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CUENTOS PARAPENSAR

LUCIANO ONETO

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LA CASA DE AL LADO

Me mudé al barrio 21 porque había pasado algunasveces por allí cuando era niño y me habíadeslumbrado. Sus calles tranquilas, los árboles de lavereda, tan tupidos como pocos, los vecinossentados en reposeras en las puertas de sus casas, elpoco ruido.Me había enamorado de ese barrio; soñaba de niñocon vivir allí algún día. Juré que me mudaría, paradisfrutar la paz de ese lugar.Y al fin lo hice. Después de terminar de estudiar elProfesorado de Letras en la Universidad logré reunirel dinero y comprar una casa en ese hermosoespacio.Me crié en un barrio repleto de ruidos, donde losautos y camiones pasaban sin descanso, y donde laspeleas callejeras eran moneda corriente. Aun no meacostumbraba, en mi casa nueva, a que a la hora dedormir no se percibieran el disturbio y el alboroto alque estuve sometido durante tantos años.Para ser franco, nunca me caractericé por mi vidasocial, de manera que me costó conocer a misvecinos. En realidad, me llevó algunos mesesconocer sólo a algunos de ellos. Don Pedro, que viveal frente; hombre ya entrado en años, sin esposa nihijos. Al lado de mi casa, la familia Care: unmatrimonio con tres hijos, de 15, 12 y 7 años. Fuerade esas personas, prácticamente no me relacionabacon nadie.

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3El barrio seguía siendo tal cual yo lo recordaba deniño: tranquilo, seguro, pacífico. Sus árbolesconservaban ese toque que roza lo celestial, un toquemágico, típico de los árboles de los cuentos. Erantupidos sobremanera y de un verde colorido,concentrado, precioso.Pero lo que me traía extrañado, de alguna manerapreocupado, si se quiere, era la casa de al lado. Erauna construcción mas bien vieja, venida a menos ycon la pintura gastada. No llamaba la atención paranada, salvo por lo lúgubre de su aspecto.Cuando yo me trasladé al barrio, la vi y pensé queestaría abandonada. Jamás entraba o salía nadie deella. A decir verdad, nunca pregunté a nadie siestaba ocupada o deshabitada; comprendí que seríauna actitud muy entrometida y, aunque el asunto mellamaba la atención, no se justificaba estar haciendoaveriguaciones por ahí.Generalmente andaba yo mucho por la calle, ya quelos horarios de las clases que daba iban variandosemana a semana. De todos modos, a la hora quepasase, el aspecto de aquella casa era el de unaconstrucción abandonada, y bastante tétrica.Sinceramente no sé qué es lo que me llamaba laatención de ella; siempre intenté hallar el motivo deaquella extraña curiosidad que sentía por elinmueble.Mi curiosidad se mezcló con una viva incertidumbreel día que, retornando a mi hogar de una clasenocturna, y siendo más de las doce de la noche, vi aun hombrecillo abriendo la reja que conducía al

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4jardín por el que, mediante una puerta, se ingresabaa la casa. No supe si saludarlo o no, pero él dirigióhacia mí una mirada inquisitiva, y traspasórápidamente la reja. Transcurrieron algunossegundos hasta que ingresé a mi casa; permanecíinmóvil en la entrada por espacio de algunosminutos, pensando, totalmente asombrado.¿Cómo era posible que viviese alguien en esa casa yyo, que residía allí desde hacía varios meses, no lohubiese visto?Era un detalle no menor, y se me había escapado.Pero volvía a pensar en lo de antes, ¿qué meimportaba a mí esa casa? Interpreté que sería muyfisgón de mi parte intentar averiguar algo acerca dela casa y su extraño inquilino. “No es de miincumbencia”, insistía frecuentemente.Durante un tiempo prolongado di clases por la nochey todos los jueves, al retornar a mi casa, veía almisterioso hombrecito ingresar a la casa de al lado.Haciendo memoria, me di cuenta que la primera vezque lo había visto también fue un jueves.La segunda vez lo vi, prácticamente a la misma horaque la primera, y volví a intuir en su mirada unaespecie de desprecio hacia mí. Interpreté que no leagradaba que alguien lo estuviera observandomientras ingresaba. Con una mano abría la puerta yen la otra (esto es lo que me alertó) llevaba una bolsade consorcio bien grande de la que goteaba unlíquido. No pude distinguir su color debido a lanegrura de la noche, pero quedaba bien claro que dela bolsa chorreaba algo.

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5Así se sucedieron dos o tres jueves más: yo espiabaal hombre desde mi techo, vigilándolo el tiempotranscurrido entre que llegaba por la vereda hastaque ingresaba a la casa. Pude notar que, como lasotras veces, portaba una bolsa chorreante.Me inquietaba aún más el hecho de que, luego deque el hombre traspasara la puerta de su casa, seoían algunos ruidos semejantes al golpe de un palocontra una mesa.Sé que no es correcto inmiscuirse en los asuntos deotro, pero cuando algo huele mal hay que intervenir.El misterioso comportamiento del inquilino, creo yo,no hubiera alertado mis sentidos, ya que también yosoy de costumbres extrañas y, sin ir más lejos, volvíaa media noche a mi casa. Pero sumado a los golpes yal misterioso detalle de la bolsa, me hizo pensar quese trataba de algo peligroso.En suma, creí conveniente tomar cartas en el asunto.Nunca voy a olvidar el día en que se me vino a lamente la idea de entrar en la casa del individuo ydescubrir con mis propios ojos qué es lo que estabaocurriendo. “Estoy loco”, me dije. Pero mi instintome decía que, más allá de la intromisión, hacía bien,pues podría descubrir de una vez por todas de qué setrataba el asunto. Incluso, me dije, puede haber untinte ilegal en todo esto.Lo cierto es que comencé a barajar la idea de quéposibilidades tenía de ingresar en la propiedad;cómo podría hacerlo.

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6Por el techo era bastante difícil, puesto que esmucho más alto que el mío. Ni con una escalerallegaría a ascender a su terraza.De más está decir que una “amistosa visita” noconvencería al hombrecillo para dejarme ingresar asu casa. Creo que ya me tenía fichado el tipo.Conclusión: tendría que meterme por alguna de lasventanas del frente, habiendo sorteado la puerta dereja del jardín.Dentro de las curiosidades que llamaban mi atenciónera el hecho de que yo lo veía ingresar los jueves amedianoche, pero jamás podía descubrir cuándosalía de la casa, simplemente lo veía retornar alsiguiente jueves.Quise cerciorarme acerca de la seriedad del asunto,por lo que no entré a la casa esa semana. Esperé aljueves y lo vigilé desde el techo: llevaba una bolsade consorcio goteando, como siempre, un líquidomas bien oscuro. Se ve que luego limpiaría lavereda, ya que a la mañana yo no encontrabamancha alguna. Eso hizo aumentar mi ira: ¡elmaldito borraba las manchas! Es decir, concluí, tienealgo que esconder.La semana siguiente sería escenario de mi aventura.Ese jueves, con mi corazón palpitandodescomunalmente, esperé la medianoche, momentoen que el hombre llegaría. Lo observé desde mitecho mientras traspasaba la reja. Al escuchar elruido de la otra puerta, comprendí que ya estabadentro de la casa y emprendí la marcha. Bajé a lacocina, busqué un gran cuchillo y salí a la calle. Me

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7paré frente a las rejas que separan la vereda deljardín de la casa y, mirando hacia ambos lados por sialguien venía, comencé a trepar la reja. A pesar detener puntas arriba, fui bastante cuidadoso de nolastimarme y de pasar sin provocar ruido alguno. Caíen el pasto, y me encaminé hacia la puerta deentrada. Vanamente tanteé si estaba abierta,entonces probé con la ventana que hay a laizquierda. Tomé el vidrio desde abajo, observandocómo cedía hacia arriba. Cuando estuvo losuficientemente abierto, no sin antes cerciorarme sise aproximaba el hombre, ingresé al interior de lacasa. A mis espaldas cerré el vidrio.Había desembocado en una habitación pequeña,oscura y con olor a encierro. Sentí los pasos delhombre como si estuviera caminando a lo largo deun pasillo. Después escuché el abrir y entrecerrar deuna puerta, deduciendo que había ingresado enalguna pieza.Tenía tanto temor como un conejillo en medio de unexperimento, mas estaba dispuesto a llegar hasta lasúltimas consecuencias.Me armé de valor y me dispuse salir de aquellahabitación. Entreabrí apenas la puerta y coloqué elfilo del cuchillo mirando hacia afuera. La hoja delcuchillo me permitió ver un pasillo largo, angosto yun tanto oscuro, iluminado apenas por la luz de unade las habitaciones que desembocan en él, ya quetenía la puerta entreabierta.Decidí, entonces, abandonar el cuarto.

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8Una vez en el pasillo me encaminé hacia lahabitación que emanaba aquel rumor de claridad,pensando que allí encontraría al tipo. En el caminocomencé a escuchar los mismos golpes secos contraalgún objeto que escuchaba desde mi casa.Me asomé levemente por esa puerta y vi al sujeto:estaba golpeando con un machete el cuerpo yamutilado y sin vida de una persona. Luego decortarlo en trozos, los salaba y comenzaba aengullirlos con un placer nunca antes visto por misojos. El tipo se relamía con cada mordisco que dabaa su víctima. El cadáver que estaba comiendo sehallaba acostado boca arriba en una mesarectangular.En toda la extensión de la habitación se ubicaban lasbolsas de consorcio que yo mismo había visto cómocargaba mientras entraba a la casa. De ellas se podíaobservar cómo sobresalían brazos, piernas ycabezas, intentando escapar del paquete que loscontenía, como si anhelaran una sepultura digna porlo menos, en vez de hallarse sometidos sus cuerpos aun horrible destino de locura y gula desenfrenada.El espectáculo era horrible. El hombre devorabaferozmente los cuerpos que en sus manos caían.Cada tanto volvía a realizar un corte con el machete,para mayor comodidad. “Desgraciado”, pensé. Enese mismo instante, luego de posar mi mirada sobrela víctima que estaba sobre la mesa (a decir verdad,lo que quedaba de ella), tuve una terrible visión. Porun momento mis ojos abandonaron la casa y pudeobservar, en lo que parecía ser una mansión, una

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9trágica secuencia: el mismo hombre que devorabami vecino estaba asesinando a sangre fría a suesposa y sus hijos con un hacha. Los golpeaba sinremordimiento, peor que si estuviera tratando conbestias salvajes. Luego divisé cómo transportó loscuerpos al enorme patio de la casa en una carretillay, a continuación, los enterró.Mi visión se interrumpió cuando mi vecino seabalanzó sobre mí y comenzó a golpearmesalvajemente en todo el cuerpo. En ese momentoreaccioné e intenté defenderme. Lo golpeé en la caray cayó a mi lado. Mientras estaba tendido en elsuelo, me valí del cuchillo que traía y se lo hinquéen el abdomen. Hice presión con el arma y luego laretiré de su cuerpo, a la vez que le continuabapegando. Cuando prácticamente ya no respondía, leclavé la puñalada final a la altura de su corazón,dándole fin a su existencia.

Realmente me sentí conmovido en ese momento porla muerte del hombre. Luego lo comprendí: ese erami destino. Es mi destino continuar su labor,convertirme todos los viernes por la mañana en unfantasma, visto por nadie, que vaga por todos lados,espiando los viles actos de asesinos, empleadospúblicos, violadores, pedófilos, charlatanes,traficantes, e impartir justicia.Es mi destino conducirlos los jueves a medianoche,en las famosas bolsas de consorcio, a la casa, para

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10tragarme su maldad y librar a la Humanidad detamaños monstruos.Por las manchas de sangre ya no me preocupo; losmiserables no dejan huella alguna.

FIN

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NO LO SÉ

Calor. Calor excesivo. Que parece que la cabeza va aexplotar y las neuronas escaparán, emprendiendo unmisterioso viaje por confines que no conocen. Asíera aquella noche, con más de treinta grados, queparecían ochenta. Era insoportable. No quiero caersin embargo en lo de siempre: cuando llueve, lasquejas porque llueve; cuando hace calor, las quejaspor el calor. No quiero, decía, caer en elinconformismo diario de las personas, tan soloquiero graficar el panorama de aquella noche.Eran cerca de las dos de la mañana, y yo estabaacostado (por no decir tumbado) en mi cama, sinpoder conciliar el sueño. Normalmente me duermocerca de las doce, pero aquella vez no podía. Por loreferido anteriormente: el lapidario calor.No se escuchaba sonido alguno, salvo de vez encuando algún atrevido limón que cayera dellimonero de la casa de al lado.La ventana de mi pieza estaba abierta, pero las gotasgruesas de sudor se desplazaban a lo largo de micuerpo, por la cabeza, el pecho, la espalda, laspiernas. Era una sola masa de agua; el colchónestaba hecho una sopa.No podía, decía, dormir; no había forma. Terminópor abatirme el aburrimiento.

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12“Tengo que hacer algo”, me dije, luego de estarcaminando por espacio de media hora a lo largo yancho de toda la casa.Me senté en la cama y prendí un radio-reloj quetenía desde hacía un par de años. Busqué unafrecuencia más o menos decente y la dejé a unvolumen adecuado a esa hora. Luego de algunosminutos, mis ojos comenzaron a entrecerrarse yempecé a soñar. Desperté al rato, dirigí mi vistahacia la radio y contemplé la hora: las cinco ycuarto.Harto de escuchar la música que estaban pasando, yun poco más relajado, decidí apagar el artefacto.Oprimí el botón, pero no se apagó. Insistí algunasveces más, sin obtener resultado alguno.Me sorprendió porque jamás había fallado elaparato. Me levanté de la cama y la desenchufé.Observé, asombrado, que la música seguía sonando.Hice un último intento sacándole las pilas que lleva,pero sucedía lo mismo.A pesar de todo ello, era tal el sueño que meagobiaba que decidí seguir durmiendo con la músicapuesta.

Al otro día sonó la alarma, como siempre, a las sietey media de la mañana. Me costó levantarme, ya quehabía pasado una noche complicada. Me dolían unpoco los músculos; de todas maneras debíalevantarme para ir a trabajar.

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13Mientras hacía el desayuno recordé el episodio delradio-reloj. Sinceramente no le di demasiadaimportancia; atribuí lo ocurrido a mi excesivocansancio y al desmedido calor.Terminé de tomar el café y fui a darme una duchapara refrescarme un poco. A pesar de ser temprano,la temperatura ya era alta.Cuando estaba bañándome creí escuchar la radioprendida. Salí inmediatamente, sin siquiera secarme,pero cuando llegué a la pieza no se percibía sonidoalguno.Ya preparado, salí de mi casa y me dirigí hacia laparada del trolebús. Transcurrieron algunos minutoshasta que llegó. Durante todo el trayecto no pudedejar de pensar en lo sucedido. Quizás no mepreocupaba tanto lo de la noche anterior como lo quehabía acontecido minutos antes. ¿Sería posible estartan sugestionado por lo sucedido como paraescuchar la radio mientras me hallaba dentro delbaño, siendo que estaba desenchufada y sin pilas?Lo cierto es que entré a mi oficina todavía pensandoen el asunto.Cuando salí del trabajo, a las ocho de la noche,poblaba el asfalto una leve llovizna, lo que hacíaelevar el nivel de humedad. Comencé a transpirarexcepcionalmente.Llegué a casa, un poco consternado a causa de lacantidad de niños que había visto mendigar al salirdel supermercado. ¡Y yo con mis bolsas llenas,dispuesto a preparar una cena exquisita!

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14Después de ver eso, vi como una estupidez mi“problema” del radio. Entendí que no era otra cosaque una alucinación producto del calor. Apenasentré a casa empecé a preparar la comida, porque elhambre que tenía era atroz. Estaba esperando queleudara la masa para la pizza, recostado en mi cama,y cuál no sería mi sorpresa al escuchar que la radiohabía comenzado a sonar. ¡Se había prendido sola!No supe qué hacer, cómo reaccionar. Estuve algunosminutos recostado, sin moverme y sin poder creer loque estaba pasando. Traté de convencerme de que noestaba sonando.Me levanté de la cama y la vi: estaba prendida. Laespalda me transpiraba como nunca antes.No se me ocurría a qué podía atribuir aquelfenómeno. “Tengo que hacer algo urgente”, me dije.Podría llevarla a algún taller, para repararla, pero aesa hora estaría ya todo cerrado. Creí convenientellevarla al día siguiente. Fui, entonces, a la cocina aterminar de preparar la comida.De todas maneras esa noche comí casi nada; estabamuy pendiente del asunto de la radio.Siendo las once y media me fui a la cama a leer unrato, antes de dormirme. La radio ya no sonaba.Pareciera que se prendía y apagaba a su gusto,caprichosamente.Luego de haber leído un rato dejé el libro en miescritorio, apagué la luz y me acosté a dormir.Experimenté por todo mi cuerpo una mezcla deindignación con un tremendo susto cuando, siendoalrededor de las tres de la mañana, comenzó a sonar

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15la radio. Me levanté de la cama, e inútilmenteintenté apagarla; incluso quise bajar el volumen,pero no pude.Permanecí en vilo toda la noche por el sonido de lamúsica. Cuando, a las siete y media, sonó la alarma,yo estaba despierto, sentado en mi cama y con losojos bastante doloridos.Me bañé y, sin siquiera desayunar, me vestí y salí altrabajo con mi radio bajo el brazo. ¡Que suerte tuveque no sonara mientras estaba en mi oficina!Cuando salí en el horario del almuerzo fui a untaller, para dejar el aparato y que lo revisaran. Medijeron que lo buscara por la noche, de manera quedecidí comer algo por ahí y volver a la oficina.Estuve toda la tarde pensando en el asunto, tratandode encontrarle un por qué lógico a la situación.Salí, como siempre, a las ocho y me fui directamenteal negocio donde había dejado mi radio.-Hola-le dije al vendedor-, vengo a buscar la radio.¿Cuánto le debo?-No, nada.-me respondió-No tiene nada de malo. Larevisé totalmente y no tiene fallas. Dígame, ¿qué eslo que le fallaba a usted?-Bueno, en realidad, no es que fallara, sino que...-nosabía que decirle, cómo salir de aquel apuro. ¡Nopodía referirle los hechos que en realidad habíansucedido!-Gracias, de todos modos. Hasta luego.Ahora sí que no entendía nada. ¿Cómo podía “notener nada de malo” si se prendía y apagaba a sugusto y piacere? En fin, me fui a casa tratando de

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16ocupar mi mente en otro asunto. No quería pensarmás en la radio.Cuando llegué la dejé sobre el escritorio de mi piezay me dispuse a preparar la comida. Prendí lahornalla, busqué una olla, le coloqué agua y la puseen la hornalla. Cuando me disponía a sacar losfideos del paquete y ponerlos al fuego escuché unavoz que decía: “¡Luciano! ¡Luciano!”.No podía creer lo que estaba oyendo. Alguien mellamada, sin embargo, ¡yo estaba solo en casa!Intenté no darle mayor importancia, pero minutosdespués escuché: “Luciano vení, vamos a conversarun rato”. En ese momento me di cuenta que enrealidad alguien estaba llamándome. Se me erizóinstantáneamente la piel. Creí entender que elllamado provenía de mi pieza; allí acudí entonces.Mientras me dirigía a mi dormitorio persistían losllamados. Cuando entré, una voz me dijo:-Al fin llegaste, ¡ya estabas tardando demasiado!Podrías dejar los fideos para después, y venir acharlar conmigo, ¿no te parece?No terminaba de asimilar si me hallaba en unenfermizo y perverso sueño, o era real lo que estabaocurriendo. Me quedé quieto en el marco de lapuerta y con un poco de miedo pregunté:-¿Qu...qu...quién e... es?-¿Quién va a ser?- me contestó la voz- ¡Yo, tu radio!No supe qué decir. El cuerpo no me respondía, nolograba mover mis músculos. Estaba temblandocomo si hiciera un frío tremendo.

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17Al ver que ya no hablaba, la radio comenzó apasar algunas de mis canciones favoritas. “Esto hallegado a un límite”, pensé para mí.Decidí ponerle punto final a la situación. Apagué elagua de los fideos, tomé la radio y me dirigí hacia lacalle. Después de cerrar el portón de calle a misespaldas me dirigí al baldío que hay a dos cuadras decasa, y arrojé la radio lo más lejos que pude; quedóamontonada junto con algunas gomas quemadas,pedazos de madera, de cartón.Al llegar a casa me sentí mucho más tranquilo,habiéndome desecho del aparato que me traíadesconcertado y turbado desde hacía algunos días.Comí la cena mientras leía un libro y me fui adormir más temprano que de costumbre. No mecostó dormirme, ya que la preocupación que se habíaadueñado de mí hacía algunos días habíadesaparecido.No creo poder describir la sorpresa y el pánico queme invadieron cuando a la noche escuché una vozque me inquiría:-Te has portado de una manera bastante reprochablepara conmigo.Me levanté de la cama totalmente sobresaltado ymiré instintivamente hacia el escritorio: ahí estaba laradio, hablándome nuevamente.Me quedé mirándola por espacio de algunosminutos, para ver si volvía a hablarme pero no lohizo. Al instante comenzó a sonar la música.

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18En realidad, no creo conveniente dejar sentadopor escrito los hechos que mencioné anteriormente.Es mas, la última vez que conté a alguien lo ocurridome fue bastante mal.Porque, yo digo, aquellos acontecimientos no sonexcusa válida como para encerrarme en un edificiotan monótono y asqueroso como un manicomio, ¿ome equivoco?Uy, discúlpenme por un minuto, creo que la radiome está llamando.

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¿ENTONCES?

“La monotonía de la rutina se torna insoportable. Enaquellos momentos en los que el ser no sabe quéhacer o se cansa de lo que hace todos los días sedebe buscar algo que renueve el estilo de vida; deotra manera uno se vuelve loco”.Así comenzaba el cuento Hernández, escritor quehabía pasado los treinta hacía tiempo, pero que aúnno podía vivir de aquello que tanto le deleitaba: leLiteratura.Después de una vida tan dura y una lucha tan tenazmerecía un resultado mejor. Había abandonado lacasa paterna a los 14 años, convencido de que supasión era la escritura. Su padre, empecinado en quesiguiera el negocio familiar le dio a elegir entre suvoluntad o el destierro. Y así fue. No pasaron dosdías de aquella disyuntiva, cuando ya había armadola mochila y, con los pocos ahorros que tenía, selanzó al mundo, dispuesto a perseguir su másanhelado sueño.Con frecuencia retornaban a su mente aquellosrecuerdos. Le daba vueltas una y otra vez al asunto,escapándosele de cuando en cuando una lagrimita.De pronto soltó la lapicera y se dirigió a la ventana,para adosarle una manta encima, incrustada con unclavo. A mediados de julio el frío es alucinante,sobre todo si es de noche.

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20Eran las dos de la madrugada, pero se habíadispuesto a comenzar un nuevo relato, con laambición de poder venderlo a alguna editorial. Esanoche se sentía inspirado, y decidió crear la “obramaestra”. Así llamaba a sus creaciones cada vez quese embarcaba en una obra, pero lo cierto es que susúnicas cuatro novelas habían sido un fracasoEl comienzo de esta obra no era casual: era comorealmente se sentía, llevando una vida totalmenterutinaria y aburrida, sin ningún divertimento nidistracción de índole alguna.Se sentía en una odisea contra una existenciaabsurda, una vida que le había dado la espaldasiempre, que le había latigado sin tregua alguna.Después de adosar la manta a la ventana, rota acausa de un acto de vandalismo, se dispuso acontinuar con el relato. Se prendió un cigarrillo ytomó la lapicera para retomar la actividad. Escribía ydaba pitadas al cigarrillo alternadamente.La habitación en la que estaba se hallaba totalmenteoscura y sombría, iluminada únicamente por la luzde dos velas: se habían roto los cables de la luz hacíaalgunos meses. Este detalle, sumado a la pequeñezde esa ratonera, había contribuido a enloquecer unpoco más al ya maniático escritor. A un costado,contra la pared, una mesita con dos trozos de pan yuna botella empezada de soda; al otro costado, unmueble con algunos libros y manuscritos. Él sehallaba situado al medio, sentado en una mesitaredonda.

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21A pesar de la manta colocada, comenzaba aingresar el hiriente frío por la ventana rota que dabaa la calle. Púsose un pulóver el escritor paradisminuir el frío y se levantó un momento con eldeseo de encontrar en la heladera alguna bebida queatenuara el frío, pero no encontró nada.Al cabo de unos minutos se sentía el más digno delos hombres de la Tierra de escribir las primeraslíneas del cuento. Estaba realmente estupidizado enaquella habitación y el encierro no le permitíaprácticamente respirar normalmente.Aplastó el cigarrillo en el suelo y se puso el gabán,se ajustó la corbata que, aunque rota, no perdía suelegancia, y se encaminó hacia la puerta, no sinantes apagar las velas. Pretendía dar una caminatanocturna y quizás visitar algún bar de los que habíaen la Avenida. Salió y cerró la puerta; descendió lasescaleras, pudiendo observar a ambos lados losdemás departamentos-si es que llegaban a esacategoría; mas bien podrían ser considerados unossucuchitos- y salió a la calle.Hacía un rato que llovía torrencialmente. Hernándezabrochó bien su abrigo y, debajo de un balcón,prendió un cigarrillo.Iba caminando por la calle protegiendo al cigarrillocon ambas manos y teniendo cuidado, cada vez quefumaba, de que no se mojara.Las calles se encontraban llamativamente vacías, notanto por la hora, sino por la incesante lluvia quecubría el cielo desde hacía, por lo menos, una hora.

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22Deambuló por el asfalto, esquivando o saltandolos charcos, reflexionando sobre algunas cuestiones.Dio un giro en su caminata y entró en el bar “TresCielos”, en la Avenida, a unas cuadras de su casa.Saludó al dueño-conocido de algunos años- y pidiólo de siempre, un whisky.Mientras lo tomaba observó al otro lado de la barraun hombre entrado en años, barbudo y peloengominado, peinado hacia la derecha. Si bien habíaalgunas otras personas en el negocio, esta persona lellamó la atención por algún motivo en particular queno lograba descifrar.Lo miró durante un rato, dirigiendo la vista haciaotro lado cada vez que el hombre se daba cuenta.Transcurrieron así algunos minutos, en los queHernández pidió algunos otros vasos de whisky. Enun momento amagó a acercarse al hombre, perovolvió a sentarse en su lugar. Al rato, éste se sentó asu lado y pidió un vodka. Dirigió su mirada hacia elescritor, suspiró profundamente y le dijo:- La monotonía de la rutina se torna insoportable,¿no es cierto?Hernández se quedó pasmado. Al rato preguntó:-¿Perdón?-Queda usted perdonado-sonrió-. Así lo pienso yo, yestoy segurísimo que también usted lo cree así-enese momento tomó un sorbo de vodka.-Aún no lo comprendo-dijo Hernández, todavíaatónito.-Buscar algo distinto, ¡sí!, algo renovador, porque secorre el riesgo de perder la cordura.

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23Transcurrieron algunos segundos en silencio,escuchándose sólo el sonido de la lluvia. Al fin elescritor dijo:-¿Quién es usted?-Esa misma pregunta me la vengo haciendo yo desdehace varios años. Ni yo lo sé.-Por favor, dígame la verdad.-¿La verdad? La verdad...-se rió- La verdad es todo,pero no es nada. Pueden ser todas las versiones, oninguna en realidad. Depende quién la vea. Bueno,así piensa el vulgo, pero le confiaré un secreto:-seacercó a Hernández y le habló al oído- la verdad esuna sola cosa, una sola versión, una única causa detodas las consecuencias; en realidad, un solo artíficede todo lo que ocurre, pero que nadie sabe discernirni comprender. Cada criatura elabora su versión dela verdad, y la toma como la verdad absoluta. Perono es así: son todos unos ilusos, que creen poderdesentrañar los misterios de la verdad. ¡Mas no sepuede!-Ante eso, ¿qué se puede hacer?En ese momento el viejo pagó la cuenta de ambos,se paró, sonrió y le frotó la cabeza al escritor.-No dejes nunca de escribir-contestó, y se fue.Hernández también sonrió.Después de un rato, se retiró del bar. La noche aúnera muy cerrada, y sin luna. Durante el caminopensaba y pensaba; ¿quién era aquel hombre, qué lequiso decir? Tenía demasiadas incógnitas, pero dealgo estaba seguro: debía terminar urgentemente sucuento.

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