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Septiembre 2004 Letras Libres : 79 El duelo de los ángeles/Locura sublime, tedio y melancolía en el pensamiento moderno, de Roger Bartra Reducido a polvo, de Luis Vicente de Aguinaga Mi hermano el alcalde, de Fernando Vallejo Los diez mandamientos en el siglo XXI, de Fernando Savater Entre paréntesis, de Roberto Bolaño El matasellos, de Heriberto Yépez Cuartos para gente sola, de J. M. Servín El certificado, de Isaac Bashevis Singer La noche del oráculo, de Paul Auster Stephen Jay Gould, La estructura de la teoría de la evolución, traducción de Ambrosio García Leal, Barcelona, Tusquets, 2004, 1,426 pp. F ue en el Museo del Inmigrante de la Isla Ellis. Stephen Jay Gould curioseaba sobre el pasado de su ciudad. Me presenté y caminamos juntos algunos metros. Bromeamos sobre los apellidos trastocados e hicimos números. ¿Cuántos héroes del pueblo, cuántos ma- fiosos habían pasado por ahí? ¿Cuántos artistas se habían fraguado en aquella aduana? ¿Cuántos científicos, cuántos malandrines, cuántas mujeres y niños que soportaron el peso de la Gran Manzana se habían apersonado aquí? No eran preguntas para contestarse. Sólo había que observar en derredor nuestro: una forma de vida había prospe- rado. Un accidente en el caótico aconte- cer humano, un ejemplo de la selección natural estaba resumido en ese museo. Desde luego, todo esto no formaba parte del tema sobre el que un científico como él querría opinar, ya que desde su punto de vista la selección natural sólo explica la evolución, por lo cual es inútil para comprender a la sociedad, su historia y su cultura. Así que todas las escaramuzas ideológicas que intentan llevarnos de la historia natural a la historia de la cultura están relacionadas con una metáfora li- teraria o una impostura científica. Jay Gould era, no obstante, humano, y si bien poseía una personalidad neurótica y un tanto intolerante, tenía un lado lúdico, encantador, lleno de evocaciones e ima- ginación al servicio de las ideas y el buen discurrir. Esto se nota en su obra magna, La estructura de la teoría de la evolución, que ter- minó de escribir poco antes de su muer- te. No sólo se trata de una defensa ardo- rosa e imaginativa de un darwinismo más profundo, de su darwinismo, interesan- te sólo para los expertos; es un libro que puede darle a cualquiera claves para en- tender el destino de la vida en la Tierra. No es fácil leer hoy en día un libro de mil cuatrocientas páginas. Sin embargo, si uno se ha apasionado alguna vez por la historia de la vida, resultará una lectura fascinante. Quienes se hayan acercado a algunos de sus libros más técnicos o sus ensayos de divulgación encontrarán aquí figuras retóricas conocidas, si bien reno- vadas por la vitalidad de su pluma. Por ejemplo, Jay Gould recuerda las metáfo- ras de Falconer y Darwin, y establece un curioso símil entre la forma en que se ha estructurado la teoría de la evolución y la construcción de la Catedral de Milán, mientras que para explicar la lógica bá- sica de la teoría darwiniana recurre a un fósil de coral hallado y dibujado por el famoso artista y científico Agostino Scilla. Con desenfado, admirador confeso de Tom Wolfe, Jay Gould hace gala de su cul- tura heterodoxa, que incluye a George Elliot, pega de hit en el estadio de los Me- dias Rojas de Boston y regresa con orden y claridad a mostrarnos lo que un hom- bre brillante, dedicado, astuto polemista (es admirador de Voltaire) puede llegar a saber si evita comportarse como uno de esos eruditos convencionales que quieren explicarnos “la historia de las ideas”. Jay Gould expone uno de los argu- mentos más poderosos y vehementes en defensa de su visión en la página 706. Se- CIENCIA Un clásico de nuestro tiempo L i B R O S

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S e p t i e m b r e 2 0 0 4 L e t ra s L i b r e s : 7 9

◆ El duelo de los ángeles/Locura sublime, tedio y melancolía en el pensamiento moderno,de Roger Bartra ◆ Reducido a

polvo, de Luis Vicente de Aguinaga ◆ Mi hermano el alcalde, de Fernando Vallejo ◆ Los diez mandamientos en

el siglo XXI, de Fernando Savater ◆ Entre paréntesis, de Roberto Bolaño ◆ El matasellos, de Heriberto Yépez ◆

Cuartos para gente sola, de J. M. Servín ◆ El certificado, de Isaac Bashevis Singer ◆ La noche del oráculo, de Paul Auster

Stephen Jay Gould, La estructura de la teoría de laevolución, traducción de Ambrosio García Leal,Barcelona, Tusquets, 2004, 1,426 pp.

Fue en el Museo del Inmigrante dela Isla Ellis. Stephen Jay Gouldcurioseaba sobre el pasado de su

ciudad. Me presenté y caminamos juntosalgunos metros. Bromeamos sobre losapellidos trastocados e hicimos números.¿Cuántos héroes del pueblo, cuántos ma-fiosos habían pasado por ahí? ¿Cuántosartistas se habían fraguado en aquellaaduana? ¿Cuántos científicos, cuántosmalandrines, cuántas mujeres y niños quesoportaron el peso de la Gran Manzanase habían apersonado aquí?

No eran preguntas para contestarse.Sólo había que observar en derredor

nuestro: una forma de vida había prospe-rado. Un accidente en el caótico aconte-cer humano, un ejemplo de la selecciónnatural estaba resumido en ese museo.Desde luego, todo esto no formaba partedel tema sobre el que un científico comoél querría opinar, ya que desde su puntode vista la selección natural sólo explicala evolución, por lo cual es inútil paracomprender a la sociedad, su historia ysu cultura. Así que todas las escaramuzasideológicas que intentan llevarnos de lahistoria natural a la historia de la culturaestán relacionadas con una metáfora li-teraria o una impostura científica. JayGould era, no obstante, humano, y si bienposeía una personalidad neurótica y untanto intolerante, tenía un lado lúdico, encantador, lleno de evocaciones e ima-ginación al servicio de las ideas y el buendiscurrir.

Esto se nota en su obra magna, Laestructura de la teoría de la evolución, que ter-minó de escribir poco antes de su muer-te. No sólo se trata de una defensa ardo-rosa e imaginativa de un darwinismo másprofundo, de su darwinismo, interesan-te sólo para los expertos; es un libro quepuede darle a cualquiera claves para en-tender el destino de la vida en la Tierra.No es fácil leer hoy en día un libro de mil

cuatrocientas páginas. Sin embargo, siuno se ha apasionado alguna vez por lahistoria de la vida, resultará una lecturafascinante. Quienes se hayan acercado aalgunos de sus libros más técnicos o susensayos de divulgación encontrarán aquífiguras retóricas conocidas, si bien reno-vadas por la vitalidad de su pluma. Porejemplo, Jay Gould recuerda las metáfo-ras de Falconer y Darwin, y establece uncurioso símil entre la forma en que se haestructurado la teoría de la evolución y laconstrucción de la Catedral de Milán,mientras que para explicar la lógica bá-sica de la teoría darwiniana recurre a unfósil de coral hallado y dibujado por elfamoso artista y científico Agostino Scilla.Con desenfado, admirador confeso deTom Wolfe, Jay Gould hace gala de su cul-tura heterodoxa, que incluye a GeorgeElliot, pega de hit en el estadio de los Me-dias Rojas de Boston y regresa con ordeny claridad a mostrarnos lo que un hom-bre brillante, dedicado, astuto polemista(es admirador de Voltaire) puede llegar asaber si evita comportarse como uno deesos eruditos convencionales que quierenexplicarnos “la historia de las ideas”.

Jay Gould expone uno de los argu-mentos más poderosos y vehementes endefensa de su visión en la página 706. Se-

C I E N C I A

Un clásico de nuestro tiempo

L i B R O S

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LiBROSgún escribe, el equilibrio puntuado repre-senta la escala geológica propia de loseventos de especiación, que pueden du-rar miles de años, y no una necia preten-sión de instantaneidad para el origen delas especies según el patrón convencio-nal humano. Cometemos los mismoserrores con las escalas no familiares de ta-maño, se lamenta. Jay Gould insiste en elvalor de la individualidad en las especies.Sabemos que nuestros cuerpos residen enun continuo que abarca desde el ángstromen el nivel atómico hasta el año luz conel que se miden las distancias galácticas.La individualidad existe en todos estosdominios, pero cuando intentamos com-prenderla a cualquier escala distante cae-mos fácilmente en la mayor de las parcia-lidades. Tenemos un conocimiento taníntimo y familiar de una clase particularde individuos (nuestros propios cuerpos)que tendemos a imponer las propiedadescaracterísticas de este nivel a los estilosmuy distintos de individualidad a otrasescalas. Este inevitable vicio humano esuna fuente interminable de problemas,aunque sólo sea porque los cuerpos de losorganismos representan una clase muypeculiar de individuo que apenas sirve demodelo para el fenómeno comparable ala mayoría de otras escalas.

Enseguida, Jay Gould recurre a la li-teratura para ilustrar cómo la impresiónde individualidad se vuelve tan esquivaa otras escalas que ni siquiera los mejo-res literatos se apartan mucho de nuestraclase de cuerpo y nuestro patrón de ta-maño cuando escriben sobre alienígenas.También se sirve de la cultura popular, yestá dispuesto a calificar Viaje alucinantecomo una película de culto para entenderlo que pasaría si un grupo de personas fue-ran inyectadas en el torrente sanguíneode un congénere. Este cuerpo, especulaJay Gould, se convierte en el entorno delos protagonistas. De pronto, pasa a seruna colectividad, más que una entidadunitaria, mientras que las partes del cuer-po se convierten en individuos para loshuéspedes encogidos. Cuando un iconode la salud y la belleza como RaquelWelch se debate contra una bandada deanticuerpos, comprendemos hasta qué

punto el continuo triádico parte-indivi-duo-colectividad depende de la circuns-tancia y el interés.

Luego Jay Gould arremete contra losevolucionistas que ven en las adaptacio-nes la única meta explicativa importantedel darwinismo y las consideran impul-soras de la evolución a todos los niveles.Más adelante sentencia: “No creo que es-ta perspectiva funcione bien ni siquierapara los organismos”, aunque admite quese trata del dominio de aplicación “másprometedor”. Los evolucionistas miopesno serán capaces de apreciar la diferenteindividualidad de las especies, ni la continuidad y los cambios abruptos, sinque éstos sean considerados como unaforma de regresar al saltacionismo o mu-tacionismo. Las poblaciones intermediasentre una especie y sus descendientes son extremadamente raras en el registrofósil, según Jay Gould y su colega NilesEldredge, lo cual supone que su duraciónfue muy breve. Así que, en términos geo-lógicos, el cambio de una especie a otraaparecería como un salto; sin embargo, en términos biológicos el cambio habríasido continuo y no gradual.

Jay Gould deseaba ofrecer una defi-nición operacional del darwinismo en vezde sugerir una solución general y fun-damentada, una larga argumentación losuficientemente específica “para que loslectores la comprendan y la compartan,pero lo bastante amplia para prevenir lasdisputas doctrinarias sobre militancia ylealtad que parecen inevitables cuandodefinimos los compromisos intelectualescomo promesas de lealtad a determina-dos dogmas [...] Por eso siempre he pre-ferido como guías de la acción humanalos imperativos hipotéticos confusos delestilo de la Regla de Oro, basados en lanegociación, el compromiso y el respetogeneral, al imperativo categórico kantia-no de la rectitud absoluta, en cuyo nom-bre tan a menudo matamos y mutilamoshasta que decidimos que habíamos segui-do la especificación equivocada de la generalidad correcta”.

Descanse en paz, Stephen Jay Gould,y larga vida a su apasionante obra. ~

– Carlos Chimal

FILOS OFÍA

TRES ÁNGELES:KANT, WEBER,BENJAMIN

Roger Bartra, El duelo de los ángeles / Locura sublime,tedio y melancolía en el pensamiento moderno, Valen-cia, Pre-textos, 2004, 167 pp.

Los ángeles, según el Diccionario ilustra-do de los monstruos, de Massimo Rizzi,

son las únicas formas semidivinas admiti-das por los monoteísmos de origen bíbli-co. Estos “mensajeros”, en tanto que seres intermedios entre Dios y el hombre, hansido sometidos a un fastidioso proceso denormalización por el celo monoteísta, privados reiteradamente de la poderosacarga psíquica que en su día tuvieron,arrumbados entre los trebejos de la superstición en tanto que sospechosos re-siduos del politeísmo latente en las reli-giones abramitas. El ángel, apunta Rizzi,sólo ha conservado su prestigio en suacepción demoníaca: ese ángel caído delromanticismo cuyas mutaciones siguenalimentando la conciencia occidental.Resulta estimulante que el antropólogoRoger Bartra haya recurrido a la figuraacorralada y mestiza del ángel para abor-dar los tormentos melancólicos de tres delos pensadores clave de la modernidad:Immanuel Kant, Max Weber y WalterBenjamin.

En El duelo de los ángeles / Locura sublime,tedio y melancolía en el pensamiento moderno,Bartra prosigue ese tránsito feliz empren-dido desde hace tres lustros, el viaje, in-frecuente en la lengua española, de uncientífico social hacia las formas más

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refinadas del ensayo literario. La clave deBartra está en la insistencia con que seconcibe como un antropólogo agazapadoen su posición de observador participan-te, deudor tanto del rigor metodológicocomo de la búsqueda de causalidades.Gracias al lente utilizado por Bartra,asistimos al espectáculo alegórico quepermite observar a Kant, Weber y Benja-min –tan inevitablemente manoseadospor la crítica social y filosófica– como sifuesen ejemplares de una olvidada tribuaustraliana o amazónica, devastada porel progreso y desesperadamente ligada aun desacreditado sistema de usos y cos-tumbres. Inclusive, al admitir que conocemal el alemán, la lengua de los sujetos desu aproximación etnográfica, Bartrapotencia conscientemente el doble efec-to de refracción y distanciamiento con elque decidió trabajar. Y gracias a la impe-cable manufactura de estos cuentos fi-losóficos armados con la paciencia de unorfebre, descubrimos que en Kant, enWeber y en Benjamin estamos represen-tados de manera fragmentaria todosaquellos que nos identificamos con laconciencia de una modernidad que, al nohaber concluido sus tareas civilizatorias,carece de la economía dramática y delmecanismo escénico para darse por bienservida, bajar el telón y apagar la luz. Estesentimiento, propiamente melancólico,es el que preside la obra de Bartra.

Kant, el filósofo al que la moderni-dad le debe casi todo, es el primer ángelconvocado por Bartra. Al enfrentarse alvisionario Swedenborg y a otros locosambulantes, Kant se dio cuenta de quelas quimeras swedenborgianas se pare-cían demasiado a sus propias y respeta-bilísimas teorías. Con su habitual honra-dez intelectual, Kant intentó averiguarlas leyes que podrían regir el universo visionario, recurrió a la teoría galénicade los humores para desacreditar a Swe-denborg como víctima, acaso, de la anti-quísima melancolía del hipocondrio. Pe-ro Kant, advierte Bartra, no quedó satis-fecho y le confesó a Mosses Mendelssohnque sobre Swedenborg pensaba “muchascosas que nunca tendré el valor de decir;pero jamás diré algo que no piense”.

Ante el visionario sueco Kant sintiópor primera vez el soplo, a la vez fétidoy seductor, que lo irracional insuflaba sobre la racionalidad ilustrada. Años mástarde, ya escritas las piezas centrales desu sistema, Kant sondeó por última vezel abismo, en esa Antropología (1798) que no goza de mucho crédito entre los kantianos, en su aparente medida de concesión a la conversación coloquial yciudadana. Kant reiteró su preocupaciónante la postulación de leyes que limita-sen (o vejasen) la autonomía del hombrey en esa defensa, él –que despreciaba las manifestaciones fenoménicas del ro-manticismo– acabó por apadrinar el romanticismo.

Kant, ángel constructor de una armo-nía entre la divinidad y el hombre, tratóde dibujar los contornos que separaríanel universo de la razón práctica de losabismos de lo irracional. Es en este pun-to donde Bartra se arriesga a buscar enciertos detalles biográficos (que no sonmuchos, tratándose de Kant) lo que él llama “una explicación genética” que conectaría la controlada melancolía delpropio filósofo con su concepción de losublime. A través de esta puerta, cuida-dosamente entornada por este ángel, lamelancolía y la locura se introduciríanen el siglo del romanticismo, oscurecien-do la pantalla de la modernidad.

El segundo capítulo de El duelo de losángeles está dedicado a Max Weber, quiencomo lo sabe quien haya tenido la curio-sidad de acercarse a la biografía que lededicó su esposa Marianne, tuvo una vida áspera. Asceta que impuso a su mu-jer un matrimonio blanco, Weber vivióatormentado por los demonios de una so-ciedad burguesa que se despeñaba haciasu primer gran catástrofe moral, aquellaque Thomas Mann dibujó con tanta su-tileza y profetismo en La montaña mágica.Cuenta Bartra que en 1914 Weber visitóAscona para socorrer a su amiga FriedaGross, practicante y víctima de un movi-miento erótico liberador encabezado por su marido, el Dr. Gross, un freudianoheterodoxo. En esos núcleos contramun-danos –nudismo, vegetarianismo, amorlibre, anarquismo tolstoiano– que en las

primeras décadas del siglo prefiguraronla revolución sexual de los años setentadel siglo pasado, Weber se sometió, conun éxito monástico que puso a prueba suneurosis, a los nuevos demonios. Weberprefigura al viejo Adorno, escandalizadohasta el soponcio frente a las libertadesprimaverales de los campus californianos.

En teoría, a Weber no le preocupabaFreud –ese otro ángel que sobrevuela ellibro de Bartra–, pues las revelacionespsicoanalíticas sobre el caos sexual del inconsciente le parecían poca cosa jun-to a una condición humana manchada demanera irreparable por el judeocristia-nismo. Si Kant es el ángel que deja lapuerta entreabierta, Weber señala con suespada flamígera un mundo irreme-diablemente fragmentado en jaulas dehierro, en varias de las cuales habitamosa principios del siglo XXI. Weber se burló de aquellos contemporáneos suyos(y nuestros) que, ante el retroceso de lareligión, la substituían con una “especiede capillita doméstica de juguete, amue-blada con santitos de todos los países delmundo, o la sustituyen por una combi-nación de todas las posibles experienciasvitales, a las que atribuyen la dignidadde la santidad mística para llevarla cuanto antes al mercado literario”.

No es difícil ver en esta frase de Weber una condena profética del mul-ticulturalismo, ante el cual el profesor sesintió impotente, incapaz de “poblar susoledad ni de estar solo en la multitud”,como sentencia Bartra. Mientras Kantsospecha que de lo sublime puede des-gajarse la locura, Weber vive en el peorde los mundos posibles, donde la se-cularidad se ha adueñado de todas las formas.

Era imposible, en esta línea de argu-mentación, que Bartra no concluyese conWalter Benjamin El duelo de los ángeles.Muchas veces, lo confieso, he creído queBenjamin (una de las dos o tres influen-cias culturales más provocativas e insidio-sas de la segunda mitad del siglo XX) esun pensador sobrestimado, pero cada vezque me lo encuentro asediado por inteli-gencias como la de Bartra, reniego de miapostasía y vuelvo al ángel por definición.

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Nadie más angélico que Benjamin,por su asumida decisión de mediar en-tre el lenguaje y la historia; nadie comoél ha encarnado (si es que un ángel encarna) la problemática esencia poli-morfa de lo angélico: es un Arcángelpreocupado por el bienestar humano (como marxista), es una Potestad preo-cupada por el orden providente del judaísmo, es el Trono que imparte la justicia en la literatura alemana, es la Vir-tud que cumple con los mandamientosdel sabio, es un Querubín que otea so-bre el horizonte de la modernidad, y esese Serafín capaz de hipostasiar la di-vinidad en la historia y ofrecer a cada lector una prenda de amor trascenden-te. Este párrafo, un tanto grosero, es míoy no de Bartra, pero me parece que prue-ba la singularidad de Benjamin como unade las pocas figuras irremediablementealegóricas del pensamiento moderno.

Walter Benjamin, según Bartra, osci-la entre disfrutar del caos melancólicoque aterró a Weber o aceptar –ángel caí-do al fin– el orden trágico de la historia.Enlutado por la caída, Benjamin sobre-vuela un camino con cuatro direccionesdistintas: Frankfurt –el mundo de losprofesores–, Jerusalén –la vieja alianzajudía–, Moscú –la nueva alianza del co-munismo– y París –el pasaje moderno–,y al final abandona esas disyuntivas ilusorias. Bartra asocia la muerte de Ben-jamin en Port-Bou con la teoría de las catástrofes o el efecto mariposa: un par-padeo de los profesores de Frankfurt (oun renglón torcido del Talmud, o unadesviación en la ley del valor detectadapor la Internacional Comunista, o la sonrisa de una mujer en la rue Saint-De-nis, agregaría yo) decidirá el momento enque Benjamin pasará de lo visible a lo invisible, como los ángeles de Rilke o del islam.

26 de septiembre de 1940. Un día antes, la raya de España estaba abierta para el grupo de antifascistas del queBenjamin formaba parte; dos días des-pués la frontera es reabierta y los per-seguidos reanudan su camino rumbo aPortugal, pero en el día intermedio, elaciago, el exacto y el fatal, Benjamin se

ha dado muerte. Quien había buscado elsecreto de la redención humana en lacomplicidad entre un enano metafísicoy un muñeco mecánico, encontró el mecanismo preciso para inmortalizarse. En el fondo, la biografía angélica que Bartra dispone para Benjamin es pro-fundamente romántica: este ángel de lamodernidad no tuvo una muerte miste-riosa ni equívoca. Ni siquiera murió puesno lo está hacerlo en la naturaleza de losángeles, capaces de modular su rebeldíay de representarla dramáticamente, comoactores e intermediarios, lo mismo anteDios que entre los hombres.

En El siglo de oro de la melancolía (1999)y Cultura y melancolía / Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro (2001),Bartra dio comienzo a una exploraciónclínica y antropológica que en El duelo delos ángelesalcanza su culminación. A Kant,a Weber y a Benjamin los unen las dife-rentes gradaciones del temperamentomelancólico, que Bartra ha querido vercomo una enfermedad que evolucionahistóricamente, distante de la fijeza de lasestructuras. Maestro en la “ponderaciónmisteriosa”, el agudo artificio ideado porGracián para introducir un misterio en-tre dos contingencias, Bartra hace de Elduelo de los ángeles una velada autobiogra-fía espiritual, la de un intelectual que trasel naufragio del marxismo decidió tomaruna embarcación solitaria en búsquedade sí mismo, lejano de las rutas comer-ciales donde se vislumbran las ruinosasarmadas invencibles. En la familia deKant, Weber y Benjamin, Bartra ha encontrado a esos ángeles dispuestos areconocer en lo invisible un grado supe-rior de realidad. Toda la obra de Bartraes un esfuerzo desesperado y lúcido porresolver el Problema XXX, 1 atribuido aAristóteles: “¿Por qué razón todos loshombres que han sido excepcionales enla filosofía, la ciencia del Estado, la poesía o las artes son manifiestamentemelancólicos, a tal punto que algunos seven afectados por los males que provocala bilis negra, como se cuenta de Hér-cules en los relatos que se refieren a loshéroes?” ~

– Christopher Domínguez Michael

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P OESÍA

RIESGOS DE LARETÓRICA

Luis Vicente de Aguinaga, Reducido a polvo, Mé-xico, Joaquín Mortiz, 2004, 108 pp.

En un ensayo publicado hace año y me-dio (y tras definir como “ejemplar” la

aventura poética de José Ángel Valente),Eduardo Milán habla de lo fatuo que esconvertir en metodología verbal lo quepara otros autores fue creación:

[...] hay un peligro retórico en esta búsqueda de la palabra original o deantepalabra. Es el peligro del fingi-miento del límite, de creación de unespacio de fingimiento límite que “pa-rezca” esa instancia radical situada en-tre silencio y palabra. Lo único que noshace sortear la retórica, que siempre es-tá presente en el lenguaje, es la expe-riencia individual del habla poética.1

Me temo que lo dicho por Milán puedeaplicarse a buena parte de los poemas de Reducido a polvo, de Luis Vicente deAguinaga (Guadalajara, 1971), un librodonde la “experiencia individual del ha-bla poética” se ve acotada por las eminen-tes lecturas que moldean la voz del autor.

No soy el primero en notar que, a úl-timas fechas, la escritura de Luis Vicentecondesciende a lo que llamaré fabbrismo(otra vez sigo a Milán): apego a técnicas yformulaciones expresivas de muy alta ín-dole, pero asimiladas sólo en sus rasgosexternos. Algo parecido expuso Jorge Fer-

nández Granados al reseñar Cien tus ojos.Otro tanto dijo hace muy poco, a propó-sito de Reducido a polvo, Luis Felipe Fabre.

Luego de El agua circular, el fuego y Lacercanía, libros que revelaron a de Agui-naga como uno de los más interesantespoetas de su (mi) generación, Reducido apolvo acusa un desgaste cuya fuente es, meparece, el empecinamiento: reiteración decampos semánticos y tics sintácticos, me-talecturas (de Octavio Paz, de Valente, deGamoneda) cuya devoción produce unsesgo paradójicamente neoclásico, y unavocación por el enmudecimiento tan cal-culada que, en algunos pasajes, deja de serinsólita para bordar en lo solemne.

Este señalamiento general, sin embar-go, puede ser injusto: el desacuerdo esti-lístico no basta para desestimar una obrapoética. Por ello, he elegido algunos frag-mentos de Reducido a polvo en los que, ami juicio, el apego a la retórica aminorala destreza del poeta. En otras palabras:creo que lo más honesto es señalar cuán-do estos poemas fallan en su propia aspi-ración, y no en la mía.

Cito casi íntegra la segunda estrofa delpoema “Espaldas de la hora” (p. 22):

La pared se ha ido alzando con el día.Insectos, perros, manos fatigadascomo el sol que las impulsa o vientos

levesapoyan el cuerpo en sus laderas. [...]

Siguiendo la veracidad de los sintagmas,en algún momento se nos dice que “ma-nos fatigadas [...] apoyan el cuerpo en susladeras” [las de la pared]. Ya bastante manierista es la enunciación “el cuerpo de las manos fatigadas” (el adjetivo es tancorpóreo que rechaza el tufo a pleonasmoque hay en la duplicación de sustantivos);pero si sumamos a esto la condición ge-neral del poema, cuyo campo semánticoes predominantemente aéreo (“alzando”,“escalaba”, “lo más alto”, “sol que la im-pulsa”, “vientos leves”, “va creciendo”, “al-tura, nubes”), y el hecho de que no hayaninguna otra imagen de pesadez en el poema que nos permita inferir un juegode equilibrio, la frase se nos revela comoun ripio de la imaginación, máxime por-

que subvive semioculta entre sujetos intermedios, disfrazada de ritmo.

La siguiente cita pertenece al poema“Guardia” (p. 29):

[...] Aun(“rojo se eleva en el estanqueverde el pez”) lo fugaz brota de la

calma.

Me demoro en el sintagma externo, quedeclara sentenciosamente que incluso “lofugaz brota de la calma”. Me pregunto:¿no será precisamente de la calma de donde“brota” (y el uso de este verbo importa)lo fugaz?... Quiero decir, a río revueltoganancia de pescadores, una sucesión de relámpagos aminora la sensación defugacidad con la que percibiremos el pró-ximo, y en el caos (para ir a los extremos)la velocidad es tumultuosa, mientras que“lo fugaz” tiende a una vida mental másíntima. Pongo dos ejemplos simples: la mise en scène típica de la estrella fugaz (unrayón solitario en un cielo sin nubes) y lasilenciosa expresividad de La tempestad, elcuadro de Giorgione.

¿Qué se legitima en estos versos deLuis Vicente de Aguinaga?... Una senten-ciosa manera de falsificar una percepción.Lujos que un poeta no puede darse.

Hay otros pasajes en que la inexacti-tud cede terreno a la obviedad, como enel poema “El público” (“En las palomasde la plaza / cultiva su auditorio más ilus-tre / la voz que las ahuyenta”, p. 44) y enel final de “Guerreros en el desierto” (“co-mo lógicamente corresponde”, p. 52). Obien, la obviedad se manifiesta como una vinculación a la estética del silenciocuya factura es predecible:

Y fuera ese otro lado, ese momentoaquello que no es dondeaquello que se ignoray desconoce nuestras puntas, nuestros

extremos,nuestros límitesy no sabe de mí. (p. 73)

(¿Puede “aquello que no es donde” no“desconocer nuestros límites”?... Perci-bo aquí una empobrecedora reiteración

1 Eduardo Milán, Trata de no ser constructor de ruinas, México,filodecaballos, 2003, p. 44.

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LiBROSde lo que pudo ser una percepción máshonda.)

Reducido a polvo es un libro que contie-ne algunas imágenes entrañables, poemas–“Fragmento”, “Western”, “Lo de los grillos” (mira qué versos tan bellos: “bengalas / tras el naufragio del sonido”,p. 62)– que merecerían un contexto mejor.Opino que el prestigio de ciertas nocionesestéticas sí está afectando negativamente(como se discute a últimas fechas) ya nodigamos el ámbito de nuestra poesía, sino,simple y llanamente, la capacidad denuestros mejores poetas para distinguirel grano de la paja. La retórica es una herramienta invaluable, pero enviciarseen ella adormece las dos cualidades men-tales más caras a la literatura: el delirio yel sentido común. ~

– Julián Herbert

NOVELA

LIBROS COMO ROCAS

Fernando Vallejo, Mi hermano el alcalde, México,Alfaguara, 2004, 171 pp.

Una reseña entusiasta empezaría: Fernando Vallejo no escribe con tin-

ta sino con bilis. Es escritor, pero tienevocación de terrorista. La apatía, como lalucidez, lo aleja del crimen: arroja pala-bras y no balas porque todo acto, inclusoel crimen, es detestable. Es también, con-tinuaría la reseña, un artista de la exage-ración. Como Bernhard. Un descreído.Como Cioran. Un provocador. Como elreseñista en turno. Podría llamársele misántropo, pero habría que aclarar el término: detesta a la humanidad, adora aun puñado de individuos. Es tan fúricocon los desconocidos como amoroso consus íntimos. Basta leerlo una tarde lluvio-sa para descubrirlo tierno, melancólico.El reseñista se corrige: Vallejo no escribecon bilis sino con las entrañas. La imagenes defectuosa pero también lo es Colombia, y Colombia es, ya se sabe, elmundo. Termina la reseña hipotética: Colombia es un desbarrancadero, Dios no existe, sólo Vallejo prevalece.

Esta reseña, escéptica, comienza conuna pregunta: ¿la bilis, como el amor,también se agota?, ¿perturba todavíaVallejo? Son ya demasiados los dardoslanzados y es posible que algunos, romos,escurran. Cuesta trabajo ser un provoca-dor y sobrevivirse a uno mismo. Vallejopersevera. Quiso fingirse muerto hacemeses y ahora publica una nueva novela,Mi hermano el alcalde. No es necesario abrir-la para conocer lo básico: un escritor co-lombiano, exiliado en México, despotri-ca contra el mundo y contra sí mismo. Haynuevos adversarios pero las armas son lasde siempre: el insulto, la blasfemia, la bo-la de mierda despedida entre carcajadas.Un hermano suyo, Carlos, se lanza parala alcaldía de Támesis, pueblo colombia-no, y triunfa. Vallejo, cínico, sigue la cam-paña y luego su gobierno. La democraciase vuelve, como todo en sus manos, unllamado a la burla y a la infamia. Hijos deputa los gobernantes. Hijos de puta losgobernados. Nada termina bien, salvo lanovela, que vive del fracaso de los otros.

Respuesta pronta: la bilis no se agota,Vallejo perturba como al principio. Elmundo es tan detestable ayer como hoyy, por eso, la misantropía no envejece.Nunca ofenderemos demasiado a nuestrosenemigos. Nunca odiaremos y amaremossuficientemente a los otros. Vallejo no seagota porque la rabia, al revés de la razón,es siempre fértil. Un argumento se con-sume al demostrarse; la ira se inflama ytodo, incluso la nada, la atiza. Él no es unhombre de razón sino de pasiones. No tie-ne ideas sino un temperamento volátil,encendido. Mérito mayor: ha articuladouna visión del mundo a través de quejas,no de ideas. Inútil buscar en sus librossensatez o coherencia. Ahora elogia a lademocracia porque su hermano es alcaldey mañana despotrica en contra de ambos, alcahuetes. Es tan fascista comodemócrata y tan liberal en sus odios co-mo conservador en sus afectos. No renun-cia a la piedad sino a la estabilidad de lasemociones. Siente algo y también lo otro,simultánea, contradictoriamente. Es esaexasperación, y no tanto su misantropía,lo que perturba.

Vallejo no se agota porque, también,

cambia. Su temperamento se mantiene in-móvil, acaso más herrumbroso con losaños, pero hay matices en sus expresiones.Ciertos temas lo llaman al alarido; otros,a la risa sardónica. En esta novela, Valle-jo ríe más que nunca. Desprendido de laanécdota, sigue por internet la desventu-ra del hermano y se compromete apenas.No es una de sus obras más autobiográfi-cas, como El desbarrancadero o la pentalo-gía de El río del tiempo, sino un remanso enel cauce, casi un divertimento. Hay me-nos furia y más locura. Incapaz de sumarnuevos adversarios a su lista, Vallejo da elsalto prometido hacia la demencia. Es unloco el narrador de la novela y otro locoel protagonista. El relato se torna digre-sivo, apunta hacia todas partes, prometefijar diez mandamientos y se interrumpeantes de la mitad. Es, además, esquizofré-nico: el narrador escucha voces y dialoga,entre insultos, consigo mismo. No es unloco inofensivo: tiene una bandada de loros que, a la primera orden, vuelan y despotrican contra sus enemigos.

También la prosa de Vallejo se distien-de. Todos hablan de su rabia y su locura,pero pocos se detienen en su lenguaje. Va-llejo es un escritor grande no porque odiesino porque expresa original, contunden-temente ese odio. Mientras uno reprimela ira y vuelve, mentalmente, su auto con-tra los peatones, él describe su saña en unaprosa festiva. Es el suyo un estilo coloquial,salpicado de groserías, tan bueno para he-rir a unos como para convocar la risa deotros. Es una prosa de carnaval atravesa-da por el ácido del desencanto. Aquí, lafiesta crece: el lenguaje se vuelve más colo-quial; la letanía, menos contenida. Puedeelogiarse la naturalidad de su prosa comotambién su artificio. Vallejo es, sin preten-derlo, el más abstracto de los narradoreshispanoamericanos. Nada más expe-rimental, más posmoderno, que el insulto re-petido. La palabra, alguna vez cargada debelleza y sentido, se vuelve un objeto, rocalanzada contra el prójimo. El lenguaje, diría el reseñista hipotético, se objetiviza.Elogiemos a Vallejo de otro modo: tome-mos su libro más reciente y arrojémoslo ala cabeza de nuestra odiada ex amante.

Al final, la certeza: un Vallejo menor

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LiBROSvale más que mil, como decía Cervantes,hideputas. ~

– Rafael Lemus

ÉTICA

NO TODO ESTÁPERMITIDO

Fernando Savater, Los diez mandamientos en el sigloXXI, México, Editorial Debate, 2004, 184 pp.(“Referencias”).

Vivimos en zona de peligro, por másque en ocasiones soñemos estar a sal-

vo. La serpiente repta, trepa, ronda, nostienta sin cesar, recordándonos nuestraimperfecta condición, o más: una existen-cia quebradiza, sobresaltada, en la que lasúnicas áreas que parecen seguras se pier-den en cuanto alguien abre bien los ojoso los abre de más o los cierra para em-prender vuelos y caídas. Es el mundo derelación de los hombres y las mujeres, de uno con el otro, de la convivencia sólo frágilmente apaciguada, de las cos-tumbres, los valores que construimos enla vida de todos los días. El mundo de laética, al que tan bien y tan encendidamen-te se ha dirigido la mirada del filósofo español Fernando Savater.

El libro más reciente de Savater difie-re del resto de los suyos en un sentido negativo. La distinción obedece a la pro-pia naturaleza de la obra. Parecería unade encargo, debida a un compromiso, laculminación de una serie de programasde televisión realizada en Argentina queobliga al autor a recapitular, a traer a cuento intervenciones de una serie depersonajes (representantes de la fe cató-lica y de la religión judía) que no tienenmucho que decir(le), por lo leído. El to-

no del escritor español, brillante, enérgico,regocijado en sus hallazgos, imaginativoy crítico, no poco empalidece de esta suer-te. No desaparece, es lo cierto, aunque unotiene la impresión de que queda semio-culto, subsumido, difuso en la relatoría deaquel encuentro divulgativo desplegadoante televidentes irremediablementedóciles. Es muy probable que Savater nohabría tomado el asunto del libro de lamanera en que lo aborda aquí si hubieratenido sólo en sus manos facturarlo. Lacosa es del todo clara si se piensa en la imprecisión de las fronteras que hay en-tre varios de los mandamientos cristianos:la envidia, por ejemplo, da para un en-sayo aparte, que tome en cuenta lo preco-nizado por los fundadores de la religiónpero que considere muchísimos otros as-pectos (como el que bien incluye Savateral relacionar la envidia con la demo-cracia, cosa que también pediría nuevasdiscusiones de interés.) El autor, a causade la naturaleza del libro, no tiene más queapuntar varios de aquellos temas.

Necesariamente estos apuntes recaenen un punto central: la vigencia, la actua-lidad posible de los mandamientos. Elasunto por sí mismo constituiría un pro-blema merecedor de serias indagaciones.Si el mundo ha cambiado, es decir las ape-tencias y los usos y abusos de los hombres,sus modos de relacionarse y de investigary transformar aquel mundo, ¿cómo es quesiguen siendo válidos los mandamientos?La pregunta puede plantearse de mil formas, y es bueno que la exponga un ag-nóstico como el autor. En un tono que nodeja de ser comedido, Savater deja de sus-cribir las posturas naturalmente radicalesde los creyentes pero no olvida tampocola necesidad de la fundación de valoresválidos, puestos en circulación por la con-vivencia y situados sin falta en el curso dela razón. Colocado en esta modernidadperennemente puesta a prueba (el prefijo“post” sería resultado de uno de aquellosexámenes), el filósofo, como antes y ahoratodos sus colegas, anda en busca de la verdad, del conocimiento objetivo, y nopodría contentarse ni refugiarse en la fe.Lo ampara sólo su arsenal racional, su capacidad dialéctica, su disposición a

aprender y a enriquecer su sabiduría mediante el diálogo. La nobleza de estequehacer corresponde a su dificultad. Elcampo de la ética, tan caro a Savater, es ala mirada profana y a las demás, movedi-zo, tornadizo, resbaloso. El propio Kant,al que con buen ojo irónico trae el autora una breve escena de su libro, veía en elmatrimonio un mero contrato de alquiler(en este punto Savater deja de lado otrodato ilustrativo del modo de pensar, y vi-vir, del alemán: nunca contrajo nupcias,es lo cierto, y a la vez prohibió a su ayu-dante que lo hiciera, en una práctica cla-ramente misógina.) Aquel hombre es elmismo que recordó a los hombres que de-ben actuar pensando que el motivo de suactuación pueda servir de ley universal.

La ironía, que aparece sobre todo enel comienzo de cada entrada, es lo mejorde este libro. Sólo con ella a la mano y enla mirada, puede ser considerado demodo tan somero el curso de los valoresde los fieles, a la luz, contrastante claro,de un principio que está en la base de fun-dación de la modernidad: si Dios no exis-te, toca a los hombres crear los valores. ~

– Juan José Reyes

ENSAYO

PARÉNTESIS DEUN NARRADOR

Roberto Bolaño, Entre paréntesis, Barcelona, Anagrama, 2004, 372 pp.

“Cuando me muera, me publicarán hastalos calcetines”, sentenció célebremente

Pablo Neruda. No deja de ser aterradorala idea de que, una vez desaparecido, losestudiosos, amigos o admiradores de unescritor se dispongan a ordenar sus pape-les dispersos para una futura publicación.

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La importancia de ciertos autores hacepensar, sin embargo, en la necesidad dereunir textos que alumbren, aunque seatangencialmente, su obra. En el caso deRoberto Bolaño (1953-2003), sin duda unade las voces más poderosas de la literaturaen nuestro idioma de las últimas décadas,la publicación de Entre paréntesis –colec-ción de ensayos, artículos y discursos re-dactados entre 1998 y 2003– se antojabauna inmejorable oportunidad para acer-carse a una de sus facetas menos conoci-das: la del escritor que reflexiona sobre suoficio. Por desgracia, aunque cobija algu-nas piezas extraordinarias, el volumen esmayoritariamente decepcionante.

En pocos autores es posible ver con talclaridad una disposición narrativa que, ensu insólita naturalidad, se vuelve feroz.Cada vez que Bolaño toma el cauce delrelato, sus textos alzan el vuelo, a veceslogrando alturas espectaculares. A la in-versa, cuando se interna en territorios re-flexivos, cuando actúa como digresor, sudiscurso muestra evidentes limitaciones.El crítico Ignacio Echevarría, encargadode la edición de Entre paréntesis, escribe ensu presentación que “Bolaño fue, antesque nada y sobre todo, un poeta”. En rea-lidad, ésa es la manera en que su amigose veía a sí mismo, pero las evidencias lodesmienten. El autor de Amuleto fue –yacuño esta frase emulándolo– un estu-pendo poeta menor, cuyos versos eran casi siempre narrativos. Bolaño fue, antesque nada y sobre todo, un narrador. Si algún aporte tiene este libro póstumo esdemostrar ese aserto prácticamente en ca-da página. En última instancia, cualquierescritor de primer orden es poeta, ha-cedor, y más vale que a estas alturas ya hayamos comprendido que la prosa es unvehículo tan vivo como el verso a la horade crear intensidad poética.

La organización que Echevarría hacede los materiales es la mejor posible, pueslos agrupa en función de sus intencionesy destino, permitiéndonos dilucidar lamanera en que Bolaño encaraba cadasituación. De ese modo, luego de un ma-gistral “Autorretrato”, nos topamos con elprimer apartado, “Tres discursos insufri-bles”. “Derivas de la pesada” muestra pa-

ralelamente el talento de polemista y lastaras críticas del escritor chileno. En unanueva incursión por los territorios de laliteratura argentina, revisa los que, segúnél, son los caminos más visibles que éstaha tomado después de Borges. Sólo elritmo de la prosa y la hilaridad salvan aeste texto de su abrumador ánimo arbitra-rio: una importancia desmedida es dadaa escritores que, comparados con algunasausencias imperdonables –hablo concre-tamente de Juan José Saer y Fogwill–, sonpálidas sombras. Por el contrario, el “Dis-curso de Caracas” –leído en la capital ve-nezolana cuando recibió el Premio Rómu-lo Gallegos por Los detectives salvajes– es unajoya: ahí está el mejor Bolaño, el que, conuna mezcla de visceralidad, nostalgia y humor, homenajea a una generación delatinoamericanos aniquilada en su intentode alcanzar la utopía. “Literatura y exilio”,por último, muestra una insólita y admi-rable habilidad para irse por las ramas.

Los textos agrupados en “Fragmentosde un regreso al país natal” desconcier-tan porque Chile, “el país pasillo”, es másvívido en las ficciones bolañianas que enlas crónicas donde describe la experien-cia del retorno. La literatura de Bolaño senutre de una nostalgia que, transforma-da en material narrativo, cubre con unapátina mítica cuanto aborda. Aunque susartículos no están exentos de pasajes me-morables, es evidente que se encuentranmás a gusto en los mundos fantasma-góricos del recuerdo que en la pavorosa densidad del presente.

“Entre paréntesis” es la parte medulardel libro y recoge las columnas que Bola-ño escribía semanalmente para el Diari deGirona, de España, y el periódico san-tiagueño Las Últimas Noticias. La diversi-dad de lo reunido hace que encontremosaquí algunas de sus mejores páginas, pe-ro también las peores. Son entrañables lascrónicas de Blanes, la pequeña localidadmediterránea en la que habitó las últimasdécadas de su vida. Y algunas postales narrativas tienen, de hecho, el nivel de suscuentos. Cuando Bolaño relata anéc-dotas de panaderos y libreros, de playa y verano, sus textos alcanzan la intensidadfulgurante que lo convirtió en uno de

nuestros prosistas mayores. El problemasurge cuando habla de libros y escritores:dispensa aplausos con una facilidad pas-mosa. Era un buen amigo y un mal críti-co. Para no indignar, evitaré enlistar a losautores que coloca, casi siempre, entre los cuatro o cinco mejores de la lengua.Bolaño leía visceralmente, lo que haceque sus notas literarias sean, casi siempre,repetitivas y banales: comienza con al-guna anécdota personal, pasa a glosar latrama de los libros y el carácter de los personajes, termina con un elogio.

A Entre paréntesis, a pesar de todo, lo justifican ciertos textos, sobre todo los contenidos en “Escenarios”, reunión decrónicas de viajes y relatos entre los quese cuenta el excepcional “Playa”, y “El bi-bliotecario valiente”, que cobija las mejo-res páginas críticas de Bolaño: cuando seproponía abordar en serio un tema, cuan-do no había más motor que el placer de lalectura, podía convertirse en un ensayis-ta agudo. Sus textos sobre Mark Twain,Jorge Luis Borges y J. Rodolfo Wilcockson, sencillamente, extraordinarios, sobretodo porque revelan las influencias quemezcló hasta hacer irreconocibles. Twainestá en Los detectives salvajes, Borges y Wilcock en La literatura nazi en América.

Al final, quedan los apuntes de “Unnarrador en la intimidad” y la resonan-cia de la palabra más usada en el libro: valentía. En casi todos los autores que ad-miraba, Bolaño resaltaba el valor. ¿A quéatribuir esta obsesión? ¿A su propia acti-tud? ¿Al coraje de escribir a contrarreloj,consciente de la inminencia de lo peor?Sí, a eso. ~

– Nicolás Cabral

NOVELA

FILATELIAEXTREME

Heriberto Yépez, El matasellos, México, EditorialSudamericana, 2004, 183 pp.

E l matasellos, la nueva entrega dentrode la bibliografía del prolífico Heri-

berto Yépez (Tijuana, 1974), puede ser ca-lificada de todo menos de novela dócil, y

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LiBROSsí, más bien, de novela salvaje: virtud atí-pica que se sabe agradecer en esta épocaen que abundan los escritores com-placientes y los lectores apáticos (muchomás hechos a la gramática y la estética delzapping televisivo). Los mecanismos de reflexión en que está registrada la voz narradora de El matasellos se antojan muycercanos a un torrente de pensamiento serial. Se trata de una voz descarada, a todas luces identificable sobre la mediade las y los narradores contemporáneos,que no admite referentes o imaginariosinmediatos, y que toma, además, el va-liente riesgo de diseccionar de una vez supropia poética, su visión particular de laliteratura, faltando para tal motivo a lasmás elementales convenciones literarias.

El discurso de Yépez –como nos tie-ne ya acostumbrados, cortesía de su venaensayística– destaca por la abundancia enel empleo de distintos planos diegéticos,lo que en él se vuelve una virtud notable,pero que, en algunas ocasiones, siendo és-tas las menos, entorpece la fluidez de lanarración, a favor de la cual debería apos-tar más. De esta sazón, la naturaleza másbásica de una obra como El matasellos secifra en buena medida en uno de sus epí-grafes, una cita del poeta Nick Piombinoelegida con plena intención: “Just becausewe want there to be a narrative of ‘it’ that doesn’tmean we want ‘it’ to be a narrative.”

El recurso de la extradiégesis como herramienta narrativa, por supuesto, se hautilizado desde hace siglos, contando quizá con su caso más afortunado en ElQuijote. El de Yépez es un texto franca ylúdicamente extradiegético que abunda enreferencias metadiscursivas, como un ani-mal indómito, imposible de contenerse,que cae violentado ante la menor provo-cación, a la vuelta de la hoja. Un diverti-mento de proporciones gigantescas, unjuego con cuchillos afilados. El mataselloses también un texto autónomo que no deja de escribirse y de leerse a sí mismo,narrado por dos “novelistas menores”,que terminan por renegar del propiotexto, negarse a sí mismos y aportar, depaso, un grano de arena más para la cons-tante autodeconstrucción de la obra en-tera. Cuatro personajes –los ancianos de

un club filatélico– que no son sino la sín-tesis de todos los personajes que deberíanestar en la novela, pero que no están. Unanovela que reniega de sí misma. Páginasrepletas de lucidez argumentativa que rebasan la mera fábula y que nos obligana emprender una lectura intertextual mucho más sagaz y crítica de lo acostum-brado. El matasellos es un libro tan descon-certante que nos hace poner en duda todo lo que en él hemos leído. Incluso,como parte del mismo juego, el texto sub-yacente se nos entrega solo, de buenas aprimeras: “Los cuatro-viejos son la repre-sentación simbólica del complot para ter-minar con el neo-joven global. Evitar quesea éste el que entre a la puerta. Sus reu-niones [...] se tratarían de los fantasmasviejos de la cultura, sus cuatro dioses-es-panto, cuya misión es asesinar al engen-dro estadounidense, al neo-joven global.”

La anécdota que vale como epicentroa todo el intrincado juego discursivo de Elmatasellos es la de un club de filatelia de la frontera norte, compuesto exclusiva-mente por ancianos solitarios, remilgosos, intolerantes y excluyentes. Estos viejosaguardan la muerte con la misma morosi-dad de la que está dotado su pasatiempo.“La filatelia es una ocupación tan apaci-guante como tediosa: ideal para los viejos.No hay nada en ella de atónito. Nada declimático. Un timbre postal carece de emo-ciones fuertes: es una agonía discreta.”

Respecto a los protagonistas, valesubrayar una peculiaridad entre tantasdentro del libro: se nos advierte de mane-ra puntual que se ha optado por sintetizarla suma de caracteres de todas y todos losintegrantes de este club filatélico y senilen sólo cuatro personajes: Norman (ungringo torpe y despreciable en el que confluyen los elementos femeninos delgrupo y en el cual se abaten sin piedadtodo el odio y la misoginia del/los narra-dor/es); Aburto (que además de su pasiónpor los timbres postales mantiene en se-creto un amor inmenso por su automóvil);Francisco (un vendedor de enciclopediasvuelto el hazmerreír del grupo por llevara cuestas el pecado sin nombre de ser unfilatelista miope); y el Ex Administrador(depositario del liderazgo del grupo gra-

cias al poder simbólico que le confiere elhecho de ser un jubilado de la OficinaPostal). El gancho, que de entrada captu-ra la atención del lector sobre la trama,consiste en descifrar cuál fue el motor deestos ancianos, amantes de las estam-pillas postales, para un buen día llevar acabo la conclusión de sus anodinas exis-tencias en un suicidio colectivo.

Hacinar este libro a las convencionesde la novela resultaría cuando menos in-genuo. La anécdota del suicidio colecti-vo de los cuatro viejos y la narración dela historia de la filatelia desde sus inicioshasta el aerograma, así como su hipotéti-ca incursión en internet y sus consecuen-cias, son acaso meros subterfugios que nosdisparan al hipertexto, en donde radicabuena parte de la valía de la obra.

Newsweek, en la edición de septiembredel 2002, enlistó la ciudad de Tijuana, Baja California –“hybrid happening”–, co-mo uno de los nuevos centros nodales dela cultura y el arte del mundo. Más alláde lo debatible de esta nominación, la vas-tedad del movimiento artístico que estágenerando Tijuana se viene haciendo patente por inercia propia desde hacetiempo. Heriberto Yépez es uno de los escritores de la frontera norte que vale como un ejemplo irrefutable de ello. ~

– Tryno Maldonado

NOVELA

EL FONDO DELPOZO

J.M. Servín, Cuartos para gente sola, México, Joa-quín Mortiz, Planeta, 2004.

El cintillo anuncia: “Antes de Amoresperros hubo Cuartos para gente sola.” El

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esfuerzo de mercadotecnia le hace pocajusticia al libro, aunque tal vez ayude avender algunos ejemplares. Sin embargo,hay que advertir: la sencilla complejidadde la novela de J.M. Servín no tiene, másallá de los perros de pelea, otro punto deconvergencia con la película de GonzálezIñárritu. No aparecen jóvenes deseablesa pesar de su pobreza, ni desgarres por la traición familiar, ni infidelidades. El drama humano que la película intenta representar es impensable en una novelaque gira en torno a un único tema: la soledad. No hay a quién serle infiel, noes posible la traición entre hermanos y eldeseo es una urgencia involuntaria, sobrela que no se puede reflexionar y que noofrece opciones.

Publicada por primera vez en 1999,Cuartos para gente sola (Joaquín Mortiz,2004) ha sido señalada como una novelahiperrealista que retrata los rincones menos aceptados de la ciudad y sus ma-nías más repelentes. El personaje central–un ser sin nombre, apenas el inquilinode una habitación de azotea, poseedor deuna caja de libros y una televisión de bul-bos– está acostumbrado a cierto tipo deviolencia y convive con ella como con supropia piel. Conocedor de las peleas deperros y de las mujeres abandonadas, pa-rece preparado para cualquier pérdida yse niega a establecer vínculos afectivos.De esta forma, describe con tranquilidadla muerte, el abandono, la podredumbrey su propia violencia, ese estado al quellega sin poderlo evitar, que le sucede como en un sueño.

Precisamente es ahí, en esa posibilidadliteraria en la que el personaje es capazde narrarse a sí mismo como un ente aje-no y disociado, donde reside la riquezade la novela. Y es también ahí donde sealeja del realismo crudo, que insiste en ladescripción, para alcanzar un tono de par-simonia poética. Mientras el personajecentral camina solo por las calles de la ciudad –entre lotes baldíos, consciente desu vulnerabilidad, recordando la estúpidamuerte de un amigo suyo– piensa en laluna y su luz. Cuando es presa de unaextraña, casi suicida excitación, y se en-frenta a un perro de pelea, permanece

alerta y capaz de apreciar con cuidado elambiente que lo rodea, de juzgarlo a partir de metáforas antes de volver a la in-tensidad del encuentro.

La soledad, herramienta principal yarte narrativo de J.M. Servín (DF, 1962),no parece el doloroso producto de un am-biente hostil, al que no puede dársele laespalda. Por el contrario, en Cuartos paragente sola el narrador nos enfrenta a unaperturbadora elección personal. La com-pañía humana, tan necesaria para otros,es un estorbo para el personaje central deesta historia: no sólo no necesita sentirseacompañado, sino que la presencia ajenale resulta una incómoda carga, algo conlo que no puede ni quiere lidiar. Sus la-zos emocionales parecen truncados poruna voluntad que no le pertenece, comosi la decisión de la ruptura (con su fa-milia, por ejemplo; con los perros que perdía por su “costumbre de dejarlos suel-tos en la calle”) surgiera en la otra parte,antes incluso del nacimiento de un lazoestrecho.

Desde una reflexión postrera, frente aun televisor en el que busca una películaque pueda ver desde el principio (“no tiene caso ver las películas a medias”), elpersonaje-narrador se permite evalua-ciones sobre quienes lo han acompañadodurante los últimos días de intensidad.Así, regresa nuevamente sobre sus pro-pios pasos y los dirige hacia el óvalo paralas peleas de perros; recuerda sus encuen-tros con Felisa y describe la urgencia detenerla que se apoderó de él sin que pudiera o quisiera evitarlo. Relata sus re-laciones familiares, su desprecio hacia supatrón y los trabajos mal pagados en losque ha estado y el descuido en el que vi-ve. Los impulsos suelen hacer presa de él;sin embargo, posee una claridad que lodistingue del resto. Este ser sin nombrees habitado por una veta compasiva, unafranca tristeza, cierta ironía y una claracomprensión de la desesperanza que seapodera de quienes lo rodean. Puede very entender las consecuencias de la miseriay la violencia sin que penetren más en élde lo que puede permitirse.

En Cuartos para gente sola no se asomaRevueltas, no hay hijos de Sánchez des-

perdigados que nos estrujen el corazón onos adormezcan los sentidos. Tampocohay una apuesta visual, como en el cine,por la violencia. Para J.M. Servín no esnecesaria la denuncia, en su narrativa nose expresa la más pálida queja sobre lascondiciones paupérrimas o amargas de laurbe. Con efectividad, de forma vertigi-nosa, Servín habla de una ciudad dolidaque podría ser cualquier ciudad. Se ocu-pa con una mirada honesta –sin temores,desde lo hondo de algún abismo al quenos permite asomarnos– del abandono yla corrosiva ausencia de lazos que podríansucederle a cualquiera. ~

–Julieta García González

NOVELA

UNA CRÓNICA DELDESALIENTO

Isaac Bashevis Singer, El certificado, Barcelona, Edi-ciones B, 2004, 251 pp. (Colección “Afluentes”).

Existen narradores cuya lectura siem-pre es un lujo. No importa si lo que

leemos de ellos es un cuento, sus memo-rias o una novela, su universo resulta tanatractivo que internarnos en él produceen nosotros la sensación de estar conver-sando con un individuo de ésos que cap-turan nuestra simpatía desde el primermomento. Tampoco importa si no es po-sible leerlos en su idioma original, puesposeen un lenguaje capaz de atravesarcualquier filtro –incluso el de una traduc-ción de otra traducción–, sin perder ni sucarga poética, ni su poder persuasivo, nisu facultad de trasladarnos íntegramen-te a culturas distantes y épocas remotas.Uno de los integrantes de este selecto grupo es el judío-polaco-estadouniden-se Isaac Bashevis Singer, Premio Nobel1978, que este 2004 llega al centenario desu nacimiento.

No es usual encontrar en las mesas denovedades un libro de Singer. Fallecidoen 1991, acaso esté atravesando ese “pur-gatorio” de indiferencia referido por José Emilio Pacheco, cuya duración es deveinte o veinticinco años, al que editoresy lectores condenan a los grandes litera-

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LiBROS

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tos después de su muerte. Quizá, pues apesar de ser un narrador prolífico, los devotos de Bashevis Singer en español he-mos adquirido la mayoría de sus títulostras minuciosas búsquedas en librerías deviejo, y sabemos que pasará mucho tiem-po antes de que la totalidad de su produc-ción sea vertida a nuestra lengua. Por esose antoja celebrar cada vez que alguienpone a nuestro alcance una nueva obrade este escritor, como ahora que Edicio-nes B publica la novela El certificado.

Enemigo del dogmatismo que imperóentre judíos y gentiles de la Europa orien-tal durante los años de su juventud, tantoen sus memorias como en sus ficcionesSinger fustiga por medio de la ironía o dela crítica directa toda creencia absoluta, yasea religiosa, política o cultural. Sus per-sonajes –él mismo– son seres inmersos enel caos ideológico que fue la primera mi-tad del siglo XX europeo, que no acabande hallar su sitio en un mundo extraño,hostil, demasiado distinto al que vivieronsus antepasados. Ésta es la razón por la cualen los relatos de este escritor hay una fuerte tensión entre la estabilidad de la tra-dición ancestral y la incertidumbre de lavida contemporánea, entre la identidad yel desarraigo, entre el individualismo y elsentido de pertenencia.

En El certificado esta tensión se encar-na en el adolescente David Bendinger,quien deambula por la Varsovia de 1922en busca de algo que le dé sentido a suexistencia. Tras una crisis religiosa, se harefugiado en la filosofía y la literatura.Acaba de abandonar su trabajo comomaestro de hebreo en un pueblo de pro-vincia porque desea dedicarse a escribir.Cuando está a punto de regresar al cam-po, recibe la noticia de que es candidatopara obtener un certificado con el quepodrá viajar a Palestina con los con-tingentes que pretenden crear un Estadojudío bajo la protección de Inglaterra. Apartir de ese momento comienza la edu-cación sentimental y existencial que loconvertirá en adulto: se relaciona con tresmujeres, entra en contacto con sionistasy comunistas, y es aceptado por el gremiode escritores judíos de Varsovia gracias aun hermano mayor que acaba de volver

de la Unión Soviética y que también sededica a la escritura.

Armada con base en rasgos autobio-gráficos, El certificado es la historia de unaprendiz de escritor, de un artista adoles-cente, y al mismo tiempo una crónica del gueto de Varsovia en los años de en-treguerras. Los personajes en torno a Bendinger representan las ideologías enboga, con lo cual la trama adquiere des-de el inicio el ritmo y la intensidad de unadiscusión intelectual que le otorga pesoensayístico sin que jamás se pierdan lasemociones propias de las obras de ficción.

Conforme transcurren los capítulos,David transita de un desarraigo a otro,tanto en lo que se refiere a las ideas co-mo a su relación con las tres mujeres quelo rodean: Sonia, judía tradicional, conla que sostiene una suerte de concubi-nato platónico; Minna, rica y liberal, conquien se casa para que ella pague el viajea Palestina, y a quien espera allá suverdadero prometido; y Edusha, la jo-ven comunista que le renta un cuarto ensu casa. Salvo Sonia, a quien se ve for-zado a respetar sexualmente (tal comorespeta, sin compartirlas, las ideas de supadre, un rabino de pueblo), con las otrasDavid vive algunos encuentros carnaleshasta que se convence de que ningunaes para él. Así, asimilando el ámbitoamoroso al ideológico, Singer empuja asu protagonista de una encrucijada a lasiguiente, y con ello introduce al lectoren la mentalidad judía en los años pre-vios a Hitler, sin adelantar la catástrofeque habría de venir después, pero exhi-biendo las ideas de una atmósfera de desaliento precursora del Holocausto,apenas amortiguada gracias a la ironía y el sentido del humor que aparecen página tras página.

Narrada con la sencillez de estilo ca-racterística de las obras de Isaac Bashe-vis Singer, El certificado desnuda las con-tradicciones de un pueblo judío fortale-cido por sus esperanzas, atormentadopor la incertidumbre, paralizado por elegoísmo y sus pequeñas mezquindades,mareado por sus quimeras. Expuesto, enfin, por el talento de uno de sus princi-pales narradores, que con esta novela nos

reafirma en la idea de que la narrativa,cuando es profundamente crítica, seconvierte en el mejor homenaje a la cultura que la genera. ~

– Eduardo Antonio Parra

NOVELA

CUADERNO ROJO,CUADERNO AZUL

Paul Auster, La noche del oráculo, Barcelona, Ana-grama, 2004, 264 pp.

¿De quién hablamos cuando hablamosde Paul Auster? ¿Del narrador que en

los años ochenta se convirtió en la nuevapunta de lanza de las letras estadouni-denses gracias a que la crítica francesa reconoció el valor y las aportaciones de títulos como La invención de la soledad, Latrilogía de Nueva York (integrada por Ciudadde cristal, Fantasmas y La habitación cerrada),El país de las últimas cosas y El Palacio de laLuna? ¿Del poeta cuya habilidad lírica espatente no sólo en Desapariciones. Poemas1970-1979 sino en su labor como traduc-tor al inglés de Jacques Dupin, EdmondJabès y Stéphane Mallarmé, entre otros?¿Del ensayista que en El arte del hambre de-muestra que puede practicar con solturael género de Montaigne? ¿Del editor acargo de The Random House Book of Twen-tieth-Century French Poetryy Creí que mi padreera Dios, antología que recupera ciento setenta y nueve de los cuatro mil relatosreales recibidos como parte del NationalStory Project, lanzado a través de un pro-grama de la National Public Radio? ¿Delnovelista que en la década de los noven-ta, luego de publicar La música del azar yLeviatán –que cuenta con un personaje basado en Sophie Calle, la artista gala conquien Auster colabora en Double Game andthe Gotham Handbook–, pareció llegar a uncallejón sin salida en Mr. Vértigo y sobretodo en Tombuctú? ¿Del cinéfilo que pese a la reticencia externada en DossierPaul Auster, una serie de entrevistas conGérard de Cortanze, y en A salto de mata,su autobiografía, sucumbió al hechizo dela pantalla grande: primero como actorincidental en la adaptación de Philip

Page 14: Cuartos para gente sola , de J. M. Serv™n El certificado La ......Roger Bartra haya recurrido a la figura acorralada y mestiza del ⁄ngel para abor-dar los tormentos melancŠlicos

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LiBROSHaas de La música del azar; luego comoguionista y codirector de Cigarros y El hu-mo de tu vecino, el díptico brooklyniano deWayne Wang; después como cineasta conLulú en el puente y por fin como responsa-ble junto con su mujer (Siri Hustvedt, espléndida narradora) de la historia deThe Center of the World, filme erótico di-rigido por Wang?

El caso de Auster (1947) constata queasumir la figura del hombre orquesta nosiempre rinde buenos frutos; la incursiónen Hollywood, para no ir más lejos, haafectado su literatura. En 1995, el autorafirmaba: “Tengo ciertos problemas conel cine. No sólo con ésta o aquella pelícu-la en concreto sino con las películas engeneral, con el medio mismo […] Trabajaren Cigarros y El humo de tu vecino ha sidouna experiencia fantástica, pero ya basta.Es hora de que regrese a mi agujero yempiece a escribir otra vez. Hay una nove-la nueva llamando a mi puerta.” Esa no-vela resultó ser Tombuctú (1999), el puntomás bajo de una trayectoria que arrancódeslumbrando a crítica y público a amboslados del Atlántico. A tal tropiezo narrati-vo, precedido y de algún modo anuncia-do por el desliz fílmico de Lulú en el puen-te (1998), le seguiría El libro de las ilusiones(2002), donde Auster ajusta cuentas conel cine a través de un comediante de laépoca muda que decide esfumarse –ladesaparición como clásica estrategia aus-teriana– luego de un suceso que raya enlo inverosímil y merece ser tachado dehollywoodense. Esta novela, no obstante,tiene los elementos suficientes para reco-brar la fe en un escritor que ha elevadolos mecanismos de la casualidad y el destino a alturas insólitas; así lo prueban,por ejemplo, las trece historias verídicasde El cuaderno rojo (1993). Fetiche aus-teriano por antonomasia, el cuaderno debutó en Ciudad de cristal (1985) y prontose volvió leitmotiv, presencia inquietanteque resurge en diferentes libros. Con-fiesa Auster: “Siempre he trabajado concuadernos de espiral […] Todo está ahí,reunido en un mismo lugar. El cuadernoes una especie de hogar de las palabras[…] Como todo lo escribo a mano, el cuaderno se convierte en mi lugar

privado, en un espacio interior.”En La noche del oráculo, su onceava no-

vela –que se inicia, al igual que Ciudad decristal, con un vagabundeo urbano: laerrancia neoyorquina como ritornello–, elautor hace que el hogar de las palabrasmude de color y dueño: ahora se trata deun cuaderno azul importado de Portugalque Sidney Orr, el protagonista, adquiereen un establecimiento llamado El Palaciode Papel en alusión al restaurante quebautiza El Palacio de la Luna (ambos ne-gocios pertenecen a inmigrantes chinos).Es septiembre de 1982 y estamos en la zonade Cobble Hill en Brooklyn, territorioausteriano donde los haya. Alter ego de sucreador, con quien comparte profesión,Sidney convalece de una enfermedad casifatal cuando se topa con la libreta que alo largo de nueve días lo sumirá en unextrañamiento que evoca una declaracióndel propio Auster –“En cuanto empiezoa escribir […] el entorno desaparece. Care-ce de importancia. El lugar en que estoyes el cuaderno”– y ratifica la advertenciade John Trause, colega y amigo íntimo de Orr y trasunto de Don DeLillo: “Esoscuadernos son muy afables pero tambiénpueden ser crueles, y debes tener cuida-do de no perderte en ellos.” El extravíode Sidney en el embrujo literario (“Laspalabras habían salido de mí como si es-tuviera tomando dictado, transcribiendolas frases de una voz que hablaba en elidioma cristalino de los sueños, las pesa-dillas, las ideas desencadenadas”) pone afuncionar la matrioshka narrativa que es Lanoche del oráculo. En primer plano está lavida conyugal de Orr y Grace, diseñado-ra gráfica y suerte de hija adoptiva deTrause. En segundo plano está el relatoque Sidney comienza a redactar en el cua-derno azul, inspirado –como el filme queAuster y Wim Wenders iban a realizarjuntos en 1990 y que nunca cuajó– en unpersonaje de El halcón maltés, de DashiellHammett: Flitcraft, un individuo comúnque al salvarse de ser aplastado por unaviga opta por desaparecer y reanudar suexistencia en otra ciudad. En tercer planoestá el manuscrito que Nick Bowen, elFlitcraft nacido de la pluma de Orr, re-cibe en las oficinas de la editorial donde

labora: La noche del oráculo, novela fecha-da en 1927 sobre un militar inglés vueltovidente al cabo de quedar ciego en lastrincheras de la Primera Guerra Mundial.En cuarto plano están las notas a pie depágina que completan, a modo de flash-backs y apuntes digresivos, la narraciónque ocupa el primer plano.

Nutrido por varios afluentes –la ob-sesión de un hombre con las fotos tridi-mensionales de su familia; una frustradaversión fílmica de La máquina del tiempo,de H.G. Wells; el affaire entre Grace yTrause que Sidney reconstruye en su li-breta–, este impecable flujo en espiral esel logro mayor de La noche del oráculo. Nodeja de ser irónico que los traspiés, o me-jor, que las concesiones hollywoodensesse agrupen en el primer plano narrativo,fundamental para Auster: “En realidad,[esta novela] es simplemente una historiade amor.” Pues no, habría que disentir, esmucho más que eso: una mise en abîme queabre las puertas del laboratorio literariopara exponer las cimas y las simas de laficción, un paseo por ciertos motivos quehan hecho entrañable la obra austerianay que aquí se renuevan –las rutas sinuosasdel azar, el padre ausente, el personajemarginal trocado en museógrafo querediseña el mundo a partir de susfragmentos (en este caso, a partir de vie-jos directorios telefónicos). “Quizá –lee-mos en algún instante– la escritura tratano de registrar eventos del pasado sinode conseguir que las cosas ocurran en elfuturo.” Quizá Sidney Orr debió conser-var la libreta en vez de destruirla hacia elfinal de La noche del oráculo, emulando alprotagonista de La habitación cerrada (1986);quizá debió permitir que las cosas conti-nuaran ocurriendo en ese espacio interior.Quizá Paul Auster debería escuchar elconsejo de una de sus criaturas: “No quie-ro que pierdas el tiempo pensando en elcine. Concéntrate en los libros. Ahí estátu futuro, y espero grandes cosas de ti.”Nosotros, sus lectores, nos sumamos a este deseo y esperamos que el cambio de color no oscurezca el porvenir de un cuaderno que tanto ha aportado a la actual literatura estadounidense. ~

– Mauricio Montiel Figueiras