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con un dejo de nostalgia

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Leer para pensar en grande

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Lucy Medina Rivera

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Eruviel Ávila VillegasGobernador Constitucional

Raymundo Edgar Martínez CarbajalSecretario de Educación

Consejo Editorial: Efrén Rojas Dávila, Raymundo Edgar Martínez Carbajal, Erasto Martínez Rojas, Edgar Alfonso Hernández Muñoz, Raúl Vargas Herrera

Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, Félix Suárez, Marco Aurelio Chávez Maya

Secretario Técnico: Agustín Gasca Pliego

Con un dejo de nostalgia© Primera edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México

DR © Gobierno del Estado de México Palacio del Poder Ejecutivo Lerdo poniente núm. 300, colonia Centro, C.P. 50000 Toluca de Lerdo, Estado de México

ISBN: 978-607-495-224-7

© Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal. 2012www.edomex.gob.mx/consejoeditorial

Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 205/01/107/12

© Lucy Medina Rivera

Impreso en México

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.

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Introducción

¿Será verdad que el ayer fue mejor? Nunca nadie podrá con-firmarlo, pero tampoco negarlo.

Este relato esboza fragmentos de caminos recorridos en un pasado inmediato —parte importante del siglo xx—, que hoy ya parece remoto.

Me tocó crecer bajo los efectos de la Segunda Guerra Mundial; el estilo de vida cambió y los avances tecnológicos se fueron multiplicando con mayor celeridad cada día.

La vida presenta retos, deja vivencias, recuerdos y nos-talgias; este texto es una breve remembranza de aquello que marcó a toda una generación: la mía.

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Mi generación

Nos gusta pensar que somos parte de la generación del cambio. Pero ¿cambio de qué?

Seguramente fui parte de la última generación de la inocencia: creíamos en la cigüeña, en Santa Claus, en el conejo de la pascua y el ratón de los dientes. Pecábamos de ingenuidad, teníamos certeza de la fidelidad, el patriotismo y la honradez; soñábamos con romance, cortejo, matrimonio y maternidad, en ese orden. La familia era el eje central de la vida.

Crecimos con educación rígida, y, aunque ya no era época de las estrictas reglas de etiqueta del Manual de Carreño, el hablar y el actuar eran siempre respetuosos; el decir de los mayores no se ponía en tela de juicio y la obediencia no estaba sujeta a discusión. Sin embargo, la vida cotidiana estaba llena de secretos, de temas de los que no se hablaba.

Nos purgaban con aceite de ricino y fortalecían con hígado de bacalao. El té de manzanilla era el mejor desin-fectante, y se combatían insectos caseros, incluso piojos, con ddt o Flit, siempre rociado con bomba de mano.

La comunicación telefónica era cotidiana; la escrita era por correo, y sólo en emergencias se usaba el telegrama; el servicio era rápido y efectivo, pero más caro —el costo era

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por palabra, por lo que los mensajes eran breves y concisos, sin puntuación, preposiciones, adjetivos o pronombres.

Todo niño tenía una nana, y el mismo servicio doméstico solía durar toda la vida. Era usual que hubiese una bacinica debajo de cada cama, y en los baños “elegantes”, un bidet para la higiene personal.

Ningún auto estaba equipado con cinturones de seguridad, bolsas de aire, ni silla para bebé; era más divertido ir retozando de asiento en asiento, o ir sentado enfrente para tener mejor vista del camino.

Las familias se reunían y convivían todas las noches alre-dedor de la gran consola del único radio de la casa.

La vida era tranquila, segura y estable, o al menos así nos parecía.

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Si tan sólo pudiera

Deseo de muchos, posibilidad de nadie: detener el tiempo.Si pudiera regresar el tiempo a esos días, cuando las

sábanas siempre eran blancas y los teléfonos siempre eran negros; cuando por 20 centavos se llamaba desde un teléfono público, y por la misma cantidad se viajaba en camión con gran seguridad; cuando seleccionar algo era tan sencillo como decidir con un “de tin marín de do pingué, cúcara mácara, títere fue”.

En ese entonces circulaban monedas plateadas, que eran de plata y la morralla de cobre. A las monedas de cinco centavos se les llamaba quintos, y las de cincuenta eran tostones. Cuando en la tienda no había suelto para completar el cambio, daban un chicle por cada centavo faltante. Las monedas de oro ya no circulaban como divisa, pero las señoras gustaban de colgarlas en pulseras, que de manera segura lucían cotidianamente.

Simples recuerdos del ayer.

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Día de clase

Cuando México estaba todavía conformado por 29 estados, dos territorios y un Distrito Federal, parecía que la vida escolar era menos complicada.

En la escuela la disciplina era estricta; los alumnos estu-diaban y los maestros enseñaban.

Ya no se pensaba, como en antaño, que “la letra con sangre entra”, ni la demanda de útiles era tan simple como una pizarra y un catecismo, pero tampoco era comparable a las intermina-bles listas de hoy. Nuestros útiles eran tintero con manguillo o pluma fuente, el indispensable papel secante, lápices de punta suave, sacapuntas y lápiz bicolor, necesarios para dibujar márge-nes, hacer correcciones y recibir calificaciones. Usábamos regla, escuadras, transportador y compás; un diccionario, o como decía mi papá, un “tumbaburros”; caja de colores, o crayolas para los más pequeños; cuadernos de raya, de hojas blancas y de cua-drícula, grande o chica, según el grado, que eran simplemente eso, cuadernos de lomo, de hojas pegadas. No existían formas “extranjeras” —inglesa, francesa o italiana— ni el actual encua-dernado de espiral, que hoy suelen desarmar para re-armar manualmente con aguja e hilo. En cuanto a los libros, teníamos uno para cada materia; un libro único hubiese parecido ridículo.

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Me ilusionaba empacar todo en una mochila nueva de lona, casi siempre con diseño de cuadrícula escocesa y tirantes para colgarla a la espalda. Disfrutaba, como todos, de los útiles nuevos, aunque para mediados de año hubiese perdido la mitad.

Cargar de tinta la pluma fuente inevitablemente significaba manchas en ropa y manos. Las plumas atómicas aparecieron hasta el principio de los cincuenta, y fue entonces que en las aulas comenzó el concierto del “tic-tic” con el meter y sacar la punta constantemente.

En México había dos calendarios escolares: el del centro, con vacaciones largas en invierno, y el del resto del territorio nacional, donde vacacionaban a mediados de año. No fue sino hasta 1966 que se homologó el calendario y todos pudimos veranear.

En ese entonces, los maestros tomaban su papel muy en serio. Eran puntuales y rara vez faltaban. Vestían con formalidad: ellas de medias y tacón; ellos de traje y corbata; denotaban seriedad, conocimiento y responsabilidad. Nunca supe si existía un sindicato de maestros, jamás fue noticia; pero en ese entonces la maestra Gordillo era, al igual que yo, apenas una niña.

Aunque no se hablaba de globalización, ya se sentía la necesidad de una lengua que fuese común a todos los pueblos; se pensaba que el esperanto podría ser la solución. Como el inglés era mi lengua materna, fui afortunada porque ese resultó ser el idioma de comunicación internacional; quizá en un futuro próximo el mandarín sea el imprescindible.

A pesar de que el analfabetismo no había sido erradicado, México dejó de ser considerado país de iletrados, pues la pri-

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maria era obligatoria y las escuelas públicas se multiplicaban rápidamente.

Desde mediados de los cuarenta existía la Universidad Iberoamericana, pero eran la Universidad Nacional Autó-noma de México y el Politécnico Nacional los centros de estudio superior de mayor prestigio; estos últimos eran tam-bién rivales permanentes del futbol americano en el clásico anual Poli-Universidad.

Los esfuerzos por mejorar la educación en nuestro país no han sido muy exitosos porque la calificación internacional de la educación en México no ha mejorado en los últimos 25 años.

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Ingenuidad

Ingenuidad, ¿defecto o virtud? En el mundo actual, de cultura abierta, franca, veraz, con

comunicación global, donde la información, buena o mala, se encuentra al alcance de todos, cuesta trabajo darnos cuenta de lo ingenuos que éramos.

Creíamos firmemente en conceptos preestablecidos que ni siquiera cuestionábamos. Se nos decía que los bebés llegaban de París y, aunque presentíamos que no era así, no se ponía abiertamente en tela de juicio. La concepción y la creación eran temas que no se tocaban. Lo que sí era un dogma era que se debía llegar virgen al matrimonio, sin saber tampoco con exactitud qué significaba; era obvio que los bebés llegaban después del matrimonio. Cuando una pareja no era “bendecida” con hijos, no quedaba más remedio que convertirse en los mejores padrinos o tíos. ¡No existía tal cosa como la fertilización in vitro o vientres subrogados!

Un embarazo antes del matrimonio era una vergüenza familiar. Se ocultaba, incluso alejando a la madre expectante hasta que naciera el producto, que en muchos casos se regalaba o dejaba en una casa de cuna.

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¡Qué esperanza de poder conocer el sexo de un bebé antes de nacer! Se decía que una panza redonda traía una niña, y una picuda auguraba que seguramente sería niño.

En ese entonces, la mayoría de los alumbramientos eran partos atendidos por el médico familiar o una comadrona. No existía la avaricia médica de programar cesáreas a la ligera, aunque tampoco era demasiada extraña una muerte por parto.

Un hijo fuera del matrimonio obligaba a registrarlo como “natural”, lo que, al igual que ser hijo de divorciados, resultaba un estigma social de por vida.

En cuanto al matrimonio, se nos inculcaba la fidelidad como parte integral de él, y cuando se conocía una infidelidad, era asunto casi exclusivo de los varones, pues el sexo era exclusivo de los hombres y el romance de las mujeres.

Los dichos siempre se deben a circunstancias de los tiempos. En ese entonces, si existía una sospecha de infidelidad, resultaba mejor no averiguar: “Ojos que no ven, corazón que no siente”. Si se llegaba a comprobar una falta, el dicho rezaba: “Ella será la capillita, pero tú eres la catedral”. Si había una relación previa a la relación formal de la pareja, se decía: “Lo que no fue en tu año, no fue en tu daño”. Y si la falta causaba una enfermedad venérea, no había dicho, pero el problema se resolvía fácilmente con la aplicación —por supuesto con gran discreción— de un par de inyecciones de antibiótico. O sea, en los problemas de pareja “se hacía de tripas corazón” y la vida marital continuaba en una aparente armonía. Los matrimonios funcionaban, generalmente, con una gran prole que parecían criar sin mayores problemas.

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Las parejas permanecían unidas, literalmente, hasta que la muerte los separaba.

Sin embargo, aunque uno no quiera, a lo largo de la vida la inocencia se va filtrando entre los dedos sin poder detenerla.

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“Afuera de México, todo es Cuautitlán”

Los dichos suelen expresar la verdad de un pueblo en un momento de la historia.

La gran Tenochtitlan, principal ciudad del Imperio Azteca, se convirtió en la “joya de la corona” del México virreinal y en capital del México independiente.

Si bien en los cuarenta, la capital ya no era conocida como la Ciudad de los Palacios, continuaba siendo la más bella y majestuosa del país, tanto así que los capitalinos gustaban presumir: “Afuera de México, todo es Cuautitlán”.

Aunque actualmente resulte difícil de creer, la vida era sencilla, los trayectos cortos, el aire limpio y la seguridad envidiable. Los millones de habitantes se contaban con una sola mano y no existía tal cosa como “zona conurbada”.

La capital era el Distrito Federal, gobernado desde el Departamento Central por un regente, siempre designado por el presidente en turno.

En ese entonces se colocó sobre el Paseo de la Reforma la estatua de la Diana Cazadora, frente a las rejas de la Puerta de los Leones de Chapultepec. Sin darse a conocer el nombre de la modelo, el desnudo suscitó escándalo y especulaciones sobre quién se había atrevido a modelar;

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se barajaron nombres de artistas y damas de la sociedad capitalina.

La estatua de Carlos IV, mejor conocida como El Caba-llito, aún estaba frente al edificio de la Lotería Nacional, en el cruce de las avenidas Reforma, Juárez y Bucareli-Rosales, actualmente prolongación Reforma.

Ya para entonces el Lago de Texcoco había sido disecado por mano del hombre —se decía que en búsqueda del tesoro de Moctezuma—, por lo que ya no corría la brisa vespertina que dicen solía rociar la ciudad por las tardes, pero el ambiente urbano era fresco debido a los ríos que a cielo abierto cruzaban la ciudad: los ríos Churubusco, de la Piedad, Magdalena, Mixcoac, Consulado y muchos otros. El gran canal del desagüe también corría a cielo abierto, regando su aroma hacia Clavería y Azcapotzalco. En los cincuenta, intensas lluvias frecuentemente desbordaban los ríos, que, ayudados por el insuficiente drenaje, inundaban la ciudad, incluso llegó a ser necesario el uso de canoas en calles del centro.

La ciudad constaba del centro y un puñado de colonias a su alrededor. El centro o primer cuadro era el corazón vibrante de la nación. Allí se mezclaba vivienda, comercio, educación y diversión; concentraba la vida económica, social y política.

El Edificio Nieto, rascacielos de 13 niveles, en la esquina de avenida Juárez y Niño Perdido —después San Juan de Letrán y hoy en día eje Lázaro Cárdenas—, fue opacado en 1956, cuando frente a él emergieron los 45 pisos de la Torre Latinoamericana. La atmósfera era aún tan clara que recuerdo haber subido al último piso, aún en construcción,

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y ver hacia el poniente con claridad las pirámides de Teotihuacán. ¡Aunque usted no lo crea!

En el centro se encontraban los mejores restaurantes, grandes almacenes y pequeños comercios, servicios bancarios, oficinas públicas y privadas, el gobierno federal y local, así como espectáculos y diversión: mariachis, teatros y cines.

El comercio se distribuía por calles según su especialidad: en Madero estaban las joyerías; en Tacuba, las zapaterías; en 5 de Mayo, las peleterías, así como las principales librerías y papelerías; mientras que los mayoristas se establecían en las calles de Uruguay y El Salvador. Los necesarios escribanos e imprentas se concentraban, como siempre, en la Plaza de Santo Domingo. Toda la actividad convivía armoniosamente una al lado de otra. Hacia el norte, en Tepito, bajaba la calidad del comercio; al oriente, en la Merced, estaba el abasto, y al sur, en Las Vizcaínas, la zona roja.

Los museos e instalaciones educativas importantes también se encontraban en el primer cuadro. La Preparatoria Nacional y las facultades universitarias aún funcionaban en los viejos palacios coloniales; no fue sino hasta 1955 cuando comenzaron a concentrarse en la Ciudad Universitaria.

En la avenida Hidalgo seguía funcionando un hospital de la época de la Colonia, el Santa Veracruz, y en la avenida 20 de Noviembre ya prestaba servicio médico el moderno hospital de Santa Teresa. Nuestro médico de cabecera tenía su consultorio en Luis Moya y Ayuntamiento, y el dentista, en la calle de Gante, esquina con 16 de septiembre. A él le tocó identificar, por su dentadura, a la famosa estrella de

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cine Blanca Estela Pavón, cuando el avión en que viajaba se accidentó en las faldas del Popocatépetl.

La ciudad era tan tranquila que se podía caminar libremente por las banquetas, sólo se encontraban ocasionales fotógrafos que con su cámara montada sobre un tripié tomaban fotos a los transeúntes; quienes así lo deseaban regresaban un día después a la dirección indicada para adquirirla. En plazas y banquetas anchas se solía encontrar a merolicos promocionando, con frases tan rápidas que resultaban casi incomprensibles, algún producto o truco; limitaban su área gritando frecuentemente a “los mirones”: ¡Atrás de la raya, que estoy trabajando!

La ciudad no tenía gente viviendo en cerros ni en cañadas; las actuales delegaciones del sur eran aún pueblos, milpas y ranchos. Las antiguas colonias residenciales eran San Rafael, Santa María, Juárez, Roma, Peralvillo, Hipódromo-Condesa, Portales, Clavería y Morelos, hoy Doctores. Después fueron surgiendo las colonias Narvarte, del Valle y Churubusco; años más tarde se desarrollaron Polanco y Lomas, original-mente llamada Chapultepec Heights. Hacia los cincuenta comenzó la urbanización de El Pedregal de San Ángel.

Era común dar leche de burra a niños y enfermos, la cual se ordeñaba en la puerta; guajolotes eran pastoreados por la calle para su venta por peso, por lo que también era usual que les rellenaran el buche de granos para que pe- saran más.

Al igual que durante el gobierno de Carranza, cuando por ley se debía “barrer la calle sin levantar polvo”, la gente continuaba lavando sus banquetas diariamente. Los capitalinos

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pensaban que el agua era inagotable; sin embargo, ya se estaba planeando ordeñar el vital líquido del Estado de México.

El tres veces regente de la ciudad, Ernesto P. Uruchurtu, mantenía la ciudad tan limpia y sembrada de flores que el ingenio y sarcasmo mexicano decía que era porque no recor-daba dónde estaba enterrada su madre. En ese entonces se multaba a quien osara cortar una flor.

Las rentas se congelaron en los cuarenta, por lo que los caseros no podían subirlas. Esta norma fue muy conveniente para los arrendatarios, pero perjudicial para los dueños, que dejaron de invertir en mantenimiento; en consecuencia, los viejos edificios-habitación del centro se fueron convirtiendo en ruinas y quedaron al embate del tiempo.

De los grandes sismos capitalinos, recuerdo con claridad el de 1957, cuando desde lo alto de la Columna de la Inde-pendencia “se echó a volar el Angelito” y acabó roto sobre el pavimento; pero en mi vida, el peor ha sido el terrible terre-moto del 85, del que aún tengo una vivida memoria.

Cuánto amé y disfruté la maravillosa ciudad de México de antaño; la caótica urbe actual ha dejado de ser la mía.

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Labores domésticas

Al intenso trabajo y gran responsabilidad del cuidado de la casa y la familia se le llama de manera simplista labor doméstica.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, la mujer casada cubría un solo turno de trabajo: era la responsable única de la labor doméstica y la crianza de los hijos. La contienda las lanzó al mundo laboral y la posguerra modificó para siempre los patrones familiares.

El fin de la lucha armada trajo consigo a los baby boomers, y la población creció súbitamente, aumentó el consumismo y se multiplicaron oportunidades.

Con la frontera abierta y el dólar a 8.65 pesos, muchas familias mexicanas se modernizaron con electrodomésticos importados y fabricados para durar toda una vida; aún funcionan una máquina de coser y una planchadora de mi mamá de hace 70 años, que guardo como recuerdo.

Se popularizó el uso de refrigeradores, aspiradoras, batidoras, lavadoras y demás enseres. Aparecieron hornos y calentadores de gas que evitaban el lento y difícil proceso de encender carbón o leña.

Las nuevas lavadoras eléctricas funcionaban con el mismo chaca-chaca que las modernas, sólo que era necesario vaciar

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el agua con una manguera después de cada etapa; además, para exprimir había que pasar manualmente las prendas por rodillos, primero para quitar el agua jabonosa y después la de enjuague. El azul añil se usaba para blanquear la ropa.

El tendido tenía “su ciencia”. La ropa se secaba al sol para terminar de blanquear y desinfectarse; se colgaba con pinzas de madera en tendederos de lazo, una misma pinza sostenía una prenda con la orilla de otra. Se tendía separada la ropa blanca de la de color; la ropa interior se colgaba detrás de las sábanas para que no quedara a la vista; las camisas se colgaban siempre de la falda, con puños y cuellos bien almidonados; algunas otras prendas recibían almidón más ligero.

No existían telas sintéticas, todas eran de fibras naturales. En prendas de algodón era necesario verificar que fuesen sanforizadas, o en la primera lavada encogían una o dos tallas. No fue sino hasta que apareció comercialmente el nylon cuando se comenzó a producir lo sintético, y con ello apareció la ropa drip-dry, que, colgada adecuadamente, no necesitaba plancharse.

La modernidad llegó, pero el trabajo doméstico no dismi-nuyó, sólo se modificó y generó mayor consumismo.

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Policías y ladrones

Cuando la seguridad es uno de los principales problemas socia-les, resulta interesante echar una mirada al pasado inmediato.

En los tiempos en que policías y ladrones era simplemente un juego de niños en el que solía ser más divertido ser ladrón, México era un país seguro. Para nosotros el grito de “¡Guerra!” no era más que el momento para comenzar a aventar bolitas de papel en la hora libre de clases.

En aquel entonces los escasos crímenes se atribuían a los pocos gitanos que deambulaban por la calles en su vestimenta típica, multicolor. Se solía asustar a los niños para que no se separaran de los adultos o salieran solos a la calle, diciendo que se los podía llevar un robachicos.

A los policías se les llamaba quicos, y cuando se enfren-taban con maleantes, únicamente aparecían macanas, armas blancas o pistolas; las armas largas y ametralladoras sólo se veían el 16 de septiembre durante el desfile militar. Para los niños el arma más efectiva era un globo con agua.

Ladrones siempre ha habido; incluso se decía que algunos eran tan hábiles que podían robar un par de calcetines sin tener que quitar los zapatos, pero los robos a negocios y casas eran los casos policíacos importantes.

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Los asesinatos eran generalmente pasionales y motivo de ocho columnas, sobre todo en La Prensa, que, aprovechándose del morbo popular, se anunciaba como el periódico más vendido.

Un caso fuera de serie fue el de Paco Sierra, esposo de la famosa actriz y empresaria de teatro, Esperanza Iris. Puso una bomba en un avión con el fin de cobrar los seguros de vida que había sacado para algunos pasajeros.

Todo aquello nos parecía gravísimo, aunque actualmente sería irrelevante, y lo peor es que nos estamos acostumbrando a la violencia de nuestro entorno.

La ciudad se podía recorrer incluso de noche sin sentirse vulnerable. Pero es imposible pretender vivir igual en una urbe en la que la población, a lo largo de mi generación, se ha quintuplicado; hoy en día habitan aquí más de 10 millones de habitantes.

Me tocó vivir cuando los presidentes de la república recorrían las calles, en días de especial relevancia, siempre en carro abierto, de pie, saludando, de igual manera que el papa Juan XXIII en su primera visita a México. Jamás pensábamos que alguien osaría asesinar públicamente a un presidente en Estados Unidos o a un candidato a la Presidencia de la República en México y menos aún que en el Vaticano le dispararan al pontífice de la Iglesia Católica.

El deterioro social y la inseguridad son hoy, en nuestro país y en el mundo, el pan de cada día.

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Los días de la radio

Sólo los viejos recordamos el poder que tuvo la radio. Añoro esas horas cuando en familia nos reuníamos cada

noche en torno a la radio. Era la mejor fuente de información, de distracción, de compañía; nos permitía soñar e imaginar. Las voces, generalmente profundas y seductoras como la de Álvaro Gálvez y Fuentes, alimentaban la imaginación sobre el locutor mismo, los personajes, su vestimenta y los lugares en que se desarrollaban relatos y sucesos.

Cuando niños, nos encantaba escuchar las canciones de Cri Cri y los cuentos del Tío Polito, Manuel Bernal, quien, según supe años después, era originario del Valle de Toluca, de Almoloya de Juárez.

La radio hacía que la ficción pareciera realidad, y para muestra basta un botón: en Estados Unidos, en 1938, se realizó la transmisión radiofónica de La Guerra de los Mundos, en voz del famoso actor Orson Wells. Su relato resultó tan realista que hizo entrar en pánico a toda la nación; los estadounidenses creyeron a pie juntillas que los marcianos estaban invadiendo la tierra.

Reíamos con los programas de comedia del Panzón Panseco o Manolín y Shilinsky. Nos manteníamos expectantes

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con series semanales como Verdad o ficción y Carlos Lacroix, un detective casi tan hábil como cualesquier csi de la televisión actual. Las radionovelas llegaban a ser tan adictivas como las actuales telenovelas; se escuchaban Chucho el Roto y Angelitos negros, entre otras. También había programas educativos como los Niños catedráticos. Recuerdo haber asistido al Cine Estadio a uno de los programas del Dr. IQ; desde el escenario “lanzaba” una pregunta y al ver las manos levantadas, decía: “¡Arriba a mi derecha!”, y una de sus asistentes, micrófono en mano, le cedía la palabra a quien tuviese la respuesta, diciendo “Aquí tenemos una dama [o un caballero] doctor”.

La radio nos conectaba con el mundo por medio de la onda corta y estaba presente en la historia. A través de ella nos enteramos sobre el asesinato del presidente Kennedy; le dimos seguimiento a los sucesos posteriores por televisión. También, en 1985, gracias a un radio de baterías —se había ido la energía eléctrica—, Jacobo Zabludousky, con uno de los pocos teléfonos celulares que había en México, nos fue proporcionando paso a paso la única información disponible sobre los efectos del terremoto en el Distrito Federal.

A finales de los años cincuenta, la radio dejó de ser de bulbos; se fue modernizando con transistores, microcircuitos, chips, y mañana sólo Dios dirá.

Adelantos técnicos continuarán surgiendo, pero la radio nunca desaparecerá.

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Transporte público

La movilidad urbana no es necesariamente un gusto en nuestra sociedad, es una necesidad.

Parece apenas ayer cuando mi padre platicaba de la ciudad de México que le tocó vivir, con apenas unos cientos de automóviles, incluyendo el del presidente Huerta. En esa época, el transporte público era aún jalado por mulas y las carretelas por caballos, mientras que el transporte individual era principalmente ecuestre.

Para 1923 el número de vehículos había aumentado a tres mil; 25 años después ya eran cientos de miles, y en la actualidad tenemos una ciudad con más de cuatro millones de automóviles intentando circular por sus calles. Hoy hay más autos que habitantes en la ciudad que yo viví.

Me acuerdo de cuando la población de todos los niveles socioeconómicos por sólo 20 centavos podía viajar en autobús de primera, aunque había también servicio de segunda. El número de unidades seguramente era suficiente, porque casi siempre se encontraba lugar para ir sentado, pero, de no ser el caso, siempre había algún caballero que cediera su lugar.

Cuando todavía no había combis, el servicio de taxis era muy confiable. Aun sin taxímetros, era necesario regatear el

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costo de cada viaje antes de abordar; del centro a la colonia Narvarte pagábamos alrededor de cuatro pesos.

El trolebús se sumó al servicio urbano en los cincuenta, con las mismas rutas de hoy, y su precio era de 75 cen-tavos-viaje.

La ciudad todavía tenía funcionando algunas de las antiguas rutas del tranvía urbano de llamativo color amarillo, entre otras, una a lo largo de avenida Revolución y otra que recorría toda la avenida Álvaro Obregón; el temblor del 85 levantó esas vías, que ya para entonces eran sólo un recuerdo de aquel servicio ferroviario.

Se había dicho que en la ciudad, debido a su fundación sobre zona lacustre, el sistema subterráneo de transporte sería irrealizable; sin embargo, me tocó sorprenderme con la construcción de la primera línea de la red del sistema Metro, inaugurada por el presidente Díaz Ordaz. Durante un congreso nacional de arquitectos, me tocó viajar en uno de los primeros viajes de prueba.

El transporte foráneo era entonces sucio e incómodo, con terminales dispersas por todo el centro de la ciudad. La central de los autobuses México-Acapulco estaba en la calle de Chimalpopoca; la tarifa era de 28.50 pesos para un viaje que iniciaba a las ocho de la noche y llegaba al puerto a las siete de la mañana. Las condiciones de las carreteras, la velocidad, la falta de mantenimiento de las unidades y las carreras cotidianas entre camioneros hacían de él un servicio inseguro.

Hoy en día, mientras que los autobuses, combis y taxis saturan las vías, el transporte urbano masivo intenta mejorar y el servicio foráneo presta ya un excelente servicio.

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Para cuidar el medio ambiente, ahorrar tiempo y dinero, deberíamos utilizarlo cada día más.

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Automovilismo

El automóvil de combustión de gasolina marcó la vida del siglo xx.

Cuando en México solamente circulaban autos esta-dounidenses —Ford, Dodge, Studebaker, Hudson, de Soto, Nash, Mercury y otros—, el automóvil era el transporte per-sonal de la clase media y alta; generalmente se contaba con sólo un auto por familia.

A pesar de que la gasolina aún era barata, la velocidad máxima, incluso en carretera, difícilmente rebasaba los 100 kilómetros por hora. Cuando comencé a manejar, el barril de crudo en el mercado internacional tenía un precio de seis u ocho dólares por barril; 15 pesos a la semana resultaba suficiente para abastecer nuestro Packard de ocho cilindros.

La Segunda Guerra Mundial tuvo un gran impacto sobre el automovilismo. Surgió el Volkswagen en la Alemania de Hitler; el “auto del pueblo” llegó a México casi 20 años después.

Con el Plan Marshall, aplicado para la reconstrucción de los países vencidos, Europa y Japón comenzaron a surgir como los grandes competidores de los vehículos norteamericanos.

Durante la posguerra, tiempos de excesos, con economía en ascenso y gasolina barata, los autos comenzaron a fabricarse

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cada vez más grandes y más largos. En los arrancones se demostraba poder y potencia, y la velocidad fue cobrando cada vez mayor importancia. Mi contemporáneo James Dean, ídolo de Hollywood, identificado siempre con autos y motocicletas, murió muy joven por el exceso de velocidad.

Los convertibles, las molduras cromadas y las estelas en los autos eran el sueño añorado de todo joven. El carro más in que tuve fue un Ford Fairlane, creo que modelo 1957.

Actualmente continúa la búsqueda de autos hermosos y veloces, aunque lamentablemente ya no son considerados sólo un medio transporte, sino símbolos de estatus económico.

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México suena

Oír es de seres vivos, escuchar es de humanos.Todo pueblo tiene sonidos característicos propios. En

México podemos identificar épocas a través de ellos: el caracol y los cascabeles los identificamos con lo prehispánico; así como la pianola, el salterio y los cilindreros, con los siglos xviii y xix.

Las regiones también se identifican por su música. No hay sonido más mexicano que el mariachi, que aunque originalmente jalisciense, ya representa a todo México. El arpa identifica a Veracruz; la tambora, a Sinaloa, y la marimba, a Chiapas.

Recorriendo la geografía podemos reconocer los sones de cada región: la jarana de Yucatán, el huapango de la Huasteca, la tambora de Sinaloa, los corridos del norte y el danzón de Veracruz.

Cuando todavía existía el cortejo y el romanticismo, el silencio de la noche solía romperse con la música del gallo, serenata llevada al pie de la ventana del pretendido amor.

Aún se escuchan algunos sonidos propios de la urbe: la campana de la basura, el silbato del afilador, el chiflido de la

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chimenea del carrito de los camotes asados, así como el grito del gasero y el de trebejos.

De provincia añoro el cantar del gallo en la madrugada; hoy me despierta el ladrar de tantos perros cuidadores del vecindario. Los sonidos de mi México se han venido acallando, mientras el estruendo sin personalidad se magnifica.

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El cine y sus estrellas

Algunas personas buscan entretenimiento, otros la brindan.A México llegó el cinematógrafo desde finales del

porfiriato, novedoso entretenimiento que en pocos años se convirtió en uno de los favoritos.

El cine, que comenzó siendo en blanco y negro, ha ido mejorando a través de los años: dibujos animados, tecnicolor, pantalla grande, cinemascope, un primer intento de tercera dimensión en los cincuenta, sonido estereo, el ensordecedor sound around, hasta el actual Imax y la mejorada tercera dimensión.

Parece que fue apenas ayer cuando disfrutábamos del cine con series de ciencia ficción y aventura; se presentaba un capítulo diferente cada ocho días, lo que nos ocasionaba una incertidumbre semanal. Costaba cuatro pesos ver dos películas, y en algunos cines hasta tres. Las matinés eran necesariamente de películas infantiles.

En los cines no había sitio de venta de dulces, pero a lo largo de los pasillos, incluso durante la proyección, se alcanzaba a escuchar el grito del pregón: “¡Chicles, chocolates, muéganos!”.

En 1953 se instaló en avenida Ejército Nacional el primer y único autocinema, al que sólo nos era permitido asistir con

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chaperón, porque la oscuridad en un auto era considerada riesgosa. En ese mismo sitio, hoy Plaza Polanco, después hubo un galgódromo que duró la víspera, ya que nunca logró el permiso necesario para funcionar.

Me tocó vivir la época de oro del cine mexicano y el auge de Hollywood como meca. Santa, la primera película mexicana sonora, en 1931, fue un éxito instantáneo. Originalmente los temas más socorridos eran de charros, canciones rancheras y provincia, películas que dieron fama y fortuna a artistas como Tito Guízar, Andrea Palma, Emilio Fernández, Pedro Infante, Jorge Negrete, Sara García y otros. Surgieron temas citadinos y melodramas de cabarets, bajo mundo, maleantes y gente adinerada, que hicieron célebres a Pedro Armendáriz, Dolores del Río, María Félix, los hermanos Soler, Ninón Sevilla, Tongolele, así como a la niña Chachita y la entonces adolescente Silvia Pinal. De la comedia surgieron figuras como Cantinflas, Tin Tan y Joaquín Pardavé. Llegaron extranjeros que pronto se volvieron “más mexicanos que el pulque”, como Ángel Garaza, y Ofelia Guillmain. Dejaron su huella grandes directores, como Julio Bracho, Roberto Gavaldón y Luis Buñuel, refugiado español, naturalizado mexicano; éste realizó películas que aun hoy serían de avanzada; su hijo Juan, hoy en Francia, también director de cine, era mi compañero de escuela.

Las actuales sagas, como la de Harry Potter no son una novedad. Ya en 1932 se filmó Tarzán, personificado por Johnny Weismuller; quien durante una década realizó nueve películas más con ese tema, y él mismo actuó en otra serie de 16 películas con el personaje de Jungle Jim.

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Todavía me tocó gozar la última etapa de la comedia de Charlie Chaplin, el cómico silente por excelencia, que se exilió de Estados Unidos cuando fue incluido en la lista negra del macartismo de los años cincuenta, así como la maravillosa pareja del Gordo y el Flaco.

El cambio de criterio internacional en los filmes sucedió en los cincuenta: Sidney Poitier fue el primer protagonista negro; Brigitte Bardot y Alain Delon iniciaron los desnudos parciales. En ese entonces, el sexo sólo se insinuaba, los besos eran escasos y no había parejas interraciales y mucho menos del mismo sexo. En ese momento, el cine se convirtió en el principal promotor del cigarro: todos querían verse tan interesantes fumando como Humphrey Bogart o Marlene Dietrich.

De Hollywood surgieron los “astros” y nació el concepto de estrellas. Entre los grandes actores de carácter estaban Clark Gable, Bette Davis, Gregory Peck; las más seductoras eran Rita Hayworth, Ava Gardner y, años después, Marilyn Monroe; entre los actores musicales se encontraban Doris Day, Debbie Reynolds, Gene Kelly; Fred Astaire y Ginger Rogers fueron la pareja perfecta del baile de salón. Elizabeth Taylor se inició como niña prodigio. Con figuras como John Wayne surgió la imagen del all american en películas de indios y vaqueros. Hollywood produjo un sin número de películas sobre las dos guerras mundiales y fueron también tiempos de súper producciones como Ben Hur y Cleopatra, con artistas como Charlton Heston y Richard Burton.

Sin duda, el cine ha sido, y siempre será, el reflejo de la época, su moral y sus costumbres.

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El ídolo

¿Existirán aún grandes ídolos?Murió Pedro Infante. El pueblo de México y el cine

mexicano se vistieron de luto el 15 de abril de 1957 al aparecer a ocho columnas la noticia; los voceros se desgañitaban repitiéndola una y otra vez. Los diarios se vendieron como pan caliente. Se había ido el carismático y querido astro del cine mexicano, conocido como el ídolo de Guamúchil, a pesar de ser mazateco. Mujeres y hombres lloraban por igual. México se conmocionó. El héroe, novio y amante había muerto joven y guapo, con apenas 39 años. Sus películas habían hecho llorar, reír, soñar y amar a jóvenes, viejos, hombres y mujeres.

De inmediato comenzaron los chismes y diretes. Que si lo habían matado, que si se había suicidado, que si andaba contrabandeando drogas: lo cierto es que Pedro Infante falleció en un accidente aéreo cerca de la ciudad de Mérida.

Su entierro fue tumultuario y a pesar de que sus más de 50 películas eran su verdadero legado, en ese momento los bienes materiales se convirtieron en el motivo de codicia. Como con tantos otros ricos y famosos, casi de inmediato comenzó la disputa por la herencia. Con la esperanza de

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lograr aunque fuera una tajadita, todos los días había alguien que declaraba ser su hijo, haber sido su esposa, amante o concubina. Todos reclamaban algo, lo que fuera. Los litigios comenzaron y durante décadas continuarían, pero, como suele suceder, la mayoría de sus bienes no fueron ni para Dios ni para el diablo.

Por increíble que parezca, aún existen admiradores, viejos y jóvenes, que en cada aniversario de su muerte se reúnen en su tumba a llorarle y cantar las canciones que hizo suyas.

El ídolo de ayer es hoy leyenda.

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Circo, maroma y teatro

La vida debe ser más que responsabilidades y trabajo; debe contar con entretenimiento y diversión.

A principios del siglo xx los espectáculos en boga eran circo, teatro y carpas; el vodevil, la ópera y la zarzuela estaban en auge. Del circo de antaño platicaba mi padre sobre el genial payaso Ricardo Bell, que fue tan popular que incluso Porfirio Díaz opinaba que, si fuese candidato a la presidencia, ganaría. El propio don Porfirio le ayudó a establecer su circo frente a la Alameda, donde años después estuvo el Hotel del Prado, demolido por los daños estructurales que sufrió en el temblor del 85. Pero los tiempos cambian y, con ello, las costumbres y los gustos.

Las corridas de toros, ya casi tan mexicanas como españolas, es el único espectáculo que desde los días de la Colonia ha perdurado en el gusto popular a pesar de que algunas voces han pretendido prohibirlas.

En mi época, los eventos siempre se disfrutaban en compañía de otros, pero la televisión comenzó a cambiar el estilo de recreación y convivencia. Actualmente la industria cibernética, la telefonía celular, las redes sociales y todo aquello que aparezca en estos días, a pesar de ser dirigidos a millones,

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es usado, recibido y disfrutado de manera individual. Quizá por eso el problema de la actualidad es que el yo está por encima de la sociedad en su conjunto.

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La televisión

Sorpresivamente, los espectáculos entraron a las casas.No hace tantos años la televisión, hoy tan cotidiana, no

existía comercialmente. Difícil es pensar en la ausencia de una imagen televisiva de color, recibida por cable o satélite, o aun mejor, de alta definición, vista en pantalla plana de cristales líquidos o de plasma, con programación mane-jada por un control remoto, actual símbolo de poder en el ámbito familiar.

Me tocó maravillarme ante las primeras imágenes tele-visivas en blanco y negro. La recepción, a través de ondas de radio, era proyectada por un tubo a un complejo receptor de bulbos, necesariamente alojado en un mueble suficiente-mente grande como para albergar tanto artefacto. La imagen se ajustaba manualmente con una antena de conejo, dos varillas en forma de v.

No debemos olvidar que fue el invento del mexicano Guillermo González Camarena lo que permitió que a partir de 1940 se comenzara a desarrollar la tecnología para lograr una imagen a color. A mediados del siglo xx, todavía por onda, se logró recibir por separado los tres colores primarios, que con una de las perillas de control se mezclaban lo mejor posible.

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En el inicio de la televisión comercial, los horarios y la programación eran limitados. Lo más violento era la lucha libre, transmitida prácticamente todos los días, mientras que los teleteatros presentaban el dramatismo. Pero la tecnología avanzó velozmente.

La frase que aún se usa de “es una pregunta de 64 mil pesos” hace referencia a un famoso programa de concurso de conocimientos, conducido por el gran locutor Pedro Ferriz padre, que en sus inicios tenía un premio mayor de 32 mil pesos que pronto se duplicó gracias al gran rating del programa. El informe presidencial de Miguel Alemán fue el primero en ser televisado; la primera telenovela, el producto televisivo mexicano más famoso en el mundo, surgió en 1958, y las olimpiadas del 68 fueron por primera ocasión transmitidas a color.

Mi adolescencia y la televisión se desarrollaron simul-táneamente.

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Juegos y juguetes

El juego debiera ser siempre parte integral de la vida infantil.Sencillos juegos y juguetes era lo que de niños buscábamos

disfrutar; en ello invertíamos nuestro tiempo de ocio. Algunos juegos requerían de más de un jugador; fre-

cuentemente se realizaban en equipos, donde lo peor era la vergüenza de ser escogido al último.

Niños y niñas jugaban diferente, pero todos disfrutá-bamos más del exterior, fuese jardín, privada o calle, donde no había más riesgo que hacerse a un lado para que pasara un carro. Prácticamente cualquier lugar se convertía en una cancha de juego.

Los niños acostumbraban armar y pintar aviones que volaban y barcos que navegaban. Jamás hubiesen jugado con muñecos; los actuales personajes de Ken o GI Joe eran impensables; lo más cercano a ello eran los soldaditos de plomo, pero éstos se colocaban en regimientos completos, emulando batallas.

Las muñecas todavía eran parte esencial en los juegos de niñas, y como si fueran bebés, incluso llegábamos a bautizarlas; pero mis muñecas favoritas eran las de papel, que venían con amplio guardarropa que simplemente se recortaba,

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a diferencia de hoy con las Barbies que usan ropa carísima. Ni cascos ni rodilleras usábamos con los juguetes unisex,

bicicletas y patines. Estos últimos eran de acero, de cuatro ruedas; se fijaban a los zapatos por uñas que se apretaban con una llave que también servía para ajustar el tamaño, alargándolos o acortándolos de acuerdo a la talla del calzado.

Los juegos solían ser poco complicados. Las canicas se seleccionaban por color y tamaño, mate o agüita. Se debía golpear una con otra hasta meterlas a un hoyo en la tierra. El trompo no requería más que de un cordón para dejarlo bailando. Nos entreteníamos haciendo subir y bajar rítmicamente los yoyos, aunque los más diestros lograban hacerlos derrapar y columpiarse; existía gran variedad en calidad, tamaño y precio, pero los Duncan siempre fueron los mejores. Saltábamos rítmicamente con una simple reata o jugábamos al avión, trazado en el piso con gis o marcado en la tierra, brincando en los cuadros para levantar la teja sin pisar la raya. Las matatenas sólo requerían de una pelotita de buen rebote. En equipo solíamos jugar durante horas a la roña, los encantados, las estatuas de marfil o a las escondidillas.

Los juguetes comenzaron a mecanizarse después de la Segunda Guerra. Los primeros eran de lámina, con cuerda, generalmente de manufactura china o japonesa. Hoy en día, se han convertido en verdaderas piezas de colección.

Nos divertíamos sanamente haciendo amigos y el resto de la vida sería para cuidar de esas amistades.

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Drogas

¿La droga es sinónimo de medicina, tranquilizante o veneno?Añoro aquellos días en que las drogas se usaban úni-

camente con fines medicinales. Se envasaba en frascos con tapa de rosca simple, sin aditamento de seguridad alguno, y se vendían exclusivamente en farmacias, boticas o droguerías.

Lo ignorábamos entonces, pero en Alemania y Estados Unidos ya se comenzaba a experimentar con drogas psico-trópicas para tratamientos psiquiátricos.

El uso del hachís y opio, en el medio y lejano oriente, era exclusivamente tema de película. Se conocía la marihuana, usada para curar algunos males, pero también consumida como enervante, casi exclusivamente por soldados y maleantes.

La droga como alucinógeno se popularizó entre la juventud norteamericana a partir del festival de Woodstock en 1969, y en México dos años después, en el festival de Rock y Ruedas en Avándaro, Valle de Bravo.

Al igual que otras 300 mil personas, asistí al festival de Avándaro. Aquella lluviosa noche del 11 de septiembre de 1971, con amigos y familia, establecimos campamento a 100 metros del estrado en el que se desarrollaba el estruendoso concierto de rock. Allí presencié por primera vez la algarabía

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generada por el consumo de droga, y, aunque la fiesta duró toda la noche y se desbordó más allá de lo esperado, se llevó a cabo en completa paz. Me impactó la evacuación de la muchedumbre al día siguiente, en autobuses o caminando, de 10 y 20 en fondo, a través de caminos y sembradíos.

En Estados Unidos, concentrados principalmente en Ber-keley, California, los hippies se manifestaban contra la guerra de Vietnam y proclamaban el amor y la paz, repartiendo flores, quemando incienso en sahumerios y fumando marihuana.

De las drogas medicinales, recuerdo con horror el daño que causó la talidomida a principios de los sesenta, calmante que tomado durante el primer trimestre de embarazo evitaba que se desarrollaran correctamente las extremidades del feto. Afortunadamente muy poca llegó a México, pero dejó graves secuelas en muchos niños de Europa y Estados Unidos.

El ingenio y la avaricia aún no provocaban la producción química de nuevas drogas, hoy fabricadas incluso de manera doméstica, cada día más accesible y más perjudicial.

No hace tantos años que la droga pesada únicamente cruzaba por nuestro territorio para abastecer la inmensa demanda en el vecino país del norte; poca se quedaba entre la población de mayor capacidad económica. Las estratos-féricas utilidades llevaron a los traficantes a incrementar la oferta, con menor calidad pero a precio accesible para cual-quier bolsillo. Con ello la demanda creció exponencialmente.

La lucha por el gran mercado ha generado una verdadera guerra a la que no se le ve fin y en la que en muchos casos terminan pagando justos por pecadores.

El uso y el abuso de las drogas se paga caro.

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Los sabores de mi tierra

Los frutos de la tierra son frutos de vida.México, país de alimentos tan ricos y variados como

sus tradiciones, le ha regalado al mundo productos como chocolate, frutas y verduras endémicas, así como una inmensa variedad de especies y chiles, todos orgullosamente sabores de mi tierra.

La riqueza de la comida mexicana parece no tener límites; tan extraordinaria es, que ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad. Su valor estriba en el uso de productos naturales, sin procesos de conservación, en maravi- llosas combinaciones y presentaciones, realizadas en cocciones lentas y condimentadas.

Los mexicanos, al igual que la población del resto de Mesoamérica, somos parte de la cultura del maíz: tenemos tortillas blancas, amarillas y azules; los tamales y pozoles varían de región en región.

Con una amplia variedad de procesos e ingredientes se producen moles, cada uno de diferente color y sazón; los chiles resultan ser una sinfonía de color y picor.

Pero pareciera que cada día hay menos tiempo de preparar, degustar o saborear la comida; se ha ido sustituyendo por

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alimentos chatarra y comida rápida. Estamos perdiendo la costumbre de la sobremesa, sano hábito no sólo para ayudar a la digestión, sino también momento ideal para la convivencia, y qué decir de la tradicional siesta, que brinda reposo y mejora la asimilación.

Hoy se vive tan de prisa que incluso se acelera la producción de bienes de consumo: los pollos viven con luz permanente, el ganado es inyectado con hormonas, las frutas y verduras son genéticamente modificadas, y todo lo hay envasado o enlatado, abundante en dañinos conservadores.

Tradiciones y costumbres enriquecen a los pueblos.

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El medio ambiente

El cuidado de la tierra es hoy tema prioritario.Me tocó disfrutar de un México sin contaminación; el

aire y las playas eran limpias; la extensión de bosques y selvas era mucho mayor; no se hablaba sobre deterioro al medio ambiente, ni se conocía el concepto de niveles Imeca. Sin embargo, ya la industrialización, el motor de combustión, el incontrolable crecimiento poblacional y el abuso de los recursos naturales, habían iniciado su acción silenciosa y negativa sobre el entorno.

Nadie podría pensar que se estuviese produciendo un hueco en la capa de ozono. Al sol no se le temía, se disfrutaba. Gozábamos la playa sin protectores solares; procurábamos un bronceado perfecto, aplicando sobre la piel una mezcla de aceite de coco y yodo, siempre envasado artesanalmente, por extraña razón, en botellas de salsa Búfalo.

Se producía mucha menos basura; no se acostumbraba desperdiciar. Las cosas no eran desechables, se reusaban o arreglaban. Cuando se luían los puños y cuellos de las camisas, se cambiaban. Los calcetines y las medias se zurcían: los calcetines en casa, sobre un huevo de madera, pero las medias requerían de manos expertas.

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Con el aparente avance de lo desechable, comenzó el gran derroche. En la cocina, el papel de aluminio se usaba, lavaba y guardaba para un uso posterior. Pocos productos venían enlatados. Los pañuelos eran de tela, personalizados con nombre o iniciales bordadas; se lavaban y planchaban. También los pañales para bebé, uno de franela y otro de manta de cielo, se lavaban. Los pocos refrescos que se consumían en México, venían en botellas de vidrio, retornables, al igual que la leche; y en grandes botellones de vidrio se vendía el agua purificada. Todo se utilizaba una y otra vez.

Se iba al mercado o al supermercado con canasta o morral; los de ixtle eran los más resistentes y coloridos. La sustitución por plástico se inició en los sesenta, sin pensar que nos invadiría como un pulpo gigantesco, perjudicando nuestro entorno y dejando como herencia lo que será una capa geológica de plásticos en tierra y mar.

Los científicos hoy afirman que nuestra generación es la primera que tiene los conocimientos para detener el deterioro del medio ambiente, que de no hacerlo, podría ser la última.

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Música para mis oídos

La armonía de notas y acordes produce uno de los mayores placeres de la vida: la música, alimento para el alma.

La música, como en todos los tiempos, también fue importante en los míos. De niños disfrutábamos, en discos de acetato, de las canciones de Cri Cri, y en ese entonces aún vivía su prolífico e imaginativo autor, Gabilondo Soler.

La música ranchera comenzó a perder terreno ante el embate de la música extranjera. El cubano Pérez Prado prác-ticamente convirtió el mambo en mexicano y de Estados Unidos comenzaron a llegar baladas y baladistas.

Pedro Infante, Jorge Negrete, Pedro Vargas, Hugo Aven-daño eran los cancioneros de moda, pero cada vez más se fueron popularizando las baladas en inglés y los llamados covers, la misma música con letra en español.

Durante mi adolescencia surgieron a la fama contem-poráneos como César Costa, Enrique Guzmán y Angélica María. Los tríos gozaban de gran popularidad: los Panchos, los Tres Diamantes y muchos más. Baladistas estadouniden-ses como Frank Sinatra, Nat King Cole y Dean Martin, con sólo un micrófono y vestidos en traje de calle, embrujaban y rompían corazones.

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La música era aún melodiosa y se bailaba en pareja, abrazados, juntitos, “de cachetito”, con canciones como “Perfidia” o “Begin the begin”; únicamente los sones tropicales, como el mambo y el chachachá se bailaban en separado. El güiro, instrumento tropical usado para llevar el ritmo, lo sustituíamos en casa con una rugosa botella de Orange Crush.

Pero como todo lo de aquellos días, la música también se aceleró y subió de tono. A mediados de los cincuenta surgió en Estados Unidos el rock and roll, y el baile de pareja cambió a giros y piruetas que requerían de coordinación, energía y destreza.

Los contoneos de cadera de Elvis Presley escandalizaron a los adultos, pero los jóvenes disfrutábamos bailar a su ritmo. Con Elvis, por primera vez las fans gritaban y se arremoli-naban a su alrededor.

En México gozábamos ir a bailar por las tardes a tés danzantes, donde no había té sino música viva. Los bailes eran eventos formales importantes, siempre amenizados por grandes orquestas. Pero fuesen fiestas o bailes, difícilmente se alargaban mucho más allá de la media noche.

En las fiestas caseras, bailábamos con música de radio o tocadiscos, primero con discos de pizarra, de 78 revolucio-nes por minuto, con una pieza por lado; después llegaron los de acetato, long-play, de 33.3 revoluciones por minuto, y con ellos teníamos cinco o seis piezas antes de tener que voltear el disco. Hubo un intento de pequeños y complica-dos discos de 45 revoluciones por minuto, que requerían de un eje de mayor diámetro y nuevamente con una o dos canciones por lado.

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Sin duda, para los gustos se hicieron los colores, pero, para mí, con el twist terminó el baile sabroso. En ese entonces Michael Jackson era todavía negro, y cantaba con su familia en el grupo de los Jackson Five.

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Cuando las medias venían por pares

La moda es un modificable y caprichoso canon de vestimenta que mueve a un amplio sector de la economía.

En mi época se diseñaba para la mujer llenita, incluso exuberante; la flacura la impuso la modelo inglesa Twiggy en los sesenta.

El vestir citadino de la mujer obligaba el uso de medias de nylon —habían dejado de ser de seda al término de la Segunda Guerra—; venían por pares: dos piezas, con punta, talón y costura, que iba hacia atrás y era coloquialmente llamada “la raya”, que debía verse siempre recta. El uso de medias era tan obligado, que quienes no podían adquirirlas, lo simulaban pintando una línea obscura en la piel. Las pantimedias, fabricadas en tubo, aparecidas a finales de los años cincuenta, evitaron el necesario uso de la tirantera, hoy en día considerada una prenda sexy.

La moda masculina era de traje sastre, camisa blanca y corbata. Los hombres mayores usaban sombrero como prenda cotidiana; las sombrererías eran negocios prósperos donde se limpiaban, planchaban y hormaban.

En el medio suburbano o de barrio, tuvo gran influencia en el estilo de vestir masculino el actor Tin Tan, un pachuco de tirantes y pantalón sumamente ancho y largo.

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En ese entonces, los escasos tatuajes eran muy mal vis-tos y exclusivos de hombres que hubiesen sido navegantes o miembros en las fuerzas armadas. Los piercings eran sólo para los aretes de las niñas.

Los vestidos de niña solían ser almidonados, bordados o deshilados. Se usaban grandes moños en el pelo, que hacían que las niñas parecieran pequeñas cajas de regalo.

Las adolescentes usábamos calcetines, zapato de piso, blusa y falda recta, la amplia se usaba con crinolina o, cuando se requería mayor amplitud, el fleje metálico en la bastilla era una buena solución. El vestido strapless era entonces la moda formal, y con guantes hasta el codo era aún más elegante. Portar sombrero, bolsa y guantes no era de uso diario, pero sí obligado en eventos y viajes.

La característica más cambiante de la moda femenina es el largo de la falda; me tocó usar desde el largo ballerina (hasta el tobillo) en vestido de fiesta, hasta la minifalda de uso diario.

Se portaba pantalón sólo para deporte o días de campo; solamente la actriz Katherine Hepburn los usaba desde los cuarenta como prenda cotidiana.

El traje de baño, incluso para concursos de belleza, era siempre de una pieza. Años después, cuando se comenzaron a usar trajes de dos piezas, el ombligo permanecía cubierto, y aun así en los lugares “decentes” se prohibía su uso. Los bikinis fueron una osada aportación del cine francés de los cincuenta.

La geometría en textiles y diseño fue la característica en los sesenta, y los vestidos comenzaron a mostrar las rodillas.

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Con los hippies se relajó la moda, cada día más cómoda y casual; desaparecieron los sostenes y regresaron temporal-mente las faldas largas y amplias.

Parte integral de la moda y el buen vestir también ha sido el peinado. Antaño las mujeres no se cortaban jamás el pelo y morían con el mismo color con el que habían nacido, salvo por las canas. En los cuarenta comenzaron los tintes y cortes, sustituyendo el volumen del pelo largo, por elementos postizos llamados ratas. Para niñas, la famosa actriz Shirley Temple impuso los caireles; por mis caireles güeros, me llamaban Ricitos de Oro.

Para el diario las jóvenes usábamos el pelo largo, suelto o en cola de caballo. Y cuando una se emperifollaba, el peinado solía ser de chongo o moño, como dicen en España; el volumen lo daba el crepé —acción de enredar el pelo con el peine—, y era aderezado con bastante laca para que el peinado durara varios días.

Por su parte, los varones usaban el pelo bien recortado, con un poco de brillantina, de raya y copete; a los niños los peinaban con jugo de limón, y José López Portillo puso de moda las patillas largas.

Conforme se fue acortando el pelo en mujeres, en hombres se fue alargando, pero aun así a ninguno se le hubiese ocurrido ensuciarse el pelo intencionalmente para hacerse rastas.

Pero bien dice el dicho, “de la moda lo que te acomoda”.

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Las crisis

Soy parte de la generación de las crisis; me ha tocado vivirlas y padecerlas.

En los cuarenta, se decía que la economía del país era “el milagro mexicano”. De la primera devaluación que tengo memoria es la de un domingo de Pascua, durante el sexenio de Ruiz Cortines. Sin entenderlo, me di cuenta del impacto que generó el sorpresivo cambio de 8.65 pesos por dólar a 12.50, pero, una vez acostumbrados a ello, pudimos disfrutar 22 años de una estabilidad económica envidiable, hasta 1981. La debacle dio inicio a partir de que “el perro no pudo defender el peso,” y éste se fue a las nubes, hecho que se fue repitiendo hasta los ochenta cuando hubo que eliminar tres ceros a la moneda, pues, de no haberse tomado tan drástica medida, el cambio actual sería de miles de pesos por dólar. Y hoy, con un peso flotante, vivimos en la incertidumbre día a día.

Sin duda, la corrupción ha sido la principal causa de las crisis y penosamente, a pesar de un sin número de contralorías burocratizadas, nuestro país continúa siendo evaluado internacionalmente como uno de los más corruptos del mundo.

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En este México, a la par del crecimiento de la pobreza, continúan surgiendo millonarios sexenales, que convertidos en personalidades creen incluso merecer combinar su apellido paterno y materno para formar un nombre compuesto que consideran de mayor abolengo.

Recuerdo cuando los famosos procuraban ser filmados para el noticiario cinematográfico del licenciado Barrios Gómez, Ensalada Popoff, pero actualmente la fama los lleva a pagar cantidades millonarias para aparecer a todo color, en papel lustre, en revistas como Hola.

Nuestra nación, antes considerada como el cuerno de la abundancia, es actualmente un país de inmensos contrastes: tiene a dos de los hombres más ricos del mundo, uno empresario, y otro, jefe de uno de los cárteles de narcotraficantes, pero también tiene a 50 millones de mexicanos viviendo en pobreza o, peor aún, en pobreza extrema, más los que se acumulen el día de hoy.

Lamentablemente, en el México actual, no se suele ser lo que se quiere, sino apenas lo que se puede.

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Feminismo

El feminismo se refiere a las libertades y los derechos de la mujer como parte integral de una sociedad.

Mientras en diferentes partes del mundo, desde el siglo xix, surgían movimientos sociales de las llamadas sufragistas, en demanda de igualdad y derecho al voto, en México la mujer era aún venerada únicamente por su maternidad; no tenía condiciones de igualdad, y no podía votar ni ser votada.

En el primer lustro del siglo xx, el cambio inició en Yucatán con la celebración del primer congreso de mujeres, en el que exigían derechos de ciudadanas, que a partir de esa fecha fueron adquiriendo paulatinamente.

En Estados Unidos la mujer pudo votar en 1920, mientras que en México no fue sino hasta 33 años después que obtuvo la ciudadanía plena.

Me tocó vivir el surgimiento de la mujer mexicana en puestos prominentes de la vida pública del país:

Rosario Castellanos, brillante escritora chiapaneca, era embajadora de México en Israel, donde se topó con la corriente eléctrica que la llevó a su tumba.

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María Lavalle Urbina, insigne maestra que años después recibió la Medalla Belisario Domínguez, fue una incansable promotora de la mujer y la cultura. Era genial, tenía un gran sentido del humor: no se casó, decía, por un error de cálculo, pues pensó que el último que la pidió en matrimonio sería el penúltimo.

También conocí a Griselda Álvarez, otra intelectual, poetisa, la primera mujer gobernadora. Tuve el gusto de asistir a Colima para su toma de posesión. Griselda ya había enviudado, y gustaba decir que vivía en el estado ideal de la mujer: viuda y rica.

Y claro, también estaba la regiomontana Margarita García Flores, quien, aunque era mayor que yo, llegó a ser mi amiga, porque compartíamos historia familiar al ser ambas hijas de militares revolucionarios.

A Margarita, dirigente de Acción Femenil del pri en 1952, le correspondió presentar personalmente al entonces presidente Ruiz Cortines la demanda del voto irrestricto de las mujeres. Con el aval de 20 mil firmas iniciaron las reformas constitucionales que en 1953 por fin otorgaron a la mujer la igualdad política.

Una vez abierta la puerta para la participación femenina en la vida pública de México, continuaron y continuarán surgiendo mujeres valiosas que cambiarán la faz de la política nacional. Algunas pronto aprendieron el juego de los políticos varones, maleándose y abusando del poder, mientras otras continuaron sirviendo a los intereses masculinos; así vivimos el caso reciente de las juanitas, quienes fueron electas como diputadas propietarias, y luego declinaron a favor de

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sus suplentes masculinos. Pero bien dice el dicho, “no hay mal que por bien no venga”, porque hoy se obliga a mujeres candidatas a llevar suplentes femeninas, con lo cual se duplica el número de oportunidades para el género.

Así como la igualdad fue una lucha femenina, las jóvenes de hoy buscan la equidad. Serán la voz de las indígenas, las pobres, las analfabetas y las madres adolescentes, para que deje de haber mujeres maltratadas, violadas, desaparecidas o asesinadas.

Hoy la mujer es no sólo el motor del hogar, sino también de la sociedad.

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Liberación femenina

Con la consigna popular de los sesenta de prohibido prohibir, surgió también a llamada liberación femenina.

A diferencia del feminismo, en el que la mujer buscaba derechos sociales, la liberación se centró en el derecho de decisión de la mujer sobre su propio cuerpo.

En una época no tan lejana, la mayoría de las mujeres traían al mundo “los hijos que Dios les mandaba”. Hoy en día sólo aquellas mal informadas o dominadas continúan llenándose de hijos. En los sesenta apareció “la píldora”, que surgió del estudio científico de muchos años sobre el barbasco, utilizado ya en el México prehispánico para evitar embarazos no deseados.

A pesar de que no se hablaba abiertamente de la pastilla anticonceptiva, la mujer tuvo por fin la opción de gozar del sexo sin temor al embarazo. “Creced y multiplicaos” dejó de ser exclusivamente voluntad divina para convertirse en una decisión humana.

Lamentablemente, la súbita liberación sexual pronto se convirtió en libertinaje. El amor libre apareció como una ola que recorrió el mundo: arte pop, minifalda, droga, sexo indiscriminado, hippies, flores, amor y paz. Fueron años de

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convulsión y cambios; la libertad se expresó de mil maneras, e inició una descomposición social en la que se estimulaban los sentidos con incienso, afrodisíacos, marihuana y drogas psicodélicas. Sin pensar en posibles consecuencias, se buscaba el placer por el placer mismo, hasta que la muerte del famoso galán cinematográfico, Rock Hudson, expuso el sida. Con ello no únicamente se esfumaron los sueños románticos de mujeres, sino que salió a la luz pública la homosexualidad y obligó a replantear la desmedida libertad sexual.

El síndrome de inmuno deficiencia adquirida, diagnos-ticado como tal en 1983, surgió, se dice, en África, pero rápidamente se convirtió en una pandemia que aún actualmente acaba con pueblos enteros de ese continente a pesar de grandes avances en medicamentos para su manejo.

Surgió la imperiosa necesidad de métodos de control sanitario y, con ello, la promoción del uso del condón, medida aún puesta en tela de juicio por conservadores de doble moral.

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Matrimonio y mortaja

“Matrimonio y mortaja”, un hecho optativo y el otro obligado se unen en un popular dicho mexicano por la incertidumbre en relación a cuándo ocurrirán.

Parece increíble, pero hace menos de un siglo que en México los matrimonios dejaron de ser arreglados. Solían ser planeados por padres y familia, generalmente entre hijos casaderos de compadres, amigos, vecinos o incluso del seno mismo de la familia. Por tradición, disciplina férrea y docilidad, los arreglos matrimoniales eran aceptados; después de todo, “matrimonio y mortaja del cielo baja”.

No fue sino hasta ya bien entrado el siglo xx cuando se comenzó a estilar casarse por amor, que debía ser cobijo de todas las necesidades de la vida en pareja y en ocasiones su único sostén. Dichos como “te seguiré hasta el fin del mundo” o “contigo pan y cebolla”, fueron cambiando con sus conceptos, y ahora son tendientes a desaparecer.

Sin embargo, como el amor cambia, se debilita o incluso se desvanece, la frase matrimonial de “hasta que la muerte nos separe” pareciera en muchos casos una condena de por vida. ¿No sería conveniente que el contrato de matrimonio

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incluyera algunas cláusulas parecidas a las de los contratos mercantiles, incluso con posibilidad de revisiones temporales?

Pero los tiempos cambian y en casi todo el mundo, incluso la ciudad de México, no sólo se simplifica el divorcio, sino que los matrimonios de parejas del mismo sexo ya son legales. Mi padre diría “ver para creer”.

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La Iglesia

Ser parte de una Iglesia significa profesar una fe manifestada en ritos específicos, y en México es la Iglesia católica la que reúne a gran parte de la población.

Recuerdo cuando para los católicos el “santo sacrificio de la misa” nos parecía un ritual misterioso, con un sacerdote de espaldas a la congregación, murmurando en latín mientras un sacristán extendía densas nubes de incienso y los feligreses repetíamos frases incomprensibles. Las mujeres debíamos entrar al templo con la cabeza cubierta, fuera con rebozo, mascada o mantilla, y para bodas o ceremonias formales, el sombrero era casi una prenda obligada. Además, acercarse a comulgar requería ir vestida “con recato”: sin escotes, con mangas y nunca de pantalones, o la comunión era negada. Era impensable que una novia vistiera strapless.

Afortunadamente, desde finales de los cincuenta la misa se comenzó a celebrar en español, de cara a los fieles. La norma sobre el vestido se volvió más relajada y dejó de ser obligatorio cubrirse la cabeza. Sin embargo, no deja de ser una institución en manos de seres humanos, que necesaria-mente padecen las debilidades y flaquezas del hombre,

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quienes, a pesar de invocar sus acciones en el nombre de Dios, frecuentemente abusan y erran.

En lo medular los cambios han sido insuficientes; conti-núa siendo una institución que segrega a las mujeres, impone el celibato y difícilmente predica con el ejemplo.

Los pasos de la Iglesia han sido lentos e imperfectos, pero, como institución, pareciera ser indestructible.

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“De puño y letra”

La comunicación epistolar es tan antigua como la humanidad y todavía muy en boga en mi época. Las cartas, manuscritas o a máquina, enviadas necesariamente por correo, permitían estar en contacto con familiares y amistades.

El envío por el sistema postal, que no se ha logrado actualizar a los tiempos, continúa siendo complicado y lento. Un documento requiere del uso del papel adecuado: un envío local suele ser en papel tipo bond, pero si el envío es por avión, es conveniente el uso de “papel aéreo”, más ligero. El documento se debe poner en un sobre, llevarlo al correo, pesarlo y decidir el sistema de entrega: correo ordinario, aéreo, entrega inmediata, certificado o con acuse de recibo. Es necesario comprar y pegar los timbres correspondientes al peso y tipo de entrega, para finalmente echarla al buzón, siempre con la esperanza de que llegue a su destino, respon-sabilidad última de un cartero que recorre la ciudad de puerta en puerta.

Hoy es fácil olvidar que antiguamente todo se escribía a mano, con tinta, pluma o manguillo, haciendo hincapié no sólo en la ortografía sino también en la caligrafía.

La primera opción mecánica de escritura fue en el siglo xix, con la primera máquina de escribir. A mediados del siglo xx todavía me tocó trabajar en oficina cuando las máquinas generaban una ruidosa sinfonía mecanográfica, acción que requería de cierta fuerza dactilar para que los brazos metálicos de los tipos, golpearan suficientemente la

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cinta —negra o bicolor—; ésta corría de un carrete a otro para imprimir sobre el papel. Al final de cada reglón tocaba una campanilla que indicaba la necesidad de regresar el carro. Era necesario evitar errores ya que corregir lo mecanografiado dejaba mancha, para ello se usaba borrador común. Para sacar copias, se usaba papel cebolla, tan delgado que permitía sacar varias simultáneamente, usando papel carbón intermedio para lograr la reproducción.

No fue sino hasta que apareció la máquina eléctrica, con diferentes tipos de letra, en bolitas o margaritas intercambiables, que la mecanografía se silenció, mejorando y agilizando la escritura con sistema de borrado y repetición. Y qué decir de la computadora y el correo electrónico, hoy de envío inmediato, que permiten elegir tipo, tamaño de letra y formato, incluso corrigen automáticamente ortografía, aunque algunos programas no permiten acentos o cierta puntuación.

Mecánica o a mano, ha sido y será siempre la palabra escrita la que deja asentada la huella del hombre en el mundo.

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Tecnología

Se decía que el conocimiento se duplicaba cada 300 años, actualmente se dice que es cada 28 días, por lo que no deben sorprendernos los permanentes avances tecnológicos.

Las herramientas mecánicas, eléctricas y electrónicas simplifican las labores cotidianas, incluso las académicas.

Me tocó cursar la carrera usando exclusivamente regla de cálculo, con resultados siempre aproximados. Con ella realizábamos cálculos estructurales, hidráulicos o topográficos; sólo en una ocasión conseguí prestada una calculadora del tamaño de una máquina de escribir, que al girar la manivela arrojaba datos de funciones matemáticas básicas de manera rápida y precisa.

La multiplicación de documentos solía hacerse con mimeógrafo, inicialmente de forma manual, girando la manija el número de veces como de copias necesarias; la automatización del sistema comenzó a simplificar el copiado.

En cuanto a grabar sonido, recuerdo que de muy joven me llevaron a un estudio de grabación, en avenida Niño Perdido, actual eje Lázaro Cárdenas, “en altos” (PA), para grabar mi mejor repertorio de piano en un disco de pizarra

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de 78 revoluciones por minuto. Pocos años después ya grabábamos cintas en casa.

A nivel doméstico, las grabadoras de casetes fueron un gran avance, incluso útiles para sustituir cartas, con la ventaja de que la voz denota ánimo, acento e inflexión. Las grabaciones caseras de larga duración las hacíamos en carretes de hasta 30 centímetros de diámetro, en aparatos más grandes.

La comunicación telefónica había ya mejorado. En sus inicios, era necesario llamar a una operadora para que ella, con cables y plugs, hiciera el enlace; en los cincuenta aun me tocó trabajar con un antiguo conmutador telefónico de plugs, ya entonces una reliquia.

En casa, el teléfono siempre fue de micrófono y auricular en una pieza, pero era necesario discar cinco números, o una letra y cuatro números, dependiendo si la llamada era a un aparato de servicio Ericsson o Mexicana. Jamás hubiese soñado en un teléfono móvil y menos aún que tuviera cámara y recibiera correos electrónicos.

En cuanto a la computadora, apenas en 1983 la revista Time declaró en su portada que era “la máquina del año”. A partir de entonces, los términos y avances tecnológicos son tan cambiantes que resulta difícil permanecer actualizado: casete, disquete, cd, mp3, Blu-ray, dvd, vhs, beta, microchips, alta definición, digital, cpu, www, usb, Excel, Skype, laptop, tablet, Android, touch, Ipad, Ipod, celular, internet, Google, Facebook, Twitter… Lo que también es un hecho es que los anglicismos llegaron para quedarse.

Y qué decir de la fotografía. De niña tomaba fotos con la cámara de la familia, una Brownie six-16, metálica grande

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y pesada, en la que había que ensartar un rollo y darle vuelta a la perilla superior después de tomar cada foto, siempre en blanco y negro; debemos recordar que entonces las fotos de estudio a color todavía eran pintadas a mano.

Con gran velocidad, las cámaras se fueron haciendo cada vez más chicas y eficientes, con mayor automatización y mejores características, pero aún de rollo, el cual había que mandar revelar para imprimir las fotos o usar rollo de transparencias que debían ser proyectadas. A finales de los cincuenta apareció la Polaroid, que en 60 segundos imprimía una fotografía. La modernización ha continuado hasta la actual digitalización, y mañana quién sabe.

Los avances en la ciencia y la tecnología son imparables, pero el ser humano sigue siendo el motor de ello.

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Los viajes

Pareciera que fue ayer cuando viajábamos sólo en auto o por tren.

Durante mi juventud, los viajes al extranjero, salvo a Estados Unidos, que por la cercanía se hacían con facilidad, eran poco frecuentes.

Viajar en auto era pesado, las carreteras del país eran peligrosas, sinuosas, de sólo uno o dos carriles. No había autopistas; la México-Cuernavaca fue la primera, inaugurada en 1952.

El ferrocarril era la mejor opción de viaje: con una amplia red ferroviaria, estaciones en los centros urbanos y excelente servicio. Había vagones de primera y segunda clase, así como carros dormitorio: el pulman, que ofrecía camas individuales, en dos niveles a lo largo del pasillo, con servicios sanitarios comunes; así como alcobas y compartimentos con todos los servicios dentro.

En la estación ferroviaria, el equipaje —baúles, pesadas y rígidas maletas, necessairs y sombrereras— se colocaba a lo largo del andén, frente al carro correspondiente; el porter las subía, amontonándolas en el área de acordeón que enlaza los vagones, para repartirlas una vez en camino.

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El viaje daba inicio cuando la máquina tocaba la cam-pana, la chimenea silbaba y el porter gritaba: “¡Todos abordo!”.

Las máquinas, todavía de carbón o vapor, tiraban de un largo convoy, con vagones de carga, de pasajeros, carro comedor y carro fumador para el servicio del pulman. A diferencia de los vagones dormitorio que contaban con clima acondicionado, en los de primera y de segunda era necesario bajar las ventanas para ventilarlos, pero al entrar a un túnel era indispensable cerrarlas para evitar que se metiera el hollín que emitía la chimenea de la locomotora.

En cuanto a la aviación, desde finales de los veinte, el viaje aéreo de Lindbergh había demostrado seguridad y posibilidad de su uso comercial; sin embargo, a pesar de que en las dos grandes guerras los aviones fueron utilizados en combate, su uso comercial todavía tardó en popularizarse.

Los primeros vuelos comerciales fueron de trayectos cortos, en aparatos para pocos pasajeros, a poca altura y baja velocidad, pues la aviación se continuaba probando. De adolescente ya viajé en un vuelo regular México-Tijuana, de Mexicana de Aviación, haciendo cinco escalas, en un trayecto de ocho a 10 horas. A mediados de los cincuenta la velocidad rompió la barrera del sonido, y a partir de entonces los vuelos comerciales, así como la vida, se fueron acelerando.

Cuando niña, Europa era accesible solamente por barco, en viajes caros de varias semanas, aunque también era el medio de transporte para pobres y refugiados que por necesidad tenían que cruzar el océano, por supuesto en cubiertas inferiores y en condiciones deplorables.

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No fue sino hasta 1957, con el primer vuelo comercial trasatlántico, que Europa y América se enlazaron de manera segura, rápida y cada día más accesible. Así, 19 años después el Concord ya conectaba ambos continentes en sólo cinco horas. El mundo se interconectó y en 1969 el hombre logró llegar a la luna. Parece increíble, pero hoy día ya se organiza turismo espacial.

La comunicación es ya global y la velocidad pareciera no tener limitaciones.

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El 68

El llamado Movimiento del 68 marcó a una generación y definió nuevos derroteros sociales y políticos.

En la ciudad de México me tocó vivir y conocer, de primera mano, lo sucedido en torno al Movimiento del 68. Era entonces una joven, madre de dos pequeños, maestra de geometría descriptiva de la Escuela Nacional de Arquitectura, en Ciudad Universitaria, e hija de general de división recién retirado, veterano de la revolución.

Los sucesos se dieron de la siguiente manera: Para mediados de 1968 habían terminado las trifulcas estudiantiles del Mayo Negro, en Francia, y en México, lo que inició el mes de julio como una revuelta estudiantil entre alumnos de una vocacional y una preparatoria terminaría por convertirse en el peor conflicto de la historia moderna de este país.

Lo que se supo en sus inicios es que el gobierno, temiendo por la estabilidad social en la capital del país, días antes de la inauguración de las XIX olimpiadas, intervino y apresó a los estudiantes rijosos; ello llevó a grupúsculos y familiares a exigir su libertad. La demanda, que cayó en los oídos sordos del gobierno, provocó que se fueran sumando adeptos, hasta que a finales de julio hubo una manifestación multitudinaria

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en el zócalo, que ya no sólo pedía la libertad de los estudiantes detenidos injustamente, sino también la indemnización a las familias afectadas y la derogación del artículo 145, que penalizaba la disolución social.

Esa primera manifestación, a la que se sumó una marcha que celebraba el 26 de julio —fecha del ataque de Castro al Cuartel Moncada en Santiago de Cuba—, resultó un presagio de lo que sucedería días después: fue disuelta a balazos y con tanques del ejército, se dijo que incluso hubo disparos desde el edificio de la Suprema Corte de Justicia. Por esa coincidencia, a partir de ese momento, el movimiento estudiantil tomó la imagen del Che Guevara como símbolo, por lo que el gobierno lo llamó conspiración y comenzó a tratarlos como revolucionarios, reprimiendo cada marcha y movimiento con brutal fuerza de granaderos. Tomaron presos a líderes y a los considerados revoltosos.

Aunque se decía que en el movimiento había intervención comunista, no dejaba de ser una reclamación a los derechos civiles y humanos, lo que provocó se fuera convirtiendo en una manifestación urbana a la que se sumó gran parte de la clase media de la ciudad. Unieron criterios la unam y el Politécnico; se dijo que la nueva Universidad Iberoamericana estaba a favor, pero se mantuvo alejada.

En agosto, ya el ambiente se encontraba muy tenso, empeorando después de la toma por el ejército de la Ciudad Universitaria. Recuerdo la tristeza que me embargó ver en CU la bandera a media asta, y la sensación de miedo e impotencia al tener tanques bloqueando las entradas y recorriendo el circuito universitario mientras yo pretendía dar mi clase en la

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facultad. El rector de la unam, Javier Barros Sierra, a quien le había correspondido firmar mi título profesional, manifestó su indignación encabezando una marcha, que en completo orden, sin expresión verbal alguna, recorrió desde la CU, a lo largo de la avenida de los Insurgentes hasta Félix Cuevas. A partir de entonces, en diferentes eventos, el silencio fue utilizado como arma.

A finales de septiembre comenzó a correr la voz de un mitin para el día 1 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Se suponía que en ella el comité de huelga negociaría el desalojo y desocupación de las fuerzas armadas de la universidad y el poli, con una tregua para la celebración de las olimpiadas.

En lo personal nunca participé activamente en manifes-tación alguna debido a mi situación de universitaria-hija de militar, por lo que desoí la exhortación para asistir al mitin en Tlatelolco. Sin embargo, las circunstancias se dan por sí solas.

El 1 de octubre, yo debía recoger en la Secretaría de Relaciones Exteriores el pasaporte de mi pequeña hija, pero, queriendo evitar la programada manifestación, que sería masiva, lo pospuse un día, sin enterarme de que ésa también había sido pospuesta para el día siguiente.

En el funesto 2 de octubre, desde temprano por la tarde comenzaron a llegar a Tlatelolco, desde los cuatro puntos cardinales, contingentes de maestros y estudiantes; se ase-gura que sumaron 50 mil. Mientras tanto, yo me acercaba a la Secretaría por la prolongación de Reforma, y a las 6:15 aproxi-madamente, mientras los líderes hablaban desde el tercer piso del edificio Chihuahua, un helicóptero que sobrevolaba el

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área lanzó luces de bengala y el ejército comenzó a sitiar la plaza. Después se supo que los uniformados eran del primer Batallón de Paracaidistas; los del Batallón Olimpia iban de civil, identificándose sólo por un guante o un pañuelo blanco.

Se dijo que alguien del mitin comenzó a disparar, hiriendo al general José Hernández Toledo y que ello dio inicio a la trifulca; comenzaron los disparos por doquier, incluso de francotiradores apostados en departamentos del edificio Chihuahua y en la azotea de la Secretaría de Rela-ciones Exteriores.

Llegué entre lo que pensaba que era una gran cohetería, y estacioné mi auto frente a la Secretaría; de repente me sorprendió un jalón al piso con el grito: “Agáchese, son disparos”. Sorprendida y asustada permanecí detrás del auto hasta bien entrada la noche, en medio de una ensordecedora balacera, mezclada con el sobrevolar de helicópteros y cientos de sirenas de patrullas, ambulancias y bomberos, que pretendían entrar y salir.

¿Qué sucedió después? No se sabe de cierto. Se dijo que los presos, heridos y cadáveres fueron llevados al campo mili-tar núm. 1 en Lomas de Sotelo; que hubo muchos muertos cuyos cuerpos nunca aparecieron; que se lavó con mangueras de presión la sangre derramada en la plaza; que el secretario de Gobernación giró la orden de atacar; que fue el presidente…

El silencio oficial fue abrumador y quizá algún día se llegue a conocer la verdad, pero las olimpiadas de México 68, con la primera mujer prendiendo el pebetero olímpico, se pudieron llevar en paz y con gran éxito. El único punto de manifestación política fue estadounidense: durante una

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premiación, medallistas afroamericanos levantaron el puño cerrado con guante, hecho que se convirtió en el símbolo del poder negro.

Durante la ceremonia inaugural de las XIX olimpiadas en México, el presidente Gustavo Díaz Ordaz recibió, en vez de aplausos, una rechifla.

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¡Guerra!

Batalla, guerra, contienda, diferentes acepciones de la ausen-cia de paz.

Apesar de que hoy los mexicanos nos encontramos entre dos fuegos, inmersos en una guerra de y contra narcotrafi-cantes, anteriormente, además del movimiento estudiantil del 68, todos los conflictos armados, a lo largo de mi vida los conocí en relato, historia o noticia. Sin embargo, mi genera-ción parece haber estado siempre a la sombra de alguna con-tienda armada.

Conocí la Revolución a través de mi padre, quien parti-cipó en ella; de mi suegro, refugiado español, escuché relatos sobre la guerra civil; en primaria estudiamos sobre las guerras mundiales y la invasión de Japón a China, y, aunque no lo recuerdo, de muy pequeña me tocó vivir el ataque japonés a Pearl Harbor mientras visitábamos a mi abuela en San Diego. Varios de mis tíos participaron en la II Gran Guerra hasta su culminación, con los ataques atómicos a Hiroshima y Nagasaki, que cambiarían para siempre el arte de la guerra.

Surgieron después, entre otras, la Guerra Fría, que duró años, pero sin batalla alguna; las guerras de Corea, la de Vietnam, la de los seis días en Israel, país que desde

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su fundación vive en lucha permanente con Palestina; la guerra del Golfo Pérsico, primera transmitida en vivo por televisión, y por supuesto la de Irak y Afganistán. Se llevó a cabo la guerra de 74 días entre Argentina e Inglaterra por las Malvinas; hubo varios golpes de Estado en Latinoamérica, el más cercano fue el de Cuba, no sólo por la proximidad de la isla, sino porque la guerrilla de Castro partió de costas mexicanas.

El 11 de septiembre del 2011 presenciamos el único ataque a tierra estadounidense, después del de Pancho Villa a Columbus, Nuevo México, cuando dos aviones comerciales piloteados por iraquíes se estrellaron contra las Torres Gemelas en la ciudad de Nueva York y el Pentágono, lo cual dio pie a la actual guerra que parece no tener fin. Y casualmente, fue también un 11 de septiembre, pero de 1973, cuando Allende fue derrocado y asesinado por Pinochet en la hermana República de Chile.

La única ocasión en que México se encontró en verdadero riesgo, y eso debido a su cercanía a los Estados Unidos, fue durante el incidente de los misiles atómicos rusos en la Cuba revolucionaria. Fueron siete días en los cuales la amenaza a nuestro vecino del norte nos mantuvo en jaque. Bien dice el dicho: “Tan lejos de Dios pero tan cerca de Estados Unidos”.

Lo que sí tuvimos en nuestro territorio fue el estallido armado en Chiapas en 1994, cuando el Subcomandante Marcos le declaró la guerra al gobierno mexicano, levantamiento que con más pláticas que balazos se ha ido diluyendo por sí solo.

Toda guerra destruye, modifica y mata, pero también genera grandes negocios.

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Este mundo

El acercamiento y el enlace entre países parecieran unir al mundo.

La geografía se estudiaba sobre un globo terráqueo con países fijos y determinados, pero hoy el mundo vive cambios permanentes.

He visto cómo las naciones han ido perdiendo sus colonias y protectorados. África se ha fragmentado y se desmembró el subcontinente de la India. Viví la disolución de la una vez poderosa Unión Soviética, así como de la Yugoslavia de Tito, la división de Alemania y su reunificación con la caída del muro de Berlín. Se separó Taiwán de la China continental. Se dividieron Corea y Vietnam, aunque este último se volvió a unir. Surgieron naciones pequeñas, como Bangladesh y países grandes como Pakistán; otras simplemente cambiaron de nombre, como Birmania, hoy Myanmar. En África los países han ido asumiendo nombres diferentes conforme adquieren soberanía. Y qué decir de la actual Unión Europea, que hoy hermana naciones, ayer acérrimas enemigas.

¿Qué capacidad tendrá aún nuestro mundo? La población continúa en aumento; somos casi seis veces más mexicanos que cuando nací. Actualmente India y China concentran

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entre sí a casi tres mil de los siete mil millones de habitantes del mundo.

A lo largo de mi vida, dictadores cayeron en Latinoa-mérica y España, pero también surgieron otros; lo vimos en Cuba y hoy se hace evidente en el Medio Oriente.

La mayoría de los reinados se han devaluado; algunos, como el de Irán, han desaparecido, y los que quedan tienen escaso poder, aunque continúen acumulando grandes fortunas.

Pocos países se enriquecen con el petróleo, mientras muchos más se empobrecen.

Hay hambruna en muchas regiones del globo, gran parte de África la padece. Cuando era niña se sabía que en China morían de hambre, por lo que resulta inconcebible que hoy ese país controle la economía mundial, incluso concentrando el mayor porcentaje de la deuda estadounidense. En los cincuenta se supo que la población de Biafra padecía por escasez de alimento; era un país tan pobre que sólo logró existir tres años. Haití, el primer país de América en lograr su independencia, continúa siendo el más pobre de Latinoamérica, y después del terrible terremoto del 2010 también padece hambre.

Desde que la humanidad existe se ha venido deteriorando la naturaleza y ella responde ya enojada. No cabe duda, el hombre civilizado ha sido su mayor depredador.

El uso indiscriminado de hidrocarburos, el manejo irres-ponsable de desechos, así como la contaminación de cerros, cañadas, tierra y mares, han modificado el clima. La contami-nación de la atmósfera augura un considerable incremento de la temperatura, con todas sus consecuencias negativas.

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Ya se explora la posibilidad de vida en otros planetas del espacio sideral, pero todavía hoy este mundo es el único que tenemos.

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Nuevo milenio

Llegó el año 2000 con bombos y platillos.Cuando era niña los pronósticos para el nuevo milenio

eran que andaríamos vestidos en overoles plateados, viajando entre estrellas y planetas en naves intergalácticas, al igual que Los Supersónicos o mi contemporáneo Roldán el Temerario, valiente personaje de las tiras cómicas de los periódicos domingueros. Sin embargo, encontramos que, salvo unas breves visitas de astronautas estadounidenses a la luna a finales de los sesenta y principios de los setenta, ningún otro de los millones de habitantes de este planeta ha puesto un pie en otro mundo.

A pesar de que científica y visualmente, gracias a potentísimos telescopios, se han modificado teorías sobre la formación y composición del universo y se especula sobre galaxias y condiciones en diferentes planetas, solamente un puñado de especialistas en diferentes áreas ha podido navegar al espacio, y eso solamente circundando nuestro planeta.

Sin embargo, sucedió lo inesperado. El nuevo milenio se encontró con una población mundial interconectada, absolutamente dependiente de un sistema que jamás nadie soñó. No hubo historietas, cuentos, novelas ni videntes que

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predijeran la era cibernética; no obstante, precisamente un posible caos en el sistema resultó ser la mayor preocupación del cambio de siglo, problema que no se dio, y llegamos al 2001 con un mundo enlazado por la tecnología, con el medio ambiente semidestruido y gravísimas disparidades.

Con grandes expectativas y esperanzas, pero profunda desconfianza, le dimos la bienvenida al aún muy joven siglo xxi. Veremos qué nos depara el futuro.

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Doblemente mexicana

En el proceso de hacer recuerdos, lo que no me genera pesar alguno es haber dejado la otrora bella ciudad de México para llegar a residir al Estado de México, entonces con una población de apenas cuatro millones de habitantes, 11 menos que en la actualidad.

Viviendo aún en el Distrito Federal, me convertí en ciudadana, con todos los derechos y obligaciones de ser mexicana, y un año después ejercí por primera vez mi derecho al voto en la elección presidencial de 1958; lo emití a favor del licenciado Adolfo López Mateos, candidato del que sería mi partido, el pri; su contrincante fue Luis H. Álvarez, candidato del pan. El prd todavía no existía, y el joven Cuauhtémoc Cárdenas era, al igual que su padre, priista.

No podía saberlo entonces, pero pocos años después, la tierra de López Mateos se convertiría en la mía. Esta generosa provincia me adoptó como suya desde el momento en que, como arquitecta llegué con otras colegas, proyectos en mano con propuestas para mejorar infraestructura e imagen urbana de comunidades. Fuimos recibidas con los brazos abiertos por el entonces gobernador Carlos Hank González. De él aprendí que “ser del Estado de México

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es ser doblemente mexicano: por patria y provincia”. Fue hasta la administración del gobernador Del Mazo cuando se oficializó el apelativo mexiquense.

Recorría cotidianamente la sinuosa y angosta carretera México-Toluca; por supuesto no existía la autopista. Conocí los 121 municipios del estado, que existían entonces. Viajé de norte a sur y de oriente a poniente; me enamoré del medio rural y su gente; por medio de los campesinos conocí la otra cara de México, aquella que lamentablemente continúa rezagada.

Los setenta fueron para el Estado de México años de gran transformación urbana. Al doctor Gustavo Baz se debe el inicio de la industrialización en la entidad. La zona metropolitana del Valle de Toluca, que abarcaba nueve municipios circunvecinos, tenía apenas 270 mil habitantes. Me tocó vivir la creación de Paseo Tollocan como anillo periférico de la ciudad de Toluca y digno acceso de cuatro cuerpos carreteros y con hermosas zonas arboladas con originales señalamientos. La ciudad ya tenía el trazo y amplitud actual de sus calles y avenidas, pero aún estaba su mercado principal en el centro, sitio actual del Jardín Botánico y Cosmovitral; su tradicional tianguis de los viernes se volcaba sobre las calles circunvecinas, hasta la esquina del Palacio de Gobierno. Recuerdo el gran esfuerzo del gobierno municipal para reubicarlos en los actuales mercados Juárez e Independencia.

Ya surgía majestuoso el Teatro Morelos, y, en el sitio que hoy ocupa la moderna Plaza González Arratia, se localizaba el modesto Mercado Hidalgo y el Teatro Coliseo. La Cámara de Diputados aun se encontraba enclavada en la

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hoy Plaza Fray Andrés de Castro; en el edificio actual del Congreso había oficinas del gobierno estatal, incluyendo Auris. La catedral, proyecto del que fuera parte mi maestro el arquitecto Mendiola, ya estaba erigida, pero el obispo Vélez Martínez continuaba recabando fondos para su total terminación y consagración.

La mejor educación en el Valle de Toluca se impartía en las escuelas oficiales, y había solamente un par de escuelas privadas de nivel básico y medio. El comercio, que cerraba a medio día para comer, se concentraba en los portales, cotidiano sitio de encuentro social, y manzanas circunvecinas.

Todo ello, mientras en mi actual rincón mexiquense, Metepec —hoy la “joya de la corona” del Valle de Toluca—, se comenzaba a urbanizar la cabecera municipal y a entubar los ríos que la cruzaban. Actualmente la Ciudad Típica de Metepec es tanto Pueblo con Encanto como Pueblo Mágico, títulos que ha ganado gracias a que desde 1996 su imagen urbana comenzó a ser congruente con su nombre. Hoy los ranchos y ricas tierras de cultivo del municipio se han ido convirtiendo en los más importantes desarrollos comerciales, educacionales, habitacionales, de salud y recreación de la Zona Metropolitana, hoy la tercera más importante de la república, mientras que sus 11 pueblos originales continúan teniendo características rurales.

El actual y vibrante Estado de México se debe a continuos gobiernos comprometidos. Tuve la oportunidad de poner mi granito de arena en diferentes áreas y desde distintas trincheras, colaborando con los gobiernos de Carlos Hank,

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Jorge Jiménez Cantú, Alfredo del Mazo, Alfredo Baranda, Mario Ramón Beteta, Ignacio Pichardo, Emilio Chuayffet, César Camacho y Arturo Montiel; con este último había yo trabajado durante su dirigencia en la cnop, junto con otro muy joven colaborador, Enrique Peña Nieto, a quien años después apoyé en su campaña para gobernador.

La posibilidad de participar activamente en el desarrollo de este estado, sin duda, ha enriquecido mi vida.

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Epílogo

¿Qué sería la vida sin recuerdos, sin memorias? Recordar es volver a disfrutar lo vivido, llorar lo perdido,

evaluar con humildad los logros y sin frustración rememorar los fracasos.

Soy parte de una minúscula época de la historia de la humanidad, pero muy mía.

He visto a México pasar de ser cuerno de la abundancia, a milagro mexicano y transitar hacia el despertar de un gigante. Extraño el México de ayer, pero sigo teniendo esperanzas en el país, que como el ave Fénix resurgirá mañana.

Con un dejo de nostalgia, por escrito, vierto mis vivencias.

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Índice

Introducción 7

Mi generación 9Si tan sólo pudiera 11Día de clase 12Ingenuidad 15“Afuera de México, todo es Cuautitlán” 18Labores domésticas 23Policías y ladrones 25Los días de la radio 27Transporte público 29Automovilismo 32México suena 34El cine y sus estrellas 36El ídolo 39Circo, maroma y teatro 41La televisión 43Juegos y juguetes 45Drogas 47Los sabores de mi tierra 49El medio ambiente 51Música para mis oídos 53Cuando las medias venían por pares 56Las crisis 59Feminismo 61Liberación femenina 64

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Matrimonio y mortaja 66La Iglesia 68“De puño y letra” 70Tecnología 72Los viajes 75El 68 78!Guerra! 83Este mundo 85Nuevo milenio 88Doblemente mexicana 90Epílogo 95

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de Lucy Medina Rivera, se terminó de imprimir en diciembre de 2012, en los talleres gráficos de Impresos Vacha, S.A. de C.V., ubicados en Juan Hernández y Dávalos núm. 47, colonia Algarín, delegación Cuauhtémoc, México, D.F., C.P. 06880. El tiraje consta de mil ejem plares. Para su formación se utilizó la familia tipográfica Adobe Jenson Pro, de Robert Slimbach, para la fundidora Adobe Systems Inc. Concepto editorial: Félix Suárez, Hugo Ortíz y Lucero Estrada. Formación: Angélica Sánchez Vilchis. Portada: Irma Bastida Herrera. Cuidado de la edición: Sandra Oropeza Palafox, Cristina Baca Zapata, Christian Ordóñez Bueno y la autora. Supervisión en imprenta: Angélica Sánchez Vilchis. Editor responsable: Félix Suárez.