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100 ATILIO CHIAPPORI creyera complicado en el propósito de su muerte. Miré a Saúl para invocar su testimonio, pero permanecía inmóvil, inconsciente. Mientras tanto María Rosa, seguida por Jaclt, había logrado trepar por la barranca. Asiéndose de las ramas llegó hasta el borde abierto y se detuvo para tomar aliento. Y en la zona luminosa, por un segundo se destacó su esplén dida figura que las ropas adheridas por el agua modelaban en su plena morbidez. ' —¡María Rosa . . . por favor! —imploré. Volvió a mirarnos, estremecióse toda, y echando a correr, sollozó: —¡Cobardes . . . ! ¡los dos! MADEMOISELLE GAVROCHE E ste relato, Señora, lo tuve de propios labios del doctor Biercold, y es uno de los pocos cuentos de su repertorio que puedan escuchar, sin excesivos rubores, oídos femeninos. Y créanme, que tan sensible exclusión de auditorio llegara a despertar a ese famoso diseur si no le asistiese la seguridad de que, a su muerte, el florilegio que con ellos se haga será en pequeño formato y de tapas finas, para que las furtivas lectoras puedan ocultarlo en la perfumada tibieza de los manguitos. —¿Nunca le oyó a Emilio Flores aquella historia tristí sima que comenzaba invariablemente: “Cuando yo tenía alma de modista . . .”? —No, nunca. —Es extraño —expuso el doctor Biercold aspirando con delicia el perfume de su pañuelo—. Narrábala a cualquiera, al primer venido, entre dos vasos de brandy. Con mayor razón a usted, su gran amigo. Pude contestar que apenas lo conociera de vista en aquel café de improbables escritores donde se pasaba las noches haciendo estética a base de alcohol y de maledicencia. Pero

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100 ATILIO CHIAPPORI

creyera complicado en el propósito de su muerte. Miré a Saúl para invocar su testimonio, pero permanecía inmóvil, inconsciente. Mientras tanto María Rosa, seguida por Jaclt, había logrado trepar por la barranca. Asiéndose de las ramas llegó hasta el borde abierto y se detuvo para tomar aliento.Y en la zona luminosa, por un segundo se destacó su esplén­dida figura que las ropas adheridas por el agua modelaban en su plena morbidez. '

—¡María Rosa . . . por favor! —imploré.Volvió a mirarnos, estremecióse toda, y echando a correr,

sollozó:—¡Cobardes . . . ! ¡los dos!

MADEMOISELLE GAVROCHE

Este relato, Señora, lo tuve de propios labios del doctor Biercold, y es uno de los pocos cuentos de su repertorio

que puedan escuchar, sin excesivos rubores, oídos femeninos.Y créanme, que tan sensible exclusión de auditorio llegara a despertar a ese famoso diseur si no le asistiese la seguridad de que, a su muerte, el florilegio que con ellos se haga será en pequeño formato y de tapas finas, para que las furtivas lectoras puedan ocultarlo en la perfumada tibieza de los manguitos.

—¿Nunca le oyó a Emilio Flores aquella historia tristí­sima que comenzaba invariablemente: “Cuando yo tenía alma de modista . . .”?

—No, nunca.—Es extraño —expuso el doctor Biercold aspirando con

delicia el perfume de su pañuelo—. Narrábala a cualquiera, al primer venido, entre dos vasos de brandy. Con mayor razón a usted, su gran amigo.

Pude contestar que apenas lo conociera de vista en aquel café de improbables escritores donde se pasaba las noches haciendo estética a base de alcohol y de maledicencia. Pero

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tal respuesta, descubriendo mi inferioridad de llegar a la literatura en momentos en que para llamarse hombre de letras requeríase, por lo menos, escribir un artículo, fuera acaso un signo decisivo de inepcia, siempre sospechable en todo silencioso. Admití, pues, sin protesta aquella "gran amistad”. Por otra parte, ya estaba habituado a que el doctor Biercold me complicara, a cierta altura de la velada, en sus anécdotas de antaño, lo mismo en las anteriores a mi naci­miento que en las simplemente imaginarias. Así me insinué en la intimidad de esos seres fantásticos que discurren en mi memoria como en un gesticulante florilegio de extrava­gancias.

Luego, esa noche, bien podía pasar por alto tan nimio detalle social, frente a un sucedido asombroso en la ya pro­vecta vida de mi interlocutor. Él, que a su grave título aca­démico unía la más rara erudición en bebidas espirituosas; que con la misma infalibilidad de catador autenticaba este egregio bourgogne que aquel plebeyo barbera; y se conocía minuciosamente cuatrocientos dieciséis especies de cocktails como el más yankee "bartender”; y no fallaba jamás, aún si temblara el pulso, en la enumeración ordenada de las seis napas del "pousse-café”; y sabía como hay que asentar la cerveza de München y cómo la Staud; y descubriera, un día, que es a causa del aceite de Fussel que los bebedores agi­tan las botellas de whisky —él, perito unánime de las mesas redondas, hablábame cabizbajo, cubierto de oprobio, '¡ante un cándido vaso de leche! Ninguna altura se escala en este mundo sin muy serios quebrantos, y aquella peligrosa sabi­duría costábale al doctor Biercold una traidora cirrosis del hígado y esa dieta láctea con toda su infamante hibridez.

Bebió un sorbo de leche como si fuera cicuta, aspiró, largamente, en su pañuelo, y dijo en seguida:

—Espero que habrá conocido a Sor Felicité.—Es posible.

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—Por fuerza. Nadie salía del hospital sin conocerla, rmaba parte de la exhibición obligada: el anfiteatro, la a de operaciones, el gabinete radiográfico y Sor Felicité.

—Aquella hermanita, siempre silenciosa, que cruzaba r los claustros con vago aire de fantasma, y que en el "s de María de la Capilla entonaba los solos de las iacu- orias. Hasta creo que fué usted quien hizo notar, en los nerales de la madre superiora, el ritmo sonambúlico de voz, iniciando, aquel día, los versículos latinos del Res- nsorio.

Yo no había visitado el hospital ni, asistido al Mes de iría, ni a funerales de madres superioras; y semejante afusión, muy lógica en noches en que el doctor Biercold econizaba experimentalmente las ventajas del Anticuary )re el Buchanan, era en verdad inexplicable frente a ese ndido vaso de leche.

—¡Ah, sí —dije con tono tan inseguro que era lo mis- ) que gritar mi falsedad—. Ahora recuerdo. . .

—Bueno: por ella abandonó Emilio sus estudios al fina- ar el cuarto año.

—¿Cómo así?—Es toda una historia romancesca y lamentable. Sor

licité era una francesa esbelta con una singular fisonomía madona ojerosa. Fina, pálida, de manos inquietas, tenía pupilas glaucas llenas de visiones extrañas y los labios

ndidos de tal manera que hacían bajar los ojos. No era nita, pero había algo de ambiguo en su porte que seducía ís angustiosamente que ninguna belleza. Nunca llegué jescifrar la causa de ese encanto nocivo. Lo evidente era ,e no había llegado a la religión como una colegiala. Sen- tse, conversándola, lo mismo que ha de experimentar un :erdote, aún joven, oyendo 1? confesión libertina de una nitente desconocida y muy devota. Emilio tuvo la des­

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gracia de practicar en la sala que ella atendía y, a la semana, estaba loco por ella. Digo desgracia porque esa fascinación tenía mucho de maleficio. Sor Felicité era más que mujer, era la Enemiga. No era procaz ni coqueta; al contrario: realzábala un casto y sereno prestigio, pero bajo su estricto recato adivinábase una sensualidad subrepticia, torturada, de confesionario —hermana de ese espíritu de perversidad primordial que Poe sorprendiera mirando las vidas supe­riores— y que sólo se traslucía al experto en la repentina turbación de los ojos y en la inquietante frecuencia para el rubor. El pecado corríale bajo la piel lo mismo que un afro­disíaco en las venas de una santa; y, según los momentos, sus manos de solitaria tenían quietudes angelicales o equí­vocos desfallecimientos de boudoir. Presérvase, amigo, de esa estirpe nefasta y lea a Barbey d’Aurevilly.

Y como siempre que terminaba un párrafo solemne, levantó su vaso, pero, al llevarlo a los labios, se detuvo con un gesto de decepción. Depúsolo con cautela sobre la mesa y, por algunos instantes, se quedó mirándolo terriblemente como si mediara un agravio personal. Y había tanta acritud en sus miradas, que sólo por un milagro no se cortó la leche.

—Tal la heroína —continuó con voz sombría— de ese amor sacrilego con citas en los jardines, claro de luna y rapto.

—IY rapto?—Sí. El escándalo hízos^e público, intervino la Curia, y

Emilio fué expulsado de la ^Facultad. Entonces se la llevó a su departamento y le alquiló ún piano para oírle musitar cosas perversas con aquella modulación extraterrestre con que ritmaba las jaculatorias. Mas la aventura duró poco. Separándose al cabo de tres meses por otra historia menos sentimental, de la que ella fué también heroína. De la noche a la mañana abandonó a Emilio por un bergante buen mozo y de buen tono que, al mes, lanzábala en el Casino como

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"diseuse a voix”. Cien veces habrá usted oído a Mlle. Ga- vroche. Al principio tenía un repertorio ingenuo y untado de romanticismos del viejo "Chat Noir”. Le recuerdo una cancioncita de Delmet que era toda una joya: "La Petite Brunette aux yeux doux”. Después la empresa obligóla al inevitable género "grivois”; y su voz, que conservaba aquel ritmo sonambúlico que usted hiciera notar, ponía en la es­trofa escatológica algo del encanto prohibido del pecado. ¡También así fué su éxito!

—¿Y Emilio?—El desdichado la quería como a una novia de los quince

años, e hizo por ella inenarrables locuras. A fin de olvidarla viajó desesperadamente 'malgastando su patrimonio y su salud. Entretanto Mlle. Gavroche triunfaba. Veíasela en todos los restaurantes a la moda, casi siempre del brazo de estudiantes que faltaban su primera noche a la casa paterna. A veces se perdía por un tiempo de los centros galanes, muy apasionada de algún adolescente pobre. Dicen que en tales casos era de una fidelidad ejemplar. Lo creo, porque en el fondo era buena. Así, cierta noche de invierno, la vi des­prenderse de un rico abrigo de cibelina para cubrir, en plena calle, a una mendiga aterida. En cuanto a Emilio, cayó en las garras de una neurastenia de esas que no perdonan. Hace tres años que está por escribir un libro, "La sembradora de angustias”, que comenzará probablemente con el eterno: "Cuando yo tenía alma de modista ...” ¡Qué lástima de talento!

Callóse, y como tuviera la garganta seca, buscó su pa­ñuelo para tomar un trago de leche. Pero, sin duda, habíase ya evaporado del todo aquel raro perfume, porque lo vi que, profundamente abatido, dejaba otra vez el vaso.

—¿Y no volvieron a encontrarse? —pregunté para dis­traerlo de sus negros pensamientos.

—Sí, pero ...

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—Pero ¿qué?—Yo necesitaría algo fuerte porque, en verdad, el final

es muy triste . . .—¿Por qué no lo pide?—¿Me promete no reír?—¿Debo jurarlo?—Bueno. ¡Mozo! ¡Una botella de whisky!Y sin inmutarse continuó:—Se encontraron las otras noches en el Sportsman. La

acompañaba, por casualidad, un viejo: Don Leopoldo Caro.Y Emilio, aprovechando un instante en que éste la dejo sola, le dijo:

"¿No tienes vergüenza de exhibirte así con un viejo? ¡¡Con un viejo!!”

"Voz/i un méchant viotl —repuso ella ofendida—. Ah! Víion enfant! s’il n’y avait que des vieux, je pourrais dejd vivre de mes rentes!”

En esto trajéronle whisky al doctor Biercold, empapó bien el pañuelo, tomó de un golpe la leche, y se quedó aspi­rando aquel precioso perfume con tanto arrobamiento, que mi carcajada subitánea debió llegar a sus oídos como un coro de ángeles.

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LA MARIPOSA

__\ /^^onoce usted, Señora, la carta que Roberto Espre-C V j lo escribiera a la infortunada Mercedes?

—No; usted sabe que ya no recibo a nadie. . .—¡Es lástima! Fluye allí la sugestión de horror que es en

usted una de esas predilecciones inexplicables.—Nada se opone a que usted la repita aquí.—Es que se hace tarde, Señora.—No es tarde, sino que obscurece temprano. Es el in­

vierno que llega . . .—¡El invierno! Verdad. Ya no podemos conversar en

esta glorieta . . .—Día llegará en que no podremos hablarnos ni aquí ni

en otra parte.—A su edad no deben decirse esas palabras. . .—¡Ah! ¿usted cree que me refiero a la muerte? ¡Ojalá

fuera por la muerte!—Y entonces ¿por qué, Señora? — pregunté con imper­

ceptible temblor de voz.Miróme con aquella mirada que me cubría como un

manto de tristeza, bajó luego los ojos y dijo con su vaga sonrisa ocultadora:

"Elle vivait pour la volupté de se taire”.

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—¿No fue usted quien me recitó una tarde ese verso de Samain?

—Sí —repuse con el alma extasiada por un revuelo de esperanzas.

—Entonces —concluyó— léame la carta que recibió Mercedes. ..

Mar del Plata, febrero 2 de 188 , .

"Reconozco que fui cruel, con esa hostilidad reflexiva y minuciosa de los cobardes, pero también es cierto que a ningún hombre persiguiera el azar con asechanza más irri­tante. Entonces culpaba al azar. Era fuerte y no creía en las vidas ocultas.

"Desde que comencé a escribir aquella malhadada no­vela que ya no acabaré nunca, rodeáronme mil sucedidos extraños y turbadores. En ocasiones eran lamentos vagos que gemían debajo mismo de mi ventana; en otros, pasos medrosos por los caminos. ¿Quién entreabría, siempre al obscurecer, la vieja cancela del jardín? ¡No sabes las veces que, revólver en mano, registrara inútilmente la quinta! Hasta en nuestra alcoba ¿recuerdas? alguien complicaba las cosas inertes en apariencias fantásticas. Así debimos prescin­dir de cenefas por los repliegues gesticulantes, y cambiar la orientación de la luz, ya que no había mueble que no pro­yectase quiméricas sombras. ¡El testero del lecho, por ejem-1 pío, con su eterno perfil de ogro risueño! ¿Recuerdas?

"Aquella noche hacía un calor tedioso. Como llegará hasta mi mesa el aroma nocivo de los nardos, cerré la ventaña muy temprano. Una vincha impalpable oprimíame la fren­te, y en la página intacta dibujábanse fugaces manchas violáceas como en los fosfenos. Era el abrazo aniquilador del cansancio. De poder salir al balcón, quizá el fresco de la madrugada hubiese llegado a serenarme. Pero en esa atmós­fera de horno ni siquiera podía alzar la vista de mis papeles.

Si miraba al techo, exasperábame un cientopiés grisáceo que corría por la cornisa, ágil como un nervio; si a los cristales, era siempre el mismo detalle de paisaje encuadrado y monó­tono. La masa de eucaliptus que circunda la capilla, de cuyo seno sombrío la aguja del campanario invisible partía hacia el plenilunio, aguda como un alarido.

"¿Dormir? Ni pensarlo a esas horas. Volví, pues, al tra­bajo. Y, precisamente, cuando luchaba por hacer inteligible cierta imagen rebelde, una vez y otra vez, repulsiva, espar­ciendo roces en el aire que ponían calofríos en mi espalda, ba¡ó una aterciopelada mariposa negra. Ahuyentábala y volvía a posarse en las cuartillas, siempre con el crujido eri­zante de sus élitros sedosos. Comprenderás que tal insistencia hubiera impacientado a un santo. ¡Decidí darle caza para trabajar en paz!

"Cogí un papel porque sólo al pensar en tocarla inva­diéronme temblores incoercibles. Recuerdo tus gritos de asco cuando, por las noches, en la glorieta, creyendo cortar un gajo de madreselva te encontrabas, de pronto, con algo blan­do y velludo que se retorcía entre tus dedos. ¡Por nada de este mundo me hubiera expuesto a gritar turbando tu des­canso! Por eso cogí un papel.

"Mi primera idea fué abrir la ventana y darle libertad. Nunca pude conservar los insectos en los marcos de las puertas como hacen las mujeres. Tú tenias esa costumbre ridicula antes de casarnos. A penas tus manos inquietas apri­sionaban una luciérnaga, clavábasla cautelosamente con un alfiler y te quedabas horas enteras en la oscuridad espiando sus destellos.

"Quería dejarla libre. Pero al primer ademán alejóse en giros vertiginosos en torno de la luz. Esto me contrario tanto que tuve un impulso diabólico, perversamente dia­bólico: ¡quemarla viva! Vacilé algunos minutos, pensando en el olor de que se impregnaría el aposento y en las crepi-

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raciones de los tejidos chamuscados, pero mis impulsos, tú lo sabes siempre fueron más fuertes que yo.

"En pocos segundos de persecución quedó presa. Con el cabello erizado y la piel aterida por continuos calofríos, sentí cómo el insecto se debatía en el cartucho de papel. No pude más y lo arrojé a la llama. Hoy daría la mitad de los años que me restan de vida por no haber cometido esa acción rencorosa.

"¡Subitáneamente se apagó la luz y oyóse un quejido hu­mano, lacerante! Y eso en la oscuridad más profunda, a semejantes horas, solo . . . Sin embargo logré dominarme y avancé hacia donde debía hallarse la lámpara. ¡Ojalá se hubiesen cerrado mis ojos para siempre!

"Una luminosa columna de humo violáceo, que partía de mi escritorio, comenzó a llenar la pieza. Quise huir pero faltáronme fuerzas, y quedé paralizado por un miedo in­vencible, opresor. Casi en seguida, en el ángulo opuesto, prodújose un leve ruido de desplazamiento como el de las lagartijas en la hojarasca. Entonces ya no pude más. ¡Te lo juro: no pude más! Sentíame helado y un martilleo furioso batía mis sienes.

"¿Recuerdas las pesadillas que sufriste cuando murió el nene, en las que tropeles de monstruos horribles te asaltaban de improviso, y querías huir y no lo conseguías, como si estuvieras atada por tremendos lingotes; y los veías avanzar y ya sentías sobre ti los húmedos hocicos y querías gritar y no podías, desesperada, loca, en una afasia torturadora? ¡Bueno, compadéceme: yo experimenté despierto esa impre­sión terrible, bañado en fríos sudores!

"Considera que estaba solo —bien lo sabes—, entera­mente solo, y que de pronto, en esa niebla luminosa, alguien me toca en la espalda de manera muy débil, muy suave . . . ¡Ah, si a lo menos hubiese podido gritar, gritar muy fuerte mi miedo, pedir socorro! Pero no: permanecí atónito, con

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la garganta anudada. Y otra vez se repitió el palmoteo deli­cado, suave. Volví los ojos y de la atmósfera opalina vi surgir una forma alada en cuyo rostro de sombra brillaban dos ojos que eran los tuyos, grandes, negros, criminales. ¡Ojos de locura que me miraban perdidamente, que miraban hasta dentro del cerebro, registrándolo! Después fué un beso frío, un beso que no terminaba nunca; después no sé . . .

"A la mañana me hallaste en tierra desvanecido, y viste que mis labios exangües presentaban las cárdenas señales de la mordedura . . .

"Ahora bien: jamás hice mal a nadie, menos lo auguraría a ninguno después de aquella noche nefasta. Pero cuando el doctor sonríe al referirle estos sucedidos; cuando leo sus in­variables recetas de bromuro y atribuye la mácula de los labios a la presión de mis propios dientes durante el ataque—, ¡en verdad! casi deseo que él también pruebe esas tremendas visitaciones. Entonces, quizá no ridiculice mi precaución de dormir con luz y con una persona de vigilia a mi cabecera. Porque nadie puede imaginarse la angustia infernal cuando, en la alta noche, descienden los fantasmas que besan con boca fría y que muerden los labios y el corazón para toda la vida . . .”

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EL DAÑO

E va a lastimar —insistía Pablo Beraud tratando de disuadirla—; sea juiciosa . . .

Irene volvió el rostro sonrosado por efecto de la postura violenta, y acentuó con fina sonrisa su incrédula despreo­cupación juvenil.

—¿Muy juiciosa . . . ? ¡Si supiera que mal le sienta ese a're regañón!

—Usted sabe el peligro que arriesga con la menor herida.—¡Por Dios! no son más que espinas . . .—No importa. Para usted es grave un simple rasguño.

¿Debo recordar el último accidente? No pudo ser más banal, me parece . . . Sin embargo . . .

Ella no contestó en seguida. Con movimientos cautos depuso las rosas sobre el verdinegro festón de arrayán que orillaba la pérgola, e irguiéndose, repentinamente seria, bajó los ojos para ocultar un subitáneo sobresalto de alma. Lo mismo que otras veces, aquel aciago recuerdo siempre unido a esa amenaza vaga, pero pertinaz como un destino en ace­cho, conmovíala de manera que daba lástima. Su faz som­breada de ansiedades palideció perdidamente y tuvo que apoyarse en la pilastra vecina para no desfallecer.

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Sus presentimientos, hasta ese momento imprecisos, ase­diaron su ánimo en vuelo supersticioso. ¿Era cierto, entonces, que un peligro invisible perseguíala a toda hora, en cualquier parte, a cada paso, obstinadamente, implacablemente, como un maleficio? Ya no eran exageradas cautelas paternales, sino la advertencia categórica de alguien que se realzaba en su afecto con muy íntimos títulos de lealtad. No había duda: aquel extraño accidente de la noche de Santa Rosa no podía ser efecto de un simple desvanecimiento por hemorragia. Después de las palabras de Pablo, su correlación con ese algo misterioso era evidente. Pero, ¿qué podía ser, Dios mío? Anonadada levantó los grandes ojos, que el espanto tornaba aun más negros, y rompió con azorado parpadeo el velo de lágrimas que los nublaba. Hizo inauditos esfuerzos para di­simular su angustia; mordíase los labios henchidos de sollo­zos, y estrujaba una hoja para contener la medrosa inquietud de las manos. Pero llegó un momento en que ya no pudo más; sintióse toda pálida, sintió flojas las rodillas, y repuso en voz baja, casi con humildad:

—¡Dios mío! ¡Vivir siempre bajo tal amenaza!—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó Pablo con tono

tranquilo, a fin de atenuar la gravedad de su revelación involuntaria.

Irene vaciló un segundo, desconcertada por la aparente calma de la respuesta, mas recobrando valor de las propias lágrimas, afirmó:

—Usted ... y todos: "Se va a lastimar . . "Ten cui­dado” . . rrAcuérdate” . . . Casi no oigo otra cosa ... ¡Ya ve que no me equivoco!

—Sin embargo, exagera. Lo que se le pide, por un tiempo todavía, son esas precauciones naturales que la menos co­queta de sus amigas adopta para preservar su tez de las inclemencias. . . Nada más. ..

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Pensaba calmarla con esas mentiras cariñosas y oculta­doras con que se consuela a los niños; pero, emocionado él mismo hasta la aflicción, sus palabras adquirían el tono falso de las excusas triviales.

—Convenga, pues —concluyó—, en que esa tiranía ga­lante no puede hacerla desgraciada . . .

Irene movió la cabeza tristemente, y fué a sentarse en el banco de mármol que dormía su vejez colonial en la cons­ternada quietud del jardín. Cerró los ojos para no verse las manos y, con ademán lánguido, se enjugó en el cabello los dedos mojados de rocío.

Quedaron silenciosos, reviviendo cada cual la obsedunte escena evocada. Ahora el recuerdo del menor detalle era para Irene un signo confirmativo. La indefinible agitación de aquella noche, la sed horrorosa, los zumbidos de oídos y, sobre todo, aquel desmayo del que volviera, muy tarde, con una percepción sensorial ultraterrena, con una lucidez de espíritu hasta entonces nunca tenida —todo eso, ¡había sido la inminencia de la muerte! Como si fuera ayer, recordaba con singular nitidez las circunstancias más nimias del extra­ño suceso. Concluían de comer, y tomando en brazos a Ma­rio, que desde la muerte de Augusto no se separaba ni un minuto de ella, hirióse en la mano con el garfio de una he­billa. La herida era insignificante, tan insignificante que se limitó a recubrirla con un pañuelo de encajes. Pero fué necesario cambiarlo muy pronto por otro, luego por otro, porque la sangre no se detenía. Después sobrevínole aquel cansancio enorme, aquella sed de agonía, llamó a Rosina y cayó desfallecida. Cuando volvió en sí, hallóse en su lecho, y Pablo Beraud concluía un complicado vendaje de la mano. Aun se estremecía toda evocando aquella mirada tan con­dolida y en el fondo de cuya tristeza presintiera una vaga

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esperanza. Después fué la convalecencia larga y sentimental i en Engaddi, y las dulcísimas pláticas con Pablo, vuelto a la familiar amistad de los tiempos en que estudiaba con Au- ¡ gusto. De esos paseos por el viejo viñedo estéril, que don Leopoldo transformara en residencia veraniega, nació esta pasión tan tierna. Y aquel accidente que ella creyera pasado para siempre, resurgía entonces amenazando los únicos días de felicidad de su vida silenciosa y llena de resignaciones. ¡Dios mío! ¡Dios mío, era como para desesperar!

Pablo planteábase una vez más el conflicto insoluble entre su conciencia y ese amor. Como médico, tenía un deber ineludible que cumplir: un deber que exigía el sacri­ficio inmediato de su ensueño. La enfermedad absurda heT redada por Irene era de las muy raras, para las que existení leyes inexorables. La hemofilia —esa inconcebible predis-¡ posición a las hemorragias, al punto de que un banal rasguñp puede acarrear la muerte— no cedía a ningún poder hu­mano. En otras afecciones, aun en los episodios más gravas, conforta siempre una débil esperanza. Hay misteriosas >or- presas de la vitalidad que deciden las crisis más desesperantes. Pero en esa no. Diríase que es como una maldición que late silenciosamente en las venas. A cada instante, y ahora en ese momento, surgía en su memoria el aforismo fatídico: "Sin excepción, debe prohibirse el matrimonio a los hemo- fílicos”; llevábalo grabado en la retina, y como una marca de fuego en la mente. Sin embargo, lo había violado deli­beradamente, y la pálida Irene iba a ser suya en pocos días más: Para Santa Rosa, el aniversario de la noche infausta, como si a su delito ya enorme, la fatalidad quisiera agregar la damnación de un sadismo frío. Mil veces estuvo a pun­to de romper el compromiso contraído en un atardecer de aquella conváleseencia, en ese jardín olvidado donde los rosales tenían ramas cárdenas y los caracoles negruzcos lustraban la humedad de los arrayanes. Pero, menos por

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natural egoísmo de amante que por la certeza de que tal desengaño fuera acaso mortal en esa criatura de sufrimiento, nunca tuvo valor para determinarse. A solas hacíase la for­mal promesa de revelarle el aciago secreto y alejarse en se­guida, para siempre, a otros países, donde nada supiera de ella ni llegase nueva alguna de él. Mas todo era verla tan pálida, tan frágil, amorosa y buena, para que semejante ruptura se le figurase un sacrilegio. Irene le había dicho una tarde, en la glorieta de las glicinas: "Mi vida ha sido hasta ahora como una tristeza que va sola por el mundo. Cada noche y cada mañana venían a mis ojos las lágrimas, silen­ciosamente. como las sonrisas espontáneas en los labios de las otras. Mamá y Augusto llenaron todos mis días con sus desgracias. Sólo ahora me llega un poco de dulzura, ¡cuando ya no podía más! ¡Ah, si el destino me robara también ésta, la única, la decisiva, yo no sé que sería de mí!” ¿Cómo decirle entonces: "para usted no puede haber alegría sobre la tierra; usted ha venido al mundo con el dolor por ángel guardián, y la desdicha que la persigue es tan grande que, aun haciendo el bien y ungiendo la felicidad, sus manos la infiltran en los seres que la buscan?” Por otra parte, el con­vencimiento inalterable de que la satisfacción de semejante amor era lo mismo que un crimen. En el primer beso nupcial esa existencia preciosa podría extinguirse en un soplo, como una llama que se apaga. ¿Era moral, era simplemente hu­mano, perseguir la felicidad al precio de una vida más cara que la suya propia?

Estos pensamientos angustiosos agobiaban aquellas dos almas juveniles, Señora, la tarde en que comienza este relato, bajo la pérgola que circuía el huerto familiar de Engaddi.Y todo a su alrededor parecía complicarse en esa desolación de espíritu. Nunca el invierno, como en aquella empañada

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mañana de agosto, puso signos más atribulados ni más evi­dentes apariencias perecederas en la naturaleza. Los rayos del sol desvanecíanse en la gasa húmeda de la neblina como una esperanza débil que se fundiera en lágrimas: las ramas desieitas adoptaban actitudes corporales de triste conformi­dad con el destino irremisible y, verdaderamente, tan pro­fundo silencio en la hora matinal, sugestionaba toda la aflictiva lentitud de una agonía.

A la distancia, camino de Lujan, sonó de pronto la boci­na de un automóvil. Aquella bocina que prolongaba los sonidos como si fuesen lamentos, y cuyo timbre, casi huma­no, lo había elegido especialmente su excéntrica propietaria Flora Nist. Eso los volvió al sentido de la realidad. Irene habló la primera, los ojos bajos y el gesto vago:

—Pronto hará un año, el día de Santa Rosa —musitó, i¿No cree que basta eso para desvanecer sus temores?¡Ah, si aquella hora lejana fuese sólo el recuerdo de!

un mal sueño . . .! /Para mi es algo mas —repuso Pablo en esa media voz

temblorosa de la pasión—. Entonces nació una esperanza inefable .. .

/ como ella no respondiese, añadió aludiendo a su pró­ximo enlace:

-—¿La afl'je, acaso la elección del aniversario por su proximidad?

¡Oh, no! —repuso ruborizándose—. Usted bien sobre que no...

—¿Entonces?—No sé, no sé . . .Callóse otra vez para no romper en llanto. Con esa evi­

dencia que liga como un hechizo las almas apasionadas, Pa­blo adivinaba que una interrogación decisiva formulábase en la angustia de Irene, y, sin reparar que ella espiaba con atención fatídica sus expresiones buscó con la vista aquella

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mano fina y suave donde perduraba, como una sombra rosada, la cicatriz.

Irene siguió la mirada con sus ojos atemorizados, y antes de que él volviese de su contemplación se la tendió blanca y laminar:

—¡Qué esperanza tan triste! —dijo con una sonrisa que iluminó de piedad su rostro dolorido.

Pablo la tomó entre las suyas y, desoladamente, la llevó a los labios.

En esto sonó de nuevo y muy cerca aquella bocina que gemía como una boca humana, y densa nube de polvo se levantó en el recodo de la alameda.

De un salto, Flora Nist abandonó el pescante del auto­móvil, y arrojó sus gruesos guantes a la camarera Peggie que la acompañaba siempre en todas sus correrías.

Lo mismo que en las brumosas mañanas de Northamp­ton, cuando era alumna del Smith College, vestía con esa elegancia rectilínea de las institutrices, habitual en las ame­ricanas del norte. La tiesura de aquel -waterproof color ceniza que, desde el seno algo bajo, caía sin modelar un contorno hasta los finos tobillos, tornábala aun más alta y flexible.Y desde la boina lisa, forrada en piel de zorro gris, hasta sus empinados zapatos de caucho, envolvíala, cual un ambiente de otros países, el reclamo de un exotismo dis­tinguido.

Besó a Irene muy cerca del cuello, saludo a Pablo casi sin mirarlo, y llegóse hasta el banco donde se detuviera Peggie para entregarle su impermeable, que desprendió lo mismo que si se desnudase. Vestía una tricota blanca, sin cuello, que turgía sus senos sueltos, y una corta falda azul ceñida a los muslos combados en huso. En seguida avanzó lentamente en su eterna actitud de fatiga, el paso muelle,

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la cabeza echada hacia atras, como si la abrumase el peso excesivo de la cabellera, con el andar ritmado y elástico de las mujeres de piernas largas, y esa particular dislocación de las caderas libres, que acentúa el uso de tacones altos exa­gerando la comba lumbar. No obstante las formas plenas, gracias a la finura de las articulaciones, su cuerpo adquiría ese contorno ofídico de la Venus Florentina. Así, siendo calípiga y opulenta de senos, a primera vista parecía más bien delgada. Completaban ese aspecto extraño, las manos bárbaramente enjoyadas y su tez blanca, con esa blancura icteroide de las pelirrojas, dorada de antiguas manchas cica- triciales producidas por la explosión de una retorta en la que destilara el ámbar de sus perfumes raros. Bajo el amplio í bucle frontal rojocobrizo, resaltaban sus grandes ojos verdes que, como las cimófanas, tornasoleaban la glauca pureza ¡ del berilo con los tonos sanquíneos del rubí. /

No todos podían sostener la fijeza de su mirada lejang/ acechando, entre aquellos párpados levemente caídos que, como a la Rejane, obligábanla a arquear las cejas en un pe­renne esfuerzo de los superciliares.

Su presencia llenó repentinamente de inquietud a los dos prometidos. Pablo, sobre todo, no podía ocultar su con­trariedad. En tanto, Flora, fingiendo atribuir a otra causa esa turbación, séntose junto a Irene y le dijo con una son­risa ambigua como un mal pensamiento:

¡Le juro, darling, que no he visto nada! ni siquiera he sentido el ruido. Veníamos a gran marcha, y en la ala­meda casi nos ciega el polvo. . . Con el automóvil son imposibles las sorpresas galantes. . .

Y, cambiando en seguida de tono:—¡No esperaban ustedes mi visita! ¿no?—En verdad, Flora, no creía tener ese placer . . .—¡Ah, darling cómo se ve que usted se ha educado en

el Sacré-Cœur!

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—¿Por qué, Flora . . . ?—¡Ah, si se pone colorada, usted compromete, aún más

el silencio de este caballero!—, añadió riendo enigmática­mente.

—Miss Flora —repuso Pablo ya sereno—, olvida en su buen humor, que la visita es a usted, Irene, y que, por tanto mi silencio tiene una explicación muy natural. . .

—Se equivoca doctor. ¡Ah, esta vez se equivoca! Es para los dos. A una semana de la boda ¿qué puede ocurrir que no interese por igual a dos prometidos? Y mi presencia, darling, se relaciona con ella . . . —concluyó dirigiéndose a Irene.

—¿Cómo así?—Bueno: quería intrigarlos pero veo que no es posible.Levantóse gravemente y, afectando un risueño tono ce­

remonioso, dijo:—Señorita, vengo a rogarle que honre pasado mañana

mi mesa ... Es la despedida.Y como Irene vacilara, cohibida por esa imprevista in­

vitación que exigía una respuesta inmediata, Flora le tomó las manos y añadió:

—¡Sí, darling, diga que sí! Usted no se imagina el gusto que me dará. Irán las más íntimas: Blanca Gavarni, Ernes­tina Juniori, Magdalena Frías y Alicia Fernández. Nadie más. Ya están invitadas.

—Pero, Flora, yo debo consultarlo. . .—¡Oh, eso es una excusa . . .! Quiero creer que el doctor,

entre cuyas buenas amigas me cuento, no se opondrá . . .—Usted olvida ahora —respondió Pablo— que Irene

será mi esposa sólo dentro de una semana; y que, ni aun después de esa fecha, tendré que oponerme a ninguna de sus resoluciones.. .

—¿No ve, darling?—Pero ¿y papá . . . ?

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ATILIO CHIAPPORI

^—¡Oh, Don Leopoldo corre por mi cuenta! Sé que no está en casa porque nos cruzamos a mitad de camino. Su De Dion-Bouton volaba. Pero le escribiré cargando con to­das las responsabilidades. ¿Sí?

Irene interrogó con la mirada a Pablo; pero éste, que sentía sobre si los ojos vigilantes de Flora, se mantuvo im­pasible.

—¡Bueno, aceptado! Quien calla . . .—¿Cómo negarme a esa gentileza? Flora . . .En esto apareció la vieja Rosina conduciendo a Mario.

Venía en busca de Irene porque el niño no quería des­ayunarse.

Irene lo tomó en brazos y comenzó a reprocharle ma­ternalmente:

¡Muy bien, caballerito! ¿Usted se hace el malo cuando no está madrina? Muy bien, muy bien . . .

Mario miró pausadamente a Flora y a Pablo y dijo con/ la voz temblorosa de sollozos:

—Rosina, me deja solo . . .—¡Oh, qué mala Rosina! Yo la voy a castigar. Venga,

vamos a tomar un vaso grande, grande, de leche. Después habrá bombones.

Y volviéndose a Flora:Perdóneme, vuelvo en seguida. Queda bien acompa­

ñada.

Pablo la siguió con mirada extática. Todo era en ella armonioso y delicado. Vestía un traje de paño negro que hacía resaltar extraordinariamente la palidez del rostro y de las manos, Y por más que fuera de un corte perfecto, dábale un aire de elegancia antigua, como si entre sus plie­gues perdurase la ceremoniosa distinción de los minuetos.

Una vez solos, Pablo se levantó para retirarse.

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—¿Por qué quieres irte? —le dijo pausadamente dete­niéndole por un brazo—. ¿No has oído a tu novia? Quedo bien acompañada, ¡bien acompañada!

Había tanto rencor en sus palabras, que Pablo lo sintió como un frío en la médula. Criatura de pasión y de apetitos, Flora exhalaba sus instintos lo mismo que un efluvio cor­poral. Hasta sus sentimientos parecían sensibilizados por ese fluido, que en la simpatía acariciaba como un hálito lascivo y en el odio repelía como una mano hostil.

—¿O tienes miedo? —añadió con profundo desprecio.—Podría contestarle, Flora, que no es precisamente un

honor para usted el haber sido la querida de un cobarde . . . Pero prefiero callar . . .

-—¡No, no! es necesario, absolutamente necesario que conversemos. . .

—Sea, pero no aquí.—¡Te falta únicamente esa otra cobardía . . .! Te adi­

vino: prometerás verme en casa para no ir luego. ¡Qué bajo eres! ¡Verdad que es como para preguntarme cómo pude ser tuya!

—Flora: no tengo sino una palabra. Pasado mañana en su casa.

—Pasado mañana será tarde . . .—¿Por qué?—Por nada. Hasta pasado mañana.

Y volviéndose lentamente, dirigióse al banco donde espe­raba Peggie.

Era la mañana del día elegido para el "diner-blanc en honor de Irene. Como de costumbre, Flora levantárase tem­prano y, cumplido su ejercicio en el Sandow’s Synimetrion, a fin de conservar aquella ondulante flexibilidad de miem­bros que era una de sus más turbadoras seducciones, con­

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1 2 4 ATILIO CHIAPPORI

cluía de tomar su baño de esponja en un coqueto tub aun perfumado de ella. Yacía acostada sobre una piel de tigre, sin otro reparo a su total desnudez que una mano negligen­temente abandonada entre los muslos blancos y redondos, como en las telas de las Venus púdicas.

Peggie, de pie, preparábase para el habitual masaje, mas Flora la detuvo con un gesto de cansancio.

—No, hoy no; déjame ...—¿Recuerda la señorita que hoy debe . . .?

—Sí, Peggie, sí, recuerdo todo. Apenas llegue hazla pa­sar a mi salita y me avisas.

Peggie no contestó, y una mueca malhumorada de su rostro hombruno, puso todo el resentimiento de confidente ofendida por tal sequedad. Era una mujer hasta de treinta años, morocha y musculosa. Completaba su aspecto mascu­lino un poblado bozo, y la dureza de los ojos negros, brillan- j tes y expertos, tras gruesos lentes. Acompañaba a Flora' desde la muerte de Doña Carmen P. de Nist, y era, a la ve¿ que camarera, su ecónoma y, a veces, ayudante en sus capri­chosas alquimias de boudoir o en sus diletantismos de hipno­tizadora. Iba ya a retirarse, cuando Flora la detuvo.

—Escucha, Peggie. No olvides que aquello esté prepa­rado para esta tarde, antes que lleguen las demás invitadas. Sobre todo que funcione bien la luz del tubo nuevo ¿oyes?

—Sí, señorita —respondió, ya dulcificada por esa prue­ba de confianza.

—Ahora déjame, quiero dormir.Pero no bien hubo salido Peggie, púsose de pie enarcando

al talle que levantó en sus senos turgentes las mamilas ro­sadas como dos fresas. Fué hacia la mesa, tomó un pulveri­zador y bañó su cuerpo palpitante con ese perfume combi­nado por ella a base de ámbar, nardos y cardamomo. Luego tomóse con ambas manos los senos y se quedó así largo rato, los ojos cerrados, aspirando los vahos que acendían de su piel

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húmeda. Después anudó en la nuca la opulenta cabellera cobriza y vistió sobre su cuerpo una túnica japonesa de franela blanca, de cuya orla ascendían, entre verdes gladio­los, iris azul-cenicientos, lo mismo que en las bocamangas "perdidas”. La ciñó a la cintura con un lazo de seda verde y, toda tibia y aromada, acostóse en el sofá para reanudar la lectura de un folleto.

—¿Recuerda, Señora, aquella curiosa monografía titu­lada: El Daño, que le hiciera perder al doctor Biercold su cátedra en la Facultad de Medicina?

—Hace años de esto ¿no? ... Oí comentarla como una de sus muchas extravagancias. . .

—¡Ah, no, Señora, lejos de eso! ... La hipótesis que sos­tenía era tan probable como cualquiera de las que abundan en los libros científicos. Fundábase en hechos inexplicables, es cierto, pero bien comprobados. Su crimen, para los aca­démicos, consistía en el sistema inductivo y muy principal­mente, en haberlo empleado con talento.

En dos palabras voy a exponer su teoría para que usted conciba la especial atención que, esa mañana, prestábale Flora. Es necesario advertir también, que este género de lecturas era habitual en ella. Educada con todas las liberta­des masculinas, poseía una cultura superior. La biblioteca de su padre, el reputado naturalista Nist, no tenía secretos para ella. De ahí las incursiones en el campo de la química —aprovechadas en sus veleidades de perfumista— y su pre­dilección por las obras de generalizaciones médicas, sobre todo por las de patología mental. Más tarde usted se expli­cará, cuando conozca el desenlace terrible, la particular atración que sobre esa mujer enigmática ejercían las prác­ticas de hipnotismo y de sugestión, para las que servíase de Peggie como sujeto experimental.

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1 2 6 ATILIO CHIAPPORI

La hipótesis del doctor Biercold derivaba de fenómenos que los hombres de ciencia se limitan a catalogar, sin preo­cuparse de la enseñanza que fluye de ellos; y si las con­clusiones a que arribara fueron audaces, no podía negarse su lógica.

Hela aquí: Sábese que, así como durante el sueño hip­nótico o durante las vigilias de las histéricas puede suges­tionarse determinada acción, es dado provocar por los mismos procedimientos lesiones tróficas del organismo. Se han comprobado efectos de rubicundez, congestión, ve­sicación y hasta hemorragias, por autosugestión sugerida. El operador coloca en estado de sonambulismo a la persona elegida, e imperativamente le advierte que tal día, a tal hora, sangrará en la mano, por ejemplo. A la hora y día indicados, la paciente presenta en la parte señalada una mácula sanguínea. Son fenómenos extraños ¿no? pero constatados por autoridades como Mabille, Bourru, Du-'' montpallier, Bernheim, Liebault, Beaunis, Pregalmini . . . Los fisiólogos no explican estos hechos. Limítanse a incluir­los entre los efectos raros de la autosugestión.

Meditando sobre ellos, ocurriósele al doctor Biercold pensar en qué pasaría si el sujeto, a quien se autosugestiona una hemorragia, fuera también un hemofílico, y en lugar de señalar simplemente con un roce el lugar donde deberá sangrar, se le hiciera un rasguño imperceptible en la piel. Claro está que, en vez de la inocua mancha rojiza, se pro­duciría una hemorragia incontenible como la de todos los hemofílicos.

Esto es tan obvio que no vale la pena de insistir. Entonces preguntábase: Si por autosugestión y, previos ciertos actos más o menos decorativos, puede producirse a una persona débil una lesión mortal ¿con qué fundamento se ha reído la ciencia de las supersticiones populares y, muy principal­mente, del daño, o aojo, por la cual se atribuía a algunos

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seres un poder nocivo sobre los demás? ¿Acaso por las mani­pulaciones románticas de la estatuita de cera, tocada en objetos usados por la víctima, y atravesada por un alfiler en el corazón? ¿Y qué otra cosa son los fenómenos de la exteriorización de la sensibilidad, por los cuales Luys y Rochas consiguieron sensibilizar pequeñas estatuas y placas fotográficas, hasta hacerlas adquirir una idéntica función sensorial a la del sujeto con cuyo fluido quedaran vivi­ficadas?

Esto fue, Señora, lo que no le perdonó nunca la Aca­demia al doctor Biercold. La generalización es un pecado de lesa ciencia médica, sobre todo cuando ella demuestra, por ejemplo, tanta sabiduría en un Pablo Lasca como en un Liegeois.

Ahora bien, el día en que Pablo Beraud hiciera público su compromiso con Irene, quiso la fatalidad que Flora tu­viese en sus manos el folleto del doctor Biercold. Mujer de instinto, decidió en seguida la venganza que reclamaba, no tanto su amor propio, como su sangre, su apetito, a los que aquella pálida sentimental robara el hombre por quien desfalleciera hasta la falta. Ya no reflexionó más, una vez encontrada la víctima. Ni por un segundo cruzó por su mente una represalia contra Pablo. Había en este impulso criminal la atracción del ensañamiento deliberado fría­mente, y la orgullosa alegría de un gesto de destino.

—¡Por Dios! —dijo mi interlocutora—, esa idea es monstruosa, tan monstruosa que yo tendría miedo de fun­dar en ella la acusación que usted formula . . .

—Señora, yo nunca la expondría ante los jueces. En seguida verá cómo Irene murió de "muerte natural”, de hemofilia. . . ¿Qué otra cosa pueden ver los médicos? ¡Pero, cuando se piensa que Pablo Beraud está gesticulando en un sanatorio, dan ganas de decir la verdad, Señora, aunque sea monstruosa!

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Daban las diez cuando entró Peggie y con un gesto de complicidad anunció a Pablo Beraud. Flora palideció, y ocultando en un cajón del tocador la monografía cuya lec­tura la sumiera en tan terribles ensueños, dijo a Peggie que esperaba: ^

Voy en el acto. Avísanos si llega papá; y no olvides de preparar, para las tres, el tubo nuevo en la araña de la

E1 <lue utilizamos ayer, al hacerte dormir. Cuando entre la persona que irá conmigo, el cuarto debe estar

completamente a obscuras ¿oyes?—Sí, señorita.—Dile que voy en el acto.Se detuvo frente al espejo, desató el lazo que cerraba

su túnica japonesa, y se quedó un minuto contemplándose toda desnuda. De pronto tuvo frío; onduló en su carne blanca, blanca como la leche, un espasmo que la obligó a tensionar sus piernas, y se envolvió de nuevo, estrecha­mente, como en una malla.

Cuando entró en la sala contigua detúvose un mo­mento antes de saludar a Pablo. Recién se le ocurrió pensar en lo que iba a decirle. En realidad no tenía sino un pedido: que no se casara con Irene, que fuese todo, todo para ella; y una sola ansia, la de besarlo muy fuerte en la boca; pero su orgullo la incito al agravio, que era en ella una forma de placer.

—Vienes pálido y ojeroso ...—Es miedo, Flora. Ya lo dijo usted...—No, aquello fué para azotarte en la cara. Tú no

eres hombre de miedos; eres casi un Don Juan. Pensaba que hubieses dormido en Engaddi.

¿Y eso explicaría mi palidez? ¿de qué manera, se­ñorita? —dijo Pablo con una sonrisa siniestra.

—¡Señor! el viaje, el cansancio ¿qué se yo?

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__Bueno —repuso Pablo con una calma en que cadapalabra partía como una flecha—, lo que yo sé es que hago mal en no tutearte.

—¿Por qué —preguntó Flora con una vaga esperanza en el alma y una lenta caricia en la piel—. ¿Por qué?

—Porque eso me obliga a llamarte, a ti, ¿comprendes?, a ti, ¡¡Señorita!!

Peggie detuvo en el vestíbulo a Irene para advertir a Flora de su llegada. Esta apareció en el acto con esas extra­ñas fulguraciones en sus pupilas verdes que no todos podían soportar. Besó largamente a la amiga, y dijo con una ansia iriiperceptible en la voz:

—Llega usted la primera. Mejor, así podemos conversar a solas. Deje aquí su abrigo...

Y, asiéndola por un brazo, la empujó dulcemente hacia la salita donde ya esperaba Peggie junto a la llave del con­mutador eléctrico.

—¡Por Dios! ¡qué obscuridad!Un perfume intenso, desvanecente, flotaba como un

vaho en el recinto: Irene sintió el pecho oprimido. Costá­bale respirar y un ligero mareo la invadía. De pronto, fren­te mismo de sus ojos, brillo, con intensidad increíble, una luz verde-amarillenta como si fuesen cristales incandes­centes de nitrato de uranio. Ese resplandor repentino la cegó en el acto, y el mareo anonadóla en un desmayo muy dulce, como un sueño que vence. Era el procedimiento físico con que Flora acostumbraba a hipnotizar a Peggie, según enseña la escuela de Charcot. Entre las dos, recos­táronla en un diván, y con un gesto Flora despidió a la camarera. Una vez sola, cerró cautelosamente la puerta, y antes de apagar aquella extraña luz sonriese en un espejo.

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130 ATILIO CHIAPPORI

Luego, en la obscuridad más absoluta, arrodíllese junto a su víctima y le dijo, imperativamente, al oído:

—¡Irene! La noche de Santa Rosa, cuando se haya acos­tado, sentirá correr . . .

Bajó la voz, y terminó en aciago mandato muy cerca, como si la estuviese besando . . .

Lo demás usted lo sabe, Señora. Aquella noche de Santa Rosa, que Pablo esperara como una meta de felicidad, vino a ofrecerle el cuadro más horroroso que hayan contempla­do ojos humanos. En el amplio lecho nupcial, rojo de sangre aún tibia, destacábase Irene, tendida de través, tan blanca, tan blanca e inmóvil, que se la hubiese tomado por una estatua yacente. A la parpadeante luz de la mariposa que ponía medrosos reflejos en esa alcoba ahora mortuoria, el lecho aparecía enorme y, así, ensangrentado, con los encajes de las sábanas como arabescos de coral. Precipitóse para reanimarla a besos, pero la sintió fría, marmórea, y la sonrisa triste de sus pupilas paralizó la vida en sus venas. Cuando volvió en sí, ya estaba perdido para siempre. Aban­donó la pieza gritando como un poseído:

¡He sido yo! ¡he sido yo! ¡he sido yo!Aquella misma mañana recibí un telegrama de Rosina

y en el acto partí a Luján. Fué la última vez que vol­viera a Engaddi, que con tantos recuerdos dulces y tan terribles pesadillas reviene a mi memoria. ¡Aquel caserón antiguo, residencia de mis vacaciones infantiles, con su huerto familiar circuido de una pérgola sombría, y su jar­dín olvidado, donde los rosales tenían ramas cárdenas y los caracoles negruzcos lustraban la humedad de los arra­yanes !

B O R D E R L A N D 1 3 1

Preocupado en el relato, no había advertido la extraña palidez de mi Interlocutora.

—¿Se siente mal? —interrogué ansioso.—¿Fué por la antigua cicatriz que se desangró la pobre

Irene? —preguntó sin comentar mis palabras.—No, Señora, ningún médico se atrevió a mencio­

nar el sitio de la herida . . .Sin decir una palabra abandonó, al oír esto, aquel salón

de reliquia —nuestro refugio en las tardes crudas— donde había siempre una romanza olvidada en el historiado fa­cistol y grandes rosas exangües en los floreros antiguos. Jamás volví a verla. Esa tarde cerráronse, también para mí, las puertas de Las Glicinas. Desde entonces vive sola en su quinta solariega, sin otro confidente que un suntuoso cuaderno de cantos dorados, donde escribe una historia resignada y triste que jamás verá la luz. Y de la misma manera que en aquella emocionante ficción de Radiana Glanegg, el Tiempo vela su retiro voluntario con su hoz y su reloj de arena, como en las alegorías.

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LA

ETERNA ANGUSTIA

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A los que viven desolados por la pres­ciencia de tristes destinos y saben, sin embargo, que sus anhelos se tienden ha­cia muy otros destinos, dedicóles esta trágica historia, cuyo plan se diría regido por designio anterior.

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DEBO narrar una historia cuya esencia está llena de ho­rror. La suprimiría de buen grado si no fuese una

crónica de sensaciones más bien que de hechos”. Estas pa­labras del lamentable amante de Berinece, definen con tal exactitud la situación del autor después de "Borderland”, que las transcribe no como advertencia, acaso excesiva, sino como epígrafe justificativo, de todo el siclo imaginado. Transcríbelas, simplemente, sin ignorar, por eso, cuán pro­vechoso le fuera transftmdir el concepto poeniano en prosa propia con sólo plegarse a una práctica casi augusta merced a su origen inmemorial...

. . . Historia cuya esencia está llena de horror . . . Sí, pero que no fluye de conflictos ambiguos, ni de perversio­nes finiseculares. Las vicisitudes de Leticia Dardant —en otro tiempo Interlocutora admirable de silencio y aten­ción— derivan de esa fatalidad de las vidas contradictorias qtie hacen pensar en el estigma lihírgico del anatema. Sólo en tal sentido es tina historia cuya esencia está llena de horror.

... Crónica de sensaciones más bien que de hechos ... Después de rrBorderland” y, muy recientemente, a raíz de los artículos en que se adelantaron tres de las piezas epis-

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1 3 8 ATILIO CHIAPPORI

tolares de este relato, el comentario de mesa redonda descu­brió en aquellos episodios transparencias de siluetas actuales, y la perspicacia de cierta crítica señaló malsanas fantasías, rrfalsas de toda falsedad”. Tara contentar a unos y otros, el autor podría ceñirse a lo que, en- caso análogo, advirtiera Maurice Barres: "Todo es cierto allí, nada es exacto”; pero prefiere cargar con■ la exclusividad imaginativa de tales personajes, antes de aparecer con un solo minuto como in­discreto contigo, ¡oh! ,querido lector. rfHypocrite lecteur, mon semblable, mon frère”.

Cuando me dijeron que Leticia se casaba sentí Ama inmensa tristeza. Convalecía yo entonces de urtA leve

afección al pecho y mis dieciocho años sentimenta^zaban aquel percance de juventud alocada con un aire ir:gfemed]>-~. ble que no me sentaba mal. Transcurría febrero yállábé^iej en una lejana estancia de Buenos Aires, tan lejana y som­breada de montes que, verdad, era lástima visitarla en vera­no. ¡Oh! ¡Un abril muy suave con mañanas claras y compungidos crepúsculos! ¡Cómo habría exaltado en sus umbrías profundas mi ansiedad elegiaca!

Leticia se casaba en las primeras semanas del próximo invierno. El cronista mundano de mi periódico informaba que ese compromiso concluía un "rápido idilio de playa de mar”. Y no pudo ser de otro modo. Habíamonos separado, un mes atrás, la misma noche que ella partiría para Mar del Plata y yo me iba a la lejana estancia del Sud; y no era presumible que, de existir una fábula sentimental en su vida, me la ocultara en el momento de despedirnos. Éramos compañeros de la infancia, y si bien ella adoptaba, a menu­do, un tono casi grave para reconvenir mis primeras tras­nochadas, confiábame siempre sus cosas. Siendo tan buena bastaba prometerle que en adelante sería "juicioso” para que, entornando sus grandes ojos de alucinada, me musitara

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140 ATILIO CHIAPPORI

todos sus ensueños. Todavía paréceme oír sus recomenda­ciones de aquella noche, en el minuto de la partida cuando se empinó hasta la ventanilla del vagón para recordarme con voz temblorosa los consejos del médico que ella cono­ciera por mis hermanas:

"Ya sabes. . . Que en los primeros días no andes a ca­ballo . . . Acuérdate de que en marzo tienes exámenes. .. ¡No fumes mucho!”

¡Pobre Leticia! Queríanos como a hermanos y tenía esa frecuencia de lágrimas de lo seres sensibles que vienen al mundo para ser muy desgraciados.

Nuestras familias mantenían una íntima y vieja amis­tad, y siendo ella hija única prolongaba en nosotros su in­menso cariño.

Leticia también estuviera muy enferma ese año. De allí el viaje a Mar del Plata por toda la temporada. Un quiste dermoide del vientre obligó a operarla en aquella primavera. Recuerdo su resistencia a que la asistiese el doctor Biercold, porque antes la había pretendido. ¡Pobrecita! Ahora, cada vez que reeleo su carta de suicida, siento frío en la espalda al pensar que fui uno de los que más la instaron a ponerse en sus manos. Pero el doctor Biercold era el mejor especia­lista para mujeres; y ninguno de los que lo conocieron más tarde, médico psiquiatra y bohemio incorregible, podría formarse una idea de la probidad profesional y la alta cul­tura que entonces lo prestigiaban. De la noche a la mañana, el caballero elegante y de manera finas convirtióse en el borracho talentoso y de aspecto falstafiano, que durante los últimos tiempos frecuentaba aquel café literario donde to­das las noches refería historietas picantes, en la rueda de improbables escritores que hacían estética a base de alcohol y de maledicencia ...

Verdaderamente, necesito acordarme de su terrible de- lirium tremens y de que, al fin, él también quebrara su des­

LA ETERNA ANGUSTIA 141

tino, para no marcar a fuego su memoria. Ese hombre tiene la suerte de haber muerto . . .

Leticia casábase con Ignacio Flores, "abogado distingui­do y de sólida fortuna” a quien yo apenas conocía por referencias. Era un hombre grave y reconcentrado, algo misántropo, cuyo carácter raro atribuíase a-¡una pasada neurastenia que algunas agravaban hasta sugerir, en su pri­mera juventud, una larga permanencia en el hospicio. Nada inverosímil, por cierto, pues todos los de aquella familia denotaban un fondo neurótico. Uno de ellos, Emilio, fué expulsado de la escuela de medicina por haber seducido a una hermana de caridad del hospital donde practicaba. Es toda una historia romancesca y lamentable que la tuve, pre­cisamente, de propios labios del doctor Biercold y que, ignorando lo que sé ahora, con toda ingenuidad se la narré a Leticia, años más tarde, durante un lánguido otoño de su viudez, cuando ella era únicamente mi interlocutora y ya habíamos convenido en tratarnos de "usted” . . .

Es necesario que quien me siga en este triste relato en­cadene bien los sucesos, pues la simultáneidad del doble con­flicto que constituye su fondo podría presentarlo, como ilógico y fabuloso.

Trancurría el mes de febrero y sólo a mediados de mar­zo, al finalizar la temporada de baños, podría hablar con Leticia en la ciudad. ¡Estábamos tan lejos, yo en aquella estancia en lindes de la Pampa, y ella en Mar del Plata a la vera del mar! ¿Por qué embargóme tanta tristeza al cono­cer un episodio muy natural en esa vida tod?. distinción y dulzura? Lo cierto es que le escribí una carta ridicula don­de, después de hacerle serios reproches por su reserva, despedíame fríamente, seguro de que le esperaban "to­das las felicidades”, al lado del hombre que podía borrar,

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en tan corto tiempo, hasta los más íntimos afectos de la infancia.

Ella contestóme en seguida y en tono que me hizo ver la flagrante injusticia de mi actitud. Aquí tengo su respues­ta a la mano, en el legajo epistolar que me guía en la re­construcción de esa vida: "Veo que eres siempre el mismo loco —dice—. ¿Qué es eso de ocultaciones al amigo de la infancia? ¿Qué sabes tú? ¡Ah! ¡Si te tuviera aquí ya me la pagarías muy cara esa carlita! Los periódicos dan como algo ya acaecido mi compromiso con el doctor Flores, y, en realidad, nos comprometeremos recién el lunes, de aquí a ocho días —mi aniversario—, si es que aun te acuerdas. . . Para entonces pensaba despacharte un telegrama pidiéndote que vinieras y darte yo misma la noticia y contártelo todo . . . Ahora casi no lo mereces. . . Hasta debería prohi­bírtelo . . . Pero ven, sin embargo, siempre que logres ates­tiguarme que, durante este tiempo, has sido juicioso (sí, así, bien subrayado para que puedas llamarme con razón re­zongona) . . .”

¡Pobre Leticia! ¡Que buena era! Conservo todos sus re­tratos, junto con los de esa otra santa que en vida se llamó Irene Caro. En los diez años que comprenden, puede decir­se que su aspecto no cambiara. En el último, tan sólo, la mirada es más lejana y un toque de amargura sombrea los labios laminares. Pero siempre alta, fina, singularmente pá­lida, con las manos afiladas y expresivas y el aire pasmado de esos niños trágicos que pasan con ojos atónitos por los cartones de miss Kate Greenaway.

No la realzaba hermosura sino un encanto meláncolico materializado en rasgos suaves y actitudes delicadas. Su atributo no era el esplendor sino la excelencia. De ahí que su belleza resulte perifrásica. ¿Cómo describir un cuerpo

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cuya seducción fincaba en armonía de líneas, pureza de cutis, tersura de voz, aroma carnal, distinción de gesto, gracia desfalleciente? Yo, que la frecuentara desde niño, no sabría decir ahora, sin recurrir a su retrato cómo tenía la boca o cómo brillaban sus ojos Aquélla era laminar, es cier­to, y éstos azules, mas para individualizarlos en su expresión única, necesito acordarme del hálito musical y de la suave sonrisa, o del influjo patético y la inmensa caricia de su mirada.

Cuando me vuelve su imagen en los recuerdos, sólo reveo la criatura blanca, tan blanca, que al sombrearse su piel parecía celeste; con el cabello negro tan opaco, tan tenue y tan lacio, que parecía de seda. ¡Aquella cabellera ordenada siempre con sencillez antigua —sin un bucle, nunca un adorno, ni un artificio— partida en simétricos bandos que las gruesas trenzas ceñían como diadema! Así, en la hora de su muerte —ya mujer de tragedia— ostentaba ese mismo peinado de colegiala.

Ignoro que presencias aun me depara el destino; pero presiento que no verán mis días otra mujer más fina, alta, singularmente pálida —con esa palidez celeste de las brunas que es ün privilegio sobre la blancura icteroide de las blon­das—,/ tenía la voz rica en acordes morosos, las manos afi­ladas y expresivas, y el mirar pasmado de esos niños extra­ordinarios que amara miss Kate Greenaway. Fino como un tallo, aquel cuello redondo, siempre desnudo; fino aquel seno, no magro, pero exiguo según el canon clásico; ut capiat nostra tegatquemanus; finos los tobillos frágiles, ori­ginarios del contorno que colmaban las caderas combadas con esa estrictez de las curvas perfectas . . .

Todo, hasta los signos sensuales, era en Leticia, de excep­ción. Jamás olvidaré aquel estigma de rubor que, de la co­misura izquierda de los labios, ascendíale hasta esfumarse en la pálida mejilla en cuanto gustaba una fruta. Era una

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línea nítida y acarminada al nacer, y luego de un rosado desvaneciente hasta borrarse en blanco. Desde niña, apenas probaba damasco o una guinda aparecíale en el acto la turbadora señal. ¡Cuántas veces denunciara así nuestras furtivas rapacerías en la quinta! ¡Recuerdo que al ofrecerle una fruta llevábase instintivamente la mano a ese lado del rostro, como quien contiene un dolor, y solo despues de mil hesitaciones, ella que era golosa, mordíala con cautela, muerta de miedo y loca de contento! Entonces teníamos diez años...

Más tarde, mucho más tarde, cuando ya nos tratabamos de ''usted”, durante aquel lánguido otoño de su Viudez en la que Leticia fué únicamente la Interlocutora, pregúntele de pronto, en el jardín de Las Glicinas , si de casada solo las frutas le provocaran el raro estigma. Ella no quiso con­testarme, pero se puso toda encarnada, y. como otras veces, cerró la plática de aquella tarde diciéndome con su vaga sonrisa ocultadora:

"Ha refrescado mucho, entremos. . .”

La mañana de mi llegada a Mar del Plata esperábame con sus padres en la estación, y al verme hizo inauditos esfuerzos por parecer resentida. Con una frialdad de pa­labra, traicionada por el mirar ansioso, informóse suma­riamente de mi salud, despues de un correcto saludo que ocultaba mal sus ganas locas de saltarme al cuello. Los vie­jos me besaron en la frente, pero yo no podía hacer lo mismo con Leticia despues de las ultimas cartas, y porqueya tenía novio.

Sin embargo, su actitud adusta no resistió a los pocos minutos de trayecto entre la estación y el hotel. Las maña­nas son frescas en el verano en esas latitudes y un acceso de tos, debido, más a toda una noche de tabaco que a la leve

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afección del pecho de que convalecía, bastó para inquietar sus ojos.

¡Siempre el mismo! —exclamó con su voz lejana—. ¡Juraría que no has tomado un solo remedio!

La madre asintió con un expresivo balancear de cabeza y, sin mas tramite, fui conminado a ponerme el abrigo.

Mi docilidad bastó para dejarla interiormente contenta, pero, amenazandome con el índice, dijo con un aire grave que nos hizo reír a todos:

¡Sin embargo, se te prohibiera venir, de no haber sido juicioso!

Desde ese momento fuimos de nuevo buenos amigos. Aquella misma tarde en la rambla, después de mil preguntas y consejos y de obligarme a tomar un gran vaso de leche, presentóme a su prometido. Y para demostrar que si bien era un poco alocado tenía buen corazón, expuso y justificó en seguida mis travesuras, sin excluir el abandono de la ca­rrera, que aun constituía un escándalo en el círculo de mis relaciones. Ignacio Flores, hombre normal, "distinguido abogado de sólida fortuna”, tuvo un gesto de compasión infinita para mi juventud desarmada de título y una ma­nera de pronunciar la palabra "amiguito”, que hasta a Le­ticia le hizo daño. Aproveché la coyuntura para dejarlos solos y me fui por la playa hasta más allá de Saint James.

En aquel momento divisábase en el mar, lejos, muy le­jos, casi en la linea del firmamento y en rumbos opuestos, dos barcos que parecían inmóviles. Más hacia tierra, pero siempre a gran distancia, una lancha de pescadores, regre­sando de bolina voltegeaba de tal manera para ganar el barlovento que oculto el casco tras una cresta de espuma, aquella blanca vela lejana iba y venia sola sobre el agua ya verdinegra de noche como una gran ave marinera desorien­tada. Al otro lado, bajo la luz que moría, el paisaje costeño ensoñábase como un país novelesco, donde los jardines del

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bulevar marítimo se prolongaran en sucesión fantástica, entre los matorrales de las barranca, hasta el pie mismo de los chalets cuya arquitectura promiscua estilizaba en orden suntuoso un cárdeno reflejo sobre la loma. Por la arena cuya lividez de auricalco rayábase de vetas negras, difusas y mo­vibles, yo iba sin pensar en nada, el espíritu ausente, por única sensación una indefinible congoja que sentía llegarme en la salsedumbre, como una esencia de la sombra que reno­vaba la inmensa tristeza de aquel sempiterno cielo de océa­no. Había en la proximidad un abrupto espolón de rocas y me acordé para ver allá lejos los dos barcos, que parecían inmóviles, bordearse silenciosamente de luces.

¿Por qué en ese instante de recogimiento me vino con tan dolorosa lucidez la memoria de los buenos días —los ya lejanos días de la infancia—, y revi el paisaje de Las Glici­nas, en las barrancas de Rivadavia, con sus jardines boscosos escalonados hasta la misma orilla del Plata? ¡Ah! ¡La vieja quinta de los Dardani! Ahora aquel dominio solariego no es más que un recuerdo. Este invierno he presenciado, presa de una congoja que solamente yo puedo sentir, la devasta­ción de ese querido pedazo de tierra. A la muerte de Leti­cia, adquiriólo un acaudalado propietario que iba a trans­formarlo en residencia veraniega. Los enhiestos eucaliptos, que en las noches de antaño acordaban en lacerantes uní­sonos los vientos venidos del río, yacían en los desmontes de un proyectado parque inglés; y en aquella ocasión de­molían el vetusto edificio con las tejas patinadas por afel­pados verdines, una galería circular de cuyo alero balan­ceábanse rústicas canastillas de "Flor del Aire”, y pequeñas ventanas de rejas verdes trepadas de glicina, que en octubre perfumaban la santa paz de aquella casa con el aroma an­tiguo de sus lánguidos racimos. ¿Cómo expresar la sensa­ción experimentada al divisar, en lo más alto de la barranca aquella glorieta de nuestras primeras melancolías, las tardes

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tranquilas en que cerrábamos los libros para acordarnos muy juntos en la baranda, y desde allí contemplar silenciosos, durante horas y horas, las aguas plúmbeas del río que se sombreaban lentamente de noche?

Era una de esas viejas quintas patricias a las que el des­aliño de los canteros y el aspecto selvático de las alamedas da un aire señorial y remoto; y rodeábala uno de esos pai­sajes que al contemplarlos anulan los accidentes materiales y dejan surgir la fantasía o el sentimiento de la naturaleza, sea que favorezcan el sentido decorativo o la imagen men­tal. Paisajes donde, como en las abstracciones poéticas de sir Grosvenor Thomas, las cosas pierden su exacta relación, no percibiéndose sino el orden rítmico de los elementos que da a los colores un valor casi musical, y fragmentando las lí­neas y las superficies, extreman esa indecisión de todo límite en la naturaleza, hasta materializar por algunos minutos panoramas de ensueño. De ahí el encanto de alejamiento, la sensación de presencia, y esa vaga inquietud de misterio que sentimentalizaba el silencio de "Las Glicinas”.

Esa noche, después de la comida, cuando el doctor Flo­res, ofreciendo el brazo a Leticia para conducirla al salón, volvió a sonreírme su gravedad de abogado, fuíme maqui­nalmente a la rambla que estaba desierta bajo una frialdad de luz eléctrica. En la negrura mugiente de las aguas, bus­qué los dos barcos aparecidos en la tarde. Uno ya había cruzado hacia el Sud; y del otro, que cortara derecho en el horizonte, percibíase tan sólo la extrema luz de los másti­les que se perdió muy pronto, repentinamente, como se pierde un destino.

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En aquella destemplada tarde de mayo, Leticia visitá- ranos para pedirnos que formáramos parte de su

cortejo. Casábase a la semana, en la iglesia de la Merced, donde ya se habian dicho las amonestaciones. Desde que formalizara el compromiso, sus visitas, menos frecuentes, terminaban siempre en lágrimas que trataba de ocultarnos con ese singular parpadeo que era uno de sus más raros en­cantos. Cada vez recordaba los días de "Las Glicinas”, aquella su quinta solariega que tenía copiosas plantas de magnolias y una pequeña glorieta de viejo estilo, donde nos juntábamos todas las tardes pn los veranos hasta el momen­to de anochecer. ¡Cuántos proyectos, cuántos ensueños!

¿Por qué se entristecía tanto en vísperas de realizarse lo que todos esperaban como una felicidad? Recuerdo que en cierta ocasión en que no tuvo fuerzas para dominar su congoja y prorrumpiera en llanto, la interrogué categóri­camente:

—¿Es que no lo amas? ¿Qué tienes? ¿Por qué sufres?—¡No sé, no sé! —repuso secándose los ojos—. Él es

bueno, veo que me quiere de verdad. Quizás sea demasiado serio, pero es bueno y lo estimo mucho. .. Sin embargo, no sé, ¡hay algo que me dice que voy a ser muy desgraciada!

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¡Pobre Leticia! ¡Yo no necesitaba conocer la fatalidad que sé ahora, para pensar que sería muy desgraciada! Era uno de esos seres buenos y sensibles para quienes no hay alegrías sobre la tierra. En mi vida he tenido la frecuencia de semejantes destinos, y no sabría decir ahora si la angustia de estas páginas es mayor que las de aquéllas en que he de­jado escrita la amarga historia de Irene Caro. Como ésta, Leticia viniera al mundo con el dolor por ángel guardián; como a ésta, cada noche y cada mañana llenábansele los ojos de lágrimas, silenciosamente, de la manera que se ilu­minan las sonrisas espontáneas en los labios de las otras; a las dos la desdicha que las persiguiera fué tan grande que, aun haciendo el bien y ungiendo la felicidad, sus manos la infiltraban en los seres que las buscaron; y las dos pudieron decir a sus prometidos: mi vida ha sido hasta ahora como una tristeza que va sola por el mundo. Y, sin embargo, las dos tuvieron todas las apacibilidades de los hogares perfectos y de los destinos sencillos; las dos hicieron el bien, fueron puras, ¡fueron suaves y consoladoras como dos santas! Son dos víctimas de ese misterio de las vidas contradictorias, ba­jo la eterna angustia del amor y de la muerte, en estos días modernos tan atribulados, pese a la placidez que arroba a los satisfechos.

Aquel fué un noviazgo grave de corrección y protocolo. En los primeros tiempos yo comía de vez en cuando con ellos, las noches de visita de Ignacio Flores, en mérito a mi gran intimidad. Pero, poco a poco, hube de emplear excu­sas amables para sustraerme a la impresión de alejamiento que infundía ese hombre con su sola presencia. Todo: la lentitud de ademanes, la parquedad de palabra, el mirar fijo y hasta su media sonrisa —una sonrisa de labios, no más, mientras los ojos permanecían serios—, todo denunciaba un

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espíritu en perenne vigilancia de sí mismo y en acecho de los demás, que cohibía hasta mortificar. Nunca interrogué a Leticia sobre el punto, pero me parece que el día de su unión fueron tan extraños el uno al otro como en su primer encuentro en la rambla de Mar del Plata.

Ella era un alma sensitiva y recatada que sólo dejábase explorar dentro de una perfecta confianza —adquirida len­tamente insensiblemente, como nacen los afectos familia­res—, por palabras suaves y espontáneas dulzuras; y él era un hombre reconcentrado, categórico y extricto, que ha­blaba siempre en sentencias y tenía bruscas preguntas de fondo sibilino. Muy natural, entonces, que aquellos dos es­píritus resultasen herméticos el uno para el otro.

Hasta en el orden mental generábase análoga exclusión. Leticia tenía un talento, cuyo atributo, lo mismo que su cuerpo, no era el esplendor sino la excelencia. Amaba las lecturas hondas y las acciones estáticas; sentía los versos y la música como un poeta; y de la escena aislada de un cuadro, en esa perenne meditación de las cosas y de los sen­timientos, reconstruía todo el drama que epilogaba el epi­sodio casual. En cambio, Ignacio Flores, universitario en­greído con la medalla de oro de memorista, había labrado su mesurada inteligencia como se labra el granito, a ocho horas diarias de pupitre; y, fuera de lo estatuido en los tex­tos sobre los que sudara, su discernimiento ponderado en exámenes, no iba más allá de las reputaciones hechas o de las obras consagradas. Y era práctico, muy práctico, de un sentido común asombroso; ¡y había que verle sonreír, con su piadosa sonrisa de medalla de oro, de los que pierden el tiempo borroneando papeles, y de las almas juveniles que se empenachan con subversivas melenas! Sin embargo, no obstaba eso a que buscara cierta "alture” intelectual. Con frecuencia oíasele citar el "Libro de los oradores” y al Dan­te; asistía a representaciones de Sardou y, de tiempo en

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tiempo, aventuraba un verso de Manuel Flores, quizá para mayor lustre del apellido.

Semejantes condiciones encantaban a Don Leandro Dardani, rico acoplador de cereales, que, en sus anticipadas ternuras de suegro complacido, compartía el prestigio del título a incorporarse a la familia, acoplándose a la futura vida profesional del yerno, cuando conversaba de las tres testamenterías "que por el momento tenemos”.

No así Doña Isabel, matrona chapada a la antigua, que lucía en los ojos claros como una nostalgia de los viejos patios criollos, con sus malvones y enredaderas, el espíritu todavía ágil y el corazón romántico de las unitarias de an­taño. Cuántas veces al finalizar el noviazgo, supo decirme deteniendo un minuto su minuciosa labor de encajes:

—¡Ah! ¡hijo, hijo! ¡Yo no sé por qué este matrimonio no me hace feliz! Leticia que es tan suave, tan dulce... Tú la conoces bien... Y ese hombre tan serio, ¡tan seco que parece un espía!

—¡Por Dios! Doña Isabel —replicaba yo en tono fes­tivo para que no me traicionaran los presentimientos— ¿Qué es eso de espía? Desde Caseros en nuestro país ya no son verosímiles ni los tiranos domésticos.. .

—No hijo; yo sé lo que digo. Una madre nunca se equivoca.

Enjugábase con su alba mano los ojos ahogados en lá­grimas y con un gran suspiro volvía a su meticulosa labor de encaje: un historiado tapete que comenzara hace un año y donde labraba la escena del Congreso de Tucumán.

Cuando después de la ceremonia, Leticia descendió del brazo de su esposo las gradas de la Merced, estaba tan pá­lida que parecía una muerta. Aquella misma noche partie­ron a la estancia de los Flores, sin que nosotros pensásemos

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siquiera que, a las dos semanas, haríamos también el mismo viaje y ¡en qué trance!

Recuerdo que terminada la reunión íntima, casi exclu­sivamente familiar, con que Don Leandro conmemorara el acontecimiento, antes de recogerme detúveme algunos mi­nutos en el café de nuestra rueda habitual. Fué la primera vez que vi al doctor Biercold perdidamente ebrio, en com­pañía de un muchacho lampiño y ambiguo, aventajado es­tudiante de medicina que lo ayudaba en sus maravillosas operaciones, y que murió al poco tiempo tísico, roído por esa vida de bohemia y borrachera cotidianas a que lo impul­sara el maestro. Gran escándalo dieron esa noche, y todo el mundo no hizo otra cosa que murmurar de ellos. Habían asistido a la ceremonia y estaban allí, vestidos de etiqueta, pidiendo whisky a gritos en una disputa anatómica que casi los llevó a las manos, y que terminó con un enternecimiento lloricón y de tuteos.

Las noches sucesivas repitiéronse análogas escenas, y desde entonces el doctor Biercold se perdió para siempre. Alejada la clientela por la difusión de esa vida crapulosa, dedicóse a profesar de psiquiatra y escribir en los diarios y así continuó durante diez años frecuentando, noche a no­che, aquella mesa redonda de improbables escritores, atur­diéndose, aniquilándose a fuerza de alcohol, hasta el re­ciente deUrium tremens cuyo último episodio vino a reve­larnos la causa de esa increíble devastación de su vida. ¡Quién iba a pensar que en aquel frío y correcto ginecólogo pudiera generarse tal impulso de locura y el sadismo moral que, acaso, no tenga precedentes en las vicisitudes humanas!

Transcurrieron apenas dos semanas desde el casamiento de Leticia, cuando los suyos recibieron de la estancia un telegrama aterrador. No olvidaré nunca aquella mañana en

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que los dos pobres viejos corrieron a vernos, temblorosos, mudos, lamentables de angustia, trayéndonos el fatal des­pacho. Entraron como dos autómatas, sin saludarnos, sin explicar nada, y apretándose la boca para contener el tem­blor de los labios, Doña Isabel me extendió la fórmula te­legráfica. Decía así:

“Una gran desgracia. ¡Vengan, vengan! Yo tengo mu­cho miedo. — Leticia”.

¿Para que describir las horas de tortura lacerante hasta nuestra llegada a la estancia? ¡Oh! ¡qué viaje! Cinco intermi­nables horas de ferrocarril, frente a aquellos pobres viejecitos que no podían decir una palabra, que no se atrevían a mirar­se, que temblaban de pies a cabeza como dos malhechores!

Durante el trayecto veníame a la memoria, como único pensamiento, aquella deseperada comunicación: "Una gran desgracia. Yo tengo mucho miedo”. ¿Qué conjeturar? Evi­dentemente tratábase de una desgracia acaecida al esposo. Pero ¿Cómo? ¿Un accidente? ¿Una agresión? Puedo ju­rar que en el transcurso de aquellas interminables horas de viaje, imaginé todos los sucedidos posibles, hasta los más inverosímiles, pero ni por un solo segundo cruzó en mi mente la idea de lo que después supimos.

Anochecía cuando llegamos a la estación distante una media legua del establecimiento. En el andén, arrebujada en un gran manto negro y pálida, como ningún hombre podrá ver en sus días a otra mujer más pálida, esperábanos Leticia. ¡Ah! poder pintar con palabras la sombra de mie­do de miedo atroz, el miedo que hace decir cosas imposi­bles, el miedo que hace gritar y temblar y desmayarse—, la sombra de miedo que agrandaba desmesuradamente sus pupilas azules. ¡Y el encuentro, en seguida, después de la tacita revelación de su actitud y su aspecto! ¡Yo no sé cómo pudieron permanecer tanto tiempo abrazados aquellos tres seres tan débiles sin hacerse mal! Los brazos anudaron de

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tal modo los cuellos, que los tres cuerpos nó eran sino una sola forma temblorosa bajo el mantón de Leticia que en cierto momento el viento agitó como una gran ala fatídica.

Sin pronunciar palabra los desuní dulcemente y toma­mos el breack de la estancia. Era ya oscuro y los tres rom­pieron a llorar en silencio. Así fué todo el camino. ¡Oh! ¡qué no hubiera dado yo por estar solo, a pie en la carretera, y poder correr, correr sin un alto, y gritar fuerte, fuerte, fuerte, en medio de la noche! ¡Aquella desesperación muda, aquel drama inconcebible, aquellas lágrimas que brotaban sin una queja, sin un sobresalto . . .!

Llegados a la próxima tranquera, el carruaje se detuvo unos segundos. Subitáneamente Leticia lanzó un grito y se levantó lo mismo que una poseída. Fué necesario sentarla a viva fuerza; y como permaneciese con los ojos fijos y vi­driosos me vi obligado a sacudirla para que volviera en sí. Entonces pasóse las manos por el rostro como quien sale de un largo sueño, nos miró lentamente con ojos despavoridos, y rompió a llorar como una criatura.

—¡Ah! ¡mamá!, ¡ah! ¡mamá!. ¡Yo no tengo la culpa! ¡Mamá!

—Sí, ¡m’hijita querida! Sí. ¡Todos sabemos que eres una santa! ¡Sí...!

—¡Ah! ¡mamá!, ¡ah! ¡mamá!Echóse en sus brazos y así permaneció hasta que llega­

mos a las casas. Al darle la mano para que descendiera mi­róme largamente y con la voz anudada me dijo:

—¡Pobre! ¡tú también sufres mucho!Así era de buena. Bajo el dolor que la trastornaba, tenía

una palabra consoladora para los demás. Aproveché el mo­mento de calma para interrogarla:

—¿Cómo ha ocurrido?

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—¡Por favor! ¡No me preguntes nada! ¡Por favor! ¡No sé nada, no sé nada! Ahora verás...

Ignacio Flores se había suicidado la noche anterior des­cerrajándose un tiro de revólver en el pecho. Levantárase al llegar la madrugada y, ya vestido de luto, pasó a la habi­tación contigua, que era el tocador de Leticia, y sobre un diván de recientes ternuras se había dado muerte con frial­dad increíble.

A la detonación, la pobre Leticia despertóse en un grito y toda azorada corrió a la pieza vecina. Al ver a Flores re­volcándose, en las últimas convulsiones, ella, que se había dormido con uno de sus besos en la frente, huyó despavori­da, gritando, loca de miedo, hasta el pabellón del servicio. Refugióse allí y no quiso volver a sus habitaciones.

Aquel hombre grave y circunspecto exasperaba así su situación de extraño ante esa criatura todo cariño y sensi­bilidad, con esa muerte brutal de melodrama.

Ni aun esa noche tuvo fuerzas para verlo. Yo me atreví a insinuarlo, minutos antes de que cerrasen el ataúd, y ella me dijo temblando con una azogada:

—¡Por favor! ¡No! ¡Yo lo estimo, pero tengo miedo, tengo miedo!

Y después de una pausa:—Pero ¡por Dios! ¿por qué, por qué lo ha hecho? ¡Ah!

¡yo no merecía eso!¿Por qué? Durante diez años nadie lo supo. Ignacio Flo­

res se había suicidado sin dejar una línea, un indicio. Ha sido necesario que se fueran cuatros vidas para descifrar ese enigma.

El comentario piadoso de las gentes agotara la reserva de conjeturas, desde la impulsión maniática hasta las posi­bilidades de cosas nefandas que apenas se susurraban por

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¿aridad. Pero nadie, nunca, nunca pudo saber lo cierto. Los padres de Leticia murieron sin conocer el secreto que, al descubrirse ahora, arrancó a ésta la vida.

Ese episodio fué la eterna obsesión de Leticia. En vano se la hizo viajar durante años. A su vuelta, como en los primeros días, prorrumpiera en el fatal interrogante. Re­cuerdo que ya huérfana,' en el retiro de "Las Glicinas”, cuando alejada de todo el mundo me recibía a mí solo, a condición de que cesásemos de tutearnos, mil veces trajo a nuestras conversaciones la memoria de aquella noche terri­ble. Hasta su misma predilección por las historias extrañas era un signo de ese perenne tema; y más tarde, después de un año sin vernos, en la correspondencia que ahora me guía para reconstruir su vida, palpita la misma congoja. Era de ver, en aquellas tardes, con qué avidez esperaba los episodios trágicos. Durante todo el lánguido otoño fué la interlocu- tora admirable de silencio y atención. ¿Era esa ansia enfer­miza la que impulsábala a lividecer su alma en la angustia de tales relatos? Nunca quiso decirlo. Cuantas veces se lo preguntara sonreía penosamente y los ojos se le llenaban de lágrimas. La tarde en que presintió que estaba a punto de adivinar su secreto cerráronse, para mí también las puer­tas de "Las Glicinas”. Desde entonces vivió sola en su quinta solariega, sin otro confidente que un suntuoso cuaderno de cantos dorados donde escribía la historia resignada y triste cuyo desenlace hoy ve la luz. Y de la misma manera que en aquella emocionante ficción de Radiana Glanegg, el tiempo velaba su retiro voluntario con su hoz y su reloj de arena como en las alegorías .. .

Era la oyente ideal. Ávida de fábulas, su espíritu no destellaba la clarovidencia quimérica de sus hermanas extra- terrestres Morellas, Legeia, pero aquilatábalo, en cambio, sensibilidad tan exquisita, que el sentido de las imágenes abríase para ella con sorpresas de prodigio.

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Las tardes crudas refugiábanse en aquel salón de reli­quia, donde había siempre una partitura olvidada en el historiado facistol y grandes rosas exangües en los floreros antiguos. A la hora del te humeante y de los libros cerra­dos”, cuando la luz mortecina prestaba matices de cutis a las porcelanas de la consola, y el piano ahondaba reflejos de estanque nocturno, y los retratos de los antepasados ad­quirían esa animación grave de la vida espectral, acodábase sobre una lacia piel blanca, la cara en las manos, para escu- char en esa postura tendida de esfinge que adoptan las gitls juiciosas de los Keepsakes.

Otras veces, con las primeras sombras abandonaba el recinto. Aun me parece verla a mi lado con su andar elás­tico, lleno de la gracia ceremoniosa de las gaviotas. De vez en cuando, una ráfaga mas fría propagaba ligero temblor en la fronda exhausta del jardín. En todas partes —sobre los arbustos de copas perennes, en los bancales contiguos o a sus pies, en la conchilla menuda del sendero— caía una lamen­table profusión de hojas amarillentas. Deteníase entonces para recoger alguna y, en seguida, reanudaba la marcha con su suspiro.

Sin embargo, rara fue la tarde en que tales paseos no se interrumpieran de improviso. Con frecuencia, en medio de una escena atribulada, inquietábase repentinamente y decía con su vaga sonrisa ocultadora:

"Ha refrescado mucho; entremos”.Bajo nuestros pasos, mientras nos alejábamos en medio

de los árboles inmóviles, crujía la arena del camino. . .

En aquel recatado salón de los vesperales coloquios donde, hasta el día de su muerte, Leticia dejó siempre una par­

titura olvidada en el historiado facistol y grandes rosas exan­gües en los vasos antiguos, fue escrita la carta inicial del extraño epistolario que intercalo aquí, porque en sus páginas episódicas la pobre alma dice mejor que en cualquier examen psicológico la fatalidad de su vida, que es el único objetivo de este relato. ¿Cómo vacilar entre la transcripción de algu­nos capítulos del suntuoso cuaderno de cantos dorados donde ella desarrollara la historia resignada y triste cuyo epílogo hoy ve la luz, estas páginas nacidas del abandono o la des­esperación de momentos capitales, que deben ser muy caras a los que, después de las anteriores, conservan alguna sim­patía a una criatura que, a los quince años, todos soñáramos alguna vez . . . ? Leticia fue buena, fue pura, fue suave y consoladora como una santa.

"Las Glicinas, noviembre 8 de 180 •..

"Voi non mi amate ed io non vi amo. Puré —qualche dol- cezza é ne la nostra vita— da jeri... Despues de tanto tiempo, después del silencio que mi designio puso entre los

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dos, esta carta no puede comenzar de otro modo. Es necesa- ] rio que desde la primera línea preserve de toda ansiedad. Sólo así podremos llegar al estado que sueño. ¿Recuerda usted aquella enternecedora pieza del "Poema paradisíaco” que se inicia con los versos transcriptos? ¡Ah! si yo la hubie­se conocido antes, en los melancólicos días de sus relatos, entonces quizá no se cerraran, para usted también, las ¡ puertas de "Las Glicinas”! Cómo habríamos tranquilizado nuestras almas al leer:

Non ad altro la nostra anima aspira Che a una tritezza riposatta, eguale

"Pero en las últimas tardes, aquellas en que usted, me refiriera la obsesión de Roberto Esprelo, y la dolorosa histo­ria de Irene Caro, creí que nuestros destinos se econtraban y tuve miedo. Eso era imposible: de sólo pensarlo sentía frío en el alma. ¿Cómo olvidar la fraternal amistad de la infancia y tantos años apacibles, y tantas, tantas cosas puras y buenas. .. ? y tuve miedo porque yo no estaba tampoco: segura de mí. ]

"¿Me he equivocado? No sé. Pero todavía recuerdo uno; de aquellos diálogos; el penúltimo creo. . . Era el fin del] otoño y estábamos en la glorieta. Para no hablar de nosotros] y, sobre todo, para que no durase el silencio entre los dos, yo! le pedía uno de sus cuentos y usted, en el fondo contrariado,; quiso rehuirlo diciéndome: |

"—Se hace tarde, Señora. J"—No es tarde —repuse—, sino que obscurece más!

temprano. Es el invierno que llega . . . I"Usted quedó un minuto reflexivo y luego pensó en vo¿|

alta: 1"—¡El invierno! Verdad. Ya no podremos conversar en]

esta gloria . . .

"—Día llegar^en que no podremos hablarnos ni aquí ni en otra parte . . . —^ñadí yo.

"A su edad no dében decirse esas palabras..."—¡Ah! ¿Usted cree que me refiero a la muerte? ¡Oja­

lá fuera por la muerte!"—Y entonces ¿por qué? —preguntó usted con un tem­

blor en la voz que me heló de pies a cabeza y me puse triste, muy triste . . .

"Por fortuna me vino a la memoria un verso de Samain, que usted me recitara días antes, y gracias a él pude cerrar el inquietante diálogo.

"—Elle vivait pour la voluptc de se taire —dije."¡Ah! ¡Bien claro lo recuerdo! Era muy cercana del

Invierno y, dos días más tarde, quedé sola, sola a morir . . . Ha pasado más de un año. ¿Debo decirle ahora que he su­frido mucho, mucho, horriblemente, hasta gritar? Yo podía vivir excluida de toda sociedad. Usted sabe que yo misma busqué esa situación. Nunca sentí ninguna pena por las alegrías mundanas que renunciara voluntariamente. Al con­trario, ¡cuántas veces he rehusado a mis amigas hasta un s;mple paseo por Palermo! No salía nunca de la quinta y bastábame para consuelo de esta desgracia que pesa sobre mi vida, y cuyo origen no conoceré jamás, sus amigables conversaciones que me evocaban tantas cosas dulces y leja­nas . . . Comprenderá usted ahora lo que habré sufrido en cite largo año . . .

"Le juro que mil veces, después de la tarde en que deja­mos de vernos, mil veces estuve a punto de pedirle una visita. ¡Yo no podía vivir sola, sola de esa manera, sola conmigo! Pero ya era imposible. Mi actitud si no le descubría un secre­to, revelaba evidentemente un temor de su presencia; y una mujer que deja adivinar que teme la proximidad de un hom­bre está perdida. Recuerde que ya no éramos los camaradas

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de diez años atrás y que, desde mi vuelta de Europa, com­prendimos que debíamos tratarnos de usted...

“Así he pasado algo más de un año y hoy ya no puedo más. Esta soledad absoluta me lacera como un cilicio. La siento en mí y en todo lo que me rodea; y siento miedo de llegar a desesperarme, yo que no tengo más orgullo que el de haber sabido sufrir, callar y sonreír . . . Necesito comu­nicarme con alguien, y como, después de lo que aquí con­fieso, no podríamos vernos sin un peligroso sobresalto del alma, ruégole, en nombre de lo poco bueno que puede haber encontrado en mí, que me escriba con frecuencia, así sus cartas reemplazarán nuestras pasadas pláticas, tan apacibles y reveladoras, y que no supe defender de esta angustia indefi­nible que me anega.

"Yo, que ya no tengo ánimo para llenar de monotonía jas páginas de mi cuaderno íntimo, le diré como en los bue­nos tiempos de nuestra amistad —antes de aquel fatal viaje a Mar del Plata— todas mis nostalgias, todos mis anhelos; y usted también, como antes, me dará alientos, me dirá todas las cosas exteriores compatibles con mi reclusión y mi incu­rable tristeza. ¡Ah! ¡mi tristeza! Usted bien sabe que no es un gesto romántico y que soy la primera en lamentarme de ella, pero ¿es culpa mía si me ha escoltado siempre, siem­pre, desde niña hasta ahora que mi alma no puede aspirar frente a otra, más che a una tristezza riposata, eguale... ?

"Floresta, noviembre 9 de 190 ...

"Conosco io vostro portentoso male... Que este otro verso de la pieza que usted me recuerda, responda, Señora, a la primera parte de su carta. Ya en aquel lánguido otoño de mis visitas, yo hubiera podido comprender la única aspi­

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ración que cierran sus líneas recientes y confesar para com­pleta tranquilidad de los dos:

E il dolore ch’e in voi forse m’attiraPiu de la vostra bocca e dei capelli vostro ...

"¿Puedo yo entonces rehusar sus tristezas? ¿Tiene usted derecho a lamentarse? ¡Ah! no, Señora, nunca hay que la­mentarse de haber venido al mundo con la tristeza en el alma. Al contrario, debérnosle por ello un férvido reconoci­miento al destino que así nos eligiera. Merced a su influjo aislador nos es dado el bien incomparable de sentirnos eter­namente solos en medio de nuestros semejantes, y eso es vivir la más selecta de las aristocracias. La tristeza es la sonrisa amarga con que el secreto orgullo saluda a los destinos adver­sos; es la innata corrección de espíritu que nos preserva de los actos vulgares; es la indemnidad pasional que anticipa la presciencia de los irremisibles desencantos; es la lentitud pensativa que tranquiliza el alma para el soliloquio de las meditaciones. Su virtud extraterrestre anima de saudades la impasible naturaleza, purifica los instintos y realza la jerar­quía de los sentimientos: pone un toque de ensueño en la platitud de las cosas; recata en la intimidad del silencio los regocijos ardientes; redivive en anhelos de angustia las ilu­siones lejanas; prolonga en inmensa nostalgia la hora de los recuerdos; magnifica la lujuria de amor y sentimentaliza el deseo en ternura; apacigua la cólera en firmeza y afi­na el rencor en ironía; e impregna de recónditas dulzu­ras el mismo dolor de los renunciamientos. Hay en su pe­renne desesperanza algo de la augusta ansiedad de la muerte, como que es el anuncio más evidente del miste­rio.. . Así puede afirmarse que no existe distinción más serena que la de ir por la vida con una benevolencia triste en los ojos.

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“El agravio a la belleza que los seres sensibles jamás per­donarán a los románticos, es el haber explotado ese atributo de excepción para el auge de una fórmula literaria, reba­jando su excelso prestigio a la accesible vulgaridad de lo plañidero. Todas las cosas nobles y bellas perdieron entonces, en su virtud emotiva ya que, gracias a la compungida receta, cualquiera pudo pagarse muy fáciles idealismos. La melan­colía de los crepúsculos, la añoranza de los lagos, y los claros de luna, estuvieron, en el lloroso ditirambo, al alcance de cuanto literatoide iniciaran los universales "Ecos de las Ni­ñas”; y las lágrimas de pasión —ese divino oximiel de los amantes— exprimidas por la cursilería femenina para abre­viar improbables desmayos, tornáronse tan deleznables y de tan mal gusto como el "agua florida” de los pañuelos cóm­plices. Fue así, Señora, que en los espíritus superiores surgió un gesto despectivo hacia todo lo sentimental, originando ese dandismo de alma cuya expresión, lo mismo en el arte que en la existencia, concretóse a una artificiosa postura de impasibilidad. Todos sabemos a lo que nos condujo seme­jante actitud. El mundo sensible convirtióse en un frío es­quema —jesuis belle, o mortels, comme un reve de pierre— y las almas esplinizáronse de gravedad. Después, ¡ah! des­pués vino algo peor todavía: tuvimos el realismo en el arte y magnificencias de vida como el amor sans coeur. Induda­blemente, dentro de la misma ambigüedad de efectismo era mil veces preferible la filosofía sospechosa y la tisis cabo- tinesca de la Señora de las Camelias, que el desenfreno orgá­nico y la viruela negra de Naná.

"Mas todo eso pasó como un mal sueño. Amortajado en su ingénito ridículo el romanticismo; distendido aquel gesto impasible por su misma heroicidad absurda; hundidas en lo escatalógico las manos realistas, las almas que lo merecían volvieron al ideal por la senda elegiaca que aristocratiza la emoción moderna. Del sentimentalismo sólo murió lo fic­

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ticio —el tono acongojado, monocorde, ritual—, pero su fina esencia perdura en las naturalezas selectas como un perfume muy suave e inextinguible . . . Aquella rigidez par­nasiana y aquella solfatara de instintos dejaron, apenas, una ligera ironía hacia el destino y un poco más de sensualidad en el arte; sedimento acaso indispensable como aquel único grano de asafétida que se adicionaba a los inciensos anti­guos ... Es cierto que aun hay personas que fincan tal privi­legio de mentes fuertes en leer episodios de trastienda, y mundanos de última hora que encuentran la suprema em­briaguez de la vida en la risa de memoria de las "divettes”. Pero ¿qué importa, Señora? Cada uno elige su camino en esta tierra, y es una suerte, para la responsabilidad individual ante la especie, saber que en el afán de sensaciones se busca siempre lo que uno ve en sí mismo y nunca se sobrepasa la altura de la propia conciencia. Nosotros bendigamos al de­signio que, en aquellas desfallecientes tardes de otoño, nos dejara sentir con tal orgullosa amargura cette soíennité tragique d’etre seuls

"Sin embargo, así como hay que refugiarse en la tristeza para ahondar la vida interior, así también débese huir de la gravedad como de un mal genio tirano. La gravedad no es impulso natural, es defecto adquirido. Y no siempre es la sombra adusta con que marca la vida. A veces, es pedante­ría; otras, orgullo grueso; y, a menudo, ininteligencia. Yo no se si lo que voy a añadir será sensato, pero, desde hace un momento, me asedia esta observación: el asno es grave y el cisne es triste.

"Luego la tristeza no excluye la sonrisa. Al contrario, ésta adquiere bajo su influjo una especial virtud de sugestión. ¿Hay algo más emocionante que una sonrisa triste? Preserva eso sí, de la risa abierta y de la carcajada, como preserva de todo lo fútil y de todo lo inelegante. La sonrisa es como la llama, como la luz, como el espíritu de la alegría, mientras

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que la risa es la congestión del regodeo, el gesto de chacota, el paroxismo muscular. ¡Ah! Señora, habría que dejarle decir aquí a Paul Adam lo que parece un hombre que ríe sonoramente. . .

"La tristeza y la sonrisa no sólo son compatibles en un mismo espíritu, sino que van tan unidas que no hay gran alegría sin un dejo triste, ni honda tristeza que no se oculte bajo una amarga sonrisa. Entre esos dos estados de alma acon­tece lo mismo que entre las sensaciones (Así el dolor y el placer que una vez extremados se confunden). No las se­para más que el grado de perfectibilidad espiritual. La tris­teza es como el fondo del alma: lo recóndito, lo majestuoso,lo sereno, lo noble; mientras que la alegría es lo fugaz, lo ostensible, lo familiar, lo inquieto, lo subalterno. "Existe en nuestro interior —dice "El Maestro del Fuego”—, vagabun­da como una mariposa voluble, allá por la superficie de nuestra alma profunda, una almita, un diminuto espíritu alegre que con frecuencia nos seduce y nos persuade a incli­narnos hacia los placeres blandos y mediocres, hacia los pa­satiempos pueriles, hacia las músicas fáciles. Esa almita va­gabunda encuéntrase aun en las naturalezas más serias y más violentas —como aquel clown agregado a la persona de Otello— y, a veces, acompaña a la sabiduría”. Si el sensual egoísmo de D’Annunzio no le velara ciertas fases de la idea, habría completado esa magistral descripción de la alegría aparejándola a la tristeza.

"La distinción suprema reside, entonces, en la facultad de vivir tristemente, es decir, selectamente. Y todo, lo mis­mo en nosotros que en la naturaleza, lo atestigua. Todo lo que es noble, lo que es bello, lo que es intenso —el amor, el sacrificio y la muerte—, lo que es dulzura, lo que es reca­to, suavidad, paz, armonía, penumbra, caricia, matiz, todo lleva un dejo de su emocionante languidez. Cuando están pensativas las mujeres son más bellas; las flores más delica­

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das son las de matices desvanecientes; los cielos más hermo­sos son los crepusculares; la estación más poética es la del otoño; los paisajes más sugerentes donde hay lagos dormidos; la música más sentida es la melodía; el instrumento más dulce es el violoncelo; y es en las notas melancólicas donde la voz humana adquiere sus más puros acentos. . .

"Y la excelsitud de tal don se manifiesta en que no pue­de adquirirse ni simularse. El que viene al mundo huérfano de su influjo divino, inútilmente tratará de apropiárselo. Enfermándose de literatura, acaso llegue a ser un romántico rimador de erotismos, pero nunca jamás un triste. De ahí que la de éstos sea la más selecta de las aristocracias. Y tam­bién la más estricta. Vanamente aquel que haya gustado la orgullosa angustia de sentirse solo, siempre solo, en medio de los otros, vanamente, para librarse de ella, aguzará sus instintos, buscará el bullicio, las empresas, las orgías . . . Nada podrá disipar su ingénita desolación. De tiempo en tiempo, imperiosamente, como el recuerdo de una patria, llenará su memoria la inmensa nostalgia y un ansia indefi­nible lo volverá hacia lasj almas gemelas. . .”

"Yo sé una historia que es también muy triste. La his­toria de una juventud que como la del poeta, "si no cayó, fue porque Dios es bueno”. Libre a todos los impulsos antes de que despertara su psiquis, arrastróla una ronda funam­bulesca. Tensionado de ilusiones, con el orgullo como una luz sobre la frente, tuvo en aquellos años todas las inexpe­riencias del hijo pródigo y la osadía de un gozador. No hubo paraíso sobre la tierra en que sus manos atrevidas no alcan­zara el fatal fruto, ni hubo nepente, por peligroso, que no gustasen sus labios ávidos de un inmediato olvido. Hubiérase dicho a Don Juan con el remordimiento de un hombre. Tal frenesí de goces extrañaba en él, por cierto, ya que la

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pubertad reciente fuera de largas lecturas, noches de ensue­ños e inmotivadas lágrimas. . . ¡Pero todo el mundo sabe que la vida es una corruptora tan diestra! Desorientaban, solamente, algunas bizarrías de su conducta. Así, por ejem­plo, en lo más brillante de una fiesta, veíasele callar, som­brearse de pronto su rostro de indescifrables preocupaciones y desaparecer en seguida de la sociedad alegre. Como en­tonces tuviera veinte años, edad propicia a veleidades lite­rarias, atribúlasele no sé qué habilidad de pose para con­mover a las aventureras ex normalistas, en quienes el cham­paña se trasfunde con facilidad en lágrimas. Fué en una de esas noches que me atreví a interrogarlo sobre el punto, y que el me dijo: ¡Yo no sé! ¡No sólo cuando me retiro en las madrugadas, sino en los momentos del mayor delirio, siento descender sobre mí una sombra que ahoga mi alegría y me obliga a huir para encontrarme solo, solo! Una triste­za infinita se infiltra en mi alma como si fuera una anun­ciación. ¡Siempre! ¡Siempre! ¡No sé lo que va a ser de mí! ¡Ah, si yo pudiera volver!”

"¿Volver? ¿A dónde? ¡Quién lo sabe! Lo cierto es que desapareció. Pasaron los años. De tiempo en tiempo, recor­dádsele en nuestro círculo como un testimonio de la versa­tilidad de los caracteres. ¡Quién iba a decir que aquel ca­lavera llegara a encerrarse un día con una amiga en trance de tabula sentimental! Así pensaba "todo el mundo”. Ayer he vuelto a encontrarlo en un bar nocturno. Sus ventiocho años parecían cuarenta . . .

seguía siempre triste? —dirá usted.Il vivait seul avec son âme pour conquête . .

Después de estas cartas pasaron largos días de silencio. Durante ese lapso, nuevamente, —como diez años atrás, cuando convalecía de aquella leve afección al pecho

que mi adolescencia sentimentalizara con un aire irreme­diable que ya no me sienta bien— al pensar en Leticia, embargóme una inmensa nostalgia. Su extraña actitud lle­vábame a reconsiderar, día a día, la respuesta enviada, te­meroso de que mi indefinible ansiedad hubiese descubierto a su corazón vidente, algo ¡mas que la tristeza reposada e igual de sus deseos. . . Mil1 veces me arrepentí de haberla terminado con aquel párrafo episódico que, recordando un juventud común y patética, reabría el proceso senti­mental de su vida. Muy pronto esa duda convirtióse en verdadera obsesión, al punto de que una noche sobrecogi- me al constatar, de improviso, que en mi soliloquio delei­tábame recuerdos y emociones que nunca quise ahondar, que jamás debía ahondar... ^ _

Presiento que esta confesion hará sonreír a los psicofi- siólogos, que pierden su tiempo buscando infalibilidades de laboratorio a los apotegmas en que el señor Bourget con­densa la filosofía "chic” de sus anécdotas de amor moder­no; mas, aparte del propósito irrevocable que me abstuvo de todo análisis, preferí a la certidumbre de algo cruel­

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mente imposible, esa vaga melancolía que impregna de re­cónditas dulzuras la pena de los renunciamientos. Luego ¿para qué entregar al impudor de las gentes la verdad de las cosas santas? Nadie sabrá nunca, después de que lace­rantes hesitaciones me atreví a grabar en su lápida el verso de Samain que cierra este relato, una lápida de mármol completamente trepada de glicinas, que muy pocos repa­ran, en un solitario rincón de la Recoleta.

En semejante estado de ánimo, al mes recibí nueva car­ta de Leticia acompañándome un pequeño estuche. Tal inesperado envío helóme la sangre. ¿Qué otra cosa que un recuerdo podía venirme de sus manos? Y cuando llega la hora de materializar el recuerdo. . . ¡Ni quise pensarlo!

En el estuche de felpa blanca que el tiempo suavizara con sombras ambarinas, devolvíame una joya que le obse­quié el día de su aniversario, en el primer año de viudez, antes de partir para Europa. Era una sencilla sortija de oro muerto, con un lapislázuli donde hiciera burilar, como un nepente a su eterna tristeza, este voto que ella no quiso hacerme el gusto de adoptar por lema y como leyenda bajo sus monogramas: Dum spiro spero.

Al tomarla en mis manos tuve que sentarme para poder leer la carta. Un peso enorme agobiaba mi cabeza y tenía la boca tan seca que al mover los labios me dolían.

Fué como si me hubiera salvado de un peligro eminente, cuando me enteré del motivo de aquel envío. He aquí al­gunos párrafos:

Las Glicinas, diciembre 15 de 190 ...

"Debe usted perdonarme, entonces."Anoche, siendo tan clara, y este enorme cansancio que

me aflige me envolviera como un vaho en las habitaciones,

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salí al jardín. Del río llegaba un aire suave como un anun­cio de aguas plácidas, y me aventuré sola hasta la glorieta de la barranca para contemplarlo bajo la luna. Pero todo fué llegar a ese sitio para inquietarme una congoja hasta entonces nunca sentida. Parecíanme que bajo cada árbol, m las sombras de los senderos, me acecharan ojos expectan­tes. ¿Recuerda aquella magnolia del camino grande, donde hace tiempo, mucho tiempo, tuvimos un columpio y que por eso la llamábamos siempre la magnolia de la "hamaca”? Bien; juraría que desde allí me miraban.

"Yo sé que usted no reirá de estas cosas, que por nada del mundo las contaría a otros; pero hay el peligro de que usted las suponga alucinaciones. No eran, sin embargo, alu­cinaciones. La alucinación fuera presumible si yo hubiese visto personas; pero yo no he visto nada; solamente sentí que me miraban, y si no temiese decir algo incomprensible, diría que sólo vi presencias.

"No eran alucinaciones”.

"Para salvar a esa vigilancia, sobre todo, para vencer la atracción de aquellas pupilas fijas, mantuve obstinadamen­te bajos los ojos. Fué en ese momento en que la sortija que le devuelvo me apareció como algo que no debía llevar mas encima, como algo —¡perdóneme, usted me conoce!—, como algo que me atraía aquella persecución inquietante . . .

"¿Por qué? No he querido pensarlo. Pero usted me ha dicho, en otro tiempo, que las manos son como las raíces del alma, ¿recuerda?; que ellas tienen impresos signos que apa­recen a los ojos que logran ver. ¡Quién sabe si las mías no deben llevar esa palabra de esperanza que usted hizo buri­lar en el lapislázuli, ya que mi alma jamás ha de salir de esta angustia horrible de no saber nunca, nunca, si será verdad...!

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Floresta, diciembre 20 de 190 . .."Es cierto; en otro tiempo pensaba que las manos tras­

lucían las cosas del espíritu. Vanamente, con Augusto Caro creimos descubrir en ellas desde la asunción lírica, el arro­bamiento místico y la heroicidad de las maternidades do­loridas hasta los sobresaltos de la pasión, la violencia de la sangre y el signo de los destinos macabros. . . Ahora . .. Ahora han pasado diez años de vida, y en las mías muchas manos de mujeres. . . Sangro al confesarlo, pero ¿cómo ol­vidar que encontrara igualmente puras, finas y diáfanas las de Monna Vanna que las de Pierrete o Colombina? Respe-: temos esa veneración supersticiosa de las manos, pero sólo como una simpatía triste hacia los anhelos imposibles que,; sin embargo, sabemos que ayudarían a la vida a no ser; tan cruel.

"Vea usted, sino, la sinrazón de esas preocupaciones. Habla un sabio que fue quizá un santo:

"Juzgó Anaxagoras que el hombre, en gracia de las ma- "nos que goza, fue dotado por la naturaleza de seso. Erró "en esto sin duda, pues no porque había Cítara fué pro­ducido el Músico; mas al contrario, porque había Músicd "fué fabricada la Cítara. No le fué, pues, dada la mente al; "hombre porque tenía las manos; mas antes le fueron da- "das al hombre las manos porque poseía la mente. Sin em- "bargo, este error incluye un gran panegírico de las manos, "pues denota que es tan estupenda su labor, que no un "hombre del vulgo, mas un hombre de las escuelas llegq "a poderse persuadir, aunque falsamente, que por respeto! "de las manos éramos nosotros racionales”. Hasta aquí son palabras del padre Segneri, un jesuíta famoso que predicaba] en los pontificales de Inocencio XII, que escribió intermi­nables volúmenes de ingenua dialéctica, y que, en mérito a una vida tan serena, también ha de haber muerto en oloí de santidad.

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"Jamás olvidaré la tarde del último invierno en que, después de muchos años, volviera al colegio de los padres en busca de ese libro arcaico que sólo podía hallar en su biblioteca. Era un domingo muy claro, muy frío, y en el desierto patio de las palmeras antaño familiares insinuábase de la iglesia contigua el aroma del incienso ofertado en la Adoración. Recuerdo que apenas calló la esquila de la por­tería, el único preceptor sobreviviente de ya lejanos tiem­pos vino a mi encuentro con los brazos abiertos como se abren en los textos sagrados las vallas del simbólico redil. La beatitud de su sonrisa anticipa plena indulgencia a los presuntos desvarios, y en sus manos solitarias latía el gesto litúrgico de las absoluciones. Yo llegaba después de muchos años; llegaba hombre y triste, y el buen padre sólo presen­tía en aquella tristeza restos de contrición. ¡Pobre padre! ¡Nunca sabrá qué afán, para siempre impenitente, guiara mis pasos en aquella tarde! Pero yo no podía decirle que como reviera noches antes sobre el antepecho de un palco, todavía tan perfectas, tan finas, t^n excelsas, ciertas manos que, sin embargo, pulsaran toda la lira, quería sorprender entonces en las sutilezas del confesor de regias pecadoras el secreto de esa perdurable identidad. Hubiérame amones­tado con el olvido de episodios que no pueden olvidarse, y acaso faltara mi consulta en los azares de una edificante disquisición. Fingí, pues, con gran desencanto de su celo apostólico, incoercibles urgencias de bibliófilo a fin de sus­traerme a un cuestionario tan inminente como imposible.

"La oficiosidad de un amigo, conocedor del tema de mis meditaciones, indicárame la obra de Segneri como una ocul-r ta fuente de sabiduría, y yo esperaba tal furtivo capítulo donde, a la frecuencia de desnudar almas en la penumbra de los confesonarios, aquel religioso uniera la hipersensibi- lidad imaginativa del hombre a quien las reglas de su Orden prohiben, aun para el más sumario saludo, el contacto de

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manos femeninas. Recorrí, pues, aquellas páginas acechan­do en cada referencia la obsesión de algunas abaciales manos intangibles —"de tus desnudas manos, ¡oh, Theoclea!”—, pero, al fin, tuve que convencerme, señora, de que el autor sólo pasara por el mundo como una estatua pensante. Allí no había sino un cerebro a prueba de silogismos y la ado­rable simplicidad de espíritu que acusa el párrafo inicial de esta carta. Ni siquiera una rápida incursión en lo pre­ternatural, hacia la génesis de las expresiones, hacia el mis­terio de las fisonomías de esos órganos por cuya sensibilidad exquisita el Príncipe de las Imágenes califícalas un día de "raíces del alma”. Todo el esfuerzo de aquel jesuíta, huér­fano de la sagacidad genérica, reducíase a comprobar, por medio de la forma y de las proporciones, el alto privilegio que la divinidad otorgara a nuestra especie al dotarnos de manos. Nada más. Y como tal artificio no alcanzaba a conformar mi ansia, cerré el vetusto volumen sin sorpren­derme demasiado de que la quiromancia sutil ensayada en la literatura de última hora sobre las manos de las estatuas funerarias y de las actrices célebres, fuese ya un expediente de paradoja en los buenos tiempos de los casuistas. . .

"No, en verdad; las manos nada nos dicen con la forma. Podría pasarse toda una vida contemplándolas sin que sus líneas nos dejaran descifrar un carácter, presentir un im­pulso, sorprender una emoción secreta. Porque de la mis­ma manera que hay pupilas adorables cuyo fuego alimentan solfataras de vicio o cuya languidez aterciopelan sombras, de recónditas traiciones —divinos ojos de perdición por los cuales acaso no haya un hombre que no llore en el mun­do—, de la misma manera existen almas selectas con manos de apariencias vulgares y almas de oprobio con manos va­porosas como para justificar fantasías de poetas. Manos largas, finas, aristocráticas, que, desprevenidas, sólo tienen gestos de instinto; manos fuertes, duras, inelegantes, que

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se abandonan en lentas suavidades, que idealizan los már­moles o crean las paginas imperecederas. No debe olvidarse que precisamente con estas desarmonías entre el espíritu y la materia, la fatalidad angustia a menudo el destino de los elegidos.

A primera vista, creeríase que las conjeturas espiritua­les derivadas del examen de las manos tienen su fundamento en las hipótesis psicológicas en boga. Salvo en los panegíri­cos, donde el escritor sólo expresa con la metáfora insólita o la melancolía del estilo el fervor de su éxtasis o la deses­peranza del deseo, las demás prosas modernas que han ex­plorado el secreto sentimental de las manos trascienden bajo la vestidura retórica, un canevás de ideas que bien pudiera firmar el elemental Ribot. Sabiendo que todo sen­timiento. toda emoción, toda idea, se transforman virtual­mente en actos y que un acto imaginado es ya un acto que comienza, un acto "en estado de nacimiento”, cuyo im­pulso inicial registrará la mano, obstínanse en, deducir de sus líneas, no sólo determinada idiosincrasia, sino también, a través de la iconografía, "la línea directriz” de muy re­motas épocas.

"¡Lástima que la minuciosidad de tal empeño malogre su lógica por una falla de observación! Para que el aspecto de la mano condense las influencias anteriores que la con­movieron, sería menester que conservara impreso el re­cuerdo de cada uno de sus gestos y de sus ademanes. Ahora bien: los ademanes no dejan huellas, como no las deja un aleteo en el aire, fincando así un privilegio sobre el gesto, cuyo simple esbozo es ya el anuncio de la arruga. De ahí que las manos perduren frescas, mientras lo sea el cuerpo, por más que una vida de paroxismo haya ajado el rostro prematuramente. ¿Dónde hallar, pues, los signos de infini­tas reacciones psíquicas cuya intensidad desborda por la vía más amplia de los ademanes? ¿Y qué valor debe acordár­

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sele a un testimonio al que escapa todo un enjambre de apariencias reveladoras?

En cuanto a los gestos, hay una imposibilidad orgánica insalvable. Para la incesante transmutación de los estados de alma, las manos sólo pueden ensayar dos: de contracción y de extensión. Lo mismo en la afectuosidad que en la có­lera, en el sufrimiento que en la alegría, en el entusiasmo que en la lasitud, lo mismo en el dolor que en el placer. ¿Cómo distinguir, entonces, cuándo esta pureza de con­torno se afinó en la inmovilidad del espanto y cuándo en el éxtasis de lo oración? ¿Quién podría afirmar que tal relieve de músculos denota la frecuencia de púgiles voli­ciones más bien que la de crispamientos inconfesables? Y si semejante comprobación resulta imposible en las manos que vemos a cada momento, que venimos viendo durante años, que se nos ofrecen palpitantes, tangibles, ¿qué decir de las incursiones filosóficas que descubrieron en las inertes de las estatuas funerarias y en las virtuales de las imágenes an­tiguas "la línea directriz de toda una época?” ¿Cómo no ven que si las Vírgenes de Brujas y las de Colonia, tan dis­tintas de las españolas y de las italianas, tienen, sin embargo, las mismas manos —finas, largas, exangües—, antes que una paridad de ensueños y de aspiraciones denuncian en los artistas que las ejecutaron una inconsciente ansia de idea­lidad? Para magnificar cualquier mano no hay otro recurso que afinarlas, tomarlas diáfanas, casi vaporosas... Puvis de Chavannes, en "La poterie et la céramique”, ha pintado mujeres modernas con manos tan finas y hierátipas como las- que pintaron los primitivos flamencos. ¿Sería sensato, señora, deducir de allí una paridad espiritual entre las dos civilizaciones?

"Es menester convencerse de que nuestros impulsos no operan variantes substanciales en los órganos que los ges­ticulan. Si existiese una relación inmediata y corpórea —al­

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go así como un fenómeno trófico— entre las mutaciones espirituales y la contextura de los tejidos, las manos debe­rían modificar su forma a cada segundo, tener una plas­ticidad amiboidea y ser más cambiantes que la onda, que la llama, que la luz. Sin embargo, aun en los trances más terribles del alma y de la inteligencia, las vemos perdurar idénticas,: después de todas las contorsiones y de todos los desfallecimientos.

"Sólo en dos casos, y en los dos por influencias físicas, transfigúrame las manos. Cuando llega la pubertad y cuan­do sobrevienen las enfermedades incurables. Hasta la ado­lescencia, las manos de las niñas y de los niños ofrecen la misma fisonomía. Son indecisas, inexpresivas, asexuales; son ampliaciones de manos de "bebé”. La misma uniformidad de planos, la misma simetría de hoyuelos, la misma inex­periencia de gesto. Sólo cuando descienden los primeros in­somnios, cuando comienzan a desentonarse las voces en timbres dobles, cuando se encarnan espontáneos rubores, las manos de niñas y jóvenes dejan de parecerse. La de ellas se afinan, palidecen y tórnanse inquietas; las de ellos se des­carnan, se vigorizan y se sienten audaces. Después, más tarde, mucho más tarde, cambiarán otra vez; pero esta vez para deformarse. ¿Para qué evocar aquí la "mano de ca­dáver” y la "mano caída” de los medulares; la "mano de fakir” de los parkinsonianos; la mano enorme, pesada, grue­sa, chata, "en battoir”, de los acromegálicos? Basta con el horror de sentirlas, de tiempo en tiempo, entre las nuestras en la promiscuidad del saludo . . .

"Pero las apacibilidades y sobresaltos de nuestra vida interior no imprimen signos durables en las manos. De ser verdad ese quimérico recuerdo de gestos, ¿se imagina us­ted, señora, lo que serían las manos en la mitad de la vida —ellas que no pueden simular, como el rostro, y que ade­más saben todas las concupiscencias del tacto—; ¿se ima­

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gina usted lo que serían si cada deseo, cada pensamiento, cada apetito, dejara una huella? Pero no podrían llevarse descubiertas. . . ¡Serían como la propia faz de la ver­güenza!

No; las manos nada nos dicen en la inmovilidad de sus formas. Sus expresiones son fugaces y residen mas en la actitud que en la fisonomía. De allí que el error se agrave cuando se las considera aisladamente. Es necesario referir sus aspectos a la armonía del ademán, pues la impasibilidad de una de ellas es algo tan inconcebible como un rostro que ría o llore con un solo lado. Hay un sincronismo oculto que coordina su más vagas posturas. Recuerdo si no las di­ficultades con que luchan los pianistas en los primeros ejercicios para efectuar simultáneamente movimientos dis­tintos con cada mano. Luego, en los momentos patéticoso solemnes, júntanse siempre para llevarlas a la altura del rostro, como un testimonio supremo. Así, en la desespera­ción que implora, en la sinceridad que convence, en la ple­garia que arroba, en el dolor sin palabras. ¿Por qué los ca­dáveres a los cuales no se les junta las manos parece que estuvieran en una actitud irreverente? En los desastres mo­rales, cuando ya no hay salvación, se desunen, es cierto, pero para’ taparse los ojos o comprimirse las sienes.

Empero, sobre la significación de las actitudes, hay un elemento expresivo, específico de las manos, quizá el único capaz de revelarnos, en un segundo, todo el enigma de una vida Es una especie de gesto sensible que participa de la presión, del tacto, del calor, de la caricia, y cuya potencia es sólo comparable a la virtualidad de la mirada. De igua manera que la sugestión de los ojos reside, no en la pureza del matiz, en la sombra de la ojera o en 4 sesgo parpebral, sino en los efluvios que destellan, de igual modo, las manos, más que con los ademanes, más que con sus íisonimias, conmueven nuestro ser con ese flúido simpatista que se m-

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filtra en el alma por las vías que fluye el amor o llega la muerte. Pero —¡desgraciadamente!— para sentirlo sería necesario poder tenerlas entre las nuestras, largo tiempo y desprevenidas; ¡y cuando esto es posible, nunca sabemos si no es demasiado tarde!

Les chères mains qui furent miennes

Augusto Caro, esa pobre alma enferma de paradoja, trazo en sus últimos años memorables retratos de manos emeninas. Fue en el tiempo en que una obsesión aciaga

impulsábalo a descifrar el recóndito secreto de las almas, olvidándose, ¡ay!, de que ha de permanecer fatalmente eterno para que los hombres se hagan la ilusión de que lle­van una luz sobre la frente. En su afán de sensibilizar los ensueños y espiritualizar las sensaciones, a fin de crearse un sentido nuevo, como el que tienen para las presencias vir­tuales los sonámbulos, los videntes y los hipnotizados, e in- sinuarse así en el espectáculo quimérico de las vidas interio­res, quiso fijar en imposibles aforismos la clave de las ocultasi eacciones que transmutan las fisonomías. Esas páginas extrañas, quemadas en una noche de irreales psiquialgias, formaban un delicioso florilegio titulado con el verso de Vez-lame que epigrafa este párrafo, y escrito en ese estilo ue incurable melancolía y nostalgia del más allá que real­zara de tan languida distinción la prosa lenta de aquel po­bre amigo.

Su sentimentalismo enfermizo, agravado de una hiper- sensibilidad que le hacía magnificar las circunstancias más triviales, creóle toda una vida de conflictos raros y de aven­turas inquietantes, de cuyo increíble desenlace fuera testigo único cierta noche trágica que perdura en mi memoria como una obsesión y que recuerdo haberle referido a usted

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más tarde, cuando todavía yo iba a “Las Glicinas”. Es c imaginarse, pues, el contenido de aquellas páginas, en qi volcara todos los episodios pasionales de una juventud qi podía repetir con entera verdad: "J’ai plus de souveni que si j’avais mille ans”. A veces eran retratos nítidos, ( un solo párrafo, donde el adjetivo estricto y la sugestic del ritmo daban a las manos evocadas resaltes de alto r( lieve; otras, ocupaba todo un capítulo, tratando de reprc ducir un ademán sugerente, o lo que él llamaba un “gesi sensibilizado”, para concluir con una frase oscura o cd una cita, como aquella de Nathaniel Hawthorne aplicac a cierta amiga, cuyas manos bastaban para hacerla creí "arrancada al misterio y que tuviera las raíces del misteri todavía adheridas a ella ...”

"Es precisamente la suerte aciaga que tuvieron estas ú timas la que ha traído aquí los recuerdos de aquella existen cia irreal. Yo las vi en sus últimos días, en una interm tencia de la absurda enfermedad de Raynaud, que las íx secando, asfixiando, hasta obligarlas a buscar la fatal jerir guita de Luer, que llevó a sus venas el curare para imped a aquella cianosis convertirse en la putrefacción en vida < la gangrena.

Sucedió que una noche templada y luminosa, una n<¡ che de enamorados o de poetas, mientras Augusto Caro ac¡ riciaba aquellas manos, que eran como las raíces del alm "las raíces del misterio”, sintiólas palidecer y enfriarse si hitamente entre las suyas. La piel, que era de un blan< mate, tornóse un tanto icteroide con los matices del mar: que han patinado los años, al mismo tiempo que una ii sensibilidad de muerte se infiltraba, como un anuncio, < esa carne espiritual. Como un anuncio verdaderament porque el extraño fenómeno repitióse a los pocos días, y ei tonces, aquella frialdad, aquella lividez, tornasoleáron en el violeta morado que bordea los párpados y orla 1

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ledos de los moribundos. Poco después, ella misma acercó a hora que debía arrebatarla en flor de juventud.

"Recuerdo que, a raíz del desastre, para llevar una pa­sajera conformidad al amigo atribulado, leíale un grueso :omo de medicina, donde se explicaba por desconocidas le­siones nerviosas una "asfixia de las manos” que ha rotulado üaynaud; pero no puedo menos de confesar que ya enton­as preguntábanme a solas si acaso no fuera verdad, cómo ;1 pretendía, que aquellas manos diáfanas murieron de tan :riste muerte porque estaban a punto de descubrir el se- :reto que, ¡ay!, debe permanecer fatalmente eterno, para }ue los hombres se hagan la ilusión de que llevan una luz ¡obre la frente . ..”

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Deliberadamente tratara de rehuir en mis cartas todo motivo que reviviese la intimidad de antes. Por nada

de este mundo —fueran el propósito de evitar la más mí­nima circunstancia patética—; por nada de este mundo hubiérame expuesto de nuevo a las inquietudes con que me afligió el silencio de Leticia a raíz de mi primera contes­tación. De ahí que esas páginas desarrollen temas, al pare­cer, indiferentes y lleguen a sugerir, a aquellos a quienes no les es dado desentrañar la línea de una vida en una cró­nica de sensaciones, simples divertículos literarios en biza­rrías de composición. ¿Será menester que diga con todas las palabras que esto no es, de ninguna manera, una no­vela . . .?

Lo que Leticia escribiérame en los días subsiguientes requiere una explicación previa. Ya advertí que era una pobre alma predestinada al sufrimiento; pero es necesario no olvidar que sus vicisitudes obedecieron a una fatalidad que latía, como otro destino, en su misma vida —muy otra cosa que la fatalidad circundante. La desarmonía de su existencia generábase de una disparidad latente, no ya en­tre el espíritu y el cuerpo, que es la forma vulgar de las vidas contradictorias, sino entre las facultades que perciben

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los fenómenos exteriores y los actos ajenos, y la realidad modal de aquéllos o el móvil originario de éstos. Era, pues, un conflicto entre la conciencia que ella extraía de las co­sas y la verdadera naturaleza de éstas; exactamente lo mis­mo que si se transplantara un ser a otra órbita, conservando en el medio inapto, como en la concepción cristiana de la inmortalidad, el recuerdo del yo anterior. ;

Y tal presunción de supervivencia de otra Leticia —d< la verdadera Leticia— en la vida de esta que entristeció mi¿ días, acaso no fuera menester fortalecerla con divagaciones metafísicas ni misterios ocultistas. '

Se recordará que en la primavera del año en que se inir cia este relato, antes de aquel fatal viaje a Mar del Plata, Leticia había sido operada de un quiste dermoide por e doctor Biercold.

No quiero insistir aquí sobre los detalles de aquella ope-¡ ración. Desgraciadamente, de ella tendré que ocuparme el muy próximas páginas. Pero para explicar mi idea —si eij realidad es inteligible— necesito añadir dos palabras: loü quistes dermoides no constituyen, bien considerados, uní enfermedad. Se habla de ellos en medicina porque los hom: bres han considerado siempre como enfermedades las ms; nifestaciones inexplicables de sus cuerpos. Sin embargo, ¡ nadie se le ocurriera pensar que tal afección carece de toj dos los signos de las enfermedades; a saber: dolor, posibi lidad de transmisión y peligro de muerte. Las mismg patologías enseñan que dichos quistes suelen pasar desaper­cibidos y que cuando se les nota o molestan es a causa <3 combinarse con otros prolígeros o a "poussées” inflamatq rias. Luego no duelen, ni se contagian. Y son especies d formaciones que contienen todos los tejidos, todos, di organismo vivo, al punto que, de haberse desarrollado, pd drían constituir un nuevo ser. Y nótese que no son el( mentos rudimentarios, sino los más evolucionados, los di

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imtivos. Con una lista de nombres fácil de encontrar en las monografías se atestigua la presencia en tales quistes de cartílagos, huesos, músculos, glándulas, uñas, cabellos y hasta organos de los sentidos y materia encefálica. Es decir: la existencia en un cuerpo de otro cuerpo detenido en su perfección.

Naturalmente, los hombres antiguos, que. veían más hondamente que nosotros, al constatar ese fenómeno pen­saron en la inclusión de un ser en otro. Los primeros gale­nos participaron también de la misma idea. Solamente en los últimos tiempos, en la inquietud inútil de encontrar nuevo origen a las cosas, nacieron las teorías; pero desde Geoffroy Saint-Hilaire a la hipótesis de la célula nodal de Bard —la explicación moderna más lógica y que no pre­senta otro inconveniente que el de no haber visto nadie semejante célula—, todos reconocen la existencia virtual de un ser en otro. La discusión se limita a proferir diplogéne- sis, o partogénesis, o heterotopías; es decir: si el ser incluido es embriológicamente hermano o hijo del que lo lleva, como si eso fuera el fondo del problema . . .

Y yo pensaba: Un ser en otro, desde el momento que llegaba a diferenciarse en formas definitivas y personales como los órganos de los sentidos o la substancia gris, no es un ser incompleto. Al desarrollo físico, a lo menos en un tiempo, ha debido acompañar un soplo anímico. Enton­ces, en un momento dado, hubo una vida de otra . .. Mu­rió aquélla, es cierto, pero ¿no bastaría un solo minuto de coexistencia para dejar sensaciones y una memoria; es de­cir: una conciencia ajena en la que sobrevive?

Pido disculpa a los que me siguen en este relato por tantas digresiones; pero comprenderán que cuando un hombre ha tenido la triste suerte de asistir a destinos como el de Leticia, debe llegar hasta el desvarío con tal de saber, de saber...

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En el orden humano la desarmonía resulta más patente. De ella provino su ingénita angustia, que fué una vaga tris­teza en la niñez y adolescencia, y una atribuladora obsesión cuando, más tarde, pasó de la imposibilidad de amar a la espera de la muerte.

Leticia, que fué la mujer más llena de encantos y dul-: zuras, que unía a la inteligencia fértil y el corazón sencillo: todas las seducciones de femineidad que un hombre supe­rior pueda soñar para su hermosa fábula, sólo consiguió crear la tragedia pasional de su matrimonio; y como si eso' no fuera bastante, ella, que más que ningún otro ser me-j recía haber nacido con una anestesia moral y física y re signarse ante la disolución, tenía la sensibilidad más sobrer saltada que haya conocido y terrores lacerantes a la vag idea de la muerte.

"Yo sé que debería irme de este mundo —me dice e la más desesperada de sus cartas—. ¿Qué es mi vida? ¿Qu^j puedo esperar aún? Sería una obra santa que Dios me 11 vara; pero ¡tengo miedo, tengo miedo! Y, créame, no el miedo de otra cosa, de lo que será después; es el mied¡j| del momento de irme ...”

No seguiré transcribiendo sus palabras. Ahora, más qtijj nunca, próximo al epílogo de su vida, necesito sentirrrjj sereno; y esa carta me haría mucho mal.

Cuando la recibí no quise contestarla en seguida. De| pasar una semana para que la mía tuviese la frialdad una paradoja. Y le dirigí las siguientes líneas, que a vep me revienen como un remordimiento:

Floresta, enero 6 de 190 .. J

"Adorna el anfiteatro de la escuela de medicina cuadro de Charles Leroy, titulado "Meditación sobre! muerte”, cuya tendencia mística mal se aviene con la ||

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tegorica impasibilidad de los gabinetes contiguos. Repre­senta^ una escena del siglo xvi, en las postrimerías de la ciencia hermética, donde un sabio de entonces —"qui va- laient bien ceux-ci”— contempla un cadáver trágico ya marmorizado. Pronto se advierte en la tristeza del pensador que no alimentan sus cavilaciones ni el olvido de los afo­rismos de Hermes Trismegisto, ni las abominables prácti­cas a que desciende su arte divino. Aquel discípulo del Señor de los Arcanos está allí como un ausente. Su espíritu ambula lejos, acaso en la "térra incógnita” de las juveniles controversias escolásticas, ahondando postulados que harían sonreír al dandismo científico de los galenos.

^ "En análoga actitud imaginóme ahora al médico ale­mán que, hace algunos años, intuyera una sorprendente hi­pótesis, digna, en verdad, de ser ofrecida a otro mundo que al de los laboratorios y de los anfiteatros. Mientras los maes­tros discutían si el corazón es el "último moriens”, o si hay que esperar "la mancha verde del abdomen”, aquel extravagante ocupábase en espiar en la propia faz de la muerte el sempiterno secreto.

"Yo perdí su nombre en el desorden de esa lectura ad­venticia de revistas y no he vuelto a hallarlo en ninguna monografía. Tal exclusión no debe, empero, asombrarnos, señora. En libros donde el dolor sólo es "la excitación vio­lenta de nervios sensitivos”, concíbese que a la más tre­menda de las angustias humanas se le acuerde escaso interés.

"Por otra parte, el soñador desdeñará encuadrar su teoría en un marco de calotas, y eso basta para credenciar a cualquiera de irremediable ineptitud.

"Sin embargo, aquella hipótesis era llena de sabiduría y ungida de consolación. Sin transponer los límites del mun­do físico, sin violar ninguna de sus leyes, confortaba a los que de tiempo en tiempo consideran el camino por donde

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se van todos los hombres, con la promesa inmediata de un pregusto de paraíso.

“—Yo he observado —explicaba con más cortas pala­bras— innumerables cadáveres. Entre flores, en sudarios de seda y a la paciencia de Cristo crucificado, he visto a los lamentables desnudos en las mesas promiscuas de las disec­ciones. A los que parten fortalecidos por caras presencias y a los que se van solos, sin despedidas de esposas, ni de madres, ni de hermanos, como los ajusticiados. De estos úl­timos sobre todo. Acostáronse a la víspera casi, cuando ya no podían más. La caridad oficial, fría y sumaria, regi­mentóles por marfos impersonales una asistencia estricta, a toque de campana. A la cabecera, en el sitio del santo fa­miliar, pusiéronles un cuadro térmico y en góticas ma­yúsculas rotularon sus "casos”. A los pies, para no perderlos de vista, la poción no edulcorada y el tópico repulsivo. De mañana sobresaltaron sus modorras las percusiones bisoñas de los estudiantes. Diez veces, cien veces, tuvieron que con­tar la historia de sus miserias y de sus vicios, y la historia de las miserias y de los vicios de sus genitores, porque sin ellas no hay clínica posible. Al anochecer, a la hora en que se reagravan las dolencias, distrajeron sus esplines los coros lúgubres de estertores y ayes. Cuando estos últimos se apa­gaban en algún lecho vecino, manos tranquilas extendían las sábanas hasta por encima de las almohadas. Cierta noche corrieron también las suyas sobre sus pupilas vidriosas.Y así se fueron, simplemente, con los labios secos y los ojos abiertos. ¡Ah! ¡Los muertos del anfiteatro! Esos sí que de­ben llevarse un buen recuerdo de la vida ...

"Y bien; aun después de tan atroces muertes, en muy rara, en ninguna fisonomía se descubren signos de espanto o de dolor. Al contrario: son serenas, extáticas o voluptuo­sas; voluptuosas casi siempre. ¿Cómo se operan tales trans­figuraciones en el paroxismo de todos los sufrimientos y de

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todas las angustias? Yo pienso que al extinguirse la vida, la sensibilidad, exasperada, transmuta las agudísimas tor- turas en un influjo de deleite jamás sentido; y que ese inesperado efluvio sensual —ya no pecaminoso, ya no te­rreno es el que ilumina con un resplandor inextinguible los semblantes exhaustos de los agónicos.

El novador truncaba ahí la hipótesis, abandonándola al azar de una generalidad harto vaga. Presentíase que una fuerza de freno le contuvo en la exposición audaz. Y como no es presumible que esa mente insurrecta se redujese, de pronto, a la dictadura pueril del Diploma, hay que referir su silencio a motivos de orden muy superior. ¿Por qué no atribuirlo a un respeto genérico por la especie, última ex­presión de esa "fuga mortis”, que, después de ser el ansia de todas las religiones y la paranoia de todas las metafísicas, es hoy apenas un pobre instinto medroso? Algo así como el pudor del estatuario a quien íntimas voces tentaron de es­culpir en mausoleos modernos las carreras lúbricas de sá­tiros y de ninfas que animan los bajorrelieves en los sarcó­fagos antiguos.

"Aquella vaguedad abreviaba las displicentes refutacio­nes del comentarista. ¿Cómo tomar en serio una teoría ba­sada en vanos rasgos fisonómicos? Todo el mundo sabe que en el momento de la muerte, la simple resolución muscular borra en los rostros las contracciones dolorosas. Y éste es un fenómeno tan conocido que sólo puede desconcertar a las lloronas de los velorios.

"Sin embargo, quien así hablaba no podía ignorar que en los tratados de su arte dedícanse largos capítulos al estudio de las expresiones, no sólo de la cara, sino hasta las manos, de los pies, de la actitud; que "un gran número de enfermedades nerviosas se inscriben en los semblantes; y que la facilidad de notar el menor disturbio en los movi­mientos expresivos, da a las facies un valor semiológico

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considerable. "Los ojos, ellos solos —lo dice Dejerine— pueden proporcionar un cúmulo de indicios preciosos”. Sabiendo esto, y que hasta, por ejemplo, la "máscara escle- rodémica” para definir netamente una afección, ¿en nom­bre de qué lógica descalifícase una teoría nacida de idénticas observaciones? ¿Acaso en mérito a la resolución muscular? Pero esto podría alegarse en fisonomías inexpre­sivas, esfumadas, "hebetées”, y no en las de líneas distintas e inmutables, tan inmutables como que las ha marmorizado la misma muerte.

"Lo que se adivina en el fondo de esta argucia, señora, es una fútil y sórdida querella de métodos. Si el novador hubiese perdido algunas semanas recortando cerebros, pro­bablemente la acogida fuera más grata. El lugar común de que un procedimiento no es malo tan sólo por haber sido mal aplicado o exagerado, no se impone todavía a ciertos espíritus. Por el contrario, parece que, inhibidos los expe­rimentadores de poder acercarse un día al origen de las co­sas, quisieran olvidar lo que su ciencia debe a los empirismos fundamentales de algunos visionarios de genio. Y eso que aún están cercanos los tiempos en que la clarividencia de meditativos "envejecía repentinamente los libros científi­cos” y que a la hora en que escribimos cualquiera puede anticiparse las experiencias de Darwin en las inducciones de Spéncer, ver cómo la mecánica realiza fantasías de me­diocres novelistas, y oír al testimonio insospechable de Mosso proclamar a Poe "uno de los más grandes fisiólogos del miedo”.

Pero es que, científicamente, nada se opone a tal trans­mutación. Aun tratándose de sensaciones localizadas, sábese que no las aíslan límites netos e infranqueables. Que una excitación violenta puede irradiarse de los centros recepto­res a los vecinos, mediante "arcos nerviosos” origínanos desde las sensaciones de transición hasta las asociadas o sim­

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páticas. El olor de un gusto intenso, por ejemplo, es un hecho frecuente y vulgar.

Existe, además, una memoria sensitiva, formada de la- tencias de anteriores impresiones, en la que por mecanismo análogo al de la asociación de ideas, genérase tal o cual sen­sación espontánea que localizamos en su respectivo sentido, gracias al conocimiento de los fenómenos que allí se reali­zan o al instinto de satisfacerlos por su intermedio.

Si esto ocurre con sensaciones fisiológicamente diferen­ciadas, ¿cómo no concebirlo entre el placer y el dolor, que son formas indistintas de la sensibilidad general, surgidas, a menudo, de un cúmulo de circunstancias idénticas? Van tan unidos, que cuando desaparece la facultad de sufrir, el goce es imposible. Las mismas causas provocan, a cierto grado, risa o llanto, angustia o felicidad. Hay regocijos se­cretos en momentos tales que nos hacen horrorizar de nos­otros mismos; y seres tan sensibles que, en la culminación del placer, alcanzan dolores inefables que los llevan muy cerca de la muerte. En existencias normales, la moderatriz medianía de sensaciones traza una línea divisoria entre uno y otro, pero tan frágil, que al menor choque emotivo, al menor disturbio nervioso, rómpese el ficticio equilibrio y los sentidos, convulsionados, gimen en simultáneos éxta­sis y tormentos. Así, los tabéticos —según Fournier—, an­tes de perder para siempre la voluptuosidad, cuando se acercan a la divina embriaguez de la vida experimentan horrorosos dolores.

Sin embargo, no todo dolor se magnifica en placer. Pa­ra gustar el milagro, es necesario que sea, no solamente agudo, sino progresivo: pulsante, lacinante, terebrante, de modo que las recónditas fibras fluyan el deleite, lentamen­te, como se destila una esencia. Por eso, no todos los cadá­veres se transfiguran. Los que mueren de golpe —por "choc”, por síncope o anestesiados—, esos quedan atónitos.

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La instantaneidad del flagelo o la abolición sensorial, robá­ronles, en una fuga de conciencia, el minuto de beatitud.Y los de niños y ancianos, que reposan serenos o graves —como lo observara Playfar—, vidas que no llegaron a florecer la sensación suprema o que la agostaron en fabu­losas lejanías de senectud.

"Mientras le escribo tengo a la vista dos retratos de Edwig Richer en "Salomé”. Son dos episodios capitales de la suntuosa leyenda que Oscar Wilde dramatizara en contrastes de áspero ascetismo y de sensualidad terrible. En uno de ellos, la ardiente galilea, ya diademada para aquel festín de Antipas Herodes en que tasara imperios, exhala su frenesí por el nervudo predicador en este grito carnal: "¡Yo quiero besar tu boca, Johanaan!” El otro ya es en plena tragedia. La regia danzarina ha regocijado con su grácil euritmia los ojos concupiscetites del Tetrarca, y esperando su precio, aquella cabeza que valía medio reino, implora en una impaciencia exánime: "¡Dadme, dadme los labios de Johanaan!” Nadie imaginará jamás dos momentos de ma­yor voluptuosidad. Desde su irresponsable estallido de ins­tinto hasta la decadencia sádica, allí está toda eterna y fa­tal. Y, sin embargo, la gran actriz que la externa, gesticula como un agonizante. No habrá uno, señora, que viendo esas dos fotografías, sin conocer su origen, vacile en afir­mar que son de una moribunda. Inconscientemente, para encarnar el paroxismo del deseo, la actriz ha sombreado su rostro de mortales angustias, de la misma manera que Cle- singer, en su mármol famoso, "Femme au serpent”, que­riendo imprimir una expresión convulsa, burilara en el rostro de la sufriente el gesto más trémulo de placer.

"Alegría y tristeza, dolor y placer, una v£z extrema­dos, no se sabe cuál glorifica la vida y cuál |a extingue; como que son los aspectos mudables de ese misterio único del amor y de la muerte. Es la misma exaltación de fuer­

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zas, la misma avidez de sentidos, los mismos gestos y con­torsiones, y, casi siempre, las mismas súplicas sollozantes en idénticos espasmos y anonadamientos.

"Acaso callara estas consideraciones, señora, de no con­firmarlas una agonía cuyo recuerdo aún me sobrecoge. Fué en una calma mañana de septiembre, muy cerca de "Las Glicinas”, en las barrancas de Olivos. Un sol de primavera todavía pálido, a menudo velado de nubes, transfloreaba la campiña, y yo iba al "cottage” del más atribulado de mis habitantes de Borderland, porque su amiga se moría. La pobrecita se moría de un mal extraño y lento, de esos que no perdonan.

"Nunca me olvidaré del alarido salvaje que me parali­zara al transponer la verja.

"—Es ella —gimió mi acompañante—; así está desde anoche. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué no se la lleva de una vez?”

Yo quise verla en seguida. En la alcoba mundana, donde las primeras fresas mezclaban su aroma a un vago olor medicinal, halléla incorporada en el lecho, crespo de encajes, conteniendo un temblor de todo el ser. Un silen­cio patético y lleno de esperas, como un interludio, solem­nizaba el recinto. Inmóvil, tensionada, la vista fija, así permaneció mientras el dolor decrecía. Después, sus pupi­las, anegadas en presentimientos, tuvieron una sonrisa tris­te, y abriendo los brazos, dejóse caer extenuada en el blanco desorden de los almohadones. Su cuerpo, que siempre fuera de una delgadez elegante, había enflaquecido tanto, que se le adivinaba como la presencia virtual de las almas; y tan blanco, que no llegaba a transparentarlo la batista labrada. La respiración era tranquila, y a no ser por el imperceptible pliegue de cejas, hubiérasela creído en el más suave de los

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sueños. Dos líneas de sombra descendían desde las comisu­ras labiales hasta los bordes del cuello. De pronto abrió muy grandes los ojos, y por algunos segundos quedóse estu­pefacta. Un calofrío de horror se anticipó en nuestros ner­vios a la inminencia de la nueva crisis. Pero esta vez no volvió a quejarse. Lentamente, cautamente, como para no desvanecer un prodigio que se anuncia, fue incorporán­dose, hasta acodarse de lado. Echó la cabeza hacia atrás y sus pupilas se abrieron en una midriasis estática. El há­lito volvióse anhelante, y de tiempo en tiempo se estreme­cía toda. El cutis, ya diáfano, iluminóse en las mejillas de leve púrpura; la nariz laminar palpitaba en ansias supre­mas; y a cada inspiración entrecerraba la boca, como si paladeara el aire. De improviso sofocó un grito, cubrióse el rostro con un brazo y una convulsión increíble la torció entre los almohadones, perdidamente. Cuando acudimos en su ayuda, ya estaba supina, en la postrera lasitud. Todavía tuvo algunos sobresaltos en los miembros; las ojeras enor­mes dilatáronse como dos alas hasta las áridas sienes; mu­sitó un nombre y se durmió para siempre con una sonrisa errátil en la faz resplandeciente . . .”

Transcurrieron nuevos días de silencio que, esta vez, un pertinaz presentimiento sugeríamelo decisivo. Sin

embargo, no fué así. A la semana tuve otra carta de Leti­cia, la última, que ojalá nunca hubiesen visto mis ojos. . . La encontré en un desolante amanecer, en mi sala de tra­bajo, y el inconfundible sobre color ceniza, de finísimo "madras linen”, rotulaba el envío de un paquete que, des­pués de su lectura, abrí con el alma enloquecida por una mezcla de cólera y espanto.

¡Qué noche, Dios mío, qué noche! Aquella tarde, cua­tro almas caritativas acompañáramos desde el hospital San Roque hasta una humilde fosa de la Chacarita los restos del doctor Biercold. Falleciera dos días antes, en un ata­que de delirium tremens, y gracias a una circunstancia ca­sual, su cadáver alcanzó reposo cristiano. La vida de oprobio que llevara en los últimos años, así como lo había segregado de la sociedad, desfigurólo de tal manera, que los mismos médicos que antes lo frecuentaran no llegaron a recono­cerlo. Al ser interrogado, en un momento de lucidez, sobre su condición civil, diera por única referencia un nombre ficticio y una profesión quimérica: "Soy Roberto de Grandmont —dijo—, poeta, y tengo mil años”. Natural­

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mente, creyóse tal declaración un desvarío de alcoholista y le dieron "entrada” en aquella casa de caridad con el nombre genérico de los lamentables: "N. N.”. Fue recién ;¡ en el anfiteatro, transcurridas las veinticuatro horas de es- pera reglamentaria acordada por el digesto municipal a las familias, que un practicante lo reconoció, gracias al tatuaje obsceno que ostentaba su pecho, una miniatura azul con . esta procaz leyenda: Diaboli virtus in lombis. Como ese mismo dibujo constituía el frontispicio de la escandalosa edición de sus "Historias edificantes”, con las que un li- ..i brero audaz va a reeditar un florilegio en pequeño formato y de tapas finas para que las furtivas lectoras puedan ocul­tarlo en la perfumada tibieza de los manguitos, aquel mu- chacho tocado de literatura pudo identificar así al bohe- 1 mió, dándonos aviso en el acto. De allí lo sacamos cuatro , almas caritativas y le dimos la paz de la tierra, precisa­mente en aquella tarde. ¡Ah! ¡Si yo hubiese sabido antes lo que sé ahora! ... En verdad, repito, ese hombre tiene la ■ suerte de haber muerto . . .

¡Qué noche! Un calor emoliente de tormenta ponde- ^ raba el aire, y la luna llena aureolábase de un halo siniestro. | Era de madrugada, regresaba de Palermo, y al pasar el | carruaje bajo los arcos voltaicos, enjambres de aceitosos in- sectos nos perseguían en el trayecto. Una vez, los caba-| líos, que venían fatigados por cinco horas de traqueteo enl los arenales del río, bajo la luna, partieron a escape ala atravesar una de esas nubes. Recuerdo que el cochero*! después de contenerlos, volvióse con los ojos despavoridos y|me dijo: 3

—Señor, yo no sigo adelante ... ILogré convencerlo, de que, bordeando la acera, ya nq|

se repetiría el percance; mas debo confesar que yo tambieiM

LA ETERNA ANGUSTIA 197

estaba intranquilo, porque no era natural nada de lo que ocurría. Luego, un automóvil, que desde temprano guiara locamente una casquivana paseando a un jovencito pálido, de ojos enormes, gemía a lo lejos la bocina con laceran­tes sonidos, y al oírla recorríanme subitáneos sobresaltos. ¡Oh! puedo jurarlo—. ¡Dos noches así, y los nervios más bien templados se agotan o se trastornan para siempre! ¡Aquel calor macerante, aquella luna fatídica, aquellas vo­ces, y tantas cosas extrañas, y tantas, tantas cosas invisi­bles y malsanas pululando en la sombra de las avenidas desiertas. . . !

Llegue a mi sala de trabajo tensionado de exasperantes inquietudes. Tiempo hacía que aquel recinto de olvido, po­blado deliberadamente de apariencias recónditas para te­ner, por oposición, un refugio en la vida, no me acogía con la paz de antes. Aun en las horas de calma, sólo con hondo desgano lo soportaba. Ni los libros dilectos, ni las estam­pas familiares, ni los retratos antiguos —siempre queri­dos , nada, nada lograba interesarme. ¡Qué triste cuando un hombre siente helársele el alma en el umbral de su casa! Dan ganas de ponerse a llorar, perdidamente . . .

Pero en esa noche, la sensación tornábase desolante. A la luz de la mariposa que, desde las primeras sombras, vela siempre el silencio de aquellas habitaciones solitarias, las aguafuertes de Felicien Rops adquirían expresiones perver­sas; sobre la mesa, el vaso único de porcelana blanca, cuyos pies son tres niños desnudos, y que no conoce más flores que violetas y fresas, estaba vacío; en el estante de libros amados, la Sulamita de Kupka, enarcando el torso en "Le cantique des cantiques” de Jean de Bonnefon, destacábase con hostilidad de sarcasmo: y el piano, tanto tiempo ce­rrado, presentíase que ya nunca jamás vendrían a desper­tarlo de su larga espera las manos vaporosas, ¡oh, alma, que pasaron una vez en el sueño! . . .

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Fue en semejante noche que recibí la última carta de Leticia, ¡De Leticia suicida!

"Las Glicinas, febrero 1 de 190 ...

"Ante todo, ¡perdóname, perdóname! . . . Podría evi­denciarte con palabras irrefutables que esta determinación no se aparta de mi línea de vida; mas cualquier alegato, en tan supremos momentos, resultaría histriónico en mis la­bios; yo, que no tengo más orgullo que el de haber sabido sufrir, callar y sonreír ... Y luego, ¿para qué justificar lo predestinado? Sólo se defiende aquel que siente una som­bra de duda, y yo me voy con el alma tranquila y el co­razón exento de amarguras ... El legajo adjunto bastará para que te convenzas de que no puedo hacer otra cosa. Léelo con calma; contiene las causas determinantes. ¿Las otras? ¡Ah! Las otras. . .

"Haber vivido siempre, siempre, en la más estricta pro­bidad de espíritu y la más recatada pureza de pensamiento; haber obrado, no por disciplina ni preceptos, sino por na­tural inclinación, el bien, la bondad, el amor; haber vigilado cada minuto mis impulsos, mis actitudes, los menores ges­tos, a fin de llegar a ser un suave y consoladora a los otros; haberme preocupado, no por vanidad, sino como quien prepara un don futuro, de cultivar las apariencias bellas y nobles de este mundo, ahondando lecturas recónditas y revistiéndome de todos los adornos de la inteligencia —la pintura, la música, el verso— para ser digna de la más alta aspiración humana; haber defendido, durante años y años, de todas las contaminaciones mi cuerpo y mi alma, a fin de procurar un segundo de excelsa beatitud, aun a costa de mi vida, al hombre superior a quien yo amase y de quien me sintiera exclusivamente amada; haber soñado y practi­cado tantas cosas buenas, elevadas y santas; haber sido hija

LA ETERNA ANGUSTIA 199

cariñosa y amiga llena de fervores, y después de todo eso, no haber provocado sino el dolor, la desolación, la tragedia que tú conoces. ¡Oh! Créeme: ¡cuando llega el día en que los ojos perecederos descubren la causa de todo ese conflic­to, una no puede hacer otra cosa que irse!

Yo, que tan bien te conozco —ahora puedo llamarte como cuando éramos niños, ¿recuerdas?, como cuando éra­mos niños—; yo, que tan bien te conozco, me voy tran­quila, segura de que al leerme, tus labios repetirán otra vez: ¡Pobre Leticia!

"¡Y no te pongas triste, por favor! ¡Si supieras que la única aspiración de mi vida fué verte feliz, reputado, que­rido! Querido .. . ¡Si supieras! Pero ¡no! Ni aun en este momento tengo derecho a quejarme de haber nacido diez años antes que tú, y de que nuestras dos familias fuesen casi una sola. . . Olvida estas últimas líneas. ¡Son in­sensatas!

"¡No te pongas triste! Sufro que esta carta llegue en tal fecha. Quiero creer que tus preocupaciones no te harán olvidar que mañana es el día de la Candelaria, la Virgen patrona de la Floresta. No lo olvides, y dame este gusto: Mañana, cuando vuelvas a la quinta de los tuyos, vete solo hasta el puente, cerca de la Tablada, en el "camino de Oli­vera”; recógete y piensa un segundo en mí. Quiero que se atenúe el dolor que te infundo con el recuerdo de una lejana tarde de abril, hace muchos, muchos años, cuando todavía eras un cabecita loca y no pensabas sino en galopar tu zaino hasta muy tarde, en la noche . . .

"¿Recuerdas? Era un patético crepúsculo de fines de abril. En el "camino de Olivera” no se veía un alma. íba­mos sin decir una palabra, los caballos muy juntos, en la huella cuyo polvo una majada de ovejas ondulara como agua rizada por débil viento. No nos dijimos una sola pala­bra, pero nuestros ojos humedecíanse con la extrema ter­

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nura de aquel poniente, y de las chacras vecinas llegaba un fértil vaho de tierra abierta. Subimos hasta el puente; miramos largo tiempo el bañado lejano, que comenzaba a cubrirse de tenue neblina; miramos el horizonte violáceo de noche; miramos hacia el lado de Flores la loma del ce­menterio, y más allá, la cúpula de la parroquia, casi esfu­mada; nos miramos en los ojos, y como los dos sintiéramos una ansiedad de lágrimas, nos volvimos al galope, sin decir palabra . . . ¿Recuerdas? Bien. ¡Perdóname!

Adiós. Te besa en los ojos. — Leticia”.Amanecía mientras terminaba la lectura de esta carta.

Mi primer impulso fué el de correr a "Las Glicinas”, pero la vista del envío de Leticia, todavía intacto sobre la mesa de trabajo, contúvome con la inminencia de los actos pre­vios. Luego, ¿qué iba a hacer en aquella casa de tragedias, ante lo irreparable, sin saber nada, nada . . .

También sentí frío de miedo. ¿Resistirían mis nervios sobresaltados la inmediata realidad de una escena que me angustiaba con el terror impreciso de un mal sueño? Re­cuérdese que de la noche a la mañana, inexplicablemente, prohibiérame su presencia, hacía más de un año... E ir en seguida, encontrarla aún tibia, adivinar en su actitud y en el aspecto de las cosas familiares, la desesperación del momento terrible, entonces, que ya su secreto me revelara en parte, y cuando ella volvía a tutearme . . . ¡Ah, no! Un hombre no es de piedra . . .

Ahora, al escribir estas páginas con impasibilidad que es más bien agotamiento, pienso si no parecerán pueriles las emociones de aquel fatídico amanecer. Como nadie podría siquiera presumir mi estado, fuera muy cómodo magnificar con recursos de estilo la reacción experimentada, tentando la elocuencia con propósito de fáciles lágrimas. Empero, so­bre la probidad mental y el buen gusto —continencia que en la vida es distinción de gesto— está el culto de su recuer­

LA ETERNA ANGUSTIA 201

do que, de perdurarse, ha de ser con el respeto de las cosas sencillas y santas ...

Truncas frases de su despedida y apacibles recuerdos de la pubertad lejana, mezclábanse a banales impresiones del momento. Así, por ejemplo, desgarrábame el alma la fata­lidad denunciada en aquellas palabras: "haber nacido diez años antes” —obsesora promesa de algo ya irremisible—, y preocupábanme al mismo tiempo los monogramas en lacre color ceniza, con la gótica L polvoreada de oro, sellando el fatal envío, aún intacto sobre mi mesa de trabajo.

De pronto, la agobiante conmoción de los primeros mo­mentos convirtióse en un estupor doloroso. Veía las cosas y las apariencias habituales como un extraño, faltas del me­nor interés, y sin embargo hacíanme mal. . . Estaba como un convaleciente a quien perdonara la muerte, en cuya de­bilidad extrema, los nervios registran hasta las cosas impon­derables o virtuales. ¿No es cierto que cuando se ha sido des­tilado, consunto en el dolor, siéntese físicamente la música y los colores, que son cosas etéreas que son cosas de espíritu? Diríase que recorren la piel y el fondo del alma. Dañan y-se las desea, angustian y atraen; es como un placer que al gustarse trasfundiérase en la dulzura de un vago dolor la­tente . . .

Así, el recuerdo de esta tragedia —que debía torturar­me, rebelarme y hacerme gritar cosas insensatas— borrábase al contemplar la rara colocación del cielo o la gracia del lazo de seda gris perla que circuía el paquete sellado, aún intacto sobre mi mesa de trabajo.. . Ahora puedo analizar semejantes sensaciones y creerlas muy naturales; p¡ero en­tonces, la ciega estrictez de conciencia presentábalas como un signo de dureza de corazón, gaje de esa gran corrup­tora, la vida...

¿Cómo explicar de otro modo que en tal trance per­maneciese tanto tiempo contemplando la progresión de

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aquella aurora que parecía un crepúsculo? No rosada, sino de un amarillento intenso, metálico, era la luz que venía; y en la atmósfera densa de vahos cósmicos —diría maléfi­cos—> los primeros ruidos, aun los más débiles, resonaban como martillazos . ..

Fué en ese instante que, sin previa deliberación, aban­donara la ventana de mis autopáticas contemplaciones, volviéndome tranquilamente a abrir el paquete sellado con lacre color ceniza, donde la gótica L resaltaba con matices dorados.

He aquí lo que decía el extraño e incoherente legajo dirigido a Leticia Dardani y redactado de puño y letra por el doctor Biercold. Algunos pasajes requirieron todo un mi­nucioso trabajo de reconstrucción, pues a la circunstancia de venir escritos al dorso de viejas fórmulas telegráficas, uníase el pulso alterado de un hombre ya en vías del de- lirium tremens:

Mayo de 1900."Dos cosas certifica este documento, necesariamente

postumo: que yo he de concluir antes que Ella y que no me atribula el menor dejo de remordimiento. Si no estu­viese bien seguro de lo que afirmo, iríame al demonio sin decir una palabra. Tengo el suficiente "tino” literario para no exponerme a la feroz caridad de los que nunca quisieron creerme un colega, porque tenían sus razones... Si no me comprenden, yo me comprendo, y basta . . .

"Tampoco he menester de preámbulos. Todo el mundo sabe que he querido ciegamente, locamente, a Leticia (¡Ah! Si ahora yo pudiese tomar un whisky no reincidiría con estúpidas ternezas: "Corazón, calma un instante y aclare­mos el misterio”).

LA ETERNA ANGUSTIA 203

"Todo el mundo sabe que me perdí por Leticia . . . Pero volvamos al principio:

"Yo he trabajado desde los quince años. Ya en el ter­cero preparatorio era un hombrecito que pensaba en el porvenir. Nunca, nunca —¿me entienden?—, nunca tuve una alegría, una diversión, un paseo. Toda la mañana pa­sábala en aquella maldita sucursal de correos del Caballito, aburriéndome o rompiéndome la cabeza para hacer com­prender a los "quinteros” que una carta debe llevar estampillas. ¡Qué estúpidos! A las diez y media almorzaba precariamente y me iba al Colegio Nacional. ¡Ah, el Co­legio Nacional! ¡Le guardo un rencor de hijastro! Había un maestro de gramática que sin condolerse de mis penu­rias, hacía gracias, al citar ejemplos, sobre mi traje color aceituna. ¿Qué culpa tenía yo si eran los más baratos y me los compraban cada seis meses? Yo los llevaba sin ver­güenza porque no iba a ninguna parte. ¡Nunca una ale­gría, una diversión, un paseo! ¡Nunca! Después, en el co­legio, los profesores no debieran mofarse de los alum­nos pobres...

"Pero estoy escribiendo cosas ridiculas. ¿Qué puede im­portársele a Ella que yo haya sufrido de niño por un traje color aceituna? Bah ...

"Hasta los veinticinco años viví así: mi empleo, mis estudios y la rabia de mi pobreza . . . ¡Nada mas! Todos los días eran iguales: penosos y tristes. . .

"Pero no ignoraba que yo tenía algo adentro. La prue­ba está en que después, nadie, en mi profesión, me alcan­zara . . . Dicen que he sido mordaz y malo . . . ¡Malo, malo! Y cuando se reían de mis trajes y de mi cabello largo, eso no era malo, ¿eh?

"¿Para qué descubrir la lucha sorda y tremenda hasta llegar al tipo de profesional correcto y de buen tono que he dejado de ser hace diez años? ¡Con aquel pasado de mi­

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seria y de ridículo, con aquel apellido de "brasserie” —"cer- ceza fresca”—, ya es algo llegar al primer puesto entre los especialistas de Buenos Aires!

“Y bien: a fuerza de estudio, de trabajo, de probidad, de pertinacia, sonriendo a todas las privaciones —sólo yo puedo saber lo que sufriera: ¡nunca una alegría, nunca un descanso!—, a fuerza de voluntad y talento —¡sí!, ta­lento—, alcancé a los treinta y cinco años estas dos cosas, enormes para el destino de un hombre que ha tenido mi origen: la más alta consideración científica y social y la fortuna proficua . . . Cuando se ha nacido en la más rasa miseria, en el hogar más oscuro, en el suburbio más plebe­yo, sin otro bagaje que un apellido ridículo . . ., ¡oh!, créanme, tiembla un poco el corazón al sentirse "al­guien” . ..

"Treinta y cinco años lozanos, el respeto unánime, el dinero que quería . . . Ese era yo. Y no era malo. Era sano de cuerpo y alma. Esa edad, que para otros es ya declina­ción de fuerzas demasiado prodigadas y escepticismo de alma, también demasiado prodigada, marcaba mi primera juventud. La abstención de placeres conservábame el vigor de un muchacho; el retraimiento en el mundo salvárame el tesoro de ingenuidad, y como nunca había amado, 4a mujer lo compendiaba todo para mí: alegrías, dulzuras, "bonda­des.. . Claro está que era un pobre muchacho a los treinta y cinco años. Pero no deben reírse; no sería generoso, ver­daderamente ...

"Nunca había amado, y, sin embargo, no soñaba sino con el amor intenso, eterno, profundo, a que aspiran las almas buenas y sencillas. Desde los comienzos de mi noto­riedad, en mi nuevo rango social presentáronseme mil oca­siones de realizar matrimonios espléndidos (es la palabra; en buen criollo se dice de otra manera, lo sé). Pero yo no buscaba eso. ¡Yo no buscaba nada! Seguía la vida con la

LA ETERNA ANGUSTIA 205

esperanza de encontrar en mi recto camino el alma gemela cuya visión hiciérame soportar la oscuridad, el desprecio, las privaciones, la perenne brega . . . ¡Cómo hubiese ado­rado yo, de rodillas, con lágrimas, con besos, a la tanto tiempo soñada! Mi fortuna, mi renombre, mi cariño ja­más compartido, todo, todo hubiera sido para Ella, cual­quiera que fuese su posición o su origen . . . ¡Qué gran im­bécil era entonces!, ¿eh?

"Pero yo estaba elegido por la fatalidad. Hasta en mi físico. Los que me conocen de diez años a esta parte cree­rán que fantaseo. Sin embargo, cualquiera puede comprender que el vientre abultado por la cirrosis, que las ojeras de trasnochador y las manos hinchadas, no son aspectos de ju­ventud, y ya he dicho que a los treinta y cinco años era un muchacho. . . Por fortuna, conservo un retrato. No lo acompaño porque en el dorso está escrito el único soneto que hiciera en la vida. Eso tiene que ir al fuego. Lo digo yo y basta.

"Ni mal parecido ni antipático —ahora soy, natural­mente, un odre—; pero tanto por mi fisonomía como por mis actitudes era uno de esos tipos que pasan desapercibi­dos: las facciones muy regulares; el cabello ni rubio ni ne­gro, del color indefinido de lo genérico: castaño; mi bigote, lo mismo podía ser el de un corredor de Bolsa que el de un ministro de Relaciones exteriores; mi estatura, para completar el canon, mediana; y, por más que me esforzara, nunca pude salir de una elegancia discreta. ¡Ah! ¡Si hu­biese sido feo, feo con ganas, o a lo menos hubiese tenido el gusto de lo excéntrico —chalecos llamativos, sombreros enormes—, o simplemente, mal gusto! En cambio, para vestirme tenía buen gusto, un correcto, discreto buen gusto. .. Concíbese que tanta regularidad, corrección y timidez me disminuyera . . . ¿Para qué van a examinarlo a uno interiormente y ver si dice cosas estupendas, y si es

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sano, y si es sabio, y si es santo? Bah. . . "¿Cómo le sienta a usted su levita?” . . . ¡Ja, ja, ja! ¡Qué ricos tipos son los hombres! ... ¿Y las mujeres? ...

"¡Ah, las mujeres! Las mujeres...

(Al llegar a este punto véome obligado a suprimir algo más de una carilla del legajo que transcribo. Hay cosas, verdaderamente, demasiado fuertes, y no sé hasta qué pun­to el narrador debe ceñirse en tales casos a una estricta fidelidad. Por lo demás, las atrocidades que suprimo, cual- . quiera puede saborearlas leyendo las "Historias edificantes” del mismo doctor Biercold).

"Leticia Dardani era de otra estirpe. ¡Oh, absoluta­mente! Tenía el alma de un ángel, y el cuerpo fino, suave, cálido. . . Puedo asegurarlo; tanto, que si yo cediese al impudor de aprovechar las indiscreciones de mi profesión, seríame dado escribir "encantos secretos” más puros, por cierto, que los ponderados por mi lejano antecesor y colega Nifo, médico de Juana de Aragón, que ha desnudado a es­ta, implacablemente, a los ojos de la posteridad. ¡Oh! Mucho más perfectos... Y la comparación fuera fácil, pues si bien no todos pueden atestiguarlo en el texto latino del antiguo relato, ¿quién es el que no ha visto la repro­ducción de aquel "célebre cuadro” del Louvre, atribuido'" a Rafael o a Julio Romano, o no ha leído las "Diversas lecciones” de Guyón? ... No debo estar tan perdido como se propala, cuando soy capaz de tales reparos. . . Después, el alcohol no degrada sino a los predegradados. Exalta o deprime, nada más. . .

"¿Para qué decir hasta qué punto llegué a querer a Le­ticia? Cuando sentí que era Ella —la soñada, la tanto tiempo esperada—, recogíme en un supremo examen para ver si, en realidad, era digno . . . Nada tuve que repro­

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charme. Siempre fuera honrado y probo, sentíame bueno, fuerte, amante; sentíame superior a cualquier otro . . . (No es vanidad: cada uno se ve por dentro).

"Durante meses y meses, silenciosamente, delicadamen­te, traté de rodearla de mi respeto y de mi cariño. Los pensamientos más estupendos; las palabras más reveladoras o suaves, según las ocasiones; la actitud más respetuosa; los gestos más finos; los impulsos más sinceros —toda la luz del alma, toda la distinción del cuerpo—, durante meses y meses, presenté a sus ojos. Cuando me cercioré de que ella notara mi cariño, cuando vi en sus lucientes pupilas una esperanza, se lo dije todo . .. ¿Fui exaltado, fui lamen­table en aquel momento decisivo, o es que todo el sacrificio de mi vida, todo lo bueno, lo noble, lo intenso y puro que había en mí no significa nada? No sé; por más esfuerzos que hago —ahora que estoy bien, pues para escribir estas páginas no pruebo una gota de whisky—; por más esfuer­zos que hago, no puedo acordarme de aquella escena. Sólo recuerdo lo inexorable: ¡No me quería!

"¡Ah, Dios! El frenesí que me asaltara entonces fué, en verdad, una locura. Hay un hombre en el mundo que ha hecho cosas que no son de este mundo para elevarse, para regenerarse, para estar arriba de todos; hay un hombre anegado de ternuras, de finezas, de inmensas bondades; hay un hombre bueno, sano joven, que ha quemado treinta y cinco años de su vida para ser el mejor entre los mejo­res, y todo eso —sacrificios, tristezas, dolores—, todo eso no le vale nada, nada, a ese hombre que va derecho por el mundo. Pero si Dios. .. , ¡oh!, si Dios..

(Aquí debo suprimir otra carilla. En verdad, cuesta creer —constatando tales delirios— que al escribir estas páginas el doctor Biercold fuese astemio, como asegura).

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"De manera que cuando me llamaron para examinar a Leticia, por aquel raro tumor del vientre, indoloro y repen­tino, tuve un mal pensamiento. ¡Bien lo he purgado después!

"Leticia tenía un quiste dermoide. Y aquí es necesaria una aclaración. Si yo hubiese sido en realidad malo, una vez decidida a operarse, le hubiera abierto el vientre con toda tranquilidad. Ya que nunca iba a ser mía, ¿qué me impor­taba desfigurarla o no con un enorme costurón cárdeno, que cruzara su piel láctea, para toda la vida, como un la­tigazo? Lo que hice el día de la operación no fue maldad, sino justicia, no castigando lo que no merecía castigo, sino justicia a mí, a mi vida, a mi lucha, a mi superioridad, ¿comprenden? Pero es mejor que relate lo ocurrido. No me detiene el menor dejo de remordimiento. Yo, frente a mi destino, he hecho bien . . . Ahora es muy cómodo juz­gar, condenar e indignarse de afuera . . .

"Advertí a sus padres y a los médicos de consulta que para no lacerar aquel cuerpo joven y blanco, iba a tentar la oblación del tumor, sin abrir el vientre, por otra v í a . . . Eso lo supieron mi practicante —un muchacho enfermizo que murió tuberculoso, afortunadamente— y el encarga­do de la anestesia. Y al parecer, todo se hizo así. ¡Lo que nadie supo, lo que nadie sabe, y ahora yo lo digo aquí con todas las palabras, es que no sólo extirpé el tumor, sino también todos los órganos! ¡En mi vida me salió tan bien una histerectomía completa! \ '

"Horrible, ¿eh? ¡Qué fácil es la compasióhx conven­cional! x\^

"Yo había trabajado, sufrido, luchado la vida entera; todo eso y mucho más lo puse a los pies de esa criatúra. Ella, porque sí, tal vez porque mi cabello era castaño, mi estatura mediana y mi elegancia indiscreta, despreció tan­tos quebrantos de cuerpo y de inteligencia ... Y bien el día que yo tengo en mis manos ese cuerpo desnudo; el día

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ue yo debo explorar el claustro de la maternidad que es- iera —la sede de asunción de la vida, que siento el instinto

el deber de prolongar en otros (puedo jurar que no me lanchaba un deseo pecaminoso), ese día, yo voy a acor­arme de mi textos y a ponerme tranquilamente, medica- lente, "betement”, a preparar la floración de vidas ajenas indignas. . . ¡Ah! ¡No, no! Pero ustedes están locos. . .

'o era ante todo un hombre a quien, no sólo se mataba n sí mismo, sino también en su prolongación. Yo era el mante no merecedor de ese destino, y sin embargo, mis ualidades hacíanme dueño del destino que se me rehúsa­la. ¿Yo podía vacilar? ¡Ah, no! La desexué en sus raíces, n su entidad de origen. En eso nada más. El que viniera espués, el indigno —el de los bigotes negros o los ojos zules—, tendría lo único que deseaba: el cuerpo sin un ras- juño, pero frío, ¡frío y estéril para siempre jamás!

Aquel cuerpo quedó blanco e intacto como al nacer. >ero la palpitación de vida, la posibilidad de las sensacio- les que sincronizan los sentimientos, la fecundidad, la in- :orporación a las fuerzas, la transfusión de espíritus, lo terno, lo mío, me lo llevé yo solo, silenciosamente. . . Doncibo que Ignacio Flores se partiese el corazón de un > a l a z o . . .

"Sé que los hombres honestos que roban, estupran y natan, lanzarán anatemas a mi memoria. Mas yo espero ;ranquilo mi día. Después de lo que confieso no me he ca­lado con ninguna rica heredera. Me puse a tomar, tranqui- amente, dos botellas de whisky cada veinticuatro horas. Y ;enía entonces treinta y cinco años, era joven, era rico, era :élebre..

Cuando terminé esta lectura daban las siete de la ma- íana. Recuerdo que, al pasar frente al espejo, tuve miedo

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de mi fisonomía. ¿Por qué abrí el cajón del velador que guarda el Smith-Wesson nunca ensayado? ... En verdad, repito, el hombre que escribió esas páginas tuvo la suerte de haber muerto . . .

Como una visión siniestra presentóseme la imagen de Ignacio Flores con el pecho ensangrentado. Y sentí lástima por él, por ella, por mí . . .

¿Lo demás, y Leticia? Todo el mundo lo sabe. Lo de siempre: terrible. El cortejo que llega a la Recoleta entre el verdor pulido de frondas municipales y gorjeos bajo las ramas, y la misa de cuerpo presente en la iglesia del Pilar, y el responsorio monótono a la puerta del sepulcro, casi oculto por un paño de glicinas. . . Después, como estaba seguro de que nadie lo leería, por único epitafio le hice grabar este verso de Samain:

Dors sans comprendre même un peu mon sacrifice.

I N D I C E

PAg.

Borderland ................................................................................................... 11

La interlocutor?, ....................................................................................... 19

Un libro imposible.................................................................................... 21

La corbata azul ......................................................................................... 71

El pensamiento oculto ............................................................................. 81

Mademoiselle Gavrochc .......................................................................... 101

La mariposa .............................................................................................. 107

El daño ...................................................................................................... 113

La Eterna Angustia ................................................................................................ 133

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ESTE LIBRO SE ACABO DE IMPRIMIR EN BUENOS AIRES,

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EL DIA CUATRO DE MARZO DE 1954