jiménez es uninepto y que solamente sigue las órdenes del comité.Dijo Gónima.

El Dr. Robledo, con una ira mal disimulada, le res-pondió:

-Mire, señor Gónima, la Facultad de Medicina dela Universidad es autónoma. Si ella resuelve por cual-quier razón que un estudiante cualquiera, no mere-ce entrar a hacer estudios en ella, pues no puedeentrar. Y punto.

-¿Y dónde quedan los derechos humanos, la de-mocracia que se pregona?

-A mí no me venga con demagogia, señor. Dijo en-fático el Dr. Robledo.

-Señor, acaba de llegar a la presidencia de Colom-bia un demócrata liberal. Usted sabe que su opiniónes injusta y antipatriótica. De modo que si el día dehoy no recibe la autorización para matricularseLondoño en la Facultad de Medicina, mañana nohabrá clases en la Universidad.

El médico guardó silencio. Eran las cinco de latarde. Las muchachas salían de la oficina.

-¡Es urgente! – le dijo a su secretaria. Vaya aAdmisiones. Que inscriban la admisión del pez ne-gro y se olviden de todo.

Un día estaba cosiendo Luz María una de las trescamisas largas o camisolas de dril blanco que le ha-bía pedido el profesor de Anatomía a Jesús: Hasta la

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espinilla, tres bolsillos. De pronto suspendió el pe-daleo. Levantó la cabeza de la tela y empezó a pen-sar. Había pasado por su mente la idea fugaz que laatormentaba: casarse con Ricardo. Detuvo su traba-jo y lo meditó con calma. Era el hombre que la hizoviuda e infeliz por largo tiempo. ¿Cómo podía pensaren él ahora? Ella, a pesar de su ignorancia, pensaba,analizaba, dejaba, dejaba que las cosas fluyeran yvolvía a meditarlo. Solo tuvo escuela primaria, perola vida, el pasar de las cosas, sus noches en la selvamirando los árboles iluminados por la luna. Los pe-ligros que había pasado. Los temores de todo, la ha-bían educado para pensar en su vida y su futuro.

Recordó a Jesús, un hombre recio, mal humora-do, celoso, rabioso, pero dulce y tierno en el lecho,un hombre completo… Ahora pensaba en él. Pero élya no existía. Existió. Fue un buen esposo, a pesarde sus iras. Pero ya había pasado, y ella sufría suausencia y soledad.

Ahí estaba su hijo mayor, era todo un hombre. Ibapara adelante, y ella estaba dando su vida por él y suhermano. Muchas veces se sentía sola, muy sola. Laimagen de un hombre a su lado le hacía falta. Pero,¿Cómo el asesino de su hombre podía ocupar su pen-samiento? Abandonó su trabajo. Eran casi las cincode la tarde. Pronto llegarían sus hijos. Ella tendríaque decirles que estaba cansada. Que estaba triste.Que necesitaba sus vidas.

Llegaron sus hijos. Eran altos, tallados en granitonegro. Jesús la abrazó primero, luego la besó:

-¿Mamá, estás llorando?

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-No esa nada, hijo. Estaba cansada de pedalearen la máquina. Estoy bien.

Tornó a mirar a Mario y lo vio triste.

-¿Problemas? Preguntó ¿Sufres en verdad, mamá?

-Si, hijo. La soledad me acosa. Siento como si algose estuviera agotando en mi alma.

Los hermanos se miraron entre sí. Tal vez amboslo habían pensado. Por eso cuando Jesús le dijo:

-¿Por qué no piensas en serio en Ricardo?

-¿Qué quiere decir en serio, hijo? ¿Quieres que yome case con el asesino de tu padre?

Jesús guardó silencio. Pero pensó que su madresufría. Pensó en su soledad. Esperando solamenteeducarlos. Era una cosecha tardía, al terminar, ellasiempre se sentiría sola. Resolvió afrontarla… Comoellos, los hermanos, habían visto que la presencia deRicardo no le era indiferente sino grata… y sabíanque lo había perdonado, ¿por qué manifestaba anteellos un odio aparente? ¿Era vergüenza? ¿Se sentíacohibida?

-Vamos, madre, habla ante nosotros con sinceri-dad – dijo Jesús. Tú eres joven todavía. Amaste consinceridad a mi padre. Vino el destino, o lo provocócon los celos, y ocurrió la tragedia que todos vivi-mos. Tú quedaste sola defendiéndote con tus pro-pias manos. Todos sabemos cómo hemos vivido. Ytodo seguirá igual. Pero nosotros sabemos que el tíoRicardo daría su sangre por nosotros. ¿Por qué en-

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tonces no darle curso a los hechos y casarte con él,tener otros hijos y tener todos la protección y ayudade Ricardo?

-¿Tú lo crees posible? – preguntó Luz María.

-Sí, mamá. Es posible. Tú lo quieres y nosotrosestamos de acuerdo y felices de que estés bien.

Pasaron las semanas. Hacía más de veinte díasque la familia Londoño no tenía noticias de Ricardo,hasta que una tarde de noviembre apreció condu-ciendo su carro crema. Hizo sonar el pito y se bajósonriente, portando una bolsa blanca con el sello delAstor. Llevaba dulces como para atender a un cole-gio. Tocó la puerta y escuchó el pedaleo de la máqui-na antes de abrir. Abrió Luz María, despeinada, enchancletas y cansada ya del golpe del día.

-¿Sabe usted, señora, si aquí vive una morena alta,muy bella, a quien la gente llama Luz María? – dijo amodo de saludo el hombre, quien tomó con su manoizquierda la respectiva ala de la puerta, dejando verla elegancia de su vestido: un terno azul claro depaño delgado, camisa blanca de cuello abierto, za-patos negros y sobre la muñeca izquierda un reloj deoro marcando las cinco de la tarde. ¡Ah! Y una sonri-sa apenas insinuada.

-Sí, señor. Hasta hace poco la vi pedaleando esa má-quina, creo que está por aquí. Pero, entre, se refrescacon jugo de naranja y la espera que se quite el cansan-cio de encima con una ducha fría. Después lo atiende.

-Excelente propuesta, señora. ¿Puedo seguir?

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La abrazó, le dio un beso largo sobre el rostro su-doroso. Le entregó la bolsa de dulces. Se sentó en unsillón blanco y le dijo: báñate hija, mientras yo leoeste cuento que me compré. Luz María lo vio sacardel bolsillo del saco un libro pequeño con el título:“Los campesinos”.

-¿Quién es el autor?

-Yo ni sé, un tal Antón Chejov.

-¡Uy! Permiso.

Ella se bañó, se arregló el cabello, cambió el vesti-do por una falda rosada y una blusa blanca de man-ga corta. Vestida así parecía muy joven. Conservabalas líneas de su cuerpo sin huellas visibles de suvida anterior.

-Leíste mucho. Preguntó Luz María entrando a lasala.

-No tanto. Pero déjame decirte que te ves muy bella.

-Gracias, señor Ricardo. ¿Quieres tomar un jugode naranja? Hace un calor terrible. ¿Qué horas son?

-Te acepto el jugo, y son las cinco de la tarde. Larazón para que yo esté aquí es que quiero contartealgo que es importante para nosotros.

Ya habían hablado de su matrimonio en otra oca-sión. Solo los hijos de Luz María ignoraban esta de-cisión, pues era como un pacto secreto. Lo que que-ría comunicar Ricardo era que un compañía de se-guros lo había llamado para proponerle un negocio:

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él haría el presupuesto de los daños sufridos por uncarro accidentado y ellos lo compensarían con eltrabajo de reparación menos un porcentaje que sediscutiría en cada caso.

-Pero ellos pueden someter a otros técnicos tu eva-luación y encontrar mejores precios. Dijo ella.

Ricardo se maravilló del juicio de Luz María. Lopensó y lo encontró correcto.

-¡Qué maravilla! Le dijo. Tienes muy buen sentidocomún. Pero si yo hago un presupuesto realista, esdecir, ajustado a los costos del mercado, más la uti-lidad honesta de mi trabajo, yo gano al tener todoslos carros accidentados. Así estaré dentro de cual-quier presupuesto y el porcentaje que yo aceptaríatendría que ser pequeño.

-¡Ojo con ese porcentaje! Dijo ella.

De las noticias económicas que llenaban de ilu-sión a Ricardo, pasaron a asuntos más personales.Ella preguntó por lo que contaba el libro que leía.

-Apenas llevo tres páginas del cuento- dijo.

-Lees muy despacio – le dijo – y se echó a reír.

-Tú no me dejas aplicarme a la lectura. Tú me ron-das la cabeza, me encegueces y me llevas a pensaren otras cosas. Pero sí encontré en esas tres páginasun refrán ruso que me hizo pensar en lo que signifi-ca el hogar. Dice un enfermo campesino en la ciu-dad: “En mi casa, hasta las paredes me ayudan”.Porque son paredes propias, son su apoyo, su ayu-da. ¿Lo ves?

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-Claro que lo veo. Y es hermoso ese refrán. Conrazón nuestros pobres dicen: “Tener casa no es ri-queza, pero no tenerla es la mayor pobreza”. Cuántaverdad hay en los dichos populares. Dijo Luz María.

Ricardo le dijo, entonces:

-Por eso, Luz María, hace tiempo compré una casapara ti. No sé, tal vez fue el azar, o un milagro antici-pado de nuestra unión. La casa está vacía esperán-donos. Queda a ocho cuadras de aquí. En un barriomejor que este y para Mario, está a seis cuadras delLiceo.

No recordaba Luz María cuánto tiempo había pa-sado, tal vez los años de estudio de Jesús y los deMario, que ya estudiaba mecánica en el Pascual Bra-vo. Desde ese tiempo ya me quería. Pensó.

Él no sabía desde cuando, la verdad era que esacasa en Niquitao los estaba esperando. Durante esetiempo la casa había sido arrendada dos veces, yahora estaba vacía. Ricardo quiso que, con los mu-chachos que ya habían llegado, fueran a ver la casa.Era mucho más amplia que la que habitaban enBuenos Aires. Mejor situada. De mejor presencia ytendía más al centro de Medellín.

Todos estuvieron de acuerdo en que una ceremo-nia de matrimonio era inútil. Ella pasaba de los 35 yél de los 54. Ella no quería por ningún motivo meter-se en fiestas de muchachas. Conocía su edad y ha-bía vivido lo suficiente para conocer lo que podía ofre-cer. De modo que de un día para otro la familiaLondoño ocupó la casa.

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En la tarde del día siguiente, el padre, Ricardo; loshijos, Jesús y Mario, y la madre Luz María Ortiz,negros famosos por los trofeos ganados por el “peznegro”, ocuparon la casa.

Ricardo visitó por primera vez la casa completa,pues cuando la compró con el afán de servirle a suhermano (y a Luz María) no se ocupó de detalles dela construcción: eran tres cuartos seguidos. Una salagrande. Un zaguán y un patio de cinco por seis me-tros, un campo enyerbado, donde resonaban los rui-dos de los vecinos, pero aislado por tapias.

Ricardo, que había tenido la casa alquilada du-rante más de seis años, notó que había sufrido va-rios deterioros. Contrató un albañil conocido paraque, sin necesidad de remover nada, hiciera las re-paraciones necesarias. Durante tres días soportaronla presencia del trabajador. Cuando terminó, los in-quilinos se sintieron libres.

Ricardo le pidió a Luz María que por favor, no acep-tara más contratos de costura, pues no tenía necesi-dad de ello y debía descansar.

-¿Descansar? Dijo ella.

-Como lo oyes. Has trabajado mucho y ahora mecorresponde a mí toda la responsabilidad. Dijo Ri-cardo.

-He trabajado toda mi vida. – dijo Luz María – Nome voy a morir de tedio sola, sin ocupación y espe-rándolos a todos para comer.

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-No estarás sola. Tendrás una o dos sirvientas.Les darás órdenes y tú leerás los libros que quieras.

-No lo veo claro, Ricardo – le respondió. A mí meda sueño la lectura.

-Bueno, dijo él. Pero disminuyes un poco tantoesfuerzo.

-Lo que se me ocurre es ensayar el diseño y lafabricación de trajes de mujer, típicos del Chocó: fal-das, blusas y pañoletas, de las que se usan en lasfiestas. Dijo Luz María, animada.

A Ricardo le pareció excelente la idea.

Si alguien quisiera hablar de un hogar de paz, desilencios afines con la sabiduría y los recuerdos in-teriores, hablaría del hogar de los Londoño. No desus pesares y tragedias que quedaron sepultados porel perdón y el olvido. El verdadero amor tiene tantosrincones escondidos que siempre será imposiblemedirlos y conocerlos todos. Por el amor cambiamoshistorias y recuerdos tristes por sueños nuevos, nue-vas ilusiones, figuras fantásticas hijas de los deseosy propósitos de revivir.

En el hogar de Niquitao Luz María encontró la for-ma de cambiar el odio por el amor. Fue como unamanecer después de varias noches de pesadillas.Encontró la calma, el perdón, la paz sincera. El co-nocimiento de que la vida es un cruel juego de azar.Que la vida es un contraste entre lo posible y lo im-posible, y que todo está en el corazón. Por eso nopensó en el odio sino en la paz. Su amor fue total.

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Completo. Burló el tiempo. Sintió que su pecho esta-ba virgen, que sus senos no lucían vencidos sino queflorecían como la primera vez, y el amor de su almalo sintió cruzando un hermoso atardecer.

Sabía que sus hijos no se escandalizaban de suunión. Recibió de ellos confianza, ilusión, amor por lavida, y, de paso, les enseñó a vivir sin odiar. Así era lafamilia Londoño. Nadie recordó otra cosa que ideales.A medida que progresaban los estudiantes, que reco-nocían en la educación la llave de todos los éxitos,comprendían lo que había significado Luz María.

Luz María asumió el papel de madre y señora decasa, con un juicio que no parecía natural. Se levan-taba a las cinco de la mañana, lloviera o hiciera unode esos amaneceres de primavera. En un momentotenía hecho el café para el desayuno. Sacaba de lanevera la masa de maíz molido mezclado con quesoy armaba las arepas. Las asaba hasta que tomabanese color del pandequeso que les encantaba a suscomensales. Ella gozaba sintiendo la satisfacción desu esposo y de sus hijos cuando saboreaban su de-sayuno. Y luego de lavarse la boca, cada cual partíapara su trabajo: los muchachos a estudiar y Ricardoa dirigir su taller.

Después, animada, volvía a sus costuras. Estabafabricando faldas de colores, de flores, plisadas,amplias y voladoras, como de gitanas que ahora ven-dían en las tiendas y almacenes de Guayaquil. Allílas vendía con ganancias y sin necesidad de rendirlecuentas a nadie. Pasaba los días entretenida espe-rando que a más tardar, a las doce y media, llegabansus comensales a almorzar. Así pasaba los días, aten-

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diendo a la comida, a su trabajo y a todos los debe-res de su hogar. La noche la alcanzaba cansada, perosiempre animosa.

Un día le dijo feliz a su marido que le parecía queestaba embarazada. La noticia llenó de alegría a Ri-cardo. Era su tercera experiencia en esos compromi-sos, como él mismo lo decía. Ahora era una realidadque había soñado por mucho tiempo. Él tenía 54años: había tenido amores de paso y ocasión, perono se había casado ni comprometido con la seriedadque consideraba su unión con Luz María. Ella, paraél, era como una reina, una jugada de buena suerte:la amaba, le parecía bella, señora, elegante, digna ysu presencia como señor de hogar lo engrandecía ydignificaba. Abrazó a Luz María, le dio públicas gra-cias a Dios. Lo consideró un milagro y besó y acari-ció tantas veces a Luz María que la llevó sin quererloal llanto. Lloraron juntos de felicidad.

Él le aconsejó que nada les contara todavía a sushijos y que visitaran a un especialista antes detamaña noticia. Así lo hicieron. Mientras los mucha-chos andaban en sus estudios, él la acompañó. Lle-vaba años de no hacerse examinar nada. El médico,antes de hacerle ningún examen, la abrumó de pre-guntas sobre su salud. Se admiró, para sí, de la es-tructura de esa negra quien además de estar muybien hecha, era alta y bonita.

Todo empezó con un análisis de sangre. Se extra-ñó que no hubiera conocido lo grave que estaba susalud. A los ocho días del examen, aún sin dar lanoticia a sus hijos, el médico le dijo a Ricardo, paraél solo, que los días de su mujer estaban contados.

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-¿Cuántos años hace que no la trae al médico?

Ricardo le contó toda la historia: que él se habíacasado con ella hacía apenas cinco meses. Y le refiriótoda la historia suya y de Luz María. El médico pensócuán triste es la vida de tantas gentes del pueblo queviven, tienen hijos, crían esos hijos, abrazan la vidacomo si fueran eternos, sin un solo examen de susalud, y así viven y mueren unos más tarde que otros,haciendo de su vida un honor a la fortaleza de la raza,pero disminuyendo sus resistencias por las enferme-dades. Sintió pesar por esa mujer, seguramente deuna raza fuerte pero minada por males que tal vezhubieran sido detenidos… Cuando Ricardo le dijo queella era la madre del famoso nadador al que llamaban“el pez negro”, el médico lo miró:

-Pero él es un atleta mayor, ¿está seguro?

-Si, señor.

El médico no le creyó. -¿Es verdad lo que me dice?

-Sí, doctor.

-¿Dónde la conoció usted?

Entonces Ricardo se desmoronó. Suspiró y dijo:

-Yo soy el hermano de su primer esposo. Yo lo maté,en defensa propia. Venía enamorado de ella y al finaccedió a ser mi esposa. Éste es nuestro primer hijo.

El médico le dio la espalda. Pensó en la clase dehistoria que estaba escuchando. Volvió a mirarlo yle preguntó si había otros hijos.

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-Si, doctor, un joven que está terminado el bachi-llerato.

-¡Aja! Pues la muerte de su mujer es cosa de días.Tiene una anemia perniciosa irreversible, además deun cáncer de matriz. Usted ha sido,involuntariamente, por su puesto, el verdugo de lamujer que ama. Es su destino. Es su suerte don Ri-cardo. Por primera vez le dijo don.

Ricardo cayó en la desolación. Se apoyó en la pa-red del despacho del médico y lloró como un niño.La enfermera que había llevado a Luz María a unarevisión fuera del consultorio, volvió para decirle queella estaba descansando. Pasando el dolor de unaprueba que le practicó. Vio llorando a Ricardo y com-prendió que el médico le había comunicado el estadoverdadero de la salud de Luz María. Sintió pesar.Los médicos son humanos, aunque parezcaninconmovibles.

-Resignación es todo lo que puedo aconsejarle, donRicardo. Le dijo el médico.

Dos meses duró todavía Luz María, entre doloresindecibles y sueños inducidos por los medicamen-tos. Un día, en la hora de la lucidez, le pidió permisoa su enfermera para que la dejara conversar con sufamilia a solas.

La enfermera comprendió que quería despedirsede su familia y le dijo:

-Conversa hija con ellos. Diles todo lo que necesi-tas decirles. Y salió cerrando la puerta.

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-Yo guardé esperanzas hasta ahora, les dijo a Ri-cardo, Jesús y Mario, que la escuchaban de frente asu cama, estáticos, mudos ante el dolor y la penaque leían en aquella mujer ayer fuerte, robusta, ena-morada y optimista, convertida por sus males en unespectro, con los ojos amarillos destacando en surostro huesudo, vacilante, que parecía un esqueletonegro de voz oscura y fatigada.

Dijo: - Ya se agotaron los medios de la ciencia antela tenacidad de la muerte. Me queda la última espe-ranza. Me queda la última esperanza: la de mi pro-pia alma: creo en Dios. Creo que no me disolveré enla nada. Creo que renaceré entre un bosque de or-quídeas como las que tantas vi en mi vida, trepadasa los árboles y con las que fui feliz, visitándolas dia-riamente, sólo viéndolas, sin tocarlas, sinmarchitarlas, eternas en sus colores y armonía. Asíserá el cielo que espero. Sin penas ni dolores. Días ynoches iguales, comunicándome con almas llegadasde muy lejos, contándome historias vividas en sumundo, y yo refiriendo las mías de ríos extensos,prados, árboles, cielo claro tachonado de estrellas.Ese es el mundo que yo espero. Poco a poco se fuequedando dormida: se recostó en la almohada y vie-ron todos de cerró los ojos.

Se miraron, ninguno de ellos creyó la dolorosa ideade la muerte. Llamaron a la enfermera a fin de que laobservara.

-Está dormida. Pueden estar tranquilos. Les dijo.

Todos asumieron una secreta y tímida esperanza.¿En qué? ¿Vivirá más? ¿Por qué se callaron todos al

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mismo tiempo y esperaron, en el fondo de sus al-mas, que se daría un milagro y que de pronto estaríaentre nosotros así, bella como la vieron todos?

No era fácil pensar que los dolores insoportablesla llevaran así no más al cielo que soñaba. Salieronal corredor de la sala de enfermos terminales. Erasobria, con bancas largas donde varias personas es-peraban el mismo desenlace. Casi nadie lloraba. Es-taban en silencio. Se divertían mirando en las pare-des paisajes abstractos, un pintor desconocido ha-bía decorado aquel pasillo con pinturas cuyo signifi-cado quedaba a voluntad del observador, como sisignificaran lo que el observador deseara. De prontosalió del salón una hermanita de la caridad, llamódiscretamente a una persona y con un signo de apro-bación apenas perceptible le indicó que ya había lle-gado la hora. Un leve susto, nada más. Un musitarinaudible, un signo de resignación. Un alma que seapartaba de la vida.

Ricardo, Jesús y Mario esperaban en silencio sen-tados en una larga banca blanca. Jesús pensaba enbosques, veía montañas y ríos. Paradójicamente nopensaba en Luz María. Ella era una parte de susvidas que ellos llevaban en el alma. Jesús, por largorato, venía pensando en su segundo semestre de fi-siología; el curso más intenso que seguiría pronto, loorientaba el moderno texto del equipo de fisiologíade la Universidad de Buenos Aires, encabezados porel eminente profesor Bernardo A. Houssay. En esopensaba, olvidado transitoriamente de su madre, queagonizaba a seis metros de donde estaba.

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Ricardo pensaba en el carburador de un lujosocarro Ford 28, que le habían llevado accidentado aprincipios de la semana y que debía entregarlo alotro día y aún no había podido sincronizarlo.

Mario llevaba su mente ocupada por un partidode fútbol que debía jugar ese fin de semana. Era de-lantero. Todos en silencio. Miraban instintivamentea la puerta de salida de la sala donde, en una toldablanca y aislada, yacía el catre blanco donde agoni-zaba su madre y esposa de Ricardo.

Día luminoso. Pero lo olores de los medicamentosle daban a su claridad el aire de Hospital. Todos mi-raban los cuadros enigmáticos, sugiriéndoles los másextraños pensamientos: unos parecían cosas de lavida, otros de la muerte.

De repente, la enfermera que la atendía salió conuna leve sonrisa en sus labios. Les dijo:

-Despertó, está tranquila y quiere verlos. Todosvolvieron como de un sueño. Se miraron entre sí, sinpronunciar palabra, fueron hacia la entrada de lasala. Se dirigieron a la especia de tolda donde yacía,encontrándose con el rostro demacrado pero sonrien-te de Luz María. El primero en acercarse a la camafue Ricardo.

- Hija, -le dijo, acercándose a besarla. ¿Cómo es-tás mi amor?

-Bien, Richi.

-¿Dormiste un rato?

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-No, amor.

-¿Descansaste?

-Creo que si. No me duele nada. Estoy como nue-va. Dijo ella sonriendo. Sus dientes blancos, gran-des y parejos le dieron vida a su rostro. Me dormípensando en la muerte, - continuó - pero como nosabemos cual es la hora, ahora pienso que una bue-na práctica de alejar la muerte debe ser pensar mu-cho en ella. Ricardo se sonrió de buen grado. Jesúsy Mario gozaban escuchándola y se hacían la ilusiónde que, en verdad, estaba mejorando.

De pronto Luz María les dijo: -Siéntense que va-mos a seguir nuestra conversación. Yo voy a morir-me, pero este mal es de todos los humanos y decirlono aumenta ni disminuye la hora. Quiero que pien-sen en su futuro. En el de todos, y sé que Ricardo leslleva una ventaja. Él ha vivido más que ustedes, mishijos. Veníamos muy bien. Mario a punto de elegirsu carrera; Jesús casi a la mitad de la suya y yo,hijo, no te imaginas lo que he pensado sobre el tra-bajo que te espera. Porque no ejercerás la medicinaen la ciudad, no. En la ciudad hay medios, que seapliquen con justicia depende de los médicos, delgobierno y el corazón bueno de las gentes. Pero túsabes lo que son los pueblos y los pueblos negros,sobre todo. Allá la gente vive abandonada del Esta-do, de la caridad, y de sí misma. Como no tenemoseducación, nos falta todo. En el monte se nos con-funde con la naturaleza, vivimos todavía como losárboles… el suelo nos cuida: si es fértil, crecemos; sies estéril, perecemos. Tu papel, Jesús, será solamentetrabajar por los negros, desde que nacen hasta que

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mueren. Verás y tendrás ocasión de comparar la for-taleza de nuestra raza cuando se le da ayuda. Veráslos mejores deportistas. Los más agudos observado-res. Los más fieles con su trabajo. En fin, harás des-cubrimientos de una raza que ni siquiera los investi-gadores más agudos la conoce.

Hijo: no abandones tu raza. Enséñalos a vivir. Yoespero que en tus manos los niños mueran solo siDios quiere.

Nuestro hogar, que fue un sueño, no lo dejen aca-bar. Consigue una mujer buena, que te sirva paratodo. Que quiera a tus muchachos. A ti te lo encargo.

Ya estoy cansada, hijos. Déjenme dormir. Se dur-mió para siempre. Eran las nueve de la noche. Ri-cardo se encargó de todo.

Cali, marzo de 2007Ángel Zapata Ceballos

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Este libro se terminó de imprimiren el mes de julio de 2007

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