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Revista de Estudios Criminológicos y Penitenciarios

N° 1 - Noviembre 2000 - Santiago de Chile

Seguridad Ciudadana y Prevención del Delito.

Un Análisis Crítico de los Modelos

y Estrategias contra la Criminalidad*

Patricio de la Puente Lafoy Sociólogo, Magister, Académico

de la Universidad de Chile

Emilio Torres Rojas Sociólogo,

Magister, Académico de las

Universidades La República y de Chile

Resumen

El artículo aborda el tema de la seguridad ciudadana desde la perspectiva de la sociología enfocando

los principales modelos y estrategias que han diseñado e implementado los países del Primer

Mundo, durante la segunda mitad del siglo XX, tendientes a prevenir la delincuencia, reducir los

índices de criminalidad y disminuir el temor ciudadano frente al delito.

Además se presentan las principales tendencias observables en la criminalidad en América Latina

durante la década de los noventa, así como las medidas que algunos gobiernos de la Región han

adoptado para enfrentar el delito que muestran la ausencia de una política coherente e integral

en materias de seguridad ciudadana.

Finalmente se propone un esquema que pretende sistematizar los modelos y estrategias exami-

nados, en orden a discutir su aplicabilidad en la gestión de políticas y programas en materias de

seguridad ciudadana.

I. PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

La historia parece mostrar que la necesidad de seguridad ha sido siempre uno de los princi-

pales basamentos de la vida social organizada, pues se relaciona con los deseos y temores

más básicos de los seres humanos. Por ello una de las funciones de los Estados ha consistido

en proveer seguridad, y garantizarla representa un aspecto esencial para la legitimación del

poder ejercido por sus gobernantes.

* Este Artículo se ha desarrollado en el marco del Proyecto FONDECYT N° 1000027 “Gestión de la Seguridad

Ciudadana Local”.

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Además de constituir una necesidad individual y colectiva, la Seguridad Ciudadana es, al

menos en Occidente, un valor sociocultural, jurídico y político, representando un bien pú-

blico requerido para el desarrollo de las personas en su vida social, para que la comunidad

pueda ejercer libremente sus derechos individuales y colectivos, y cumplir con sus propios

fines en la sociedad. Su logro se inscribe, y en ocasiones compite y entra en conflicto, con

otros valores como la justicia, la democracia y la equidad, entendiéndose en nuestros días

que su concreción no sólo es una responsabilidad del Estado, a través de las autoridades del

sistema político, sino también de la ciudadanía en general.

El concepto de seguridad es extremadamente amplio y de alguna manera remite

a las relaciones entre el Estado, la sociedad y la ciudadanía. En términos analíticos se

puede diferenciar tres tipos de seguridad en que los estados modernos asumen

responsabilidades fundamentales. Ellos son la seguridad externa, la seguridad interna o

pública y la seguridad ciudadana.

La seguridad externa concierne a la defensa de la soberanía de un Estado-

Nación de peligros, amenazas o conflictos emanados desde fuera de sus fronteras. La

seguridad interna o pública se refiere al mantenimiento del orden público y al imperio de

las leyes. En el resguardo de la soberanía nacional desempeñan una función

preponderante las Fuerzas Armadas, en tanto que en el mantenimiento y restauración de la

seguridad interior lo hacen las instituciones policiales y, en casos excepcionales por lo

general previstos por las Constituciones o las leyes, asumen funciones en este plano las

Fuerzas Armadas. Las instituciones militares y las policiales desempeñan entonces un

papel primordial en la seguridad externa e interna, teniendo el monopolio del uso de la

fuerza legítima (Kinkaid y Gamarra, 1996).

La seguridad ciudadana, en tanto, implica que los ciudadanos, de manera

individual y colectiva, están en situación de vivir y convivir disponiendo de una

protección necesaria tal que les permita superar los peligros propios de un entorno social

riesgoso, aún cuando en la práctica dicho entorno va a proporcionar siempre distintos

grados de inseguridad derivados de la acción de personas, grupos e instituciones o de

elementos del medio natural que amenacen la vida, la integridad física o los bienes de las

personas. La concreción o el logro de este tipo de seguridad, se entiende que es de

responsabilidad tanto de la policía como de los ciudadanos mismos.

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Pero la seguridad de los ciudadanos en una democracia no puede ser lograda a

cualquier precio y de cualquier manera, sino que se debe lograr con pleno respeto de los

derechos y garantías que el sistema político mismo reconoce a las personas. “Es ésta una

situación paradójica del Estado Democrático, puesto que, en cuanto a Estado,

reivindica para sí el monopolio de la fuerza, pero al mismo tiempo, en cuanto es

democrático, se compromete a ejercer esa fuerza cuyo monopolio detenta, con

sujeción a principios y reglas que ninguna justificación podría justificar transgredir”

(Peña, 1998:116).

En situaciones en las que no está en peligro la supervivencia del Estado mismo, se

entiende que los gobiernos democráticos deben velar por el orden social conjuntamente con la

participación activa de la ciudadanía. Pocos dudan en nuestros días respecto de la

importancia de la participación comunitaria en las estructuras políticas y sociales y que sin

la participación, derecho fundamental en una democracia, ésta queda reducida poco más que

a una formalidad electoral. De ahí que las autoridades del sistema político tengan un papel

fundamental en la formulación y ejecución de políticas de acción eficaces de seguridad

ciudadana, de modo que las personas puedan desarrollar roles y ejercer sus derechos en la

sociedad sin experimentar permanentes amenazas y zozobras en su vida cotidiana

derivadas de actos que amenacen o vulneren su integridad física, su dignidad y sus bienes,

teniendo la confianza que dichos comportamientos van a ser prevenidos y que, de ocurrir,

serán sancionados legítimamente por la policía de modo que no queden impunes.

El logro de una convivencia pacífica se entiende contemporáneamente que no

sólo es responsabilidad del Estado, en términos que le corresponda de manera exclusiva y

excluyente a las autoridades garantizar la protección a la población, adoptando decisiones

políticas de servicio público que tiendan a disminuir la ocurrencia de los delitos más graves

y violentos, evitando así sentimientos de temor en las personas. La interacción y

coparticipación de la ciudadanía resulta indispensable para concretar un clima social de

paz y tranquilidad.

Ahora bien, las teorías sobre el tema de la seguridad ciudadana, sin embargo,

generalmente han privilegiado el polo de la inseguridad por lo cual los estudios al respecto han

enfatizado el conocimiento de las características de las personas que cometen actos

delictivos, la etiología del delito, los procesos mediante los cuales las personas se

convierten en delincuentes, la carrera delictiva según tipologías de delitos, así como la

capacidad del aparato estatal para reprimir, sancionar y rehabilitar a las personas que han

incurrido en conductas antisociales. Sobre la base de esta mirada se tiende a concebir a la

comunidad en términos globales y pasivos, como víctimas potenciales que requieren de la

necesaria protección de la fuerza pública, tendiéndose a olvidar el rol activo que la

sociedad civil puede desempeñar para lograr una convivencia libre de riesgos de ser

víctimas de actos atentatorios contra su vida, su integridad física y sus bienes (De la

Puente, 1997; Sepúlveda, de la Puente, Torres, Tapia, 1998).

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Ante la realidad del delito los mecanismos de solución más frecuentemente utilizados por

parte del Estado han sido los de carácter represivo. Sin embargo, desde fines del siglo

XVIII, se ha ido abriendo paso la idea de que la prevención de la delincuencia representa

un objetivo importante a lograr por los gobiernos, constituyendo ésta una de las funciones

centrales de la policía.

Durante las últimas décadas, especialmente en las metrópolis y grandes ciudades, en casi

todos las países se han observado un incremento considerable de las tasas de criminalidad

y un creciente sentimiento de inseguridad entre los ciudadanos. Este proceso ha propiciado

un retorno hacia las políticas centradas en la represión; presiones sociales tendientes a

impulsar reformas legales orientadas a incrementar la severidad de las penas así como a

reducir la edad para ser penalmente responsable; una mayor presencia y apoyo tecnológico

a la policía y un uso frecuente de la pena privativa de la libertad.

Sin embargo la investigación sociológica indica que los impactos de este tipo de medidas

han sido escasos o nulos tanto en la reducción de la delincuencia como de los sentimientos

de temor en la ciudadanía, sospechándose que han prevalecido planteamientos reduccio-

nistas y simplificadores respecto de un fenómeno social eminentemente multidimensional

y complejo.

En Europa, Estados Unidos y Canadá existe abundante bibliografía y se han realizado nu-

merosos congresos y seminarios orientados a la discusión de programas que han dado lugar

a importantes reflexiones e inspirado acciones por parte de las autoridades implicadas y de

la sociedad civil. En América Latina no han habido experiencias similares y la disponibilidad

de literatura sobre las nuevas tendencias en este campo es muy exigua.

Desde fines de los años ochenta y especialmente en los noventa, en Estados Unidos1,

Canadá, Japón y en varios países de Europa se están registrando importantes reducciones

en los índices delictivos. En cambio en América Latina, a pesar de la baja credibilidad de

las estadísticas criminales, puede sostenerse que en esta década se observan: a) continuos

incrementos en las tasas de criminalidad, especialmente de los índices de delitos contra la

vida y la integridad física de las personas; b) una mayor participación de los jóvenes en la

delincuencia, especialmente en la organizada; c) una relación más estrecha entre la delin-

cuencia individual y la organizada vinculada con el tráfico y consumo de drogas; y d) una

internacionalización del delito, como sucede con el tráfico de armas y drogas, el contrabando

de especies, los robos de automóviles, etc.

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Ahora bien, la criminalidad y el sentimiento de inseguridad acarrean considerables costos

económicos y sociales para cualquier país.

Entre los primeros se pueden mencionar, por ejemplo, aquellos directamente imputables

a la comisión de delitos tales como las pérdidas de objetos o de dinero derivados de la

perpetración de robos, hurtos o de estafas; daños derivados de la acción de actos vandálicos

y de los provocados por la reacción de la fuerza pública frente a ellos; los costos implicados

en la posterior intervención judicial y penitenciaria; los gastos en la asistencia hospitalaria

1 En efecto, según el criminólogo de Carnegie Mellon University Alfred Blumstein, las tasas de homicidio

han descendido entre 1991 y 1998 en un 76,4 % en San Diego; 70,6% en Nueva York; 69,3% en

Boston;

62,8% en San Antonio; 61,3% en Houston; 59,3% en Los Angeles; 52,4% en Dallas; 27.03% en Detroit

y 22.3% en Chicago. (cfr. El Mercurio: 22 de abril de 2000).

Sin embargo, cabe señalar que durante los primeros seis meses del 2000, por primera vez en los últimos

ocho años, se han incrementado las tasas de homicidio en las principales ciudades de los Estados Unidos,

incluyendo Nueva York, Los Ángeles, Boston, Nueva Orleans, entre otras. Según el penalista Alan Fox, “si

no se toman las precauciones necesarias, la violencia juvenil podría volver a los niveles de una década”

(cfr. www.latercera.cl: 22 de junio de 2000).

Por otra parte, desde la perspectiva del temor ciudadano, de acuerdo a una encuesta efectuada por USA

Today/CNN/Gallup en Estados Unidos, “un 70% de los padres de alumnos reconoció que está más

preocupado por la seguridad de sus hijos en la escuela que hace un año” (cfr. www.latercera.cl:16 de

abril de 2000).

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a las víctimas de delitos contra la vida y la integridad física de las personas. A lo anterior

se deberían agregar los costos de carácter indirecto tales como la contratación de seguros

contra robos de casas, vehículos o de servicios privados de seguridad; la instalación de rejas

o muros de cierre en las viviendas, conjuntos residenciales, negocios y empresas; la compra

de sistemas de alarma, armas y perros guardianes; la desvalorización de las propiedades

emplazadas en áreas criminógenas; la disminución del turismo; etc.2.

Los costos sociales, aunque difíciles de evaluar, están relacionados con las consecuencias

del delito sobre la víctima, como sucede con el tratamiento médico de heridas o los trauma-

tismos; los cambios en el estilo de vida, como abstenerse de salir por la noche, de concurrir

a lugares de esparcimiento ubicados en áreas peligrosas, entre tantos otros y que implican

un deterioro en la calidad de vida de las personas. En lo referido al nivel de la sociedad en

general pueden mencionarse los costos derivados del creciente sentimiento de temor de la

población, así como las consecuentes presiones de la ciudadanía ante el sistema político por

una mayor eficacia en la gestión de los programas de Seguridad Ciudadana.

II. MODELOS Y ESTRATEGIAS PARA LA PREVENCIÓN DEL DELITO

Como se señaló anteriormente, con frecuencia se ha considerado que el problema del control

del delito debía enfocarse necesariamente en las características y motivaciones de las personas

delincuentes reales o potenciales, por lo cual cobraban especial relevancia las estrategias

de control formal de la sociedad representada por las instituciones policiales encargadas de

reprimir a los delincuentes y de detenerlos, el funcionamiento de los tribunales de justicia

en cuanto a una oportuna aplicación de una sanción penal, y de las cárceles donde los reos

son recluidos y rehabilitados.

Esta estrategia basada en el poder disuasivo que tendría la intervención represiva policial y

la aplicación de severas condenas privativas de la libertad por parte de la judicatura repre-

senta costos elevados para el erario público, en tanto que los beneficios en la reducción de

los índices de la criminalidad y la reducción del temor ciudadano han mostrado una escasa

o nula eficacia como métodos capaces de enfrentar con éxito el delito, de acuerdo a los

resultados de investigaciones empíricas sobre el impacto efectivo de la aplicación de este

tipo de medidas en los países desarrollados.

Además, en el corto plazo, la acción represiva de los organismos del Estado tiende a ser

inequitativa, al centrarse en los sectores sociales minoritarios y en los segmentos poblaciona-

les más pobres, los cuales ven sus garantías constitucionales conculcadas frente a abusos o

2 Pese a las dificultades existentes en la comparabilidad internacional de estos costos, “un estudio

comparativo del BID con una metodología común encontró costos económicos considerables: éstos

alcanzaban como porcentaje del PIB, en 1995, a 24,9 en El Salvador, 24,7 en Colombia, 11,8 en

Venezuela, 10,5 en Brasil, 12,3 en México y 5,1 en Perú” (cfr. CEPAL, 1999: 18).

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arbitrariedades de la policía, sin disponer en la práctica de mecanismos de defensa efectivos

para hacer valer sus derechos ciudadanos.

Ante esta situación han surgido nuevos modelos y reformulado los existentes. En términos

generales éstos procuran “prevenir, reducir la frecuencia o limitar la posibilidad de

aparición de actividades criminales haciéndolas imposibles, más difíciles o menos pro-

bables” (Gassin, 1990: 27) mediante el diseño e implementación de conjuntos de medidas

emanadas desde diferentes instancias de gobierno, en las cuales la comunidad desempeña

un rol activo.

La prevención del delito representa un constructo político e ideológico del cual se derivan

múltiples acciones de orden práctico. Sin embargo, por cuanto este término es bastante

difuso, elusivo y complejo, su significado ha asumido en el tiempo diferentes connotaciones de

acuerdo al contexto socio histórico en que se ha aplicado, dando lugar a disímiles estrategias

y nociones competitivas entre sí acerca de aquello a lo que en esencia se refiere y respecto

de las prácticas institucionales que legítimamente se pueden derivar de él.

Lo anterior ha impedido formular generalizaciones y dificultado enormemente las posi-

bilidades de formular una taxonomía respecto de modelos de prevención delictiva que

han surgido y coexistido de manera híbrida a lo largo del tiempo, lo cual ha dado lugar a

estrategias de prevención muy interdependientes y mixtas en su aplicación práctica. Tal vez

por estos motivos la prevención del delito ha sido objeto de diversas construcciones –así

como deconstrucciones–, recibiendo escasa atención por parte de la teoría sociológica.

A pesar de estas dificultades evidentes, en este trabajo se intentará hacer una exposición

crítica sobre los principales modelos y estrategias de prevención del delito utilizados en los

países del llamado Primer Mundo durante los últimos decenios del siglo XX, los cuales han

servido de inspiración de políticas públicas en materias de Seguridad Ciudadana en América

Latina durante los últimos años.

Sobre la base de lo anterior, se procurará inferir algunas categorías sociológicas de análisis

relevantes que permitan clasificar y sintetizar los aspectos más sobresalientes de los modelos

analizados identificando peculiaridades útiles para el diseño de estrategias de gestión de

políticas públicas en el ámbito de la Seguridad Ciudadana.

A. Modelo de prevención social primaria de conductas delictivas

Las estrategias de acción basadas en esta idea propician un tipo de intervención por parte

de los organismos del Estado caracterizado por ser demasiado teorizante e inespecífico,

centrándose en tratar de disminuir las tendencias delictivas de la población en mayor riesgo,

influyendo en sus actividades y comportamientos mediante el diseño e implementación de

amplios programas de desarrollo económico-social a largo plazo en materias de educación,

salud pública, vivienda, empleo y de recreación para el uso del tiempo libre por parte de

los jóvenes.

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De acuerdo a lo expuesto, esta estrategia no considera de manera prioritaria la adopción de

medidas tales como el posible efecto de intimidación que pueda derivar de la acción policial

mediante patrullas, por ejemplo, o de acciones focalizadas en la sanción penal de los infrac-

tores, en su rehabilitación, o en la indemnización a las víctimas de los actos delictivos.

La lógica de este tipo de intervención pública radica en el supuesto de que el mejoramiento

de las condiciones materiales de vida de la población más vulnerable y proclive a cometer

delitos contribuyen a neutralizar los factores que originan conductas criminales y que, por

tanto, se debe mudar la condición socioeconómica de las personas antes que éstas incurran

en un acto delictivo.

Debido a lo anterior, este modelo propicia una estrategia de prevención social primaria o

anticipadora de la criminalidad, que se diferencia de la prevención secundaria y terciaria que

se aplican cuando el delito ya se ha cometido, procurando interrumpir una carrera delictiva

o la reparación de las víctimas, por ejemplo.

Este discurso basado en las teorías clásicas sobre la etiología del delito, según las cuales

la acción criminal obedece a un conjunto de factores anteriores a su perpetración, tuvo

una generalizada aplicación durante la época del Estado Benefactor en Suecia, Inglaterra,

Francia, Países Bajos, entre otras naciones europeas, y en Canadá.

Las investigaciones orientadas por este modelo en diversos países han mostrado que los

siguientes factores ejercen influencia sobre las predisposiciones a la delincuencia: a) los

problemas que afligen a la familia de los hijos adolescentes tales como abandono, maltrato

e indiferencia de los padres; b) el ausentismo, la mala conducta y el abandono escolar; c)

la pertenencia a pandillas o bandas delincuentes; d) el consumo excesivo de alcohol y otras

drogas; e) la prevalencia de problemas de personalidad tales como falta de auto-estima, de

auto-control, egocentrismo, poca resistencia a la frustración, deseo de obtener gratificaciones

materiales inmediatas; y f) la persistencia de necesidades urgentes que pueden ser satisfechas

rápida y fácilmente por medios ilegítimos.

Si se asume que la presencia de uno o varios de los factores mencionados predisponen a

la comisión de los delitos, se entiende que los objetivos de las medidas de prevención social

deben orientarse a que los potenciales infractores satisfagan sus necesidades básicas y sus

aspiraciones a través de medios legítimos.

En tal sentido, en el ámbito escolar se proponen reformas a los contenidos de los currícula

en términos que proporcionen códigos de comportamiento respetuosos hacia los derechos

de las personas; la instauración de un tipo de disciplina justo, claro y consistente, que

conlleve una sanción equitativa a los infractores y que castigue con especial severidad los

actos violentos; la creación de mecanismos acordados de mediación y arbitraje de conflictos

que surjan al interior de las unidades educativas; la organización de actividades extra-

programáticas recreativas; el refuerzo de los sentimientos de identificación con la escuela

que podría lograrse a través de unidades educativas y de salas de clases de tamaño adecuado

que posibiliten la supervisión personalizada de los alumnos; la instauración de sistemas

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de ayuda a los estudiantes que tengan dificultades en la continuidad de sus estudios, entre

otras.

Otro tipo de medidas apunta a desalentar la constitución de bandas delincuentes identi-

ficando a los líderes que reclutan a sus seguidores o cómplices conformando pandillas. De

manera complementaria y simultánea se deben implementar programas de formación,

orientación laboral y capacitación que eviten la presencia de jóvenes sin trabajo en sus

medios residenciales.

Sobre la base de esas ideas fuerza, en la práctica social se han emprendido diversos tipos

de programas entre los que se puede mencionar a vía de ejemplo.

El refuerzo de las estructuras familiares de los hogares donde residen niños y adolescentes de

manera que sean capaces de orientar y supervigilar la conducta de los hijos, evitar episodios

de violencia intrafamiliar y de maltrato al menor y las rupturas matrimoniales, de manera

que los hijos no deban ser internados o sometidos a regímenes de custodia3.

La realización de acciones orientadas a disminuir el fracaso, el ausentismo y la deserción

escolar a través de compromisos acordados con la comunidad educativa –educadores,

padres y alumnos– que incluyen recompensas por la asistencia regular a la escuela, el

acuerdo sobre códigos de conducta a ser respetados por los niños y los adultos, así como

la identificación de problemas y soluciones realizados a través de grupos de discusión y

acción juvenil4.

En esta misma línea se han implementado programas de intervención en escuelas de

enseñanza media profesional que implican conjuntos de medidas que han incluido: la

instauración de un servicio informatizado de registro de inasistencias; llamadas telefónicas

a los padres efectuadas durante la misma mañana en que su hijo no asistía; contratación de

consejeros escolares que hicieran un seguimiento de los alumnos ausentes, se entrevistaran

con los alumnos que pensaban dejar sus estudios y aconsejaran al respecto a los profesores;

3 Las experiencias de Homestart en Inglaterra y de Family First en Michigan, Estados Unidos,

representan Centros Familiares dirigidos por profesionales y voluntariado capacitado para ofrecer

apoyo práctico a hogares en situación de peligro de ruptura son ejemplos que se inscriben en esta línea de

acción programática. En cuanto al proyecto Homerstart, hacia 1992 existían 130 programas locales

que otorgaban apoyo a unas 7.900 familias. Una investigación evaluativa de cuatro años mostró que un

86% de los niños en riesgo registrados no requirió de custodia, y que la gran mayoría de las familias

incluidas en el programa habían experimentado un cambio positivo. 4 Al respecto cabe señalar las iniciativas emprendidas en Inglaterra por la organización voluntaria Cities

in the School que opera en las escuelas. Un proyecto piloto –The Academy– desarrollado en

asociación con Towers Hamlets Association destinado a otorgar educación a cimarreros que no habían

podido ser corregidos en sus escuelas atendió, en 1991, a un 80% de estudiantes que habían tenido

problemas con la policía, proporción que ese mismo año bajó a 0. En siete meses la mitad de los niños

registraba asistencia completa; un 76% encontró empleo, un 16% continuó con su educación y un 90%

de los padres señaló una clara mejoría en sus relaciones con sus hijos. Programas similares han sido

aplicados en Gwent, Merceyside y Lewisham.

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creación de clases de recuperación a quienes habían abandonado temporalmente la escuela

o se ausentaban con frecuencia, de modo de facilitarles el retorno a las clases y proseguir

con sus estudios regulares5.

Además, se ha impulsado el fomento a la recreación en vecindarios donde prevalecen altas

tasas de criminalidad mediante la organización –por parte de autoridades locales, comuni-

dades y organizaciones privadas– de programas que incluyen una gran variedad de activi-

dades de este carácter fuera de la escuela que posibilitan usar constructivamente el tiempo

libre a los niños y jóvenes residentes. Así por ejemplo la creación de clubes deportivos, de

música, teatro, entre otros, permiten acoger a los adolescentes al interior de sus propias

comunidades y recibir apoyo oportuno sin salir de su entorno cotidiano6.

Otra línea de acción que se inscribe en este modelo consiste en vitalizar y dar poder a las

comunidades residenciales que son víctimas de acoso e intimidación por personas o grupos

antisociales, generalmente asociados al micro tráfico y consumo de drogas, frente a los

que se encuentran incapacitados de defenderse. Como en estos casos la intervención de la

policía no puede ser continua, se ha intentado la potenciación o formación de organizaciones

vecinales que operen vinculadas con la acción de unidades de instituciones locales y con la

policía, de manera que les permita reclutar, por ejemplo, a jóvenes desempleados en los

vecindarios en calidad de trabajadores comunitarios7.

Si bien este modelo tiende a excluir la adopción de acciones y la aplicación de programas de

ayuda de carácter socioeconómico, que no tienen por objetivo principal y directo la reducción

de la delincuencia, la generalidad y gran variedad de las acciones públicas en ámbitos muy

diversos imposibilitan evaluar con precisión la eficacia de esta estrategia. Los partidarios de

este modelo están conscientes que sus resultados sólo son apreciables en el largo plazo y

que, en caso que los programas se apliquen a poblaciones objetivo muy grandes, los costos

tienden a incrementarse considerablemente.

Sus detractores le reprochan que los programas que ha inspirado, aunque valiosos y de-

seables en sí mismos, representan una demanda y presión crecientes sobre los gobiernos

que siempre tienen y tendrán a su disposición una cantidad limitada de recursos. También

han argumentado que cuando este modelo fue aplicado a escala nacional durante varios

5 Estas medidas fueron adoptadas en tres escuelas de los Países Bajos que presentaban elevadas tasas

de deserción y ausentismo escolares. Su aplicación hizo disminuir significativamente las ausencias

injustificadas de una tasa promedio de 1,4 horas semanales por alumno a 0,5 horas promedio. 6 La experiencia del denominado Sand End Youth Project, implementado en varios distritos con

alta criminalidad juvenil de Londres en 1992, consistente en la creación de un club que funcionaba de 19

a 23 horas, horario en que los adolescentes no tenían aceptación en los clubes de sus barrios, que les

ofreció la oportunidad de realizar múltiples actividades de entretención programadas por ellos mismos,

redundó en una apreciable disminución de actos vandálicos en los lugares de residencia de los jóvenes. 7 Tal es el caso, por ejemplo, de la iniciativa Shelter, en Inglaterra, que incluye alojamiento supervisado

y apoyo a jóvenes que buscan trabajo por primera vez o que desean tener una vida independiente de

sus padres.

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años, contribuyó sólo a mejorar la distribución de los ingresos de la población pero no a

reducir las tasas de criminalidad (Smith, 1995).

Por otra parte, los críticos a este modelo han sustentado que las causas de la delincuencia

que pretende prevenir no se encuentran necesariamente en el desempleo, la pobreza, la

frustración, la privación relativa, la desesperanza aprendida u otros factores de este carácter

propios de medios en que se educan los niños y adolescentes, precisando además que ex-

isten numerosas personas que aún cuando tengan trabajos estables y bien remunerados sin

embargo delinquen, y que también siempre puede encontrarse a mucha gente desempleada

que no comete actos delictivos.

Se señala, a vía de ejemplo, que “en 1931, en plena primera crisis económica mundial,

en que la desocupación alcanzaba en Inglaterra a un 21% hubo 208 asaltos; en tanto

que en 1996, en época de prosperidad en que la tasa de desocupación fue de sólo 8%,

se produjeron 72.000 asaltos” (Dennis, 1997:7).

Como lo expresan Chinchilla y Ricco (1997:32), “contrariamente con lo que sucede

con la prevención situacional, las medidas de protección individual sobre el potencial

criminal actual más prometedoras son mucho menos numerosas. Las que pudieran

tener efecto a corto plazo apenas han sido evaluadas, y las que han sido, no siempre

han dado resultados alentadores. Sin embargo algunas de ellas ofrecen un potencial

considerable, sobre todo por estar destinadas a atacar ciertos factores de criminalidad

grave”.

B. Prevención situacional del delito

Este modelo, surgido en Inglaterra hacia fines de la década del 70, se basa en el hecho

conocido de que los delitos, en general, como determinados tipos de actos delictivos espe-

cíficos, se distribuyen de manera diferencial en el espacio urbano, puesto que algunos se

cometen con mayor frecuencia en aquellos lugares que presentan para el infractor mayores

oportunidades de éxito junto con una menor probabilidad de ser sorprendido. Esto es así

puesto que el delincuente no sólo requiere de una motivación para delinquir sino también de

una disponibilidad y accesibilidad respecto de la selección de blancos alcanzables que están

en un momento concreto sin vigilancia o control social (Cromwell, 1996).

La prevención situacional no nació de una discusión acerca de la “etiología del delito”, o de las

causas de la criminalidad tal como sucedió con el modelo anterior, sino que pragmáticamente

buscó reducir las oportunidades de delinquir mediante la aplicación de medidas que estén

directamente relacionadas con formas específicas de delito, incluyendo la administración,

diseño o manipulación de un modo sistemático y permanente sobre aquellos espacios

donde se cometen actos delictivos similares, de modo de hacerlos más difíciles y riesgosos

además de menos atractivos y gratificantes. Este modelo asume que es aplicable a todo tipo

de delito, no sólo a los “oportunísticos” contra la propiedad, o a los que implican un largo

proceso de planeamiento.

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En sus inicios sus inspiradores trataron de reaccionar frente a un claro incremento de las

tasas de criminalidad que se había registrado en la época de Wellfare State inglés, “en un

momento en que la fe en los ideales sobre la eficacia de los programas de rehabilit-

ación o tendientes a cambiar las disposiciones sicosociales de los delincuentes habían

mostrado su fracaso, en tanto el incremento de la penalidad como las estrategias de

mejoramiento socioeconómico se mostraban irrelevantes para disminuir las tasas de

los delitos” (Downes y Rock, 1982).

Con posterioridad, hacia fines de los 70, este modelo fue desarrollándose en torno a

la concepción del Homus Economicus, esto es, de un eventual delincuente que calcula

racionalmente los riesgos, costos y dificultades inherentes a la comisión de un delito y de

los beneficios que una determinada acción delictiva puede reportarle. A ello se incorporó

más tarde la idea de que determinadas características del medio físico propician la vigilancia

cotidiana, formal e informal, de las potenciales víctimas respecto de un entorno, lo cual

podía ser reforzado mediante el diseño urbano.

En la actualidad este enfoque tiende a enfatizar las actividades rutinarias que desarrollan las

personas, eventuales víctimas de actos antisociales; una metodología estandarizada basada

en el paradigma de la investigación-acción; un conjunto de técnicas que reducen las opor-

tunidades para la comisión de delitos; y un cuerpo de proyectos evaluados, que incluyen

estudios sobre el desplazamiento de los actos delictivos (Clarke, 1997).

En una clásica formulación de su discurso, Clarke y Mathew definieron las características de

las estrategias sobre el delito situacional como sigue: “1) medidas dirigidas hacia formas

específicas del delito; 2) que involucran diseños o intervenciones sobre el entorno

inmediato donde ocurren esos delitos; 3) de un modo tan permanente y sistemático

como sea posible; 4) como para reducir las oportunidades de cometerlos” (Clarke y

Mayhew, 1980:1).

La aplicación de este modelo ha dado lugar durante los últimos veinte años a numerosos

estudios, realizados principalmente en Inglaterra y Estados Unidos, respecto a la comisión

de distintos tipos de delitos y de delincuentes tales como: robos con violencia (Walsh, 1980;

Maguire, 1982; Bennett y Wright, 1984; Nee y Taylor, 1988; Cromwell, et. al. 1991;

Biron y Ladouceur, 1991; Wright y Decker, 1994; Wiersma, 1996), rateros de tiendas y

supermercados (Walsh, 1978; Carroll y Weaver, 1986); ladrones de vehículos (Light, et. al.,

1993; McCoullough et. al., 1990; Spencer, 1992); lanzas (Lejeune, 1977, Feeney, 1986);

delincuentes en bancos y comercios (Kube, 1988, Nugent et. al. 1989) y delincuentes que

usan violencia (Indermaur, 1996; Morrison y O’Donnell, 1996).

Operativamente, este modelo ha permitido la adopción de una gran variedad de medidas

que pretenden intervenir sobre factores situacionales entre las que se pueden mencionar

aquellas que tienen por finalidad detectar indicios de una actividad delictiva, en orden a

aumentar los riesgos a los que pueden exponerse los infractores. Entre ellas se encuentran

las medidas de vigilancia y detección consistente en la instalación de cámaras, videos, tele-

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visión en circuito cerrado, rayos X, detectores de metales, etiquetas electrónicas, sistemas

de alarma, sistemas telefónicos para comprobar la validez de tarjetas de crédito e identidad

de las personas, etc.

Otros tipos de modalidades de acción están relacionados con los planteamientos de los

arquitectos urbanistas Jacobs, 1962; Jeffery, 1971 y Newman, 1972 acerca del rediseño

de los conjuntos habitacionales del Estado.

Por ejemplo las ideas de Oscar Newman respecto al espacio “defendible” representaron un

interesante esfuerzo por rescatar a las áreas residenciales de más bajos ingresos de la alta

prevalencia del delito, a través de recursos o modificaciones de diseño que permitieran a los

vecinos un fácil control social sobre los accesos a los conjuntos habitacionales y potenciaran

la territorialidad de sus habitantes, de modo que les permitiera reconocer a los intrusos o

extraños, y dificultar a los delincuentes las rutas de escape del lugar.

A pesar de las críticas teóricas y metodológicas que se han formulado a estas ideas, lo cierto

es que ellas influyeron en muchos países no sólo en el diseño de conjuntos de viviendas

públicas en altura –bloques de departamentos–, sino que la noción de espacio defendible

se ha proyectado al diseño de espacios más seguros de escuelas, áreas y locales comercia-

les, entre muchos otros, inspirado numerosos estudios y propiciado diversas medidas de

prevención de la delincuencia (Coleman, 1985).

Entre las intervenciones que se han derivado de estos planteamientos pueden mencionarse

el diseño e instalación de obstáculos físicos que protegen el acceso a edificios destinados a

dificultar la comisión de un delito planeado o a retardar las acciones del delincuente, tales

como puertas reforzadas, rejas, cierres amurallados altos, cristales antibalas, etc.; aquellos

que procuran inmovilizar el blanco mediante mecanismos antirrobos en los automóviles, de

cajas de seguridad empotradas en muros, así como los dispositivos que pretenden retrasar a

los delincuentes en su huida, como la instalación de dobles puertas a la salida de instituciones

financieras o el bloqueo de puertas traseras en las viviendas, entre otras.

En este orden de ideas también se inscriben los controles de acceso a zonas residenciales y

edificios que buscan impedir el ingreso de extraños o limitar su entrada sólo a ciertas personas

autorizadas mediante la instalación de barreras, puestos para vigilantes y porteros, sistema

de entrada mediante el uso de tarjetas magnéticas, códigos electrónicos identificatorios de

acceso a cajeros automáticos, contraseña para el uso de computadoras, etc.

Otros tipos de medidas se refieren a introducir cambios en el entorno y en los trayectos

que realizan víctimas potenciales, de modo que se pueda reducir los contactos entre un

delincuente potencial y su blanco lo cual se lograría mediante mecanismos propios de

la planeación urbana tales como la reorganización del uso del suelo, de las zonas de

estacionamiento de vehículos, de los paraderos de transporte colectivo, o a través de una

racionalización de los horarios, por ejemplo disponer horas diferenciadas en las entradas

y salidas de los escolares de menor y mayor edad y de desocupación de los estadios de las

“barras bravas”, o de cierres de lugares donde se expendan bebidas alcohólicas, en forma

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que se impida la coincidencia en el tiempo y en determinados espacios entre eventuales

delincuentes y sus víctimas.

Por último este modelo ha propiciado la incorporación de mecanismos tendientes a la

eliminación o disminución de los beneficios que pueda reparar la comisión de un delito por

medio de marcas de identificación colocadas en objetos de valor y en automóviles, la insta-

lación de sistemas electrónicos que permitan ubicar los vehículos robados, de sistemas de

detección de metales que identifiquen a los infractores, así como una estricta reglamentación

que impida la venta y porte ilegal de armas.

Este discurso consiguió constituirse en el más poderoso y hegemónico hacia fines de siglo

logrando una gran difusión en todo el mundo. Young, 1994:91 señala al respecto que “el

modelo de prevención situacional del delito, acoplado a la teoría de la elección ra-

cional, es un paradigma innovador de gran importancia”. Sus bases teóricas han tornado

irrelevante el estudio de la biografía de los delincuentes, su historia, contexto, motivacio-

nes e interpretaciones subjetivas como categoría central del conocimiento criminológico,

desplazándolo por un individuo abstracto que siempre estaría en situación de efectuar una

acción-elección racional.

Desde una perspectiva teórica, se han criticado los esfuerzos de la prevención situacional

en sus basamentos económicos derivados de la elección racional, por cuanto: 1) ignoran

que generalmente los beneficios de un delito no siempre pueden ser medidos en un equiva-

lente monetario; 2) esta teoría económica no capta la gran variedad de comportamientos

rotulados socialmente como delitos y su variedad de costos y beneficios, considerándolos

como una simple variable en sus ecuaciones; 3) los modelos matemáticos acerca de las elec-

ciones para delinquir a menudo requieren de datos que no están disponibles y sólo pueden

lograrse acudiendo a supuestos poco realistas; 4) la imagen de la teoría económica sobre la

auto-maximización de los beneficios de decisiones cuidadosamente calculadas, no encajan

con la naturaleza de una enorme cantidad de delitos (Clarke, 1992).

Por otra parte, este modelo no aborda la manera como el cambio social afecta las condiciones

que pueden originar el delito y sus modalidades de comisión, focalizando su atención en

aquellos que pueden cometerse en las calles o espacios públicos en general. Sin embargo el

peligro y la violencia que tienen lugar en la esfera privada –ya sea en las organizaciones y o al

interior de la vivienda–, pueden ser más graves que los que ocurren en el ámbito público.

También se reprocha a la prevención situacional la omisión de su agenda de los llamados

delitos corporativos cometidos contra competidores, proveedores, empleados, consumidores

y el público en general (Box, 1983); así como de los que se cometen por parte de agentes del

Estado contra los derechos humanos de la ciudadanía (Cohen, 1996; McLaughlin, 1996).

Además, el modelo situacional ha merecido innumerables críticas respecto de las estrategias

de prevención que ha inspirado. Por ejemplo existen fundadas dudas respecto a su eficacia

respecto a determinados tipos de delitos y de delincuentes. En principio, las medidas derivadas

de la aplicación de este modelo generalmente tienen como objetivo blancos materiales, ya

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sean éstos personas o cosas, refiriéndose siempre a delitos que involucran un planeamiento

previo por parte del actor como sucede con las agresiones, los robos, hurtos, etc. En estos

casos la prevención situacional puede resultar exitosa, siempre que las medidas previstas se

adapten a los diversos tipos de blanco.

Sin embargo, no parece coherente que se postule recurrir a medios materiales para impedir

la comisión de delitos inmateriales o intelectuales como son, por ejemplo, aquellos que

constituyen un atentado contra la dignidad o el honor de una persona, así como también

resultan poco eficaces estos medios en los casos de las infracciones involuntarias o casuales

en que se actúa con negligencia o imprudencia faltando la voluntad de obtener un resultado

delictivo, puesto que en estos casos no existe una elección racional de un objetivo.

En cuanto a los delincuentes, cabe reiterar que no todos actúan sobre la base de un cálculo

racional de corto plazo. Muchas veces éstos cometen delitos de manera impulsiva, como

ocurre frecuentemente con la violación, los homicidios, especialmente de niños, la violencia

intrafamiliar, aquellos que se desencadenan bajo la influencia del alcohol y otras drogas, o

bien son producto de una enfermedad mental.

Además tampoco parecen ser eficaces las medidas situacionales respecto a la gran cantidad

de delincuentes reincidentes y profesionales, quienes son generalmente capaces de remover

los obstáculos que, sólo en determinados momentos y espacios, dificultan la comisión de

un delito.

No sin cierta ironía se reconoce a este modelo aprovechar e impulsar el desarrollo de

aparatos electrónicos, de computadores, de inteligencia artificial, bioquímicos, de la arqui-

tectura y diseño, entre muchos otros campos, que han propiciado que el control del delito

y su prevención se hayan convertido en una lucrativa industria. Para Marx (1995), estas

innovaciones tecnológicas han conducido en ocasiones a peligrosas consecuencias no

deseadas, como sucede en los casos en que simples ladronzuelos que desean extraer algún

dinero de sus víctimas se convierten en raptores para conseguir acceder a los códigos de

sus tarjetas bancarias.

Para Garland (1996), el éxito del discurso de la prevención situacional en la actualidad deriva

del hecho de que, especialmente en las grandes ciudades, el delito se ha convertido en un

tipo de acontecimiento casi tan rutinario como los accidentes del tránsito. Ya no constituyen

sucesos anormales o necesariamente aberrantes sino que han pasado a formar parte de

la vida moderna urbana o un riesgo cotidiano que debe ser asumido y administrado de la

misma manera que los accidentes en la vía pública. A partir de esto, se han producido un

conjunto de transformaciones en las percepciones tanto de los ciudadanos como de las

autoridades públicas, y surgido nuevas modalidades de intervención de los organismos del

Estado acerca del delito que se alejan cada vez más de las políticas de un Estado Benefac-

tor. De este modo, esta estrategia perece orientarse en la práctica a producir pequeños

mejoramientos tales como perfeccionar la gestión de los recursos y de los riesgos, disminuir

el temor ciudadano frente a la delincuencia y los costos en la administración de la justicia

penal.

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Una de las consecuencias que ha traído aparejada la implementación de este modelo es que

el delito se concibe implícitamente como una especie de riesgo “privatizado”, que recae

sobre las organizaciones privadas y la sociedad civil tanto o más que sobre los gobiernos.

Se subentiende entonces que los costos y el riesgo de ser víctima de actos delictivos también

requieren de estrategias de seguridad diseñadas y financiadas por las organizaciones sociales

y la población en general, de manera que las personas y las organizaciones sean capaces

de evitar ser objeto de delitos, solventando aparatos o mecanismos de seguridad (guardias

privados, sistemas de alarma, etc.).

Como postula O’Malley (1992), el efecto que ha tenido la aplicación de la estrategia situacio-

nal es separar el control policial del delito respecto de los problemas más amplios inherentes a

la justicia social. Implícitamente parece entenderse que, según este discurso, las personas son

libres de cometer o no delitos y libres también de protegerse o no de las acciones delictivas,

y que el Estado postularía también de manera implícita que su prevención es problema “de

ustedes” y no “nuestro”. De acuerdo a lo anterior entonces, el tema tiende a ser colocado

como una responsabilidad de las víctimas, a las que les corresponde en su ámbito privado

mantener un comportamiento cuidadoso y costear el sistema de seguridad.

Según el autor citado, en el fondo la lógica que sustenta crecientemente este modelo es la

del neo-liberalismo propio de las economías de mercado. Sin embargo, no puede afirmarse

que todas y cada una de las medidas situacionales se inscriben en esta corriente.

Ahora bien, los estudios realizados para evaluar la eficacia de las medidas propiciadas por la

prevención situacional del delito muestran que las tasas de criminalidad han disminuido en

ocasiones más de un 50%8, a pesar que en algunos casos sus experiencias señalan fracasos

evidentes, los cuales se han atribuido a ineptitud administrativa; fácil detección y remoción

de los obstáculos por parte de los delincuentes; descuido de los guardias y observadores

de cámaras de vigilancia; mal manejo de los códigos de tarjetas electrónicas por parte de

los usuarios; errores de diagnóstico, en términos que las medidas se habían centrado en

blancos de “alto riesgo”, sin que de hecho lo constituyeran; a que el público no utilizó por

negligencia o comodidad los mecanismos de protección previstos, entre otros.

En términos generales, se ha demostrado que incluso en los casos exitosos se ha producido

un desplazamiento del delito hacia blancos no protegidos, incrementándose en otros espacios

y horas del día. Por ejemplo desde calles, supermercados y edificios con cámaras de vigilancia

hacia otros cercanos que no disponen de ellos; desde microbuses resguardados a metro-

trenes desprovistos de control; de barrios controlados por guardias a los que no los tienen;

de delitos cometidos en determinadas horas en que se realizan controles hacia aquellas en

que no se efectúan. La medición del desplazamiento delictual en éstas y otras situaciones

8 En Newcastle, Inglaterra, en 1992 se instalaron cámaras en determinadas calles, entre otras

medidas adoptadas para la prevención del delito. Luego de 15 meses de su instalación se comprobó que

los robos con fuerza en el área habían disminuido en un 57%, el robo de vehículos en un 47%, y el

hurto desde vehículos en un 50%.

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semejantes sólo podría ser diagnosticada mediante rigurosas y costosas investigaciones a

escala de una ciudad.

Quienes detentan el modelo sostienen que se debería considerar como contrapartida el

“efecto de difusión de los beneficios” que tiene connotaciones espaciales y temporales

paralelas al proceso de desplazamiento delictivo. Así no sólo disminuye el delito donde

y cuando éste se previene sino que se produce un beneficioso efecto de halo hacia los

espacios y horas en que las medidas no se aplican, como sucede con la detección que en

determinadas ocasiones y en ciertas vías se realiza respecto de los conductores que manejan

en estado de ebriedad, lo cual disminuye la tasa de accidentabilidad del tránsito en toda

una ciudad.

C. Prevención multi-agenciada del delito

Las primeras experiencias basadas en este modelo tuvieron lugar en los años setenta en

Suecia y Canadá.

En el país eslavo se creó, en 1974, el Consejo Nacional para la Prevención de la Delin-

cuencia dependiente del Ministerio de Justicia, orientado a reducir la criminalidad en el largo

plazo y a mejorar la seguridad ciudadana. Este organismo compuesto por profesionales de

distintas profesiones –criminólogos, sociólogos, sicólogos, abogados, etc.– empezó desde

su creación a actuar en estrecha colaboración con el Poder Judicial, diversos organismos

públicos, autoridades locales y organizaciones ciudadanas centrando sus esfuerzos en el

diagnóstico de la criminalidad y en la elaboración de políticas de prevención a ser aplicadas

en el plano local. Desde 1991 empezó a colaborar con la Dirección Nacional de Policía en

orden a crear organismos de prevención en cinco ciudades del país. Cabe señalar además

que Finlandia, Noruega y Dinamarca se inspiraron en el modelo sueco, conformando también

sus respectivos Consejos Nacionales.

En Quebec, Canadá, desde 1971 se constituyeron comités regionales para la prevención

de la delincuencia y diversas organizaciones comunitarias con este mismo fin. Sobre la

base del Consejo de Prevención del Delito, creado en Canadá en 1994 como organismo

autónomo pluridisciplinario compuesto por 24 voluntarios designados por el Ministerio

de Justicia y el Procurador General del país, las políticas se han focalizado en estudiar e

introducir modificaciones de las normativas de administración de justicia y en la situación

de los niños y jóvenes.

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En Francia en 1983 se constituyó un Consejo Nacional para la Prevención de la Delincuencia,

también basado en el modelo sueco, que a partir de dicho año ha conformado más de 850

consejos comunales, presididos por los Alcaldes, con representantes de los ministerios del

área social y de la comuna, así como de expertos y personas a cargo de organizaciones

gubernamentales y comunitarias, jueces y profesionales. Estos Consejos administran fondos

para proyectos locales que financia el gobierno central mediante contratos exigiendo a los

gobiernos municipales llevar a cabo un detallado análisis del delito, una evaluación de las

estrategias actuales de prevención del delito y un plan sistemático de acción futura. En estos

planes se incluye el compromiso de las autoridades locales, la policía, directores de escuelas,

propietarios de viviendas sociales, empresarios y redes de transporte público9.

En Inglaterra también en el año 1983 se creó una Unidad de Prevención dependiente de

la dirección de policía del Home Office (Ministerio del Interior), con la misión de crear

conciencia en la ciudadanía acerca de su vital compromiso y responsabilidad en el control de

la delincuencia, a lo cual se denominó “ciudadanización del delito”, y de promover medidas

sociales, de corto y largo plazo, de apoyo a la acción de los servicios locales, en términos

de mejorar la seguridad comunitaria.

Entre los programas de prevención inspirados en este modelo habría que mencionar también

el denominado “Cinco Ciudades” de 1985, y especialmente el conocido como “Ciudades

más Seguras” (Safer Cities), aplicado desde 1988 a 1993 en su primera fase, cuyos objetivos

principales consistían en disminuir las tasas de delincuencia; reducir el temor hacia el delito

y lograr entornos urbanos más seguros, de modo que puedan prosperar las actividades

comerciales, empresariales y económicas. Este programa fue aplicado en 20 ciudades y

localidades y ha apoyado cerca de 5.000 proyectos de prevención del delito en unas 30

áreas urbanas y del interior. Las medidas a que se recurrió incluyeron el fortalecimiento de

objetivos (target hardening) mediante mejoramiento de accesos a edificios, alarmas, alum-

brado, vigilancia de vecindarios, programa de marcas de objetos, distribución de volantes

e inspecciones domiciliarias. Esta experiencia representó una manifestación concreta de

una estrategia localmente basada aunque centralmente dirigida y multi-agenciada que en

los hechos combinó los modelos de prevención social y situacional10.

Con posterioridad, en 1993, el Home Office creó un nuevo Consejo para la Prevención

de Delito, conformado por representantes de la industria, el comercio, los negocios y de

organizaciones sin fines de lucro, con la intención de duplicar, en una segunda fase, los

proyectos canalizados al programa “Ciudades más Seguras”.

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En 1993, la ciudad de Houston tuvo la iniciativa de convocar una coalición de siete ciudades

que se comprometieron a iniciar un Plan para la Prevención del Delito en Texas conocido

como T-Cap (Texas City Action Plan to Prevent Crime). La coalición se conformó bajo la

dirección del Alcalde y contó con la participación de actores de distintas agencias de la ciudad

que integraron equipos de trabajo sobre diversos temas tales como educación orientada a la

sensibilidad cultural y a un ambiente de aprendizaje más seguro; capacitación laboral y de

creación de vínculos con empleadores; planes de salud y de medio ambiente para derivar a

jóvenes en situación de alto riesgo a los servicios que prevengan la formación de pandillas;

planes para la recreación y la formación de destrezas para la juventud, etc.11.

Una de las ideas fuerza de este modelo consiste en la “responzabilización ciudadana” en

la prevención y disminución de la delincuencia. Esto implica concebir que la inseguridad

ciudadana no puede ser superada acudiendo a mecanismos del mercado, ni tampoco por un

Estado que opere de modo centralizado, sino apelando al compromiso activo y mancomunado

de los gobiernos y de la ciudadanía en la lucha contra el crimen.

Si bien el discurso del modelo incluye la intervención de los agentes privados en la prevención

del delito, se critica que la aplicación del modelo situacional ha ido convirtiendo a sectores de

las ciudades en verdaderos enclaves o fortalezas autosegregadas reveladores de un proceso

que tiende a privatizar el problema eminentemente ciudadano de la inseguridad pública. De

acuerdo a Bottoms (1990), este individualismo acarrea claros peligros, pues su resultado

final puede consistir en una ciudad que tenga fuertes dispositivos de protección en viviendas,

calles y locales comerciales, en tanto los citadinos tendrían que usar alarmas personales, y

tal vez armas, para su protección individual mientras se desplazan por la ciudad.

Además, la adopción de decisiones respecto al diseño e implementación de medidas y me-

canismos de prevención delictual se entiende que no deben ser elaborados exclusivamente

“desde arriba” por parte de organismos centrales del aparato público, pues éstos tienden

a actuar con criterios tecno-burocráticos alejados de la vida cotidiana de las víctimas de la

delincuencia. Por el contrario, según este modelo, las estrategias de prevención tendrían

que aplicarse a través de multi-agencias del Estado que incluyan una asociación entre la

sociedad civil, la policía y, especialmente, a las autoridades locales que constituyen el foco

natural para la coordinación con las instituciones sectoriales del Estado y por cierto con los

organismos policiales, en un amplio abanico de actividades orientadas hacia el logro de la

seguridad.

9 Si bien no existen evaluaciones técnicas de los Consejos, en el período 1983 a 1987, el delito se redujo

en 10,5% en Francia y casi un 12% entre 1985 y 1986 en la ciudad de Lille. 10 Una evaluación del programa en cuanto a la comisión de robo en domicilios mostró una reducción global del

21% en la prevalencia de este delito y se autofinanció al reducir los costos a las víctimas y al Estado. (Ekblom,

P.; Law, H. y Sutton, M.,1996).

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De acuerdo al discurso de este modelo, el control y prevención del delito involucra y

compromete a toda la sociedad, por ello conlleva una visión más amplia del problema de

la inseguridad pública, reformulando así el papel tradicional de la policía como el principal

agente responsable de la lucha contra el delito y tornando un tema central para su éxito

lograr en la práctica una fluida coordinación entre los organismos públicos, el sector privado,

las autoridades locales y la comunidad territorialmente organizada.

En cuanto a la labor de la policía, su eficacia pasa a ser medida principalmente por una

metodología de policiamiento por objetivos en función de la solución de problemas, esto

es, según el logro de metas a ser obtenidas en lugares y tiempos específicos de acuerdo

con indicadores cuantitativamente mensurables. Como la tarea de los organismos policiales

debe ser implementada en estrecha asociación con la comunidad, también forma parte de

la evaluación de su trabajo la opinión de los ciudadanos expresada a través de encuestas

periódicas.

Según Tilley (1994), la prevención del delito a través de multi-agencias ha ido incrementando

su importancia en Inglaterra durante las últimas dos décadas como un modelo que ha

intentado responder al incremento de las tasas de criminalidad derivado del fracaso de los

mecanismos tradicionales basados en la detención y la prisión de los delincuentes. Sin em-

bargo, su análisis es crítico en cuanto a la conflictividad de las relaciones de poder propia de

las interfaces central/local que implica la aplicación de este modelo; a los conflictos latentes

de coordinación que conlleva la asociación de heterogéneas organizaciones del sector público y

privado, que otorgan diferentes significados a la prevención de la delincuencia y para las

cuales esta función representa apenas un objetivo marginal; así como a las complejas y no

siempre transparentes redes que los policías deben tejer con los individuos y grupos para

la implementación de los programas en el ámbito local.

11 Entre 1992 y 1994 los índices de delitos denunciados en las siete ciudades del T-CAP descendieron, y

en Houston dicha reducción fue del orden del 14% en el período.

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Autores como Liddle y Gelsthorpe (1994) han observado que en la escala local, con el paso

del tiempo, los programas han ido aumentando su diversidad y falta de uniformidad a pesar

de los esfuerzos en contrario desarrollados por el poder central, de modo que el progreso

real conseguido en determinadas áreas obedece fundamentalmente a las idiosincrasias

históricas locales o al compromiso y talento de determinadas personas y grupos que han

asumido el problema de la prevención del delito como un deber propio.

Además como estos proyectos fueron en gran parte financiados por empresas locales, la

opinión de sus representantes ha ido adquiriendo un status “casi de oráculo” (Loveday,

1994) y en la práctica las autoridades locales, en general, han perdido progresivamente su

rol clave de coordinación, erosionando el gobierno democrático comunal en favor de una

gestión cada vez más centralista del Ministerio del Interior.

El éxito de estos programas no ha podido ser evaluado fehacientemente, cuestionándose que

las iniciativas no han tendido a prevenir la delincuencia per se, sino a disminuir el temor a

la delincuencia al conseguir ciudades más seguras para la inversión, instalación y desarrollo

de actividades económicas y comerciales. En esto último las mediciones han encontrado

resultados positivos así como en la disminución de delitos menores cometidos en barrios y

calles vigilados por vecinos voluntarios.

Finalmente también a este modelo se le ha formulado la misma crítica que al de la prevención

situacional, en cuanto a que su aplicación tiende a provocar un desplazamiento del delito

de carácter: “1) „temporal‟, o sea, que el delito sea cometido en otra oportunidad; 2)

„espacial‟, de modo que el mismo acto sea realizado en otro lugar; 3) „táctico‟, que se

cometa a través de un procedimiento distinto; y 4) „funcional‟, es decir, que sea cometido

otro delito al originalmente planeado o concebido por su autor” (Pease, 1997:977).

D. Prevención comunitaria del delito

El duro debate entre aquellos que propician que los individuos autónomos y racionales deben

ser protegidos y liberados del poder del Estado y de la interferencia del aparato burocrático

público y los que preconizan la supremacía de lo social sobre lo individual pareció favorecer

una nueva emergencia de las ideas del comunitarismo, particularmente en cuanto a que la

comunidad, más que el Estado o los individuos aislados, debería ser el centro del análisis

sobre los problemas sociales contemporáneos y que en la elaboración de las propuestas y

en la adopción de decisiones respecto a la superación de los mismos debería tomar parte

la propia comunidad afectada.

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Hacia fines de los ochenta y durante los noventa se hicieron cada vez más frecuentes las

nociones de “participación comunitaria”, y en terminología inglesa los de empowerment

community, resposibility y solving-problems community, en el tratamiento de los temas

y en el diseño de estrategias relativas a la prevención del delito.

Estas concepciones ostentan parentescos múltiples en la historia del pensamiento social,

pues tienen vinculaciones con las nociones aristotélicas acerca del republicanismo cívico, las

ideas Judeo-Cristianas sobre comunión y la tradición sociológica vinculada con Ferdinand

Toennies e incluso más lejanamente con Emile Durkheim; así como la expresión de las aspi-

raciones comunitarias parecen estar también asociadas con las primeras utopías socialistas

y anarquistas de Robert Owen y Peter Kroptkin.

Sea como fuera, esta heterodoja herencia tuvo la virtud de romper en gran parte la discusión

entre neo-liberales y partidarios del Estado Benefactor al apelar sobre la existencia de per-

sonas y grupos humanos específicos, en vez de continuar con el tradicional debate abstracto

sobre la primacía de los derechos individuales sobre los del Estado o vice versa.

Tal vez debido a su origen híbrido, es posible identificar un tipo de comunitarismo “conser-

vador” que intenta una re-moralización de la sociedad, tal como lo concibe Etzioni (1995):

“el Comunitarismo llama a restaurar las virtudes cívicas y a la regeneración de las

obligaciones morales entre los ciudadanos”.

Entre las preocupaciones centrales de Etzioni, destaca su afirmación acerca de la existencia

de un desequilibrio entre los derechos de los ciudadanos respecto de sus obligaciones, en

un contexto en que se había perdido el consenso moral respecto a la trascendencia social

de instituciones básicas como la familia, la escuela y las asociaciones voluntarias. De esta

forma, la existencia y fortalecimiento de una moral comunitaria homogénea conformadora

de redes sociales fundadas en la solidaridad y la cooperación, y el retorno hacia una estable

familia tradicional representan tanto una apelación a la vuelta de un pasado, recordado

con nostalgia, como una inspiración en el diseño de futuras políticas públicas tendientes a

resguardar la ley y el orden.

Estas tesis fueron adoptadas, por ejemplo por Dennis y Eros (1997), quienes plantearon

que la familia heterosexual monogámica constituye la célula básica de la estabilidad social en

toda sociedad, y que ella constituye un medio vital para controlar y prevenir el delito. Estos

autores postulan que la familia nuclear ha sido debilitada por el desarrollo del capitalismo

y especialmente por una cultura permisiva e individualista. Así la creciente prevalencia de

separaciones matrimoniales y de hijos ilegítimos criados por una solitaria mujer jefa de

hogar, representa un factor relevante en el incremento de la criminalidad juvenil debido a la

ausencia de un modelo de autoridad paterna. Ya antes Murray (1996:127) había señalado

esta misma idea con su sentencia: “en las comunidades sin padres, los niños se tornan

salvajes”.

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Una de las manifestaciones de este modelo es el conocido como “Plan Tolerancia Cero”,

que en realidad constituye una mutación realizada por los medios de la metáfora de las

Ventanas Rotas planteada en un artículo aparecido en la revista Atlantic Monthly por George

Wilson y Jemes Kelling (1982). Esta tesis postula que así como la presencia de ventanas

con vidrios sin reparar son indicativas de que a nadie le importa el edificio, lo cual puede

conducir a actos vandálicos más serios, que de no ser tratados a tiempo, pueden significar

también que a nadie le importa el vecindario donde se producen y conducir a desórdenes

y conductas delictivas más graves, por cuanto el círculo del delito se retroalimentará en el

tiempo: microtraficantes y prostitutas se ubicarán allí, se localizarán bandas que asaltarán en

sus calles, disminuirán los precios de los inmuebles, la gente respetable se irá del vecindario

y probablemente será reemplazada por personas menos responsables que considerarán el

área como un paraíso para el delito, y así la espiral continuará (Pollard, 1998).

Como corolario de lo anterior, se postula que para evitar esta dinámica negativa, la labor de

la policía debería consistir en reaccionar y controlar siempre con la mayor rapidez y firmeza

posibles los más mínimos actos atentatorios contra la buena convivencia, por cuanto de este

modo se estaría en situación de prevenir la escalada hacia delitos más graves.

Cuando Rudolf Guliani fue electo por primera vez como Alcalde de Nueva York, en 1993,

seleccionó a William Bratton como Jefe de Policía. Desde el principio se dieron a la tarea

de implementar la tesis de las “Ventanas Rotas” mediante una estrategia que partió dete-

niendo a usuarios del metro que no pagaban pasajes, lo que permitió establecer que más

del 10% de las personas arrestadas por evasión de las tarifas del metro era buscada por

un delito anterior, y casi un 5% era portador de alguna arma. Con posterioridad, mediante

redadas sucesivas, fueron arrestados en las calles ebrios, prostitutas, vagos, limpiadores

de parabrisas de autos, pintores de graffitis, vendedores de drogas, portadores de armas,

mendigos agresivos, estudiantes cimarreros y sospechosos en general. La habilitación de

un vehículo especial que disponía de teléfonos, fax, instrumental para tomar muestras de

huellas digitales y cámaras fotográficas permitió disminuir el tiempo de los arrestos de 16

a tan sólo una hora.

Antes incluso de iniciar esta etapa operativa, Bratton consideró imprescindible iniciar y luego

mantener un contacto sistemático con los medios a través de los cuales se transmitieron

diversas campañas de propaganda y de difusión de sus logros especialmente por la radio, con

el propósito de crear un debate público sobre la labor policial, emitir un mensaje optimista

a la ciudadanía y levantar la decaída mística de su personal, así como para advertir a los

infractores que los abusos y desórdenes callejeros iban a ser severamente combatidos.

En orden a mejorar la eficiencia y eliminar la corrupción policial se implementó un proceso

de profundo cambio organizacional o de re-ingeniería en el departamento de policía, con-

formándose equipos internos de restructuración en materias de productividad; disciplina;

capacitación; supervisión; organización del distrito; sociedades para la construcción de la

comunidad; estructura organizacional funcional y geográfica; de relación con la prensa;

estímulos y carrera funcionaria; equipo y uniformes y tecnología e integridad. Como resultado

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de este trabajo, el personal corrupto fue despedido, una gran cantidad de funcionarios que

realizaba tareas burocráticas se destinó a labores de patrullaje en las calles, a los que se

les unió alrededor de siete mil nuevos policías que fueron capacitados de acuerdo con esta

estrategia e igualmente incorporados al policiamiento en las vías públicas.

Con un equipo humano confiable y disponiendo ahora de una dotación policial de 38.000

hombres para una metrópolis de algo más de siete millones de habitantes, se intentó que los

policías tuvieran la máxima presencia y visibilidad en la población de modo que permitiera

una fácil denuncia de los actos anti-sociales por parte de la ciudadanía, una disminución

del temor frente al delito y crear la sensación entre los potenciales delincuentes de que los

policías podían estar prácticamente en cualquier parte de la ciudad. Formaba parte de esta

estrategia el hecho que muchos de ellos anduvieran sin uniformes, recorriendo las calles

más concurridas caminando entre los peatones (Dennis, 1998).

Además, la operatoria del policiamiento callejero también fue drásticamente cambiada

al introducirse la idea de diferenciar la ciudad en áreas y éstas en barrios a cargo de sus

respectivos comandantes, quienes estaban en situación de movilizar rápidamente a las

patrullas y al personal de apoyo hacia los lugares amagados. Cada comandante debía

elaborar una mapa computarizado de los delitos acaecidos en su zona, el que era actualizado

periódicamente.

El resultado de la labor policial era conocido y discutido mediante reuniones que se realizaban

dos veces por semana, denominados Compstat Meeting, en orden a que todos los coman-

dantes contaran con datos actualizados procesados a través del sistema Comprehensive

Computer Statistic (Compstat), de manera que les permitiera conocer y medir los progresos

alcanzados en el logro de metas previamente fijadas de reducción de la delincuencia, las

cuales eran de público conocimiento y examinar los obstáculos presentados en los sectores

bajo su mando y perfeccionar sus tácticas. Ello se tradujo en un estilo de administración

descentralizado y flexible, y en un creciente compromiso de todos los policías con la “lucha

contra el crimen”.

Adicionalmente se diseñó un Programa de Alerta que permitía comunicar a las unidades

policiales, con un día de anticipación, las libertades provisionales otorgadas por los juzgados

a jóvenes delincuentes, a objeto de que quedaran a cargo de un oficial que velara por la

conducta de un recién liberado bajo palabra y evitara su reincidencia.

El control policial también se debía efectuar en los vecindarios donde prevalecían altas tasas

de delincuencia juvenil, con el propósito de evitar que los niños y adolescentes formados

en familias en que era recurrente la violencia doméstica, que se encontraban sin trabajo ni

asistían a la escuela devinieran en drogadictos, se incorporaran a pandillas, se convirtieran

en portadores de armas y se iniciaran en una carrera delictiva. A través de un trabajo

persistente en los vecindarios mismos, denominado “policiamiento vecinal”, se trataba

de ganar la confianza de los vecinos y de los delincuentes potenciales, diseñando con la

comunidad programas de recreación y deporte en las escuelas, en los horarios vespertinos

y nocturnos en que no eran utilizados y durante los fines de semana, para permitir que los

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jóvenes “se salvaran o alejaran del vicio”, al ocupar su tiempo libre de una manera activa

y entretenida12.

Otras iniciativas emprendidas en este ámbito son las patrullas del barrio, constituidas por

los mismos vecinos que recorren las calles de su sector residencial; los caminantes, que son

guardias que en las noches se ofrecen para acompañar a una persona a su casa cuando no

se siente segura; y los puertos seguros, que representan a asociaciones vecinales identificadas

mediante un cartel distintivo que guarecen a quienes están a punto de ser asaltados y se

les ofrece teléfono para que puedan comunicarse con una patrulla policial y los conduzcan

hasta su casa. Además, se abrió la posibilidad de contratar por horas a policías que estén

fuera de servicio durante la noche, quienes otorgan protección de acuerdo a la demanda

de algún interesado.

La estrategia de control y represión contra el delito constituye la dimensión más difundida

y conocida del “Plan Tolerancia Cero” la cual ha merecido severas críticas por parte de las

organizaciones defensoras de los derechos civiles. Estas se manifiestan y recrudecen cada

vez que emergen ante la opinión pública comportamientos de abuso y violencia policiaca

de que son víctimas especialmente las minorías étnicas. Tal fue el caso paradigmático del

alevoso asesinato de un inmigrante nigeriano desarmado acusado de cometer abuso sexual

contra un haitiano, en agosto de 1997, que provocó fuerte repudio por parte de los medios

y de la opinión pública en general.

En términos generales, cabe señalar que desde la implementación de este Plan en Nueva

York, el número de quejas por abuso policial había aumentado en un 41% y se había casi

duplicado el monto de indemnizaciones pagadas en compensación a las víctimas de los

abusos de 13,5 millones de dólares a 24 millones en 1997.

Otro tipo de críticas deriva del hecho de que el creciente número de arrestos de personas

aprehendidas por faltas o delitos menores ha implicado un exponencial incremento en

12 Como resultado de esta sistemática labor en los vecindarios, entre 1993 y 1997 el número de arrestos

por droga en Nueva York se incrementó desde 65.043 a 107.000, en tanto que las detenciones por

violencia familiar aumentaron en ese mismo lapso de 893 a 1.417. Asimismo entre 1993 y 1997 los

asesinatos disminuyeron de 1.929 a 776; los crímenes contra las personas, de 131.000 a 77.356; los

delitos contra la propiedad, de 298.291 a 161. 868; y los robos de automóviles, de 51.350 a 11.631.

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el número de reclusos: desde 300.000, en 1989, a más de un millón y medio en 1995,

contribuyendo a aumentar el hacinamiento en las cárceles y a incrementar severamente el

presupuesto público destinado a la manutención y rehabilitación de los delincuentes.

Pero en el mundo también existen experiencias interesantes que se inscriben en el modelo

de la prevención comunitaria pero con una orientación diferente.

Así como en Nueva York a mediados de la década de los ochenta, antes de la ejecución del

Plan, la prensa local reclamaba respecto a la existencia de una suerte de “putrefacción de

la Gran Manzana”, coetáneamente en Barcelona los medios denunciaban que los índices de

delincuencia, hacia 1984, se habían triplicado en menos de una década llegando a un 25%.

Doce años más tarde dicha tasa había bajado a sólo un 14%. ¿Qué medidas adoptadas en

ese lapso habían permitido este drástico descenso?

En la capital de Cataluña se aplicó una estrategia que no consistió en aumentar drástica-

mente la dotación de policías en las calles ni en recompensar que éstos detuvieran a los

sospechosos reprimiendo faltas y delitos menores. En vez de seguir dicha estrategia aplicada

por la “Tolerancia Cero”, y aprovechando los recursos extraordinarios obtenidos para la

preparación de las Olimpiadas de 1992, se creó una comisión ad hoc que más tarde derivó

en el Consejo de Seguridad Urbana de Barcelona, el cual se constituyó para definir líneas de

trabajo que se adscribieran en una visión global del tema considerando criterios de prevención,

participación ciudadana y solidaridad con las víctimas y con los victimarios.

Los primeros trabajos de la Comisión consistieron en efectuar y analizar encuestas de

opinión y sobre victimización, recopilar y examinar las demandas derivadas de los vecinos

y perfeccionar las informaciones de los aparatos policiales. Más tarde su labor se concentró

en lograr la coordinación de las políticas entre los organismos responsables, los diferentes

servicios públicos y las autoridades políticas. Finalmente, las actividades de coordinación

institucional fueron realimentadas a través de estudios de victimización efectuados por la

Cámara de Comercio y de diversos informes emanados de organizaciones privadas.

Uno de los criterios estratégicos acordados para la implementación del conocido como

“Plan Barcelona” consistió en que éste debía aplicarse “desde el territorio más cercano”, de

modo de comprometer a la población y garantizar un trabajo efectivo en el entorno mismo

donde se experimentan los problemas de inseguridad. De allí surgió la máxima de que “la

seguridad pública hay que gestionarla en relación con la proximidad de la emergencia

del conflicto” (Fundación Paz Ciudadana. Boletín 15, 1998).

Desde una perspectiva urbanística, en la ciudad se efectuaron diversas y cuantiosas inversiones

financiadas tanto por el sector público como el privado, que se volcaron en la remodelación

total y el mejoramiento de la calidad de los espacios públicos de la urbe, de modo que la

población pudiera utilizar las calles y plazas en condiciones más seguras.

En los barrios más deprimidos también se privilegió la construcción de plazas, equipamiento

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comunitario y centros deportivos destinados especialmente a proporcionar lugares de entre-

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tención a los jóvenes además de otros mecanismos de ayuda que impidieran continuar en

una condición de exclusión social. Esto posibilitó que en una década alrededor de la mitad

de la población juvenil desarrollara actividades deportivas en su propio medio residencial y

que los adolescentes se sintieran integrados a su ciudad y a la sociedad.

La idea no consistía entonces en conformar espacios urbanos defendibles, como los propi-

ciados por el arquitecto Newman y recogidos por el modelo situacional, sino en habilitar

espacios abiertos y sociópetos que facilitaran la creación de lugares de encuentro para los

habitantes a través de la construcción de amplias veredas, paseos peatonales, centros cívicos y

culturales, parques y jardines. La concepción urbanística para la prevención del delito,

inspirada en el urbanista Jodi Borja, deriva en este caso del razonamiento de que mientras

más gente se congrega en los espacios públicos, más difícilmente se cometerán actos

violentos, más protegidas se encontrarán las personas en caso de ser víctimas de delitos y

más fácilmente estarán en situación de recibir ayuda de parte de los demás.

El Plan Barcelona fue implementado en la capital de Cataluña a mediados de los ochenta

por el alcalde Pasqual Maragall, quien contó durante quince años con la colaboración del

Jefe de la Policía coronel Juan Delgado. Este instruyó desde un principio a su personal

de que las fuerzas policiales no constituían el brazo armado de la ley o que su función

primordial consistiera en imponer y restablecer el orden público a cualquier precio, sino

que debían representar un factor que contribuyera a la integración social. Por ello, para

tener éxito, su labor debía ser desempeñada consiguiendo el más estrecho contacto con

la comunidad.

En conformidad a lo anterior se creó la “Policía de Proximidad”, que implicaba que cada

policía debía estar asignado a un mismo distrito por un período de tres o cuatro años para

permitir que fuera identificado personalmente por todos los líderes vecinales, alcanzar

los mayores niveles confianza de los vecinos y conocer directamente a los residentes más

vulnerables que requieren de un mayor cuidado.

Además, en cada distrito de la ciudad se conformaron Consejos de Seguridad o Prevención

que congregaban a los grupos sociales que contaran con más alto grado de representatividad

en el plano distrital, que cuentan con sus respectivos referentes en el ámbito regional y

estatal, quienes tienen la obligación de celebrar reuniones periódicas con los jefes de policía

local haciéndose co-responsables de la seguridad del distrito. De esta forma la policía pasó

a constituirse en un intermediario entre la ciudadanía y la administración central.

Ahora bien, no debe pensarse que en Inglaterra y los Estados Unidos imperó sin mayor

debate una visión conservadora y autoritaria respecto a la Prevención Comunitaria del

Delito. Ya en 1929, en Inglaterra, sir Roberrt Peel había señalado que la importancia de

concebir la función policial en términos que trascendieran su función tradicional limitada

a la mantención del orden público; en tanto en Estados Unidos, desde los años cincuenta,

diversos estudios emprendidos por sociólogos y antropólogos mostraban que la acción

policial era selectiva en el control de la población negra, juvenil y de estratos bajos. Estas

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críticas dieron paso en un primer momento a medidas paliativas tales como la formación de

unidades encargadas de relaciones públicas y de mecanismos de diálogo con las minorías

afectadas por la acción represiva del sistema penal.

En los setenta y parte de los ochenta, con el incremento continuado de los índices de delin-

cuencia, la idea sobre la eficacia operativa de las patrullas policiales en vehículos motorizados

queda seriamente comprometida, pues se comprueba que la sola presencia de las patrullas

no inhibe la comisión de delitos ni acarrea una sensación de seguridad en la población. Así

se va perfilando la concepción de que ni el aumento de la dotación policial ni la inversión

de cuantiosos recursos en su perfeccionamiento técnico resultan claves para la detección

y control oportunos de los hechos delictivos. Por otra parte, el hecho que a inicios de los

noventa en Norteamérica los guardias privados contaran con más del doble de dotación

que la policía era un indicador que los ciudadanos de altos ingresos estaban financiando con

crecientes impuestos a los servicios policiales y que, de manera adicional, debían contratar

personal privado para lograr sentirse seguros (Livingston, 1997).

Además se iba tornando cada vez de modo más generalizada la opinión de que el poli-

ciamiento motorizado por las calles tiende a aislar la tarea de los policías, a alejarlos de

la gente y a generar desconfianza en la población. Esta crisis de confianza en las modali-

dades tradicionales de despliegue policial posibilitó la consolidación de la idea de la Policía

Comunitaria13. (Fundación Paz Ciudadana, Boletín 15, 1998).

Para Trojanowicz y Moore (1988:13), “en el contexto de la policía comunitaria se define

lo comunitario como una coalición de personas que viven o trabajan en una determinada

área geográfica y que tienen un interés común en la reducción de la delincuencia, el

desorden y la inseguridad. Los policías son también miembros de la comunidad. Para

los propósitos policiales, la comunidad puede significar simplemente un área territorial

asignada a una patrulla policial”.

Las características centrales del concepto de Policía Comunitaria son: a) prevención del

delito organizada a partir de las comunidades de base; b) reorientación del despliegue o

patrullaje policial privilegiando las acciones proactivas por sobre las meramente reactivas;

c) énfasis en la respuesta y “responsabilidad” hacia la comunidad local; d) descentralización

del mando (Goldstein, 1998).

13 Se señala que las acciones propias de la Policía Comunitaria consistirían en: a) organizar grupos de vigilancia

en los barrios; b) instalar puestos móviles en barrios, malls, plazas, etc.; c) realizar patrullas a pie o en

bicicleta; realizar actividades de contacto con la población tales como ferias y actividades deportivas;

d) incorporar a civiles y organizar juntas de vigilancia; visitar regularmente a las familias en sus domicilios

sin mediar llamados de auxilio, sino con objetivo de lograr un conocimiento mutuo; e) efectuar campañas

de prevención en las escuelas; f) crear unidades especiales para la protección de mujeres, niños y

población vulnerable en general; g) fortalecer los lazos con los grupos minoritarios; h) incentivar la

promoción de los oficiales que trabajan en patrullas preventivas; etc.

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Un aspecto de interés a destacar aquí reside en que mediante la vigilancia local se intenta

reforzar los sentimientos de comunidad, al constituir el barrio el foco de atención y la unidad

espacial sobre la cual se diseñan las acciones de prevención, convirtiendo el tema de la

seguridad en un asunto que compete tanto a los vecinos como a la autoridad política. La

vigilancia pública se entiende que es compartida, pues involucra a vecinos que actúan en

estrecha colaboración con la policía en múltiples actividades que surgen mediante iniciativas

emanadas desde la comunidad local misma.

La reorientación de la patrulla implica distribuir la dotación policial hacia mini-estaciones

emplazadas en las comunidades residenciales para conseguir que el personal mantenga un

contacto personal y cotidiano con los comités locales de prevención, esté en condiciones de

acoger las denuncias de los vecinos y de resolver con rapidez cualquier problema concreto

que se presente. En este sentido, a mediano plazo se espera que la policía no imponga

sus propios códigos sino que los adapten a las realidades locales, en términos de reforzar

las normas de convivencia vigentes en los distintos lugares que pautan efectivamente las

conductas de los ciudadanos residentes en ellos.

La “responsabilidad” de la policía respecto a las comunidades locales significa un cambio

en la operatoria de los servicios policiales en cuanto supone una concepción de que el

público es capaz de hacer un aporte efectivo en la prevención del delito a pesar de carecer

de conocimientos técnicos sobre el tema, y que es parte importante de su tarea lograr la

participación de los civiles incluso en la generación de planes y programas que implican

intercambio fluido de información y reciprocidad en las responsabilidades frente al delito.

La descentralización del mando conlleva un cambio en los criterios estandarizados de evalu-

ación de la gestión policial basados exclusivamente en estadísticas criminales tales como

número de detenciones, delitos cometidos, etc., por otros que incluyan también el aporte

de la policía en la reducción del temor en la comunidad local (Goldstein, 1990).

Lo anterior trae implicado un cambio, tal vez más significativo, en la estructura y en la cultura

organizacional que suelen ser muy jerárquicas, puesto que tienden a centralizar la toma de

decisiones en los niveles más altos de la institución y, por consecuencia, a estar lejos de las

realidades locales. El rediseño de las estructuras decisorias y el traspaso de facultades hacia los

niveles medios y especialmente inferiores donde se desarrollan funciones operativas es, por

cierto, opuesta a la lógica que orienta la actividad de las policías militares o militarizadas.

En Estados Unidos se han aplicado experiencias de este carácter en Nueva York, Boston,

Kansas City, Oakland, Houston Texas, Detroit, Newark, San Diego y Santa Ana, suburbio

de la ciudad de Los Angeles, entre otras.

En Nueva York el primer desarrollo de un programa de Patrullaje y Policías Comunitarios

(CPOP) fue emprendido como proyecto piloto en 1984 en un distrito de Brooklyn; al

año siguiente esta experiencia fue ampliada hacia otros distritos, hasta completar 75 en

1988.

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Casi todas las unidades CPOP estaban compuestas por un sargento supervisor y diez oficiales

que disponían de independencia para enfrentar los problemas policiales en el área en que

estaban permanentemente designados los que tenían una extensión de 10 a 50 cuadras,

dependiendo de su densidad y la incidencia de delitos contando con un promedio de unos

100.000 residentes.

Las funciones principales de estas unidades eran: a) planificadoras, analizando y priorizando

los problemas de su área; b) de resolución de problemas, mediante el desarrollo de estrategias;

c) organizadora de la comunidad, compartiendo informaciones con los vecinos, instándolos a

participar, involucrándolos en el diseño de soluciones y coordinando sus acciones con ellos;

y d) de intercambio de informaciones entre la policía y la comunidad, de manera que ella

disponga de una fuente de inteligencia policial y la comunidad esté en mejores condiciones

para protegerse del delito.

El Instituto Vera –que concibió, planificó, asesoró en la implementación y evaluó el Pro-

grama realizado por el Departamento de Policía de Nueva York– arribó a un resultado

mixto (McElroy, Colleen, Cosgrove y Sadd, 1993). Por una parte, a los policías les satisfizo

tener un horario flexible limitado al patrullaje de un barrio o sector urbano específico y

liberarse de la obligación de estar respondiendo siempre a las llamadas de una central;

por otra, les disgustó el patrullaje solitario, hacer bitácoras diarias sobre sus actividades y,

especialmente, experimentar una indefinición en su carrera profesional ya que sus supe-

riores, por su lejanía, no estaban en situación de evaluar la nueva experiencia en terreno

de cada uno de ellos.

En el caso de Nueva York, esta estrategia no alcanzó buenos resultados en cuanto a disminuir

el delito que estaba impulsado por la creciente distribución del crack entre las pandillas y

nunca pudo superar la reticencia de la jerarquía policial ni la desconfianza ciudadana en la

policía. Especialmente en los barrios más pobres y étnicamente heterogéneos, no encontró

el necesario soporte de una comunidad activa con intereses comunes (Ward, 1998). Fue así

como a pesar del convencimiento en las buenas intenciones del Programa asumido por el

Comisario Benjamin Ward y luego por su sucesor Lee Brown, éste fue reemplazado en su

inspiración por el nuevo Director del Departamento de Policía William Bratton, en 1992,

quien asumió la metáfora de las “Ventanas Rotas” basada ahora en un comunitarismo neo-

conservador para impulsar, como se expuso anteriormente, el “Plan Tolerancia Cero”.

Con todo, la concepción de la Policía Comunitaria mantuvo durante la década de los noventa

una gran difusión. Así es posible encontrar programas con esta denominación en Australia

y en muchos países y ciudades de Europa, como sucede en Londres, donde se utiliza la

noción de Nieigborhood Watch (Skonick y Bayley, 1988) para designar un conjunto de

tareas que realizan la policía metropolitana en conjunto con las comunidades locales en

materias de prevención, vigilancia y seguridad vecinal o barrial14; en Oslo, (Noruega) y en

14 En Londres esta labor incluye tres tipos de acciones: vigilancia pública en la que participan los vecinos

que

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Bruselas (Bélgica), donde se ha optado por celebrar contratos de seguridad en virtud de

los cuales el gobierno conviene con los municipios que ostenten los más graves problemas

la entrega de fondos a mediano plazo para financiar actividades a realizar por la policía

comunitaria, los que suelen incluir la formación de líderes y mediadores, la constitución

de grupos de acogida a nuevos vecinos, la ejecución de programas de apoyo a minorías

étnicas, la creación de centros de tratamiento para drogadictos, la formación de centros

deportivos, etc.

En Japón existe el sistema policial Koban, que tiene una larga historia, pues se instauró en

Tokio a fines del siglo XIX –a partir de la restauración Meiji– expandiéndose rápidamente

a todo el país. Las asociaciones de residentes en las aldeas y las de vecinos en las ciudades

fueron los puntos ejes para la existencia de comunidades locales organizadas.

La estructura organizacional de la policía japonesa dispone de un Servicio Nacional de

Policía, encargado de diseñar y coordinar políticas, y de 47 prefecturas policiales de las

que dependen 10 a 100 comisarías policiales. Aunque cada prefectura goza de autonomía

mantiene algún grado de control central. La jurisdicción de una Comisaría supone además

la división en áreas más pequeñas. En las zonas urbanas existen retenes –los Koban– en

tanto en las áreas rurales se hallan los retenes residenciales llamados Chuzaisho.

En Japón existen alrededor de 6.500 Koban y en ellos los Oficiales asignados se desem-

peñan en tres o cuatro turnos, en cada uno de los cuales cada equipo trabaja 24 horas

consecutivas –con ocho de descanso– en lapsos de tres o cuatro días.

Este sistema permite mantener a los oficiales adscritos a ellos una interacción constante,

estrecha y personal con los residentes locales, pues éstos realizan visitas a todas las viviendas,

negocios y empresas de su jurisdicción lo que les permite formular preguntas respecto a las

necesidades y problemas en materias de seguridad de los miembros de las familias, recibir

peticiones sobre la superación de conflictos presentes en la comunidad y dar consejos

sobre prevención del delito. En general la policía actúa suministrando información y como

consultores en los problemas que se presentan, sirviendo de nexo entre las comunidades y

la administración (Servicio Nacional de Policía de Japón, 1998).

En la actualidad incluso la policía de patrulla pasó también a denominarse policía comunitaria,

a fin de no crear diferencias entre el personal policial, dotándose a todos los policías de

instrumentos de alta tecnología para recibir llamadas de emergencia vía fax. La alta disciplina,

el largo período de capacitación y de entrenamiento intensivo de la policía, además de

razones histórico-culturales, hace que la policía goce de una alta confianza en la ciudadanía,

siendo el factor confianza uno de los logros más destacados de este sistema.

actúan en estrecha coordinación con la policía en barrios específicos; marcaje de bienes para dificultar la

comercialización de especies hurtadas o robadas; y asesoría policial en la introducción de mejoras en las

viviendas en barrios para hacerlas más seguras.

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En Singapore, desde 1983, se introdujo el sistema policial Koban a través de una asesoría

prestada por la Dirección Nacional de Policía de Japón.

Ahora bien, en América Latina, durante esta década, Sao Paulo, San José, San Salvador y

Cali han realizado experiencias basadas en las ideas de la Policía Comunitaria. En algunos

casos ellas se han limitado a algunas áreas urbanas y para el logro de objetivos limitados; en

otros se la ha incluido en estrategias de más vasto alcance como sucedió con el Programa

Desarrollo, Seguridad y Paz –DESEPAZ– instaurado en 1992 en la ciudad de Cali por el

Alcalde Rodrigo Guerrero (Guerrero, 1998).

Resulta extraordinariamente difícil arribar a una visión unificada y general que permita

evaluar los resultados de la Policía Comunitaria. En ciertos casos donde se han realizado

investigaciones empíricas, como en Australia (Normandeau, 1997), se ha señalado que

los grupos de Vigilancia Local son exitosos en los sectores urbanos en que habitan las

familias de ingresos medios y altos que están en situación de financiar campañas locales, la

mantención de sedes, los costos de publicación de información, etc. En Boston y en Sao

Paulo los estudios han revelado avances en la reducción del delito y en el aumento de la

seguridad subjetiva y, especialmente, un mejoramiento de la imagen de la policía debido a

que el control de los ciudadanos respecto al comportamiento de los agentes policiales ha

evitado la comisión de abusos o arbitrariedades.

Según de la Barra (1999), en Newark, Detroit, San José, San Salvador y Cali el diálogo y

la estrecha vinculación entre el público y la policía ha generado una apreciable disminución

del temor y un incremento de la comprensión de la gente respecto de la función policial.

Es claro, sin embargo, que la Policía Comunitaria no es una alternativa de éxito seguro

en la prevención del delito, pues supone requisitos y situaciones que muchas veces están

ausentes, como sucede cuando en una comunidad residencial o local prevalece un estado

de apatía y despreocupación entre los vecinos respecto de su entorno. En esta situación

la organización policial no tendrá un interlocutor que sea capaz de plantear problemas,

proponer iniciativas de intervención e indicar prioridades y, por su parte, la comunidad no

estará dispuesta a tener y mantener en el tiempo un compromiso y una participación activa

en torno a la inseguridad.

Otro tipo de obstáculo dice relación con la desconfianza generalizada que una comunidad

pueda tener respecto a la policía. Esta imagen y evaluación social negativas son ciertamente

muy difíciles de revertir en el corto y mediano plazo.

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Un aspecto no menor se refiere a la estructura de la organización policial misma. Gener-

almente ella es de carácter centralizada y vertical lo cual impide que su personal tenga un

grado de autonomía e iniciativa. La descentralización del mando resulta indispensable para

que los agentes policiales puedan atender las demandas heterogéneas y dinámicas por

seguridad que se plantean en los ámbitos locales las que requieren, para ser satisfechas,

de una libertad e iniciativa propios que les posibilite actuar en la base sin esperar órdenes

emanadas de una autoridad central.

Por último, la Policía Comunitaria conlleva una peculiaridad que puede resultar altamente

riesgosa. En efecto, el hecho que el personal deba y pueda permanecer durante largos

períodos en un medio local sin experimentar rotación y con una relativa autonomía en el

desempeño de sus funciones respecto de un control central, presenta el peligro que pueda

involucrarse en actividades delictivas, como el tráfico de drogas por ejemplo, sin que sea

detectado oportunamente por parte de sus superiores jerárquicos; o bien que su excesivo

involucramiento con una comunidad local eventualmente conduzca a que los policías se

identifiquen demasiado con los ciudadanos, pierdan su objetividad y se inmiscuyan en las

vidas privadas de las personas.

III. LA INSEGURIDAD CIUDADANA EN AMÉRICA LATINA DE LOS NOVENTA

Es un hecho que, especialmente en las grandes ciudades de los países latinoamericanos,

las tasas de criminalidad y el sentimiento de inseguridad ciudadanos se han incrementado y

que constituye un problema social de primer orden que demanda de la intervención eficaz

de los gobiernos para superarlo. Sin embargo la respuesta no parece consistir en importar

de manera acrítica modelos y estrategias conducentes a una criminalización de la política

social, sino que en idear nuevas propuestas de estrategias y mecanismos de intervención

integrales, factibles y eficaces.

Según Chinchilla y Rico (1997), en términos generales las investigaciones muestran la

prevalencia de los siguientes problemas que serían aplicables, con énfasis distintos, a todos

los países latinoamericanos:

1. Ausencia de una política integral y coherente en seguridad ciudadana y prevención

del delito;

2. Desfase entre los objetivos y funciones manifiestas del sistema penal respecto de las

necesidades y aspiraciones de los ciudadanos;

3. Escaso conocimiento de la población sobre las leyes y el funcionamiento del sistema

penal;

4. Intervención policial caracterizada por un desempeño poco eficiente en la lucha

contra la delincuencia, lo cual parece asociarse con la indiferencia y desconfianza de

la comunidad hacia la policía;

5. Falta de definición y ambigüedad de la función policial que con frecuencia provocan

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dificultades de coordinación entre la policía militar y civil;

6. Déficit en los recursos humanos y tecnológicos, particularmente en áreas de inves-

tigación;

7. Negativa percepción y evaluación de la ciudadanía respecto del funcionamiento de los

tribunales de justicia y extrema lentitud en la tramitación de los procesos penales;

8. Sistemas penales caracterizados por la escasa efectividad de los programas de

rehabilitación, lo cual se refleja en altísimas tasas de reincidencia;

9. Hacinamiento y falta de segregación espacial entre reclusos detenidos y condenados,

así como entre primerizos y avezados;

10. Utilización poco racional de instrumentos tales como la libertad bajo fianza y la libertad

condicional, las cuales son usadas a veces sin consideración a la peligrosidad de los

detenidos;

11. Ausencia de la consideración de la víctima de los delitos en su calidad de parte del

proceso penal como sujeto merecedor de programas de asistencia.

Informes realizados por la OPS –Oficina Panamericana de la Salud– han revelado que entre

1980 y 1990 las tasas de homicidio en América Latina se habían incrementado en los doce

países analizados en la Región “y en tres de ellos han aumentado entre cuatro y seis

veces (Panamá, Perú y Colombia); en tanto que entre 1990 y mediados de la década, las

tasas de homicidio habían descendido en El Salvador, Colombia Chile y Perú, y habían

aumentado en Brasil, México y Venezuela” (Arriagada y Godoy, 1999: 17).

Además, de acuerdo a esa misma fuente, estudios internacionales realizados a mediados de

los noventa, “ubican a América Latina y el Caribe como una de las más violentas del

mundo, con tasas cercanas a 20 homicidios por cien mil habitantes (Guerrero, 1998b).

Más recientemente en 1995, un estudio de caso para seis países de la Región (Brasil,

Colombia, El Salvador, México, Perú y Venezuela) calcula una tasa de 30 por cien mil

habitantes” (Londoño, 1998) (Ib. Id: 16).

Por su parte un reciente estudio de un conglomerado de seis organizaciones interna-

cionales –OPS, BID, OEA, BM, UNESCO y el Centro para el Control y Prevención de

Enfermedades de Estados Unidos– a ser presentado a los Presidentes y Jefes de Estado en

la Cumbre de las Américas a celebrarse en Quebec, Canadá, en abril de 2001, revela que

“el índice de violencia en América Latina y el Caribe es hasta seis veces más alto que

en otras regiones, y la violencia ha aumentado entre el 40 y el 100% durante la década

pasada”. Según estudios de la OPS, “cada año en la Región 120.000 personas mueren

víctimas de homicidios, 55.000 se suicidan y 125.000 mueren en accidentes del tránsito,

lo que totaliza 300.000 muertes por causas externas” (El Mercurio, 2000:1).

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Como reflejo de las altas tasas de violencia y criminalidad prevaleciente, el sentimiento de

inseguridad, especialmente entre los habitantes de las grandes ciudades Latinoamericanas,

constituye uno de los principales obstáculos tanto para el desarrollo social como de la

estabilidad de los gobiernos democráticos de la Región.

Ahora bien, no es posible sustentar que en Latinoamérica se haya aplicado o esté en

aplicación de manera exclusiva ninguno de los modelos y estrategias de prevención del

delito reseñados más arriba. Sin embargo es un hecho que desde mediados de los sesenta

a principios de los ochenta, período de la “Guerra Fría” en el cual predominaron en la

Región los regímenes autoritarios, la seguridad y el orden públicos estuvieron fundados en la

llamada “doctrina de la seguridad nacional”, que privilegió la defensa del sistema político de

las amenazas internas y externas, en tanto la ciudadanía debía mantener un disciplinamiento

que la dejaba subordinada a la mantención del status quo institucional en detrimento de

su seguridad ciudadana. En este contexto, la violación de los derechos humanos y la “mil-

itarización de la policía”, esto es, la asignación a ésta de funciones propias de las Fuerzas

Armadas, constituyeron un rasgo central en aquel lapso histórico.

Según Kincaid y Gamarra (1996), en los noventa una pauta regional respecto a la modalidad

con que los gobiernos civiles han enfrentado los crecientes problemas de seguridad pública

y ciudadana ha sido la de solicitar el recurso de la intervención militar, ya sea en apoyo o en

lugar de las fuerzas policiales, produciéndose una suerte de “policiación de los militares”, es

decir, se ha tendido a involucrar a las Fuerzas Armadas en asuntos propios de la seguridad

interior del Estado que son de responsabilidad de la policía.

Los casos de Colombia, México, Honduras, Bolivia y Brasil, que han tenido en este decenio

gobiernos surgidos de elecciones, sirven al menos para ilustrar esta tendencia, pues han

debido aplicar diversas formas de intervención militar reactivas y represivas para intentar

restablecer el orden interno. A pesar de que también otros países de la Región han tenido

gobiernos surgidos mediante elecciones, y en muchos de ellos se observan a lo menos

vestigios de este proceso, no se incluirán aquí debido a la escasa información disponible y

confiable al respecto.

En realidad, el caso de Colombia es extremo en la Región, pues se ha visto asolado

desde hace décadas por la violencia guerrillera y el crimen organizado que gira en torno

al narcotráfico. Este país ocupa el primer y segundo lugar en el ranking de naciones

productoras de cocaína y heroína, respectivamente, estimándose que el tráfico de drogas

a escala mundial representa transacciones que ascienden a un billón de dólares anuales.

Por cierto, Colombia no es el único productor de coca en América Latina, pero junto con

Bolivia y Perú mantienen el 98% de la producción de esta droga en el mundo, comercio

que movilizaría en la vecina Brasil unos 8 mil millones de dólares cada año, y un billón de

dólares en el mundo.

Los índices de criminalidad en Colombia se ubican entre los más altos del globo y en el

decenio se han incrementado aún más. Así la tasa de homicidios se ha duplicado en los

últimos diez años y los secuestros han pasado de un promedio de uno a diez diarios. Las

ciudades de Cali, Bogotá y Medellín, junto con Ciudad de México, Sao Paulo y Río de Janeiro

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figuran entre las metrópolis donde prevalece el mayor número de secuestros del orbe. No

es de extrañar entonces que México, Colombia y Brasil ostenten los mercados más grandes

en la venta de vehículos blindados y se estime que en América Latina se compren más de

la mitad de los seguros contra secuestro que se venden en el mundo.

Hacia fines de los noventa, y luego de un acuerdo suscrito por el presidente Andrés Pas-

trana en noviembre de 1998 con los líderes de la FARC, se creó una zona desmilitarizada

de unos 42 mil kilómetros cuadrados que representan casi el 40% del territorio nacional.

Se calcula que unas 800.000 personas han abandonado el país durante los últimos diez

años, un millón y medio de campesinos ha emigrado hacia las grandes ciudades viviendo

en poblaciones marginales, y un tercio de la población se ha convertido en una suerte de

refugiados internos.

En este país no sólo es posible apreciar la “militarización” de la policía en la lucha contra

los carteles de la droga, pues además es relevante la acción de grupos paramilitares de

exterminio que operan de manera irregular, y ciertamente violenta, tanto en áreas rurales

como urbanas (Leal, 1994).

Y no es que en Colombia no se haya intentado prevenir y controlar la criminalidad. El

Programa DESEPAZ, ya mencionado anteriormente, representó un esfuerzo integral para

erradicar la violencia urbana en Cali que buscó la coordinación entre todas las instancias

relacionadas con el problema de la inseguridad ciudadana en esta ciudad. Para ello se creó

en 1992 un Consejo Municipal de Seguridad donde el Alcalde, quien constitucionalmente

es el Jefe de la Policía, se reunía todas las semanas con los Comandantes del Ejército y de

la Policía Metropolitana y Departamental; los Jefes de la Fiscalía, de Medicina Legal y de la

Oficina de los Derechos Humanos; los Secretarios de Gobierno, Tránsito y Salud Munici-

pales, y con Directivos del Programa para programar las acciones de prevención delictiva.

Además, se constituyeron los Consejos Comunitarios de Gobierno en que, también cada

semana, el Alcalde efectuaba reuniones con líderes de las veinte comunas de la ciudad para

discutir planes de acción y evaluar su cumplimiento.

El Programa se basó en los siguientes Principios Orientadores:

a. Multicausalidad, según el cual la violencia deriva de factores multicausales y de complejas

dinámicas sociales que requieren ser abordados mediante acciones múltiples en distintos

niveles;

b. Investigación, que implica la disponibilidad de datos sistemáticos como condición

necesaria para la programación de medidas;

c. Prevención, en términos de actuar sobre las causas del delito y no sobre sus conse-

cuencias;

d. Participación, de modo de involucrar a toda la ciudadanía en el logro de la paz y la

seguridad;

e. Tolerancia, respecto de los derechos y opiniones ajenos que debe tener la autoridad; y

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f. Equidad, en cuanto se debe promover una disminución de las desigualdades existentes

en la ciudad (Guerrero, 1998).

Estos Principios permitieron orientar las acciones preventivas hacia determinadas áreas

estratégicas15. Sin embargo estas acciones fueron aplicadas en toda la ciudad, sin un orden

definido, no destinándose zonas urbanas excluidas del Programa que hubieran permitido

evaluar la eficacia de sus resultados, a través de estudios experimentales.

Además, aunque los tipos de medidas de prevención adoptados sólo podrían tener efectos

en el mediano y largo plazo, se pudo establecer que la tasa de homicidios en Cali descendió

en más de un 10% durante el primer año de la ejecución del Programa. De cualquier

manera, su efectividad dependió siempre del éxito del gobierno de Colombia en el control

del narcotráfico.

Sin embargo, como se sabe, el gobierno central no ha logrado controlar el comercio ilícito

de las drogas ni ha alcanzado acuerdos de paz sólidos con la guerrilla, convirtiéndose la

violencia homicida en una situación rutinaria entre los ciudadanos.

A mediados del 2000, el presidente Pastrana elaboró el denominado “Plan Colombia” que

destinó más de siete millones de dólares –financiados en parte por Estados Unidos, la Unión

Europea, Japón y algunos Bancos Internacionales de Crédito–, a erradicar las plantaciones

15 El Programa definió cuatro áreas estratégicas de acción:

a. Investigación sistemática sobre la violencia que involucró una estandarización de los datos sobre la violencia

procedentes de distintas fuentes así como el diseño y aplicación de una encuesta sobre la calidad y los

problemas de la policía y de la justicia que pasó a realizarse cada seis meses.

b. Perfeccionamiento en el nivel de educación y en la calificación técnica de los agentes de la policía

mediante cursos y seminarios especializados así como de la infraestructura física y dotación de equipos

computarizados, ampliándose los tipos de servicios que prestaban los inspectores de policía al crearse

Centros de Conciliación, donde se prestaba asesoría a las personas en caso de conflictos de modo que

no llegaran a la Justicia; Consultorios Jurídicos en que se deba asesoría legal; y Comisarías de Familia

encargadas de abordar problemas de maltrato intra-familiar.

c. Ejecución de programas de educación ciudadana y comunicaciones para la paz que incluyó conjuntos

de acciones tendientes a que los niños de Cali regalaran sus armas de juguete al Municipio con lo cual

obtenían una credencial que los acreditaba como Amigos de la Paz que les permitía acceder a muchos

espectáculos públicos y parques de recreación de la ciudad; de campañas de propaganda realizadas a

través de los medios de comunicación orientados a reforzar la tolerancia y la convivencia ciudadana;

así como la dictación de cursos de capacitación para líderes comunitarios en solución de conflictos y en

normas de convivencia pacífica.

d. Medidas de equidad y desarrollo social, que incluyeron la ampliación de cupos de matrículas para niños

de enseñanza básica y media; programas de auto-construcción de viviendas populares y de dotación de

infraestructura básica para habitaciones sin agua potable ni alcantarillado; programas de orientación

y apoyo dirigidos a pandillas juveniles; creación de Casas de la Juventud en los barrios pobres para

que los adolescentes, guiados por profesionales, emprendieran actividades culturales y de recreación;

promoción para la creación de microempresas que permitieran a los jóvenes sin recursos generar sus

propios ingresos.

Adicionalmente, el DESEPAZ implementó la llamada ley semi-seca, que limitó el expendio de bebidas

alcohólicas a partir de ciertas horas; la prohibición total de porte de armas en determinados fines de semana; y

el control de uso de alcohol de choferes en intersecciones de calles que presentaban las más altas tasas

de accidentalidad.

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de coca del territorio colombiano e iniciar un vasto programa social que incluye el apoyo

militar logístico de Norteamérica a las Fuerzas Armadas y a la Policía de ese país.

En México, durante la década de los noventa, el presidente de México Ernesto Zedillo

permitió que el Ejército interviniera directamente en el control de las instituciones que

combaten el narcotráfico. Fue así como se utilizaron tropas en tareas de seguridad pública

lo cual acarreó un serio desprestigio de dicha rama de las Fuerzas Armadas que la opinión

pública consideraba al margen de la corrupción.

En efecto, el Ministro de Defensa general Enrique Cervantes se vio obligado a reconocer que

tres generales acusados de mantener presuntas relaciones con los capos de la droga debieron

ser arrestados en enero y febrero de 1997. Dos de ellos eran comandantes de la zona militar

de San Luis Río Colorado, ciudad fronteriza con Estados Unidos donde desaparecieron 500

kilos de cocaína, en tanto que el tercero conocido como el zar antidrogas –Jesús Gutiérrez

Rebollo– mantenía nexos con el poderoso jefe de las drogas mexicano Amado Carrillo,

fallecido en julio de 1997.

A fines de siglo, México tenía una de las tasas de secuestros y de homicidios más altas del

mundo; en tanto en el Distrito Federal el índice delictivo creció, entre 1993 y 1997, en

casi un cien por cien.

Durante el primer mes tras su elección como presidente y antes que asumiera su mandato,

Vicente Fox anunció su intención de “introducir reformas profundas en la estructura de

las Fuerzas Armadas y desligarlas totalmente de la lucha contra el narcotráfico” (El

Mercurio: julio 23 de 2000:4).

En Honduras, en 1994 la Fuerza de Seguridad Pública (FUSEP) inauguró un programa de

apoyo a los civiles tendientes a crear “grupos de vigilancia comunitaria” que se concretó

en la ciudad de San Pedro, Sula, en la conformación de un contingente autodenomimado

Los Lobos que premunido de máscaras, rifles, armas automáticas y equipamiento de co-

municación policial inició patrullajes y se otorgó para sí la misión de dispensar una “justicia

vigilante”. La denuncia de la prensa, la presión de los comisionados de los derechos humanos y

el clamor de la opinión pública obligaron al FUSEP a ordenar la disolución de este grupo a

principios del 95, pero ya en marzo y en mayo de ese mismo año, el Presidente autorizó el

despliegue de fuerzas militares en el patrullaje de las principales ciudades del país, con el

propósito de controlar las altas tasas de delincuencia imperantes.

En Bolivia también un gobernante civil, Antonio Sánchez de Lozada, en 1995 frente a una

larga huelga general convocada por la Confederación Obrera Boliviana (COB), de profesores

y de campesinos cultivadores de coca que paralizó el funcionamiento de varias ciudades del

país, declaró un Estado de Sitio suspendiendo las garantías constitucionales por 90 días,

lo que permitió a los militares y a la policía arrestar a líderes sindicales y a confinarlos a la

selva o al altiplano. El 7 de julio de 2000, el gobierno de Hugo Banzer autorizó el patrullaje

militar de las calles en La Paz, Cochabamba, Santa Cruz y El Alto, cuya población es víctima

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constante de la acción de grupos comandados por jefes de cuadrillas que cometen asaltos,

asesinatos, secuestros y robos de casas y vehículos. Además se facultó a los militares hacer

detenciones a personas y grupos sospechosos.

En Brasil, en Río de Janeiro el 31 de octubre de 1994 y a petición del Gobernador del

Estado, el Presidente Itamar Franco autorizó la intervención federal y solicitó al Ejército

la responsabilidad de supervisar y coordinar un comando conjunto con las Policías Civil y

Militar de Río, así como a la Policía Federal, para contener el tráfico de drogas y de armas

realizado por grupos organizados en las favelas, cuyos líderes actuaban como un estado

paralelo, controlando el acceso a los vecindarios e imponiendo a los moradores diversas

modalidades de extorsión.

A partir del 19 de noviembre, alrededor de 2.000 soldados empezaron la conocida como

“Operación Río” en varias favelas en busca de drogas efectuando detenciones a quienes no

portaban identificación. A principios del año 95, el recientemente electo Presidente Fernando

Henrique Cardoso y el nuevo Gobernador del Estado de Río autorizaron por sólo 30 días

nuevas operaciones conjuntas en una campaña que contó con unos 4.000 efectivos militares.

Sin embargo, el 4 de abril se volvió a llamar al Ejército dándose comienzo a la “Operación

Río II”, que conllevó el patrullaje militar de las principales avenidas de la ciudad y otorgar

la facultad de entrenar a las policías en el uso de armas militares para el combate contra el

crimen. Esta Operación se prolongó hasta mediados de 1995 (Zaverucha, 1994).

El involucramiento directo de las fuerzas militares no acarreó una disminución de la violencia

urbana en Río de Janeiro ni un decrecimiento en las tasas de los delitos. Por el contrario,

“según estadísticas internacionales, las ciudades brasileñas presentan actualmente

los más altos índices mundiales de homicidios puesto que, después de Cali –con 88

homicidios por cada 100.000 habitantes– se ubican Vitória (70), Río de Janeiro (69), y

tras ciudad del Cabo (68), aparecen otras ciudades de Brasil como Sao Paulo, Recife,

Brasilia, Salvador, Porto Alegre, Fortaleza, Curitiba, (Muscú) y Belo Horizonte. En

términos de países, los 40.000 asesinatos anuales que se cometen en Brasil superan

a los cometidos en ese mismo lapso a la suma de los ocurridos en Estados Unidos,

Canadá, Italia, Japón, Australia, Portugal, Inglaterra, Austria y Alemania en conjunto”

(JB. Jornal do Brasil: Editorial 8 de julio de 2000).

Otras estadísticas dan cuenta que “a inicios de los años ochenta ocurría en el país un

asesinato cada 53 minutos. A comienzo de los noventa dicho índice subió a una muerte

cada 21 minutos, en tanto que a principios del 2000 ocurre un asesinato cada 13

minutos” (JB: Ib. Id).

Cabe consignar que de acuerdo a un reciente estudio realizado por el profesor Ib Texeira,

en la Fundación Getulio Vargas, sobre los índices de causas de muerte durante el último

siglo en Río de Janeiro muestra que “el número de homicidios se incrementó en un

54.226%, las muertes causadas por el cáncer crecieron en un 981%, el de muertes por

dolencias cardiovasculares en 261%, en tanto la población carioca aumentó en 578%

en el período” (JB: 5 de julio de 2000).

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A este desolador panorama, al que habría de agregarse la ineficiencia policial en el combate

a la delincuencia, el creciente número de casos de involucramiento de jefes policiales con el

delito organizado (30 mil policías de un total de 300 mil que actúan en los nueve mayores

estados brasileños están acusados de algún crimen, como robos a bancos y a cargas, ex-

torsión, secuestro y tráfico de drogas), el constante temor de la población ante la violencia

urbana y las continuas denuncias de la prensa al respecto. Aún cuando la intervención

directa y masiva del Ejército en los cerros de favelados no se ha repetido en los últimos cinco

años, la situación de sus habitantes no ha cambiado sustancialmente, por cuanto continúan

viviendo en una especie de estado de sitio virtual asediados por las cuadrillas de la droga y

su represión a tiros por parte de la Policía Militar.

En junio del 2000 el presidente de la Cámara de Diputados e influyente político Antonio

Carlos Magallaes propició la adopción de drásticas medidas tales como una reingeniería total

de las policías civil y militar, la creación de una Policía Municipal y la autorización para que

unos 125.000 efectivos del Ejército actuara directamente en el combate de la delincuencia

en las calles de las principales ciudades del país.

Ante la álgida discusión de esta iniciativa, a la semana de divulgarse por la prensa dicha

propuesta, el presidente Cardoso anticipó el anuncio de un Plan de Seguridad Pública como

una estrategia de combate a gran escala contra la delincuencia y el crimen organizado. Este

Plan crea un Fondo Nacional de Seguridad Pública que cuenta con una inversión estimada de

1.700 millones de dólares, de los cuales unos US$ 400 millones se destinan al incremento

de la dotación policial, de sus salarios, de equipamiento y entrenamiento de las Policías,

modernizando la Academia Nacional de Policía; en tanto que alrededor de 40 millones se

focalizan en el refuerzo de las Fuerzas Armadas en la vigilancia de las fronteras terrestre,

aérea y marítima –de carreteras, puertos y aeropuertos– contra el contrabando de armas y

drogas, así como en su coordinación con las Policías de los Estados y la Federal en cuanto

a prestar apoyo estratégico y táctico. En total el Plan incluye un paquete con más de 300

medidas de diverso orden en materias de seguridad pública.

Otra característica relativamente peculiar en la Región durante los noventa ha sido la cre-

ciente participación en tareas de control del delito de guardias privados de seguridad. Es

un hecho que han surgido y prosperado empresas de seguridad que ofrecen una variada

gama de servicios: sistemas de alarma; automóviles blindados; vehículos motorizados para la

vigilancia de sectores urbanos; elementos para defensa personal; guardaespaldas; vigilantes

de condominios, calles, áreas residenciales, bancos, centros y locales comerciales, entre

muchos otros. El incremento de las tasas de delincuencia y el aumento del sentimiento

de temor ha provocado que quienes están en condición económica contraten servicios de

seguridad privados haciendo que este tipo de empresas se convierta en un negocio cada

vez más lucrativo.

Es así como, por ejemplo, debido al aumento del número de vigilantes privados experi-

mentado en la última década, preferentemente en las grandes metrópolis latinoamericanas,

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éstos están más que duplicando a la dotación de las policías. En Sao Paulo, por ejemplo,

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se considera que la cantidad de guardias de seguridad privados es tres veces mayor que el

tamaño de la fuerza policial.

Pero no sólo han proliferado los servicios formales de seguridad privada prestados por

empresas establecidas en conformidad a la ley. Paralelamente ha surgido un sector informal

que gira en torno a la delincuencia y el temor. En la ciudad de Río de Janeiro, por ejemplo,

la Policía Militar cuenta con un contingente de l5.800 hombres y la Civil con 6.000. Los

vigilantes privados representan unas 50.000 personas adicionales contratadas legalmente

por particulares para desempeñar labores de protección, pero además existen otros 150.000

vigilantes operando al margen de la ley, y que de hecho desarrollan labores propias de las

policías.

Estos vigilantes informales usualmente disponen de armas, aunque no tengan autorización

para portarlas ni hayan seguido cursos para utilizarlas. Generalmente “ofrecen” sus servicios a

jefes de hogar y comerciantes de manera coactiva, esto es, amenazando el patrimonio y

la vida de aquellos a quienes supuestamente se le va a brindar seguridad, dividiéndose

sectores, barrios y calles de la ciudad mediante la conformación de grupos en los que se

sospecha participan policías civiles y militares, por cuanto se les ha sorprendido utilizando

vehículos policiales (JB. Editorial, 27 de junio de 2000).

La existencia de estas verdaderas policías clandestinas y paralelas por cierto otorga una falsa

seguridad a quienes pagan por sus servicios, constituyéndose ellos mismos en una nueva

fuente de amenaza, pues muchas veces su labor consiste en entregar datos a bandas de

delincuentes para que operen con mayor impunidad. Durante el último año, se estima que

en Río de Janeiro los vigilantes clandestinos aumentaron en un 12%.

Por otra parte, como consecuencia del incremento de los delitos violentos y del aumento

del temor frente a ellos, en prácticamente todas las grandes ciudades latinoamericanas a

los conjuntos residenciales se les a ido construyendo murallas y/o rejas de protección. Esta

tendencia comenzó en los barrios más acomodados donde fueron apareciendo condominios o

zonas controladas y delimitadas para el uso exclusivo de sus residentes. Durante la década

pasada este fenómeno también fue extendiéndose hacia zonas donde habitan familias que

disponen de menores recursos, con lo cual se han producido cambios visibles en la con-

formación de la trama urbana y debilitado la sociabilidad vecinal. A lo anterior habría que

añadirse la proliferación de áreas comerciales cerradas y controladas (malls) que también

se han ido desplazando desde zonas residenciales de altos ingresos hacia áreas habitadas

por familias de ingresos medios.

No es del caso extenderse en este panorama que ya es ahora típico del paisaje urbano en la

mayoría de las metrópolis de la Región y que contribuye decisivamente en la fragmentación

y segregación socioespacial. Baste señalar a vía de ejemplo que ya a principios de los no-

venta, en Río de Janeiro la mitad de los 1,6 millones de inscripciones inmobiliarias estaban

enrejado o con muros de protección, estimándose que actualmente la gran mayoría de la

población carioca que vive en el área urbana está tras las rejas (Texeira, 2000).

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Es claro que no existe un acceso igualitario a la contratación de servicios privados de

seguridad ni a la adquisición o arriendo de viviendas en condominios. En los segmentos

sociales más acomodados la variedad de productos y servicios de seguridad complementa

la protección ofrecida por la policía, en términos que ven reducida la probabilidad de ser

víctimas, a lo menos en cuanto a los delitos contra la propiedad. En cambio en los sectores

sociales de más bajos ingresos la situación de vulnerabilidad ante actos que pueden atentar

contra su seguridad, incluso física, es comparativamente mucho mayor, pues por lo general

disponen de una menor dotación policial por habitante, debiendo recurrir a mecanismos

más artesanales y rudimentarios –como pitos, matracas, campanas o timbres– que son

operados por grupos de vigilancia compuestos por los mismos vecinos.

De este modo, la seguridad pública tiende a quedar en la práctica “en manos” de los ha-

bitantes de la periferia pobre de las ciudades, los cuales a veces al verse sobrepasados en

su capacidad de control de la delincuencia recurren a la adquisición ilícita de armas para

“hacerse justicia por su propia mano”.

No es propósito de este trabajo identificar los tipos de factores macro sociales que estarían

incidiendo en provocar estas tendencias en América Latina. Sólo cabe mencionar que algunos

autores la han atribuido a la crisis del Estado, que se ha visto agudizada por la introducción

de severas políticas económicas de “ajuste” inspiradas en la ortodoxia neoliberal propi-

ciadas por los organismos financieros internacionales y que han sido implementadas por

sistemas de partidos históricamente poco consolidados (O Donnell, 1994). Otros analistas

en cambio la han hecho derivar del explosivo incremento del comercio transnacional de

las drogas ilícitas y de los inmensos recursos financieros y tecnológicos disponibles, lo que

ha provocado nuevas y perversas modalidades de integración en la economía mundial por

parte de diversos actores nacionales y locales, desbordando las fronteras territoriales de los

países de la Región (Castells y Laserna, 1994).

En los hechos ambos tipos de factores han estado presentes en América Latina especialmente

durante el último decenio del siglo pasado, por lo cual estas interpretaciones no parecen

ser excluyentes entre sí.

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65

IV. CONSIDERACIONES FINALES

La revisión crítica de los modelos y experiencias en materia de prevención del delito y

de su contribución a la superación del problema de la inseguridad ciudadana que han

desarrollado especialmente los países del Primer Mundo permite extraer algunas

conclusiones de carácter tentativo, así como formular algunas reflexiones respecto a este

tema caracterizado por su extrema relevancia y complejidad.

Como se señaló anteriormente, en general no existe un modelo que haya sido

aplicado durante largo tiempo de un modo exclusivo sin que haya experimentado una

mezcla con otros en su ejecución práctica. En los hechos, en los diferentes países y épocas,

los modelos han coexistido y entremezclado, o bien ha ocurrido que al momento en que

ellos fueron concebidos tuvieron una inspiración teórica distintiva y propia, pero con el

tiempo las estrategias y tipos de medidas diseñadas para lograr una reducción de los

índices delictivos se fueron traslapando unos con otros en la práctica.

Sin embargo puede postularse que, en general, las mejores estrategias han sido

aquellas que no se han impuesto a través de la elaboración de medidas tecno-burocráticas

elaboradas de manera centralizada, sino aquellas en que han intervenido en su gestación y

gestión diversas instancias, tanto del sector público como del privado, y que han contado

con la decidida participación y colaboración de la policía y de la comunidad organizada.

Al final de este trabajo se presenta un cuadro que, sobre la base de la identificación

de las principales dimensiones consideradas por las estrategias de seguridad ciudadana

analizadas, permite derivar categorías y agrupar algunos tipos de medidas que han adoptado

los diversos modelos de prevención del delito destinados tanto a bajar los índices delictivos,

en términos que las personas, ya sea en forma individual o colectiva, estén en situación de

disminuir o controlar tanto el peligro de ser víctimas de actos antisociales como disminuir

la sensación de temor frente al delito.

Por otra parte la taxonomía elaborada posibilitaría el análisis y la caracterización de

casos reales de gestión ya implementados o bien diseñar futuros proyectos en seguridad

ciudadana en diversos niveles de aplicación (nacional, metropolitano, local), describiendo

el perfil predominante del modelo adoptado, según la categorización obtenida al aplicar las

distintas clasificaciones. Ello podría constituir un primer acercamiento a los modelos de

gestión de la seguridad ciudadana y una posible guía para la elaboración de hipótesis de

trabajo que orienten investigaciones empíricas en un área aún poco explorada en

sociología.

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66

Los tipos y categorías de prevención han sido diferenciados de acuerdo a la variable o factor

que enfatizan, en tanto que los ejemplos de programas y medidas constituyen ilustraciones

más o menos representativas de cada uno de ellas, por lo cual no pueden considerarse

como exclusivas de cada tipo y excluyentes para los demás. Así por ejemplo, la ejecución

de un nuevo programa de educación básica representa, a la vez, un tipo de medida propio

de la prevención primaria que tiene una escala de aplicación nacional, un nivel colectivo,

es de naturaleza sociocultural en tanto que sus resultados son apreciables socialmente en

el largo plazo.

Las investigaciones suelen mostrar que todas las estrategias de prevención del delito han

obtenido éxitos parciales, especialmente en cuanto a la aplicación de algunos programas

o medidas concretas, aún cuando en general puede señalarse que la historia del delito y de

su prevención no muestra un progreso acumulativo y lineal. Han aparecido nuevos tipos

de delitos acordes con la tecnologización de la vida social; nuevas formas de asociación

del crimen de carácter transnacional, concomitantes con el proceso de globalización de las

sociedades, así como nuevos desafíos hacia las diversas instituciones de los Estados, en sus

ámbitos central y local, y a la participación activa de los ciudadanos en el diseño, aplicación

y evaluación de las estrategias de prevención y control.

De cualquier manera, debería entenderse que la garantía de la seguridad de una comunidad

nacional es una responsabilidad del Estado por lo cual la necesaria participación y colabo-

ración de la iniciativa privada y de las organizaciones de base habrían de encuadrarse en

el marco definido por el sector público. En este plano es indispensable la confianza que la

ciudadanía tenga en las autoridades del gobierno central y local, la entrega de información

oportuna de los resultados obtenidos mediante la ejecución de programas o de determinadas

medidas de prevención que la comunidad misma ha acordado avalar, de manera que generen

un compromiso individual y colectivo. Lo anterior implica una continuidad, seguimiento y

evaluación permanentes del logro en los propósitos de los programas y medidas.

Pero, ¿es posible eliminar el riesgo de ser víctima de un delito o de experimentar el

temor de sufrirlo en las ciudades contemporáneas o siempre la ciudadanía tendrá que tolerar

cierto grado de inseguridad, si es que no quiere perder su libertad al vivir en una sociedad

vigilada? ¿Cuál es el costo, y no sólo en términos monetarios, que una sociedad está

dispuesta a pagar para reducir los índices delictivos y para que la población se sienta

relativamente más segura?

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Es preciso ir más allá del limitado discurso de la prevención del delito e insertarlo en el

contexto de las relaciones entre los problemas sociales y la necesidad de mantener el orden

público en contextos sociales cada vez más complejos y diferenciados. El temor frente

al delito no debería favorecer una especie de comunidad del miedo frente al “otro” que

contribuya a conformar nuevas formas de exclusión social cada vez más perfeccionadas

en su instrumentalización tecnológica, de modo de establecer zonas, espacios y actividades

controladas y seguras respecto de otras dejadas a la actividad represiva de organizaciones

del Estado.

La seguridad ciudadana no se consigue mediante el enclaustramiento de las personas

en espacios privados, colocando cierres en las viviendas o clausurando pasajes o calles.

Tampoco parece ser una buena estrategia contra el delito una excesiva “privatización” de

la seguridad pública mediante la contratación indiscriminada de vigilantes o el endureci-

miento de la normativa penal, por la vía de incrementar las sanciones para los delitos. De

esta manera la calidad de vida de los habitantes en la ciudad no se mejora sino que, por el

contrario, se empobrece. Por lo demás, la adopción de medidas encaminadas a conseguir

una maximización en el control y regulación de las conductas culturalmente indeseadas no

tiende a perfeccionar una sociedad democrática.

Tipos de medidas más aconsejables serían, por ejemplo, incrementar la calidad de los espacios

públicos, de modo que la gente pueda divertirse en ellos y protegerse mutuamente; elaborar

marcos de acción más flexibles que permitan y potencien la participación y coordinación

social entre instituciones, grupos y organizaciones con intereses diversos; propiciar políticas

sociales más integrales y eficaces que contribuyan positivamente al aumento de la integración

social de sectores marginados o que sufren diversos tipos de exclusión.

Todo ello sin embargo sería improbable si se olvida en la sociedad contemporánea que

dichas medidas ya no son posibles de dirigir u organizar exclusivamente desde un único eje y

que la concreción de toda iniciativa de prevención debe garantizar los derechos individuales

de las personas y los valores democráticos. Dadas las actuales características de creciente

descentralización, diversificación y autonomía presentes en el interior del sistema social,

resulta impensable que las futuras estrategias de prevención puedan avanzar con éxito si

son en definitiva monopolizadas por la coordinación vertical del Estado, si se confía exclu-

sivamente y en forma ingenua en la iniciativa individual o si todo ello se deja a merced del

funcionamiento de la lógica del mercado.

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Tipologías de Modelos de Prevención del Delito y Seguridad Ciudadana

Variable que Enfatiza Categorías o tipos Ejemplos de Medidas

Etapa en la que se actúa

• Primaria

– P r o g r a m a s d e e d u c a c i ó n

escolar. • Secundaria – Programas de uso del tiempo

libre para adolescentes. • Terciaria – Programas de readaptación

para reclusos.

Escala de Aplicación

• Nacional – Ley de control de porte ilícito

de armas. • Metropolitano – “Plan Barcelona” y “Toler-

ancia Cero”. • Local – P a t r u l l a s m u n i c i p a l e s o

distritales. • Micro – Cierres de pasajes.

Según Rol del Ciudadano

• Activo – C o n s e j o s o C o m i t é s d e

Seguridad Ciudadana. • Pasivo – Instalación de circuitos cer-

rados de TV en vías públicas.

Responsable de la ejecución • Individual – Instalación de cerraduras en

viviendas. • Colectivo – Rondas de vigilancia vecinal.

Naturaleza de las Medidas

• Mecánica – Instalación de reja perimetral.

• Técnica – Instalación de sistemas de

alarmas. • Sociocultural – Programas de capacitación

laboral. • Físicoespacial – Diseño y rediseño de es-

pacios controlados en áreas

residenciales. • Policial – Incremento en la dotación

policial y de apoyo logístico.

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Origen de la Medida

• Público

– Creación o perfeccionamiento

de sistema de información

sobre estadísticas delictivas. • Privado – Contratación de guardias

privados.

Estilo de Gestión

• Burocrático – Medidas orientadas a mejorar

procedimientos. • Gerencial – Medidas innovadoras con

evaluación de resultados. • Espontáneo – M e d i d a s a d o p t a d a s p a r a

s u p e r a r u n d e t e r m i n a d o

problema coyuntural.

Modalidad de Gestión

• Vertical – Legislación sobre derecho

penal. • Horizontal – Grupos de ayuda mutua de

toxicómanos. • En Red – Modelo multi-agencias.

Tipo de Destinatario

• General – C a m p a ñ a s n a c i o n a l e s d e

prevención de riesgo ante el

delito. • Grupal – Programa de rehabilitación de

drogadictos. • Particular – Colocación de niños abusados

en centros.

Horizonte temporal

• Corto plazo – Instalación de fotoradares o

cámaras. • Mediano plazo – Campaña para prevenir la

deserción escolar. • Largo plazo – Políticas de redistribución del

ingreso.

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